museologÍa: mcguffin - hacia un teoría del museo comunitario
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MUSEO ITINERANTE DEL BARRIO DE LA REFINERIA
http://museorefineria.blogspot.com
MC GUFFIN
Hacia una teoría del museo comunitario
Prof. Jorgelina bernasani Historiadora
Gustavo Fernetti Arq. Cons. de museos
MUSEO ITINERANTE DEL BARRIO DE LA REFINERÍA
http:museo.refineria@blogspot.com jornadashistoriadoresycronistas@yahoo.com.ar
MUSEO ITINERANTE DEL BARRIO DE LA REFINERIA
http://museorefineria.blogspot.com
Mac Guffin
Hacia una teoría del museo comunitario
Prof. Jorgelina Bernasani
Arq. Cons. de Museos Gustavo Fernetti
I. Introducción: El museo tradicional
Observar el modo en cómo se hace museología hoy, nos ha llevado a dudar
del carácter de “nuevo” adjudicado a la disciplina (Nueva Museología), sobre
todo en materia expositiva.
Los objetos de museo son presentados como series o sistemas articulados a
un guión rígido, temporal o permanente, mientras el público permanece alejado
de la concepción misma de la muestra.
Los museólogos configuran estas exposiciones actuando como especialistas
autónomos, para los cuales la presencia o ausencia de público suele ser una
cuestión cuantitativa, y quizás innecesaria. La experiencia ajena no es tomada
muy en cuenta, aunque existe un interés poderoso en técnicas y tecnologías
novedosas, las cual se convierten en preciados objetivos del museo, que se
preocupa sobremanera en la faz física, en la museografía.
Desde el diseño material mismo de las
exposiciones, así como los colores, formatos,
tipografías, diseño gráfico y los objetos de museo
mismos, obedecen a motivos personales o de
grupo profesional, y no es raro ver exposiciones
donde lo expuesto se contradice abiertamente
con los propósito que el museo dice tener.
Niños, adultos y ancianos (derecha) son tratados
“democráticamente” aunque se confunde
igualdad con indiferencia, y las necesidades
especiales o particulares son evitadas o directamente no consideradas,
homogeneizando al público como un solo personaje (el visitante); las cartelas
son analizadas y diseñadas desde lo técnico y no desde la distancia epistémica
que se plantea –y que separa- al funcionario del visitante, cuando en realidad,
la educación debiera plantear –precisamente- la reducción de esa brecha.
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Tampoco parece ser útil la evaluación del trabajo desarrollado. Esta instancia
es sólo útil a la hora de establecer una experiencia propia del museo, tan real e
intransferible como lo es la personal. Así, el resultado de una exposición es
sólo la experiencia necesaria para realizar la próxima, y el éxito se mide, con
harta frecuencia, mediante la cantidad de visitantes al museo (mediante la
conocida fórmula mucha gente – poca gente) y no con la modificación o
reconsideración de los saberes previos que trae el público.
La constante referencia a la “transgresión”, la “modernidad” y la “comunicación”
en su manejo simbólico y material, (que equivale en este código de élite a
“creatividad”) no suele ser registrada por el público, que observa con mirada
indiferente las grandes ideas del museólogo, incluso sus intenciones, claras tal
vez para él mismo, pero quizás inaccesibles para el público. Como diría
Francoise Choay:
El comentario, la ilustración anecdótica, la cháchara sobre las obras cultivan la pasividad del
público, y lo disuaden de mirar o descifrar con sus propios ojos, mientras el sentido escapa por
el colador de las palabras vacías. Éstas son las formas demagógicas, paternalistas y
condescendientes de la comunicación. (Choay, 2007:198)
Los tres conceptos de arriba, transgresión - modernidad - comunicación, se
convierten en una permanente revisión temática, una museografía
ansiosamente novedosa y en un manejo discursivo y de tipografía,
respectivamente.
Diagnósticos sociales y de necesidades son obviados constantemente al punto
que no suelen haber informes oficiales al respecto, ni evaluaciones
metodológicas post-facto.
Se han dejado ya lugares comunes de la vieja museografía, que constituían su
marca útil, al menos: muchas veces las cartelas y la información suplementaria
se retiraron y no se han reemplazado, argumentando que el objeto “habla por
sólo”, cosa dificultosamente constatable para alguien que no sabe,
directamente, qué es ese objeto.
Ni hablar de los presupuestos necesarios: la sola mención de las acciones
arriba descriptas nos dan una idea de los enormes montos necesarios para
estas creaciones., que incluyen instalaciones costosas, montajes
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escenográficos, tecnología especial, etcétera, y muchas horas de trabajo de los
especialistas.
