premios xxv certamen literario (curso 2009-10)
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Premios del XXV Certamen Literario
Curso 200910
XXV Certamen Literario
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Instituto Las Veredillas
Un jurado compuesto por los profesores del Departamento de Lengua Castellana y Literatura del IES Las Veredillas de Torrej n de Ardoz: Luis Mariano Condoy, Juan Carlos Peinado,ó Esther Pena, Ignacio S nchez-Tembleque; José Luis Corralesá (Departamento de Inglés) y Mercedes Selles vilas, enÁ representaci n del AMPA. ha acordado conceder los siguientesó premios en el XXV Certamen Literario (Curso 2009-10):
Categor a A:í
1º: El p jaro curranteá , César Arranz Bellas, 1º ESO E
Accésit: Los hijos de la noche, Belén Camacho Pérez, 2º ESO E
Categor a B:í
1º. El mundo de Amanda, Alba Legazpi Garc a, 2º Bachillerato Aí
Accésit: Misterio resuelto, Inés Condoy Franco, 3º ESO F
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XXV Certamen Literario
Índice de contenidoEl mundo de Amanda.................................................................4Los hijos de la noche..................................................................8Misterio resuelto......................................................................12El pájaro currante.....................................................................20
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Instituto Las Veredillas
El mundo de AmandaAlba Legazpi
Amanda acarició el cristal del espejo una vez más. Estaba frío como el hielo, pero no pareció sentirlo. Apartó la mano de su reflejo, en el que aparecía una chica pálida y frágil, cuyo cabello oscuro y rizado caía como una cascada de agua por sus hombros. Sus ojos negros miraron a la chica que mostraba el espejo. Simple y humana. Ya no era especial. Su chispa se había apagado. Creía ser invisible a todos, y, en realidad, quizá lo fuese.
Volvió a colocar las manos en el espejo, y, esta vez, apretó el suave cristal, que cedió y se rompió en pedazos, rasgando la piel translúcida de sus manos. La sangre que comenzaba a brotar de los cortes recorrió sus muñecas, provocando un cosquilleo por allá donde pasaba. Al mismo tiempo, una lágrima descendió por su mejilla, pero no lloraba por el dolor. Lloraba porque no era capaz de sentir nada.
Los recuerdos sacudieron su mente como relámpagos que anuncian la tormenta perfecta. Aquella vez, apoyó la mano sobre el espejo, y se hundió en él, como si en vez de cristal fuera agua transparente.
Y entonces se internó en aquel mundo mágico al que conducía el espejo, a una realidad abstracta, en la que era especial. Notó cómo la hierba le hacía cosquillas en los tobillos, y sintió la brisa susurrar en su oído. El gran prado verde que se abría frente a sus ojos brillaba bajo la luz solar. En ese momento no quiso acordarse del mundo oscuro y hostil del que acababa de salir hacía segundos. Porque en el mundo humano, sólo era especial gente que no debería serlo. Y ella creía que merecía un poco de atención de vez en cuando. Por eso acudía a su propio mundo. Porque nadie más sabía que existía, y porque nadie se imaginaría que existía otra realidad, allí, al alcance de su mano. Lo que no se atrevía a aceptar era que había pagado su vida para estar allí. Porque ese lugar era un juego. Y si hacías trampas, quedabas expulsado. O algo peor. Porque aquel mundo era tan perfecto que no podía ser de alguien. Quizá aquel mundo formaba parte de un pacto entre el cielo, el infierno y el limbo, para gente desesperada como lo estaba ella. El cielo prestaba la magia al lugar, pero el infierno ponía las reglas. Y el limbo, el castigo. Si aquella chica se llevaba algo o a alguien de aquel mundo, sería condenada a no volver allí nunca más. Y algo podría ser una flor o la fruta de un árbol. Pero también podría ser alguien como Heller.
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XXV Certamen Literario
Caminó por el manto verde de hierba durante unos minutos, hasta que vio una enorme casa sobre un pequeño lago etéreo. Se alzaba sobre piedra, pero su color era gris y oscuro, lo que daba un aspecto tétrico a la mansión, que contrastaba con el hermoso paisaje de su alrededor. A pesar del aspecto de aquella casa, la joven quería estar dentro. Porque aunque ese mundo era el mundo que deseaba, y estaba lleno de color y vida, no significaba que en aquel mundo no existiera el mal, porque el bien y el mal siempre van unidos. Y Amanda allí a la intemperie se sentía desprotegida. Observada. Sola.
Aceleró el paso y vio cómo el sol se desplazaba en el cielo de este a oeste. Porque en aquel mundo el tiempo pasaba muy deprisa, pero no había nada que lo midiera. No había ni relojes ni calendarios. Sólo tiempo. Algo que Amanda no creía que existiera realmente, porque fueron los humanos quienes habían decidido ponerle una medida determinada.
