problemáticas y desafíos de la ciudadanía actual

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Universidad Alberto Hurtado

Facultad de Filosofía y humanidades

Departamento de Historia

Educación Ciudadana

Prof. María Soledad Jiménez

Profesor Ayudante: Luis Guash

Posicionamiento referenciado en torno a la ciudadanía

Movilizando ciudadanía.

De la imposición a la construcción colectiva

.

Estudiante: Carolina Vargas

Pedagogía en Historia y Ciencias Sociales

II Semestre 2012

Pensar hoy la ciudadanía no es igual a pensarla a mitad del siglo XX. La historia vivida ha

dejado una huella ineludible en la sociedad y en las personas que habitan en ella. La experiencia

social e individual de ser ciudadano contempla directrices propias de cada contexto, por ende no

nos es de extrañar que nuestra comprensión del concepto obedezca a la realidad de nuestro país y

a las circunstancias actuales que nos invitan a pensar el tema. Pero, ¿desde dónde podemos

pensar la ciudadanía? ¿Desde lo social y económico? ¿Desde mi condición de sujeto político,

poseedor de derechos y deberes en un territorio jurídico determinado? O ¿desde mi simple y

esencial condición de ser humano? Deliberar sobre estas preguntas será crucial para posicionarnos

en torno a la ciudadanía y así responder al propósito de este trabajo.

Para gran parte de las personas en nuestro país, ser ciudadano es tener derecho a voto. Y

es que tal cómo se señala en el artículo 13 de la constitución; “son ciudadanos los chilenos que

hayan cumplido dieciocho año de edad y que no hayan sido condenados a penas aflictivas. La

calidad de ciudadano otorga los derechos de sufragio, de optar a cargos de elección popular y los

demás que la constitución y la ley confieren” (Constitución Política de la República de Chile, 2011,

pág.10). Por tanto, históricamente el concepto se ha comprendido desde un ámbito político-

jurídico, supeditando otros tipos de participación individual o colectiva. Y si a esto le sumamos que

en los años de mayor efervescencia política -a partir de la coyuntura polarizada de los años 60 en

adelante- parte importante de las personas militaba en partidos políticos o colectivos de aquella

índole, en donde la ideología era el motor de acción, se entiende que el ser ciudadano se construía

desde esos patrones. Sin embargo, con el Golpe Militar de 1973, todo cambió. El trauma propio de

la dictadura, generó miedo en la población y con ello un rechazo por la política que hasta el día de

hoy tiene secuelas. Tal como lo indica Kathya Araujo y Danilo Martuccelli, se instaura un modelo

de orden Neoliberal que lleva consigo la “privatización de los sujetos”. Privatización que da cuenta

de una transformación a nivel de conciencia que viene a romper con la ciudadanía que hasta ese

entonces se comprendía y practicaba.

Las consecuencias generadas a nivel de experiencias individuales, implicó que tanto las

víctimas de tortura como la población que vivió aquel período, se alejara de la esfera pública para

abocarse a una nueva ciudadanía, caracterizada por la despolitización y “deshistorización del

pasado”. Esto se logró “a través de un tenaz combate ideológico, un combate que debía, por un

lado, imponer un relato histórico hegemónico sobre el pasado, sus excesos y sus males y, por el

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otro, producir la adhesión de los individuos a los grandes pilares valórico del modelo (…)

suponiendo la desmovilización de la política de la sociedad, luego, la privatización de los

individuos” (Araujo, Martuchelli, 2012: 35). Por lo tanto, se construyó un nuevo sujeto

denominado por lo autores; “Homo Neoliberal” y que nos permite comprender que la ciudadanía

y el ser ciudadano tuvieron una transformación histórica. En efecto, hay un antes y un después

que marca diferencias importantes en la construcción y formación ciudadana.

A partir de entonces, la participación en sociedad –característica esencial del ser

ciudadano- adquiere una nueva narrativa colectiva, pues las experiencias son compartidas pese a

al lado político en que se estaba. En este sentido, el cambio que implicó la lógica de mercado se

generaliza y se impone de manera imparcial, afectando la práctica ciudadana en su conjunto. El

foco ya no estará en lo político sino en lo económico. Del compromiso político se muta a al

consumismo, es decir; a “la adhesión masiva de los individuos a la cultura de mercado y, sobre

todo, al consumo” (Araujo, Martuchelli, 2012: 54). Y este proceso de individualización nutre

nuevas formas de implicación ciudadana, visibles en la actualidad.