Tampoco se analizan los costos relacionándolos –en la faz cuantitativa tan cara
al museo- con la cantidad de espectadores, observando el gasto “per cápita” de
una muestra, lo que seguramente acarrearía alguna sorpresa. Tal vez podemos
reflexionar sobre que:
La estadística revela que el acceso a las obras culturales es el privilegio de la clase culta. Pero
ese privilegio tiene todas las apariencias de la legitimidad, puesto que los únicos excluidos son
los que se excluyen. Dado que nada es más accesible que los museos, y que los obstáculos
económicos apreciables en otros ámbitos son allí escasos, al parecer se justificaría invocar la
desigualdad natural de las “necesidades culturales” (Bourdieu, 2010:43)
Veamos los aspectos abstracto-formales de esta concepción de museo.
Esta idea se puede representar como un espacio en el centro del cual está el
público (o mejor dicho, un sujeto visitante, sea individual o grupal), el cual es
rodeado de objetos en forma ideológicamente perimetral. Esta forma de ver los
objetos en series o secuencias, organizadas o inconexas, está dispuesta por el
museólogo, que distribuye con una arte, disciplina u oficio dichos objetos, de
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acuerdo a reglas que sólo él conoce, dicta, arbitra, aplica, legitima e incluso
cancela.
Esta condición periférica de los objetos implica dos cuestiones caras a las
clases medias: la calidad y la cantidad. No sólo deben establecerse órdenes,
estructuras simbólicas materializadas en los objetos, sino que éstos
representan ciertos valores y poderes.
En la figura de arriba –un museo-casa – el recorrido del visitante es solemne,
silencioso y reservado, como si fuese la de una casa ajena, y la exposición se
ha diseñado como si realmente lo fuese. Para ver el origen de esta firma de ver
la museología, veamos cómo han comenzado algunos museos ilustres,
ejemplificados por el de Arte Decorativo de Rosario:
En los primeros tiempos, la Asociación se reunía los sábados al mediodía en la casa de Firma
Mayor de Estévez, que la había brindado gentilmente y se complacía en recibirnos en ese
lujoso ambiente (…) El doctor Marc, que las adoraba (a las mujeres de la Asociación) las había
apodado “las bellas” y nunca comenzaban las reuniones hasta que llegaran ellas... (Oliveira de
César, 1999:20)
Puede observarse el “entre-nos” de esta forma inicial de museo, que se ha
transmitido, como una tradición, de la vieja élite burguesa, a las nuevas élites
profesionales.
Los “nuevos” museos han heredado el prestigio de clase, sólo que los
herederos-individuos son los museólogos.
Los museos, esencialmente, poco han cambiado, como espacios cóncavos,
absorbentes, a la espera del visitante, que debe ser respetuoso, callado y
admirativo.
Esta forma de disposición admite pocas variantes sin salirse de un ambiente
egocentrista y a la vez discursivamente enajenado para el público. El visitante
debe (he allí la marca del autoritarismo) sentirse en una perfecta soledad
intelectual, silencioso y “desarmado” ante los objetos que se imponen sobre él
por su peso ideológicamente diseñado.
Los objetos expuestos, por su parte, son “preciosos” en tanto “no-tocables”,
pero constituyen también una excusa para la realización personal del
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museólogo, que emite su discurso fundamentalmente excluyendo otros
saberes.
Llamamos “tradicional” al museo cuya organización y estructura, sobre
todo la funcional- expositiva, se basa en una conce pción (transmisible en
el tiempo) que considera al público como un especta dor pasivo-receptivo,
cuyos saberes e ideas son totalmente separables de las generados por el
museo.
No es objetivo de este trabajo discurrir sobre este punto (el discurso
museológico), ya clásico en las ponencias y libros sobre el museo.
Sólo diremos que el valor de los objetos “rodea” al visitante, al punto de
establecerse en un continuo de símbolos altamente representativos y valiosos
(las armas, las monedas, los animales, los muebles, el menaje de los próceres,
el arte, la antigüedad, etcétera), pero que al mismo tiempo son indiscutibles,
desde su estimación conceptual, su valor e incluso monetario, a su misma
autenticidad, todo lo que no puede ser puesto en duda.
No debemos confundir esta concepción “perimetral” sólo con un aspecto físico.
La disposición museográfica perimetral es una de las maneras más directas de
representar esta tendencia ideológica. Usualmente, las muestras de un solo
objeto central rodean al visitante de “nada” (paredes vacías, por ejemplo), lo
que hipervaloriza el objeto colocado en medio de una sala. Igualmente se
comporta una sola hilera de cuadros.
Podemos entonces representar al museo tradicional con este sencillo
diagrama.
El público –siempre individual- se representa con el círculo central, según la
figura adjunta abajo.
A pesar de ser una abstracción, en el diagrama los objetos se colocan
periféricos al visitante, definiendo un espacio museal, claramente establecido y
con reglas tácitas, aunque ajenas al observador: se mira, no se toca, así se
aprende y no se discute.
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“Ir al museo” se convierte en una actividad durante la cual debe guardarse
silencio, puesto que otros –los especialistas- hablan mediante la muestra (foto
de abajo).
No estamos aquí definiendo un silencio real, sonoro, sino un silencio discursivo.