Avanzó rápidamente hacia la casa situada al lado del lago, pero se detuvo a observar la mansión de nuevo. Era gris y oscura, sí, pero lo que no se podía apreciar desde fuera era que por dentro toda la casa era de color azul. El azul del cielo en un caluroso día de verano. Y allí se hallaba el joven Heller, cuyo nombre significa sol. Sus ojos eran negros como la noche, pero su cabello rubio como el oro. Y aquel contraste entre la noche y el día era lo que había hipnotizado a Amanda. . Sus pantalones habían perdido parte de su color azul y estaban raídos. Al recordar a Heller, Amanda parpadeó mientras caminaba hacia la casa, y se dio cuenta de que nunca lo había visto con una camiseta puesta.
Después, se internó en el sendero de piedras incrustadas entre la espesa hierba que desaparecía a la entrada de la mansión, pero, mientras lo hacía, escuchó un susurro en el aire. Era su nombre. Y se giró asustada. Miró entonces al horizonte, y vio que el crepúsculo llegaba a su fin. Otro susurro, esta vez más cercano. Volvió a mirar hacia la mansión, con el miedo escrito en sus ojos. Porque tenía razones para asustarse, e incluso para correr en ese mismo instante.
Hacía unos días que había llevado a Heller a su mundo. A pesar de la negativa del chico, ella se había atrevido a cruzar el espejo, aunque sólo fueran unos minutos. Pero aquello era suficiente. Había roto el acuerdo. Se había saltado las reglas. Había burlado al diablo. Pero debía haber sabido que no se puede tomar el pelo al diablo, porque aunque ella creía que perdonaría su pequeño desliz, ahora había vuelto para cobrar lo que era suyo. La vida de aquella joven aterrorizada delante de la casa de aquél a quien más deseaba.
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Volvió a oír su nombre de nuevo, cada vez se repetía en su mente de una manera más nítida. Y otra. Se agarró el rostro con manos desesperadas. Las lágrimas se empezaron a escapar de sus ojos. Y entonces aporreó la puerta de la casa de Heller. Y gritó su nombre, una y otra vez. Pero se dio cuenta de que sus cuerdas vocales no emitían ningún sonido. Lo intentó de nuevo, pero obtuvo el mismo resultado. Nada. Y golpeó con más fuerza la puerta de aquella enorme morada, y siguió gritando a pesar de que sabía que nadie oiría sus súplicas. Porque los sonidos martilleaban su mente cada vez más rápido. De repente, Heller abrió la puerta, y Amanda cayó en sus brazos debido a la insistencia de los golpes. Pero no podía dejar de gritar, era un ruido atroz, miles de personas pronunciaban el nombre de Amanda dentro de su mente, y no podía pararlo. Vio en los ojos de Heller el miedo. Y entonces supo que se estaba muriendo. Tenía el rostro bañado de lágrimas, y Heller sujetaba su cuerpo como si fuera lo último que le quedara en aquella abstracta realidad. Quería cambiarse por ella, y entonces bramó un grito de rabia, y pidió que no la hicieran daño. Pero era inútil, porque él sabía que no podía hacer nada por ella. Se lamentaría toda su vida por acompañarla a un mundo que no era para él. Y entonces la chica se derrumbó en sus brazos.
Amanda dejó de sentir su cuerpo cuando los gritos en su mente se hicieron tan cortantes que notaba que algo la estaba desgarrando por dentro. Y no pudo más. Se rindió. Renunció a aquel maravilloso mundo.
Se despertó con el golpe de la caída tras salir del espejo. Estaba de nuevo sola, en su habitación. Pero conservaba los recuerdos de Heller. Y no le volvería a ver jamás. Aquella certeza la consumió, e intentó volver a entrar por el espejo, pero era imposible. El portal se había cerrado para siempre. Intentó comprobar que en la realidad mundana continuaba con vida. Pero no pudo llamar vida a aquello que tenía entonces. Era incapaz de sentir nada. Pinchó su mano con un lápiz. Nada. Ni dolor, ni un leve cosquilleo, nada. Se derrumbó en el suelo ante aquella terrible idea. Estaba muerta, pero su corazón seguía latiendo. Era algo inverosímil, pero también lo era el mundo que acababa de destruirla. Así que decidió lo más obvio, acabar con su existencia.
(...)
—Amanda, ¿ estás ahí?— preguntó la hermana de la joven a través de la puerta de su cuarto. No la había visto salir en todo el día. Ni siquiera para cenar. Sus padres habían salido a celebrar el ascenso de su madre en el trabajo. Y, aunque Raquel era la pequeña de la familia, se preocupaba más
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XXV Certamen Literario
por Amanda que Amanda por ella.
