libro mi hombre verde que quería vivir
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Mi hombre verde
que quería vivir
Lady Pertelote
Una mujer o una zanahoria
1
Hay un momento en que la ciudad urge como nunca, se multiplica, se reduce, se instala
en una ficción verdadera y se sobrepone a la rutina.
La avenida parecía una oscura fecundidad invertida que en vez de parir criaturas nuevas,
absorbía el gentío apático. El gran reloj de la plaza arrojó las ocho en punto y se disparó
la hora pico por la ciudad sin más frontera que la urgencia de los habitantes.
Me detuve con cierto estupor, una inquietud que se renovaba todos los días al querer
cruzar. Siempre les temí a las avenidas.
Dejaba atrás mi día laboral, uno de tantos. Un día más de invisibilidad. Un largo trago
de melancolía rodó por mi
garganta dejando un resabio recio y dulce como un buen vino.
El ruido de los motores me anunció la revelación de los crepúsculos y se renovó mi
asombro. Me llevé la mano al pecho. Siempre lo hago.
El corazón comenzó a hacerse notar, sacudido por una emoción confusa. Me apoyé en el
poste del semáforo donde con espacio de cuarenta segundos un hombrecito verde y otro
rojo organizaban nuestros pasos, los transeúntes de siempre.
-Echo de menos a mi padre-, dijo una voz aguda. Miré a mi alrededor y nadie parecía
haberme hablado. La gente se sumía en una manifiesta ansiedad por cruzar.
Aspiré profundo para enfrentar la enorme avenida que resplandecía en la oscuridad
creciente de la noche tardía. Como siempre, las piernas me temblaron
-Echo de menos a mi padre-, alguien repitió. El hombrecito verde que nos daba permiso,
se bajó de un salto del semáforo y me tomó el dedo para que lo ayudara a restablecer el
equilibrio.
Lo miré apenas sorprendida. Su gesto afable, su mirada
brillante me conmovieron y me ganó la ternura. Le sonreí.
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-¿No deberías darnos permiso para cruzar? Todos estamos esperándote. Es la hora de
volver a casa. Vuelve al semáforo.
Hablé intentando guardar mi propio equilibrio, disimulando el vértigo ante los grandes
espacios. Aunque el espacio más grande que existía estaba en mi propio corazón.
-Pero te dije que echo de menos a mi padre. Creo que debe estar muerto.
Retrocedí un paso y para que la muchedumbre ansiosa, ya exasperada por la demora no
lo atosigara, lo tomé de la mano y comencé a caminar en dirección contraria. Lo vi tan
pequeño que sentí que tenía que protegerlo. Lo cubrí ligeramente con mi libro y le
acaricié la cabeza. Yo también extrañaba a mi padre.
Una rebelión de bocinas sacudía la atmósfera enrarecida de la tarde diluyéndose en
sombras. Los coches seguían invadiendo como bólidos el asfalto ardido ya que el
hombrecito rojo, adueñado del poste, se divertía ante el paso interminable de los coches.
Supe al momento, que un atasco infernal se formaría en el próximo semáforo. La gente
se pondría furiosa, pero no me importó.
-¿Cómo te llamas? Él no me contestó. Su dedito estaba caliente y se lo apreté con
dulzura. ¡Era tan pequeño! Me miró de reojo y se llevó la mano a la frente. Luego me
sonrió. Había algo de felicidad en su sonrisa.
-¿Cómo te llamas?-, insistí mientras lo conducía con cuidado hacia un árbol con raíces
salientes para poder sentarnos.
-Hombre Verde.
-Así, ¿nada más? ¿Hombre Verde?
-Mi padre me habrá dado un nombre, pero ya no me acuerdo, porque eso fue hace
mucho tiempo.
-¿Cómo se llama tu papá?
-No lo recuerdo ya. Algunos me dijeron que fue Claude Chappe, pero no estoy seguro.
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-¿No estás seguro?
-No, no estoy seguro. No sé si ese fue mi padre o el ideólogo en mi línea ascendente en
el cual mi padre se inspiró y llevó a cabo mi concepción. Pero lo echo de menos igual.
Sus ojos dejaban traslucir nostalgia, la necesidad de los lazos, la ganas de un entorno
propio. Miró el obelisco y se quedó pensando.
-Los Hombres Rojos a veces me confunden.
-¿Los Hombres rojos?
-¡Si! ¡Si!.¿Por qué repites todo lo que digo?
-La repetición, aunque haya entendido, me da tiempo a pensar.
Él se detuvo y me miró risueño.
-Los Hombres Rojos, que también son mis familiares, dicen
que fue J.P Knight y que, en el comienzo, dábamos permiso de paso a los trenes y a los
barcos. Teníamos un cuerpo diferente, como tú cuando eras niña.
Me ruboricé. Yo había estado enamorada de mi infancia y la transición me había
resultado angustiosa. Recuerdo haber caminado encorvada para que nadie notara mi
pecho insolente.
Hombre Verde siguió hablando, con la mirada ausente.
-Pero me gustaría saber quién fue. Así sabría mi nombre o mi número, que sería como
mi nombre. Yo no sé por qué, pero los humanos en algún momento de sus vidas,
quieren remontarse y hurgar en los orígenes. ¿Tendrá algo que ver con el mito del
eterno retorno? ¿Será que necesitamos perdurar?
-Pero… ¿Eres humano?- Hombre Verde no quiso escuchar mi última pregunta. Me miró
frunciendo el ceño y se tocó levemente la punta de la nariz, dulcemente arrogante.
-No hay nada peor que querer a alguien que no sabes
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dónde está, o mejor dicho, no sabes si aún vive. Yo doy por hecho que no está vivo,
pero como yo he vivido un siglo, días más, días menos, podría llegar a albergar la
esperanza de que parte de él estuviera vivo
-Hombre Verde, un ser humano está vivo o no está vivo. No está vivo de a ratos o de a
trozos.
-¿A no? ¿Te has mirado al espejo últimamente?
-He preferido introducirme en ellos, como…
Pero él no me escuchaba. Tenía tantas ganas de hablar que no podía callarlo.
-Cuando alguien desaparece, la incertidumbre se vuelve parte de nosotros, como un
engranaje más del mecanismo de la respiración. Nunca dejamos de esperar, nunca
descansamos.
-Es verdad, la palabra ausencia cobra el sentido de “desaparición” y eso, a la vez,
creo un nuevo concepto: una ausencia que duele más, porque la espera nunca
termina.
- Y si estuviera vivo… ¿Qué harías?
-Trataría de encontrarlo, desertaría de mi casita del semáforo e intentaría verlo. Si
estuviese muy lejos, le podría escribir cartas. Y si estuviera, en fin, muerto, podría
sufrir de golpe, y mucho, pero descansaría - ya no tendría que mantenerme en vigilia
esperando noticias. Podría descansar. La sensación incierta de orfandad es muy fea. No
sé si a veces estoy triste con razón o sin razón. Pero en realidad, hoy, estoy contento.
-¿Tienes algún recuerdo del lugar donde naciste?
-Muy incierto. La gente hablaba otro idioma. Luego, fue tan grande nuestra
multiplicación, que fuimos esparcidos por todo el mundo, por el bien de la humanidad.
-¿Y por qué te dejaron atrapado en este semáforo?
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-Hace sólo treinta años que estoy aquí. He cambiado de casita unas cuantas veces. He
recorrido el mundo. He conocido mucha gente. Mi trabajo es muy especial.
-Pero no me parece bien que te hayan dejado atrapado.
-¿Por qué no? Ese es el motivo de mi existencia. Aparezco yo con la intención de
caminar, con posición de “dar un pasito”, y todos cruzan, como si cruzar una
avenida fuese lo más importante del mundo. Luego aparece mi primo, rojo y erecto,
para indicar que nadie puede cruzar, da paso a los coches y se regocija. Esa es nuestra
misión. Evitar accidentes. Es algo muy importante. Es un trabajo que me deja la
sensación de que mi vida es de gran provecho. Mi padre se equivocó sólo en algo.
