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TEMA 1. LOS PRIMEROS PASOS DEL EUROPEÍSMO
A lo largo de la Historia de Europa es posible apreciar una serie de coyunturas que
marcaron hitos en la creación de una conciencia de comunidad continental, en torno a la
construcción de unos principios civilizadores comunes. En tal sentido se puede
interpretar la expansión del Imperio Romano, que dominó la Europa occidental y
meridional a lo largo de más de medio milenio, aunque también abarcaba el norte de
África y la mayor parte del Oriente Próximo. La pax romana, si bien basada en un
férreo control imperialista, permitió forjar una ciudadanía común en gran parte del
Continente y un largo y fecundo período de desarrollo civilizador, la romanización,
que sentó las bases de muchos de los más sólidos valores culturales europeos. Su
heredero, el Imperio Bizantino, alentó similares proyectos de unidad cultural y
política. Pero el fracaso en la «reconquista» del Oeste, emprendida por Justiniano en el
siglo VI, relegó su dominio al Mediterráneo oriental y su influencia cultural al ámbito
heleno y a los pueblos eslavos de Rusia y los Balcanes.
Los últimos siglos del Imperio Romano fueron los de la expansión del cristianismo,
una religión derivada del judaísmo, pero cuyos primeros teóricos supieron adaptarla a
las convenciones culturales del mundo greco-romano. Con su adopción como religión
oficial del Imperio, a finales del siglo IV, y con la cristianización de los pueblos
germánicos y eslavos, el cristianismo se convirtió en un elemento aglutinador de un
modelo de «civilización occidental» que, para muchos, tendría en este hecho religioso
la base de una suerte de comunidad cultural europea, trasmitida luego a otras muchas
zonas del planeta a través del colonialismo. No obstante, el cristianismo fue también un
elemento de división, ya que sus diversas iglesias, fruto de cismas sucesivos, alentaron
conflictos sociales, disputas ideológicas y guerras de religión, que contribuyeron a abrir
abismos entre los pueblos de Europa.
Los «renacimientos» medievales encabezados por los emperadores Carlomagno y
Otón I supusieron sendos intentos de monarquía europea —circunscrita en la práctica
al espacio germano-italiano— que para triunfar hubieran requerido de estructuras
estatales más sólidas en unos tiempos marcados en Europa por el feudalismo y la lucha
por la supremacía entre el Trono y el Altar. Los Habsburgo de España y Alemania
parecieron más cerca de este objetivo en el siglo XVI, en los orígenes de los Estados
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absolutistas. Pero su proyecto de monarquía paneuropea, o «universal», concebida
prácticamente como un patrimonio familiar, se vio enfrentado a las guerras entre
catolicismo y protestantismo hasta que la paz de Westfalia (1648) consolidó la división
religioso-política de la Europa occidental y central.
1. LOS PRECURSORES
En esa época surgieron los primeros intelectuales visionarios que proponían alguna
forma de federalismo continental, destinado fundamentalmente a evitar los frecuentes
conflictos bélicos. En 1623, en plena Guerra de los Treinta Años, el monje francés
Émeric Crucé publicó su Nuevo Cineas, o discurso de Estado mostrando las ocasiones
y los medios de establecer una paz general y la libertad de comercio para todo el
mundo, que se garantizarían mediante una moneda común y la labor de mediación de
una Asamblea permanente de los estados europeos, con sede en Venecia y dotada de
un ejército propio. Quince años más tarde un aristócrata francés, el duque de Sully, dio
a conocer el Gran Proyecto de Enrique IV, quien habría planificado una reordenación
territorial de Europa como una confederación de quince estados regida por un
Consejo de Europa, integrado por seis Consejos regionales y un Consejo General. En
1677, el filósofo y matemático alemán Gottfried Wilhelm von Leibniz propuso una
Unión Europea gobernada por un Senado de representantes de los estados
constituyentes. El inglés William Penn escribió en 1693 un Ensayo para la Paz
presente y futura en Europa, sobre la necesidad de crear los Estados Unidos de
Europa como una confederación de estados soberanos con un parlamento común, la
Dieta Europea, en la que estarían representados en proporción a su población y que
contaría con fuerzas armadas propias para imponer la paz en el Continente.
La idea de un «patriotismo» europeo comenzó a tomar cuerpo en la época de la
Ilustración. Montesquieu afirmó que «Europa es un único país, compuesto por
múltiples provincias». El abate Charles Irénée Castel de Saint Pierre propuso, en su
Proyecto de paz perpetua (1728) la creación de una Liga europea sin fronteras
interiores, gobernada por un Senado de 24 miembros y con una unión económica. En
1795, con el Continente convulsionado por las guerras derivadas de la Revolución
francesa, el filósofo germano Immanuel Kant escribió el opúsculo Proyecto filosófico
de Paz perpetua, en el que proponía una Federación de Estados Libres bajo la forma
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republicana y una «ciudadanía universal» europea, como modo de evitar nuevas
guerras.
Las visiones de estos precursores se estrellaban, sin embargo, contra la realidad
continental marcada por las guerras y la división. El siglo XIX contempló el triunfo del
imperialismo colonial, del proteccionismo económico y de los nacionalismos
particularistas, vinculados a la idea del Estado-nación. Los proyectos de construcción
nacional mediante la expansión territorial —la Francia napoleónica, la Gran Alemania,
la Gran Serbia, etc.— encontraban su justificación en doctrinas que trascendían las
fronteras estatales en defensa de ideales vinculados a la realización del «destino
histórico» de comunidades étnico-lingüísticas determinadas (pan-germanismo, pan-
eslavismo, iberismo). Aún así, algunos teóricos del nacionalismo concibieron una
Europa en la que la consolidación del modelo de estados-nación y de la democracia
parlamentaría facilitaría el equilibrio continental y la armonía entre los pueblos. Así,
Giuseppe Mazzini impulsó el proyecto de La Joven Europa (1834) para difundir los
ideales de la revolución liberal en el Continente, pero sin asumir una plena integración
federal que mermase la independencia de los estados nacionales.
No es extraño, pues, que la mayoría de los portavoces decimonónicos del federalismo
europeo surgieran de las filas del llamado «socialismo utópico». Frente a una Europa
organizada bajo hegemonía francesa, como intentó Napoleón, el conde de Saint-Simón
presentó, sin éxito, al Congreso de Viena (1814) un proyecto titulado De la
reorganización de la sociedad europea, o de la necesidad y los medios de agrupar a los
pueblos de Europa en un solo cuerpo político, conservando cada uno su independencia
nacional. Abogaba en él por una federación franco-británica como primera fase. Esta
federación, a la que podría unirse Alemania una vez fuera unificada y adoptase un
sistema parlamentario, sería la base de un futuro Parlamento General europeo que
gobernaría el continente junto con un Gobierno federal, cuyo presidente sería elegido
por la asamblea continental, con competencias económicas, educativas y sobre las
infraestructuras.
Los movimientos revolucionarios producidos en varios países en 1848 acentuaron la
percepción, entre ciertos sectores del liberalismo y del naciente socialismo, de que era
posible establecer lazos de cooperación y un destino común para los pueblos de Europa.
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En este contexto cobró relieve el discurso del escritor Víctor Hugo ante el Congreso
Internacional de la Paz reunido en París, el 21 de agosto de 1849, en el que hizo una
abierta propuesta de creación de los Estados Unidos de Europa.
Víctor Hugo fue miembro, como Giuseppe Garibaldi, Mijaíl Bakunin o John Stuart
Mili, de la Liga de la Paz y la Libertad, asociación defensora del federalismo
europeo creada en 1867 por Charles Lemmonier, discípulo de Saint-Simón y editor
del periódico de la Liga, Les États-Unis d'Europe. Por su parte, otro socialista
«utópico», Joseph Proudhon desarrolló en su libro El principio federativo (1863) una
visión de Europa como una «confederación de confederaciones» que integrarían los
diversos estados, tras lo que se iniciaría «la descentralización de los grandes Estados»
en pequeñas comunas locales que, a su vez, se integrarían voluntariamente en una
«confederación única», que posibilitaría la democracia participativa y un desarme
general.
Frente a estas visiones, más o menos identificadas con el socialismo, persistían otras de
índole cristiana, que veían en el nacionalismo paneuropeo la culminación de un
designio religioso. Tal era la tesis del literato romántico Georg Philipp von
Hardenberg, conocido como Novalis, quien en su ensayo La Cristiandad en Europa
(1799) consideraba que el cristianismo había hecho del Continente una sola nación. Y
así lo expuso, por ejemplo, el historiador francés Anatole Leroy-Beaulieu en el
Congreso de Ciencias Políticas reunido en junio de 1900 en París. La propia doctrina
pontificia abundaba en la idea de inequívoca vinculación entre el éxito de la civilización
europea y la fe cristiana, como expresó en su encíclica de 1885 Inmortale Dei, el papa
León XIII.
No había acuerdo entre los primeros teóricos del europeísmo sobre lo que debía
entenderse por «Europa», fuera del reconocimiento de unos muy genéricos valores
civilizadores. En 1958, el historiador italiano Federico Chabod, en su Historia de la
Idea de Europa, advertía que «el concepto de Europa debe formarse por contraposición,
en cuanto existe algo que no es Europa; comparándose con lo que no es Europa es
precisamente, al menos en principio, como adquiere sus características». A veces
quedaban fuera del diseño continental las periferias: la Península ibérica, el mundo
eslavo oriental unificado por la Rusia de los zares y los menguantes dominios de los
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turcos otomanos en los Balcanes, gobernados por un Islam ajeno a los valores morales y
culturales europeos. Otras veces era la insular Gran Bretaña la que quedaba excluida, o
autoexcluida, de la nómina continental en función de su orgullosa condición de imperio
oceánico.
A comienzos del siglo pasado existía ya un núcleo de europeístas activos, dispuestos a
tomar iniciativas que superasen el marco de la pura teoría. En vísperas de la Gran
Guerra, en 1912, el francés Alfred Vanderpol organizó una Unión para el estudio del
Derecho de Gentes según los principios cristianos, dedicada a extender los ideales
pacifistas por el Continente, en la que participó uno de los futuros «padres de Europa»,
el también francés Robert Schuman. Un año después, el empresario británico Max
Waechter fundó la Liga para la Unidad Europea, dedicada a popularizar el proyecto de
unos Estados Unidos de Europa con un modelo similar al de los Estados Unidos de
América.
Estos proyectos europeístas, que seguían teniendo al pacifismo como eje y justificación,
convivían con algunos otros de «pequeñas Europas» que centraban su atención en
áreas geográficas concretas. En algunos casos, habían conducido a los primeros conatos
de organización supranacional, como el Zollverein, la unión aduanera de los estados
alemanes durante la primera mitad del siglo XIX, o la Comisión Internacional del
Danubio, constituida en 1857 y que garantizaba la libertad de navegación fluvial sin el
control de los estados. En un plano más teórico destacó un proyecto que comenzó a
vislumbrarse a mediados del siglo XIX y que concretó Friedrich Naumann en 1915:
una extensa confederación de la Europa central, o Mitteleuropa, desde Bélgica y Suiza
hasta los Países Bálticos y Ucrania, situada bajo la hegemonía del Reich alemán y
convertida en el auténtico corazón político, cultural y económico del continente
europeo. Mitteleuropa se convirtió en uno de los ejes teóricos del nacionalismo alemán
durante la primera mitad del siglo XX e impulsó sendos proyectos geopolíticos de gran
calado durante las dos guerras mundiales.
2. EL PANEUROPEÍSMO DE ENTREGUERRAS
La Primera Guerra Mundial representó un estallido colosal de xenofobia y
ultranacionalismo en el seno de las sociedades europeas, que condujo a un terrible
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holocausto continental. Parecía que el sueño de la Europa unida quedaría
definitivamente enterrado. Pero no fue así. Los sufrimientos de la población durante la
contienda, las convulsiones sociales potenciadas por la Revolución Rusa de 1917 y su
utopía comunista, la reconfiguración del Continente como un mosaico de estados-
nación identitarios y mal avenidos y la expansión del pesimismo cultural que Oswald
Spengler reflejó en su influyente ensayo La Decadencia de Occidente (1918 y 1922),
llevaron a muchas conciencias la convicción de que sólo un proceso de integración
continental basado en el federalismo europeísta podría evitar una nueva catástrofe.
2.1. La Unión Paneuropea
Apenas terminada la Guerra Mundial resurgieron las iniciativas. En 1919, el escritor
Henri Barbusse impulsó el grupo Claridad, formado por intelectuales como Stefan
Zweig, H. G. Wells y Anatole France, empeñados en estimular el espíritu de
conciliación entre los europeos. Desde el campo de la filosofía, José Ortega y Gasset
animó a las elites continentales, en su libro La rebelión de las masas (1930), a canalizar
los nuevos movimientos sociales en favor de la unidad europea. Y algunos políticos
publicaron obras en las que, desde el campo liberal, defendían los ideales paneuropeos.
Pero la primera iniciativa de entreguerras que permite rastrear los inicios del proceso de
integración europea se debe al conde Richard Nikolaus Coudenhove-Kalergi. Sus
continuos cambios de residencia le facilitaron una visión cosmopolita que, tras conocer
los horrores de la Gran Guerra, le acercó a la concepción del europeísmo como
movimiento pacifista y superador de los nacionalismos. En 1922 fundó la Unión
Paneuropea, con la misión fundamental de animar a las elites intelectuales y
económicas a plantear alternativas, desde el cristianismo y el conservadurismo, al
avance del comunismo soviético en Europa.
Al año siguiente, Coudenhove-Kalergi publicó en Viena un breve libro que constituye
uno de los hitos fundamentales del europeísmo: Pan-Europa. Su análisis partía de la
consideración de que, tras la Gran Guerra, el Continente había perdido su papel
hegemónico en el planeta frente a potencias emergentes extra-europeas como Estados
Unidos y Japón, o como la Rusia soviética y el Reino Unido, a los que el conde no
incluía en una futura Comunidad de naciones europeas. El remedio a esta decadencia
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era pasar «de la anarquía europea a la organización paneuropea», mediante el estímulo
de una visión política y cultural de la identidad común de los habitantes del Continente.
Su plan contemplaba la convocatoria de una Conferencia continental que estableciera
un mecanismo de arbitraje para resolver los conflictos entre los estados. Seguiría luego
el establecimiento gradual de una Unión Aduanera Paneuropea, paso previo a la
constitución de los Estados Unidos de Europa, cuyos habitantes compartirían una
ciudadanía común. La Europa federada contaría con un Parlamento con dos cámaras,
una popular, elegida directamente por los ciudadanos, y otra federal, con un
representante de cada estado miembro, veintiséis estados para los que Coudenhove-
Kalergi preveía que mantuviesen ciertas cotas de soberanía, pero subordinada al
mantenimiento global del sistema liberal-capitalista y a un modelo de seguridad
continental, militar y diplomático, que impidiera futuras guerras.
La Unión Paneuropea tuvo algún relieve durante los años veinte y los primeros treinta.
Su primer congreso, reunido en Viena en octubre de 1926, congregó a unos dos mil
asistentes, entre los que se encontraban varios jefes de gobierno e intelectuales de gran
nivel. Sin embargo, Coudenhove-Kalergi priorizó el plano teórico, de difusión de ideas
y principios, y su organización no asumió acciones específicas ante los estados, que
llevaran al desarrollo práctico de sus propuestas.
2.2. Las primeras iniciativas funcionalistas
Sí lo intentaron otras iniciativas, ajenas al federalismo europeísta y centradas en
limitados proyectos funcionalistas de carácter básicamente económico, a cargo de
empresarios, economistas y políticos liberales y conservadores. Estas iniciativas, que
constituyeron entonces los avances más sólidos en la consecución de los ideales
paneuropeos, se desarrollaron mediante dos líneas de acción paralelas:
a). El estímulo a la regulación de las tasas de cambio y el impulso a las uniones
aduaneras entre estados, que evitaran él proteccionismo y las guerras tarifarias. En
1921, Bélgica y Luxemburgo, pactaron una tasa de cambio fija para sus monedas
respectivas y una política aduanera común, brindando un modelo de entente que
animó la acción de los partidarios del librecambismo en todo el Continente. En
octubre de 1925 surgió el Comité de Acción Económica y Aduanera, de ámbito
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exclusivamente francés, que defendía el librecambismo y la libertad de empresa en
la economía europea. Lo presidió Jacques Lacour-Gayet, economista
especializado en comercio y estrechamente relacionado con los medios
gubernamentales de su país, a los que asesoraba en la Sociedad de Naciones.
En marzo de 1925, un grupo de personalidades económicas entre las que destacaban
los franceses Charles Guide e Yves Le Trocquer hicieron público un manifiesto
defendiendo la unión aduanera continental. A partir de esta iniciativa, en 1927
apareció el Movimiento para la Unión Aduanera Europea, que contaba con
comités en quince países a finales de la década. Su propósito era crear en Europa, un
gran mercado libre abierto a la circulación de mercancías, de capitales y de
personas. Ese mismo año, el economista galo Francis Delaisi presentó, en nombre
del Movimiento, un memorándum a la Conferencia Económica Internacional
propugnando una unión aduanera por etapas, ya que estimaba que la Europa
occidental y la oriental tenían sistemas productivos muy dispares y era preferible
llegar a la unión con distintas velocidades.
b). La formalización de cárteles empresariales supranacionales en la industria y el
comercio. A lograr acuerdos de integración industrial entre las economías europeas
se dirigieron los esfuerzos del industrial luxemburgués Emile Mayrisch, animador
del llamado Círculo de Colpach, integrado por intelectuales y empresarios
europeístas. En mayo de 1926 Mayrisch fundó el Comité franco-alemán de
Información y Documentación, con sedes en París y Berlín, y en septiembre de
1927 la Entente Internacional del Acero mediante la que animó a empresarios
metalúrgicos de Francia, Alemania, Bélgica y Luxemburgo a crear un cártel
internacional y a eliminar las barreras estatales a la libre circulación del carbón y el
acero entre sus países, sentando el precedente de lo que luego sería la CECA. No
obstante, la aparición de un cártel privado sin una intervención reguladora de los
gobiernos tuvo el lógico efecto de reducir la competencia de las empresas no
afiliadas y, tras extenderse al Reino Unido y a los Estados Unidos llegó a controlar
el 90 por ciento de las exportaciones mundiales de acero en 1939.
En un plano más teórico destacaron políticos liberales como el británico Arthur Salter,
defensor del librecambismo en su libro, de 1933, Los Estados Unidos de Europa y otros
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escritos, y Louis Loucheur, presidente de la sección francesa de la Unión Paneuropea,
que teorizó sobre el papel de los cárteles internacionales en una unión económica
continental, iniciada con la formación de poderosas uniones industriales franco-
alemanes y colocada bajo la supervisión de la Sociedad de Naciones, para cuyo estudio
impulsó entre los empresarios continentales un Comité Económico Paneuropeo que
presidió Coudenhove-Kalergi.
2.3. El Memorándum Briand
Aunque el proyecto de unificación económica fue el que realizó avances más serios en
el período de entreguerras, resultaba evidente que sería imposible lograrlo sin un
consenso político de los gobiernos europeos. Sobre todo cuando la crisis mundial
iniciada en 1929 golpeó con dureza las economías continentales, provocando
inmediatos reflejos proteccionistas que alejaron cualquier atisbo de integración
económica. Para que esta se diese a medio plazo era preciso, además, que existiera una
generalizada voluntad política de superar las secuelas de la Gran Guerra, terminando
con la ruina que generaba el pago de las cuantiosas reparaciones establecidas por los
tratados de paz de 1919 para los países vencidos y renunciando estos a la exigencia de
anulación de las dolorosas pérdidas territoriales con que habían sido castigados por los
vencedores. Se dieron algunos avances en este terreno, como el acuerdo franco-
alemán de Locarno (1925), que resolvió las diferencias entre vencedores y vencidos en
la Europa occidental y valió el Premio Nobel de la Paz a sus principales negociadores.
Pero el malestar por el irredentismo territorial y la suerte de las minorías nacionales
alógenas siguieron empujando a los estados a políticas agresivas de rearme como
manifestación de la absoluta prioridad de los intereses nacionales frente a los
continentales. Un rearme que fomentó la creación de sistemas regionales de seguridad
—Entente Báltica, Entente Balcánica, Pequeña Entente, Protocolos Romanos— que no
sirvieron para garantizar una paz continental que estuvo en creciente peligro tras la
llegada al poder de Hitler en Alemania y su agresiva política revisionista.
Aunque no era la tónica dominante en la Europa de entreguerras, hubo un puñado de
dirigentes políticos que abrazaron fervientemente el europeísmo. Destacaron en ello los
franceses Édouard Herriot y Aristide Briand, este último presidente de honor de la
Unión Paneuropea. El 5 de septiembre de 1929, siendo ministro de Asuntos Exteriores
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de su país, Briand propuso en un discurso en la sede ginebrina de la Sociedad de
Naciones, la elaboración de un pacto federal, base de una Unión Europea.
Ante el impacto de su discurso, Briand recibió peticiones de la Sociedad de Naciones
para que elaborase un documento más amplio. Con la colaboración de su segundo en el
Ministerio, Alexis Léger —el literato Saint John Perse— y de Louis Loucheur para los
asuntos económicos, el político francés redactó el «Memorándum sobre la
organización de un sistema de Unión Federal Europea», conocido como el
Memorándum Briand, que presentó a los gobiernos de veintiséis estados europeos en
mayo de 1930.
Aunque hacía hincapié en la cuestión de un sistema internacional de seguridad que
evitara futuras confrontaciones continentales mediante una Conferencia Europea,
como órgano básico de la Unión Federal, el Memorándum incidía también en lo
fundamental de la unión económica —eran los momentos más duros de la Gran
Depresión— defendiendo una política librecambista que facilitara «el establecimiento
de un mercado común para la elevación al máximo del nivel de bienestar del conjunto
de territorios de la Comunidad europea».
A finales del verano, el documento tuvo entrada en la SDN pero, pese al entusiasmo que
despertó en ciertos medios intelectuales y a la creación de una comisión de estudio en el
seno de la Sociedad, sólo encontró silencio en los gobiernos del Continente y terminó
siendo archivado. La muerte de Briand, en marzo de 1932, fue otro duro golpe para los
partidarios del federalismo.
Todavía en noviembre de 1938, coincidiendo con la Crisis de los Sudetes, un grupo de
europeístas británicos, vinculados al Royal Institute for International Affaires, creó la
Unión Federal, que dos años después llegó a contar con doce mil miembros y defendió
la federación de Francia y el Reino Unido. Pero, pese a estos esfuerzos, los ideales
paneuropeos iban en contra de las tendencias triunfantes en un Continente que
experimentaba el retroceso de la democracia, el auge de los fascismos, el más feroz
nacionalismo económico de los estados y, pronto, las crisis internacionales que llevarían
a una nueva guerra civil europea, desatada en septiembre de 1939.
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3. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL
Este conflicto pareció representar el fracaso de los ideales paneuropeos aunque a la
postre, como sucediera en 1914-18, funcionó como un motor de aceleración de los
procesos de integración continental. Las victorias del Eje germano-italiano entre 1939
y 1942 trajeron una radical modificación del mapa continental, tanto para satisfacer los
afanes expansionistas de las dos potencias fascistas como para atender los
planteamientos revisionistas, con respecto a la Paz de París, de sus aliados húngaros,
eslovacos, búlgaros o croatas, que supusieron la desaparición de Checoslovaquia y
Yugoslavia. Y, en un primer momento, los intereses de la URSS, beneficiaria del
reparto de Polonia con su aliado, el Tercer Reich, y de la anexión de los estados
bálticos.
Sobre esta Europa remodelada, que iba desde los Pirineos hasta las proximidades de
Moscú, los ideólogos nazis buscaron establecer el Nuevo Orden Europeo, es decir, la
hegemonía la Gran Alemania, que entre 1941 y 1944 abarcó casi todo el espacio
centroeuropeo, sobre un Continente, más que unificado, uniformado bajo las directrices
del Tercer Reich conforme a la geopolítica de la Mitteleuropa.
Más allá de la ocupación militar de los países vencidos, de los proyectos de
colonización en el Este destinados conseguir «espacio vital» (lebens-raum) para el
pueblo alemán, o de las políticas de exterminio de minorías raciales, el Nuevo Orden se
apoyaba en la existencia de dictaduras filonazis de partido único, fascista o
conservador fascistizado, en el apoyo militar y político de estos regímenes a la guerra
mundial mantenida por el Eje contra los Aliados y en la subordinación de las economías
nacionales a los intereses de Alemania. En este último sentido, el embajador alemán en
la Francia de Vichy, Cecil von Renthe-Fink obtuvo el apoyo del ministro de Asuntos
Exteriores, Joachim von Ribbentrop, para lanzar un plan de Unión Económica
europea, que suponía la desaparición de las aduanas interiores, la creación de un Banco
Central Europeo con sede en Berlín y acuerdos sobre intercambios comerciales,
explotación de recursos y contingentes de mano de obra que hubieran asegurado el
control germano sobre la economía europea. Pero para entonces, en 1943, el Reich
empezaba a perder la guerra.
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Frente al Nuevo Orden, las fuerzas democráticas organizaron la Resistencia antifascista
en los países ocupados, que mantuvo en jaque durante años a los ejércitos del Eje y
elaboró proyectos políticos que pasaban, fundamentalmente, por la restauración de la
soberanía nacional bajo condiciones políticas muy diversas, según sus defensores
fuesen o no comunistas. Pero también el paneuropeísmo cobró fuerza entre muchos
resistentes ante la evidencia de que, por segunda vez en una generación, la desunión de
los pueblos europeos y la exacerbación de los nacionalismos habían conducido a una
destructiva guerra mundial.
En la Europa occidental ocupada, los ideales federalistas se abrían paso entre una
Resistencia intelectual vinculada en buena medida al personalismo, un movimiento
filosófico y ético, y en especial a la revista Esprit, fundada en 1932 por el principal
representante de la corriente, Emmanuel Mounier y que influyó sobre diversos grupos
de defensores de la cooperación democrática entre los pueblos de Europa.
El comienzo de la guerra mundial y el pacto germano-soviético animaron un viejo, pero
inconcreto proyecto de unión federal franco-británica. Sus impulsores fueron Jean
Monnet, un empresario francés que había jugado un destacado papel en los inicios de la
SDN y que presidía el Comité de Coordinación Franco-británica y el historiador inglés
Arnold J. Toynbee, vinculado al grupo de la Unión Federal. Cuando, en la primavera
de 1940, se activó el frente occidental con la invasión alemana de Bélgica y Holanda,
Monnet propuso al Gobierno británico hacer realidad la federación. Con ayuda de
Arthur Salter, René Pleven y Robert Vasintart, redactó un proyecto de Unión
Franco-británica que incluía unificación económica y de la defensa y una ciudadanía
común. El primer ministro británico, Winston Churchill, lo aceptó y así lo hizo
público.
Pero al día siguiente, el presidente del Gobierno francés, Paul Reynaud, no logró que
fuera aprobada la Unión en un Consejo de Ministros en el que se acordó solicitar el
armisticio a los alemanes. Era el final del sueño de Monnet. El nuevo Estado surgido de
la derrota, la Francia colaboracionista del mariscal Pétain, no mostró el más mínimo
interés en seguir avanzando hacia la integración con el Reino Unido de Churchill.
En Italia, un antiguo comunista, Altiero Spinelli, fue el impulsor del Manifiesto para la
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unión de los pueblos libres de Europa, conocido como Manifiesto de Ventotene, por el
nombre del penal para presos políticos donde se realizó su primera redacción, en junio
de 1941. El Manifiesto, reelaborado en 1943, preconizaba «una Europa libre y
federal» basada en los siguientes principios:
Ejército federal único.
Unidad monetaria.
Abolición de las barreras aduaneras y de la limitación de la emigración entre los
estados pertenecientes a la Federación.
Representación directa de los ciudadanos ante las instancias federales.
Política exterior única.
La abolición definitiva de la división de Europa en estados soberanos nacionales.
Tras su liberación a la caída de Mussolini, Spinelli y su colaborador Ernesto Rossi,
fundaron en Milán, en agosto de 1943, el Movimiento Federalista Europeo.
4. EUROPA Y LA GUERRA FRÍA
Durante los años de la Guerra Mundial, el mundo se había dividido en dos bandos
enfrentados, con pocas excepciones de países neutrales. Por un lado, el Eje Roma-
Berlín-Tokio y sus estados satélites, comúnmente identificado como el campo
«fascista». Por otro, la Gran Alianza formada por los Estados Unidos, la Unión
Soviética, la Comunidad Británica de Naciones (Commonwealth) y los gobiernos
europeos en el exilio, que sostenían su legitimidad frente a los regímenes
colaboracionistas establecidos en sus países por el Eje. Uno de los objetivos de los
Aliados era la remodelación de Europa al finalizar la guerra. Norteamericanos,
soviéticos y británicos asumieron el papel de un directorio mundial para planificar un el
futuro posbélico. En las sucesivas conferencias interaliadas, los dirigentes de los tres
estados fueron señalando las condiciones de la posguerra, que tendrían como base
teórica la Declaración de la Europa Liberada, acordada por Roosevelt, Stalin y
Churchill en la Conferencia de Yalta (febrero de 1945), y que establecía el modelo de
democracia pluralista, con elecciones libres, como eje de los sistemas políticos del
Continente.
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Sin embargo, en Yalta y, sobre todo, en la Conferencia de Postdam (julio-agosto de
1945), lo que se ventilaba era un reparto de influencias sobre el Continente —los
bloques— a cargo de las dos nuevas superpotencias globales, Estados Unidos y la
Unión Soviética. El Reino Unido, el tercer miembro de la Gran Alianza, sería una
potencia menor, volcada en la conservación de su imperio colonial y asociada a las
políticas estadounidenses. Se modeló así, hasta 1990, la fractura continental. Una
Europa del Este liberada del nazismo por los soviéticos y en la que se impondría el
modelo estalinista de democracia popular, con dictadura del partido comunista local. Y
una Europa del Oeste bajo la hegemonía más laxa de los Estados Unidos, sustentada
tanto en democracias pluralistas, pero anticomunistas —la mayoría de los estados del
bloque— como en dictaduras conservadoras, caso del Portugal salazarista, de la España
franquista o de la Grecia de los coroneles.
De esta forma, la Gran Alianza antifascista actuante entre 1941 y 1945 se disolvió
rápidamente en una «guerra fría» a escala planetaria entre los dos bloques prestos a
combatirse con las armas. En Europa, las nuevas condiciones vinieron marcadas por la
disparidad creciente en los modelos políticos del Este y del Oeste, por la
consolidación de sistemas económicos y sociales muy distintos, genéricamente
identificados como «capitalista» y «comunista» y por la división del Continente en
sendos espacios geoestratégicos, con fuerte presencia militar norteamericana y
soviética a ambos lados de una línea fronteriza impermeable, que Winston Churchill
bautizó como «el Telón de Acero» en 1946.
Devastada por la guerra y dividida por la paz, Europa era vista desde los Estados
Unidos como el más importante aliado en su confrontación global con la Unión
Soviética, tanto por su potencial económico y su valor estratégico como por la
extensión de sus dominios coloniales y su influencia moral en muchas zonas del
planeta. Sin embargo, una buena parte del Continente estaba en trance de constituirse
en democracias populares prosoviéticas, lo que les convertía en más que potenciales
adversarios del bloque geopolítico al que los propagandistas norteamericanos definían
como «el mundo libre». Los países de la Europa occidental que se alineaban en este
último no parecían en condiciones de hacer frente a los retos que les planteaban el
enfrentamiento global de las dos superpotencias y las tensiones que implicaba el inicio
de los procesos de descolonización. Cuando, en febrero de 1947, Londres comunicó a
15
Washington que no podía mantener la ayuda a los gobiernos de Grecia, Turquía e Irán,
entonces en lucha contra movimientos armados de inspiración soviética, la
Administración norteamericana asumió que tenía que adquirir un mayor protagonismo,
militar y político, en ámbitos planetarios que, hasta entonces, habían pertenecido a la
esfera de hegemonía europea.
Un mes después, el presidente norteamericano solicitó al Congreso medios económicos
para derrotar al comunismo allí donde los europeos fuesen incapaces de hacerlo.
Un ámbito fundamental de actuación de la política exterior norteamericana, a partir de
esta enunciación de la Doctrina Truman de contención del comunismo, era la Europa
occidental y central. Países de la importancia de Francia, Italia o Austria podían acabar
alineados en el campo estalinista de persistir en ellos las condiciones de miseria y
estancamiento económico de la posguerra, que favorecían el crecimiento de sus potentes
partidos comunistas prosoviéticos y les daban protagonismo en gobiernos y
parlamentos.
La Doctrina Truman puso de relieve el interés norteamericano en potenciar la
recuperación económica de Europa, vinculándola a la economía de mercado, a la
democracia pluralista, pero con exclusión de los comunistas de las áreas de gobierno,
y a la solidaridad con los planteamientos estratégicos del «mundo libre» tal y como se
contemplaba desde Washington. A estas consideraciones de tipo político se unía la
necesidad de la economía estadounidense de recuperar rápidamente el mercado europeo.
La guerra mundial había extremado las diferencias entre la rica economía
norteamericana y la europea, abocada a una situación ruinosa. Si en 1946 el PIB de
los Estados Unidos era un 80 por ciento superior al de 1938, en Francia había caído un
46 por ciento, en Italia, el 40 y en Alemania, el 71. Dos tercios de las reservas
mundiales de oro estaban en depósitos norteamericanos. En 1946-47, EE.UU. exportó a
Europa cuatro veces lo que importó y ello no sólo suponía un obstáculo para la
recuperación económica del Viejo Continente, sino que su creciente endeudamiento
amenazaba con la insolvencia europea al tiempo que las propias ventas norteamericanas
se veían en peligro ante la debilidad del consumo de unos países arruinados por la
guerra y siempre escasos de dólares.
16
5. EL PLAN MARSHALL Y LA OECE
Motivos humanitarios, intereses económicos y planteamientos de estrategia militar
global coincidieron para decidir a la Administración Truman a intervenir en apoyo de la
recuperación de la economía europea. El 5 de mayo de 1947, el secretario de Estado
norteamericano, general George Marshall, pronunció un discurso en la Universidad de
Harvard, en el que manifestó su preocupación por la situación europea.
Para ello, «un gran número de naciones europeas, si no todas» tenían que elaborar un
programa conjunto de reconstrucción económica, en el que Gobierno
norteamericano colaboraría «en la medida de lo posible». Días después, Marshall creó
una Oficina de Planificación para impulsar el Programa de Reconstrucción Europea
(PRE), el popularmente conocido como Plan Marshall. Al frente de la oficina puso a
uno de sus asesores, el diplomático George Kennan, quien estableció tres líneas de
actuación sobre la economía europea:
a). Establecer el principio de que los europeos deben tomar la iniciativa en la
presentación de un programa y asumir la responsabilidad central del mismo.
b). La insistencia en que la oferta debía hacerse a toda Europa: si alguien había de
dividir el Continente serían los rusos con su respuesta, no ellos con su oferta
c). El énfasis decisivo puesto en la rehabilitación de la economía alemana y la
introducción del concepto de la recuperación alemana como componente vital de la
recuperación de Europa en general.
Conforme a estos propósitos, y estando implícita la contrapartida de un alineamiento
antisoviético, Washington ofreció el PRE a los europeos. Para gestionar la ayuda desde
los Estados Unidos, Truman creó la Administración de Cooperación Económica, a
cuyo frente puso al empresario Paul Grey Hoffman. Por su parte, en Europa hubo
inmediata respuesta a la oferta. Apenas escucharon el discurso de Marshall en Harvard,
los responsables de la política exterior británica y francesa, el laborista Emest Bevin y
democristiano Georges Bidault, le comunicaron su disposición a poner en marcha la
cooperación europea. Para ello invitaron a una Conferencia continental, reunida en París
entre julio y septiembre de 1947 a los gobiernos de veintidós países, todos los de
Europa excepto España, la Alemania ocupada y la URSS. Esta, por boca de su ministro
17
de Exteriores Molotov, había rechazado ya sumarse al Programa, alegando que se
trataba de «una maniobra de ciertas grandes potencias» y que los países que lo
aceptasen hipotecarían su independencia al admitir la hegemonía norteamericana.
Checoslovaquia y Polonia, que en principio adelantaron su adhesión, fueron
«aconsejadas» por Moscú para que la retiraran, al igual que los restantes países de su
zona de influencia.
Los dieciséis estados presentes en Conferencia de París establecieron un Comité para la
Cooperación Económica Europea (CCEE) que el 22 de septiembre presentó en
Washington el desglose de la ayuda solicitada, unos 22.000 millones de dólares. Tras el
estudio de las diversas partidas a cargo de las comisiones del Congreso de los Estados
Unidos, se utilizó la Ley de Ayuda Exterior para liberar un total de 17.000 millones, que
la Administración demócrata entregaría a los países beneficiarios durante los cuatro
años de vigencia del PRE. Estos acordaron, a su vez, convertir el CCEE en un
organismo de mayor alcance, la Organización Europea de Cooperación Económica
(OECE) con capacidad para coordinar las políticas que permitieran la aplicación de los
fondos del Plan Marshall a las economías nacionales. La OECE se creó en París, en
abril de 1948, y su primer secretario general fue el francés Robert Marjolin, un
economista formado en la Universidad de Yale. La Organización incluía a los países
solicitantes de la ayuda norteamericana: Austria, Bélgica, Dinamarca, Francia, Grecia,
Holanda, Irlanda, Islandia, Italia, Luxemburgo, Portugal, Reino Unido, Noruega,
Suecia, Suiza y Turquía. Y figuraba como candidata la República Federal Alemana, que
entonces daba los pasos necesarios para su constitución, en mayo de 1949, sobre las
zonas de ocupación militar norteamericana, británica y francesa.
Durante la vigencia del Plan Marshall, Washington aportó un total de 12.817 millones
de dólares a la reconstrucción europea, casi todos en forma de donaciones a fondo
perdido. Con ellos, los países de la OECE adquirieron en Estados Unidos materias
primas, petróleo, trigo, maquinaria y productos metalúrgicos. La cuarta parte de las
ayudas, sin embargo, se destinó a la adquisición de material de guerra, del que los
norteamericanos acumulaban enormes stocks.