Los antecedentes históricos recién mencionados permiten observar que efectivamente

existe una ciudadanía, que no está dada de por sí, sino que se construye. Y en nuestro caso, ha

sido producto de nudos problemáticos a nivel social, político y económico que impactan en el

comportamiento y mentalidad de las personas. Por tanto, cuando hablamos de ciudadanía

debemos hablar en primer lugar de una construcción, manifestada o empoderada a través del

espacio público y que por ende se transforma en el tiempo. Por ello, es que “conviene tener

presente que no hay una sola ciudadanía; ésta cambia según las épocas, los países y las

tradiciones, y sobre todo, no es homogénea y abarca varias dimensiones más o menos

contradictorias entre sí” (Dubet, 2003: 220). Sobre la base de esto, se comprende que la

Ciudadanía no es estática y que su alcance va más allá de los derechos políticos decretados por la

Constitución.

Desde este punto de vista, me parece pertinente definir la Ciudadanía a partir de tres

conceptos; espacio- acción- construcción. En primer lugar, nos remitimos al concepto de espacio,

porque el ejercicio de ser ciudadano opera dentro de un lugar determinado en el cual el sujeto

interviene de alguna manera. Aspecto que nos conduce a una segunda característica; la acción. Y

es que dentro del espacio en que se habita siempre hay acción, ya sea individual o colectiva, pues

se está interviniendo mediante algún tipo de participación, no necesariamente política. A su vez, la

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misma participación, ya nos habla de una movilización del actuar, por tanto, la ciudadanía se

compone de la acción de los individuos. Por último, es también una construcción que obedece a

patrones y antecedentes temporales e históricos que van perfilando las condiciones en que se

ejerce ciudadanía. En este sentido, se entiende que la sociedad moldea la ciudadanía, según su

experiencia. De ahí, que como bien lo señala Chantal Mouffe (2003), el modo en que definimos la

ciudadanía está íntimamente ligado al tipo de sociedad y de comunidad que queremos.

En función de lo anterior, ¿qué significa para mí la Ciudadanía? Desde mi posición

personal, la ciudadanía es más que un estatus o condición jurídica dentro de un sistema político,

por lo que debe ser entendida como la posibilidad de acción que me otorga el pertenecer a un

espacio público en el que me interrelaciono con otros.“Es decir, una forma de actuar que se

construye a través de las experiencias de participación en la sociedad, que se reproduce en los

espacios sociales y políticos y que se representa en el espacio social intersubjetivo” (González,

2007:337-338). Siguiendo esta idea, la Ciudadanía más que un concepto es también una práctica

que permite comprender la sociedad en que se está.

Sobre la base de nuestra experiencia social e individual, construimos una ciudadanía- un

modo de desenvolvernos en sociedad- que resignifica nuestra historia a través del presente. Pero

esta construcción de por sí es conflictiva, porque lograr el acuerdo con el otro es un desafío que ha

enfrentado y enfrenta la ciudadanía. Entonces, ¿cómo integro al otro en una construcción

colectiva? Sin duda que hacerlo no es fácil, respetar las opiniones divergentes tampoco, pero el

hecho de ser seres sociales nos obliga a estar en contacto con el resto. Hablar con el otro,

escucharlo y configurar una ciudadanía dialogante, que no invisibilise el conflicto, sino que lo

integre, aceptando la diferencia. Pero para ello se deben reconocer relaciones de poder y como

dice Chantal Mouffe; “la necesidad de transformarlas, renunciando al mismo tiempo a la ilusión de

que podríamos liberarnos por completo del poder” (Mouffe, 2003: 39) es parte del proyecto de

una democracia nueva, denominada democracia radical y plural. En efecto, el poder, es parte de la

ciudadanía en tanto que siempre se está inmerso en actos de poder y el reconocimiento de esto,

nos habla de una objetividad social que es a su vez política, y toda objetividad social, entendida

como aquella en la que los individuos forman parte del colectivo, está constituida por actos de

poder. Efectivamente, y siguiendo los lineamientos de Chantal Mouffe (2003), se está en una

interrelación de aspectos propios de las identidades colectivas que deben dirigirse hacia la

concreción de relaciones democráticas. “Esto significa que la relación entre los agentes sociales

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solo se vuele más democrática en la medida en que estos acepten la particularidad y la limitación

de sus pretensiones; es decir, únicamente en la medida en que reconozcan su relación mutua

como una relación de la que no es posible extirpar el poder” (Mouffe, 2003: 39). Pero el poder

comprendido como una imposición, nos aleja del consenso que nos brinda la aceptación del

conflicto y por tanto, nos dificulta la práctica ciudadana.