- ¿En qué?
-Debería haber inventado la manera de que descansemos más. Llevo un ligero
agotamiento de casi un siglo. Nunca descanso más de cuarenta segundos. Hubo
oportunidades, lo reconozco, que he dormido horas, pero sólo cuando había una avería.
-Pero… ¿Por qué has querido salir de tu casita justamente esta noche? La curiosidad era
como un resorte en mi pecho.
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿No superaste “la etapa del Por qué”?
-No te pongas nervioso, Hombre Verde. Pero, ¿por qué?
-Tenía ganas de hablarte. Hace mucho tiempo que tenía ganas de hablarte.
Miré a mi alrededor como buscando a alguien más. No podía estar dirigiéndose a mí.
¿Por qué a mí? ... ¿Por qué?
Hombre Verde me miró con descontento, mostrando algo de
reprobación. Su sonrisa se convirtió en una mueca incrédula.
-¿Por qué? ¿Por qué?-, casi gritó con su voz pequeña pero segura. -Te recuerdo que
eres una mujer, no una zanahoria- .
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Su frase me confrontó con una parte de mí que aún no tenía resuelta. Yo era una mujer
y me comportaba como una mujer, pero todavía no había echado de mi corazón la
frustración de no ser la mejor en la rayuela, de no poder andar en bicicleta sin manos o
de no ser aquella que era la más linda de la clase hasta cuando lloraba.
Hombre Verde me pasó la manito por el cabello que se movía con el tibio viento de la
noche estival. Sus ojos me arrancaron velos infinitos de las pupilas y supe que mi
corazón estaba expuesto. Un pudor inevitable abrillantó mis mejillas.
¡Hacía tanto ya que no mostraba la verdadera mujer de mi vida!
¡Cuantas enormes máscaras había acumulado sobre mi rostro!
Hombre Verde pasó sus deditos por mi boca y sonrió con dulzura.
-Sonríe-, me dijo, sonríe.
-Pero… ¿Por qué a mí?
-Si, sabías que me escucharías-, aseguró con ademán importante. - Eres una conjugación
exacta de corazón y razón. Eres lo que me hacía falta para salir de mi casita. Esa
combinación activó mi parte humana.
¿Eso era yo? ¡Que importante me sentí! De repente, aspiré profundamente, con esa
exultación propia de los que han logrado algo bueno, con mucho esfuerzo. De algo sí
estaba segura. Yo hacía un enorme esfuerzo para convivir conmigo misma e intentaba
darme vacaciones, pero no lo lograba.
De repente se puso un poco melancólico, sus manitos le temblaron y le sequé la nariz
porque la tenía húmeda por el sudor. Lo tomé de la mano más fuerte. Temí que alguien
se lo llevara por delante. La plaza que separaba las avenidas se estremecía por los gritos
ahogados de la gente que quería cruzar la avenida y el Hombre Rojo, amo absoluto del
semáforo, no lo permitía. Los bocinazos y las frenadas parecían crecer en ferocidad.
Hombre Verde murmuró algo y creyó que no lo escucharía.
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-Sólo unas horas para vivir con ella, sólo un rato.
Para vivir con ella… ¿Acaso yo era “ella”?
El zumbido horrible de la sirena de los patrulleros ensució la fragilidad de sus palabras.
-¿Estás triste?
-No-, me respondió con su voz pequeña, pero contundente.
Lo miré casi sin parpadear.
-No, en absoluto. Todos mis hermanos están conformes con sus vidas y yo también. Soy
un Hombre Verde feliz, pero quiero vivir algo diferente por unas horas. Y quiero saber
algo de mi padre. Y algo más de ti.
Mi Hombre Verde quería vivir como un humano por un rato,
unas horas había dicho. Me acerqué con serena bondad, con una inmensa ternura y lo
abracé muy, muy fuerte.
Sentí que lo había estado esperando. Había bastado sólo un rato para saber que me
estaba salvando de algo, aunque no sabía todavía de qué. Pero me estaba salvando.
-¡Ni pienses en volver a tu casita aún!, quise decirle. Hace años de soledad que estaba
esperando tus palabras.
-¡Hace tantos sueños que te estoy soñando!, susurré.
-¡Hace tanto moreno silencio que nadie sabe escuchar!
Creo que no me escuchó, pero recuperó la expresión de felicidad y su rostro se iluminó.
-Hace tantas vidas que no estoy viviendo…
No quise hablar más alto. No quería que me escuchara.
La policía trataba de contener la masa jadeante y muscular que hacía equilibrio en la
vereda. Yo miraba todo como una espectadora más.
Por un momento no existió el sentimiento oscuro de no haber sido la más linda de la
clase ni de ponerme fea cuando lloro.
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Solamente me colgué de las palabras más bellas que alguien me había dicho en la vida
“Una conjugación exacta de corazón y razón”. Suspiré aliviada.
Nunca antes me habían llamado por otro nombre. Yo era la más feliz de las mujeres.
Así, así de importante era yo
La tinta que se seca antes de escribir el verso
-¿Y tú? ¿Estás triste?, me preguntó repentinamente.
- ¿Yo?
-No sé con quien más estoy hablando-, dijo frunciendo
levemente el entrecejo.
Tenía una rara manera de dirigir mi discurso.
- No, creo que no.
-¡Creo! ¡Creo! ¿Qué es Creo?
- Nunca me pregunto si estoy triste. No quiero estar triste.
Nadie debe verme triste, nadie. Cuando lo admito, me siento como un soldado que
vuelve de una guerra y nadie sale a recibirlo. No sé por qué.
-Pero estás triste. Caminas como pateando perros molestos, como peleándote con el
crepúsculo.
-No, Hombre Verde. No. Tal vez porque es la hora que
salgo de trabajar. Salgo muy cansada. Allí soy invisible o culpable.
-¡No, no es solamente eso! ¡No te mientas! Dime... ¿Qué te pasa? ¿Te satisface sufrir a
cuenta de algún dolor futuro?
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Yo no sabía cómo empezar a hablar. Mejor dicho. No estaba acostumbrada a hablar.
Estaba acostumbrada a escuchar, estaba acostumbrada a consolar. No sé qué me había
llevado a ese extraño hábito, pero era así. Me había convertido en una enorme oreja y
casi había olvidado que la boca también servía para hablar de mí.
-No tengo tiempo para estar triste. La tristeza es un lujo, es para quienes tienen tiempo
de sentarse a llorar.
-Oh… Tengo ante mí la Mujer de Hierro-, dijo burlonamente.
Pero yo hice un ademán con mi mano demostrando que esas banalidades no eran para
mí.
Mi voz circunspecta de conocedora de almas le dio risa.
Luego hizo una mueca irónica.
-Tienes bien estudiado tu discurso. Quizás algún estúpido te crea. Pero seamos
realistas. ¿Por qué nunca te preguntas si estás triste?
-Le tengo miedo a la respuesta-, dije bajando el tono de voz.
Temí que alguien me escuchara. Era una experta en el miedo. Aunque sabía que a veces
el miedo era una buena arma de protección.
Hombre Verde volvió a reírse, ahora con una carcajada.
-Esto es un pandemonio. ¿Quién te puede escuchar?-, dijo ahogado en su propia risa y
tenía razón. Su cuerpito se sacudió, juntó sus rodillitas y puso su frente sobre ellas.
Supe que no le podía mentir.
-Si admito que estoy triste, no sabría que hacer con mi tristeza. La tristeza es un dolor
raro, roedor, un hundimiento encubierto. Es una cárcel con puertas abiertas pintadas en
las paredes. Me daría miedo no poder salir nunca más. Esa es la sensación. La tristeza es
como una siesta de sol en un desierto. Una asfixiante siesta de verano que nunca acaba.