La OECE cumplió adecuadamente sus fines de recuperar el crecimiento de la economía
de sus miembros y la prosperidad de sus sociedades. En primer lugar, distribuir entre
18
los países miembros la ayuda norteamericana en función de demandas concretas,
inyectando una masa de dólares en las economías nacionales. Luego, organizar un
sistema multilateral de pagos. La convertibilidad del dólar y de las monedas europeas
se reguló mediante la Unión Europea de Pagos, de septiembre de 1950, que fijó una
tasa multilateral de intercambio monetario cuyo control se asignó al Banco de Pagos
Internacionales. La Organización asesoró también a los gobiernos en la liberalización
de las estructuras del comercio europeo, sujeto en gran medida a acuerdos bilaterales
entre organismos estatales, a fin de ir hacia un área de librecambio que aumentara los
flujos comerciales a ambos lados del Atlántico. Se concedió una atención especial a la
importación de maquinaria industrial y agrícola, fundamental tras las destrucciones de la
guerra mundial. Y la economía de la Alemania occidental, uno de los objetivos básicos
del Plan Marshall, superó con bastante rapidez las enormes destrucciones de la guerra y
pronto se encontró en condiciones de incorporarse al concierto de la integración
continental.
Todas estas líneas de actuación fueron implementadas en un breve plazo con razonable
éxito. El déficit en el comercio europeo con Estados Unidos pasó de 8.000 a 2.000
millones de dólares, el comercio continental se duplicó en seis años y se pudo paliar la
escasez de dólares que tanto había lastrado el crecimiento de la economía continental en
los primeros años de la posguerra. Cuando concluyó la aplicación del Plan Marshall, en
1951, la economía de la Europa occidental —con la excepción de la marginada
España franquista— había superado ampliamente los niveles anteriores a la guerra
mundial, cuyas cicatrices, al menos en este aspecto, estaban prácticamente cerradas.
Existía unanimidad entre los miembros de la OECE para mantenerla actuante más allá
del período de vigencia del PRE. Pero había surgido ya una manifiesta disparidad de
visiones entre los partidarios de limitar los fines de la Organización a la cooperación
intergubernamental para la regulación monetaria y el estímulo del comercio
internacional —caso del Reino Unido, Suiza o los países escandinavos— y quienes,
con Francia y los estados del Benelux a la cabeza, querían convertirla en plataforma de
un proceso de unificación económica continental en toda regla, que comenzara con
una unión aduanera. Quien defendía con mayor fuerza la primera opción era el Reino
Unido, cuyos políticos y empresarios deseaban un reforzamiento de los lazos
económicos con la Europa continental, pero sin que ello pusiera en riesgo el exclusivo
19
sistema comercial de la Commonwealth ni la relación bilateral «especial» que Londres
buscaba mantener con Washington. De ahí su oposición cerrada a una unión aduanera
europea que hubiera anulado su independencia comercial y que era, sin embargo, la vía
lógica de progreso de la OECE.
Desde mediados de los años cincuenta la Organización se encontró en un punto muerto,
ya que los partidarios de avanzar en la integración económica eran conscientes de que
tendrían que prescindir del Reino Unido y de que Suiza y los países escandinavos
tampoco les acompañarían en esa vía. La creación de las tres Comunidades Europeas
hizo, además, innecesario cualquier intento de potenciar el carácter europeísta de la
OECE. Que incluso dejó de ser una institución puramente continental cuando, en 1961,
ingresaron Estados Unidos y Canadá —Japón lo hizo tres años después— y se
transformó en la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE),
una suerte de club mundial de países industrializados.
1
TEMA 2. EL ARRANQUE DE LOS PROCESOS DE INTEGRACIÓN
La diferencia de puntos de vista entre los gobiernos con respecto a los procesos de la
integración continental, o incluso su falta de interés en los inicios de la segunda
posguerra mundial, continuó dejando el impulso europeísta en manos de iniciativas
particulares. Sin embargo, participaban en ellas políticos de gran relieve. Así como el
manifiesto de Coudenhove-Kalergi, en 1923, se considera la primera iniciativa
europeísta en el período de entreguerras, el pistoletazo de salida del vigente proceso de
integración se atribuye al discurso del líder conservador británico Winston Churchill,
en la universidad de Zurich, el 19 de septiembre de 1946 donde afirma que se ha de
crear un germen de los Estados Unidos de Europa, siendo el primer paso una asociación
entre Francia y Alemania.
El discurso de Zurich sacudió a muchas conciencias entre las elites intelectuales y
sociales europeas y dio impulso a una serie de iniciativas de carácter privado que
fueron preparando el terreno para que la opinión pública continental asumiera el inicio
de los procesos de integración. Desde sus primeros momentos, sin embargo, el
europeísmo político aparece escindido en dos grandes líneas. Por un lado, la postura
conocida como funcionalista, unionista, o comunitaria. Partidaria de una estrategia de
concertación de los estados por áreas de gestión para desarrollar políticas específicas,
pero con la menor cesión posible de soberanía de cada uno de ellos a una estructura de
gobierno paneuropea. Por otro, la federalista, o institucionalista. Partidaria de una
rápida pérdida de soberanía, de representación y de competencias de gestión de los
estados en beneficio de una Federación de pueblos europeos gobernada por instituciones
supranacionales.
1. LAS VÍAS POLÍTICAS DEL EUROPEÍSMO
A medio camino entre sociedades de estudios y grupos de presión política y económica,
fueron seis las organizaciones no gubernamentales que jugaron un papel relevante en el
arranque de la unificación europea.
a). Unión Europea de Federalistas (UEF). Fue creada por grupos de diversos países,
ajenos a los partidos políticos, entre los que jugaron un destacado papel
2
organizaciones surgidas de la Resistencia antifascista, como el italiano
Movimiento Federalista Europeo o el Comité Francés para la Federación
Europea, constituido en junio de 1944. A partir de la reunión de los movimientos
de la Resistencia no comunista en Ginebra, en julio de 1944, se fue articulando un
programa común centrado en la creación de una Federación dotada de un completo
marco de instituciones supranacionales y basada en la democracia parlamentaria y el
respeto a los derechos humanos. El acuerdo para la creación de la UEF se adoptó en
la reunión celebrada por sus promotores en Luxemburgo, en octubre de 1946. El 17
de diciembre de ese año, se constituyó oficialmente la Unión en una asamblea
celebrada en París, ciudad donde se estableció la sede de su Comité Federal. Su
primer Congreso, reunido en Montreux (Suiza) en agosto de 1947, estableció un
programa común para las cincuenta organizaciones miembros, representantes de 16
países, orientado, bajo un prisma fundamentalmente político, a conseguir una
Federación Europea. Aunque el auténtico líder de la UEF era Altiero Spinelli, su
presidencia recayó en el holandés Hendrik Brugmans, un prestigioso profesor
universitario. La UEF, verdadero motor de las primeras iniciativas formales de
integración continental, asumió como objetivo la creación de una Asamblea
Constituyente de la Unión Federal Europea.
b). Movimiento para la Europa Unida (MEU). Se aglutinó en torno al liderazgo de
Winston Churchill. Constituida su sección británica en el Albert Hall de Londres,
el 14 de mayo de 1947, no tardó en unírsele el Consejo Francés para la Europa
Unida, conocido como Comité Heniot, creado en Francia en junio con idénticos
fines, bajo la dirección de Raoul Dutry. El MEU, cuya presidencia efectiva asumió
el político conservador británico Duncan Sandys, yerno de Churchill, defendió tesis
próximas al funcionalismo, con una confederación bastante laxa de estados europeos
que, a imagen de la Commonwealth británica, respetase al máximo la soberanía de
sus miembros, que sólo cederían determinados aspectos funcionales de su gestión
ejecutiva.
c). Liga Europea de Cooperación Económica (LECE). La crearon, en octubre de
1946, el belga Paul Van Zeeland, el polaco Józef Retinger y el holandés Pieter
Kerstens, que realizaron un llamamiento a integrar «una Asociación continental
para la solución del problema continental de Europa». Definida como «un grupo de
presión intelectual» de carácter privado, la LECE se organizó a través de Comités
nacionales, que nutrían su Consejo Central. Con sede en Bruselas, su primer
3
presidente fue Van Zeeland, un político democristiano que había sido primer
ministro de Bélgica entre 1935 y 1937 y que colaboró muy activamente en los
orígenes del Consejo de Europa y de la OTAN.
d). Los Nuevos Equipos Internacionales (NEI) fueron impulsados por la naciente
Democracia Cristiana europea. Creados en la reunión de Chaudfontaine
(Bélgica), en marzo de 1947 y dirigidos por el francés Robert Bichet, contaron con
la colaboración de primeras figuras del catolicismo político europeo y actuaron
como una auténtica Internacional Demócrata-Cristiana, papel que asumieron en
1965 al convertirse en la Unión Europea de Demócratas Cristianos. Su defensa de
los valores del catolicismo y su combate contra el comunismo hicieron que los NEI
pusieran el acento en los aspectos sociales de la integración europea.
e). El Movimiento Socialista por los Estados Unidos de Europa. Impulsado por
socialdemócratas y laboristas, fue fundado como Movimiento por los Estados
Unidos Socialistas de Europa en junio de 1946, en Montrouge, cerca de París y
asumió su presidencia el veterano socialista francés André Philip. Un año después,
con la guerra fría ya presente en la política europea, se produjo el cambio de nombre
para evitar cualquier connotación estalinista. El Movimiento se pronunció, desde el
primer momento, por una unión europea que incluyese a la Alemania derrotada y
que adoptara políticas globales para implementar en breve plazo el «Estado de
bienestar» tal y como lo concebía la socialdemocracia.
f). La Unión Parlamentaria Europea (UPE). Se creó por iniciativa de Coudenhove-
Kalergi, quien en su papel de precursor de los movimientos europeístas envió un
cuestionario a cuatro mil parlamentarios de las democracias continentales,
encabezado por la pregunta: «¿Es partidario de la creación de una Federación
Europea en el marco de las Naciones Unidas?». Las respuestas que recibió le
animaron a poner en marcha una organización y en julio de 1947, en Gaastad
(Suiza), miembros de los parlamentos de Francia, Italia, Bélgica, Luxemburgo,
Holanda y Grecia constituyeron la Unión, cuyo primer Congreso presidió
Coudenhove-Kalergi, el 8 de septiembre, en la misma localidad. Aunque no se
trataba de una organización de carácter oficial, la Unión Parlamentaria representó la
llegada del federalismo europeísta al corazón de los sistemas políticos de las
democracias continentales.
2. EL CONGRESO DE LA HAYA
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Con objetivos convergentes, estas seis organizaciones buscaron rápidamente establecer
mecanismos de colaboración. Se abrió con ello una primera fase del proceso de
integración europea, conocida como «etapa de los congresos», que fue implicando
paulatinamente a las instancias oficiales de los estados en una construcción
supranacional.
Para ello era necesario que el disperso europeísmo uniese sus fuerzas. Duncan Sandys
asumió la iniciativa de buscar la unión entre las principales organizaciones, tarea en la
que contó con la colaboración de la Unión Europea de Federalistas. En la Conferencia
de París, el 17 de julio de 1947, la LCE, la UEF, la UPE y el MEU aportaron sus
efectivos a los Comités de Coordinación de los Movimientos para la Unidad
Europea, que a partir del Congreso de Montreux, en agosto de 1947, fueron presididos
por Sandys. Finalmente, en una nueva reunión en París, el 11 de noviembre, los
Comités nacionales se fundieron en un Comité Internacional para la Unidad
Europea.
Las iniciativas del Comité se concretaron en el Congreso de Europa, cuya
organización fue dirigida por Retinger y que se reunió en La Haya, entre el 7 y el 11 de
mayo de 1948. Su finalidad era debatir el modelo de unidad continental, con el fin de
«atraer sobre este problema la atención de la opinión pública internacional y de marcar
la creación de los Estados Unidos de Europa como objetivo común para todas las
fuerzas democráticas europeas». Reunió a cerca de 800 asistentes, delegados de las
organizaciones europeístas, intelectuales, empresarios, sindicalistas, así como
observadores de Canadá y Estados Unidos. También estuvieron presentes, aunque sin
carácter oficial, políticos destinados a jugar un papel importante en el proceso de
integración europea, como Winston Churchill, que presidía el Congreso, el alemán
Konrad Adenauer, los franceses Pierre-Henri Teitgen y François Mitterrand, el británico
Harold Macmillan, el italiano Altiero Spinelli o el belga Paul van Zeeland.
Las sesiones del Congreso pusieron de relieve las diferencias entre las dos visiones de la
construcción europea, la federalista y la funcionalista. La primera, con la Unión
Europea de Federalistas en cabeza, pretendía acometer enseguida una marcada cesión de
soberanía de los estados en beneficio de organismos supranacionales de gobierno, como
5
la Asamblea de Europa, que elaboraría una Constitución europea, a partir de la cual
se organizaría la Federación. La segunda, con Churchill como portavoz destacado,
defendía, por lo menos en una primera fase, una mera estructura de coordinación
funcional entre los gobiernos europeos, que asumiera un papel activo en la lucha por la
democracia, los derechos humanos, el libre mercado y los valores europeístas, pero que
no implicara una pérdida real de la autonomía de las políticas estatales.
De las tres comisiones que elaboraron los textos del Congreso, la económica, la
cultural y la política, esta última, presidida por el exjefe del Gobierno francés Paul
Ramadier, era la más importante. Sus propuestas, elaboradas por Sandys y René
Courtin recogieron los puntos de vista de los funcionalistas, hasta el punto de afirmar
que «Europa no puede ser creada por una especie de revolución federalista, que
debilitaría a los gobiernos sin fortalecer a la colectividad». Se coincidía en la necesidad
de crear una Asamblea de Europa, en la que estuvieran representados todos los ciuda-
danos. Pero las visiones sobre este Parlamento continental eran contrapuestas. Los
federalistas querían dotar a la Asamblea con una capacidad legislativa que obligara a los
estados {principio de supranacionalidad). El exprimer ministro francés Paul Reynaud
llegó a presentar una moción para que el Parlamento europeo fuese elegido por sufragio
universal y directo con cuotas de representación en función de la población de los
estados. Los funcionalistas, en cambio, pretendían que la Asamblea estuviera
constituida por delegados de los parlamentos nacionales y tuviese un carácter
meramente consultivo.
En la Comisión de Economía, presidida por Van Zeeland, hubo mayor unanimidad a
la hora de defender la cooperación y el libre mercado, con supresión de derechos
aduaneros y libre convertibilidad monetaria, así como libertad de circulación de
trabajadores. Por otra parte, y a propuesta del español Salvador de Madariaga, que
presidía la Comisión de Cultura, se acordó patrocinar un Colegio de Europa. Esta
institución universitaria, establecida en 1949 en la ciudad belga de Brujas bajo el
patrocinio del Consejo de Europa, se dedicaría a los estudios paneuropeos,
preferentemente de humanidades y ciencias sociales. Su primer rector fue Hendrik
Brugmans.
El acuerdo entre federalistas y funcionalistas, mínimo, se centró pues en trasladar el
6
impulso europeísta de las iniciativas privadas a las instancias oficiales de los
estados, que hasta entonces habían permanecido un tanto al margen del proceso. En el
documento final se afirmaba que las naciones de Europa debían de transferir algunos de
sus derechos soberanos para ser ejercidos en común, para coordinar y desarrollar sus
recursos. Aunque lejos de los objetivos marcados por los federalistas, el Congreso de
La Haya es un momento clave en el proceso de integración europea, ya que puso de
manifiesto el alto consenso europeísta logrado entre los políticos, empresarios e
intelectuales de la Europa occidental y señaló las líneas maestras que conducirían,
medio siglo después, a la creación de la Unión Europea.
3. EL MOVIMIENTO EUROPEO Y EL CONSEJO DE EUROPA
La preeminencia lograda en el Congreso de La Haya por la visión funcionalista facilitó
que los gobiernos continentales aceptaran asumir un papel cada vez más protagonista,
en detrimento de las pioneras iniciativas no oficiales. A finales de la primavera de 1948,
el Comité Internacional para la Unidad Europea creó una Comisión Institucional,
presidida por Paul Ramadier, para implicar a los gobiernos en los acuerdos del
Congreso de La Haya y, sobre todo, en la constitución de la Asamblea de Europa.
El 15 de agosto, Ramadier invitó a los ministros de Defensa y Exteriores del Tratado
de Bruselas, una alianza militar recién creada por Francia, el Reino Unido, Bélgica,
Holanda y Luxemburgo, a una reunión en La Haya. Allí, el ministro de Exteriores
francés, Georges Bidault, propuso la creación de la Asamblea de Europa como
organismo intergubernamental de carácter político y defendió una línea paralela de
integración económica con acuerdos intergubernamentales a cargo de organismos
especializados. Los ministros decidieron crear la Asamblea, para lo que designaron una
Comisión de Estudio integrada por representantes gubernamentales y miembros del
Comité Internacional para la Unidad Europea. Ocupaba su presidencia Édouart
Herriot, quien era considerado el decano de los políticos europeístas, pero que falleció
poco después, siendo sustituido por Robert Schuman.
Paralelamente a esta toma de posición de los gobiernos, las organizaciones presentes en
el Comité Internacional decidieron dar un paso más en su unificación, manteniendo su
carácter de entidades privadas, pero ampliando su capacidad para influir sobre
7
gobiernos y parlamentos. El 25 de octubre de 1948, el Comité se transformó en el
Movimiento Europeo (ME), cuya presidencia se encomendó a Sandys, con Józef
Retinger como secretario general. Asumieron la presidencia honoraria cuatro figuras de
gran prestigio en la política europea, Léon Blum, Winston Churchill, Alcide de
Gasperi y Paul-Henri Spaak, quien sucedería a Sandys al frente de la organización en
1950. El Movimiento se organizó con un Consejo Federal al frente de los 26 comités
nacionales, once de los cuales correspondían a las organizaciones en el exilio de las
democracias populares del Este y al Gobierno de la República española.
El ME, dedicado a la promoción del concepto de integración europea, alcanzó un noble
prestigio y desarrollo en las décadas siguientes, creó grupos de estudio por toda Europa
y recibió la adhesión de una veintena de entidades asociadas, entre ellas la
Confederación Europea de Sindicatos, el Consejo Europeo de Municipios y
Regiones, la Asociación de Periodistas Europeos, los Jóvenes Federalistas Europeos
o la Asociación Europea de Profesores. El Movimiento celebró su primer Congreso
en París, a comienzos de diciembre de 1948, y centró su actividad inmediata en el
proyecto de Asamblea de Europa, en estrecho contacto con los gobiernos de los países
miembros del Tratado de Bruselas, que debían poner oficialmente en marcha la
iniciativa.
Pronto se vio que entre estos no existía ningún interés en apoyar la propuesta
federalista de una Asamblea de Europa que posibilitara la unión política
supranacional. Pero, aunque había práctica unanimidad entre los gobiernos en despojar
a la Asamblea de cualquier poder constituyente, legislativo o ejecutivo, existían dos
posturas encontradas en cuanto a su constitución. Algunos ejecutivos, sobre todo los
del Benelux, admitían un Parlamento europeo elegido por sufragio universal
directo de los ciudadanos. Pero la mayoría, y significadamente el francés y los
escandinavos, defendían que la Asamblea se formara con delegados de los
parlamentos estatales. Los británicos incluso rechazaban su creación y proponían su
sustitución por un Consejo de Ministros integrado por miembros de los gobiernos de la
OECE. Tras largos y delicados debates, las conclusiones de la Comisión de Estudio del
proyecto fueron aprobadas por los ministros de Asuntos Exteriores en su reunión de
Bruselas, en enero de 1949. Los acuerdos recogían la creación de un Consejo de
Europa como órgano de representación de las democracias del Continente, pero sin la
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capacidad política que demandaban los federalistas. El Consejo contenía en su
composición las dos instituciones propuestas: el Comité de Ministros, con funciones
ejecutivas y la Asamblea parlamentaria, con carácter meramente consultivo.
Siguieron meses de intensos contactos con otros estados europeos hasta que, el 5 de
mayo, se firmó en Londres el Tratado constitutivo.
El Consejo de Europa arrancó con diez miembros: los cinco impulsores más
Dinamarca, Suecia, Noruega, Italia e Irlanda. En agosto, cuando la organización
comenzó a funcionar, se unieron Grecia y Turquía y al año siguiente se incorporaron
Islandia y la recién creada República Federal Alemana. Como la condición fundamental
para entrar en el Consejo era ser una democracia parlamentaria respetuosa con los
derechos humanos, las adhesiones posteriores respondieron, en la mayoría de los casos,
a cambios radicales en el estatus político. Así, Portugal y España ingresaron en 1976y
1977, tras haber liquidado sus longevas dictaduras, mientras que Grecia fue
temporalmente apartada entre 1967 y 1974, en tanto existió allí la «dictadura de los
coroneles» y Turquía, por idéntico motivo, entre 1980 y 1984. Por su parte, los 23
estados europeos herederos de la URSS y de los restantes sistemas comunistas fueron
admitidos tras la «caída del Muro», entre 1990 y 2007. Para entonces, los miembros del
Consejo eran ya 47.
Establecido en Estrasburgo, el Consejo de Europa se puso en funcionamiento con tres
organismos: la Secretaría General, cuyo primer titular fue el francés Jacques París, el
Comité de Ministros, formado por los responsables de Asuntos Exteriores de los estados
miembros y la Asamblea Consultiva, integrada por representantes de los parlamentos
nacionales. Tras la firma de la Convención Europea de Derechos Humanos, en 1950,
el Consejo estableció en Estrasburgo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos,
para juzgar posibles violaciones en los estados miembros, obligados a aplicar las
sentencias. Y en octubre de 1961, el Consejo estableció la Carta Social Europea, que
señala una serie de derechos sociales y económicos, parte del concepto europeo del
«Estado del bienestar»: derecho al trabajo, a las prestaciones de la seguridad social, a
la libertad sindical, a la negociación colectiva en el mundo laboral, etc. En el seno del
Consejo funcionan, así mismo, numerosos comités especializados que trabajan en
torno a las grandes líneas de actuación de la institución: defensa de los derechos
humanos, promoción de la unidad europea y progreso social y económico del
9
Continente.
El Consejo de Europa fue el primer intento de establecer, en la práctica, un
mecanismo supranacional para toda Europa. Sus promotores, los federalistas,
fracasaron en el empeño desde el momento en que el Comité de Ministros vetó, en
agosto de 1949, un intento de la Asamblea Consultiva para modificar el Tratado
constitutivo a fin de crear una Unión Europea con un poder legislativo encamado en un
Parlamento bicameral. Cinco años después, tampoco salió adelante el proyecto
federalista de Comunidad Política Europea, que contaba con el apoyo del Consejo de
Europa. Desde entonces, y durante casi cuatro décadas, el proceso de unidad continental
lo protagonizaron los funcionalistas, con menor ambición y paso mucho más lento, a
través de las tres Comunidades Europeas: la CECA, la CEE y la Euratom. Pero,
aunque carece de poderes ejecutivos y no ha participado en el proceso de constitución
de la Unión Europea, de la que no depende orgánicamente, el Consejo de Europa,
dotado de una enorme influencia moral, es un organismo fundamental en los procesos
de democratización e integración de las sociedades europeas, cuyas políticas viene
orientando desde su creación.
Al cumplirse un lustro del final de la Segunda Guerra Mundial, el proceso de
integración europea había dado algunos pasos, aunque claramente insuficientes para que
se pudiese hablar de un verdadero progreso. Los mayores avances se producían como
respuesta urgente a retos que los estados no podían afrontar individualmente. Por
un lado, la reconstrucción económica propiciada por la ayuda norteamericana del Plan
Marshall, que llevó a la creación de la OECE y confirmó la división de Europa en
dos bloques incompatibles. Cuatro años después, sin embargo, esta había cumplido
prácticamente su misión y en 1961 se transformó, como OCDE, en un organismo
planetario. Por otro lado, el temor a una nueva guerra mundial que convirtiera a
Europa en su principal campo de batalla, movió a las democracias de la Europa
occidental a integrar un pacto militar, el Tratado de Bruselas que a partir de 1949
quedó englobado en la Alianza Atlántica, la OTAN, bajo la manifiesta hegemonía de
los Estados Unidos de América. En la Europa del Este se constituyó, en 1955, una
organización armada rival, el Pacto de Varsovia, bajo hegemonía soviética. En cuanto
a la vertiente puramente política, las iniciativas de las organizaciones europeístas
movieron a los gobiernos a constituir el Consejo de Europa, al que, sin embargo, se
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negaron a ceder la más mínima parcela de su soberanía nacional.
Se trataba, por lo tanto, de éxitos parciales que venían acompañados de un serio
problema para la unidad continental: la conversión de los países del Este de Europa
en regímenes prosoviéticos con modelos de organización estalinista; incompatibles,
con los sistemas de democracia parlamentaria y economía de mercado que se estaban
recuperando en el Oeste, excepto España y Portugal. A finales de los años cuarenta, los
estados europeos alineados en los bloques comunista y capitalista iniciaron, pues,
sendos procesos de integración política, económica y militar que sólo convergirían
medio siglo después cuando uno de los dos sistemas, el comunista, colapso y la mayoría
de sus miembros se pasaron, en el plazo más breve posible, al bloque vencedor.
4. EL BENELUX
Geográficamente situadas entre los gigantes económicos británico, francés y alemán,
Holanda, Bélgica y Luxemburgo comparten muchos rasgos de historia comunes y una
posición privilegiada como salida marítima del eje renano, la zona de mayor
concentración industrial de la Europa continental. En las primeras décadas del siglo
pasado sus economías parecían complementarias y ello facilitaba el consenso entre
políticos y empresarios a la hora de pactar formas de colaboración. La Unión
Económica belga-luxemburguesa, de 25 de julio de 1921, fue la primera creada en
Europa tras la Gran Guerra y debe ser considerada un hito en el proceso de integración
continental al establecer, entre otras cosas, la paridad entre las dos monedas. En julio
de 1932, siguiendo la estela del reciente Memorándum Briand, ambos estados
firmaron con Holanda la Convención de Ouchy, mediante la que pactaron una
reducción del 50 por ciento de sus aranceles interiores, a cumplir en cinco años, e
invitaron a los estados vecinos a integrarse en el sistema. Pero los países que tenían
acuerdos con el trío que incluían la cláusula de nación más favorecida —
significadamente, el Reino Unido— protestaron y la unión aduanera quedó aplazada.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los tres países fueron conquistados por Alemania y
luego liberados por los Aliados al precio de considerables destrucciones. Animados por
los contactos entre los movimientos de la Resistencia, los gobiernos en el exilio
londinense acordaron reiniciar el proceso de unificación aduanera. El 23 de octubre de
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1943, firmaron la Convención Monetaria, que establecía la paridad interna para las
transacciones comerciales. Y el 5 de septiembre de 1944, la Convención de la Unión
Aduanera, conocida como Tratado de Londres, que creaba la Unión Aduanera
Benelux, acrónimo formado con las primeras letras de los nombres de los tres socios.
Una vez retomados a sus países, y tras un par de años dedicados a la reconstrucción, los
gobiernos ratificaron estos acuerdos mediante la Convención de La Haya, de marzo de
1947, que entró en vigor el primer día del año siguiente. Suprimía las tasas de
importación en los intercambios entre los estados miembros y fijaba tarifas aduaneras
comunes para el comercio exterior.
El fin último del Benelux era lograr la integración total de las tres economías
coordinando sus políticas comerciales, financieras y sociales y asegurando la libre
circulación de personas, capitales, bienes y servicios en el interior de su territorio. Sus
diversas etapas de integración constituyeron, pues, auténticos ensayos generales para el
Mercado Común europeo. Pese a que algunos desajustes ralentizaron el proceso —la
economía holandesa tenía un considerable nivel de protección, mientras que la belga
apostaba por el librecambismo, y la carencia de una autoridad supranacional dejaba
mucho margen al disenso de los gobiernos— se fueron cubriendo las etapas previstas.
Los contingentes en los intercambios de productos industriales entre los tres miembros
fueron suprimidos en 1950. En 1953, se activó el Protocolo sobre las políticas
comerciales, con relación a países ajenos a la Unión. Un año después, la libre
circulación de capitales dentro del Benelux. Y en 1956, se alcanzó el desarme tarifario
prácticamente total, por lo que los socios decidieron, finalizado el período transitorio,
transformar el acuerdo aduanero en una Unión Económica.
Puesta en marcha la Comunidad Económica Europea (CEE), el Benelux se vinculó a
ella, pero continuó como organización regional. Su Unión Económica se llevó a término
mediante el Tratado de 3 de febrero de 1958, que entró en vigor a comienzos de 1960.
En pocos años, la estructura económica de los tres estados cambiaría, estimulada por la
concurrencia interior y la ampliación de los mercados, que posibilitó una división
internacional del trabajo y la reestructuración de determinadas ramas de la producción.
En 1962 sus gobiernos acordaron un régimen común de precios agrarios para la
exportación. Dentro de sus fronteras se potenció la libre circulación de personas y de
bienes, hasta llegar a la supresión de los controles fronterizos interiores en 1970, es
12
decir, veinte años antes de la Convención europea de Schengen. Y los tres estados
miembros concertaron sus políticas para abordar conjuntamente el proceso de
integración en diversas instituciones continentales. Así, estuvieron presentes en la
creación de la OECE, de la UEO, de la OTAN y de las Comunidades Europeas. Estas
últimas reconocieron el valor del ejemplo de europeísmo aportado por el Benelux
situando en su territorio dos de las tres sedes de las instituciones comunitarias: Bruselas
fue sede de la Comisión Europea y del Comité Económico y Social, y Luxemburgo,
del Tribunal Europeo de Justicia y del Banco Europeo de Inversiones.
5. DE BRUSELAS A WASHINGTON: BÚSQUEDA DE LA SEGURIDAD
COLECTIVA
Al margen de la concertación económica, otro camino de cooperación abierto para los
gobiernos de la Europa occidental era la política común de defensa frente a la
omnipresente amenaza de guerra que representaba el «bloque comunista». Y lo mismo
sucedía en la Europa oriental con respecto al «bloque capitalista». Entre las sociedades
europeas cundía la sensación de que la destructiva guerra de 1939-45 les había colocado
en una situación de debilidad ante las nuevas superpotencias globales, los Estados
Unidos y la Unión Soviética, y que ello comportaba el riesgo de verse arrastradas a una
nueva confrontación planetaria que tendría en Europa su principal escenario. Como la
rivalidad y la incompatibilidad entre los sistemas ideológicos, políticos y económicos
del Este y del Oeste era un hecho cada vez más patente e irreversible, se hacía necesario
establecer un sistema de seguridad continental que reflejase la bipolaridad del nuevo
orden mundial. Para los países europeos pronorteamericanos, los que estaban asociados
en la OECE, la disyuntiva era, o bien organizar una alianza militar propia para hacer
frente a la potencial amenaza de la URSS en territorio europeo, o bien subordinar sus
políticas de defensa —y con ellas las de sus imperios coloniales— a los intereses
nacionales de los Estados Unidos, que mantenían un rosario de bases militares en
Europa y disponían del elemento disuasorio de su poder nuclear.
Pero aquí, como en el caso de la unión aduanera, británicos y continentales mantenían
una dualidad de visiones. En Londres concebían una estrategia global de defensa,
basada en una alianza casi planetaria entre los Estados Unidos, los países de la OECE
con sus imperios coloniales, y los miembros de la Commonwealth británica,
13
especialmente Canadá. Otros estados, como Francia, defendían la necesidad de contar
con un sistema de seguridad exclusivamente europeo, aunque no necesariamente
incompatible con uno global. En cualquier caso, las prioridades defensivas cambiaron
radicalmente en tan sólo un par de años a partir de la derrota del Tercer Reich. Aunque
la renovación de la alianza militar entre Francia y el Reino Unido mediante el Tratado
de Dunquerque (4 de marzo de 1947) se dirigía todavía contra el peligro de una
recuperación del poder militar alemán, subyacía en el pacto la posibilidad, cada vez más
amenazante, de un enfrentamiento entre los aliados occidentales y la URSS.
En enero de 1948, el secretario del Foreign Office, Ernest Bevin, hizo en la Cámara de
los Comunes un llamamiento a Bélgica, Holanda y Luxemburgo para que se unieran a la
alianza franco-británica, que podría en un futuro ampliarse «a otros miembros de la
civilización europea», en referencia bastante clara a la Alemania y la Italia derrotadas.
El 10 de marzo, los comunistas checoslovacos acabaron, mediante el «golpe de Praga»
con la única democracia parlamentaria existente en la Europa del Este. Dos días
después, los países del Benelux se incorporaron al Pacto de Dunquerque a través del
Tratado de Bruselas, que con el ambicioso título de «Tratado de Colaboración
Económica, Social y Cultural y de Legítima Defensa Colectiva», iba dirigido a enfrentar
el expansionismo soviético en Europa.
El 17 de abril, Bevin y su colega francés, Bidault, dirigieron un mensaje a Washington,
en nombre de los firmantes del Tratado de Bruselas, solicitando ayuda militar. Y
cuando, en junio, la URSS originó una de las crisis más graves de la guerra fría con el
bloqueo del Berlín occidental, un enclave ocupado militarmente por norteamericanos,
británicos y franceses, los cinco socios decidieron ampliar su colaboración mediante una
organización político-militar más estable. En septiembre se formalizó la Organización
del Tratado de Bruselas (OTB). Su órgano supremo, el Consejo Consultivo, estaba
integrado por los cinco ministros de Asuntos Exteriores y debía tomar sus resoluciones
por unanimidad. Contaba también con una Comisión Permanente, establecida en
Londres, para la gestión política y económica y un Alto Mando Militar, radicado en
Fontainebleau (Francia). La OTB carecía de un órgano judicial propio para la resolución
de conflictos, por lo que estos se remitirían al Tribunal Internacional de Justicia de La
Haya.
14
El Tratado de Bruselas, una alianza por cincuenta años que proclamaba como fines de
sus miembros la defensa de «los principios democráticos, las libertades cívicas e
individuales, las tradiciones constitucionales y el respeto a la ley, que forman su
patrimonio común», era un éxito político para el europeísmo, pero no ocultaba la
desastrosa situación militar de la Europa del Oeste. Con Alemania, Austria e Italia
sometidas al estatuto de países vencidos —y ocupadas militarmente las dos primeras—
y con el Reino Unido, Bélgica, Holanda y, sobre todo, Francia obligados a realizar un
creciente esfuerzo militar en sus ámbitos coloniales, ante el surgimiento de
movimientos de liberación, la prioridad en la recuperación económica dificultaba la
realización de una política de rearme masivo. La generalizada creencia en una
inminente Tercera Guerra Mundial, que enfrentaría al bloque capitalista con el
comunista, favorecía que los gobiernos de la Europa occidental viesen en los Estados
Unidos, entonces la única potencia nuclear, el último garante de la seguridad de sus
países ante un eventual ataque de la URSS.
Los norteamericanos poseían puntos de vista similares, basados en la necesidad de una
estrategia atlántica que garantizara una defensa flexible de la Europa occidental, que en
caso de guerra mundial quedaría convertida en primera línea del frente. La tradicional
política estadounidense de alejamiento de los conflictos europeos, rota sólo en las
guerras mundiales, cambió radicalmente el 11 de junio de 1948, a la raíz de la crisis de
Berlín. Ese día, el Senado aprobó la Resolución 64, o Resolución Vandenberg,
presentada por el senador republicano Arthur Vandenberg, que autorizaba al Gobierno
la negociación de alianzas militares de carácter regional en todo el planeta, obviamente
dirigidas contra la URSS, y la ayuda al rearme de sus aliados. Para ello se creó el
Programa de Asistencia Militar, que vino a sustituir al Pan Marshall en el apoyo al
rearme de la Europa del Oeste. Enseguida, los países de la Organización del Tratado de
Bruselas se dirigieron a Washington solicitando fondos del Programa para emplearlos
en la modernización de sus fuerzas armadas. En julio, en La Haya, la OTB acordó
suscribir una alianza directa con los Estados Unidos.
Las conversaciones condujeron al Tratado de Washington, de 4 de abril de 1949,
origen de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Integraban la
Alianza Atlántica, en el momento de su creación, doce estados: los cinco de la OTB,
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más los Estados Unidos, Canadá, Italia, Portugal, Noruega, Dinamarca e Islandia, a los
que se unieron en 1952 Grecia y Turquía y, en 1955, la República Federal Alemana (en
2009 la OTAN alcanzaría los 28 miembros). Los fines de la Alianza quedaban
expuestos en el Tratado fundacional: si cualquier miembro de la alianza era atacado, se
consideraba una agresión a todos los miembros los cuales asistirán al miembro
agredido, incluyendo el uso de la fuerza armada
La OTAN se dotó de una organización muy compleja, como requería la coordinación y
estandarización de tal número de ejércitos y el despliegue estratégico y logístico en un
amplio espacio terrestre, aéreo y marítimo. Su sede central, el Comando Supremo de
las Fuerzas Aliadas en Europa (siglas en inglés, SHAPE) se situó en París, siempre
bajo la jefatura de un militar norteamericano, el primero de los cuales fue el general
Dwight D. Eisenhower. Aunque se trataba de una organización estrictamente militar,
los gobiernos aliados buscaron dar una implicación política a la Alianza, para lo que el
Tratado de Washington creó el Consejo del Atlántico Norte, conocido simplemente
como Consejo Atlántico, con representantes de todos los gobiernos miembros. En abril
de 1952 se estableció una Secretaría General, que recaería por períodos cuatrienales en
políticos europeos —quien la puso en marcha fue, sin embargo un militar, el británico
Hasting Ismay— y en 1955 se inauguró una Asamblea Parlamentaria, con la función
de mantener la comunicación entre la Organización y los parlamentos nacionales.
La existencia de la OTAN dividió profundamente a la sociedad europea. El
antiatlantismo, no necesariamente vinculado a las simpatías prosoviéticas, pero
básicamente situado en organizaciones políticas y sociales de la izquierda, así como en
la derecha radical, arraigó entre quienes consideraban a la Alianza un «instrumento del
imperialismo americano» que convertía a sus socios europeos en una suerte de
protectorados políticos y económicos, progresivamente sometidos a una
«americanización» de su modelo sociocultural. El antiatlantismo militante adoptó
múltiples manifestaciones, la más espectacular, quizás, las periódicas marchas y
concentraciones de protesta en las cercanías de las bases militares norteamericanas en
Europa. Incluso en sectores de la derecha democrática el papel hegemónico de los
Estados Unidos en la Alianza fue contestado como un serio obstáculo para las
soberanías nacionales y la integración europea.
