sobre estanislao zuleta
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A continuación se reproducen una serie de publicaciones que
Marco Aurelio Arango hizo en su blog personal. En ellas
rememora su amistad con Estanislao Zuleta. Al final del
documento se encuentra la correspondiente referencia web.
Agradecemos Marco Aurelio por esta labor.
Sobre Estanislao Zuleta
Siempre he pensado que el conocimiento no se transmite; lo que se
transmite es el amor al conocimiento, el deseo de saber. Y aquel que
tiene esa capacidad de hacernos amar algo es un maestro, en el sentido
clásico de la palabra. Y ese es el apelativo más honroso con que
debemos rendirle memoria a Estanislao Zuleta.
En deuda con él, mi maestro, mi segundo padre, he dedicado muchas
horas a evocar nuestra amistad. A su memoria -¡que perdure siempre!-
van dedicados estos recuerdos.
1
Corría el año de 1971.
Funcionaban por aquel entonces en Medellín varios grupos de estudio de
El Capital, a los cuales eran invitados estudiantes y profesores inquietos,
expresión que se usaba para diferenciarlos de los activistas; es decir, de
aquellos que consideraban que la acción estaba por encima de todo.
Tanto inquietos como activistas eran considerados de izquierda, pero los
primeros se consideraban de un material más trabajable que los
segundos, que definitivamente no tenían salvación.
Mi militancia en la izquierda no había consistido más que en tirar piedra
desde el año 66, año en que ingresé a la universidad. En esta actividad
no me fue difícil sobresalir porque de los 10 a los 15 años no hice otra
cosa distinta en el barrio Belén de Manizales.
Sin embargo fui llamado a los grupos, en calidad de inquieto. Recuerdo
que entre mis compañeros de grupo se sostenía que la burguesía le
temía más al estudioso que al tirapiedras, y esto nos producía un
ingenuo orgullo. Sí, había algo de ingenuidad, pero también un deseo de
conferirle un nuevo sentido a todo y de encontrarle alguna salida a la
vida.
Nuestro grupo era dirigido por dos damas, estudiantes de arquitectura y
de él hacíamos parte unos quince estudiantes de agronomía, economía
agrícola y zootecnia.
Se decía que nuestra organización era muy grande, que tenía grupos en
Bogotá y en Cali, y que una vez que hubiéramos estudiado siquiera el
primer tomo cada cual debería conformar un nuevo grupo, y que de esta
manera el crecimiento de los grupos sería exponencial, y que la tan
ansiada revolución era cosa de pocos años; unos cinco, según Iván
Villegas, personaje de referencia obligada en estas páginas.
Para la lectura del primer capítulo contamos con la ayuda de unas
conferencias de Estanislao, personaje mítico para todos nosotros.
Recuerdo que a la frase inicial de Marx, “a primera vista…”, le sacaba
punta de una manera que a mí me dejaba lelo. Después de haber sido
siempre un lector desprevenido, guiado únicamente por el gusto, aquello
era una verdadera novedad para mí. Y si esto era para la primera
página, ¿qué no decir del primer párrafo? Los comentarios al primer
capítulo duraron bastante más de un mes, y eso con tres sesiones
semanales bastante largas. Los más activistas del grupo echaron
cuentas y declararon que cuando acabáramos el libro estaríamos viejos
y que la revolución colombiana no podía esperar tanto. Las deserciones
no se hicieron esperar. En dos o tres meses nuestro grupo se redujo a la
mitad. Los que se iban eran activistas irredentos; los que
perseverábamos nos estábamos “transformando”, otra palabra clave
dentro del grupo.
A estas alturas debo confesar que la principal razón de mi perseverancia
era una de las damas que dirigía nuestro grupo. Desde el primer día que
la vi me tocó en lo más profundo del corazón. Había sido novia de un
líder estudiantil, género que prosperaba mucho por aquel entonces, y
que según los dogmas de nuestro grupo era el tipo de izquierdista que
jamás podría “acceder” al conocimiento. Y por supuesto yo era el más
aguerrido defensor de esta idea.
Lentos pero firmes, mis avances con esta dama me llevaron a hacer
parte de un grupo superior, que ya había pasado del décimo capítulo y
que a su vez estudiaba literatura, otra arma del proletariado. A su vez
este grupo era de segunda categoría, puesto que dependía de un grupo
principal, que dirigía el propio Estanislao.
De ese grupo padre, cuyas discusiones ni siquiera podíamos imaginar los
de abajo, llegaban ecos a los estratos inferiores. Se filtraba, por ejemplo,
que en ese grupo padre se tenían claros muchos aspectos de la
revolución, que a su debido momento serían comunicados a los niveles
más bajos.
En esta jerarquización, como en todas, se miraba hacia abajo con algún
desdén y hacia arriba con cierto arrobamiento. Y la movilidad era nula.
Por alguna circunstancia que más adelante mencionaré yo fui uno de los
pocos que ascendió.
Dirigido por Iván Villegas, un brillante profesor de la facultad de Minas
de la Universidad Nacional, el grupo de “segunda categoría”, como lo he
denominado, estaba algo descompuesto. Por la época en que yo llegué
le dedicaban más tiempo al alcohol que al estudio. Y en su gran mayoría
todos estaban en tratamiento sicoanalítico, otro privilegio al que se
accedía en estas esferas. Se sostenía, probablemente con razón, que la
serie de taras adquiridas desde la infancia, al lado de los padres, hacían
muy difícil, por no decir imposible, el acceso del revolucionario a la
ciencia. En estas esferas observe también que se trajinaba con un
lenguaje puramente sicoanalítico y que se le daba prioridad a lo que
denominaban “problemas personales”, los cuales mientras más
abrumado tuvieran al paciente más le destacaban ante el grupo. Una
persona alegre, optimista, positiva, no hubiera encontrado cabida en un
grupo de estos, puesto que se le habría considerado un perfecto
estúpido.
Iván Villegas, claro está, era el más deprimido de todos; y como la
depresión era cultivada en el grupo terminó dándose un balazo en la
sien, que infortunadamente no lo mató, pero lo dejó como un ente por
espacio de unos cinco o seis años, hasta que finalmente murió.
Todo esto ocurrió al mes o mes y medio de mi ascenso al grupo de
segunda categoría. Todos, menos yo, conocían a Estanislao y su familia;
al parecer, los visitaban con alguna frecuencia, pero era tal la reverencia
con que se referían a ellos, que puedo asegurar que al menos en ese
tiempo no establecieron más que una relación de inferioridad: la que se
establece entre el sabio y los aprendices.
Habrían pasado quince días de mi ingreso a este grupo, que operaba en
el corregimiento de San Cristóbal, cerca de Medellín, cuando una noche
se decidió que fuéramos a la casa de Estanislao, que distaba un
kilómetro de la de Iván, que era la casa donde nos reuníamos nosotros.
La novia mía y su amiga vacilaron mucho antes de invitarme puesto
que, siendo yo un novato de apenas el primer capítulo, tal vez no era
conveniente ni bien mirada mi presencia ante Estanislao y las personas
que estuvieran allí.
Sin embargo, a última hora, no tuvieron más remedio que invitarme.
De algo más de un metro con ochenta y con unos noventa kilos, la figura
de Estanislao me impresionó profundamente, tanto que puedo decir
como Eckermann cuando conoció a Goethe: “su persona me produjo tal
impresión que puedo contar este día entre los más felices de mi vida”.
Pero no aspiro a ser su Eckermann. Algo muy grave que nunca he
querido investigar había ocurrido en la casa esa mañana. Todos estaban
consternados. Se bebía ron a discreción, pero a diferencia de la mayoría
de los borrachos que he conocido en la vida, allí ninguno hablaba en
tono discordante ni incoherente; por el contrario, a medida que
avanzaba la noche, se le oía a Estanislao, que era el que llevaba la voz
cantante, un discurso cada vez más lúcido, que casi nadie interrumpía.
Recuerdo como si fuera hoy que decía que a pesar de lo ocurrido ese día
siempre quedaban los libros como último recurso; que esos eran
nuestros verdaderos amigos. Y tomó en sus manos un ejemplar muy
desgastado del “Así hablaba Zaratustra”, de Nietzsche, y nos leyó ‘la
canción de los siete sellos’, con gran lujo de comentarios. Después,
haciendo alusión a otro pasaje de Nietzsche, habló de la falsedad en que
se apoyan los principios de la termodinámica.
Yo lo seguía sin pestañar. Si algo hablé o pregunté fue con la simple
intención de demostrar mi interés por el tema y hacer que de esta
manera continuara su disertación.
Entre tanto Iván lloraba como un niño desconsolado.
En mi calidad de nuevo, me atreví a insinuarle a mi novia que
averiguáramos qué le pasaba al tipo. Pero mi sugerencia fue
considerada como una impertinencia, un irrespeto a su estado.
Hoy no recuerdo qué más pasó esa noche. Solo tengo muy presente la
figura de Estanislao, con su pantalón de dril, color caqui, y un saco negro
de paño, con rayas moradas, que debía ser muy viejo y que le
acompañó por muchos años.
Sobre Estanislao Zuleta (II)
2
Aquellos días del suicidio de Iván deben haber sido especialmente
crueles para Estanislao, puesto que dieciocho años después, al calor de
unas copas, por la forma como me preguntó algunos detalles de la
suerte ulterior de aquel, inquirí que era la primera vez que se atrevía a
tocar el tema.
El problema de Iván originó la desintegración del grupo padre y esta la
del resto de los grupos. Y yo, enamorado hasta la perdición de aquella
dama, ¿a qué me aferraba? Había que seguir creyendo en algo. Como
huérfanos, algunos nos seguíamos reuniendo de tarde en tarde en la
casa de Fernando Viviescas. Otros de nuestros compañeros en ese
momento se dedicaron a la marihuana, que estaba muy de moda.
Dos grupos frecuentábamos por aquellos días el hospital donde estaba
recluido Iván. El de los más allegados al paciente, que
permanentemente lo estaba rodeando, entre los cuales se encontraba la
sicoanalista Beatriz Palacios, muy pendiente de las incoherencias del
paciente y de impedir la entrada a los extraños. Los del otro grupo
éramos los huérfanos, que aunque no teníamos acceso al paciente
permanecíamos en una especie de sala que hacía parte de la habitación,
pero estaba separada por una puerta. La puerta que controlaba la
sicoanalista. Aunque no teníamos acceso al paciente, desde la sala
escuchábamos sus incoherencias.
Curiosamente, al paciente no se le prestaba atención médica.
Simplemente le pusieron dos motas de algodón en la entrada y salida de
la bala, a la altura de la sien. Y probablemente porque no se le prestaba
atención médica se pretendía llenar ese vacío con la atención
sicoanalítica.
