paseo interior

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Libro de Autor en donde el fotógrafo se mantienen una conversación intima y profunda con su ciudad, Córdoba. Un paseo interior, una lucha entre las sombras y la luz, para descubrirse a si mismo.

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Paseo Interior Francisco González

Pablo García Baena - Eduardo García - Pablo García Casado - Nacho Montoto

Paseo InteriorPrimera Edición: 2011

Fotografías: Francisco GonzálezDiseño y Edición: Francisco González

Prólogo: Elena González RuizTextos: Pablo García Baena

Eduardo García Pablo García Casado

Nacho MontotoFotografía de F.González: A.J González

Copyright: Fotografías y textos los autores

Editado por:

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ISBN:Depósito Legal:

Impreso en España

Paseo Interior Francisco González

¡OH HIJO DE LA JUSTICIA!

¿Dónde puede ir un amante si no es a la tierra de su amada? ¿Y qué bus-cador encuentra descanso lejos del deseo de su corazón? Para el verdadero amante la reunión es la vida, y la separación, es la muerte. Su pecho está desprovisto de paciencia y su corazón no está en paz. A una miriada de vidas él renunciaría por apresurarse a la morada de su amada. Bahá`u`lláh

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Paseo Interior

Pasado y Futuro. Paseo a través de las hojas de este libro y me parece pasear simultá-neamente por momentos de mi infancia y por un mundo paralelo en otra dimensión. Un mundo dual, un viaje a la Córdoba del pasado, majestuosa, grandilocuente, señora con gran presencia; un viaje hacia una modernidad que se torna irreal y etérea al jugar al camuflaje y a la liviandad, haciendo gala de unos materiales cristalinos y ligeros que acaparan las miradas mientras juegan a pasar desapercibidos mientras se funden con el universo. Un mundo silen-cioso y abstraído en una dimensión paralela, la de una cámara cualquiera dirigida por una mirada diferente y perspicaz, la del fotógrafo Francisco González, que dotada de una gran sensibilidad al contemplar en su camino los misterios de una realidad común para muchos, nos los muestra con inaudito encanto y exquisita fluidez, descubriéndonos nuevas realidades subyacentes al paisaje y que por una eternidad de instante, capturado en la unión de minús-culas partículas gráficas, se manifiestan claras y brillantes en nuestra mente y en nuestra alma.

Composición. En estas páginas, encontrará el lector siete paseos a través de la polifacética, y rica en historia, ciudad de Córdoba. Una radiografía muy perso-nal de muchos de los rincones de la ciudad natal y de residencia del artista. Explica-do con las propias palabras del autor, “esta obra muestra una visión íntima y perso-nal como resultado de la conversación interior que se establece entre la ciudad y yo”.El fotógrafo ha querido, además, acompañar estás imágenes pertenecientes al alma de la ciu-dad y de su observador, de cuatro textos firmados por cuatro ilustres poetas cordobeses del momento: Pablo García Baena, Eduardo García, Pablo García Casado y Nacho Monto-to. Con la particular divergencia entre sus edades y por lo tanto, su pertenencia a diferentes

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Paseo Interiorgeneraciones. Pudiendo interpretar esto como un guiño hacia la unidad en diversidad que tan presente está en sus trabajos anteriores; una diversidad de lecturas, enfoques y entendimientos de una misma realidad. Consigue así enriquecer este trabajo mediante el diálogo entre lo visual y lo escrito, entre la imagen y la palabra, presentándonos cuatro lecturas de cuatro escritores muy distintos entre sí, pero que coinciden, como mínimo, en resaltar la sen-sibilidad, belleza, emoción y reflexión que inevitablemente nos transmiten estas fotografías.

Crisis y Victoria. En esta obra, cuyo germen es una escapatoria a un proceso de crisis in-tensa del autor y su entorno; podemos encontrar, aquellos que conocemos el trabajo anterior del artista, que es también mi padre, un nuevo enfoque, una forma nueva de interpretar el mundo que le rodea, en este caso su ciudad, su hogar, su realidad. En ella podemos encontrar un juego de cla-roscuros predominantes en cada imagen. Las sombras se apoderan de un fragmento importante del paisaje capturado, fundiéndose con rayos de luz que oponen su resistencia, a veces frontal, otras batiéndose en retirada, surgiendo de este enfrentamiento una geometría más rica y un aura mística que traspasa el plano material que nos muestra y lo eleva a un nivel superior de realidad.

Espacio. Dominan las perspectivas encontradas, donde una figura nos descubre otra visión más allá. El encuentro de diferentes planos que confluyen en un espacio su-perior, una sombra arrojada que nos enmarca una escena cotidiana otorgándole su pro-tagonismo perdido. Una pared colorida que dibuja una tímida sombra en el centro de su contorno a modo de recordatorio de que su opuesto también existe aunque no quiera ver-lo. Un objeto dentro de otro objeto que extiende su mano hacia fuera buscando expandir-se sin muros. Una búsqueda del cielo infinito desde el plano horizontal de un suelo que, enmarcado entre muros verticales, dirige la mirada del espectador hacia su encuentro.