Al ver que su hermana no abría la puerta, Raquel movió el picaporte. La escena que se abrió ante sus ojos la dejó petrificada. Amanda estaba tendida en el suelo, con un gran charco de sangre a su alrededor. Raquel corrió hacia ella, con lágrimas asomándose en sus ojos, pronunciando el nombre de su hermana con voz temblorosa. Intentó tomarla el pulso como pudo, ya que sus manos no la dejaban hacerlo por los nervios. Y entonces comprobó que estaba muerta. Tenía las manos y los brazos cortados por todas partes, y había cristales en el suelo. Vio el cristal del espejo, partido en pedazos. Su hermana se había desangrado. Se llevó una mano ensangrentada a los labios.
Apartó el pelo de la cara a su hermana. Estaba pálida, y tenía los labios morados. Lloró y gritó de rabia, haciéndose culpable del suicidio de Amanda. La alzó del suelo, y la abrazó.
No sabía el tiempo que había estado abrazando a su hermana. No quería llamar a sus padres. Quería morirse ella también. Y entonces percibió algo blanco entre las manos llenas de sangre de su hermana. Era una nota arrugada. La desenvolvió con la cara descompuesta. En aquella nota estaba escrito: "El país de Amanda existe". Cuando terminó de leerla, no comprendió nada.
De repente, su habitación empezó a descomponerse, y Amanda se esfumó de sus brazos. Ahora estaba de rodillas sobre un gran prado verde. Se tocó la cara, empapada de lágrimas, pero no podía recordar por qué había llorado. Miró a su alrededor, y divisó a pocos metros de ella un lago, al lado del cual se alzaba una casa propia de una película de terror.
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Los hijos de la nocheBelén Camacho Pérez
CAPÍTULO 1: MIEDOS
Bebió su último trago de café y salió de aquel bar mugriento y sucio que ya le era familiar. Arrancó el coche y salió a toda velocidad hacia un mundo más civilizado, su mente se iba transportando poco a poco a aquella noche que dejó huellas marcadas a fuego en su corazón, sacudió su cabeza para intentar no volver a recordar lo que había ocurrido la noche de aquel frío y duro invierno.
Vivía en un edificio gris y viejo al este de Sevilla, vivía sola, como había pasado toda su vida, sola sin nadie que la protegiera y que la ayudara en los momentos difíciles. El camino hasta el portal fue indeciso y con miedo, sentía que alguien la seguía, miró a su alrededor pero la calle estaba desierta, nadie merodeaba por aquel lugar a tan altas horas de la noche, siguió caminando, volvió la cabeza dos veces más, se sentía insegura, su instinto estaba seguro que ella no era la única que se encontraba en aquel lugar. Abrió la puerta del piso y colgó su abrigo en el perchero, su casa estaba según la había dejado aquella misma mañana, sin moros en la costa, nadie estaba vigilándola, estaba sola, completamente sola.
Dejó su bolso encima de la cama, sin pensar siquiera que su instinto estaba en lo cierto y que alguien extraño había metido algo en su bolso, sin que ésta se diera cuenta. Durmió por la noche sin más sobresaltos, esa noche no tuvo pesadillas, como las que tenía todas y cada una de las noches, desde aquel día en que todo cambió para ella. Despertó deprisa, tenía que ir a visitar a su mejor amiga (su única amiga) y a su nuevo marido. Arrancó con ansiedad el coche, quería llegar lo antes posible, con el ajetreo un pequeño papel blanco y rectangular cayó de su bolso a la parte trasera del vehículo, se agachó dispuesta a cogerlo, era un billete de avión. Miró el horario y el destino, viajaría aquel mismo miércoles e iría a Egipto, sabía que era una trampa, era más, sabía exactamente quién se lo había enviado, pero pensó que quizás, sólo quizás se podría vengar de su pasado.
Entró a la casa de su amiga, ésta la esperaba con los brazos abiertos, sabía que la chica no estaba pasando por un buen momento.
—¡Marina!—dijo gritando, y la abrazó.
Se fundieron en un gran abrazo, hacía tiempo que no se veían.
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XXV Certamen Literario
—Estás..., estás algo demacrada, ¿te ha pasado algo últimamente? Pareces preocupada.
La verdad era que su amiga tenía razón, su pelo caoba estaba sucio y revuelto, sus ojos azules se habían vuelto más oscuros de lo habitual, esa chispa de vida que había en ellos ya no existía, se había esfumado y su cara siempre sonrosada ahora estaba pálida.
—No, no me pasa nada, de verdad—mintió—me presentarás a tu marido, ¿no?
—Claro, pasa, este es Mario, mi marido—dijo señalando a un hombre alto, corpulento, rubio y con ojos negros.
—Encantada—dijo Marina dándole la mano.
Allí pasó toda la tarde, mientras mentalmente preparaba su viaje hacia un mundo desconocido o quizás no tan desconocido.
CAPÍTULO 2: EGIPTO
Bajó del avión, alguien la esperaba en el aeropuerto, se dirigió hacia él con paso firme y decidido.
