sergio larraín echeñique
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Sergio Larraín Echeñique. El cazador ocultoArtículo correspondiente al número 213 (21 de sept al 04 de oct 2007)
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Sus imágenes dieron, literalmente, la vuelta al mundo. Ya fuera cubriendo el matrimonio del Sha de
Persia con Farah Diva para Paris Match o retratando magistralmente los cerros de Valparaíso. Años
después de haber sido inmortalizado por Cortázar, el último mito viviente de la fotografía chilena vive
en la actualidad completamente aislado del mundo en la IV Región. Un fascinante halo de misterio –y
las numerosas leyendas de su historia personal– parecieran ser sus únicas compañías. Por Alejandro
Gouhaneh.
-La idea es muy simple. Vivo en Ovalle hace casi 20 años,
para estar tranquilo, y sobre todo para que ningún periodista
me huevée. Por eso no doy entrevistas hace más de 30
años. Sencillamente, no quiero saber nada del mundo y, por
lo demás, no me interesa en lo más mínimo figurar.
Mi primera reacción fue agradecer la extrema franqueza de
don Sergio Larraín Echeñique, uno de fotógrafos chilenos
más completos, más célebres en el siglo XX y más
desconocidos en la actualidad. Ya más repuesto, mi segunda
reacción fue de asombro. Sí, porque es un verdadero mito viviente. Un mito que habla, que se mueve, que
camina y cuya única causa en estos momentos es salvar el planeta. Salvarlo de la depredación, el
neoliberalismo globalizador, las ideologías y los fanatismos religiosos. Esta es su misión y le toma la mayor
parte del día. Para eso, practica yoga, medita, lee y trata de ser un hombre de bien. Mejor dicho, un tipo
decente. Actualmente, y muy a su pesar, su nombre es una verdadera leyenda en la blogósfera. Las
versiones sobre su paradero son tan numerosas como difusas. Algunas lo suponen viviendo en París, otras
en Valparaíso y las más cercanas en el valle del Elqui.
Incluso circulan delirantes rumores de que se “encontraría perdido en las montañas”. Además, en diversos
foros sobre fotografía en internet, los navegantes aseguran que no quiere saber nada del mundo, que no usa
teléfono y sobre todo, la mayoría lamenta con profunda tristeza que Larraín se niegue a mostrar su obra.
Tampoco faltan las informaciones que lo dan por fallecido hace unos cuantos años. Sin embargo, don Sergio
está más vivo y entero que nunca.
Rápido, claro y de una lucidez que sorprende, siente sobre sus hombros una responsabilidad superior y
quiere dejar como legado a sus hijos y nietos un mundo mejor. Es lo único que le interesa. Hoy la fotografía
no tiene prioridad alguna dentro de sus actividades. Sus tareas son otras. Mejores y mayores.
La primera fotografía mágica…
Nació en Santiago en 1931, en el hogar del prestigioso arquitecto, patriarca del modernismo arquitectónico
chileno y fundador del Museo de Arte Precolombino, don Sergio Larraín García-Moreno. Desde muy temprana
edad, se familiarizó en su casa con revistas como Minotauro, Urbe y libros con ilustraciones de Matisse y
Cézanne entre otros. A los 18 años se fue a Estados Unidos a estudiar ingeniería forestal en Berkeley,
Universidad de California. Como los estudios no le satisfacían mucho, lentamente comenzó a asombrarse con
el mundo de las imágenes, adquiriendo por entonces su primera cámara fotográfica: una Leica IIIC. Algo más
tarde, por esa misma época, de vuelta de un viaje familiar a Europa, Egipto y Oriente Medio y que duró nada
menos que ocho meses, optó finalmente por la fotografía como profesión. Sobre todo en Italia, había quedado
maravillado con las fotos de Giuseppe Cavalli y esos trabajos le abrieron las puertas a nuevas directrices
sobre la naturaleza y los misterios del mundo fotográfico.
A su regreso a Chile, asumió la fotografía con resuelto compromiso e intensidad. Se instaló en una casa cerca
de Valparaíso dedicándose tiempo completo a la lectura de poesía y filosofía. Armó un pequeño laboratorio
para revelar las fotografías que tomaba a la ciudad y, terminado ese período, comenzó a trabajar como
fotógrafo independiente para la revista brasileña O Cruzeiro.
