réquiem selección de eduardo castillo
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RéquiemPresentación y prólogo de Eduardo Castillo
EDITORIAL CICLÓN
Réquiem
® Eduardo Castillo
Primera y única edición: 2013
® Editorial Ciclón
Edición electrónica
Eduardo Casillo
EduardoCastillo09@hotmail.com
Coordinador del proyecto: Sr. Dr. Dr. Ilustrísimo Don Ramón Manuel Pérez y Martínez,
catedrático nivel VI de la ilustre y H.H. ECSyH e investigador sobresalientísimo del
Sistema Nacional de Investigadores, cristiano viejo, y enemigo acérrimo de Masiosare,
etc., etc.
Cuidado de la edición: Eduardo Castillo
Diseño Editorial: Eduardo Castillo
Nota: No hay derechos reservados hacia nada. Esta edición preparada exclusivamente
para su difusión en versión electrónica, es decir, sin fines de lucro (sino de cumplim-
iento de deberes impuestos por el ilustre mencionado anteriormente).
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R é q u i e m
Réquiem
Selección y presentación de Eduardo Castillo
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R é q u i e m
A Rosarina Contreras
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R é q u i e m
Presentación
Quizá deba enunciar el porqué de una antología de esta índole. En realidad todo
comenzó como una catarsis, es decir, por algún acontecimiento personal que no vale
la pena recordar sino en los siguientes ocho cuentos. Todo comenzó un mayo en que
todo terminó, no para mí, desgraciadamente. Desde aquella fecha sólo he podido
pensar en una sola ausencia cuando escribo o cuando leo. Pero qué importa.
Días (qué digo días, ¡semanas!) antes de aquello, Edgar tuvo la amabilidad de
tenderme una antología de cuentos de Lu Sin, o Lu Xun, para Wikipedia, en la que
encontré el primer cuento importante, el que dio pie a la búsqueda, ni muy metódica
ni muy simple, de los demás textos. Por supuesto estoy hablando de “Añoranza del
pasado”, que dicho sea de paso primero me recordó a otra persona que poco tiene
que ver en este asunto, pero me quiero ver súper nice haciendo creer a mi mente que
alguien leerá esto y que yo conozco a medio mundo. En fin, digamos que para ese
entonces mi interés con la historia de Lu Xun fue más bien estético e irónico ante la
realidad.
Después las cosas cambiaron y la vida, o la muerte, me sorprendió con un
par de textos aparecidos ante mi atónita reacción. El primero, en el momento de las
malas noticias “Los heraldos negros”, poema de César Vallejo al que debo mi “esta-
bilidad” actual. Luego alguien me prestó Dubliners, Dublineses, pues, y James Joyce,
el adorado James Joyce, hizo su aparición ante mis ojos heridos y mi ansiedad con
“Los muertos”. Antes de ese cuento está otro que también pensé recopilar, “Un caso
lamentable”. Con el puro nombre tenemos para omitir explicación alguna. Pero creo
que no está chido juntar dos cuentos del mismo libro y del mismo autor.
Con estos tres cuentos, “Los muertos”, “Un caso lamentable” y “Añoranza del
pasado”, había comenzado un boceto preliminar de lo que sería todo esto. Algo más
bien personal pero que quería hacer y publicar de algún modo.
Pero más allá de cualquier experiencia personal, o del hecho de convertir trage-
dias en meros elementos poéticos tan superfluos como la metáfora, creo que existen
otros contextos que a veces uno no visualiza y que sin embargo son dolorosos. La
vida es dolorosa, casi por el simple hecho de que culmina: nadie escapa ni siquiera de
saberlo.
Mi hermano mayor es pasante de medicina, es importante en esta anécdota
porque sabiendo eso, no sorprenderá saber que está haciendo su servicio en una co-
munidad. Santa María del Río (que retirado, que valiente la irse tan lejos). El domingo
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pasado fui con mi familia a visitarlo al centro de salud donde es responsable. Nos sen-
tamos en la banquita de la entrada, y desde ahí observamos que adentro del centro
de salud había mucho movimiento. Entonces vimos aparecer ante nosotros el auto de
una funeraria, solitario, como esperando al tiempo.
De pronto un señor calvo, ni tan joven ni tan viejo, vestido con una playera
azul claro y un pantalón formal, se acercó al vigilante que estaba en la puerta. Pude
escuchar cómo le pidió, en voz baja, que nos retiráramos de la entrada. El vigilante
le hizo una seña, y el mismo señor calvo fue quién nos pidió que nos retiráramos, ya
que sacarían un cuerpo del lugar.
Nos retiramos de ahí por un momento, mientras sacaban el cuerpo de alguien
envuelto en una sábana blanca. Adentro se veía a mi hermano con dos señores más.
Uno de edad media y otro ya viejo. Unos minutos más tarde, los dos señores salieron.
El viejo se subió en su auto, una reliquia que se veía funcionaba bien, y el otro se fue
con el calvo en el auto de la funeraria. Escozor.
Cuando mi hermano salió, las preguntas ya estaban. El silencio imperaba entre
nosotros, sin embargo.
- ¿Se te murió otro hijo? – preguntó mi padre, como diciendo “Buenos días” o “Estoy
cansado”.
- Se murió en camino al Hospital Central. En la mañana. – mi hermano también re-
sponde acostumbrado a ese aire que a mí me pareció irrespirable, hay una especie de
frialdad en los doctores que nunca va a terminar de gustarme – Durante la semana
hablé en una ocasión y me respondieron que sus problemas de diabetes no amerita-
ban traslado. Pero, pues aquí llegó ya muy mal.
- ¿No estaba su familia? – cuestiona mi madre.
- Ya estaba grande. Tenía 64 años. El señor que salió es su esposo.
- Se veía muy tranquilo.
- Sí, yo también pienso que está muy tranquilo. De hecho yo pensé que se iba a der-
rumbar. Lo tomó con calma.
Luego hablan de la comida china que venden en Santa María del Río, de la nu-
trióloga con novio que mi hermano pretende, y de otros asuntos más vacíos. Mientras
yo pienso en el viejo, que según todos los demás, tomo las cosas muy tranquilo.
Me imaginé al viejo llorando mientras manejaba por la carretera. Me recordé
llorando mientras la línea telefónica reseteaba lo mucho o lo poco del vivo con ella…
Definitivamente existen otros contextos que a veces uno no visualiza y que sin em-
bargo son dolorosos. Pequeños puntos de fuga que nos permiten recrear otras segu-
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ridades, o mejor dicho, otras realidades, con el único fin de ocultar la única realidad
posible. La muerte.
Eduardo Castillo
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Eleonora
Edgar Allan Poe
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Vengo de una raza notable por la fuerza de la imaginación y el ardor de las pasiones.
Los hombres me han llamado loco; pero todavía no se ha resuelto la cuestión de si la
locura es o no la forma más elevada de la inteligencia, si mucho de lo glorioso, si todo
lo profundo, no surgen de una enfermedad del pensamiento, de estados de ánimo ex-
altados a expensas del intelecto general. Aquellos que sueñan de día conocen muchas
cosas que escapan a los que sueñan sólo de noche. En sus grises visiones obtienen
atisbos de eternidad y se estremecen, al despertar, descubriendo que han estado al
borde del gran secreto. De un modo fragmentario aprenden algo de la sabiduría pro-
pia y mucho más del mero conocimiento propio del mal. Penetran, aunque sin timón
ni brújula, en el vasto océano de la «luz inefable», y otra vez, como los aventureros del
geógrafo nubio, «agressi sunt mare tenebrarum quid in eo esset exploraturi».
Diremos, pues, que estoy loco. Concedo, por lo menos, que hay dos estados dis-
tintos en mi existencia mental: el estado de razón lúcida, que no puede discutirse y
pertenece a la memoria de los sucesos de la primera época de mi vida, y un estado
de sombra y duda, que pertenece al presente y a los recuerdos que constituyen la
segunda era de mi existencia. Por eso, creed lo que contaré del primer período, y, a
lo que pueda relatar del último, conceded tan sólo el crédito que merezca; o dudad
resueltamente, y, si no podéis dudar, haced lo que Edipo ante el enigma.
La amada de mi juventud, de quien recibo ahora, con calma, claramente, estos re-
cuerdos, era la única hija de la hermana de mi madre, que había muerto hacía largo
tiempo. Mi prima se llamaba Eleonora. Siempre habíamos vivido juntos, bajo un sol
tropical, en el Valle de la Hierba Irisada. Nadie llegó jamás sin guía a aquel valle, pues
quedaba muy apartado entre una cadena de gigantescas colinas que lo rodeaban con
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sus promontorios, impidiendo que entrara la luz en sus más bellos escondrijos. No
había sendero hollado en su vecindad, y para llegar a nuestra feliz morada era preciso
apartar con fuerza el follaje de miles de árboles forestales y pisotear el esplendor de
millones de flores fragantes. Así era como vivíamos solos, sin saber nada del mundo
fuera del valle, yo, mi prima y su madre.
Desde las confusas regiones más allá de las montañas, en el extremo más alto de
nuestro circundado dominio, se deslizaba un estrecho y profundo río, y no había nada
más brillante, salvo los ojos de Eleonora; y serpeando furtivo en su sinuosa carrera,
pasaba, al fin, a través de una sombría garganta, entre colinas aún más oscuras que
aquellas de donde saliera. Lo llamábamos el «Río de Silencio», porque parecía haber
una influencia enmudecedora en su corriente. No brotaba ningún murmullo de su
lecho y se deslizaba tan suavemente que los aljofarados guijarros que nos encantaba
contemplar en lo hondo de su seno no se movían, en quieto contentamiento, cada
uno en su antigua posición, brillando gloriosamente para siempre.
Las márgenes del río y de los numerosos arroyos deslumbrantes que se deslizaban por
caminos sinuosos hasta su cauce, así como los espacios que se extendían desde las
márgenes descendiendo a las profundidades de las corrientes hasta tocar el lecho de
guijarros en el fondo, esos lugares, no menos que la superficie entera del valle, desde
el río hasta las montañas que lo circundaban, estaban todos alfombrados por una
hierba suave y verde, espesa, corta, perfectamente uniforme y perfumada de vainilla,
pero tan salpicada de amarillos ranúnculos, margaritas blancas, purpúreas violetas y
asfódelos rojo rubí, que su excesiva belleza hablaba a nuestros corazones, con altas
voces, del amor y la gloria de Dios.
Y aquí y allá, en bosquecillos entre la hierba, como selvas de sueño, brotaban fantás-
ticos árboles cuyos altos y esbeltos troncos no eran rectos, mas se inclinaban graci-
osamente hacia la luz que asomaba a mediodía en el centro del valle. Las manchas
de sus cortezas alternaban el vívido esplendor del ébano y la plata, y no había nada
más suave, salvo las mejillas de Eleonora; de modo que, de no ser por el verde vivo
de las enormes hojas que se derramaban desde sus cimas en largas líneas trémulas,
retozando con los céfiros, podría habérselos creído gigantescas serpientes de Siria
rindiendo homenaje a su soberano, el Sol.
Tomados de la mano, durante quince años, erramos Eleonora y yo por ese valle antes
de que el amor entrara en nuestros corazones. Ocurrió una tarde, al terminar el ter-
cer lustro de su vida y el cuarto de la mía, abrazados junto a los árboles serpentinos,
mirando nuestras imágenes en las aguas del Río de Silencio. No dijimos una palabra
durante el resto de aquel dulce día, y aun al siguiente nuestras palabras fueron
temblorosas, escasas. Habíamos arrancado al dios Eros de aquellas ondas y ahora
sentíamos que había encendido dentro de nosotros las ígneas almas de nuestros an-
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tepasados. Las pasiones que durante siglos habían distinguido a nuestra raza llegaron
en tropel con las fantasías por las cuales también era famosa, y juntos respiramos
una dicha delirante en el Valle de la Hierba Irisada. Un cambio sobrevino en todas las
cosas. Extrañas, brillantes flores estrelladas brotaron en los árboles donde nunca se
vieran flores. Los matices de la alfombra verde se ahondaron, y mientras una por una
desaparecían las blancas margaritas, brotaban, en su lugar, de a diez, los asfódelos
rojo rubí. Y la vida surgía en nuestros senderos, pues altos flamencos hasta entonces
nunca vistos, y todos los pájaros gayos, resplandecientes, desplegaron su plumaje es-
carlata ante nosotros. Peces de oro y plata frecuentaron el río, de cuyo seno brotaba,
poco a poco, un murmullo que culminó al fin en una arrulladora melodía más divina
que la del arpa eólica, y no había nada más dulce, salvo la voz de Eleonora. Y una
nube voluminosa que habíamos observado largo tiempo en las regiones del Héspero
flotaba en su magnificencia de oro y carmesí y, difundiendo paz sobre nosotros, de-
scendía cada vez más, día a día, hasta que sus bordes descansaron en las cimas de las
montañas, convirtiendo toda su oscuridad en esplendor y encerrándonos como para
siempre en una mágica casa-prisión de grandeza y de gloria.
La belleza de Eleonora era la de los serafines, pero era una doncella natural e inocente,
como la breve vida que había llevado entre las flores. Ningún artificio disimulaba el
fervoroso amor que animaba su corazón, y examinaba conmigo los escondrijos más
recónditos mientras caminábamos juntos por el Valle de la Hierba Irisada y discur-
ríamos sobre los grandes cambios que se habían producido en los últimos tiempos.
Por fin, habiendo hablado un día, entre lágrimas, del último y triste camino que debe
sufrir el hombre, en adelante se demoró Eleonora en este único tema doloroso, vin-
culándolo con todas nuestras conversaciones, así como en los cantos del bardo de
Schiraz las mismas imágenes se encuentran una y otra vez en cada grandiosa variación
de la frase.
Vio el dedo de la muerte posado en su pecho, y supo que, como la efímera, había
sido creada perfecta en su hermosura sólo para morir; pero, para ella, los terrenos de
tumba se reducían a una consideración que me reveló una tarde, a la hora del crepús-
culo, a orillas del Río de Silencio. Le dolía pensar que, una vez sepulta en el Valle de
la Hierba Irisada, yo abandonaría para siempre aquellos felices lugares, transfiriendo
el amor entonces tan apasionadamente suyo a otra doncella del mundo exterior y
cotidiano. Y entonces, allí, me arrojé precipitadamente a los pies de Eleonora y juré,
ante ella y ante el cielo, que nunca me uniría en matrimonio con ninguna hija de la
Tierra, que en modo alguno me mostraría desleal a su querida memoria, o a la me-
moria del abnegado cariño cuya bendición había yo recibido. Y apelé al poderoso
amo del Universo como testigo de la piadosa solemnidad de mi juramento. Y la mal-
dición de Él o de ella, santa en el Elíseo, que invoqué si traicionaba aquella promesa,
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implicaba un castigo tan horrendo que no puedo mentarlo. Y los brillantes ojos de
Eleonora brillaron aún más al oír mis palabras, y suspiró como si le hubieran quitado
del pecho una carga mortal, y tembló y lloró amargamente, pero aceptó el juramento
(pues, ¿qué era sino una niña?) y el juramento la alivió en su lecho de muerte. Y me
dijo, pocos días después, en tranquila agonía, que, en pago de lo que yo había hecho
para confortación de su alma, velaría por mí en espíritu después de su partida y, si le
era permitido, volvería en forma visible durante la vigilia nocturna; pero, si ello estaba
fuera del poder de las almas en el Paraíso, por lo menos me daría frecuentes indicios
de su presencia, suspirando sobre mí en los vientos vesperales, o colmando el aire que
yo respirara con el perfume de los incensarios angélicos. Y con estas palabras en sus
labios sucumbió su inocente vida, poniendo fin a la primera época de la mía.
Hasta aquí he hablado con exactitud. Pero cuando cruzo la barrera que en la senda
del Tiempo formó la muerte de mi amada y comienzo con la segunda era de mi exist-
encia, siento que una sombra se espesa en mi cerebro y duda de la perfecta cordura
de mi relato. Mas dejadme seguir. Los años se arrastraban lentos y yo continuaba
viviendo en el Valle de la Hierba Irisada; pero un segundo cambio había sobrevenido
en todas las cosas. Las flores estrelladas desaparecieron de los troncos de los árboles
y no brotaron más. Los matices de la alfombra verde se desvanecieron, y uno por
uno fueron marchitándose los asfódelos rojo rubí, y en lugar de ellos brotaron de a
diez oscuras violetas como ojos, que se retorcían desasosegadas y estaban siempre
llenas de rocío. Y la Vida se retiraba de nuestros senderos, pues el alto flamenco ya
no desplegaba su plumaje escarlata ante nosotros, mas voló tristemente del valle a las
colinas, con todos los gayos pájaros brillantes que habían llegado en su compañía. Y
los peces de oro y plata nadaron a través de la garganta hasta el confín más hondo
de su dominio y nunca más adornaron el dulce río. Y la arrulladora melodía, más suave
que el arpa eólica y más divina que todo, salvo la voz de Eleonora, fue muriendo poco
a poco, en murmullos cada vez más sordos, hasta que la corriente tornó, al fin, a toda
la solemnidad de su silencio originario. Y por último, la voluminosa nube se levantó y,
abandonando los picos de las montañas a la antigua oscuridad, retornó a las regiones
del Héspero y se llevó sus múltiples resplandores dorados y magníficos del Valle de
la Hierba Irisada.
Pero las promesas de Eleonora no cayeron en el olvido, pues escuché el balanceo de
los incensarios angélicos, y las olas de un perfume sagrado flotaban siempre en el
valle, y en las horas solitarias, cuando mi corazón latía pesadamente, los vientos que
bañaban mi frente me llegaban cargados de suaves suspiros, y murmullos confusos
llenaban a menudo el aire nocturno, y una vez -¡ah, pero sólo una vez!- me despertó
de un sueño, como el sueño de la muerte, la presión de unos labios espirituales sobre
los míos.
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Pero, aun así, rehusaba llenarse el vacío de mi corazón. Ansiaba el amor que antes
lo colmara hasta derramarse. Al fin el valle me dolía por los recuerdos de Eleonora,
y lo abandoné para siempre en busca de las vanidades y los turbulentos triunfos del
mundo.
Me encontré en una extraña ciudad, donde todas las cosas podían haber servido
para borrar del recuerdo los dulces sueños que tanto duraran en el Valle de la Hierba
Irisada. El fasto y la pompa de una corte soberbia y el loco estrépito de las armas y la
radiante belleza de la mujer extraviaron e intoxicaron mi mente. Pero, aun entonces,
mi alma fue fiel a su juramento, y las indicaciones de la presencia de Eleonora todavía
me llegaban en las silenciosas horas de la noche. De pronto, cesaron estas manifesta-
ciones y el mundo se oscureció ante mis ojos y quedé aterrado ante los abrasadores
pensamientos que me poseyeron, ante las terribles tentaciones que me acosaron, pues
llegó de alguna lejana, lejanísima tierra desconocida, a la alegre corte del rey a quien
yo servía, una doncella ante cuya belleza mi corazón desleal se doblegó en seguida,
a cuyos pies me incliné sin una lucha, con la más ardiente, con la más abyecta ado-
ración amorosa. ¿Qué era, en verdad, mi pasión por la jovencita del valle, en com-
paración con el ardor y el delirio y el arrebatado éxtasis de adoración con que vertía
toda mi alma en lágrimas a los pies de la etérea Ermengarda? ¡Ah, brillante serafín,
Ermengarda! Y sabiéndolo, no me quedaba lugar para ninguna otra. ¡Ah, divino ángel,
Ermengarda! Y al mirar en las profundidades de sus ojos, donde moraba el recuerdo,
sólo pensé en ellos, y en ella.
Me casé; no temí la maldición que había invocado, y su amargura no me visitó. Y una
vez, pero sólo una vez en el silencio de la noche, llegaron a través de la celosía los
suaves suspiros que me habían abandonado, y adoptaron la voz dulce, familiar, para
decir:
«¡Duerme en paz! Pues el espíritu del Amor reina y gobierna y, abriendo tu apasio-
nado corazón a Ermengarda, estás libre, por razones que conocerás en el Cielo, de tus
juramentos a Eleonora.»
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La muerta
Guy de Maupassant
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¡La había amado desesperadamente! ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.
Voy a contarles nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la
misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos
tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que
no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este
nuestro antiguo mundo.
Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche
llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente
tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo
que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron
medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes,
sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me
contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella
murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: «¡Ah!» ¡Y yo
comprendí! ¡Y yo comprendí!
Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque
sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a
ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
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¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.
*
Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación -nuestra habitación, nuestra
cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de
su muerte-, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la
ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre
aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un
millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí
mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo
del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los
días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía
bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces...
tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen.
Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal -en aquel liso, enorme,
vacío cristal- que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo,
tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué;
estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces
sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo
que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a
sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba,
una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:
«Amó, fue amada y murió.»
¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido,
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aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más
antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde
las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen
mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y
hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol
y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco
como un náufrago se agarra a una tabla.
Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suave-
mente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve
de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada.
Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis
pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve
a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas
de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con
mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude
encontrarla!
No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos
angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo
tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes
había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas
empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un
ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche,
o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi
alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de
terror, helado de espanto, dispuesto a morir.
Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sen-
tado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara
de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente
cómo se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un
esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi
claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su fa-
milia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»
El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del
sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cui-
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dado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde
habían estado grabadas. A continuación, con la punta del hueso de lo que había sido
su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan
en las paredes con una piedra de fósforo:
«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su pa-
dre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a
sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo y murió en pecado mortal.»
Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su
obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los
muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus pari-
entes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos
habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, em-
busteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían
cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos
hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hom-
bres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al
mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba,
o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo
entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella,
convencido de que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su
rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco
antes había leído:
«Amó, fue amada y murió.»
Ahora leí:
«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»
Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.
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La muerte
Thomas Mann
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10 de septiembre
Por fin ha llegado el otoño; el verano no retornará. Jamás volveré a verlo...
El mar está gris y tranquilo, y cae una lluvia fina, triste. Cuando lo vi esta mañana, me
despedí del verano y saludé al otoño, al número cuarenta de mis otoños, que al fin
ha llegado, inexorable. E inexorablemente traerá consigo aquel día, cuya fecha a veces
recito en voz baja, con una sensación de recogimiento y terror íntimo...
12 de septiembre
He salido a pasear un poco con la pequeña Asunción. Es una buena compañera, que
calla y a veces me mira alzando hacia mí sus ojos grandes y llenos de cariño.
Hemos ido por el camino de la playa hacia Kronshafen, pero dimos la vuelta a tiempo,
antes de habernos encontrado a más de una o dos personas.
Mientras volvíamos me alegró ver el aspecto de mi casa. ¡Qué bien la había escogido!
Desde una colina, cuya hierba se hallaba ahora muerta y húmeda, miraba el mar de
color gris. Sencilla y gris es también la casa. Junto a la parte posterior pasa la carretera,
y detrás hay campos. Pero yo no me fijo en eso; miro sólo el mar.
15 de septiembre
Esa casa solitaria sobre la colina cercana al mar y bajo el cielo gris es como una ley-
enda sombría, misteriosa, y así es como quiero que sea en mi último otoño. Pero esta
tarde, cuando estaba sentado ante la ventana de mi estudio, se presentó un coche
que traía provisiones; el viejo Franz ayudaba a descargar, y hubo ruidos y voces di-
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R é q u i e m
versas. No puedo explicar hasta qué punto me molestó esto. Temblaba de disgusto, y
ordené que tal cosa se hiciera por la mañana, cuando yo duermo. El viejo Franz dijo
sólo: «Como usted disponga, señor Conde», pero me miró con sus ojos irritados, ex-
presando temor y duda.
