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FRANCOIS MAURIAC EL DESIERTO DEL AMOR
FRANCOIS MAURIAC
EL DESIERTO
DEL AMOR
PREMIO NOBEL 1952
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FRANCOIS MAURIAC EL DESIERTO DEL AMOR
PROLOGO DE LORENZO GOMIS
SALVAT EDITORES, S. A.
Edicin ntegra especialmente autorizada para BIBLIOTECA
BSICA SALVAT
(c) 1982 Salvat Editores, S.A. (c) Miguel Otero Silva Impreso en:
Grficas Estella, S.A. Estella (Navarra)-1983 I.S.B.N. 84-345-8003-
9 (obra completa) I.S.B.N. 84-345-8078-0 (tomo 75) Depsito Legal:
NA-677-1983 Printed in Spain
PROLOGO
PREMIO NOBEL 1952
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FRANCOIS MAURIAC EL DESIERTO DEL AMOR
Recogido en la comodidad de un silln, con un cuaderno casero en
las rodillas, Francois Mauriac ha escrito sus relatos a rachas febriles.
Preparando otra novela?, le preguntaban con asombro profano las
damas de la buena sociedad, que era tambin la del acadmicoinquieto y mundano. No saban ellas que las novelas no surgan del
esfuerzo, sino del recuerdo, como los soles se desprenden de una
nebulosa (la comparacin es del mismo novelista). La nebulosa era la
memoria de su adolescencia en el Burdeos natal: el conjuro de aquel
mundo familiar fue siempre para Mauriac el punto de partida. El
universo novelesco se alzaba, como una emanacin, del mundo
descubierto con tristeza en los primeros aos.
El mismo Mauriac confesaba que ningn drama poda tomar vida
en su espritu si no lo situaba en los lugares en que l haba vivido
siempre. Tena que poder seguir a sus personajes de un cuarto a otro.
No poda concebir una novela sin tener presente, con todos sus
rincones, la casa en que la accin haba de desenvolverse. Las
alamedas ms secretas del jardn tenan que resultarle familiares y el
paisaje del contorno conocido, y no con un conocimiento superficial. "A
menudo confesaba, la cara de mis personajes permanece
indistinta, y no veo de ellos ms que la silueta. Pero siento el olor
enmohecido del corredor que atraviesan y conozco perfectamente los
ruidos que escuchan de da y de noche, cuando salen del vestbulo y
avanzan hacia la escalinata."No es extrao, as, que se haya observado que cada una de sus
novelas podra llevar un subttulo que la situara en el tiempo y en el
espacio:Le baiser au lpreux (1922) o el verano en las Laudas, Le
dsert de l'amour (1925) o Talence bajo la tempestad, Destins (1927)
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o el sol en las vias, Thrse Desqueyroux (1926) o Argelouse con
lluvia. Por cierto que estas obras pertenecen a la poca de mayor
plenitud creadora de Mauriac, en torno de los cuarenta aos naci
en 1885; el ritmo y la densidad de la produccin novelesca semantienen con Le noeud de vipres (1932) y Le mystre Frontenac
(1933). Luego los soles de esta creacin se desprenden ms
espaciadamente de la lejana nebulosa de la adolescencia bordelesa,
pero ni la calidad ni la concentracin se han perdido en obras entre las
que, por lo menos, habra que citar La pharisienne (1941) y Le sagouin
(1951).
En contraste con las sombras devoradoras de su obra, la vida de
Mauriac fue la de un hombre afortunado, rico en talentos y bienes.
Educado en un ambiente burgus y devoto, se licencia en Letras en su
Burdeos natal, va a Pars a los 21 aos para ingresar en la Ecole des
Chartes y consigue el ingreso, pero la deja pronto para escribir: un
artculo de Maurice Barres le ha dado el espaldarazo. Se casa en
1913 y, terminada la guerra, publica con xito una novela casi cada
ao. Le dsert de l'amour le vale, en 1925, el Gran Premio de Novela
de la Academia. Presidente de la Socete des Gens de Lettres en
1932, acadmico en 1933, ensaya con fortuna el teatro y se dedica,
antes y despus de la Segunda Guerra Mundial, al periodismo. El
editorialista de "Le Fgaro", el comentarista del "Bloc Notes", en
"LExpress" o en "Le Fgaro Littraire" interviene con ntima pasin enlas polmicas de la vida pblica, conservador cuando responde a la
tradicin familiar, progresista cuando su espritu de creyente cristiano
le empuja afuera, ms all de las previstas casillas del ambiente en
que vive; pero siempre personal y vivo, nervioso y aun caprichoso en
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la reaccin, acerado en la crtica, seductor en el estilo. La cima de esta
brillante carrera literaria llega, junto con la consagracin mundial, con
la concesin del premio Nobel de Literatura, en 1952. Los seores de
la Academia sueca no hablan de odas. La justificacin que sueleacompaar a tal galardn es en este caso certera: el premio, dicen, se
le concede "por el anlisis penetrante del alma y la intensidad artstica
con que ha interpretado en forma de novela la vida humana".
En El desierto del amor se encuentran, en efecto, esas virtudes del
Mauriac novelista: el penetrante anlisis y la intensidad artstica. La
accin es escasa; la pasin, febril. En la tranquila vida provinciana, en
esas vidas ordenadas, presididas por el deber, la pasin se conserva,
se concentra. Nada, observa Mauriac la gasta, ningn soplo la
evapora; "la pasin se acumula, se estanca, se corrompe, envenena,
corroe el vaso vivo que la encierra". Por cierto que en estos verbos
encontramos ya el gusto del novelista por las expresiones que indican
corrupcin. Y en el contraste "vaso vivo" la alusin a la antinomia
materia y espritu, carne y alma, alusin que es fcil encontrar
repetidamente en la novela. Un da, por ejemplo, Lucie Courrges, la
mujer del doctor Courrges, cree or el grito ahogado de ese
"enterrado vivo" que es su marido, de ese "minero sepultado".
En la figura del doctor Courrges puso el novelista lo ms lcido de
su mirada, lo ms fino de su toque descriptivo, y como una soterrada
ternura. Mauriac no conoci a su padre, que muri cuando l tenaveinte meses; y diramos que ha concentrado sabiamente en ese
doctor Courrges los mejores hallazgos de un padre imaginado, y
tambin los ms evocadores objetos. En casa de Mauriac nio, en
Burdeos, abran a veces un armario y encontraban el sombrero hongo
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del padre, "el hongo del pobre pap!". Ese es probablemente el
hongo que lleva como el lector podr comprobar el buen doctor
Courrges.
El doctor es el ms atareado de los personajes que cruzan por estahistoria, casi el nico atareado, entre el laboratorio, la consulta, las
visitas. Sin embargo, el doctor no ignora lo que ignora su mujer, y el
novelista apunta, al paso, que el amor sabe hacerse un hueco en las
vidas ms llenas y que "un hombre de Estado agobiado, en torno a la
hora en que su amante le espera, detiene el mundo". En el caso del
doctor, esos huecos los colma principalmente la imaginacin. En el
mundo de este "desierto del amor", lo ms es imaginario y el mnimo
de accin lo aportan los encuentros. El poder del novelista en este
relato se aplica a mostrar lo incierto de las relaciones humanas: ni
nadie es visto como l mismo se ve, ni nadie permanece igual a lo
largo de un mismo encuentro. Cambian las dimensiones y las
actitudes: la que se mira como amante, se comporta como discpulo;
lo que se iba a decir, lo que se haba ensayado, no puede decirse,
porque, "desde el momento en que no se puede decir todo, no se
puede decir nada", y uno mismo escucha con sorpresa la
supervivencia en la propia boca de palabras mentirosas, restos de una
fe muerta. Eso es a veces lo que los dems escuchan, "como
recibimos la luz de un astro extinguido desde hace siglos".
Entre dos generaciones de Courrges que recibieron el don degustar ese don que el doctor vio en su padre y reconoce en su hijo
Raymond , l descubre en s un destino solitario. Solo en sus
imaginaciones, solo en los encuentros que desea amorosos, solo en el
seno de su familia, cercado por la "Ilada miserable" de los minsculos
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episodios domsticos, las historias de criadas, las rencillas de
mujeres. La mirada penetrante del novelista descubre en esta soledad
una sed de compaa que, con la reduccin por la edad, con la
disminucin que en los hombres obra el tiempo, lleva un da alanciano, "cadver sonriente", a confesar el consuelo y la satisfaccin
de vivir en el espesor de la familia: los mil pinchazos mnimos de las
inquietudes domsticas, explica, atraen la sangre hacia la piel, hacia la
superficie, y la apartan de la llaga secreta, profunda, que el hombre
lleva dentro. Y el marido envejecido confiesa que nada le es ms
necesario que la importunidad de su esposa, y pide al hijo que no se
quede solo.
Raymond Courrges, el hijo, es uno de los tpicos adolescentes
que Mauriac ha sacado de la experiencia de sus aos jvenes:
"sombra figura anglica", sensibilidad en carne viva que le hace
sentirse en el centro de la risotada universal: "toda la vida haba de
acordarse de ese momento en que una mujer le haba juzgado no slo
repugnante (lo que no hubiera sido nada), sino tambin grotesco".
Padres y maestros le creen capaz de todo. No se da cuenta l mismo
de que, en la ostentacin que hace del desorden y la suciedad, lo que
hay, ms que nada, es el pobre orgullo de su edad, una especie de
humildad desesperada. As lo hace ver el novelista: la derrota de un
adolescente, apunta, llega cuando se convence cuando se deja
persuadir de su propia miseria. Este es el muchacho que una tardede invierno, en el tranva en que vuelve a casa, se encuentra frente a
una cara de mujer, sentada entre dos obreros, que le mira con
tranquilidad, atentamente. Raymond no siente cosa rara ni
incomodidad ni vergenza. El rostro de la mujer es un rostro a la vez
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inteligente y animal, impasible. Un da y otro da coinciden en silencio.
Bajo aquella mirada, Raymond empieza a cambiar; ahora se afeita,
cuida el vestir. El efecto de aquella mujer en su vida ser duradero, y
el Raymond Courrges que conocemos en un bar de Pars, a lostreinta y cinco aos cuarenta tena Mauriac cuando se public la
novela , no sera el mismo si una tarde de invierno, cuando volva a
casa con los libros de estudio, no hubiera encontrado en el tranva a
una mujer que result llamarse Mara Cross.