Búsqueda, sentido y significado. Sin embargo, no son los objetos que nos mues-tra Francisco González a lo largo de estos paseos los protagonistas de la obra. Di-ría más bien que es lo que se insinúa detrás de ellos pero que no está explícito lo que destaca, lo que embruja al observador y nos ayudará a reflexionar, conectán-donos con una realidad superior sin salir de un mundo aparentemente material.

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Elena González Ruiz

Quizás el autor, sin siquiera pretenderlo, busca desesperadamente hallar el signi-ficado oculto de cada fragmento de este mundo, su mundo, donde la oscuridad y la luz se funden en una misma realidad, pero que lejos de crear fealdad, ruptura y estupor, nos ele-van a un plano de percepción y conciencia, de unidad, sugiriéndonos nuevas formas y con-tornos que nos conducen al encuentro de nuevos conocimientos y realidades ocultas.

En una era en la que el hombre impone y reclama su protagonismo como nunca, el fotó-grafo, a través de estas páginas, parece revocarlo a un segundo plano, no por ello menos presen-te, pero si más contemplativo y sumiso, a un plano silencioso, casi misterioso, que juega a pa-sar desapercibido; retornando su lugar predominante en la escena a una belleza que le rodea y a la que nunca suele tomar en cuenta. Así los paseantes, los viandantes y transeúntes muestran humilde reverencia al paisaje que los envuelve y los sostiene, a una belleza etérea y casi mística.

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La fotografía viene aspirando, desde su nacimiento mismo, a la categoría de arte. A día de hoy, con la revolución digital en marcha, cualquiera toma su cámara de bolsillo para “inmor-talizar” en el álbum familiar aquella plaza entrevista en un tan veloz como superficial circuito turístico, la playa en donde reposó entre sombrillas o el aniversario del benjamín de la familia. La foto-postal y la foto-recuerdo familiar están, en suma, al alcance de todos. Muy pocos son capaces, sin embargo, de elevar sus fotografías al rango de la genuina creatividad artística.

Así le sucede a Francisco González en esta brillante muestra de su quehacer. El fo-tógrafo ha sabido trascender su medio, más allá de la mera representación convencio-nal de la realidad, en un genuino hecho creativo. Nada obedece aquí a las férreas, estériles convenciones del fotógrafo ocasional. El atrevido encuadre, la sabia disposición de los ele-mentos, la elección del instante justo y el primoroso tratamiento de la luz se entregan, por el contrario, a la generación de sugerentes espacios que tan sólo pueden darse a luz a tra-vés del objetivo, en virtud de la óptica personalísima de su autor. Lejos de limitarse a re-producir la mirada acostumbrada, estas fotografías nos invitan a mirar lo consabido con ojos nuevos, a desvelar la realidad desde un ángulo insospechado. En definitiva , “gene-ran realidad”. Tal es el afán del arte, tal la razón de que estas fotografías merezcan ser con-sideradas como lo que son, artísticos abordajes del entorno, creaciones en sentido estricto.

Andamos todos atrapados por la costumbre, en un vaivén incesante que es la maldición de nuestra época. De tanto pasar, los ojos fijos en el reloj, a la orilla de las cosas, perdemos día a día la capacidad de reparar en la belleza que se despereza a nuestro lado. Particular méri-to revisten pues estas fotos en las que el artista, tras registrar con su objetivo medio mundo, despierta de pronto su mirada a la singular belleza de su propia ciudad. Se produce así un

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Una Mirada Creadora

rescate de lo olvidado por cotidiano, lo que duerme el sueño de los justos ante nuestros ojos apresurados. Un rescate que acude a contagiar al contemplador con su aliento, su hálito de regeneración, capaz de levantar un vendaval de sugerencias nada más reposar en los objetos.

Despierta de inmediato nuestra atención la inclinación pictórica de muchas de estas fotografías. El consabido enfoque del objeto tomado a distancia con un encuadre vertical se subvierte sistemáticamente en las fotos de motivos arquitectónicos. Edificios de líneas rectas adquieren dinamismo, ritmo, velocidad, con el giro oblicuo del encuadre y/o el contrapicado llevado al extremo. De pronto se convierten en algo nunca visto, lo inerte adquiere vida propia. Las proporciones se disparan, nuestra posición de contempladores pierde la verticalidad, todo es ofrecido a la mirada como si poseyera un secreto aliento. Un edificio semeja repentinamente un coloso a punto de despertar, o bien reposa como el pájaro que se dispone a alzar el vuelo. Es frecuente esta tendencia del fotógrafo a abordar las cosas con esa mirada transfiguradora que tan natural debió resultar en el tiempo de los mitos, pero que el ser humano contemporáneo ha extra-viado en la niebla de la vida programada, mecanizada: la yerta mirada del hombre tecnológico.