El público no puede activar la exposición, sino sólo ratificarla con su asistencia,
o refutarla con su ausencia.
Las reuniones grupales, las actividades complementarias y las visitas guiadas
se rigen por reglas menores a las principales: de los objetos se puede aprender
sólo lo dado por el especialista. Y esto dentro del marco que él establece.
Los saberes del público son siempre carencia, “alumnidad”.
El espectador debe observar y callar. Las actividades planteadas como
complementarias (no puede ser de otra manera en un museo tradicional) no
“rompe” esta condición, sino que la refuerza.
Los talleres, grupos de trabajo o actividades lúdicas tienen funciones
alternativas, muchas veces de “escape” a la tradición del silencio y el respeto,
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los cuales no pueden discutirse tampoco allí, ni puestos en duda jamás. Este
carácter escolástico y obligatorio, y a la vez indiscutible del museo, puede ser
visto en este párrafo de un Manual de Museología:
(…) el museo debe estar en función del público, tiene que educar y comunicar , sin relegar la
misión de conservar los testimonios culturales y transmitirlos a las generaciones futuras.
(Hernández Hernández, 1996:96, subrayado nuestro)
La obligación, como se ve desde el Manual, es auto-impuesta, pero también
indiscutible e indelegable. ¿Educar? ¿Comunicar qué conocimientos? El
Manual nada dice de esto, pero podemos suponer que los saberes están
producidos por el mismo museo.
Estos saberes son herméticos, aunque sean distribuidos soslayando el carácter
de tales: no puede saberse cómo se obtuvieron, cuáles son las fuentes, y la
validez de las mismas, pero se presuponen legítimos, inatacables e
indiscutibles. Con toda esta densidad, hay que tomarlos o dejarlos.
En cambio, los saberes vivenciales, afectivos, relacionales, del público son
tratados como ausencias. Lo único que se utiliza es la cultura-cultural: el
conocimiento general del sujeto o el código disponible por el visitante para
habilitar y legitimar la construcción de un conocimiento especialmente diseñado
por el museólogo. Ese conocimiento oficial sólo puede absorberse, más no
aplicarse en la reflexión y transformación de los conceptos impartidos por el
mismo museo.
En este sentido el museo no es constructivista, sino que es meramente
acumulativo. Lo que se “enseñó” esta semana, no se articula con lo expuesto
en un mes y esto, aún se olvida transcurrido un año.
De esta forma, el discurso museológico es algo dado, convulsivamente
esporádico, un pulso de exposiciones que puede disfrutarse sólo por la
contemplación eventual, como un paisaje eternamente cambiante que por lo
general carece de instructivos para su uso. La trama que guía la faz expositiva
del museo es su continuidad-discontinua.
Frente a esta serie de temas –que no nos consideramos con derecho a
modificar- desde el Museo Itinerante de la Refinería y la cátedra de
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Museografía I, a los cual pertenecemos, se trató desde 1999 de verificar otra
forma de acción completamente diferente.
El objetivo de este trabajo es establecer algunas pautas metodológicas y
conceptuales que definan esa otra manera de hacer museología.
II. La experiencia del Museo Itinerante del Barrio de la Refinería:
encuentros.
Frente a esta serie de temas –que no nos consideramos con derecho a
modificar- desde el Museo Itinerante de la Refinería, al cual pertenecemos, se
trató desde 1999 de verificar otra forma de acción.
La idea de reunir gente en torno a cosas comunes, se originó en una instancia
externa: la de gente que, preocupada por la historia de los barrios, no hallaba
expresión para esos trabajos, que constaban de recopilaciones, colecciones, y
pensamientos acerca de su lugar de nacimiento o vivienda. Los barrios, al
menos en Rosario y Buenos Aires, son espacios fuertemente simbólicos, y la
valoración de estos sectores urbanos, una constante, que en general se opone
a las cualidades del centro de la ciudad. No es extraño que existan personas
que, basándose en ambas características, se auto propongan como custodios
de la historia de su barrio. Como prueba de ello, se verificó el fenómeno que al
menos diez barrios contaban con “su” historiador.
En general, los historiadores eran gente preocupada por la desaparición del
material recopilado. Suponían –y suponen- que con su desaparición física, esa
“historia” desaparecería también.
-“Mi hijo me dice, medio en broma, que cuando me muera, va a tirar todo eso que tengo ahí,
esas porquerías…” (E.M. Historiador de barrio)
-“No sé adónde va a ir a parar todo esto cuando me muera… porque a mi nieto no le interesa.”
(S.T. Historiador de barrio, actor, locutor de radio)
-“A nadie le interesa lo que hacemos, mirá… hay cosas que tengo que no tiene nadie, no me
gustaría que las vendieran por monedas…” (E.W., docente, recopilador y artista)
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Esta cualidad dio pie para que bajo el lema “La Historia como calidad de Vida”,
desde el museo se propusiera reunir a los historiadores y cronistas, en torno a
sus historias.