—Hola, yo soy Marina, soy la persona que está buscando—dijo dirigiéndose a un hombre. El hombre, un egipcio con la piel oscura y unas grandes arrugas surcándole la frente, asintió y le señaló un coche.
Subió a él, sabía dónde la llevaría, estaba segura, se bajaron enfrente de una vieja casa, hecha de adobe y paja, una casa humilde y sin ninguna clase de lujos.
Siguió al hombre, que la llevaba a la única habitación de la casa, en ella no había nadie, pero el hombre se acercó a una esquina, allí una sombra apareció y le dio una bolsa de monedas.
Marina sabía que había llegado el momento, más sombras fueron apareciendo delante de sus ojos, eran veinte, quizás más y la tenían acorralada, una de las sombras se separó de las demás y se adelantó, debía ser el jefe, Marina creyó reconocerle en aquella oscuridad absoluta que la rodeaba.
—Bienvenida seas, Marina—dijo—estábamos ansiosos por verte llegar.
El silencio reinó.
—Venga, no seas tímida, sabes que no te vamos a hacer daño alguno si cooperas con nosotros—dijo en un tono burlón.
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—¡Jamás os ayudaré, matasteis a mi madre, no sé quién demonios sois, ni qué queréis de mí, solo sé que quiero venganza por la muerte de mi madre!—dijo gritando llena de cólera.
—Eso está mejor, apresadla—ordenó y cuatro sombras la agarraron dejándola expuesta a aquel individuo, pero no la mataron, tan solo la dejaron inconsciente sin saber muy bien lo que querían de ella.
CAPÍTULO 3: OFRENDA
Los párpados le pesaban demasiado, notaba un dolor punzante en la cabeza, tocó el punto exacto del dolor y sus dedos se toparon con una sustancia reseca, era sangre.
—Mi señor, ya ha despertado, hay que hacer la ofrenda justo cuando el Sol salga por el horizonte.
—Está bien, atadla a la mesa y preparar la Daga Sagrada—ordenó al joven. El chico asintió y salió de aquel lugar que más bien parecía el infierno.
—Agua...—dijo Marina con esfuerzo.
—¿Qué has dicho?—preguntó.
—Agua, necesito agua—contestó. —Está bien, niña caprichosa—dijo.
Bebió con avidez, como si la vida le fuese en ello, más tarde la levantaron y la ataron a una mesa, Marina suspiró, no entendía el porqué de toda aquella situación.
—Exijo una explicación a mi muerte—consiguió por fin decir.
—De acuerdo, te diré porque vamos a matarte—dijo riéndose—verás, tu madre era una persona importante, es decir, tenía en su piel grabadas runas arcanas, de las más antiguas que jamás han existido, y tú con el tiempo también las tendrás, por eso debemos dar de ofrenda tu sangre a nuestro dios, así de sencillo. Marina se quedó muda, no podía creer todo lo que aquel hombre le había dicho, no podía ser cierto, su madre no podía haber sido aquella mujer de la que hablaban. Comenzaron a entonar un cántico que haría temblar al más valiente de los caballeros y más tarde el hombre blanco alzó la daga por encima de su cabeza dispuesto a clavársela a Marina.
Cuando el sonido de un cristal roto inundó la habitación, todos lo hombres se dieron la vuelta, justo para ver aparecer a un joven rubio, de cejas pobladas y ojos verdes con una pistola, disparando en todas direcciones llegando poco a poco a Marina, la desató y la echó a la espalda,
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de allí salieron corriendo.
CAPÍTULO 4: ¿EL FINAL DE TODO?
—¡Suéltame¡—gritó Marina cuando ya estaban fuera.
—Está bien—dijo el muchacho jadeando por el cansancio.
—¿Quién se supone que eres?—preguntó.
—Soy tu salvador, pero me suelen llamar Juan.
—Yo soy Marina, ¿por qué me has ayudado?—preguntó.
—Porque me han educado así, soy Cazador de Lunas—contestó.
—¿Cazador de Lunas?—preguntó extrañada.
—Sí, grupo de personas que matan a los Hijos de La Noche, aquellos hombres que te tenían presa, somos enemigos mortales, o matas o te matan, así de simple.
Marina asintió.
—Por eso debo ayudarte en todo lo que me sea posible, pero no debes separarte de mí un segundo, ¿está bien?—contestó.
Marina volvió a asentir.
—Pero Juan, ya has matado a todos los Hijos de La Noche, allí abajo no queda nadie vivo.
—Eso no es del todo cierto...
—¿No es del todo cierto? ¿Qué quieres decir?—preguntó.
—Son cientos, quizás miles, estos solo son un pequeño grupo, pero hay grupos más poderosos.
—Eso quiere decir...
—Eso quiere decir que todo esto solo acaba de comenzar—sentenció.
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Misterio resuelto
Inés Condoy Franco
—Coge esas cajas de CD y tráelas al coche .