En relación a lo anterior, cabe mencionar que el contexto chileno ha dejado en evidencia

que el ser ciudadano se ha visto tensionado por aspectos de orden sistémico, como lo es el

modelo neoliberal. La instauración de una dictadura, desplazó la participación ciudadana desde la

esfera pública a la esfera privada, individualizando al sujeto y desmovilizándolo políticamente. Este

alejamiento de la política supuso un acercamiento al consumo y un nuevo sentido de pertenencia,

que implicó la transformación de un ciudadano-político a un consumidor-ciudadano. Y es que

como lo señalan (Araujo, Martuccelli, 2012), “el acceso a bienes de consumo ha sido vivido por

muchos como una vía de expansión, bajo nuevas bases, del sentimiento de ser miembros de la

sociedad”.

Incluso a partir de los 90 y producto de esta situación, podemos ver claramente un

desinterés por la política que se manifiesta en la crisis de representatividad. Los jóvenes no se

interesan por discutir temas de esta índole y eso es causa de la instauración del modelo neoliberal.

El desconocimiento y falta de credibilidad de los representantes políticos, acentúan la

despolitización y la incomprensión de nuestra historia, que a su vez se traduce en un malestar

social generalizado.

Para Chantal Mouffe (2003), esto obedece a la naturaleza contradictoria de la democracia

moderna, que privilegia las libertades individuales por sobre el derecho a la igualdad. Una

paradoja que se traduce por ejemplo en el excesivo resguardo al derecho a propiedad privada. El

hecho que la ley esté sobre la soberanía, incide en este desencanto ciudadano y si a esto le

sumamos lo planteado por Garcés (2011), sobre la responsabilidad de la Concertación en la

consolidación del modelo heredado de la dictadura, tenemos como resultado una gran crisis de

legitimidad que delega responsabilidad en los partidos políticos que nada han cambiado, sino que

por el contrario han contribuido a mantener el status quo.

El tema y la problemática actual, es que hasta el día de hoy, no ha habido una inclusión

ciudadana en temas políticos. Las constituciones por ejemplo, son resultado de una imposición de

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la clase política, pues “todos los textos constitucionales han sido elaborados y aprobados por

pequeñas minorías, en contextos de ciudadanía restringida.” (Grez, 2009: 17). No nos es de

extrañar entonces, que en los últimos años se hayan “manifestado síntomas de un progresivo

malestar popular que se relaciona, en una de sus expresiones más propositivas, con la idea de

generar democráticamente una nueva carta constitucional” (Grez, 2009: 18). Sin duda que la

generación de hoy es diferente, y pese a estar dentro de la continuidad de un sistema desigualdad,

excluyente e individualista -que los induce a nuevas formas de participación ciudadana, vinculadas

mayormente acceso al consumo- han podido reaccionar frente a las injusticias y hoy se

manifiestan en las calles. Algo que sus padres no hacían. Esta generación no vivió el trauma de la

dictadura, por tanto no teme en demandar mayor participación, apropiándose de los espacios que

siempre han sido públicos y ciudadanos.

No obstante, el problema que emerge y que tensiona al ciudadano es el conflicto. Este no

es visto como una posibilidad, sino como un problema que interfiera en el acuerdo social. De ahí

que se evada y no se acepte desde un punto de vista constructivo. Por ello es que construir

ciudadanía es complejo. Demanda la participación de todos y todos estamos invitamos a tomar

parte activa de ella. Hay que estabilizar el conflicto, concibiendo una nueva forma de consenso,

mucho más dialogante con la diferencia. Solo así, disminuirá la sensación de no poder cambiar las

cosas.

En términos concretos, el desafío parte por empoderarnos de lo público, hasta conseguir

una nueva Constitución que ponga fin a la de 1980, y al igual que Grez (2009), creo que “si se

lograra concretar la aspiración a la convocatoria de una Asamblea Constituyente como resultado

de un amplio e informado debate democrático ciudadano, significaría que por primera vez en Chile

se empezaría a hacer escribir otra historia, una historia de ciudadanía activa y efectiva” (Grez,

2009: 18).

Ahora bien, ¿Deberíamos promover esto en la escuela? Absolutamente, porque el ser

ciudadano debe educarse en función del bien colectivo. Las aulas y las escuelas deben movilizarse

a través de una formación ciudadana acorde a un proyecto inclusivo y democrático que invite al

encuentro social. Pero para ello, la escuela debe repensarse a sí misma como un escenario de lo

público y resignificar las relaciones entre los actores y la comunidad educativa en general. Una

escuela para la inclusión y no para la exclusión es plataforma fundamental para construir una

ciudadanía capaz de transformar la sociedad. En suma, y concordando con la idea de Osandón,

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Bravo y Jimenez (2012), la formación ciudadana actual debe procurar “formar para una sociedad

mucho más compleja y diversificada (Osandón, Bravo, Jiménez, 2012: 148). Y “para ello se requiere

de procesos pedagógicos que permitan la comprensión de aquellos procesos legítimos de

diferenciación y subjetivización actual con renovados marcos de pertenencias comunes, que

concreten igualdad de oportunidades independiente de sus matrices identitarios”. (Osandón,