Las primeras reuniones fueron bastante incómodas, dado que
metodológicamente no se había tenido en cuenta el carácter personalísimo de
las colecciones, recopilaciones e historias barriales, resultantes del trabajo –
férreamente individual- de años. Cada historiador se “refugiaba” en sus
colecciones, y trataba de compartir sólo algunas cosas.
Sin embargo, con el tiempo, ciertas corrientes de simpatía se produjeron, al
introducir temas comunes por parte del museo. Se estableció la siguiente
metodología primera:
- Encuentros periódicos, donde cada historiador, a pedido y en orden,
expusiera sus trabajos, pensamientos y colecciones, si lo deseaba. El
orden se consideró necesario a fin de promover la consideración por el
trabajo ajeno, además de revalorizar el propio en una “espera” que
movilizara el cuidado de la presentación.
- Un encuentro articulador, donde el museo establecía un tema “especial”,
común a todos, pero a sabiendas que no era “poseído” por ninguno, ni
en general ni en particular. Así, a la serie definida por barrios como
Belgrano, Pichincha, Azcuénaga y Saladillo, se alternó con temas
“especiales” como el tranvía, el bar y el ferrocarril comunes a todos, pero
no “fragmentables” por barrio. Otros, como una colección casualmente
encontradas de fotografías aéreas, otra de fotos halladas en la basura, y
otra sobre vestigios de la época colonial rosarina, por ejemplo,
trascendían la imagen habitual de barrios, aunque era un tema
interesante y común a cada historiador: “hallar” los objetos.
- La coordinación se realizaría con la Municipalidad, mediante el centro
Cultural Cine Lumiere, que suministraría la infraestructura y la
distribución o mailing.
- El museo se reservaba la coordinación, el requerimiento de lo necesario
(PC, proyector, convocatoria, base de datos, etcétera) así como la
investigación y el proyecto de cada “sesión especial”.
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En ocasiones (aunque con desigual suceso) se trajeron historiadores jóvenes,
tratando de reciclar el objetivo inicial.
El resultado fue un contexto de aglutinamiento en torno a ciertos objetos
comunes y a la vez particulares. Se promovía la amistad y el compañerismo,
sin dejar de lado las individualidades, tan característica del coleccionista.
El proyecto de unas jornadas nacionales –idea de dos historiadoras- sigue en
curso, propugnando el intercambio, en torno a temas comunes de cierto
predicamento en los que se ocupan de este tipo de historia.
Lamentablemente, el fallecimiento –casi simultáneo- de cuatro historiadores de
avanzada edad en 2013, deja el proyecto inicial en vías de reformulación. Ha
quedado una experiencia de diez años, pero sobre todo un grupo
medianamente articulado, aunque de incierto porvenir, siendo necesaria una
nueva etapa.
HACIA UNA TEORÌA
III. El concepto de objeto central
En la película El Halcón
Maltés, el detective Sam
Spade es protagonista
de una serie de hechos
delictivos, los cuales
trata de dilucidar, entre
ellos desapariciones,
traiciones y asesinatos.
Esta trama de sucesos,
discursos, hechos y
relaciones giran en torno
a una estatuilla de un halcón (arriba, izquierda) supuestamente llenas de
piedras preciosas de un valor inmenso, que se supone que era el tributo que
los Caballeros de Malta pagaron por la isla al rey Carlos V.
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Toda una serie de personajes intervienen alrededor de la estatua, y el detective
no sólo debe sobrevivir, sino también evitar la peligrosa seducción de la
protagonista femenina, eliminar varios enemigos y además, resolver el enigma
de una desaparición que finalmente resulta falsa.
Todas estas acciones y hechos ficticios giran en torno a un objeto que, bien
mirado, bien pudo ser otro, con tal de motorizar ambiciones y peligros.
Como el espectador bien puede colegir, la característica del objeto –un objeto
exótico, en el fondo- es intrascendente, con tal que “mueva” la trama que rodea
a la estatua. Bien podría haber sido un diamante raro, una barra de oro sellado
o cierta reliquia sin valor material, pero sí tal vez simbólico.
En otra película –Psicosis, de Alfred Hitchcock- el objeto cambia: el hecho de
un robo se asume como un objeto disparador, pero en sí es irrelevante, ya que
sólo al final “vuelve” a la película. En algunas series televisivas, como Lost, los
problemas d elos protagonistas y los enigmas se resuelven mediante ciertos
artefactos puntuales, específicos y anecdóticos. Luego de funcionar se olvidan,
siendo necesarios sólo a los efectos de la argumentación que gira en torno a
ellos.
En Pulp Fiction, para dar otro ejemplo, el objeto es un maletín -del cual nunca
se sabe el contenido- deseado por el gánster Marcellus Wallace, objeto por el
que todo el mundo está dispuesto a matar y que no sabemos qué contiene.
