los muertos viajan deprisa - vicente garrido
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LOS MUERTOS VIAJANDEPRISA
Nieves Abarca y
Vicente Garrido
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.ª edición: febrero, 2016
© Nieves Abarca y Vicente Garrido, 2016© Ediciones B, S. A., 2016
Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)www.edicionesb.com
SBN DIGITAL: 978-84-9069-329-2
Todos los derechos reservados. Bajo las sancionesstablecidas en el ordenamiento jurídico, quedaigurosamente prohibida, sin autorización escrita de lositulares del copyright , la reproducción total o parcial desta obra por cualquier medio o procedimiento,
omprendidos la reprografía y el tratamiento informático,sí como la distribución de ejemplares mediante alquiler oréstamo públicos.
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Contenido
Dramatis personaePrólogo 1. CeciliaPrólogo 2. El Peluquero
Parte I. NO MORIRÁS EN VANO
1. El despertar de la bestia2. El Tren Negro3. Tiempo que pasa, verdad que huye4. Trapos sucios
5. Pedro Mendiluce6. A Coruña Negra7. Un asesino entre escritores8. El tenedor de los herejes
9. Hotel Riazor
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10. La última copa11. La autopsia12. Otra escena del crimen13. F de Fake14. La amenaza15. El rincón de las hojas oscuras16. La mancha negra
Parte II. DE ENTRE LOS MUERTOS17. El espectáculo debe continuar18. Noches sin sueño19. La naturaleza esencial
20. El Detective Invidente21. El perfil de Sanjuán22. Un hombre inquieto23. Literatura Comparada24. El miedo de Estela Brown25. Descubrimiento en Urueña26. Ese oscuro laberinto de tu alma27. De entre los muertos28. Verónica Johnson
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Parte III. LOS MUERTOS VIAJAN DEPRISA29. La muerte llega de noche30. Sísifo31. Movimiento arriesgado32. Yo acuso33. Sanjuán interroga a Hugo Vane34. Quis ut deus
Epílogo
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Agradecimientos
A Carlos Zanón, bardo laureado, por dejarnou poesía y prestarnos sus poemas. A Teres
Cadenas, por sus comentarios acertados sobrarmamento, derecho, medicina forense procedimiento policial. A Cristina y a María, po
u aportación literaria y ortográfica. A Rafa Pinelpor impedir un secuestro justo a tiempo en laFragas del Eume. A Claudio Cerdán, que siaberlo fue en Facebook el inspirador de est
novela con un comentario sobre la Semana Negrde Gijón del que ya no se acuerda. A mis amigode Barna Toni, Aramys y Laura por llevarme a lMoritz. A Álvaro y Carlos por llevarme a lEstrella.
Y a ti, lector, por haber llegado hasta aquí.
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NIEVES ABARCA
A todos los lectores que se toman la molesti
de decirme cuánto han disfrutado pasando unahoras con mis libros, y a mis estudiantes dCriminología, que luchan por su sueño.
VICENTE GARRIDO
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If you must write prose and poemsThe words you use should be your own
Don’t plagiarise or take «on loans»There’s always someone, somewhere
With a big nose, who knows And who trips you up and laughsWhen you fall.
Cemetry Gates, THE SMITHS
Sonreía al hablar, y la luz de la lámparcayó sobre una boca de expresión dura, dlabios rojos y dientes afilados, blancocomo el marfil.
Uno de mis compañeros susurró a otro uverso de Leonora, de Bürger:
Denn die Todten Reiten Schnell (Porque los muertos viajan deprisa)
Drácula, BRAM STOKER
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Como Lázaro, una segunda oportunidad.Si es difícil venir de la nada y sobrevivir,imagínate llegar de la muerte y echar
andar.
Como Lázaro, CARLOS ZANÓN
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Dramatis personae
(Por orden alfabético, principales
protagonistas):Amaro: mayordomo de Pedro Mendiluce.Analía Paredes: comisaria de la A Coruña Negra
Basilio Sauce: escritor de novela histórica.Carlos Andrade: profesor de instituto, aspirante escritor de novela negra.
Cecilia Jardiel: escritora de novela negra.Cristina Cienfuegos: bloguera y empleada d
José Torrijos.Diego Aracil: inspector de la brigada d
Patrimonio Histórico en Madrid.Enrique Cabanas: escritor y ex convicto.
Estela Brown: escritora de novela negr
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(seudónimo de Carmen Pallares).Freddy: trabaja en hostelería; hermano d
Valentina Negro.Germán Romero: técnico de la brigada d
Investigación Tecnológica en Lonzas.Ginés: esbirro 1 de Pedro Mendiluce.Hugo Vane (seudónimo): autor de la novela N
morirás en vano.
gnacio Bernabé: inspector del CNP destinado eGijón.
sabel y Garcés: forman parte de la PolicíJudicial de Lonzas.
turriaga: jefe de la Policía Judicial en LonzaSuperior de Valentina.ván: esbirro 2 de Pedro Mendiluce.
Javier Sanjuán: criminólogo y profesor de lUniversidad de Valencia.
José Torrijos: dueño de la Editorial Empusa.Karina Desmonts: amiga íntima de Carlo
Andrade.Lúa Castro: periodista de sucesos de la Gacet
de Galicia.
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Manuel Velasco y Fernández Bodelónsubinspectores del CNP, trabajan con Valentiny tienen una estrecha amistad.
Marcos Albelo: violador convicto de adolescente(también figura con el nombre de EstebaHuerta).
Marina Alonso: miembro de la Policía Científicde Lonzas.
Marta de Palacios: hija de la magistrada Rebecde Palacios.
Miguel Román (el Detective Invidente): personajde ficción en las novelas de Estela Brown.
Paco Serrano: crítico literario.Pedro Mendiluce: empresario indultado de udelito de trata de mujeres al cabo de dos añode prisión. Mecenas de A Coruña Negra.
Ramiro Toba: experto en lingüística forense.Rebeca de Palacios: magistrada de la Audienci
Provincial de A Coruña. Impuso la condena Pedro Mendiluce.
Sara Rancaño: abogada de Pedro Mendiluce.
Thalía: aspirante a escritora.
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Toni Izaguirre: escritor de novela negra.Valentina Negro: inspectora de la Policía Judicia
con sede en la comisaría de Lonzas, A Coruña.Verónica Johnson: detective privado.Xosé García: médico forense de A Coruña.
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Prólogo 1
Cecilia
Cecilia Jardiel reposaba sobre la litera, epecho aún agitado por la intensa sesión de sexque había tenido con Toni Izaguirre. Sintió uepentino escalofrío y se levantó para recoger l
manta del suelo. Estaba desnuda y descalzaApoyó los pies en la cálida moqueta del vagón. Eel espejo se reflejó su pequeño cuerpo, delgadocasi infantil, la media melena castaña desordenadobre sus ojos color miel, los pechos pequeño
os pezones oscuros aún excitados, el pubis brev depilado, húmedo por el sudor y los fluidootó cómo caía entre sus piernas un líquido tibio
espeso, y buscó sus bragas, perdidas entre e
evoltijo de manta y sábanas que habían caído e
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el fragor de la batalla erótica.Escuchó un ruido en el exterior y unos leve
golpes en la puerta.«Será Toni. Se habrá dejado algo.»Cecilia se puso el camisón con prisa y fue
abrir la puerta de la cabina. Asomó la cabezaonriendo, esperaba una cara conocida. Fuer
había un hombre vestido de uniforme, barbudo, u
evisor.Cecilia elevó las cejas con curiosidad. Iba
decir algo cuando el hombre la golpeó en lcabeza con una porra, en un gesto muy rápido
mientras se colaba en el compartimento con emovimiento grácil de un bailarín. Cecilia no pudeaccionar; la sorpresa dejó paso al estupor
finalmente a la inconsciencia en fracciones degundo. Pero antes de que cayera al suelo s
captor tuvo tiempo de recogerla entre sus brazos.
Cecilia despertó. Abrió los ojos de repente
ojos atravesados por punzadas insoportables. S
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ntentó mover, pero fue un gesto que solo durunos segundos, un gesto que la espabiló pocompleto a la vez que la enfrentaba a la terriblealidad, angustiosa, inesperada, en la que s
encontraba tras su sueño traumático.Estaba atada. El dolor terrible laceraba su
muñecas, sus tobillos, su cabeza. Casi no podíespirar. Tenía la boca ocluida por un trapo
ilenciada por un trozo de cinta. El hombre de lbarba se había sentado en un taburete y lcontemplaba sin mover un músculo. De repente, sevantó y comenzó a hablar en voz muy queda.
—«Haces bien en ocuparte de mis flores; que paguen lo que a mí no me pagaron.» ¿Quién tcrees que eres, putilla? ¿El inmortal Baudelaire¿Cómo te atreves?
¿Flores? ¿Baudelaire? Cecilia intentcomprender, pero lo que escuchaba no teníentido; no entendía nada. Solo movía la cabeza
desesperada. En silencio rogaba por que alguieentrase en la cabina, que alguien sacase a aque
hombre de ojos alucinados de su compartimento.
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Pero nadie entró. Y el hombre volvió nclinarse sobre ella con ferocidad, susurrand
más letanías, ininteligibles a veces, que la estabaumiendo en un miedo angustioso, agudizado poa falta de aire. Ese miedo dio paso al terro
cuando comenzó el agresor a desnudarse delantde ella, sin dejar de mirarla con ojos de insaniaLa erección era plena y el desconocido comenzó
masturbarse y a frotar el glande por su rostro y supechos, mientras ella intentaba en vano desasirsde sus ataduras con todas sus fuerzas. Pero edolor la venció de nuevo y no pudo hacer nad
más que contemplar con impotencia cómo lempezaba a vejar sin contemplaciones. —¿Con cuántos has hecho esto para llega
adonde estás ahora? Uno más no te importarázorra. Todo ha salido de tu coño de puta, nada halido de tu alma ni de tu mente. Y yo ahorambién voy a degustar lo que tantos otros ha
disfrutado y libado. ¿Te acuerdas de cuando decíaque te habían violado? ¿Te acuerdas de t
acusación?