Bravo, Jiménez, 2012: 148). En este sentido, es menester que los profesores introduzcan el

conflicto en el aula, aceptando la diferencia, no solo a nivel valórico, sino que también en las

temáticas de los contenidos curriculares y por supuesto, en las relaciones de poder que coexisten

en la escuela como institución. La escuela debe abrirse al cambio, mejorando y adaptando su

organización en función de resignificar las relaciones entre sus actores educativos. Se debe

trabajar en conjunto con la cultura juvenil y no acallarla, pues son los mismos jóvenes los que

llevan a la escuela una carga simbólica e identitaria que da cuenta de lo que sucede fuera de la

misma escuela. Por lo mismo, es que “el nuevo y complejo alcance de la enseñanza de la

ciudadanía implica que las escuelas (…) den cabida a la diversidad de expresiones culturales de

niños y jóvenes, y vivencien nuevas formas de participación” (Osandón, Bravo, Jiménez, 2012:

146). Y es que efectivamente, la escuela debe abocarse a mejorar la sociedad y no a reproducir los

patrones existentes. De ahí que sea tan importante formar para la ciudadanía.

La formación ciudadana a mi parecer, tiene que ser comprendida como una oportunidad

para intervenir constructivamente en los espacios de socialización, tanto en la escuela como fuera

de ella. Hay que educarnos para trabajar desde lo individual a lo colectivo y desde lo colectivo a lo

individual, generando una reprocidad entre nosotros mismos. Desde la escuela, se deben generar

espacios democráticos de participación, en donde los estudiantes puedan manifestar sus

inquietudes sobre los problemas que los aquejan. Partiendo desde allí, no es necesario esperar

que la idea venga desde arriba, pues quizás eso nunca suceda, por tanto, hay que apoderarse de

los espacios, hay que construir ciudadanía desde abajo. Y de esta manera, crear un plan de

formación ciudadana que requiera de la participación de todos los actores educativos para que el

proyecto no sea una imposición. El fin es poder movilizar la ciudadanía y la escuela como

institución social por antonomasia debe hacerse cargo de eso. La responsabilidad que recae en ella

es incuestionable. Sin embargo, el problema es que más que integrar tiende a segregar,

agudizando los males de la sociedad. Pero el desafío ya está dicho y me parece hoy más que

nunca, que la escuela debe revolucionarse.

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En cuando a la asignatura de Historia, conviene esclarecer que esta lleva consigo una

responsabilidad ciudadana más que ninguna otra. Pues si su tarea es que se resignifique la

memoria histórica y se piense el presente, el formar ciudadano debiese ser un objetivo

transversal. Aún más cuando contempla “habilidades relacionadas con la manifestación del juicio

crítico, la formulación, comunicación y defensa de opiniones personales más la capacidad para

argumentar y reflexionar sobre problemáticas que nos afectan como sujetos y como colectividad”

(Osandón, Bravo, Jiménez 2012: 153). Aspectos esenciales para el fortalecimiento de la

convivencia democrática.

Ahora bien, y considerando lo anterior, ¿qué significan entonces, aprender historia,

geografía y ciencias sociales con una perspectiva ciudadana? Sin duda que la respuesta es una;

intervenir. Desde el momento que yo como estudiante, aprendo historia a través de una posición

de actor-participante, soy capaz de intervenir dentro del espacio en que me desenvuelvo. Por

tanto, contribuyo a cambiar las cosas, aunque el sistema muchas veces me diga lo contrario. Si

todos aceptamos que el sistema nos condiciona y no hacemos nada, difícilmente mejoraremos la

sociedad y las formas de participación. Solo acentuaríamos el sentimiento de impotencia, pero si

tomamos conciencia de nuestra realidad y nos posicionamos desde un actor creativo, lograremos

transformar los espacios. He ahí la razón por la cual es fundamental, demandar mayor

participación.

En conclusión, aprender historia, geografía y ciencias sociales con una perspectiva

ciudadana es aprender para intervenir en el espacio que comparto junto con los otros. Es aprender

a repensar los hechos y situaciones que nos afectan como sociedad y con ello crear mecanismos

de acción que nos permitan intervenir en el espacio público. Por otra parte, enseñar historia desde

esta perspectiva ciudadana es enseñar para la transformación de la realidad social en la que

estamos inversos, es poder romper con la desigualdad y problemáticas que nos aquejan en

función de construir una sociedad mejor, más inclusiva y con una aceptación a la diferencia y al

conflicto. Nuestra responsabilidad entonces, es movilizar la ciudadanía.

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Bibliografía

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Pp. 139- 155 (Versión Digital).

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