Fuera por agotamiento o por desesperanza, el hecho fue que en cosa de
dos semanas las visitas al paciente disminuyeron ostensiblemente,
aunque mostraba alguna mejoría. Y yo cada vez más enamorado y
enfrentado al mayor vacío que he sentido en mi vida, puesto que el
grupo había sido un refugio para nuestros temores y nuestra soledad, y
un espacio para la esperanza; pasando unas noches tan crueles que no
podía apagar la luz del cuarto porque me daba horror; con el fantasma
del suicidio rondándome, como seguramente rondó a todos los del grupo
por aquellos días; yo, pues, deshecho y sin piso, “sin sol y sin alero”,
como quedó Casimiro, el campanero de la iglesia rural del tuerto López,
resulté siendo el principal acompañante del enfermo. Margarita, la
esposa de Iván, perdió la mitad de su peso en el primer mes, y hubo un
momento en que empezó a temerse por su vida. Sus padres, unos
terratenientes de Córdoba, vinieron a Medellín. La madre se dedicó a la
hija y el padre a investigar el caso de Iván. El señor era delgado, de baja
estatura, que unos años después murió trágicamente a manos de uno de
sus trabajadores. Sus investigaciones rápidamente arrojaron resultados:
simplemente todos los allegados a Iván éramos guerrilleros y
conformábamos una célula del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y
debíamos ser detenidos cuanto antes. Como toda mala noticia, esta se
difundió rápidamente. Junto con Fernando Viviescas y otros amigos,
salimos para la región de La Pintada, en lo que denominábamos nuestra
primera fuga política.
Entretanto Estanislao debía vivir un infierno. Entregado al alcohol,
abandonado por sus amigos, sintiendo seguramente una gran
culpabilidad y ahora vinculado al ELN debió apurar un trago muy
amargo…
Como era lo usual por aquellos días, la universidad permanecía cerrada
la mayor parte del año, cosa que a mí me apenaba muy poco. En
nuestro medio, se sostenía que la educación burguesa era un desastre,
idea que a algunos nos cayó como anillo al dedo, puesto que ya desde
los primeros años de bachillerato no dábamos pie con bola en ninguna
materia.
Sin mayores obligaciones académicas, pues, de nuestra fuga política,
que duró tres o cuatro días, solo nos obligó a regresar a Medellín el
magro presupuesto con que contábamos. No volvimos a visitar a Iván,
ya que su suegro, en su obstinación de declararnos guerrilleros, contaba
con el apoyo de la cuarta brigada del ejército.
Cuando supusimos equivocadamente que la persecución desatada sobre
nosotros había terminado, Beatriz y yo fuimos a Robledo, en las afueras
de Medellín, adonde habían trasladado a Iván, que mostraba, como ya
he dicho, alguna mejoría. Llevaríamos una hora de estar charlando con
Margarita y otras damas que la acompañaban cuando he aquí que tocan
a la puerta y yo que era el que estaba más cerca, abrí. Un señor de ojos
claros, de aspecto muy saludable, vestido con un traje de paño azul
oscuro, me pasó una boleta y me dijo: ¡lea!
“Se presume que en esta casa hay un individuo secuestrado. El B-2 hará
las pesquisas del caso”.
Sumamente asustado, le quise explicar a ese señor, que resultó ser un
mayor del ejército, que estaba equivocado y que allí lo que había era un
enfermo grave. Sin escuchar mis razones, les hizo señas a unos señores
que estaban frente a la casa. Inmediatamente entraron con sus armas y
nos pusieron a todos contra la pared y empezaron a requisar habitación
por habitación. El mayor que dirigía la acción (u “operativo”, como dicen
ellos) se mostraba muy complacido con lo que iban encontrando. Contra
la pared, nosotros nos imaginábamos lo peor: armas, bombas y
propaganda de la guerrilla.
Decía el mayor: “solo falta el mimeógrafo”.
Creyendo que tener un mimeógrafo era un delito, nosotros temblábamos
pensando que ya iban a encontrar uno. Finalmente no lo encontraron,
pero quedaron satisfechos con lo hallado. Además, quedaban los
interrogatorios de nosotros…
A las mujeres las llevaron a la cuarta brigada, a Iván al batallón Girardot
y a mí a los calabozos del F-2.
A diferencia de las que vinieron después, en aquella época no estaba tan
extendida la tortura y por tanto solo había que temer una mala comida,
una celda fría y unos compañeros de celda peligrosos. Así, pues,
abrumado por la incertidumbre pero contento por la aventura que podría
contar después, llegué a los benditos calabozos. Entramos a la oficina de
reseñas donde un individuo con un rostro aterrador me preguntó
algunos datos y me tomó una fotografía, para la cual tuve que posar con
un cartel colgado al cuello, que los hampones llaman “el escapulario”.
De allí me pasaron a una celda que tuve que compartir con un hombre
acusado de piratería terrestre.
Como supongo que harán todos los que se encuentran por primera vez
en una celda, lo primero que hicimos nosotros fue contarle al otro la
razón de nuestro encierro. A mi compañero, que se le veía bastante
familiarizado con el ambiente, lo acusaban de haber participado en el
robo de un camión cargado de electrodomésticos; cargo absolutamente
falso, puesto que aunque él sí había viajado en el camión y había
ayudado a transbordar el cargamento, nunca se dedicó a averiguar
nada, pues su oficio no era el de investigador, según sus propias
palabras. A mi pregunta sobre si no le había llamado la atención que ese
descargue se hiciera a altas horas de la noche, insistió en que él no era
investigador.
De mi caso opinó que era el típico “gancho ciego”, algo en lo que se
resulta involucrado sin tener ni arte ni parte, como él con el caso del
camión; aunque sí albergaba algunas dudas de mi inocencia…
A eso de las diez de la noche, cuando se nos agotó el tema, extendimos
un periódico viejo en el piso y nos recostamos con intenciones de
dormir. Mi compañero empezó a roncar a los pocos minutos, mientras
que yo daba vueltas sin poder conciliar el sueño.
A eso de las doce de la noche abrieron nuestras rejas unos policías que
estaban de turno y se llevaron a mi compañero, con el cuento de que
tenían que hacerle unas preguntas.
El abrir y cerrar de rejas, los ecos de los pasos de los guardianes, alguna
conversación lejana, el olor de una letrina cercana, en fin, todo aquello
que es parte del ambiente carcelario, más lo que el sujeto que ha
perdido su libertad sin estar acostumbrado pone de sí, hacen perder el
sueño y el apetito y nos crean un caos mental cercano a la locura. Era
tanta mi desazón aquella noche que a la sacada de mi compañero a una
hora tan inusual, en la que no suelen trabajar los juzgados, no le presté
la atención que debía. Empecé a comprender la gravedad del caso
cuando regresó tres horas más tarde y me contó que lo habían llevado
por una carretera hasta un sitio donde había un precipicio y después de
amarrarlo de las muñecas lo dejaban descolgar libremente. Y cuando él
creía que lo habían soltado, recobraban la cuerda y lo subían para
hacerle nuevas preguntas que él no sabía o no quería responder.
Entonces lo dejaban descolgar nuevamente. A la tercera o cuarta vez se
familiarizó con el juego y se quedó callado definitivamente, a pesar de
que un policía le insistía en que debía colaborar con la investigación.
En prueba de lo que me contaba, me mostró las muñecas lastimadas.
Por fortuna, a mí no me sucedió nada parecido. A eso de las siete y
media de la mañana me llevó un policía un buen desayuno que me
enviaban de la casa de mi novia, que me produjo dos satisfacciones; de
una parte, me llenó el estómago, y de la otra, me hizo sentir
acompañado. A las ocho me llevaron en un automóvil negro para la
cuarta brigada. Allí me recibió un hombre de un poco más de 30 años,
grueso, bien alimentado y extraordinariamente satisfecho de sí mismo;
creo que tenía el grado de mayor o de capitán. Era el hombre que me
iba a interrogar. Para sorpresa mía, el tipo era muy amable; puso a mi
disposición un termo de café y una cajetilla de cigarrillos.
Después de haberme interrogado durante algo más de 2 horas y haber
llegado a la conclusión de yo no tenía ningún vínculo con las guerrillas,
llamó a un soldado y le ordenó que me dejara al sol en la mitad de un
patio. Y cuando consideró que estaba debidamente asoleado me dejaron
en libertad condicional, lo que equivalía a seguirme presentando dos
veces a la semana.
Salí, sintiéndome un héroe, para la casa de Beatriz. Las mujeres, entre
las cuales se encontraba Yolanda González, la mujer de Estanislao,
habían corrido con mejor suerte. De Robledo las llevaron a la Cuarta
Brigada y después de un interrogatorio breve las habían dejado en
libertad.
Sobre Estanislao Zuleta III
3
Iván murió cinco años después, ciego, loco y hasta olvidado por
nosotros.
Si me he detenido en su doloroso final ha sido porque su “accidente”,
como se le quiso presentar en un principio, para ocultar toda la tragedia,
significó un golpe tremendo para Estanislao, pues ese era su discípulo
amado; y significó también el desmoronamiento de todos los grupos y
de todas las ilusiones que nos habíamos hecho con la Revolución
Colombiana. Esta fue la noche oscura en que nos sumergimos durante
varios meses.
Pero la vida seguía. Llegaban los días con nuevas inquietudes. Como
decía un amigo: nos defendíamos como un gato patas-arriba: con todo,
patas, uñas, dientes, etc.
Un día, Beatriz me dijo que para que nuestra relación funcionara bien
deberíamos ser sicoanalizados. ¿Y ante quién acudir? Ante Estanislao.
Subimos a San Cristóbal.
Los Zuleta habitaban en una típica casa de campo antioqueña, con un
gran patio interior, muchas habitaciones y rodeada de amplios
corredores. Muy amantes de los animales, tenían perros, palomas y
gato; y si el espacio se los hubiera permitido habrían tenido vaca y
caballo.
Enseguida del comedor, Estanislao tenía su biblioteca, que mantenía en
un absoluto desorden. A lápiz o con lapiceros ordinarios, con una
caligrafía muy pulida, llevaba cantidades enormes de fichas
bibliográficas. Recuerdo en especial el libro En Busca del Tiempo
Perdido, completamente lleno de fichas y desempastado, prueba de las
muchas lecturas que le había hecho, y que tanto nos enseñó a estimar.