Si los dos Courrges, padre e hijo, se nos presentan ntidamente,
bajo una luz como de escena iluminada por una claridad fulgurante y
tormentosa, de relmpago sbito, a Mara Cross, esa mujer que a
expensas de un hombre rico y casado vive en una casa lujosa y
miserable de los alrededores de Burdeos, la vemos con los ojos de
dos hombres que un da descubren una relacin distinta de la sangre:
padre e hijo se descubren "parientes por parte de Mara Cross". No
estamos, sin embargo, seguros de conocerla a travs de los ojos
turbados de estos dos hombres. Mara Cross queda lejana, lo mismo
en sus tardes de lectura, msica y pereza que en su ciudadela tarda
de casada. Pero de lo que no nos queda duda es de que tambin ella
tiene ante s un desierto. En la noche, "atrada, como aspirada por la
tristeza vegetal" nos dice el novelista, en unas lneas en que la vida
humana y la de la naturaleza se combinan de manera caracterstica
, Mara siente la tentacin de perderse, de disolverse, "para que al finsu desierto interior se confundiera con el del espacio, para que el
silencio en ella no fuera ya diferente del silencio de las esferas".
La metfora del desierto no slo surge en estas pginas a
propsito de Mara Cross. Tambin el doctor Courrges habla una vez
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del desierto que le separa pues el desierto separa de su mujer y
sus hijos; y en otra ocasin piensa en un desierto entre l y aquella
mujer, desierto que tampoco hubiera podido franquear aunque hubiera
tenido veinticinco aos... En estos desiertos interiores, la pasinproduce de vez en cuando la ilusin fugaz de una compaa, quiz
incluso de una comunin. La relacin de persona a persona se
descubre en revelaciones instantneas, en momentos fugaces.
Mauriac tiene el don de condensar mucha vida en una escena breve;
por eso pudo ser tambin dramaturgo, aunque en el teatro le falta ese
calor hmedo de la descripcin significativa de paisaje y objetos, esa
atmsfera que envuelve y sofoca, esa visin febril. El aire febril el
adjetivo es inevitable se muestra tambin, por cierto, en los
cambios repentinos, en los descubrimientos bruscos. La vida, le hace
observar Mauriac al doctor Courrges, ignora la preparacin. De
pronto se rompen las amarras, se leva el ancla, el barco se mueve y
no se sabe an que se
mueva, pero al cabo de una hora no ser ms que una mancha en
el mar. No es la muerte lo que se lleva a los que amamos; al contrario,
los guarda y los fija en su juventud adorable. Mauriac concluye
sombramente: "la muerte es la sal de nuestro amor; es la vida la que
disuelve el amor".
El estilo y el talante de Francois Mauriac tienen su sitio en una
tradicin francesa del drama interior. Mauriac medit y aprendi bajolas sombras graves de Pascal y de Racine. Del primero recibi la frase
temblorosa y rpida, la iluminacin al sesgo, el atajo sbito y
revelador; del segundo, la frase noble, la alta y contenida palpitacin,
un poco solemne. De ambos, un sentido dramtico no digamos
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trgico del cristianismo. Cuando se escribe que Mauriac es un
novelista catlico francs, hay quien entiende que es una especie de
novelista ideolgico, doctrinal, o quiz simplemente sujeto a una
ortodoxia. Y el novelista Mauriac no tiene mucho que ver con eso. Mscierto sera decir que Mauriac no hubiera sido el novelista que fue si
no se hubiera educado en el ambiente devoto y burgus de una familia
de Burdeos a principios de siglo y no se hubiera nutrido de las
turbadoras memorias de su adolescencia y de las lecturas
espiritualmente prximas y reveladoras de Pascal y Racine. Que es
como decir que puede sitursele con toda naturalidad en el panorama
y en la tradicin de la literatura francesa. O, expresado de otra
manera, que pertenece a la familia formada por los que el epgrafe de
una coleccin llama "escritores de siempre".
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CAPITULO PRIMERO
Durante muchos aos, Raymond Courreges aliment la esperanza
de volver a encontrar en su camino a Maria Cross, pues deseaba
ardientemente vengarse de ella. Muchas veces sigui en la calle a una
transente pensando que era aquella a la cual buscaba. Luego el
tiempo haba apaciguado en tal forma su rencor que, cuando el
destino volvi a ponerlo frente a esa mujer, no experiment, en el
primer momento, esa mezcla de felicidad y furor que un encuentro
semejante deba haberle producido. Cuando entr aquella tarde en un
bar de la calle Duphot, no eran ms que las diez de la noche, y el
mulato del jazz canturreaba solo ante un matrede hotel atento. En la
estrecha bote, donde hasta la medianoche las parejas estaran
pisotendose, roncaba, como si fuera una gorda mosca, un ventilador.
Al portero, que extraado dijo: "No estamos acostumbrados a verlo tan
temprano, seor...", Raymond contest slo con una seal de la mano
indicando que interrumpieran ese zumbido. El portero,
confidencialmente, quiso en vano convencerlo de que "el nuevo
sistema, sin producir viento, absorba el humo". Courrges le dio tal
mirada que el hombre se bati en retirada hacia el guardarropa; pero,en el techo, el ventilador call como si hubiera sido un moscardn que
se detiene en el vuelo.
El joven, entonces, despus de haber deshecho la lnea
inmaculada de los manteles y luego de haber reconocido en el espejo
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su rostro, que se mostraba como en uno de sus peores das,
interrogse: "Qu es lo que no marcha?" Cspita! Odiaba las tardes
perdidas, y esta sera una tarde perdida por culpa de ese animal de
Eddy H... Debi forzar al muchacho, cazarlo en su redil para traerlo alcabaret. Durante la comida, y apenas se hubo sentado en el borde de
la silla, impaciente, Eddy se excus de su falta de atencin, pues le
dola la cabeza. Se aprontaba ya para un placer futuro y prximo. Una
vez que hubo tomado su caf, Eddy huy, alegre, brillantes los ojos,
las orejas rojas, las ventanillas de la nariz abiertas. Durante todo el da
Raymond habase hecho una agradable imagen de esta tarde y de
esa noche; pero sin duda Eddy haba preferido ofertas de placer ms
refrescante que ninguna confidencia.
Extrase Courrges de sentirse no slo decepcionado y humillado
sino tambin triste. Se senta escandalizado al ver que cualquier
camarada le resultaba irreemplazable. Eso era una novedad en su
vida: hasta los treinta aos haba sido incapaz de ese desinters que
exige la amistad. Por lo dems se encontraba demasiado ocupado con
las mujeres; haba, pues, despreciado todo aquello que no le pareca
objeto de posesin, y poda haber dicho, como un nio goloso: Slo
amo aquello que se devora. En ese tiempo usaba a sus amigos como
testigos o como confidentes: para l un amigo era antes que nada un
par de orejas. Gustaba tambin de probarse a s mismo que los
dominaba, que los diriga; tena la pasin de influir, y halagbale poderdesmoralizarlos metdicamente.
Raymond Courrges se habra hecho una clientela tal como su
abuelo el cirujano, como su to abuelo jesuta, como su padre el
doctor, si hubiera sido capaz de subordinar sus apetitos a una carrera,
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y si su gusto por el placer no le hubiera impedido siempre perseguir lo
que no le produca satisfaccin inmediata. Sin embargo, llegaba a la
edad en la que slo aquellos que se dirigen al alma pueden establecer
su dominio: Courrges saba slo ensear a sus discpulos el mejorrendimiento del placer. Pero los ms jvenes deseaban tener
cmplices de su misma generacin, por lo cual su clientela mermaba.
En el amor, la caza siempre abunda; pero el pequeo rebao de
aquellos que han empezado a vivir con nosotros se reduce cada ao.
Courrges odiaba, por tener su misma edad, a esos sobrevivientes de
las sombras heridas de la guerra, que, con el pelo gris, su panza y
sus crneos, habanse hundido en el matrimonio o estaban
deformados por la profesin. Los acusaba de ser los asesinos de su
juventud y de traicionarla antes que la juventud renunciara a ellos.
Pona su orgullo en estar entre los muchachos de posguerra.
Esa tarde, en el bar an vaco, donde slo se oa una mandolina
ensordecida (la llama de la meloda muere, renace, titubea), Raymond
mira ardientemente su rostro bajo sus espesos cabellos reflejados en
los espejos, ese rostro que no representa los treinta y cinco aos.
Piensa que la vejez, antes de marcar su cuerpo, marca su vida. Si
bien se siente orgulloso al or que las mujeres se preguntan: "Quin
es ese joven tan alto?", sabe tambin que los muchachos de veinte
aos, ms perspicaces, no lo contaban entre los jvenes de su
efmera raza. Sin ir ms lejos, ese Eddy no tena nada mejor quehacer que hablar de s mismo hasta el alba entre el estruendo del
saxfono; pero, tal vez, en estos momentos, en otro bar, no hace otra
cosa sino analizar sus sentimientos frente a un muchacho nacido en
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1904, que sin cesar lo interrumpe con unos "yo tambin" y lo mismo
que yo...
Surgieron algunos jvenes que haban adoptado, para atravesar la
sala, rostros engredos y orgullosos, de los cuales quisierondesprenderse al ver la soledad de la sala. Se aglutinaron alrededor del
barman. Courrges, sin embargo, no haba aceptado jams sufrir por
culpa de otro, ya fuese amante o amigo. Se dedic, pues, siguiendo su
mtodo, a descubrir la falta de proporcin entre la insignificancia de
Eddy H... y la turbacin que le produca su abandono. Se alegr de no
encontrar ninguna raz al tratar de arrancar de l esta brizna de
sentimiento. Enardecise hasta llegar a pensar que podra echarlo a la
calle, y sin estremecerse, enfrentse con la idea de no volver a verlo.
Casi con alegra djose: "Voy a barrerlo..." Suspir aliviado; luego se
dio cuenta de que subsista en l una inquietud, cuyo principio no era
Eddy. Ah! S, la carta que palpaba en el bolsillo de su smoking... Era
intil que volviera a leerla: el doctor Courrges usaba con su hijo un
lenguaje elptico, fcil de retener:
Me alojo en el GrandHotel mientras dure el Congreso Mdico.