¿Cómo podría comprenderme? Él no lo sabe. No quiero que la vulgaridad y el aburrimiento manchen mis últimos días. Tengo miedo de que la muerte pueda tener algo aburguesado y ordinario. Debe estar a mi alrededor arcana y extraña, en aquel día grande, solemne, misterioso, del doce de octubre...
18 de septiembre
Durante los últimos días no he salido, sino que he pasado la mayor parte del tiempo
sobre el diván. No pude leer mucho, porque al hacerlo todos mis nervios me ator-
mentaban. Me he limitado a tenderme y a mirar la lluvia que caía, lenta e incansable.
Asunción ha venido a menudo, y una vez me trajo flores, unas plantas escuálidas y
mojadas que encontró en la playa; cuando besé a la niña para darle las gracias, lloró
porque yo estaba «enfermo». ¡Qué impresión indeciblemente dolorosa me produjo su
cariño melancólico!
21 de septiembre
He estado mucho tiempo sentado ante la ventana del estudio, con Asunción sobre mis
rodillas. Hemos mirado el mar, gris e inmenso, y detrás de nosotros en la gran hab-
itación de puerta alta y blanca y rígidos muebles reinaba un gran silencio. Y mientras
acariciaba lentamente el suave cabello de la criatura, negro y liso, que cae sobre sus
hombros, recordé mi vida abigarrada y variada; recordé mi juventud, tranquila y pro-
tegida, mis vagabundeos por el mundo y la breve y luminosa época de mi felicidad.
¿Te acuerdas de aquella criatura encantadora y de ardiente cariño, bajo el cielo de
terciopelo de Lisboa? Hace doce que te hizo el regalo de la niña y murió, ciñendo tu
cuello con su delgado brazo.
La pequeña Asunción tiene los ojos negros de su madre; sólo que más cansados y
pensativos. Pero sobre todo tiene su misma boca, esa boca tan infinitamente blanda
y al mismo tiempo algo amarga, que es más bella cuando guarda silencio y se limita
a sonreír muy levemente.
¡Mi pequeña Asunción!, si supieras que habré de abandonarte. ¿Llorabas porque me creías “enfermo”? ¡Ah! ¿Qué tiene que ver eso? ¿Qué tiene que ver eso con el de octubre...?
23 de septiembre
Los días en que puedo pensar y perderme en recuerdos son raros. Cuántos años hace
ya que sólo puedo pensar hacia delante, esperando sólo este día grande y estremece-
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dor, el doce de octubre del año cuadragésimo de mi vida.
¿Cómo será? ¿Cómo será? No tengo miedo, pero me parece que se acerca con una lentitud torturante, ese doce de octubre.
27 de septiembre
El viejo doctor Gudehus vino de Kronshafen; llegó en coche por la carretera y almorzó
con la pequeña Asunción y conmigo.
-Es necesario -dijo, mientras se comía medio pollo- que haga usted ejercicio, señor
Conde, mucho ejercicio al aire libre. ¡Nada de leer! ¡Nada de cavilar! Me temo que es
usted un filósofo, ¡je, je!
Me encogí de hombros y le agradecí cordialmente sus esfuerzos. También dio conse-
jos referentes a la pequeña Asunción, contemplándola con su sonrisa un poco forzada
y confusa. Ha tenido que aumentar mi dosis de bromuro; quizás ahora podré dormir
un poco mejor.
30 de septiembre
-¡El último día de septiembre! Ya falta menos, ya falta menos. Son las tres de la tarde,
y he calculado cuántos minutos faltan aún hasta el comienzo del doce de octubre.
Son 8,460.
No he podido dormir esta noche, porque se ha levantado el viento, y se oye el rumor
del mar y de la lluvia. Me he quedado echado, dejando pasar el tiempo. ¿Pensar, cavi-
lar? ¡Ah, no! El doctor Gudehus me toma por un filósofo, pero mi cabeza está muy
débil y sólo puedo pensar: ¡La muerte! ¡La muerte!
2 de octubre
Estoy profundamente conmovido, y en mi emoción hay una sensación de triunfo. A
veces, cuando lo pensaba y me miraba con duda y temor, me daba cuenta de que me
tomaban por loco, y me examinaba a mí mismo con desconfianza. ¡Ah, no! No estoy
loco.
Leí hoy la historia de aquel emperador Federico, al que profetizaran que moriría sub
flore. Por eso evitaba las ciudades de Florencia y Florentinum, pero en cierta ocasión
fue a parar en Florentinum, y murió. ¿Por qué murió?
Una profecía, en sí, no tiene importancia; depende de si consigue apoderarse de ti.
Mas si lo consigue, queda demostrada y por lo tanto se cumplirá. ¿Cómo? ¿Y por qué
una profecía que nace de mí mismo y se fortalece, no ha de ser tan válida como la
que proviene de fuera? ¿Y acaso el conocimiento firme del momento en que se ha de
morir, no es tan dudoso como el del lugar?
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R é q u i e m
¡Existe una unión constante entre el hombre y la muerte! Con tu voluntad y tu convencimiento, puedes adherirte a su esfera, puedes llamarla para que se acerque a ti en la hora que tú creas...
3 de octubre
Muchas veces, cuando mis pensamientos se extienden ante mí como unas aguas
grisáceas, que me parecen infinitas porque están veladas por la niebla, veo algo así
como las relaciones de las cosas, y creo reconocer la insignificancia de los conceptos.
¿Qué es el suicidio? ¿Una muerte voluntaria? Nadie muere involuntariamente. El abandonar la vida y entregarse a la muerte ocurre siempre por debilidad, y la debilidad es siempre la consecuencia de una enfermedad del cuerpo o del espíritu, o de ambos a la vez. No se muere antes de haberse uno conformado con la idea...
¿Estoy conforme yo? Así lo creo, pues me parece que podría volverme loco si no muriera el doce de octubre...
5 de octubre
Pienso continuamente en ello, y me ocupa por completo. Reflexiono sobre cuándo y
cómo tuve esta seguridad, y no me veo capaz de decirlo. A los diecinueve o veinte
años ya sabía que moriría cuando tuviera cuarenta, y alguna vez que me pregunté con
insistencia en qué día tendría lugar, supe también el día.
Y ahora este día se ha acercado tanto, tan cerca, que me parece sentir el aliento frío
de la muerte.
7 de octubre
El viento se ha hecho más intenso, el mar ruge y la lluvia tamborilea sobre el tejado.
Durante la noche no he dormido, sino que he salido a la playa con mi impermeable y
me he sentado sobre una piedra.
Detrás de mí, en la oscuridad y la lluvia, estaba la colina con la casa gris, en la que
dormía la pequeña Asunción, mi pequeña Asunción. Y ante mí, el mar empujaba su
turbia espuma delante de mis pies.
Miré durante toda la noche, y me pareció que así debía ser la muerte o el más allá de
la muerte: enfrente y fuera una oscuridad infinita, llena de un sordo fragor. ¿Sobrevi-
viría allí una idea, un algo de mí, para escuchar eternamente el incomprensible ruido?
8 de octubre
He de dar gracias a la muerte cuando llegue, pues todo se habrá cumplido tan pronto
como llegue el momento en que yo ya no pueda seguir esperando. Tres breves días de
otoño todavía, y ocurrirá. ¡Cómo espero el último momento, el último de verdad! ¿No
será un momento de éxtasis y de indecible dulzura? ¿Un momento de placer máximo?
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R é q u i e m
Tres breves días de otoño aún, y la muerte entrará en mi habitación... ¿Cómo se con-
ducirá? ¿Me tratará como a un gusano? ¿Me agarrará por la garganta para ahogarme?
¿O penetrará con su mano mi cerebro? Me la imagino grande y hermosa y de una
salvaje majestad.
9 de octubre
Le dije a Asunción, cuando estaba sobre mis rodillas: «¿Qué pasaría si me marchara
pronto de tu lado, de algún modo? ¿Estarías muy triste?» Ella apoyó su cabecita en mi
pecho y lloró amargamente. Mi garganta está estrangulada de dolor.
Por lo demás, tengo fiebre. Mi cabeza arde, y tiemblo de frío.
10 de octubre
¡Esta noche estuvo aquí, esta noche! No la vi, ni la oí, pero a pesar de eso hablé con ella. Es ridículo, pero se comportó como un dentista: “Es mejor que acabemos pronto”, dijo. Pero yo no quise y me defendí; la eché con unas breves palabras.
«¡Es mejor que acabemos pronto!» ¡Cómo sonaban esas palabras! Me sentí traspasa-
do. ¡Qué cosa más indiferente, aburrida, burguesa! Nunca he conocido un sentimiento
tan frío y sardónico de decepción.
11 de octubre (a las 11 de la noche)
¿Lo comprendo? ¡Oh! ¡Créanme, lo comprendo!
Hace una hora y media estaba yo en mi habitación y entró el viejo Franz; temblaba y
sollozaba.
-¡La señorita -exclamó-. ¡La niña! ¡Por favor, venga en seguida!
Y yo fui en seguida. No lloré, y sólo me sacudió un frío estremecimiento. Ella estaba
en su camita, y su cabello negro enmarcaba su pequeño rostro, pálido y doloroso. Me
arrodillé junto a ella y no pensé nada ni hice nada. Llegó el doctor Gudehus.
-Ha sido un ataque cardíaco -dijo, moviendo la cabeza como uno que no está sor-
prendido. ¡Ese loco rústico hacía como si de veras hubiera sabido algo!
Pero yo, ¿he comprendido? ¡Oh!, cuando estuve solo con ella -afuera rumoreaban la
lluvia y el mar, y el viento gemía en la chimenea-, di un golpe en la mesa, tan clara me
iluminó la verdad un instante. Durante veinte años he llamado la muerte al día que
comenzará dentro de una hora, y en mí, muy profundamente, había algo que siempre
supo que no podría abandonar a esta niña. ¡No hubiera podido morir después de esta
medianoche; sin embargo, así debía ocurrir! Yo hubiera vuelto a rechazarla cuando se
hubiera presentado: pero ella se dirigió antes a la niña, porque tenía que obedecer a
lo que yo sabía y creía. ¿He sido yo mismo quien ha llamado la muerte a tu camita,
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R é q u i e m
te he matado yo, mi pequeña Asunción? ¡Ah, las palabras son burdas y míseras para
hablar de cosas tan delicadas, misteriosas!
¡Adiós, adiós! Quizá yo encuentre allí afuera una idea, un algo de ti. Pues mira: la manecilla del reloj avanza, y la lámpara que ilumina tu dulce carita no tardará en apagarse. Mantengo tu mano, pequeña y fría, y espero. Pronto se acercará ella a mí, y yo no haré más que asentir con la cabeza y cerrar los ojos, cuando la oiga decir:
-Es mejor que acabemos pronto...
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El almohadón de plumas
Horacio Quiroga
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Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de
su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a
veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle,
echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora.
Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más
expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía
siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio
silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de
palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las
altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza
a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido
por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin
querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidi-
osamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín
apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con
honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos,
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echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando
el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún
quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvane-
cida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y des-
canso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran
debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy,
llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha
agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba
visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en
pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía
casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo
a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en
el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer
cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abier-
tos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una
noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus
narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato
de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su
marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra
sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última
consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro
la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay
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que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía
siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero
cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se
le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de
estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este
hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le
tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares
avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban difi-
cultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las
luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio
agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el
rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró
un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de
sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a
ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas os-
curas.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida
y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del
comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron,
y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos
crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las
patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan
hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
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R é q u i e m
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente
su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La
picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin
duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertigi-
nosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente
favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
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R é q u i e m
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Añoranza del pasado
Manuscrito de Chüan Sheng
Lu - Xun
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Si fuera capaz de hacerlo, me gustaría escribir mis remordimientos y mis penas, como
homenaje a la memoria de Tsi-chün y también para mi propio alivio.
Es tan triste y tan vacía esta pieza de la «Casa de los provincianos», desvencijada y
olvidada en la soledad. Desde que nació mi amor por Tsi-chün, y gracias a ella, hui de
este lugar melancólico y vacío, el tiempo ha pasado rápido; de esto hace ya un año.
Las circunstancias fueron tan desventuradas que cuando volví a esta casa sólo estaba
libre la misma habitación. Todo igual; esta misma ventana con los vidrios quebrados;
y delante de esta ventana la misma acacia medio seca y esa vieja glicina; detrás de la
ventana, esta misma mesa cuadrada, estos mismos muros agrietados y apoyada con-
tra ellos, esta misma cama de tablas. Solo, tarde en la noche, tendido en esta cama,
me parece que todo vuelve a los días en que aún no vivía con Tsi-chün; este lapso
de un año se desvanece, nunca ha existido, nunca he abandonado esta pieza ruinosa
para crear en la callejuela del Buen Presagio una pequeña familia llena de esperanzas.
Pero es peor todavía. La melancolía y el vacío de esta pieza no eran iguales el año
pasado, porque el aire estaba impregnado de un espíritu de espera: la espera de
Tsi-chün. Cuando en medio de la nerviosidad provocada por la larga espera oía el
claro ruido de los tacones altos pisando en el camino de baldosas, el entusiasmo me
llenaba por entero. Pronto veía su cara llena, pálida, sonriendo con sus hoyuelos junto
a la boca, sus brazos igualmente blancos y finos, su blusa de algodón a rayas y su
falda negra. Traía consigo las tiernas hojas de esa acacia medio seca que hay ante mi
ventana; me las ponía bajo los ojos con esos ramos de flores de glicina que colgaban
del viejo tronco, sólido como el hierro.
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R é q u i e m
Ahora todas las semejanzas que quedan son la tristeza y el vacío; Tsi-chün no volverá
más, nunca más, nunca más...
Cuando Tsi-chün estaba ausente de mi destartalada pieza, yo no veía nada de cu-
anto merodeaba. En medio del tremendo abatimiento que nada era capaz de disipar,
me refugiaba en un libro cogido al azar: ciencia o literatura me daba lo mismo; en
cualquier caso, todo me era igual. Leía, leía y de repente me daba cuenta de que había
pasado más de diez páginas sin retener una sola palabra. Sólo mis oídos estaban al
acecho; escuchaba el ruido de los zapatos de cuantos cruzaban la puerta de entrada;
distinguía el de los de Tsi-chün, cuyo taconeo se aproximaba... pero que a menudo se
hacía más y más indistinto hasta perderse finalmente en el ruido de otros pasos. Odi-
aba el ruido de los zapatos de tela del hijo del conserje, que por cierto no se parecía
en nada al de los de Tsi-chün. Odiaba igualmente el que producían los zapatos nuevos
de cuero que calzaba un joven que vivía en el palio vecino y que se echaba crema de
belleza en la cara; ese ruido se parecía demasiado al de los zapatos de Tsi-chün.
¿No habría volcado el rickshaw en que venía? ¿No estaría herida, si éste había chocado
con un tranvía?...
Cogía entonces el sombrero, dispuesto a ir a verla a su casa. ¡Pero su tío paterno me
había insultado tantas veces en mi propia cara!
De repente el ruido de sus zapatos empezaba, por fin, a hacerse más y más sonoro.
Corría a su encuentro: ella estaba ya más acá de las ramas de glicina, con su rostro
sonriente, con sus hoyitos. Eso quería decir que no había tenido disgustos con su tío,
en casa, y mi corazón se tranquilizaba. Nos mirábamos silenciosamente durante un
breve instante: la pieza destartalada se llenaba entonces con mis discursos: hablaba
de la tiranía de la familia, de acabar con las rutinas anticuadas, de la igualdad entre
hombre y mujer, hablaba de Ibsen, de Tagore, de Shelley...
Ella me escuchaba con la cabeza inclinada, sonriendo, con sus ojos iluminados por
una curiosidad infantil. Había en la pared, clavada con dos chinches, una lámina que
mostraba el busto de Shelley; era un retrato recortado de una revista, su más hermoso
retrato. Yo se lo señalaba con el dedo; ella le echaba una mirada fugitiva y luego ba-
jaba la vista, como avergonzada. Tal vez en esta materia Tsi-chün no se había librado
por completo cié las ideas añejas. Después pensé que era mejor reemplazar ese busto
por el retrato conmemorativo de Shelley, el que lo muestra ahogado en el mar, o por
un retrato de Ibsen. Finalmente no lo cambié nunca y ahora no tengo la menor idea
de qué se hizo.
«No me pertenezco sino a mí misma y ellos no tienen derecho de intervenir en mis asuntos».
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Es una frase que ella pronunció un día, cuando llevábamos seis meses de relaciones
amistosas. Hablábamos ese día, por enésima vez, de su tío, con quien vivía, y de su
padre, que se había quedado en la aldea natal. Se ensimismó por un instante, luego
formuló aquella declaración clara, resuelta y tranquilamente. Antes, yo le había dado
a conocer todas mis opiniones, le había hablado de mi vida y de mi familia y le
había confesado mis defectos, sin ocultarle casi nada; así me había comprendido de
un modo perfecto. Esas palabras sacudieron intensamente mi alma; mucho tiempo
después resonaban aún en mis oídos, dándome una alegría loca, indecible. Había
llegado yo a la conclusión de que la mujer china no era en absoluto un ser sin es-
peranza, como afirmaban los pesimistas, y me parecía claro que en un porvenir muy
próximo una radiante aurora iba a nacer.
Cuando la acompañaba, después, hasta la puerta de entrada, según nuestra costumbre
guardábamos entre nosotros una distancia de diez pasos; y como siempre, la cara del
viejo con bigotes de siluro se pegaba al marco sucio de la ventana, de tal modo que
la punta de su nariz se aplastaba contra el vidrio; llegados al patio delantero, como
de costumbre también, tras los cristales de la ventana que brillaban, veíamos aparecer
la cara del joven elegante bajo una espesa capa de crema de belleza. Mirando recto,
con actitud de desafío, Tsi-chün se marchaba; no había visto nada de todo eso. Por mi
parte, yo regresaba también orgullosamente a mi pieza.
«No me pertenezco sino a mí misma y ellos no tienen derecho a intervenir en mis asuntos». Este pensamiento estaba arraigado en su cerebro, mucho más cabal y firmemente que en el mío. ¿Qué valor podía tener para ella la inedia caja de crema de belleza y el vidrio cuadrado con la nariz aplastada?
No recuerdo ya muy bien en qué forma le mostré por aquellos días la pureza y el
ardor de mi amor. No sólo ahora, sino inmediatamente después que ello ocurrió, el
recuerdo se desvaneció de inmediato; sin embargo la misma noche, cuando traté de
fijarlo en mi memoria, ya no quedaban más que algunos fragmentos, y uno o dos
meses después que comenzara nuestra vida común, aún esos fragmentos se habían
perdido, desvanecidos como un sueño. Recuerdo sólo que durante los quince días
que precedieron a mi declaración, estudié minuciosamente la actitud que iba a tomar,
el orden de las palabras que iba a decir y hasta la manera de comportarme sí me re-
chazaba. Sin embargo, llegado el momento, todo fue inútil y a pesar mío, me declaré
a Tsi-chün como había visto hacerlo en el cine.
Más tarde, al recordar esta escena, me sentía avergonzado y sin embargo era esta
escena la que mi memoria conservaba con mayor fidelidad. Desde este punto de vista,
la escena permanece hasta hoy como la única luz en una cámara oscura y bajo esa luz
me vuelvo a ver oprimiendo la mano de Tsi-chün, con lágrimas en los ojos y doblando
una pierna para ponerme de rodillas ante ella...
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En aquel instante no sólo no sabía lo que bacía, sino que aún era incapaz de prestar
atención a las palabras y los gestos de Tsi-chün. Lo único que había comprendido
era que accedía a mi amor. Recuerdo vagamente, sin embargo, que su cara palideció,
luego enrojeció hasta ponerse como la grana. Era un color que nunca le había visto
antes y que jamás volví a verle más tarde. En sus ojos inocentes como los de un niño
había una expresión de sufrimiento y alegría, pero su mirada, mezcla de duela y as-
ombro, trataba de evitar la mía, y, desamparada, parecía querer huir por la ventana.
Tuve conciencia de que ella consentía, pero no supe de qué manera me lo dijo y ni
siquiera si me lo dijo.
En cambio, ella se acordaba de todas mis palabras, como si las hubiese aprendido de
memoria y las recitaba inagotablemente. Parecía como si tuviera ante sus ojos una
pantalla, invisible para mí, en la que se proyectaban todas mis acciones y gestos, que
ella describía de un modo muy vivo, con muchos detalles, sin olvidar la pueril in-
stantánea cinematográfica en la que me negaba absolutamente a volver a pensar. En
mitad de la noche, cuando el rumor humano cede su lugar al silencio, el uno frente
al otro, llegaba el momento de la repetición; yo era sometido a constantes interroga-
torios y exámenes y se me ordenaba, además, repetir las palabras ya pronunciadas:
siempre tenía que completarlas ella, o rectificarlas, como si yo hubiera sido un alumno
de cuarto orden.
Poco a poco se espaciaron las repeticiones. Pero cuando la veía con los ojos fijos en
el vacío, el espíritu concentrado, su expresión más y más dulce y sus hoyuelos más y
más marcados, sabía que estaba repasando su lección. Me daba terror que evocara en
su pensamiento mi escena de película cómica, pero me hacía cargo también de que
infaliblemente ella la volvería a ver, quería, con toda su voluntad, volver a verla.
Ella no la encontraba ridícula en absoluto; aunque yo la juzgara risible, hasta vituper-
able, Tsi-chün no la consideraba así. Esto lo sabía muy bien, porque ella me amaba
con ardor y pureza.
El fin de la primavera del año último fue el período más feliz y al mismo tiempo el
más ocupado. Mi corazón se había calmado, pero otras zonas de mí mismo cobraron
un movimiento acelerado en mi cuerpo. Fue en ese tiempo cuando empezamos a
salir juntos a la calle y a ir a menudo al parque; pero la mayor parte de las horas las
ocupábamos buscando casa. Mientras caminábamos, muchas veces sentí pesar sobre
nosotros miradas inquisidoras, burlonas, con expresión sucia y despreciativa. Un in-
stante de debilidad y sentía contraerse mi cuerpo; tenía que apelar a todo mi orgullo
y a mi espíritu de rebeldía para sostenerme. Pero ella, con gran valentía, caminaba
tranquila como si nada existiera alrededor, sin prestar la más mínima atención a esas
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cosas.
Encontrar una vivienda no era tarea fácil y la mayor parte de las veces nos las rehu-
saban bajo cualquier pretexto; otras veces éramos nosotros quienes las rechazábamos
porque no nos convenían. Al principio nos habíamos mostrado muy exigentes, no
porque fuéramos personas excesivamente difíciles, sino porque esas casas en realidad
no parecían lugares para vivir en una atmósfera serena. A medida que nos ciábamos
cuenta del problema fuimos reduciendo nuestras pretensiones, dispuestos a aceptar
cualquier casa que se avinieran a alquilarnos. Después de visitar más de veinte lugares,
logramos algo que provisoriamente podía servirnos. Eran dos piezas en el lado sur de
una pequeña casa en la calle del Buen Presagio. El propietario, un pequeño mandarín
bastante razonable, conservaba para sí la parle principal de la casa y sus dos alas. Sólo
tenía una mujer y una hijita menor de un año. Una campesina trabajaba como criada
para todo el servicio. Bastaba que la niña no llorara para que la casa cayera en una
calma perfecta.
Nuestro mobiliario, de una gran simplicidad, nos había costado sin embargo más de
la mitad de lo que yo había alcanzado a juntar. Tsi-chün, por su parte, vendió su único
anillo y sus aretes. Hice todo lo posible por impedírselo, pero ella se mostró firme; no
insistí más, convencido de que nunca se sentiría a sus anchas en nuestro hogar si no
había aportado su contribución.
