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— Aída Carolina Quinteros
Análisissocial
Familia, bienestary cuidado
Decir que la familia es el pilar de la sociedad se ha convertido
en una frase de uso común. Es una afirmación que se
repite siempre que se abordan las grandes problemáticas
sociales: violencia, desempleo, educación, salud, bienestar,
protección social, cohesión social, ética y convivencia; entre
muchas otras. La frase no es gratuita. Efectivamente, en el
imaginario colectivo existe la visión de esta como un núcleo
que cumple con funciones muy apreciadas socialmente y,
efectivamente, es el espacio vital en donde se aprenden
valores y normas para vivir y convivir en sociedad, es el lugar
donde se forman (o no) vínculos de solidaridad, respeto al
otro y empatía. En términos generales, las familias son
agentes primarios de socialización, proceso mediante el cual
las personas aprenden normas, valores, comportamiento
social y cultural en general (Giddens, 2006).
Pero además de esto, las familias tienen un rol importante en la
sobrevivencia material de las personas, tal y como explica Irma
Arriagada (2007 p. 125): “Las familias cumplen funciones de
apoyo social y protección ante crisis económicas, desempleo,
enfermedad y muerte de alguno de sus integrantes”.
La familia, entonces, es un actor fundamental en el
bienestar, ya que en ella se generan lazos de protección
intra e intergeneracionales frente a los riesgos de la vida,
especialmente los relacionados con discapacidad, vejez,
muerte, desempleo; más aún, en casos en los que ni el
Estado ni el mercado proveen los medios para proteger
y resguardar a las personas de estas vicisitudes. Las
actividades de cuidado representan ese rol desempeñado
por las familias que permite ampliar el bienestar y la
protección para sus miembros. Volviendo a Arriagada
(2007) “La familia, como capital social, es un recurso
estratégico de gran valor, ya que la limitada cobertura social
existente en algunos países latinoamericanos (laboral, en
salud y seguridad social) la convierte en la única institución
de protección social frente a los eventos traumáticos, y ella
se hace cargo de los niños, los ancianos, los enfermos y las
personas con discapacidad”.
Por estas razones, las familias deben ser un eje fundamental
de las políticas públicas y se hace necesario abordarla
desde su papel de generadora de bienestar, cuidado y
protección de sus integrantes. Este ensayo tiene como objeto
proporcionar insumos para la elaboración de políticas
públicas en torno a las familias, así como pautas para futuras
investigaciones acerca del tema, de manera tal que sea posible
promover un enfoque de familias vinculado con el desarrollo
de todas las personas que la integran y del país en general.
El ensayo reúne tres apartados, centrados cada uno en
uno de los aspectos fundamentales para justificar que
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las familias constituyan un nuevo pilar de las políticas
públicas y, especialmente, una de sus funciones básicas: las
de cuidado a niños, niñas y adolescentes (NNA). El tercer
apartado de este documento se refiere a este último punto;
mientras el primero y el segundo a las discusiones sobre
bienestar y familia, respectivamente.
I. El bienestar
Bienestar es una palabra que evoca todo lo bueno. El
Diccionario de la Lengua Española (DLE) la define como:
“Conjunto de las cosas necesarias para vivir bien; vida
holgada o abastecida de cuanto conduce a pasarlo bien
y con tranquilidad y estado de la persona en el que se le
hace sensible el buen funcionamiento de su actividad
somática y psíquica”.
El DLE hace referencia, además, a la Economía del Bienestar
y al Estado del Bienestar, siendo la definición de la primera.
“Economía que tiene como objetivo global extender a todos
los sectores sociales los servicios y medios fundamentales
para una vida digna” y del segundo: “Organización del
Estado en la que este tiende a procurar una mejor
redistribución de la renta y mayores prestaciones sociales
para los más desfavorecidos”.
El bienestar es una aspiración de las sociedades y de las
políticas públicas involucradas en –parafraseando al DLE–
procurar extender a todos los sectores sociales los servicios
y medios que le garanticen una vida digna. Empero, esta no
es una situación estática. La vida conlleva sus riesgos, por
lo que, aun y cuando se hubiese disfrutado de un estado
de no carencias materiales, sociales o psicológicas, existe
el peligro de caer en situaciones en las que ese bienestar
cambie radicalmente y para mal. Asuntos como desempleo,
viudez, divorcio, enfermedad, discapacidad, vejez, entre
otros, son factores que pueden afectar radicalmente la
calidad de la existencia. Algunos de ellos pueden ser
planificados (como la vejez), pero otros, simplemente son
parte de la incertidumbre y de la vida misma.