Estoy a tu disposicin, por la maana antes de las nueve; por la tarde
despus de las once. Tu padre.
Raymond murmur: "No faltaba ms...", y tom sin sospecharlo unaire desafiante. Reprochaba a su padre que no pudiera despreciarlo
como al resto de la familia. A los treinta aos, en vano Raymond
reclam la dote que su hermana casada recibi. Despus del rechazo
de sus padres, haba quemado sus naves; pero la fortuna perteneca a
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la seora Courrges; muy bien saba Raymond que su padre habrase
mostrado generoso si hubiera podido hacerlo: el dinero no significaba
nada para l. Repiti: "No faltaba ms..." Pero no pudo dejar de
percibir una llamada en ese seco mensaje. No era tan ciego como laseora Courrges, a la cual irritaban la frialdad y la brusquedad de su
marido; tena por costumbre repetir: "Qu me importa que sea bueno
si no me doy cuenta de ello? Imagnese cmo sera si fuera malo!"
Raymond se siente incmodo por la llamada de ese padre, al cual
le cuesta mucho odiar. No, por cierto, no contestar: pero de todos
modos... Ms adelante, cuando Raymond Courrges record las
circunstancias de esa noche, rememor la amargura que haba sufrido
al entrar al pequeo bar vaco. Pero olvid las causas, y estas eran la
defeccin de un camarada llamado Eddy y la presencia de su padre
en Pars; crey que su humor agrio haba nacido de un presentimiento
y que exista un lazo entre su estado de nimo y el acontecimiento que
aproximbase a su vida. Sostuvo siempre, desde entonces, que ni
Eddy ni el doctor Courrges habran podido mantenerlo en tal
angustia. Pero apenas se sent frente a un cctel, su espritu y su
carne, por instinto, sintieron la proximidad de aquella que, en ese
mismo minuto, en un taxi que ya llegaba a la esquina de la calle
Duphot, hurgaba en su pequea cartera diciendo a su compaero:
Qu tontera: olvid mi lpiz labial. El hombre contest:
Debe haber algunos en el bao. Qu horror!, y coger...
Gladys te prestar el suyo.
La mujer entr: un sombrero campanudo eliminaba la parte alta del
rostro y slo dejaba entrever el mentn, donde el tiempo marca la
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edad de las mujeres. Los cuarenta aos haban dado sus toques por
aqu y por all en esa parte baja del rostro: insinuando una papada. El
cuerpo, bajo las pieles, estaba recogido. Enceguecida como si saliera
del toril, se detuvo en el umbral del bar deslumbrante. Cuando sucompaero, el cual se haba demorado al discutir con el chfer, se
hubo reunido con ella, Courrges, sin reconocerlo en el primer
momento, se dijo: "He visto en alguna parte este rostro...; es un rostro
de Burdeos." De sbito, un nombre acudi a sus labios, mientras
observaba el rostro de ese cincuentn, cara que rebosaba satisfaccin
de s mismo : Vctor Larousselle... Latindole el corazn, Raymond
examin de nuevo a esa mujer; sta, habindose dado cuenta de que
era la nica persona que tena puesto el sombrero, se lo quit
bruscamente, y frente al espejo esponj su cabello recin cortado.
Aparecieron los ojos, grandes y tranquilos, y luego una frente amplia
claramente delimitada, en ciertos sectores, por el nacimiento an
joven de una cabellera oscura. En lo alto del rostro, estaba
concentrado todo lo que aquella mujer acumulaba de juventud
sobreviviente. Raymond la reconoca a pesar del pelo corto, del
cuerpo que haba engordado y de la lenta destruccin que parta del
cuello y suba a la boca y las mejillas. La reconoci como hubiera
reconocido un camino de su infancia al que le hubieran derribado las
encinas que lo bordeaban. Courrges sumaba el nmero de aos, y
despus de algunos segundos decase: "Tiene cuarenta y cuatro aos;yo tena dieciocho, y ella veintisiete." Como todos aquellos que
mezclan la felicidad con la juventud, tena una oscura conciencia,
aunque siempre despierta, del tiempo transcurrido. Sus ojos no
cesaban de medir el abismo del tiempo muerto; cada ser que jug un
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papel en su destino fue colocado, sin tardar, en su lugar, y al
reconocer el rostro era capaz de recordar hasta el ao de su
nacimiento. "Me reconocer?" No habra vuelto la cara tan
bruscamente si ella no lo hubiera reconocido. Aproximndose a sucompaero le suplicaba, sin duda, que no permanecieran all, ya que
l contest en voz muy alta, con el tono de un hombre al cual le gusta
que lo admire la galera: "No, esto no est aburrido. En un cuarto de
hora ms estar tan lleno como un huevo." Empuj una mesa no muy
lejos de aquella en que estaba apoyado Raymond; sentse
pesadamente; mostraba, en su rostro, en el cual flua la sangre,
adems de los signos de la arteriosclerosis, una desembozada
satisfaccin. Pero como la mujer permaneca de pie e inmvil, la
interpel: "Bien! Qu esperas?" De sbito la satisfaccin
desapareci de sus ojos y de sus labios gruesos y casi amoratados.
Creyendo hablar en voz baja, agreg: "Naturalmente, basta que est
entretenido aqu para que t te aburras..." Sin duda, ella le deca: "Ten
cuidado, nos escuchan", porque l casi grit: "S comportarme,
caramba! Y aunque as fuese!, qu?"
Sentada no lejos de Raymond, la mujer habase tranquilizado.
Hubiera sido necesario que el joven se inclinara para poder verla, y
slo dependa de ella el poder huir de su mirada. Courrges adivin
esa seguridad, comprendi, de sbito, y con qu terror!, que esa
ocasin deseada por l desde los diecisiete aos poda perderse.Pasados diecisiete aos, crea volver a encontrar intacto su deseo de
humillar a esta mujer que lo haba humillado, demostrarle qu clase de
hombre era l: de aquellos que no aceptan que una hembra se burle
de ellos. Durante muchos aos habase complacido en imaginar las
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circunstancias que los pondran frente a frente y con qu habilidad la
sojuzgara; hara llorar a aquella ante la cual hiciera un papel tan
triste... Verdad es que si esta tarde, en lugar de esa mujer, l hubiera
reconocido a cualquiera otra comparsa de su poca de estudiante, alos dieciocho aos su compaero preferido en esa poca, o ese
jornalero que le causaba horror , no habra descubierto en l, al
mirarla, ninguna huella de esa camaradera o ese odio que sintiera el
nio que ya no era. Pero ante esta mujer, no volva a encontrarse tal
como fue un jueves del mes de junio de 19..., en el crepsculo, sobre
ese camino de un arrabal polvoriento que ola a lirios, ante el dintel
cuyo timbre no volvera a sonar nunca ms para l ? Mara! Mara
Cross! De ese adolescente hosco, tmido que fue entonces, ella haba
hecho un hombre nuevo, ese que sera siempre. Pero ella, esa Mara
Cross, qu poco haba cambiado! Siempre sus ojos en actitud de
interrogar, su frente llena de luz. Courrges decase a s mismo que su
compaero preferido de 19... sera hoy, esta noche, un hombre
macizo, calvo, con barbas: pero el rostro de ciertas mujeres
permanece, hasta la madurez, baado por la infancia; es, quiz, esa
eterna infancia la que fija nuestro amor y lo libra del tiempo. Era la
misma mujer, despus de diecisiete aos de pasiones desconocidas,
como esas vrgenes cuya sonrisa no poda alterar ninguna llama de la
Reforma o del Terror. Ese hombre, satisfecho de s mismo, cuya
impaciencia y humor se manifestaban ruidosamente, pues laspersonas que esperaba no llegaban, conversaba con ella:
Seguro que ha sido Gladys la causante de su retraso... Yo, que
siempre estoy acostumbrado a cumplir con exactitud, tengo horror a
los que no son as. Es curioso, no me gusta hacer esperar a los
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dems: es ms fuerte que yo. Sin embargo, ciertas personas son de
tal descortesa...
Mara Cross le toc el hombro y debi repetirle: "Nos estn
oyendo..." ; gru diciendo que l no deca nada que no se pudieraescuchar y que le pareca increble que fuese ella precisamente la que
pretendiera ensearle a vivir.
Su sola presencia dejaba a Courrges entregado sin defensa a eso
que ya no era. Aunque hubiera conservado una conciencia muy clara
del tiempo transcurrido, detestaba hacer surgir en l imgenes muy
precisas, y a nada tema ms que a las rebeliones de los fantasmas;
pero no poda hacer nada esa noche, contra ese torrente de rostros
desencadenado dentro de l por la presencia de Mara: oy cmo
daban las seis y cmo golpeaban los bancos escolares; ni siquiera
haba llovido lo bastante como para que desapareciera el polvo;
tampoco estaba el tranva lo suficientemente iluminado como para
poder terminar de leer Afrodita: tranva lleno de obreros a los cuales la
fatiga, una vez terminada la jornada, pona una nota de dulzura en el
rostro.
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CAPITULO SEGUNDO
Entre el colegio donde se le expulsaba de clase y era el nio
sucio que vagaba por los corredores pegado a las paredes y la
casa de la familia, en los alrededores, se extenda ese espacio de
tiempo que lo liberaba, ese largo viaje de regreso en tranva, por fin
solo entre seres indiferentes, sin miradas: especialmente en invierno,
pues la noche apenas alumbrada de cuando en cuando por un farol o
por los vidrios de un bar, lo separaba del mundo, lo aislaba dentro del
olor a lana mojada de las ropas de trabajo; un cigarrillo apagado,
pegado en unos labios cados: el sueo que derriba rostros de arrugas
carbonizadas, un diario deslizndose de unas macizas manos; esa
mujer que con su cabeza descubierta, levantaba hacia las lmparas
un folletn, moviendo sus labios como si estuviera rezando. Por fin, un
poco pasado la iglesia de Talence, haba que bajarse.