Hacía tiempo que había peleado abiertamente con su tío, quien renegó de ella como
sobrina. Por mi parte, yo rompí, uno tras otro, con los pocos amigos que me daban,
llamémoslos así, buenos consejos, pero que en el fondo temían por mí o simplemente
estaban celosos. Todo ello nos proporcionaba mayor tranquilidad. Cada día, después
de mi trabajo, aunque fuera ya casi el crepúsculo y el tirador de rickshaw avanzara tan
lentamente, podíamos tener ese momento para nosotros solos. Empezábamos enton-
ces a mirarnos en silencio, luego nos poníamos a hablar de corazón a corazón, con in-
timidad; después caíamos en profundas reflexiones, pero en el fondo no pensábamos
en nada. Poco a poco, despiertos los sentidos, había podido leer como un libro todo
su cuerpo y también su alma. En menos de tres semanas me parecía comprenderla
ya profundamente y haber suprimido muchas de las barreras cuya existencia no había
imaginado pero que eran en realidad verdaderas barreras.
De día en día Tsi-chün se volvía más viva y más activa. No le gustaban las flores, por
ejemplo; yo había comprado en la feria del templo dos macetas con plantas de jardín;
por falta de riego, al cabo de cuatro días murieron de sed en un rincón del muro; no
había tenido tiempo de ocuparme de ellas. En cambio adoraba a los animales, con-
tagiada probablemente por la mujer del mandarín. En menos de un mes la familia
había aumentado: cuatro pollitos corrían en el patio, en compañía de docenas más
que pertenecían a la propietaria; ambas reconocían perfectamente a sus pollitos; había
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además un perrito pekinés blanco con manchas negras, comprado también en la feria
del templo. Aunque tenía ya nombre cuando lo compró, Tsi-chün le dio otro: A-sui (el
seguidor). Yo lo llamaba pues A-sui, aunque no me gustara tal nombre.
Es verdad: el amor necesita renovación, desarrollo e inventiva. Había hablado de eso
con Tsi-chün y ella inclinaba la cabeza, comprensiva.
¡Ah, qué serena y feliz era la noche!
La paz y la felicidad necesitan consolidarse para conservarse siempre y nosotros fui-
mos entonces tranquilos y felices. Cuando vivíamos aún en la «Casa de los provin-
cianos» tuvimos a veces choques en nuestras opiniones y malentendidos en nuestros
pensamientos. Pero desde que nos cambiamos a la casa de la calle del Buen Presagio
nada de esto existía ya. Sentados frente afrente bajo la luz de la lámpara, nos com-
placíamos en volver a disfrutar en el recuerdo de la alegría de la reconciliación, pare-
cida a un renacer, después de las disputas.
Tsi-chün hasta había engordado y su color era más vivo y más rosado. Lo único sensi-
ble es que estuviera tan ocupada siempre y que los cuidados de la casa no le dejaran
tiempo para conversar y mucho menos para estuchar o pasear. Siempre estábamos
diciendo que era necesario buscar una sirvienta.
Cuando volvía, por la noche, al notar su sentimiento de malestar contenido, yo me
sentía igualmente molesto. Y lo que más me apenaba era verla forzarse para presentar
ante mí una cara risueña. Felizmente había podido descubrir que esto provenía de una
sorda querella con la mujer del pequeño mandarín y que la mecha conductora de la
explosión no era otra que los políticos de ambas familias. ¿Pero por qué no decírmelo?
Hay que tener casa independiente, siempre; aquella no nos convenía.
El camino de mi vida estaba trazado; durante seis días de la semana no variaba mi ruta
entre la oficina y la casa. En la oficina copiaba y volvía a copiar documentos oficiales y
cartas, y en casa nos sentábamos el uno frente al otro, o sí no la ayudaba a encender
el horno blanco de tierra cocida, a hacer hervir el arroz, a cocer al vapor los panchos
redondos. En esa época aprendí a cocinar. Por cierto que comía mejor que en la «Casa
de los provincianos». El arte culinario no era el fuerte de Tsi-chün pero ponía toda su
alma en ello. Al verla tan preocupada día y noche, yo no podía hacer otra cosa que
preocuparme con ella, lo cual es un modo de compartir lo grato, sufriendo juntos las
amarguras. Todo el día tenía el rostro cubierto de sudor, los cabellos cortos pegados
a la frente: sus manos no eran las finas manos de antes.
Tenía que darle de comer a A-sui, dar de comer a los pollitos; en todos esos trabajos
era indispensable. Con gran fervor la exhortaba a que descansara, diciéndole que
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prefería no comer a verla fatigarse de ese modo. Ella simplemente me ciaba una mi-
rada, sin pronunciar palabra, pero su expresión se volvía triste y ya no me atrevía a
decir nada más. Al fin de cuentas, seguía siempre trabajando hasta la fatiga.
Un día se produjo la desgracia que ya presentía. Era la víspera de la fiesta del doble
diez y me hallaba sentado en un rincón, semi dormido, mientras Tsi-chün lavaba los
platos, cuando golpearon a la puerta. Fui a abrir: era el mensajero de la oficina, quien
me alcanzó un pliego impreso a roneo. Aunque adiviné al punto de qué se trataba, fui
a leerlo a la luz de la lámpara. Traía escritas sólo estas palabras:
Por orden del director, se des-
tituye a Shi Chüan-sheng de sus fun-
ciones. 9 de octubre
Estaba previendo este golpe desde mucho antes, desde los tiempos en que vivía en la
«Casa delos provincianos». «Crema de belleza» era compañero de juegos del hijo del
director e infaliblemente debió condimentar bastante la historia de mis relaciones con
Tsi-chün para informar a su amigo. Lo asombroso era que el golpe no hubiera llegado
más pronto y además en el fondo yo no podía considerarlo un choque, puesto que
desde mucho tiempo antes había resuelto hacerme copista en algún sitio, dar clases
o aún, aunque esto exigía mayores esfuerzos, dedicarme a la traducción de libros
extranjeros, tomando en cuenta mis relaciones con el redactor jefe de la revista Los
Amigos de la Libertad, a quien había encontrado varias veces y a quien había escrito
dos meses antes. A pesar de todo, mi corazón se puso a saltar y hasta la valerosa Tsi-
chün cambió de color, lo que me causó más daño. Se le veía más débil en los últimos
tiempos.
—Bueno, ¡qué más da! Quiere decir que haremos otra cosa. Nosotros... —dijo.
No terminó su frase y yo no supe por qué ni cómo su voz sonó a hueco en mis oídos,
mientras la luz de la lámpara palidecía también.
El hombre es un animal ridículo, que se deja abatir por cosas insignificantes. Nos mi-
ramos primero en silencio, luego nos pusimos a discutir el asunto y finalmente llega-
mos a la conclusión de que viviríamos con la mayor economía posible con lo que nos
quedaba. En seguida pondríamos pequeños anuncios en los diarios para conseguir
copias y clases y por otra parte escribiría al redactor jefe de Los Amigos de la Libertad
para exponerle mi situación actual y pedirle que me ayudara en este momento crítico
publicando mi traducción.
—¡Dicho y hecho! ¡Vamos a labrarnos un nuevo camino!
Me senté en seguida a la mesa, aparté la botella de aceite vegetal y el plato de
vinagre, mientras Tsi-chün me traía la lámpara. Redacté primero el pequeño anuncio,
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luego hice una elección entre los buenos libros que podía traducir. Desde la mudanza
no había tocado esos volúmenes, que estaban cubiertos de polvo. Para terminar, es-
cribí la carta.
Me vi frente a no pocas vacilaciones, porque no sabía cómo componer las frases. Con
el pincel entre los dedos, concentraba mi pensamiento mientras echaba una mirada
al semblante de Tsi-chün: bajo la luz lánguida de la lámpara, ella parecía tan triste.
Nunca me había imaginado que un asunto tan insignificante pudiera transformar de
un modo tan visible a la enérgica y valerosa Tsi-chün. En realidad se había vuelto muy
débil en los últimos tiempos, mucho antes de aquella noche. Mi corazón se turbó to-
davía más cuando de súbito se presentó ante mis ojos la imagen de la vida tranquila,
en el silencio y la calma, de la destartalada pieza de la «Casa de los provincianos».
Con los ojos fijos, habría querido verla mejor, pero se interpuso entre la visión y yo la
luz lánguida dela lámpara.
Terminé la carta mucho después; era una misiva muy larga y me dejó fatigado, por
lo cual me pareció que yo también me había vuelto más débil. Decidimos enviar al
día siguiente los anuncios y la carta. Luego, sin ponernos de acuerdo, nos levantamos
simultáneamente, y sin hablarnos siquiera, nos pareció reconocer, el uno en el otro, el
mismo espíritu de resistencia y de lucha y ver germinar también una esperanza nueva.
* * *
Los golpes provenientes del exterior son en el fondo un estímulo para formarnos un
espíritu nuevo. La vida de los burócratas es como la del pájaro en la jaula del pajarero.
La cantidad de mijo que se les da es la justa para mantenerlo vivo, pero no lo hace
engordar. Cuando este género de vida se prolonga, las alas paralizadas, ya no sabrán
volar, aún si el pájaro sale de su jaula. –Al liberarme de mi jaula, aprovechando que
todavía no había olvidado cómo usar las alas, me disponía a volar raudamente en el
vasto cielo que de nuevo se abría para mí.
El pequeño anuncio no podía dar resultado en un tiempo demasiado breve, pero tra-
ducir no era tampoco cosa fácil. En los libros que había leído y que creía comprender,
surgieron dudas y dificultades por centenares cuando me puse a la tarea. Avanzaba
muy lentamente, aunque estaba decidido a poner en ello todo lo que podía. En el
canto de un diccionario casi nuevo quedó una mancha negra que dejaron mis dedos
a fuerza de hojearlo, lo cual muestra que yo hacía mi trabajo a conciencia. El redactor
jefe de Los Amigos de la Libertad había dicho que su revista no dejaría nunca en la
sombra los buenos manuscritos literarios.
Era muy sensible que yo no dispusiera de una pieza adecuada para trabajar y más
aún porque Tsi-chün no mostraba ya su calma de antes ni sus pequeñas atenciones
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para mí. Los platos estaban tirados en desorden en la pieza y la atmósfera, llena de
humo de carbón; era imposible trabajar con calma. Como es natural, yo era el único
responsable de no poder disponer de un cuarto de trabajo. Además A-sui y los pol-
litos agravaban la situación. Los pollitos habían crecido y eran motivo de disgustos
cada vez más frecuentes entre ambas familias.
Existía además el problema de la comida, que se renueva como el agua de los ríos.
Todos los esfuerzos de Tsi-chün se concentraban en la cuestión de la comida. Con-
seguir dinero después de comer, ocuparse de la comida después de haber conseguido
el dinero necesario, además dar de comer a A-sui y de picotear a los pollitos. Fuera
de esto, parecía haber olvidado por completo todo lo que sabía antes y no se daba
cuenta de que sus premiosos llamados a la hora de comida interrumpían a menudo
el curso de mis pensamientos. En vano en la mesa mostraba yo un aspecto de enojo;
esto no cambiaba sus costumbres y continuaba, insensible, comiendo con gran apetito.
Me demoré cinco semanas en hacerle comprender que era imposible para mí respetar
las horas fijadas para la comida, cuando estaba trabajando. Posiblemente no le pare-
ció nada bien la idea, cuando la comprendió, pero no dijo irada. Desde entonces mi
trabajo anduvo más rápido; en poco tiempo tenía traducidas cincuenta mil palabras.
Unas cuantas correcciones y podría enviarlas a Los Amigos de la Libertad, con dos
breves artículos que había escrito. Todo esto no impedía que la cuestión de la comida
siguiera dándome dolores de cabeza. A mí me da lo mismo comer platos fríos, pero
a veces sucedía que no había bastante y aún que no había ni siquiera arroz, lo cual
era grave pese a que mi apetito había disminuido mucho a causa de que me pasaba
todo el día sentado en casa, estrujándome el cerebro en el trabajo. Lo que ocurría
era que había dado de comer a A-sui antes que a mí, y aún a veces le daba la carne
de cordero que tan raras apariciones hacía en nuestra mesa. Decía que A-sui estaba
muy flaco, hasta el punto de que la propietaria se burlaba de nosotros, cosa que ella
realmente no podía soportar.
Sólo quedaban los pollitos para compartir mis restos. Me vine a dar cuenta de esta
situación mucho tiempo después, pero tenía una vaga conciencia de que mi «lugar
en el universo» (como dice Huxley) estaba sólo entre el perro pekinés y los pollitos.
Después de muchas protestas e insistentes argumentos, los pollitos, convertidos ya
en gallinas, llegaron sucesivamente a la mesa en suculentos platos; durante quince
días comimos, nosotros y A-sui, excelente carne. Pero hay que confesar que los pollos
estaban bien flacos, porque desde muchas semanas apenas si probaban unos cuantos
granos de sorgo cada día. A partir de ese acontecimiento hubo mucha más tranquili-
dad en casa. Pero Tsi-chün estaba muy abatida y parecía abrumada de tristeza y fas-
tidio, hasta el extremo de no abrir la boca. ¡Qué rápidos son nuestros cambios!, pensé.
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Llegó el momento en que nos fue igualmente imposible conservar a A-sui. Ya no
teníamos esperanza de recibir alguna carta salvadora y Tsi-chün desde largo tiempo
no tenía tampoco ni la más mínima golosina para incitarlo a hacer monerías o a
saludar estirando la patita. El invierno, por su parte, se acercaba con una rapidez pas-
mosa, la instalación de la estufa para calentarnos era un gran problema y A-sui con su
enorme apetito era ya una carga cuyo peso veníamos sintiendo desde mucho antes.
No podíamos conservarlo más.
Si lo llevábamos a la feria del templo con un pedacito de paja picada en el collar para
significar que estaba en venta, era posible sacarle algún dinero; pero nosotros no
podíamos ni queríamos obrar así. Finalmente le cubrí la cabeza con un saco y lo llevé
más allá de la puerta del Oeste para dejarlo abandonado en cualquier parte. Corno
siempre me seguía, lo eché en un hoyo poco profundo.
Cuando volví, la casa me pareció más apacible, pero me sobrecogió la expresión trági-
ca deTsi-chün. No le conocía esa expresión, de la cual A-sui era, claro está, la causa.
¿Pero era necesario dramatizar tanto las cosas? ¡Y eso que no le había dicho todavía
lo del hoyo!
Al caer la noche, algo glacial se agregó a lo trágico de su expresión.
—¡Es raro! Tsi-chün ¿qué te pasa? —le pregunté sin poder contenerme.
—¿Qué? —respondió sin siquiera mirarme.
—Bueno, tienes un aspecto...
—No es nada... No tengo nada.
Igualmente acababa de comprender que me tomaba por un ser sin corazón. En el
fondo, quizás me fuera más fácil vivir solo. Por orgullo había descuidado las relaciones
sociales que provenían de mis lazos familiares y desde que nos mudáramos me había
alejado también de todos mis antiguos amigos, pero si me iba a otro lugar, lejos, el
camino de la vida estaría abierto para mí. Si soportaba los sufrimientos de esta vida
deprimente se debía en gran parte a ella. ¿No había sido motivado por el mismo el
abandono de A-sui? Pero la visión de Tsi-chün era tan limitada, que no parecía reparar
en nada de esto.
Busqué una oportunidad para hacerle entender mis razones; ella inclinó la cabeza,
como si hubiera comprendido. Pero observándola después, me di cuenta de que no
había entendido nada en absoluto o de que no me había creído.
El frío de la temperatura y el frío de su rostro no me dejaban permanecer en casa.
¿Pero dónde ir? ¿A la calle, al parque? Allí al menos no encontraría esa fisonomía gla-
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cial, pero el viento frío clavaba agujas en la piel, hasta romperla. Finalmente encontré
mi paraíso en la biblioteca popular.
No era preciso pagar la entrada y en la sala de lectura había dos estufas de hierro co-
lado. Aunque en ellas sólo hubiera un fuego mortecino, con el hecho de verlas allí uno
se sentía mentalmente más caliente. En cuanto a los libros, no había nada que leer:
los viejos, estaban pasados de moda y los nuevos, muy escasamente representados.
Por suerte yo no iba allí a leer. Aparte de mí, había unos cuantos visitantes diarios,
unos diez o doce, vestidos exactamente corno yo, con trajes ligeros y delgados; cada
uno de nosotros leía un libro que servía de pretexto para gozar de la calefacción. Esta
situación era particular-, mente conveniente para mí. En la calle me exponía a encon-
trarme con conocidos que me mirarían con desdén, mientras que allí, ningún peligro,
porque estaban fuera, alrededor de otros fuegos o de las estufas de tierra blanca en
sus casas.
Si el lugar no podía proveerme de libros, por lo menos me proporcionaba cierta paz
que me permitía pensar, Cuando me quedaba solo, sentado, inmóvil, volvía a pensar
en mi pasado, meditando en que desde hacía más de seis meses había vivido exclu-
sivamente para el amor, para un amor ciego, con rechazo total del verdadero sentido
de la vida. Antes que nada hay que vivir, es sólo en la vida donde el amor puede apo-
yarse. Existe en este mundo un camino abierto para los que luchan, y no he olvidado
aún el uso de mis alas, por más que me sienta mucho más abatido que antes...
Poco a poco la sala y los lectores se desvanecían; entonces veía a los pescadores so-
bre las embravecidas olas, a los soldados en las trincheras, a los aristócratas en sus
automóviles, a los especuladores en la bolsa, a los héroes en los bosques y las mon-
tañas, a los profesores en sus cátedras, a los deportistas entrenándose al atardecer,
a-los ladrones deslizándose en el corazón dela noche...: Tsi-chün... no estaba junto a
mí. Había perdido todo su valor entregándose al resentimiento por lo de A-sui o a la
eterna preparación de la comida. Lo asombroso es que no había adelgazado mucho...
De pronto sentí que el frío me embargaba; los escasos trozos de carbón que man-
tenían el fuego medio vivo, medio muerto, de la estufa, se habían consumido y era
ya la, hora de cerrar. Tenía que volver de nuevo a la calle del Buen Presagio a deleit-
arme en el rostro de expresión glacial. Tengo que decir que desde un tiempo antes a
veces notaba en él manifestaciones de dulzura o de ternura, lo cual sólo aumentaba
mi sufrimiento. Recuerdo que una noche volví a ver en los ojos de Tsi-chün ese cán-
dido reflejo de antaño, mientras me hablaba riendo de la época en que estábamos
en la «Casa de los provincianos», pero al mismo tiempo mostraba por momentos una
expresión de espanto. Yo sabía muy bien que mi actitud hacia ella en esos días so-
brepasaba a la suya en frialdad y que le inspiraba ya inquietud. En esa ocasión hice lo
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posible por reír y conversar un poco para reconfortarla. Mi risa y mis palabras cayeron
por desgracia muy pronto en el vacío y ese vacío, resonando como un eco en mis
oídos, se parecía más a una burla insoportable.
Tsi-chün pareció empezar a notarlo, porque perdió su calma y su insensibilidad habit-
uales. Aunque procuraba esconderlas, su ansiedad y su sospecha aparecían a menudo.
Sin embargo ahora era más tierna.
Yo quería tener con ella una explicación franca, pero nunca me atrevía a hacerlo, pues
en el momento en que me resolvía a hablarle, volvía a encontrar su mirada de niño
inocente y esto me hacía fingir una sonrisa. Inmediatamente yo me recriminaba con
burlesca crueldad y perdía mi calma glacial.
Desde entonces ella se dedicó a repasar las cosas del pasado y a someterme a nuevos
exámenes, obligándome a poner en mis respuestas ternura e hipocresía. Porque al
demostrarle ternura, en mi corazón quedaba impresa la huella de la hipocresía. Poco
a poco invadió de tal modo mi corazón, que sufría al respirar. En mi extremo dolor
pensaba a menudo que para decir la verdad hace falta un gran valor; pero carecer de
valor y dejarse llevar cobardemente por la hipocresía es ser un hombre incapaz de
labrarse un camino nuevo. Y para decirlo todo, es no ser ya un hombre.
Una mañana muy fría Tsi-chün pareció tener nuevos resentimientos. Yo no le conocía
esa expresión o era tal vez mi imaginación que me la hacía ver de esa manera. Me
enfurecía en frío y me reía dentro de mí. El ideal que ella se había forjado y todos sus
propósitos de clarividencia y de valor iban a parar a la nada y ella no se daba cuenta
de esa nada. Hacía largo tiempo que no leía; olvidaba que el primer objeto de la vida
de un hombre es hacerse una vida y que en la búsqueda de este camino de la vida
tienen que ir dos, tomados de la mano, o bien tiene que aventurarse uno atrevida-
mente solo. Pero si sólo se limita uno a agarrarse de los faldones del otro, a éste le
será muy difícil luchar, aunque sea un bravo combatiente; ambos perecerán juntos.
Sentí que cualquiera esperanza nueva tenía que basarse en nuestra separación. Ella
debía partir sin vacilar. Bruscamente había pensado también en su muerte, pero en-
seguida me lo reproché y me arrepentí. Por suerte era en la mañana y me quedaba
bastante tiempo para darle a conocer mi verdad. El que tuviéramos un nuevo camino
o no, dependía de aquella tentativa.
Mientras hablábamos, con tocia intención llevé la conversación hacia el tema de
nuestro pasado. Hablé de literatura, de autores extranjeros, de sus obras, de Nora y
La mujer del mar, de mi admiración por las enérgicas decisiones de Nora; le decía lo
mismo que le había hablado tantas veces el año anterior en la pieza destartalada de la
«Casa de los provincianos». Pero estas palabras se habían convertido en cosas inútiles
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que salían de mi boca y entraban por mis oídos; no me pudo abandonar la sensación
de que un niño malvado repetía cuanto yo decía, con malicia y maldad, para burlarse
de mí.
Ella me escuchaba con atención, inclinando la cabeza como de costumbre, y por mi
parte, terminé con frases incoherentes y al fin hasta el sonido de mi voz se desvaneció
en el vacío.
—Sí —dijo y después de un silencio continuó—: Chüan-sheng, me parece que has
cambiado desde hace un tiempo. ¿Es verdad?... Dímelo francamente.
Fue como si me hubieran golpeado en la cabeza. Pero rápidamente recuperé mi equi-
librio, le expuse mi punto de vista y terminé por hacerle una proposición: el labrarnos
un nuevo camino y reconstruir una nueva vida, para librarnos ambos de la ruina se-
gura. Y terminé diciendo con gran firmeza:
—De hoy en adelante puedes seguir tu propio camino sin escrúpulo alguno. Quieres
que te hable francamente; es cierto, no debemos ser hipócritas. Te digo la verdad: es
que... que ya no te amo... ¿Acaso eso no es mejor para ti, pues podrás trabajar, sin
ningún remordimiento?...
Contrariamente a lo que yo había previsto, una escena de lágrimas, no hubo nada más
que silencio. Su rostro palideció de pronto, se volvió amarillo como el de un muerto,
pero después recuperó sus colores. En sus ojos so reflejó una luz centelleante de can-
dor. Su mirada pareció registrarlo todo, como la del niño hambriento que busca a su
compasiva madre, pero sólo buscaba en el vacío, evitando mis ojos con pavor.
No pude soportar más esa situación y como por suerte era en la mañana, corrí a la
biblioteca popular, desafiando el viento glacial que soplaba fuera.
Allí pude ver en Los Amigos de la Libertad que todos los artículos que les había en-
viado habían sido publicados. Fue una excelente sorpresa para mí, que vagamente me
comunicó nuevas fuerzas. Pensé que mi arco tenía muchas cuerdas para afrontar la
vicia, fiero eso no bastaba para hacer frente a mi situación de ese instante.