Se trata pues de trasgredir los ángulos, las perspectivas habituales, impregnar la retina de un giro insospechado. Sucede así no sólo con los edificios, sino también con los rincones y detalles. Se opera aquí otra clase de juego transformador: el don de la metonimia. Escogien-do la parte por el todo, dirigiendo la cámara al detalle revelador, se nos revela lo que suele permanecer oculto a la mirada. ¿Quién concentra su atención en los suelos de la Mezquita de Córdoba? Y sin embargo allí, donde no solemos jamás mirar, se encuentra un fragmento de palpitante realidad dispuesta a interpelarnos. Extraer los objetos del contexto acostumbrado es alumbrar la mirada con una nueva luz. El más humilde de los rincones, despojado del con-junto, adquiere vuelo simbólico, autonomía, acaba por transmutarse en reveladora pieza de un mosaico que permanece ignorado, entre tinieblas, más allá de los márgenes de la imagen. La vivacidad de la luz es perseguida tenazmente. Elige a menudo el fotógrafo la luz del atardecer, aquella en la que el ojo de la cámara registra tonos que el ojo humano no alcanza a vislumbrar. En las franjas fronterizas entre el día y la noche el objetivo tiende a idealizar la realidad, la transfigura. La fotografía se puebla de una luz prodigiosa, más allá de la que por medios naturales se nos impone a la mirada. Francisco González saca el máximo parti-do a esta virtualidad del medio que domina. Es su afán alejarse del realismo plano en vir-tud de una mirada transfiguradora: siembra mito en cuanto toca, trasciende pictóricamen-

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te la escena que captura el objetivo. Una vez más, lo que queda ahora ante nuestros ojos es una creación, algo que nace del tratamiento mismo al que el artista somete la realidad.

Pero sospecho que donde alcanzan su más alto vuelo estas fotografías es en la sugerente evocación de las sombras. Sombra y luz combaten por el espacio, se entreveran. Muchas de estas fotografías se desplazan por un espacio de juego de estirpe barroca: la ambigüedad entre fondo y figura. Lo que sería por lo común el objeto fotografiado se sume ahora en sombra, transmu-tándose en fondo; lo que sería fondo para la adormecida mirada cotidiana deviene entonces figura, objeto preferente de la representación. Así sucede con el nuevo puente sobre el Gua-dalquivir o con el Alcázar de los Reyes Cristianos. Cielo y río, contexto del objeto principal, se convierten así por derecho propio en lo representado, mientras puente y Alcázar se transforman en un misterioso fondo de tinieblas que contribuye a subrayar su inmensidad. En estrecho pa-rentesco con esta transgresión artística de los convencionales fondo y figura se sitúa la continua dialéctica entre lo presente y lo ausente. Contemplamos, por ejemplo, la sombra proyectada de unos arcos nazaríes. Los arcos, ausentes en la fotografía, proyectan su sombra, ocupando así el espacio compositivo central. O la sombra de una palmera —cuya imagen se halla fuera de plano— se cierne sobre un espacio arquitectónico que en rigor no le pertenece: naturaleza y cultura, ser vivo sobre inerte construcción humana. El ojo contempla pues lo que no está, realidad ausente que se abre paso oblicuamente en la imagen a través de su sombra proyectada.

Particular mención merece aquí el hondo simbolismo animista que a menudo da vida y sentido a estas fotografías. Es sabido que en numerosas culturas la sombra es el sím-bolo más frecuente para referirse al alma. Francisco González ha sabido capturar esas almas errantes que caminan a nuestro lado, concederles un espacio de representación. Los pasean-tes, en forzado contraluz, se ven reducidos a nítidos perfiles de sombras: metáforas, quizá, de nuestro propio vacío, la sombra que nos habita inexpugnable. Se abre así un espacio para lo sagrado, que sobrevuela casi siempre aquí o allá, hasta alcanzar quizá su culmen en la es-pléndida fotografía del interior de la Mezquita, en donde los haces de luz cenital siembran el recogimiento del espacio de la oscura presencia de lo que trasciende la humana realidad.

En análoga línea de transfiguración espiritual apunta la invocación telúrica de los elementos. La materia sugiere ocultas dimensiones míticas que se abren paso entre lí-neas en el frecuente contraste entre agua, aire, tierra y piedra. La barroca ambigüedad, una vez más, dirigida ahora —por ejemplo— a las aguas revueltas del río, que parecen ga-

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nar en densidad, aproximándose a la consistencia de la tierra. O los sillares, que fuera de contexto ven palidecer su pétrea condición, como si de castillos de arena se tratase. O la “pared” de agua de las fuentes del Vial, de la cual parece brotar mágicamente un pájaro.

Decía Octavio Paz que en la poesía moderna se operaba el rebrotar de las antiguas fuentes míticas. La analogía, esa mirada que funde realidades entre sí por la magia de la metáfora o el símbolo, alienta también en este puñado de sugerentes imágenes. El mismo “duende” que de cuando en cuando sacude a los poetas acude a la llamada del objetivo de Francisco González, revolviéndolo todo a su paso, zarandeando nuestra ceguera habitual. Despierta así el ocioso contemplador a una realidad a un tiempo más desnuda y más rica en misterio. Una realidad que tan sólo aguardaba nuevos ojos capaces de rescatar su secreto.