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Se subió sobre ella y la penetró con fuerzaforzándola como un animal, gruñendo y salivandoagarrándola del pelo, mordiéndole el cuelloasfixiándola. A pesar de que aún estaba lubricadpor culpa de Toni, sintió como si un martillgolpeaba su cérvix y se abría paso hasta el centrmismo de su ser, que era ya puro sufrimientoLuego le desató las piernas y le dio la vuelta.
—Voy a aprovecharlo todo de ti. La boca, eculo, tu coño. Voy a saborear lo que han saboreados otros. Me servirás porque es para lo único quirves.
Cecilia sintió que se partía en dos cuando lpenetró por detrás.Al fin el intruso pareció correrse, la boc
amiendo sus orejas, susurros de lascivia gemidos de placer repulsivo, un sapo jadeantdisfrutando de una virgen. La consciencia cada vee alejaba más de ella; su hálito vital parecí
desprenderse de su cuerpo con el peso de aquehombre que no paraba de profanarla.
Su violador se incorporó y buscó en una bols
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de lona que traía consigo. Sacó una pistola dencolar.
—De ti no ha salido nunca nada. Eres unpersona estéril. Todo es engaño y frivolidad, lque exudas por cada poro de tu piel de rameraVendes tu obra como tu cuerpo, todo al servicio dus mundanos deseos de placer y reconocimiento
Pero todo es una gran mentira. En ti entra todo
pero no sale nada real. Y a partir de ahora nadentrará ni saldrá de ti. Nunca más.
Le quitó la cinta de embalar y el trapo de lboca. Luego se subió de nuevo sobre ella y l
penetró. Para ahogar los gemidos, la golpeprimero en la cara y puso la mano oprimiendo suabios, entreabrió los dedos y metió entre ellos l
punta de la pistola.Cecilia notó que su boca se llenaba de un
pasta horrible y adhesiva, el olor tóxico inundó snariz cortándole la respiración por completoahogándola. Su estómago vomitó hiel, pero la hiee quedó en la garganta mientras la pasta s
endurecía por momentos. Aquel hombre soltó l
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pistola, cogió unas bragas de Cecilia que había ea maleta y se las incrustó en la boca. Luego rodeu frágil cuello con el sujetador y apretó co
fuerza.Su orgasmo coincidió con la muerte, la car
granate, los ojos a punto de salirse de las órbitaa explosión de placer con la contorsión agónic
del cuerpo de Cecilia al perder la vida.
Luego, el hombre procedió a sellar su ano y svagina.
Cuando terminó su misión, se dirigió a lducha con la bolsa de lona.
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Prólogo 2
El Peluquero
Prisión de Teixeiro, A Coruña
Marcos Albelo, alias el Peluquero, miraba coojos entrecerrados y un cigarrillo en la boca e
deambular de sus compañeros de patio. Él, comotros presos preventivos acusados de delitoexuales particularmente infamantes, disfrutaba de
patio en un horario distinto al de sus compañero
de reclusión. Sabía perfectamente que muchos dellos no dudarían en clavarle un pincho en ecuello y enviarle al otro mundo si se lo tropezarade cara.
El Peluquero había alcanzado una gra
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notoriedad por secuestrar y violar a chicaadolescentes a la salida del colegio, posteriormente abandonarlas en un estadamentable, con el cabello cortado —de ahí s
apodo— y a punto de morir por una sobredosis dun cóctel casi letal de drogas. Apuesto, dcomplexión fuerte y delgada y ojos claros, en lmitad de la treintena, su formación de químico
enólogo le había servido para vivir sin penuriapero no le había librado de su compulsión por eexo violento, algo que le corroía el alma desde suventud. Más bien al contrario: había utilizad
ese conocimiento para anestesiar a las chicas y, deste modo, tener vía libre para satisfacer sufantasías repugnantes en sus cuerpos inermes y ycercanos a la plenitud.
Un preso enorme, mulato, tenía su miradpuesta en él. Wilson, de origen caribeño y lleno datuajes, compartía con Albelo la atracción por eexo con menores, pero tenía a gala decir que solos miraba, y para su desgracia había incluido e
u catálogo un robo con homicidio, lo que le iba
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acarrear la pena máxima cuando se celebrara euicio. Wilson comenzó a andar muy despaci
hasta donde estaba Albelo, apoyado indolente ea pared exterior del pequeño gimnasio. Este s
apercibió del movimiento, tensó su cuerpo, perno se movió. El mulato continuó su camino coparsimonia, mirando con disimulo a lofuncionarios que, dispersos en un radio de uno
cien metros, charlaban entre sí codespreocupación o con alguno de los otros presos
Cuando estuvo a unos cinco metros de AlbeloWilson deslizó en su mano derecha un pincho y l
aferró con fuerza. De pronto, el Peluquero svolvió y lo miró, pero rápidamente agachó lmirada. A continuación sintió que algo le quemabel hombro derecho. Lleno de rabia, se abalanzobre el mulato, derribándolo. Este, casi sinmutarse, le hizo una presa en la muñeczquierda. El dolor intenso de la torcedura le hiz
gritar. —¡¿Eh, qué pasa ahí?! —Uno de lo
funcionarios había escuchado el jaleo y levantó l
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vista, alarmado. Cuando vio a los dos presoenzarzados empezó a dar la alarma.
—¡Te voy a matar, hijo de puta! —escupió ePeluquero, que se había arrancado el pincho ahora lo sostenía él, el gesto amenazante ante lcara tatuada de Wilson, que había levantado una das manos en señal de paz. Otros funcionario
corrían con denuedo y ya estaban llegando al luga
de la lucha dispuestos a detener la pelea. Parentonces ambos contendientes se habían levantadotra vez y se miraban, fieros, salivando; perAlbelo reaccionó con prontitud, soltando e
cuchillo improvisado y levantando las manos. —¡Vale, vale! ¡Tranquilos! No pasa nadaEste cabrón me ha atacado, solo me estab
defendiendo! —¡Albelo, sepárate y mantén las manos e
alto! —exclamó Joan, el funcionario más joven fornido, que había intercambiado algunas palabracon él en los seis meses que llevaba preso. Eegundos, tres funcionarios habían llegado al luga
dos de ellos rodearon a Wilson, quien se habí
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quedado inmóvil, mirando con furia a Albelo. —Este cabrón violador de niñas se h
ibrado... por ahora; no hay problema —mascullcon su acento cubano mientras se rendíabiertamente.
Albelo no respondió; aspiró hondo, miró shombro, del que manaba sangre con ciertntensidad, y se limitó a decir:
—Duele como un demonio. Y la muñeca...Joan lo exploró con poco interés. Aquel tipo l
producía un profundo asco. —Sí, tienes un agujero —dijo, mirando l
herida con expresión circunspecta—, aunque nparece profundo; te llevamos ahora a lenfermería. Y procura portarte bien, Albelo. Ncauses más problemas.
Albelo descansaba solo, tirado en una de lacamillas que estaban en una habitación de lenfermería, a unos diez metros de donde pasaba l
noche un enfermero de guardia, que roncaba co
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placidez recostado en una butaca. Adormilado poun anestésico, se encontraba inmerso en uduermevela agitado. Le dolía el hombro, percomo había predicho el funcionario, la herida nhabía sido profunda. Le habían escayolado lmuñeca en previsión de que estuviese roto algúhueso. El negro se había portado, aunque habíido un palo esperar inmóvil a que le agujerearan
Comenzó a fantasear: en sus pesadillas mántensas veía a la inspectora Valentina Negro a s
merced. Recordaba con deleite sus manos comgarfios aferrando su cuello, su bello rostr
congestionado, sus ansias inútiles por sobreviviTambién se perdía en la última chica que habíecuestrado, desnuda y atada, esperándole par
que la disfrutara sin reservas. Pero a continuacióvenía el terror, lo que le atormentaba una y otrvez cada noche que podía conciliar el sueño, lque le hacía casi gritar de ira y despertarsudando de pura cólera y agitación: Valentinegro clavando las uñas en sus ojos, en la sal
abandonada del viejo hospital, y luego los golpe
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brutales en la cabeza, primero con una pesadinterna y después a patadas. Sentía casi de form
física la sangre manar de su boca, el crujir de sudientes, las costillas resquebrajadas por las botade aquella zorra, su vista desenfocada por el doloque traspasaban sus ojos; el olor dulzón del mieda morir y la sangre.
«¡La muy puta! ¿Cómo había podido alcanza
mi cara? ¡Si estaba ya casi muerta!», pensaba dforma recurrente, mientras recuperaba el resuello trataba de conjurar la imagen de Valentinelajando su cuerpo y luego volviendo a resurg
como una pantera clavando sus garras en lacuencas de sus ojos. Después, cuando intentabvolver a dormirse, procuraba recordar sumomentos especiales con las chicas, su cara derror, sus bocas amordazadas por sus braguitaus piernas abiertas ante él..., pero rara vez l
conseguía. Su encuentro con Valentina era comuna imagen obsesiva que interfería en suensoñaciones de forma continuada, como si fuer
un anuncio que de modo permanente se hubier
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nstalado en su cerebro, y apareciera cada vez quél se concentraba en alguna actividad. Se estabvolviendo loco. Aquella visión había conseguidperturbarlo de un modo absurdo, de una forma tantensa que todas las células de su cuerpo sol
pensaban en una cosa una y otra vez: Valentinegro.
Dos horas más tarde, apenas las cinco de l
mañana, cayó un fuerte aguacero. Oyó carraspeaal enfermero, ruido que humanizó la sonoridadifusa de las noches en la cárcel, llenas de ruidometálicos y crujidos, como si toda la prisió
conformara un ser vivo que, apesadumbradoansiara tener la paz que solo estaba al alcance da conciencia limpia de los hombres justos. Sevantó, más despejado, con cuidado, despacio. Y
entonces caminó hacia la puerta, orientándose poas luces. Tenía claro adónde debía ir: el armari
cerrado con llave donde se guardaban lomedicamentos; pero antes se dirigió sigilosamental cuarto de baño. De forma casi invisible, en e
uelo detrás del inodoro, pegada a la pared, yací
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una aguja de diez centímetros de larga, luficientemente sólida como para introducirse e
el cuello de un hombre. Y eso era suficiente parque el enfermero le abriera el armario de loespecíficos. Sabía muy bien los que deberíngerir para causar un coma controlado, sin riesg
de muerte. Y un poco más tarde, pensó, vendría ecamino de la libertad.