Pero a la vez, cuando estoy alegre, temo que algo ocurra y me despierte.
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Y darme cuenta que sólo estaba soñando con la risa. Yo no
creo en eso de “Conócete a ti mismo”. ¿Para qué quiero conocerme tanto? Mejor sigo
así. Mejor me salvo de mí misma.
- Pero, ¿estás triste?
Él me repitió la pregunta con un suspiro, indicándome que quería un Si o un No por
respuesta y movió su piernita hacia la mía, fingiendo que me iba a patear. Dulcemente.
-Mira, Hombre Verde. La felicidad es como un vuelo de mariposa, como un verso
perfecto. Pero las mariposas mueren rápido y la tinta se seca antes de escribir el verso.
Luego los golpes bajos, la mano de arena que nunca descansa.
-A ver…A ver… “Experimentada en quebranto…”
-Miguel Hernández es uno de mis tantos amores.
-No me asombras. Siempre amas lo imposible.
Pero la noche era un refugio de grillos, fervor y sonrisas. Y
el aire era verde, como mi calle, mi infancia, y mi nuevo amor por el Hombre Verde. La
vida era verde. Y yo lo quería verde.
El caos y el asombro
-Muchas veces la vida nos brinda un tiempo de bonanza y uno se queda perplejo. Y esa
perplejidad nos vuelve vulnerables.
- No estoy de acuerdo. Deberías pensar menos y reir más. La risa es poderosa. Es una de
las mejores armas para combatir los fantasmas y las sombras. Y eres tan hermosa
cuando ríes. La risa te sienta bien.
Yo me sonrojé. ¿La risa me sentaba bien? La risa, la risa.
Hombre Verde siguió con su disertación.
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-Entonces la felicidad-, según tu razonamiento es
esporádica. Estás demasiado aristotélica para una noche tan bella, tan prometedora de
estrellas.
- ¡No, no soy una mujer triste!-, dije con firmeza.
-Yo sé que no eres una zanahoria triste, pero estás triste. Te he visto llorar alguna
que otra tarde, apoyada en mi poste, suspirar mirando la larga fila de coches de esta
avenida eterna.
No te animas a quitarte la gran armadura. Pero la vida no es una guerra, sólo una
enorme trinchera con algunas lentejuelas, donde también hay descanso. Deberías darte
una “auto amnistía”.
Hombre Verde fingió estar ametrallándome. Luego se arrojó
hacia atrás como si alguien lo hubiera herido mortalmente y quedó de espaldas a la
noche con los ojitos fijos.
Se echó a reír y la risa fue agua clara y fresca en la garganta.
-Y además ¿Por qué siempre haces el mismo recorrido? Te gusta la rutina, Corazón
Valiente. La rutina te da seguridad.
-¿Corazón Valiente?
Cuando escuché eso de…Corazón Valiente, me quedé atónita.
¿Cómo podía llamarme Corazón Valiente a mí, justamente a mí, cuando era un persona
tan invisible como silenciosa?
Hice de cuenta que no lo había escuchado.
No podía estar hablando de mí.
-La rutina ayuda. Nos da certezas. Nos hace bien saber lo que va a suceder, nos quita
incertidumbre.
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Iba a comenzar con otro de mis pesados razonamientos seudo-filosóficos, pero fue más
mi curiosidad.
¿Por qué me llamas Corazón Valiente? Si yo soy de esas que gritan en silencio, que
luchan bajo la armadura para no ser vistas, que adoptan la intrascendencia para moverse
con más tranquilidad. Vivo a la sombra de mí misma. Es más
fácil así.
-Hay una guerrera celta en tu corazón. De hecho, ¿sabías que la diosa guerrera Scathach
era maestra en los artes de la guerra y tenía su escuela en la Isla de la Sombra? La
sombra era su estrategia. Pero a ti, te sienta mejor la luz.
-La luz… La luz era amanecer, era la sonrisa de mi padre…
-También sé que cuando miras las estrellas, le pides a la ley de la imprevisibilidad que
se cumpla de vez en cuando.
A veces estás muriendo de ganas de cambiar algo, algo que subvierta la cómoda rutina
de tus días. Desde mi poste, lo veo todo.
Lo miré con extrañeza. A nadie le gusta sentirse expuesto. Pero él ya me había visto el
alma, entonces era tarde. Había algo en mí que le pertenecía.
Él siguió su exposición, entrelazando sus deditos y mirando por el rabillo del ojo la
rebelión de coches y gente que había provocado.
-Tienes que sacar ventaja de la espontaneidad. Es el día a día. Caminas con demasiado
peso. Pasas tanto tiempo cuidándote de sufrir que eres una fortaleza ambulante. No, no
está bien. Es más fácil que eso. Mucho más fácil. Es-pon-ta-nei-dad.
Yo sabía que él tenía razón. Ya no me acordaba de la espontaneidad. Mi lema de vida
era el “por las dudas”. Por las dudas, me callo. Por las dudas, no intento. Por las dudas
sufro, así cuando llega el verdadero dolor, ya no me tanto hace daño.
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Por las dudas me muero de en vez en cuando, así la muerte no me toma desprevenida,
como le pasó a mi padre.
-¿No te quieres casar conmigo?-, dijo de repente.
Hombre Verde me tomó la punta del dedo pulgar. Me quedé mirándolo, quieta, absorta,
queriendo retener aquel momento, aquella mirada suya. Eso sí que era espontaneidad.
-No, te agradezco la proposición-, le dije tocando su hombrito brillante.
-¿Y por qué no?
–No sé, será porque ya tengo pareja. Sí, por eso.
-¿Y lo quieres mucho como para no casarte conmigo?
-No sé, pero ya llevo con él muchos años. No soy proclive a los cambios.
-Ya sé que te gusta la filosofía a los saltos, pero Heráclito dijo que “sólo el cambio
perdura”.
-No sé nada de Heráclito. Y no me gusta la filosofía a los saltos.
-Entonces, cásate conmigo.
-Creo que no puedo.
Las estrellas golpeaban gozosas el obelisco bonaerense.
-Me parece que no debo.
Dije esas palabras y me tembló la voz. ¡Lo quería tanto a mi Hombre Verde!
-Bueno. Pero piénsalo mejor.
-Si, lo voy a pensar. Por supuesto.
Por primera vez en mucho tiempo tuve ganas de llorar de
felicidad y no temí a que algo malo me pasara. Pero no lloré, porque recordé que la risa
me sentaba bien. Y fue la risa la que inauguró mi hora penúltima, la que me sembró la
cara de estrellas y por un instante, también fui discípula de Heráclito.
Sólo el cambio perdura.
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-¿Por qué no me llevas un rato sobre los hombros?
-Claro que sí, Hombre Verde.
El Hombre Verde me pasó los bracitos por el cuello y sus piernas quedaron colgando
por un momento. Una señora que pasaba lo empujó suavemente para ayudarlo a poner
sus piernitas sobre mis hombros. Él le agradeció con una sonrisa. La sonrisa también le
sentaba bien. La noche era un parto de sonrisas.
Un bramido humeante crecía en la avenida. Era absoluto el
caos y el asombro.
La ciudad era una medusa furiosa.
Pero él me llamaba Corazón Valiente y eso me bastaba para ser valiente, para reírme.
Recordé que las guerreras celtas luchaban con sus hijos en la espalda. Protegerlos las
hacía temibles, feroces. Nada ni nadie podía contra ellas. Y ganaban las batallas.
Yo tenía a Hombre Verde en mi espalda.
Ahora yo era temible. ¡Quien me ha visto y quien me ve!
Me eché a reír. Él se echo a reír. Teníamos que salvarnos.
La risa era la mejor manera. La risa me sentaba bien. Entonces me acordé de la
espontaneidad, abracé a Hombre Verde y le di un beso sonoro en la frente. Me gustaban
los besos con ruido.