La vida que llevaban era austera. Los muebles de la casa estaban
acabados hacía años. No era raro que cuando llegara gente de afuera,
tuvieran que despertar a los perros que solían hacer pereza acostados
en ellos. Los cojines estaban deshilachados. En la sala y en el resto de la
casa no se veía lo que suelen llamar “adornos”, o sea objetos de
cerámica, metálicos o de madera, con los cuales se pretende mejorar un
ambiente o un espacio. En cambio, las paredes estaban embellecidas
con reproducciones de obras famosas de los pintores impresionistas y de
Picasso, principalmente. Y a diferencia de las familias de clase media
que gastan poco en comida para aparentar en otras cosas, allí no se
aparentaba para comer bien. Y siempre había comida de más para el
amigo que llegaba a última hora.
En el ánimo de llevar sus ideas hasta sus últimas consecuencias,
Estanislao sacó los hijos del colegio. Según él, del colegio solo servían
los primeros años en los que se aprende a leer y escribir y a sumar y
restar. ¡Y pare de contar! De allí en adelante no se aprende nada más. El
caso más patético que esgrimía él era el de la enseñanza del inglés,
obligatorio en todos nuestros pénsum, que a ningún estudiante le ha
servido de nada.
El día que llegamos con Beatriz a la casa de Estanislao a hablar lo del
análisis, este estaba encerrado en su biblioteca. Estaba en uno de esos
períodos en los que no bebía una gota de alcohol y trabajaba y leía a un
ritmo prodigioso; hacía gimnasia a diario, se quemaba al sol, seguía
dietas y se aislaba bastante de sus amigos. Porque había otros
momentos en los que estaba de “racha”, o soltaba la gata, como
decimos en Antioquia, en los que necesitaba mucho de los amigos,
comía a deshoras, leía poco y conversaba mucho, con una lucidez
envidiable. Sus amigos sabíamos que en ésas épocas en que estaba de
“racha” estaba maltratando su salud pero nos estaba entregando lo
mejor de él.
Ese día, aunque estaba muy ocupado, Yolanda lo llamó, y nosotros sin
mayores rodeos le expresamos nuestra tonta inquietud. Sin mayores
rodeos también nos dijo que no, que después de lo sucedido con Iván él
jamás volvería a tener pacientes. La negativa tan rotunda no nos
amilanó. Y ahora pienso que lo que en el fondo buscábamos era un
acercamiento; el cuento del análisis era más bien una disculpa, puesto
que a partir de ese día empezamos una tímida amistad que con los días
se fue haciendo necesaria y grata de parte y parte. Un tiempo después
subimos varios amigos, entre los cuales nos encontrábamos Luz Arango,
Fernando Viviescas, Esperanza Álvarez, Fernando Orozco, Ligia Teresa
Peláez, Beatriz García y yo, y estuvimos conversando con Estanislao y
Yolanda muy animadamente.
Con cierta timidez le pregunté su opinión sobre el Marqués de Sade, a lo
cual me contestó que le encantaba y que conocía prácticamente toda su
obra. Decía que entre las obras que más le gustaban se encontraba “Los
infortunios de la virtud”, lo cual secretamente me produjo un gran
placer, puesto que a mí también ese es el libro que más me gusta de
Sade. Habló también de Poe, por el que sentía un gran respeto, y lo
ponderaba como el mejor cuentista. Claro que cuando conocimos la
traducción de Jorge Luis Borges de “Bartleby, el escribiente”, de Melville,
creo que cambió de opinión.
Para esos días contaba Estanislao con 36 años de edad y ya tenía un
cúmulo de lecturas impresionante. Sin embargo sostenía que en el caso
de Faulkner, Cervantes o Shakespeare podrían llevar en un maletín
pequeño los libros que se habían leído en su vida y que esto no los
demeritaba, puesto que lo importante no es el número de libros que
hayamos leído sino la influencia que nos hayan dejado. A propósito de
los que subrayan libros, decía: “como los libros no dejan huellas en ellos,
ellos dejan huellas en los libros”.
Con esos mismos amigos que he mencionado se fue conformando un
nuevo grupo alrededor de Estanislao y Yolanda. La desbandada que
había originado el suceso de Iván nos había dejado a todos muy solos y
entonces subíamos a San Cristóbal con la disculpa de acompañar a
Estanislao. Pero pensándolo ahora, a la distancia, nosotros estábamos
subyugados por esa personalidad de la que parecía emanar el saber.
Recuerdo que por aquellos días de ese período de acercamiento subimos
carne, verduras y una cantidad respetable de aguardiente y
organizamos una velada sumamente agradable. En algún momento uno
de mis cuñados, que estaba enfrascado en una discusión con otro, dijo:
-Apuesto a que es así como le estoy diciendo.
-¿Cuánto apuesta?- preguntó el otro, aceptando el reto.
Entonces intervino Estanislao, muy burlón, y les dijo:
-No sean tan antioqueños, hombre. ¡A la verdad no se apuesta!
Antioqueñísimo él también, comió arepa hasta el último día, pero
también hasta el final se burló de la pasión por el tango, la dificultad
para el baile, el exceso de aseo y el carácter dominante de las señoras
antioqueñas; y en fin, de todos los rasgos que nos diferencian de las
otras comarcas. Siempre que tocaban estos temas, recomendaba como
lo mejor que se había escrito “La familia en Colombia”, de Virginia
Gutiérrez de Pineda. Su crítica no era moral sino antropológica. Ayudado
por el sicoanálisis y por sus lecturas, podía ver a este pueblo tan querido
desde una perspectiva muy distinta. Y en su último año en Cali lo
añoraba; tenía planeado jubilarse, pues ya estaba próximo a cumplir el
tiempo de trabajo y la edad, y volver al oriente antioqueño a comprar
una finquita y dedicarse con calma a leer tantas cosas que tenía en
proyecto.
Poco a poco, como ya he dicho, fuimos conformando un nuevo grupo. Un
día el mismo Estanislao propuso que leyéramos un texto sobre la afasia,
escrito por Román Jacobson. Nos reuníamos todos los sábados por la
tarde y Estanislao exponía con todo lujo de detalles. Recuerdo que
acudía mucho al ejemplo de Proust, al que no se le podía tildar de
afásico. Atacaba la afasia vehementemente. Pero no aquella que
diagnostican los neurólogos en pacientes que han sufrido trombosis y
que difícilmente hablan; la encontraba incómodamente cercana a
nuestras vidas normales, que no podemos desarrollar una idea ni
escribir coherentemente sobre algo; la relacionaba directamente con el
miedo a pensar, uno de los mayores temores de la criatura humana.
El día que terminamos la lectura del texto de Jacobson, Estanislao dijo
que disolviéramos el grupo, puesto que no íbamos a llegar muy lejos en
la posición oral en que nos encontrábamos: “mamando la teta de la
cultura”; que así nadie había aprendido nunca; que el estudio tenía que
estar ligado al trabajo, pues de lo contrario era mera instrucción
burguesa. No entiendo muy bien lo que quiso decir con aquello de “mera
instrucción burguesa”, tal vez quería decir que era algo que se hacía sin
que tuviera mucha trascendencia; que poco después de recibirla se
olvidaba.
A nosotros, que en verdad solo desempeñábamos el papel de oyentes,
esto nos cayó como un baldado de agua fría. Buena o mala (en todo
caso, brusca) esta destetada nos asentó un poco en el piso. Todos
queríamos estar a la misma altura de Estanislao, y él mismo en sus ratos
de euforia decía haber leído mucha cosa inútil y que a través de su
experiencia nosotros podíamos abreviar el camino. ¡Vana ilusión
también! Él mismo se vio después en la obligación de cambiar cuando
empezaron a caer los dogmas. Recuerdo que cuando se publicó con gran
despliegue “El Archipiélago Gulag”, dijo que se trataba de una crítica de
derecha, y archivó el asunto. Un tiempo después me dijo que
Solzhenitsin se podía contar entre los grandes literatos rusos y que
aunque El Archipiélago no era una novela se siente en muchas de sus
páginas el aliento de un gran novelista.
Es cierto que en esta amistad había mucho de dependencia, pero
también lo es que había de parte y parte una dependencia, una
necesidad recíproca. Por esto el grupo siguió cohesionado y de cuando
en cuando subíamos a San Cristóbal, algo temerosos de una nueva
andanada.
En unas reuniones inolvidables, en las que era condición haber leído el
texto que iba a tratar, nos expuso con lujo de detalles “El escarabajo de
oro” y “Un descenso dentro del Maelström”, de Poe. El primero lo
pintaba como un modelo de investigación. El segundo lo relacionaba
hasta con el mito de la caverna de Platón.
Sobre Estanislao Zuleta (IV)
4
Llegó el año de 1973.
Finalmente me casé.
Muy interesado en que nuestro matrimonio funcionara, Estanislao nos
habló de la crisis del matrimonio, crisis que la novelística venía
denunciando desde el siglo 19 y nos recomendó leer con la mayor
atención “Las afinidades electivas” de Goethe y “Ana Karenina” de
Tolstoi.
En aquella época todavía era muy optimista respecto a las relaciones de
pareja. Años después, hablando de un conocido común, me decía: “bien
casado no está nadie (ningún hombre ni ninguna mujer), pero hay casos
de casos, compañero…” Sí, era muy optimista en aquellos días del 73, y
todos sus amigos veíamos en su relación con Yolanda la relación ideal.
Pero cuando todas las parejas cercanas a ellos se disolvieron, se vio que
los días de ellos estaban contados, quiero decir como pareja. Nunca se
lo pregunté, pero creo que su separación de Yolanda casi lo mata.
Nosotros leímos, claro está, con todo detalle las novelas que él nos
recomendó, al igual que “La muerte de Iván Ilich”, otra de esas que él
calificaba como “de quitarse el sombrero”. Un tiempo después en Cali
hizo una exposición de este libro, con toda clase de detalles, que
apareció bajo el título “La propiedad, el matrimonio y la muerte en
Tolstoi”, del editorial Nueva Letra.
En ese año del que vengo hablando (1973) nuestra amistad se fue
haciendo cada día más estrecha. Con alguna frecuencia nos tomábamos
una buena dosis de ron, y Estanislao tomaba la palabra. Si estaba
deprimido, cosa que solía sucederle con alguna frecuencia, presentaba
su infancia como un drama terriblemente doloroso. Contaba que en el
año 35, estando él de dos meses, su madre estaba en el antiguo
aeropuerto de Techo, en Bogotá, esperando a su padre que venía de
Medellín. En vista de que el vuelo tenía un retraso de dos horas, su
madre, que era muy bonita (para desgracia de ella, según él), le
preguntó a uno de los despachadores qué pasaba con el vuelo. Este ya
sabía que a la salida de Medellín el avión se había chocado con otro y
que por supuesto el pasajero que estaba esperando la señora no iba a
llegar nunca; y al verla tan bonita y tan esperanzada en la llegada del
vuelo no fue capaz de decirle la verdad, y se le vinieron las lágrimas. Se
trataba del mismo vuelo en que venía Gardel con sus guitarristas.