—¿Cojo también alguna de libros?
—No, no hace falta, que ya no hay más sitio. Es el último viaje que hacemos hoy—respondió su madre, al otro extremo de la habitación, ya cargada con un montón de cajas.
Era el primer día de mudanza y habían perdido la cuenta de los viajes que habían hecho. La casa estaba extrañamente vacía; siempre había estado llena de cosas. Con una decoración que daba la impresión de estar colocado al azar; como puede estar la habitación de un adolescente. Pero se le hacía raro ver el apartamento así de vacío. No parecía su hogar. Aquella noche dormirían en la nueva casa. Una preciosa casa rústica a las afueras de un pequeño pueblo mañico. O como a ella le gustaba decir, a las afueras; entre la civilización y ninguna parte.
Dejaban Zaragoza para ir a la casa nueva.
Rouse estaba encantada con la casa; pero de ninguna manera quería tener que dejar a sus amigos. Podrían ir a verla o visitarlas ella, pero no sería lo mismo. Tendría que perderse sus tardes en el césped del Parque Grande; o los días de fútbol en la Romareda, aunque mucha veces les tocaba ver perder a su equipo; pero lo que más echaría de menos era salir en Pilares, e ir a dormir cada noche a casa de una amiga. La que mejor lo pasaban, era lo que dormían en su casa, no irían, no sería lo mismo. Ya no pedirían pizza, no bailarían como locas, si había concierto; pues en su casa se oían incluso mejor que en el propio recinto.
Estaban en pleno mes de agosto. Rouse iba en el asiento del copiloto, con la ventanilla bajada, el aire acariciándole el rostro. Iban en la furgoneta de su madre, la típica que podía salir en una película hippie americana de los años 80. A ella le encantaba. Desde el asiento miraba ensimismada el paisaje del atardecer.Su madre paró a repostar a la entrada del pueblo en el que iría a clase el próximo curso; ya que en el pueblo que vivirían no había más que una pequeña escuela a la que acudían 20 niños. Era la tercera vez que repostaban en aquel caluroso día. Comenzaba a memorizar al trayecto, de una hora aproximada, desde Zaragoza a Villafeliche; su próximo hábitat, como le gustaba decir.
La casa estaba llena de cajas, y todavía no habían montado las camas.
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XXV Certamen Literario
A su madre se le ocurrió una brillante idea para animarla:
¿Qué te parece si montamos la tienda, nos preparamos los sacos y cenamos― burritos viendo las estrellas? Sé que no te querías ir, pero, ¿te acuerdas de cuando íbamos al Pirineo y viniendo veíamos las estrellas? Pues aquí se ven mejor.
Rouse, siguió mirando por la ventanilla. Recordó por qué habían escogido aquella casa, en aquel lugar. Era la casa de los abuelos de su madre y allí pasaba los veranos de pequeña. Guardaba fantásticos recuerdos, como los paseos en bici hasta el río y multitud de travesuras.
Aquella noche disfrutó de verdad; su madre tenía razón: era impresionante ver las estrellas y el castillo iluminado. Era realmente bonito. Le costó dormirse; por ello sacó una piruleta y se sumergió en el profundo océano de estrellas, intentando encontrar alguna de las famosas constelaciones. Inmersa en estos pensamientos, se quedó dormida.
Soñó con su padre, soñó que venía con el viejo descapotable, la música sonando; soñó que, justo a la entrada del pueblo, pasaba un camión sin luces e impactaban frontalmente. Fue una pesadilla horrible, pero sólo era uno de sus extraños y habituales sueños; se tranquilizó.
Cuando despertó, el sol estaba alto y su intensidad la cegó momentáneamente. Entró en casa y llamó a su madre. Al tiempo, vio la nota que le había dejado en la puerta de la cocina:
“¡ Buenos días, princesa!
Tienes el desayuno encima de la mesa. Me he adelantado para ir haciendo un viaje y traer lo que queda.
Llegaré sobre la hora de comer. Si necesitas algo llámame al móvil. Puedes dar un paseo si quieres explorar.
Un besito , mamá.”
Subió a su habitación; una preciosa buhardilla con función de desván. Buscó en su maleta y tomó un pantalón corto de color azul, se puso sus zapatillas de deporte; buscó una camiseta blanca y sus gafas de sol. Estaba preparada para salir de casa. Desayunó el delicioso guitarro de azúcar que su madre había comprado para desayunar. Cogió algo de dinero, aunque no creía tener la oportunidad de gastarlo, y salió de casa. Decidió dar un paseo por el pueblo. Respiró el aire puro y húmedo con olor a campo y siguió el camino de tierra hacia el pueblo.
Bullía de actividad, ya que las fiestas habían acabado hacía dos días. Vio a varios adolescentes de su misma edad, con mochilas y bolsas de piscina.