Complejo Hospitalario
Universitario de A Coruña
El doctor Amancio Rojas siempre se habícaracterizado por ser un hombre bueno. Su empatí
era famosa en todo el hospital, así como sgenerosidad. Todos los inviernos se iba doemanas a África acompañado de su muje
cirujana, a ofrecer sus conocimientos de form
desinteresada, operar niños, anestesiar... Alto
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grueso, de pelo blanco y padre de dos niñogemelos de siete años, era de los contadomédicos del hospital universitario coruñés que ercapaz de mantener un matrimonio feliz con uncolega sin fisuras y con un amor a prueba dbomba.
Tenía un sentido de la justicia exacerbado grandes convicciones religiosas, por eso, es
misma mañana, cuando desde un número deléfono anónimo le comenzaron a llega
fotografías de sus dos hijos y su esposa amenazas directas de muerte a los tres, se recogi
en la capilla y meditó largamente, mientras rezabcon la mirada perdida en las espinas qucoronaban la imagen de madera de JesucristCrucificado.
Unos minutos después de tomar la decisiódefinitiva su teléfono volvió a sonar. Rojas spersignó. Si alguien se hubiese acercado a lcapilla, lo hubiese visto secarse una lágrima dmanera esquiva con un pañuelo.
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Marcos Albelo abrió los ojos. Estaba en emódulo de presos. El dolor le martilleaba justpor detrás de los globos oculares, invadiendo todel cráneo, como si le hubiesen apretado las sienedesde dentro hacia fuera. Ahogó como pudo unarcada salvaje que le sacudió el diafragma comuna descarga eléctrica. Levantó la mano: seguíescayolada y el corte en el hombro cubierto co
vendas. Se incorporó levemente en la cama de lhabitación 909 del hospital penitenciario: estabolo. Se dio cuenta de que una cámara en el tech
apuntaba hacia él. Procuró permanecer inmóvi
Quería que pensaran que seguía inconsciente. Eabor metálico en la boca y el vacío en eestómago le revelaron que lo habían sometido a uavado gástrico.
«No estoy atado.» La escayola impedía, comhabía previsto, que le pudieran poner los grilleteDaba igual: sabía que el módulo de presos dehospital era prácticamente inexpugnable. En lcárcel había estudiado una y otra vez los plano
que había dibujado merced a una descripció
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detallada de un ex paciente. Allí fuera había uagente encargado de las cámaras y tambiéestarían los dos policías ocupados en custodiarloLas esclusas se abrían y cerraban mediante ucódigo numérico que solo conocían escogidomiembros del personal hospitalario y de locuerpos de seguridad.
Con mucho tino comenzó a mover su
extremidades para comprobar si estaba todo en sitio y dispuesto. Escuchó voces y pasos. A lo
pocos segundos entraron dos personas: un médic uno de los policías nacionales, que permaneci
alejado de la cama, junto a la puerta. Albelo nmovió un músculo. Siguió fingiendo que dormícuando el doctor Amancio Rojas se inclinó sobrél y le abrió los párpados para mirarle las pupilas
—Sé que está despierto, Albelo... —El médicusurró mientras estaba inclinado sobre él—. Todo que voy a hacer va contra mis principios, per
no tengo elección. —Apretó los dientes y continu—: Ahora le diré lo que haremos.
Fuera, en el pasillo de Urgencias que daba a
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módulo de presos, de repente, un hombre salió duna de las habitaciones vestido tan solo con ecamisón del hospital y comenzó a correvelozmente. A continuación lanzó un gritespeluznante y se abalanzó sobre uno de lopolicías que estaban fuera del móduloconversando con una enfermera, y le clavó en lespalda unas tijeras. El otro policía miró a s
alrededor, aquello estaba lleno de gente, no podíacar la pistola. No pensó más y se abalanzó sobr
el hombre que parecía poseído de una rabimaníaca, la boca espumeante y llena de baba
Varios médicos acudieron a atender al policía queentado en el suelo, apenas empezaba comprender la fuente de ese dolor tan intenso que quemaba la espalda.
El agente que permanecía dentro lo vio todpor las cámaras que había en la sala de pantallas no dudó en abrir la puerta del módulo de segurida salir a ayudar a su compañero, que se estab
viendo superado por momentos por la furia cieg
del enfermo enloquecido. Ninguno de los que al
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estaban se atrevía a hacer nada, ya fuera por lorpresa o por el miedo. El agente salió e intenteducir al maníaco, que había aferrado sus mano
huesudas al cuello del otro policía, que se las veí se las deseaba para no asfixiarse intentand
contrarrestar con sus manos la fuerza descomunaque le estaba dejando sin aire. Pronto los trecomenzaron a danzar un baile siniestro en el qu
ninguno parecía capaz de superar a los otros. —¡Traigan un anestésico, rápido! —alcanzó
gritar uno de los policías en el momento en el quhabía logrado hacer presa desde atrás en el cuell
del enfermo, al que el camisón se le habíescurrido hasta dejarlo completamente desnudo.Amancio Rojas entregó un pijama verde d
quirófano y un gorro de colores al violador dniñas mientras no quitaba ojo de las cámaraTambién le dio un teléfono móvil.
—Póngase eso, rápido. Tome. Es la tarjeta quabre la esclusa que da a las escaleras demergencia. —Albelo obedeció—. Váyase ahora
nadie se dará cuenta. Están todos ocupados. —Y
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mirándole con desprecio y miedo, añadió—Libero a un demonio, ¡que Dios me perdone!
Albelo lo golpeó en un acto reflejoumbándolo de un puñetazo en la cara. El médic
cayó al suelo, conmocionado, sangrando por lnariz. Luego, el violador registró sus bolsillos y lcogió la cartera y dinero suelto.
Cuando bajó las escaleras de emergencia co
el traje de cirujano, nadie volvió la vista atrápara mirarlo. A la salida, un hombre sobre unmoto le hizo una señal. En unos segundos habíadesaparecido por la cuesta hacia Eirís.
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PARTE PRIMERA
NO MORIRÁS EN VANO
«Graut Liebchen auch?... Der Mond schein hell! Hurra! Die Toten reiten schnell!Graut Liebchen auch von Toten?»«Ach nein!... Doch laß die Toten!»
[«¿Te asustas, niña?... ¡La luna brilla!¡Hurra, los muertos viajan deprisa!
¿Te dan espanto los muertos?»«¡No... Pero deja a los muertos!»]
Leonora, G. A. BÜRGER
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El despertar de la bestia
Sara Rancaño estiró las sábanas con cuidado uego se sentó en una butaca que estaba junto a l
cama del hospital donde descansaba el PeluqueroCruzó sus piernas torneadas, cubiertas por una
medias de cristal finas y bordadas en plata codelicadeza, que no se molestó en tapar con lestrecha falda gris a juego con su chaqueta dArmani.
Carraspeó ligeramente y miró con una sonris
pretendidamente cálida al paciente, MarcoAlbelo, quien, medio recostado, con el rostrenvuelto en vendas, abrió los ojos y la contemplcon una expresión inquisitiva. Hacía dos mese
que se había fugado de la cárcel, y ahora estab
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protagonizando la última parte del plan acordadcon el recluso que inició todo el proceso de huidaun tipo al que solo conocía de vista pero que ubuen día se le presentó y le explicó que, si queríapodía salir de aquel agujero. Le dijo que alguiemportante se había interesado por él, y que l
devolvería la libertad a cambio de que luego ldevolviese el favor. Cuando preguntó qué tipo d
favor era ese, la respuesta que recibió fue «no tpreocupes; será algo que te gustará mucho haceno te puedo decir más ahora; ya lo sabrás a sdebido tiempo».
Albelo no lo dudó: le esperaban cerca dreinta años de condena, y aunque le ponínervioso no conocer quién y para qué le sacabdel trullo, no tenía nada que perder. Un violadode chicas como él no disfrutaba de demasiadaimpatías entre los presos.
Tras la fuga permaneció escondido en un hoteperdido en las montañas de los Dolomitavigilado por dos tipos que no le contaron nad
alvo que tenían que esperar el moment
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apropiado para ingresarlo en una clínica donde lban a arreglar la cara. Al principio aquell
noticia le alarmó, pero comprendió con rapideque su rostro, que ya era muy popular cuando fudetenido, se iba a hacer todavía mucho máfamoso ahora que había protagonizado esa fugespectacular. Y, en efecto, pudo leer en interneque era ya considerado el «enemigo públic
número uno», en medio de recriminaciones dardos envenados lanzados recíprocamente por loportavoces de los diferentes partidos políticoCon qué satisfacción vio su foto entre lo
delincuentes más buscados y leyó los titulares das noticias donde el común denominador erafrases del estilo de «¿Cómo ha sido posible que edelincuente sexual más temido de Españescapara?», o «¡¿Quién tiene la culpa de que laniñas ahora vuelvan a estar en peligro?!»
Sí, lo mejor era cambiar esa cara: con ella nba a ir a ninguna parte. Además —y de nuevintió que la ira lo dominaba—, la paliza que l
había propinado la Negro le había dejad
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desfigurado, incluso después de las operaciones as que tuvo que someterse para dejar su nariz y s
mandíbula en un estado aceptable. Así que mejoborrar esas marcas que le provocaban unoecuerdos ominosos.
Le devolvió la mirada a la Rancañontentando sonreír a pesar de las molestias. Ellorció la cabeza en un gesto cortés. Albelo, diestr
en el arte de las emociones subterráneas, percibique esa hermosa mujer tenía un corazón de hielen una funda aterciopelada y una mente fría comuna espada.
—¿Qué tal se encuentra, Albelo? —lpreguntó. —Bien, mejor —contestó Albelo co
expectación. Sentía un hormigueo en su rostrparticularmente intenso por las mañanas desde que operaron.
