relatos para pasarlo de miedo 2
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Relatos para
PASARLO DE MIEDO 2
Cuadernos de biblioteca
Relatos para
PASARLO DE MIEDO 2
Cuadernos de Relatos nº 4
Colección dirigida por Josefina López
PRIMERA EDICIÓN, 2010
Ediciones de la Biblioteca
Departamento de Edición
Maquetación: Mª Pilar López Pérez
IES Goya
Avd. Goya, 45
50006 ZARAGOZA
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La historia de la desdichada Berenice
(Basada en el relato “Berenice”, de Edgar Allan Poe)
Gabriel Carmona Celma
E ste relato no trata sobre ningún hecho inventado o ficticio, sino acer-
ca de una historia real que ocurrió hará unos cincuenta años.
Yo era tan solo una niña huérfana y sin hogar mendigando entre las calles
más oscuras de Madrid, uno y otro día con tan solo unas míseras pesetas para
sobrevivir. En una de esas lúgubres jornadas de la que no recuerdo la fecha,
un grupo de monjas me observó con cara de tristeza. Estuvieron un buen rato
encogidas y estremecidas al ver mis harapientas ropas y mi cajita de cartón, que tan solo contenía un par de duros, cuando una de ellas murmuró: ―¡Qué
atrocidad! No podemos permitir que esta pobre niña deambule así por estas
calles, aún existen muchos bribones capaces de aprovecharse de una pobre y
desdichada niña como esta‖. Al tiempo que otra monja, que parecía ser la
madre Superiora, le respondía: ―Es cierto, el Señor nunca nos lo perdonaría‖.
Y así fue, las monjas me acogieron y me dieron un hogar en el pequeño con-
vento en el que vivían. Yo compartía habitación con la asistenta que les lim-
piaba y les hacía la comida, y además, me pagaban la escuela y me regalaban
algo de ropa por Navidad. Pero a cambio de este hogar, yo debía ayudar a la
asistenta en todas sus tareas, incluida la de limpiar los retretes, y hacer la co-
mida. Aunque comparado con lo que tenía antes, esto era una bendición divi-
na.
Después de muchos años viviendo en el convento, me atacó una extraña en-
fermedad, que me hacía tener convulsiones, y en ocasiones, hasta desmayos
muy prolongados. Aun así, las monjas se portaron muy bien conmigo, y me
cuidaron sin rechistar una sola vez, pero cuando cumplí los dieciocho años, la
cosa cambió. Me dijeron que me buscara un trabajo, y que mientras no pudie-
ra encontrar alojamiento, ellas me prestarían uno de sus numerosos pisos,
pero que a ellas ya les tocaba el turno de ayudar a otras personas, ya que yo
ya era mayor y podía cuidar de mí misma. Esas palabras se quedaron graba-
das en mi mente para toda la vida, pero ,en parte, me liberaron, porque aho-
ra yo era libre de hacer lo que quisiera y cuando quisiera, o al menos eso cre-
ía yo. Digo creía, porque la cosa no fue así, sino que todo fue a peor a causa
de mi enfermedad, y es que ya no eran tan solo los ataque epilépticos y los
desmayos, sino que ahora podía dejar de respirar durante mucho tiempo, con los ojos cerrados. Parecía una difunta cada vez que mi enfermedad entraba en
acción.
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La cosa siguió así durante varios años. A los veintiuno, las monjas dejaron de
cuidarme y me vi obligada a trabajar de criada en un lujoso y bonito piso de
Madrid. Tuve mucha suerte con aquel trabajo, porque además de ganar lo su-
ficiente para vivir, podía dormir en el piso donde servía, y las comidas me las
daban gratis. Entablé bastante amistad con la mujer del dueño de la casa, de-
bido a que yo era su única válvula de escape frente a los continuos maltratos
físicos y psíquicos que sufría la pobre mujer por parte de su marido. Pero
aquella historia terminó cuando el marido de aquella mujer se fugó con una
cubana a las Américas, y dejó a su pobre esposa hasta las cejas de deudas.
Así que muy a mi pesar, tuve que buscar un trabajo en otro lugar, en el que
además me pagaran lo suficiente como para alquilar un pisito en Madrid. Pero con lo mal que iban las cosas en aquella época no conseguí encontrar nada
decente, así que volví a la misma situación de hacía dieciocho años, en la ca-
lle y sin un sueldo con el que vivir.
Con todo el tiempo que tienes para pensar cuando estás en la calle, se me
ocurrió que quizás si ampliara mi cultura tendría más posibilidades de encon-
trar empleo. Y qué mejor sitio para aprender que en una biblioteca, así que
rauda como un rayo, me dirigí hacia dicho edificio. Al entrar quedé perpleja
ante la cantidad de libros que había por todas partes; no sabía por cuál empe-
zar, así que cogí el primero que vi, y más tarde, me dirigí hacia la mesa más
cercana. En ella se encontraba un hombre muy sucio y desaliñado, esquivo y
algo arisco, pero con pinta de ser bastante culto.
Después de aquello, fui a la biblioteca todos los días, uno tras otro, y hubo al-go que me sorprendió bastante. Y no fue otra cosa que descubrir que aquel
hombre esquivo y desaliñado no se movía de su silla excepto para coger otro
libro. Siempre permanecía en silencio, y no dejaba de leer ni para dormir. No
sé si fue la curiosidad o la pequeña atracción que me producía aquel hombre
la que me llevó a preguntarle un día acerca de por qué se pasaba toda la vida
allí metido. El misterioso hombre quedó bastante sorprendido al ver que al-
guien le dirigía la palabra, y con tono autoritario respondió que estaba leyen-
do, y que no quería que nadie le molestara mientras leía. Pero yo no soy una
de esas que se rinde a la primera, y no dejé de preguntarle hasta que me dio
una respuesta lógica, y esa respuesta fue: ―Mi madre me dio a luz en esta
misma biblioteca, y yo desde muy pequeño me vi unido a ella de una
for- ma especial. Al principio, solo estaba aquí una hora dia-
ria, pero luego se fue convirtiendo en una obsesión, además los niños del colegio se metían conmigo, y
me llamaban ratón de biblioteca, así que por las tar-
des, yo me refugiaba aquí y me olvidaba del mundo
exterior. Se fue creando un círculo vicioso que aca-
bo convirtiéndome en esto, un verdadero ratón de
biblioteca que no la abandona ni tan siquiera para
dormir.‖ El relato de aquel hombre me caló tan
hondo, que quise conocerlo mejor, y una cosa llevó
a la otra, y esa a la otra, y al final nos hicimos muy
amigos, y más tarde, comenzamos un largo noviaz-
go, hasta que él me pidió matrimonio y yo, natural-
mente, le contesté con un rotundo sí.