Eduardo García

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Bien temprano nos ponían de pie, en la mañana de julio, para que el sol agobiante del mediodía nos acogiera, ya de vuelta, con el patio recién regado, la lona del toldo corrida y en el brocal del pozo de medianería, la jarra fresca de la Rambla. Era día de devoción y compras: primero al Carmen de San Cayetano en la suave ladera, y luego adquirir las mace-tas en las Ollerías para el trasiego de plantas veraniegas, siembra de bulbos que brotarían en el otoño y la renovación del mantillo fecundante. No eran aún “Las Ollerías” de Joaquín Pérez Azaustre, avenida y símbolo. Unas tapias de cal y de humildad cercaban los alfares, tiestos, orzas y tejas en el suelo de la entrada, el barro primigenio en montón húmedo. Seguían los calerines y sus llamas de horno, las fundiciones, los almacenes de vino, vinagre y aceitunas, los depósitos de aceite, las naves de madera apilada en selva, el chirriante sonido de las máquinas en nube de serrín amarillo. Al término de la ronda, y en linde con la fuensantilla y las murallas, estaba el Hospital de la Misericordia, al que trasladaron a los locos de San Pedro Alcántara, como en día de feria. Alto, soberbio como un triunfo angélico, se alza el chimeneón, domi-nando estas parcas industria, el exiguo comercio, y su fuero llega hasta el barrio de la torería y los matarifes, la Cruz del Moreno, el Pretorio, y se alarga hasta el Adarve, callejón de la me-moria para la sombra del poeta Alvariño. Solo la Malmuerta, torre albarrana que se adelanta al muro almohade, levanta sus almenas como jirones de un luto secular. El musgo de la leyenda crece entre sus piedras ensangrentadas, y el crimen ciñe con corona de espinas la frente de la víctima, esa mujer, la Malmuerta, en funeral desposorio de celos y muerte.

Se ha repetido mucho lo de la Córdoba romana o árabe. La Córdoba que vemos hoy en la mayoría de sus edificios históricos es barroca, un barroco que se rige por unas normas de romanidad, de clasicismo, y a la vez lo minucioso de un ataurique omeya. El convento de la Merced, siendo el mejor ejemplo de barroquismo, no es ajeno a esas líneas maestras, y el patio

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de mármol tiene la proporción cuadrada de un atrio romano, cercado por columnas en pór-ticos, mientras la decoración pintada de las altas paredes con simulados revestimientos nos remite a Pompeya. En la iglesia, la talla dorada y detallista del altar mayor, en roleos, flores y frutos, nos acerca en pormenor la finura ornamental de Azahara. De una de las galerías arran-ca el esplendor de la escalera monumental, el zócalo embutido de finos jaspes, los escalones de oscuro mármol. García Lorca llamó a Granada “la ciudad de los camarines”; Córdoba podría ser la ciudad de las escaleras augustas: las dos suntuosas del Palacio Obispal, la de las Reales Escuelas Pías y las innúmeras repartidas por los caserones de la nobleza: Hornachuelos, Jeró-nimo Páez, Viana, Torres Cabrera, Benamejí… Por estos peldaños de la Merced la teoría de monjes, hábitos níveos de Zurbarán, aún parece ascender, escala del cielo.

Se elevan las palmas y los plátanos en los jardines de Colón y en ningún otro lugar del mundo tienen estos árboles más claro linaje: el uno plantado por Julio César, la palmera can-tada por Abderramán, el príncipe guerrero. Todo el jardín, en los suaves atardeceres de otoño, adquiere un aire romántico de ilustración de novela del siglo XIX, con los caminos cubiertos de las hojas secas. La fuente central derrama sobre las distintas tazas el agua de la ausencia. Es el jardín de los enamorados y los poetas: “la sonrisa apagada y el jardín en la sombra”…

En contraste con el barroco de la Merced, la plazuela de Capuchinos o de los Dolores es el triunfo de lo geométrico, lo escueto, lo blanco, nada estorba y el mismo Cristo, en su paso de faroles, se hace lateral, como si no quisiera empañar el espacio estricto, la arquitectura de lo simple. El aire y el azul quedan quietos, encuadrados en los lienzos de los muros conventuales y hacen de la plaza un recinto cerrado para la oración, Stabat Mater. Lo demás, sobra.

Una calleja estrecha lleva hasta la Cuesta del Bailío Don Pedro Núñez de Herrera, que vivió en la casa principal, cuya fachada renacentista permanece, y a la que se sube por una pe-queña lonja que hace rincón con los tejados y el campanario de los Dolores. Allí, un esbelto ciprés señala el cielo, imponiendo silencio. Sólo un rótulo inoportuno de calle colocado a mayor altura de lo usual, equivoca al viajero y cercena la gloria del Bailío. La cuesta, que los devotos subían de rodillas en tiempos difíciles, se hizo escala y una fuente en el último rellano mitiga tanta penitencia. La buganvilla se desborda sobre las tapias encaladas.