En todos estos casos de guiones y tramas audiovisuales y actorales –hay
muchos más- las acciones giran en derredor de un eje cuya importancia es sólo
esa: servir de pivote, de punto de revolución, de elemento convocante.
La “utilidad” del objeto existe en tanto sirve para el desarrollo de acciones, que
son las verdaderamente diseñadas, pautadas y reguladas por el cineasta.
Este extraño objeto general a tantas películas fue denominado por el mismo
Hitchcock con el nombre de McGuffin, un nombre de fantasía. La leyenda dice
que el mismo cineasta definió de manera absurda y a la vez irónica a este
objeto excusa:
Dos hombres viajan en un tren. Uno le pregunta al otro:
- "¿Qué es ese paquete que hay ahí arriba?"
El otro hombre responde:
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-Ah, eso es un McGuffin.
El primero, intrigado, le pregunta:
-¿Y qué es un McGuffin?
-Pues -contesta el otro hombre- es un aparato para atrapar leones en los highlands escoceses.
A lo que el primer hombre responde:
- ¡Pero si no hay leones en los highlands escoceses!
Y el otro hombre contesta:
-¡Entonces eso no es un McGuffin!
En las experiencias arriba citadas, se trató de usar los objetos de museo
exactamente como un real
McGuffin de cine.
La metodología no es simple, a
pesar de lo elemental de la
idea.
La idea era que las personas
“rodearan” el misterioso objeto
(derecha), conceptualmente de
forma similar lo hacen, en El
Halcón Maltés, el detective
Sam Spade, el ladino Joel
Cairo y la inquietante Brigid O’Shaugnessy girando en torno a la valiosa estatua
del ave, en acciones memorables. Dejando el cine y para el caso de la
museología, podemos plantear la siguiente pregunta:
Dado que el museo es una representación… ¿Porqué no plantear un
público perimetral al objeto, el cual no sea “esenc ialmente” una prenda
de valor, sino de encuentro e interacción?
IV. Una actividad museológica no tradicional
La postura del museo tradicional –objetos dispuestos para la admiración-
adolece de una carencia fundamental. Se contempla, casi genéticamente, en
soledad.
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La presencia de grupos -guiados o no- no modifica esta esencia, puesto que no
está pensado como un discurso de intercambio “longitudinal”, sino como
transversal, o sea, del individuo al objeto y viceversa. Si se observa el gráfico
de abajo, se verá que si existe un recorrido longitudinal, la lectura es
preferentemente transversal perpendicular al muro o la vitrina. Es el visitante el
que se moviliza, tratando -de forma no consciente- de absorber los datos, en
un proceso final de ilustración personal, o simple admiración de lo expuesto.
Es un discurso-no-discutible: o se lo toma, o se lo deja. Dentro de ese discurso,
el valor del objeto motoriza la vista, pero se agota en él; está organizado en sí,
pero no articula al visitante, no lo absorbe como parte constitutiva. El visitante,
por lo tanto, se siente ajeno a lo expuesto, que es intangible, caro, valioso,
exótico e irremplazable.
En una nueva disposición, la discusión es motorizada por un objeto, ya que es
un grupo el que manipula sus signos, (esto es, participa) y no contempla de
manera aislada la manipulación simbólica del especialista o museólogo.
Podemos establecer -abajo a la derecha- un nuevo esquema, diferente al
anterior (perimetral) donde ahora el rectángulo negro es un objeto del museo
usado como un McGuffin, siendo los círculos personas en torno a él.
En este nuevo diagrama, los objetos se disponen cen tralmente a un grupo
convocado para ello, que habla, dialoga, sobre un t ema, que es el objeto
de museo, específicamente propuesto.
Por ejemplo, el disponer de fotografías antiguas, permite establecer aportes
grupales importantísimos, como estilos de vida, reconocimiento de personajes,
formas, elementos, costumbres, etcétera, las que podrán ser intercambiadas,
comprobadas o refutadas por los integrantes del grupo convocado.
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El signo del objeto ya no es de “valor” sino de “tema”; no es perimetral con
otros, sino único y central.
La disposición del objeto es elección del museólogo, claro, pero debe estar
relacionada con los intereses y motivaciones del grupo elegido o que se
pretende formar.
El objeto debe ser elegido de tal forma, que promueva ciertas afinidades con
él, claro está, pero también entre los integrantes del grupo, a fin de habilitar el
diálogo.
Debe tenerse en claro que el objetivo del museo en esta instancia
“participativa” es promover la interacción de los c iudadanos o vecinos.
No incluimos aquí la investigación rigurosa sobre e l objeto elegido, que
pertenece a otro género diferente de actividad muse al.
Esta es la premisa clave que diferencia al nuevo modelo del tradicional.
Los vecinos o ciudadanos son personas que se agrupan, consciente o
espontáneamente, y que piensan debates, interrogan y actúan,
independientemente de cualquier mensaje museológico, dentro o fuera del
museo.