En ese ambiente, con su madre destrozada por el dolor, pasó él sus
primeros dos años, que fueron los que ella pasó deprimida. Desoyendo
todos los consejos, no se quiso volver a casar, lo cual empeoró el cuadro
(para él), pues su madre era una mujer muy bonita y muy creyente.
En otras ocasiones, más optimista, pintaba el cuadro de su infancia con
otros colores más alegres. Un señor Fernando Isaza, tío político suyo,
había sido su figura paterna. Inteligente y misántropo, Isaza tenía una
bella finca en el oriente antioqueño, por los alrededores de Guatapé y El
Peñol. Los bosques originarios estaban intactos y en las quebradas
cristalinas abundaban las truchas. Allí pasaba él sus vacaciones, leyendo
a Dostoievski y pescando. De madrugada salía a pescar a un pozo que
formaba una quebrada cercana y cuando le llevaban un desayuno como
para obispo, con el chocolate en un termo y una tortilla de cuatro o cinco
huevos, él ya había sacado unas 20 truchas. En los montes también
abundaba “el animal de pelo”, como denominan nuestros campesinos a
los mamíferos del bosque. El señor Isaza y un viejo baquiano de la
región organizaban de tarde en tarde unas partidas para cazar guaguas,
a las que lo invitaban a él, en calidad de observador. En estas ocasiones,
su mayor gusto lo extraía viendo el conocimiento que tenía el viejo
baquiano de los hábitos del animal. Si se zambullía, el viejo sabía que
iba nadando río arriba. Desesperanzado, el señor Isaza decía: ‘se
perdió’. Y el viejo le respondía cuando ya remaban hacia arriba: ‘ella
saca la naricita, don Fernando’. Y sacarla y morirse era una misma cosa,
porque el viejo no perdía tiro con su escopeta.
Otras veces cuando había bebido presentaba sus primeros años con los
colores más negros: víctima del asma, que siempre lo atormentó,
abandonado por su madre, objeto de burla de sus compañeros, tímido
con las mujeres y mil dramas. Pero en sus últimos días evocaba el cariño
de unas tías que colaboraron activamente en su crianza; y una casa
donde nunca hubo aprietos económicos. Una alimentación a base de
carnes, huevos, leche, verduras y las mejores frutas que traían de la
finca de Fernando Isaza. Y una nevera abastecida a la altura de su
apetito, que nunca fue malo. Tampoco faltó un buen ambiente para la
lectura de las obras de Dostoievski, que le dieron un sentido a su vida,
haciendo del adolescente desadaptado y tímido un espíritu soñador,
inquieto, sensible, con aspiraciones de grandeza.
¿Cómo transcurrieron sus años de estudio hasta cuarto de bachillerato,
año en que se retiró? ¿Cuándo se fue de Medellín para Bogotá y a qué se
dedicaba? ¿Su primer matrimonio? ¿Su militancia en el partido
comunista? Todos estos son vacíos que no aspiro llenar. “Una vida –
decía él mismo- cuando es realizada está hecha de muchas muertes”. Y
el que vivió esos episodios había muerto cuando yo lo conocí en el año
71. Ya era un hombre de 36 años que había superado un divorcio,
abandonado el partido comunista, fracasado en dos o tres grupos
políticos más, que estaba embarcado en el experimento de educar a sus
hijos por su cuenta y riesgo, por fuera de los colegios; que celebraba los
meses y los días que llevaba viviendo con Yolanda; que había leído
toneladas de libros y que había adquirido un nivel muy alto; que
anhelaba un mundo mejor, y vivía y trabajaba para la revolución
colombiana.
En el 72 o 73 ya no hablaba de la dictadura del proletariado, puesto que
se preguntaba: ¿y sobre quién va a ejercer esa dictadura?
Posteriormente, en los primeros años de la década del 80, abandonó la
idea de toma del poder. Ya eran demasiado visibles los fracasos de los
países llamados socialistas. Y en el último año, en que siguió paso a
paso el desarrollo de la Perestroika, estaba de acuerdo con los que
sostienen que el poder corrompe, independientemente de su origen, y
se había vuelto partidario de la democracia.
Pero regresemos al año 73.
Ese mazazo que significó para la vida de Estanislao el suicidio de Iván,
que le hizo abandonar por varios años la práctica del sicoanálisis,
también le hizo perder la fe en los grupos de estudio. Y para ser francos,
con él no se estudiaba; con él lo que se aprendía era que mirárase para
donde se mirase había posibilidades infinitas, en todos los temas. Él no
daba soluciones: abría puertas. A veces pienso que nosotros estábamos
acostumbrados, sin saberlo, a la educación burguesa, que simplemente
es un compendio de datos y no un sistema que enseñe a pensar.
Posiblemente, en consideración al grupo de amigos que lo rodeábamos
en Medellín, nos propuso que creáramos un grupo literario, que
funcionaba en su propia casa, pero sin su asistencia, que no consideraba
necesaria ni conveniente. Recuerdo entre sus participantes a: Yolanda
González, Silvia, José y Fernando Zuleta, Fernando Viviescas, Esperanza
Álvarez, Luz Arango, Luís Fernando, Diego, Sergio y Beatriz García,
Fernando Orozco, Ligia Teresa Peláez, Gabriel Jaime Alzate, Carlos
Escobar, Jesús Dapena y el suscrito. No sé si en este momento, o más
tarde, alguno de nosotros llegue a ser un gran literato (¡ya va siendo
hora!); lo que sí puedo decirles es que esa fue una experiencia
renovadora en la que nos embarcamos con el mayor entusiasmo. De una
manera, digamos, pedestre, nos internamos en el tema de la creación
literaria. Nos metíamos en interminables discusiones. Intentábamos en
esbozos de cuentos y de novelas. Con el mayor estoicismo,
soportábamos la lectura de un nuevo pero extenso capítulo de
“Sebastián y su señor”, de una novela que estaba escribiendo nuestro
compañero Gabriel Jaime Alzate, que era preocupantemente prolífico por
aquellos días. Cada semana nos tenía un capítulo nuevo. Nunca pude
prestarle la debida atención, porque este leía en un tono entre
pendenciero y sobrador; era como si nos quisiera decir: “vean, pendejos:
ustedes no han podido escribir un cuentico y yo ya escribo como Musil”.
Y en realidad, el estilo y los temas parecían copiados de aquel autor.
Conteniéndose en su estudio, Estanislao seguía nuestras discusiones.
Pero no intervenía. Era en la noche, cuando nos quedábamos a comer
los más allegados, de puro abusivos, cuando él opinaba. Recuerdo una
discusión muy acalorada sobre un escrito de Poe, donde este hace
aparecer la escritura de El Cuervo como un producto de la razón. Por la
noche dijo Estanislao: “hombre, ese es un análisis a posteriori de Poe. En
la escritura de un poema como ese juega un papel importantísimo la
inspiración. El nocturno de Silva parece que es pura inspiración. Y si ya
tenía la maquinita para escribir, ¿por qué no escribió más cosas como El
Cuervo?”
Estanislao Zuleta (V)
5
Sin apreciar demasiado los ambientes universitarios, la principal
actividad de su vida, o al menos de la que derivó sus ingresos, fue la de
profesor universitario. Decía que todo lo importante había surgido por
fuera de las universidades. En tono de burla, decía que en ese momento
en Medellín había más filósofos que todos los que hubo en la Grecia
Clásica, lo cual no significaba un florecimiento de la filosofía en
Antioquia. Acudía mucho al caso de Einstein, que no pasó las pruebas de
ingreso en la universidad porque lo consideraron débil en matemáticas.
Entre sus colegas veía individuos que año tras año repetían el mismo
curso, sin variar ni los chistes. “Son profesores disco”, decía.
Y pasó por muchas universidades, dejando huellas, admirado por
algunos y odiado por muchos, puesto que el brillo fastidia mucho, en
especial al colegaje. Y al final de su vida, tan dolorosamente temprano,
quería volver otra vez a la universidad de Antioquia, porque él se podía
dar el lujo de trabajar en la que quisiera.
En el año 73 empezó a funcionar en Cali el Centro sicoanalítico Sigmund
Freud, fundado por Oscar Espinoza, junto a Alfredo Reyes, Antonio
Sampson, Blanca Beatriz García, Álvaro Morales y otros. Su propósito no
era solo el de atender pacientes, sino el de difundir el sicoanálisis y
generar a su alrededor un ambiente cultural; una tarea bastante difícil
en Cali, donde el ambiente reinante no parece muy propicio a estos
temas. Allí la salsa y la rumba son las únicas diversiones posibles. Unos
años después, comparando el ambiente de Medellín con el de Cali, decía
Estanislao a propósito del público que iba a sus conferencias: “aquí en
Cali vienen mis amigos, en cambio en Medellín se llenan los auditorios”.
Y era verdad que en una ocasión no cupieron los asistentes en la
Biblioteca Pública Piloto de Medellín.
Invitado, pues, por Oscar Espinoza a hacer parte activa de este Centro,
Estanislao y su familia se fueron para Cali a comienzos del 74. La ciudad
no les era desconocida, pues ya habían vivido allí unos años antes, en la
época en que Estanislao fue vicerrector de la Universidad Santiago de
Cali. Las condiciones de trabajo que le ofreció Oscar Espinoza eran
ligeramente mejores que las que tenía en Medellín. Por tres cursos
semanales, sobre temas elegidos por el mismo Estanislao, y por una
especie de asesoría o control de algunos casos, además de tratamiento
gratuito para sus tres hijos mayores. De este nuevo oficio se ufanaba
mucho ante los amigos más cercanos; y es verdad que a partir de esta
época Estanislao fue muy mimado por los amigos, que en Medellín,
después del caso de Iván lo dejaron bastante solo.
Conociendo el tipo de casas que a Estanislao le gustaba habitar, Oscar
Espinoza le consiguió una en arriendo, por la carretera a Cristo Rey,
arriba del barrio Bellavista. Desde sus ventanas se dominaba toda la
ciudad, una posición parecida a la casa que habitaba en San Cristóbal, a
las afueras de Medellín. Sin ser una casa de ricos, esta tenía nombre:
Lugano. Por allí no pasaban buses ni taxis, la carretera estaba sin
pavimentar y con excepción de la casa de enseguida, habitada por
Antonio Sampson, no había más vecinos.
Como en casi todas las casas que tomó en arriendo, había una tienda
cercana, adonde acudía en las épocas en que se hundía en el alcohol. En
el caso de Cali, era la tienda de don Luis, en Bellavista. De algo más de
50 años, don Luis era un hombre canoso, que manejaba su negocio con
alguna diligencia, pero al que también le gustaba el aguardiente, y a
veces no tenía inconveniente de cerrar las ventas al público y dedicarse
a beber con Estanislao.