Tras la atricción de Capuchinos y el Bailío, la casa de Viana se abre con la primavera al goce de los sentidos. Los ojos se pasean en la belleza de galerías y patios singulares, sube en la

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noche el olor del jazmín y la madre selva, la voz de los poetas queda en el último rasgueo de la guitarra, los mandarinos despiertan el afán de acercar a la boca los frutos húmedos, las manos acarician el agua en los pilares como una seda fría. Todo invita a la alegría del vivir. Patio de la Madama, de los Jardineros, de la Capilla… El mágico secreto de la casa yerra por las estancias de tapices, de vajillas preparadas para una cena fantasmal. El carruaje espera en las caballeri-zas.

Por la calle de Morales nos acercamos a Santa Marina y su torre emerge ocre y gallarda, desde el blancor de la sacristía. Es nido de campanas alegres, y su reloj marcó grave la hora temprana de los piconeros, la hora solemne de toreros y picadores. Salía del templo la sagrada imagen de la Virgen de la Luz, el Niño sentado de rodillas, con el enaguado largo de encajes de los neófitos, y Ella sostenía en su mano derecha la vela rizada de la Purificación. San José, preceptista, llevaba en su parihuela las palomas y la torta regada, en oblación del rito. Pasaban entre los puestos del mercado de San Agustín, entre las verduras, las hortalizas y las frutas, los huevos y el pescado, y el pueblo sentía como suyo aquel divino matrimonio, tan humano. Quedaban en la iglesia, solas y silenciosas, las naves medievales, como si sólo fueran la guarida del temible dragón que, a los pies de Santa Marina, pintó el descalzo Fray Juan del Santísimo.

Cercana, la Real Parroquia de San Lorenzo irradia como un sol desde su rosetón mudé-jar. Lugar siempre sagrado, pues los historiadores lo hacen templo gentílico, basílica natal de San Lorenzo, mezquita, iglesia mozárabe de torre desmochada y, por último, parroquia fer-nandina. Y ciertamente, Córdoba siempre tuvo este templo en su corazón, y su elegante torre, su particular pórtico, sus puertas y estrechas ventanas ojivales, las pinturas del ápside, guardan imágenes insignes de la devoción popular, pues los siglos, las piedras y el arte necesitan de la oración que eleva y salva. Esa oración, que en noche única, se hace canto en los salmos del Miserere, en el doblar de las campanas, en los faroles de viático, en las continuadas preces del rosario. El Remedio de Ánimas pasa en nube de incienso y se pierde en los tiempos. Un leve chasquido nos devuelve a la realidad: Francisco González está haciendo sus fotos.

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Escribo estas palabras cuando falta apenas mes y medio para el día más importante de mi ciudad en las últimas décadas. Las escribo, contradiciendo al poeta Ángel González, con esperanza y con convencimiento. La ciudad que el otro González, mi fotógrafo, mi amigo, ha retratado sería impensable sin ese optimismo colectivo de nuestra aspiración hacia 2016. Nada, ni siquiera la destrucción de puestos de trabajo, los despidos colectivos, nada ha merma-do el entusiasmo por algo para todos nosotros desconocido. Se palpa en la calle, en las casas, en los edificios. Nunca vi una Córdoba más hermosa, más cuidada en todos los detalles, más deseosa en toda su orografía urbana de que llegase un instante que doblaría el curso de la his-toria y nos permitiera pensar que nos une al mundo algo más que las vías de la alta velocidad.

En los últimos días no he dejado de ver camisetas azules recorriendo las calles. Ya no desde grupos organizados, sino de gente que sale a correr, que lleva a sus niños al colegio o que simplemente baja la basura. El azul, un color que trae malos recuerdos a muchos, se ha apoderado de los balcones en un entusiasmo que es nuevo en esta ciudad. No es este un dis-curso político, es sólo la constatación de un hecho civil y colectivo que ha sabido superar el cainismo propio de una ciudad pequeña. Y que lo ha hecho en el momento menos esperado.

Me pregunto qué tiene todo esto que ver conmigo. Cuando yo era un adolescen-te, y hasta muy entrada la veintena, vivía la cultura como un superviviente en el marasmo de una ciudad en decadencia. Escribir era la única salida, porque mis dotes para la música y la pintura han sido y seguirán siendo nulos. Y no sólo escribir. Entendí que no lo hacía por impostura autobiográfica o para desahogar mis obsesiones. Quería también que me le-yeran, que hubiera alguien al otro lado. Por eso alcancé a otros amigos, a Fernando, a Fi-del, a Vidal y a Paco. También estaría Agudelo, y Pedro Martínez, que me llevó a una vez a