El objeto ahora funciona como “tema” o aglutinante, un pivote donde giran las
acciones, como el Halcón Maltés convocaba y movilizaba a los personajes de
la película.
En el caso del Taller de las 4, la reconstrucción de una Pulpería sirvió a estos
efectos, trabajando en grupo temas subsidiarios a ella, como el concepto de
autenticidad, o la misma definición e historización del objeto “pulpería”.
Hacemos notar que la pulpería ni siquiera existía materialmente hablando,
siendo suficiente su concepto como disparador de las acciones.
De esta forma, el objeto de museo ahora servirá par a aglutinar, volver
grupal, un conjunto de personas individuales, en to rno a ese objeto,
ahora considerado “tema común” en un espacio de par ticipación y
reconocimiento.
Podemos entonces definir algunos puntos de esta metodología inicial.
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a- El museo debe ser franco en sus objetivos y méto dos.
Los participantes de una reunión en torno al objeto – el McGuffin- debe saber
para qué es la reunión, y que su participación implica compartir vivencias y
conocimientos que a la vez que formarán un grupo, estarán formando
patrimonio museológico, esta vez, de manera intangible en formato de –por
ejemplo- recuerdos, anécdotas, charlas y discusiones.
El ocultamiento de estas funciones museológicas puede fomentar la
desconfianza, mientras que la correcta elección del objeto permitirá un genuino
deseo de participación.
b- El objeto debe ser convocante y a la vez inicial mente unívoco en su
objetivación.
Con esto queremos decir que el objeto del museo que va a ser rodeado (un
“Halcón Maltés” que propone el museo) debe ser valioso de forma
consensuada, pero desde diferentes perspectivas. Un objeto anodino, o
indiferente resultará con mucha probabilidad más difícil de utilizar en la
formación y acción del grupo, cayendo en el viejo modelo, al tener que explicar
con “sus” códigos el museólogo las cargas valorativas del objeto. Éste, por
ende, debiera reflejar las historias de la gente, de los vecinos.
Una foto de casamiento puede promover discusiones sobre costumbres
antiguas, o quizás sobre la institución matrimonial; una herramienta de trabajo,
aportes sobre oficios perdidos, o sobre qué se entiende por trabajar. Los
objetos exóticos, extraños o muy vinculados con lo que no puede discutirse
(como elementos religiosos) debieran enmarcarse especialmente en un debate
tal vez más regulado y previsible, para evitar conflictos.
El objeto se usará para promover la charla, la discusión y el debate, pero
también el aporte de otros objetos ajenos al museo que refuercen las ideas
puestas grupalmente. Por lo tanto, el objeto debe ser elegido cuidadosamente,
para luego ser “descartado”.
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Así, el objeto servirá para poder iniciar una actitud sobre todo dialógica –
grupal, y en el mejor de los casos, con aportes de objetos de cada individuo
participante del grupo.
c- La charla en torno a un tema deberá ser conducid a, aunque no
manipulada.
Esto se especifica a fin de formar – cuanto menos- objetos de museo
intangibles, y relaciones intragrupales claras y agradables para los
participantes. Recibir y entregar conceptos, datos e información, y a la vez,
cualificar vínculos, es el complejo objetivo del museo. El museólogo asumirá un
rol de coordinador, sin forzar opiniones, tal cual en las entrevistas de tipo socio
antropológico.
El museólogo no debe asumir un papel de especialista o connossieur, ya que
se supone que el “conocimiento” es del grupo, y que mediante el McGuffin
deberá aportarlo como diálogo sobre un tema.
El museólogo puede instruir sobre ciertos puntos no claros de la historia
contextual, sobre el sentido de los objetivos, o bien suministrar material
necesario, pero no interferir con sus propios aportes o puntos de vista, a menos
de usarlos como “disparador” de las acciones que se hayan estancado.
A este respecto, es útil tener un objeto adicional que, interpuesto en caso de
conflicto, derive la discusión a otro tema, a fin de fomentar nuevas acciones, al
menos diferentes de las anteriores.
d- La acción promovida debe ser registrada con méto dos formales.
Esto se debe a que los datos suministrados, si bien no se obtendrán con el
formato de la entrevista, deberá cuanto menos trabajarse con técnicas de
focus-group, aunque de una forma sui géneris, ya que se parte den un
encuadre museológico y no socio antropológico.
Los datos se guardarán con las técnicas habituales del museo, considerando
su accesibilidad y conservación.
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e- El lugar de reunión debe ser reconocido como com ún, participativo
y público.
Los lugares excesivamente definidos como “clásicos” (bibliotecas, museos
tradicionales, teatros) pueden provocar conductas de recogimiento, temor o
apatía. Son más adecuados los espacios habitualmente vinculados al debate y
la conversación distendida, como los clubes, las vecinales y los bares, los
cuales pueden ser “apropiados” por el grupo.