El tranva, cual movediza llama de bengala, alumbraba por unos
segundos los rboles y setos desnudos de una propiedad, y luego el
nio escuchaba cmo disminua el estruendo de las ruedas en el
camino lleno de charcos que olan a madera podrida y a hojas.
Tomaba entonces el caminillo que bordeaba el jardn de losCourrges, empujaba el portn entrecerrado de las dependencias; la
lmpara del comedor alumbraba ese macizo apoyado contra la casa,
en el cual, durante la primavera, se plantaban las fucsias que aman la
sombra. Raymond tena ya la frente endurecida, las cejas tan
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prximas la una a la otra, que formaban una sola lnea tupida sobre
los ojos, y la esquina derecha de la boca, un poco cada; entraba al
saln y lanzaba un saludo colectivo a las personas apretujadas
alrededor de una lmpara de luz dbil. Su madre le preguntabacuntas veces tendra que decirle que se limpiara los zapatos en el
felpudo de la entrada y si pensaba sentarse a la mesa "con esas
manos". La abuela Courrges susurraba a media voz a su nuera:
"Sabes lo que dice Paul: no hay que poner nervioso intilmente al
nio." De ese modo, apenas apareca l, nacan, por su culpa, agrias
palabras.
Se sentaba en la sombra. Inclinada sobre su bordado, Madeleine
Basque, su hermana, al entrar Raymond, no levantaba ni siquiera la
cabeza. Le interesaba menos que el perro. Raymond era "la plaga de
la familia"; repeta de buenas ganas "que sera la oveja negra de la
familia" ; y su marido Gastn Basque, agregaba: Sobre todo teniendo
un padre tan dbil.
La bordadora levantaba la cabeza, permaneca unos minutos
escuchando, y deca: "Ah est Gastn...", dejando su trabajo. "No
oigo nada", contestaba la seora Courrges. "S, s; ah viene", y
aunque ningn otro odo, fuera del de ella, percibiera el menor ruido,
Madeleine se levantaba, atravesaba corriendo las gradas, desapareca
en el jardn guindose con un infalible conocimiento, como si ella
perteneciese a una especie diferente de animales donde el macho yno la hembra fuese la portadora del olor para atraer al cmplice a
travs de la sombra. Muy pronto los Courrges oan una voz de
hombre, y la risa complaciente y sumisa de Madeleine. La pareja no
atravesara el saln sino que subiran, por una puerta oculta, al piso
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donde estaban los dormitorios y no descenderan hasta el segundo
toque de la campana.
Bajo la lmpara suspendida, alrededor de la mesa, se reunan la
abuela Courrges, su nuera Lucie Courrges, el joven matrimonio ycuatro niitas algo colornas como Gastn Basque: las mismas ropas,
los mismos cabellos, las mismas manchas de acemite, se apretujaban
como si fueran pjaros domesticados sobre un bastn: "Y que no se
les hable", decretaba el teniente Basque. "Si alguien les habla se les
castigar: se lo advierto a todo el mundo."
El lugar del doctor permaneca desocupado durante largo rato,
aunque se encontrara en la casa. Llegaba, a la mitad de la comida,
con un paquete de revistas. Su mujer le preguntaba si haba odo la
campana; deca que con tanto desorden no haba forma de que las
sirvientas permaneciesen en casa. El doctor mova la cabeza como si
quisiera espantar una mosca, y abra una revista. No lo haca por
afectacin sino por economa de tiempo en un hombre sobrecargado
de trabajo, cuyo espritu encontrbase asediado por toda clase de
afanes: conoca el valor de un minuto. Al extremo de la mesa, los
Basque aislbanse indiferentes a todo aquello que no se relacionara
con ellos o con sus nios; Gastn contaba, a media voz, sus trajines
para no irse de Burdeos: el coronel haba escrito al Ministerio... Su
mujer lo escuchaba sin perder de vista los nios y sin dejar de velar
por su educacin : "No limpies el plato con el pan. No sabes usarel cuchillo ? No te revuelques de esa forma.
Pon las manos sobre la mesa. Las manos, no los codos.
No te dar ms pan, te lo advierto. Bebiste bastante agua...".
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Los Basque formaban un islote hecho de desconfianza y secretos.
"No me dicen nada." Todos los agravios o motivos de queja que la
seora Courrges alimentaba contra su hija, estaban comprendidos en
ese "no me dicen nada". Sospechaba que Madeleine estaba encinta,vigilaba su talle, interpretaba sus malestares. Los sirvientes siempre lo
saban antes que ella. Crea que Gastn tena un seguro de vida,
pero de cunto? Desconoca lo que ellos realmente haban recibido a
la muerte del seor Basque.
En el saln, despus de cenar, Raymond no responda nada a su
madre, la cual rezongaba: "Entonces, no tienes ninguna leccin que
estudiar, ninguna composicin que preparar?" Raymond tomaba a una
de las niitas y pareca amasarla entre sus fuertes manos; la
levantaba muy derecha sobre su cabeza para que pudiera tocar el
cielo raso; haca molinetes con ese flexible cuerpo, mientras
Madeleine Basque, como gallina enfadada e inquieta, a la cual el gozo
de la nia desarmaba, exclamaba: " Cuidado! Vas a daarla... Es tan
bruto..." La abuela Courrges dejaba, entonces, su tejido, alzaba sus
gafas y una sonrisa arrugaba su rostro; recoga, apasionadamente,
ese testimonio en favor de Raymond: "Cmo se te ocurre! Adora a los
nios: eso no se le puede negar: slo los nios le caen en gracia." La
anciana sostena que si no hubiese sido bueno no los habra amado:
"No hay ms que verlo con sus sobrinas para darse cuenta de que no
es mala persona."Amaba a los nios? Coga cualquier cosa que fuera fresca, tibia y
viva, como para defenderse de aquellos a los cuales llamaba los
cadveres. Raymond lanzaba sobre el divn el cuerpecillo, alcanzaba
la puerta, y corra, a grandes zancadas, por las avenidas llenas de
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hojas; el cielo, ms claro entre las ramas desnudas, guiaba su carrera.
En el primer piso, tras un vidrio, la lmpara del doctor Courrges se
mantena encendida. Ira a acostarse Raymond tambin esta noche
sin abrazar a su padre? Ah! Bastaba esos cuarenta y cinco minutosde silencio hostil por la maana: pues desde el alba la berlina del
doctor transportaba al padre y al hijo. Raymond bajbase a las puertas
de SaintGenes, y a travs de los bulevares llegaba hasta su colegio,
mientras el doctor prosegua su camino al hospital. Tres cuartos de
hora en esa caja que ola a cuero ftido entre dos cristales que
chorreaban agua: permanecan uno al lado de otro. El mdico que
unos instantes ms tarde hablara, abundante y autoritariamente, en
su pabelln a los estudiantes, buscaba en vano, desde haca meses,
las palabras con las cuales podra alcanzar a ese ser que engendrara.
Cmo abrirse camino hasta ese corazn hspido? Cuando se
enorgulleca de haber encontrado la solucin y diriga a Raymond
palabras largamente meditadas, no reconoca estas mismas palabras
y hasta su voz lo traicionaba: pues, muy a su pesar, era burlona y
seca. Siempre fue un martirio para l no poder expresar sus
sentimientos.
Esta bondad del doctor Courrges se haba hecho clebre gracias
nicamente al testimonio de sus actos; sus actos eran los nicos
testigos de esa bondad oculta en l, enterrada viva en l.
Era imposible obtener de l que aceptara sin refunfuos nialzamientos de hombros una palabra de gratitud. Zarandendose al
lado de su hijo en estas albas lluviosas, cuntas veces haba
interrogado este rostro que se ocultaba! Pese a s mismo, el doctor
interpretaba algunos signos en este rostro de ngel malo esa falsa
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dulzura de los ojos demasiado ojerosos . "El pobre nio me cree su
enemigo, pensaba el padre, yo tengo la culpa y no l." No contaba con
esa presciencia de los adolescentes, para saber quines los aman.
Raymond oa la llamada y no mezclaba a su padre con los otros, perose haca el sordo; por lo dems, l mismo no habra sabido qu decir a
este padre cohibido ya que l cohiba a este hombre y este
mismo hecho lo helaba.
Suceda, sin embargo, que a veces el doctor no poda dejar de
llamarle la atencin; pero siempre lo ms suavemente posible y
esforzndose en tratar a Raymond como a un camarada.
El director del colegio ha vuelto a escribirme por tu culpa. Vas a
volver loco al pobre padre Farge! Segn parece hay pruebas de que t
fuiste el que hizo circular, mientras estudiaban, ese tratado de
obstetricia... lo habras robado de mi biblioteca. Te confieso que la
indignacin del padre Farge me parece exagerada; estis en edad de
conocer la vida y es mejor despus de todo que la conozcis a travs
de obras serias... As se lo escrib al director... Pero tambin
encontraron en el cesto de los papeles del estudio un nmero de La
Gaudriole: naturalmente, sospechan de ti; cargas con todos los
pecados de Israel... Ten cuidado, hijo, terminarn por echarte seis
meses antes de los exmenes...
No.
Por qu no? Porque como estoy repitiendo tengo muchas posibilidades de
que no me suspendan este ao. Los conozco! Te imaginas si se
van a desprender de alguien que tenga probabilidades de salir bien!
Por si te interesa, te dir que si ellos me echan, me atraparan los
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jesuitas. Prefieren que los contamine, como dicen en el colegio, antes
que perder un bachiller para sus estadsticas. Conoces la sonrisa
triunfante de Farge el da de los premios: present treinta candidatos,
hay veintitrs doctorados y dos posibles! Estruendosos aplausos!. Asquerosos!
No, hijito...