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Faltaba tan solo un mes para el día de nuestra boda cuando mi enfermedad
fue a peor. Fui de un hospital en otro, pero en ninguno podían curarme. Esta-
ba condenada a sufrir esos dolores durante toda mi vida. Pero en ese último
mes, ocurrió un suceso muy extraño: mi futuro marido empezó a obsesionar-
se con la belleza de mis dientes cada vez más y más, y esto empezó a pre-
ocuparme. Un día fui a la biblioteca a verle y a hablar sobre el tema, pero na-
da más cruzar el umbral de la puerta, caí redonda al suelo, empecé a dar va-
rias vueltas sobre mí misma, y más tarde, empecé a tener convulsiones, que
supongo que irían precedidas de uno de esos ataques que me producía aque-
lla rara enfermedad, y que hacían que pareciera una difunta. Lo siguiente que
recuerdo es estar enterrada dentro de un ataúd, supongo que porque uno de mis extraños ataques se alargó y la gente acabo dándome por muerta. Mien-
tras, estaba sumida en aquella aterradora oscuridad, dentro de seis tablas de
madera, sin poder mover ni un solo músculo, ni un solo hueso, sintiéndome
prisionera de mi propio cuerpo, y con la única habilidad de pensar y articular
palabras de auxilio, con la única esperanza de que alguna persona con capaci-
dad de movimiento me rescatara. Calculo que seguí gritando durante unos
cinco o seis minutos, lo que tardaron mis ataques epilépticos en entrar en es-
cena, pero esta vez fue más doloroso que nunca, debido a mi incapacidad de
movimiento. Mi cuerpo me decía que me volteara hacia la derecha, pero el
ataúd me lo impedía, mi cuerpo cada vez lo pedía con más fuerza, y yo nota-
ba cómo lentamente se me iban desgarrando todos y cada uno de los múscu-
los y tendones de mi brazo izquierdo, y más tarde escuché el crujido seco que indicaba una fractura en mitad del hueso, produciéndome un intensísimo dolor
al que respondí con un fuerte e incesante alarido semejante al que hacían las
personas a las que se les amputaba un brazo sin anestesia en la Edad Media,
solo que, en esta ocasión, yo no tenía ningún objeto que morder, ni ninguna
mano amiga a la que aferrarme, porque estaba sola, completamente sola y
sin posibilidad de escape. Al final, el ataque epiléptico cedió ante la abruma-
dora superioridad del ataúd, pero esta vez no entré en trance, sino que seguí
consciente, aunque, la verdad, en aquella situación hubiera preferido lo del
trance. Las paredes cada vez se me hacían más y más pequeñas, y cada ins-
tante que pasaba, me daba cuenta de que se me agotaba el aire, y que nadie
vendría a rescatarme. Intenté gritar, pero, solo conseguí consumir más oxíge-
no, y al final, como era predecible, se me agotó el aire, mis pulmones dejaron
de tragar; yo movía la boca de un lado a otro con la esperanza de encontrar algo de oxígeno, pero como era de esperar, no encontré nada, y me dispuse
para una muerte lenta y dolorosa. Empecé a dejar de sentir los dedos de las
manos y los de los pies, luego el mal se fue extendiendo hacia el tronco hasta
que dejé de sentir por completo las extremidades. Noté una especie de pre-
sión sobre el pecho, que cada vez fue incrementándose más y más, hasta
que parecía que me hubieran colocado la Gran Vía encima de mí. Pero la cosa
no quedo ahí, en la garganta empecé a notar como si me hubiera tragado un
rosal entero con todas y cada una de sus espinas clavándose cada vez con
más fuerza. El dolor subió hacia el cerebro, y cuando ya estaba a punto de
desmayarme, oí un golpe en el ataúd, no sabía si era una persona que venía a
salvarme, o San Pedro reclamándome en el reino celestial, pero resultó ser mi
prometido, que venía a rescatarme, o al menos eso pensaba yo. Abrió la tapa del ataúd, pero me quedé muy extrañada al ver que sus preciosos y grandes
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ojos azules se habían transformado en unos pequeños y rojos globos oculares
completamente ensangrentados y que además hacían juego con su nueva
sonrisa de loco asesino. Desde ese mismo instante, me di cuenta de que la
opción de San Pedro hubiera sido mucho más acertada. Mi prometido me
agarró del brazo derecho, y me sacó del ataúd sin tan siquiera darse cuenta
de mi increíble alarido de dolor. Luego me maniató con una cuerda de espar-
to, y sacó una extraña cajita del bolsillo, la cual reconocí más tarde, porque
era una de las posesiones más preciadas de mi prometido, una caja heredada
de su padre, el cual era dentista. Yo no entendía nada de toda aquella histo-
ria, pero lo comprendí todo cuando mi prometido comenzó a usar los utensi-
lios de dentista de su padre para extirparme uno a uno, todos mis dientes, aquellos con los que llevaba algunas semanas obsesionado. Intente morderle,
pero no surtió efecto debido a mi debilidad física, y cuando mi cruel y vil pro-
metido acabó de sacarme los dientes, cogió la pala que el mismo había utili-
zado para desenterrarme, y me asestó un contundente golpe mortal en la
parte superior de la nuca. Lo siguiente que recuerdo es ver mi propio cuerpo
cubierto de sangre, sin dientes, y a mi futuro marido huyendo con las piezas
dentales en las manos, mientras mi alma se alejaba a las alturas, seguramen-
te hacia un lugar mejor.
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La maldición familiar
Manuel Arcelús Clemente
E ran las 4 de la mañana. Me levanté para ir al baño. No había pegado
ojo en toda la noche. Unas horas antes un grito desgarrador había
perturbado mi sueño, pero pensé que era una pesadilla de las mías. Me dirigí
al baño y la primera sorpresa de aquella extraña noche fue que no había luz.
Por más que lo intenté, la luz no se encendía, debía de tratarse de un apagón.
Yo, aterrorizado recordando aquel grito, me horroricé ante la posibilidad de tener que estar toda la noche encendiendo y apagando velas. Decidí salir a
dar una vuelta por la calle.
Entonces, no sabía aún el error que había cometido.
Andando y andando, casi como si mis pies me hubieran dirigido hasta allí, lle-
gué a las afueras de la ciudad. Allí cerca vivía mi tío, un hombre extraño por
sus costumbres (era muy supersticioso y creía en toda clase de monstruos),
al que, sin embargo, le debía mucho. Desde pequeño jugó conmigo en el in-
menso bosque que todavía rodea su casa. Posteriormente me ofreció trabajar
en su empresa, una empresa que siempre había sido propiedad de mi familia,
pero que mi padre no había querido heredar junto a mi tío. Este asunto trajo
cola en mi familia. Mi abuelo le decía a mi padre que debía continuar con la
tradición familiar, pero a mi padre no le convencía puesto que, por sucesos extraños, había tenido varios apercibimientos de cierre, accidentes labora-
les…, y es que era una empresa que se había ganado muchos enemigos debi-
do a su gran éxito. Aún creo que mi padre hizo muy bien en no aceptar esa
pesada herencia.
Y los terribles sucesos de aquella fría tarde de enero me lo confirmarían para
siempre.
Por fin llegué a casa de mi tío. Las luces estaban encendidas (tal y como es-
peraba, por otra parte, puesto que era el único miembro de la familia que ten-
ía el sueño ligero). Pero al llamar no me abrió mi tío. Para mi desesperación
me abrió un policía, y aquello solo podía significar una cosa: aquellos terribles
sucesos que solo le ocurrían al desafortunado dueño de la empresa familiar
habían vuelto a repetirse. En el recibidor yacía mi tío, muerto y con el cuello
desgarrado. La bestia familiar, que tantas generaciones anteriores había ex-terminado, había vuelto, y no desaparecería hasta que la fábrica tuviera un
nuevo dueño. En ese preciso instante, supe que o heredaba la dichosa fábrica,
o la perdería para siempre suponiendo eso una pérdida considerable de dine-
ro. El Vampiro se había dado un buen festín aquella noche, y también me dio
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a comprender las extrañas costumbres de mi difunto tío, puesto que aquella
noche no fue (con total seguridad) la primera vez que se vieron. Y yo sería su
siguiente víctima.
Mi sueño había sido una premonición. Ese vampiro se había cobrado la vida
de otro buen hombre.