Martínez Franzoni (2008) señala que desde las teorías sobre el
desarrollo y en clave de políticas públicas, bienestar sería
considerado como la capacidad de hacerle frente a los
riesgos de la vida. Esa capacidad, escapa a las habilidades y
decisiones personales y remite a la conjunción de factores
muy diversos que abarcan desde las limitaciones económicas
de las familias en las que se nace, las restricciones políticas
que mantienen a algunos colectivos alejados de la herencia
social que les corresponde, fallas institucionales e incluso
normas, valores y costumbres que no necesariamente están
escritas, pero que ciertamente condicionan las opciones
y las decisiones que las personas toman y que afectan su
propio bienestar. En este sentido, si bien todas las personas
enfrentan riesgos ante la vida, no todas enfrentan los
mismos riesgos ni cuentan con las mismas herramientas
para hacerles frente. Las sociedades producen y distribuyen
riesgos entre sus ciudadanos. Las vicisitudes a las que
se enfrenta la ciudadanía, en suma, no son disyuntivas
personales, sino propias y distintivas a diversos colectivos
sociales y variables a lo largo de diferentes momentos.
De esta manera, gestionar el bienestar requiere de la
interacción de algunos actores fundamentales: la familia,
el Estado, la comunidad y el mercado. La combinación
y el grado de utilización de unos u otros dependerán del
momento histórico y de las condiciones mismas de las
personas. En qué medida se pueden adquirir los servicios
de cuidado en el mercado (servicio doméstico, escuela
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privada, hogares para ancianos, etc.), por ejemplo,
dependerá de los recursos monetarios de la familia. Empero,
esta no es la única forma de obtener el cuidado que se
necesita. Esping-Andersen (1993) hace un recorrido histórico
que permite conocer que la relación entre el bienestar
y los recursos monetarios, es en realidad un desarrollo
de la modernidad. En un mundo no mercantilizado, el
bienestar dependía de la familia, la iglesia, el señor feudal,
la comunidad y, en general, de las normas de solidaridad
establecidas en esa sociedad. De hecho, los pueblos de la
antigüedad y las comunidades religiosas en esos entornos,
guardan siempre ciertas normas de solidaridad para con
los suyos que hubieran caído en desgracia, tales como
las viudas, los ancianos, etc.
En el capitalismo desarrollado, la procura de estándares
mínimos de bienestar ha transitado, según Esping-Andersen
(1993), por varios estadios que él define como regímenes de
corte conservador, liberal y social demócrata. El primero busca
la protección a las personas con base en instrumentos fuera
del mercado, tales como el clientelismo y el corporativismo.
Ello implica que la protección social está en función del favor
del gobernante o como prestaciones a los miembros de
colectivos establecidos de manera corporativa. El segundo,
busca lo contrario: que las personas puedan adquirir todos sus
requerimientos en el mercado, asumiendo que todos pueden
acceder a un empleo asalariado, cuestión que evidentemente
no ha sido así, especialmente para personas en situación de
dependencia, grupos discriminados o mujeres que deben
hacer tareas domésticas o de cuidado de sus familiares,
entre otros. Tampoco es factible en sociedades donde el
mercado de trabajo no puede proporcionar pleno empleo.
Esta aproximación al bienestar sostiene que el Estado debe
intervenir únicamente ante las fallas del mercado, con lo que el
mercado sigue teniendo primacía.
En la versión social demócrata, se parte del establecimiento
de derechos sociales que buscarían una mejora gradual y
sostenida de los niveles de vida de las personas, por lo que
la socialdemocracia llegaría a ser la principal defensora del
Estado de Bienestar. Esta es la versión que encaja en las
propuestas de Marshall relativas a la ciudadanía social en
donde, independientemente de la posición económica o
de la ocupación de las personas, por el solo hecho de ser
ciudadano, puede vivir de una manera “civilizada” y disfrutar
de su herencia social (Marshall, 2004).
Pero aun dentro del Estado de Bienestar subsisten algunos
énfasis, como menciona Esping-Andersen (1993): el
de asistencia a grupos vulnerables que no pueden
obtener sus recursos a través del mercado de trabajo,
el de establecimiento de derechos vinculados al trabajo
asalariado y el de derechos sociales universales accesibles
para todos los ciudadanos, independientemente de su
necesidad y de su desempeño en el mercado de trabajo.
Los dos primeros, en situaciones de pleno empleo pueden,
además, contribuir a disminuir las brechas de desigualdad;
sin embargo, mantienen y producen desigualdades en tanto
que el acceso a los recursos del bienestar y de protección
dependerá de la capacidad adquisitiva de cada uno y de las
condiciones de la vinculación al mercado de trabajo formal.