El doctor daba nfasis a ese "hijito". Tal vez era el instante de
deslizarse en ese corazn que no se entregaba. Haca mucho tiempo
que el hijo no se permita nada que pareciera un abandono. A travs
de sus cnicas palabras entrevease una chispa de confianza. A qu
palabras recurrir que no hirieran al nio, para convencerlo de que
existen hombres sin clculos ni ardides, los cuales, generalmente ms
hbiles, son los maquiavelos de una causa sublime, y precisamente
aquellos que desean nuestro bien son los que nos hieren...? El doctor
buscaba la mejor frmula; el camino del arrabal habase transformado
en la calle de una maana clara y triste obstruida por los carricoches
de los lecheros. Unos minutos ms y cruzara por la garita, por esa
cruz de SaintGenes, que, al pasar, adoraban los peregrinos de
Santiago de Compostela, donde slo se apoyaban ahora los
inspectores de autobuses. No sabiendo qu decir cogi con su mano
esa mano clida; repiti, a media voz: "Hijito...", y vio, entonces, que
Raymond, la cabeza apoyada contra el cristal, dorma, o ms bien
simulaba hacerlo. El adolescente haba cerrado los ojos, los cualeshabran podido traicionar, a pesar suyo, cierta debilidad, el deseo de
someterse: un rostro estrictamente hermtico, huesudo, como tallado
en slex, en el cual la sensibilidad slo apareca en esa doble
magulladura de los prpados... Poco a poco, el nio libert su mano.
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Esa mujer, que est all sentada sobre la banqueta, separada de l
por una sola mesa, podra escucharlo sin que tuviera que elevar la
voz, cundo entr en su vida?: antes de esa escena en el coche, o
ms tarde? Parece haberse calmado ya, y bebe, sin temer queRaymond la reconozca. Durante algunos instantes gira los ojos hacia
l, pero los retira inmediatamente. Su voz, que l reconoce, domina,
de improviso, el bullicio: "Aqu est Gladys..." No ms entrar, una
pareja se coloca entre ella y su acompaante, y todos hablan a la vez:
"No logrbamos que nos atendieran en el guardarropa... Siempre
somos los primeros en llegar... Bueno: lo importante es que estis
aqu..."
No; deba haber transcurrido ms de un ao antes de que ocurriera
esa escena en el coche, entre su padre y Raymond: una tarde,
sentados a la mesa (tal vez hacia el fin de la primavera; no estaba
encendida la lmpara del comedor), la abuela Courrges haba dicho
a su nuera: "Lucie, s para quin son esos cortinajes blancos que
visteis en la iglesia."
Raymond crey que iba a surgir una de esas interminables
conversaciones, cuyas mltiples e insignificantes palabras moran
alrededor del doctor. La mayora de las veces se trataba de
discusiones domsticas. Cada una defenda a sus criados: Ilada
miserable en la cual las rias de la servidumbre desencadenaban, en
el Olimpo del comedor, diosas protectoras. Muchas veces tambin losmatrimonios se disputaban una mujer para que trabajara por el da:
"Contrat a Travaillote para la prxima semana", deca, por ejemplo, la
seora Courrges a Madeleine Basque. La joven replicaba que no se
haba zurcido an la ropa de los nios.
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Siempre logras contratar a Travaillote.
Pues bien! Dile que venga a Maranarizrota.
Maranarizrota trabaja muy lentamente, y adems tengo que
pagarle el tranva.Pero esa tarde, la mencin de los cortinajes blancos de la iglesia
suscit una disputa mucho ms grave. La abuela Courrges agreg:
Se trata del pequeo de Mara Cross: muri de una meningitis.
Parece que pidi un entierro de primera.
Qu falta de tacto!
Al or esta exclamacin de su mujer, el doctor, que lea una revista
mientras tomaba su sopa, levant los ojos. Como siempre, la esposa,
entonces, baj los suyos, pero en su tono de clera le dijo que era una
lstima que el sacerdote no hubiera puesto en su lugar a esa mujer
que mantena Larousselle a vista y paciencia de toda la ciudad y que
desplegaba un lujo insolente: caballos, coches, y todo lo dems. El
doctor extendi la mano:
No juzguemos. No somos nosotros los ofendidos.
Y el escndalo? No significa nada?
Ante una mueca que hizo el doctor, ella comprendi que l
admirbase de su vulgaridad, y trat de bajar el tono de la voz; pero
segundos despus, volva a exclamar que esa mujer le produca
horror... La propiedad en la cual haba vivido durante tanto tiempo su
vieja amiga la seora Bouflard, suegra de Vctor Larousselle, estabahabitada ahora por una bribona... Cada vez que pasaba frente a la
casa, se le parta el alma...
El doctor, con voz tranquila, casi en voz baja, la interrumpi para
decirle que esta tarde slo haba en esa casa una madre a la
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cabecera de su hijo muerto. Entonces, la seora Courrges, solemne
y con el ndice levantado, pronunci :
La justicia de Dios!
Los nios oyeron el ruido de la silla que el doctor bruscamenteapart de la mesa. Meti la revista en su bolsillo, y sin decir palabra
alcanz la puerta, esforzndose por que su paso fuera lento; pero la
familia, atenta, lo oy subir la escalera de cuatro en cuatro peldaos.
Dije algo extraordinario?
La seora Courrges interrog con su mirada a su suegra, al joven
matrimonio, a los nios, a la criada. Slo se oa el ruido de los
cuchillos y tenedores y la voz de Madeleine: "No mordisquees el pan...
Deja ese hueso..." La seora Courrges, despus de observar el
rostro de su suegra, agreg:
Es como una enfermedad.
Pero la anciana, metida la nariz en su plato, pareci no haberla
escuchado. Entonces Raymond estall en risas.
Vete a rer afuera. Volvers cuando te hayas calmado.
Raymond tir su servilleta. Cuan apacible vease el jardn! S:
deba haber sido al final de la primavera, pues recordaba el vuelo
ruidoso de algavaros, y haban servido fresas de postre. Sentse en
medio del prado sobre la piedra caliente de la alberca, cuyo surtidor
jams haba funcionado. En el primer piso la sombra de su padre
erraba de una ventana a la otra. En ese crepsculo, polvoriento ypesado, de una campia cercana a Burdeos, la campana sonaba a
largos intervalos pues haba muerto el nio de esa mujer que ahora,
en este mismo instante, vaciaba su vaso tan cerca de Raymond que
poda casi tocarla con su mano extendida. Despus de haber bebido
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champaa, Mara Cross mira con ms libertad al joven, como si ya no
temiera que la reconociera. Decir que ha envejecido no es decir
bastante: a pesar de sus cabellos cortos y pese a que viste a la ltima
moda, su cuerpo, sin embargo, conserva las formas de las modas de19... Es joven, pero con esa juventud que floreci y se detuvo hace
quince aos: joven como ya no se es ms. Las mismas ojeras que
tena en aquel tiempo, cuando deca a Raymond: "Tenemos los
mismos ojos."
Raymond recordaba que, al da siguiente de esa tarde en que su
padre dej la mesa, beba su chocolate al alba, en el comedor, y como
las ventanas estaban abiertas sobre la bruma, tiritaba un poco en
medio de un olor a caf recin molido. La grava del sendero cruja
bajo las ruedas de la vieja berlina: el doctor se haba retrasado esa
maana. La seora Courrges, vestida con una bata color ciruela, los
cabellos tirantes y trenzados todava segn el rito nocturno, bes la
frente del colegial, que no interrumpi su desayuno:
No ha bajado tu padre?
Agreg que deba entregarle unas cartas para el correo. Pero
Raymond adivin el motivo de su presencia en la maana; de tanto
vivir apretujados unos contra otros, los miembros de una misma
familia se daban, a la vez, el gusto de no hacerse confidencias y de
sorprender los secretos del vecino. La madre deca de su nuera:
"Nunca me dice nada; eso no impide que la conozca a fondo." Cadauno pretenda conocer a fondo a los dems, y en cambio pretenda
pasar por indescifrable frente a los otros. Raymond crey saber el
motivo que su madre tena para encontrarse all: "Deseaba
desquitarse." Despus de esa escena de la vspera, merodeaba
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alrededor de su marido tratando de granjearse el perdn. La pobre
mujer descubra siempre tarde que sus palabras eran sin lugar a
dudas, las que ms heran al doctor. Como sucede en ciertos sueos
dolorosos, cada esfuerzo que realizaba para acercarse a su marido loalejaba de l; le era imposible decir y hacer algo que no le fuera
odioso. Enredada en una torpe ternura, avanzaba a tientas, y con sus
brazos tendidos slo saba herirlo.
Cuando oy que en el primer piso se cerraba la puerta del doctor,
la seora Courrges ech en la taza el caf hirviente; una sonrisa
ilumin su rostro empapado por el insomnio, estregado por la lenta
lluvia de los das laboriosos e iguales: sonrisa que se apag
rpidamente al aparecer el doctor. Lo miraba, de pies a cabeza, con
desconfianza:
Vas con tu sombrero de copa y tu capote?
Lo ests viendo.
Vas a un matrimonio?
A un entierro?
S.
Quin muri?
Alguien al cual t no conoces, Lucie.
Dime quin es, de todas maneras.
El chico Cross.
El hijo de Maria Cross? La conoces? No me lo has dicho. Nome has dicho nada. No obstante, desde que hablamos en la mesa
acerca de esa bribona...
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El doctor, de pie, beba su caf. Respondi, con su voz ms suave,
con voz que, aunque estrangulada, haba alcanzado la cima de su
exasperacin :
Despus de veinticinco aos no has comprendido que hablo lomenos posible de mis enfermos.
No, ella no comprenda y encontraba sorprendente que ella se
enterara por casualidad, mientras estaba de visita, que a tal seora la
atendiera el doctor Courrges:
Qu agradable es para m ver la extraeza de la gente! :
"Cmo, usted no saba?" : entonces me veo obligada a contestar que
no tienes ninguna confianza en m, que no me dices nunca nada...
Cuidabas al nio? Y de qu muri? Bien me lo puedes decir a m,
no dir nada; por lo dems, no tiene importancia para gente como
esa...
El doctor, como si no la oyera ni la viera, psose su abrigo, y grit a
Raymond: "Aprate. Hace rato que han dado las siete." La seora
Courrges trotaba tras ellos:
Qu he dicho de malo otra vez? Ya ests enfadado de nuevo.
Se oy golpear la puerta de entrada; un macizo de arbustos
ocultaba ya la vieja berlina, y el sol comenzaba a abrir la bruma; la
seora Courrges, dirigindose a s misma palabras confusas, volvi a
la casa.