Desde aquel día juré que heredaría la fábrica y acabaría con ese chupa san-
gre, pero mis esfuerzos no hicieron falta. Mi valiente tío no había caído él so-
lo, allí yacía la bestia con una estaca clavada en el corazón.
La maldición familiar había acabado para siempre.
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El espíritu de Rosa
Ariadna Ferrer de la Torre
L aura recibió la noticia de que su tía había fallecido y de que le dejaba
en herencia una vieja mansión que ella nunca llegó a ocupar, porque
decía que le traía malos recuerdos. Laura, a pesar de lo que decía su tía sobre
la mansión, decidió mudarse ya que estaba cansada de la vida en la ciudad;
pero cuando llegó al viejo caserón se quedó impresionada.
Era una mansión antigua, de estilo victoriano, que prácticamente se caía a pe-dazos. Nada más entrar vio una escalera que le produjo una extraña sensa-
ción. Era una escalera majestuosa, con una alfombra roja descolorida por el
sol que debió recibir durante tantos años, procedente del gran ventanal del
recibidor. En el techo había una enorme lámpara de araña que se balanceaba
a causa de la corriente que entraba por los cristales rotos de las ventanas.
Laura se encontraba en tensión. La casa era oscura, lúgubre, fría. El movi-
miento de unas cortinas rasgadas le produjo un escalofrío que la llenó de te-
mor; entonces oyó un estruendo procedente del ático que la sobresaltó tanto
que no pudo evitar que de su boca saliera un grito ensordecedor. Salió co-
rriendo hacia la puerta, pero chocó con algo; entonces volvió a gritar, pero
esta vez el grito duró menos ya que vio que aquello con lo que había chocado
era una persona.
— Perdona si te he asustado – dijo la mujer sonriendo.
— ¿Asustada? Yo no estaba asustada, es que he oído un ruido y he gritado,
ha sido un acto reflejo — mintió ella intentando parecer más valiente de lo
que era.
— Ah, vale. Bueno, yo soy Rosa, vivo tres casas más abajo, he venido porque
he oído un grito, pero... –— dijo sin parar de sonreír.
— Tranquila, gracias. Yo me llamo Laura, soy la sobrina de la vieja propietaria
— añadió Laura.
— Ah, yo solo la conocía de vista. Bueno, tengo que irme — concluyó Rosa.
Cuando se quedó sola, Laura no pudo evitar avergonzarse de haberse asusta-
do; luego dio una vuelta por la casa y subió al ático. Cuando intentó entrar se
dio cuenta de que la puerta no tenía pomo, pero no le dio importancia. Ella
misma quitó la alfombra y las cortinas y las tiró. Por la tarde llegaron los pin-tores y los de la mudanza y en solo unas horas ya estaba terminada su habi-
tación.
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Esa noche, por mucho que lo intentó, no consiguió dormirse, porque aunque
la casa no tenía el mismo aspecto, seguía sintiendo una extraña sensación. A
la mañana siguiente le contó a Rosa que no podía dormir y ella la tranquilizó.
A finales de semana, la reforma de la casa ya estaba terminada. Laura ya
podía dormir y le había cogido mucha confianza a Rosa; pero esa noche nota-
ba una presencia. Cuando se fue a la cama sentía aire caliente en su cuello,
como una respiración de alguien o algo que estaba cerca, muy cerca de ella.
Consiguió dormirse, pero al oír un ruido extraño se despertó aterrorizada y
vio unos ojos que brillaban en la oscuridad. En ese momento salió corriendo
hacia la calle, pero en el recorrido se dio cuenta de una cosa: volvía a estar la
misma alfombra roja descolorida de la que ella misma se había librado, las mismas cortinas rasgadas y la misma corriente de aire que movía la lámpara
de araña.
Salió corriendo hacia la casa de Rosa, exactamente tres casas más abajo, pe-
ro lo que vio le hizo volver otra vez corriendo a su casa. Le dio un vuelco el
corazón en el momento en que vio que allí no había ninguna casa, lo que hab-
ía era un cementerio. Para su sorpresa, cuando volvió a su casa todo estaba
bien, ni cortinas rasgadas, ni cristales rotos, ni alfombras descoloridas, todo
en orden.
A la mañana siguiente vino Rosa y Laura le contó todo lo que le había pasado,
excepto lo del cementerio. De repente empezó a desconfiar de Rosa, de su
sonrisa, de su mirada inocente, de su manera de quitarle importancia a la si-
tuación diciendo: ―Seguramente fue una pesadilla, no le des importancia.‖ Aun así, Laura necesitaba sentirse apoyada, confiar en alguien, así que le dio
las copias de las llaves de su casa a Rosa porque le dijo que, cuando la oyera
gritar, iría corriendo a ayudarla, pero que no podría abrir la puerta sin las lla-
ves.
Esa misma noche se despertó otra vez y vio a los pies de su cama a una mu-
jer pálida, transparente, vigilándola y sonriéndole de la manera más diabólica
posible. Laura echó a correr hacia la puerta: estaba cerrada con llave; luego
subió al ático, pero recordó que la puerta no tenía pomo. Cuando intentó vol-
ver a bajar, la mujer se puso en su camino y le dijo: ―Eres demasiado confia-
da. ¿No sabes que no hay que abrirles las puertas de tu casa a los extraños, y
menos darles las llaves? ―
En ese momento, Laura no pudo evitar mirarle la cara y reconocer su mirada,
la misma mirada inocente que ponía Rosa:
— ¿Sabes otra cosa? No vivo tres casas más abajo... vivo aquí – dijo mientras
le enseñaba un pomo. Laura se echó a llorar desconsoladamente.
— No sabes cómo siento tener que hacer esto, pero tu tía lo hizo conmigo y
yo no pude vengarme, pero ahora sí — chilló riéndose mientras se abalanza-
ba hacia ella.
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El espíritu maligno
Melani Gómez Alonso
É rase una vez una niña llamada Andrea, que vivía en el norte de Italia
junto a unos parientes, porque desgraciadamente sus padres habían si-
do asesinados hacía unos cuatro años. Sus parientes eran malísimos, le hac-
ían dormir en un cuarto muy pequeño y cuando tenía cumpleaños ni la felici-
taban y, lo que es peor, hasta le mintieron diciéndole que sus padres habían
sido secuestrados y hasta entonces no se había sabido nada de ellos. Pero An-
drea era tan inocente que se lo creía todo.
Un día, a las doce de la noche, cuando todo el mundo estaba durmiendo, An-
drea oyó unos pasos que hacían crujir la madera del suelo. Andrea estaba
aterrorizada y cogió una linterna guardada en su mesilla de noche. Cuando
estaba a punto de encenderla, oyó unas voces que decían: ―¡No, no déje-
nos !‖, y unos gritos muy altos, que hicieron que se cayese un vaso de leche
que tenía en la mesilla de noche. Andrea se quedó en silencio, para ver si
podía escuchar alguna voz más. Esperó unos minutos y nada, lo único que
consiguió oír fue cómo subía uno de sus parientes, debido al jaleo que se hab-
ía armado. El pariente entró enfurecido y le preguntó a Andrea: ―¿Se puede
saber qué estás haciendo? Hay gente que quiere dormir a estas horas‖. Y la
chica, que no tenía la culpa de nada, le contestó: ―Pero, si yo...‖. El pariente, que se caía de sueño, le dijo: ―No hay peros que valgan. ¡ Métete en tu cama
y duerme de una vez!‖́. Andrea le quiso preguntar si había escuchado voces,
pero pensó que sería preferible preguntárselo por la mañana.