En cualquier caso, la política pública de bienestar se debate
entre varias tensiones que tienen implicaciones para las
políticas públicas: mercantilizar/desmercantilizar los riesgos
y familiarizar/desfamiliarizar las soluciones. En el primer
binomio, lo que se debate es hasta qué punto las personas
estarían en capacidad de disminuir sus riesgos de vida a
través de recursos obtenido en el mercado de trabajo o en
el de servicios. En el segundo, el énfasis está en definir hasta
qué punto las respuestas a la protección de las personas y la
superación de los riesgos debe pasar por la familia.
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El dilema más general es quién (¿la familia, la comunidad,
el Estado o el mercado?) va a cuidar de las personas en
la vejez, en la enfermedad, ante la viudez o ante otras
eventualidades y con qué recursos se cuenta para ello. Vale
la pena analizar al menos uno de estos pilares del bienestar,
la familia, y ver cuáles son sus condiciones generales y
potencialidades para generar bienestar.
II. La familia
Según Esping-Andersen (2000), en las explicaciones clásicas
del bienestar, si bien se menciona a la familia como un actor
notable, no se le aborda suficientemente su calidad de
institución social básica y de sujeto que adopta decisiones
relevantes para el bienestar de sus miembros. Empero, ante
los cambios demográficos, el nuevo papel de las mujeres
en los mercados de trabajo, los cambios en las estructuras
familiares, el reconocimiento de nuevas formas de familia
y las transformaciones socioeconómicas en general, las
familias son un actor ineludible en el marco de análisis de
las políticas de bienestar. Estas no son únicamente un lugar
para la estabilización emocional de sus miembros, sino
una unidad que produce bienestar y junto al Estado y el
mercado forman parte de la Triada del Bienestar.
Ello significa que son los entes entre los cuales se reparte
la tarea de procurar que las personas puedan hacer frente
a las incertidumbres y riesgos de la vida: desempleo, vejez,
invalidez, enfermedad, maternidad, viudez, orfandad;
etc. En principio, si uno de estos pilares falla, los otros dos
pueden retomar la tarea. Es decir, si el Estado no invierte
en la protección de las personas adultas mayores –por
ejemplo– el mercado puede ofrecer esos servicios para
quienes puedan comprarlos. Pero si estos servicios no son
accesibles, cosa que es muy frecuente en condiciones de
pobreza, serán las familias las que se hagan cargo de
esa protección. “Ante mercados y Estados que “fallan”
en asignar suficientes recursos ¿a qué recurrir, sino a
los vínculos afectivos y emocionales más cercanos?”
(Martinez Franzoni, 2008, p.5).
Para el caso de América Latina los regímenes de bienestar
parecen haber tenido una trayectoria diferente a la descrita
por Esping-Andersen para el caso europeo. Si bien, las
tensiones entre los actores del bienestar se mantienen,
los desenlaces han sido diferentes. Martínez Franzioni
(2008) hace una revisión de estas trayectorias e identifica
tres tipos de régimen de bienestar: Estatal productivista,
estatal proteccionista e informal familiarista. El primero
se refiere a estados en los que los mercados de trabajo
han tenido mayor capacidad de absorción de la fuerza de
trabajo, presentan mayores niveles de ingreso, por lo que la
producción de bienestar podría estar más mercantilizada.
En el segundo caso, se trata de estados que han desarrollado
importantes mecanismos de protección a sus ciudadanos;
mientras que el tercer caso, donde se encuentra El Salvador y
los países más pobres del continente, se trata de regímenes
de bienestar cuya acción fundamental recae en las familias.
Estos regímenes se clasifican como familiaristas, y consisten
en que las unidades familiares son quienes se encargan de
cuidar de sus miembros, a través del trabajo doméstico,
normalmente no pagado y ejecutado sobre todo por
mujeres. En estas sociedades, donde las políticas son
insuficientes para cubrir de manera satisfactoria a la
población y donde los servicios que ofrece el mercado no
son accesibles para todos, las familias son quienes cuidan a
sus adultos mayores, velan por los enfermos, atienden a las
personas con discapacidad, resuelven en situaciones
de desempleo y cuidan a sus miembros más pequeños.
Todo ello, sin mayor apoyo ni del Estado ni del mercado.
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Es decir, representan el peor escenario posible para
pensar en protección, desarrollo y bienestar. Algunas
de las características de estos estados, como señala
Martínez Franzoni son: familias extensas y compuestas,
menor participación femenina en el mercado de trabajo,
presencia de personas dependientes (menores de
12 años y mayores de 65).