—Me llamo Sara Rancaño, y vengo a ponerlal corriente de lo que tendrá que hacer cuando shalle recuperado del todo de su operación. Y
abe, ahora viene su parte del trato. —Y sonri
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igeramente mientras abría el maletín que habídejado junto a la silla. Albelo no dijo nada. Lpasó dos fotos en tamaño DINA4. Albelo miró lprimera detenidamente.
—Esa chica es Marta de Palacios, la hija de lueza Rebeca de Palacios, que puede ver en la otr
foto. —El violador la miró—. Quizá la haya visten la prensa y la televisión: es magistrada en l
Audiencia Provincial de A Coruña; todo ucarácter.
Albelo asintió. En una ciudad como A CoruñaRebeca de Palacios era una celebridad
mplacable con los delincuentes, altiva antcualquiera que no le mereciera su respeto, unmujer de semblante impávido con una bellezclásica que fascinaba a los fotógrafos. De Palaciolevaba una vida muy discreta con su hija. Era e
espejo de un sector grande del feminismo que lveía como la perfecta mujer moderna: madroltera, profesional independiente y despreciativ
de todo varón que pretendiera encadenarla. Lo qu
desconocía Albelo, porque no se había hech
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nunca público, es que un empresario coruñélamado Pedro Mendiluce, un tipo condenado po
corrupción y trata de mujeres, había intentadextorsionar a Rebeca de Palacios mediante eecuestro de su hija en Roma para que l
absolviera en el juicio del que fue objeto, perhabía fracasado. Rebeca de Palacios lo habíenviado a la trena y le había vuelto a humilla
ganando la libertad de su hija. —Bien, mi representado, el hombre que le h
iberado de la cárcel, tiene poderosas razones parque usted haga una visita a esta jovencita... —Y
como Albelo siguió sin despegar los labios, Sarcontinuó—: Sé que es un poco mayor comparadcon las que usted frecuentaba, pero estoy segura dque no será eso una dificultad insalvable...
—No, no lo será. Es preciosa... —al fin hablAlbelo, después de aspirar profundamente—. Per¿hasta dónde he de llegar?
—Hasta el final.La voz de la abogada no vaciló. Albel
asintió. Es cierto que nunca había matado
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ninguna de las adolescentes a las que violaba orturaba, pero también lo era que en sus último
ataques había actuado con tal ferocidad que lmuerte de las chicas se podía haber producido ecualquier momento, tanto como resultado de lfantasía que iba completándose poco a poco en spersonalidad psicopática necesitada de máestímulos crueles, o simplemente como u
esultado imprevisible de la brutal agresión a laque las sometía: primero las narcotizabprofundamente y luego las vejaba con actodegradantes que cada vez incorporaban má
violencia. —Muy bien, Marcos... —dijo Sara, al tiempque sacaba una tercera foto—. Pero ese solo es eprimer encargo. Luego hay otro... y creo que le va suscitar mayor interés —añadió con tono irónicantes de acercarle la imagen de Valentina Negro evaqueros gastados y cazadora negra de cuero, ecasco de la moto en el regazo, entrando en lcomisaría de Lonzas. Destacaba su cabello negr
azabache, en media melena, que en la foto s
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apartaba con una mano dejando ver un rostro díneas perfectas.
Albelo apretó los puños hasta clavarse lauñas. Todo su cuerpo se estremeció. ¡Allí estabaquella puta que lo desfiguró y humilló ante todel mundo! Valentina Negro, quien poblaba supesadillas agónicas desde hacía casi un año. Lmujer que lo pateó, arrestó y lo mandó a la cárce
No podía ser! Abrió sus ojos de formespasmódica, y Sara Rancaño comprendió coatisfacción que el Peluquero se dejaría la vid
con tal de matar a la inspectora de policía. S
definitivamente —pensó—, ese hombre era lelección perfecta para ejecutar la venganza dMendiluce. Era un psicópata, es cierto, pero tenía inteligencia suficiente para aprender de lo
errores; podía contener su ferocidad hasta emomento adecuado. Como todos los psicópatantegrados que no provenían de la delincuenci
marginal —Albelo era químico y enólogo—, smayor capacidad de autocontrol suponía una gra
ventaja a la hora de perpetrar actos de violencia
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Es cierto que cuando actuaba como el Peluquero afinal estaba perdiendo cada vez más el contropero Sara confiaba en que, bien adiestrado apoyado, su inteligencia sumada a su ánimpervertido y su sed de venganza lo convertiríanin duda, en un asesino imparable.
—¿He de matarla a ella también? —preguntónquieto, aunque estaba casi seguro de que l
espuesta iba a ser afirmativa. Y cuando Sarasintió, se le iluminó la cara—: ¿Cómo, cuándo?
—Tranquilo, Albelo. Tómese su tiempo. Npodemos fracasar, ¿entiende? Ha de hacerse d
forma metódica. —Albelo asintió—. Bien, dentrde unos días saldrá de aquí. Vamos a tomarnos lacosas con calma. Necesitará tiempo paracostumbrarse a la Vita Nuova, a su nueva caraTendrá que aprenderse su nueva identidad, le hpreparado un dosier para que lo estudiconcienzudamente, cuando ya no tenga molestias esté casi del todo recuperado. Tendrá que dejarsbigote o perilla... —hizo una mueca— y tíñase e
pelo. A su debido tiempo regresará usted a A
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Coruña, donde tendrá que moverse como alguienormal, un ciudadano cualquiera. Y entonces serel instante de preparar el plan; todo le serexplicado a su debido momento.
Albelo, cuya respiración seguía acelerada coa foto de Valentina delante, asintió mientrarataba de serenarse, y decidió tomarse con ironí
que la abogada le pidiera que debía aparentar se
alguien «normal». ¿Acaso él no era alguie«normal»? En fin, sabía que la Rancaño teníazón. Que la paciencia y la planificación era
aspectos esenciales para que todo aquello salier
bien. Y lo más importante: ahora que el destino lhabía dado esta segunda oportunidad, no la iba desperdiciar. Se armaría de paciencia. Sabríesperar el momento oportuno para saltar sobre spresa, o mejor, sus presas.
—Cuídese, Albelo, descanse por ahora, lnecesita. —Y haciendo una mueca que quería seuna sonrisa, se levantó para marcharse. Pero antee dio la vuelta y dijo—: Supongo que e
nnecesario que le diga esto, pero es mejo
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decirlo: si no hace bien las cosas le entregaremoa la policía, y será su final. Queda claro, ¿verdad?
Albelo, que todavía estaba batallando con suemociones, casi no la escuchó, pero cuandcodificó las palabras de la abogada no pudo pomenos de sonreír.
—No se preocupe. Por nada del mundo mperdería esta fiesta.
Sara Rancaño sonrió satisfecha. Al salir hablunos minutos con Iván y Ginés, los dos guardiane personas de apoyo del Peluquero. Cuando s
alejó por el brillante pasillo del hospital, su
acones dibujaron en los sonidos de los pasos scuerpo sensual, que se alejaba bajo la atentmirada de los dos hombres.
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El Tren Negro
Sin ego, ¿qué hace un artista? Necesita ego para caminar, para respirar. La literatures el ego escrito.
Egos revueltos, JUAN CRUZ
Un lugar indeterminado muycerca de Gijón.
En el Tren Negro.Viernes, 4 de julio de 2014, 10.00
Estela se llevó con delicadeza el vaso de zumde naranja a los labios finos, perfilados de rojo d
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forma natural. Para Toni era un espectáculo verlcomer: sentada justo enfrente de él, meciduavemente por el traqueteo del tren, usaba su
dedos blanquecinos para apretar con cuidado lbolsita de té negro. Estela Brown era lechosa, casalbina, con una piel que parecía absorber la luz dcualquier lugar y reflejarla con la tonalidad matde un trozo de mármol italiano. En secreto, Toni l
lamaba la Reina del Hielo.Luego, sin dejar de mirarlo con aquellos ojo
glaucos tan peculiares, la mujer partió un pedazde piña natural en pequeños trozos que depositó e
un cuenco de yogur que había cogido en el bufibre. Le hizo una señal al camarero del vagóestaurante para que le llevase más leche. Toni vi
que su café seguía intacto. Echó una ojeada a lpuerta del vagón restaurante.
—¿Has visto a Cecilia, Toni? —Mmmm... no, desde ayer a la hora de l
cena. —Toni obvió que Cecilia y él habían estadfollando en su cabina hasta bien entrada la noche
La bocina del tren rompió la tranquilidad del viaj
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sobresaltó a una de las mujeres que desayunaben el otro lado, una librera estilosa, muy conocidaque soltó su tostada con un gritito mientras slevaba la mano al pecho y reía a carcajadas. Ton
miró por la ventanilla y vio el paisaje húmedo verde pasar a toda velocidad, borroso como en ucuadro de Turner. No estaban ya lejos de Gijón, el Tren Negro de los escritores se acercaba poco
poco a su destino—. Le voy a mandar un mensajeO se perderá el desayuno.
Toni forzó una sonrisa mientras tomaba uorbo de café y cogía su Samsung para enviarle u
mensaje a Cecilia. En cierto modo envidiaba Estela Brown. Su sonrisa perfecta, su cabelledoso y rubio, casi blanco, su capacidad par
convencer a los medios de la calidad de sescritura con una simple mirada de profunderiedad. Aquella mujer tenía duende, y é
pretendía aprovecharse de su rebufo cuanto fuesposible, acompañándola como un perro fiedurante toda la Semana Negra. Volvió a admirar l
piel suave, los poros apenas abiertos de s
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compañera de desayuno, su aspecto de rosnglesa mientras levantaba una ceja de formnconsciente. ¿Estela Brown? Él sabía que eealidad su verdadero nombre era Carme
Pallares, una desconocida oriunda de un pequeñpueblo coruñés que había irrumpido como ucometa en el mundo literario. A él no le iba mano, pero no era lo mismo. Llevaba ya algunos año
en la brecha y aún no había encontrado la fórmuldel éxito rotundo. Vendía lo suficiente como parque sus libros tuvieran continuidad; sin embargono podía compararse con aquella mujer que l
había logrado desde su segunda y sorprendentnovela, maravillosamente escrita y protagonizadpor un detective ciego. Y allí estaba, enfrente dél, en el viaje de cuatro días en tren expreso que lSemana Negra de Gijón había organizado parlevar a lo más granado del noir español (y
algún extranjero de renombre) por la costcantábrica como preludio del evento literario en lciudad asturiana.