Al día siguiente la hija de sus parientes, que para ella era su prima, empezó a
dar golpes en la puerta del dormitorio, para avisarle de que iban a ir al bos-
que. Andrea, que hubiera preferido quedarse durmiendo en la cama, se le-
vantó para preguntarle a su prima y tíos si habían oído algunas voces extra-
ñas a media noche. Nada más bajar, se podía escuchar el follón que se había
montado, porque su prima no estaba contenta por lo que le habían regalado
para su cumpleaños. ―Pero ¿qué es lo que está pasando aquí?‖, preguntó An-
drea, y la niña le contestó tan frescamente: ―¿Y a ti qué te importa?‖. Al reci-
bir esa contestación, Andrea cogió su desayuno y se lo llevó a su habitación,
para poder tomarlo tranquilamente.
En su habitación había una gatita que se llamaba Bolita de Nieve. Andrea la
quería mucho pero sus parientes no dejaban que Bolita de Nieve anduviera
suelta por la casa, así que la tenía que dejar en su habitación. Tampoco con-
fiaba en dejarla en casa cuando salía: la última vez que lo hizo, su prima la
metió en el armario y la gatita se volvió histérica, y la tuvo que llevar al vete-
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rinario. Andrea se puso el desayuno en una mesita pequeña que tenía enfren-
te de su ventana, para poder darle de comer a su gatita. Mientras desayunaba
empezó a pensar qué es lo que le querían decir esas voces, quizá eran imagi-
naciones suyas o que alguien le estaba gastando una broma. Estaba insegura,
así que nada más terminar de desayunar, bajó para preguntarles a sus pa-
rientes: ―¿Vosotros no habréis oído unas voces a media noche?‖. ―No‖-́le con-
testaron todos a la vez. Andrea pensó que esa noche estaría soñando.
Pero no era así, porque, a la noche siguiente, ocurrió lo mismo y algo más.
De repente salía sangre de las paredes y Bolita de Nieve empezó a flotar en el
aire. También se escuchó una voz maligna, y a continuación volvieron a repe-
tirse las voces de la noche anterior. Andrea se despertó sobresaltada y encen-dió la luz. No podía creer lo que estaba viendo, la gatita maullaba muy alto, y
consiguió que se despertase toda la familia. Cuando los parientes quisieron
entrar en la habitación, no podían, porque alguien había cerrado la puerta ,y
gritaron: ―Andrea, abre ahora mismo la puerta‖. ―¡No puedo!‖, les contestó
Andrea. De repente se fue la luz y la niña vio unos ojos que brillaban en la os-
curidad. Al ver esos ojos, Andrea quedó tan blanca como la nieve. Mientras,
su pariente le gritaba: ―Jovencita, ¡abre ahora mismo la puerta o la echaré
abajo!‖. Pero Andrea estaba como aislada de todo el mundo y se acurrucó en
un rincón. Al momento oyó unos golpes fuertes en la puerta, uno tras otro.
Hasta echar definitivamente la puerta abajo. Cuando entraron en su habita-
ción desapareció todo como por arte de magia. La gatita fue corriendo con los
pelos de punta junto a su dueña; sus tíos encontraron a Andrea en un rincón, y su tía le preguntó: ―¿Se puede saber que es lo que te ha pasado para que
hayas quedado tan blanca? Parece que has visto a un fantasma‖. Andrea co-
gió a su gatita y no dijo ni una palabra.
Por la tarde quedó con sus amigos en el parque, para contarles todo lo
que le había sucedido. Sus amigos, Maite y Lucas, no se podían creer lo que
les estaban contando. Maite decidió que fueran a su casa para que su padre y
su abuelo le ayudaran, así que les dijo: ―Venid a mi casa, así podremos ver si
allí te ocurre lo mismo‖. Andrea aceptó y, nada más llegar a casa, cogió algo
de ropa y se llevó a su gatita. No quería pasar ni un minuto más en aquella
casa.
Cuando llegó a la de Maite, esta les había expuesto el problema a su
abuelo y a su padre, que entendían algo sobre estos casos. Decidieron espe-
rar a Lucas. Mientras llegaba su amigo se entretenían jugando con Bolita de Nieve. Cuando llegó Lucas, se reunieron todos en el comedor. Primero habló
el abuelo: ―Lo primero que te voy a decir, Andrea, es que lo que hay en tu
habitación son espíritus. Y según lo que me ha contado mi nieta, puedo afir-
mar que hay un espíritu bueno y otro malo‖. ―¿Y quiénes son esos espíritus?‖
preguntó Andrea. ―Mira, los espíritus buenos intentan proteger a los seres que
más quieren, así que yo diría que son tus padres. Y el espíritu malo sería el
asesino de tus padres‖ -le explicó el padre de Maite. La niña quedó sorprendi-
da cuando le dijeron, en otras palabras, que sus padres habían sido asesina-
dos y no secuestrados. ―¿Y cómo se llama ?‖ -le preguntó. ―Se llama Sebas-
tiano‖ -le contestó el abuelo.
En ese momento se fue la luz, y sucedió lo mismo, solo que esta vez se
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oía la voz de Maite, que se iba alejando poco a poco hasta que dejaron de oír-
la. Después de lo ocurrido volvió la luz y Maite ya no estaba. Empezó a bus-
carla por todas partes, pero el abuelo gritó: ―¡ Quietos ! No sirve de nada que
la busquéis aquí, porque según la leyenda los espíritus llevan a las personas
al castillo de las nieblas. Así que dejad de buscar en casa y vayamos al castillo
antes de media noche, o si no se morirá y el espíritu se alimentará del alma
de mi nieta‖.
Al escuchar eso, cogieron unas mochilas y emprendieron el camino. Al
llegar al bosque, el abuelo dijo que sería mejor que se atasen a una cuerda
para que nadie se perdiese en el bosque. Nadie se perdió, pero el espíritu se
llevó a Lucas. Andrea preguntó al anciano: ―¿Por qué no me lleva a mí el espíritu maligno?‖. El anciano le explicó que los espíritus de sus padres la es-
taban protegiendo, pero que si no llegaban antes de media noche, el espíritu
tendría el alma de sus amigos y se podría llevar también la de Andrea.
Afortunadamente no llegaron tarde y se colaron en el castillo. En voz muy
baja el padre de Maite le dijo: ―El espíritu encerraba a las personas incons-
cientes en la habitación central, y a media noche les chupaba el alma.‖ La
habitación central se encontraba unos pisos más arriba ,al lado del comedor.
El recorrido era largo pero, al fin, llegaron; allí estaban sus amigos, encima de
una mesa. En ese momento sonaron las campanas de la iglesia, para indicar
de que era media noche. Todos estaban muy asustados y el abuelo les dijo:
―Cogedlos, hay que salir de aquí lo antes posible.‖ Entonces, el padre de Maite
agarró a los chicos y salieron corriendo de ese lugar. Cuando ya estaban a punto de salir por la entrada, se les apareció el alma malvada. El padre de
Maite le dijo a Andrea: ―Ponte delante. Así, los espíritus de tus padres nos
protegerán a todos‖.
Todos tenían mucho miedo e iban corriendo a través del bosque, hasta
llegar al pueblo. Allí Maite y Lucas recuperaron el conocimiento, y el abuelo
les dijo a los chicos: ―Tenéis que distraer al espíritu malo, para que podamos
carbonizar su cadáver, y así no volverá a ocurrir nada parecido. Lo más im-
portante, es que vayáis juntos con Andrea, y así no os atacará fácilmente‖.
Los chicos así lo hicieron. El abuelo y el padre de Maite se dirigieron al cemen-
terio. Andrea y sus amigos corrían por el pueblo perseguidos por el espíritu y,
después de un rato, el espíritu gritó: ―¡Noooo!‖, y desapareció para siempre.