Empecé a visitar a conocidos a quienes había dejado de ver por mucho tiempo. Pero
no fui sino una o dos veces. Sus habitaciones bien calefaccionadas me hacían sentir
después mayormente el frío, que se me metía hasta la médula de los huesos. Y por la
noche me acurrucaba en mi pieza, más fría que el hielo.
Una aguja de hielo parecía perforar mi alma y me hacía sufrir constantemente de una
dolorosa inercia. Ante mí se abren innumerables caminos y aún no he olvidado cómo
se usan las alas, pensaba. Luego, de modo espontáneo llegaba a mi pensamiento la
idea de su muerte; inmediatamente me recriminaba y me arrepentía. A menudo veía,
en la biblioteca, en un relámpago de claridad, la nueva ruta que me esperaba: veía
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a Tsi-chün comprendiendo las cosas valerosa y enérgicamente y dejando esta casa
glacial sin añorarla. Y yo, liviano como una nube llevada por el viento, flotaba en el
aire, sin nada hacia arriba sino el cielo azul, y hacia abajo las elevadas montañas, el
mar inmenso, los edificios, los campos de batalla, automóviles, bolsas de comercio
internacional, ricas residencias, animados mercados bajo un bello sol, la noche negra...
Y presentía realmente que esta nueva etapa de la vida iba a llegar.
Como pudimos, pasamos ese invierno insoportable, ese invierno de Pekín. Pero, como
libélulas cazadas por granujas crueles, estábamos atados a ciertas cuerdas y jugaban
con nosotros y nos torturaban sin cesar; si no habíamos muerto aún, yacíamos en
tierra y la muerte iba a llegar tarde o temprano.
Después de tres cartas enviadas al redactor jefe de Los Amigos de la Libertad, recibí
¡por fin! una respuesta. El sobre contenía sólo dos bonos que permitían comprar li-
bros: uno de veinte y otro de treinta centavos. Sólo las cartas apurándolo para que
me enviara el pago de mis artículos me habían costado nueve centavos y un día de
ayuno; todo por nada.
Sin embargo el acontecimiento que presentía terminó por llegar.
La primavera empezaba a reemplazar al invierno y el viento no era ya tan frío; ahora
pasaba más tiempo fuera y cuando volvía, era ya de noche. Una de esas noches cal-
mas, regresaba corno de costumbre y al acercarme a la puerta de la casa me sentí
súbitamente inquieto y disminuí la rapidez de mis pasos. Entré, cíe todos modos, en
mi pieza; no había luz y al prender un fósforo para encender la lámpara se produjeron
un silencio y un vacío extraordinarios.
No acababa de salir de mi asombro cuando la mujer del mandarín me llamó por la
ventana pidiéndome que saliera a conversar con ella.
—El padre de Tsi-chün vino hoy y se la llevó a su casa —dijo simplemente.
De este modo, cuando llegó el momento de su realización, la cosa fue para mí como
si no la hubiera esperado; permanecí allí sin decir nada, con la sensación de haber
recibido un mazazo en el cráneo.
—¿De modo que se fue? —fue todo lo que pude preguntar un buen rato más tarde.
—Sí, se fue.
—Pero... ¿dijo algo?
—No dijo nada... Lo único que hizo fue encargarme que le advirtiera que se había ido.
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No quería creerlo, pero en la pieza reinaban un vacío y un silencio extraordinarios.
Miré por todas partes con la esperanza de que iba a aparecer Tsi-chün, pero lo único
que vi fueron muebles viejos y descoloridos, tan espaciados que no era posible es-
conder entre ellos a alguien o algo. Creí que iba a encontrar una carta o siquiera al-
gún papel, pero no había nada tampoco. La sal, los pimientos secos, la harina, media
col, algunos centavos. Eran los elementos de vida para nosotros dos; ella los dejaba
solemnemente para mí, para prolongar un poco más mi existencia.
Oprimido por todo lo que me rodeaba, corrí al patio, que estaba negro de sombra. El
papel dela ventana de la pieza principal del frente estaba iluminado y dejaba ver, en
sombras chinescas, los gestos de la niña, a quien sus padres acariciaban. Mi corazón
se calmó poco a poco y comencé a entrever los caminos por los cuales podría huir de
esta opresión que tanto me pesaba: altas montañas, el gran océano, bolsas de com-
ercio internacional, festines alumbrados por lámparas eléctricas, trincheras, la noche
más negra, una puñalada penetrante, pasos silenciosos...
En un momento mi corazón se alivianó, se relajó. Pensé en los gastos de viaje y respiré.
Cuando estuve en cama, las escenas de mi vida futura, imaginada de antemano, que
veía pasar ante mis ojos, se agotaron antes de la medianoche. En la oscuridad veía un
montón de comida y luego la cara pálida y amarillenta de Tsi-chün mirándome con
sus ojos cándidos de niña, grandes, abiertos, suplicantes. Pero cuando me concen-
traba, todas estas imágenes desaparecían.
Sentí de nuevo un gran peso en mi corazón. ¿Por qué no había tenido paciencia unos
pocos días más, por qué apresurarme tanto a decirle la verdad? Ahora ella sabe que
en lo sucesivo sólo tendrá la austera severidad de su padre —el acreedor de sus hi-
jos— castigándola como el sol que quema, y la mirada sin piedad de su gente, más
fría que el hielo. Y aparte de eso, la nada.
¡Qué espantoso es arrastrarse por el camino de la vida, cargando un fardo de vacío, bajo miradas heladas, llenas de rigor sin piedad! Y más aún si al final de ese camino no hay otra cosa que la tumba, una tumba sin siquiera una piedra recordatoria.
No debí haberle dicho la verdad a Tsi-chün. Nos habíamos amado y le debía una
mentira eterna. Si la verdad es un tesoro, ¡cómo entonces podía constituir una pesada
carga de vacío para Tsi-chün! La mentira, claro, es otro vacío, pero al final de cuentas
no hubiera pesado tanto en su vida.
Pensé que diciéndole la verdad, ella sería la primera en partir, sin ningún escrúpulo,
con energía y decisión, en la misma forma en que había venido a vivir conmigo. Pero
ahora veo que me equivoqué. Su valor y su intrepidez de entonces provenían del amor.
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Yo no tenía valor para soportar un pesado fardo de hipocresía, pero he cargado sobre
ella un fardo más pesado aún, un fardo de verdad. Después de amarme, pues, Tsi-
chün iba cargada con este fardo, arrastrándose en el camino de la vida, bajo miradas
de hielo llenas de rigor sin piedad.
Hasta había pensado en su muerte...
Yo no era, pues, otra cosa que un ser cobarde destinado a ser rechazado por los
fuertes, sinceros o hipócritas. Mientras que ella, por el contrario, esperaba hasta lo
último que yo pudiera seguir viviendo un poco más...
Decidí abandonar la calle del Buen Presagio, donde no había más que silencio y ese
vacío tan grande. Pensé que bastaría partir para recuperar la presencia de Tsi-chün.
Me imaginaba que se hallaba aún en la ciudad y que un día cualquiera me vendría a
visitar como en los tiempos de la «Casa de los provincianos».
Todos los pasos ciados y tocias mis cartas no habían arrojado resultado alguno. Sólo
me quedaba ir a ver a un amigo de familia de la generación anterior, a quien había
dejado de tratar desde tiempo atrás. Era un camarada de estudios de mi tío, un let-
rado con título, conocido por su adhesión a las normas sociales corrientes, que vivía
en Pekín por largos años y contaba con grandes relaciones mundanas.
Desde la entrada sentí el desprecio del portero, probablemente por mi ropa andrajosa
y tuve que insistir bastante antes de que me recibiera. El amigo de mi tío me recono-
ció de inmediato, pero me trató con marcada frialdad. Estaba al tanto por cierto de
tocia nuestra historia.
—Naturalmente no puedes quedarte aquí —dijo con tono impasible, después de oír
mi petición de que me ayudara a buscar un trabajo fuera—. ¿Pero dónde?... No es
fácil... Y tú... cómo decir... llamémosla tu amiga, Tsi-chün... ¿no lo sabías?, ha muerto.
Golpeado por la sorpresa no supe qué decir.
—¿Realmente? —terminé por balbucear sin saber cómo.
Dijo con burla:
—¡Seguro que es cierto! Da familia de nuestro criado Wang Cheng vive en la misma
aldea que ella.
—Pero... ¿cómo ha muerto?
—¡Cómo voy a saberlo yo! Ha muerto y eso es todo.
No recuerdo cómo me despedí ni tampoco cómo llegué a mí casa.
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R é q u i e m
Estaba seguro de que no había mentido y de que Tsi-chün no volvería ya, como el
año anterior. Aunque se hubiera resignado a seguir lo que llaman el camino de la vida,
cargada con su pesado fardo de vacío, bajo las miradas de hielo de los unos y el rigor
sin piedad de los otros, era más delo que ella podía soportar. Da verdad que yo le
había dado a conocer —el mundo sin amor— había cortado su destino, aniquilándola.
Era claro que yo no podía quedarme, pero «¿dónde ir?».
En todas partes encontraría el vacío infinito, más el silencio de la muerte. Das tinieblas
que flotan ante los ojos de los que mueren sin amor son visibles para mí y hasta me
parece oír el estertor de su agonía, de su dolor y de su desesperación.
A pesar de todas estas novedades, aún esperaba algo, algo sin nombre, algo ines-
perado. Pero los días pasaban y sólo había el silencio de la muerte.
Ya no salía a menudo, como antes. Me revolcaba hasta» la saciedad en el vacío infinito
y dejaba que ese silencie de muerte siguiera corroyendo mi alma. Pero ocurre que aún
el silencio dela muerte tiene sobresaltos y estremecimientos y que hay instantes en
que se retira y se esconde. En esos intervalos se desliza entonces como un resplandor
algo inesperado y sin nombre: una nueva esperanza.
Fue una mañana sombría, en que el sol, luchando valerosamente, no lograba perforar
las nubes que cubrían el cielo. Hasta el aire parecía extenuado. De pronto llegó a mis
oídos un ruido de pasos menudos, precipitados, y una respiración anhelante. Abrí muy
grandes los ojos. Primero no vi a mi alrededor más que el vacío de siempre, pero al
volver casualmente las miradas a tierra distinguí aun pequeño animal flaco, agotado,
que daba vueltas, lleno de tierra...
Lo miré más atentamente y de pronto mi corazón pareció detenerse. Me levanté de
un salto: era A-sui que volvía.
Lo que me decidió a abandonar la casa de la calle del Buen Presagio no fue sólo la
forma despectiva en que me miraban los propietarios y su criada, sino en gran parte
la presencia de A-sui. ¿Pero dónde ir? Los nuevos caminos de la vida eran ciertamente
muchos aún, yo los conocía en forma vaga, los distinguía a veces entre la niebla, sabía
que estaban ante mí. Pero ignoraba aún cómo dar el primer paso en dirección de el-
los.
Después de mucho pensar y comparar, llegué a la conclusión de que el sitio que mejor
me acogería sería la «Casa de los provincianos». Era la misma habitación destarta-
lada de siempre, la misma cama de tablas, la misma acacia medio seca y la planta de
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glicina; pero lo que me impulsaba a esperar, a sentir la alegría en el corazón, a amar y
a vivir, se había marchado para siempre dejándome solamente un vacío, el vacío que
había recibido a cambio de la verdad.
Los nuevos caminos de la vida son muchos aún; lo que tengo que hacer perentoria-
mente es seguirlos, puesto que estoy vivo. Pero sigo sin saber cómo dar el primer
paso. A veces veo un camino semejante a una larga serpiente grisácea que repta
rápidamente hacía mí; yo lo espero, lo espero hasta que se acerca, pero de pronto se
desvanece en la oscuridad.
¡Son tan largas siempre las noches de comienzas de la primavera! Sentado como el tronco de un árbol muerto, recuerdo un cortejo fúnebre que vi esta mañana en la calle. Delante había figuras de hombres y caballos de papel recortado, detrás iban los plañideros, cuyos sollozos parecían canciones. Ahora comprendo la inteligencia de esas gentes al obrar con tanta soltura y sencillez.
En ese instante surgió ante mis ojos del funeral de Tsi-chün. Ella avanzaba completa-
mente sola por un largo camino grisáceo, cargada con su pesado fardo de vacío, pero
pronto desapareció, atrapada por los que la rodeaban con sus miradas despectivas y
su tiranía sin piedad.
Me gustaría que de veras hubiera manes, que realmente hubiera infierno para partir,
entre los aullidos de las furias y los huracanes diabólicos, en busca de Tsi-chün; le
pediría perdón, confesándole todos mis remordimientos y mis penas. ¡De otro modo
el fuego infernal me aprisionaría entre sus llamas y me consumiría con todos mis re-
mordimientos y mis penas en su brasero ardiente!
Entre el huracán diabólico y las venenosas llamas, rodearía con mis brazos a Tsi-chün
suplicándole su perdón o tratando de hacerla feliz…
¡Esto es aún más vacío que el nuevo camino de la vida! Todo lo que tengo ahora es sólo la noche de comienzos de primavera, que se alargan y se alargan tanto. Puesto que estoy vivo, tengo que buscar de nuevo el camino de la vida y el primer paso no es otro que este manuscrito en el que dejo mis remordimientos y mis penas, por la memoria de Tsi-chün y por mí mismo.
En el fondo, este paso equivale a un llanto parecido a canción que ofrezco en el fu-
neral de Tsi-chün, un funeral en el olvido.
Quiero olvidar, no pensar sino en mí mismo, quiero olvidar hasta esta ofrenda de
olvido en el funeral de Tsi-chün.
Voy a dar mi primer paso en el nuevo camino de la vida, voy a ocultar la verdad en el
fondo de mi corazón herido y avanzaré silenciosamente tomando como guía al olvido
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y a la mentira…
Terminado el 21 de octubre de 1925
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Los muertos
James Joyce
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Lily, la hija del encargado, tenía los pies literalmente muertos. No había todavía acaba-
do de hacer pasar a un invitado al cuarto de desahogo, detrás de la oficina de la
planta baja, para ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando de nuevo sonaba la quejum-
brosa campana de la puerta y tenía que echar a correr por el zaguán vacío para dejar
entrar a otro. Era un alivio no tener que atender también a las invitadas. Pero Miss
Kate y Miss Julia habían pensado en eso y convirtieron el baño de arriba en un cuarto
de señoras. Allá estaban Miss Kate y Miss Julia, riéndose y chismeando y ajetreándose
una tras la otra hasta el rellano de la escalera, para mirar abajo y preguntar a Lily quién
acababa de entrar.
El baile anual de las Morkan era siempre la gran ocasión. Venían todos los conocidos,
los miembros de la familia, los viejos amigos de la familia, los integrantes del coro de
Julia, cualquier alumna de Kate que fuera lo bastante mayorcita y hasta alumnas de
Mary Jane también. Nunca quedaba mal. Por años -y años y tan atrás como se tenía
memoria había resultado una ocasión lucida; desde que Kate y Julia, cuando murió
su hermano Pat, dejaron la casa de Stoney Batter y se llevaron a Mary Jane, la única
sobrina, a vivir con ellas en la sombría y espigada casa de la isla de Usher, cuyos altos
alquilaban a Mr.. Fulham, un comerciante en granos que vivía en los bajos. Eso ocur-
rió hace sus buenos treinta años. Mary Jane, entonces una niñita vestida de corto, era
ahora el principal sostén de la casa, ya que tocaba el órgano en Haddington Road.
Había pasado por la Academia y daba su concierto anual de alumnas en el salón de
arriba de las Antiguas Salas de Concierto. Muchas de sus alumnas pertenecían a las
mejores familias de la ruta de Kingstown y Dalkey. Sus tías, aunque viejas, contribuían
con lo suyo. Julia, a pesar de sus canas, todavía era la primera soprano de Adán y
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Eva, la iglesia, y Kate, muy delicada para salir afuera, daba lecciones de música a prin-
cipiantes en el viejo piano vertical del fondo. Lily, la hija del encargado, les hacía la
limpieza. Aunque llevaban una vida modesta les gustaba comer bien; lo mejor de lo
mejor: costillas de riñonada, té de a tres chelines y stout embotellado del bueno. Pero
Lily nunca hacía un mandado mal, por lo que se llevaba muy bien con las señoritas.
Eran quisquillosas, eso es todo. Lo único que no soportaban era que les contestaran.
Claro que tenían razón para dar tanta lata en una noche así, pues eran más de las
diez y ni señas de Gabriel y su esposa. Además, que tenían muchísimo miedo de que
Freddy Malins se les apareciera tomado. Por nada del mundo querían que las alumnas
de Mary Jane lo vieran en ese estado; y cuando estaba así era muy difícil de manejar,
a veces. Freddy Malins llegaba siempre tarde, pero se preguntaban por qué se de-
moraría Gabriel: y era eso lo que las hacía asomarse a la escalera para preguntarle a
Lily si Gabriel y Freddy habían llegado.
-Ah, Mr.. Conroy -le dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta-, Miss Kate y Miss Julia
creían que usted ya no venía. Buenas noches, Mr.s. Conroy.
-Me apuesto a que creían eso -dijo Gabriel-, pero es que se olvidaron que acá mi
mujer se toma tres horas mortales para vestirse.
Se paró sobre el felpudo a limpiarse la nieve de las galochas, mientras Lily conducía a
la mujer al pie de la escalera y gritaba:
-Miss Kate, aquí está Mr.s. Conroy.
Kate y Julia bajaron enseguida la oscura escalera dando tumbos. Las dos besaron a
la esposa de Gabriel, le dijeron que debía estar aterida en vida y le preguntaron si
Gabriel había venido con ella.
-Aquí estoy, tía Kate, ¡sin un rasguño! Suban ustedes que yo las alcanzo -gritó Gabriel
desde la oscuridad.
Siguió limpiándose los pies con vigor mientras las tres mujeres subían las escaleras,
riendo, hacia el cuarto de vestir. Una leve franja de nieve reposaba sobre los hombros
del abrigo, como una esclavina, y como una pezuña sobre el empeine de las galochas;
y al deslizar los botones con un ruido crispante por los ojales helados del abrigo, de
entre sus pliegues y dobleces salió el vaho fragante del descampado.
-¿Está nevando otra vez, Mr.. Conroy? -preguntó Lily. Se le había adelantado hasta
el cuarto de desahogo para ayudarlo a quitarse el abrigo y Gabriel sonrió al oír que
añadía una sílaba más a su apellido. Era una muchacha delgada que aún no había
parado de crecer, de tez pálida y pelo color de paja. El gas del cuartico la hacía lucir
lívida. Gabriel la conoció siendo una niña que se sentaba en el último escalón a acunar
su muñeca de trapo.
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-Sí, Lily -le respondió-, y me parece que tenemos para toda la noche.
Miró al cielo raso, que temblaba con los taconazos y el deslizarse de pies en el piso
de arriba, atendió un momento al piano y luego echó una ojeada a la muchacha, que
ya doblaba su abrigo con cuidado al fondo del estante.
-Dime, Lily -dijo en tono amistoso-, ¿vas todavía a la escuela?
-Oh, no, señor -respondió ella-, ya no más y nunca.
-Ah, pues entonces -dijo Gabriel, jovial-, supongo que un día de estos asistiremos a
esa boda con tu novio, ¿no?
La muchacha lo miró esquinada y dijo con honda amargura:
-Los hombres de ahora no son más que labia y lo que puedan echar mano.
Gabriel se sonrojó como si creyera haber cometido un error y, sin mirarla, se sacudió
las galochas de los pies y con su bufanda frotó fuerte sus zapatos de charol.
Era un hombre joven, más bien alto y robusto. El color encarnado de sus mejillas le lle-
gaba a la frente, donde se regaba en parches rojizos y sin forma; y en su cara desnuda
brillaban sin cesar los lentes y los aros de oro de los espejuelos que amparaban sus
ojos inquietos y delicados. Llevaba el brillante pelo negro partido al medio y peinado
hacia atrás en una larga curva por detrás de las orejas, donde se ondeaba leve debajo
de la estría que le dejaba marcada el sombrero. Cuando le sacó bastante brillo a los
zapatos, se enderezó y se ajustó el chaleco tirando de él por sobre el vientre rollizo.
Luego extrajo con rapidez una moneda del bolsillo.
-Ah, Lily -dijo, poniéndosela en la mano-, es Navidad, ¿no es cierto? Aquí tienes…
esto…
Caminó rápido hacia la puerta.
-¡Oh, no, señor! -protestó la muchacha, cayéndole detrás-. De veras, señor, no creo
que deba.
-¡Es Navidad! ¡Navidad! -dijo Gabriel, casi trotando hasta las escaleras y moviendo sus
manos hacia ella indicando que no tenía importancia.
La muchacha, viendo que ya había ganado la escalera, gritó tras él:
-Bueno, gracias entonces, señor.
Esperaba fuera a que el vals terminara en la sala, escuchando las faldas y los pies que
se arrastraban, barriéndola. Todavía se sentía desconcertado por la súbita y amarga ré-
plica de la muchacha, que lo entristeció. Trató de disiparlo arreglándose los puños y el
lazo de la corbata. Luego, sacó del bolsillo del chaleco un papelito y echó una ojeada
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a la lista de temas para su discurso. Se sentía indeciso sobre los versos de Robert
Browning porque temía que estuvieran muy por encima de sus oyentes. Sería mejor
una cita que pudieran reconocer, de Shakespeare o de las Melodías de Thomas Moore.
El grosero claqueteo de los tacones masculinos y el arrastre de suelas le recordó que
el grado de cultura de ellos difería del suyo. Haría el ridículo si citaba poemas que no
pudieran entender. Pensarían que estaba alardeando de su cultura. Cometería un error
con ellos como el que cometió con la muchacha en el cuarto de desahogo. Se equiv-
ocó de tono. Todo su discurso estaba equivocado de arriba a abajo. Un fracaso total.
Fue entonces que sus tías y su mujer salieron del cuarto de vestir. Sus tías eran dos
ancianas pequeñas que vestían con sencillez. Tía Julia era como una pulgada más
alta. Llevaba el pelo gris hacia atrás, en un moño a la altura de las orejas; y gris tam-
bién, con sombras oscuras, era su larga cara flácida. Aunque era robusta y caminaba
erguida, los ojos lánguidos y los labios entreabiertos le daban la apariencia de una
mujer que no sabía dónde estaba ni a dónde iba. Tía Kate se veía más viva. Su cara,
más saludable que la de su hermana, era toda bultos y arrugas, como una manzana
roja pero fruncida, y su pelo, peinado también a la antigua, no había perdido su color
de castaña madura.
Las dos besaron a Gabriel, cariñosas. Era el sobrino preferido, hijo de la hermana
mayor, la difunta Ellen, la que se casó con T. J. Conroy, de los Muelles del Puerto.
-Gretta me acaba de decir que no vas a regresar en coche a Monkstown esta noche,
Gabriel -dijo tía Kate.
-No -dijo Gabriel, volviéndose a su esposa-, ya tuvimos bastante con el año pasado,
¿no es así? ¿No te acuerdas, tía Kate, el catarro que cogió Gretta entonces? Con las
puertas del coche traqueteando todo el viaje y el viento del este dándonos de lleno
en cuanto pasamos Merrion. Lindísimo. Gretta cogió un catarro de lo más malo.
Tía Kate fruncía el ceño y asentía a cada palabra.
-Muy bien dicho, Gabriel, muy bien dicho -dijo-. No hay que descuidarse nunca.
-Pero en cuanto a Gretta -dijo Gabriel-, ésta es capaz de regresar a casa a pie por
entre la nieve, si por ella fuera. Mr.s. Conroy sonrió.