—¿Qué tal, Toni? ¡Hola, Estela! —Jos
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Torrijos se acercó a su mesa con uno de suhabituales ademanes amplios y teatrales. De unoesenta años, bajo, rechoncho y muy vivaz, era e
dueño de la Editorial Empusa, especializada epoesía, literatura alternativa y también novelnegra—. ¿Y vuestra inseparable Cecilia? ¿Aún ne levantó? —Miró por la ventanilla del vagón
corrió un poco más la cortina—. Ya estamo
legando. Mirad ese puente tan antiguo. ¿No eprecioso?
—Le estoy mandando un mensaje, pero ncontesta. Se habrá quedado frita —dijo Toni, qu
oportaba con resignación los aires de gran prócede las letras de Torrijos, porque estaba seguro dque era una manera de compensar las generalmentescasas ventas que obtenían sus ediciones. Todpor la calidad era su lema; él no se rendía ante edinero fácil de una novela anodina prefabricadpara las masas.
—Espabílala. Estoy a punto de convencerlpara que me escriba una novela para el año qu
viene —les guiñó un ojo y se frotó las manos—,
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un libro de poemas. No sé. Lo que quiera. Es udiamante en bruto. Luego cuando lleguemos Gijón se me escapa, es una lagartija, la conozcoBrujilla... —Torrijos esbozó una sonrisa, scolocó cuidadosamente el cabello blanco qulevaba recogido en una coleta y tomó asiento e
una silla de madera que cogió de la mesa de aado. Su prominente barriga se marcaba en l
camiseta oficial del evento, pero a él no parecimportarle demasiado—. Por cierto. Tengo un
novela negra brutal. Un autor desconocido, HugVane. Será una sorpresa. Ya os mandaré u
ejemplar para que me deis vuestra opinión...Toni se encogió de hombros y volvió a mirar emóvil. No había respuesta de Cecilia. Apuró ecafé de un trago y se levantó, un metro ochenta ochenta kilos de peso repartidos en un cuerpesculpido a base de entrenamiento durante muchoaños. Alguna de las escritoras que desayunabacerca le clavaron la mirada en el tatuaje de la nucin demasiado disimulo. Toni Izaguirre er
bilbaíno de pura cepa, con un envidiable cabell
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corto, rizado y negro, ojos oscuros, ex futbolisteconvertido en escritor, que disfrutaba a todrapo de las mieles de la soltería. Se desperez
estirando sus músculos, se comió un último trozde jamón y se limpió los labios con la servilleta.
—Voy a despertarla. Venga. Ya son las diez da mañana. Hora de levantarse.
Recorrió los vagones del expreso de la Robla
buscando la cabina de Cecilia. Por fuera parecíun tren antiguo, pero por dentro era moderno estaba acondicionado con exquisitez. Durante locuatro días que duraba el viaje, algunos escritore
elegían dormir en el tren, otros, en hoteles de loitios en donde pasaban la noche. Cecilia habípreferido el expreso. Su naturaleza romántichacía buenas migas con aquel recorrido popaisajes húmedos, verdes, plagados de roblecastaños, olmos, ríos trucheros que discurrían coentitud por valles ignorados, y pueblos anclado
en un tiempo pretérito que a ella, una madrileñurbanita, le parecían casi de cuento de hadas. Es
e había comentado a Toni la noche anterio
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mientras bebían vodka con zumo de naranja escondidas de todos los demás. Cecilia le habígustado desde el primer momento, tan vital, taoven, tan fresca y decidida, con aquel cabell
oscuro corto como el de un chico, y delgada comun junco a punto de quebrarse. Durante unoegundos recordó su boca saboreando su cuellnterminable y frágil, los senos breves y la perici
de ella al recorrer su miembro con la lengua, intió una oleada de deseo repentino e inesperado
Por el pasillo se encontró con Paco Serranocrítico literario de renombre y autor de uno de lo
blogs sobre novela negra más importantes. Sdirigía al vagón restaurante envuelto en un aromacusador a tabaco que no se molestaba eesconder. Toni le enseñó la hilera de su dentadurperfecta: aspiraba a que le hiciera buenas reseñacosa que todavía no había conseguido, así que nenía ningún reparo en arrastrarse como un
babosa delante de aquel personaje insoportablcon aires de divo al que nadie aguantaba, pero qu
odo el mundo fingía adorar.
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—Ya estamos llegando a Gijón. Este es eúltimo túnel. Estoy ya hasta los cojones del putren —dijo el crítico. El expreso hizo un extrañ
en la vía y Serrano se apoyó con la palma de lmano en la ventana, el movimiento de ualcohólico a los ojos sagaces del escritor, quecibió al momento una vaharada del alient
bastante cargado que le confirmó sus sospechas.
—Voy a tomarme un Bloody Mary —continu—. Quiero estar entonado al llegar. Menudcoñazo. Sin embargo, tú tienes que aguantar al pidel cañón, colega, si quieres llegar a algo en est
mundo de tiburones. Dientes, dientes... —Lpalmeó el hombro como si fuera un empresariarribista animando a un joven ingenuo y siguió scamino con vacilación hacia el vagón restaurantin más.
Toni se lo quedó mirando con ganas de pegarluna buena hostia, pero su puño se cerró con fuerz decidió golpear el revestimiento de terciopelojo de uno de los paneles del tren. «Este no es u
pobre infeliz como Torrijos —se dijo—; este tien
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poder y disfruta de ejercerlo, el muy cabrón.Continuó cruzando vagones. El paisaje habídejado de ser bucólico y pronto aparecieron aquí allá naves industriales y polígonos que anunciabaa cercanía de Gijón.
Toni golpeó la puerta, primero con timidezuego, al no recibir resultado alguno, con má
fuerza. Volvió a consultar el móvil, nada. Decidi
lamar. A los pocos segundos, en el interior de lcabina comenzó a sonar una canción de VetustMorla, pero nadie contestó al teléfono. Resopló.
«Tampoco fue tan gorda la de anoche... ¿A qu
hora terminamos? Fue temprano...»Volvió a tocar la madera, con más insistenciaEl mismo resultado. Notó una punzada dpreocupación que le pareció infantil y decidibuscar a uno de los revisores para que abriese lpuerta. El expreso estaba ya entrando en zonurbana, así que tampoco iba a pasar nada podespertar a Cecilia.
Estela se levantó. Había visto a Paco Serran
ambalearse hacia el bar y no tenía ganas d
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aguantarlo borracho ya de mañana. Quería ir a scabina y repasar que todo su equipaje estuviesbien guardado y listo para bajar. Cogió su bolso dpiel de marca exclusiva y su chaqueta blanca deda y comenzó a dirigirse con disimulo hacia e
fondo del vagón.Fue entonces cuando se escucharon los grito
Gritos de hombre. Los que permanecían en e
estaurante dejaron de desayunar y se miraronorprendidos, atemorizados por la estridencia
Estela reconoció la voz de Toni. Le temblaron lapiernas. Se armó de valor y corrió hacia el luga
de donde provenían las voces, esquivando a loque se interponían a su paso en los pasillos deren, que cada vez rodaba más y más lentamente.
Era la cabina de Cecilia. Toni agarraba con lamanos crispadas la puerta corredera, los ojos muabiertos miraban hacia dentro, la boca torcida eun rictus de horror. Uno de los revisores, mupálido, la agarró antes de que pudiera llegar hastél.
—Señora, no se acerque. Por favo
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Tranquilícese y vuelva a su vagón —logró deccon un hilo de voz, solo audible para Estela.
Toni la miró con angustia y se apartó de lpuerta. Dio unos pasos hacia atrás y se apoyó en lventanilla.
—Es Cecilia. Joder. ¡Está..., está...!Y a continuación, el escritor se dobló por l
cintura y vomitó en el suelo todo el desayuno.
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Tiempo que pasa, verdad que huye
El inspector de la Policía Judicial de Gijóngnacio Bernabé, aspiró el aire con fuerza: la
primeras partículas hijas de la putrefacción aún nhabían comenzado a esparcirse por la estrech
cámara. Miró hacia el pasillo. La cara de Tonzaguirre era un poema mientras era interrogadpor su compañero, el subinspector Emilio Prieto.
Se tocó la mascarilla, tratando de rascarse lbarba rala y oscura con la mano enguantada
analizó la cerradura de la cabina. Luego entró mandó salir con un ademán a los de la científicque estaban haciendo fotos del cuerpo.
—Quiero estar solo, háganme el favor.
Miró sin parpadear el cadáver de Cecili
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ardiel. Luego cerró los ojos y los volvió a abrimpresionado. Respiró profundamente mientra
empezaba a procesar lo que estaba viendo, toda lra que impregnaba aquel lugar como una espesela de araña: la joven estaba desnuda, atada a l
cama de pies y manos, el rostro amoratado por logolpes y por la cianosis. Era la típica escena de ucrimen de naturaleza sexual, pero él nunca habí
ido testigo de semejante despliegue violento«Estrangulada», pensó al acercarse y ver uujetador rojo anudado al cuello. Las pierna
completamente abiertas mostraban el sexo
cubierto por una pasta blanquecina. Bernabé saproximó hasta ponerse al nivel de la vulva. Todparecía sellado por silicona, desde el Monte dVenus hasta el ano. Nunca había visto nada igua«¿Pos mórtem?», se preguntó, mientras intentabver alguna reacción vital en la piel. Si la habíviolado, tuvo que ser antes... Luego observó laataduras, los nudos intrincados. «Se tomó siempo: trajo las cuerdas, la silicona, vin
preparado. Sin embargo, la estranguló con su rop
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nterior. La puerta no estaba forzada, luego tuvque conseguir una llave. O ella misma le abrió...»