16
En cambio, los partidos agrupados en torno a las dos grandes ideologías centristas del
período, la socialdemocracia y la democracia cristiana, defendieron una estrecha
asociación entre la Europa occidental y los Estados Unidos y favorecieron la creación
de diversos grupos de presión, políticos, económicos e intelectuales, para fortalecer la
relación atlántica desde el europeísmo. Tal es, notablemente, el caso del elitista Club
Bilderberg, puesto en marcha a iniciativa de Józef Retinger, el príncipe Bernardo de
Holanda, el primer ministro belga, Paul van Zeeland y el financiero americano David
Rockefeller. El Club tomó el nombre del hotel de Oosterbeek (Holanda), donde se
celebró la primera de sus reuniones anuales, en mayo de 1954. Formado por 130
miembros, jefes de Estado, políticos, banqueros, empresarios, militares, etc., se
estructuró como un auténtico lobby, con sede en la ciudad holandesa de Leyden, para
favorecer la continuidad de la OTAN y el reforzamiento de los vínculos entre Europa y
los Estados Unidos.
6. LA DECLARACIÓN SCHUMAN
La pugna entre federalistas y funcionalistas, más sobre los ritmos que sobre los
objetivos, se decantó, en general, a favor de estos últimos cuando las iniciativas
europeístas pasaron del ámbito privado al institucional de los estados. Gracias a ello,
avanzó durante cuatro décadas la integración funcional, basada en el especializado
ámbito económico y técnico de las tres Comunidades Europeas y sus «uniones»
sectoriales —aduanera, monetaria, energética, económica— pese a las periódicas crisis
de la cooperación intergubernamental. Ello permitió, a largo plazo, abrir una nueva fase,
parcialmente inspirada en los principios federalistas, tras la constitución de la Unión
Europea por el Tratado de Maastricht, de 1992.
La primera etapa de la unificación europea debía ser, a juicio de la mayoría de los
responsables de la planificación económica en la Europa occidental, una unión
aduanera que garantizase la libertad de comercio y de circulación de personas. Pero los
planteamientos económicos globales chocaban con suma frecuencia con intereses de la
política interior de los estados, que resultaban prioritarios. Ello quedó manifiesto
cuando se intentaron uniones de carácter regional. Tras el éxito del Benelux, el
Gobierno francés animó al italiano a concluir una Unión Aduanera propia, la Francital.
En marzo de 1949, los dos ministros de Asuntos Exteriores, Robert Schuman y el
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conde Sforza, firmaron el Tratado correspondiente, que debía estar plenamente vigente
en 1955. Pero luego la Asamblea Nacional francesa se negó a ratificarlo, en gran parte
por la presión de los sindicatos galos, que temían que la apertura de la frontera a la libre
circulación de trabajadores fomentara una inmigración masiva de italianos. En el otoño,
ambos gobiernos volvieron a intentarlo, esta vez con una Unión Aduanera a cinco, que
incluyese a los países del Benelux, la llamada Fritalux, o Finibel por las siglas de sus
miembros. Pero belgas y holandeses exigieron que el área de librecambio incluyera
también a la naciente República Federal Alemana, en quien veían su principal socio
comercial, y eso era algo que el Parlamento francés no estaba, por el momento,
dispuesto a admitir.
Por su parte, los británicos rechazaban integrarse en un mercado común europeo,
temiendo que su política arancelaria resultara incompatible con su propio circuito
económico imperial, la Commonwealth. No obstante, el Reino Unido, cuya economía
se había recuperado muy rápidamente de los efectos de la guerra, no podía renunciar a
los mercados continentales. Como alternativa a la unión aduanera, su propuesta era aún
más funcional: una mera coordinación de políticas comerciales entre estados. Entró eco
en los países nórdicos y en enero de 1950, Suecia, Noruega y Dinamarca se unieron al
Reino Unido en Uniscan (United Kingdom-Scandinavia). Pero no existió la necesaria
sintonía, dada la enorme disparidad entre la economía británica y las escandinavas, y en
1954 el Gobierno socialdemócrata danés, con un sistema proteccionista para su
agricultura, rechazo la política común en materia agrícola, lo que acarreó el colapso de
la organización. Para entonces, los estados escandinavos habían creado el Consejo
Nórdico (febrero de 1953), una organización regional más modesta en sus
planteamientos, pero que tuvo cierto éxito al establecer una unión de pagos, la libre
circulación de trabajadores, un convenio de seguridad social y la supresión de barreras
aduaneras interiores.
Pese al fracaso del Fritalux, la idea de una cooperación económica entre los países de la
Europa occidental basada en la unión aduanera y en la complementariedad de las áreas
de producción industrial y energética siguió despertando notables entusiasmos, sobre
todo en Francia. Entre sus más decididos partidarios se encontraba Jean Monnet, quien
se encargaba de aplicar los recursos del Plan Marshall a la recuperación de la economía
francesa en su condición de comisario general del Plan de Modernización y
18
Equipamiento, que ponía el acento en la potenciación de la industria pesada. Aunque
federalista convencido, Monnet era lo suficientemente pragmático para admitir que la
vía funcionalista, con un marcado carácter tecnocrático, era la más práctica, a corto
plazo, para forjar lazos de solidaridad entre los gobiernos europeos sin necesidad de una
continua apelación emotiva a la movilización europeísta de sus pueblos. Gobiernos que,
como había puesto de manifiesto el fracaso del proyecto federalista del Consejo de
Europa, poseían la llave de los procesos de integración continental.
Fiel a su vieja idea de priorizar la cooperación con el Reino Unido, Monnet intentó, a lo
largo de 1949, negociar con su homónimo británico, Edwin Noel Plowden, una
planificación conjunta de la recuperación industrial para la Europa occidental. Pero, una
vez más, las reticencias de la Administración británica a implicarse en el proceso de
integración continental condujeron a un callejón sin salida. Por lo tanto, Monnet se
decantó por la otra opción, la que convertía a la Alemania Federal en el partenaire ideal
de Francia en el impulso industrial. Pero antes, había que superar la herencia traumática
de la Segunda Guerra Mundial.
En torno al valle del Rin existía un extenso espacio, compartido por cinco estados, en el
que áreas intensamente industrializadas estaban próximas a ricas cuencas carboníferas y
a zonas con minería del hierro. Este espacio, que algunos denominaban Lotaringia en
recuerdo de una entidad feudal que existió allí en la Edad Media, había visto
condicionado su desarrollo por la existencia de fronteras estatales y economías
nacionales proteccionistas, que dificultaban la complementariedad transfronteriza de los
yacimientos de carbón y mineral de hierro con las zonas de concentración fabril. Tras la
Segunda Guerra Mundial, la producción de carbón y de acero, entonces la clave del
progreso industrial, se convirtió en un problema político de envergadura, ya que
afectaba al estatuto de dos regiones alemanas ocupadas por los Aliados: el valle del
Ruhr, una zona de gran concentración de la industria siderúrgica, y el Sarre, muy rico en
carbón.
Desde el final de la guerra mundial, la ONU encomendó la administración del territorio
del Sarre a París, donde algunos círculos políticos y económicos defendían su plena
incorporación a Francia. A partir de 1947, el Sarre dispuso de su propia Constitución y
un año después se creó un sistema monetario, basado en el franco francés. Pero la
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reivindicación de la región como territorio nacional por la recién creada República
Federal Alemana (RFA) se iba a convertir en un problema político de cierta importancia
y en una amenaza implícita para unos proyectos europeístas que requerían de la entente
franco-germana.
Algo parecido sucedía con el Ruhr. Tras la guerra, británicos y norteamericanos habían
ocupado la región. Cuando se creó la RFA, Francia y el Benelux presionaron para que
no se entregara el control de la industria pesada de la zona al Gobierno de Bonn y lo
mantuvieron en manos de la Autoridad Internacional del Ruhr, establecida en marzo de
1948 mediante el Acuerdo de Londres.
Era fácil comprender que las soluciones aportadas por los Aliados vencedores, tanto en
el Sarre como en el Ruhr, no podían ser sino provisionales. Pero la entrega de ambas
regiones a la soberanía plena de RFA, como defendían los americanos, sembraba mucha
desconfianza en quienes, tan sólo cuatro años después de la caída del Tercer Reich,
albergaban temores sobre el futuro papel de la renacida Alemania. En este contexto, la
precoz experiencia del Benelux, basada en la cooperación económica internacional, la
unión aduanera y el uso complementario y supranacional de los recursos del carbón y
del acero, ofrecía una salida combinada al estatus económico de ambas regiones que
algunos círculos europeístas comenzaron a defender. Esta fórmula, que respetaría
formalmente la soberanía germana sobre el territorio, fue reiteradamente apoyada por
los políticos alemanes a partir de la primavera de 1949. También halló eco en
Washington, donde el secretario de Estado, Dean Acheson, era un firme partidario de
que la RFA se incorporase con normalidad al concierto europeo a través de la OTAN y
de la cooperación económica con Francia.
En 1950, Jean Monnet decidió profundizar en esta vía funcional, que beneficiaría al
propio crecimiento industrial francés. A la cabeza de un equipo de jóvenes economistas,
comenzó a defender la cooperación industrial europea con la formación de un pool de
empresas del carbón y del acero, sostenido y controlado por los estados. Monnet
concedía especial importancia a la cuestión del Rhur, ya que consideraba que el modelo
de administración supranacional de sus acerías podía trasladarse a las del conjunto de
países que vertebraban el eje renano, sin merma de sus soberanías nacionales. En abril
expuso su idea al jefe del Gobierno galo, George Bidault, quien delegó el tema en el
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ministro de Asuntos Exteriores, Robert Schuman. Ciudadano francés, nacido en
Luxemburgo y con el alemán como lengua materna, el democristiano Schuman era un
político especialmente capacitado para desarrollar el proyecto europeísta de Monnet, a
quien animó a ponerlo por escrito. Este formó para ello equipo con su segundo en la
Comisaría, Étienne Hirsch, el economista Pierre Uri, Paul Reuter, asesor legal del
Ministerio de Asuntos Exteriores, y Bernard Clapier, jefe del Gabinete del ministro.
El 1 de mayo de 1950, Monnet envió el memorándum a Schuman quien, a su vez,
redactó una declaración más breve y solemne. En ella ofrecía a la opinión pública de los
países de la Europa occidental el primer proyecto oficial de integración continental,
construido a partir de una entente franco-alemana y con el carbón y el acero como ejes
unificadores. Tras el visto bueno del Consejo de Ministros francés, se comunicó el
proyecto al canciller de la RFA, el democristiano Konrad Adenauer, quien se mostró
de acuerdo, al igual que lo hizo Acheson, informado por el político alemán.
La Declaración Schuman, que se presentó el 9 de mayo —posteriormente declarado
Día de Europa— comenzaba con una manifiesta adhesión a la línea funcionalista de
integración gradual por objetivos. Descartada ya la adhesión inicial de los británicos, el
proceso de integración se basaría en una entente franco-alemana. Para ello era
necesario poner fin a la rivalidad entre ambos pueblos, que había conducido a frecuentes
guerras. Para abrir una nueva etapa de colaboración entre Francia y la República Federal
Alemana, Schuman proponía que el conjunto de la producción franco-alemana de
carbón y de acero se sometiese a una Alta Autoridad común, en una organización
abierta a los demás países de Europa. A partir del carbón y del acero se iniciaría la
creación de bases comunes de desarrollo económico, primera etapa de la federación
europea.
La Alta Autoridad sería establecida mediante un Tratado negociado y firmado por los
estados miembros. La constituirían «personalidades independientes, designadas en
forma paritaria por los gobiernos, quienes elegirán de común acuerdo un Presidente».
Las misiones del organismo supranacional, «cuyas decisiones obligarán a Francia,
Alemania y los países que se adhieran», serían: garantizar la modernización de la
producción y la mejora de su calidad; el suministro, en condiciones idénticas, del carbón
y del acero en el mercado francés y alemán, así como en los de los países adherentes; el
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desarrollo de la exportación común hacia los demás países; la equiparación y mejora de
las condiciones de vida de los trabajadores de esas industrias.
La formación de oligopolios privados se evitaría poniendo la regulación del pool
industrial en manos de los estados.
Los gobiernos alemán y francés asumieron el proyecto Monnet-Schuman e invitaron a
integrarse en él a sus socios de la OECE. Aceptaron Italia y los tres países del Benelux
mientras que el Gobierno británico, al que París y Bonn habían marginado en su
iniciativa, permanecía retraído. Tras casi un año de trabajo de una comisión de expertos,
el 18 de abril de 1951 se firmó en París el Tratado fundacional de la Comunidad
Europea del Carbón y del Acero (CECA). La Pequeña Europa, la Europa de los Seis
acababa de nacer.
1
TEMA 3. LA EUROPA DE LOS SEIS
1. LA CECA
El Tratado de París entró en vigor el 25 de julio de 1952. El ámbito de actuación de la
CECA afectaba a la producción y comercialización de carbón, coque, hierro en lingotes,
limaduras de hierro y productos siderúrgicos. Mediante su actividad, preveía el Tratado,
se lograría el desarme arancelario total en el sector, una competitividad real que
contribuiría a la bajada de precios, la reconversión o modernización de las industrias
obsoletas y políticas sociales para beneficiar a mineros y trabajadores metalúrgicos.
Monnet había ideado la CECA como un primer paso, muy limitado, hacia la
consecución de una Federación política constituida por los estados europeos. Diseñó
una única institución para la Comunidad, la Alta Autoridad. Esta debería posibilitar la
creación de un pool europeo de las industrias del carbón y del acero, públicas y
privadas, apoyado en un área de librecambio, y luego regular y vigilar su
funcionamiento en nombre de los estados miembros. Pero en las conversaciones para
establecer el acuerdo, los seis gobiernos se mostraron partidarios de incrementar el
alcance de su asociación, creando una unión aduanera y dotando a la CECA de una
estructura supranacional compleja, que serviría de modelo a otras Comunidades
Europeas.
Una cuestión que se planteó enseguida fue la posible vinculación de la Comunidad al
recién creado Consejo de Europa, cuyos dictámenes podían influir mucho sobre los
gobiernos y las opiniones públicas, pero que no poseía capacidad legislativa y de
decisión política. Monnet dejó claro, en un memorándum de agosto de 1950, el peligro
de una CECA sometida a la supervisión de un Consejo de Europa inoperante, la
mayoría de cuyos miembros «estaría a favor de tomar parte en un debate, pero sin que
pudieran expresar mediante el voto la responsabilidad inherente a la función
parlamentaria». A la Comunidad se la dotó, por lo tanto, de cuatro instituciones propias:
La Alta Autoridad, radicada en Luxemburgo y cuyo primer presidente fue
Monnet. La integraban nueve técnicos designados por los estados miembros, de los
que no más de dos podían pertenecer al mismo país. Organismo ejecutivo de
2
carácter supranacional, actuaba en teórica independencia de los estados, a los que
podía imponer su criterio mediante tres tipos de actuaciones: las decisiones, con
fuerza legal, las recomendaciones, que debían ser tenidas en cuenta, y las
observaciones, que buscaban corregir disfunciones en las políticas nacionales. El
organismo comunitario disponía de amplios poderes en orden a la persecución de los
cárteles, la fijación y vigilancia de precios y de cuotas de producción y la
imposición de sanciones a los estados y las empresas que vulnerasen la normativa
comunitaria. Para su financiación se creó una modesta tasa empresarial variable (la
deducción, o prélèvement) sobre la producción de carbón y acero, que fue el
primer impuesto europeo.
La Asamblea Parlamentaria, establecida en Estrasburgo para recalcar su
identificación con el Consejo de Europa, estaba integrada por 78 representantes de
los parlamentos nacionales, con un sistema de cuotas por tramos de población que
luego sería común en las instituciones parlamentarias paneuropeas: Alemania,
Francia e Italia tenían 18 escaños cada una, diez Bélgica y Holanda, y cuatro
Luxemburgo. Sus funciones eran de control de la actuación de las restantes
instituciones de la CECA y en especial de la Alta Autoridad, que sometía a la
aprobación de la Asamblea su gestión anual.
El Consejo de Ministros lo constituían representantes gubernamentales de los seis
estados miembros, que debían alcanzar la unanimidad para adoptar los acuerdos
especialmente relevantes. Servía de nexo político entre los gobiernos y la Alta
Autoridad, cuyas actuaciones precisaban de su refrendo. Con ello, el Consejo de
Ministros se convertía en una garantía de que no habría cesiones de soberanía a la
CECA no deseadas por los ejecutivos nacionales.
El Tribunal de Justicia, integrado por siete jueces designados en períodos de seis
años por los estados miembros, resolvía en instancia única los conflictos en el seno
de la Comunidad conforme a la interpretación del Tratado.
Los objetivos funcionales de la CECA quedaban muy lejos de alcanzar las metas de
integración deseadas por los federalistas. Incluso las previsiones de Monnet y Schuman
resultaban, en lo tocante a la supranacionalidad, muy rebajadas por la acción de los
gobiernos asociados, ya que su representación en la Comunidad, que era el Consejo de
Ministros, poseía en la práctica capacidad de veto sobre las decisiones de la Alta
Autoridad, lo que hacía muy difíciles los avances en la cesión de soberanía de los
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estados al ente comunitario.
No obstante, la CECA conoció cierto éxito al regular el mercado del carbón y del acero
en la Pequeña Europa e impulsar su crecimiento espectacular. Entre 1954 y 1962, la
producción de acero pasó de 42 a 73 millones de toneladas anuales y el comercio
intercomunitario se cuadruplicó. Con la integración sectorial que aportaba la
Comunidad, dejaron de tener justificación los obstáculos políticos para que la Alemania
federal asumiera el pleno control económico del Ruhr e incorporase el Sarre a su
soberanía, lo que tuvo lugar en 1951 y 1957, respectivamente.
Entre febrero de 1953 y agosto de 1954 se efectuó el desarme arancelario previsto y la
Alta Autoridad desplegó una amplia actividad reguladora en el sector y fue dotada de un
fondo especial de compensación para financiar la reconversión industrial. A finales de
los años cincuenta, la CECA se preocupó también de solicitar a los gobiernos que
impulsaran una reducción de la producción carbonífera, ya que el creciente uso del
petróleo, del gas y, en un futuro, de la energía nuclear para fines domésticos,
industriales y de transporte, favorecería la acumulación de stocks y los bajos precios en
la minería del carbón. De hecho, el porcentaje de su consumo en la Comunidad, sobre el
total de la energía, cayó desde el 74 por ciento en 1950 hasta el 31,3 en 1967, mientras
que el petróleo pasó del 10 al 51,7 en el mismo período.
2. LA COMUNIDAD EUROPEA DE DEFENSA
El prometedor arranque de la CECA coincidió con el fracaso de algunas otras iniciativas
de integración en la Europa del Oeste, que ponían de relieve las dificultades inherentes
al proceso de unificación continental. El más significativo de estos fracasos fue la
Comunidad Europea de Defensa, la CED. Consideraciones militares al margen, puso
de relieve la existencia de grandes sectores del electorado y la clase política del
Continente que rechazaban la propuesta federalista para la construcción política europea
y la pérdida de soberanía nacional que ello implicaba.
El estallido de la guerra de Corea, en junio de 1950, llevó a su paroxismo el miedo a una
confrontación global entre el Este y el Oeste. En Washington se creía que el centro
neurálgico de esa posible tercera guerra mundial sería Europa, no el Extremo Oriente.
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Para la Administración Truman era fundamental reforzar el ámbito estratégico de la
OTAN, facilitando el ingreso de la República Federal alemana, establecida el año
anterior, y dotándola de un potente ejército. También eran de ese parecer de los
británicos. A propuesta de Winston Churchill, en agosto de 1950, la Asamblea
Consultiva del Consejo de Europa aprobó una resolución instando a los estados
miembros la creación inmediata de un ejército europeo nutrido con contingentes
nacionales, incluido el alemán, bajo un mando militar conjunto y que actuaría en el seno
de la OTAN.
En Francia, que había sostenido tres guerras contra Alemania en menos de un siglo, este
asunto causaba honda preocupación. Buena parte de su opinión pública contemplaba el
caso, además, como una clara demostración del papel imperial de los Estados Unidos
con respecto a sus aliados europeos. Pero como, por otra parte, la defensa de Europa
occidental frente a la URSS era imposible sin la ayuda de la superpotencia americana, el
Ejecutivo francés, que sostenía una costosa guerra contra un movimiento de liberación
prosoviético en Indochina, no estaba en condiciones de oponerse a la admisión de la
RFA en el club atlántico. Parecía posible, sin embargo, reducir la capacidad del Ejército
germano-occidental para ejecutar políticas independientes subordinándolo a un centro
de decisiones supranacional, unas Fuerzas Armadas de Europa.
En septiembre de 1950, gracias en buena medida a una gestión del secretario de Estado
norteamericano, Acheson, cerca de sus colegas francés y británico, el Consejo Atlántico
aprobó el rearme alemán y abrió las puertas a una futura adhesión de la RFA a la
OTAN. En Francia gobernaba la IV República una inestable coalición de fuerzas
centristas, encabezada por el europeísta Movimiento Republicano Popular. Sus
dirigentes, que habían entrado decididamente en la senda de la reconciliación franco-
alemana con la Declaración Schuman, se mostraron dispuestos a patrocinar la creación
de un ejército europeo en el que, junto a las de los cinco estados signatarios del Tratado
de Bruselas, se pudieran integrar las Fuerzas Armadas italianas y germano-occidentales.
A partir de una iniciativa de Jean Monnet, el primer ministro galo, René Pleven, lanzó la
idea de una Comunidad Europea de Defensa (CED). Pleven proponía que la CED
pudiera asumir la defensa territorial de la Europa occidental en caso de conflicto con el
bloque soviético, incorporando así a la RFA a una organización de seguridad
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específicamente europea. Ello implicaría, inevitablemente, unas líneas generales de
política exterior comunes a todos los estados miembros, que Monnet concibió
desarrolladas a través de una Comunidad Política Europea (CPE). De esa forma, el
federalista Monnet esperaba que, mediante iniciativas funcionalistas, se crearían
simultáneamente las tres bases de los futuros Estados Unidos de Europa: la
económica (CECA), la militar (CED) y la política (CPE).
El Plan Pleven, presentado el 23 de octubre de 1950, proponía crear el Ejército europeo
«sujeto a las instituciones políticas de una Europa unida» y colocado «bajo la
responsabilidad de un ministro europeo de la Defensa, asistido por un Consejo de
Ministros, bajo control de una Asamblea Europea y con un presupuesto militar común».
Obtenida en diciembre la aquiescencia del Consejo Atlántico, las conversaciones sobre
la CED, calurosamente apoyadas por Washington, se iniciaron en febrero de 1951 y se
prolongaron más de un año, en medio de serias complicaciones. En primer lugar, el
Ejecutivo francés tuvo que romper la resistencia de su Asamblea Nacional,
mayoritariamente opuesta al renacimiento de Alemania como potencia militar. Lo logró
por 14 votos, asumiendo la garantía de que el Ejército de la RFA estaría integrado por
pequeños contingentes subordinados al Alto Mando europeo. A partir de ahí, Francia
logró el consenso de Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Italia y la RFA, es decir, de la
naciente Europa de los Seis, para crear la Comunidad de Defensa, cuyos miembros
seguirían perteneciendo a la OTAN. Pero el Reino Unido, el más firme aliado militar de
París hasta entonces, se negó a integrase en la CED, prefiriendo mantener su política de
seguridad estrechamente vinculada a Washington en el seno de la Alianza Atlántica.
El Tratado constitutivo de la CED se firmó en París, el 27 de mayo de 1952. Los
miembros de la Comunidad no se planteaban objetivos muy ambiciosos a corto plazo.
Aunque, en teoría, todas las Fuerzas Armadas de los países miembros estarían
encuadradas en el esquema estratégico de la Comunidad, esta mantendría operativa sólo
una fuerza de intervención rápida —la «fuerza de choque»— de unos 50.000
hombres, bajo el mando del Comandante Supremo de la OTAN en Europa (el
SACEUR), que era un militar norteamericano. La CED se dotaba con un aparato
institucional vinculado al modelo Monnet-Schuman de Comunidades europeas, que se
iba a emplear también en la CECA: una Comisión, órgano ejecutivo de nueve
6
comisarios encargado de la administración interna y de la logística del Ejército europeo;
el Consejo de Ministros, con los responsables de Defensa de los estados miembros; la
Asamblea parlamentaria, que sería la misma de la CECA, con tres escaños más para
Francia, Italia y la RFA; y el Tribunal de Justicia, también compartido con la CECA.
Había desaparecido el ministro de Defensa europeo previsto en el Plan Pleven
Pero la CED, creada sobre el papel, no llegó más allá. La ausencia británica limitaba
mucho sus posibilidades de ser un instrumento eficaz, política y militarmente. En
Francia, donde florecía el antiamericanismo popular, la derecha gaullista —la Alianza
del Pueblo Francés, entonces en la oposición— se negó a ratificar el Tratado e hizo
causa común con el Partido Comunista para anularlo.
Tras muchos meses de negociaciones entre los partidos, y con la Comunidad de Defensa
ya aceptada por los parlamentos del Benelux y de la RFA, el jefe del Gobierno, Pierre
Mendés-France, al frente de una coalición de centro-derecha que ahora incluía a los
gaullistas, propuso modificaciones en el Tratado de París. Como que se redujera su
vigencia de cincuenta a veinte años, se introdujese el derecho de veto en el Consejo —lo
que fue rechazado por los demás socios— que el contingente francés en el Ejército
europeo tuviese mayor autonomía y que se diese carpetazo a la Comunidad Política
Europea, prevista en el Tratado de la CED y que comunistas y gaullistas rechazaban de
plano. Pero, incluso así, el 30 de agosto de 1954 la Asamblea Nacional francesa rechazó
la propuesta de ratificación del Tratado por 319 votos contra 264. El Gobierno,
consciente de que le iba la vida en ello, postergó indefinidamente un nuevo intento de
convalidación parlamentaria, con lo que la Comunidad de Defensa, que había sido
iniciativa francesa, quedó condenada por la negativa francesa.
3. LA COMUNIDAD POLÍTICA EUROPEA
Directamente relacionado con el fracaso de la CED —de hecho, fue una de las causas de
ese fracaso—estuvo el de la Comunidad Política Europea (CPE). Monnet y Schuman
planteaban, más allá de la iniciativa económica de la CECA, una opción federalista a
largo plazo, que requería de la actuación de una organización supranacional de carácter
político, con la capacidad ejecutiva y legislativa que los gobiernos habían escamoteado
al Consejo de Europa. En marzo de 1952, este aprobó una resolución para vincular las
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actuaciones de esta Comunidad Política Europea (CPE) a las militares de la CED y a las
económicas de la CECA, mediante una autoridad supranacional común, lo que, de
haberse llevado a cabo, hubiese constituido un antecedente de la actual Unión Europea.
Y el Tratado fundacional de la Comunidad del Carbón y del Acero iba aún más allá, a
propuesta del italiano Alcide de Gasperi, al abrir la puerta a la futura integración de los
sistemas políticos de los Seis bajo «una estructura federal o confederal».
Como la CED no era todavía operativa, en septiembre de 1952, y a solicitud de Monnet,
el Consejo de Ministros de la CECA encomendó a la Asamblea parlamentaria un
proyecto de Comunidad Política Europea que estableciera reglas comunes de
funcionamiento del sistema democrático y de la defensa de los derechos humanos para
los países miembros. La Asamblea designó para ello una Comisión, presidida por el
democristiano alemán Heinrich von Brentano, que concluyó sus trabajos en marzo de
1953.
El proyecto de Estatuto de la CPE, aprobado por la Asamblea el día 10 (Acuerdo de
Estrasburgo), preconizaba en sus 117 artículos una Federación europea con un
Parlamento bicameral, integrado por una Cámara de los Pueblos de 268 diputados,
elegidos directamente por los ciudadanos mediante cuotas de representación nacional
que primaban a los pequeños estados, y un Senado formado por 87 miembros de los
parlamentos nacionales, también mediante cuotas conforme a la población de la
Pequeña Europa. La Federación contaría con un Ejecutivo también bicéfalo: el Consejo
de Ministros, con representantes de los gobiernos y el Consejo Ejecutivo Europeo, el
órgano propio de la Comunidad, cuyo presidente sería elegido por el Senado. Tendría
también un Tribunal de Justicia y un Comité Económico y Social.
En la primavera de 1954, los parlamentos de Alemania y del Benelux ratificaron el
Estatuto de la Comunidad Política y se esperaba que los de Francia e Italia lo hicieran
pronto. Pero entonces sobrevino la crisis de la CED y quedó manifiesta la oposición
mayoritaria de la Asamblea Nacional francesa a un proyecto de unión política. En
agosto de 1954, se extinguió la CPE, el primer intento de crear una Europa federal.
4. DE MESINA A ROMA
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A mediados de la década de los cincuenta el proceso de integración continental parecía
encontrarse en un callejón sin salida. En la Europa del Oeste, donde las lentas tesis
funcionalistas se imponían rotundamente sobre las federalistas, sólo se había
consolidado una organización sectorial, la CECA que, tras el fracaso de la Comunidad
Política, no poseía capacidad para avanzar por sí sola en el proceso unificador. En la
Europa del Este, el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), creado en 1949,
era un organismo poco eficaz, tanto como mecanismo económico como motor de
integración política de las democracias populares. Y las dos alianzas militares del
continente, la OTAN y el Pacto de Varsovia, dependían demasiado de las
superpotencias impulsoras como para que sus miembros pudiesen coordinar políticas de
defensa autónomas que, en cualquier caso, se dirigirían contra otros estados europeos.
A comienzos de 1955, Jean Monnet dejó la presidencia de la Alta Autoridad de la
CECA, en protesta por el fracaso de la CED. Reafirmó entonces sus convicciones
federalistas al afirmar que los países europeos se habían convertido en pequeños para el
mundo actual y que su unidad en los Estados Unidos de Europa permitirá elevar el nivel
de vida de los europeos y mantener la paz.
En octubre creó el Comité de Acción para los Estados Unidos de Europa, una
«organización supranacional privada» integrada por un centenar de políticos,
empresarios y sindicalistas y concebida como un lobby para impulsar el avance hacia la
federación continental. Sin embargo, el pragmatismo de Monnet le hacía seguir
porfiando por iniciativas funcionalistas a corto plazo. Con la colaboración de políticos
como Pierre-Henry Teigten y técnicos como el ingeniero Louis Armand, pionero
europeo de la energía atómica, Monnet planificó una Comunidad Europea de la
Energía Nuclear, para completar la integración y modernización del sector energético
más allá del carbón y evitar la excesiva dependencia de un petróleo que no producían
los países de la CECA.
Paralelamente a este Plan Monnet de la energía atómica, en Holanda se estaban
promoviendo serios intentos de avanzar en la integración económica europea. El
desarrollo de la CECA había revelado serios problemas estructurales en la coordinación
económica de los seis gobiernos, que aconsejaban mayor supranacionalidad en asuntos
comerciales, monetarios, fiscales, legales, etc. En abril de 1955, los tres ministros de
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Exteriores del Beneux, el holandés Johan Willen Beyen, el belga Paul-Henri Spaak y
el luxemburgués Joseph Beck, acordaron el llamado Plan Beyen. Se centraba en la
creación de un Mercado Común Europeo que, mediante la supresión de los aranceles
interiores y el establecimiento de una tarifa exterior única, posibilitara las pautas para
una futura unificación comercial, financiera y monetaria. El Plan contemplaba la
supresión gradual de los derechos de aduana y de la política de cuotas comerciales en el
seno de la Comunidad, el establecimiento de un arancel aduanero común frente a
terceros países, y creación por los gobiernos de un Fondo Europeo para suavizar los
efectos negativos en las economías nacionales de la liberalización de intercambios y de
la supresión de barreras aduaneras. Los tres ministros confiaban en que la unión
aduanera fuera el fundamento más sólido para avanzar hacia la unión económica y
relanzar, a más largo plazo, el proyecto de unión política que había fracasado con la
CPE.
No era una empresa sencilla. Dada la diferencia de intereses nacionales entre los Seis y
la renuencia de sus sistemas políticos a ceder soberanía a entes supranacionales, entre
1951 y 1954 habían fracasado varios proyectos sectoriales destinados a acompañar a la
CECA en el impulso a la integración económica y social. Tales habrían sido el
Mercado Común Agrícola (el pool verde), la Comunidad Europea de la Salud (el
pool blanco) o la Autoridad Europea de los Transportes. Tuvo éxito, en cambio, la
Unión Europea de Radiodifusión (UER), creada en 1950 por los Seis y que desde
1954 contó con una sección audiovisual, Eurovisión, para la conexión conjunta de las
televisiones nacionales, que pronto superó el ámbito comunitario para alcanzar,
progresivamente, una dimensión continental. A partir de 1956, Eurovisión organizó
anualmente un Festival de la Canción, que pronto figuró en el imaginario popular como
uno de los elementos más visibles de la integración solidaria de las sociedades europeas.
Pero al mismo tiempo, en una contradicción muy reveladora, el Festival se convirtió en
un emotivo ritual identitario de las patrias, vinculado a la exaltación de la nación-estado.
Durante la primavera de 1955, el Plan Beyen y el Plan Monnet fueron conciliados en
torno a la existencia de tres Comunidades Europeas de carácter económico,
independientes pero relacionadas estrechamente. La ya existente CECA y otras dos a
crear. Una, muy específica, para el desarrollo del uso pacífico de la energía nuclear
como alternativa al carbón y al petróleo. Y otra general para la integración económica, a
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la que se asignaban diversas tareas: unificación progresiva del sistema aduanero,
coordinación de las políticas monetarias y fiscales, creación de un fondo para
desarrollar a las regiones más pobres, reglamentación laboral y libre circulación interior
de mano de obra, etc. El 9 de mayo, Monnet, remitió el proyecto conjunto, el llamado
Memorándum del Benelux, a la Asamblea de la CECA. El organismo parlamentario
adoptó una resolución favorable el día 14, en el sentido de «elaborar los proyectos de
tratados necesarios para la puesta en marcha de sucesivas etapas de la integración
europea, de la que la CECA ha sido precursora». La resolución fue enviada al Consejo
de Ministros de esa Comunidad.
Este se reunió en la ciudad siciliana de Mesina, el 1 de junio de 1955, aunque las
sesiones de trabajo, que abarcaron tres días, tuvieron lugar en el monasterio de Santo
Domingo, en la cercana Taormina. Estuvieron presentes Bech, que presidía, Spaak y
Beyen, más el francés Antoine Pinay, el alemán Walter Hallstein y el italiano
Gaetano Martino. Londres envió un observador, pero sin ánimo manifiesto de
intervenir en la puesta en marcha de las Comunidades. El motivo oficial de la cumbre
era sustituir a Monnet al frente de la Alta Autoridad de la CECA, puesto para el que se
eligió a René Mayer. Pero los ministros debatieron fundamentalmente sobre las otras
Comunidades propuestas. Los objetivos que se establecieron incluían la armonización
de las políticas de sus miembros en los terrenos financiero, económico y social; la
coordinación monetaria; la supresión progresiva de los obstáculos a la libre circulación
interna de personas, capitales, bienes y servicios; la garantía de la libre competencia,
anulando las salvaguardas del interés nacional; la diversificación del consumo
energético; o la creación de un Fondo de compensación para el desarrollo de las
regiones desfavorecidas.
Para desarrollar los acuerdos de Mesina y crear el Mercado Común y la Euratom, se
nombró un Comité Intergubemamental (CIG), con sede en Bruselas, formado por los
embajadores ante la CECA y presidido por Spaak. Por delegación, un Comité de
Expertos de la CECA, o Comité Spaak, trabajó en cuatro comisiones —Mercado
Común, Energía Clásica, Energía Nuclear y Transporte y Obras Públicas— los
aspectos técnicos del proyecto de creación de la Comunidad Económica Europea (CEE)
y de la Euratom.
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Tras la presentación a los gobiernos de un documento preliminar en la Conferencia
de Noordwijk (octubre de 1955), el Comité de Expertos redactó el Informe Spaak.
Siguiendo las experiencias del Benelux y de la CECA, el Informe señalaba, como
objetivo fundamental de la primera etapa de la EE, la unión aduanera con una tarifa
exterior común que facilitara el control de cambios y la estabilidad del mercado interior.
Ello facilitaría el establecimiento de un Mercado Común que se alcanzaría en tres fases:
a). La unión aduanera, con la supresión de aranceles y cuotas de comercio;
b). La unión económica, con una política agraria y de transportes común y la
armonización de las legislaciones nacionales
c). El mercado único, con el establecimiento de cuatro libertades de movimientos:
de mercancías, de personas, de servicios y de capitales. El Informe apostaba por
consolidar la Pequeña Europa de los Seis, sin prematuras ampliaciones del ámbito
territorial comunitario.
Por su parte, Monnet había convocado una Conferencia en París, en enero de 1956, en
la que presentó a un selecto grupo de dirigentes de los Seis el proyecto de Comunidad
Europea de la Energía Atómica (Euratom). Monnet se inspiraba en la propuesta
civilista de «átomos para la paz», lanzada por el presidente norteamericano Dwight D.
Eisenhower en diciembre de 1953. Pero su intento de limitar el ámbito de lo nuclear en
Europa a los usos pacíficos fue rechazado por los gobiernos, que no querían renunciar a
la posibilidad de desarrollar armamento atómico.
El Informe Spaak fue remitido a la Asamblea de la CECA y a su Consejo de Ministros,
que se reunió en Venecia el 29 y el 30 de mayo de 1956, y luego en Bruselas, los días
26 y 27 de junio. En la ciudad italiana fue aprobado el informe. Y en la capital belga los
ministros acordaron la doble vía para el desarrollo de las Comunidades: la sectorial, que
se ceñiría a los ámbitos especializados de la CECA y de la Euratom, y la general de
unificación económica y social, que se encomendaba a la Comunidad Económica
Europea. En febrero de 1957, una Conferencia de jefes de Gobierno de los Seis, reunida
en París, dio el visto bueno a la creación de las dos nuevas Comunidades y el Comité
Spaak recibió el encargo de redactar sus Tratados conforme a los acuerdos
intergubernamentales alcanzados en las reuniones de Bruselas y de París.