Pero la familia es, en sí misma, una institución social,
es decir es una estructura de normas donde se fija y
mantiene un juego de roles sociales (Therborn, 2007
p. 32). En otras palabras: “Se trata de una organización
social, un microcosmos de relaciones de producción,
reproducción y distribución, con su propia estructura
de poder y fuertes componentes ideológicos y afectivos.
Existen en ella tareas e intereses colectivos, pero sus
miembros también poseen intereses propios diferenciados,
enraizados en su ubicación en los procesos de producción
y reproducción” (Jelin, 2007, p 93).
Las familias no resultan tampoco una entidad inmóvil en
el tiempo. De hecho, cambia constantemente en algunos
casos movida por los mismos cambios de la modernidad
y en otros, como respuesta ante los fenómenos sociales
y económicos que les afectan y como una manera de
compensar las carencias en bienestar social. En ese sentido,
es que pueden interpretarse algunas de las modificaciones
de las estructuras familiares, tales como cambios en las
tasas de fecundidad, abandono del hogar por migración,
participación de las mujeres (y niños) en el mercado laboral,
familias reconstituidas y familias extendidas mayoritarias
en hogares de menores ingresos. Este trabajo de análisis
es crucial en tanto que es común encontrar en la mayoría
de los países latinoamericanos una tendencia a generar
políticas sociales que “…se anclan en un modelo de familia
generalmente implícito y a menudo bastante alejado
de la realidad cotidiana de los y las destinatarias de esas
políticas. Dado el rol central que la familia “real” tiene en
las prácticas en que concretamente se activan las políticas
sociales, el análisis de la organización familiar debiera ser
uno de los ejes principales de los diagnósticos sociales y de
la determinación de los mecanismos de implementación
de políticas” (Jelin, 2007, p. 94).
Por su parte, otros autores (Rico y Maldonado, 2011) añaden
que los miembros de las unidades familiares también
tienen necesidades y roles diferenciados de acuerdo al
sexo y a la edad. Estos roles, además, no son estáticos y
van cambiando de acuerdo con el ciclo vital de la familia,
los recursos económicos que esta posea, la tasa de
dependencia de ese hogar, el momento histórico, normas
sociales y regulaciones que parten desde el Estado y dan
legitimación a ciertos arreglos familiares. Empero, como
señalan los autores, tradicionalmente se han organizado de
acuerdo con normas que determinan una división sexual
del trabajo a su interior, en la cual las mujeres se hacen
cargo del trabajo doméstico y el cuidado de sus miembros.
Ello significa que junto con las políticas públicas y la compra
de servicios, son las mujeres y su trabajo no remunerado
quienes constituyen los pilares que interactúan para que
las personas se encuentren protegidas.
Estos roles diferenciados conllevan por otro lado, jerarquías
e inequidades, tales como las que se dan entre adultos y
niños, mujeres y hombres, adultos mayores y adultos; etc.
Estas inequidades dan como resultado violencia de género
e intergeneracional, dejando a las familias –y especialmente
a las mujeres– en una situación precaria ante la satisfacción
del bienestar de sus integrantes.
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Otra autora (Kalland, 2012), para el caso de la crianza de
los hijos, indica que esta actividad requiere de tiempo,
dinero y cuidados. En cuanto al dinero, los costos directos
e indirectos son difíciles de cuantificar, ya que depende
de las expectativas que tienen los padres respecto a cómo
quieren educarle, de cuántos hijos más se tienen a la
llegada de un nuevo integrante, de las edades de los otros
niños en el hogar y, por supuesto, de la parte afectiva
que conlleva un nuevo hijo. Los costos indirectos están
referidos al tiempo que se requiere para la atención de los
niños. Ello implica que la persona cuidadora debe limitar
sus actividades de generación de ingreso propio. Dado
que son las mujeres quienes asumen este rol, implica
que son principalmente ellas quienes asumen los costos
indirectos de la crianza –sin eliminar responsabilidad de
los costos directos–, ya que ven reducidos sus ingresos
presentes, sus posibilidades de ahorro para la vejez y sus
opciones de hacer carrera (o ingresos futuros), para las
mujeres que tendrían esta opción profesional.
Un estudio realizado por FUSADES (Beneke de Sanfeliú
et al, 2016) para el caso latinoamericano establece que
pese a un incremento de la participación de mujeres en
el mercado laboral, esta resulta aún restringida dados sus
niveles educativos relativamente bajos y las limitaciones
de tiempo dadas por el rol de cuidadoras y el trabajo
doméstico. Por ello, no es de extrañar que las mujeres que
menos participan en el mercado laboral y la generación
de ingreso propio son las pobres y habitantes rurales,
dado que tendrían más dificultades para delegar estas
tareas en servicio doméstico o de cuidado contratado.