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un lugar que se llamaba Filmoteca. Hicimos una revista, teníamos 17 años, íbamos a cam-biar la poesía. Se llamaba “cinco”. Todos menos yo dejaron la poesía. Vidal se hizo aboga-do, Fernando trabaja en la TGSS, Fidel audita talleres de Toyota y Paco murió hace unos años. Recuerdo que el primer número tenía una tirada de 10 ejemplares, y que lo hicimos en Litopress. Para el segundo inventamos un sistema publicitario muy sencillo. Poníamos poe-mas en los tablones de anuncios de las facultades, y dábamos un apartado de correos, y una consigna y lugar para una reunión futura. En 1990 no había correo electrónico, ni grupos de facebook, así que nos citamos a ciegas, como en un gangbang moderno en una cafetería del centro. Asun, Miguel Navajas, Lindo, gente extraña que acabaría dispersa en hospitales psiquiátricos, licenciaturas de hispánicas y matrimonios. La poesía exige más tenacidad y re-sistencia que genio creativo. De todos esos años sólo quedamos dos: Agudelo y yo mismo.

Dos años después aterricé en la Posada del Potro. Como esto ya lo han contado muy bien Barquero y Chivite, me limitaré a decir que nada de esa época fue idílico, y que estar interesado en la cultura era como pertenecer a una logia extraña. Entonces era mejor ser de empresariales, y pensar en la nueva economía, y apostar por un empleo seguro en el campo de las fianzas y el mercado inmobiliario. Yo mismo era un ser extraño entre mi familia política, y sólo ganar un premio y publicar un libro le dio algo más de fortaleza a mi posición. Ya no era un tipo tan raro. Y me atrevía a decir “soy poeta”, como lo hace Eduardo García en su li-bro “Escribir un poema”. Entonces los actos literarios no eran multitudinarios, ni la cultura era un yacimiento de empleo ni una oportunidad de negocio, ni el sector cultural tenía otra consideración que el de una rémora del sistema capitalista. El noventa por ciento de los que ahora hablan de cultura en 1997 estaban en otras cosas más importantes y más suculentas.

Escribo estas palabras apenas a unas semanas de saber qué pasará con Córdoba, qué pasará con nosotros; si estas calles se teñirán de desánimo, de invierno, y volverá el silen-cio a apoderarse del futuro. No se si entonces tendríamos el valor de reinventarnos, de dar un nuevo trazado a estos paseos antes de que el tiempo haga su trabajo quebrando los ado-quines de las plazas. Antes de que el musgo de la desidia empiece a trepar por los muros.

González, mi fotógrafo, mi amigo, dibuja esta ciudad como a una fiera en el ins-tante del salto. Hoy, dos de mayo de 2011, todos nos convocamos al otro lado del abismo.

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Conversaciones con la ciudad

Asoma ante un cielo a medio hacer la arquitectura imperfecta de la sombra, la piedra en la piedra, la nube en la nube y la ciudad aislada en las personas que la habitan. Tras una ventana de silencio se erige la visión precisa del ojo, el miedo a formar parte del entorno que nos envuelve si contemplamos al espejo de la tarde acompañados por la pre-sencia de la soledad, fiel amiga. Palmeras acariciando el perfil del aire, el atardecer dibujando balcones en las fachadas, invitándonos a formar parte de la representación del vaivén rutinario de personas que, en bre-ve, tendrá lugar una vez comience el persistente goteo de hombres, mujeres, niños y niñas calle abajo, río arriba. Y ella, ella…lejana y sola, bajando las escaleras del tiempo, lentamente, intentando no cortarse con los escalones que asemejan ser dientes afilados a la espera de engullir nuestra pér-dida de tiempo. Ella, tú, él, quizás yo, y la luz, imaginando árboles imposibles que acompañen la estampa del viajero, el contraste del progreso y la tradición que nos invita a pensar hacia dónde vamos, qué queremos, cuál es el camino correcto a seguir en este ciclo vital. Ella ¿quién es ella?, pensativa ante el espejo, arqueando el contorno de su cuerpo ante nuestra atenta mirada, recreando bosques en las aceras, abriendo la visión de lo imposible ante un legado efímero, ya conocido.

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Conversaciones con la ciudad Dibujar la introspección, interpretar nuestro sitio en la ciudad mientras obser-vamos los caprichosos relieves de la tarde proyectados en las calles, el reflejo de nuestros cuer-pos, somos la proyección de un haz de luz en la piedra, el negativo de la fotografía que evita ser velada.

Tú me hablas, yo te escucho, nos acompañamos, y es así durante toda una vida, final-mente, divago y pienso que apenas somos un haz de luz centrífuga, una pequeña posibilidad de color iluminado, a veces una tenue luz, sí, es posible. Si bajamos la vista y seguimos el camino, creeremos ver un charco de agua sobre los adoquines, se trata de un espejo cóncavo que refleja una idea, su cuarta dimensión, nos perte-nece, su brillo, su textura, qué luz.

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Entre la sierra y el valle

La sombra, degradada historia de penumbra, habita entre la sierra y el valle, siluetas de tiempo esparcidas entre los restos de la gran ciudad, la pretérita interacción de la masa, la masa pedestre que resguarda la tierra del aire y la conserva.