V. Un caso: la Vecinal del bario Malvinas Argentina s (Refinería)
Al reunir cierto número de personas en torno al objeto de museo, podemos
hallar algunas dificultades en tanto el grupo se ha configurado “artificialmente”,
ya que es el museo el que brinda las posibilidades de acción e interacción. Los
intereses suelen ser divergentes, e incluso opuestos, por lo que se podrán
establecer relaciones de varios tipos dentro del grupo, siempre vinculadas al
objeto-tema.
Ésta se realizó en la vecinal, a las 17 hs. de un día viernes, en base a un
esquema sencillo, con 8 personas en torno a una mesa grande. La ubicación
de los participantes fue intencionadamente perimetral a la mesa, para poder
facilitar la equidistancia y la centralidad del McGuffin. Arriba exponemos un
gráfico del grupo, en torno a una mesa, donde se ubicó el McGuffin.
Éste era una fotografía de los años 20, donde se observaba un bar –bastante
conocido- muy concurrido hasta los años 50.
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Veamos, en este sencillo ejemplo, algunas vinculaciones y roles que pueden
darse dentro del grupo. Para el caso, el McGuffin fue la mencionada fotografía
del interior de un bar, de la década de 1920, propiedad de la familia T.:
Enrique V. No recuerda a la familia T., aunque sí al bar. Recuerda otros.
Carlos M. No recuerda a la familia T., ni al bar. Recuerda otros.
Roberto D. No recuerda a la familia T., ni al bar. Recuerda otros.
Graciela S. No recuerda a la familia T., ni al bar.
Luego de esta presentación del objeto, la misma ignorancia sobre el bar
permitió “disparar” un tema común: el bar del barrio. Así, y prosiguiendo con la
charla, cada integrante mencionado (4 de 8) asumió un rol respecto al tema
“bar” (el tema contenido en el Mc Guffin).
De este modo, se comenzó a integrar el grupo en torno al tema, y los
integrantes insistieron en narrar sus propias vivencias, esperando la narración
ajena para utilizarla como disparador de la propia. De este modo, aunque la
charla se fue alejando lentamente del tema central, fue enriqueciéndose con
nuevos datos sobre la época juvenil de cada integrante, por ejemplo, ya que allí
estaban sus vivencias predilectas.
Esta característica podríamos considerarla “normal” ya que al interactuar, los
integrantes del grupo movilizan a los demás a tomar posiciones sobre el ego, lo
cual es a todas luces infructuoso. No es un dato menor que Graciela, que trata
de consensuar, sea la presidenta de la vecinal. Todo esto lleva a reforzar y a
preguntar a los otros, asumiendo una actitud a veces desafiante:
(Carlos, Roberto)
- Carlos: -Sabe que es esto? (muestra su foto)
- Roberto: -No…
- Carlos: -Ha visto, que no sabe nada? Es el bar de X.
(Enrique, Carlos, Roberto)
- Enrique: - Yo me peleaba mucho…. En el bar de P. de M. ¿se acuerda?
- Carlos: - Cómo no me voy a acordar… iba todos los días.
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- Roberto: - … y hay que ver cómo salía, gateando! (risas)
De este modo, se establecen roles, que los integrantes tratan de mantener. Si
en este ejemplo, Enrique aporta vivencias que recaban cierto interés, Carlos
trata de hallar contradicciones y puntualizaciones, siempre pertinentes al tema
o al contexto del mismo.
Enrique V. Acotó sobre los bares que conoce, ya que al trabajar en el
puerto, solía concurrir a estos establecimientos a almorzar.
(vivencial)
Carlos M. Interviene ante lo dicho por Enrique, y define con exactitud lo
que es un “bar” diferenciándolo de “fonda” (dato erudito)
Roberto D. Indica que él conoce todos los bares “habidos y por haber” ya
que era distribuidor de soda. (vivencial)
Graciela S. Trata de consensuar entre los hombres. (moderadora)
El resto de los integrantes no asume otro rol que el de escuchar y hacer
acotaciones puntuales.
Cecilio M. Enumera bares, “rellenando” los faltantes entre los mencionados
por Carlos, Roberto y Enrique. (dato erudito)
Rubén R. Casi no habla, aunque pregunta sobre algún bar o año en
particular.
Ada L. Recalca que ella “de bares no sabe nada” pero que su padre
concurría uno (afectivo).
Alicia L. Permanece en silencio, aunque solicita las fotos para verlas.
En la nueva reunión, efectuada una semana después, los roles de cada uno no
han cambiado, ya que cada uno aporta de acuerdo a la posición que
originalmente habían asumido.
Enrique V. Narra sus vivencias como personaje combativo en los bares, ya
que fue boxeador en su juventud. (vivencial)
Carlos M. Aporta fotos familiares que ha pegado en un cuaderno. Son fotos
del barrio y recalca esa pertenencia. (1 , en el plano)
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Roberto D. Aporta fotos familiares, algunas no del barrio, pero similares al
McGuffin, y las usa exactamente como la foto original aportada
por el museo. (2 , en el plano)
Graciela S. Promete traer fotos suyas “si las encuentra”.