Adicionalmente, las mujeres que participan en el mercado
laboral no lo hacen en las mismas condiciones que sus pares
masculinos, siendo que son mayormente empleadas en el
sector informal y perciben un ingreso, en promedio, más bajo.
Las políticas de bienestar deben, pues, revisar lo que pasa
dentro de unos de sus pilares y estar especialmente atentas
con las mujeres que son quienes, al final de cuentas, terminan
haciéndose cargo de las fallas del Estado y las del mercado.
III. La familia en El Salvador
El sistema de bienestar familiarista salvadoreño,
descansaen el trabajo doméstico, no pagado y realizado
fundamentalmente por mujeres. Se trata de un sistema que
deja en manos de la familia la resolución de tensiones que
puedan darse y que descansa en el supuesto que hay una
persona (una mujer) dedicada a tiempo completo al trabajo
doméstico y al cuido de sus miembros, es decir “… a tareas
que facilitan sin costo monetario, la reproducción social y el
sostenimiento de la fuerza laboral” (PNUD-OIT 2015 p.18).
Un estudio de FUSADES-UNICEF (2015) informa que a 2012,
se registra una disminución de las familias extensas, un
aumento de los hogares unipersonales, monoparentales
(con una pronunciada jefatura femenina) y parejas sin hijos.
Las nucleares, si bien son la conformación más común,
representa solamente el 37.5 del total, es decir, la mayor
parte de los salvadoreños no viven en hogares nucleares
biparentales –compuestas por madre, padre y los hijos de la
pareja–, sino en otros arreglos, tales como familias extensas,
monoparentales, parejas sin hijos u hogares unifamiliares.
Según ese mismo estudio, para 2012 las familias
monoparentales extensas sin hijos abarcan el 18.2% de
los hogares, mientras que las familias extensas sin hijos
representaban el 7.5% del total. Las parejas sin hijos
implican un 7.6% y los hogares unipersonales, un 9.5%.
En el caso de los hogares con presencia de NNA, el estudio
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establece que cerca del 70% de esta población vive en
hogares nucleares o familias extensas y cuenta con la
presencia de ambos padres o de al menos uno de ellos.
Hay que destacar que en los hogares monoparentales, la
jefatura es femenina en un 85% de los casos, por lo que
estos menores de edad se encuentran, fundamentalmente,
al cuidado de sus madres.
Estas tendencias son coincidentes con las que presenta el
trabajo del PNUD-OIT (2015) quien, además, sostiene que
a partir de la década de los años 60 la tasa de fecundidad
se redujo en dos tercios, pasando de 6.6 hijos por mujer
entre 1955 y 1960; a 2.4 hijos por mujer en el período
2005-2010, abriendo la posibilidad de contar con un bono
demográfico, es decir, un momento en el que la población
en edad de trabajar es mayor que la población en condición
de dependencia. Una razón más para comenzar a invertir
en la primera infancia y en sentar las bases para una
política de cuido integral.
El estudio de FUSADES-UNICEF, además, comenta acerca
del nivel de ingresos de los hogares a partir del tipo de
jefatura y su ubicación por quintiles de ingreso. Según
esta información, en los hogares con ingresos más altos
existe una mayor proporción de hogares unipersonales
y parejas sin hijos, independientemente del género
de la jefatura de familia. Por el contrario, en el caso de
las familias con menores ingresos, estas tienden a ser
principalmente extensas cuando la jefatura es femenina
y nucleares, cuando el jefe es un hombre. Es decir, los
hogares monoparentales y parejas sin hijos se encuentran
en mejor posición económica, ya que 50% o más de las
familias en estas categorías se ubican en los dos quintiles
de más altos ingresos y esta tendencia no ha variado
entre 1992 y 2012. En contraste, para ese mismo período
de tiempo, las familias más vulnerables son las nucleares,
extensa con o sin hijos, monoparental y monoparental
extensa con hijos, ya que el 40% o más de las familias en
cada una de estas categorías se ubican en los dos quintiles
de más bajos ingresos.
El trabajo del PNUD-OIT (2015), por su parte, da información
acerca de los niveles de pobreza de las familias y las
carencias de las mismas en calidad de vivienda y acceso
a servicios públicos. Según este documento, más del
60% de las viviendas cuentan con alguna carencia en su
infraestructura de techo, pared, piso o servicios de agua
y saneamiento; un 15% no cuenta con servicio de agua
por cañería y aún hay un 3.5% (9.2% en el área rural) que
no tiene servicios sanitarios (p. 59); con lo cual es posible
ponderar algunos de las falencias para que estas puedan,
en efecto, ejercer su papel como proveedora de bienestar
para sus miembros. De hecho, solo el 1.8% de los niños
menores de 3 años tiene acceso a educación inicial y el 42%
de la población en edad preescolar, no está escolarizada.