Él se sonrojó un poco y luego se puso a bailar. Su cuerpito verde se sacudía como si
estuviera bailando rock and roll.
¡Cuánto lo quise! Lo tomé de la manito y me puse a bailar con él. Ya no me importaba
el mundo circundante. Ya no me importaba lo efímero del día.
Sí, así era la felicidad.
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Será por eso que lo quiero tanto
Nos sentamos en una fuente de la que no salía agua. De lejos, veíamos el obelisco.
Yo escuchaba los gritos guturales de las bocinas y me imaginé los atascos y los enojos
de la gente hilarante que no podría llegar a casa. Pero ya no era importante. Quería que
el Hombre Verde me hablara. Supe acabadamente que me había estado esperando. Me
puse las manos en los muslos y él se sentó como si estuviera tomando sol, entre mis
piernas.
-¿Sabes? Conocí a Borges.
-¿De verdad? Mi incredulidad se hizo manifiesta.
-Créeme. Estuvo justo allí. Ya tenía problemas con sus ojos.
-No te rías por lo que te voy a decir, pero a veces soñaba con ser María Kodama, para
poder estar cerca de él. Le confié con cierto rubor que amaba a Borges.
-¿Y él te quería?
-¿Cómo?
-¿Te pregunto si él te quería?
-No, claro que no. No me conocía. Yo lo amaba de tanto leer sus ensayos, sus cuentos,
sus poesías. Era el mejor…
-¿Lo leías a él o leías su obra?
-Yo lo leía a él, porque lo admiraba y lo amaba, a mi
manera. Si, en verdad, lo leía a él.
-Pareciera que te gusta amar lo inamable. ¿Nunca pensaste en amar a alguien normal?
-¿Normal? ¿Qué es lo normal?
-No sé en que idioma hablo. Todo me lo haces repetir.
-Tengo a alguien relativamente normal. Mi pareja…
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-En fin, Corazón Valiente, mejor volvamos a Borges, porque tu zanahoria es el primer
ciego.
-¿Cómo era él?
- Él era un hombre afable, pero me intimidaba su inteligencia. Tú estás rodeada de
ciegos que te circundan, pero no te ven. Borges era menos ciego que todos los que te
rodean. Lástima que no te conoció.
Mi corazón se inflamaba al escuchar hablar de Borges. Recordé uno de sus tantos
versos.
“Y la ciudad, ahora, es como un plano, de mis humillaciones y fracasos...”.
Me quedé mirando sin ver y pasé mi mano por la frente, como si buscara en mi mente
todos los versos que de él había aprendido de memoria.
-¿Hablaste con él, Hombre Verde?
-Si, porque pudo escucharme, como tú. Sabía leer entre líneas, sabía descifrar el tono de
voz. Le pregunté si era muy terrible ir volviéndose ciego progresivamente, pero me dijo
que no, que ya lo había asumido y que había una biblioteca universal en su mente, una
biblioteca que ocupaba el espacio de la desazón de sus ojos.
Hombre Verde hablaba y me acariciaba la mejilla con devoción. Y me reconocía, me
veía el alma, me descubría.
-Muchas veces creo que sus ojos miraban hacia adentro, que ya no le hacía falta mirar al
mundo circundante, que no existían velos posibles para nublar tanta lucidez.
Decía que era cosmopolita, pero pocos han hablado y han sentido a Buenos Aires
como lo hizo él. Tenía alcantarillas de luz en los ojos.
Miré a mi alrededor con una euforia casi sublime y luego suspiré hondo.
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-“No nos une el amor sino el espanto”…, recité desde el alma y Hombre Verde se
sonrió con esa sonrisa de sabio que tanto le gustaba practicar, como si para él no
hubiese secretos.
-“Será por eso que la quiero tanto…”
-¿Será?- replicó Hombre Verde.
-Será por eso que te quiero tanto.
Dentro de un rato, la nada
Hombre Verde saltó ágilmente hacia el suelo y me hizo un
gesto con la manito, invitándome a caminar. De algún modo intuía que la ciudad, en
esta hora crepuscular, ejercía una suerte de ensoñación. La ciudad era mágica. Yo era
parte de ella, era mi hilo de identidad.
Hombre Verde comenzó a caminar sorteando las colillas de cigarrillo y se puso a reír
con ganas, con una genuina felicidad. Yo me puse a saltar una rayuela imaginaria.
-Esto es un surgimiento del encanto, pero dentro de un rato me sobrecogerá la nada, la
sensación de la nada. Mi voz se asfixió en un suspiro.
-No temas tanto a la nada, dijo aún riéndose. Sartre la llamaba “la nausea”.
-Los existencialistas nunca tendrían que haber hablado de esas cosas. ¿Para qué develar
lo que no podemos cambiar aunque quisiéramos?
-Te gusta la filosofía a los saltos. No, la filosofía no es lo tuyo.
-Peor Kierkeggard que habló del “pavor”. Hablé fingiendo no escucharlo. Quise, por un
momento, parecer entendida en algo, quería impresionarlo.
- “Corazón Valiente”, me estás cansando. ¿Eres existencialista?
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-¿Yo? No, ni loca. Ya bastante tengo con mi propia absurdidad, como para que vengan a
restregármela por las narices. ¿Y tú?
-¿Yo?, exclamó él girando como un trompo. -Yo tampoco.
-Bueno, en eso estamos de acuerdo. Ven, vamos a cruzar la calle y tomemos un café.
-Vamos, pero que me sirvan el café en una cuchara de postre, así no me ahogo.
-Está bien, pero recuerda que yo te cuido.
-No, él que te cuida soy yo, filósofa de suburbios.
-Tienes razón. Lo mío es la poesía.
-Por fin nos ponemos de acuerdo.
-Por fin.
¿Y cómo es él?
-¿Cómo es él?
-¿Quién?
-¿Quién? ¿Quién? ¡Quién! ¿De quién te parece que te estoy hablando?
Hombre Verde parecía irritado. Se había puesto nervioso.
-¿Mi pareja?
-Cierto que ahora le llaman “pareja”. ¡Si! ¡Si! ¡Tu novio! ¡Tu fiancée! ¡Tu boyfriend!
¡Tu prometido! ¡Esa cosa que tienes por hombre a tu lado!¡ Esa zanahoria!
-No te pongas nervioso, Hombre Verde. Mi novio, mi pareja. Es lo mismo.
-¿Y?
-A su lado soy sólo parte del paisaje. Un mueble, una cama, un objeto querido. Si me
corto el cabello, no se da cuenta, si me compro ropa, no se da cuenta. Siempre estoy
como un faro, como una mesa, un buen libro. Es una tontería, dirás… cosas de mujeres
que queremos ser, alguna vez, la Cenicienta.
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Si crees que soy tonta, no me importa. Es verdad, es esa fantasía que crece y nunca deja
de ser, que llevamos arañando el alma y nos subleva y nos ataca cada vez que alguien
nos vuelve parte de la rutina. Mi novio me ha incluido en la rutina salvadora, pero a
veces quiero ser princesa. A veces tengo ganas de hacer equilibrio en una cornisa o de
tocar un timbre, salir corriendo…
-¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Muy bien! Por fin has roto los moldes. ¡Has hablado! La
princesa está viva… ¿Qué tendrá la princesa?
Mi Hombre Verde saltó en sus piernitas e hizo una exagerada reverencia. Luego volvió
a girar como un trompo.
-Todavía estás a tiempo de ser princesa. Ahora a las mujeres se les ha dado por negar su
esencia, por descartar su naturaleza, sus ambiciones románticas. Niegan sus deseos de
magia, sus maneras tiernas, esa bella ternura, el sueño secreto que las vuelve hermosas.
-¡Hombre Verde! Me sorprendes, pero sí, es verdad. Cuando uno deja de soñar, se
muere. Y yo no me quiero morir, pero no soy proclive a los cambios.