La boca de Cecilia estaba amordazada, ademáde con la pasta de cemento, con unas braganegras, los labios marrones reventados de ugolpe. El sostén estaba dado de sí, incrustado en ecuello; habían actuado sobre él con una fuerzbrutal. Bernabé de pronto recordó al Monstruo d
achala, Gilberto Chamba, un asesino en serique alcanzaba el orgasmo al penetrar a la víctimal mismo tiempo que la mataba. La camiseta estabasgada, en el suelo; procuró no tocarla mientra
e intentaba manejar por la estrechez de la cabinaObservó los golpes que Cecilia presentaba poodo el cuerpo, los antebrazos con signos de habententado defenderse. El nivel de violencia er
muy intenso, se repitió. Alguien tenía que habeescuchado o notado algo, las paredes del vagón neran muy gruesas... Apartó la cortina, pensativo.
Había dos posibilidades, que el asesino fuesalguien que iba en el tren, o alguien que subió en l
ciudad de Oviedo durante la noche. ¿Y cómo abri
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a puerta de la cabina? Habría que interrogar odo el personal del tren. Desde luego habí
actuado a tiro fijo: Cecilia había sido una víctimeleccionada, sacrificada en el estrecho espaci
de una cabina de tren. ¿Quién podía haberlodiado tanto? ¿Algún colega escritor? En aqueren iban escritores famosos y no tan famosos, lo
medios habían informado por activa y por pasiv
de quiénes iban a estar allí. Pero tampoco podídejar de lado la posibilidad de que algún faobsesionado hubiera visto la posibilidad dvengarse por el rechazo de la escritora... Resopló
angustiado por la posibilidad de fracasar ante ucrimen que iba a concitar el interés de los mediode forma explosiva.
Bernabé fue al baño. Todas las cabinas teníaun servicio individual. Había minúsculos restos dangre en el lavabo. «Se lavó aquí. Quizá tambiée cambió de ropa. No puede ser la primera ve
que este tipo actúa. Es demasiado meticulosoactuó con gran determinación. Todo est
demasiado estudiado para ser un bisoño...» E
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nspector, un hombre de memoria excelente, necordó ningún crimen remotamente parecido eos últimos años ni en España ni quizás en el rest
de Europa. Tendrían que analizar en profundidaodos los delincuentes sexuales activos en lo
últimos tiempos, especialmente los que acababade salir de la cárcel. Y contactar con la Interpol.
—Está aquí el forense, inspector, el seño
Montañés. —El subinspector se asomó con cautel lo interrumpió. Sabía que Bernabé necesitab
estar un buen rato analizando en solitario la escendel crimen, pero el forense no podía esperar má
Y el cuerpo tampoco. —Está bien, que pase.El forense, un hombre escuálido y totalment
calvo, con una perilla que le hacía parecer upersonaje de un cuadro místico, le hizo un gesto daludo. Lo conocía largo tiempo y sentía apreci
por la profesionalidad adusta del inspector. —Siento la tardanza, Bernabé. He tenido un
noche bastante movidita con un par de accidente
de tráfico... —Entró en la cabina y al moment
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oltó una imprecación—. ¡La madre que me parióPero solo fue una reacción instintiva que l
detuvo unos segundos. Luego comenzó a analizael cuerpo siguiendo el protocolo con rigor, ante lvigilante mirada de Bernabé.
—Voy a tener que tomar la temperatura en ehígado. —Sacó el termómetro de su maletín—. Laivideces, aunque intensas, aún no están fijada
como te habrás dado cuenta. Y el rigor mortis nestá demasiado extendido... —Hizo una incisióminúscula en medio del abdomen para introducel aparato bajo el hígado y esperó—. Yo diría qu
a hora de la muerte, aproximada, claro está, debide ser sobre las cuatro o las cinco de lmadrugada... estrangulación a lazo... —Le abrios ojos por completo para enseñarle las petequia
—. Te diré más cuando haga la autopsia. —Atención preferente, Montañés. La quier
para esta tarde, lo más tardar, mañana. Este cases de máxima prioridad. Se va a montar una buena
—Veré qué puedo hacer, inspector. Tengo do
fiambres pendientes en la nevera y los de est
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noche. Y estamos al mínimo de personal, everano, ya sabes...
—No iba a ser tan tonto como para follármel luego matarla en el tren. —Toni negaba con l
cabeza mientras sus manos dibujaban aspavientode indignación—. Escribo novela negra, pero n
oy ningún degenerado, ¿qué se cree? ¡Le tenímucho cariño a Cecilia! Cómo pueden pensar quo...
Bernabé terminó de quitarse el traje protecto
se acercó a su compañero, que había comenzada presionar al escritor a partir de que estconfesara que había pasado parte de la noche coCecilia.
—¡Por supuesto que van a encontrar restobiológicos! ¡Estuvimos haciendo de todo durantun buen rato! ¡Pero una cosa es hacer el amor couna chica y otra muy distinta atarla a la cama asesinarla!
—Cálmese. —Bernabé intervino poniendo pa
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en la conversación—. ¿Lo vio alguien salir? ¿Quhizo al abandonar la cabina de Cecilia? Piensbien lo que va a decir. —Le miró fijamente a loojos—. Es importante que sea muy exacto en sudeclaraciones.
Toni se pasó la mano por los cabellonervioso y cansado, y aspiró hondo antes dcontestar. Lo hizo lentamente.
—Salí sobre la una de la madrugada. Me fui dar una vuelta por Oviedo. Les puedo decir lodos bares en donde tomé unas copas. Estuvhablando con un par de chicas, tengo sus teléfono
Luego me fui al hotel, yo no duermo en el tren. Mesulta incómodo. Seguro que el hotel hegistrado mi entrada y mi salida en todas esa
cámaras que tiene instaladas. El portero de nochpuede corroborar lo que estoy diciendo.
—Bien, de acuerdo. Imagino que no tendrnconveniente en venir con nosotros. Par
asegurarnos. Si lo que dice es cierto, no habrproblema.
—Como quieran. Les aseguro que es cierto
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Cuanto antes me lleven, antes me soltarán. Pocierto, usé preservativo. Lo tiré por el váter debaño de Cecilia, lo digo por si quiereecuperarlo. Conozco perfectamente las técnica
policiales, mi profesión me obliga, como ustedecomprenderán —añadió e hizo una mueca quntentó ser una sonrisa, sin conseguirlo.
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Trapos sucios
Gijón. Hotel Don Manuel
Estela se abrigó con el chal de Loewe. Hacícalor, pero ella sentía un frío cerval incrustado e
os huesos. Estaba destemplada. Le dio una caladarga a su cigarrillo y expulsó el humo co
nerviosismo. Sentía grandes deseos de regresar Madrid. Aquello era suficientemente grave com
para abandonar. Pero por otra parte, la Semanegra era uno de los acontecimientos mámportantes del año y lo último que quería era qua tacharan de cobarde por ausentarse de allí. ¿Un
escritora célebre de novela negra huyend
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asustada como un conejo cuando se tropieza con ucrimen real? De ningún modo. Por no hablar dque el inspector de la judicial la podía requerir ecualquier momento. Pensó en Toni. Aún estaba ea comisaría, prestando declaración, como todoos demás. Se había quedado de piedra cuando s
enteró de que había pasado la noche con Cecilia.aquella arribista, con pinta de zorra barata, qu
había publicado dos libros llenos de casquería vísceras, repugnantes, solo alabados por locríticos que, en realidad, lo que querían erfollársela.
Caminaba por el pequeño hall del hoteembebida en sus pensamientos, la mancubriéndole la boca, cuando vio entrar a dondividuos: una locutora con un micrófono en l
mano y, justo detrás, un cámara. Se retiró hacia loascensores con disimulo y logró subir sin que lvieran a un salón. Allí estaba, cubata en manoPaco Serrano, sentado mientras leía un libro coostro circunspecto. Estela se fijó en que la ven
de la amplia frente estaba más marcada de l
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habitual. Se acercó a él. —¿Ya te han soltado? —ironizó.Serrano se quitó las gafas de ver y parpade
para fijar la vista. Su cara se iluminó de repentSe levantó y se puso a su lado, de una forma que ella siempre le parecía que invadía su espacipersonal. Pero él adoraba incomodarla. Aquellbelleza gélida podía volverlo totalmente loco,
como resultado se protegía despreciándola. No erun hombre mayor, andaba por los cincuenta pocos, lucía un envidiable cabello gris abundante, y una mirada intensa que desnudó a l
escritora a través de su falda elegante y schaqueta de Carolina Herrera mientras apuraba sin-tonic.
—Ya, ya estoy libre —sonrió Serrano—Menos mal que tengo coartada, me he ahorrado umontón de problemas. Menudo marrón. Jodepobre Cecilia. —Su cara ahora se ensombreció—Es que no me lo puedo creer... ¿Alguien ha avisada su familia?
—Los padres ya están de camino, viven e
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París. Es terrible. Terrible. De verdad, no entiendcómo alguien puede hacer algo así. —Estela supdar a sus palabras el tono contrito que requería lituación.
Serrano levantó una ceja. —Pues en tus novelas queda muy claro
Estela... —Ya. No es lo mismo. Entiéndeme. N
bromees con esto, Paco. Podíamos haber sidcualquiera de las escritoras. Yo estuve a punto dquedarme a dormir en el tren.
Serrano asintió.
—Era una chica con muchas posibilidades; unverdadera promesa. Tenía solo 24 años y ya habíescrito dos novelas y un libro de poemas. Y coesa cara de pilla, esos labios carnosos... —squedó en silencio unos segundos—; podía habelegado muy lejos. Joder, qué desastre. ¿Tú quié
piensas que ha sido? ¿Uno de los nuestros?Estela aguantó las ganas de replicar a aque
comentario tan machista sobre la belleza d
Cecilia, y algo celosa negó con la cabeza.
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—Desde luego que no. Y si te refieres a Toncomo posible sospechoso, estás muy equivocadoVoy a tomar algo. —Serrano había conseguidponerla de mal humor—. Me hace mucha faltahora vuelvo.
Fue al bar, se sentó y pidió un MartinMientras esperaba a que el camarero le sirviera lbebida recibió un mensaje de Toni comunicándol
que ya estaba entrando en el hall de hotel. Ella lexplicó dónde estaba y que tuviese cuidado coos buitres de la prensa que acechaban en busca d
carnaza. Al poco apareció, encorvado por l
preocupación y el cansancio. Le acompañaba otrvez Serrano, que buscaba con la mirada el bar sidisimulo ninguno.