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Estos se le quedaban mirando; no era habitual que hubiera alguien nuevo en aquellos parajes. Solían ser siempre los mismos y se encontraban siempre en verano.
Cuando llegó a la plaza y vio el bar, entró a comprarse un chupachús; para poder pensar. Era una costumbre suya, cuando se abstraía y ensimismaba en sus pensamientos, solía tener un caramelo con palo en la mano. Notó una agradable sensación de fresco y se acercó a la barra. Advirtió la escasa variedad de dulces y golosinas existentes. Al verla, el camarero se acercó:
¿Qué tal, maña?¿Quieres algo? dijo sonriendo con amabilidad.― ―
Sí, perdone, ¿tiene chupachuses? preguntó mientras el hombre se giraba― ― buscando los chupachuses.
Claro,¿de qué lo quieres? contestó.― ―
De fresa, por favor continuó ella.― ―
¿Algo más? preguntó éste. Oye, no eres de por aquí,¿verdad? ― ― ― ― preguntó curioso.
No, nos acabamos de mudar a la casa que está a las afueras, esa verde. ― ― contestó ella sorprendida por aquella amabilidad.
¡Ah!, la de los Maícas, ¿no? continuó; ella asintió con la cabeza y movió― ― sus largos cabellos.
Pues entonces nos veremos a menudo; veo que te gustan los chupachuses ― ― y al ver su sorpresa, señaló su camiseta; ella, llevaba un gran chupachús en el centro y le sonrió soy Toño ¿y tú?―
Rouse—respondió , antes de salir le hizo un gesto con la mano y él― ― respondió con un gesto con la cabeza.
Abrió el chupachús y se lo metió en la boca. “Era majo, era bastante joven; tendría alrededor de unos 20 años, pelo corto y castaño y una cara bastante amable; bastante agraciado en sus facciones” pensaba . No pudo― ― recordar el color de sus ojos; nunca se fijaba en ese detalle. Siguió por una calle que subía cuesta arriba y se paró ante un gran caserón abandonado. Podría haberle pasado inadvertido entre tantas casas viejas. Pero le llamó la atención el gran escudo de piedra que había sobre la puerta. Tenía un águila enorme sosteniendo una corona. La casa se encontraba en un evidente estado de abandono.
Rouse continuó por la estrecha callejuela. Volvió a sumirse en sus pensamientos y siguió caminando. De pronto, llegó a una plaza con multitud de puestos de mercadillo. En efecto, era día de mercadillo y estaba situado en la Plaza de la Pólvora, alrededor de la estatua conmemorativa. Advirtió que había una puerta que daba acceso a un oscuro callejón. Aguardó a que nadie la mirara y decidió entrar a investigar. Se acercó disimulando buscar la sombra.
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Comprobó que la puerta estaba cerrada con un viejo candado y cogió una de las horquillas prendida del pantalón para intentar abrirlo. Estaba claro que nadie se había parado a admirar el esplendor perdido del caserón. Entró sin problemas, gracias al truco que le enseñó su madre.
Una vez dentro cerró la puerta y comenzó a recorrer habitaciones. Quedó cautivada con los muebles y la exquisita decoración que se adivinaba bajo una gran capa de polvo y telarañas. Cuando llegó al desván, comprobó que había sido la habitación de alguna muchacha joven. En la pared había un gran espejo. En él se detuvo a observar su larga melena castaña y lacia; estaba despeinada, como era habitual, y sus ojos verdes brillaban de una forma extraña. Se sintió totalmente fuera de lugar. De pronto, advirtió que había una foto en el marco del espejo. Estaba en blanco y negro y tenía una dedicatoria. En elle aparecía un apuesto joven. Se imaginó que sería el amado de la muchacha que ocupó esa habitación.
El reloj del pueblo tocó las dos de la tarde y se apresuró a salir. Pensó hacerlo por alguna ventana. Pero aquella casa estaba perfectamente tapiada. Volvió a salir discretamente por la puerta y cerró. Regresó a paso ligero a su casa, sin fijarse siquiera en el chaval que montaba a caballo por los alrededores.
Su madre no había llegado, pero antes de haber recuperado el aliento oyó el claxon de la furgoneta. Se asomó a la puerta y ahí estaba su madre, radiante como siempre y con su sonrisa, más intensa que nunca. La ayudó a bajar todas las cajas, y comieron unos espaguetis que había comprado en el italiano que tanto le gustaba.
Por la tarde, fueron a pasear por la vega. Por allí, vieron muchos caballos. Sólo entonces recordó haber visto a un chaval, algo mayor que ella cerca de su casa. Después de su confortable paseo, su madre le propuso visitar a una señora que había sido la panadera del pueblo, y que tenía en mucha estima a su familia. De camino, le preguntó si conocía el viejo caserón abandonado. Ésta le contestó que siempre lo había estado cerrado, porque estaba maldito, pero no recordaba la historia.