-¿Y cómo se llama la zanahoria?
-¿Quién?
-La zanahoria… Tu novio verdugo.
Mi monólogo se derivó en secuencias de esos libros de autoayuda que tanto me
fastidiaban, pero Hombre Verde salvó nuestra conversación.
- Yo no sé por qué los hombres le temen a las mujeres fuertes ni por qué las mujeres
compiten con los hombres. Yo no sé quien inventó la política sexual.
-Yo tampoco, creo que los papas de la Edad Media.
-¡No! No!. Corazón Valiente, esto viene desde antes. De mucho antes.
-¿El mito de Lilith?
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-Tal vez-, dijo cruzando sus manos sobre su pecho. –Tal vez, desde que el hombre se
dio cuenta de que la mujer tenía la capacidad de tener hijos, de acompañar los ciclos de
la tierra, de sobrevivir a los partos. Y eso les dio miedo. Entonces usaron la fuerza para
demostrar que ellos también tenían poder.
Admito que me dejó sin palabras. Mi Hombre Verde era muy sabio.
-Pero tú eres diferente, Hombre Verde. Has leído mi alma femenina, has logrado que
disfrute de la mujer que llevo dentro de este cuerpo.
-La guerrera feroz y riente que llevas dentro te fluye en la sangre desde alguna
ascendencia celta o azteca. O huarpe. Creo que ya te lo dije.
-Hombre Verde, eres único.
-Y además, soy inteligentemente feminista.
-Hombre Verde, te quiero mucho.
-Cásate conmigo, entonces.
-¿Por qué?
-Porque ya me diste a conocer tu nombre secreto. Es muy pesado eso de parecer
“invulnerable”. Causa mucho desgaste. Es como cargar muertos en la espalda, todo el
tiempo, todo el tiempo. ¡Cásate conmigo!
-¡Yo te quiero tanto, Hombre Verde!
Yo también, poeta, yo también.
Los minutos contados
-En un tiempo quería ser Columbo.
-Columbo, ¿él de la serie de televisión?
-Si, él mismo.
21
-¿Por qué?
-No sé. Siempre preguntas ¿Por qué? ¿Por qué? ¡No sé por qué! Advertí que mi Hombre
Verde se estaba contagiando de los estados humanos. Alegría, tristeza, inquietud,
incertidumbre, enojos… ¿Por qué? Era como si se estuviera
despertando y ahora se daba cuenta de lo bello que era caminar por la calle, tomar un
café, reírse en una plaza recitando a Borges. Incluso se exaltaba al contarme su sueño de
ser Columbo. ¿Columbo? ¿Por qué?
Mi Hombre Verde quería vivir, pero aún así sabía que sus minutos estaban
contados. Y los míos, a su lado, también.
-¿Qué te interesaba más? ¿La serie televisiva o Peter Falk?
-Todo. La manera que resolvía los casos, su manera de vestirse, su aspecto desgarbado,
ese cigarrillo pegado a la boca. Tenía la apariencia de los antihéroes, pero era un
ganador. Esa es la fórmula perfecta. Nadie espera de ti lo que eres capaz de hacer.
Tú eres como Columbo. Estás cubierta de una aparente fragilidad , sólo aparente. Tal
vez por eso te quiero tanto.
Yo me sonreí. Toda la ternura del mundo no alcanzaba a cubrir mi capacidad de ternura
y de admiración hacia él.
-¿Y tú?
-¿Yo? Yo no estoy aquí para hablar de mí, sino de ti. Todos los que viven como tú son
héroes anónimos y reales, peleando con lo que se tiene a mano. Maslow dijo que
“cuando se tiene sólo un martillo, todo a nuestro alrededor
adquiere forma de clavo”. Tú martillo es esa rara dignidad que te mantiene en pie. Tú
eres una heroína anónima. ¿Por qué te piensas que te llamo Corazón Valiente?
Me miró y su mirada dejó escapar algo de futura melancolía. Me observó con un dejo
de desolación, advirtiendo por primera vez que su experiencia estaba en equilibrio con
22
su edad, con su sabiduría de biblioteca adquirida de a cuarenta segundos, escuchando,
escuchando por más de un siglo. Y yo tenía la sabiduría de los años que se habían
apoderado de mí hasta aquel momento que, en comparación con los suyos, eran
poquísimos. Pero se recuperó rápidamente y me alentó.
-No me mires can cara de que soy un “sabelotodo”, un intelectual o un hombrecito
mayor experimentado en la vida. Sí, veo que estás subestimando tu propia sabiduría,
tus propias experiencias. Ah…Corazón Valiente. ¿Que eres? ¿Una mujer o una
zanahoria?
Me eché a reír. Mi risa salpicó la noche saturada de grillos. ¡Y sí! Tuve el corazón de
grillo. Creo que la ciudad entera reverberó en la risa derramada. ¡Por fin!
- Quisiera haber vivido todo lo que has vivido.
-Yo no he vivido, he escuchado, he vivido vidas ajenas.
Hombre Verde adquirió una actitud extraña, y por primera vez alcancé a darme
cuenta que él estaba cumpliendo un viejo sueño- el sueño de vivir como esos tantos que
había visto o escuchado atrapado en su jaulita , ya sea con forma de
hombrecito, o inaugurando la electricidad. Él había sobrevivido a transformaciones,
casi a su extinción, luego a una colosal recuperación. Él había cambiado tantas veces de
ubicación y además, extrañamente, había sido condicionado por las circunstancias, a la
vez condicionadas por el siempre ciego progreso. Él se había convertido en un optimista
irremediable.
Sabía con certeza que sólo el cambio perdura, y sabía que yo podía cambiar, aquello que
era necesario cambiar. Tenía la certeza que yo lo podía lograr. Luego continuó
hablando.
-Mucha gente teniendo la posibilidad de vivir su propia vida, vive vidas ajenas porque
les resulta menos comprometido, pero yo no, yo no tuve opción.
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Él miró a su alrededor y arqueando sus cejas en forma escrutadora me tomó, otra vez, de
la mano.
-Pero Hombre Verde, ¿como veías a Columbo?
-Desde mi casita, en un bar con televisión. Esta avenida no estaba hace algunos años,
cuando yo llegué a este país. Yo veía las series desde allí. El bar estaba…por allá.
Ahora se lo tragó la avenida.
La oscuridad somnolienta había ganado terreno y las estrellas colgaban como abalorios
finos y traslúcidos. El camarero le sirvió café a Hombre Verde que se había sentado
sobre tres libros y la guía telefónica para poder llegar a la mesa. Luego le trajo agua en
una cucharita de postre. “Para que no te ahogues”, le dijo y luego le guiñó un ojo.
-Estoy feliz de ser libre. Si tuviera un cigarrillo como el de Columbo me lo fumaría con
gusto. Pero soy realista. Tengo los minutos contados.
Se notaba que estaba contento, que su rostro era otro, su expresión era otra. Pero aún así
no dejaba de mirar y suspirar ante los atascos, los helicópteros, la ambulancia, el
caos que reinaba en la ciudad sin semáforo. La ciudad salvaje. Y miraba con insistencia
mi reloj.
-Yo-, le dije risueña-alguna vez, hace mucho tiempo, quería ser la Mujer Maravilla. A
veces, aún quiero ser la Mujer Maravilla.
- Vivir en estos tiempos de incrédulas traiciones ya te convierte en la Mujer
Maravilla.
-Te quiero, Hombre Verde.
-Y bueno, entonces cásate conmigo.
-No puedo, pero te quiero igual.
Le pagué al camarero y salimos del café tomados de la mano- él, en puntita de pie, y yo
encorvada hacia delante.
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Me di cuenta que yo también estaba experimentando una visible felicidad. Los apodos
de Hombre Verde me habían dado una nueva visión de mí misma. O una nueva versión.