Por su parte, un documento de UNICEF (2015) da
información acerca de la relación entre la pobreza y el
ciclo de vida familiar, indicando que las que tiene hijos
pequeños son más proclives a ubicarse en situación de
pobreza, independiente de la jefatura. Según este informe,
la pobreza es más acentuada en hogares con presencia
de NNA. “En efecto, en 8 de cada 10 hogares catalogados
como pobres por ingreso, habita al menos una niña,
niño o adolescente. Asimismo, los datos muestran que la
probabilidad de que un hogar se encuentre en situación de
pobreza monetaria se elevan a medida que incremente al
número de miembros en edad infantil en su interior” (p.7).
En materia de pobreza multidimensional, las principales
carencias de los hogares salvadoreños (baja educación
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en adultos, bajo acceso a seguridad social, subempleo e
inestabilidad en el trabajo y restricciones provocadas por
la inseguridad), son más acentuadas cuando se trata de
hogares con NNA.
Es decir, se trata de hogares con grandes necesidades
de apoyo en la labor de cuidado, pero con recursos
insuficientes para comprar estos servicios en el mercado y
con escasa atención desde las políticas públicas.
Además, se hace necesario destacar que dentro de los
hogares existen situaciones que dificultan la atención óptima
a esta población, tales como jerarquías y desigualdades
(niños/adultos; hombres/mujeres; adultos/adultos mayores)
y violencia. Una de estas condiciones es la distribución de
roles y el uso del tiempo en tareas de cuido. Muchas de estas
labores recaen casi exclusivamente sobre las mujeres, sin
que ello les elimine la obligación de trabajar fuera del hogar
para la generación de ingreso (PNUD-OIT, 2015; Salvador,
2015). Para el caso de El Salvador, las mujeres, dedican 9.2
horas al día para trabajar dentro y fuera de la casa; mientras
los hombre solamente complementan 8.6 horas para esas
mismas actividades. En conjunto, las mujeres asumen el 86%
del tiempo necesario para las tareas del hogar, dentro de las
cuales se encuentra el cuidado a los miembros de la familia
en situación de dependencia.
Esta distribución de roles implica que las mujeres estarían
recibiendo retribución económica únicamente por el 32%
de su tiempo laboral, estarían menos protegidas en la vejez
y enfermedad (el 65% de la PEA femenina no tiene ningún
tipo de seguro social ni está cubierta con pensiones, PNUD-
OIT, 2015, p.19) siendo un indicativo de los costos indirectos
que la crianza y el cuidado tienen para ellas; así como de
desigualdades e inequidades en el ámbito doméstico.
La participación femenina en el mercado laboral estaría
marcada por la informalidad y por un ingreso en promedio
menor que el de los hombres, siendo las principales
restricciones la edad, educación, ser jefa de hogar, tener
niños en edad escolar, disponibilidad de servicios de agua
y electricidad en la casa y el lugar de habitación (Beneke
de Sanfeliú, et al, 2016).
En este entorno ¿de qué manera las familias están
cumpliendo con su papel de cuidar y proteger a sus
integrantes? Vale la pena revisar lo escrito alrededor de
las políticas de cuidado y su relación con la familia.
IV. Las políticas de cuidado
El trabajo de cuidado, según las definiciones de la CEPAL
(Rico y Robles, 2016, pp. 11 y 12) se refiere a la función social
que integra actividades, bienes y relaciones destinadas al
bienestar de las personas y abarca desde lo material hasta
lo emocional. Incluye la provisión de bienes esenciales para
la vida, tales como alimentación, abrigo, acompañamiento,
higiene, así como elementos de socialización primaria
y crianza que se brindan a personas en situación de
dependencia, ya sea por edad, enfermedad, discapacidad
o alguna otra condición que le implique ayuda para la
sobrevivencia cotidiana. El cuidado, entonces, es clave para
el bienestar de las personas. Estas funciones pueden ser
desarrolladas a través del Estado o adquiridas mediante
la compra de servicios; pero también y sobre todo, son
actividades que se desarrollan en el ámbito familiar.
Los trabajos de la CEPAL dan cuenta que para el caso
de América Latina, el cuidado es una actividad asumida
fundamentalmente por la familia.
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Dada la importancia de la niñez y adolescencia, tanto para
la formación de los individuos como para el desarrollo del
país en el mediano y largo plazo, vale la pena centrarse en
esta dimensión, para comenzar a hacer propuestas acerca
de políticas públicas que apoyen a las familias en su tarea
de brindar cuidado y bienestar a sus miembros.