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Cumplidos todos los trámites, los textos constitutivos de las dos Comunidades y el Acta
Final se firmaron en Roma el 25 de marzo de 1957, con la representación de sus jefes de
Estado. A continuación, los gobiernos comunitarios trasladaron la ratificación de los dos
Tratados a sus parlamentos nacionales. Una vez más, la gran prueba era la receptibilidad
de la Asamblea Nacional francesa a la integración de la Alemania Federal como socio
en pie de igualdad. Eso había conducido al fracaso de la CED tres años antes. Pero las
circunstancias internacionales habían variado. En 1956, la URSS invadió impunemente
Hungría para poner fin a un experimento democratizador y los Estados Unidos habían
humillado el talante colonialista de británicos y franceses durante la crisis del Canal de
Suez. Ello, unido al desastre colonial en Indochina y al comienzo de la guerra de
liberación de Argelia, llevó a muchos políticos galos a la convicción de que sólo la
integración europea podía garantizar a su país un papel de relieve en el contexto
internacional de la guerra fría. Por lo tanto, la Asamblea francesa aprobó los Tratados
de Roma por 342 votos frente a 239 negativos, aunque exigió garantías de salvaguardia
de sus intereses nacionales en sectores económicos especialmente sensibles. En
diciembre de 1957 el trámite parlamentario había sido superado en los seis estados y el
día de Año Nuevo de 1958 las dos Comunidades entraron en vigor.
5. EL DESPEGUE DE LA EUROPA COMUNITARIA
La Comunidad Económica Europea, popularmente denominada Mercado Común,
tenía como objetivo fundamental precisamente ese, la creación de un gran mercado
único compartido por los seis socios. Ello se lograría mediante la unión aduanera de los
seis estados, las cuatro libertades de circulación —de personas, capitales, servicios y
mercancías— en el territorio comunitario, el derecho al establecimiento —residir y
trabajar— en cualquier país miembro y la coordinación de los mecanismos monetarios a
través de los tipos de cambio. Para todo ello, los negociadores preveían un período de
transición de entre doce y quince años, con tres etapas de cuatro años y un período final
de adaptación de otros tres, si era necesario. Se trataba de un avance parcial, limitado a
algunos aspectos económicos, en la marcha hacia la Europa unida. Pero ese avance, que
gran parte de la izquierda política y social europea descalificaba afirmando que sólo
consolidaría los intereses capitalistas de la «Europa de los mercaderes», parecía el único
posible en esos momentos a los técnicos que asesoraron el Informe Spaak.
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El Tratado de la CEE, con 248 artículos, estaba dividido en cinco partes:
La primera exponía los principios que la informaban: «promover un desarrollo
armonioso de las relaciones económicas en el conjunto de la Comunidad, una expansión
continua y equilibrada, una elevación acelerada del nivel de vida y relaciones más
estrechas entre los estados que la integran».
El segundo apartado establecía los mecanismos para el desarme aduanero interior, la
consecución de la política agraria común con tarifas proteccionistas (la PAC, una
exigencia de Francia), los procedimientos para la libre circulación y la política común
de transporte. El tercero contenía las disposiciones sobre libre concurrencia, fiscalidad,
armonización legislativa, balanza de pagos, la creación de un Fondo Social Europeo y
de un Banco Europeo de Inversiones. El cuarto, exigencia francesa, se refería a las
relaciones con los Territorios de Ultramar (TOM, en sus siglas francesas), colonias
de los Seis o estados recientemente descolonizados por ellos, que los socios
comunitarios esperaban mantener bajo su influencia económica y política y a cuyo
desarrollo contribuirían con importantes subvenciones.
Y el quinto apartado establecía las instituciones de la CEE:
El Consejo de Ministros, integrado por miembros de los gobiernos asociados,
poseía capacidades de decisión y tomaba sus acuerdos por mayoría absoluta a partir
de la ponderación de votos por población: cuatro para Francia, Alemania e Italia,
dos para Holanda y Bélgica y uno para Luxemburgo. La agenda del Consejo era
preparada por un organismo técnico, el Comité de Representantes Permanentes
(COREPER) integrado por los embajadores de los países miembros ante las
Comunidades.
La Comisión Europea, designada por el Consejo y radicada en Bruselas, estaba
integrada por comisarios independientes de los gobiernos y equivalía a la Alta
Autoridad de la CECA, aunque tenía menos poder ejecutivo. Le correspondía, en
exclusiva, la iniciativa y resolución de las políticas comunitarias y de su normativa,
aunque bajo la supervisión del Consejo, que tenía capacidad para frenarlas.
La Asamblea Parlamentaria, con sede en Estrasburgo y compartida con CECA y
Euratom, estaba integrada por 142 representantes de los parlamentos nacionales.
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Aunque funcionaba como organismo consultivo, sin competencias legislativas y
elaborando meras propuestas, tenía la capacidad de votar la censura a la Comisión,
con dos tercios de los diputados, lo que acarrearía el cese de los comisarios.
El Tribunal de Justicia, establecido en Luxemburgo, organismo jurisdiccional de
siete jueces que entendía en lo concerniente a la aplicación del Tratado y que era
común con las otras dos Comunidades.
El Comité Económico y Social, radicado en Bruselas, reunía a 101 representantes
de los gobiernos, sindicatos y entidades patronales y poseía sólo carácter consultivo.
El Banco Europeo de Inversiones. Establecido en Luxemburgo, estaba
participado por todos los estados miembros y presidido por un Consejo de
Gobernadores, compuesto por los ministros de Hacienda. Su función era financiar
proyectos dirigidos a la cohesión económica y social.
En cuanto a la Comunidad Europea de la Energía Atómica (CEEA), o Euratom, se
trataba de una organización con fines muy limitados, que su Tratado, en 220 artículos,
fijaba en el desarrollo de la investigación nuclear, la difusión de conocimientos, la
protección sanitaria, el aprovisionamiento, la seguridad, el régimen de propiedad y el
establecimiento de un mercado interior. Compartía con la CEE la Asamblea y el
Tribunal de Justicia y tenía su propia Comisión y su Consejo.
Dada su especialización, la Euratom fue la de menor peso político de las tres
Comunidades. Pero desarrolló una extraordinaria labor en un sector entonces incipiente
y al que, dada la carencia de recursos petrolíferos en el seno del Mercado Común, se le
auguraba un espléndido futuro. La CEEA potenció proyectos científicos en sus centros
de investigación, estableció normas comunes de seguridad en el transporte y
producción, para lo que contó con un cuerpo de inspectores con autoridad supranacional
y contribuyó a financiar centrales energéticas y otras instalaciones nucleares. Pero
siempre tuvo el hándicap de la oposición de buena parte de la opinión pública a la
energía atómica, por sus grandes riesgos potenciales, y el del interés particular de los
países miembros, que llegó a constituirse en un serio obstáculo a su labor cuando, en los
años sesenta, Francia decidió seguir su propia vía nuclear, con una autonomía que
incluía la posesión exclusiva de armamento atómico.
Las instituciones de las dos nuevas Comunidades fueron puestas en funcionamiento el 1
15
de enero de 1958. Sus promotores tenían presente que, tras la fase de transición, las
Comunidades terminarían fundiendo sus organismos. Por ello decidieron que dos de
ellos —la Asamblea y el Tribunal de Justicia— fueran comunes con la CECA, lo que se
acordó en un convenio anexo a los Tratados.
En París, el 6 de enero de 1958, los representantes de los Seis procedieron a designar a
los principales responsables de la CEE y la CEEA. El francés Louis Armand, el padre
de la idea, fue puesto al frente de la Comisión de la Euratom, pero un año después cedió
el puesto a su compatriota Étienne Hirsch. La Comisión de la CEE fue presidida por el
alemán Walter Hallstein, con el italiano Piero Malvestiti, el holandés Sicco
Mansholth y el francés Robert Marjolin como vicepresidentes. En cuanto a la
Asamblea y al Tribunal de Justicia, cuyos miembros elegían a sus presidencias, los
políticos reunidos en París recomendaron, en nombre del principio paritario, que la
Asamblea fuera presidida por un italiano y el Tribunal por un holandés. Para este último
puesto fue designado Andreas Matthias Donner. Pero los parlamentarios de la
Asamblea soslayaron el cupo italiano y eligieron al francés Robert Schuman,
reafirmando así, con el rechazo a la decisión de sus gobiernos, el espíritu federalista de
la Cámara. La presidencia italiana tuvo que asignarse, en la figura de Pietro Campilli,
al Banco Europeo de Inversiones.
6. LA ASOCIACIÓN EUROPEA DE LIBRE COMERCIO
La creación de las Comunidades Europeas escindió en dos a la OECE, hasta entonces el
principal organismo de cooperación entre las economías capitalistas del Continente. El
inicio del proceso de integración, sobre todo el que tendría lugar en la CEE, dejaba
fuera de juego al Reino Unido, que no quería asumir el nivel de adhesión que requería el
Mercado Común. Pero también excluía a las más débiles economías de la periferia
europea. Perdidos sus objetivos iniciales, que eran distribuir la ayuda del Plan Marshall
y potenciar la recuperación económica en la posguerra, los socios de la OECE
procedieron a convertirla en un nuevo organismo, la Organización de Cooperación y
Desarrollo Económico (OCDE) al que se incorporaron Estados Unidos, Canadá y
Japón, con la intención de afiliar a los países capitalistas industrializados de la época en
un organismo internacional que orientase sus políticas económicas en razón de la
coyuntura internacional, pero sin merma de la soberanía de los estados miembros.
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Los británicos eran presa de una contradicción básica. Algunos sus políticos e
intelectuales habían figurado siempre en la vanguardia del europeísmo. Pero la opinión
pública de las islas, y con ella la mayor parte de las elites económicas y sociales, se
mostraban abiertamente contrarias a cualquier cesión de soberanía a una Europa
transnacional. Londres no podía renunciar a los intercambios con los países del
Continente, que suponían más de la mitad de su comercio exterior. Pero la integración
en el núcleo comercial de la CEE, mediante la unión aduanera, suponía un riesgo mortal
para el sistema de tarifas preferenciales de la Commonwealth, que permitía al Reino
Unido vender sus manufacturas y obtener materias primas y productos agrarios en su
exclusivo ámbito imperial, de alcance planetario, en condiciones muy favorables.
Una solución, alternativa al Mercado Común podía consistir en la creación de una
«zona europea de libre cambio», como propuso el canciller del Exchequer Harold
MacMillan, en octubre de 1956. Un área de libre cambio es una asociación de países
que suprimen las barreras aduaneras al comercio y renuncian a mantener cualquier
política de contingentes entre ellos. Pero, al contrario de una unión aduanera como la
CEE, aquí no existe la tarifa exterior común, con lo que los socios son libres de
establecer acuerdos tarifarios individuales con terceros. Los británicos veían en ello la
ventaja de que podrían negociar desarmes arancelarios sectoriales sin incluir los
productos agrarios europeos, cuya importación en las islas, carente de sujeción a la PAC
del Mercado Común, seguiría sometida a fuertes gravámenes en relación a los productos
de la Commonwealth. De este modo, Londres pretendía una suerte de asociación «a la
carta» con la CEE, aplicándola para ciertos grupos de productos cuando interesara a las
dos partes, pero sin vincularse a la rígida disciplina comunitaria y manteniendo vínculos
privilegiados con Estados Unidos, la Commonwealth y el conjunto de países de la
OECE.
A partir de la primavera de 1957, mientras rechazaba sucesivas ofertas para integrarse
en las Comunidades Europeas, la delegación británica en la OECE, presidida por el
ministro conservador Reginald Maudling, intentó convencer a los restantes miembros
de que se afiliaran a la zona europea de libre comercio. Finalmente, el 15 de diciembre
de 1958, en el castillo parisino de La Muette, sede de la OECE, el ministro británico de
Comercio conminó a los Seis a integrarse en el área librecambista, lo que el ministro de
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Exteriores francés, el gaullista Couve de Mourvielle, rechazó en nombre de todos.
Rotas las conversaciones con la CEE, la diplomacia londinense se centró en los
restantes miembros de la OECE. Aunque el precedente de la frustrada Uniscan con los
países nórdicos no era un buen augurio, las conversaciones progresaron y Suecia,
Noruega, Dinamarca, Portugal, Austria y Suiza se manifestaron dispuestos a unirse al
Reino Unido en un área comercial común. El 4 de enero de 1960, «la Europa de los
Siete» se constituyó mediante la Convención de Estocolmo, que establecía la
Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), que sería universalmente conocida
como la EFTA, por sus siglas en inglés (European Free Trade Association). Finlandia
se asoció en 1961 e Islandia en 1970, mientras que la República de Irlanda estableció
vínculos con la Asociación mediante su unión comercial bilateral con el Reino Unido.
Desde sus comienzos quedó patente que la AELC jugaba en desventaja respecto a la
Pequeña Europa del Mercado Común. No era un proyecto de integración económica, ni
vislumbraba una futura unión política y carecía de instituciones propias, fuera del
Consejo de Ministros, por lo que su vuelo era necesariamente muy corto. Sus miembros
no disfrutaban, con excepción de los países escandinavos, de unas amplias fronteras
comunes, sino que tenían sus centros de producción y comercialización muy dispersos.
Y sus economías, incluida la británica, eran bastante más débiles que las del conjunto de
los países integrados en la CEE. La libertad en el establecimiento de la tarifa exterior de
cada estado miembro, que podía importar bajo sus propios aranceles productos
industriales de terceros países, planteaba un serio problema de competitividad en el
mercado interior de la Asociación, que apenas pudo solucionarse mediante la
implementación de gravámenes compensatorios, ajenos al propio espíritu de la AELC.
Y quedaban fuera de su ámbito de actuación los productos agrícolas y pesqueros.
Cuando en Londres fueron plenamente conscientes del error que habían cometido era ya
tarde para hacerse perdonar sus reiterados rechazos a las invitaciones recibidas de los
Seis durante los años cincuenta. Los británicos se mantuvieron en la AELC, pero apenas
un año después de su creación comenzaron a dar reiteradas muestras de su deseo de
ingresar en el Mercado Común. Sin embargo, la Francia de De Gaulle estaba dispuesta a
hacerles pagar un alto peaje por el ingreso en tan selecto club.
18
7. LA EUROPA DE LAS PATRIAS
En la primavera de 1958, parte de las tropas francesas que combatían a los
independentistas argelinos se sublevaron contra los propósitos del Gobierno de dar la
independencia al país magrebí. Como consecuencia de la crisis, cayó el régimen
parlamentario de la IV República y el general Charles De Gaulle, aclamado como el
salvador de la nación, instauró una V República con un régimen marcadamente
presidencialista y una hegemonía manifiesta de su partido, la conservadora Alianza del
Pueblo Francés (RPF).
La llegada al Poder del nacionalismo gaullista tuvo consecuencias para el proceso de
integración europea, al avivar el debate entre «federalistas» y «confederales». El
gaullismo había criticado, o combatido abiertamente, muchas de las iniciativas a las que
se habían sumado los gobiernos democristianos y socialistas de la IV República, en
especial la CED y la CPE. Pese a ello, no cabía pensar que De Gaulle diese marcha atrás
en el apoyo francés al avance funcional de las Comunidades. Pero lo peculiar de la fe
europeísta del general, y del Gobierno presidido por su mano derecha, Michel Debré,
quedó manifiesta en la famosa rueda de prensa de 5 de septiembre de 1960, celebrada en
el Palacio del Elíseo y en el curso de la cual el presidente de la República enunció la
conocida como Declaración de la Europa de las Patrias, donde afirmaba que los
Estados son los pilares sobre los que se puede construir Europa, pero que son muy
diferentes los unos de los otros, con su propia historia, lengua, etc., siendo los Estados
las únicas entidades con el derecho de ordenar y el poder de ser obedecidas, por lo que
no es posible construir nada fuera o sobre los Estados.
Pese a que De Gaulle es presentado hoy por los integracionistas como el más
caracterizado «eurovillano», por encima incluso de Margaret Thatcher, no se trataba de
una declaración antieuropeísta. Aunque rechazaba el federalismo, era un convencido
partidario de progresar en la integración continental mediante una fórmula confederal, o
de «cooperación» que, con objetivos funcionalistas, respetara al máximo la soberanía
de los estados. Por lo tanto, el estadista francés proponía avanzar por la senda de las
Comunidades, pero sin ir mucho más allá de los Tratados de Roma, a fin de estimular
«la cooperación regular entre los Estados de la Europa occidental en los terrenos
político, económico, cultural y de defensa, el trabajo de organismos especializados
19
subordinados a los gobiernos, la deliberación periódica de una Asamblea formada por
delegados de los parlamentos nacionales (...) para avanzar de este modo hacia la unidad
europea».
De Gaulle poseía su propia visión del orden europeo como un equilibrio internacional
pactado, basado en la cooperación permanente entre los estados para limar sus
diferencias y recuperar la presencia del Continente en el escenario mundial. Era un
modelo que había triunfado en las etapas más felices de la Europa decimonónica, pero
que no podía funcionar en un mundo bipolar.
Sin embargo, en aquella coyuntura concreta el gaullismo tenía una oportunidad. Era
evidente la preocupación de algunas Administraciones estatales y de una parte de la
opinión pública europea que, aun suscribiendo una visión generalmente positiva del
proceso de integración, visión a la que sólo escapaban la izquierda anticapitalista y la
derecha radical, contemplaban con preocupación el creciente poder de un numeroso
cuerpo de políticos y funcionarios de las Comunidades, ajenos a la disciplina de los
gobiernos nacionales y que eran despectivamente calificados de «eurócratas».
El modelo confederal defendido por el gaullismo, en aquel momento el más sólido de
cuantos se ofrecían a corto plazo para la integración europea, obligó a los políticos
continentales a replantearse el futuro de las Comunidades, hasta entonces vinculado al
federalismo gradualista de Monnet y Spaak. Ello introducía un peligro de disensión
entre los Seis que los gobiernos intentaron soslayar cediendo en algunas de sus
posiciones iniciales. Así, los países del Benelux aparcaron su exigencia de admitir al
Reino Unido, a lo que se oponía Francia. Esta, por su parte, renunció a formar un bloque
europeo autónomo en el seno de la OTAN mediante la creación de un Secretariado
Permanente. Y los federalistas, fuertes en la Asamblea Parlamentaria, aceptaron en
noviembre de 1960 que el nuevo mecanismo extracomunitario e informal de las
Cumbres de Jefes de Estado y de Gobierno, fuera en adelante quien planteara las
grandes iniciativas de la integración europea, siempre y cuando se salvaguardara la
integridad de los Tratados.
Este clima de colaboración propició un notable éxito en los objetivos marcados a corto
plazo a las Comunidades y en especial al Mercado Común. El Tratado de Roma
20
preveía un desarme arancelario en dos fases, con un diez por ciento de rebaja de los
derechos aduaneros cada año y un incremento exponencial de los contingentes
autorizados. El 1 de enero de 1959 se puso en marcha la primera fase, pero a la vista de
sus buenos resultados, en mayo del año siguiente Francia y Bélgica pidieron a la
Comisión que se acelerase el proceso. En enero de 1961 y 1962 se produjeron
reducciones hasta el 40 por ciento y en julio de 1962 se acordó llegar al 50 a finales año
en los productos industriales. En julio de 1966, la reducción era del 60-65 por ciento
para los productos agrarios y del 80 por ciento para los industriales. Y el 1 de julio de
1968, año y medio antes de lo previsto, el mercado interior de la CEE funcionaba libre
de derechos de aduana y con los contingentes liberalizados y se había alcanzado el
arancel aduanero común.
La creación del Mercado Común europeo era un elemento relevante en el escenario
económico internacional. Una unión aduanera que aspiraba a ser unión económica y
que pronto sería la primera potencia comercial del mundo, debía despertar recelos en
el área de economía capitalista de la OCDE. Cuando, en 1963, se celebró la Ronda
Dillon del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), norteamericanos
y británicos presionaron mucho para eliminar los mecanismos de protección
comunitaria, especialmente los de la PAC. Sin embargo, la Administración norteameri-
cana mantenía un nivel mucho mayor de protección de su agricultura y los británicos
potenciaban un sistema tan cerrado como era la Commonwealth. En esa época, los
organismos internacionales estimaban un nivel de protección tarifaria general del 11,7
por ciento para la CEE, frente al 17,8 de los Estados Unidos y el 18,4 de la Comunidad
británica.
8. LA CONVENCIÓN DE YAUNDÉ
Mientras alcanzaba estas metas, el Mercado Común realizaba sus primeros esfuerzos
para tener una política exterior propia a través de las relaciones comerciales. Así, la
Comisión Europa representó a los seis estados en la «Ronda Kennedy» del GATT,
celebrada en Ginebra entre 1964 y 1967, mediante la que la Europa comunitaria vio
mejoradas las condiciones de su comercio internacional a cambio de una reducción de
su tarifa aduanera exterior. Latía, además, la cuestión del ingreso de nuevos miembros
en el club comunitario entre los países de la OECE que lo solicitaran. Los gobiernos de
21
los Seis eran sumamente renuentes a ello —salvo la defensa del ingreso británico por el
Benelux— en aquella fase inicial en la que casi todas las políticas comunitarias estaban
aún por desarrollar. Por ello se creó la fórmula de la asociación, que suponía establecer
acuerdos comerciales preferenciales con terceros países, con reglas aduaneras pactadas,
pero sin admitirlos como candidatos a la adhesión. Las primeras asociaciones a la CEE
fueron las de Grecia, el 9 de julio de 1961 y Turquía, el 12 de septiembre de 1963.
También se puso en marcha una política de asociación, en un contexto muy diferente,
con los antiguos Territorios de Ultramar (TOM) prevista en los Tratados de Roma.
Ello introdujo un debate muy interesante sobre el modelo comercial que seguiría el
Mercado Común a escala planetaria. Holanda y la RFA defendían un modelo global de
libre comercio, con las menores barreras arancelarias posibles, en la onda de lo
propuesto por el GATT. En cambio, Francia y Bélgica, que impusieron su visión, eran
partidarias de mantener un sistema proteccionista con respecto a sus antiguas colonias
africanas, aplicando a sus productos agrícolas y materias primas el principio de la
«preferencia comunitaria» y aportándoles abundante financiación para su desarrollo, a
la que tendrían que contribuir todos los países comunitarios.
El 20 de julio de 1963 se firmó la Convención de Yaunde que institucionalizó la
asociación de la CEE con la Organización Africana y Malgache de Cooperación
Económica, integrada por once excolonias francesas (Camerún, Congo-Brazzaville,
Dahomey, Gabón, Alto Volta —el actual Burkina-Faso—, Costa de Marfil,
Madagascar, Mauritania, Senegal, Chad y la República Centroafricana) más Nigeria y a
la que se unieron en la firma de la Convención otros cuatro países: Somalia, Malí,
Guinea y el Congo-Léopoldville, el antiguo Congo belga. En Yaundé, un experimento
neocolonialista en opinión de sus críticos aunque la iniciativa fue de los africanos, se
acordó avanzar en la zona de libre cambio que se había creado en 1957 entre la CEE y
los TOM. Ello implicaba el desarme arancelario para la agricultura y las materias
primas de los socios africanos, que gozarían así de idénticas condiciones a las del
mercado interior comunitario, y la aplicación de las ayudas establecidas por el Fondo
Europeo de Ayuda al Desarrollo, por valor de 730 millones de dólares durante los cinco
años de vigencia de la primera etapa de la Convención de Yaundé.
9. EL PLAN FOUCHET Y EL TRATADO DE FUSIÓN
22
Tras el fracaso de la Comunidad Política Europea, el proceso de integración continental
se había replegado a la economía, con el exitoso inicio del Mercado Común. Pero era
evidente que ese proceso necesitaría, antes o después, volver a la cuestión de la unión
política. Las condiciones para su impulso parecieron darse tras la entrevista de
Rambouillet, en septiembre de 1960, entre el presidente De Gaulle y el canciller
Adenauer, en la que se selló la reconciliación franco-alemana tras las guerras mundiales
y nació una entente política entre París y Bonn que durante las siguientes décadas
funcionaría como motor, y a veces como freno, de los procesos de integración
continental. Ambos estadistas estuvieron de acuerdo en regularizar un procedimiento
informal de toma de decisiones al más alto nivel, que no estaba contemplado en los
Tratados de las Comunidades. Tales serían las Cumbres de jefes de Estado y de
Gobierno, o Cumbres comunitarias, el antecedente directo del actual Consejo
Europeo. En la primera Cumbre, celebrada en París en febrero de 1961, el presidente
francés y el canciller alemán se mostraron de acuerdo en impulsar la unión política de
los países comunitarios conforme a los principios confederales.
En la siguiente Cumbre, reunida en la localidad alemana de Bad Godesberg (18 de julio
de 1961), se elaboró la Declaración de Bonn, que proponía «dar forma a la voluntad de
unión política implícita en los tratados que instituyen las Comunidades Europeas,
organizando su cooperación para prevenir su desarrollo y asegurar la regularidad que
creará, progresivamente, las condiciones de una política común». La manera de
manifestar esa voluntad sería la institucionalización de las Cumbres comunitarias, cuya
«cooperación facilitará las reformas que, en interés de una mayor eficacia de las
Comunidades, parezcan oportunas». Las Cumbres se reunirían cuando se estimase
necesario, adoptarían las grandes decisiones en el avance de la integración, y dejarían su
ejecución a los organismos de las Comunidades. La Asamblea parlamentaria de las
Comunidades, la gran perdedora en este asunto, mantendría su carácter meramente
consultivo.
En principio, Bélgica y Holanda, con Paul-Henri Spaak y Joseph Luns como destacados
portavoces, opusieron fuerte resistencia a una iniciativa franco-alemana que relegaba la
Europa federal a un futuro por definir y consagraba la entente París-Bonn como el
auténtico poder en el Mercado Común. Para frenarla, insistían en la entrada del Reino
23
Unido como condición spara asumir la unión política. El 31 de julio, Londres oficializó
su candidatura, abriendo así un compás de espera que apaciguó los ánimos entre los
Seis.
Aceptado el principio confederal de la Declaración de Bonn, franceses y alemanes
pactaron una Comisión Intergubemamental (CIG) presidida por el diplomático
francés Christian Fouchet, que concluyó un proyecto de Unión de Estados —el
llamado Plan Fouchet I— presentado el 2 de noviembre de 1961. A diferencia del
federalismo supranacional de la fracasada CPE, la Unión de Estados se basaría en «el
respeto a la personalidad de los pueblos y de los estados miembros», por lo que «tendrá
en cada Estado la capacidad jurídica más amplia que pueda reconocerse por las
legislaciones nacionales a las personas morales» y los europeos tendrían una doble
ciudadanía, la nacional y la comunitaria. La Unión no sería realmente supranacional,
sino una asociación funcional de estados para coordinar políticas comunes en el
terreno de la acción exterior, la defensa, la educación y el desarrollo científico.
Carecería de capacidad ejecutiva alguna para imponerse a los gobiernos, excepto en
cuestiones de la Defensa donde, en consonancia con la doctrina gaullista, la Unión
asumiría la política militar de los Seis en coordinación, pero no en subordinación, con
Washington.
La CIG propuso cuatro órganos institucionales de la Unión de Estados. Un Consejo,
órgano decisorio, formado por los jefes de Estado o de Gobierno y por los ministros de
Asuntos Exteriores, que se reuniría cuatrimestralmente, designaría al Presidente de la
Unión y tomaría decisiones por unanimidad, con derecho de veto. Los Comités de
Ministros, que adoptarían las resoluciones ejecutivas en asuntos exteriores, defensa y
educación. La Comisión Política Europea, de carácter técnico y encargada de aplicar
los acuerdos del Consejo y de los Comités, estaría formada por funcionarios de los
ministerios de Asuntos Exteriores. Y la Asamblea Parlamentaria, integrada por
representantes de los parlamentos nacionales, sería compartida con las Comunidades y
mantendría su carácter meramente consultivo.
El Plan Fouchet no salió adelante. Los gobiernos de Italia y el Benelux lo rechazaron
porque anulaba incluso los principios de supranacionalidad ya incorporados a las
Comunidades. También desde la Comisión Europea y desde la Asamblea comunitaria se
24
realizaron serios esfuerzos para que el Plan fuese rechazado. Y la pretensión francesa de
construir una política de defensa al margen de la OTAN no recibió ningún apoyo de los
otros estados miembros.
Decididos a salir del atasco, los seis gobiernos celebraron una Cumbre en París, el 15 de
diciembre de 1961. Acordaron que la integración económica y la política evolucionasen
conforme al mismo modelo institucional y encargaron a la CIG un nuevo proyecto para
la armonización de ambas. El Plan Fouchet II, presentado el 18 de enero de 1962,
renunciaba a una política de defensa europea al margen de la Alianza Atlántica y
aceptaba la adhesión del Reino Unido, pero continuaba sin admitir, en líneas generales,
el principio de supranacionalidad, defendía la igualdad entre Europa y los Estados
Unidos en la OTAN y subordinaba las tres Comunidades económicas ya existentes a las
instituciones de la Unión de Estados, lo que originó que Bélgica y Holanda se negaran a
suscribirlo. El 15 de mayo de 1962, De Gaulle anunció la retirada del Plan Fouchet.
Fracasada por segunda vez la unión política, a los Seis no les quedaba más que avanzar
en la consolidación de las tres comunidades económicas existentes. En este periodo de
impasse se habían adoptado algunas medidas importantes en favor de la unidad del
mercado interior, como la normativa anti-trust en la industria, impulsada en
diciembre de 1961 por el comisario europeo de la Competencia, Hans von der
Groeben. Y en el Consejo de Ministros celebrado el 23 de septiembre de 1963, los
representantes gubernamentales aprobaron la fusión de sus instituciones. Era una
medida de gran calado y planteaba reformas abiertamente políticas en la estructura de
las Comunidades, que ya no se podían diferir. Al igual que ya lo eran desde 1958 la
Asamblea parlamentaria y el Tribunal de Justicia, ahora el Consejo de Ministros y la
Comisión Europea, es decir, el Ejecutivo comunitario, serían comunes para la CEE, la
Euratom y la CECA. Con ello, esta última renunciaría a su Alta Autoridad, hasta
entonces mucho más independiente de los gobiernos nacionales que las Comisiones de
las otras dos Comunidades. El Consejo de Ministros de las Comunidades Europeas
funcionaría con los responsables del ramo según los asuntos a tratar y contaría con el
asesoramiento de un único Comité de Representantes Permanentes (COREPER)
integrado por los embajadores de los estados miembros, con funciones de coordinación
con la Comisión Europea. Esta constaría con 14 comisarios, reservándose tres puestos a
Francia, Italia y Alemania, respectivamente, dos a Bélgica y Holanda y uno a
25
Luxemburgo.
Luego de meses de complicadas negociaciones, el 2 de marzo de 1965 los Consejos de
Ministros de las tres Comunidades ratificaron la unificación institucional, que se
formalizó mediante el Tratado de Fusión, firmado en Bruselas el 8 de abril. Se iniciaba
con ello una fase de transición que debería culminar el 1 de julio de 1967, cuando las
tres Comunidades unificaran completamente sus instituciones en sus sedes de Bruselas
(Consejo y Comisión), Estrasburgo (Parlamento) y Luxemburgo (Tribunal de Justicia).
Pero, mientras tanto, la integración europea iba a vivir una de sus más graves crisis.
1
TEMA 4. LAS CRISIS DE LOS AÑOS SESENTA
El Tratado de Fusión de las instituciones comunitarias, aplicado en 1967, abrió paso a
una nueva etapa de la historia de la integración europea, que se extendería hasta la
creación de la Unión Europea mediante el Tratado de Maastricht, de 1992. Durante la
década anterior, desde los Tratados de Roma, se habían ido produciendo el avance hacia
la unión aduanera, que culminaría en 1968, hacia la armonización de las políticas
comerciales y la puesta a punto de las instituciones comunitarias. Eran progresos
considerables, que permitían una cierta euforia sobre una futura Europa unida. Pero se
circunscribían al terreno funcional de la economía y apenas existían avances en otros
campos fundamentales, como la representación política supranacional, la defensa
colectiva o la admisión de nuevos miembros en la Pequeña Europa de los Seis. Ello
quedó patente en el fracaso de dos iniciativas de la Asamblea Parlamentaria,
denominada desde marzo de 1962 Parlamento Europeo. En mayo de 1960, aprobó una
resolución para que, en adelante, sus diputados fueran elegidos directamente por los
ciudadanos. Y en junio de 1963 aprobó otra dotándose de capacidad legislativa. Sólo los
gobiernos de Italia y Holanda se mostraron favorables a apoyar las resoluciones
parlamentarias, con lo que dos reformas políticas de tanto calado quedaron a la espera
de mejores tiempos.
1. EL ARRANQUE DE LA PAC
La cuestión agraria era una auténtica prueba de fuego para la CEE. El 1957, el Tratado
de Roma estableció un mecanismo progresivo para alcanzar la Política Agrícola
Común (PAC), que convertiría a la Comunidad en una zona de librecambio de
productos agrarios para un mercado único de más de 200 millones de consumidores,
europeos Sus objetivos se referían al ajuste de la oferta y la demanda, la estabilización
de los precios, la mejora de la producción hasta alcanzar el autoabastecimiento
alimentario, la regulación de los mercados interiores para garantizar el acceso de toda la
población a los productos básicos, el fomento de las exportaciones, etc. Ello implicaba
que la Comisión Europea tendría capacidad para decidir los precios y el volumen y la
composición de la producción agrícola de los Seis.
En julio de 1958, los ministros de Agricultura y representantes de las organizaciones
2
agrarias, reunidos en la Conferencia de Stressa, encomendaron al vicepresidente y
comisario para asuntos agrícolas de la Comisión, el holandés Sicco Mansholt, la misión
de planificar la PAC. La Conferencia acordó reformar la agricultura europea
facilitando su modernización y especialización, pero sin alterar su principal
dimensión social —la Europa de los granjeros, o de las explotaciones familiares— y
unificar los precios en un nivel suficientemente alto para garantizar beneficios a los
agricultores, lo que implicaba establecer un sistema de protección aduanera frente a
los precios más bajos del mercado mundial. En estos años del cambio de década, todos
los países miembros veían ventajas en implantar rápidamente la política agrícola común.
Pero destacaba el apoyo del Benelux y, sobre todo, de Francia, cuya agricultura, que
empleaba a casi la cuarta parte de la población y contaba con un activo sector
exportador, podía compensar la apertura de su mercado interno a los productos
industriales de sus socios, especialmente de la Alemania federal, a su vez importadora
nata de alimentos.
Mansholt presentó sus conclusiones al Consejo de Ministros el 30 de junio de 1960. La
propuesta establecía tres principios básicos en la acción agrícola común:
La unidad de mercado agrario. Su óptima realización requería de la libre
circulación de productos, de precios mínimos comunes en toda la Comunidad, de
legislaciones armonizadas sobre reglas de competencia comercial o controles
sanitarios y del mantenimiento de la estabilidad en las monedas de los países
miembros.
La preferencia comunitaria. Los países comunitarios tenían que priorizar las
compras a otros miembros de la Comunidad. Era un mecanismo de protección para
evitar las importaciones de terceros países con precios demasiados bajos y
garantizar el nivel de los precios internos frente a las fluctuaciones de los mercados
internacionales.
La solidaridad financiera. Se garantizaría mediante el establecimiento de un
Presupuesto comunitario para financiar la PAC, aportado por los países miembros,
para subvencionar mejoras técnicas y reconversiones de cultivos en la agricultura.
Para desarrollar estos principios, actuarían fundamentalmente seis mecanismos:
3
a). Precios mínimos de garantía, que fijarían los ministros de Agricultura a fin de
evitar bajadas ruinosas para los agricultores.
b). Tasas de importación, para asegurar con su cobro que los productos agrarios
exteriores no competirían a precios más bajos que los comunitarios y financiar al
tiempo los fondos de protección agrícola de la PAC.
c). Intervenciones sobre las cosechas, a fin de darles una salida ordenada hacia los
mercados.
d). Almacenamiento de los excedentes bajo control comunitario.
e). Subvenciones comunitarias a la exportación.
f). Control de la producción, mediante políticas de cuotas por países y de
reconversión de cultivos y explotaciones ganaderas.
Abiertamente proteccionista, el Informe Mansholt preconizaba el establecimiento de
dieciséis «mercados» agrícolas, las Organizaciones Comunes de Mercado (OCM)
constituidas por grupos de productos, con libre circulación en la Comunidad y un
precio orientativo común en origen, fijado anualmente. A partir de las OCM, la PAC
habilitaría a la Comisión Europea para actuar con tres niveles de intervención sobre la
producción y la importación agrícola, en aras de la preferencia comunitaria. En la
mayoría de los productos, sobre todo en los cereales, el aceite y el vacuno, se daría un
alto nivel de subvenciones y de protección aduanera para dificultar las importaciones,
pero también de control de la producción, a fin de evitar la acumulación de stocks e
imponer los precios únicos en origen. En torno al 20 por ciento de los productos —
lácteos, huevos, porcino, vino, hortalizas y frutas— tendrían unos aranceles de
importación menores y un nivel de intervención similar al primer grupo. Y para el 5 por
ciento restante, cultivos como el cáñamo, el lino, el girasol o el tabaco, el nivel de
intervención sería mínimo y consistiría básicamente en subvenciones comunitarias a la
producción.
Cuando, el 31 de diciembre de 1961, debía culminar la primera fase de la unión
aduanera de la CEE, las propuestas de Mansholt, estaban lejos de ser aceptadas. Habían
surgido graves diferencias entre los Seis sobre precios agrarios, ritmos de liberalización,
comercialización de productos alimentarios, política de subsidios, etc. Enfrentados a un
fracaso, los negociadores decidieron el ingenioso sistema de «parar el reloj», por lo que
en el seno de la Comisión siguió siendo oficialmente 31 de diciembre durante quince
4
días de frenéticas negociaciones. El impulso francés fue fundamental para que, el 14 de
enero de 1962, pocos días antes de que se presentara el Plan Fouchet II, el Consejo de
Ministros, en lo que fue calificado de «maratón agrícola», aceptara un acuerdo total
sobre la primera etapa de la PAC.