Hacía mucho que nadie me llamaba un nombre diferente. Y eso me gustaba mucho.
-De prisa, Peter Falk, crucemos la calle.
Su rostro cambió de repente y frunció el ceño, atónito. Se llevó la manito a la frente y
pateó un papel que se enredaba en sus pies. No podía creerlo.
Luego señalándome el caos creciente y unas figuritas verdes que se desplazaban como
ardillas, me explicó lo que yo me resistía a creer.
- Mis Hermanos Verdes también han desertado. Esto es el principio del regreso. Ahora
sí que me gustaría ser Columbo, para resolver este problema.
Apenas podía dar crédito a lo que veía. Perpleja, tomé muy
fuerte a Hombre Verde de la manita. Noté que él me importaba mucho y tuvo un
segundo de perplejidad.
Él, corriendo hacia su hermano verde más cercano, aún con su gesto consternado, y
evitando algunos transeúntes desquiciados, me dijo que agitación.
-¿Sabes que conocí a Platón?
-No te creo, no puede ser.
-No, tienes razón. Me parece que se me fue la mano. Te quise impresionar.
Su hermano verde aligeró su carrera en dirección contraria cuando vio a Hombre
Verde ir detrás de él.
-Tendremos que hacer algo para arreglar este problema.
Muchos Hombres Verdes iban desplazándose de aquí para allá, corriendo
desenfrenados. Estaban confusos, mareados de libertad, sonriendo casi tontamente.
Hombre Verde los defendió.
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-No temas, no son malos-. Sólo están cansados. Quieren correr, gastar energía, sentir el
corazón que late fuerte. Así es la libertad. Ser feliz es ser libre.
-¿Tienen corazón?
Sus ojitos se clavaron en mí con cierta desolación.
-¿Acaso yo no tengo corazón? ¿No te pedí que te casaras conmigo?
Lo miré con dulzura y le besé la frente. Él, decidido ya, se sentó en mi pie y se secó una
lágrima chiquita. Estaba exhausto.
-Ahora eres tú quien estás triste.
-Será que no quiero dejarte y tendré que hacerlo.
-No lo hagas-, le respondí y mi voz se quebró.
-No hay otra opción-, afirmó Hombre Verde. Y se puso a buscar algo en su bolsillito.
Mientras lo hacía, me miraba de reojo. Luego habló con voz muy decidida. Se
emocionó.
- ¡Tengo una idea! Abandona a la zanahoria de tu novio y dejarás de ser invisible.
Enfrenta a las avenidas y dejarás atrás ese raro vértigo. Enfréntate con aquella que eres,
en realidad, y luego te vienes conmigo a mi casita. Ya casados, por supuesto. Soy algo
conservador.
-A ti, Hombre Verde, todo te resulta fácil.
-“Nadie ve tu corona de cristal, nadie mira la alfombra de oro rojo que pisas donde
pasas, la alfombra que no existe”.
-Hombre Verde, eso es de Neruda. Háblame con tus palabras.
-En este instante solemne de felicidad, yo te nombro reina.
Me sonreí. Una sonrisa grande inauguró nuestros momentos
finales. Lo acaricié con tanta ternura que sus ojos se llenaron de lágrimas, pero estaba
feliz. Mi corazón comenzó a estrategias del adiós. No quería sufrir.
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-¿Cómo dijo Miguel Hernández que había que defender la risa?
-Pluma por pluma.
-Si, ahora me acuerdo. Pluma por pluma, pluma por pluma…
Nos abrazamos detrás de un buzón y noté que había algo en su manito. Aquello por lo
cual había estado hurgando en sus bolsillos.
Un papel y un silbato.
La reina ve su alfombra roja
Vimos con asombro que la ciudad se había convertido en un caos. Corrimos tomados de
la mano por una calle trasversal y nos detuvimos en una esquina con esa magia porteña
y el humo de los desclasados.
-Hombre Verde, esto parece una revolución. Me siento culpable.
-Tranquila, Corazón Valiente, que no tienes culpa de nada.
Ah…la culpa. Ese es el mal que les dejaron prendido en el alma, la culpa. La doctrina
de la represión.
Hombre Verde hablaba entrecortado, le faltaba el aire.
-¿Quienes?
- Esos que se creen salvadores de almas. La culpa es como una plancha de cemento. Es
el mito de la culpa. Todos tienen que pagar por no sé qué cosa. Es sólo un mito
colectivo, como tantos. No te lo creas. El mito bien entendido es otra cosa.
La ciudad parecía un hervidero. Todos los televisores estaban encendidos y mostraban
imágenes de gente histérica. Nadie sabía por qué los semáforos no funcionaban. Y
cuando se dirigían a los Hombres Verdes desperdigados por todos partes, los trataban
como a extraterrestres, los trataban de convencer que los llevaran a otro planeta
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donde la vida fuese mejor. Los Hombres Verdes reaccionaban mal ante esa confusión.
A nadie le gusta no ser reconocido. Yo, la eterna invisible, al fin lo admitía. No quería
más tanta invisibilidad ni tanta insatisfacción. Me sentía una erudita en el tema de la
insatisfacción.
-¿Has leído a Freud?
-¿A Freud? No, yo no leo. Sólo escucho, retengo, elaboro mis conclusiones y las doy a
conocer a quien me quiera escuchar.
Pero también lo conocí.
De pronto, Hombre Verde empalideció. Adquirió un color verde agua y su boca se abrió
de estupor. Los Hombre Rojos, sus primos, como él decía, también se habían
amotinado.
Los semáforos parpadeaban desorbitados, quizás también a punto de la revolución. Una
mezcla extraña de euforia y pánico enrarecía la ciudad sin límites.
AL verlo actuar, algo me tranquilizó. Supe que detrás de su aparente desconcierto, él
sabía lo que tenía qué hacer. Pero era manifiesto, lo nuestro debía terminar. El regreso a
su mundo disciplinado y humanitario era inminente. Con una servilleta de papel, sequé
el sudor de su frente y con disimulo, me sequé una lágrima.
-Ahora todos critican a Freud, pero gran parte de lo que predicó es totalmente cierto.
Yo ya no tenía ganas de hablar de Freud. Pero él hizo de cuenta que no lo había notado.
Me hablaba mientras garabateaba algo en el papel con un lápiz hecho a su medida.
Llevaba más en su bolsillito de lo que había imaginado.
La ciudad había estallado en una masa inhumana ya. Los semáforos se vaciaban, los
agentes de tránsito estaban desbordados y los Hombres Rojos, se habían enajenados de
poder. La subyugación del poder. El mal invencible de todos los tiempos. El poder es el
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largo camino hacia la corrupción. La noche se corrompía, la luz se corrompía. Pero él
no.
-¿Qué vamos a hacer?
-Voy a tocar el silbato. Mis hermanos me oirán y vendrán a mí. Siempre lo hacen.
Pronto todo volverá a la rutina. Al engranaje seguro.
Si, era verdad, todo volvería a estar como siempre menos yo. Yo me había dado cuenta
de que había aprendido demasiadas cosas y que nunca sería la misma. La risa, la
espontaneidad, la valentía, la felicidad. Había pasado de ser nadie a ser una reina. ¡Una
reina!
-“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo…”, agregó
después de posar su mano en mi dedo índice. Yo le di un beso con ruido.
Todavía tenía ganas de dialogar.
-No puedes haber conocido a Rubén Darío. ¿Cómo sabes tanto de él?
-Lo escuché a Borges. Te dije que conocí a Borges. ¿O ya no te acuerdas?
-Si, pero no pensé que él podía ir hablando de Rubén Darío por la calle.
-¿Por qué piensas todo en términos de plausibilidad? ¿Es que no sabes que existe el
azar, la imprevisibilidad, lo espontaneidad? Intenta aceptarlo. Es así.
Me hablaba sin dejar de escribir. Entonces le pregunté.