El perfil enfermedad clavándose en los muros de hormigón, inyectando la mancha blanquecina a pocos pasos de la herida rosa, una falda oscura que viste la tarde, el silencio pa-sea, se desplaza entre angulosas formas que estrangulan la belleza de un paisaje descompuesto por la vasta e indignante provocación del hombre, aflora detritus.

El agua, quieta, reflejando la industria de la modernidad, la cadena de producción que a modo de nicho abre la luz en pequeñas cuadrículas filtrando la mañana, fluye el sol.

La inerte vegetación abriéndose paso ante una rampa oscura coronada por el óxido del tiempo, preámbulo de la vieja Medina, la denostada Medina de huesospiedra que en otro tiempo fuera cuerpo de mujer ostentosa y palaciega, yace la tarde.

La tarde, retuerce los arcos de nuestra conciencia y llora la luz, qué hermosas las esferas que describe, busca su sitio.

¿Quién construye vigas en el aire? ¿Quién roba nuestras horas en silencio? El cielo de-gradado en hebras de sol, mientras recorremos la extensión lumínica de este horizonte de piedra, observamos otro espejismo, otra ciudad y el mismo misterio dentro de nosotros.

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Entre la sierra y el valle

Nacho Montoto

La vieja ciudad se apaga ante nuestros ojos ¿Qué será de todo esto? La mañana desvelará el misterio. Su nombre avanzará consumiendo el pabilo de una luna escondida tras las herra-duras.

El amanecer, sí, el amanecer derretirá nuestra idea y nos convertirá en sombras y sólo quedará lo oscuro, su quietud.

Nada más tras el paseo interior, apenas añicos de belleza, delicada penumbra, acaso una leve contracción, apenas un momento, tras ese instante no hay nada más, siquiera sombras que darán forma a nuestra existencia: una flor blanca imaginaria.

Un monte de losas aplastadas, paraíso de hormigas, el sol a borbotones, estoy tejiendo la oscuridad de aquellos días, su sombra es un atisbo de luz.

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Córdoba, 1960. Francisco González es un enamorado de la belleza de lo cotidiano, un experto en realzar los valores de la condición humana con la inevitable sinceridad de la imagen fija y con el solo adorno de la espontaneidad. Comenzó su andadura como periodista gráfico en 1981 en La Voz de Córdoba y ha sido corresponsal de El País y ABC, publicando su trabajo en todos los medios de comunicación españoles más importantes y algunos extranjeros. En la actualidad es Jefe de Fotografía y Editor Gráfico de Diario CÓRDOBA. Sus obras recorren la geografía de un buen número de países en exposiciones monográficas y proyecciones audiovi-suales: España, Alemania, Albania, Brasil, Chile, Ecuador, Estados Unidos, Marruecos, Pana-má, Reino Unido y Rusia.

Entre los premios recibidos destacan: Europeam Newspaper Awars a la mejor página de diseño de fotografía, 2005; Premio Meridiana, 2002; Nominación al Premio Internacional de Fotografía Romeo Martínez, 1998; Premio Andalucía de Periodismo, 1995; Premio Periodísti-co Ciudad de Córdoba, 1993 y Premio Adalid de Periodismo en 1985.

Su trabajo ha sido objeto de publicación en numerosas obras editoriales españolas y de Israel, en algunas de ellas participando como coordinador y editor. Sus viajes por algo más de 30 países de los cinco continentes han dado como resultado 5 libros de autor: “Arquitectos de Unidad” Centro Andaluz de la Fotografía (CAF), 2001; “Mujeres del mundo, retratos del alma” Instituto Andaluz de la Mujer (IAM) y Arca Editorial, 2003; “El Camino del Sol” Ministerio de Cultura de España, 2005; “La Reina del Carmelo” Arca Editorial, 2006 y “Córdoba Espacio Urbano, Unidad y Diversidad” Instituto Cervantes de Moscú, 2008.

En la actualidad trabaja junto a la cineasta iraní, Sholeh Hejazi, en el proyecto “Paisaje Humano”, un retrato de la humanidad que se enfrenta a los retos del siglo XXI. Su obra se ca-racteriza por mostrar una realidad que aflora cada vez más: un mundo unido desde el reconoci-miento de su diversidad.

Francisco González

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Nacho Montoto. Córdoba. 1979. Colabora con Diario CÓRDOBA, la revista Puerto, Revista Boronía y La tormenta en un vaso. Cofundador del Colectivo CAIN y co-director de la colección de plaquettes LOS14OCHOMILES junto al poeta cordobés José Daniel García. Dirige y coordina el ciclo de poesía DIVERSOS de la Facultad de Ciencias del Trabajo de Córdoba.

Ha publicado los poemarios Mi memoria es un tobo-gán/Espacios insostenibles (Cangrejo pistolero, 2008) y Supe-rávit (Cangrejo pistolero, 2010). Como narrador ha publicado el libro de relatos fragmentarios Binarios (SIM libros, 2009).