Por un lado, se ha demostrado que es en esta etapa del ser
humano en la que hay mejores posibilidades de formar
capacidades que permitan que las personas tengan un mejor
desempeño en términos cognitivos, de salud y de habilidades
para la vida. Estudios realizados en países nórdicos (Kalland,
M. 2012) brindan elementos que permiten concluir que los
cuidados a los niños, desde la gestación, influyen en la salud
mental y física más adelante en su desarrollo. Problemas
como la pobreza, la drogadicción, la violencia doméstica,
divorcio, situaciones de estrés durante el embarazo e incluso
la lejanía entre los niños y sus cuidadores, les ponen en riesgo
de verse afectados en etapas posteriores en su vida. Estos
países han desarrollado programas de acompañamiento
a padres y madres para capacitarles y acompañarles en el
proceso de crianza y para asegurar un mejor futuro a NNA.
Las políticas de apoyo para las familias en estos lugares,
buscan incidir en la reducción del costo monetario de criar
un hijo, minimizar el impacto de la crianza en la vida laboral
de los padres y madres, así como vigilar el desarrollo de
los niños. Aparentemente, para el caso europeo la mejor
manera de reconciliar o limitar los conflictos entre trabajo y
familia y asegurar el éxito y bienestar de los niños es a través
de políticas universales que mezclen apoyo a los padres
trabajadores y a niños en edad preescolar.
Por otro lado, la infancia y la adolescencia son etapas de la
vida cruciales para el desarrollo de las personas en todos
los niveles y, por lo tanto, la intervención en apoyo a las
familias para el cuido de NNA está más que justificada.
En ese sentido, Esping-Andersen (2007) comenta que
el aseguramiento de la igualdad de oportunidades, la
protección de los ciudadanos frente a los riesgos sociales
son obligaciones de las políticas sociales y que para una
sociedad comprometida con disminuir la exclusión social,
invertir en la niñez debe ser una prioridad. En ese sentido
“los gastos que benefician al bienestar de los niños hoy,
producirán un retorno positivo en muchos años. Por otro
lado, representan también una combinación única de
ganancias individuales privadas y externalidades
sociales positivas” (p.27).
Otro estudio, desde el ámbito de la economía y la
productividad, confirma que los primeros cinco años de
vida son cruciales para que formen las habilidades
necesarias para obtener éxito en casi todos los aspectos
de la vida: escuela, trabajo, etc. “La educación preescolar
fomenta las habilidades cognitivas, junto con la atención, la
motivación, el autocontrol y la sociabilidad– las habilidades
de carácter, convierten el conocimiento en “saber cómo” y
a personas en ciudadanos productivos” (Heckman, 2011).
Heckman en sus estudios realizados en Estados Unidos
sostiene que la inversión en la educación infantil resulta
rentable en todos los niveles, ya que el Estado se ahorraría
inversiones futuras en salud, sistema penitenciario,
servicios sociales, etc. Los costos serían altamente
recompensados en mediano y largo plazo.
Ciertamente, en El Salvador, existe un reconocimiento sobre
la importancia de la familia y de políticas de apoyo para
tareas de cuidado. El Estado salvadoreño, en el artículo 32
de la Constitución de la República reconoce a la familia
como la base fundamental de la sociedad e impone el
deber de dictar legislación necesaria para la protección
de sus miembros, especialmente de los menores de edad.
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El Código de Familia, por su parte, define esta entidad como
el grupo social permanente, constituido por el matrimonio,
la unión no matrimonial o el parentesco; y establece que el
Estado está obligado a protegerla, procurando su integración,
bienestar, desarrollo social, cultural y económico. Más aún,
establece como principios rectores: La unidad de la familia, la
igualdad de derechos del hombre y de la mujer, la igualdad
de derechos de los hijos, la protección integral de los menores
y demás incapaces, de las personas adultas mayores y de la
madre cuando fuere la única responsable del hogar (Arts.
2-4). Asimismo, regula la protección para menores de edad y
personas adultas mayores.
Por un lado, el país cuenta con un marco normativo
que permite plantear derechos y protección hacia la
población menor de 18 años y cuenta con mecanismos
para garantizar igualdad entre hombres y mujeres, para
plantear la corresponsabilidad de las tareas de cuidado
al interior del hogar. Asimismo, hay disposiciones en
la legislación laboral para proteger el embarazo y la
lactancia, así como licencias parentales para estos
mismos acontecimientos (PNUD-OIT, 2015).