En el coche, el colegial observaba a su padre con ardientecuriosidad, con el deseo de recibir una confidencia. Tal vez en ese
instante podran haberse aproximado; pero en esos momentos el
doctor estaba a kilmetros de distancia de ese nio, al cual haba
deseado tantas veces capturar; la joven presa ofrecase a l ahora, y
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no lo saba; mascullaba en su barba como si se hubiera encontrado
solo: Debera haber llevado un cirujano... Siempre se puede intentar
la trepanacin... Ech hacia atrs su sombrero de copa, enfadado;
baj un cristal y tendi su rostro hirsuto al camino lleno de carricoches.A las puertas de la ciudad, repiti distradamente: "Hasta la tarde",
pero no sigui a Raymond con la mirada.
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CAPITULO TERCERO
Durante ese verano que se aproximaba, Raymond Courrges
cumpli diecisiete aos. Haba sido un verano trrido, sin agua y tan
terrible que ningn otro despus volvi a aplastar, con su cielo
intolerable, la ciudad pedregosa. Recuerda, sin embargo, esos
veranos de Burdeos cuyas colinas la defienden contra el viento norte,
sitiada hasta sus puertas por los pinos y la arena donde el calor se
concentra y acumula. Burdeos, ciudad desnuda de rboles, fuera del
jardn pblico. Los nios se moran de sed: les pareca que, tras sus
altas rejas solemnes, se consuma el ltimo verdor del mundo.
Pero, tal vez, Courrges confunda en su recuerdo el fuego del
cielo de ese ao con la llama interior que arrasaba con l y otros
sesenta muchachos de su edad, encerrados entre los barrotes de un
patio separado de los otros cursos por un muro de letrinas.
Necesitbanse dos vigilantes para domesticar ese rebao de nios
que moran y de hombres que empezaban a nacer. Impelidos por una
dolorosa germinacin, la joven selva humana creca en pocos meses,
frgil y sufriente. Pero en tanto que el mundo y sus costumbres pulan
a casi todos esos vastagos de buena familia, Raymond Courrges,desvergonzadamente, echaba fuera el fuego que lo consuma.
Causaba miedo y horror a sus maestros, los cuales trataban de
apartar de sus compaeros a ese muchacho de rostro desgarrado (su
piel infantil no soportaba la hoja de afeitar). Era, ante los ojos de los
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buenos alumnos, ese sucio individuo de quien se cuenta que esconde
dentro de su billetera fotografas de mujeres y que en la capilla lee,
bajo la tapa de un misal, Afrodita. "Haba perdido la fe..." Esta palabra
aterrorizaba el colegio, como si dentro de un asilo de locos hubieracorrido el rumor de que el loco ms furioso haba roto su camisa de
fuerza y erraba desnudo por los jardines. Los pocos domingos en que
no se encontraba castigado, Raymond Courrges lanzaba su uniforme
y su gorro adornado con el monograma de la Virgen entre las ortigas,
se pona un abrigo comprado hecho donde Thierry y Sigrand, cubra
su cabeza con un ridculo casco de polica urbano y recorra las
srdidas casuchas de la feria: lo haban visto en el tiovivo con una
ramera de edad indefinible.
Cuando en el da de la distribucin de premios, a la asamblea
embrutecida por el calor, se le notific que el alumno Courrges se
haba examinado definitivamente con bastante bien, slo l saba la
razn del esfuerzo desplegado, a pesar del aparente desorden de su
vida, para no fracasar en el examen. Una idea fija lo haba
obsesionado apartndole de toda otra persecucin, acortndole las
horas de castigo contra el muro decrpito del patio de recreo: la idea
de partir, de huir al alba de un da de verano, por la gran ruta de
Espaa que pasaba frente a la propiedad de los Courrges: ruta que
jalonaban enormes piedras, recuerdo del Emperador, de sus caones
y de sus convoyes. Embriaguez saboreada de antemano: cada pasolo alejaba un poco ms del colegio y de su opaca familia! Habase
convenido que si Raymond aprobaba, su padre y su abuela le daran
cada uno cien francos; como tena ya ochocientos, juntara as los mil
francos gracias a los cuales prometase recorrer el mundo y poner
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entre l y los suyos un espacio indefinido. Por este motivo, sin
turbarse con el juego de los dems, trabajaba durante sus castigos. A
veces volva a cerrar el libro y caa glotonamente en su sueo: las
cigarras cantaban en los pinos de sus futuras rutas; la posada donderendido descansaba en un pueblo sin nombre, era fresca y sombra; el
claro de luna despertaba a los gallos y el nio volva a partir con la
fresca, saboreando el gusto del pan entre sus dientes; a veces se
dorma sobre una parva: una paja esconda una estrella, la mano
mojada de la madrugada lo despertaba...
Sin embargo, no haba huido ese muchacho al cual profesores y
padres juzgaban capaz de todo; sus enemigos, sin darse cuenta, eran
los ms fuertes: la derrota de un adolescente se produce cuando
aqul se deja convencer de su miseria. A los diecisiete aos, el ms
salvaje muchacho acepta benvolamente la imagen de s mismo que
le imponen los dems. Raymond Courrges era bello, pero no dudaba
que era un monstruo de fealdad y mugre; no distingua las lneas
puras de su rostro y slo se senta seguro de provocar en los dems
repugnancia. Causbase horror y crea no ser capaz jams de
devolver al mundo la antipata que l le provocaba. Por este motivo,
ms fuerte que su deseo de evadirse era el deseo de esconderse, de
sustraer su rostro, de no sentir el odio ajeno. Ese libertino a quien los
nios de la Congregacin no osaban dar la mano, ignoraba como ellos
a la mujer y no se hubiera juzgado digno de gustar ni a la msmiserable fregona. Senta vergenza de su cuerpo. En ese despliegue
de desorden y suciedad, ni los padres ni los profesores supieron ver
una miserable baladronada de adolescente con el objeto de hacerles
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creer que su miseria era voluntaria: pobre orgullo, humildad
desesperada.
Las vacaciones transcurridas despus de su examen final, lejos de
haber sido las vacaciones de la evasin, fueron un tiempo de ocultacobarda: paralizado por la vergenza, crea leer el desprecio en los
ojos de la criada que haca su cuarto, y no se atreva a sostener la
mirada con que a veces el doctor lo envolva por largo rato. Como los
Basque pasaban el mes de agosto en Arcachon, ni siquiera le
quedaban los cuerpos de los nios, livianos como plantas, con los que
le gustaba jugar en forma salvaje.
Desde la partida de los Basque, la seora Courrges repeta de
buena gana: "Qu agradable es estar solos por fin." Vengbase as de
un comentario de su hija: "Gastn y yo estbamos muy necesitados de
una pequea cura de soledad." En realidad, la pobre mujer viva todos
los das esperando una carta, y cuando ruga la tempestad imaginaba
inmediatamente a todos los Basque naufragando en una embarcacin.
Su casa se encontraba medio desocupada y le haca dao ver los
cuartos vacos. Qu poda esperarse de ese hijo que corra siempre
por los caminos, que volva sudando y lleno de odio para lanzarse
como una bestia sobre los alimentos?
Me dicen: usted tiene su marido... Ah! Bah!
Se olvida, pobre hija, lo ocupado que est siempre Paul.
Ya no tiene sus clases, madre. La mayor parte de su clientelaest en las termas.
Sus clientes pobres no se van. Y adems est su laboratorio, el
hospital, sus artculos...
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La esposa mova amargamente la cabeza: saba que esta actividad
del doctor nunca morira por falta de alimento; jams, hasta la muerte
de ese hombre, un intervalo de reposo, en el cual, desocupado y
ocioso, el doctor pudiera entregarle el don total de algunos instantes.No crea que esto fuera posible; no saba que el amor, aun en las
vidas ms ocupadas, sabe cavarse su lugar; hasta un hombre de
Estado, sobrecargado de trabajo, detiene el mundo cuando llega el
momento de reunirse con su amante. Esta ignorancia le impeda sufrir.
A pesar de que ella conoca esa clase de amor que consiste en acosar
a un ser inaccesible que nunca da la cara, su misma impotencia para
lograr de l una sola mirada de atencin, le impeda imaginarse que el
doctor pudiera ser distinto con otra mujer. No, no quera creer que
pudiera existir otra mujer capaz de atraer al doctor ms all de ese
mundo incomprensible de estadsticas, investigaciones donde se
acumulan manchas de sangre o de pus sujetas entre dos vasos, y
pasaran muchos aos antes de que ella descubriera que muchas
tardes el laboratorio haba permanecido desierto, los enfermos haban
esperado en vano a aquel que los aliviara de sus dolencias: en un
saln sombro prefera quedarse inmvil, el rostro vuelto hacia una
mujer tendida.
Para poder fabricarse, dentro de sus laboriosos das, esos
espacios secretos, el doctor tena que redoblar su actividad;
despejaba su camino de obstculos para alcanzar, al fin, ese tiempode contemplacin y de amoroso silencio donde una prolongada mirada
satisfaca su deseo. A veces, muy cerca de esa hora esperada, reciba
un mensaje de Mara Cross: ya no era libre; el hombre del cual
dependa concert una velada en un restaurante del arrabal; el doctor
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no habra sido capaz de seguir viviendo si, al trmino de la carta,
Mara Cross no le hubiera propuesto otro da.
Por un repentino milagro, toda su existencia organizbase
alrededor de esa nueva cita; a pesar de que tena comprometidastodas sus horas, de una sola ojeada vea, como un hbil jugador de
ajedrez, todas las posibles combinaciones y las piezas que era
necesario mover para encontrarse justo a la hora, inmvil, sin nada
que hacer, en el saln ahogado por los cortinajes, el rostro vuelto a
esa mujer tendida. Y cuando haba transcurrido la hora en la cual
deba reunirse con ella, no habindose ella excusado, se regocijaba
pensando: "Podra esto haber pasado..., y en cambio tengo ahora por
delante toda esta felicidad..." Saba cmo llenar los das que lo
separaban de ese encuentro: el laboratorio, sobre todo, era un refugio
para l; perda la conciencia de su amor; esa bsqueda abola el
tiempo, consuma las horas hasta que llegaba sbitamente el instante
de cruzar la puerta de esa propiedad donde viva Mara Cross, tras la
iglesia de Talence.