Entonces los chicos entendieron que el anciano y el padre de su amiga hab-
ían carbonizado el cuerpo.
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“Habelas, hailas”
Ana María Gómez Alonso
É ase una niña llamada Erika, que vivía en un pueblo de Inglaterra, entre
las montañas y el mar. Era traviesa y desobediente. Hubo un día en que
se portó muy mal, el día de Todos los Santos. Un anciano llamado Pedro, que
vivía al lado de ella y había observado lo que la niña había hecho, le contó
una historia sobre niños que se comportaban como ella.
Era una historia de terror, entre niños, momias, demonios, fantasmas y bru-jas... Pedro decía al final de la historia ―¡Y habelas, hailas....!‖, una frase en
su lengua natal que le gustaba repetir, pues provenía de una región del norte
de España, Galicia , donde hay muchas creencias en las brujas y sabía mu-
chas historias sobre estas. Esta frase resonaba en los oídos de Erika.
―¡Habelas, hailas...!‖, y el miedo invadía su cuerpo. Pero la niña procuró no
darle demasiada importancia. Se había ya el sol y Pedro seguía inmerso en
sus historias …
Erika, entonces, decidió marcharse, pues había quedado con unas amigas pa-
ra disfrazarse en la noche de Hallowen. Estaba confusa y con miedo después
de la historia que le había contado su vecino. La dichosa frase seguía retum-
bando en su cabeza pero, por otra parte, le apetecía reunirse con Paula, Pa-
tricia y Ana para vivir la noche de Hallowen. Se disfrazaron de vampiros, mo-mias , fantasmas... Fueron por las casas a pedir golosinas y dinero. Tocaban
en las puertas y, una vez que les abrían, decían:―¡ Algo dulce o algo sala-
do...!‖. La gente les daba golosinas, galletas saladas dinero ....
Cuando quisieron volver a casa, se dieron cuenta que no sabían dónde esta-
ban y que se les había hecho tarde. ¡ Demasiado tarde...! Decidieron aden-
trase en el bosque para adelantar camino. El bosque estaba oscuro, muy os-
curo y lleno de ruidos. Las niñas solo se guiaban por las luces que se veían a
lo lejos . Cualquier ruido hacía recordar a Erika la historia que le había conta-
do Pedro, que parecía que continuaba ahora en el bosque .
De repente oyeron voces a lo lejos. Las niñas estaban muertas de miedo, pero
la curiosidad las hizo acercarse hacia el lugar de donde provenían las voces.
Se agacharon entre unos matorrales, no se les oía ni respirar... Entonces ob-
servaron con curiosidad y espanto. ¡Era un ritual de brujas! Las brujas danza-ban despeinadas y se reían como locas alrededor de un gran fuego, en el que
había una olla. Cada vez que el fuego reflejaba en sus ojos se les veían ver-
des. Esto impactó a las niñas que se miraron a los ojos y decidieron irse, sigi-
losamente, sin decir ni pío. Guiándose por las luces, consiguieron llegar al
15
pueblo. Cuando ya estaban a salvo, Erika contó a sus amigas la historia que le
había narrado el anciano esa misma tarde, y comprendió que esta historia
tenía algo de cierta. ¡Habelas, hailas!, una frase que quedaría para siempre
en su cabeza .
Después de todo esto estaban demasiado cansadas y se fueron a acostar. Eri-
ka se despertó sobresaltada y vio unos ojos que brillaban en la oscuridad . Se
asustó, porque creía que algunas brujas estaban en su habitación . Pero era
su gata, ella la cogió con cariño, la acarició y le dijo: ―¡Habelas, hailas!‖.
16
La teoría de los espíritus
Maritere Pintanel Raymundo
C uenta una leyenda, que a mediados del siglo XVIII, concretamente en
1758, vivía una familia en una lujosa casa en el centro de Londres. La
madre era una señora joven casada con un hombre bastante más mayor que
ella. El padre era un empleado de banco. La pareja tenía dos niños, el mayor
de siete años y el pequeño de cinco.
La pareja se enteró de que esperaba otro bebé. Todos estaban muy conten-tos, especialmente el padre. A los cuatro mese de haber sido conocida la gra-
ta noticia, falleció el padre de manera repentina. Toda la familia estaba des-
trozada, pero miraban al futuro de forma esperanzada, ya que el bebé nacería
en menos de cuatro meses. Los tres meses siguientes transcurrieron muy len-
tamente en la casa de los Smith, que así se llamaba la familia. Se echaba mu-
cho de menos al fallecido. Por fin nació el bebé. Fue una niña y era el juguete
de la casa.
Pero la madre no consiguió hacerse a esa vida, así que decidió romper con to-
do y empezar una nueva etapa. Vendió la casa familiar y compró una villa a
las afueras de Londres. Era una casa antigua, en un barrio muy tranquilo,
perfecto para criar a los niños.
Pasaron los años y los niños crecieron. Justo la noche anterior al decimoquinto aniversario de la muerte del señor Smith empezaron a ocurrir cosas extrañas.
Ninguno de los varones vivía ya en la casa. La señora Smith esa noche había
sido invitada a una representación teatral, así que llegaría tarde a casa. La jo-
ven se quedó sola. Esta hizo lo de todas las noches, y pasadas las diez y me-
dia se acostó. Al cabo de un tiempo sintió que alguien andaba sigilosamente
por el pasillo del piso superior y que se iba acercando hacia ella. La adoles-
cente comenzó a ponerse nerviosa. De repente, el crujido de la madera se
fue oyendo más cerca de la puerta, se empezó a mover la manivela, pero el
sonido del reloj de cuco anunciando las once lo interrumpió. Durante los cin-
cuenta minutos siguientes no se oyó nada, sin embargo, la joven no pudo
dormirse. Y de pronto, en medio del silencio de la noche, se empezó a oír el
sonido del viento, se habían abierto todas las ventanas. La niña oía ruidos y
voces por todas partes, y tan repentinamente como se habían abierto, todas las ventanas se cerraron de golpe. Sonó el reloj anunciando las doce. La ma-
dre llegó sobre las doce y media, y reinó la paz durante toda la noche.
Por la mañana no habló de lo sucedido la noche anterior, así que la madre no
se enteró de nada. La joven intentó explicarse a sí misma por qué había cruji-
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do la tarima o cómo se habían abierto las ventanas.
Por la noche las damas se acostaron. La joven no se podía dormir así que in-
tentó salir al balcón, pero repentinamente se cerró la puerta con tanta fuerza
que quedó atascada. La chica se dirigió hacia la puerta que daba al pasillo,
bebería una taza de leche y así calmaría sus nervios. Pero la puerta no se abr-
ía. Parecía extraño, era como si una fuerza no la dejara salir del dormitorio;
mientras, la madre dormía plácidamente. La chica se tumbó en la cama, y al
cabo de un par de horas consiguió dormirse. Mas su sueño no duraría mucho
ya que estaba teniendo una pesadilla. De repente se despertó asustada y vio
unos ojos que brillaban en la oscuridad. Inmediatamente gritó, pero aunque
parezca raro, la madre no se enteró. Poco a poco pudo distinguir una figura humana en un rincón de la habitación, esta se fue acercando hacia ella y le
dijo: ―Soy tu padre, sé que no me conoces, pero no tengas miedo. Dile a tu
madre que hace quince años, el día de mi muerte, me envenenaron por de-
fender la teoría de que los espíritus existen. Tú lo has podido comprobar
hoy.‖ Por la mañana la niña le contó a su madre que había conocido a su pa-
dre y le explicó las razones de su muerte. Esta no la creyó, le dijo que habría
tenido una pesadilla. Pero no fue así.