Niños vagabundos. 1957
A principios de los 50, cuando Santiago llegaba con suerte no mucho
más arriba de la estación del metro Escuela Militar, “no mucho más
arriba del Pollo Stop” Larraín se fue a vivir a La Reina. Allí, bien lejos,
a pies descalzos casi siempre, comenzó a vivir definitivamente como
un ermitaño. Muchas lecturas, largas meditaciones, cero exposición
a las dinámicas de la vida social, abierto compromiso con una
espiritualidad dura y exigente. Fue, diría después, una “bonita época,
en la que aprendí a conocerme a mí mismo.” En 1953, presentó su
primera exposición en Santiago. Destacó de inmediato y gracias a
las repercusiones de la muestra recibió un encargo de dos
instituciones benéficas –El Hogar de Cristo y Fundación Mi Casa–
para hacer fotografías de los niños que vagabundean por la ciudad
En 1956 envió varios de estos trabajos en un portafolio al Museo de
Arte Moderno de Nueva York y, bueno, se las compraron. El cheque
viene firmado por el director del MoMA, el gran Edward Steichen. Al
poco tiempo, becado por el British Council, viajaría a Londres donde realizó uno de sus mejores trabajos
fotográficos. Ese mismo año, el mismísimo maestro francés Henri Cartier Bresson le anima a formar parte de
la famosa agencia Magnum photos, donde obtiene la representación para Chile.
Sus reportajes comienzan a aparecer en Paris Match, la que dedicó un extenso reportaje gráfico a la
cobertura en exclusiva del matrimonio del Sha de Persia con Farah Diva, ceremonia en la cual fue fotógrafo
acreditado para capturar desde donde quisiera todos los detalles del ritual.
Fue también por esos años que Pablo Neruda, gran amigo de su padre, le encargó unas fotografías sobre su
casa de Isla Negra, para un libro que apareció en la colección Imagen y Palabra, de la editorial Lumen. Su
colaboración con el poeta se reanudaría años más tarde, con la publicación de sus fotografías de Valparaíso,
que aparecieron por primera vez en la revista suiza Du, en 1965.
Sus notables imágenes del puerto alcanzaron gran difusión en Europa, y su legendaria fotografía de las niñas
descendiendo por las escaleras de uno de los cerros porteños (Petit filles), es definida por el propio Larraín
como “la primera fotografía mágica nunca antes presentada”.
Al explicar cómo la tomó dice que ese día, “estaba en un estado de paz y tranquilidad absoluta, haciendo lo
que de verdad me interesaba, por lo tanto todo tenía que salir perfecto. Entonces, apareció la otra niñita de la
nada… Más que perfecto, fue un momento mágico”.
Sergio Larraín Echeñique. El cazador ocultoArtículo correspondiente al número 213 (21 de sept al 04 de oct 2007)
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Sergio Larraín es el antifotógrafo paparazzi. Tampoco es de los que dispara mil veces el obturador, hasta dar
casi por probabilidad matemática con la imagen satisfactoria. Nada de eso. Larraín es un fotógrafo
conceptual: one-shoot, one-picture. Por lo mismo, sus fotografías exhiben extremado rigor en términos de
geometría, volumen, composición y luz.
Ciudad de Valparaiso. 1957
Era lógico que un artista así diera que hablar. De su permanencia en
Inglaterra emergió Londres, un libro excepcional. Realizó también un
reportaje gráfico sobre los ataques de los paracaidistas franceses en
Argelia y el retrato del jefe de la mafia italiana durmiendo siesta en un
sillón, los cuales dieron la vuelta al mundo e impresionaron por su
calidad, sensibilidad y vanguardismo.
En 1968 ingresa al movimiento esotérico Arica, dirigido por Oscar Ichazo
y, a partir de ahí, gradual pero sostenidamente, comienza a cortar sus
nexos con el mundo de la fotografía para profundizar su estudio de la cultura y la mística oriental, adoptando
un estilo de vida acorde con sus ideas.
Desde comienzos de los 90, se instala en el poblado de Tulahuén, cerca de Ovalle, donde dirige un curso que
combina el yoga y la pintura al óleo, y edita en forma artesanal pequeños libros anónimos de poemas y
autosanación, que envía o entrega personalmente a amigos, familiares y conocidos.
A pesar de que su obra es materia de estudio en las cátedras de fotografía de las mejores universidades
europeas, Larraín decidió colgar definitivamente su cámara. Actualmente vive aislado del circuito editorial y
fotográfico, declinando participar en cualquier tipo de proyecto y negándose a conceder entrevistas, así se
trate de corresponsales de El País o del New York Times, ya que todos quienes han ido a buscarlo, se han
quedado con los crespos hechos.