Devorado, pues, por esta pasin, durante aquel verano se
preocup cada vez menos de su hijo. Depositario de tantos secretos
vergonzosos, el doctor repeta a menudo: "siempre creemos que los
"otros sucesos" no nos conciernen : que el asesinato, el suicidio, el
escndalo son cosas de los dems... y sin embargo..." Y sin embargo,
jams supo que, durante ese agosto mortal, su hijo haba estado muycerca de realizar un gesto irreparable.
Raymond deseaba huir, pero, al mismo tiempo, esconderse, no ser
visto. No se atreva a entrar en un caf, en una tienda. Sola pasar
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diez veces frente a una puerta antes de decidirse a abrirla. Esa fobia
haca imposible toda evasin, pero se ahogaba en esa casa.
En las noches, la muerte se le apareca como la ms simple de
todas las cosas; abra el cajn del escritorio, en el cual su padreesconda un revlver de modelo antiguo: slo Dios saba por qu no
hallaba las balas. Una tarde atraves las vias, amodorradas bajo la
siesta, descendi hacia el vivero, al pie de un rido prado: aguardaba
a que las plantas, los helchos enlazaran sus piernas, de manera que
ya no fuera capaz de desembarazarse de esa agua cenagosa; por fin
su boca y sus ojos llenaranse de limo; nadie lo volvera a ver y no
vera cmo los otros lo observaban. Los mosquitos bailaban sobre esa
agua; cual piedrecillas, los sapos turbaban esa tiniebla movediza.
Atrapado entre las plantas, un animal despachurrado emblanqueca.
Lo que salv a Raymond ese da no fue el miedo sino el asco.
Por fortuna, no sola estar solo. El tenis de los Courrges atraa a la
juventud de las propiedades colindantes. La seora Courrges echaba
en cara a los Basque por haberle exigido que gastara dinero en hacer
una cancha de tenis y que se hubieran ido cuando podan haberla
aprovechado. Slo los extraos disfrutaban de ella: con una raqueta
en la mano, muchachos vestidos de blanco, a los cuales no se oa
llegar debido a sus silenciosas zapatillas, aparecan en el saln a la
hora de la siesta, saludaban a las seoras, apenas preguntaban por
Raymond, y luego retirbanse a la zona de luz, donde prontoresonaban sus play, sus out y sus risas. "No se dan el trabajo de
cerrar la puerta", gema la abuela Courrges, cuya idea fija era no
dejar entrar el calor.
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Tal vez Raymond habra consentido en jugar, pero la presencia de
las muchachas lo inhiba. Ah! especialmente las seoritas
Cousserouge: MarieThrse, MarieLouise y MargueriteMarie,
tres robustas rubias, las cuales, debido a la abundancia de suscabellos sufran siempre de jaqueca, condenadas como estaban a
llevar sobre sus cabezas una enorme arquitectura de trenzas
amarillas, mal sujetas por los peines y siempre en peligro de
derrumbarse. Raymond las odiaba. Qu les daba por rerse? Se
"desternillaban". Para ellas los otros eran "para morirse de risa". En
verdad, no se rean ms de Raymond que de cualquier otro, pero su
mal consista en creerse el centro de toda la risa del mundo. Por lo
dems, l tena una razn muy precisa para odiarlas: la vspera de la
partida de los Basque, no se atrevi Raymond a negar a su cuado la
promesa de montar un inmenso caballo que el teniente dejaba en las
caballerizas.
Pero a esa edad le bastaba con montar para que fuera presa de un
vrtigo que lo converta en el ms ridculo de los jinetes. Las seoritas
Cousserouge lo sorprendieron una maana en una avenida boscosa:
cabalgaba agarrado al pomo de la silla; luego fue depositado
bruscamente sobre la arena. No poda verlas sin dejar de recordar los
grandes aspavientos que hicieron en aquella ocasin; en cada uno de
sus encuentros, ellas le recordaban las circunstancias de su cada.
Qu tempestad es capaz de desencadenar la broma ms inocenteen un corazn joven, en ese equinoccio de la primavera ! Raymond no
distingua la una de la otra, y en su odio slo consideraba de las
Cousserouge: como algo parecido a un monstruo gordo de tres
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moos, siempre sudoroso, cloqueando bajo los rboles inmviles de
esas tardes, de agosto de 19...
Algunas veces coga el tranva, atravesaba el horno ardiente de
Burdeos, y alcanzaba hasta los muelles donde, en el agua muerta,manchas de petrleo y aceite formaban arco iris y retozaban cuerpos
consumidos por la miseria y por la escrfula. Rean, se perseguan;
sus pies desnudos chasqueaban sobre las baldosas dejando
diminutas huellas mojadas.
Octubre regres: la jornada se haba cumplido, Raymond haba
atravesado el momento ms peligroso de su vida, se salvara, estaba
ya salvado al entrar al colegio. Los nuevos libros de estudio cuyo olor
tanto amaba, le ofrecan, en ese ao en el cual estudiara filosofa, en
un cuadro sinptico, todos los sueos y sistemas humanos. Se
salvara, pero no por sus propias fuerzas. Se acercaba el tiempo en
que llegara una mujer, aquella misma que lo miraba esa tarde a
travs del humo y las parejas de ese pequeo bar, con esa frente
amplia y tranquila, no alterada por el tiempo.
Durante los meses de invierno que vivi antes de ese encuentro,
cay en un profundo embotamiento: una especie de torpor lo dejaba
inerme; sin defensa, ya no era el eterno castigado. Despus de esas
vacaciones en que fue torturado por la doble obsesin de la huida y de
la muerte, realizaba, de buenas ganas, los gestos ordenados, y la
disciplina ayudbalo a vivir. Pero slo lo haca para gozar ms de ladulzura del retorno cotidiano, ese trajn de todas las tardes de un
arrabal a otro. Una vez franqueada la puerta del colegio, entraba en el
misterio de ese pequeo camino hmedo que a veces ola a bruma y
otras rezumaba un aliento a fro seco. Le eran familiares todos esos
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cielos tenebrosos, ora despejados y rodos por las estrellas, ora
cubiertos de nubes iluminadas interiormente por la luna que no vea.
Luego estaba la garita, el tranva siempre asaltado por gente
agobiada, sucia y tranquila; el gran rectngulo amarillo hundase en elcampo, ms iluminado que el Titanic, y caminaba entre jardincillos
trgicos, sumergidos en el fondo del invierno y de la noche.
En la casa l ya no se senta objeto de una eterna indagacin; la
atencin general habase concentrado sobre el doctor.
Me inquieta deca la seora Courrges a su suegra : feliz
usted, pues no se hace mala sangre: envidio una naturaleza como la
suya.
Paul est con surmenage; trabaja demasiado, es cierto ; pero
posee una reserva de salud que me tranquiliza.
La nuera se encogi de hombros, y no trataba de comprender lo
que la vieja mascullaba para s misma: "No est enfermo; la verdad es
que sufre."
La seora Courrges repeta: Los mdicos se especializan en no
cuidarse. En la mesa lo espiaba; l levantaba hacia ella un rostro
crispado.
Hoy es viernes: por qu, entonces, chuleta?
Necesitas sobrealimentacin.
Qu sabes t de eso?
Por qu no consultas a Dulac? Un mdico no sabe cuidarsesolo.
Despus de todo, pobre Lucie, por qu piensas que estoy
enfermo?
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No te ves a ti mismo; da miedo mirarte; todo el mundo se da
cuenta de ello. Ayer, no ms, no recuerdo quin, me pregunt: "Pero,
qu tiene su marido?" Deberas tomar un remedio para el hgado.
Estoy segura de que se trata de eso.Por qu el hgado y no otro rgano?
Declaraba con tono perentorio: "Tengo esa impresin." Lucie tena
la certeza precisa de que era el hgado, y nada la hara desistir de ello;
al preocuparse del doctor mostrbase ms fastidiosa que las moscas:
Ya tomaste dos tazas de caf; ordenar en la cocina que no vuelvan
a llenar la cafetera; es el tercer cigarrillo despus del desayuno, no lo
niegues; las tres colillas estn en el cenicero."
La prueba de que se siente enfermo deca ella un da a su
suegra es que ayer lo sorprend frente a un espejo mirando muy de
cerca su rostro. El, que jams se haba preocupado de su fsico!
Pareca como si tratara de desarrugarse la frente y las sienes; lleg
hasta abrir la boca y mirar sus dientes.
La abuela Courrges observaba, por encima de sus lentes, a su
nuera, como si temiera descifrar sobre ese rostro desconfiado algo
ms grave que la inquietud: una sospecha. La anciana senta que el
beso de su hijo por la noche era ms prolongado que antao y tal vez
ella saba lo que significaba el peso de esa cabeza de hombre que por
algunos segundos se abandonaba: habase acostumbrado desde la
adolescencia de su hijo a adivinar sus heridas, que slo podan sercuradas por un solo ser en el mundo: el autor de ellas. Pero la esposa,
si bien haba sido lastimada en su ternura durante aos, slo crea en
un mal fsico; y cada vez que el doctor se sentaba frente a ella
apoyando sus dos manos unidas sobre su rostro adolorido, repeta:
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Todos nosotros opinamos lo mismo: debes consultar a Dulac.
Dulac no me dira nada nuevo.
Acaso puedes auscultarte a ti mismo?
El doctor no responda, atento como estaba a la angustia de sucorazn. Ah! Por cierto contaba mejor los latidos de su corazn que
los de otro pecho cualquiera, jadeante como se encontraba todava
despus de ese juego al que se haba entregado al lado de Mara
Cross: cuan difcil es introducir una palabra ms tierna, una ilusin
amorosa en una conversacin con una mujer diferente que impone a
su mdico un carcter sagrado, que lo reviste de una paternidad
espiritual!
El doctor reviva los detalles de esa visita: haba estacionado su
coche sobre el camino frente a la iglesia de Talence y haba
continuado a pie el camino lleno de charcos. El crepsculo fue tan
rpido que se hizo la noche antes que l hubiera franqueado la puerta
de entrada. Al final de la avenida descuidada, una lmpara enrojeca
los vidrios del primer piso de una casa baja.