Finalmente, los integrantes propusieron, con diferentes ideas, que la actividad
continúe con otros McGuffins, de acuerdo a lo que se charló en torno a la
mesa. Todos prometieron buscar fotos antiguas, a fin de que puedan ser
copiadas e integradas al museo.
Si vemos el plano de ubicación, acotamos que por iniciativa propia, los lugares
se tomaron agrupando los integrantes más “agresivos” discursivamente,
quedando los más “pasivos” del otro lado, sub grupo que incluye a las mujeres.
Los vínculos, si bien existían evidentemente con antelación, se enriquecieron
con el componente histórico, y cada uno reforzó su posición en el grupo con
aportes propios.
Finalmente, esos aportes fueron –por así decir- “leídos” colectivamente, ya que
se integraron a la actividad y circularon entre todos, funcionando como nuevos
McGuffins.
Las reuniones fueron grabadas y desgrabadas, y se encuentra en proceso un
“mapeo” de los bares del Barrio Refinería un documento final.
VI. Conclusión
Este trabajo tiene –como dijimos- el objetivo de establecer nuevas modalidades
de trabajo del museo que, a la vez que fomenta el conocimiento mediante los
objetos, posibilita - facilita el reconocimiento de los vecinos entre sí.
El objeto central – el McGuffin- se usa como herramienta articuladora, hasta
que se torna innecesario y puede volver a su caja o depósito. Así, el método
posee varias ventajas:
• Permite establecer vínculos intersubjetivos en torno a cosas y espacios
comunes.
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• Intenta formar vínculos en la participación, proyectados más allá de la
actividad museal.
• Incita al aporte material o inmaterial (objetos e información) que se
convertirán en patrimonio oral o material del museo y por ende, de la
comunidad.
• Vincula al museo con la comunidad donde se inserta.
Presenta, empero, algunas desventajas:
• Debe regularse adecuadamente y útilmente la relación entre el objeto y
las vinculaciones entre participantes.
• Puede aparecer la dispersión temática o el conflicto grupal.
• Una mala elección del objeto puede provocar apatía o resentimientos,
tanto internos al grupo como para con el museo.
• Debe definirse perfectamente el “borde” de la actividad, para evitar
confundirla con actividades vecinalistas o de tipo pasatista.
• Hay considerar el tema –no menor- de la conservación del objeto
original.
Una reflexión crítica:
Bien podría decirse que el McGuffin actuaría como es el caso criticado al
comienzo de este trabajo- del objeto central, intocable e indiscutible.
La diferencia estriba en la participación sobre el objeto, y no en su veneración o
hipervaloración.
El McGuffin no está ideológicamente vedado a la discusión (como podría serlo,
por ejemplo, una estatua griega valiosa o un Rembrandt), lo que hace que la
gente desate sus propios saberes para articularlos con los ajenos.
En la figura de abajo, por ejemplo, el McGuffin consistió en el plano
arquitectónico de una casa, algo muy común, pero que define cómo se
organiza la vida de la gente.
Comparando planos, comparamos vidas, formas de habitar, lo doméstico, y
veremos que hay algunas formas de vivir en común, y otras no tanto.
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La incorporación del “elemento doméstico” consistentes en planos de los
vecinos participantes, quita de esta forma lo solemne o lo erudito, para insertar
el concepto del “yo sé” y “todos sabemos”.
Se evita el conocido y paralizante “yo de arte (o de historia, o de ciencia) no se
nada…” dado que de casas, para el ejemplo descripto, la gente sabe.
Finalmente creemos que esta nueva metodología puede insertarse en un
panorama más amplio de participación social de los ciudadanos o vecinos, que
imaginamos reunidos en torno a McGuffins variados y disímiles, pero no por
ello menos convocantes.
¿En qué se diferencia el método arriba descripto de las actividades de
tipo taller, o lúdicas de los manuales de promoción cultural?
Esencialmente, en que son más importantes los saber es propios de los
participantes sobre su propia historia, que los de l museólogo. Y después,
en que lo más importante es la comunicación entre e llos mismos.
O sea: no hay pautas, sino diálogo.
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La función tradicional del especialista en museos es distribuir ciertos saberes,
en general legitimados por su formación académica.
En cambio, el museo que planteamos se pone a disposición del grupo para
fomentar la reunión, la cohesión entre vecinos. Pensamos que es una función
legítima, posible y noble.
Sin embargo y por sí sola, la acción museal no resuelve problemas. No
compensa carencias de la comunidad, sino que permite que los individuos
formen y dispongan de espacios que, articulados a otros diferentes, fomenten
tanto un espíritu participativo y como la formación de relaciones entre
ciudadanos.
La carencia de estas formas participativas ha generado incomunicación,
aislamiento y desconfianza.
Tal vez el museo pueda, en un pequeña parte, colabo rar en revertir tales
ausencias.
Rosario, Mayo de 2014
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