2. LA CRISIS DE LA SILLA VACÍA Y EL COMPROMISO DE LUXEMBURGO
El acuerdo del 14 de enero de 1962 establecía las Organizaciones Comunes de Mercado
y formalizaba las competencias de intervención sobre ellas de la Comisión Europea,
conforme al Plan Mansholt. Se puso entonces en marcha el Fondo Europeo de
Orientación y Garantía Agrícola (FEOGA), destinado a financiar la política de
organizaciones de mercado, el desenrollo de las regiones agrícolas y las subvenciones a
los agricultores en función de las prioridades establecidas por la Comisión Europea.
Las condiciones de activación de la Política Agraria Común no gustaron a todos. En
Francia, con una agricultura fuertemente subvencionada por el Estado, las
organizaciones campesinas se oponían a la pérdida de las ayudas estatales en
beneficio de las comunitarias, sometidas al control de un organismo supranacional. El
Gobierno de París, aunque había sido el primer impulsor de la PAC, era especialmente
sensible a estas demandas, ya que tampoco quería ver su agricultura intervenida por los
funcionarios de la Comisión Europea.
Pero los restantes socios comunitarios sí eran partidarios de la intervención. En
diciembre de 1964, el Consejo de Ministros de la CEE aprobó la propuesta del
presidente de la Comisión Europea, Walter Hallstein, de establecer una tarifa única
para el comercio interior de cereales y derivados, que entraría en vigor el 1 de julio
de 1967, inaugurando así la unión aduanera agrícola y la primera de las OCM.
Tras la aprobación de la «tarifa del trigo», Hallstein, dio un paso más ambicioso. El 31
de marzo de 1965 presentó a la Asamblea Parlamentaria un proyecto para cambiar la
financiación de la Política Agraria y nutrir de fondos el FEOGA, una vez que se
cerrara el período transitorio final de la unión aduanera. A partir de ese momento, la
PAC no funcionaría mediante aportaciones específicas de los gobiernos canalizadas a
través del Consejo de Ministros, sino que contaría con «recursos propios», salidos del
5
Presupuesto general comunitario, cuyo reglamento financiero sería controlado por el
Parlamento Europeo. A financiar la PAC se destinarían parte de los ingresos aduaneros
de importación de los productos industriales y de la fiscalidad agraria de los países
miembros. Ello suponía una copiosa financiación, que escaparía al control de los
estados y que en unos años supondría en torno al 50 por ciento del Presupuesto total de
las Comunidades. Implicaba, además, incrementar la capacidad de intervención de la
Comisión Europea sobre la regulación de los mercados, el nivel de los precios y el
control de las importaciones y exportaciones de las agriculturas nacionales, cuyos
ingresos fiscales irían a parar a las arcas comunitarias. La medida, que recibió el activo
respaldo de los federalistas Movimiento Europeo y Comité Monnet, fue aprobada por el
Parlamento, en uso de sus muy limitadas atribuciones de control presupuestario.
Con el establecimiento de un reglamento financiero para la PAC, con recursos propios
comunitarios, se sentaba el principio supranacional en los temas agrarios —y en la
autonomía presupuestaria de las Comunidades— lo que abría una vía que el Gobierno
francés estimó muy peligrosa. Sobre todo porque la propuesta de autofinanciación de
Hallstein eliminaba la utilización del veto por los gobiernos en el Consejo de
Ministros, que aunque no estaba contemplado en el Tratado de Roma, se venía
admitiendo en asuntos de especial relevancia. Las discordias estallaron en la sesión del
Consejo celebrada el 30 de junio de 1965. Franceses e italianos, en minoría, mostraron
su desagrado porque el proyecto del Presupuesto agrícola recortaba los derechos de
control del Consejo en beneficio de la Comisión y del Parlamento. Inopinadamente, el
ministro francés Maurice Couve de Murville, que presidía el Consejo, cerró la sesión y
anunció que no retornaría a la mesa. Al día siguiente, el ministro de Asuntos Exteriores,
Alain Peyrefitte oficializó la medida al asegurar que su Gobierno procedería a realizar
los estudios necesarios para asumir las consecuencias del fracaso.
Durante los seis meses siguientes, la «crisis de la silla vacía» afectó muy seriamente a
las instituciones comunitarias. El Consejo y el COREPER, sin la asistencia de
representantes franceses, vieron paralizada su actividad, mientras que la ausencia de los
funcionarios galos en la Comisión dificultaba su funcionamiento y la proyección
exterior de las Comunidades —significadamente las conversaciones del GATT— sufría
las consecuencias del boicot de uno de sus principales miembros. Conscientes de que
era preciso romper aquella inercia suicida, el 26 de octubre los cinco gobiernos enviaron
6
al Ejecutivo francés un comunicado pidiendo negociaciones, aunque reivindicando la
vigencia de los Tratados comunitarios. Mientras tanto, la prohibición del veto en las
votaciones del Consejo, prevista para el 1 de enero de 1966, quedaría en suspenso,
conforme al sistema de «parar el reloj».
Couve de Murville, que entonces presidía el Gobierno francés, se tomó su tiempo para
responder. Finalmente, el 16 de enero de 1966 se reunió con sus cinco colegas en
Luxemburgo y planteó las exigencias francesas: mantenimiento del voto por
unanimidad en el Consejo de Ministros —es decir, del derecho de veto— y recorte
de los poderes ejecutivos de la Comisión en beneficio del Consejo.
Frente a ello, el presidente de la Comisión, Hallstein, expuso la doctrina que
predominaba entre los funcionarios comunitarios: La Comisión es el órgano
comunitario por excelencia. Sus nueve miembros son designados de común acuerdo por
los seis gobiernos, pero no están sometidos a ninguna instrucción de sus gobiernos. Sólo
el Parlamento Europeo, ante el que únicamente son responsables, puede, mediante una
moción de censura por mayoría cualificada, obligarles a dimitir. La tarea de la Comisión
es la salvaguardia de los intereses de la Comunidad, siendo el mediador entre el interés
de la Comunidad y el interés particular de los estados miembros.
Los Seis volvieron a reunirse en la capital del gran ducado los días 28 y 29 y adoptaron
una solución, el llamado Compromiso de Luxemburgo. Se confirmaba el sistema de
voto mayoritario como el reglamentario en el Consejo de Ministros, pero se admitiría
que los gobiernos pudieran vetar aquellas decisiones especialmente importantes
que afectaran a «intereses nacionales vitales», incluido el ingreso de nuevos
miembros (cláusula de unanimidad). Aunque la Comisión veía incrementada su
capacidad de gestión a través del Presupuesto comunitario, debería mantener un flujo
continuo de información al COREPER y al Consejo, a fin de que los gobiernos pudieran
controlar su actuación. Y las propuestas de que el Parlamento Europeo ampliase su
capacidad de control y fuera elegido por sufragio universal quedaron relegadas, lo que
originó una merma de su ya escaso prestigio. A cambio, Francia cedería en algunos
asuntos que afectaban a la agricultura, como el manejo de los recursos propios en el
Presupuesto comunitario, la creación del mercado único de frutas y hortalizas o la
fijación de precios comunes en origen para algunos productos, como el aceite de oliva,
7
la carne de bovino o la leche.
El Compromiso de Luxemburgo no era un consenso positivo, sino una cesión forzada
por las circunstancias, que no tuvo impronta legal alguna. Pero funcionó, aseguró la
vigencia de los Tratados de Roma, facilitó la ejecución de la PAC y permitió seguir
avanzando en la fusión de los organismos y en el desarrollo de los programas
sectoriales, sobre todo en la última fase de la unión aduanera, que arrancó entonces.
Representó, por otra parte, un evidente retroceso en el proceso «político» de
integración al fortalecer el papel individual de los gobiernos en la toma de
decisiones a través del Consejo de Ministros y de las Cumbres comunitarias, en
perjuicio de la capacidad de iniciativa de la Comisión y del Parlamento de la CEE. Y
reforzó el eje franco-alemán en detrimento de las posiciones de los otros cuatro socios.
Prueba de ello fue que, cuando el 1 de julio de 1967 se produjo la fusión institucional de
las tres Comunidades, el Gobierno alemán aceptó que la presidencia de la Comisión
Europea unificada recayese en el belga Jean Rey y la vicepresidencia económica en el
gaullista francés Raymond Barre, eliminando así del cuadro de dirigentes comunitarios
al hasta entonces presidente de la Comisión de la CEE, Hallstein, que desde el primer
Plan Fouchet se había opuesto reiteradamente a la política comunitaria de El Eliseo.
3. LA CRISIS FRANCESA EN LA OTAN
La crisis del Mercado Común de comienzos de los años sesenta no sólo tenía un
trasfondo económico, vinculado al fundamental tema de la agricultura. Pesaba, quizás
más, la cuestión del equilibrio político entre los gobiernos nacionales y las
instituciones comunitarias. También el asunto de la admisión de nuevos socios y de
las condiciones de la asociación de los países extraeuropeos y de los europeos que no
cumplían los parámetros políticos y económicos fijados para el ingreso en las
Comunidades. Y, planeaban, sobre todo ello, los puntos de vista de la derecha
nacionalista francesa, que encarnaba con su personalísima forma de gobernar el general
Charles De Gaulle.
El gaullismo había traído un cambio sustancial en la política europea con respecto a la
IV República, cuyos gobiernos habían dado pasos muy importantes hacia el
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federalismo, pero habían tropezado demasiadas veces con un Parlamento fragmentado y
hostil, como demostraron los fracasos de la unión aduanera franco-italiana, la CED o la
CPE. Es tópico afirmar que el principal motor ideológico de De Gaulle era la
restauración de «la grandeur», la grandeza de Francia con la recuperación de su rango
de gran potencia mundial. Ello no era incompatible con el europeísmo siempre que,
como el general y sus colaboradores repetían, se respetase la soberanía de los Estados y
fueran estos quienes coordinasen sus actuaciones en un marco confederal europeo.
Donde la Francia de la V República mostraba mayores distancias con respecto a sus
socios no era en el Mercado Común, donde podía imponer fácilmente sus intereses el
eje franco-alemán, reforzado con el tratado bilateral de cooperación de enero de 1963,
sino en la «comunidad atlántica» vertebrada por la OTAN. Consideraban los gaullistas
que el mundo desorganizado de la posguerra había evolucionado rápidamente hacia un
sistema bilateral en el que dos imperios extraeuropeos, los Estados Unidos y la Unión
Soviética dominaban el Planeta en detrimento de una Europa cuyos pequeños estados se
habían convertido, en asuntos de la defensa, en meros protectorados de las dos
superpotencias. Los gobernantes franceses no dejaban de reconocer esta realidad bipolar
y su propio alineamiento geopolítico en uno de los campos de la guerra fría. Pero
rechazaban la subordinación estratégica a Washington que suponía para los países de la
Europa occidental su pertenencia al Pacto Atlántico.
En un primer momento, De Gaulle propugnó, en el marco de la OTAN, el incremento
del papel de la Unión Europea Occidental (UEO), nombre que había adoptado la
Organización del Tratado de Bruselas tras el fracaso de la CED y cuya primera potencia
militar era Francia. Así lo expresó en el memorándum de 17 de septiembre de 1958
enviado al presidente Dwight Eisenhower y al premier Harold Macmillan. Pedía en él
la revisión del Tratado de Washington a fin de que la política del bloque occidental
fuera regida por un directorio tripartito, norteamericano, británico y francés. Quería,
por lo tanto, que dejase de funcionar la entente anglosajona en el gobierno de la OTAN,
dando un mayor peso en él a la UEO liderada por Francia, y que su cobertura
estratégica de la Alianza se extendiera a todo el planeta, de manera que pudiese
actuar en el Pacífico y en África, sobre todo en Argelia, donde Francia libraba una
costosa guerra colonial. Pero Washington y Londres rechazaron las propuestas del
memorándum.
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Tras este fracaso —que probablemente esperaba— el presidente francés inició un
progresivo distanciamiento de la estructura militar de la Alianza. Así, en marzo de
1959 la flota francesa del Mediterráneo dejó de estar bajo el Mando Conjunto y en junio
quedó prohibida la instalación de armamento nuclear extranjero en suelo francés. Cuatro
años después, junto con un segundo veto al ingreso del Reino Unido en la CEE, De
Gaulle rechazó el «Gran Diseño Democrático» del presidente norteamericano John F.
Kennedy, una Comunidad Atlántica que reforzara los vínculos políticos, económicos y
culturales entre la Europa occidental y los Estados Unidos y que contaba con un
entusiasta respaldo británico. El estadista francés insistía en que la Europa de los Seis se
constituyera como una «tercera fuerza» internacional que sirviera de puente al diálogo
entre las dos superpotencias. A pesar de ello, Francia siguió actuando como un
disciplinado miembro de la OTAN en coyunturas delicadas de enfrentamiento con la
URSS, como la crisis de Berlín, de 1961, o la de los misiles cubanos, del año siguiente.
Pero para entonces se había desarrollado un sordo enfrentamiento entre París y
Washington por la cuestión del armamento nuclear. El monopolio norteamericano fue
roto en 1953 por los soviéticos, lo que había supuesto un inmenso salto cualitativo en la
perspectiva de un holocausto planetario causado por una tercera guerra mundial. Por su
parte, los británicos, prevalidos de su «relación especial», obtuvieron la colaboración
norteamericana para desarrollar su propio armamento nuclear, cuya primera prueba se
realizó en el paraje australiano de las islas Monte Bello, en octubre de 1952. El
Gobierno francés había comenzado a interesarse en el armamento atómico antes de la
llegada al poder de De Gaulle, con la creación de una Comisión de estudio de las
aplicaciones militares de la energía nuclear en 1954. Pero con la instauración de la V
República se acrecentó la voluntad de poseer tecnología que equiparara la capacidad
disuasoria de las Fuerza Armadas galas con las británicas y reforzara el liderazgo
político de París en la Europa comunitaria. En 1959 se inició la fabricación de la
«bomba A», que se probó en febrero de 1960, en el desierto argelino y tres años más
tarde se decidió la construcción de un sistema de misiles desde silos terrestres y
submarinos nucleares.
En los inicios de su carrera atómica, París no deseaba someterla al arbitrio de
Washington y Londres, que ya habían pactado la limitación de sus ensayos nucleares y
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exigían lo mismo de los franceses. El armamento nuclear británico estaba sometido,
además, al sistema de la «doble llave», que ponía su utilización en manos del mando
estadounidense de la OTAN, y París no quería someterse a este control. Finalmente, en
1964 —el año en que China ingresó en el «club atómico»— Francia dispuso de su
propia fuerza de disuasión (forcé de frappe) nuclear. Modernizada con regularidad
gracias a las pruebas en el atolón polinésico de Mururoa, le otorgó la deseada autonomía
estratégica con respecto a los Estados Unidos y supuso, a la vez, una importante
aportación a la defensa de la Europa occidental frente al Pacto de Varsovia.
El rechazo norteamericano a la solicitud de cooperación tecnológica con el programa
atómico francés, manifestada en la negativa de Washington a venderle ojivas nucleares
para los misiles, tuvo serias consecuencias políticas. De Gaulle abrió su propia línea
de diálogo con los países del Pacto de Varsovia. Una östpolitik aún más activa que la
que luego desarrollaría en la RFA el canciller Willy Brandt y que le llevó a incrementar
los contactos económicos y culturales con los países comunistas mediante una
diplomacia en la línea de la «tercera fuerza», que el general desarrolló de forma muy
personal. Así, en enero de 1964, París reconoció diplomáticamente a la República
Popular China, en oposición a los restantes miembros de la Alianza Atlántica. Y el
desafio culminó con la visita oficial de De Gaulle a Moscú, en junio de 1966, en la que
defendió una política de coexistencia pacífica entre los bloques geoestratégicos, que
permitiera reforzar los lazos de cooperación entre los países de una Europa que se
extendía «del Atlántico a los Urales», incluyendo, por lo tanto, a la URSS.
Pero un giro aún más radical tuvo lugar en el seno de la OTAN. En junio de 1963, la
Armada francesa dejó de actuar dentro de la Alianza en el Atlántico y en el Canal de la
Mancha. El 21 de febrero de 1966, De Gaulle aprovechó una de sus habituales ruedas de
prensa para anunciar que Francia recuperaba el pleno control de sus espacios terrestre,
aéreo y naval y que las fuerzas militares extranjeras en su país debían subordinase al
Alto Mando francés. Y el 7 de marzo, comunicó por carta al presidente norteamericano,
Lyndon B. Johnson, que Francia se retiraba en julio del aparato militar de la OTAN, con
lo que se mantendría dentro de la organización atlántica en un plano político, pero sin
que ello afectara a la autonomía de la política exterior y de defensa de su país. La
consecuencia de ello fue que, en abril del año siguiente, tuvieron que cerrar once bases
aéreas norteamericanas y una canadiense establecidas en suelo francés y que la Alianza
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trasladó su Comando Supremo de Fontainebleau a Bruselas. La crisis, sin embargo,
sirvió para afianzar los vínculos establecidos en el seno de la OTAN entre los restantes
socios europeos y los Estados Unidos. Francia, por su parte, desarrolló en solitario su
programa nuclear y una industria de armamento de alta tecnología que, con productos
como la serie de aviones de caza Mirage, pronto estuvo en condiciones de disputar
mercados internacionales a los fabricantes estadounidenses.
4. EL VETO FRANCÉS AL REINO UNIDO
El enfrentamiento del gaullismo con la Administración norteamericana confirmó su
convicción de que Londres actuaba como un agente al servicio de Washington en
Europa, por lo que su ingreso en el Mercado Común era una amenaza para la
construcción europea. Pesaban, también, los desencuentros en la cuestión del
armamento nuclear y la convicción de que, con Londres dentro de la CEE, el eje franco-
alemán perdería su abrumadora capacidad de liderazgo en la Comunidad y que esta
tendría que cargar con una economía nacional como la británica que, en esa época,
atravesaba por serias dificultades.
La historia de la adhesión británica a la CEE fue larga y complicada. Tras su negativa
inicial, el Gobierno conservador de Harold Macmillan, rápidamente desencantado de
la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), comenzó a preparar el terreno
para plantear su candidatura. En la primavera de 1961 el premier visitó las capitales de
los Seis y obtuvo un caluroso apoyo del presidente norteamericano Kennedy. Tras
lograr la aprobación de la Cámara de los Comunes —los laboristas se abstuvieron— el
Gabinete solicitó formalmente el ingreso en las Comunidades el 31 de julio, e igual
hicieron otros tres miembros de la AELC —Irlanda (31-7-1961), Dinamarca (10-8-
1961) y Noruega (30-4-1962)—. Se mostraron a favor de la petición británica Holanda
y Bélgica, y el ministro Edward Heath inició unas difíciles negociaciones en Bruselas,
centradas en la exigencia comunitaria de renuncia a la «preferencia imperial» que
vinculaba el comercio británico al circuito privilegiado la Commonwealth. Londres
parecía dispuesto a admitirlo, pero exigiendo como contrapartida tal cantidad de
excepciones que desanimaba a sus partidarios entre los Seis.
Pero el tiro de gracia a la adhesión británica lo dio el general De Gaulle. En noviembre
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de 1961 y en junio del año siguiente se entrevistó con Macmillan. Pese al tono cordial
de las relaciones anglo-francesas, existían demasiadas diferencias en los puntos de vista
de París y de Londres. De Gaulle llegó a reprochar al premier su negativa a ingresar en
«un sistema preferencial que ya existe dentro de la Commonwealth». El Gobierno
británico rechazaba entrar en la PAC, y los laboristas, próximos a llegar al Poder,
manifestaron que se negarían a adherirse a las políticas sociales y económicas
comunitarias, de orientación básicamente derechista, y que no renunciarían al acuerdo
comercial con la AELC. Pero la gota que colmó el vaso fue la entrevista que Macmillan
mantuvo con Kennedy en Nassau (Bahamas) en diciembre de 1962. Allí quedó claro
que Londres se oponía a la autonomía del armamento nuclear francés y apoyaba
incondicionalmente los términos políticos y económicos del «Gran Diseño
Democrático» kennediano. Ello fortaleció en De Gaulle, opuesto frontalmente a este
proyecto de Comunidad Atlántica, la idea de que los británicos actuarían como caballo
de Troya de los intereses norteamericanos en el seno de la CEE. Por lo tanto, el 14 de
enero de 1963, el presidente francés anunció en rueda de prensa que vetaría en el
Consejo de Ministros la adhesión británica.
El veto gaullista sembró el desaliento entre los federalistas y, especialmente, entre los
europeístas británicos, que libraban un duro combate contra los euroescépticos de su
país. Sin embargo, París, fortalecido por su reciente alianza con Bonn, sí estaba en
condiciones de vetar. Un mes después de la rueda de prensa del general, las
conversaciones para la ampliación de las Comuidades quedaron suspendidas.
A partir de este humillante rechazo, algunos sectores euroescépticos de la opinión
pública británica y, sobre todo, los círculos económicos y el partido laborista, fueron
asumiendo el interés nacional en el ingreso en el Mercado Común. La pérdida del
imperio colonial, con la consiguiente disminución del valor del circuito comercial de la
Commonwealth para la metrópoli, el fracaso de la AELC, la creciente caída de la
competitividad de la industria y de la minería británicas, en gran parte obsoletas, la
depreciación de la libra esterlina como moneda de reserva, un preocupante nivel de paro
y un abultado déficit en la balanza de pagos, preludiaban una grave crisis económica y
monetaria que señalaba las dolorosas diferencias con la pujante Pequeña Europa
comunitaria.
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En octubre de 1964, ganaron las elecciones los laboristas y formó Gobierno Harold
Wilson, que era decidido partidario de volver a plantear la adhesión. Wilson situó al
europeísta George Brown al frente del Foreing Office y anunció un plan de reducción
del déficit público que tenía como finalidad principal sanear las cuentas con vistas al
ingreso en la CEE. Sus esfuerzos se vieron reforzados por la llegada de Edward Heath
a la jefatura del opositor Partido Conservador, en julio de 1965, lo que garantizó un
apoyo parlamentario de los dos grandes partidos a la apuesta europeísta. El 2 de mayo
de 1967, Wilson anunció en la Cámara de los Comunes la renovación de la solicitud de
adhesión a las Comunidades, aunque manifestó que ello no implicaría cambios en la
autonomía de la política exterior y de defensa del Reino Unido. Obtuvo 488 votos a
favor y 62 en contra. El día 11, el Gobierno británico reactivó su candidatura en
Bruselas. Irlanda, Dinamarca y Noruega volvieron a presentar también las suyas.
Cinco días después, De Gaulle recurrió a su habitual sistema de explicar las grandes
decisiones en una rueda de prensa, en la que manifestó su segundo veto a la iniciativa.
No había disminuido su temor de que, de la mano de los británicos, desembarcaran en la
CEE los miembros de la AELC en grupo y de que Washington lograra interferir las
políticas comunitarias en su propio beneficio. Recordó que mientras la CEE se
organizaba, Inglaterra se negó a formar parte de la misma adoptando hacia ella una
actitud hostil. Si se admitía al Reino Unido, advirtió, el Mercado Común sería sustituido
por «una suerte de Zona de librecambio de la Europa occidental, en marcha hacia una
Zona atlántica que restaría a nuestro Continente toda su personalidad». El rechazo a la
Comunidad Atlántica de Kennedy volvía a ser patente. Proponía por lo tanto, que los
británicos se sometieran a un periodo de «asociación», como ya hacían griegos y turcos,
hasta que acometieran las transformaciones estructurales requeridas, sobre todo el
equilibrio en su balanza de pagos y la devaluación de la libra esterlina, y probasen la
voluntad política de armonización legislativa que requería el ingreso en las
Comunidades.
Como los otros cinco socios comunitarios no eran, en principio, contrarios a la admisión
del Reino Unido, el Gobierno francés exigió que los Seis se pusieran de acuerdo sobre
las condiciones antes de que abrieran las negociaciones. Siguieron meses de difíciles
contactos, durante los que Londres devaluó la libra. Hasta que, el 27 de noviembre de
1967, el jefe del Estado francés anunció en rueda de prensa que no encontraba la actitud
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adecuada en las islas. Era un veto en toda regla y, conforme al Compromiso de
Luxemburgo, los ministros de Asuntos Exteriores, reunidos en sesión del Consejo el 18
de diciembre, denegaron la solicitud de adhesión alegando que no se daban las
condiciones económicas y financieras requeridas. Londres rechazó entonces la
propuesta de un estatuto de asociación y manifestó que mantenía la petición de ingreso,
a la espera de que la larga sombra del gaullismo aflojara su presión.
5. LA CUMBRE DE LA HAYA Y EL RELANZAMIENTO DE LAS
COMUNIDADES
A comienzos de 1969, Charles De Gaulle, que había salido indemne del huracán
político provocado por el «Mayo del 68», la masiva protesta estudiantil y obrera contra
el Gobierno Pompidou, cumplió su promesa de convocar un referéndum sobre la
regionalización político-administrativa y la reforma del Senado. La consulta del 27 de
abril se saldó con un 52,4 por ciento de votos negativos a las propuestas del jefe del
Estado. Al día siguiente, el general renunció al cargo presidencial y se retiró a la vida
privada.
Un gaullismo sin De Gaulle ya no sería lo mismo. Su delfín, Georges Pompidou ganó
la Presidencia en las elecciones de junio de 1969 con el apoyo de los democristianos de
René Pleven, los liberales de Valery Giscard d'Estaing y otras fuerzas centristas. Y ello
iba a cambiar muchas cosas en el proceso de integración europea.
Aunque doctrinalmente identificado con la «Europa de las Patrias», y por lo tanto
funcionalista y confederal, Pompidou era partidario de flexibilizar la postura francesa
para alcanzar nuevas metas en la unificación continental. Ya durante su campaña
electoral, de elevado tono europeísta, lanzó la idea de reunir una Cumbre comunitaria
que abriese paso a una nueva etapa en la historia de la CEE. Esta era una demanda
generalizada en la Europa de los Seis. Alcanzada la unión aduanera, unificadas las
instituciones comunitarias, la multifacética crisis de 1965-67 había generado una
parálisis que impedía atisbar nuevos objetivos si no se realizaba un esfuerzo de
consenso positivo similar al que, en su momento, había supuesto la Declaración de
Bonn.
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La formación del Gobierno Chaban-Delmas dio la medida del nuevo europeísmo
francés. Incluía a cuatro miembros del Comité de Acción para los Estados Unidos de
Europa (Comité Monnet) y el ministro de Asuntos Exteriores era Maurice Schuman,
que se puso en seguida a trabajar para restablecer el consenso comunitario. El 10 de
julio de 1969, Pompidou oficializó la propuesta de la Cumbre en una rueda de prensa en
la que señaló tres objetivos «acabar, profundizar, ampliar». Acabar la fusión de las
Comunidades con su financiación a través de un Presupuesto único. Profundizar, desde
una perspectiva confederal, la integración económica y monetaria. Ampliar, abriendo el
Mercado Común a los cuatro países que solicitaron la admisión en 1961.
El momento era especialmente adecuado. En la RFA había llegado a la Cancillería el
socialdemócrata Willy Brant, un europeísta ferviente, y también lo era el liberal
Walter Scheel, su ministro de Exteriores. El último día de 1969 terminaba el período
transitorio de la CEE previsto en el Tratado de Roma y no era cosa de volver a «parar el
reloj» para realizar los ajustes pendientes.
Existían diversos temas en los que las Comunidades no habían cubierto las expectativas
creadas por su espectacular arranque: la unión política y la elección del Parlamento por
sufragio universal, la ausencia de un verdadero mercado interno de capitales, la política
común de transportes, la armonización de las legislaciones nacionales, la política
energética común y la financiación de la Euratom… Pero, pese a las crisis, se habían
realizado avances considerables: la unión aduanera había mejorado las previsiones de
sus planificadores, se había logrado la libre circulación de trabajadores, existía un
consenso generalizado sobre los ritmos de la PAC, el comercio en el interior del
Mercado Común se había quintuplicado... Era el momento de reemprender la marcha
aprovechando las sinergias creadas por la fusión comunitaria.
El primer ministro holandés, el democristiano Piet de Jong, que presidía entonces el
Consejo de Ministros de las Comunidades, recogió inmediatamente la iniciativa de El
Eliseo e invitó a los socios comunitarios a una Cumbre de jefes de Estado y de
Gobierno en La Haya. Se celebró durante los dos primeros días de diciembre de 1969
y fue invitado a participar Jean Rey presidente de la Comisión Europea. La Cumbre
alcanzó importantes acuerdos en torno a los tres objetivos propuestos por Pompidou, el
llamado Tríptico de La Haya:
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a). En primer lugar, la manifestación de una recuperación de la solidaridad y el
consenso entre los seis gobiernos para «acabar» el proceso de integración
continental a través de la Comunidad Europea.
En lo tocante al Presupuesto comunitario, se acordó la progresiva desaparición de
las aportaciones funcionales de los estados, sustituidas por los recursos propios
de la Comunidad, especialmente en la PAC. Estos recursos, que debían contar con
un reglamento financiero antes de que acabara el año 1970 —se estableció en
abril— procederían básicamente de un porcentaje del Impuesto sobre el Valor
Añadido (IVA) una tasa que gravaba directamente el consumo en los países
comunitarios. La Comisión había buscado armonizarlo para todos los miembros
mediante dos directivas, en abril de 1967, que tardaron largo tiempo en aplicarse, a
pesar de lo cual, el porcentaje del IVA derivado por los estados a las arcas de la
Comunidad, sólo el uno por ciento en la primera etapa, llegó a ser la base de su
Presupuesto. La Cumbre acordó dotar al Parlamento Europeo de mayores poderes de
control presupuestario y avanzar hacia su elección por sufragio universal.
b). La «profundización» de las políticas de la CE fue tratada en La Haya en una doble
vertiente. Superada la fase de la unión aduanera, se abrían las agendas de la unión
económica y de la monetaria. Para ponerlas en marcha se crearía, poco después,
una Comisión presidida por Pierre Werner, primer ministro de Luxemburgo, a la
que se otorgó un año de plazo para presentar una propuesta. Y, a solicitud de la
delegación alemana, se acordó reglamentar la acción política exterior de la CEE,
otorgando capacidad decisoria a las Cumbres de jefes de Estado y de Gobierno y
estableciendo un mecanismo intergubernamental de consulta, la Cooperación
Política Europea, cuyo estudio se encomendó a un Comité dirigido por el
diplomático belga Étienne Davignon.
c). En cuanto a la «ampliación», Francia retiraría su veto, ejercido dos veces, al
ingreso del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega, aunque sería precisa una
etapa negociadora de duración imprevisible.
6. EL PLAN WERNER Y LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA
En la Cumbre de la Haya quedó patente que la consecución de la unión económica, la
nueva prioridad en el proceso de integración europea tras culminar la unión aduanera,
requería de una rigurosa política monetaria de los estados, que redujera las
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fluctuaciones del mercado interior y dotase a la CEE de solvencia financiera
internacional. La economía mundial experimentaba entonces dramáticas convulsiones
monetarias provocadas por la crisis del dólar, preludio del abandono del sistema de
Bretton Woods, que había regulado las relaciones monetarias en el mundo capitalista
desde 1944, en favor de la libre convertibilidad.
El Tratado de Roma había garantizado la autonomía de las políticas monetarias de los
países miembros frente a una posible regulación que pudiera acometer la Comisión
Europea. Sin embargo, la grave crisis de la lira italiana, en 1964, obligó al Consejo de
Ministros de la CEE a adoptar algunas medidas de coordinación y solidaridad, que no
pasaron de crear tres comisiones: de política presupuestaria, de gobernadores de
bancos centrales y de política económica a medio plazo. En el momento de la
Cumbre de La Haya, la evidencia de que la Unión Económica, el mercado único,
precisaría no sólo de un sistema monetario regulado, sino incluso de una moneda única,
hacía plantearse en paralelo una Unión Monetaria cuyo objetivo final sería la
consecución de esa moneda común europea. Pero antes había que armonizar los
sistemas nacionales existentes, regulando los flujos monetarios.
A fin de que los gobernantes reunidos en La Haya, y luego los miembros de la
Comisión Werner, tuviesen una visión de conjunto sobre el problema, la Comisión
Europea encargó un estudio preparatorio a su vicepresidente y comisario de asuntos
económicos y financieros, el francés Raymond Barre. El memorándum sobre La
coordinación de la Política Económica y de la Política Monetaria en la Comunidad,
conocido como Primer Plan Barre estuvo listo en febrero de 1969. Proponía «una
concertación de las orientaciones nacionales» y de «las políticas económicas», a fin de
que las divisas comunitarias reforzaran su posición internacional y pudieran protegerse
de las tensiones monetarias, provocadas en cierto modo por la tendencia de la economía
de la CEE a desenvolver sus finanzas exteriores en moneda norteamericana, los
llamados «eurodólares».
Entre las medidas propuestas por Barre se encontraban:
a). La coordinación de la planificación económica mediante consultas entre los
gobiernos.
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b). El acuerdo sobre la armonización de las futuras tasas de crecimiento de sus
economías.
c). Las facilidades de crédito a medio plazo a los estados con dificultades persistentes
en la balanza de pagos.
d). La creación de un fondo comunitario para conceder créditos incondicionales a
corto plazo a Estados con dificultades puntuales en la balanza de pagos.
El Plan sólo tuvo desarrollo en estos dos últimos puntos, cuando en febrero de 1970 la
Comisión de Coordinación de los gobernadores de los bancos centrales decidió crear el
Fondo Europeo de Cooperación Monetaria (FECOM), con 2.000 millones de dólares
para otorgar créditos a los estados miembros, la mitad a corto y la mitad a medio plazo.
En el seno de la CEE habían surgido dos posturas contrapuestas sobre la unión
monetaria. Por un lado, estaban los monetaristas, que defendían el rápido
establecimiento de cambios fijos dentro de la CEE, en la creencia de que ello facilitaría
la planificación financiera, desarmaría la especulación en los mercados y aceleraría el
proceso de unión económica de la Comunidad, posibilitando la autorregulación de
precios y salarios y la moneda única. Frente a ellos, los economistas criticaban el
continuo intervencionismo gubernamental sobre bienes y capitales que supondría el
mantenimiento de unos tipos de cambio fijos y proponían la equiparación de precios y
salarios y la armonización de las políticas económicas y fiscales antes de proceder a la
convergencia monetaria.
En la segunda mitad de 1969, la economía europea sufrió duras tensiones especulativas,
fruto de la inestabilidad del dólar y del auge de la economía alemana. En agosto, el
franco francés se devaluó el 11,1 por ciento, tras un año de amagos. Y en octubre el
marco alemán se revaluó un 9,3. Ambas medidas, entre otras cosas, tuvieron inmediata
repercusión en los precios agrarios y en la estabilidad de la PAC. Se estableció entonces
el mecanismo de los Montantes Compensatorios Monetarios, destinado a compensar
a los países miembros perjudicados por el efecto de las fluctuaciones de las monedas
nacionales sobre los precios comunes.
El problema monetario fue, por lo tanto, uno de los temas estrella de la Cumbre de La
Haya, en diciembre de 1969. Tras ella, economistas y monetaristas pusieron en marcha
19
sendos proyectos con los que convencer al Consejo de Ministros.
a). Entre los primeros, el Gobierno federal alemán lanzó el Plan para la cooperación
económica, monetaria y financiera, preparado por su ministro de Economía y
Finanzas, Karl Schiller, miembro del ala derecha de la socialdemocracia y
discípulo del «padre del milagro económico alemán», el democristiano Ludwig
Erhard. El Plan Schiller pretendía una rápida y rigurosa estabilización económica y
una lenta unión monetaria en cuatro etapas: una primera dedicada a coordinar las
políticas económicas de los estados por objetivos; la segunda basada en la
coordinación de las políticas monetarias de los bancos centrales y la creación de un
sistema de ayuda monetaria a medio plazo; vendría luego un incremento de la
coordinación económica, ya en manos de las instituciones comunitarias, la
limitación de las fluctuaciones monetarias y la creación de un Fondo de Reserva
Europeo, al que las Haciendas nacionales transferirían sus reservas monetarias; y en
la cuarta etapa, los estados perderían casi toda capacidad individual de decisión en
cuestiones financieras y se alcanzaría la moneda única.
b). Los monetaristas de la Comisión Europea elaboraron el memorándum conocido
como Segundo Plan Barre, que fue presentado en Bruselas durante la reunión del
Consejo comunitario, el 4 de marzo de 1970. Barre planteaba un completo sistema
de unificación de las políticas económicas estatales a través de tres vías
complementarias: una unión monetaria, que suponía una rápida concertación de las
tasa de cambio hasta llegar a la moneda única; una unión fiscal, aunque sólo
centrada en la armonización de los sistemas impositivos y en la creación de una tasa
«europea» basada en el IVA; y una política presupuestaria y social común, que
prevaleciese sobre las particulares de los estados.
El Consejo de Ministros aceptó el plan Barre, aunque en el entendimiento de que se
trataba de una propuesta de máximos y que debería transcurrir un largo período antes de
que se implementaran sus medidas. Conforme a los acuerdos de La Haya, el Consejo
encomendó la confección de una hoja de ruta a la Comisión Werner, que presentó su
Informe el 8 de octubre de 1970. El Plan Werner de una «Unión Económica y
Monetaria por etapas», buscaba conciliar las posturas monetarista y economista.
Defendía la conveniencia de ir decididamente a la moneda única. Pero la consideraba
difícil de implantar a corto o medio plazo y la vinculaba a la realización en paralelo de
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la Unión Económica. Por lo tanto, planteaba un modelo alternativo, un «cesto de
monedas» dentro del que las divisas nacionales tuviesen una ilimitada convertibilidad
exterior y, a la vez, una paridad fija entre ellas. Para ello era preciso establecer la libre
circulación de capitales en la Comunidad, eliminando las barreas aduaneras y legales,
y situar el tipo de cambio interior de las monedas en una escala automática e invariable.
La Comisión Werner preveía una fase transitoria dividida en tres etapas: hasta 1973,
se limitarían las fluctuaciones del tipo de cambio, a fin de impedir sobresaltos como
el dado por el franco y el marco en 1969; luego, hasta 1980, se establecería un tipo de
cambio fijo y se garantizaría la total libertad de pagos, transferencias y capitales;
finalmente, se crearía un Banco Central Europeo para gestionar el conjunto del
sistema monetario y entraría en vigor la moneda única europea. El Plan preveía la
creación del Fondo Europeo de Cooperación Monetaria, un mecanismo
compensatorio de los flujos de capital para las economías más desfavorecidas, y
otorgaba poderes al Parlamento Europeo para fiscalizar a los bancos centrales de la
CEE, cuyos gobernadores se habían integrado en 1964 en un Comité de Coordinación.