Sus poemas y textos han aparecido desde 2008 en re-vistas como: El coloquio de los perros, Barsobia, Revista Chi-chimeca, Sierra Albarrana, Elefante Rosa, Nayagua, Quimera, Revista Hache o Boronía. En las antologías: El monte de la novia, (Almuzara,2008), Antología de Poetas en Platea, (Can-grejo pistolero ediciones, 2008), Antología del Beso, poesía última española, (Mitad doble editorial, 2009). Arden versos en el mar de Viana, (Los Cuadernos de Sandua, 2009), Terre-no fértil. Un ámbito poético. (Córdoba,1994-2009), (Cangre-jo pistolero ediciones, 2010), Y para qué +POETAS. Herede-ros y precursores. Poesía andaluza n. 1970, (Eppur ediciones, 2010).

Ha compilado y prologado la antología Entre el puen-te y el río (Almuzara 2009), así como coordinado La femme en verso: Doce autoras en Sevilla, (Ediciones Escribes,2010).

Amigo de sus amigos, ha tenido la suerte de acompa-ñar durante este paseo a Francisco González, espera y desea no sea el último.

Nacho Montoto Pablo García Casado Pablo García Casado nació en Córdoba en 1972. Es Licenciado en Derecho. Ha publicado los libros Las afueras (Barcelona, 1997), por el que fue I Premio Ojo Crítico de RNE 1997 y finalista del Premio Nacional de Poesía de ese año; El mapa de América (Barcelona, 2001), Premio El Públi-co de RTVA en 2001; y Dinero (Barcelona, 2007).

Ha sido incluido en diversas antologías de poesía es-pañola, y su obra ha sido traducida a varios idiomas.

Desde el 2008 es director de la Filmoteca de Andalucía.

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Nacho Montoto Pablo García Casado Eduardo García Pablo García Baena Eduardo García nace en São Paulo en 1965, hijo de españoles. Transcurre su infancia a caballo entre dos lenguas. A los 7 años su familia regresa a España. Vive en Madrid sus años de estudiante. Profesor de Filosofía y especialista en Es-tética, reside en Córdoba desde 1991.

Como poeta ha publicado los libros: Las cartas mar-cadas (1995), No se trata de un juego (1998; 2ª ed. 2004); Ho-rizonte o frontera (Hiperión, 2003), Refutación de la elegía (Antigua Imprenta Sur, 2006) y La vida nueva (Visor, 2008). Su obra ha sido recogida en numerosas muestras antológicas de poesía española contemporánea.

Antologías en solitario: Las acrobacias del deseo (2009), Casa en el árbol (San José de Costa Rica, 2011) y An-tología pessoal (ed. bilingüe español-portugués, Brasilia, en prensa).

Ha cultivado la reflexión sobre el fenómeno poético en los ensayos Escribir un poema (2000; 2003; 1ª ed. en El Oli-vo Azul, 2011) y Una poética del límite (Pre-Textos, 2005).

PREMIO NACIONAL DE LA CRÍTICA y Premio OJO CRÍTICO, entre otros.

Más información en la página oficial del autor: www.eduardo-garcia.eu

Pablo García Baena (Córdoba, 1923) aparece en la poesía española unido a la revista Cántico, funda en 1947 con Ricardo Molina y Juan Bernier. Al margen de la estética domi-nante, este grupo cultiva una poesía de acentuado sensualis-mo esteticista, barroca, sorprendentemente vitalista. Rumor oculto (1946) y Mientras cantan los pájaros (1948) son sus dos primeros libros.

Con Antiguo muchacho (Adonais, 1950), alcanza la madurez de su voz. Su siguiente libro, Junio (1957), es un cán-tico a la plenitud del goce y representa la cima de lo pasional. Óleo (1958), Almoneda (1971), Antes que el tiempo acabe (1978) y Fieles guirnaldas fugitivas (1990) son otros libros capitales en su producción literaria. Su obra poética hasta la fecha se halla reunida en Poesía completa (1940-1997) (Visor, 1998). En 1984 recibe el título de Hijo Predilecto de Córdo-ba, así como la Medalla de Oro de la ciudad. Un mes después es galardonado con el PREMIO PRINCIPE DE ASTURIAS DE LAS LETRAS; en 1988 es nombrado Hijo Predilecto de Andalucía, y en 1991 recibe el Premio Andalucía Luis de Góngora y Argote de las Letras. Recibió la Medalla de Oro de la Provincia de Málaga en 2004. Es miembro de la Comisión Asesora del Centro Andaluz de las Letras, del que es director, y en 2006 recibió el XVII Premio Especial Ojo Crítico en re-conocimiento a su trayectoria literaria. En mayo de 2008 se le concede el PREMIO REINA SOFIA de Poesía Iberoamericana. Este premio reconoce la producción de un autor vivo cuya obra constituye una aporta-ción relevante al patrimonio cultura español e iberoamerica-no.

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