—Estela, querida, me temo que aquí vamos necesitar a tu detective ciego para resolver estenigma. Creo que el inspector Bernabé anda muperdido... —dijo Serrano mientras se sentaba a sado. Toni simplemente musitó un hola, mientras s
dejaba caer como un fardo en la butaca qu
flanqueaba la mesita del bar.
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Estela encajó la broma, pero ya estaba harta daguantar la insolencia del crítico, siemprmolestando con sus comentarios de superioridadcomo si el muy capullo tuviera siempre patente dcorso para pontificar sobre lo que le apetecieraEstela Brown era una de los pocos autores dnovela negra con el poder suficiente como parmedirse con él, aunque, siempre pragmática
evitaba esas escaramuzas en la medida de lposible, a pesar de que Serrano siempre la habíflagelado sin piedad en las reseñas de sus libroPero esta vez estaba cansada e irritable, y decidi
marcar el terreno. —Bueno, con las críticas que haces taperspicaces cuando se trata de diseccionar lofallos de una novela y enviarla al infierno de loibros de saldo, no veo por qué no le brindas tuabios consejos a la judicial, seguro que serían d
mucha utilidad —dijo con ira mal disfrazada dronía.
—Va, dejadlo ya, por favor. —Toni intercedió
odavía con el espíritu sacudido por la muerte d
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Cecilia y el duro interrogatorio de Bernabé—Esto no es una maldita novela.
Serrano le clavó una mirada llena dhosquedad.
—Ya veo... no te eches la culpa, chaval, eschica no tenía reparos en irse a la cama con quiefuera; y si uno no es cuidadoso, siempre puedencontrarse con alguien que no sabe encajar u
desaire —lo dijo de forma brutal, para dejarlclaro a Toni que él no era nadie para mandarlcallar.
Toni lo miró con semblante fiero, y por u
momento estuvo decidiendo si levantarsdirectamente y romperle esa asquerosa boca. Peral fin, ante la mirada sostenida de Serrano, que lesperaba desafiante sabiendo que no se moveríde la butaca, bajó los ojos y comprendió que esera un enemigo temible, y que no podía permitirsel lujo de tenerlo en su contra. Sabía que con uartículo podía destrozarle aún más. Todavía no ero bastante importante como para plantarle cara
Así que miró, herido, a Estela, como si le rogar
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que ella, que sí tenía ese poder, amonestara Serrano por sus palabras ofensivas a Cecilia.
—Oh, Serrano, no seas tan enfant terrible; niquiera tú puedes ser tan cruel... —Eso fue todo que obtuvo Toni de Estela, un pase de muletleno de frivolidad que evitaba toda confrontación
Recordó en ese instante, humillado, la furia de ellcuando, de repente, dejó de frecuentar su cama
abía que ahora le estaba pasando la factura. Casa podía oír entre líneas: «¿No querías una putitoven? Pues aguanta ahora el palo.»
El crítico sonrió.
—Querida, a veces la verdad parece cruecuando es pronunciada, es lo malo que tiene, ¿nes así? —Y, devolviéndole la medio sonrisa con lque Estela lo había reconvenido, le dedicó ubrindis con el vaso.
Seis horas más tarde Bernabé apuró un tragde whisky en el salón de su casa. Ya habí
nterrogado junto con el subinspector Prieto
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veinte pasajeros; quedaban otros veinte, pero en sfuero interno sabía que, al menos de formnmediata, esas pesquisas no le iban a llevar muejos. El asesino de Cecilia había tenido much
cuidado, y si era uno de los pasajeros del trepodía obtener fácilmente una coartada, al fin y acabo era madrugada, y cualquiera podía afirmaque estaba durmiendo o en el lavabo, o dando un
vuelta sin que necesariamente alguien tuviera quespaldarlo. No, lo único que podía encaminarl
era una evidencia física: un cabello de la chica, uarañazo, el ADN del asesino..., pero esa recogid
de restos ya se había realizado, y la inspeccióocular no había hallado nada relevante. Hasta lmañana siguiente no estaría terminada la autopsia hasta pasadas unas semanas no tendrían todos loesultados forenses. Tendría que armarse d
paciencia: el Tren Negro había hecho honor a snombre, se dijo, resignado. La experiencia ldecía que a menos que pudiese encontrar uvínculo personal entre el asesino y la víctima, l
ba a ser muy complicado resolver el caso a cort
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plazo.
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Pedro Mendiluce
Mera, Oleiros. Viernes, 31 deoctubre de 2014
Expulsó una bocanada de humo de sMontecristo, embriagado de placer. Luego sasomó al enorme balcón que daba a la bahía dMera. El mar golpeaba con fuerza a sus pies, efrío de la noche, el olor a algas, a salitre, la brisa
odo le provocaba una sensación de plenitud quhacía años no sentía.
Los años que había estado en la cárcel.Pedro Mendiluce sacó del bolsillo la págin
del BOE que confirmaba su indulto y la leyó e
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alto. «Vengo en indultar a don Pedro Mendiluce Roch la pena privativa de libertad pendiente dcumplimiento a condición de que no vuelva cometer delito doloso en el plazo de tres añodesde la publicación del real decreto...»
Acercó la punta del puro al papel y estcomenzó a arder al momento. Mendiluce vio caeos trozos como pequeñas luciérnagas que volaro
con la brisa y se apagaron en el agua clara evuelta. Detrás, su mayordomo Amaro apareci
con una botella de Bollinger en una cubitera y uncopa. Vertió el champán con cuidado.
—Ah..., Amaro, gracias. Pero trae otra coppara ti. Hoy es un día especial: brindaremos poos viejos tiempos y por las sorpresas que nos va
deparar el futuro... —La luna creciente se reflejen los ojos de Mendiluce, que relucieron coverdadera maldad, casi física.
Bebió un sorbo y lo paladeó con fruiciómientras recordaba que, de niño, en la enormbiblioteca de su padre, había descubierto u
ejemplar amarillento y gastado de la primer
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edición española de El conde de MontecristoAquel ejemplar seguía en su biblioteca. Considerque había llegado al fin el momento de releerlpues, como Dantés, había escapado de lmazmorra perdida en el infierno para ejecutacomo único destino, una terrible venganza.
A Coruña, barrio de Monte Alto
—No me lo puedo creer... —Valentina Negr
miraba con los ojos como platos la pantalla delevisión del bar Mesía, donde había quedado cou amiga Helena antes de ir a la ópera. Pedr
Mendiluce salía de la cárcel de Teixeiro con un
onrisa enorme en el rostro y saludando como unestrella de cine. A su lado, la abogada SarRancaño, vestida con un ceñido traje chaqueta quealzaba unos pechos duros y elevados, contestab
con aspecto triunfal a los micrófonos que s
apelotonaban a su alrededor. Esas imágenes s
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nterrumpieron, dando paso a la entrevista que uconocido presentador le estaba realizando apropio Mendiluce que, con su elegancia habituae desenvolvía ante las cámaras como u
verdadero maestro, utilizando sus ojos claros dáguila, su ceño grueso y sus ademanes afectadopara hipnotizar a la audiencia.
Al lado de Valentina, sentado en un taburete d
a barra, el subinspector Manuel Velasco apurabu caña con la misma cara de estupefacción e ira
Habían conseguido meter a un hombre corrupto, un tratante de blancas, a un verdadero degenerado
en prisión, pero los poderosísimos contactos dque disponía el antiguo constructor habían sido dgran ayuda a la hora de conseguir aquel indultnesperado. Eso, y su silencio: Mendiluce podrí
haber mencionado nombres de personas mumportantes como clientes de sus orgías..., lo qu
casi hubiera podido provocar una crisis dgobierno, al menos en Galicia, pero fue luficientemente listo como para callar. Y ahor
ecibía su recompensa: de los seis años de cárce
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a los que había sido condenado, Mendiluce habícumplido solo dos.
Su voz, grave y seductora, acariciaba los oídodel público que asistía al plató.
«... jamás he hecho trata de mujeres. Yo a esachicas las ayudaba, las quitaba de la calle, ledaba un trabajo digno a todas..., jamás se pudprobar que hiciese algo ilegal con mis empresa
de construcción...».Valentina negó con la cabeza varias vece
apretando los labios, demasiado enfadada compara decir algo coherente. Se acordó de la novi
de su hermano Freddy, Irina, que había sidesclavizada y chantajeada por el lugarteniente dMendiluce, Sebastián Delgado, en las habitualeorgías que se organizaban en los chalés deempresario. La liberación de aquel sujeto era unamenaza para la sociedad coruñesa y así se lcomentó a su colega. Para la inspectora, era lmismo que haber soltado una pitón en un criaderde conejos.
—No sé, Valentina. A lo mejor ha aprendid
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en la cárcel que no le conviene meterse más eíos. Tiene dinero suficiente como para no tene
que volver a hacer nada ilegal.Valentina lo miró con intención y bebió u
orbo de Estrella Galicia. —La cabra tira al monte, Velasco. Es corrupt
hasta la médula, su indulto lo demuestra. Estoegura de que ha salido gracias a que sus contacto
e deben muchos favores. Mendiluce pudo contamuchas cosas que destruirían a más de uno eayuntamientos, gobiernos autonómicos e incluso eMadrid. Pero durante el juicio no nombró a nadie
Estoy segura de que ahora se lo han agradecido.Lo dijo con aire de profunda resignación risteza que, no obstante, dio paso a un movimient
de sus ojos que señalaban a Velasco la llegada dalguien conocido.
Velasco se volvió y dio la bienvenida a snovio, Pepe Marlasca, con dos besos en la mejillaValentina puso a su vez la suya para recibir el besde Pepe y señaló a la pantalla.
—Mira a quién tenemos ahí. El pajarito se h
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escapado de la jaula... ¿Qué te parece?Velasco pidió otra caña y un vino para s
novio, que abrió la boca de asombro cuando vio Mendiluce en un primer plano impactante, lmirada intensa y los labios carnosos y sensualeafirmando que dedicaría gran parte de su dinero ubvencionar actos culturales y a aliviar l
pobreza de los desafortunados de la ciudad.