El Plan Werner, adoptado por el Consejo de Ministros el 22 de marzo de 1971, no se
pudo llevar a cabo. La crisis monetaria de esa primavera, la libre convertibilidad del
dólar decidida por la Administración Nixon en marzo de 1972 y, sobre todo, las
perturbaciones causadas en la economía internacional por la «crisis del petróleo»
iniciada en octubre de 1973, que afectó gravemente a una Comunidad Europea casi
carente de recursos petrolíferos, impidieron aplicar la planificación prevista. Para evitar
fluctuaciones incontroladas, el Comité de Coordinación de los bancos centrales acordó
medidas. El 18 de diciembre de 1971 mediante el Acuerdo del Instituto Smithsoniano,
en Washington, se fijó una nueva paridad entre el dólar y las monedas europeas que
ampliaba los márgenes de flotación de estas, en una banda tan ancha que ponían en
peligro su estabilidad. Por ello, el 21 de marzo de 1972, se estableció una disciplina de
cambios que fue definida como «la serpiente monetaria en el túnel internacional», a
fin de mantener la estabilidad en las cotizaciones cruzadas de las monedas europeas. La
serpiente monetaria —nombre que se le daba por las oscilaciones que provocaban en los
gráficos los cambios de las nueve monedas— fijaba un margen de fluctuación de ± 2,25
por ciento respecto al dólar y del 4,50 al 2,50 entre las monedas participantes. Parecía
una solución y el Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y Noruega, candidatos al ingreso en
21
la CEE, fueron incluidos en el sistema mediante el Acuerdo de Basilea, de 27 de abril.
Pero la serpiente monetaria no funcionó, ni siquiera a corto plazo. Dos meses después
de su adhesión, en junio de 1972, la libra esterlina tuvo que abandonarla al no poder
sostener sus límites de estabilidad. A comienzos de 1973, la libra irlandesa siguió el
mismo camino. Ese año hubo que rehacerla, dotándola de mejores mecanismos de
protección, una serpiente de la que también desaparecieron las monedas noruega e
italiana y se incorporó el franco suizo. Se puso en marcha el Fondo Europeo de
Cooperación Monetaria, que disponía del 20 por ciento de los fondos bancarios de la
CEE en oro y dólares para la compensación multilateral de los créditos a corto plazo.
Pero poco después, tras una nueva devaluación del dólar, se eliminaron los controles de
fluctuación con respecto a la divisa estadounidense. Ello lanzó a las monedas europeas a
una vorágine de devaluaciones y revaluaciones que, hasta que se estabilizó la economía
mundial a finales de la década, causaron graves perturbaciones a la del Mercado
Común, confirmaron al marco alemán como la moneda más sólida del sistema, y lo
convirtieron en la referencia interna de la CEE y en la futura base de una Unión
Monetaria que, por el momento, se haría esperar.
7. LA COOPERACIÓN POLÍTICA EUROPEA
Conforme a los acuerdos de la Cumbre de La Haya, al tiempo que iniciaban el estudio
de la unión económica y monetaria, los gobiernos de los Seis procedieron a revisar sus
mecanismos de cooperación política que, tras los reiterados fracasos de las iniciativas de
federalistas y confederales, quedaban reducidos a las muy limitadas relaciones
internacionales de la CEE. El estudio de este tema le fue encomendado a un Comité de
Altos Funcionarios presidido por el vizconde Etienne Davignon, director de Asuntos
Políticos del ministerio de Asuntos Exteriores belga. El Primer Informe Davignon, o
Informe de Luxemburgo, aprobado por el Consejo de Ministros el 23 de octubre de
1970 —pocos días después de la aprobación del Plan Werner— admitía el principio de
dar forma a la voluntad de acción política. Para eso, Europa debía contar con una sola
voz en el exterior, que se alcanzaría tras su desarrollo en etapas sucesivas. Por ello
«debe prepararse a ejercer las responsabilidades que el aumento de su cohesión y su
papel creciente en el Mundo le imponen como un deber que asumir, al mismo tiempo
que como una necesidad».
22
El llamado Método Davignon para la Cooperación Política Europea (CPE),
establecía los fundamentos de coordinación de la política exterior de los países
comunitarios a través de dos tipos de medidas:
Asegurar, mediante informaciones y consultas regulares, una mejor comprensión
mutua de los grandes problemas de política internacional.
Reforzar su solidaridad, favoreciendo una armonización de los puntos de vista, la
concertación de las actitudes y, cuando esto parezca posible y deseable, acciones
comunes.
Para ello fijaba cuatro mecanismos de coordinación:
a). Una reunión semestral de los seis ministros de Asuntos Exteriores, cuando no
hubiese Cumbre de jefes de Estado y de Gobierno, que la sustituiría. La primera
reunión semestral sobre la CPE se celebró en Munich, el 19 de noviembre de 1970.
b). Un Comité Político vinculado al Consejo de Ministros, integrado por los directores
de asuntos políticos de los ministerios de Exteriores, con reuniones trimestrales y
capacidad para crear grupos de trabajo sectoriales.
c). Un Comité de Altos Funcionarios de las Comunidades, para llevar el día a día de
las relaciones políticas en sus aspectos supranacionales bajo la supervisión del
Comité Político.
d). La Comisión Política del Parlamento Europeo, que valoraría un informe anual del
presidente del Consejo de Ministros sobre la Acción Política de las Comunidades.
El Método Davignon era muy tímido en sus planteamientos, ya que ni siquiera
establecía la obligatoriedad de las consultas entre gobiernos. Pero eso era por puro
realismo. Resultaba evidente que ni Francia, ni menos aún el Reino Unido, que estaba
próximo a ingresar en las Comunidades, delegarían las líneas maestras de sus políticas
exteriores en los altos funcionarios comunitarios, ni las someterían a las directrices de la
Eurocámara. Básicamente se trataba, pues, de que los gobiernos dialogaran sobre tomas
de postura común ante las crisis internacionales y de coordinar aquellos aspectos de las
políticas estatales que afectaban a la proyección exterior de las Comunidades. La
Cumbre comunitaria de París, en octubre de 1972, avaló esta prudencia al incrementar a
23
cuatrimestral la frecuencia de las reuniones de ministros y jefes de Gobierno sobre la
política exterior común y establecer un procedimiento de urgencia en las consultas ante
situaciones de crisis. Y ello facilitó la aprobación del Segundo Informe Davignon, o
Informe de Copenhague, en julio de 1973, en el que se oficializó el Método al
establecer que cada Estado se comprometerá a no fijar definitivamente su propia
posición sin haber consultado a los demás en el marco de la cooperación política.
Esta cooperación era cada vez más necesaria. La CEE era una potencia económica de
creciente peso en el mundo, pero carecía de unidad política y ni siquiera tenía una
única voz en cuestiones internacionales que le afectaban, como la distensión Este-
Oeste, el desarme nuclear, o el conflicto de Oriente Medio, donde la guerra del Yom
Kippur, en octubre de 1973, desató una crisis energética que tuvo dramática repercusión
en la economía de la Comunidad. Una coyuntura especialmente complicada fue la
Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa (CSCE), con la
participación de las dos superpotencias planetarias y de todos los países europeos, con
excepción de Albania. Tras una fase preparatoria en Ginebra, la CSCE celebró su sesión
plenaria en Helsinki, entre el 3 de julio y el 1 de agosto de 1973. Durante los dos años
siguientes, la Conferencia tuvo varias sesiones para cerrar el documento final, o Acta de
Helsinki, el 1 de agosto de 1975. En principio, la CSCE era un triunfo del espíritu de
la Comunidad en cuanto suponía la adopción, en un nivel continental, de su
sistema de Cooperación Política y una apuesta por la democracia, los derechos
humanos y la resolución pacífica de conflictos. Pero la Europa comunitaria careció
de una voz propia y no pudo evitar que los Estados Unidos se alineasen con la Unión
Soviética en la garantía expresa de la no injerencia en los asuntos internos de los países
del continente, perpetuando así la división entre Este y Oeste y entre dictaduras de
partido y democracias parlamentarias.
8. LA CONCRECIÓN DE LA PAC: EL PLAN MANSHOLT
A lo largo de los años sesenta, la Política Agraria Común hizo mucho a favor de la
revitalización y la modernización de la agricultura de la Europa occidental. Pero la
elaboración de su estructura normativa y los ritmos de su aplicación fueron un
verdadero quebradero de cabeza para la Comisión Europea. Ello se había
comprobado en el proceso de unión aduanera, cuando el desarme arancelario de la
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agricultura fue siempre por detrás del de la industria, manteniendo, además, diferencias
significativas entre familias de productos. Francia, impulsora decidida de la PAC, se
había convertido luego en un azote para su desarrollo, cuando advirtió que la política de
precios y de subvenciones podía no ser tan favorable para su agricultura. Y el Reino
Unido tuvo en ello uno de los principales problemas para la adhesión, ya que su modelo
agrario, con una producción modesta y grandes importaciones de Estados Unidos y los
países de la Commonwealth, encajaba mal en el comunitario. Durante los años sesenta y
setenta fue relativamente frecuente, en los países miembros, la guerra de las naranjas,
el espectáculo de camiones cargados con productos agrícolas de importación saqueados
por piquetes de agricultores que protestaban contra una política comercial —sobre todo
las compras a los países asociados y con acuerdos preferenciales del área
mediterránea— que perjudicaba su nivel de protección en el mercado nacional.
En marzo de 1972, el presidente de la Comisión Europea, Franco María Malfatti
(1970-72), cedió el puesto al vicepresidente Sicco Mansholt, quien había sido el
cerebro organizador de la PAC y que desempeñó la presidencia durante el resto del
período previsto, unos diez meses. En tan corto plazo se produjo la primera
ampliación de miembros de las Comunidades y la adopción del Sistema Monetario
Europeo. Pero también hubo un importante avance en la unificación de la
agricultura europea. En 1968, la Comisión había encomendado al entonces comisario
Mansholt el estudio de una nueva etapa de la PAC, una vez culminada la unión
aduanera. Su informe, el Programa Agrícola 80, llamado Plan Mansholt, o Informe
del Grupo de Gaichel, fue aprobado por el Consejo de Ministros. Contemplaba el
avance en la modernización del sector agrario hasta 1980, a través de dos
mecanismos fundamentales.
a). Por un lado, la política de precios, estabilizándolos por sectores mediante la
culminación de las Organizaciones Comunes de Mercado y del mecanismo del
Montante de Precios Compensatorios, así como desenrollando un sistema
comunitario de intervención para evitar caídas de precios, mediante la adquisición a
los agricultores de los grandes stocks a un precio fijado de antemano.
b). Por otro, definía el llamado Plan de modernización de la agricultura y de ayuda
a los agricultores mayores, que dio origen a tres directrices comunitarias, las
llamadas directrices socioestructurales:
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Modernización de las explotaciones agropecuarias, concentración del
minifundio y reducción de la superficie cultivada a fin de limitar los excedentes,
mediante el juego de la política de subvenciones, en los sectores con
sobreproducción.
Mejora, a través de políticas educativas, en la formación técnica y económica
de los agricultores.
Reducción del número de pequeños agricultores en unos cinco millones,
mediante la financiación una generosa política de jubilaciones anticipadas,
ayudas para el establecimiento en el medio rural de otros tipos de actividades
empresariales y el incremento de los empleos del sector terciario en las áreas
agrícolas.
El Plan Mansholt, apoyado económicamente en el FEOGA, revolucionó
profundamente la agricultura de la Comunidad Europea, racionalizando y
modernizando sus estructuras y liberando un gran número de trabajadores hacia la
industria y los servicios en el medio rural. Pero su planteamiento sembró la alarma
entre los sectores más tradicionales del campesinado, obligados a una reconversión
en ocasiones traumática. A comienzos de los años setenta se produjeron fuertes
protestas de las organizaciones agrarias, con acciones como el incremento de la
guerra de las naranjas contra el transporte de productos agrícolas extracomunitarios, o la
multitudinaria manifestación de agricultores europeos contra la PAC, celebrada en
Bruselas en 1971.
1
TEMA 5.DE LOS SEIS A LOS DOCE
1. LA PRIMERA AMPLIACIÓN
La Cumbre de La Haya, en 1969, dio vía libre a la admisión de nuevos miembros en
las Comunidades. Retirado el veto francés tras el relevo de De Gaulle por Pompidou, se
activaron las candidaturas al ingreso directo del Reino Unido, Irlanda, Dinamarca y
Noruega, miembros los cuatro de la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC).
Por el contrario, los cinco estados mediterráneos que ya tenían acuerdos con la
Comunidad Económica Europea, Grecia, Marruecos, Turquía, Malta y Chipre, no
mejorarían su estatuto de meros asociados comerciales.
En principio, la gran apuesta —y el gran riesgo— era la candidatura británica. El Reino
Unido había sostenido una tradicional ambivalencia ante la adhesión, rechazándola
primero, solicitándola después y señalando siempre condiciones y excepciones en su
futura actividad comunitaria. Además, un parte importante de la sociedad británica no se
sentía implicada en la aventura europea. Una encuesta entre la población, de noviembre
de 1969, reveló que los partidarios del ingreso en la CE no alcanzaban el 40 por ciento.
Las conversaciones de adhesión comenzaron en Bruselas, el 30 de junio de 1970 con los
británicos, y en septiembre con los otros tres candidatos. Consciente de que el gran
problema era Londres, en mayo de 1971 Pompidou sostuvo una negociación directa con
el premier Edward Heath para sortear los principales obstáculos: la aceptación
británica de la PAC, la permanencia de su economía en la Commonwealth, el papel de
la libra esterlina en el futuro sistema monetario europeo y la contribución del Reino
Unido al Presupuesto comunitario, aspectos que despertaban fuertes recelos en la
opinión pública de las islas y en la de los países comunitarios.
Alcanzado un acuerdo con los cuatro estados candidatos, se oficializó en junio. Quedaba
la votación parlamentaria en cada país, que se superó sin obstáculos. En el Reino Unido,
la adhesión salió adelante en la Cámara de los Comunes el 28 de octubre, por 358 votos
a favor y 246 en contra, de los laboristas, quienes desde la oposición advirtieron que,
cuando llegaran al poder, renegociarían las condiciones de la adhesión. La firma del
Tratado de Ampliación tuvo lugar en Bruselas, el 22 de enero de 1972. Los cuatro
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nuevos miembros aceptaban los Tratados de las Comunidades y se fijaba un período
transitorio de cinco años, a partir del 1 de enero de 1973, para que adaptaran sus
legislaciones y redujesen sus derechos de aduana al ritmo de un 20 por ciento anual,
hasta suprimirlos. Por su parte, las Comunidades realizarían en el mismo período las
correspondientes reformas en sus instituciones a fin de que acogieran a los
representantes de los nuevos miembros.
Parecía haber nacido la Europa de los Diez. Pero faltaba un requisito: que los
ciudadanos de los nuevos miembros avalasen en las urnas lo aprobado por sus
parlamentos. Era un test muy importante porque, además de rubricar la ampliación,
mediría el grado de prestigio de las Comunidades en países que, hasta ese momento,
pertenecían a la rival AELC. Y el test obtuvo resultados agridulces. El Reino Unido e
Irlanda tuvieron referendos favorables. El primero, el 23 de abril de 1972, con el 67,7
por ciento de los votos a favor; Irlanda, el 10 de mayo de 1972, con el 83 por ciento.
Pero Dinamarca y Noruega, miembros del Consejo Nórdico y de la frustrada
Comunidad Económica Nórdica, o Nordek (1968-70), eran otro caso. En la primera, el 2
de octubre, el referéndum de adhesión a las Comunidades salió adelante con sólo un
56,7 por ciento. Pero en Noruega, la consulta del 25 de septiembre, condicionada por la
política comunitaria en el sector pesquero, que perjudicaba los intereses noruegos, fue
desfavorable, con un 49 por ciento de votos negativos, superior al 46,5 de positivos, lo
que quizás influyó en el pobre resultado de la consulta danesa una semana después. Por
lo tanto, el Gobierno de Oslo retiró su adhesión y permaneció en la AELC. Así que
cuando, el 1 de enero de 1973, Irlanda Dinamarca y el Reino Unido ingresaron
oficialmente en las Comunidades, la prevista Europa de los Diez se había quedado en la
Europa de los Nueve.
2. EL CONSEJO EUROPEO Y EL INFORME TINDEMANS
En el año 1974, varios de los políticos que habían marcado el período de ampliación de
las Comunidades desaparecieron del primer plano. En Francia, Pompidou cedió la
Presidencia de la República a Valery Giscard d'Estaing, líder de la liberal Unión para
la Democracia Francesa (UDF). En la RFA, el canciller Brant, víctima del caso
Guillaume, un escándalo de espionaje, cedió su puesto al también socialdemócrata
Helmut Schmidt. Y en el Reino Unido, el laborista Harold Wilson volvió al poder tras
3
cuatro años de gobierno conservador. Los dos primeros revitalizaron el eje franco-
alemán para hacer avanzar a la Comunidad por la vía confederal. Wilson, por su parte,
comenzó a ejercer presión para que se revisara, en los momentos más duros de la crisis
del petróleo, la elevada aportación al Presupuesto comunitario que, en función de su
potencial económico, le correspondía al Reino Unido. Abrió así una enconada batalla
entre Londres y Bruselas, que tardaría una década en resolverse.
En la Cumbre comunitaria de París, el 9 y el 10 de diciembre de 1974, los dirigentes
europeos constataron que la CEE estaba cumpliendo las etapas previstas para la
unificación económica. Era el tiempo de poner en marcha la vertiente política de la
integración, que la Cumbre de Copenhague, celebrada el año anterior en medio de una
crisis generalizada, no había podido abordar.
Como punto de arranque de la Cumbre de París, Giscard y Schmidt presentaron una
propuesta conjunta para elevar el nivel de las consultas intergubernamentales previstas
en el Método Davignon a partir del Informe de Copenhague, del año anterior, y
extenderlas a ciertos ámbitos internos de la política comunitaria. En adelante, las
Cumbres de jefes de Estado y de Gobierno, que pese a ser un auténtico órgano decisorio
para las Comunidades carecían de cualquier cobertura institucional, se convertían en el
Consejo Europeo, el órgano fundamental de la Cooperación Política Euopea. La
Presidencia del Consejo sería rotatoria por países, cada seis meses y el presidente en
activo, el anterior y el siguiente, formarían una especie de comité permanente del
Consejo, la troika comunitaria, con capacidad para negociar y plantear propuestas. Pero,
como no estaba contemplado en los Tratados de Roma, el Consejo Europeo tampoco
sería una institución comunitaria, sino un mero organismo deliberante de coordinación
intergubernamental que tendría un peso decisivo en el desarrollo de las grandes
iniciativas comunitarias, en coordinación con el Consejo de Ministros.
No obstante, en su primera reunión en Dublín, en marzo de 1975, el Consejo Europeo se
dotó a sí mismo de unos procedimientos normativos, propios de un Ejecutivo, que
fijaban la aplicación de sus acuerdos a través de una serie de Actos, que debían ser
tenidos en cuenta tanto por la Administración comunitaria como por las estatales: las
Decisiones, que introducían correcciones en el Presupuesto comunitario; las Decisiones
de Procedimiento, que reenviaban al Consejo de Ministros los acuerdos con los que el
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Consejo Europeo no estuviera de acuerdo; las Directivas y Orientaciones, que fijaban
prioridades a la política comunitaria y orientaban su ejecución; y las Declaraciones, que
constituían tomas comunes de postura de los estados miembros ante asuntos concretos.
De este modo, el Consejo Europeo, prevalido del poder político de sus integrantes,
despojaba a la Comisión Europea y al Consejo de Ministros de gran parte de la
iniciativa sobre orientaciones generales de las políticas comunitarias, desde la cuestión
de los recursos presupuestarios, o los avances en la unión económica y monetaria, hasta
la admisión de nuevos miembros, reforzando así los mecanismos confederales en el
seno de la CEE. Era, en cierto modo, el triunfo del Plan Fouchet.
Pero si en el ámbito de la Cooperación Política, competencia de los gobiernos, la
autoridad del Consejo Europeo era incontestable, en el terreno económico y social,
reservado por los Tratados a las instituciones de las Comunidades, la actividad del
Consejo iba a causar serios problemas, ya que era un organismo ajeno a ellas y
rechazaba someter sus decisiones a los controles y contrapesos con que funcionaban los
organismos comunitarios. No obstante, los líderes nacionales jugaban un papel cada vez
más relevante en estos ámbitos de la CEE de manera que, cuando el Tratado de
Maastricht (1992) institucionalizó el Consejo como órgano de las Comunidades, este
era ya un poder fáctico de enorme peso en el seno del aparato comunitario.
Por otra parte, las propuestas federalistas no habían sido descartadas. La Cumbre de
París, además de establecer el Consejo Europeo y admitir el sufragio universal para
elegir el Parlamento, encargó al primer ministro belga, el federalista Leo Tindemans, la
elaboración del proyecto para crear la Unión Europea en diez años y cerrar así la etapa
funcionalista. Tras una minuciosa labor de encuesta, Tindemans concluyó su
memorándum en diciembre de 1975 y lo presentó al Consejo Europeo en su reunión de
Luxemburgo, el 2 de abril del año siguiente.
El Informe Tindemans partía de la validez de los Tratados de las Comunidades, pero
proponía algunas modificaciones institucionales. En primer lugar, una reforma del
Parlamento Europeo para que fuera elegido por sufragio universal desde la siguiente
legislatura y se le dotara de capacidad de iniciativa legal, ya que hasta entonces sólo la
poseían Comisión y el Consejo de Ministros. Por otra parte, el Parlamento y la
5
Comisión ampliarían sus competencias en materia monetaria, energética,
educativa, de defensa de los consumidores y de políticas de desarrollo regional, en
detrimento de la soberanía de los estados miembros. Igualmente, estos se verían
obligados a aplicar las decisiones comunitarias en su política exterior. Y los ciudadanos
de los países miembros recibirían «derechos especiales» en el territorio de los otros
socios, lo que apuntaba hacia una ciudadanía europea común.
El Informe preveía, además, una UE con «distintas velocidades» de integración, según
el potencial de sus miembros, y en la que existiría una estructura funcional mixta: «la
doble base de las instituciones comunitarias de inspiración supranacional o federalista y
de la cooperación política, de inspiración intergubernamental o confederal».
Pese a que eran medidas muy tímidas desde la perspectiva federalista, aquello era ir
demasiado deprisa en unos momentos en los que surgían nuevos problemas entre los
socios comunitarios. En el Consejo Europeo de Dublín se había dado luz verde a un
ambicioso proyecto, los Fondos Europeos de Desarrollo Económico y Regional
(FEDER), que se establecieron en marzo de 1975 dentro del capítulo presupuestario de
los llamados «fondos estructurales». Su finalidad era desarrollar las regiones más
desfavorecidas de la Comunidad, financiando proyectos de infraestructuras y desarrollo
local que mejoraran los servicios públicos y la educación, creasen empleo y generaran
un aumento de la renta regional. Los peticionarios debían ser los estados, que también
serían los contribuyentes, pero no en función de su población, sino de su riqueza. Los
que tuviesen mayor PIB —la Alemania federal, el Benelux, el Reino Unido o
Dinamarca— serían contribuyentes netos, mientras que aquellos que contaran con las
regiones menos ricas —Italia, Irlanda, en menor medida Francia y, en unos años,
Grecia, España y Portugal— serían beneficiaros de las ayudas a esas regiones muy
por encima de su aportación.
Pero las Administraciones nacionales se resistían a ceder el control de sus aportaciones
en los FEDER a la pujante burocracia de las Comunidades. En realidad, conforme las
sociedades europeas se veían afectadas en forma creciente por el proceso de integración,
aumentaban sus partidarios, pero también los que no lo veían útil. Estos
«euroescépticos» estimaban que los «eurócratas», los 13.000 empleados con que
contaban las Comunidades en 1975, no merecían sus salarios comparativamente altos y
6
que el entramado comunitario en su conjunto era un despilfarro innecesario, incluido el
coste de la traducción de todos los actos y documentos comunitarios a seis idiomas
(nueve, tras el ingreso de Grecia, España y Portugal en los años ochenta).
No era, sin embargo, la euroescéptica la opinión dominante entre la población europea y
aún menos entre los responsables gubernamentales. Pero estos seguían mirando con
recelo un federalismo que trasladase gran parte del poder de sus Administraciones a
unas instituciones comunitarias que buscaban crearse un espacio supranacional propio
cada vez más amplio. Por lo tanto, cuando el Consejo Europeo estudió el Informe
Tindemans en su reunión de La Haya, en noviembre de 1976, decidió posponer sin
plazo ni fecha la aplicación de las medidas que proponía, con excepción de la elección
por sufragio universal del Parlamento Europeo, que tendría lugar por primera vez en
1979.
3. EL SISTEMA MONETARIO EUROPEO
La serpiente monetaria, que había permitido salvar la crisis provocada, entre 1971 y
1973, por el final de los acuerdos de Bretton Woods, era un mero parche, y no muy
satisfactorio. Aunque los resultados en la estabilidad monetaria y la contención de la
inflación habían sido mejores que los de quienes, como británicos o italianos, se
mantenían fuera del sistema, no había servido para detener las fluctuaciones, a las que
se atribuía una continua alteración de los precios. El 1 de noviembre de 1975, un grupo
de nueve economistas críticos hizo público en el diario The Economist, el llamado
Manifiesto del Día de Todos los Santos. Proponían utilizar la experiencia del Banco
Europeo de Inversiones para constituir una moneda común, la europa, primero como
unidad de operaciones de mercado abierto y de financiación de los gastos de las
Comunidades y luego como moneda única, en sustitución de las divisas nacionales.
Recogiendo las propuestas del Manifiesto, el Consejo Europeo, en su reunión de
Bruselas, el 12 y 13 de julio de 1976, decidió reanudar la creación de la Unión
Económica y Monetaria. Fue la Comisión Europea, presidida desde 1973 por el francés
François-Xavier Ortoli, quien asumió el reto de garantizar la estabilidad de los
cambios, poner límites a la inflación y mejorar las inversiones. Giscard d'Estaing y
Schmith, los líderes del eje franco-alemán, se sumaron a la labor de impulsar la
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cooperación monetaria proponiendo una «zona de estabilidad monetaria» que el
Gobierno alemán presentó en la sesión del Consejo Europeo celebrada en Bremen, en
junio de 1978. La propuesta fue la base del proyecto de Sistema Monetario Europeo
(SME) preparado por el Comité de ministros de Finanzas (Ecofin), que lo aprobó en
su reunión de Bruselas, el 5 de diciembre. Entró en vigor el 13 de marzo de 1979.
El SME se constituyó en torno a tres ejes:
a). La unidad de cuenta europea.
b). El mecanismo de tipos de cambio y de intervención, que debía garantizar los
márgenes de flotación de las monedas.
c). El mecanismo de transferencias y de créditos, destinado a poner orden en la libre
circulación de capitales.
Sin contemplar aún la moneda única, el SME aprovechaba el «cesto» creado en 1972
para establecer paridades fijas-ajustables mediante una unidad monetaria virtual, la
Unidad de Cuenta Europea, el ecu por sus siglas en inglés (European Currency Unit).
El SME establecía una estrecha banda de fluctuación de las monedas, de ±2,25 y fijaba
en cada momento los tipos de cambio entre el ecu y esas monedas, a fin de estabilizar
los intercambios comerciales y financieros en el seno del Mercado Común. Aunque
incapaz de competir en el comercio mundial con las divisas reales fuertes, como el
dólar, el yen o el franco suizo, el ecu jugó pronto un papel importante en el mercado
crediticio internacional y reguló el mercado interior de cambios en la CEE, al tiempo
que se convertía en el laboratorio de pruebas del euro, la futura moneda europea.
Para gestionar créditos y transferencias se estableció el Fondo Europeo de
Cooperación Monetaria, previsto ya en el Plan Werner, donde los bancos centrales,
que depositaban en su seno el 20% de sus reservas en oro y divisas, negociaban los
cambios en las paridades del ecu. Y el Mecanismo de Tipos de Cambio (MTC) debía
facilitar a las autoridades financieras jugar con los tipos y con las reservas monetarias a
fin de impedir que una fluctuación excesiva sacara a alguna moneda débil de un Sistema
que, en seguida, tuvo en el muy estable marco alemán su referencia ante los mercados.
4. LA REFORMA DEL PARLAMENTO EUROPEO
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La Cumbre comunitaria de La Haya, de diciembre de 1969, acordó la reforma del
Parlamento en el sentido de dotarlo de una mínima capacidad legislativa y
modificar su composición, a fin de que fuera elegido directamente por el conjunto del
cuerpo electoral europeo. No obstante, las negociaciones para la adhesión de nuevos
miembros, no culminadas hasta 1973, desaconsejaron acometer cualquier reforma a
corto plazo. Mientras tanto, en abril de 1970 el Acuerdo de Luxemburgo facilitó al
Parlamento cierto control sobre los Reglamentos presupuestarios, el nuevo sistema de
financiación con recursos propios, aunque tan sólo afectaba entonces al 10% de los
fondos que manejaban las Comunidades, ya que quedaban excluidos los destinados a la
Política Agraria.
Realizada la ampliación a nueve miembros, fue el propio Parlamento quien reanudó el
proceso de su reforma, con un informe presentado en julio de 1973, en el que, junto a la
elección por sufragio universal, se proponía un aumento de los escaños de la
Eurocámara, a fin de acoger a los nuevos miembros en proporción a su población. La
intención era alcanzar un Procedimiento Electoral Uniforme (PEU), para que el
sistema fuera igualitario para todos los electores europeos. La Comisión Política del
Parlamento, presidida por el diputado holandés Schelto Patijn, se encargó de elaborar
una propuesta, que fue aceptada por los líderes nacionales durante la Cumbre
comunitaria de París, en diciembre de 1974. El Informe Patijn, adaptado como
Reglamento interno por la Cámara el 14 de enero de 1975, proponía la elección de 355
diputados —entonces eran 198— por sufragio universal, igual, directo y secreto, en las
elecciones europeas. Pero reconocía las dificultades de armonizar las peculiaridades de
los sistemas electorales nacionales, por lo que encomendaba a los estados miembros la
realización de los comicios y, evitando las candidaturas de lista única europea,
configuraba las cuotas de diputados por la población de los estados.
El Consejo Europeo de julio de 1976 abordó el estudio del PEU y fijó en 410 el número
de diputados, repartidos proporcionalmente por grupos de población (entre paréntesis, la
cuota anterior). Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido, 81 cada uno (36), Holanda,
25 (14), Bélgica, 24 (14), 16 Dinamarca (10), 15 Irlanda (10) y 6 Luxemburgo (6).
Todas las modificaciones aceptadas fueron sintetizadas por el Parlamento, el 20 de
septiembre de 1976, en el «Acta relativa a la elección de los Representantes en la
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Asamblea por sufragio universal directo», conocida como Acta de Bruselas. A partir
de esta propuesta formal, el Consejo Europeo de Copenhague, en abril de 1978, acordó
la celebración de elecciones al Parlamento en la primavera del año siguiente. La
convocatoria introdujo una seria alteración en la política parlamentaria de los países
comunitarios. Las elecciones europeas no podían coincidir con las nacionales,
obligaban a elaborar programas políticos europeístas y, al ser con distrito único de
ámbito estatal, estimulaban los pactos de coaliciones ad hoc entre los partidos
regionales o las pequeñas formaciones. En el seno de la Cámara los grupos
parlamentarios no se formaban por países, sino por ideologías, que a veces daban origen
formal a federaciones y partidos «europeos», aunque sin verdadera actuación fuera del
Parlamento de Estrasburgo.
La legislatura que terminó en 1979, la última con diputados de los parlamentos
estatales, tenía casi todos sus 198 escaños repartidos entre seis grupos parlamentarios.
El mayor, con 66, era el grupo socialista, constituido formalmente como Unión de
Partidos Socialistas de la Comunidad Europea en 1974; le seguían, con 53, los
demócrata-cristianos del Partido Popular Europeo, fundado en 1976; los liberales
tenían 27 diputados y constituían, desde 1976, una Federación de Partidos Liberales y
Democráticos; los conservadores británicos y daneses, 17 escaños, actuaban
coordinados como Conservadores Europeos desde 1973, aunque en las elecciones de
1979 concurrirían con la etiqueta de Demócratas Europeos; la derecha nacionalista
integraba, desde 1973, la coalición Demócratas Progresistas Europeos, con otros 17
diputados —aunque se negaban a constituir formalmente un grupo parlamentario— y el
Grupo de Comunistas y Afines, constituido ese mismo año, tenía también 17 escaños.
Con la elección del Parlamento por sufragio universal y el reconocimiento de su
derecho a fiscalizar la gestión económica de la Comisión y a rechazar sus proyecto
presupuestario (julio de 1975), la política de las Comunidades giraría hacia una mayor
representatividad institucional y hacia una aceleración del proceso de integración, que
se plasmaría en el período de vigencia del Acta Única (1986-93). El Parlamento
respondía ya a una voluntad de representación política específicamente europea, por
más que fuese elegido con circunscripciones estatales. Ese aumento de la
representatividad debía ser acompañado de otro de su capacidad política y legislativa,
conforme proponía el Informe Tindemans. Pero para ello era necesario que se
10
modificase la estructura institucional de las Comunidades y su procedimiento legislativo
y de control. Y, sobre todo, que predominase una voluntad federalista en los cuerpos
políticos de los estados miembros.
5. LAS RELACIONES EXTRACOMUNITARIAS EN LOS AÑOS SETENTA Y
OCHENTA
La CEE carecía de una política exterior propia, ya que los estados miembros se
reservaban en ello prácticamente todas sus cotas de soberanía, con excepción de la
política de defensa. Esta reposaba de un modo conjunto en la OTAN, la alianza
aglutinada por los Estados Unidos a ambos lados del Atlántico. A partir de 1970, los
Seis se habían avenido a mantener consultas regulares sobre sus relaciones exteriores,
en los diversos niveles establecidos por el acuerdo de la Cooperación Política, y a actuar
de forma consensuada en las crisis internacionales. Así, se produjeron tomas de posición
conjunta en asuntos como el diálogo israelí-palestino, la guerra chino-vietnamita, la
invasión soviética de Afganistán, la lucha contra el apartheid surafricano, o el conflicto
argentino-británico de las Malvinas, que afectó directamente a un estado comunitario.
Pero ni ello, ni la creación del Consejo Europeo, logró que la Comunidad, carente de
Fuerzas Armadas, cuerpo diplomático o representación propia en los organismos de la
ONU, pudiera ejercer una diplomacia supranacional realmente eficaz en sustitución de
las políticas individuales, y a veces contrapuestas, de los estados que la integraban.
Había, sin embargo, un terreno en el que los miembros del Mercado Común habían
tenido que asumir una acción conjunta: el comercio, fundamentalmente, en una doble
vertiente. Por un lado, garantizarse una amplia cuota del mercado mundial, en las
condiciones de competencia que establecía el GATT. Por otro, mantener una relación
privilegiada —de ayuda al desarrollo decían sus partidarios, de explotación
neocolonial, sus detractores— con la miríada de excolonias de las potencias europeas
que alcanzaban su independencia durante los años sesenta y setenta.
El comercio intracomunitario, con el ingreso sucesivo de nuevos miembros, desde la
Europa de los Seis a la Europa de los Doce, era el mayoritario: pasó del 50,2 por ciento
de los intercambios en 1980, al 60,1 en 1991. Pero durante los años ochenta, el
Mercado Común se afirmó como la mayor potencia comercial del mundo, aunque, a
11
falta de una auténtica unión económica, las diferencias entre los miembros eran
considerables, desde el enorme superávit comercial alemán hasta el déficit de casi
todos los demás, especialmente acentuado en el caso británico. Exportadora de
productos manufacturados, e importadora de materias primas y alimentos, la
Europa comunitaria era sumamente deficitaria en materia energética, ya que carecía
de petróleo y de gas, con excepción de los yacimientos del Mar del Norte, parte de ellos
en aguas británicas. Esto afectaba seriamente a la balanza de pagos comunitaria y la
hacía muy sensible a las fluctuaciones en el precio de los combustibles, utilizados con
frecuencia como instrumento de política internacional por los miembros de la poderosa
Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Así, la balanza comercial
pasó de un déficit de 35.810 millones de ecos en 1983 a un superávit de 10.954 en 1986,
para volver a entrar en números rojos dos años después y alcanzarlos 47.627 millones
de ecos de déficit en 1990. Ese año, las importaciones extracomunitarias representaban
el 9,8 por ciento del PIB de los países de Comunidad, mientras que las exportaciones
suponían el 8,9 por ciento.
Los mercados exteriores de la CEE abarcaban todo el planeta, pero con grandes
diferencias. En 1989, los principales socios comerciales eran los países de la AELC, con
el 25,9 por ciento de las exportaciones comunitarias y el 22,8 de las importaciones.
Seguía luego Estados Unidos, con el 18,8 y el 18,7, respectivamente. EE.UU. era un
socio comercial incómodo por su permanente presión para que la CEE renunciara a
aplicar la preferencia comunitaria en su comercio agrícola y abriera totalmente su
mercado a la muy protegida agricultura norteamericana. Y el tercer socio era Japón, con
el 10,3 por ciento de las importaciones de la CEE y el 5,0 de las exportaciones. Cobraba
fuerza, sin embargo, un variado conjunto de los denominados países en vías de
desarrollo, los Países de África, el Caribe y el Pacífico, o Grupo ACP, que en 1989
aportaban el 4,4 de las exportaciones comunitarias y sólo el 3,4 de las exportaciones,
pero donde tenía lugar, en esa época, el más exitoso ejemplo —en realidad, casi el
único— de una política exterior comunitaria.
5.1. El Grupo ACP y la Convención de Lomé
En la Europa de los Seis, había sido preferentemente el ámbito colonial africano de
Francia, los llamados Territorios de Ultramar y luego la Organización Africana y
12
Malgache de Cooperación Económica, el objetivo de una política de asociación que
contemplaba acuerdos comerciales y de inversión de capitales a cambio de ayuda al
desarrollo. La Convención de Yaundé, en 1964, había asociado a la CEE a 18 estados
africanos. Y cuando el acuerdo espiró, en junio de 1969, tanto la Comunidad como su
contraparte africana, que cuatro años antes se había transformado en la Organización
Común Africana y Malgache (OCAM), estuvieron de acuerdo en renovarlo por otros
cinco años (Convención de Yaundé II).