-No le haga caso, tía Kate -dijo-, que es demasiado precavido: obligando a Tom a
usar visera verde cuando lee de noche y a hacer ejercicios, y forzando a Eva a comer
potaje. ¡Pobrecita! ¡Que no lo puede ni ver!… Ah, ¿pero a que no adivinan lo que me
obliga a llevar ahora?
Se deshizo en carcajadas mirando a su marido, cuyos ojos admirados y contentos,
iban de su vestido a su cara y su pelo. Las dos tías rieron también con ganas, ya que
la solicitud de Gabriel formaba parte del repertorio familiar.
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R é q u i e m
-¡Galochas! -dijo Mrs.Conroy-. La última moda. Cada vez que está el suelo mojado
tengo que llevar galochas. Quería que me las pusiera hasta esta noche, pero de eso
nada. Si me descuido me compra un traje de bañista.
Gabriel se rió nervioso y, para darse confianza, se arregló la corbata, mientras que tía
Kate se doblaba de la risa de tanto que le gustaba el cuento. La sonrisa desapareció
enseguida de la cara de tía Julia y fijó sus ojos tristes en la cara de su sobrino. Después
de una pausa, preguntó:
-¿Y qué son galochas, Gabriel?
-¡Galochas, Julia! -exclamó su hermana-. Santo cielo, ¿tú no sabes lo que son galo-
chas? Se ponen sobre los… sobre las botas, ¿no es así, Gretta?
-Sí -dijo Mrs.Conroy-. Unas cosas de gutapercha. Los dos tenemos un par ahora. Ga-
briel dice que todo el mundo las usa en el continente.
-Ah, en el continente -murmuró tía Julia, moviendo la cabeza lentamente.
Gabriel frunció las cejas y dijo, como si estuviera enfadado:
-No son nada del otro mundo, pero Gretta cree que son muy cómicas porque dice
que le recuerdan a los minstrels negros de Christy.
-Pero dime, Gabriel -dijo tía Kate, con tacto brusco-. Claro que te ocupaste del cuarto.
Gretta nos contaba que…
-Oh, lo del cuarto está resuelto -replicó Gabriel-. Tomé uno en el Gresham.
-Claro, claro –dijo tía Kate-, lo mejor que podías haber hecho. Y los niños, Gretta, ¿no
te preocupan?
-Oh, no es más que por una noche -dijo Mrs.Conroy-. Además, que Bessie los cuida.
-Claro, claro –dijo tía Kate de nuevo-. ¡Qué comodidad tener una muchacha así, en
quien se puede confiar! Ahí tienen a esa Lily, que no sé lo que le pasa últimamente.
No es la de antes.
Gabriel estuvo a punto de hacerle una pregunta a su tía sobre este asunto, pero ella
dejó de prestarle atención para observar a su hermana, que se había escurrido escal-
eras abajo, sacando la cabeza por sobre la baranda.
-Ahora dime tú -dijo ella, como molesta-, ¿dónde irá Julia ahora? ¡Julia! ¡Julia! ¿Dónde
vas tú?
Julia, que había bajado más de media escalera, regresó a decir, zalamera:
-Ahí está Freddy.
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En el mismo instante unas palmadas y un floreo final del piano anunció que el vals
acababa de terminar. La puerta de la sala se abrió desde dentro y salieron algunas
parejas. Tía
Kate se llevó a Gabriel apresuradamente a un lado y le susurró al oído:
-Sé bueno, Gabriel, y vete abajo a ver si está bien y no lo dejes subir si está tomado.
Estoy segura de que está tomado. Segurísima.
Gabriel se llegó a la escalera y escuchó más allá de la balaustrada. Podía oír dos perso-
nas conversando en el cuarto de desahogo. Luego reconoció la risa de Freddy Malins.
Bajó las escaleras haciendo ruido.
-Qué alivio –dijo tía Kate a Mr.s. Conroy- que Gabriel esté aquí… Siempre me siento
más descansada mentalmente cuando anda por aquí… Julia, aquí están Miss Daly y
Miss Power, que van a tomar refrescos. Gracias por el lindo vals, Miss Daly. Un ritmo
encantador.
Un hombre alto, de cara mustia, bigote de cerdas y piel oscura, que pasaba con su
pareja, dijo:
-¿Podríamos también tomar nosotros un refresco, Miss Morkan?
-Julia -dijo la tía Kate sumariamente-, y aquí están Mr., Browne y Miss Furlong. Llévate-
los adentro, Julia, con Miss Daly y Miss Power.
-Yo me encargo de las damas -dijo Mr. Browne, apretando sus labios hasta que sus
bigotes se erizaron para sonreír con todas sus arrugas.
-Sabe usted, Miss Morkan, la razón por la que les caigo bien a las mujeres es que…
No terminó la frase, sino que, viendo que la tía Kate estaba ya fuera de alcance, en-
seguida se llevó a las tres mujeres al cuarto del fondo. Dos mesas cuadradas puestas
juntas ocupaban el centro del cuarto y la tía Julia y el encargado estiraban y alisaban
un largo mantel sobre ellas. En el cristalero se veían en exhibición platos y platillos
y vasos y haces de cuchillos y tenedores y cucharas. La tapa del piano vertical servía
como mesa auxiliar para los entremeses y los postres. Ante un aparador pequeño en
un rincón dos jóvenes bebían de pie maltas amargas.
Mr. Browne dirigió su encomienda hacia ella y las invitó, en broma, a tomar un ponche
femenino, caliente, fuerte y dulce. Mientras ellas protestaban no tomar tragos fuertes,
él les abría tres botellas de limonada. Luego les pidió a los jóvenes que se hicieran a
un lado y, tomando el frasco, se sirvió un buen trago de whisky. Los jóvenes lo miraron
con respeto mientras probaba un sorbo.
-Alabado sea Dios -dijo, sonriendo-, tal como me lo recetó el médico.
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Su cara mustia se extendió en una sonrisa aún más abierta y las tres muchachas rieron
haciendo eco musical a su ocurrencia, contoneando sus cuerpos en vaivén y dando
nerviosos tirones a los hombros. La más audaz dijo:
-Ah, vamos, Mr. Browne, estoy segura de que el médico nunca le recetará una cosa así.
Mr. Browne tomó otro sorbo de su whisky y dijo con una mueca ladeada: -Bueno,
ustedes saben, yo soy como Mrs.Cassidy, que dicen que dijo: Vamos, Mary Grimes, si
no tomo dámelo tú, que es que lo necesito.
Su cara acalorada se inclinó hacia adelante en gesto demasiado confidente y habló
imitando un dejo de Dublín tan bajo que las muchachas, con idéntico instinto, es-
cucharon su dicho en silencio. Miss Furlong, que era una de las alumnas de Mary
Jane, le preguntó a Miss Daly cuál era el nombre de ese vals tan lindo que acababa
de tocar, y Mr. Browne, viendo que lo ignoraban, se volvió prontamente a los jóvenes,
que podían apreciarlo mejor.
Una muchacha de cara roja y vestido violeta entró en el cuarto, dando palmadas ex-
citadas y gritando:
-¡Contradanza! ¡Contradanza!
Pisándole los talones entró tía Kate, llamando:
-¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!
-Ah, aquí están Mr. Bergin y Mr. Kerrigan -dijo Mary Jane.
-Mr. Kerrigan, ¿quiere usted escoltar a Miss Power? Miss Furlong, ¿puedo darle de
pareja a Mr. Bergin? Ah, ya está bien así.
-Tres damas, Mary Jane -dijo tía Kate.
Los dos jóvenes les pidieron a sus damas que si podrían tener el gusto y Mary Jane
se volvió a Miss Daly:
-Oh, Miss Daly, fue usted tan condescendiente al tocar las dos últimas piezas, pero,
realmente, estamos tan cortas de mujeres esta noche…
-No me molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.
-Pero le tengo un compañero muy agradable, Mr. Bartell D’Arey, el tenor. Después voy
a ver si canta. Dublín entero está loco por él.
-¡Bella voz, bella voz! -dijo la tía Kate.
Cuando el piano comenzaba por segunda vez el preludio de la primera figura, Mary
Jane sacó a sus reclutas del salón rápidamente. No acababan de salir cuando entró al
cuarto Julia, lentamente, mirando hacia atrás por algo.
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-¿Qué pasa, Julia? -preguntó tía Kate, ansiosa-. ¿Quién es?
Julia, que cargaba una pila de servilletas, se volvió a su hermana y dijo, simplemente,
como si la pregunta la sorprendiera:-No es más que Freddy, Kate, y Gabriel que viene
con él.
De hecho detrás de ella se podía ver a Gabriel piloteando a Freddy Malins por el rel-
lano de la escalera. El último, que tenía unos cuarenta años, era de la misma estatura
y del mismo peso de Gabriel, pero de hombros caídos. Su cara era mofletuda y pálida,
con toques de color sólo en los colgantes lóbulos de las orejas y en las anchas aletas
nasales. Tenía facciones toscas, nariz roma, frente convexa y alta y labios hinchados
y protuberantes. Los ojos de párpados pesados y el desorden de su escaso pelo le
hacían parecer soñoliento. Se reía con ganas de un cuento que le venía haciendo a
Gabriel por la escalera, al mismo tiempo que se frotaba un ojo con los nudillos del
puño izquierdo.
-Buenas noches, Freddy -dijo tía Julia.
Freddy Malins dio las buenas noches a las señoritas Morkan de una manera que pare-
ció desdeñosa a causa del tono habitual de su voz y luego, viendo que Mr. Browne le
sonreía desde el aparador, cruzó el cuarto con paso vacilante y empezó de nuevo el
cuento que acababa de hacerle a Gabriel. -No se ve tan mal, ¿no es verdad? -dijo la
tía Kate a Gabriel.
Las cejas de Gabriel venían fruncidas, pero las despejó enseguida para responder:
-Oh, no, ni se le nota.
-¡Es un terrible! -dijo ella-. Y su pobre madre que lo obligó a hacer una promesa el Fin
de Año. Pero, por qué no pasamos al salón, Gabriel.
Antes de dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo señas a Mr. Browne, poniendo
mala cara y sacudiendo el dedo índice. Mr. Browne asintió y, cuando ella se hubo ido,
le dijo a Freddy Malins:
-Vamos a ver, Teddy, que te voy a dar un buen vaso de limonada para entonarte.
Freddy Malins, que estaba acercándose al desenlace de su cuento, rechazó la oferta
con un gesto impaciente, pero Mr. Browne, después de haberle llamado la atención
sobre lo desgarbado de su atuendo, le llenó un vaso de limonada y se lo entregó.
Freddy Malins aceptó el vaso mecánicamente con la mano izquierda, mientras que su
mano derecha se encargaba de ajustar sus ropas mecánicamente. Mr. Browne, cuya
cara se colmaba de regocijadas arrugas, se llenó un vaso de whisky mientras Freddy
Malins estallaba, antes de llegar al momento culminante de su historia, en una ex-
plosión de carcajadas bronquiales y, dejando a un lado su vaso rebosado sin tocar,
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empezó a frotarse los nudillos de su mano izquierda sobre un ojo, repitiendo las
palabras de su última frase cuando se lo permitía el ataque de risa.
Gabriel no soportaba la pieza que tocaba ahora Mary Jane, tan académica, llena de
glissandi y de pasajes difíciles para un público respetuoso. Le gustaba la música, pero
la pieza que ella tocaba no tenía melodía, según él, y dudaba que la tuviera para los
demás oyentes, aunque le hubieran pedido a Mary Jane que les tocara algo. Cuatro
jóvenes, que vinieron del refectorio a pararse en la puerta tan pronto como empezó a
sonar el piano, se alejaron de dos en dos y en silencio después de unos acordes. Las
únicas personas que parecían seguir la música eran Mary Jane, cuyas manos recorrían
el teclado o se alzaban en las pausas como las de una sacerdotisa en una imprecación
momentánea, y tía Kate, de pie a su lado volteando las páginas.
Los ojos de Gabriel, irritados por el piso que brillaba encerado debajo del macizo can-
delabro, vagaron hasta la pared sobre el piano. Colgaba allí un cromo con la escena
del balcón de Romeo y Julieta, junto a una reproducción del asesinato de los principi-
tos en la Torre que tía Julia había bordado en lana roja, azul y carmelita cuando niña.
Probablemente les enseñaban a hacer esa labor en la escuela a que fueron de niñas,
porque una vez su madre le bordó, para cumpleaños, un chaleco en tabinete púrpura
con cabecitas de zorro, festoneado de raso castaño y con botones redondos imitando
moras. Era raro que su madre no tuviera talento musical porque tía Kate acostumbraba
a decir que era el cerebro de la familia Morkan. Tanto ella como Julia habían parecido
siempre bastante orgullosas de su hermana, tan matriarcal y tan seria. Su fotografía se
veía delante del tremó. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y le señalaba algo en él
a Constantine que, vestido de marino, estaba tumbado a sus pies. Fue ella quien puso
nombre a sus hijos, sensible como era al protocolo familiar. Gracias a ella, Constantine
era ahora el cura párroco de Balbriggan y, gracias a ella, Gabriel pudo graduarse en
la Universidad Real. Una sombra pasó sobre su cara al recordar su amarga oposición
a su matrimonio. Algunas frases peyorativas que usó vibraban todavía en su memoria;
una vez dijo que Gretta era una rubia rural y no era verdad, nada. Fue Gretta quien la
atendió solícita durante su larga enfermedad final en la casa de Monkstown.
Sabía que Mary Jane debía de andar cerca del final de la pieza porque estaba tocando
otra vez la melodía del comienzo con sus escalas sucesivas después de cada compás y
mientras esperó a que acabara, el resentimiento se extinguió en su corazón. La pieza
terminó con un trino de octavas agudas y una octava final grave. Atronadores aplausos
acogieron a Mary Jane al ruborizarse mientras enrollaba nerviosamente la partitura y
salió corriendo del salón. Las palmadas más fuertes procedían de cuatro muchachones
parados en la puerta, los mismos que se fueron a refrescar cuando empezó la pieza y
que regresaron tan pronto el piano se quedó callado.
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Alguien organizó una danza de lanceros y Gabriel se encontró de pareja con Miss
Ivors. Era una damita franca y habladora, con cara pecosa y grandes ojos castaños. No
llevaba escote y el largo broche al frente del cuello tenía un motivo irlandés.
Cuando ocuparon sus puestos ella dijo de pronto: -Tiene usted una cuenta pendiente
conmigo.
-¿Yo? -dijo Gabriel.
Ella asintió con gravedad.
-¿Qué cosa es? -preguntó Gabriel, sonriéndose ante su solemnidad.
-¿Quién es G. C.? -respondió Miss Ivors, volviéndose hacia él.
Gabriel se sonrojó y ya iba a fruncir las cejas, como si no hubiera entendido, cuando
ella le dijo abiertamente:
-¡Ay, inocente Amy! Me enteré de que escribe usted para el Dady Express. Y bien, ¿no
le da vergüenza?
-¿Y por qué me iba a dar? -preguntó Gabriel, pestañeando, tratando de sonreír.
-Bueno, a mí me da pena -dijo Miss Ivors con franqueza-. Y pensar que escribe usted
para ese bagazo. No sabía que se había vuelto usted pro-inglés.
Una mirada perpleja apareció en el rostro de Gabriel. Era verdad que escribía una
columna literaria en el Daily Express los miércoles. Pero eso no lo convertía en pro-
inglés. Los libros que le daban a criticar eran casi mejor bienvenidos que el mezquino
cheque, ya que le deleitaba palpar la cubierta y hojear las páginas de un libro recién
impreso. Casi todos los días, no bien terminaba las clases en el instituto, solía recor-
rer el malecón en busca de las librerías de viejo, y se iba a Hickey’s en el Paseo del
Soltero y a Webb’s o a Massey’s en el muelle de Aston o a O’Clohissey’s en una calle
lateral. No supo cómo afrontar la acusación. Le hubiera gustado decir que la litera-tura
está muy por encima de los trajines políticos. Pero eran amigos de muchos años, con
carreras paralelas en la universidad primero y después de maestros: no podía, pues,
usar con ella una frase pomposa. Siguió pestañeando y tratando de sonreír hasta que
murmuró apenas que no veía nada político en hacer crítica de libros.
Cuando les llegó el turno de cruzarse todavía estaba distraído y perplejo. Miss Ivors
tomó su mano en un apretón cálido y dijo en tono suavemente amistoso:
-Por supuesto, no es más que una broma. Venga, que nos toca cruzar ahora.
Cuando se juntaron de nuevo ella habló del problema universitario y Gabriel se sintió
más cómodo. Un amigo le había enseñado a ella su crítica de los poemas de Brown-
ing. Fue así como se enteró del secreto: pero le gustó muchísimo la crítica. De pronto
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dijo:
-Oh, Mr. Conroy, ¿por qué no viene en nuestra excursión a la isla de Arán este verano?
Vamos a pasar allá un mes. Será espléndido estar en pleno Atlántico. Debía venir. Vi-Debía venir. Vi-
enen Mr. Clancy y Mr. Kilkely y Kathleen Kearney. Sería formidable que Gretta viniera
también. Ella es de Connacht, ¿no?
-Su familia -dijo Gabriel, corto.
-Pero vendrán los dos, ¿no es así? -dijo Miss Ivors, posando una mano cálida sobre
su brazo, ansiosa.
-Lo cierto es que -dijo Gabriel- yo he quedado en ir…
-¿A dónde? -preguntó Miss Ivors.
-Bueno, ya sabe usted que todos los años hago una gira ciclística con varios com-
pañeros, así que…
-Pero, ¿por dónde? -preguntó Miss Ivors.
-Bueno, casi siempre vamos por Francia o Bélgica, tal vez por Alemania -dijo Gabriel
torpemente.
-¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica -dijo Miss Ivors- en vez de visitar su propio
país?
-Bueno -dijo Gabriel-, en parte para mantenerme en contacto con otros idiomas y en
parte por dar un cambio.
-¿Y no tiene usted su propio idioma con que mantenerse en contacto, el irlandés? -le
preguntó Miss Ivors.
-Bueno -dijo Gabriel-, en ese caso el irlandés no es mi lengua, como sabe.
Sus vecinos se volvieron a escuchar el interrogatorio. Gabriel miró a diestra y siniestra,
nervioso, y trató de mantener su buen humor durante aquella inquisición que hacía
que el rubor le invadiera la frente.
-¿Y no tiene usted su tierra natal que visitar -siguió Miss Ivors-, de la que no sabe
usted nada, su propio pueblo, su patria?
-Pues a decir verdad -replicó Gabriel súbitamente-, estoy harto de este país, ¡harto!
-¿Y por qué? -preguntó Miss Ivors.
Gabriel no respondió: su réplica lo había alterado. -¿Por qué? -repitió Miss Ivors.
Tenían que hacer la ronda de visitas los dos ahora y, como todavía no había él respon-
dido, Miss Ivors le dijo, muy acalorada:
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-Por supuesto, no tiene qué decir.
Gabriel trató de ocultar su agitación entregándose al baile con gran energía. Evitó
los ojos de ella porque había notado una expresión agria en su cara. Pero cuando se
encontraron de nuevo en la cadena, se sorprendió al sentir su mano apretar firme la
suya. Ella lo miró de soslayo con curiosidad momentánea hasta que él sonrió. Luego,
como la cadena iba a trenzarse de nuevo, ella se alzó en puntillas y le susurró al oído:
-¡Pro inglés!
Cuando la danza de lanceros acabó, Gabriel se fue al rincón más remoto del salón
donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer rechoncha y fofa y
blanca en canas. Tenía la misma voz tomada de su hijo y tartamudeaba bastante. Le
habían asegurado que Freddy había llegado y que estaba bastante bien. Gabriel le
preguntó si tuvo una buena travesía. Vivía con su hija casada en Glasgow y venía a
Dublín de visita una vez al año. Respondió plácidamente que había sido un viaje muy
lindo y que el capitán estuvo de lo más atento. También habló de la linda casa que su
hija tenía en Glasgow y de los buenos amigos que tenían allá. Mientras ella le daba a
la lengua Gabriel trató de desterrar el recuerdo del desagradable incidente con Miss
Ivors. Por supuesto que la muchacha o la mujer o lo que fuese era una fanática, pero
había un lugar para cada cosa. Quizá no debió él responderle como lo hizo. Pero ella
no tenía derecho a llamarlo pro inglés delante de la gente, ni aun en broma. Trató de
hacerlo quedar en ridículo delante de la gente, acuciándolo y clavándole sus ojos de
conejo.
Vio a su mujer abriéndose paso hacia él por entre las parejas que valsaban. Cuando
llegó a su lado le dijo al oído: -Gabriel, tía Kate quiere saber si no vas a trinchar el
ganso como de costumbre. Miss Daly va a cortar el jamón y yo voy a ocuparme del
pudín.
-Está bien -dijo Gabriel.
-Van a dar de comer primero a los jóvenes, tan pronto como termine este vals, para
que tengamos la mesa para nosotros solos.
-¿Bailaste? -preguntó Gabriel.
-Por supuesto. ¿No me viste? ¿Tuviste tú unas palabras con Molly Ivors por casualidad?
-Ninguna. ¿Por qué? ¿Dijo ella eso?
-Más o menos. Estoy tratando de hacer que Mr. D’Arcy cante algo. Me parece que es
de lo más vanidoso.
-No cambiamos palabras -dijo Gabriel, irritado-, sino que ella quería que yo fuera a
Irlanda del oeste, y le dije que no. Su mujer juntó las manos, excitada, y dio un saltico:
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-¡Oh, vamos, Gabriel! -gritó-. Me encantaría volver a Galway de nuevo.
-Ve tú si quieres -dijo Gabriel fríamente.
Ella lo miró un instante, se volvió luego a Mrs.Malins y dijo:-Eso es lo que se llama un
hombre agradable, Mrs.Malins.
Mientras ella se escurría a través del salón, Mrs.Malins, como si no la hubieran inter-
rumpido, siguió contándole a Gabriel sobre los lindos lares de Escocia y sus escenarios
naturales, preciosos. Su yerno las llevaba cada año a los lagos y salían de pesquería.
Un día cogió él un pescado, lindísimo, así de grande, y el hombre del hotel se lo guisó
para la cena.
Gabriel ni oía lo que ella decía. Ahora que se acercaba la hora de la comida empezó a
pensar de nuevo en su discurso y en las citas. Cuando vio que Freddy Malins atrave-
saba el salón para venir a ver a su madre, Gabriel le dio su silla y se retiró al poyo de la
ventana. El salón estaba ya vacío y del cuarto del fondo llegaba un rumor de platos y
cubiertos. Los pocos que quedaban en la sala parecían hartos de bailar y conversaban
quedamente en grupitos. Los cálidos dedos temblorosos de Gabriel repicaron sobre el
frío cristal de la ventana. ¡Qué fresco debía hacer fuera! ¡Lo agradable que sería salir a
caminar solo por la orilla del río y después atravesar el parque! La nieve se veía amon-
tonada sobre las ramas de los árboles y poniendo un gorro refulgente al monumento
a Wellington. ¡Cuánto más grato sería estar allá fuera que cenando!
Repasó los temas de su discurso: la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres
Gracias, Paris, la cita de Browning. Se repitió una frase que escribió en su crítica: Uno
siente que escucha una música acuciada por las ideas. Miss Ivors había elogiado la
crítica. ¿Sería sincera? ¿Tendría su vida propia oculta tras tanta propaganda? No había
habido nunca animosidad entre ellos antes de esta ocasión. Lo enervaba pensar que
ella estaría sentada a la mesa, mirándolo mientras él hablaba, con sus críticos ojos
interrogantes. Tal vez no le desagradaría verlo fracasar en su discurso. Le dio valor la
idea que le vino a la mente. Diría, aludiendo a tía Kate y a tía Julia: Damas y caballeros,
la generación que ahora se halla en retirada entre nosotros habrá tenido sus faltas,
pero por mi parte yo creo que tuvo ciertas cualidades de hospitalidad, de humor, de
humanidad, de las que la nueva generación, tan seria y súper educada, que crece
ahora en nuestro seno, me parece carecer. Muy bien dicho: que aprenda Miss Ivors.