¡El alcohol! ¡Tema obligado en estos recuerdos…! Hablando de
problemas sicológicos difíciles de resolver, decía que el alcoholismo no
tenía solución, puesto que era algo que estaba arraigado en lo más
profundo del inconsciente. Conocía al detalle la biografía del escritor
inglés Malcolm Lowry, cuya vida había sido un combate dramático con el
alcohol, perdido dolorosamente al final.
En uno de sus poemas sobre el alcohol, Estanislao define en un solo
verso lo que significa beber: “hacer callar las voces que llaman otra
aurora”; o sea: ahogar la esperanza. Conocía al detalle la vida del
Bovery, el barrio de los alcohólicos de Nueva York y había leído con
mucho detalle los textos más importantes de la organización de los
Alcohólicos Anónimos. Dudaba bastante de lo que llaman curaciones,
puesto que en esos casos, según se desprende de sus testimonios, el
paciente se ha abrazado a una creencia loca en Dios, y esa fe lo sostiene
alejado del demonio (el alcohol). Pero allí no hay una solución: con una
sola gota de alcohol que se beba uno de estos pacientes curados vuelve
por sus fueros, como en sus peores tiempos; lo que demuestra que el
problema estaba allí, como en sus peores tiempos, latente.
Este suscrito también ha leído algunos textos del grupo de los A.A. y
considera que hay una diferencia importante que establecen ellos, el
bebedor social y el alcohólico propiamente dicho. El primero puede
beber con frecuencia, sin ser alcohólico; mientras que el segundo, aun
bebiendo menos, es un enfermo. He allí el enigma: el problema no es el
alcohol sino su posición ante él.
Su propio caso era bastante particular. Podía estar un año trabajando
hasta 12 y 14 horas diarias, a punta de café, sin tomarse una cerveza.
En un arranque de esos, por ejemplo, se puso al día en Etología. Se leyó
toda la obra de Konrad Lorenz y la de sus colegas más importantes. Y
con esa facilidad tan extraordinaria que tenía para relacionar lo que
había leído con otros temas, contaba que en un experimento que hizo un
etólogo, juntaban gatos con perros adiestrados para no perseguir gatos,
y estos al no verse perseguidos por aquellos optaban por morderles la
cola, obligándolos a adoptar su condición natural de perseguidores. No
toleraban aquel paraíso de perros mansos. Y que lo mismo les había
ocurrido a unos estudiantes de Zúrich, con uno de los niveles de vida
más altos del mundo. Con toda clase de seguridades sociales y
protecciones del Estado, estos estudiantes habían hecho una huelga,
con pedreas e incendios por un motivo bien novedoso: porque no les
faltaba nada, esa cómoda e insípida existencia los tenía hastiados.
“¿Ves? –Decía- ¡Tuvieron que morderle la cola al perro!”
Pero él también, a solas con sus descubrimientos y agobiado quién sabe
por cuáles fantasmas, terminaba sus períodos de estudio intenso y de
absoluta sobriedad mordiéndole la cola al perro. ¡Y de qué manera! ¡Ni
el mismo Lowry se asomó de aquella manera al abismo! De una manera
salvaje, olvidando toda obligación, bebía continuamente de día y de
noche, suspendiendo solo cuando el sueño lo vencía. Y así podía pasar
quince días, un mes o más, para suspender drásticamente e iniciar otro
intenso período productivo.
Lo más doloroso es que aunque aparentemente era un hombre fuerte y
sano, su salud era precaria, debido a sus problemas respiratorios. Y esas
dosis de alcohol tan altas tenían que ser perjudiciales. Pero si se le decía
algo en este sentido, esgrimía el caso de un familiar suyo que tenía más
de 70 años pero aparentaba 50, lo cual dada su vida sedentaria e
improductiva le garantizaría otros 20 o 30 más de pereza. Sacaba a
relucir también el caso de Belisario Betancur, su amigo, que con solo 60
aparentaba 70, pero su vida misma justificaba esa diferencia. Otro caso
con el que se defendía era el de Sartre, que para escribir La crítica de la
razón dialéctica había abusado de las anfetaminas. Preguntado después
si no había temido por su salud, dijo Sartre que qué importaba perderla
en aras de una obra importante.
Uno de los cursos más importantes que dictó en Cali en el año 74 fue
sobre La montaña mágica de Thomas Mann. Curso que se transcribió y
fue publicado después por Colcultura, bajo el título escogido por
Estanislao de Thomas Mann, la montaña mágica y la llanura prosaica.
Siendo esta una de sus obras preferidas, la había leído y comentado en
grupo varias veces, pero, digamos, de una manera informal. Esta vez,
ante grabadoras y ante un público relativamente nuevo, es de pensarse
que fue la vez que mejor se preparó. Sus comentarios, al igual que todos
los que hacía sobre las demás obras, van en muchas vías; desde la
situación histórica en que se escribió la obra, la situación particular de
su autor y su relación con otras obras suyas, la crítica literaria, el
sicoanálisis, la filosofía, el marxismo, etc. En los diálogos aparentemente
más triviales, encontraba tantas alusiones a otros temas, que un lector
corriente jamás las hubiera sospechado. Antes que dar soluciones, sus
comentarios problematizan y crean desconcierto. No nos brindan un
saber para archivar, un tranquilizante, sino que nos lanzan ante un
incómodo abanico de posibilidades. Comentando, aplicaba aquello de
que “el autor no es propietario del sentido de su texto”, que sostiene él
en su conocido ensayo “Sobre la lectura”.
Completa ese libro una conferencia dictada al año siguiente (1975), en
conmemoración del centenario del nacimiento de Thomas Mann. No la
escribió previamente. La improvisó. La persona que la transcribió
solamente tuvo que agregarle la puntuación. Los puntos seguidos serían
–como él mismo decía- las largas aspiraciones del cigarrillo. Y los puntos
aparte la encendida de un nuevo cigarrillo. Esta conferencia la dictó en
el Centro Sicoanalítico Sigmund Freud, ante unas 20 o 25 personas.
Todos los presentes esperábamos para esa noche algo especial; y es
verdad que lo fue. Mucho se ha dicho sobre Thomas Mann, pero poco de
un nivel igual. Al año siguiente la prensa venezolana hizo un comentario
muy elogioso sobre el libro, Estanislao dijo con cierta amargura:
-Y aquí en Colombia nadie ha dicho nada…
Pero durante 20 años La Montaña Mágica fue uno de los libros más
vendidos en Colombia. En enero del 90, próximo a morir, dijo:
-Yo he sido un vulgarizador, un oficio que aquí no se estima.
Estanislao Zuleta (VI)
6
En vista de que no iba a terminar nunca mi carrera en Medellín, solicité
traslado para Palmira, donde también tiene sede la universidad. Mi
intención no era propiamente la de seguir estudiando, cosa que me
tenía aburrido hasta la coronilla, sino la de estar cerca de Estanislao,
que fue prácticamente un padre para mí. Con mi mujer y con la niña que
habíamos tenido el año anterior, nos trasladamos para Cali en enero del
año de 1975. Inicialmente, nos instalamos en la casa de Estanislao y
Yolanda; en Lugano, la casa que ya he mencionado.
Allí vivimos tres o cuatro meses, buena parte de los cuales Estanislao los
pasó bebiendo. Este suscrito lo acompañó la mayoría de las veces,
descuidando hasta su propio matrimonio, el cual quedó muy maltrecho
al cabo de esos meses.
Mirando hoy los acontecimientos de esos días, a treinta años de
distancia, el haber conocido a un hombre de esa talla y haber departido
tantas veces con él, el balance no es muy positivo. Si bien su
generosidad no conocía límites y quería entregarnos todo su saber,
afanado tal vez por crear lo que él llamaba un “colectivo”, donde sus
hijos y los de sus amigos encontraran un ambiente distinto al que
ofrecían los barrios de las ciudades, yo me atrevo a creer que toda esa
luz nos encandiló, y que apenas después con el paso de los años hemos
ido encontrando nuestro propio camino. La amarga verdad es que solo
se aprende trabajando. O puede ser también que nos entregamos a su
causa (la de Estanislao) con un fervor religioso, como se abraza un
náufrago a su tabla.
A los 48 años, en una entrevista en Medellín, dijo Estanislao:
“…entre nuestros amigos, entre nosotros en general, hay muchos que se
hacen ilusiones sobre las posibilidades que les podría abrir
intelectualmente un viaje a Europa y se les olvida que ese viaje es como
estudiantes, y la cultura no se toma como un tetero que le dan a uno en
la posición de la pasividad. Lo que les podría abrir posibilidades sería por
ejemplo que fundaran una publicación y lucharan por algo.”
Cuando llegamos a Cali, ya funcionaba un grupo de estudio de “El
Capital”, conformado por unas 20 personas, entre estudiantes, obreros,
maestros y empleados. Más optimista en esta ocasión, Estanislao llegó a
pensar que ahora sí iba a marchar lo que antes no había dado un paso.
La presencia de obreros parecía una garantía.
Las reuniones se hacían los domingos por la mañana, en Lugano. Esta
vez apoyamos varios movimientos laborales, con el doble propósito de
integrarnos dentro de las luchas obreras y de materializar nuestro
estudio. El año anterior a mi llegada, el grupo había apoyado con
algunos escritos una huelga muy larga en la fábrica de Aluminio Alcan,
pues dos compañeros de nuestro grupo trabajaban allí como obreros. En
el 75 recuerdo una carta que le enviamos al sindicato de la Caja Agraria,
felicitándolos por el pliego de peticiones tan interesante que estaban
defendiendo; incluíamos un análisis de cada punto del pliego. Después le
escribimos al sindicato de Tejidos Única, Manizales. Para la huelga de
Riopaila enviamos una comisión y luego, cuando sacamos el primer
número de Ruptura, nuestro periódico, incluimos un bonito artículo,
saludando el movimiento. En el año 76 viajó una comisión a Bogotá a
distribuir el periódico en sindicatos y universidades. A su regreso
informaron que habían recibido un decidido respaldo de unas
muchachas caleñas de la Universidad de Los Andes, probablemente no
muy izquierdistas, pero sí muy hermosas, caso este en que debe
abandonarse todo sectarismo. Otros viajamos a Medellín. Esta comisión
la integramos Pepe Zuleta, Gustavo González, Carlos Mier y este
suscrito. Anduvimos sindicatos, universidades, fábricas, sin encontrar
ningún eco. Como la fábrica de textiles, Satexco, estaba en huelga,
fuimos a saludar a los obreros que se encontraban reunidos en una
carpa grande. Nuestro compañero Gustavo se fajó un discurso bueno y
breve, al que ninguno de los presentes le prestó mayor atención, de lo
ocupados que estaban jugando dominó y cartas. En Curtiembres de
Itagüí, que también estaba en huelga, tampoco encontraron eco las
palabras de Gustavo, que como sindicalista que había sido era el más
hábil de nosotros para hablar en público. Los resultados de nuestra
gestión en Medellín no fueron propiamente muy positivos, pero no por
eso perdíamos el ánimo. De regreso para Cali, paramos en el pueblo de
La Pintada, Antioquia, y al calor de unos aguardientes y unos tangos de
Gardel, que le arrancaron lágrimas a Gustavo y nos emocionaron a los
demás, comenzamos una discusión sobre un tema que había tratado
Carlos Mier en el camino. Nuestra discusión duró desde La Pintada hasta
Cali. Este compañero nos contó que en Guacarí pertenecía a un grupo
muy particular, compuesto por muchachos y muchachas, dedicados al
siempre actual e interesante tema de la sexualidad; su actividad incluía
teoría y práctica. Pues bien, la discusión se originó cuando Mier tocó el
tema de la evaluación de las actividades del grupo. Según este, esa
evaluación la hacían exclusivamente los hombres. Yo, pensando
seriamente en pedir ingreso al grupo de Guacarí, alegué que eso no
importaba. Pero Gustavo, con toda razón, alegaba que las compañeras
también debían evaluar.