A partir de 1973, otra antigua gran potencia en la última fase de liquidación de su
imperio colonial, el Reino Unido, se incorporó al Mercado Común. Gran parte de sus
excolonias le seguían vinculadas a través de la Commonwealth, pero ello no debía
constituir un obstáculo para que se integrasen, con los países francófonos, en un amplio
espacio de asociación económica con la CEE, el Grupo ACP. La vía fue abierta por
tres antiguas colonias británicas, Uganda, Kenia y Tanzania, integrantes de la
Comunidad de Estados del África Oriental que, antes del ingreso formal de su
antigua metrópoli en la CEE, manifestaron su intención de asociarse con la Comunidad
en las mismas condiciones que los países de la OCAM. El resultado fue la Convención
de Arhusa, firmada en septiembre de 1969 y que entró en vigor el 31 de enero de 1971.
Para entonces, la financiación aportada por el Fondo Europeo de Ayuda al Desarrollo a
los países africanos, sobre todo para inversiones en infraestructuras, se había
cuadruplicado.
La constitución del Grupo ACP, mediante el Acuerdo de Georgetown, en junio de
1975, facilitó un extenso interlocutor tercermundista a la Comisión Europea que, a
punto de finalizar el plazo de vida de la Convención de Yaundé II, se mostró conforme
con ampliar el ámbito de su asociación comercial y de ayuda al desarrollo a las tres
áreas geográficas que abarcaba el Grupo. La Convención de Lomé (Togo) fue firmada
en febrero de 1978 por los Nueve con los 44 países miembros de la ACP: los 18 estados
del grupo de Yaundé, los tres de Arhusa, otras nueve excolonias británicas en África
—Botswana, Gambia, Ghana, Lesoto, Malawi, Nigeria, Sierra Leona, Suazilandia y
Zambia— cinco del Caribe —Barbados, Guayana, Jamaica, Bahamas y Trinidad y
Tobago— y tres de Oceanía: Fidji, Samoa Occidental y Tonga. Firmaron, además,
otros cinco estados africanos: Etiopía, Guinea-Bissau, Guinea Ecuatorial, Liberia y
Sudán. Se reservó plaza a Angola y Mozambique, que cubrían la última etapa de su
13
proceso de independencia de Portugal.
Quizás porque los intercambios con los antiguos espacios coloniales habían perdido
gran parte de su peso en la balanza comercial de la CEE, Lomé representaba un
espíritu menos neocolonialista que la Convención de Yaundé y más cercano al
librecambio y al moderno concepto de cooperación al desarrollo. A cambio de
facilidades para el comercio y la inversión, la Comunidad Económica Europea otorgaría
a sus asociados de Lomé, durante los cinco años de vigencia del Acuerdo, reducción de
aranceles de importación en productos determinados —azúcar, café, algodón, frutas,
etc.— garantizando cupos de compra predeterminados y aportaciones financieras,
procedentes del Fondo Europeo de Ayuda al Desarrollo, sobre todo para favorecer
procesos de industrialización, por un total de 300.000 millones de ecus.
En previsión de una caída de los precios mundiales que afectase masivamente a las
exportaciones ACP al mercado europeo, se estableció el Sistema de Estabilización de
los Ingresos por Exportación (Stabex), que preveía compensaciones financieras a
fondo perdido para los países menos desarrollados y créditos blandos para los
demás en caso de depreciación excesiva de una docena de productos, que
constituían el grueso de las importaciones comunitarias. Parecido sentido tenía el
Sysmin (Sistema Minero), destinado a compensar con préstamos a los países
exportadores de mineral. El acuerdo de asociación de 1978 resultó satisfactorio para
ambas partes y se renovó en 1981 (Lomé II), 1985 (Lomé III) y en 1990 (Lomé IV).
Para entonces, el Stabex incluía garantías para 44 productos y 70 países ACP estaban
asociados a la Comunidad Económica Europea, que había vuelto a cuadruplicar su
ayuda al desarrollo.
5.2. La proyección mediterránea
Otro ámbito exterior de importancia para la CEE era el Mediterráneo, dos de cuyos
estados, Francia e Italia, eran miembros del Mercado Común, por más que los franceses
privilegiasen su pertenencia a las áreas atlántica y centro-europea. Constituida en torno
al eje renano-padano, la Europa de los Seis había buscado ampliar su ámbito hacia el
Sur, pero con todo tipo de cautelas, tanto por el bajo nivel de desarrollo económico de
los países mediterráneos, como, sobre todo, por la debilidad o la ausencia de
14
sistemas democráticos. De hecho, los países europeos ingresados en los ochenta,
Grecia, Portugal y España, no fueron candidatos firmes hasta que consolidaron sus
transiciones de regímenes autoritarios a democracias parlamentarias respetuosas con los
derechos humanos. Y eso no se podía aplicar, prácticamente, a ningún otro país
mediterráneo no comunitario.
La vinculación de estos a la CEE estaba marcada por un cierto patronazgo de
Bruselas, dada la enorme distancia entre el desarrollo de los miembros de la
Comunidad y los extracomunitarios de la cuenca mediterránea. La Comunidad
desarrollaba tres tipos de acuerdos:
a) Los acuerdos de asociación, que convertían a los beneficiarios en socios
comerciales con derecho a ayudas financieras y un desarme arancelario parcial que,
en el caso de la agricultura, suponía la inclusión en el régimen de preferencia
comunitaria. A diferencia del ámbito ACP, cuyos países estaban vinculados por
una Convención única, la de Lomé, los asociados mediterráneos negociaban
individualmente con la Comisión Europea. El primer acuerdo de asociación fue
firmado por Grecia en 1961 y entró en vigor en noviembre del año siguiente.
Siguieron otros con Marruecos (septiembre de 1969), Turquía (diciembre de 1964),
Malta (abril de 1971) y Chipre (junio de 1973).
b) Los acuerdos preferenciales de comercio poseían un nivel diplomático y
económico más bajo, ya que afectaban a la política tarifaria y de contingentes en
grupos de productos concretos y no gozaban de la preferencia comunitaria. El
Mercado Común firmó acuerdos preferenciales con España (octubre de 1970) y con
los países de la Asociación Europea de Libre Comercio: Finlandia, Islandia,
Noruega, Portugal, Suecia y Suiza (enero de 1973).
c) Los acuerdos de cooperación contemplaban proyectos económicos concretos, que
recibían financiación comunitaria fuera de los Fondos de Ayuda al Desarrollo. En el
ámbito mediterráneo, la CEE los puso en marcha con Yugoslavia (septiembre de
1973), Israel (julio de 1975), Argelia, Marruecos y Túnez (abril de 1976), Egipto
(junio 1976), Siria y Jordania (enero de 1977) y con Líbano (mayo de 1977). Otros
acuerdos de cooperación en este período incluían a 15 países asiáticos (básicamente,
acuerdos sobre la industria textil) y 16 americanos.
15
Algunos de los países mediterráneos asociados a la CEE tenían como horizonte, a medio
o largo plazo, el ingreso en el Mercado Común. Malta y Chipre, colonias británicas
hasta hacía pocos años, no reunían las condiciones económicas, ni mostraban entonces
interés alguno. En el caso chipriota, la división de la isla, a partir de 1974, entre dos
comunidades étnicas enfrentadas, complicó aún más la cosa. Por lo tanto, sólo tres
países con acuerdos de asociación —Grecia, Turquía y Marruecos— llegaron a solicitar
su ingreso con antelación al Tratado de Maastricht.
La actuación de la Comisión Europea con respecto a Marruecos no se diferenciaba
mucho de la que mantenía con los firmantes de la Convención de Lomé: una generosa
política de compras de productos agrarios con aranceles mínimos, e inversiones
tendentes a favorecer el desarrollo del país. Finalizado el plazo de la asociación, en abril
de 1976 el Estado magrebí firmó un acuerdo de cooperación con la Comunidad, junto
con Túnez y Argelia, pese a que la invasión y anexión, pocos meses antes, del Sahara
Occidental por el régimen de Rabat, contra el mandato expreso de la ONU, había
suscitado un amplio rechazo en Europa. Pero cuando, en julio de 1987, el rey Hassán II
solicitó el ingreso de su país en la Comunidad Económica Europea, desde Bruselas
contestaron que no había lugar, ya que Marruecos no está en Europa.
Turquía, un Estado asiático pero con una pequeña porción de su territorio en el lado
europeo de los Estrechos y, en esa época, quizás el más occidentalizado de los países
mahometanos, era un candidato en teoría más sólido, especialmente porque su ingreso
en la Comunidad era firmemente apoyado por unos Estados Unidos que valoraban
mucho la presencia turca en la OTAN. La candidatura de Ankara no fue rechazada de
plano por Bruselas, pero suscitaba fuertes recelos en muchos ámbitos de la política
europea, dado el pobre desarrollo económico del país y la debilidad de su democracia
parlamentaria, sometida al asfixiante control de unas Fuerzas Armadas que dieron
golpes de Estado en 1960, 1971, 1980 y 1997. Por otra parte, cuando, a consecuencia
del establecimiento de una dictadura filohelena en Chipre, en 1974, los militares turcos
invadieron la isla y proclamaron en su mitad oriental un Estado turco-chipriota, las
posibilidades de ingreso en la CEE se alejaron aún más.
El contencioso greco-turco constituía una fuente de preocupaciones para la CEE.
Enemigos durante un siglo de frecuentes guerras, los griegos habían acrecentado su
16
Estado nacional a costa del Imperio otomano hasta que, en 1922, la reacción
nacionalista turca que encabezaba Mustafá Kemal invirtió el curso del conflicto y
expulsó a la población helena de Anatolia y de la Tracia oriental. Seguían abiertos, no
obstante, serios contenciosos como la reivindicación por los dos estados de algunas
islas del Egeo oriental, donde existía la posibilidad de que hubiese bolsas de petróleo, o
el equilibrio étnico de Chipre, una isla históricamente vinculada al mundo griego, pero
donde se habían asentado islotes de colonos turanios durante la larga dominación
otomana. La rivalidad greco-turca, que era un problema en el seno de la OTAN —
Grecia, descontenta con el incondicional apoyo norteamericano a Turquía, abandonó su
estructura militar en 1974— afectaba también a las aspiraciones de ambos países al
ingreso en el Mercado Común.
6. AMPLIACIONES POR EL SUR
Tras la guerra civil de 1944-49, entre comunistas y monárquicos, el reino de Grecia se
había orientado abiertamente hacia el campo occidental, como miembro de la OECE,
de la OTAN y del Consejo de Europa. En julio de 1961 fue el primer país en firmar
un acuerdo de asociación con la CEE, con el horizonte de integrarse en la unión
aduanera en 1982. Pero estaba muy alejado del nivel de las economías comunitarias y su
legislación y sus políticas sociales requerían una profunda adaptación antes de tener
opciones a la adhesión.
La política interior griega era muy inestable, con un sistema en el que la
contestación social y los poderes fácticos, sobre todo las Fuerzas Armadas, limitaban la
efectividad del régimen parlamentario. En abril de 1967 se produjo un golpe de Estado
de un sector del Ejército y tomó el poder una Junta Militar que depuso al rey
Constantino en 1969. El «régimen de los Coroneles» fue una dictadura sumamente
represiva, que se retiró del Consejo de Europa antes de sufrir una condena por sus
violaciones de los derechos humanos. El apoyo otorgado por los Coroneles al greco-
chipriota Nikos Sampson, que se hizo con el poder por las armas en Chipre en julio de
1974 en la idea de culminar la unión (enosis) del país con Grecia, causó la ocupación de
parte de la isla por el Ejército turco. Ello mermó rápidamente los apoyos a la Junta
Militar helena, hasta forzar su abandono del poder y la convocatoria de elecciones
democráticas para noviembre de ese año. Inmediatamente, Grecia regresó al Consejo de
17
Europa.
Tras la proclamación de la República y la aprobación de una nueva Constitución, el
Gobierno de la conservadora Nueva Democracia, presidido por Konstantinos
Karamanlis, reanudó el proceso de concertación aduanera con la Comunidad
Económica Europea y, en busca de acortar plazos, solicitó la adhesión plena el 12 de
junio de 1975. Las conversaciones se prolongaron durante más de dos años, estorbadas
por la resistencia de la oposición socialista, el PASOK, a la adopción a corto plazo del
sistema de libre mercado comunitario. También la Comisión Europea mostró, en
enero de 1976, sus reticencias ante el ingreso de un país cuyo PIB era un 50 por ciento
inferior a la media comunitaria y exigió al Consejo de Ministros la elaboración de un
estatuto de pre-adhesión para Grecia, un largo período transitorio de adaptación
económica y social. Con el Mercado Común como principal socio comercial, al que
realizaba la mitad de sus ventas exteriores y con casi doscientos mil emigrantes
trabajando en territorio comunitario, la adhesión ofrecía grandes ventajas a Grecia, ya
que se convertiría en beneficiaria neta de los diversos fondos estructurales y de
compensación. Pero la adaptación económica comportaría también difíciles
transformaciones internas de gran impacto social: apertura del mercado interior,
privatizaciones en el sector público, reconversión industrial, liberalización del mercado
de capitales, etc. Y la CEE, por su parte, tendría que asumir enormes costos financieros
en el proceso de convergencia de la economía helena y aguantar las protestas de los
agricultores franceses e italianos, cuyos productos hortofrutícolas eran similares a los
griegos.
A favor de Atenas jugó el interés político de París y Bonn en reequilibrar el impacto de
la entrada del Reino Unido, Irlanda y Dinamarca en la Comunidad, mediante la
potenciación de un eje meridional al que no iban a tardar en incorporarse España y
Portugal. En febrero de 1976, contra el criterio de la Comisión, el Consejo aprobó la
adhesión griega, aunque aún hubo que atar muchos flecos. Finalmente, el acta de
ingreso se firmó el 28 de mayo de 1979 y, tras la aprobación por el Parlamento heleno
en junio, entró en vigor el 1 de enero de 1981. Corría ya el período transitorio de cinco
años que se había acordado para la incorporación a la unión aduanera y para adaptar la
agricultura helena al régimen de precios de la PAC, y el de siete años previsto para que
los trabajadores griegos pudieran acceder libremente al empleo en otros países
18
comunitarios, mientras que la dracma ingresó en el Sistema Monetario Europeo en
1984. Para entonces, el PASOK había llegado al poder en Atenas y los socialistas
helenos habían aceptado la integración. Por otra parte, las instituciones comunitarias
hubieron de hacer hueco al nuevo Estado miembro, otorgándole una silla en la
Comisión, puestos en el Banco Europeo de Inversiones, el Tribunal de Justicia, el
Consejo Económico y Social, etc. cinco votos en el Consejo Europeo y 24 diputados en
el Parlamento.
La entrada de Grecia, un país de economía agraria, balcánico y de religión ortodoxa,
suponía un giro geopolítico de cierta entidad para una Comunidad Europea católica y
protestante, muy industrializada y orientada hacia la Europa central y septentrional.
Cerrada al Mercado Común una Europa del Este inmersa, con mucho menos éxito, en
un proceso propio de integración de sus economías comunistas incompatible con la CEE
capitalista, y reacio el mundo escandinavo, con la excepción danesa, a participar en el
desarrollo de la Comunidad, era el sur del Continente el área natural de expansión de
esta. Y tras la entrada de Grecia, los estados ibéricos, España y Portugal, eran los
únicos candidatos que contaban con un amplio apoyo en el Consejo Europeo para su
admisión.
Los dos países acababan de salir de largas dictaduras. La portuguesa, desde 1926, había
concluido bruscamente con la «revolución de los claveles», de abril de 1974, un golpe
de Estado militar que abrió las puertas a una transición a la democracia conducida hasta
1982 por el Consejo de la Revolución y amenazada por quienes, desde la derecha o la
izquierda, deseaban soluciones extremadamente conservadoras o radicalmente
revolucionarias. La dictadura del general Franco, en España, procedía de 1937 y cuando
el Generalísimo murió, en noviembre de 1975, seguía siendo el jefe del Estado. La
Transición española, pues, se ajustó a los ritmos marcados por los sectores reformistas
del propio franquismo, si bien la oposición democrática pudo jugar un creciente papel,
tanto en el arranque del proceso transicional como en la elaboración de la Constitución
de 1978. Pero ello mismo dio impulso a las fuerzas involucionistas, muy presentes en
los aparatos del Estado y que en febrero de 1981 llegaron a protagonizar un intento de
golpe de Estado.
Al igual que sucediera años atrás con Grecia, las fuerzas democráticas españolas y
19
portuguesas y los amplísimos sectores de las sociedades europeas que les apoyaban
veían en la adhesión de ambos países a la Comunidad una forma de asentar sus
recientemente ganadas democracias y de modernizar rápidamente las estructuras
sociales y económicas conforme a los parámetros del Estado del bienestar y de la
economía de mercado que regían en la Europa de los Diez.
Portugal, miembro de la OTAN y de la Asociación Europea de Libre Comercio, se
había aproximado al Mercado Común con los restantes países de la AELC y desde 1973
mantenía un acuerdo comercial y tarifario con Bruselas. Presentó su solicitud de
adhesión en marzo de 1978. Por su parte, España, tras normalizar lentamente sus
relaciones con los países comunitarios a partir de los años cincuenta, había negociado,
con grandes dificultades, un simple acuerdo preferencial, firmado en 1970. En julio de
1977 el Gobierno de centro-derecha que presidía Adolfo Suárez presentó la solicitud de
adhesión plena. Madrid y Lisboa se enfrentaban, no obstante, a serios obstáculos.
Primero, la incertidumbre ante el avance de la democratización política, que
persistió hasta comienzos de los años ochenta. Luego, la necesidad de que los países
ibéricos acometiesen procesos serios de privatización del importante sector público
de sus economías y de reconversión de sectores industriales, lo que comportaría altos
costes sociales. Y, para complicar el asunto, se reactivó la enconada resistencia de los
agricultores franceses e italianos, apoyados por sus gobiernos, a abrir las puertas a dos
agriculturas de tipo mediterráneo que, sobre todo la española, competirían ahora con las
suyas en idénticas condiciones de protección de la «preferencia comunitaria». En los
dos países candidatos predominaba la ilusión europeísta, pero también cierta prevención
ante el calado de las reformas que deberían acometer y de las contrapartidas de la PAC,
que les obligaría a adquirir productos agrarios del norte y centro de Europa a precios
superiores a los del mercado mundial e impondría cuotas de equilibrio comunitario que
obligarían —sobre todo a España— a reducir la producción en sectores como el lácteo y
el vinícola.
Las negociaciones avanzaron lentamente, aunque fueron animadas por una resolución
favorable del Parlamento Europeo en enero de 1984. Las principales dificultades
provenían de la adaptación de la economía española al mercado único. Portugal admitió
la limitación de sus exportaciones de textiles a los restantes países comunitarios y un
período transitorio para retardar la libre circulación de trabajadores. Finalmente, casi
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una década después del inicio de las negociaciones, las actas de adhesión se firmaron en
Madrid y Lisboa en junio de 1985. Y el primer día de 1986, España y Portugal se
convirtieron en miembros activos de la naciente Europa de los Doce.
7. LA CRISIS DEL CHEQUE BRITÁNICO
En la primera mitad de la década de los ochenta, mientras abría las puertas a nuevos
miembros, la Comunidad Económica Europea se preparaba para encarar otra fase del
proceso de integración. Había que culminar la unión económica y monetaria,
conseguir el mercado único y abordar algún tipo de unión política, a fin de abandonar
definitivamente la dispersa vía funcionalista y entrar en un proceso de globalización de
la acción europeísta. Entre los actores de este proceso de creación de la Unión Europea,
una parte deseaba constituir una auténtica Federación supranacional y otros
pretendían mantener un perfil más bajo mediante una estrecha confederación de
estados con la supranacionalidad bastante limitada. En el primer caso, la evolución
debía llevar a otorgar mayores cotas de poder a las instituciones comunes, la Comisión,
el Parlamento Europeo o el Tribunal de Justicia, en detrimento de los dos organismos de
representación de los estados. En el segundo, la apuesta era potenciar los mecanismos
de solidaridad y corresponsabilidad de esos dos organismos intergubernamentales. Es
decir, tanto del Consejo de Ministros como, sobre todo, del Consejo Europeo, un ente
que no encajaba en el entramado institucional de las Comunidades y en el que cabía el
peligro que se produjeran actitudes retardatarias. Pero, en estos años, el Consejo
Europeo supo mantenerse en vanguardia del proceso de integración.
Sin embargo, el Mercado Común atravesaba entonces por serias dificultades. Al
conservadurismo gaullista le había sucedido, en la vanguardia de la derecha nacionalista
europea, el neoliberalismo thatcherista. Tras su llegada al poder en mayo de 1979, al
frente de un renovado Partido Conservador británico, Margaret Thatcher había
reforzado la presión iniciada por su predecesor, el laborista Wilson, para que se rebajara
el elevado monto de la contribución británica al Presupuesto comunitario, el 75 por
ciento de cuyos ingresos se dirigían a financiar la Política Agrícola Común. El Reino
Unido, con un sector agrícola muy pequeño, consideraba a la PAC y a su principal
elemento de gasto, el FEOGA, un carísimo e innecesario sistema de sobreproteger la
ineficiente agricultura continental. Además, la entrada de Grecia, y luego la de España y
21
Portugal, multiplicarían el gasto comunitario ya que serían durante bastantes años,
beneficiarios netos del FEOGA y de los fondos de integración, destinados a paliar las
asimetrías económicas y sociales entre los estados miembros. Y alemanes y británicos,
los mayores contribuyentes al Presupuesto comunitario, podían terminar asumiendo las
nuevas facturas. Thatcher abrió un agrio debate, la crisis del cheque británico.
En mayo de 1980, el Consejo de Ministros encomendó a la Comisión Europea que
estudiara una fórmula presupuestaria que satisficiera a Londres. El Informe Thorn,
remitido a los ministros en junio de 1981, proponía la reforma del gasto comunitario
y la reorganización de la PAC. El Consejo Europeo, reunido días después en
Luxemburgo, buscó aplicar estas medidas, pero se estrelló contra la inflexibilidad de
Thatcher y de los beneficiarios del fondos agrícola, a los que ahora se sumaba Grecia,
que no querían perder las ayudas. Hasta el Consejo de Fontainebleau, en junio de
1984, no se pudo llegar a una solución con la creación de un mecanismo financiero de
compensación, exclusivamente aplicado al Reino Unido. Una vez cerrado el
Presupuesto, la Comisión devolvería a Londres dos tercios del considerado como su
déficit fiscal, es decir, lo que los británicos aportaban por encima de lo que les
correspondía recibir. Los principales beneficiarios de las ayudas agrícolas, Francia,
Italia y luego España, pondrían de su bolsillo la mayor parte de los fondos para «el
cheque», a fin de evitar que los tuvieran que pagar los alemanes. En adelante, los
gobiernos británicos, fuera cual fuese su color, mostraron un especial empeño en su
negativa a renunciar al reintegro.
Se unía a estas dificultades la secesión comunitaria de Groenlandia, un territorio
autónomo bajo soberanía danesa al que, como Noruega en su momento, perjudicaba la
Política Pesquera Común, la llamada Europa Azul. Pese a las presiones recibidas, en
el referéndum del 25 de febrero de 1982 un 53,2 por ciento de los groenlandeses votó el
abandono de la CEE para pasar a un simple convenio de asociación, lo que tuvo lugar
en 1985. Era la primera vez que alguien se iba del Mercado Común.
El proceso de integración europea parecía encaminarse a un callejón sin salida,
perjudicado por la recesión de la economía mundial en 1980-83. La reforma de la PAC,
para adaptarla a las exigencias británicas, no fue posible. En la reunión del Consejo
Europeo en Bruselas, en marzo de 1982, se abordó el acuciante problema del paro desde
22
una perspectiva conjunta, pero las diferencias en las prioridades nacionales eran tales
que el canciller alemán, Schmidt, propuso que se encomendara a cada Estado la reforma
de su política de empleo.
8. LA INICIATIVA GENSCHER-COLOMBO Y LA DECLARACIÓN DE
STUTTGART
A comienzos de los años ochenta, las Comunidades sufrían una nueva crisis, provocada
menos por la atrofia que por el crecimiento, pero que amenazaba con frenar el ritmo de
la integración.
El 6 de enero de 1981, el ministro de Asuntos Exteriores germano-occidental, Hans-
Dietrich Genscher, pronunció en Stuttgart el llamado «discurso de la Epifanía». En
una intervención dedicada a definir el papel de las dos Alemanias en el enfrentamiento
global soviético-norteamericano —eran los inicios de la llamada «segunda guerra
fría»— hizo un llamamiento a reforzar el alcance de la Cooperación Política y a
vincularla a la acción las Comunidades, para alcanzar una nueva etapa de la integración
europea.
La llamada de Genscher encontró inmediata respuesta en su colega italiano, Emilio
Colombo. En una intervención en Florencia ante la Asamblea de Municipios Europeos,
el 28 de enero, afirmó que la Comunidad debía recuperar las motivaciones ideales, que
en un contexto político y económico diferente, fueron la base de su creación, que
derivan de la conciencia de los pueblos europeos de su unidad cultural e histórica y de la
necesitad de construir las premisas por las cuales Europa jugará en el mundo un papel a
la altura de su potencial político, económico y social. Para ello la integración económica
es una condición necesaria pero insuficiente para alcanzar la unión política. Debe de
estar acompañada por una iniciativa de naturaleza político-institucional. Pero para
relanzar este proceso, Europa debe estimular los intereses comunes de todos sus
miembros, con los que hay que edificar un modelo de integración unánimemente
aceptado.
Los ejecutivos de Bonn y de Roma recogieron el reto lanzado por sus ministros y les
encomendaron un proyecto conjunto que permitiera abrir paso a la unión política.
23
Genscher y Colombo trabajaron durante buena parte del año 1981. Sus conclusiones,
recogidas en un Proyecto de Acta Europea, fueron entregadas por los gobiernos
italiano y alemán al Consejo de Ministros el 6 de noviembre y al Parlamento el día 12.
El Proyecto establecía como tareas prioritarias a desarrollar para construir la Unión
Europea: Reforzar y continuar desarrollando, en las condiciones fijadas por los tratados
de París y de Roma, las Comunidades europeas como base de la construcción europea:
Permitirles a los Estados miembros, gracias a una política exterior común,
presentarse y actuar en el mundo en común, para que Europa pueda asumir cada vez
mejor el papel que le corresponde en la política mundial en virtud de su importancia
económica y política.
Una concertación en las cuestiones relevantes de la política de seguridad y la
fijación de posiciones europeas comunes en este campo para salvaguardar la
independencia de Europa, proteger sus intereses vitales y reforzar su seguridad.
Una cooperación cultural estrecha entre los Estados miembros para promover la
conciencia de una cultura común como elemento de la identidad europea,
aprovechar al mismo tiempo la riqueza de las tradiciones respectivas e intensificar el
intercambio mutuo de experiencias, particularmente entre la juventud.
Una armonización en el campo de la legislación de los Estados miembros con el fin
de reforzar la conciencia europea común del Derecho y de crear la Unión Jurídica.
El fortalecimiento y ampliación de las actividades desarrolladas en común por los
Estados miembros para hacer frente, gracias a acciones concertadas, los problemas
internacionales del orden público, a las manifestaciones de violencia grave, al
terrorismo y, de modo general, a la criminalidad internacional.
La Iniciativa Genscher-Colombo de Acta Única contemplaba algunas modificaciones
fundamentales en las instituciones europeas, a fin de otorgar mayor capacidad
normativa al Consejo Europeo, incorporándolo a las Comunidades, y reforzar los
poderes del Parlamento. En el primer caso, el Consejo, integrado por los jefes de Estado
o de Gobierno y los ministros de Exteriores, sería «el órgano de dirección política de
las Comunidades Europeas y de la Cooperación Política Europea» y en tal
condición podría «tomar decisiones y fijar orientaciones». En cuanto al Parlamento,
mantendría su carácter básicamente consultivo, pero fortalecería su capacidad de
control mediante resoluciones sobre las iniciativas del Consejo de Ministros y de la
24
Comisión, que deberían ser tenidas en cuenta mediante el procedimiento de
concertación. El Parlamento emitiría un informe preceptivo sobre el nombramiento de
presidente de la Comisión Europea, quien debería celebrar un debate de investidura ante
la asamblea parlamentaria, que tenía la capacidad de cesarlo mediante la aprobación de
una moción de censura.
El proyecto ítalo-germano de Acta Única fue utilizado como documento de trabajo por
el Consejo Europeo en su reunión de Londres, el 26 de noviembre de 1982. Por
delegación, una Comisión ad hoc, integrada por miembros del Consejo de Ministros
comunitario, asumió su estudio con vistas a un nuevo Tratado que permitiera fundir en
la Unión Europea las funciones económicas y sociales de las tres Comunidades y las
tareas de la Cooperación Política, que correspondían al Consejo Europeo. Pero en los
dos años siguientes la toma de decisiones al respecto se vio entorpecida por la crisis del
cheque británico y por el debate sobre el Espacio Social Europeo, al que los
gobiernos de Londres y de Bonn, con el poder que les daba ser los mayores
contribuyentes a las arcas comunitarias, ponían serias pegas por sus medidas de
concertación social, que tendrían un enorme coste presupuestario para los estados más
ricos.
Por lo tanto, la única medida relevante que adoptaron en estos meses los gobiernos,
desde la Cooperación Política, para impulsar el Acta Única fue la llamada Declaración
Solemne sobre la Unión Europea, o Declaración de Stuttgart. Reunido el Consejo
Europeo en la ciudad alemana bajo la presidencia de Heimut Khol, entre el 17 y el 19
de junio de 1983, los jefes de gobierno acordaron avanzar en la creación de la Unión
Europea y adoptaron algunas resoluciones concretas. Se establecieron las cuatro líneas
de acción prioritarias:
a) La potenciación de las Comunidades a fin de que fuesen la base de la Unión.
b) El reforzamiento de la Cooperación Política entre los estados, que no sólo incluiría
la política exterior, sino también la de seguridad.
c) El impulso a la cooperación en materia cultural.
d) La armonización de las legislaciones nacionales.
El Parlamento y la Comisión Europea tendrían participación en los asuntos de la
25
Cooperación Política, aunque esta aún no formaría parte del acervo comunitario. Y el
Compromiso de Luxemburgo, de 1966, dejaría de estar vigente en lo tocante a la
exigencia de unanimidad en el Consejo de Ministros en los «intereses nacionales
vitales» de cada estado miembro, lo que había mantenido hasta entonces un derecho de
veto efectivo sobre los actos comunitarios. La Declaración, que debía definir las
políticas comunes durante un lustro, abordaba también cuestiones referidas a la unión
económica y al perfeccionamiento del Sistema Monetario Europeo.
9. EL PROYECTO SPINELLI DEL PARLAMENTO EUROPEO
La Declaración de Stuttgart marcaba, con ciertas reservas en algunos socios
comunitarios, la voluntad política de llegar al Acta Única y armonizar así todas las vías
de desarrollo europeo. Pero era una declaración de intenciones sin fuerza normativa.
Formalmente, el Consejo Europeo, que no era un organismo comunitario, no tenía
capacidad para ello y, en cualquier caso, un avance de tal calibre, que suponía de hecho
la modificación de los Tratados, requería del consenso con el Parlamento Europeo.
Este organismo, hasta entonces con escaso peso en el marco de la política comunitaria,
había fortalecido su posición a partir de 1979, cuando sus diputados pasaron a ser
elegidos directamente por los ciudadanos y ello reforzó su representatividad
democrática. En el seno del Parlamento la corriente federalista, siempre muy
importante, llevaba muchos años defendiendo el proyecto global de la Unión Europea.
Así que, cuando el Consejo Europeo asumió el estudio de la cuestión, los federalistas de
Estrasburgo estaban preparados. Nueve de ellos, encabezados por el eurodiputado
italiano Altiero Spinelli, el histórico fundador del Movimiento Federal Europeo,
crearon en julio de 1980 el llamado «Club del Cocodrilo», por el restaurante donde se
reunían. El Club, que llegó a reunir a sesenta parlamentarios, preparó el esquema de un
nuevo Tratado que, integrando los de las Comunidades de 1951 y 1957, diese vida a la
Unión Europea. Con el apoyo de 179 diputados, lograron que el Parlamento adoptara
una resolución, el 9 de julio de 1981, estableciendo una Comisión de Asuntos
Institucionales, a fin de estudiar un proyecto de Constitución de la Unión Europea.
La Comisión inició sus actividades en enero de 1982, bajo la presidencia de Spinelli, y
terminó sus trabajos en el verano del año siguiente. Su memorándum fue adoptado
26
como anteproyecto por los parlamentarios en septiembre de 1983, tres meses después de
la Declaración de Stuttgart. Cuatro juristas vinculados al Tribunal de Justicia
comunitario y al Tribunal Europeo de Derechos Humanos del Consejo de Europa se
encargaron de formalizar el Proyecto Spinelli en un texto constitucional de 87
artículos. Presentado a la Cámara el 14 de febrero de 1984, el Proyecto de Tratado de
la Unión Europea fue aprobado por 237 votos contra 31 negativos y 43 abstenciones.
El proyecto de Tratado consolidaba la institucionalización del Consejo Europeo
como eje de la Cooperación Política y por lo tanto, motor ideológico de la Unión, pero
convirtiéndolo en un verdadero organismo supranacional y permanente, un órgano de
gobernanza federal que asumiría las funciones ejecutivas del Consejo de Ministros y
tomaría todas sus decisiones por mayoría cualificada, sin capacidad para que un
miembro impusiera su veto. El Consejo Europeo asumiría también la iniciativa
legislativa, pero compartiéndola con el Parlamento, que reforzaría también sus
poderes con el pleno control del Presupuesto de la UE. La Comisión Europea vería
fortalecidas sus atribuciones con una mayor capacidad política en la gestión de los
asuntos comunitarios, aunque su actuación estaría sometida al control del Parlamento.
Y el Tribunal de Justicia de Luxemburgo podría ejecutar recursos de casación que
enmendasen las decisiones en última instancia de los sistemas judiciales de los
estados miembros, incluidas las de sus tribunales constitucionales. En definitiva, la
Unión sería un proyecto globalizador, que reduciría el peso de los procesos
económicos en las políticas de integración continental y desarmaría, por lo tanto, las
eficaces críticas de los euroescépticos a la prevalencia de la «Europa de los
mercaderes».
Las propuestas constituyentes del Proyecto Spinelli, que establecían una democracia
federal y parlamentaria en la UE, iban más lejos de lo que los gobiernos europeos
estaban dispuestos a admitir. Pero coincidían, en algunos sentidos, con la Declaración
de Stuttgart y contaron, además, con el apoyo explícito del presidente Mitterrand. En el
marco de una generalizada voluntad de avanzar, ambos proyectos iban a facilitar al
Consejo Europeo abrir, en breve plazo, una nueva etapa de la integración
continental, en marcha hacia la meta de la Unión Europea.
1
TEMA 6. EL CAMINO DE ESPAÑA A LA ADHESIÓN
Cuando, en abril de 1939, terminó la guerra civil española con el triunfo del bando
nacional, el Nuevo Estado implantado por el general Francisco Franco y sus
colaboradores mantenía con otros dos estados europeos, la Alemania nazi y la Italia
fascista, unas relaciones tan estrechas como hacía muchas décadas que no establecían
los gobiernos españoles con ningún otro país. Ello se debía tanto a la interesada ayuda
que ambas potencias habían prestado al bando franquista durante la guerra como
a la manifiesta identificación del llamado Régimen del 18 de Julio y de su Partido
Único —Falange Española Tradicionalista y de las JONS— con una ideología
totalitaria, el fascismo, que en aquellos años triunfaba en buena parte del Continente.
Pese a estas circunstancias, la dictadura española evitó unir su suerte a la de los
regímenes que integraban el Nuevo Orden Europeo. Franco envió a la División Azul a
combatir en las filas del Ejército alemán en Rusia, pasó de la neutralidad a la no
beligerancia dando imagen de su alineamiento político con el Eje y llegó a
comprometer la entrada en guerra al lado del Tercer Reich, siempre que se satisficieran
sus enormes demandas de armas y su suministros así como la cesión de buena parte del
imperio africano de Francia. Como esto no se le dio, Franco no entró en la guerra y a
partir de los últimos meses de 1942, cuando la derrota alemana en Stalingrado y el
desembarco aliado en el norte de África cambiaron el signo de la contienda, impulsó un
retorno a la neutralidad, más favorable a los Aliados conforme adquiría certeza de su
victoria final.
1. DEL AISLAMIENTO A LA NEGOCIACIÓN
El franquismo se enfrentó, por lo tanto, a una mera condena moral en las Conferencias
de Postdam y de San Francisco. España no fue tratada como un país enemigo, aunque
quedó fuera de la Organización de Naciones Unidas, y por lo tanto de la comunidad
internacional, por su colaboración con la Alemania nazi. Mayor importancia tuvo su
exclusión, fundamentalmente por el veto de las democracias europeas, de la ayuda
económica norteamericana canalizada a través del Plan Marshall, cuya ausencia
contribuyó a agrandar el abismo entre las economías en recuperación de la Europa
occidental y una economía española estancada en el aislamiento de la autarquía. En la
2
Europa occidental, fuera del Portugal salazarista, el régimen español era tratado con
suma hostilidad y el Gobierno francés llegó a cerrar la frontera común en 1947,
marcando el punto cenital del período de aislamiento del franquismo, abierto un año
antes con la recomendación de la ONU a sus miembros para que cerrasen sus
representaciones diplomáticas en Madrid. Pero ninguna de estas medidas de aislamiento
implicaba peligro real para la continuidad de la dictadura. La oposición antifranquista,
representada por el Gobierno republicano en el exilio y que desarrollaba una activa
lucha de guerrillas en el interior, no logró una intervención militar de los Aliados para
restaurar la democracia.
La consolidación de la dinámica de la guerra fría en las relaciones internacionales
puso en valor el anticomunismo visceral del Régimen y le fue abriendo espacios de
proximidad al bloque occidental, en especial tras el acuerdo de septiembre 1953 con
Washington para que las Fuerzas Armadas norteamericanas utilizaran bases aéreas y
navales en territorio español. Sin embargo, la diplomacia franquista no logró, nunca, su
meta de ingresar en la OTAN, ante el veto permanente de las democracias europeas. Y
cuando estas pusieron en marcha el proceso de integración económica, primero con la
CECA y luego con la CEE, la dictadura española fue expresamente marginada en
las negociaciones para constituir las Comunidades.