Adicionalmente, existen políticas públicas, tales como
el Sistema de Protección Social Universal (SPSU), el
Plan Nacional de Igualdad y Equidad para las Mujeres
Salvadoreñas, el Plan Quinquenal de Desarrollo (PQD), la Ley
de Protección Integral a la Niñez y Adolescencia (LEPINA),
entre otras, que tienen dentro de sus proyecciones, apoyar
las actividades de cuidado para NNA y especialmente a la
primera infancia (Salvador, 2015).
Empero, a partir de estos estudios es posible afirmar que los
esfuerzos no han sido suficientes y que aún no hay un apoyo
sostenido a las familias para que ejerzan de la mejor manera
el rol de cuidado, dando como resultado que los niños de 0
a 6 años presentan carencias importantes en salud, nutrición
y educación inicial. El estudio de la CEPAL (Salvador, 2015)
identifica algunas brechas de cuidado en el país, entre las
que destaca que las licencias por maternidad y lactancia
son muy limitadas y menores que las recomendadas por la
Organización Internacional del Trabajo (OIT) y no es claro
que garanticen el derecho a la lactancia materna exclusiva
hasta los 6 meses de edad; la cobertura de servicios de
educación inicial es casi inexistente y las proyecciones de
incremento de la población atendida descansa básicamente
en proyectos que delegan el trabajo a las madres, las abuelas
o mujeres adolescentes que no pueden acceder a estudios o
empleo por atender responsabilidades de cuidado de otros
familiares. Por otro lado, si bien la cobertura en educación
básica es casi total, los horarios no ayudan a aliviar el trabajo
de cuidado de esta población y no representan una opción
viable de corresponsabilidad.
En suma, las familias salvadoreñas, pese a que se reconoce
su importancia para el bienestar de sus integrantes, no
reciben el suficiente apoyo para realizar una atención
adecuada a esta población infantil, ni en tiempo (licencias),
ni en dinero (transferencias), ni en servicios (desarrollo
infantil temprano y otros servicios de cuidado).
El trabajo de cuido como tal, no ha sido reconocido en El
Salvador como sujeto de política pública. No se evidencian
esfuerzos para apoyar la reducción del costo en dinero,
tiempo y esfuerzo invertido en ello, ni se vislumbran
estrategias para redistribuir esta responsabilidad entre
los actores del bienestar (Estado, familias y mercado).
Tampoco se ha trabajado lo suficiente en fomentar la
corresponsabilidad entre los integrantes adultos del hogar.
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Para hacer propuestas en estos temas, hay información que
se necesita recoger; por ejemplo, hace falta información
sobre las tipologías y los requerimientos de apoyo al
cuido, condiciones de pobreza según ciclo de vida, las
distintas necesidades de sus miembros de acuerdo con las
condiciones peculiares y sus roles; así como las derivadas
de otras situaciones, tales como violencia intrafamiliar.
Específicamente, no hay suficiente información acerca
de las personas que cuidan y bajo qué circunstancias se
encuentran realizando esta tarea. Se sabe que en su gran
mayoría son mujeres, pero queda pendiente indagar
edades, condiciones de salud y educativas, cuántas trabajan
también fuera del hogar, ente otras condicionantes que
les harían más difícil la crianza de sus hijos. Tampoco hay
mucha información acerca de la calidad y cantidad de
los servicios prestados por el Estado y el sector privado
no familiar, lo que incluye: centros de atención infantil
privados y públicos, centros de cuidado comunitario e
incluso el servicio doméstico.
Son muchas las interrogantes que quedan alrededor del
trabajo de cuidado y de sus apoyos. ¿Quién cuida a
los niños y a las niñas?, ¿cómo se les cuida?, ¿cuál es
la calidad de los servicios que se ofrecen a las familias
para que ejerzan la tarea de cuidad a la infancia, una de
las poblaciones más vulnerables y, a la vez, el futuro de
El Salvador?, ¿cuáles han sido las consecuencias de esa
atención?, ¿se ha logrado un apoyo efectivo para todos los
miembros de la familia? En suma, ¿qué tipo de apoyo se
está brindando a las familias salvadoreñas para el cuidado
de las nuevas generaciones?
Para emprender la tarea de apoyar a las familias en
sus acciones de cuidado a todos sus miembros, pero
especialmente a los niños, niñas y adolescentes, hace falta
emprender más investigaciones acerca de las necesidades
de las familias, con un enfoque de corresponsabilidad entre
los adultos presentes en la familia y entre los actores del
bienestar; de tal manera de proponer políticas adecuadas
que busquen el desarrollo de todos sin sacrificar el
bienestar de alguno o alguna.
Análisis Social No. 6 • Diciembre de 2016Análisis
social
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Edificio FUSADES, Bulevar y Urbanización Santa Elena, Antiguo Cuscatlán, La Libertad, El SalvadorTel.: (503) 2248-5600, 2278-3366
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