La señora era una ancianita de pelo blanco y recogido en un gracioso moño. Su casa estaba en la parte más alta del pueblo. Estaba decorada con muchos manteles de ganchillo, incluso como cortinas. Lo cierto es que le resultó bastante acogedora. La mujer agradeció mucho la visita . Antes de despedirse de su madre, pensó en que aquella mujer, seguro, podría contarle la historia de casa Suárez. Su madre le dijo que al día siguiente Rouse le llevaría un paquete que tenían para ella.
Durante el camino de vuelta, su madre se iba parando con antiguos conocidos. Por eso, ella se adelantó y, al llegar a casa , volvió a ver al mismo chico de antes montando a caballo. Éste cabalgó hacia ella . Cuando estuvo a su altura, desmontó y le dijo:
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Instituto Las Veredillas
Hola.―
Hola respondió ella.― ―
¿Vives aquí? ella asintió con la cabeza — eres la nueva, entonces, ¿qué?― ―¿Te gusta esto?
— Sí, la verdad es que es muy bonito, — contestó — ¿son tuyos todos esos caballos? —inquirió curiosa.
— Sí, trabajo con ellos.
— ¿Trabajas? — preguntó incrédula.
— No, en realidad soy rejoneador — explicó.
— ¡Oh! — expresó su sorpresa — .Bueno, tengo que irme. Ya nos veremos.
— ¿Quieres quedar para dar un paseo mañana?
— ¿Por la mañana? Vale, pero yo no conozco esto.
—¿Sabes dónde está el río? Pues allí a las once — y se fue cabalgando con rapidez.
Después de cenar, llamó su padre; había estado de viaje en Madrid, por motivos de trabajo. Les dijo, que llegaría al día siguiente por la noche. Rouse, tras hablar con él le pasó el teléfono a su madre, que por haber vuelto a ver a tantos antiguos conocidos, estaba eufórica .Supo que iba para largo. Subió a su habitación, cogió el MP3 y descubrió una ventana para acceder al tejado. Le apetecía subir a tomar el fresco de la noche. Encendió el reproductor; y comenzó a sonar su canción favorita:
“Llueve, y las aceras están mojadas... la lluvia cae sobre los tejados, donde fuimos más que amigos, recuerdo que dormimos al abrigo del amanecer, los bares han cerrado...”
Cerró los ojos y siguió escuchando la canción. Poco después comenzaron los truenos, pero no los oyó, tenía la música demasiado alta. En seguida comenzó a llover. Se empapó en un momento. Entró rápidamente y fue cambiarse de ropa.
A la mañana siguiente, se levantó temprano y nada más desayunar fue a llevarle el paquete a la señora Amelia. Una vez allí le preguntó por el misterio de casa Suárez. La mujer le relató la historia completa:
“Cuando los Suárez estaban en el pueblo, todo eran buenas noticias y alegría. De hecho, el nombre del pueblo se puso por ellos. La esposa de don Manuel era italiana y un día dijo: “Esto es una villa feliche”. Significa villa feliz—dijo Amelia—.Y todo el mundo empezó a llamarla así. Estos tenían una preciosa hija que era una sonrisa constante. Pero un día estaba en su habitación, fueron a buscarla y no la encontraron. La búsqueda se prolongó un año; pero
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nadie volvió a saber nada de la joven Natacha. Se pensó que se había fugado con un joven molinero de un pueblo cercano, pero el muchacho no se movió del molino, esperando a su amada. Ya ves, una historia muy desgraciada.”
Se despidió de la mujer y llegó al puente del río. Enseguida vio aparecer al muchacho por el camino, esta vez sin caballo. Lo saludó enérgicamente con la mano. Y cuando llegó hasta ella le dijo:
—Hola, por cierto, todavía no sé cómo te llamas.
—Miguel, ¿Y tú?
—Rouse. ¿Por dónde quieres que vayamos?
—Podemos ir al castillo, si quieres. Por ahí no suele haber nadie, ¿ya lo conoces?
—No, todavía no he ido. Sólo llevo un día en el pueblo.
Comenzaron a caminar y le contó que realmente no vivía allí, sino en Calatayud. También le dijo que irían al mismo instituto el curso siguiente. Y continuaron hablando. Al llegar al castillo se sentaron a la sombra, con la espalda apoyada en la pared. Estuvieron un rato en silencio, con miedo a intercambiar sus miradas. Fue ella quien se decidió a hablar:
—¿Puedo decirte una cosa, Miguel? —él salió de sus pensamientos y asintió— ¿Conoces la casa Suárez y su historia?
— Claro, todo el mundo la conoce. Realmente triste.
— He conseguido entrar; —él la miró completamente sorprendido— pero, por favor, no se lo digas a nadie.
— ¿Cómo lo has conseguido? Está completamente tapiada.