No haba tocado el timbre; ningn sirviente lo haba precedido a
travs del comedor; haba entrado sin llamar al saln donde Mara
Cross, extendida, no se levant; an ms, haba proseguido durante
algunos segundos su lectura. Luego: Bien doctor, estoy a su
disposicin. Le tenda sus dos manos y apartaba un poco sus pies
para que pudiera sentarse en el divn. "No tome esa silla, estquebrada. Aqu hay lujo y miseria, usted sabe..."
El seor Larousselle haba instalado a Mara Cross en esa casa de
campo, donde el visitante tropezaba con la rotura de los tapices y los
pliegues de los cortinajes disimulaban los hoyos. A ratos, Mara Cross
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permaneca silenciosa; para que el doctor tomara la iniciativa de una
conversacin favorable a la confesin que se propona hacer, hubiera
sido necesario que no existiera ese espejo que reflejaba un rostro
cubierto por la barba, los ojos sanguinolentos y estropeados por elmicroscopio, la frente ya calva en la poca en que Paul Courrges
preparaba el internado. De todas maneras, tendra suerte: una mano
pequea colgaba tocando casi la alfombra: habala cogido entre las
suyas diciendo a media voz: "Mara..." Ella no haba retirado su mano
confiada: No, doctor, no tengo fiebre. Y como siempre slo hablaba
de s misma, haba agregado: Hice una cosa, amigo mo, que usted
aprobar: dije al seor Larousselle que ya no necesitaba el coche, que
poda venderlo junto con los aparejos y despedir a Firmin.
Usted sabe cmo es l: incapaz de comprender algo de un
sentimiento noble; ri, adujo que no vala la pena por un capricho de
algunos das "trastornar todo aqu". Me he puesto firme, y sea el
tiempo que sea uso slo el tranva: hoy mismo, cuando volv del
cementerio. Pens que usted estara contento de m. Me siento menos
indigna de nuestro pequeo muerto; me siento menos... menos
mantenida."
Pronunci apenas esta ltima palabra. Unos bellos ojos llenos de
lgrimas, levantados hacia el doctor imploraban humildemente una
aprobacin; inmediatamente se la dio con voz grave y fra a esa mujer
que sin cesar lo invocaba: "Usted que es tan grande... usted el msnoble ser que he conocido jams... su sola existencia basta para
hacerme creer en el bien..." Quera protestar: "No soy lo que usted
piensa, Mara; slo soy un pobre hombre devorado por sus deseos
como los otros hombres..."
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Usted no sera el santo que es contestaba Mara si no se
despreciara.
No, no, Mara: no soy un santo! usted no sabe...
Ella lo contemplaba con una admiracin cuidadosa; pero jams sele haba ocurrido inquietarse como Lucie Courrges y fijarse en su mal
aspecto. El culto tan forzado que le dedicaba esta mujer, lo haca
desesperarse. Su deseo estaba bloqueado por esta admiracin.
Persuadase, cuando se encontraba lejos de Mara Cross, de que no
existan obstculos que no pudiera atravesar un amor como el suyo;
pero en cuanto se encontraba nuevamente frente a la joven que
respetuosa esperaba sus palabras, se renda ante la evidencia de su
irremediable desgracia; nada en el mundo poda cambiar el plan de
sus relaciones; ella no era amante sino discpula: l no era amante
sino director espiritual.
Tender sus brazos hacia ese cuerpo extendido, atraerla hacia l
hubiera sido un gesto tan demente como romper ese espejo. Y eso
que l no sospechaba que ella esperaba con impaciencia su partida.
Mara se senta orgullosa de interesar al doctor, y en su vida de mujer
cada, apreciaba muy alto sus relaciones con ese hombre eminente;
pero cmo la aburra! Sin presentir que sus visitas fueran una lata
para Mara, senta que cada da se escapaba un poco ms su secreto,
a tal punto que slo una indiferencia llegada al colmo explicaba que
ella no se hubiera dado cuenta. Si Mara hubiera sentido tan slo uncomienzo de afecto, el amor del doctor le habra saltado a la vista.
Ay, hasta qu punto puede una mujer estar ausente frente a un
hombre al cual, por otra parte, estima y venera y cuyo trato la
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enorgullece, pero la aburre! Este hecho se le haba revelado al doctor
parcialmente, lo suficiente para aplastarlo.
Habase levantado, interrumpiendo a Maria Cross en la mitad de
una frase: " Ah!", le haba dicho ella, "usted no mide el tiempo de susvisitas! Pero los enfermos lo esperan... No quiero ser egosta, y tenerlo
slo para m."
Atraves de nuevo el comedor desierto, el vestbulo; aspir el aire
del jardn helado; y en el coche que lo llevaba de regreso, pensaba en
el rostro atento y apenado de Lucie, sin duda inquieta y al acecho, y
habase repetido: "En primer lugar, no debo hacer sufrir; basta que yo
sufra; no debo hacer sufrir..."
Tienes muy mal aspecto esta tarde. Qu esperas para ver a
Dulac? Si no quieres hacerlo por ti, hazlo por nosotros. Cualquiera
dira que ests solo en el mundo: nos importa a todos.
La seora Courrges tomaba por testigos a los Basque, los cuales
interrumpieron un dilogo que sostenan a media voz, para unirse a
las solicitudes de ella:
S, padre: deseamos conservarlo con nosotros el mayor tiempo
posible.
Ante el solo sonido de esa voz odiada, el doctor se avergonzaba de
sentir cmo creca en l un sentimiento contra su yerno: "Sin embargo,
es un muchacho honrado... Es imperdonable de mi parte..." Pero
cmo olvidar las razones que tena para odiarlo? Durante aos, slouna cosa de su matrimonio le haba parecido igual a lo que l soara:
contra el gran lecho conyugal, esa camita estrecha donde, cada tarde,
cada noche, l y su mujer vean cmo dorma Madeleine, su hija
mayor. No se perciba la respiracin; un pie puro rechazaba las
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frazadas; entre los barrotes colgaba una manita blanda y maravillosa.
Era una nia tan dulce que se la poda mimar sin peligro, y la
preferencia de su padre la halagaba hasta tal punto que se quedaba
horas enteras jugando, sin hacer ruido en el gabinete del doctor:"Dices que ella no es inteligente", repeta; "pero es ms que
inteligente". Ms tarde, l, que siempre odiaba salir con la seora
Courrges, gustaba de que lo vieran con esa joven: Creen que eres
mi mujer!" En ese entonces, eligi, entre los estudiantes, a Fred
Robinson, el nico discpulo que lo comprenda.
El doctor ya lo llamaba su hijo, y esperaba que Madeleine
cumpliera dieciocho aos para finiquitar el matrimonio, cuando, al final
del primer invierno en que se presentara en sociedad, la joven avis a
su padre que era novia del teniente Basque. La oposicin furiosa del
doctor dur meses, y no fue comprendida ni por su familia ni por la
sociedad. Cmo poda preferir, a ese oficial rico, de buena familia, de
gran porvenir, un estudiantillo sin fortuna, salido de no se saba
dnde? Egosmo de sabio, decan.
Las razones del doctor eran demasiado particulares como para que
se las dijera a sus amigos. A partir de su primera objecin, comprendi
que haba llegado a ser un enemigo para esa hija querida; se
persuadi a s mismo de que ella se regocijara con su muerte, que
ante sus ojos l no era sino un viejo muro pronto a derrumbarse para
que ella pudiera reunirse con el macho que la llamaba. Con el objetode ver mejor, haba puesto coto a su testarudez, para medir, adems,
el odio de esa su hija preferida. Su anciana madre estaba contra l y
se hizo cmplice de los jvenes. Se teji miles de intrigas dentro de su
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propia casa para que los novios pudieran reunirse a su regalado
gusto.
Cuando, por fin, cedi, su hija lo bes en la mejilla; l levant un
poco los cabellos, como antao, para tocar con los labios su frente. Asu alrededor se sigui diciendo: "Madeleine adora a su padre, siempre
ha sido su preferida." Hasta la muerte, sin duda, oira la voz de su hija:
"Papato querido."
Entre tanto, era necesario soportar a ese Basque. La antipata que
el doctor le tena traicionbase a pesar del inmenso esfuerzo que
haca por disimularlo. "Es extrao", deca la seora Courrges. "Paul
tiene un yerno que en todo piensa igual que l. Sin embargo, no lo
quiere." Justamente lo que el doctor no poda perdonar a ese
muchacho era ese espritu que deformaba y reduca a caricatura sus
ideas ms caras. El teniente perteneca a aquellos seres cuya
aprobacin nos aplasta y nos lleva a poner en duda todas aquellas
verdades por las cuales hubiramos vertido nuestra sangre.
S, padre; cudese por amor a sus hijos; soporte que tomen
medidas contra su voluntad.
El doctor abandon la sala sin responder. Ms tarde, el matrimonio
Basque, refugiado en su cuarto (territorio sagrado del cual la seora
Courrges deca: "No pondr jams mis pies en l: Madeleine me ha
dado a entender que eso no le gusta; son cosas que no necesitan
decrmelas dos veces y que las comprendo muy bien aunque me lasinsinen"), se desvesta en silencio. El teniente, arrodillado, la cabeza
enterrada en el lecho, se volvi sbitamente a su mujer y le pregunt:
Forma parte de los bienes la propiedad?
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Quiero decir, fue comprada por tus padres despus de su
matrimonio?
Madeleine crea que s, pero no estaba segura.
Sera interesante saberlo, pues si tu pobre padre... tendramosderecho a la mitad.
Call de nuevo, y de sbito pregunt la edad de Raymond, y
pareci fastidiarse al saber que slo tena diecisiete aos.
Qu te importa? Por qu me preguntas eso?
Por nada...
Tal vez pensaba que un menor complicaba siempre una herencia,
ya que levantndose dijo:
Por mi parte, espero que tu pobre padre no nos dejar antes de
muchos aos.
El lecho, inmenso, abrase en las sombras ante la pareja. Iban a l
como quien se sienta a la mesa al medioda y a las ocho: en el
momento de sentir hambre.
Durante esas mismas noches, Raymond se despertaba a veces: no
saba qu cosa clida y desabrida chorreaba por su rostro, corra por
su garganta; tanteaba con su mano buscando un fsforo; vea
entonces cmo la sangre surga de la ventanilla izquierda de su nariz,
manchando su camisa y sus sbanas; levantbase y transido miraba
en el es
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