Todo esto transcurría en el lamentable gobierno de López. El país iba en
picada; y para colmo de males se venía venir otro gobierno peor: el de
Julio César Turbay. Poco tiempo después de su posesión este personaje
tomó unas medidas sumamente represivas. Su ministro de defensa, el
general Camacho Leiva, impulsó el llamado Estatuto de Seguridad, que
impedía hasta las reuniones de más de tres personas. Esto restringió
mucho nuestra actividad y nos obligó a cambiar nuestros sitios de
reunión.
Así como en el grupo de Medellín se llamaba Polémica, por el nombre de
su publicación, el de Cali se llamó Ruptura por el nombre de su
“eventuario”, como decía Estanislao, puesto que nuestro periódico no
tenía una periodicidad muy definida. Este grupo de Ruptura duró tres
años, en el transcurso de los cuales solamente publicamos tres números
del periódico y el cuarto quedó en borrador. A la luz de los
acontecimientos que vinieron después, Glasnost y Perestroika, yo pienso
que nosotros todavía estábamos hundidos en el leninismo. Sin embargo,
algo intuíamos y en el año 77, si mi memoria no falla, divulgamos
ampliamente un ensayo de François George, “Olvidar a Lenin”, que
levantó ampolla en aquella época. ¡Olvidar a Lenin! Creo que hoy en día
no se hace necesario recomendar esto, ya Lenin está debidamente
olvidado. La manera como se organizó el socialismo en la Unión
Soviética sóolo habrá de servir en el futuro para saber cómo no deben
hacerse las cosas.
En el año 77 el grupo no funcionaba; había perdido todo el entusiasmo
de los primeros días. Estaba muerto. Pero fue el propio Estanislao el que
se encargó de enterrarlo. Un día nos dijo que ese tiempo que él le
estaba dedicando al grupo prefería utilizarlo estudiando; que si
queríamos, nosotros podíamos seguir. ¡Sin él, el alma del grupo…!
Ruptura fue el último intento de Estanislao de organizar un movimiento
político. “Al perro no lo capan 86 veces”, decía con cierto resentimiento.
Su última idea era la de fundar una revista que orientara a la izquierda,
sin ninguna otra pretensión.
Pero si él no formó un movimiento en el sentido corriente del término,
un principio de partido o algo así, sí contribuyó a la formación de un
movimiento más vasto. El de hacerle accesible a estudiantes, profesores
y amigos en general la gran literatura; la de Dostoievski, Tolstoi, Mann,
Proust, Musil y Kafka, para no mencionar sino los autores más cercanos
a su corazón. La gran literatura, que es la propuesta latente de la
esperanza en un mundo nuevo, en una nueva aurora, como le gustaba
decir a él; que le presenta un combate a la tontería y a las facilidades
(‘siempre tan gratas’), a la simplificación, al esclarecimiento de las falsas
contradicciones y las contradicciones efectivas. Además presentó en
toda su complejidad a filósofos como Platón y Hegel, que la izquierda
tenía clasificados como idealistas. Y promovió el estudio de Marx, cuyas
teorías son las que más lejos han llevado el análisis de la sociedad
capitalista.
Estanislao Zuleta (VII)
7
He de confesar a estas alturas que mi entereza en ser amigo de
Estanislao se debía más a lo literario que a lo político. Y sin temor a
equivocarme me atrevo a afirmar que la literatura era también su gran
pasión. A su vez, de las literaturas, si se puede usar la expresión ‘las’, la
que amaba por encima de todas era la rusa. No solo por el amor que
tuvo por Dostoievski, su primera pasión, cuando era apenas un
muchacho, sino por las características tan especiales que tiene esta
literatura; que es popular, en el sentido de que ha tenido un público
numeroso, adentro y afuera de su país. Una literatura que tuvo un
Pushkin, un gran escritor popular que inspiró a todos los grandes que
vinieron después. Una literatura con audiencia. Tolstoi, por ejemplo,
fundó un movimiento.
Curiosamente, a uno de los últimos escritores que conoció fue a Pushkin.
Comentándolo, decía: ¡qué prosa! Después de leerlo, ya uno se explica
un Tolstoi, un Dostoievski, un Gogol.
Pero su gran amor era, pues, Dostoievski. Tenía un gran conocimiento
de su obra. Un día, por tantearlo, le comenté algo de Netochka
Nesvanova, una novela no muy conocida de Dostoievski, que Estanislao
no había vuelto a leer desde hacía muchos años. Inmediatamente
empezó a hablar de cada uno de los personajes y de la composición de
la obra (que comienza de una manera sublime para terminar
ramplonamente rosa), con un lujo de detalles que no había captado yo
en dos lecturas recientes. Junto con las llamadas las cinco grandes
novelas de Dostoievski, apreciaba mucho “Memorias del subsuelo”.
De los personajes de Tolstoi decía que aunque muchos de ellos eran
condes o príncipes, vivían los mismos dramas que los estudiantes, las
prostitutas o cualquiera de esos parias dostoievskianos. Mirando las
fotografías de Tolstoi anciano, decía: “su figura parece la de un
personaje del antiguo testamento”. Admiraba la extraordinaria vitalidad
de este hombre que a los 60 años tenía que salir a galope por la estepa
para mitigar los ardores de su cuerpo, que no le daban reposo; su
temperamento fogoso, que a los 82 años le hizo escapar de su casa; su
inaudita capacidad de trabajo, que le permitió sacar varias versiones de
La guerra y la paz; su inmensa pasión por las mujeres, que se descubre
fácilmente en las descripciones de Natacha Rostova, Ana Karenina, la
princesa Bolkonski, etc. Además de sus grandes novelas, apreciaba
mucho La muerte de Iván Ilich, obra a la que le dedicó unas lecturas
comentadas en el Centro Sicoanalítico.
De Gogol, apreciaba mucho su cuento El Capote, “del cual venimos
todos los escritores rusos”, según decía Dostoievski. Para mostrar la
importancia de Gogol dentro de la literatura rusa, contaba con mucha
emoción aquel pasaje de la vida de Dostoievski en el que Bielinsky,
después de leer el manuscrito de Pobres gentes, exclama emocionado:
“¡nos ha nacido un Gogol!” Según Estanislao, El Capote marca un hito en
la literatura universal, puesto que por primera vez el personaje principal
de una obra no es un héroe sino un pobre y oscuro personaje de oficina.
En El Inspector insistía en que la mordacidad de Gogol no se debía
entender como una crítica a la descomposición del Estado ruso de
comienzos del siglo XIX, sino como una crítica a esa posición ante la vida
que es el burocratismo, que todavía hoy se fue padeciendo y que es un
tema inquietantemente actual y cercano a nuestras vidas.
A Chejov lo tenía entre los grandes. Sus cuentos los leyó y los releyó
infinitas veces. Que recuerde, apreciaba mucho La sala número seis, La
dama del perrito y Los campesinos. Recuerdo que alguno de nuestros
compañeros en Medellín dijo en una ocasión que algún crítico
consideraba a Chejov como un impresionista de la literatura, cosa que a
Estanislao le molestó de una manera especial, puesto que –decía- esa
comparación con la pintura no explicaba nada de la obra de Chejov. De
su estilo, le impresionaba ese dejo de melancolía que está presente en
todas sus páginas.
La primera vez que leyó Archipiélago Gulag, en Medellín, lo descartó
rápidamente por derechista; más tarde en Cali dijo despectivamente que
el sueño de Solzhenitsin era la restauración del zarismo. Y en el último
año lo encarecía como un escritor de la talla de Tolstoi y Dostoievski.
Decía que el Archipiélago no es una novela, pero en sus páginas se ve el
vuelo de novelista que tiene el tipo.
No tengo muy presente su opinión sobre Gorki. Pero a este escritor le
tocó defender el régimen, haciéndose el de la vista gorda con todos los
desmanes, sus campos de concentración, purgas y demás. De Shólojov
decía que escribía literatura estatal.
Con la llegada de la Perestroika, saludó la aparición en nuestro medio de
Anatoly Rivakov y Vasily Grossman, de quienes decía que eran la prueba
de que la tradición de la gran novela rusa que creíamos muerta por la
revolución había sobrevivido a esa prueba.
De la literatura norteamericana resaltaba esa constante de la
destrucción de sus mejores exponentes por el alcohol. Mencionemos en
primer lugar a Poe. De él destacaba varios aspectos. Por ser este un
amante de la belleza clásica, su estilo es bastante depurado; en su
temática, que es muy variada, sobresale siempre el amor por lo difícil,
por todo lo que exija talento y elaboración. Auguste Dupin, uno de sus
personajes, es un investigador nato; investigar es su único oficio. Y lo
que más motiva su interés es lo que los demás ya descartaron por difícil,
como en “Los crímenes de la calle Morgue” o “El misterio de Marie
Roget”. Este último le gustaba mucho a Estanislao, en él se había
basado para dictar un curso de lógica en la Universidad Libre de Bogotá.
A diferencia de la de Poe, la obra de Melville no ha llegado completa a
nosotros. Ya en su vida había caído en el anonimato. Sus últimas obras
no las entendieron sus contemporáneos. Su vida misma es bastante
misteriosa: un amante de los viajes y las aventuras que termina los
últimos 30 años de su vida encerrado en una oficina de aduanas. A
pesar de todo, contamos con dos de sus mejores obras en traducciones
excelentes: Moby Dick, en la traducción de José María Valverde,
y Bartleby, el escribiente, en la traducción de Jorge Luis Borges. Creo
que estas dos eran las obras de Melville que más le gustaban a
Estanislao. Moby Dick se las recomendaba a sus hijos. Y es que esta
obra extraña, tan bellamente escrita, llena de símbolos y alegorías, nos
relata una aventura que tiene que ver con los fundamentos de nuestra
existencia: la lucha por desprendernos de la madre, que es la lucha de
Ahab contra la ballena blanca.