Cada aniversario de la muerte del señor Smith ocurre lo mismo, no siempre
en el mismo lugar ni a la misma persona, pero sí a la misma hora desde
1772. Todas las personas que fueron asesinadas por la misma razón que él,
dan a conocer al mundo la teoría de los espíritus.
18
Las brujas de Laspaúles
Ana Fernández Sepúlveda
L a historia que voy a contar ocurrió hacia el siglo XVI. Trata de una jo-
ven de quince años llamada Laura que vivía en un pequeño pueblo lla-
mado Laspaúles.
Laura iba todos los días a recoger hierbas al bosque para fabricar medicamen-
tos y así poder curar a la gente que estaba enferma. Pero en aquel tiempo, la
gente era muy supersticiosa, por eso creían que Laura era una bruja y esta-
ban pensando en llevarla a la horca.
—¡Es que es muy joven! —decían unos.
—¡No podemos tener una bruja en nuestro pueblo! —argumentaban otros.
Mientras se peleaban por decidir una cosa u otra, Laura se fue al bosque a
buscar plantas para hacer sus medicinas. Estaba anocheciendo y ella no lo-
graba encontrar las plantas que necesitaba. De repente, empezó a oír unas
voces que nunca antes había oído; se fue acercando poco a poco a donde le
llevaban esas extrañas voces. Se escondió detrás de unos arbustos para se-
guir escuchando. Esas voces tan extrañas decían:
—Unos ojos de tritón por aquí, otros tantos de dedos de ogro...
—¿Dedos de ogro? ¡Si los ogros no existen y ni mucho menos se comen sus
dedos!
—¿Ojos de tritón? ¡Qué asco!—pensaba Laura.
Apartó un poco los arbustos y pudo ver a tres ancianas, con un montón de ve-
rrugas repartidas por toda la cara, vestidas como las brujas.
—¡Son...! No, no puede ser, no existen — pensaba Laura muy confusa—. Pe-
ro, si no... ¿qué son?
Siguió mirándolas y escuchándolas muy atentamente. De repente, cogieron
unas viejas escobas y... ¡se fueron volando! Laura, muy asustada, las siguió
con la mirada hasta que ya no pudo ver nada. Cuando se fue a dar la vuelta,
tropezó y se cayó rodando colina abajo. En cuanto le volvió la consciencia, se
despertó sobresaltada y vio unos ojos que brillaban en la oscuridad: ¡Eran
ellas! Muy asustada, Laura retrocedió unos pasos.
—No tengas miedo, niña —le dijo una de ellas riéndose.
—¿Por qué? Es que no sabía que existíais, es decir, vosotras en general, las
brujas...—dijo asustada Laura.
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—¡Por favor! No nos hagas reír, sabemos que eres una de nosotras.
—¿Una de vosotras?
—Sí, lo van diciendo por todo el pueblo y han decidido llevarte a la horca jun-
to a toda tu familia.
—Pe-pe-pero... yo no soy una de vosotras, solo cojo plantas para hacer me-
dicinas.
Las brujas, como no sabían si creérselo, le hicieron un conjuro:
—Cuando cumplas dieciocho años te convertirás en una nosotras —dijeron a
coro las tres brujas. Y la durmieron para que no las siguiera.
La gente del pueblo estaba buscando a Laura para llevarla a la horca con toda
su familia. Pero sus familiares le encontraron dormida antes que los habitan-tes del pueblo, y se la levaron intentando no despertarla. Cuando Laura des-
pertó, ya estaban lejos y a salvo. La gente del pueblo se quedo más tranquila
al ver que ni Laura ni su familia estaban ya en el pueblo.
Meses más tarde, una niña iba paseando y recogiendo flores por el bosque y
pudo ver a aquellas tres brujas, y fue corriendo a decírselo a todo el pueblo.
Cuando la gente se enteró fueron a quemar a las tres brujas. Desde entonces,
sus cuerpos permanecen en forma de estatuas de piedra en el interior del
bosque del pueblo de Laspaúles.
20
Margaret
María Clemente Marcuello
M argaret tenía veinticinco años, y era le última descendiente de los
Winter, una familia que había desaparecido sin dejar rastro, o eso
era lo que le habían dicho a Margaret.
Era periodista y, cuando estaba hojeando los periódicos de hacía diez años, se
topó con un artículo en el que se hablaba del asesinato de toda su familia.
Según el artículo, su madre, Liz, los había matado a todos ellos. Muerta de curiosidad, Margaret se sumergió en su lectura. Cuando acabó de leer el artí-
culo se dio cuenta de que estaba temblando de ira. Se obligó a tranquilizarse
y, en cuanto se calmó, empezó a hacerse preguntas y más preguntas. Estaba
tan sorprendida que se volvió a enfadar, y por qué nadie le había hablado de
nada de esto, y por qué nadie le había dicho que su madre había matado a
todos los de su familia. Estaba tan enfadada que echaba fuego por los ojos.
Cuando recobró la calma, se dio cuenta de que en el artículo no daban infor-
mación sobre su madre, salvo, claro está, que había asesinado a todos los de
su familia.
Al día siguiente intentó por todos los medios averiguar algo sobre ella, pero
no encontró nada. Al volver a casa se dio cuenta de que había un sobre en el
mueble de la entrada, y cuando lo abrió casi se cae al suelo del susto. En el
sobre ponía:
Si quieres averiguar más sobre tu madre deja una nota encima de la me-
sa de tu trabajo prometiendo que no dirás nada de esto a nadie:
Alguien que te conoce muy bien.
P.D.: Si le dices a alguien algo sobre esto morirás antes de que acabe el
mes.
Margaret, aterrada, no sabía qué hacer, pero como ya se había metido bas-
tante en aquel asunto, decidió que no se iba a echar atrás. No durmió en toda
la noche.
Al día siguiente se durmió en el trabajo, y de pronto, se despertó sobresaltada
y vio unos ojos que brillaban en la oscuridad y se acercaban a ella, entonces
notó como una sensación de asfixia que le oprimía el pecho. En ese momento
alguien le tocó el hombro y se despertó.
Estaba tendida en el bosque, junto a una señora mayor de pelo blanco, no en-
tendía lo que decía, pero se veía que estaba preocupada por ella.
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-Hace años que te busco, hija mía -dijo la anciana.
-¡Mamá!-Margaret se echó a sus brazos.
De repente se quedó todo en calma, y una mirada maligna brilló en los ojos
de la anciana, que cogió una piedra afilada y se la clavó en el costado dere-
cho. Y mientras Margaret moría lentamente la anciana reía y reía sin parar. Y
le decía:
-Llevó años buscándote, eras la última persona de tu familia que tenía que
matar. Y, por cierto, no soy tu madre; de ella me encargué hace tiempo, pero
antes de que la matara te puso a salvo.
22
Sin escapatoria
Soledad Rodríguez Cabaña
H abía una familia formada por un niño, dos niñas, la madre y el pa-
dre. El niño tenía diez años, las dos niñas eran gemelas y tenían
doce años. Se llevaban muy mal con su hermano pequeño, siempre había pe-
leas entre ellos. Un día sus padres decidieron mudarse a una casa más gran-
de. La casa adonde se mudaron era enorme, tenía tres plantas con muchas
habitaciones.