— Encontré una puerta que no estaba cerrada con llave, sino con un candado; y pude abrirlo con una horquilla.
— ¡Qué pasada! —exclamó— enséñamela, por favor, Rouse. Siempre he querido verla.
— Vale, quedamos a las cuatro en la plaza, tengo que irme a comer.
Y salió a toda velocidad hacia su casa, porque no se había dado cuenta de lo tarde que era.
—Hola, mamá, ¿comemos?—su madre estaba acabando la comida. Ella ayudó a poner la mesa. Comió rápidamente y a las 3:30 dijo ya en la puerta:
—Me voy.
—¿Pero adónde vas? No deberías ir sola, Rouse.
— He quedado, me están esperando, mamá —dijo ella.
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Instituto Las Veredillas
— ¿Quién?
— Miguel, es rejoneador, creo.
— ¡El hijo de Luisma!—su madre la miró de esa forma picara con la que miran las madres cuando creen que tienes novio.
— Mamá, no es mi novio, soy independiente, paso de chicos; son ataduras—cogió la mochila y metió una caja de galletas, su cámara de fotos y el MP3, antes de salir corriendo, llegaba tarde. Cuando llegó, Miguel estaba esperando impaciente.
Se encaminaron hacia casa Suárez, y entraron fácilmente. Allí, estaba todo igual, únicamente estaban las pisadas de Rouse sobre la fina capa de polvo. Él lo miraba todo fascinado. Cuando llegaron a la habitación de Natacha, le enseñó la foto. Entonces ella advirtió que había una grieta en el empapelado de la pared. Se lo dijo a Miguel y desplazaron el espejo. Encontraron una puerta que lograron abrirla de un empujón. Entraron y recorrieron a tientas un oscuro y tenebroso pasadizo; con el corazón desbocado de la emoción. Sin darse cuenta, la puerta se cerró tras ellos. El pasadizo los condujo a un manantial de escasas dimensiones, pero considerable profundidad. Allí, encontraron unas lujosas ropas enmohecidas por el paso de tanto tiempo.
En ese momento, tuvieron la certeza de haber encontrado la solución al misterio: Natacha, había descubierto aquel túnel, e igual que ellos, no se dio cuenta de que se había cerrado la puerta. No sabía nadar, y murió ahogada en el manantial, no tuvo tiempo siquiera de comprender que estaba encerrada. Estos quedaron conmocionados momentáneamente e inspeccionaron la cueva con la mirada. Ambos sabían nadar, por lo que decidieron comprobar la profundidad del estanque. Sin siquiera desvestirse, se introdujeron en el agua y decidieron descender los dos a la vez para buscar el esqueleto. Se sumergieron y bucearon a tientas, cogidos de la mano. Notaban cómo aumentaba la presión, y continuaron hasta el límite de sus pulmones. Se sentían pesados y se les pegaba la ropa al cuerpo, No calcularon bien, no reservaron aire para emerger; murieron ahogados.
En apenas unos minutos, sus cuerpos flotaban juntos, cogidos de la mano y chocando contra las paredes de piedra.
El padre de Rouse llegó antes de lo previsto. Ambos se preocuparon al ver que eran las once y Rouse no llegaba; el móvil se lo había dejado en casa. Viki, su madre, decidió ir a la casa de su viejo amigo, Luisma. Cuando llegó, tampoco sabían el paradero de Miguel. No sospechaban, era habitual que saliera en verano. Los buscaron durante semanas, todo el pueblo se volcó para encontrarlos. No hubo novedad alguna. Pasaron a ser dos nombres más de las interminables listas de desaparecidos. Doña Amelia fue la única que pensó en la desaparición de Natacha. Pero sus días habían llegado a su fin y falleció el día que se paró la búsqueda; sola, en su casa de toda la vida. Viki repetía todos
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XXV Certamen Literario
los días el último trayecto que había hecho con la compañía de su hija el día de su desaparición. De este modo, fue ella quien encontró el cadáver de doña Amelia.
El único rastro que dejaron fue la mochila de Rouse con el Mp3 y su cámara de fotos, en la que las únicas fotos eran las de Miguel y Rouse felices, riéndose y haciendo muecas delante de la cámara, lo estaban pasando en grande. Pasaron a formar parte de los misterios del pueblo; conocidos por todos e ignorados.
Así sería para siempre hasta que algún joven curioso volviera a encontrar el pasadizo y la muerte en las profundas y traicioneras aguas.
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El pájaro currante
César Arranz Bellas
Palito a palito,un pellizco de hierba,hace su nidobajo mi ventana,el pájaro negrode pico naranja.
Ahora un papel, ahora una rama, trabaja bajo la lluviapara hacer su cama.
Lo veo desde mi ventana,no dejo de mirarcada mañana,esperando que en primaveratenga su nidada.
Miraré cada día,los frágiles huevos,esperando a que rompany ver los polluelos.
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