Aquí debo hablar de Faulkner, aunque confieso que jamás he podido leer
completa una obra suya. Estanislao apreciaba a Luz de agosto como una
de las joyas de la literatura universal. Un domingo, seguramente por
casualidad, el diario El Tiempo publicó una de las últimas entrevistas
que concedió Faulkner y El Espectador una a Gabriel García Márquez.
Después de leer las dos entrevistas, nos dijo Estanislao:
-Vea la maldad que le hicieron a este hombre (García Márquez), dice que
aprecia mucho a Faulkner, pero no a esos acartonados de Thomas Mann
y Herman Hesse. Y en la otra entrevista dice Faulkner que los autores
que más han influido en su obra son precisamente esos dos, ¡esos
acartonados!
Nunca le escuché mayores comentarios sobre Hemingway ni sobre John
Dos Passos, pero conocía la obra completa de ellos.
A Truman Capote, hombre del jet-set, homosexual y alcohólico, le
reconocía talento, aunque su novela A Sangre Fría le parecía
reaccionaria, porque hace aparecer a los asesinos como un par de
“rayos caídos de un cielo sereno”, como decía Marx, y no como un
producto de la descomposición de la sociedad norteamericana.
No creo equivocarme si digo que de la literatura francesa el autor que
más apreciaba era Flaubert, y de este la obra Madame Bovary. De
algunos diálogos decía que eran el trabajo de un joyero, por la cantidad
de pequeños detalles que una lectura desprevenida no capta.
Mencionemos también a Proust. No sé si alguna vez hizo una disertación
sobre En Busca Del Tiempo Perdido, pero lo que sí puedo asegurar es
que conocía esa obra al dedillo.
A propósito de esos extraños concursos literarios que hacen nuestras
universidades, en los que se premia un proyecto de novela, decía que si
Proust se hubiera presentado con su proyecto de En Busca Del Tiempo
Perdido no habría tenido éxito, porque con solo decir que en las
primeras cien páginas un personaje iba a recordar las angustias que
vivía por la noche, antes de dormirse, era suficiente para descartarlo.
Nunca pude saber qué tanto conocía Estanislao la obra de Balzac, en
parte porque yo mismo no he sido muy conocedor de su obra. Pero sí
recuerdo que en Medellín le regaló a su hija Silvia los quince tomos de
La Comedia Humana, en la traducción de Aurelio Garzón Del Camino,
que él recomendaba como la mejor traducción de Balzac al castellano.
Contaba que Eugenia Grandet había sido traducida al ruso por
Dostoievski, y que era tan buena o mejor que la original en francés.
Pasemos a Kafka. Si Dostoievski fue el amor de su juventud, Kafka fue el
de su madurez. El tipo recitaba párrafos enteros de La Metamorfosis, El
Castillo y La Carta Al Padre. Y es que Kafka logró producir una obra bella
y extraña a un mismo tiempo. A propósito de La Metamorfosis, nunca
quise preguntarle a Estanislao cuál era su interpretación de esta obra, a
sabiendas de que él tenía alguna. No lo hice porque quería encontrar por
mi propia cuenta una explicación a la posición de este narrador que
después de tener convertido en cucaracha al primer personaje sigue su
narración más preocupado por la vida cotidiana de la familia que por la
situación de este pobre ciudadano, que en su nueva condición es un
muerto en vida.
Otro que estaba a esa misma altura en sus afectos, era Thomas Mann.
Conocía con todo lujo de detalles su vida y su obra. Tenía tan en alto
José y sus hermanos, que una vez le oí decir que todavía no había
lectores para esa obra. De La montaña mágica decía que había
cambiado su vida.
Pasemos a Borges, con el cual era un poco injusto. Le criticaba, por
ejemplo, porque un bilingüe de su talla ha debido traducirnos a
Shakespeare. También le molestaban sobremanera los “creo” tan
frecuentes en sus relatos. Cito algunos ejemplos: “fue entonces, creo,
cuando estuvieron a punto de irse a las manos…” (El otro duelo);
“estaba, creo, algo nervioso…” (Guayaquil); “los individuos de la tribu no
pasan, creo, de setecientos…” (El informe de Brodie). Los consideraba
una intromisión innecesaria del narrador en la narración. Miraba con
cierto desdén el desprecio de Borges por García Lorca, de quien llegó a
afirmar que era famoso solamente porque lo habían fusilado.
“En realidad –decía Estanislao-, son dos poesías muy diferentes: la de
Borges es poesía pensada; la de García Lorca, espontánea, sentida. Pero
ambos son buenos en su género”. Pero todas estas consideraciones no
significaban ni mucho menos que no pudiera gozar con esa prosa
maravillosa de Borges en La historia universal de la infamia,
especialmente con La viuda Chin, pirata u otros como Emma Zunz, La
señora mayor (uno de los cuentos más bellos que este suscrito ha leído)
o El Informe de Brodie.
De Shakespeare decía que es un caso único. Que se trata de un hombre
sin altibajos; que tanto su poesía como su prosa se sostienen al nivel
más alto. Y tenía un aprecio especial por Enrique IV.
Al mencionar el recurso de muchos autores de hacerles sufrir a sus
personajes una suerte de la que ellos querían escapar, dijo en el
homenaje a Thomas Mann: “…de la misma manera que Cervantes, ya a
los 50 años, después de una vida fracasada, encarcelado, sin haber
logrado ningún gran éxito, en lugar de oponerse a la muerte silenciosa
por medio de una locura, arroja fuera de sí a la locura y la pone a pasear
por el mundo como Don Quijote”. Ese era uno de sus temas preferidos,
la escritura como redención. Se dolía de lo poco que se lee El Quijote en
nuestro medio, “cuando –decía- hombres como Marx aprendieron
castellano solo para tener el gusto de leer este libro en su idioma
original”. Él mismo lo leía sólo por el placer de escuchar la música de
esta prosa; aquel discurso a los cabreros que comienza: “dichosa edad y
siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de
dorados…”, lo consideraba uno de los pasajes más hermosos del libro y
lo recitaba de memoria.
Otro escritor que mencionaba mucho por su talento y por la calidad de
su obra era Hermann Brock; un escritor tardío, que se vio obligado
durante años a gerenciar una fábrica de textiles, heredada de su padre.
Entre los poetas que más estimaba se pueden citar Hölderlin, García
Lorca y Baudelaire. Y entre los nuestros León de Greiff, que fue como un
padre para él. Recuerdo que siempre que hablaba de la épica decía:
“León de Greiff es épico en El relato de Ramón Antigua”. De Porfirio
Barba Jacob decía que era extrañamente bueno, pero con muchos
altibajos; que a veces dejaba traslucir el montañero que era y otras
producía versos de la talla de Goethe, como en la Parábola del retorno,
cuando dice:
“El agua de la acequia, alma de linfa pura
No pasa alegre y gárrula cantando su cantar
La acequia se ha borrado bajo la fronda oscura
Y el chorro blanco y fulgido ni riela ni murmura”.
En cuanto al “tuerto” López, puede decirse sin temor a equivocaciones
que Estanislao fue una de las personas que más contribuyó a la difusión
y al conocimiento de su obra poética. Por el año 1985 conocimos una
tesis de grado sobre el poeta, escrita entre Margarita Fonnegra y
Estanislao.
Temeroso de caer en el nacionalismo, se iba al extremo opuesto. La
música colombiana era música “colombiosa”, en la que el “chingui,
chirringui, chingui” era el único tema. De los narradores apreciaba a
Carrasquilla y a Efe Gómez. No creo que haya conocido a nuestros
narradores nuevos. Al menos nunca le oí algún comentario sobre alguno
de ellos. Se alegró porque García Márquez recibió el premio Nobel, pero
decía que su literatura era para turistas, y que cualquier colombiano se
reconoce más fácilmente en un personaje de Dostoievski, enredado en
toda clase de dramas, que en un Mauricio Babilonia, rodeado de
mariposas.
Estanislao Zuleta (final)
A las amenazas de que fue víctima en la Universidad del Valle no les
prestó atención, inicialmente. Fueron sus amigos los que tuvieron que
convencerlo de que era conveniente tomar medidas. El sociólogo Álvaro
Camacho le consiguió una ayuda de 200 mil pesos con una fundación
alemana que le encomendó escribir un ensayo sobre la violencia en
Colombia. Primero estuvo en una casa de campo, cerca de Villa de Leiva,
completamente aislado de todo. Para comprar cigarrillos tenía que
caminar dos horas. Dos meses después, considerando inconveniente
este aislamiento, Yolanda le ayudó a trasladarse a Villeta, donde su
familia tenía una casa de campo. Allí terminó su estudio sobre la
violencia.
Como ya he dicho más arriba, no se conoció el origen de las amenazas.
En la época en que se hicieron no se podía perder tiempo, tratando de
establecer si la amenaza era real o no. Los asesinatos de Abad Gómez y
otros profesores de la Universidad de Antioquia no dejaban dudas.
Según lo que este suscrito ha podido establecer, estas amenazas no
fueron obra del ejército ni del narcotráfico, como inicialmente creímos.
Prosperaron y nacieron en la misma Universidad. Probablemente no
buscaban matarlo sino desterrarlo. Y lo lograron… ¡por un año!
De Villeta pasó al hotel Continental en Bogotá, donde consideró que
podía estar mejor y también seguro, puesto que las amenazas
permanecían vigentes. Allí vivió unos ocho o nueve meses. Trabajó en la
Consejería de los Derechos Humanos con el historiador Álvaro Tirado. Y
entre las muchas actividades que desarrolló contaba de varias
conferencias que tuvo que dictarles a militares y congresistas, un
público bastante diferente al que estaba habituado él. De los
congresistas, recordaba la extraña suspicacia con que lo miraba todo el
tiempo el senador Hernando Durán Dussán.