¿Qué le importaba si sus tías no eran más que dos viejas ignorantes?
Un rumor en la sala atrajo su atención. Mr. Browne venía desde la puerta llevando
galante del brazo a la tía Julia, que sonreía cabizbaja. Una salva irregular de aplausos
la escoltó hasta el piano y luego, cuando Mary Jane se sentó en la banqueta, y la tía
Julia, dejando de sonreír, dio media vuelta para mejor proyectar su voz hacia el salón,
cesaron gradualmente. Gabriel reconoció el preludio. Era una vieja canción del reper-
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torio de tía Julia, Ataviada para el casorio. Su voz, clara y sonora, atacó los gorgoritos
que adornaban la tonada y aunque cantó muy rápido no se comió ni una floritura.
Oír la voz sin mirar la cara de la cantante era sentir y compartir la excitación de un
vuelo rápido y seguro. Gabriel aplaudió ruidosamente junto con los demás cuando
la canción acabó y atronadores aplausos llegaron de la mesa invisible. Sonaban tan
genuinos, que algo de rubor se esforzaba por salirle a la cara a tía Julia, cuando se
agachaba para poner sobre el atril el viejo cancionero encuadernado en cuero con sus
iniciales en la portada. Freddy Malins, que había ladeado la cabeza para oírla mejor,
aplaudía todavía cuando todo el mundo había dejado ya de hacerlo y hablaba ani-
mado con su madre que asentía grave y lenta en aquiescencia. Al fin, no pudiendo
aplaudir más, se levantó de pronto y atravesó el salón a la carrera para llegar hasta tía
Julia y tomar su mano entre las suyas, sacudiéndola cuando le faltaron las palabras o
cuando el freno de su voz se hizo insoportable.
-Le estaba diciendo yo a mi madre -dijo- que nunca la había oído cantar tan bien,
¡nunca! No, nunca sonó tan bien su voz como esta noche. ¡Vaya! ¿A que no lo cree?
Pero es la verdad. Palabra de honor que es la pura verdad. Nunca sonó su voz tan
fresca y tan… tan clara y tan fresca, ¡nunca!
La tía Julia sonrió ampliamente y murmuró algo sobre aquel cumplido mientras sacaba
la mano del aprieto. Mr. Browne extendió una mano abierta hacia ella y dijo a los que
estaban a su alrededor, como un animador que presenta un portento a la amable
concurrencia:
-¡Miss Julia Morkan, mi último descubrimiento!
Se reía con ganas de su chiste cuando Freddy Malins se volvió a él para decirle:
-Bueno, Browne, si hablas en serio podrías haber hecho otro descubrimiento peor.
Todo lo que puedo decir es que nunca la había oído cantar tan bien ninguna de las
veces que he estado antes aquí. Y es la pura verdad.
-Ni yo tampoco -dijo Mr. Browne-. Creo que de voz ha mejorado mucho.
Tía Julia se encogió de hombros y dijo con tímido orgullo:
-Hace treinta años, mi voz, como tal, no era mala.
-Le he dicho a Julia muchas veces -dijo tía Kate enfática- que está malgastando su
talento en ese coro. Pero nunca me quiere oír.
Se volvió como si quisiera apelar al buen sentido de los demás frente a un niño incor-
regible, mientras tía Julia, una vaga sonrisa reminiscente esbozándose en sus labios,
miraba alelada al frente.
-Pero no -siguió tía Kate-, no deja que nadie la convenza ni la dirija, cantando como
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una esclava de ese coro noche y día, día y noche. ¡Desde las seis de la mañana el día
de Navidad! ¿Y todo para qué?
-Bueno, ¿no sería por la honra del Señor, tía Kate? -preguntó Mary Jane, girando en
la banqueta, sonriendo.
La tía Kate se volvió a su sobrina como una fiera y le dijo:
-¡Yo me sé muy bien qué cosa es la honra del Señor, Mary Jane! Pero no creo que sea
muy honrado de parte del Papa sacar de un coro a una mujer que se ha esclavizado
en él toda su vida para pasarle por encima a chiquillos malcriados. Supongo que el
Papa lo hará por la honra del Señor, pero no es justo, Mary Jane, y no está nada bien.
Se había fermentado apasionadamente y hubiera continuado defendiendo a su her-
mana porque le dolía, pero Mary Jane, viendo que los bailadores regresaban ya al
salón, intervino apaciguante:
-Vamos, tía Kate, que está usted escandalizando a Mister Browne, que tiene otras
creencias.
Tía Kate se volvió a Mr. Browne, que sonreía ante esta alusión a su religión, y dijo
apresurada:
-Oh, pero yo no pongo en duda que el Papa tenga razón.
No soy más que una vieja estúpida y no presumo de otra cosa. Pero hay eso que se
llama gratitud y cortesía cotidiana en la vida. Y si yo fuera Julia iba y se lo decía al
padre Healy en su misma cara…
-Y, además, tía Kate -dijo Mary Jane-, que estamos todos con mucha hambre y cuando
tenemos hambre somos todos muy belicosos.
-Y cuando estamos sedientos también somos belicosos -añadió Mr. Browne.
-Así que más vale que vayamos a cenar -dijo Mary Jane- y dejemos la discusión para
más tarde.
En el rellano de la salida de la sala Gabriel encontró a su esposa y a Mary Jane tra-
tando de convencer a Miss Ivors para que se quedara a cenar. Pero Miss Ivors, que
se había puesto ya su sombrero y se abotonaba el abrigo, no se quería quedar. No
se sentía lo más mínimo con apetito y, además, que ya se había quedado más de lo
que debía.
-Pero si no son más que diez minutos, Molly -dijo Mrs.Conroy-. No es tanta la demora.
-Para que comas un bocado -dijo Mary Jane- después de tanto bailoteo.
-No puedo, de veras -dijo Miss Ivors.
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-Me parece que no lo pasaste nada bien -dijo Mary Jane, con desaliento.
-Sí, muy bien, se lo aseguro -dijo Miss Ivors-, pero ahora deben dejarme ir corriendo.
-Pero, ¿cómo vas a llegar? -preguntó Mrs.Conroy.
-Oh, no son más que unos pasos malecón arriba. Gabriel dudó por un momento y
dijo:
-Si me lo permite, Miss Ivors, yo la acompaño. Si de veras tiene que marcharse usted.
Pero Miss Ivors se soltó de entre ellos.
-De ninguna manera -exclamó-. Por el amor de Dios vayan a cenar y no se ocupen de
mí. Ya sé cuidarme muy bien.
-Mira, Molly, que tú eres rara -dijo Mrs.Conroy con franqueza.
-Beannacht libh -gritó Miss Ivors, entre carcajadas, mientras bajaba la escalera.
Mary Jane se quedó mirándola, una expresión preocupada en su rostro, mientras Mrs.
Conroy se inclinó por sobre la baranda para oír si cerraba la puerta del zaguán. Ga-
briel se preguntó si sería él la causa de que ella se fuera tan abruptamente. Pero no
parecía estar de mal humor: se había ido riéndose a carcajadas. Se quedó mirando las
escaleras, distraído.
En ese momento la tía Kate salió del comedor, dando tumbos, casi exprimiéndose las
manos de desespero.
-¿Dónde está Gabriel? -gritó-. ¿Dónde es que está Gabriel? Todo el mundo está es-
perando ahí dentro, con todo listo; ¡y nadie que trinche el ganso!
-¡Aquí estoy yo, tía Kate! -exclamó Gabriel, con súbita animación-. Listo para trinchar
una bandada de gansos si fuera necesario.
Un ganso gordo y pardo descansaba a un extremo de la mesa y al otro extremo, so-
bre un lecho de papel plegado adornado con ramitas de perejil, reposaba un jamón
grande, despellejado y rociado de migajas, las canillas guarnecidas con primorosos
flecos de papel, y justo al lado rodajas de carne condimentada. Entre estos extremos
rivales corrían hileras paralelas de entremeses: dos seos de gelatina, roja y amarilla;
un plato llano lleno de bloques de manjar blanco y jalea roja; un largo plato en forma
de hoja con su tallo como mango, donde había montones de pasas moradas y de
almendras peladas; un plato gemelo con un rectángulo de higos de Esmirna encima;
un plato de natilla rebozada con polvo de nuez-moscada; un pequeño bol lleno de
chocolates y caramelos envueltos en papel dorado y plateado; y un búcaro del que
salían tallos de apio. En el centro de la mesa, como centinelas del frutero que tenía
una pirámide de naranjas y manzanas americanas, había dos garrafas achatadas, an-
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tiguas, de cristal tallado, una con oporto y la otra con jerez abocado. Sobre el piano
cerrado aguardaba un pudín en un enorme plato amarillo y detrás había tres pelo-
tones de botellas de stout, de ale y de agua mineral, alineadas de acuerdo con el color
de su uniforme: los primeros dos pelotones negros, con etiquetas rojas y marrón, el
tercero, el más pequeño, todo de blanco con vírgulas verdes.
Gabriel tomó asiento decidido a la cabecera de la mesa y, después de revisar el filo
del trinche, hundió su tenedor con firmeza en el ganso. Se sentía a sus anchas, ya que
era trinchador experto y nada le gustaba tanto como sentarse a la cabecera de una
mesa bien puesta.
-Miss Furlong, ¿qué le doy? -preguntó-. ¿Un ala o una lasca de pechuga?
-Una lasquita de pechuga.
-¿Y para usted, Miss Higgins?
-Oh, lo que usted quiera, Mr. Conroy.
Mientras Gabriel y Miss Daly intercambiaban platos de ganso y platos de jamón y de
carne aderezada, Lily iba de un huésped al otro con un plato de calientes papas bo-
ronosas envueltas en una servilleta blanca. Había sido idea de Mary Jane y ella sugirió
también salsa de manzana para el ganso, pero tía Kate dijo que había comido siempre
el ganso asado simple sin nada de salsa de manzana y que esperaba no tener que
comer nunca una cosa peor. Mary Jane atendía a sus alumnas y se ocupaba de que
obtuvieran las mejores lonjas, y tía Kate y tía Julia abrían y traían del piano una bo-
tella tras otra de stout y de ale para los hombres y de agua mineral para las mujeres.
Reinaba gran confusión y risa y ruido: una alharaca de peticiones y contra-peticiones,
de cuchillos y tenedores, de corchos y tapones de vidrio. Gabriel empezó a trinchar
porciones extras, tan pronto como cortó las iniciales, sin servirse. Todos protestaron
tan alto que no le quedó más remedio que transigir bebiendo un largo trago de stout,
ya que halló que trinchar lo sofocaba. Mary Jane se sentó a comer tranquila, pero tía
Kate y tía Julia todavía daban tumbos alrededor de la mesa, pisándose mutuamente
los talones y dándose una a la otra órdenes que ninguna obedecía. Mr. Browne les
rogó que se sentaran a cenar y lo mismo hizo Gabriel, pero ellas respondieron que ya
habría tiempo de sobra para ello. Finalmente, Freddy Malins se levantó y, capturando
a tía Kate, la arrellanó en su silla en medio del regocijo general.
Cuando todo el mundo estuvo bien servido dijo Gabriel, sonriendo:
-Ahora, si alguien quiere un poco más de lo que la gente vulgar llama relleno, que lo
diga él o ella.
Un coro de voces lo conminó a empezar su cena y Lily se adelantó con tres papas que
le había reservado.
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-Muy bien -dijo Gabriel, amable, mientras tomaba otro sorbo preliminar-, hagan el
favor de olvidarse de que existo, damas y caballeros, por unos minutos.
Se puso a comer y no tomó parte en la conversación que cubrió el ruido de la vajilla
al llevársela Lily. El tema era la compañía de ópera que actuaba en el Teatro Real. El
tenor, Mr. Bartell D’Arcy, hombre de tez oscura y fino bigote, elogió mucho a la prim-
era contralto de la compañía, pero a Miss Furlong le parecía que ésta tenía una presencia escénica más bien vulgar. Freddy Malins dijo que había un negro cantando principal en
la segunda tanda de la pantomima del Gaiety que tenía una de las mejores voces de
tenor que él había oído.
-¿Lo ha oído usted? -le preguntó a Mr. Bartell D’Arey.
-No -dijo Mr. Bartell D’Arcy sin darle importancia.
-Porque -explicó Freddy Malins- tengo curiosidad por conocer su opinión. A mí me
parece que tiene una gran voz.
-Y Teddy sabe lo que es bueno -dijo Mr. Browne, confianzudo, a la concurrencia.
-¿Y por qué no va a tener él también una buena voz? -preguntó Freddy Malins en
tono brusco-. ¿Porque no es más que un negro?
Nadie respondió a su pregunta y Mary Jane pastoreó la conversación de regreso a la
ópera seria. Una de sus alumnas le había dado un pase para Mignon. Claro que era
muy buena, dijo, pero le recordaba a la pobre Georgina Bums. Mr. Browne se fue aún
más lejos, a las viejas compañías italianas que solían visitar a Dublín: Tietjens, Ilma de
Mujza, Campanini, el gran Trebilli, Giuglini, Ravelli, Aramburo. Qué tiempos aquellos,
dijo, cuando se oía en Dublín lo que se podía llamar bel canto. Contó cómo la tertulia
del viejo Real estaba siempre de bote en bote, noche tras noche, cómo una noche un
tenor italiano había dado cinco bises de Déjame caer como cae un soldado, dando el
do de pecho en cada ocasión, y cómo la galería en su entusiasmo solía desenganchar
los caballos del carruaje de una gran prima donna para tirar ellos del coche por las
calles hasta el hotel. ¿Por qué ya no cantaban las grandes óperas, preguntó, como
Dinorah, Lucrezia Borgia? Porque ya no había voces para cantarlas: por eso.
-Ah, pero -dijo Mr. Bartell D’Arcy- a mi entender hay tan buenos cantantes hoy como
entonces.
-¿Dónde están? -preguntó Mr. Browne, desafiante.
-En Londres, París, Milán -dijo Mr. Bartell D’Arcy, acalorado-. Para mí, Caruso, por
ejemplo, es tan bueno, si no mejor que cualquiera de los cantantes que usted ha
mencionado.
-Tal vez sea así -dijo Mr. Browne-. Pero tengo que decirle que lo dudo mucho.
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-Ay, yo daría cualquier cosa por oír cantar a Caruso -dijo Mary Jane.
-Para mí -dijo tía Kate, que estaba limpiando un hueso-, no ha habido más que un
tenor. Quiero decir, que a mí me guste. Pero supongo que ninguno de ustedes ha oído
hablar de él.
-¿Quién es él, Miss Morkan? -preguntó Mr. Bartell D’Arcy, cortésmente.
-Su nombre -dijo tía Kate- era Parkinson. Lo oí cantar cuando estaba en su apogeo
y creo que tenía la más pura voz de tenor que jamás salió de una garganta humana.
-Qué raro -dijo Mr. Bartell D’Arcy-. Nunca oí hablar de él.
-Sí, sí, tiene razón Miss Morkan- dijo Mr. Browne-. Recuerdo haber oído hablar del
viejo Parkinson. Pero eso fue mucho antes de mi época.
-Una bella, pura, dulce y suave voz de tenor inglés -dijo la tía Kate entusiasmada.
Como Gabriel había terminado, se trasladó el enorme pudín a la mesa. El sonido de
cubiertos comenzó otra vez. La mujer de Gabriel partía porciones del pudín y pasaba
los platillos mesa abajo. A medio camino los detenía Mary Jane, quien los rellenaba
con gelatina de frambuesas o de naranja o con manjar blanco o jalea. El pudín había
sido hecho por tía Julia y ésta recibió elogios de todas partes. Pero ella dijo que no
había quedado lo bastante bruno.
-Bueno, confío, Miss Morkan -dijo Mr. Browne-, en que yo sea lo bastante bruno para
su gusto, porque, como ya sabe, yo soy todo browno.
Los hombres, con la excepción de Gabriel, le hicieron el honor al pudín de la tía Julia.
Como Gabriel nunca comía postre le dejaron a él todo el apio. Freddy Malins también
cogió un tallo y se lo comió junto con su pudín. Alguien le había dicho que el apio
era lo mejor que había para la sangre y como estaba bajo tratamiento médico. Mrs.
Malins, que no había hablado durante la cena, dijo que en una semana o cosa así su
hijo ingresaría en Monte Melleray. Los concurrentes todos hablaron de Monte Mel-
leray, de lo reconstituyente que era el aire allá, de lo hospitalarios que eran los monjes
y cómo nunca cobraban ni un penique a sus huéspedes.
-¿Y me quiere usted decir -preguntó Mr. Browne, incrédulo- que uno va allá y se hos-
peda como en un hotel y vive de lo mejor y se va sin pagar un penique?
-Oh, la mayoría dona algo al monasterio antes de irse -dijo Mary Jane.
-Ya quisiera yo que tuviéramos una institución así en nuestra Iglesia -dijo Mr. Browne
con franqueza.
Se asombró de saber que los monjes nunca hablaban, que se levantaban a las dos de
la mañana y que dormían en un ataúd. Preguntó que por qué.
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-Son preceptos de la orden -dijo tía Kate con firmeza.
-Sí, pero ¿por qué? -preguntó Mr. Browne.
La tía Kate repitió que eran los preceptos y así eran. A pesar de todo, Mr. Browne
parecía no comprender. Freddy Malins le explicó tan bien como pudo que los monjes
trataban de expiar los pecados cometidos por todos los pecadores del mundo exterior.
La explicación no quedó muy clara para Mr. Browne, quien, sonriendo, dijo:
-Me gusta la idea, pero ¿no serviría una cómoda cama de muelles tan bien como un
ataúd?
-El ataúd -dijo Mary Jane- es para que no olviden su último destino.
Como la conversación se hizo fúnebre se la enterró en el silencio, en medio del cual
se pudo oír a Mrs.Malins decir a su vecina en un secreto a voces:
-Son muy buenas personas los monjes, muy religiosos.
Las pasas y las almendras y los higos y las manzanas y las naranjas y los chocolates
y los caramelos pasaron de mano en mano y tía Julia invitó a los huéspedes a beber
oporto o jerez. Al principio, Mr. Bartell D’Arcy no quiso beber nada, pero uno de sus
vecinos le llamó la atención con el codo y le susurró algo al oído, ante lo cual aquél
permitió que le llenaran su copa. Gradualmente, según se llenaban las copas, la conv-
ersación se detuvo. Siguió una pausa, rota sólo por el ruido del vino y las sillas al mov-
erse. Las Morkans, las tres, bajaron la vista al mantel. Alguien tosió una o dos veces
y luego unos cuantos comensales tocaron en la mesa suavemente pidiendo silencio.
Cuando se hizo el silencio, Gabriel echó su silla hacia atrás y se levantó.
El tableteo creció, alentador, y luego cesó del todo. Gabriel apoyó sus diez dedos
temblorosos en el mantel y sonrió, nervioso, a su público. Al enfrentarse a la fila de
cabezas volteadas levantó su vista a la lámpara. El piano tocaba un vals y pudo oír las
faldas frotar contra la puerta del comedor. Tal vez había alguien afuera en la calle, bajo
la nieve, mirando a las ventanas alumbradas y oyendo la melodía del vals. Al aire libre,
puro. A lo lejos se vería el parque con sus árboles cargados de nieve. El monumento a
Wellington tendría un brillante gorro nevado refulgiendo hacia el poniente, sobre los
blancos campos de Quince Acres.
Comenzó:
-Damas y caballeros.
-Hame tocado en suerte esta noche, como en años anteriores, cumplir una tarea
muy grata, para la cual me temo, empero, que mi pobre capacidad oratoria no sea lo
bastante adecuada.
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-¡De ninguna manera! -dijo Mr. Browne.
-Bien, sea como sea, sólo puedo pedirles esta noche que tomen lo dicho por lo hecho
y me presten su amable atención por unos minutos, mientras trato de expresarles con
palabras cuáles son mis sentimientos en esta ocasión.
-Damas y caballeros. No es la primera vez que nos reunimos bajo este hospitalario
techo, alrededor de esta mesa hospitalaria. No es la primera vez que hemos sido
recipendarios -o, quizá sea mejor decir, víctimas- de la hospitalidad de ciertas almas
bondadosas.
Dibujó un círculo en el aire con sus brazos y se detuvo. Todo el mundo rió o sonrió
hacia tía Kate, tía Julia y Mary Jane, que se ruborizaron de júbilo. Gabriel prosiguió
con más audacia:
-Cada año que pasa siento con mayor fuerza que nuestro país no tiene otra tradición
que honre mejor y guarde con mayor celo que la hospitalidad. Es una tradición
única en mi experiencia (y he visitado no pocos países extranjeros) entre las naciones
modernas. Algunos dirían, tal vez, que es más defecto que virtud de cual vanaglori-
arse. Pero aun si concediéramos que fuera así, se trata, a mi entender, de un defecto
principesco, que confío que cultivemos por muchos años por venir. De una cosa, por
lo menos, estoy seguro. Mientras este techo cobije a las buenas almas mencionadas
antes -y deseo desde el fondo de mi corazón que sea así por muchos años y muchos
años por transcurrir- la tradición de genuina, cálidamente entrañable, y cortés hospi-
talidad irlandesa, que nuestros antepasados nos legaron y que a su vez debemos legar
a nuestros descendientes, palpita todavía entre nosotros.
Un cordial murmullo de asenso corrió por la mesa. Le pasó por la mente a Gabriel que
Miss Ivors no estaba presente y que se había ido con descortesía: y dijo con confianza
en sí mismo:
-Damas y caballeros.
-Una nueva generación crece en nuestro seno, una generación motivada por ideales
nuevos y nuevos principios. Es ésta seria y entusiasta de estos nuevos ideales, y su en-
tusiasmo, aun si está mal enderezado, es, creo, eminentemente sincero. Pero vivimos
en tiempos escépticos y, si se me permite la frase, en una era acuciada por las ideas:
y a veces me temo que esta nueva generación, educada o hipereducada como es,
carecerá de aquellas cualidades de humanidad, de hospitalidad, de generoso humor
que pertenecen a otros tiempos. Escuchando esta noche los nombres de esos grandes
cantantes del pasado me pareció, debo confesarlo, que vivimos en época menos espa-
ciosa. Aquéllos se pueden llamar, sin exageración, días espaciosos: y si desaparecieron
sin ser recordados esperemos que, por lo menos, en reuniones como ésta todavía
hablaremos de ellos con orgullo y con afecto, que todavía atesoraremos en nuestros
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corazones la memoria de los grandes, muertos y desaparecidos, pero cuya fama el
mundo no dejará perecer nunca de motu propio.
-¡Así se habla! -dijo Mr. Browne bien alto.
-Pero como todo -continuó Gabriel, su voz cobrando una entonación más suave-,
siempre hay en reuniones como ésta pensamientos tristes que vendrán a nuestra
mente: recuerdos del pasado, de nuestra juventud, de los cambios, de esas caras
ausentes que echamos de menos esta noche. Nuestro paso por la vida está cubierto
de tales memorias dolorosas: y si fuéramos a cavilar sobre las mismas, no tendríamos
ánimo para continuar valerosos nuestra vida cotidiana entre los seres vivientes. Ten-
emos todos deberes vivos y vivos afectos que reclaman, y con razón reclaman, nuestro
esfuerzo más constante y tenaz.