-¿Estás de acuerdo con Rubén Darío?
-Bueno, no del todo. Los árboles hacen el amor en las plazas y la mayoría de la gente no
se da cuenta.
-¿Entonces Rubén Darío se equivocó?
-No, él sostuvo su propia verdad.
Hombre Verde sonrío con esa sonrisa de sabio. ¿Protágoras?
29
De repente, sacó pecho y tomó el silbato para convocar a sus hermanos a la Gran
Reunión y se aprestó a hacerlo
sonar, pero se contuvo. Diez minutos más, Corazón Valiente.
-Quince, Peter Falk. Quince.
Él era el pequeño hombre más grande que había conocido.
¿A quién más conociste?-, insistí
-¿Famoso o no?
-Lo que quieras.
-Te conocí a ti.
Y entonces me sentí importante. Yo soy importante, me dije como diciendo una oración.
Soy importante.
Mientras tanto, mi Hombre Verde se había fabricado un anillo de papel y trataba
esforzadamente, amorosamente, de ponerlo en mi dedo. Pero ahora si que parecía un
poco triste.
Comenzaba la cuenta regresiva. El principio del adiós.
-Siempre es bueno sentirse importante por algo-, le susurré en su orejita caliente.
-No me olvides, nunca-, me ordenó.
Un cambio de esquina
Mientras corríamos hacia el obelisco, le pregunté cómo nacían los hombre verdes, las
luces verdes, incluso me interesé ligeramente por los rojos y los amarillos mediadores.
Simplemente me dijo que había un banco mundial de genomas-engranajes y allí se
reproducían bajo la supervisión de los continuadores del autor intelectual.
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Ellos habían sido concebidos para poder adaptarse a las continuas transformaciones a
las que iban ser expuestos. Pues la forma no hacía a la esencia, afirmaba él, y los
cambios previstos no afectaban a la esencialidad.
Estuvo un poco reticente. Le costaba respirar. Ya era la luna última y el adiós anunciado
y me di cuenta de que él no tenía ganas de hablar de las nimiedades de su origen. Y en
verdad, yo tampoco. Ya no había tiempo.
Me miró con ojitos sabedores y me atravesó el corazón.
-¿Qué vas a hacer sin mí?, Corazón Valiente?
-¿Qué te parece si cambio de trabajo?
-¡No! ¡No! Sólo tienes que cambiar de esquina. Cámbiate de esquina, cámbiate de
avenida, pero no cambies de sonrisa. ¡Nadie sonríe como tú!
-Puede ser. Me voy a subir a mi escritorio y voy a ver el
mundo desde otra óptica.
-¿Como los de la película “La sociedad de los poetas muertos?
-Si. ¿Viste la película?
-No, conocí a Robin Williams.
De a ratos, hacía sonar su silbato.
-Lloré mucho cuando terminó la película-, le confié haciendo paso entre la multitud.
-Para eso sirven las películas, los libros. Creo que tienen dos funciones básicas. La
primera es para que sintamos el consuelo de saber que alguien piensa o siente como
nosotros, así nos sentimos menos solos o mejor dicho, menos raros. La otra es para vivir
la vida que en algún instante querríamos vivir.
La ficción sana, nos acelera la sangre y es más parte de nuestra realidad que otras
realidades.
-¿Quién te dio tanta sabiduría, Hombre Verde?
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-Casi un siglo de estar vivo. Pero no siempre tuve forma de Hombre. Antes tenías unos
brazos largos como aspas…
Hablaba rápido, como para distraerse de su destino inmediato.
-Creo que ya me lo explicaste.
-Si, pero como te olvidas de todo, te lo repito.
--De ti nunca me voy a olvidar.
-¿A quién quieres más, a Borges o a Miguel Hernández? Su mirada pequeña arrojaba
estrellas a mansalva.
-¿A quién quiero más? - repetí para darme tiempo.
Mis pupilas hablaron más que todos los lenguajes. El corazón ocupó todo mi pecho y
fui un enorme corazón pensante y agradecido. Lo tomé de los deditos y lo miré
fijamente.
Sus ojitos chispearon con cierto pudor, con un dejo de locura poeta. Y se sonrió.
Entonces yo le dije:
-A ti. A ti te quiero más.
La Teoría del “¿Y qué?”
Comenzamos a enfrentar el obelisco con paso firme y cadencioso. Había puesto el
discurso en su bolsillo y sus
maneras eran decididas. Todo en él irradiaba confianza. Y por primera vez en mucho
tiempo, me sentía segura de mí misma.
-¿Qué harás cuando yo vuelva a mi casita? Porque sabrás que ya que no he contraído
matrimonio, tengo que volver.
-¿Qué voy a hacer…con qué?
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-¿Con qué? ¿Con qué? ¿Con qué? Contigo misma. No quiero que te pongas triste,
aunque hayas desperdiciado el alto privilegio de haberte casado con el más maravilloso
de tus pretendientes. Además, te prohibido ser invisible.
-Nadie como tú, Hombre Verde.
- Te voy a enseñar “la Teoría del ¿Y qué?”, desarrollada bajo el impecable cientificismo
y elevadísimo conocimiento de Hombre Verde.
Hizo una reverencia dieciochesca y su mano giró graciosamente por el aire.
-¿La conoces?
Yo lo miraba extasiada. Le dije que no.
Te advierto, prosiguió, que esa teoría en la práctica va acompañada de un ligero
movimiento de hombros, los subes y los bajas a modo de decir que “no te importa”.
Como los niños cuando se pelean con otros niños.
-¿Y a mí que me importa? ¿Y qué?
-¿Y qué?- repetí yo, moviendo mis hombros para arriba y para abajo, rompiendo las
reglas del protocolo social.
- Bueno, Corazón Valiente, ¿Cómo decías que querías ser?
-Quisiera ser mi propio antagonismo.
-Pero no lo eres… ¿Y qué? ¡Que te importa! ¿Y qué?
-¿Y qué?
-Si, si. ¿Y qué? ¿Y qué? ¿Y qué?
El Hombre Verde se había puesto ahora, casi violento en su
modo de hablar. La noche giraba a mi alrededor como un perro hambriento. Yo le tiraba
migajas de mi esencia como para exorcizarme, para que al fin me redimiese de mí
misma y así encontrar una forma diferente de enfrentar los hechos cotidianos.
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Nos acercábamos al obelisco y era el Adiós. Para mí era el Adiós. Y nada podía hacer
para evitarlo. Él hablaba de la individualidad, de la “teoría del ¿Y que?”, de la
revolución de los colores , de la libertad, del caos, de la próxima calma, de la
responsabilidad, de los gozos y los dolores. Pero en ningún momento disminuyó el
ritmo de sus pasos.
Me miró con ojitos escrutadores y luego insistió en la doctrina.
-De ahora en más, vas a practicar la teoría “¿Y qué?”
No le gustas a alguien. ¿Y qué? Y te encoges de hombros, como haciendo de cuenta
que no te importa. No puedes manifestar la rebeldía. ¿Y qué? No encuentras la palabra
justa para responder rápido. ¿Y qué?
Me quedé mirándolo y se me humedecieron los ojos.
¡Que fácil resultaba todo así! Él no hablaba de ser indiferente sino todo lo contrario.
A esas pequeñas cosas corrosivas que nos lastimaban, que no valían la pena, tenía que
aprender a decir: ¿Y qué? No me importa, pito pito gorgorito…pito catalán, a otra
cosa...mariposa.
Y así llegaría el alivio. Adoptó una postura intelectual y a la vez, fraternal. Luego me
dijo : ¿Y qué?
Creo que lo quise demasiado. Fue un momento hermoso, único, y le besé los deditos.
Nos miramos con tanta ternura, con tanto amor, que se me anudó la garganta y lloré
apoyada en su hombrito.