De Cortázar a Antonioni, pasando por Bolaño
De mediana estatura, tal vez más bajo que el promedio, se le suele ver caminando tranquilamente y con las
cuentas en paz consigo mismo, por la Plaza de Armas de Ovalle. Delgado, bastante canoso, portando
siempre un bolso cruzado y chaleco tipo artesa, mezclado con los huasos de chupalla y poncho, parece un
provinciano más entre los asiduos del centro al mediodía, a esa hora en que los únicos que apuran el paso
son los angustiados gimnastas bancarios que hacen sus trámites antes de las 14 horas.
Obviamente, nadie lo reconoce y nadie sabe quién es. Pero no falta el ovallino que ha escuchado alguna
historia suya, o intuye que se trata de “alguien importante”.
Mientras lo observo, no dejo de pensar en lo contradictorio que resulta este personaje que deambula anónimo
y sin apuro por una bella plaza de provincia, con el fotógrafo protagonista del famoso cuento de Julio
Cortázar, Las babas del diablo. Pero, contradictorio y todo, se trata de la misma persona. Porque Cortázar se
inspiró en su entrañable amigo Sergio Larraín para escribir su cuento, el cual años después sirvió de base a
Blow-up, película del recientemente fallecido Michelangelo Antonioni. En la historia, el protagonista fotografía
a una atractiva y misteriosa mujer en un parque y, al momento de revelarla, descubre que en el fondo de la
foto hay alguien que está cometiendo un crimen.
Cuando Blow-up se estrenó en 1966, a Larraín esos homenajes lo tenían sin cuidado. Le importaban
poquísimo. Por esa época rechazaba decididamente la fama y el prestigio que con tanto derecho se había
ganado. En más de una oportunidad, incluso, señaló que “el dinero y el prestigio destruyen al hombre y sobre
todo al artista”. Por eso arranca del poder y la riqueza. Sin embargo, no puede esquivar la excelente crítica a
su obra. A propósito de ella, el escritor Roberto Bolaño, autor de Los detectives salvajes anotó lo siguiente:
“Me gustaría decir que en alguna de sus fotos he vivido. Puede ser. De lo que sí estoy seguro es que por
alguna de sus fotos yo he pasado: he caminado por esas calles fotografiadas por Larraín, he visto los suelos
como espejos (espejos en donde solo se refleja lo más precario o nada), me miraron aquellos a quienes
Larraín miró”. Y sigue, “Rápido, ágil, joven e inerme, Larraín observa la ciudad que es un laberinto y al hacerlo
también nos observa a nosotros. La mirada de Larraín: un espejo arborescente”.
El poeta Juan Manuel Bonet, al presentar una exposición retrospectiva del artista en Valencia, destacó “la
modernidad de su lenguaje poético, su riqueza formal y su contenido humanístico que surge de su
preocupación por el hombre y su entorno.
Pero, hoy por hoy, Larraín se pasea indiferente a cualquier comentario o crítica a su obra. Sus
preocupaciones más bien están orientadas en otros ámbitos. Da testimonio de una vida austera y una
espiritualidad muy concentrada. Pareciera estar poseído por verdades a veces extremadamente sencillas y a
veces extremada mente oscuras. Sueña con la unidad planetaria. Pero es un tema al que tampoco se refiere
en público.
Menos aún está dispuesto a hablar sobre su fracasado matrimonio con la peruana-francesa Francisca Truel,
la madre de su hija Gregoria. Lo mismo sucede con una anónima mujer que conoció a principio de los 70 en el
grupo de yoga de Ichazo y con quien tuvo a Juan José, su segundo hijo.
De lo que sí habla con agrado es de arte. Disfruta observando largos instantes pinturas naturalistas, “este
cuadro es simple, verdadero… Esto es el arte”, y me dirige su mirada haciendo un gesto de aprobación.
Tras caminar un par de cuadras en un hermoso día de cielo celeste y claro, nos damos la mano y nos
despedimos. Mientras unos agradables rayos de sol iluminan el paisaje y don Sergio se aleja, pienso en la
inmejorable oportunidad para sacar mi propia cámara y capturar el instante. Sin embargo, solo atino a
observar la escena. Entonces en un súbito arrebato le grito ¿cuándo nos volvemos a ver?