-Por tanto, no me demoraré en el pasado. No permitiré que ninguna lúgubre reflexión
moralizante se entrometa entre nos esta noche. Aquí estamos reunidos por un breve
instante extraído de los trajines y el ajetreo de la rutina cotidiana. Nos encontramos
aquí como amigos, en espíritu de fraternal compañerismo, como colegas, y hasta cier-
to punto en verdadero espíritu de camaradería, y como invitados de -¿cómo podría
llamarlas?- las Tres Gracias de la vida musical de Dublín.
La concurrencia rompió en risas y aplausos ante tal salida. Tía Julia pidió en vano a
cada una de sus vecinas, por turno, que le dijeran lo que Gabriel había dicho.
-Dice que somos las Tres Gracias, tía Julia -dijo Mary Jane.
La tía Julia no entendió, pero levantó la vista, sonriendo, a Gabriel, que prosiguió en
la misma vena:
-Damas y caballeros.
-No intento interpretar esta noche el papel que Paris jugó en otra ocasión. No in-
tentaré siquiera escoger entre ellas. La tarea sería ingrata y fuera del alcance de mis
pobres aptitudes, porque cuando las contemplo una a una, bien sea nuestra anfitriona
mayor, cuyo buen corazón, demasiado buen corazón, se ha convertido en estribillo de
todos aquellos que la conocen, o su hermana, que parece poseer el don de la eterna
juventud y cuyo canto debía haber constituido una sorpresa y una revelación para
nosotros esta noche, o, last but not least, cuando considero a nuestra anfitriona más
joven, talentosa, animosa y trabajadora, la mejor de las sobrinas, confieso, damas y
caballeros, que no sabría a quién conceder el premio.
Gabriel echó una ojeada a sus tías y viendo la enorme sonrisa en la cara de tía Julia
y las lágrimas que brotaron a los ojos de tía Kate, se apresuró a terminar. Levantó su
copa de oporto, galante, mientras los concurrentes palpaban sus respectivas copas
expectantes, y dijo en alta voz:
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-Brindemos por las tres juntas. Bebamos a su salud, prosperidad, larga vida, felicidad y
ventura, y ojalá que continúen por largo tiempo manteniendo la posición soberana y
bien ganada que tienen en nuestra profesión, y la honfa y el afecto que se han ganado
en nuestros corazones.
Todos los huéspedes se levantaron, copa en mano, y, volviéndose a las tres damas
sentadas, cantaron al unísono, con Mr. Browne como guía:
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
¡Nadie lo puede negar!
La tía Kate hacía uso descarado de su pañuelo y hasta tía Julia parecía conmovida.
Freddy Malins marcaba el tiempo con su tenedor de postre y los cantantes se miraron
cara a cara, como en melodioso concurso, mientras cantaban con énfasis:
A menos que diga mentira,
A menos que diga mentira…
Y volviéndose una vez más a sus anfitrionas, entonaron:
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
Pues son jocosas y ufanas,
¡Nadie lo puede negar!
La aclamación que siguió fue acogida más allá de las puertas del comedor por mu-
chos otros invitados y renovada una y otra vez, con Freddy Malins de tambor mayor,
tenedor en ristre.
El frío y penetrante aire de la madrugada se coló en el salón en que esperaban, por
lo que tía Kate dijo:
-Que alguien cierre esa puerta. Mrs.Malins se va a morir de frío.
-Browne está fuera, tía Kate -dijo Mary Jane.
-Browne está en todas partes -dijo tía Kate, bajando la voz.
Mary Jane se rio de su tono de voz. -¡Vaya -dijo socarrona- si es atento!
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-Se nos ha expandido como el gas -dijo la tía Kate en el mismo tono- por todas las
Navidades.
Se rio de buena gana esta vez y añadió enseguida:
-Pero dile que entre, Mary Jane, y cierra la puerta. Ojalá que no me haya oído.
En ese momento se abrió la puerta del zaguán y del portal y entró Mr. Browne
desternillándose de risa. Vestía un largo gabán verde con cuello y puños de imitación
de astrakán, y llevaba en la cabeza un gorro de piel ovalado. Señaló para el malecón
nevado de donde venía un sonido penetrante de silbidos.
-Teddy va a hacer venir todos los coches de Dublín -dijo.
Gabriel avanzó del desván detrás de la oficina, luchando por meterse en su abrigo y,
mirando alrededor, dijo:
-¿No bajó ya Gretta?
-Está recogiendo sus cosas, Gabriel -dijo tía Kate.
-¿Quién toca arriba? -preguntó Gabriel.
-Nadie. Todos se han ido ya.
-Oh, no, tía Kate -dijo Mary Jane-. Bartell D’Arcy y Miss O’Callaghan no se han ido
todavía.
-En todo caso, alguien teclea al piano –dijo Gabriel. Mary Jane miró a Gabriel y a Mr.
Browne y dijo, tiritando:
-Me da frío nada más de mirarlos a ustedes, caballeros, abrigados así como están. No
me gustaría nada tener que hacer el viaje que van a hacer ustedes de vuelta a casa a
esta hora.
-Nada me gustaría más en este momento -dijo Mr. Browne, atlético- que una crujiente
caminata por el campo o una carrera con un buen trotón entre las varas.
-Antes teníamos un caballo muy bueno y coche en casa -dijo tía Julia con tristeza.
-El Nunca Olvidado Johnny -dijo Mary Jane, riendo. La tía Kate y Gabriel rieron tam-
bién.
-Vaya, ¿y qué tenía de extraordinario este Johnny? -preguntó Mr. Browne.
-El Muy Malogrado Patrick Morkan, es decir, nuestro abuelo -explicó Gabriel-, común-
mente conocido en su edad provecta como el caballero viejo, fabricaba cola.
-Ah, vamos, Gabriel -dijo tía Kate, riendo-, tenía una fábrica de almidón.
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-Bien, almidón o cola –dijo Gabriel-, el caballero viejo tenía un caballo que respondía
al nombre de Johnny. Y Johnny trabajaba en el molino del caballero viejo, dando vuel-
tas y vueltas a la noria. Hasta aquí todo va bien, pero ahora viene la trágica historia
de Johnny. Un buen día se le ocurrió al caballero viejo ir a dar un paseo en coche con
la gente de postín a ver una parada en el bosque.
-El Señor tenga piedad de su alma -dijo tía Kate, compasiva.
-Amén -dijo Gabriel-. Así, el caballero viejo, como dije, le puso el arnés a Johnny y se
puso él su mejor chistera y su mejor cuello duro y sacó su coche con mucho estilo de
su mansión ancestral cerca del callejón de Back Lane, si no me equivoco.
Todos rieron, hasta Mrs.Malins, de la manera en que Gabriel lo dijo y tía Kate dijo: -Oh,
vaya, Gabriel, que no vivía en Back Lane, vamos. Nada más que tenía allí su fábrica.
-De la casa de sus antepasados -continuó Gabriel- salió, pues, el coche tirado por
Johnny. Y todo iba de lo más bien hasta que Johnny vio la estatua de Guillermito: sea
porque se enamorara del caballo de Guillermito el rey o porque se creyera que estaba
de regreso en la fábrica, la cuestión es que empezó a darle vueltas a la estatua.
Gabriel trotó en círculos con sus galochas en medio de la carcajada general.
-Vueltas y vueltas le daba –dijo Gabriel-, hasta que el caballero viejo, que era un viejo
caballero muy pomposo, se indignó terriblemente. ¡Vamos, señor! ¿Pero qué es eso
de señor? ¡Johnny! ¡Johnny! ¡Extraño comportamiento! ¡No comprendo a este caballo!
Las risotadas que siguieron a la interpretación que Gabriel dio al incidente quedaron
interrumpidas por un resonante golpe en la puerta del zaguán. Mary Jane corrió a
abrirla para dejar entrar a Freddy Malins, quien, con el sombrero bien echado hacia
atrás en la cabeza y los hombros encogidos de frío, soltaba vapor después de seme-
jante esfuerzo.
-No conseguí más que un coche -dijo.
-Bueno, encontraremos nosotros otro por el malecón -dijo Gabriel.
-Sí -dijo tía Kate-. Lo mejor es evitar que Mrs.Malins se quede ahí parada en la cor-
riente.
Su hijo y Mr. Browne ayudaron a Mrs.Malins a bajar el quicio de la puerta y, después
de muchas maniobras, la alzaron hasta el coche. Freddy Malins se encaramó detrás
de ella y estuvo mucho tiempo colocándola en su asiento, ayudado por los consejos
de Mr. Browne. Por fin se acomodó ella y Freddy Malins invitó a Mr. Browne a subir
al coche. Se oyó una conversación confusa y después Mr. Browne entró al coche. El
cochero se arregló la manta sobre el regazo y se inclinó a preguntar la dirección. La
confusión se hizo mayor y Freddy Malins y Mr. Browne, sacando cada uno la cabeza
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por la ventanilla, dirigieron al cochero en direcciones distintas. El problema era saber
dónde en el camino había que dejar a Mr. Browne, y tía Kate, tía Julia y Mary Jane
contribuían a la discusión desde el portal con direcciones cruzadas y contradicciones
y carca-jadas. En cuanto a Freddy Malins, no podía hablar por la risa. Sacaba la cabeza
de vez en cuando por la ventanilla, con mucho riesgo de perder el sombrero, y luego
le contaba a su madre cómo iba la discusión, hasta que, finalmente, Mr. Browne le dio
un grito al confundido cochero por sobre el ruido de las risas.
-¿Sabe usted dónde queda Trinity College?
-Sí, señor -dijo el cochero.
-Muy bien, siga entonces derecho hasta dar contra la portada de Trinity College -dijo
Mr. Browne- y ya le diré yo por dónde coger. ¿Entiende ahora?
-Sí, señor -dijo el cochero. -Volando hasta Trinity College.
-Entendido, señor -gritó el cochero.
Unos foetazos al caballo y el coche traqueteó por la orilla del río en medio de un coro
de risas y de adioses.
Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se quedó en la oscuridad del
zaguán mirando hacia la escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer des-
canso, en las sombras también. No podía verle a ella la cara, pero podía ver retazos
del vestido, color terracota y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro.
Era su mujer. Se apoyaba en la baranda, oyendo algo. Gabriel se sorprendió de su
inmovilidad y aguzó el oído para oír él también. Pero no podía oír más que el ruido
de las risas y de la discusión del portal, unos pocos acordes del piano y las notas de
una canción cantada por un hombre.
Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de captar la canción que cantaba
aquella voz y escudriñando a su mujer. Había misterio y gracia en su pose, como si
fuera ella
el símbolo de algo. Se preguntó de qué podía ser símbolo una mujer de pie en una escalera oyendo una melodía lejana. Si fuera pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de su pelo recortado en la sombra y los fragmentos oscuros de su traje pondrían las partes claras de relieve. Lejana Melodía llamaría él al cuadro, si fuera pintor.
Cerraron la puerta del frente y tía Kate, tía Julia y Mary Jane regresaron al zaguán
riendo todavía.
-¡Vaya con ese Freddy, es terrible! -dijo Mary Jane-. ¡Terrible!
Gabriel no dijo nada sino que señaló hacia las escaleras, hacia donde estaba parada
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su mujer. Ahora, con la puerta del zaguán cerrada, se podían oír más claros la voz y
el piano. Gabriel levantó la mano en señal de silencio. La canción parecía estar en el
antiguo tono irlandés y el cantante no parecía estar seguro de la letra ni de su voz.
La voz, que sonaba plañidera por la distancia y la ronquera del cantante, subrayaba
débilmente las cadencias de aquella canción con palabras que expresaban tanto dolor:
Oh, la lluvia cae sobre mi pesado pelo
Y el rocío moja la piel de mi cara,
Mi hijo yace aterido de frío…
-Ay -exclamó Mary Jane-. Es Bartell D’Arcy cantando y no quiso cantar en toda la no-
che. Ah, voy a hacerle que cante una canción antes de irse.
-Oh, sí, Mary Jane -dijo tía Kate.
Mary Jane pasó rozando a los otros y corrió hacia la escalera, pero antes de llegar allá
la música dejó de oírse y alguien cerró el piano de un golpe.
-¡Ay, qué pena! -se lamentó-. ¿Ya viene para abajo, Gretta?
Gabriel oyó a su mujer decir que sí y la vio bajar hacia ellos. Unos pasos detrás venían
Bartell D’Arcy y Miss O’Callaghan.
-¡Oh, Mr. D’Arcy -exclamó Mary Jane-, muy egoísta de su parte acabar así de pronto
cuando todos le oíamos arrobados!
-He estado detrás de él toda la noche -dijo Miss O’Callaghan- y también Mrs.Conroy,
y nos decía que tiene un catarro terrible y no podía cantar.
-Ah, Mr. D’Arcy -dijo la tía Kate-, mire que decir tal embuste.
-¿No se dan cuenta de que estoy más ronco que una rana? -dijo Mr. D’Arcy grosero.
Entró apurado al cuarto de desahogo a ponerse su abrigo. Los demás, pasmados ante
su ruda respuesta, no hallaban qué decir. Tía Kate encogió las cejas y les hizo señas
a todos de que olvidaran el asunto. Mr. D’Arcy, ceñudo, se abrigaba la garganta con
cuidado.
-Es el tiempo -dijo tía Julia, luego de una pausa.
-Sí, todo el mundo tiene catarro -dijo tía Kate enseguida-, todo el mundo.
-Dicen -dijo Mary Jane- que no habíamos tenido una nevada así en treinta años; y leí
esta mañana en los periódicos que nieva en toda Irlanda.
-A mí me gusta ver la nieve -dijo tía Julia con tristeza.
-Y a mí -dijo Miss O’Callaghan-. Yo creo que las Navidades no son nunca verdaderas
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Navidades si el suelo no está nevado.
-Pero al pobre de Mr. D’Arcy no le gusta la nieve -dijo tía Kate sonriente.
Mr. D’Arcy salió del cuarto de desahogo todo abrigado y abotonado y en son de ar-
repentimiento les hizo la historia de su catarro. Cada uno le dio un consejo diferente,
le dijeron que era una verdadera lástima y lo urgieron a que se cuidara mucho la
garganta del sereno. Gabriel miraba a su mujer, que no se mezcló en la conversación.
Estaba de pie debajo del reverbero y la llama del gas iluminaba el vivo bronce de su
pelo, que él había visto a ella secar al fuego unos días antes. Seguía en su actitud y
parecía no estar consciente de la conversación a su alrededor. Finalmente, se volvió y
Gabriel pudo ver que tenía las mejillas coloradas y los ojos brillosos. Una súbita marca
de alegría inundó su corazón.
-Mr. D’Arcy -dijo ella-, ¿cuál es el nombre de esa canción que usted cantó?
-Se llama La joven de Aughrim -dijo Mr. D’Arcy-, pero no la puedo recordar muy bien.
¿Por qué? ¿La conoce?
-La joven de Aughrim -repitió ella-. No podía recordar el nombre.
-Linda melodía -dijo Mary Jane-. Qué pena que no estuviera usted en voz esta noche.
-Vamos, Mary Jane -dijo tía Kate-. No importunes a Mr. D’Arcy. No quiero que se vaya
a poner bravo.
Viendo que estaban todos listos para irse comenzó a pastorearlos hacia la puerta
donde se despidieron:
-Bueno, tía Kate, buenas noches y gracias por la velada tan grata.
-Buenas noches, Gabriel. ¡Buenas noches, Gretta! -Buenas noches, tía Kate, y un millón
de gracias. Buenas noches, tía Julia.
-Ah, buenas noches, Gretta, no te había visto.
-Buenas noches, Mr. D’Arcy. Buenas noches, Miss O’Callaghan.
-Buenas noches, Miss Morkan. -Buenas noches, de nuevo. -Buenas noches a todos.
Vayan con Dios. -Buenas noches. Buenas noches.
Todavía era oscuro. Una palidez cetrina se cernía sobre las casas y el río; y el cielo
parecía estar bajando. El suelo se hacía fango bajo los pies y sólo quedaban retazos de
nieve sobre los techos, en el muro del malecón y en las barandas de los alrededores.
Las lámparas ardían todavía con un fulgor rojo en el aire lóbrego y, al otro lado del
río, el palacio de las Cuatro Cortes se erguía amenazador contra el cielo oneroso.
Caminaba ella delante de él con Mr. Bartell D’Arcy, sus zapatos en un cartucho bajo
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el brazo, sus manos levantando la falda del fango. No tenía ya una pose graciosa,
pero los ojos de Gabriel brillaban de felicidad. La sangre golpeaba en sus venas; y los
pensamientos se amotinaban en su cerebro: orgullosos, regocijados, tiernos, valerosos.
Caminaba ella delante tan leve y tan erguida que él deseó caerle detrás sin ruido,
tomarla por los hombros y decirle al oído algo tonto y afectuoso. Le parecía tan frágil
que quería defenderla de cualquier cosa para luego quedarse solo con ella. Momentos
de su vida secreta juntos fulguraron como estrellas en su memoria. Junto a la taza de
té del desayuno, un sobre color heliotropo que él acariciaba con su mano. Los pájaros
piaban en la enredadera y la luminosa telaraña del cortinaje cabrilleaba sobré el piso:
era tan feliz que no podía probar bocado. Estaban en la concurrida plataforma y él
deslizaba un billete en la cálida palma recóndita de su mano enguantada. Estaba de
pie con ella a la intemperie, mirando por entre los barrotes de una ventana a un hom-
bre haciendo botellas ante un horno rugiente. Hacía mucho frío. Su cara, reluciente
por el viento helado, estaba muy cerca de la suya; y de pronto ella le llamó la atención
al hombre del horno:
-Señor, ¿ese fuego, está caliente?
Pero el hombre no la pudo oír con el ruido que hacía la fornalla. Más valía así. Con
toda seguridad le habría respondido groseramente.
Una ola de una alegría más tierna escapó de su corazón para correrle en cálido tor-
rente por las arterias. Como el tierno calor de las estrellas, rompieron a iluminar su
memoria momentos de su vida juntos que nadie conocía, que nadie sabría nunca.
Anhelaba hacerle recordar a ella todos esos momentos, para hacerle olvidar su abur-
rida existencia juntos y que rememorara solamente los momentos de éxtasis. Ya que
los años, sentía él, no habían colmado la sed de su alma o la de ella. Los hijos sus
escritos, su labor de ama de casa no habían apagado el tierno fuego de sus almas. En
una carta que le escribió por aquel tiempo, él le decía: ¿Por qué palabras como éstas
me parecen tan sosas y frías? ¿Es porque no hay una palabra tan tierna que sea capaz
de ser tu nombre?
Como una melodía lejana estas palabras que había escrito años atrás le llegaron des-
de el pasado. Deseaba estar a solas con ella. Cuando todos se hubieran ido, cuando
estuvieran solos él y ella en la habitación del hotel, entonces estarían juntos y a solas.
La llamaría quedamente:
-¡Gretta!
Tal vez no lo oyera ella enseguida: se estaría desnudando. Luego, algo en su voz
llamaría su atención. Se volvería ella a mirarlo… En la esquina de Winetavern Street
encontraron un coche. Se alegró de que hiciera tanto ruido, pues ahorraba la conver-
sación. Ella miraba por la ventana y parecía cansada. Los otros hablaban apenas, seña-
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lando a un edificio o a una calle. El caballo trotaba desganado bajo el cielo sombrío,
tirando de la caja crujiente tras sus cascos, y Gabriel estaba de nuevo en un coche con
ella, galopando a alcanzar el barco, galopando hacia su luna de miel.
Cuando el coche atravesaba el puente de O’Connell, Miss Callaghan dijo:
-Dicen que nadie cruza el puente de O’Donnell sin ver un caballo blanco.
-Yo veo un hombre blanco esta vez -dijo Gabriel.
-¿Dónde? -preguntó Mr. Bartell D’Arcy.
Gabriel señaló a la estatua, en la que había parches de nieve. Luego, la saludó famil-
iarmente y levantó la mano.
-Buenas noches, Daniel -dijo, alegre.
Cuando el coche arrimó ante el hotel, Gabriel saltó afuera y, a pesar de las protestas
de Mr. Bartell D’Arcy, pagó al cochero. Le dio al hombre un chelín por el viaje. El hom-
bre lo saludó y dijo:
-Próspero Año Nuevo, señor.
-Igualmente -dijo Gabriel, cordial.
Ella se apoyó un instante en su brazo al salir del coche, y luego, de pie en la acera,
dándoles las buenas noches a los demás. Se sujetaba leve a su brazo, tan levemente
como cuando bailó con él antes. Se sintió orgulloso y feliz entonces: feliz de estar
con ella, orgulloso de su gracia y su porte señorial. Pero ahora, después de reavivar
tantos recuerdos, el primer contacto con su cuerpo, armonioso y extraño y perfumado,
produjo en él un agudo latido de lujuria. Aprovechándose de su silencio, le apretó el
brazo a su costado; y al detenerse a la puerta del hotel, sintió que se habían escapado
a sus vidas y a sus deberes, escapado de la familia y de los amigos, y se habían fugado
juntos, sus corazones vibrantes y salvajes, en busca de una aventura nueva.
Un viejo dormitaba en uno de los grandes sillones de orejas en el vestíbulo. Encendió
él una vela en la oficina y los precedió escaleras arriba. Lo siguieron en silencio, sus
pies pisando sordamente los mullidos escalones alfombrados. Ella subía detrás del
portero, su cabeza doblegada por el ascenso, sus frágiles hombros encorvados como
por una pesada carga, su falda entallándola ceñida. Echaría los brazos alrededor de
sus caderas para obligarla a detenerse, pues le temblaban de deseo de poseerla y
solamente la presión de sus uñas contra la palma de su mano mantenía bajo control
el impulso de su cuerpo. El portero se paró en las escaleras a enderezar la vela que
chorreaba. Se detuvieron detrás de él. En el silencio, Gabriel podía oír la esperma der-
retida caer goteando en la palmatoria, tanto como el latido del corazón golpeando
sus costillas.
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El portero los condujo a lo largo de un pasillo y abrió una puerta. Luego, puso su in-
estable vela en una mesita de noche y preguntó que a qué hora querían los señores
despertarse.
-A las ocho -dijo Gabriel.
El portero señaló para el botón de la luz y empezó a murmurar una disculpa, pero
Gabriel lo detuvo.
-No queremos luz. Hay bastante con la de la calle. Y yo diría -dijo, señalando la vela-
que puede usted, amigo mío, librarnos de tan orondo instrumento.
El portero cargó con la vela otra vez, pero sin prisa, ya que se había sorprendido de
idea tan novedosa. Luego, murmuró las buenas noches y salió. Gabriel pasó el pestillo.
La fantasmal luz del alumbrado público iluminaba el tramo de la ventana a la puerta.
Gabriel arrojó abrigo y sombrero sobre un sofá y cruzó el cuarto en dirección a la
ventana. Miró abajo hacia la calle para calmar su emoción un tanto. Luego, se volvió
a apoyarse en un armario, de espaldas a la luz. Ella se había quitado el sombrero y
la capa y se paró delante de un gran espejo movible a zafarse el vestido. Gabriel se
detuvo a mirarla un momento y después dijo:
-¡Gretta!
Se volvió ella lentamente del espejo y atravesó el cuadro de luz para acercarse. Su cara
lucía tan seria y fatigada que las palabras no acertaban a salir de los labios de Gabriel.
No, no era el momento todavía.
-Se te ve cansada -dijo él.
-Lo estoy un poco -respondió ella.
-¿No te sientes enferma ni débil?
-No, cansada: eso es todo.
Se fue a la ventana y se quedó allá, mirando para fuera. Gabriel esperó de nuevo y
luego, temiendo que lo ganara la indecisión, dijo, abrupto:
-¡Por cierto, Gretta!