Al llegar a la nueva casa, el niño notó una sensación extraña: sentía que al-
guien más, aparte de ellos, habitaba en la casa. Fue a ver su dormitorio y le
encantó. Ya era de noche y fue a acostarse, pero no podía dormir porque se-
guía sintiendo esa sensaciones tan extrañas. Por fin, consiguió dormirse pero
tuvo una pesadilla. De repente, se despertó sobresaltado y vio unos ojos que
brillaban en la oscuridad. Cerró los ojos porque pensaba que era una imagi-nación suya, al abrirlos de nuevo ya no se veía nada. A la mañana siguiente,
en el desayuno contó a sus hermanos y a sus padres lo que vio, pero no le
creyeron, pensaron que era producto de su imaginación o, a lo mejor, solo era
un sueño. Pero lo que no se imaginaban es que era todo lo contrario.
Ya era de noche de nuevo, y el niño estaba atemorizado y no podía dormir.
De repente escuchó unos ruidos extraños, iba a ir a decírselo a sus padres,
pero la puerta estaba cerrada y no conseguía abrirla. Empezó a gritar pero
nadie le escuchaba, era como si no hubiera nadie en la casa, solo él. Logró
abrir la puerta y fue a buscar a sus padres. Pero tanto ellos como sus herma-
nas estaban … muertos. Se asustó mucho. No sabía qué hacer, sintió como si
alguien estuviera detrás de él, se dio la vuelta y vio a un ser horriblemente
feo, tenía una cara deforme, y llevaba un cuchillo en la mano. El niño corrió,
corrió y corrió, pero aquel ser era muy veloz y consiguió atraparlo.
23
Una noche fría
Ismael Valenzuela Márquez
U na noche fría de invierno, con una niebla densa y con mucha oscuri-
dad porque no había luna, una pareja de ancianos estaba en su ca-
serón. La casa era muy vieja y antigua. La mujer se llamaba Ascensión y el
marido Paulino; Ascensión estaba preparando una cena especial, debido a su
cincuenta aniversario.
El salón estaba poco iluminado, y había candelabros en la mesa. Se sentaron
y empezaron a cenar, no hablaron durante la cena. Cuando acabaron, Paulino
se sentó en un sillón rojo de terciopelo delante del fuego, fumando en pipa y
bebiendo una copa de coñac. La noche transcurría tranquila, no se oía a
ningún lobo aullar. En ese momento tocaron a la puerta, con fuerza:
—¡Toc, toc, toc!
Ascensión fue hacia la puerta y abrió, allí se encontró a un hombre tapado hasta arriba; con un traje de color negro y muy elegante, solo se le veían los
ojos. Ascensión le preguntó:
—¿Qué desea?
Él contestó:
—Necesito algo de beber, la noche es fría y ha empezado a llover.
El hombre entró mirando alrededor lentamente y vio a Paulino sentado en el
sillón junto al fuego. Se saludaron y no dijeron nada más. Ascensión le sacó
una copa de coñac y algo de comer. El forastero rechazó la comida, solo bebió
junto al fuego.
Llamaron otra vez a la puerta, esta vez más fuerte. Era la vecina, venía muy
asustada, para decirles que en el pueblo había aparecido alguna persona
muerta, y que por favor no abriera la puerta a nadie y que tuvieran cuidado.
Ascensión se olvidó de que había abierto a un desconocido. Entró y siguió haciendo sus cosas, con mucho miedo por lo que había sucedido; se acercó a
la chimenea y vio que los dos hombres se habían dormido. Se sentó al lado
del fuego, estuvo un rato contemplando las llamas y, al final, decidió desper-
tar a su marido:
—¡ Paulino, Paulino!
Paulino no se movió. Entonces observó que estaba muy pálido, y al tocarlo
cayó al suelo fulminado. Ascensión del susto se desmayó. Se despertó asus-
tada y vio unas pupilas que brillaban en la oscuridad, encima de ella. Y antes
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de decir nada, sintió cómo se le acercaba un aliento helado, cada vez más
fuerte, hasta que al final no sintió nada.
El desconocido desapareció en la noche dejando la puerta abierta, desde don-
de se veían dos cuerpos, helados y descuartizados, al lado del fuego que ilu-
minaba la noche. Mientras, el desconocido buscaba a su siguiente víctima....
25
Una sombra en la ventana
Jaime Gargallo Villanueva
E n el año 1979 en un pequeño pueblo del norte de Francia hubo un
hecho extraordinario: una oscura noche de agosto varias personas
aseguraron haber visto una sombra que escalaba por una pared y se
metía por una ventana.
Al día siguiente una muchacha fue a visitar a una amiga suya que vivía en la
casa donde supuestamente había entrado ese ser. Al llegar le extrañó ver la
puerta abierta. Cuando entró estaba todo muy desordenado y, en medio del
dormitorio, el cadáver de su amiga con lo que parecía un arañazo en la tripa.
La amiga, asustada, llamó a la policía y se fue. Los cinco policías solo encon-
traron el desorden y el cadáver. Después de varias horas de investigación no
consiguieron saber qué o quién había matado a la chica.
Por la noche se oyeron unos extraños ruidos de pelea en la casa de uno de los policías que habían investigado la muerte de la mujer. Los vecinos, pre-
ocupados, llamaron a la policía, pero los agentes no encontraron nada más
que al policía muerto, con los mismos signos que la mujer, y lo que parecía
una huella en el suelo. Los policías se pasaron todo el día intentando adivinar
qué había dejado esa huella pero, como en el caso anterior, no consiguieron
sacar nada. Las cuatro noches siguientes pasó lo mismo con los otros cuatro
policías que habían acudido a la escena del primer crimen.
Pero durante la quinta noche, la joven que había encontrado el cadáver de su
amiga se despertó, sobresaltada por el ruido de la ventana, y vio unos ojos
que brillaban en la oscuridad. Le dio el tiempo justo para esquivar el fulmi-
nante zarpazo de la bestia, que no se dio por vencida tras fallar el primer ata-
que; pero ella era bastante más rápida y ágil que aquella fiera.
La chica, cada vez más cansada por el esfuerzo que realizaba para esquivar los mortíferos golpes de la fiera, consiguió meterse en un armario y coger una
linterna. La bestia la encontró, pero la chica encendió la linterna, que cegó a
la fiera; entonces a la joven le pareció ver los rasgos de un hombre-lobo en el
animal que la estaba atacando. A la chica, acorralada en un rincón, se le ocu-
rrió hacer una locura: se lanzó por entre las piernas del hombre-lobo y fue a
encender la luz. Cuando llegó al interruptor, tenía a la fiera justo al lado, pero
tanta luz asustó al hombre-lobo, que cayó por la ventana y murió.
26
La amiga Montse
Daniel Bragg Mármol
P or fin se acabaron las clases y llegaron las vacaciones. En dos días
Marta estaría en el Pirineo. Desde que era pequeña, sus padres la lle-
vaban dos semanas al año ahí, al mismo lugar. Un sitio que le encantaba, se
relajaba, se sentía muy bien entre la naturaleza. Este año estaba más nervio-
sa de lo habitual. Tenía ganas de volver y ver a su amiga Montse. La conoció
el verano pasado, cuando paseando sola creyó haberse perdido y la casuali-dad la hizo encontrarse con ella. Era la primera vez que iba sola, pero ya ten-
ía dieciséis años y sus padres pensaron que no pasaría nada, tantos años en
el mismo lugar y lo conocían bien.