—¡Joder! ¡Si es Pedro Mendiluce! —Se quedmudo unos segundos—. ¿Cuándo le han soltado?
—Esta mañana temprano —dijo Valentina—Es increíble: horas después de salir ya estaba e
un plató de televisión como si nada hubierocurrido —suspiró, resignada. Sonó su teléfonoera Javier Sanjuán. Hizo un ademán de disculpa alió del bar.
La voz del criminólogo valenciano sonó jovia la reconfortó un tanto. Pero ella no se podí
quitar la imagen de Mendiluce de la cabeza. —¿Estás viendo la televisión? Es indecente.
—Su tono era casi de furia.
—Sí. Una vergüenza. No entiendo cóm
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existen programas de televisión que dan alas a lodelincuentes. —Sanjuán estaba realmentndignado, pero sabía que Valentina estaría mu
dolida, así que decidió no seguir removiendo máesa pésima noticia—. Pero bueno, anímateMañana ya nos vemos. Llego a las ocho de lmañana al aeropuerto. ¿Me vienes a buscar?
—Claro. ¿Acaso lo dudabas? —Valentin
onrió. Estaba enamorada de Javier Sanjuán desdel primer día en que lo había abordado en El Cortnglés para que le ayudase a resolver el caso de
Artista, un asesino en serie que convertía a su
víctimas en obras de arte. La colaboración entros dos había dado paso a una relación amorosbastante compleja en la que los altibajos parecíaiempre estar a punto de vencer a los momento
buenos. Para alegría de Valentina, llevaban unemporada en la que estos últimos ganaban l
partida. Además, durante unos días en A Coruñestarían la flor y nata de los escritores españolegracias a la celebración de una flamante Seman
egra, a la que Sanjuán había sido invitado par
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dar una conferencia y participar en varias mesaedondas como profesor de la Universidad d
Valencia y escritor de libros científicos. Era lprimera vez que en la ciudad se celebraba uevento literario de aquellas características y todel mundo estaba muy preocupado por que saliesbien. Al día siguiente se produciría lnauguración del evento que se iba a celebrar en l
Fundación Galicia. —¿Estás segura de que no tienes un trabaj
que atender? —Sanjuán bromeó—. Si no puedevenir no te preocupes, de verdad, lo entiend
perfectamente, cogeré un taxi... —Ya... mira que eres cobardica, Javier. —Ecriminólogo disfrutaba picándola y eso a ella lgustaba. Sanjuán sentía auténtico pánico cuandba en el coche con Valentina, porque ell
conducía a una velocidad que a él se le antojabemeraria o directamente suicida.
Conversaron un par de minutos hasta que llegHelena a buscarla en el coche para llevarla a
Teatro Rosalía de Castro. Valentina entró en el ba
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se despidió de sus amigos, evitando mirar hacia pantalla de televisión.
Teatro Rosalía de Castro
Cuando el contratenor Philippe Jarousskerminó su hermosa rendición de «Alto Giove» deolifemo de Porpora, dando por iniciado e
ntermedio del concierto, Valentina se levantó du butaca en la zona de gallinero. Más de uno d
os asistentes se dio la vuelta para verla. Con scabello negro cortado en media melena, sus ojogrises moteados, los pómulos de tártara y suabios naturalmente rojos, llamaba la atención má
de lo que desearía. Valentina no se solía maquillademasiado. Procuraba que su estilo fuese lo máobrio posible, pero cuando se arreglaba, com
aquella noche, no podía evitar que muchohombres se sintiesen atraídos por aquella bellez
extraña vestida con un jersey, vaqueros ceñidos
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unas botas de tacón.Por desgracia, Valentina no había podid
disfrutar lo que hubiera deseado del espectáculoLa imagen de Mendiluce la golpeaba una y otrvez. No solo se trataba de sus actividades ilegale repugnantes: el soborno de políticos corruptoa trata de mujeres que apenas alcanzaban l
mayoría de edad, entre muchas otras fechoría
estaba también lo sucedido en Roma hacía doaños. Aunque nunca se pudo probar, Valentinestaba absolutamente segura de que la hija de samiga, la magistrada Rebeca de Palacios, habí
ido secuestrada por orden suya para coaccionarl fallar a su favor cuando le llegó el momento dentarse en el banquillo de los acusados. Uecuestro que la obligó a ir a Roma para intentau liberación, y que finalmente la expuso a vivituaciones agónicas.
—¿Tomamos algo en el bar del teatro? —Lpregunta de Helena, alta y de largo cabellcastaño, crespo, que lucía uno de los modelo
hipster que tanto asombraban a su amiga, la sac
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de su ensimismamiento: ella jamás se hubieratrevido a ponerse aquella falda larga, azul, con ublusón blanco y un chaleco con flecos—. Tenged. La ópera me da hambre y sed. Y de pas
vamos a cotillear un poco, a hacer pasillo —apostilló, con sonrisa pícara.
—Venga, sí, bajemos. Hasta la tercera llamadhay tiempo de sobra para una cerveza.
Las dos hicieron levantar a parte de loasistentes para acceder a los vomitorios y sdirigieron hacia la cafetería del teatro. Helenaprovechó su altura para pedir dos botellines y un
bolsa de patatas. Poco a poco el lugar se iblenando de gente que aprovechaba el descanspara socializar y dejarse ver. Valentina vio aalcalde y a un par de concejales que le hicieron ugesto. Se acercó a saludarla también Antón Ruizel profesor de canto al que había conocido duranta investigación del caso del Hombre de l
Máscara de Espejos.Estaba cogiendo la botella de cerveza y u
vaso de plástico de las manos de su amiga cuand
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escuchó detrás de ella una voz conocida que llamaba por su nombre. Se dio la vuelta mientraa angustia se apoderaba de su estómago con un
fuerza demoledora.Pedro Mendiluce la miraba con algo parecid
al deseo mientras sujetaba con gracia una copa dvino blanco en la mano. Vestía de punta en blancoun traje de Hermès de color gris perla, una camis
blanca, una corbata amarilla sujeta a la camisa coun pasador que culminaba en un diamanteValentina se fijó en lo caro que parecía y en eello de oro que lucía en el meñique y en lo
gemelos de exquisita factura que asomaban en epuño de la camisa. El hombre sacó la punta de lengua y se relamió los labios sensuales coentitud, saboreando el encuentro.
—Inspectora Negro. ¡Qué alegría volver verla! Está fantástica con ese nuevo corte dpelo...
Valentina se puso en guardia de inmediatontentó que sus ojos no reflejaran las emocione
que se habían agolpado de repente en su pecho
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como si hubiera recibido el impacto de un martillhidráulico: odio, rabia, impotencia; pero, incapade contenerse por completo, se dio cuenta de quu rostro había acusado el golpe. No logr
contestar con la rapidez que hubiese deseado, y ehombre continuó con su discurso.
—Me he acordado mucho de usted estoúltimos años. De usted y de la jueza De Palacio
Ha sido una temporada muy larga, ValentinaEdificante —de pronto pasó a tutearla—, pero haprendido mucho. En cierto modo tengo que dartas gracias. En Teixeiro he conocido a mucha gent
a la que jamás hubiese podido tratar. Y ahora soun hombre totalmente nuevo..., rehabilitado para lociedad. Preparado para hacer el bien. Cada dí
un poco más sabio y más humano. —Ya lo veo... —Valentina logró articular al fi
un discurso coherente. La presencia de Mendiluca había cogido por sorpresa, pero no podí
permitirse mostrar debilidad—. Me alegro muchde que su estancia en prisión haya servido par
algo. Aunque permítame dudarlo. La gente com
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usted no cambia, Mendiluce. Puede manipular engañar a los demás apareciendo en esoprogramas basura. Pero a mí todo eso no me sirveSé que ha salido de la cárcel de forma injustamientras otros bastante menos culpables que usteiguen dentro... —Y ella no pudo ni quiso oculta
el desprecio que salpicaba su respuesta.Mendiluce esbozó una sonrisa casi tierna.
—Inspectora Negro... —suspiró condolencia—. Veo que la que no ha cambiado nad
eres tú. Sigues tan intensa y problemática comiempre. Ya vi cómo dejaste al pobre de Marco
Albelo... un hombre tan atractivo, la cardestrozada a patadas. No sé cómo te libraste de lexpulsión del cuerpo después de semejantepisodio violento. Tienes buenas agarraderas..., alguna cosa más..., íntima quizás..., ¿algún lío coalgún jefazo? —Le guiñó un ojo—. ¿O siguecoqueteando con aquel criminólogo tan sabihondo
Valentina sintió un estremecimiento de ira decidió cortar la conversación de raíz. Aque
hombre tenía la capacidad de desarmarla y aquell
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a hacía sentir vulnerable, y lo que era peoecordar episodios que solía mantener siempr
bien guardados en lo más profundo de su alma. —Nos veremos pronto, Mendiluce. No l
quepa la menor duda. Y, por favor..., no se permitel lujo de tutearme.
Pedro Mendiluce vio a Valentina escabullirse avisar a su amiga. Admiró sin disimulo su cuerp
esbelto y sus pechos plenos que se adivinaban cofacilidad a través del jersey gris. Ambadesaparecieron camino de sus asientos. Sonó eegundo aviso. El empresario saludó con un
onrisa a los políticos que aún remoloneaban poel bar, terminó su vino y emprendió a su vez ecamino a uno de los palcos.
Mientras Jaroussky cantaba con su voangelical «Ombra mai fu», Mendiluce, solo en epalco, se repantingó como pudo en la silla, algncómoda, y pensó en el futuro. Durante dos año
no había podido pensar en nada más que en salde la cárcel lo antes posible. Cada día había sid
una tortura, un apunte en el debe. Pero ahora tod
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había cambiado: las apetencias, las ansias, todera distinto, y era necesario planificarlo cocuidado. No podía dejar nada al azar. Si habíalgo de lo que Pedro Mendiluce estaba seguro erde que no quería volver jamás a pasar un día eTeixeiro. Pero también estaba seguro d
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