-¿Qué es?
-¿Tú conoces a ese pobre tipo Malins? -dijo rápido. -Sí. ¿Qué le pasa?
-Nada, que el pobre es de lo más decente, después de todo -siguió Gabriel con voz
falsa-. Me devolvió el soberano que le presté y no me lo esperaba, en absoluto. Es una
pena que no se aleje de ese tipo Browne, pues no es mala persona.
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Temblaba, molesto. ¿Por qué parecía ella tan distraída? No sabía por dónde empezar.
¿Estaría molesta, ella también, por algo? ¡Si solamente se volviera o viniera hacia él
por sí misma! Tomarla así como estaba sería bestial. No, tenía que notar un poco de
pasión en sus ojos. Deseaba dominar su extraño estado de ánimo.
-¿Cuándo le prestaste la libra? -preguntó ella después de una pausa.
Gabriel luchó por contenerse y no arrancar a maldecir brutalmente al estúpido de Ma-
lins y su libra. Anhelaba gritarle desde el fondo de su alma, estrujar su cuerpo contra
el suyo, dominarla. Pero dijo:
-Oh, por Navidad, cuando abrió su tiendecita de tarjetas de felicitaciones en Henry
Street.
Sufría tal fiebre de rabia y de deseo que no la oyó acercarse desde la ventana. Ella
se detuvo frente a él un instante, mirándolo de modo extraño. Luego, poniéndose de
pronto en puntillas y posando sus manos, leve, en sus hombros, lo besó. -Eres tan
generoso, Gabriel -dijo.
Gabriel, temblando de deleite ante su beso súbito y la rareza de su frase, le puso una
mano sobre el pelo y empezó a alisárselo hacia atrás, tocándolo apenas con los dedos.
El lavado se lo había puesto fino y brillante. Su corazón desbordaba de felicidad. Justo
cuando lo deseaba había venido ella por su propia voluntad. Quizá sus pensamientos
corrían acordes con los suyos. Quizás ella sintiera el impetuoso deseo que él guardaba
dentro y su estado de ánimo imperioso la había subyugado. Ahora que ella se le había
entregado tan fácilmente se preguntó él por qué había sido tan pusilánime.
Se puso en pie, sosteniendo su cabeza entre las manos. Luego, deslizando un brazo
rápidamente alrededor de su cuerpo y atrayéndola hacia él, dijo en voz baja:
-Gretta querida, ¿en qué piensas?
No respondió ella ni cedió a su abrazo por entero. De nuevo habló él, quedo:
-Dime qué es, Gretta. Creo que sé lo que te pasa. ¿Lo sé? No respondió ella enseguida.
Luego, dijo en un ataque de llanto:
-Oh, pienso en esa canción, La joven de Aughrim.
Se soltó de su abrazo y corrió hasta la cama y, tirando los brazos por sobre la baranda,
escondió la cara. Gabriel se quedó paralizado de asombro un momento y luego la
siguió. Cuando cruzó frente al espejo giratorio se vio de lleno: el ancho pecho de la
camisa, relleno, la cara cuya expresión siempre lo intrigaba cuando la veía en un es-
pejo y sus relucientes espejuelos de aros de oro. Se detuvo a pocos pasos de ella y
le dijo:
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-¿Qué ocurre con esa canción? ¿Por qué te hace llorar? Ella levantó la cabeza de entre
los brazos y se secó los ojos con el dorso de la mano, como un niño. Una nota más
bondadosa de lo que hubiera querido se introdujo en su voz:
-¿Por qué, Gretta? -preguntó.
-Pienso en una persona que cantaba esa canción hace tiempo.
-¿Y quién es esa persona? -preguntó Gabriel, sonriendo.
-Una persona que yo conocí en Galway cuando vivía con mi abuela -dijo ella.
La sonrisa se esfumó de la cara de Gabriel. Una rabia sorda le crecía de nuevo en el
fondo del cerebro y el apagado fuego del deseo empezó a quemarle con furia en las
venas.
-¿Alguien de quien estuviste enamorada? -preguntó irónicamente.
-Un muchacho que yo conocí -respondió ella-, que se llamaba Michael Furey. Cantaba
esa canción, La joven de Aughrim. Era tan delicado.
Gabriel se quedó callado. No quería que ella supiera que estaba interesado en su
muchacho delicado.
-Tal como si lo estuviera viendo -dijo un momento después-. ¡Qué ojos tenía: grandes,
negros! ¡Y qué expresión en ellos…, qué expresión!
-Ah, ¿entonces estabas enamorada de él? -dijo Gabriel. Salía con él a pasear -dijo ella-,
cuando vivía en Galway.
Un pensamiento pasó por el cerebro de Gabriel.
-¿Tal vez fuera por eso que querías ir a Galway con esa muchacha Ivors? -dijo fría-
mente.
Ella le miró y le preguntó, sorprendida:
-¿Para qué?
Sus ojos hicieron que Gabriel sintiera desazón. Encogiendo los hombros dijo:
-¿Cómo voy a saberlo yo? Para verlo, ¿no?
Retiró la mirada para recorrer con los ojos el rayo de luz hasta la ventana.
-Él está muerto -dijo ella al rato-. Murió cuando apenas tenía diecisiete años. ¿No es
terrible morir así tan joven?
-¿Qué era él? -preguntó Gabriel, irónico todavía.
-Trabajaba en el gas -dijo ella.
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R é q u i e m
Gabriel se sintió humillado por el fracaso de su ironía y ante la evocación de esta
figura de entre los muertos: un muchacho que trabajaba en el gas. Mientras él había
estado lleno de recuerdos de su vida secreta en común, lleno de ternura y deseo,
ella lo comparaba mentalmente con el otro. Lo asaltó una vergonzante conciencia de
sí mismo. Se vio como una figura ridícula, actuando como recadero de sus tías, un
nervioso y bienintencionado sentimental, alardeando de orador con los humildes, ide-
alizando hasta su visible lujuria: el lamentable tipo fatuo que había visto momentánea-
mente en el espejo. Instintivamente dio la espalda a la luz, no fuera que ella pudiera
ver la vergüenza que le quemaba el rostro.
Trató de mantener su tono frío, de interrogatorio, pero cuando habló su voz era in-
diferente y humilde.
-Supongo que estarías enamorada de este Michael Furey, Gretta -dijo.
-Me sentía muy bien con él entonces -dijo ella.
Su voz sonaba velada y triste. Gabriel, sintiendo ahora lo vano que sería tratar de
llevarla más lejos de lo que se propuso, acarició una de sus manos y dijo, él también
triste:
-¿Y de qué murió tan joven, Gretta? Tuberculoso, supongo.
-Creo que murió por mí -respondió ella.
Un terror vago se apoderó de Gabriel ante su respuesta, como si, en el momento en
que confiaba triunfar, algún ser impalpable y vengativo se abalanzara sobre él, reu-
niendo las fuerzas de su mundo tenue para echársele encima. Pero se sacudió libre
con un esfuerzo de su raciocinio y continuó acariciándole a ella la mano. No la inter-
rogó más porque sentía que se lo contaría ella todo por sí misma. Su mano estaba
húmeda y cálida: no respondía a su caricia, pero él continuaba acariciándola tal como
había acariciado su primera carta aquella mañana de primavera.
-Era en invierno -dijo ella-, como al comienzo del invierno en que yo iba a dejar a mi
abuela para venir acá al convento. Y él estaba enfermo siempre en su hospedaje de
Galway y no lo dejaban salir y ya le habían escrito a su gente en Oughterard. Estaba
decaído, decían, o cosa así. Nunca supe a derechas.
Hizo una pausa para suspirar.
-El pobre -dijo-. Me tenía mucho cariño y era tan gentil. Salíamos a caminar, tú sabes,
Gabriel, como hacen en el campo. Hubiera estudiado canto de no haber sido por su
salud. Tenía muy buena voz, el pobre Michael Furey.
-Bien, ¿y entonces? -preguntó Gabriel.
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-Y entonces, cuando vino la hora de dejar yo Galway y venir acá para el convento,
él estaba mucho peor y no me dejaban ni ir a verlo, por lo que le escribí una carta
diciéndole que me iba a Dublín y regresaba en el verano y que esperaba que estuviera
mejor para entonces.
Hizo una pausa para controlar su voz y luego siguió: -Entonces, la noche antes de
irme, yo estaba en la casa de mi abuela en la Isla de las Monjas, haciendo las maletas,
cuando oí que tiraban guijarros a la ventana. El cristal estaba tan anegado que no
podía ver, por lo que corrí abajo así como estaba y salí al patio y allí estaba el pobre
al final del jardín, tiritando.
-¿Y no le dijiste que se fuera para su casa? -preguntó Gabriel.
-Le rogué que regresara enseguida y le dije que se iba a morir con tanta lluvia. Pero
él me dijo que no quería seguir viviendo. ¡Puedo ver sus ojos ahí mismo, ahí mismo!
Estaba parado al final del jardín donde había un árbol.
-¿Y se fue? -preguntó Gabriel.
-Sí, se fue. Y cuando yo no llevaba más que una semana en el convento se murió y lo
enterraron en Oughterard, de donde era su familia. ¡Ay, el día que supe que, que se
había muerto!
Se detuvo, ahogada en llanto, y, sobrecogida por la emoción, se tiró en la cama bo-
cabajo, a sollozar sobre la colcha. Gabriel sostuvo su mano durante un rato, sin saber
qué hacer, y luego, temeroso de entrometerse en su pena, la dejó caer gentilmente y
se fue, quedo, a la ventana.
Ella dormía profundamente.
Gabriel, apoyado en un codo, miró por un rato y sin resentimiento su pelo revuelto
y su boca entreabierta, oyendo su respiración profunda. De manera que ella tuvo un
amor así en la vida: un hombre había muerto por su causa. Apenas le dolía ahora
pensar en la pobre parte que él, su marido, había jugado en su vida. La miró mientras
dormía como si ella y él nunca hubieran sido marido y mujer. Sus ojos curiosos se
posaron un gran rato en su cara y su pelo: y, mientras pensaba cómo habría sido ella
entonces, por el tiempo de su primera belleza lozana, una extraña y amistosa lástima
por ella penetró en su alma. No quería decirse a sí mismo que ya no era bella, pero
sabía que su cara no era la cara por la que Michael Furey desafió la muerte.
Quizás ella no le hizo a él todo el cuento. Sus ojos se movieron a la silla sobre la que
ella había tirado algunas de sus ropas. Un cordón del corpiño colgaba hasta el piso.
Una bota se mantenía en pie, su caña fláccida caída; su compañera yacía recostada
a su lado. Se extrañó ante sus emociones en tropel de una hora atrás. ¿De dónde
provenían? De la cena de su tía, de su misma arenga idiota, del vino y del baile, de
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aquella alegría fabricada al dar las buenas noches en el pasillo, del placer de caminar
junto al río bajo la nieve. ¡Pobre tía Julia! Ella, también, sería muy pronto una som-
bra junto a la sombra de Patrick Morkan y su caballo. Había atrapado al vuelo aquel
aspecto abotargado de su rostro mientras cantaba Ataviada para el casorio. Pronto,
quizá, se sentaría en aquella misma sala, vestido de luto, el negro sombrero de seda
sobre las ro-dillas, las cortinas bajas y la tía Kate sentada a su lado, llorando y sop-
lándose la nariz mientras le contaba de qué manera había muerto Julia. Buscaría él
en su cabeza algunas palabras de consuelo, pero no encontraría más que las usuales,
inútiles y torpes. Sí, sí: ocurrirá muy pronto.
El aire del cuarto le helaba la espalda. Se estiró con cuidado bajo las sábanas y se echó
al lado de su esposa. Uno a uno se iban convirtiendo ambos en sombras. Mejor pasar
audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funes-
tamente por la vida. Pensó cómo la mujer que descansaba a su lado había evocado
en su corazón, durante años, la imagen de los ojos de su amante el día que él le dijo
que no quería seguir viviendo.
Lágrimas generosas colmaron los ojos de Gabriel. Nunca había sentido aquello por
ninguna mujer, pero supo que ese sentimiento tenía que ser amor. A sus ojos las lágri-
mas crecieron en la oscuridad parcial del cuarto y se imaginó que veía una figura de
hombre, joven, de pie bajo un árbol anegado. Había otras formas próximas. Su alma se
había acercado a esa región donde moran las huestes de los muertos. Estaba consci-
ente, pero no podía aprehender sus aviesas y tenues presencias. Su propia identidad
se esfumaba a un mundo impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se
criaron y vivieron se disolvía consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo nevaba.
Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos hacia las luces.
Había llegado la hora de variar su rumbo al poniente. Sí, los diarios estaban en lo
cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada zona de la oscura planicie central
y en las colinas calvas, caía suave sobre el mégano de Allen y, más al oeste, suave
caía sobre las sombrías, sediciosas aguas de Shannon. Caía, así, en todo el desolado
cementerio de la loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar,
sobre una cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las es-
pinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve leve sobre el
universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último ocaso, sobre todos los
vivos y sobre los muertos.
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La antesala de la muerte (Cuento rosa)
René Avilés Fabila
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Salió del cementerio; solo, cabizbajo; atrás quedaban enterrados Cecilia, su esposa,
y el hijo que no llegó a nacer; realmente su vida había sido poco afortunada, llena
de desgracias, y ahora el único lazo que lo sostenía murió; su infancia fue difícil. Sin
percatarse de la presencia de un helicóptero militar que revoloteaba a baja altura su
mente enfebrecida produce el primer flash-back: tarde lluviosa, un joven papelero que
de noche estudia secundaria, por matar el tiempo lee un periódico abandonado: bel-
las damitas y guapos Juniors le sonríen desde la sección de sociales: están cenando y
qué banquete; el huérfano, Marcos, estuvo a punto de caer en el mal, sólo que algo,
alguien lo impide y así lo vemos realizando las tareas más pesadas para un adoles-
cente y tan pronto carga bultos en La Merced, como hace mandados para costear sus
estudios; uno de sus maestros lo aconseja, única cosa que le permite su tremenda po-
breza magisterial; por él Marcos conoce la historia patria, llena de ejemplos, de bue-
nos ejemplos: niños desamparados que por sí mismos llegaron a triunfar en la política
convirtiéndose en multimillonarios; luego, amos comparten el pan barato y la leche de
cal que el abnegado educador logra comprar con su raquítico sueldo; además éste es
quien le habla de Dios y lo lleva a la iglesia para que juntos recen por la prosperidad
y la salud del presidente que envuelto en una chamarra tricolor lucha por fortalecer
el subdesarrollo; en seguida desaparecen discretamente, caminando sin hacer ruido,
como marchaba Marcos del Panteón Civil de Dolos hacia Chapultepec, sin percatarse
de la presencia de agentes de tránsito que desviaban a los vehículos particulares para
que maniobraran transportes que ostentaban un letrero gris: Servicio de limpia=D. D.
F., adentro iban hombres vestidos de civil y armados con escuadras y ametralladoras
oficiales: granaderos y policías que protegían los movimientos; una voz, alarmada:
¡Son los halcones, manito!, pero Marcos no lo escuchó: al tremendo peso moral que
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soportaba hay que añadir la lluvia, una lluvia tímida y persistente, sin pretensiones
de aguacero o chubasco; el pelo de Marcos, prematuramente emblanquecido, chor-
reaba agua y el agua le escurría por la frente empapándole el rostro y haciendo más
dramática la expresión de vencido; su mirada iba fija al suelo y nada más la levan-
taba para evitar golpearse contra un árbol o contra un poste: su ropa también estaba
húmeda, eran algo así como las cuatro de la tarde y la lluvia parecía perder fuerza;
sin Cecilia ya nada será igual, piensa, y aparece el segundo flash-back, en tanto que
surge el rostro de un halcón, drogado o tal vez borracho: No queremos hacerles daño,
somos revolucionarios, venimos para apoyarlos, repetía mecánicamente: Marcos es
gerente de una sucursal bancaria con ideas avanzadas: frente a él está la fotografía
del viejo maestro, fallecido de hambre y tuberculosis hace tiempo, en una oscura
habitación del hotel de ínfima categoría; firma unos papeles cuando su secretaria pide
autorización para que un cliente hablé con él; el ejecutivo responde afirmativamente
y la empleada hace pasar a la bellísima Cecilia: ninguno de los dos hablar: Romeo y
Julieta de Tchaikovsky resuena en la severa oficina: más adelante se conocen bien y
al fin, enamorados, deciden casarse y formar un hogar cristiano: el matrimonio fue
dichoso; todo cambió: en el bosque de Chapultepec, a la altura de Constituyentes,
antiguamente Madereros, había poca gente, ninguna pareja de enamorados y sí varios
tanques y carros de combate: Marcos trató de provocar un tercer flash-back y mostrar
en grandes planos la vida ejemplar de su maestro: imposible, ni un modesto close-
up; la presencia de Cecilia disolvía al buen anciano: cuando el Paseo de la Reforma
estaba a la vista, Marcos opta por una decisión dramática: suicidarse, en esos segun-
dos llegó al flash-back número tres en largas secuencias: el banco donde presta sus
servicios es asaltados por guerrilleros urbanos que se llevan muchos miles de pesos
para alimentar su movimiento: qué impresión tan fuerte: se desmaya: no está acos-
tumbrado a los actos violentos porque ama la tranquilidad y aborrece lo que altera
el orden establecido, especialmente odia a los comunistas; luego, la central bancaria
decide despedirlo ya que durante su desvanecimiento ocurrieron muchas cosas como
la desaparición del dinero y varios disparo que causaron un policía herido; la gerencia
lo acusa de actitud antiheroica (debió defender con su vida el sagrado dinero de los
clientes que depositan su confianza en la institución y respetar la orden de tirar a ma-
tar, dada desde muy arriba junto con una pistola) y lo cesa; podía concluir que su vida
era un fracaso completo y que los reducidos momentos de felicidad se diluían entre
tanta desgracia: pero ¿cómo matarme? Soy cobarde e incapaz de tomar un revólver
o ingerir barbitúricos; el cuarto flash-back lo aborda mientras que una larga hilera
de pesados camiones militares, repletos de soldados perfectamente equipados para
combatir, se detenía: sonó un silbato, los hombres descendieron y marcharon con beli-
cosidad avanzaron en dirección a la fuente de Diana Cazadora: Cecilia va por Cinco de
Mayo, busca ropa infantil; su embarazo la hace andar torpemente y no se fija que un
automovilista viene conduciendo a toda velocidad y la embiste: Cecilia se retuerce de
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dolor en el suelo: no teme por su vida sino por la del niño que lleva en las entrañas,
el hijo de Marcos; un agente de tránsito detiene al borracho que la atropelló, quien
enseña dos credenciales, una del PRI y otra que lo identifica como diputado federal y
lo deja en libertad con un perdone usté, mi jefe; llega la ambulancia de la Cruz Roja
y recoge a la mujer herida; al hospital; en el trayecto, los camilleros aprovechan su
inconciencia para hurtarle el reloj y el dinero; Marcos al intuir que algo le sucede a
su esposa, corre a buscarla y durante dos días visita delegaciones y cruces, hasta que
por fin llega a donde Cecilia agoniza: pálida y demacrada solicita un sacerdote: sabe
que está muriéndose; Marcos exige la presencia de un cura, pero el único que hay a
la mano merienda y rechaza la petición; Cecilia piensa que el cielo le cierra las puertas
y muere en los brazos de su marido: fallece como vivió, amándolo; el hombre llora
patéticamente, un médico piadoso o que espera propina cubre el rostro del cadáver
y palmea la espalda del doliente a modo de consuelo; Marcos aún sentía la mano del
doctor en el hombro cuando llegó al Paseo de la Reforma, sus pensamientos lúgubres
fueron interrumpidos por numerosos grupos estudiantiles que marchaban protestan-
do contra el gobierno corrupto y asesino, por la represión cotidiana (encarcelamiento,
presiones), por las injusticias, por ineficacia para resolver problemas nacionales, contra
la demagogia (pan nuestro de cada día): ¡claro, qué torpe, cómo no lo pensé antes!:
ya tengo la forma de morir: tranquilamente, con los ojos llorosos, tomó una pancarta
con la efigie del Che Guevara y se introdujo en la manifestación.
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Llamadas telefónicas
Roberto Bolaño
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B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una
época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que pi-
ensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al
principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida,
como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.
Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefóni-
cas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus
voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos
días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades,
frustraciones. Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está en-
amorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en
realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X
lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero
acepta. Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado
de X o está enamorado de la idea de estar enamorado? La relación es problemática
e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas,
muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa
aparente. Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también
son torpes. Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero. B no
tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue
llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida. A veces, cuando está solo
o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta
recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de
que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche
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y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida
es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde.
Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto.
El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso. Pero el mono
prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando
las estrellas heladas barren el desierto. Al despertar (ya en la Estación de Sants, en
Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de di-
rigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X
no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada
vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo. Estoy
desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una
noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se
te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte
la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende
nada. Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de
un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca
consuelo en un libro. Pasan los días.
Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz.
Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no
obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo,
piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice
B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar
el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al
otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El
tiempo —el tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender— pasa por
la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin
darse cuenta, se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después,
silenciosamente, cuelga.
Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe tel-
efonear nunca más a X. Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y de-
sean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe
rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a
X. Al principio B se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos
y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan
por dos días en concreto. B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días.
Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se
ha movido de su barrio y de su casa, pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan.
B pasa la noche en la comisaría.
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En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la posi-
bilidad, extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman sus
huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B acepta.
A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado detenido,
sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un asesinato.
Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de inmediato. Sueña
con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar comprende que
ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se encuentra perdido en
el desierto.
Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma
un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una
punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo
haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si
yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso, precisamente,
soy yo el que está vivo. Durante el viaje, insomne, contempla a X por primera vez en
su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí mismo, casi con desga-
na, por última vez. Al llegar, muy temprano, va directamente a casa del hermano de
X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo lo invita a pasar, le ofrece un café.
El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio vestir. No se ha duchado,
constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de agua por el pelo. B acepta el
café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía lo ha
interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano
de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con
todo esto. La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú
siempre tuviste mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B, cuando yo
soy precisamente el que está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda
su inocencia. Luego el hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo
de un rato, agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece
en su sueño.
Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el
hermano de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran
emborracharse no lo consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías,
B le dice que una vez llamó a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X.
Sólo lo hice una vez, dice B, pero entonces comprendí que X solía recibir ese tipo
de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las
llamadas anónimas?, pregunta el hermano de X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era
yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo, dice, que el asesino es uno de sus
ex amantes, mi hermana tenía muchos pretendientes. B prefiere no contestar (el her-
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mano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos permanecen en silencio
hasta llegar a casa.
En el ascensor B siente deseos de vomitar. Lo dice: voy a vomitar. Aguántate, dice el
hermano de X. Luego caminan aprisa por el pasillo, el hermano de X abre la puerta
y B entra disparado buscando el cuarto de baño. Pero al llegar allí ya no tiene ganas
de vomitar. Está sudando y le duele el estómago, pero no puede vomitar. El inodoro,
con la tapa levantada, le parece una boca toda encías riéndose de él. O riéndose de
alguien, en todo caso. Después de lavarse la cara se mira en el espejo: su rostro está
blanco como una hoja de papel. Lo que resta de noche apenas puede dormir y se lo
pasa intentando leer y escuchando los ronquidos del hermano de X. Al día siguiente
se despiden y B vuelve a Barcelona. Nunca más visitaré esta ciudad, piensa, porque X
ya no está aquí.
Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la policía
ha cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas anónimas.
B no responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo, dice
B, gracias por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo.
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Réquiem no se terminó de imprimir en octubre de 2013 ni se terminará de imprimir
nunca jamás en la vida.
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