En el hotel tuve oportunidad de visitarlo dos veces. En la primera estaba
de “racha”. Mi visita coincidió con la de Gustavo González, nuestro
querido y antiguo compañero de Ruptura, al que ya he mencionado en
estas páginas. En su habitación, terriblemente desordenada, nos
bebimos tres o cuatro botellas de ron “tres esquinas”. Comentamos de
todo, menos de las tales amenazas, a las que por lo visto no les
prestaba mucha atención. Nos mostró una fotografía de una mujer joven
y hermosa de la que dijo estar muy enamorado. Este fue el mismo día
en que hablamos de Netochka Nesvanova, de Dostoievski. Un mes más
tarde volví a visitarlo. Me lo encontré almorzando en la cafetería del
hotel, en el primer piso. Impecablemente vestido, con corbata y camisa
blanca, mientras almorzaba leía un texto en francés. Como se trataba de
una de esas épocas productivas en que no era muy jovial que digamos,
después de una media hora de conversación me despedí con alguna
disculpa; algo adolorido, puesto que había hecho un viaje de varias
horas solo para saludarlo.
Un tiempo después volví a verlo en Cali, cuando se terminó el año de
licencia que le dio la universidad. Estuvo viviendo unos días en la casa
de Pepe, su hijo, y luego tomó en arriendo un apartamento al sur de la
ciudad, donde tuve oportunidad de visitarlo muchas veces.
Con el mismo ánimo con que preparaba y dictaba sus cursos siempre,
reinició labores en la Universidad del Valle. Simultáneamente hacía un
estudio sobre los municipios del Valle, para Las Naciones Unidas. Por
ambos conceptos recibía una suma de dinero bastante apreciable, parte
de la cual se la enviaba a su hija Yolanda, a Italia. Y fuera de esto le
ayudaba a Fernando, otro hijo, a pagar su tratamiento sicoanalítico.
Vivía holgadamente y era muy generoso con los amigos que le
visitábamos.
Para ese estudio que realizó para la ONU tuvo que estudiar las medidas
económicas de los últimos 20 años, y decía que todas eran simples
mandatos del FMI, que es el verdadero jefe de estos pobres países. A su
vez, del Frente Nacional, decía que era un sistema que había favorecido
la toma del país por el narcotráfico. Que en un país como el nuestro,
donde no existe espacio para la oposición, el partido gobernante (el
bipartidismo, en nuestro lamentable caso) no tenía fiscalización. Esa
corrupción es visible a todos los niveles, pero especialmente en el
campo político donde un líder ya no se mide por el alcance de sus ideas
sino por los votos.
A diferencia del resto de su vida, en el último año tuvo televisor y
betamax. Aunque solo veía sus noticieros, que son lo único que puede
verse de nuestra lamentable televisión. Después del último noticiero
veía alguna película en el betamax. De la radio no oía sino la
programación de la emisora Carvajal, que según él era lo único que se
podía oír. Del resto de nuestra radiodifusión decía que le parecía peor
que la televisión, “que no es un mal punto de comparación”, para
emplear sus propias palabras.
En ese su último año pude observar en él una cierta plenitud, una cierta
satisfacción con lo vivido. Ya no anhelaba sino diligenciar su jubilación –a
la cual ya tenía derecho- y volver a Antioquia a comprar alguna casa de
campo en el Oriente, para tener toda clase de animales domésticos y
dedicarse con toda la calma del caso a leer y a escribir.
Ciertamente, la vida se acaba. Pero en el caso de este amigo inolvidable
su muerte se nos hace más dolorosa por lo temprana, por las
posibilidades que quedaron truncas. Sin embargo él estaba listo para
todo. Unos pocos días antes de su muerte me dijo: “compañero, yo ya
cumplí los 55 años, que no es un mal punto. A esta edad ya no es
posible aplazar nada”. Y luego, refiriéndose a alguno de mis proyectos
me dijo señalándome con el índice: “si tienes alguna cosa que decir
sobre Antioquia, dila ya. ¡No aplaces! ¡No a-pla-ces! No esperes a tener
las cosas más claras para ahí sí poder empezar. El tiempo pasa,
compañero y la vida se va”.
Todavía hoy me parece estar oyendo estas palabras tan cruelmente
ciertas. En aras de una pretendida claridad despilfarramos
ingenuamente nuestro mayor tesoro, el tiempo.
Había, sí, un cierto vacío en su vida: y era que por haberse divorciado de
los 50 veía difícil “organizar” –como dicen- su vida con otra mujer. Pero
en otros momentos decía: “un filósofo casado es una contradicción en
los términos”. Pero estas consideraciones no significaban ni mucho
menos que ante una mujer bonita dejara de sentir taquicardia y hasta
dificultad para respirar. Había, por ejemplo, una peluquera vecina que le
hacía exclamar: “hombre, ¿Qué se podrá echar uno en el pelo para que
le crezca más rápido?” Otro día lo acompañé a comprar un maletín. Y
mientras la empleada que nos había atendido, un poco fea, se metió a la
bodega a buscarlo, apareció una muy bonita y nos preguntó: “¿ya los
atendieron?” A lo cual le contestó aquel, socarronamente compungido:
“sí, por desgracia”.
Después de una racha de alcohol que tuvo en el 89, a mediados del mes
de marzo, dejó de beber por completo durante el resto del año. En ese
tiempo volvió al golpe de café, estudio, gimnasia y una información total
de los acontecimientos del país y del mundo; especialmente de todos los
hechos que había desencadenado la Perestroika en La Unión Soviética y
Europa oriental.
El 27 de enero de 1990 fui a visitarlo a su apartamento, en compañía de
mi nueva mujer. Era un sábado por la noche. Al rato de estar hablando
de diferentes cosas, dijo él:
-Tomémonos una botella de whisky, que yo ya puedo beber.
Queriendo decir que por tomarse unas copas no iba a iniciar una racha,
como le había sucedido tantas veces. Entonces fuimos a un centro
comercial cercano y nos aperamos de una. Estábamos tomándonos el
primero cuando apareció Fernando Mejía, otro antiguo compañero de
Ruptura, por esos días muy dedicado a la ecología. Algo parlanchín, ese
día Fernando empezó a hablar de la restauración de la cuenca del río
Pance, en la cual venía trabajando desde hacía un tiempo. El tema le dio
pie a Estanislao para exponer sus ideas sobre la ecología. Cuando se
puso de moda la ecología, hará unos 25 años, Estanislao la relacionaba
con un fantasma ligado a la integridad de la madre (la tierra); y más que
una ciencia, le parecía un síntoma. Pero con el tiempo, cuando se
empezaron a conocer distintas líneas, unas simples y otras serias, él
aceptó que en verdad se trataba de un nuevo frente de lucha, que
merecía todo el interés. Pues bien, en aquella noche, a propósito de la
ecología, habló de lo importante que es la supervivencia de las especies.
-Todas las especies actuales merecen vivir –decía.
Acto seguido habló de los enigmas de la cucaracha, una de las especies
más antiguas que menos ha evolucionado en la historia y que tiene la
extraña propiedad de ser inmune a la radioactividad. Después habló de
la pulga, cuya capacidad de saltar hasta 140 veces su propia estatura no
puede ser explicada por contracciones musculares corrientes. Algo así
como si nosotros pudiéramos saltar por encima de la catedral de
Manizales. Después habló de los cuervos, una especie extrañamente
cosmopolita, que según demostró Lorenz en muchos experimentos es
altamente inteligente porque no es especializada, al igual que el
hombre.
A eso de las doce de la noche se nos acabó la botella, y eso que
veníamos mezclándola con mucha agua y mucha parla.
-¿Qué hacemos?- preguntó alguno de nosotros, que en esas
circunstancias significa: ¿compramos la otra?
Pero previendo que otra ya no sería conveniente fue el propio Estanislao
el que dijo:
-Vámonos a dormir, mejor.
Pero ya el gusano del alcohol lo había picado. Unos pocos días después
volví y lo encontré tirado en la cama. Estaba tan deprimido, que me
dolió verlo. La prensa de varios días estaba tirada en el suelo, doblada,
sin muestras de haber sido ojeada. Los noticieros de televisión se le
pasaron desadvertidos. La comida estaba servida en la mesa intacta.
-Compañero, siquiera vino –Me dijo en un tono quejumbroso, que solía
usar cuando estaba bebido y se sentía solo-. Deme la mano.
Al día siguiente, por la mañana, lo vi de un ánimo ligeramente mejor. En
un pocillo grande bebía aguardiente con hielo (“en las rocas”, como
dicen); un hábito relativamente nuevo en él, que siempre había sido
aficionado al ron. Nuevamente estaba tirado en la cama, sin demostrar
mayor entusiasmo por nada. Buscando algún tema de conversación, le
pregunté por Pepe, al que hacía varios días yo no veía. Y me contestó en
el mismo tono quejumbroso de la víspera:
-No ha vuelto, compañero; seguramente se murió alguna de mis tías, y
no sabe cómo darme la noticia.
Y se le aguaron los ojos.
De sus tías no le oí hablar más que en ese último año. En general,
hablaba poco de su familia y por eso me extrañó que se la aguaran los
ojos por una tía. Es probable que esa fuera una disculpa y que el motivo
de su tristeza fuera otro que no podía confesar. Se me ocurre pensar
que no era ninguna tía, sino Yolanda, su ex mujer, a la que seguía
extrañando, de la que se había separado de cuerpo pero no de espíritu.
Con bastante pesadumbre me vi obligado a dejarlo solo en ese estado
de postración en que estaba. Y llegué a pensar que podría morirse…
Esto sucedía un miércoles.
El sábado se murió de un infarto fulminante, una muerte que él siempre
había temido.
Mirándolo en el ataúd, pude ver que enfrentó la muerte con el mismo
rostro grave con que le veíamos en sus conferencias tratando los temas
más profundos.
¡Oh grande y generoso amigo, qué cruel es entender que te ausentaste
para siempre!
Terminemos con unas palabras de Lorenz que le gustaban a Estanislao y
que se ajustan a nuestro doloroso caso colombiano.
“Pienso que en nuestros días los seres humanos de las grandes
ciudades, que viven sin contacto suficiente con las bellezas de la
naturaleza o del arte, sufren gravemente esta privación. Esto es tanto
más serio cuanto que el sentido de la ética y la estética, de lo bello y lo
bueno, son, en el fondo, una única y misma cosa. ¿Qué espectáculo ha
de entusiasmar al infeliz habitante de la ciudad que ha crecido en los
suburbios de una inmensa urbe sin haberse acercado nunca a la belleza
y a la armonía, bajo cualquiera de sus formas, y cuyo entorno está
hecho de patios sombríos, estaciones de servicio, depósitos de basura y
cementerios de coches? Naturalmente el dinero será para él la única
cosa a la que le atribuirá valor”. (Prólogo a la enciclopedia Salvat de la
fauna)
La totalidad del documento fue tomada del blog de Marco
Aurelio Arango con fines estrictamente académicos. Se
realizaron algunos cambios de estilo que no alteraron la
intención comunicativa de quien escribe, sino que procuran
hacer posible una lectura más fluida y menos accidentada de
algunos apartes. A su vez, se modificaron algunos aspectos
ortográficos. http://marcoarango.blogspot.com/
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