Después de una hora paseando comenzaron los nervios, creía que se había
perdido, la angustia comenzaba a apoderarse de ella y cuando a punto estaba
de ponerse a llorar apareció Montse, una chica de su edad, muy simpática que
la guió de vuelta. También ella venía con sus padres todos los años un par de
semanas, se hicieron muy amigas y pasaron juntas muchos ratos. Hablaban
con frecuencia de esas historias fantásticas de brujas y duendes tan típicas
del lugar. Les gustaban mucho, y como acompañadas da menos miedo, dieron
paseos buscando pruebas de la veracidad de las historias. Cualquier hueco de
un árbol podía ser una morada de duendes, una cascada, la mágica entrada al
mundo de las hadas.
Ese verano en el Pirineo fue especialmente bueno para María y este año tenía
muchas ganas de volver. No entendía cómo no se les ocurrió darse las direc-
ciones para poder escribirse, sólo sabía su nombre, Montserrat Casdell y que
era de Barcelona, pero se había convertido en una de sus mejores amigas.
Quedaba poco para volver a verla, de lo que estaba segura era de que las dos
iban siempre en el mes de julio allí. Sabía mucho sobre ella, recordaba el día
de su cumpleaños, el 7 de marzo. Esta vez la invitaría a su casa, haría que los
padres de ambas se conocieran, seguro que la dejaban venir a Zaragoza. Ten-
ía preparado un regalo para ella, un libro sobre leyendas de Zaragoza, las dos
compartían el gusto por la lectura.
Llegó el día y Marta, en el coche, ya en camino no paraba de decirles a sus
padres las ganas que tenía de ver a Montse. Sus padres le dijeron que estar-
ían encantados de conocerla a ella y a sus padres y de invitarlos a Zaragoza.
Eran la once de la mañana cuando llegaron al lugar donde ellos y su amiga
veraneaban. No podía más, los dueños del complejo los conocían, seguro que
a la familia de su amiga también. No podía más y preguntó. Al principio no
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sabían muy bien de quién hablaba pero cuando Marta les dio el nombre ense-
guida supieron de quién se trataba. Montserrat Casdell, la cara de esas perso-
nas palideció, era imposible que el verano pasado hubiera estado con ella,
debía estar confundida. Esa chica murió hacía tres años, un trágico accidente,
cayó por uno de los barrancos, cuando la encontraron ya estaba muerta. Fue
un caso horrible, sus padres no han vuelto desde entonces.
Marta, petrificada, sin poder soltar ni una palabra, con su cabeza dando vuel-
tas intentando dar con una explicación, descubrió que algunas historias
fantásticas son reales.
28
La niña de la ventana
Nerea Sanz García
A las afueras del pueblo estaba el cementerio. Todos los vecinos esta-
ban reunidos allí, acompañando a la familia que acababa de perder a
su hija menor, de tres años. Una terrible tragedia que nunca se olvi-
daría.
(Después de varios meses)
El hermano mayor se quedó en casa un día de lluvia, mientras que sus padres
se tenían que ir a trabajar. No sabía qué hacer y se puso a ver la tele, pero él
sabía que no estaba solo, que alguien o algo le estaba rondando… El chico, ya
cansado de tanta imaginación, preguntó en voz alta si alguien estaba ahí, y
nadie contestó. Empezó a llover más, y más fuerte, y cada vez que se acerca-
ba a la ventana, veía la imagen de su hermana; pero era imposible, porque
ella estaba muerta, enterrada.
Pasó el tiempo, pasaron los días, los meses, y se volvió a quedar solo y volvió
a pasar lo mismo. Asustado ya, porque no sabía qué hacer, cerró todas las
contraventanas, tanto en el piso en que él estaba como en el de arriba. Pero
al bajar para ponerse la televisión, allí estaba, con la boca y los ojos rojos, co-
mo de sangre. El niño, asustado y sin palabras, se quedó quieto. No sabía qué
hacer, pero ella habló. Le dijo que se acercara, que le tenía que contar algo
importante, y cuando él se acercó, la hermana entró en su cuerpo.
(Años más tarde)
Aún se sigue buscando al niño loco que escapó del manicomio.
29
Mi hermana, esa desconocida
Inés Sebastián Rosa
T erminamos de cenar. Como todas las noches, me fui a dormir y, al ca-
bo de un rato, apagué la luz. Al día siguiente mi madre me despertó y
fuimos a levantar a mi hermana. Ella abrió los ojos de par en par y me
dijo: ―Hola, tata‖.
Pero esa voz no era la de mi hermana. Era una voz profunda y cavernosa, y
los ojos, más grandes y oscuros que los suyos, parecían traspasarme. Yo,
muerta de miedo, grité: ―Mamá, ¿qué le ha pasado a la tata?‖. Mi madre llegó
corriendo a la habitación, pero no vio nada extraño. Mi hermana estaba son-
riendo como todas las mañanas.
Desayunamos tarde, ya que era sábado, y mi hermana y yo no hacíamos más
que mirarnos. Pregunté a mi madre si no notaba nada raro. Ella respondió:
―No, hija, sigue desayunando. Terminamos de desayunar y mi madre me dijo que se iba un momento a comprar. ―Genial, y ahora ¿qué pasará?‖ me pre-
gunté yo, viendo que me tenía que quedar sola en casa con mi hermana.
En cuanto mi madre se fue, el ser malvado que mi hermana llevaba dentro
salió de ella y, engañándome con un hábil movimiento de brazos, me encerró
en el armario de mi cuarto. Desde el armario pude oír una voz que decía:‖Os
mataré a todos‖, seguida de una risa profunda y malévola. Yo quise avisar a
mi madre, pero ya era demasiado tarde. Ella acababa de entrar por la puerta
y aquel desagradable ser le cortó la cabeza con un hacha. Después vino al ar-
mario dispuesto a matarme a mí y, tras varios intentos, lo consiguió.
¿Quieres saber desde dónde te escribo esto? Desde el armario de tu casa.
Índice
La historia de la desdichada Berenice ....................................... 3
Gabriel Carmona Celma, 1º ESO
La maldición familiar .............................................................. 7
Manuel Arcelús Clemente, 1º ESO
El espíritu de Rosa ................................................................. 9
Ariadna Ferrer de la Torre, 2º ESO
El espíritu maligno ................................................................. 11
Melani Gómez Alonso, 2º ESO
―Habelas, hailas‖ ................................................................... 14
Ana María Gómez Alonso, 2º ESO
La teoría de los espíritus ......................................................... 16
Maritere Pintanel Raymundo, 2º ESO
Las brujas de Laspaúles ......................................................... 18
Ana Fernández Sepúlveda, 2º ESO
Margaret ............................................................................. 20
María Clemente Marcuello, 2º ESO
Sin escapatoria .................................................................... 22
Soledad Rodríguez Cabaña, 2º ESO
Una noche fría....................................................................... 23
Ismael Valenzuela Márquez, 2º ESO
Una sombra en la ventana ..................................................... 25
Jaime Gargallo Villanueva, 2º ESO
La amiga Montse ................................................................... 26
Daniel Bragg Mármol, 3º ESO
La niña de la ventana ............................................................. 28
Nerea Sanz García, 3º ESO
Mi hermana, esa desconocida .................................................. 29
Inés Sebastián, 3º ESO
Esta edición no venal, con fines pedagógicos y hecha para su distribución en-
tre el público lector del Instituto de Enseñanza Secundaria Goya de Zaragoza,
reúne una selección de los relatos escritos por alumnos de ESO como parte de
las actividades de la Semana de la Literatura de Misterio y Terror, celebrada
del 25 al 29 de octubre de 2010.
Biblioteca del Instituto
Avda. de Goya, 45
50006 Zaragoza
Teléfono: 976 358 222 Fax: 976 563 603
Correo: iesgoyzaragoza@educa.aragon.es
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