-Sabes, Hombre Verde, yo nací para alegre.
-No hace falta que me lo digas. Pero sí te aconsejo que dejes la filosofía de suburbios,
no es lo tuyo. Ah, Corazón
Valiente…Te echaré de menos. ¡No imaginas cuánto te echaré de menos!
-Yo también, Hombrecito. ¿Y qué?
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-¡Un momento! No quisiera que aplicaras esa teoría para mi ausencia.
-Es una broma. Usé la Teoría de la Imprevisibilidad. No esperabas que te dijera algo así.
Es-pon.ta-nei-dad.
-Has sido mi mejor alumna.
-¿Por qué no te quedas conmigo? Un día, sólo un día. Me has cumplido un sueño, he
sido reina por unas horas. ¿Qué más puedo pedir?
Pero la ciudad furiosa me dio la respuesta. Un pequeño engranaje, un Hombrecito
Verde, había desatado el derrumbe.
No quería ser tan vulnerable como la ciudad.
-No me escuches, Hombre Verde. Sé que tienes que volver. Yo ya soy grande. Voy a
ponerme en pie. Creceré.
Las estrellas brillaron más que nunca. La ciudad me cantó una canción de cuna
diferente y me di cuenta que ambos estábamos mirándonos con los ojos lluviosos. Pero
nada importaba. Así era la felicidad. Así era crecer.
Luego nos detuvimos al pie del obelisco y quedamos
abrazados, con la larga sensación de un tren que pasa.
La vulnerable ciudad
Hombre Verde se subió a la punta del Obelisco e hizo un ademán grandilocuente. Era la
señal entre ellos. En un momento, cientos de Hombres Verdes y Rojos y algunos
Amarillos cercaron la plaza donde se levantaba el Obelisco. Él, trasformado en líder les
habló de la libertad, del deber, del compromiso, de la lealtad y de los sueños. Por el bien
de la Humanidad.
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-Ya hemos cumplido el sueño de vivir en libertad. Aunque haya sido sólo unas horas.
Pero lo vivimos. Ahora es tiempo de volver. La ciudad estalla de caos. Y somos
responsables de este desorden. La ciudad es vulnerable sin nosotros. Debemos
protegerla. Tenemos una gran misión por delante.
¡Hermanos míos, volvamos a la pacífica batalla que aún nos
esperan siglos por delante!
-Desde ahí arriba me miró con dulzura y me guió un ojo. No
con picardía sino con complicidad.
En un momento, la ciudad dio un grito de espanto, como lobos que aúllan hambrientos.
Y luego, de a poco, muy lentamente, los tronidos fueron calmándose, diluidos en un
túnel azul y verde, cansino, ahogadamente. Las sirenas de los bomberos y de la policía
se volvieron perdonables, hasta hacerse casi inaudibles, y luego la nada.
Me encontré sola, parada ante un Obelisco arrogante, imponente como la ciudad que me
devoraba con unas encías temibles, filosas, familiares. Hubo un instante crucial que la
soledad de la multitud me avasalló, pero el corazón dejó de cabalgar y se quedó quieto.
Tan quieto hasta que pude recuperar la visión de mi rutina.
Él ya estaba en su casita. Me acerqué a él y le pedí que todavía no me dejara, que se
bajara de allí, sólo media hora más conmigo, pero pasados los cuarenta minutos, su
primo apareció implacable y luego él. Un sincronizado devenir de responsabilidades.
Por un momento pensé que me iba a dar una señal, un movimiento distinto que
me hiciera saber que estaba escuchándome. Fue sólo mi imaginación. Él no quiso, no
pudo. No lo sé.
-Te quiero, Hombre Verde.
Pero sus ojos siguieron su horizonte como si yo no estuviera.
-Por favor, Columbo. Resolvamos este caso, juntos.
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Nada. La gente a mi alrededor se detenía en la acera, miraba ansiosa a un lado, a otro y
a Hombre Verde, para poder cruzar.
La vida retomó su ritmo de a cuarenta segundos.
-¡Hombre Verde! Aquí estoy, aquí abajo. Soy yo, Corazón Valiente.
Su silencio fue tan grande como la ciudad incansable.
Y yo me puse a llorar. No sé si de tristeza, melancolía a cuenta o la sensación de
pérdida. No sé. Pero me puse a llorar.
¿No te quieres casar conmigo?
Todos los días cuando salgo de trabajar, me detengo para cruzar la gran avenida, ese
gran útero eterno donde por momentos sentimos la gran necesidad de sucumbir, de
dejarnos atrapar en la poderosa profundidad de un retorno al no ser y siempre me
regodeo en la fantasía , el divague liberador .
Si pudiera elegir entre nacer o no nacer, ¿Qué elegiría?
Si, ínfima y embrional apenas, pero con la capacidad de
razonar, con una conciencia exenta de idealismos, pudiese preguntarme si quiero volver
a ser la misma…
¿Qué me respondería?
Seguramente, y si decidiese nacer, querría ser más inteligentemente egoísta, no tener
este enorme corazón de jirafa y así evitaría los mataderos cotidianos. Pero ya no pediría
ser linda hasta cuando lloro.
Todos los días me detengo y lo miro y creo que me va a hablar, pero nunca lo hace. Está
cumpliendo diligentemente su misión, sin preguntarse si quiere o no quiere hacerlo.
Sólo lo hace.
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Con los ojos le pido una nueva tregua, un poco de compañía, una vuelta más.
Pero él se ajusta a su rutina implacable. Así tiene que ser. Su trabajo, decía, era muy
importante. Y era verdad.
Ahora que ya no tengo el síndrome del mueble, que quiero ser algo más que una dulce
utilidad y ya no me pesa la soledad…
Ahora que me vuelvo visible e invisible cuando yo lo decido, y descanso de las fobias
ajenas…
Ahora que miro la ciudad urgida y me dejo atrapar como una novia secreta de amores ,
y la disfruto…
Ahora que ya no me siento una zanahoria…
Ahora…él ya no está humanizado.
Pero de algo estoy convencida. He aprendido a situarme en la otra esquina del cuarto,
arriba del escritorio.
‘Oh, Captain… My Captain!
Después de él, nunca volveré a ser la misma. Seré otra versión de mí misma. Mejorada.
De eso estoy segura.
Me pregunto si aún echará de menos a su padre o si ya habrá averiguado quién era él, en
realidad.
Y entonces trato de no ser una filósofa a los saltos como él decía. Me acuerdo de
“Corazón Valiente” y vuelve a mí la guerrera celta. Soy la Conjugación Perfecta de
corazón y razón, me repito. Y me siento importante. Y me siento más fuerte. Soy mi
Mujer Maravilla.
A veces, me apoyo en el poste del semáforo y le hablo con la voz pequeña.
-¿No te quieres casar conmigo?, le pregunto.
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Lo miro con los ojos grandes y trato de tocarlo y le repito con la voz quebrada de
agradecimiento.
-Háblame, Hombre Verde… Háblame ¿No te quieres casar conmigo?
Pero enseguida aparece su primo rojo y él se va, sabio, disciplinado y diligente. Como
debe ser.
Porque él tiene claro cual es su misión en la vida y creo que yo también. Tengo que ser
más buena conmigo misma, darme vacaciones y cada vez, con más frecuencia, decir
como dicen los niños enfadados: ¡Y a mí que me importa!
¡Como olvidarme de su vocecita circunspecta diciéndome:
Es-pon-ta-nei-dad!
A veces me sonrío con nostalgia y otras veces, sólo otras
lloro un poco.
Y si alguien, como al descuido y con gesto extraño, al ver que le hablo a un semáforo,
se detiene a mirarme, yo seco mi llanto chiquito con la palma abierta de mi mano y lo
miro con un milagroso y breve desenfado.
Y al fin, con una reverencia dieciochesca, encojo mis hombros ligeramente y le digo:
¿Y qué?
Fin
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