Larraín se da vuelta, me hace una seña con su mano. Camino hacia él y nuevamente estamos cerca. ¡El
presente es la meta, no es el camino!, me responde pedagógicamente, al tiempo que me enseña un
interesante ejercicio con la planta de los pies para sentir “el presente mismo”. Estoy en plena calle y lo sigo
con el ejercicio. Es notable la sensación que me produce. Me alejo y pocos pasos más allá vuelvo a escuchar
su voz que pronuncia una inconfundible y postrera exhortación: ¡Sé una buena persona, escribe poesía!
Espero no haberle defraudado. Quizás algún día, en un próximo artículo, pueda contar más de su trayectoria,
de su pensamiento y enseñanzas. Y tal vez, describir con mayor profundidad toda la sincronía que tuvo que
producirse para nuestro encuentro. Ahora no es el momento. Mejor apagar las luces, guardar la cámara y
suspender el acoso. Mejor dejarlo en paz, que es la única forma en que él quiere estar.
7 libros clave para Larraín
Kybalión (Egipto, 6.000 años)I Ching (China, 5.500 años)Tao Te King (China, 2.500 años)Evangelio de Buda (India, 2.600 años)Patañjali (Yoga clásico, India)La vida impersonal (Joseph S. Brenner)La teoría objetiva de la Escuela Árabe
Su obra
De su trabajo como fotógrafo, dan testimonio los siguientes libros: El rectángulo en la mano (1963); La casa en la arena (con Pablo Neruda, 1966); Valparaíso (1991), publicado con motivo de la exposición realizada en los Encuentros internacionales de la fotografía de Arles; London (1998), serie de fotografías (1958-1959) presentada junto al libro de igual título en el Mes de la Fotografía, en París; Sergio Larraín (1999), Ivam, España; Imágenes de una tarde de verano en el norte, uno de los reportajes mas representativos publicado en Chile. Larraín también realizó un corto de 8 minutos en 16mm, Vagabond children.
Armando Uribe recuerda a Sergio Larraín
El Premio Nacional de Literatura 2004 escribe sobre el legendario fotógrafo nacional.
Sergio Larraín iba al colegio Saint-George o San Jorge, como
lo llamábamos de niños, para contrarrestar el deseo de los
sacerdotes de la Holy Cross. Estos últimos eran tratables,
pero pocos entre ellos hombres cultivados.
Algunos profesores locales eran eximios, como los del último
ciclo (alumnos entre 14 y 17 años de edad) Roque Esteban
Scarpa y Mario Góngora, que también hacían clases en el
Pedagógico de la Universidad de Chile.
El Queco Larraín era flaco, no muy alto y caminaba a trancos largos en las puntas de los pies. Vivía con sus
padres y hermanas en una casona dentro de un arbolado, en el gran triángulo entre el Canal San Carlos y el
río Mapocho, donde comienza la Avenida Providencia. Se dedicó, a la salida del colegio, a sus notables
fotografías. Casi 30 años después supe en París la historia o leyenda de una fotografía suya, tomada ahí,
precisamente en l’Ile-Saint-Louis, detrás de la isla de la Cité, mirando al ábside de Notre-Dame.
Captó, sin darse cuenta claramente de la escena, un acto de malas costumbres que registró el revelar el
negativo de la foto.
Julio Cortázar, el sorprendente escritor argentino en París, conocía al Queco, y era a su vez frecuentador de
la isla Saint-Louis.
Supe del hecho y de la fotografía. Se interesó mucho y escribió su cuento Las babas del diablo, famoso
apenas publicado.
El célebre cineasta italiano Michelangelo Antonioni leyó el cuento atroz de Cortázar –quizás en qué lengua,
pues fue muy traducido– y fundándose en él, como lo reconoce en los créditos de la película, filmó en inglés
Blow-up, transformando el episodio en una foto de delito, en un parque de otra ciudad que, al revelarse el
negativo e ir ampliando la fotografía sucesivamente, cada vez más grande, permite que el mayor ejemplar,
marcado por los puntos de la ampliación, revele, en otra acepción de esta palabra, lo que había ocurrido.
Han pasado casi otros 30 años y estamos en Chile. Sergio Larraín vive, casi enclaustrado, en un valle
transversal del Norte Chico.
Escribo esto en Santiago, casi enclaustrado. No me acuerdo bien si conocí la historia de aquella fotografía,
tomada en la isla del Sena, por Julio Cortázar en París, o si me la relató algún amigo, o si yo me la inventé
una tarde en el largo aburrimiento desesperado del exilio, que vivimos en l’Ile-Saint-Louis.
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