Por encima de las relaciones individuales con los países del Continente, el franquismo
hubo de buscar un criterio propio ante la apertura del proceso de integración europea.
En el seno del Régimen, las divergencias eran muy señaladas sobre este tema, aunque el
debate «Mercado Común sí, Mercado Común no» se realizaba con sordina en unos
medios de comunicación sometidos a la censura gubernativa. Estaban, por un lado
quienes, desde las filas del pensamiento tradicionalista, desde el falangismo o de
sectores económicos partidarios de la autarquía, o al menos de un fuerte
nacionalismo económico, consideraban que la aproximación a la nueva Europa y a su
modelo «demo-liberal» suponía una amenaza para la naturaleza de la sociedad y del
sistema político españoles, que estaban muy diferenciados de su entorno. Y por otro
quienes, desde posiciones no necesariamente europeístas, apreciaban en ello una
oportunidad de modernización social y económica que no podía dejarse pasar.
Entre estos últimos destacaron, aunque por motivos diferentes, los representantes de dos
familias políticas franquistas, denominadas por los historiadores como católica y
3
tecnócrata.
a). Los católicos buscaban puntos de convergencia con la democracia cristiana europea,
con la vista puesta en una cierta democratización política del Régimen, muy
limitada y a largo plazo. Con el ministro de Asuntos Exteriores, Alberto Martín-
Artajo, y otros miembros de la Asociación Católica Nacional de Propagandistas
(ACNP) como impulsores, en 1952 se creó el Centro Europeo de Documentación
e Información (CEDI), dirigido por Alfredo Sánchez Bella, director del Instituto
de Cultura Hispánica y presidido por el archiduque Otto de Habsburgo. El Centro
fue un foco de contactos de los sectores católicos del franquismo con la derecha
democrática europea y de difusión de los ideales europeístas, aunque también de
propaganda franquista entre los medios católicos del Continente. Por otro lado, en
los ambientes democristianos y conservadores menos afectos al Régimen surgió, en
1954, la Asociación Española de Cooperación Europea, entre cuyos dirigentes
figuraban el monárquico José Yanguas Messía, el periodista y miembro de la
ACNP Francisco de Luis y José María Gil-Robles, tenaz opositor a Franco y
figura de relieve en la Democracia Cristiana europea.
b). Por su parte, los tecnócratas, hegemónicos en las áreas económicas de la
Administración y cuyos ideólogos más destacado fueron el diplomático Gonzalo
Fernández de la Mora y el jurista Laureano López Rodó, no tenían
planteamientos políticos distintos del autoritarismo básico del Régimen, pero
necesitaban el acercamiento a la Europa comunitaria como vínculo de
modernización social y de una paulatina liberalización económica, que abriera
mercados exteriores y permitiera masivas entradas de capital extranjero al margen
del que procedía de los Estados Unidos.
Entre los detractores del europeísmo vinculado a ideales de democracia parlamentaria y
de economía de mercado se encontraban, además de la plana mayor del falangismo y
del tradicionalismo, el propio general Franco y su estrecho colaborador, el almirante
Luis Carrero Blanco. Su opinión de los políticos europeos, a quienes calificaban con
frecuencia de agentes de la Masonería y el comunismo, no mejoró con el tiempo. Pero
su reconocido pragmatismo les hizo comprender a ambos, ante la dureza de la crisis del
sistema autárquico, que la apertura a los mercados europeos era la única solución para
abandonar un modelo económico que no ofrecía perspectivas de crecimiento.
4
El Gobierno de 1957, presidido como todos los anteriores por Franco, supuso la entrada
de los tecnócratas en las áreas económicas del Ejecutivo y, con ello, el principio del fin
de la ruinosa etapa de la autarquía con el inicio, dos años después, de un duro Plan de
Estabilización que preparó las estructuras económicas del país para un modelo de
desarrollismo acelerado. El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, el católico
Fernando María Castiella, coincidía con sus colegas tecnócratas del área económica
del Gobierno en que la necesidad de favorecer acuerdos con el Mercado Común.
Asuntos Exteriores se sumó, pues, a las iniciativas que alentaba el ministro de
Comercio, Alberto Ullastres y que tuvieron una primera respuesta en el plano interior
ya en julio de 1957, con la creación de la Comisión Interministerial para el estudio
de la Comunidad Económica (CICE), integrada por representantes de ocho
ministerios, el presidente del Consejo de Economía Nacional y el delegado nacional de
Sindicatos.
En enero de 1959, a punto de despegar el Plan de Estabilización, el Gobierno dirigía
una encuesta a organismos como el Banco de España, la Organización Sindical, el
Consejo de Cámaras de Comercio, o el Consejo Superior Bancario, sobre la
conveniencia de abordar la convertibilidad de la peseta, liberalizar parcialmente el
comercio exterior e iniciar el acercamiento al Mercado Común. Lo favorable de las
respuestas fortaleció la convicción de los responsables ministeriales de que la única
opción viable para la economía española era su paulatina integración en el ámbito
comunitario. A ello le siguió la creación, en 1960, de una Misión Diplomática ante la
CEE, destacada en Bruselas y presidida por el embajador José Núñez Iglesias, conde
de Casa Miranda. Y, en paralelo, el Gobierno ensayó algunas maniobras de diversión,
destinadas a sondear la receptibilidad de otros sistemas comerciales. Así, hubo
algunos contactos, que no prosperaron, con los miembros de la Asociación Europea de
Libre Comercio (AELC), creada ese mismo año por el Reino Unido y otros siete
países, incluido el Portugal salazarista. A comienzos de 1961 se intentó negociar,
también sin éxito, el estatuto de observador para España en la Asociación
Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC).
El rechazo latinoamericano, así como la escasa eficacia de la AELC, hicieron cada vez
más patente para las autoridades españolas que su asociación económica necesaria era
5
con los países de la CEE, cuyo peso en el comercio exterior español comenzaba a ser
fundamental. Resultaba ahora evidente lo peligroso que resultaba quedarse fuera del
sistema comercial comunitario. En 1961, Bruselas estableció la proteccionista Política
Agrícola Común (PAC), que perjudicaba noblemente las exportaciones de frutas y
legumbres españolas a los Seis, y Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca y Noruega,
miembros de la AELC, solicitaron el ingreso en la CEE, limitando aún más las
posibilidades de diversificación comercial de España.
A comienzos de los años sesenta, gracias en buena medida a la labor de zapa que
realizaba Castiella, Franco se mostraba dispuesto a apoyar unos primeros y tímidos
gestos de aproximación hacia la estructura comercial de la Comunidad Económica
Europea, pero imponía dos fuertes limitaciones de partida. El acercamiento debía
hacerse teniendo presente que la economía española no padezca perjuicios en
ninguno de sus sectores básicos —nada de librecambio— y siempre que estuviera
garantizada la continuidad de las instituciones políticas españolas. Los Principios
del 18 de Julio, base doctrinal de la dictadura, seguirían siendo, por lo tanto, intocables.
Por otra parte, los círculos moderados de la oposición antifranquista comenzaban a dar
importancia al europeísmo como medio de presión contra el Régimen. En septiembre
de 1961 las autoridades gubernativas vetaron la celebración, en Palma de Mallorca, de
una Semana Europeísta Española, promovida por la Asociación Española de
Cooperación Europea que presidía José María Gil-Robles. Y en junio del año
siguiente, la presencia de antifranquistas españoles, liberales, democristianos y
socialistas, en el congreso del Movimiento Europeo celebrado en Múnich provocó una
furiosa reacción del Gobierno. El Ministerio de Información y Turismo activó una dura
campaña denigratoria contra los asistentes al «contubernio de Múnich», varios de los
cuales fueron confinados gubernativamente en lugares remotos del país tras la
suspensión gubernativa de algunos artículos del Fuero de los Españoles, la exigua
declaración de derechos ciudadanos que Franco había otorgado en 1945 como parte de
la puesta en marcha de su democracia orgánica. La imagen exterior que ello dio al
Régimen fue sumamente negativa y reforzó los argumentos de aquellos sectores de las
sociedades europeas que rechazaban de plano la aproximación de la España franquista a
la CEE.
6
Sin embargo, por aquellos meses, Madrid culminaba, con el apoyo norteamericano, el
proceso iniciado en 1958 de integración en algunos de los principales organismos de la
economía capitalista mundial, tal como había sido organizada a partir de los Acuerdos
de Bretón Woods: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la
Organización para la Cooperación y el Desarrollo en Europa (OCDE). Para la
mayoría de los gobiernos occidentales y para los gestores, públicos y privados, de sus
economías, la España del desarrollismo era un apetecible socio comercial y su clara
definición anticomunista la incluía, sin duda, en la esfera del «mundo libre».
El Gobierno español contempló con suma atención la aparición de la figura de la
asociación comercial a la CEE, que otorgaba a sus beneficiarios un estatus
privilegiado en sus relaciones con la Europa comunitaria. Dado que la adhesión plena a
las Comunidades implicaba la existencia de una democracia homologable con las de
los Seis, y que ello era imposible mientras viviera Franco, tanto en Asuntos Exteriores
como en los ministerios económicos se habían propuesto alcanzar el estatuto de
asociación como un objetivo realista, siempre que el Régimen estuviera dispuesto a
asumir un maquillaje aperturista ante la opinión pública europea. Se animaron, por lo
tanto, maniobras de aproximación. Entre 1958 y 1962, la Administración española se
incorporó a 22 organismos conjuntos, pero se trataba siempre de organismos técnicos
que no implicaban membresía, ni asociación alguna con el Mercado Común Europeo.
Logrado el reticente visto bueno de Franco, Castiella se atrevió a dar un paso más
ambicioso. El 9 de febrero de 1962, dirigió una carta al presidente del Consejo de
Ministros de la CEE, el francés Couve de Murville, solicitando la apertura de
negociaciones para examinar la posible vinculación de España con la Comunidad
Económica Europea, pudiendo llegar con el tiempo a la plena integración.
El político español no entraba a definir la fórmula de la «vinculación» y se ceñía a
cuestiones económicas. Con absoluto realismo, pasaba por alto cualquier esfuerzo de
obtener una homologación del régimen con las democracias europeas, que hubiera
permitido pensar en una integración en la CEE, más allá de una mera asociación
comercial, que era la que latía en el fondo de la carta.
Pero incluso esta última posibilidad estaba lejos del alcance del franquismo. Semanas
7
antes de la carta de Castiella, el 15 de enero de 1962, el eurodiputado alemán Willy
Birkelbach había logrado la aprobación del Parlamento Europeo para su Informe sobre
las condiciones de ingreso en las Comunidades de los países que lo solicitaran, que
excluía la integración o asociación de regímenes dictatoriales, como España o
Portugal. La oficialización de la doctrina Birkelbach en la CEE llevó a que la respuesta
de Couve de Murville, producida un mes después de la solicitud española, fuera
estrictamente protocolaria y no comprometiese a nada. Poco después, la represión
oficial desatada por el Gobierno sobre los opositores asistentes al Congreso de Múnich
reafirmó a las autoridades comunitarias en la necesidad de extremar las cautelas a la
hora de tratar con el régimen español. Y el fusilamiento, tras un proceso lleno de
irregularidades, del dirigente comunista Julián Grimau, en abril de 1963, deterioró aún
más la imagen del franquismo en toda Europa, donde se produjeron masivas
manifestaciones de protesta.
2. LA VINCULACIÓN COMERCIAL
Sin embargo, la dictadura española estaba acostumbrada a soportar este tipo de
turbulencias exteriores. A comienzos de 1964, con la apremiante necesidad de abrir
mercados al desarrollo industrial en marcha, Asuntos Exteriores volvió a la carga. El
14 de febrero, el representante ante las Comunidades, Núñez Iglesias, remitió una carta
a la Comisión Europea que era un mero recordatorio de la falta de respuesta a la de dos
años atrás y de que «el Gobierno español sigue teniendo el mismo interés por la
Comunidad». Esta vez, a pesar de que presidente de la Comisión, el socialista Paul-
Henri Spaak, no era precisamente un admirador de Franco, sí hubo contestación
favorable en el mes de junio, aunque sólo era un vago acuerdo de abrir
«conversaciones exploratorias» para examinar «los problemas económicos» que
creaba a España su exclusión del Mercado Común y «buscar las soluciones apropiadas».
La Comisión Europea cedía así ante el interés de los gobiernos de los Seis por el
emergente mercado español y, sobre todo, ante la actitud tolerante hacia el franquismo
de los gobernantes de la RFA y de Francia y se alejaba de la línea del Parlamento
Europeo, cuya opinión seguía siendo contraria a cualquier negociación con España.
Las «conversaciones exploratorias» se iniciaron el 9 de diciembre de 1964, llevadas por
parte española por la CICE, bajo la presidencia Núñez Iglesias, aunque la Comisaría
8
del Plan Desarrollo, de la que era titular Laureano López Rodó, ejercía tareas de
coordinación. Para la gestión técnica del proceso, Asuntos Exteriores creó, dentro de la
Dirección general de Organismos Internacionales, una Subdirección de Relaciones con
las Comunidades Europeas que se encomendó al diplomático José Luis Cerón, quien
actuó en adelante como secretario de la Comisión Interministerial y principal
negociador ante las autoridades de Bruselas. Su interlocutor era Jean Rey, comisario
europeo y presidente del Grupo de Trabajo de Relaciones Exteriores de la CEE.
Pero el esfuerzo de ambas partes se vio lastrado desde el principio por las reservas
de los gobiernos europeos, muy conscientes de lo impopular que era en sus países la
dictadura española. Y la «crisis de la silla vacía» paralizó las negociaciones durante
meses.
También desde el principio se presentó un serio problema en España. La competencia
de Asuntos Exteriores en la negociación se veía amenazada por el sesgo estrictamente
técnico que le imprimían los miembros de las áreas económicas de la CICE, bajo la
presión de la Comisaría del Plan de Desarrollo. Los ministros tecnócratas, envueltos
en un aura de modernidad funcional y eficacia que se vendía muy bien, no estaban por
la labor de dejar al equipo católico de Asuntos Exteriores la gestión de unas relaciones
con la CEE que, desde su punto de vista, difícilmente avanzarían hacia acuerdos
concretos si no se contemplaban desde una perspectiva estrictamente comercial.
Tras el cambio de Gobierno de julio de 1965, que fortaleció aún más la posición de los
tecnócratas, Franco elevó la Misión Diplomática ante las Comunidades al rango de
Embajada y designó para el puesto al ministro de Comercio saliente, Alberto
Ullastres, como embajador y jefe, por tanto, de la futura delegación negociadora, en
detrimento del organigrama interno de Asuntos Exteriores, del que procedía el anterior
representante, Núñez Iglesias. Frente a la esperanza de obtener un estatuto político de
asociación con la CEE que alentaba Castiella, Ullastres comprendió enseguida que los
proyectos de lograr algún tipo de adhesión a los organismos comunitarios como Estado
asociado, o de alcanzar grandes acuerdos económicos, estaban condenados al fracaso.
Consideraba más realista convencer al Gobierno para que negociara un simple acuerdo
de comercio preferencial, que redujese, con un trato privilegiado, las desventajas que
reportaba a la economía nacional la existencia del gigante comunitario, que ya aportaba
el 57 por ciento de las importaciones españolas. Una opción que, por otra parte,
9
concedería un trato prioritario a las exportaciones industriales, el buque insignia del
desarrollismo, en detrimento de los intereses del sector agrario, que debía competir en
muy difíciles condiciones con una docena de países mediterráneos, de agricultura
similar, que ya estaban en la CEE, aspiraban a entrar o negociaban acuerdos de
asociación o de comercio preferencial.
Las conversaciones exploratorias, reanudadas a comienzos de 1966, fueron largas y
difíciles y se vieron complicadas por un fenómeno exógeno: las profundas
divergencias surgidas en el seno de la CEE en torno a la Política Agraria Común,
que llevó a Italia, a rechazar, alegando la doctrina Birkelbach, la posibilidad de un
acuerdo de asociación con un país de agricultura similar a la suya, como era España.
Rechazo en el que los italianos fueron apoyados, por causas políticas, por los países del
Benelux. En diciembre de 1966, el Consejo Europeo planteó tres posibles vías para la
negociación formal con España:
a). Un acuerdo comercial sobre determinados productos.
b). Un acuerdo de asociación.
c). Un acuerdo comercial preferente de carácter general, negociado en dos fases.
La primera propuesta fue rechazada por el Gobierno español, que la consideraba
claramente insuficiente. La segunda suscitó el rechazo de los países del Benelux y de
Italia, que consideraban que la asociación hubiera implicado una legitimación política
del franquismo.
Por lo tanto, la Comisión Europea se limitó a asumir una propuesta de acuerdo
comercial preferente, que se empezó a negociar en septiembre de 1967. Y tan sólo se
estudió la primera fase de las dos previstas, centrada básicamente en «una zona de
librecambio debilitada» sobre todo de comercio de productos industriales, con una
etapa de progresiva reforma arancelaria no inferior a seis años. La culminación de esta
primera fase no supondría, por otra parte, el inicio de la segunda, sino que habría que
negociarla entonces a la vista de los resultados obtenidos. En realidad, dada la vigencia
de la doctrina Birkelbach, eso era todo lo que Bruselas podía ofrecer.
La propuesta comunitaria de acuerdo comercial, conforme al artículo 113 del Tratado de
10
Roma, preveía para la primera fase rebajas arancelarias por capítulos de productos,
de muy distinto calibre para cada parte. La CEE asumiría una rebaja del 60 por ciento
en la importación de la mayoría de los productos industriales españoles y de un 40 para
los textiles y el calzado. Por su parte, España asumiría una rebaja muy inferior de sus
aranceles, que sería del 25 para más de la mitad de sus importaciones industriales de la
CEE. En cuanto a la agricultura, donde la producción comunitaria apenas disfrutaría de
reducción de aranceles a su entrada en España, unos pocos productos hispanos se verían
beneficiados por el acuerdo preferencial, pero no aquellos que competirían
abiertamente con la producción de los miembros de la CEE —aceite, frutas y
horticultura, bebidas alcohólicas— y que suponían el grueso de la agricultura española
de exportación. Frente a estas propuestas, Ullastres y sus colaboradores proponían un
desarme arancelario prácticamente total para las principales exportaciones
industriales españolas a la CEE, a cambio de una reducción entre el 35 y el 40 para el
resto de las manufacturas. En cuanto a la agricultura, defendían un desarme
arancelario total para los productos no sujetos a reglamento comunitario y un
acuerdo preferencial para todos los demás.
La crisis monetaria de finales de los años sesenta, que forzó la devaluación de la peseta,
llevó al cierre del primer Mandato negociador sin haber alcanzado un acuerdo. En
octubre de 1969, tras recibir la Comisión bilateral un segundo Mandato, la delegación
española retornó a Bruselas. La integraban el nuevo ministro de Asuntos Exteriores,
Gregorio López-Bravo, el embajador Ullastres, el director general de Relaciones
Económicas Internacionales, José Luis Cerón y representantes de los ministerios de
Comercio, Agricultura e Industria. La ronda culminó con el Acuerdo Comercial
Preferencial, firmado en Luxemburgo el 29 de junio de 1970 por López-Bravo, Pier
Haarmel, presidente del Consejo de Ministros de la CEE y Jean Rey, presidente de la
Comisión Europea. En el acto protocolario, López-Bravo expuso con claridad las
ventajas que veía la parte española en el acuerdo preferencial: la posibilidad de
aumentar la productividad y la relación con el exterior de España, así como favorecer
las inversiones, incrementar los intercambios y ayudar a equilibrar la balanza, y así
favorecer el desarrollo económico español para alcanzar el nivel europeo.
El acuerdo, que se ceñía a la CEE y excluía por lo tanto los ámbitos de competencias
comunitarias de la CECA y la Euratom, estaba destinado a permitir una progresiva
11
liberalización comercial, pero en términos desiguales para ambas partes. Preveía dos
etapas, cerradas y sin continuidad automática de la una a la otra. La primera, ya
pactada y con una duración de seis años, hasta el 31 de diciembre de 1976, consistía en
un calendario de reducción muy limitada de aranceles y de contingentes, a fin de ir
hacia «la supresión progresiva de los obstáculos esenciales al comercio». Luego se
negociaría la apertura de la segunda etapa, «por común acuerdo entre las Partes, en la
medida en que se reúnan las condiciones», con mayores cotas de liberalización, que
no se detallaban aunque se señalaba como objetivo «la supresión de los obstáculos con
respecto a lo esencial de los intercambios entre España y la Comunidad Económica
Europea». Es decir, un mínimo acuerdo de librecambio, pero sin unión aduanera.
Más allá no se preveía nada mientras España no fuese una democracia parlamentaria.
El Acuerdo Preferencial de 1970, en vigor desde el 1 de octubre, fue admitido por la
Comisión Europea en la creencia de que España podía exportar fundamentalmente
productos agrícolas, Por lo tanto, Bruselas procuró no ceder en el desarme arancelario
del mercado agrario. Pero en el terreno industrial, que los técnicos de la Comisión
consideraban muy secundario, sí concedió a España un generosísimo desarme, que
las empresas españolas, con una inesperada capacidad de expansión, supieron
aprovechar para ganar cuota de mercado rápidamente en el exterior e importar a precios
muy convenientes los bienes de equipo que no producían. Cuando terminó el primer
período, los desarmes arancelarios eran de hasta el 63 por ciento —el 57, de media—
para las exportaciones españolas de productos industriales, siempre que respetasen unos
precios mínimos en la frontera. En la misma fecha, sólo el 5 por ciento de las
importaciones desde países comunitarios seguían sujetas a cuotas, con una reducción
arancelaria media del 25 por ciento para el conjunto de los productos del Mercado
Común. El Acuerdo de Luxemburgo fue presentado a la nación como un rotundo
triunfo del Régimen, sobre todo en el terreno político. Pero en realidad, aunque fue
un gran avance, por cuanto permitió incrementar significativamente el comercio con los
países comunitarios, no implicó ningún cambio en el radical veto político de estos a la
dictadura franquista. Era un simple acuerdo comercial, sin trazas de asociación ni de
integración. Formalmente, España sólo logró ante la CEE el mismo estatus jurídico que
Marruecos, Túnez e Israel, países ribereños del Mediterráneo con los que competía por
el mercado agrícola comunitario.
12
Las prolongadas negociaciones no provocaron grandes pasiones en España, fuera de
reducidos círculos empresariales e intelectuales. El europeísmo era un sentimiento
difuso, un tanto ajeno a las preocupaciones de la población. Había, desde luego, ilustres
europeístas, como Salvador de Madariaga o José María Gil-Robles, pero
permanecían exiliados, estaban en un discreto segundo plano político o eran
manifiestamente antifranquistas. Los reflejos ideológicos defensivos creados en los
años de la autarquía y del aislamiento diplomático habían fomentado el rechazo de
buena parte de la población española a lo que representaba la nueva Europa
democrática. Entre los propagandistas del franquismo persistía el desprecio hacia el
orden «demoliberal» restaurado en su entorno europeo, que era contemplado poco
menos que como la antesala del comunismo. Pero también había un lógico reflejo de
autodefensa conforme se observaba que el Régimen era excluido de las principales
organizaciones internacionales de la Europa democrática y que tal exclusión sólo podría
terminar cuando concluyera la propia dictadura del general Franco. Este, por otra parte,
asumió el hecho de que la negociación se limitara a un acuerdo comercial como una
bofetada de la Europa comunitaria a su régimen.
3. FRENAZO EN EL MERCADO COMÚN
La entrada en las Comunidades de tres nuevos miembros, Dinamarca, Inglaterra e
Irlanda, oficializada en enero de 1973, obligó a una modificación técnica del acuerdo
comercial hispano-comunitario, mediante un Protocolo Adicional por el que, a lo largo
de ese año, no se aplicó el acuerdo a los tres nuevos socios. La ampliación comunitaria
había sido aprovechada por la parte española para solicitar, ya en octubre de 1971
durante las negociaciones para la adhesión británica, una renegociación de la primera
fase del Acuerdo Preferencial que facilitase un mejor trato a la agricultura
española, así como algún tipo de asociación más formal a la CEE. Bruselas, por su
parte, pretendía reequilibrar una relación comercial que era claramente favorable
a España, abriendo más el mercado hispano a las importaciones industriales europeas y
manteniendo serias limitaciones a la entrada de productos agrícolas españoles en el
mercado comunitario, incluido el británico, el mayor cliente europeo de la agricultura
hispana. Ambas partes estuvieron de acuerdo en negociar una modificación del
convenio hispano-comunitario, que entrase en vigor el 1 de enero de 1974.
13
En abril de 1973 se reunieron en Madrid representaciones de las dos partes y la
delegación española adelantó las líneas que defendería en la revisión del tratado. Pero,
en junio la Comisión Europea otorgó a sus negociadores un Mandato que iba
mucho más allá en la propuesta de liberalización comercial de lo que España
estaba dispuesta a admitir para la industria y no hacía, en cambio, concesiones en
el capítulo agrícola. Meses después, el estallido de la «crisis del petróleo» distanció
aún más las posiciones y relegó el tema español a un lugar muy secundario en la agenda
de la Comisión Europea. Era un comienzo que auguraba malos resultados, al menos
mientras el anciano general Franco se mantuviera al frente del Estado. Previendo unas
conversaciones dilatas, se buscó salvar el vacío legal suscribiendo un Protocolo
Adicional al acuerdo hispano-comunitario de 1970, para incluir las relaciones con los
tres nuevos miembros del Mercado Común, en el entendimiento de que si no se llegaba
a la segunda fase en el plazo previsto —algo que ya parecía muy posible— se irían
fijando acuerdos concretos de carácter transitorio hasta que se llegara a un nuevo
acuerdo general.
El 20 de diciembre de 1973 el presidente del Gobierno español, Luis Carrero Blanco,
perdió la vida en un atentado con bomba. Su sucesor, Carlos Arias Navarro,
encomendó la cartera de Asuntos Exteriores al diplomático y empresario Pedro
Cortina Mauri, hasta entonces embajador en París y hombre con una importante
actividad empresarial.
La llegada de Cortina coincidió con un empeoramiento del clima en el que se
desenrollaban las negociaciones con la Comunidad Económica Europea. España
había pretendido, en la nueva ronda negociadora, abierta en la primavera de 1973, que a
comienzos del año siguiente se concluyera un acuerdo para proceder a la readaptación
técnica de la segunda fase de aplicación del Acuerdo Preferencial de 1970. Pero las
negociaciones no prosperaban por los evidentes desajustes en las políticas de
liberalización comercial. Se añadía a ello el hecho de que el embajador ante las
Comunidades Europeas, Alberto Ullastres, se entendía peor con el nuevo ministro de
Exteriores que con sus dos antecesores, López Bravo y López Rodó, miembros como él
de la familia tecnócrata y partidarios de ceñir la negociación al terreno estrictamente
económico. Cortina Mauri, por el contrario, era un antiguo colaborador de Castiella, un
miembro del sector aperturista del Gobierno y, aunque se le consideraba un ministro
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técnico, probablemente hubiese desarrollado una vertiente más política en las relaciones
con Bruselas si la diplomacia española no se hubiera visto obligada a ponerse a la
defensiva y a asumir un fracaso tras otro ante el reverdecimiento de la presión
antifranquista en todo el Continente durante los dos últimos años de la vida del dictador.
En cualquier caso, las negociaciones sobre el Acuerdo se frustraron el 20 de
noviembre de 1974, cuando Ullastres amenazó con suspender las conversaciones si no
se introducían mejoras para los intereses de España en el paquete agrícola. La respuesta
de los negociadores comunitarios fue remitirse al Mandato de la Comisión, de junio de
1973, sin aceptar modificaciones. Con ello la ronda negociadora quedó interrumpida
y se consideró inevitable el comienzo de la aplicación de un espacio de contacto
bajo mínimos, pactado el año anterior. Pero ninguna de las dos partes deseaba una
ruptura. En enero de 1975, Ullastres y Roland De Kergolay, director general de
Relaciones Exteriores de la Comisión Europea, retomaron en secreto las
negociaciones. Conscientes de que la muerte de Franco no estaba lejana, contemplaban
los dos negociadores un escenario en el que, desde las filas del propio Régimen, se
acometiera un proceso de transición que desembocara en una restauración de la
democracia. En tal caso, era preciso tener afinados los instrumentos de negociación, con
vistas incluso a un convenio de asociación y a un posterior ingreso en el Mercado
Común. Ambos políticos alcanzaron un principio de acuerdo, a medio camino entre
las dos propuestas de partida, que preveía un desarme arancelario total de los
productos industriales para el 1 de enero de 1983, mientras que en el mercado agrícola
la CEE otorgaría a la producción española el mismo trato que a otros países
mediterráneos con acuerdos preferenciales. En el mes de julio, el Consejo Europeo
otorgó una orientación favorable a las conversaciones, lo que significaba que podían
proseguir con mayor respaldo oficial.
Pero el fusilamiento en las proximidades de Madrid de cinco miembros de
organizaciones terroristas en septiembre de 1975, que desató una oleada de protestas
por toda Europa, animaron la reactivación, por iniciativa del Parlamento Europeo, de los
principios de la doctrina Birkelbach sobre aislamiento de las dictaduras, aplicable
ahora solo a España en la Europa occidental. Los organismos de las Comunidades
Europeas emitieron duras notas de condena y el Consejo de Ministros de la CEE acordó
el 1 de octubre suspender cualquier contacto con el Gobierno franquista, a la espera de
15
que decía el comunicado— «una España democrática encuentre su lugar en el seno de
los países europeos». Con este clima, y con el aparato político del Régimen empeñado
en una resistencia numantina que abría paso a todo tipo de incertidumbres, dejaron de
tener sentido incluso las discretas negociaciones entre Ullastres y De Kergolay. La
primera fase del Acuerdo Comercial de 1970 se mantenía, por lo tanto, como el único
logro realmente substancial cuando, en noviembre de 1975, falleció el general Franco, y
en 1986 España ingresó en la Comunidad como miembro de pleno derecho.
4. EL INGRESO EN LA COMUNIDAD
El arranque, lento y vacilante al principio, del proceso de transición a la democracia
abrió inmediatas expectativas de recuperar el diálogo con las instituciones comunitarias.
Aunque el presidente del Gobierno seguía siendo Arias Navarro, el nuevo ministro de
Asuntos Exteriores era un político liberal con marcado sello europeísta, José María de
Areilza, bien relacionado con los medios políticos del centro-derecha en los países de la
Comunidad. En febrero de 1976, el ministro realizó una gira por las capitales europeas
y, aunque recibió una negativa a su propuesta de readaptar el acuerdo vigente para que
englobase a los Nueve, logró que se aceptara el desbloqueo de las negociaciones para la
segunda fase del convenio. El 12 de mayo, el Parlamento Europeo votó una moción
aprobando la medida, pero condicionando su cumplimiento a que en España existiera
un sistema de democracia parlamentaria.
La Ley para la Reforma Política, aprobada en referéndum en 1976, la legalización de
los partidos políticos, incluidos los comunistas, y la celebración de elecciones libres a
unas Cortes Constituyentes en junio de 1977, demostraron que la Transición
española se abría camino, pese a la actividad núcleos franquistas resistentes con amplia
presencia en la Administración civil y en las Fuerzas Armadas. En este contexto, los
responsables comunitarios tuvieron interés en fortalecer la naciente democracia
facilitando al Gobierno de la Unión de Centro Democrático (UCD), que presidía
Adolfo Suárez, el acercamiento a la Comunidad Europea. En julio, un mes después de
las elecciones constituyentes, se produjo el intercambio de cartas entre Bruselas y
Madrid para poner fin a la provisionalidad acordada en 1973 y extender al Reino Unido,
Irlanda y Dinamarca los efectos del Acuerdo preferencial de 1970. Y el día 28 de ese
mes, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja, entregó en la capital
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belga al presidente del Consejo de Ministros de la CEE, Henri Simonet, la solicitud del
Ejecutivo español «para la apertura de negociaciones con vistas a la integración de
España en dicha Comunidad como miembro de pleno derecho». Lo que suponía dar por
concluidas las fracasadas negociaciones para el desarrollo de la segunda fase del
acuerdo comercial de 1970. Con ello se iniciaba un trámite diplomático que tuvo su
continuidad cuando, el 20 de septiembre de 1977, el Consejo de Ministros comunitario
encomendó a la Comisión Europea que iniciase las negociaciones para la integración.
El interés prioritario que el Gobierno Suárez otorgaba al tema quedó reflejado, en
febrero de 1978, con la creación del Ministerio para las Relaciones con las
Comunidades Europeas, a cuyo frente se puso Leopoldo Calvo-Sotelo. En los meses
siguientes, la delegación española ante las Comunidades, presidida por el embajador
Raimundo Basssols, mantuvo frecuentes contactos con los funcionarios de la Comisión
que redactaban el informe sobre los efectos que tendría la adhesión de España. El
dictamen fue aprobado el 29 de noviembre de 1978 y era favorable al ingreso, pero
advertía sobre serias incompatibilidades en el sistema socioeconómico hispano, que
era necesario armonizar con el comunitario, mucho más liberalizado. Proponía un
período de adaptación de diez años, a fin de que adaptara sus estructuras un país que
mantenía un alto porcentaje de población agraria y cuya industria, propia de una
economía desarrollada, poseía un alto grado de protección e intervencionismo estatal y a
la que la crisis iniciada en 1973 había afectado seriamente en algunos sectores de sus
sectores —la minería del carbón, la siderurgia, la construcción naval— que precisaban
de una amplia reconversión. En enero de 1979, tras la aprobación en referéndum de la
Constitución española en el mes anterior, el Parlamento Europeo volvió a respaldar las
negociaciones de adhesión de España y Portugal. Y en junio, el Comité Económico y
Social dictaminó que la ampliación reforzaría el espacio social europeo y la democracia
en el flanco meridional del Continente.
Las negociaciones para la adhesión de España a la Comunidad se iniciaron el 5 de
febrero de 1979. La delegación de la Comisión Europea estaba encabezada por el
comisario Lorenzo Natali. La delegación española, presidida por Marcelino Oreja y
con asistencia frecuente de los sucesivos ministros de Relaciones con la CEE, Leopoldo
Calvo-Sotelo y Eduardo Punset, trabajaba con un documento gubernamental que
señalaba los aspectos en los que se debía incidir:
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- Evitar que las conversaciones se orientasen hacia la apertura de la segunda fase del
acuerdo comercial de 1970 y, por lo tanto, a la creación de un área hispano-
comunitaria de librecambio y, en cambio, centrarlas directamente en el proyecto
de ingreso como miembro de pleno derecho en la CEE.
- Pero obtener, a corto plazo, un régimen más favorable para la agricultura,
especialmente para el aceite de oliva, el vino y la fruta, a cambio de algunas
concesiones en otros sectores, sobre todo el lácteo y el remolachero.
Por otra parte, el Gobierno Suárez era ya consciente de la urgente necesidad de adoptar
cambios radicales en las estructuras comerciales e industriales de la economía española
para acercarla a la comunitaria antes de que ello se convirtiera en un lastre para la
adhesión a la CEE: reestructuración de las zonas francas, reconversión industrial en
sectores como la siderurgia, la minería, el naval o el del automóvil; privatizaciones en el
sector público, especialmente en las empresas del Instituto Nacional de Industria
(INI); medidas de protección medioambiental; fomento de la movilidad laboral, etc.
Poco haría, sin embargo, en este terreno un Gobierno centrista políticamente débil y
enfrentado a las tensiones sociales generadas por una prolongada crisis económica, a
pesar de que el acuerdo conocido como los Pactos de la Moncloa (octubre de 1977)
sentó las bases para una progresiva liberalización de las estructuras socioeconómicas.
Las conversaciones con la Comisión Europea fueron más lentas de lo esperado, sobre
todo por la reticencia de París a admitir en el club comunitario a una economía que sería
competidora directa de la francesa. En junio de 1980 se produjo el llamado giscardazo,
o parón Giscard, cuando el presidente francés exigió que, antes del ingreso de
España, se solucionasen a satisfacción de su país cuestiones como la reforma de la
PAC y, vinculada a ella, la financiación de los recursos propios de la Comunidad. El
peso del voto de los agricultores franceses, y en menor medida de los italianos, era un
factor determinante para alentar la resistencia de sus políticos a la adhesión de España.
El temor a que los franceses desataran una nueva crisis de la silla vacía actuaba como
freno para la negociación. Por otra parte, la delegación española exigía un largo período
transitorio de diez años, con objetivos anuales, a fin de adaptar las estructuras
económicas y sociales del país a las del Mercado Común, pero sin que ello supusiera
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una amenaza a la estabilidad de la joven democracia, cuya fragilidad quedó patente con
el intento de golpe de Estado involucionista del 23 de febrero de 1981.
El fracaso del golpe, conocido popularmente como el tejerazo, consolidó la vía
democratizadora española en unos momentos en los que el recién creado Gobierno
Calvo-Sotelo buscaba sortear las dificultades de la negociación económica con la CEE
estimulando otra baza europeísta: la solicitud de ingreso en la OTAN. Este había sido
un objetivo persistente, e inalcanzable, del franquismo. Luego, el Gobierno Suárez
había otorgado prioridad a la negociación económica con la Comunidad Europea y
mantuvo una cierta vocación neutralista en cuestiones de defensa. Con su sucesor,
Calvo-Sotelo, las cosas cambiaron radicalmente. En su discurso de investidura ante las
Cortes, el 25 de febrero de 1981, ya señaló el ingreso en la Alianza como uno de los
objetivos de la apuesta europeísta de su Gabinete. En agosto, dirigió una propuesta a las
dos Cámaras parlamentarias en tal sentido y, pese a la oposición en bloque de la
izquierda, el Congreso el 16 de octubre y el Senado el 26, aprobaron sendas
resoluciones favorables. Con tal respaldo, el Gobierno solicitó su adhesión al Tratado
de Washington el día 2 de diciembre. La respuesta favorable del Consejo Atlántico dio
paso a unas breves negociaciones que condujeron, el 30 de mayo de 1982 al ingreso de
España en la Alianza, si bien sólo en su estructura política —el Consejo Atlántico— a la
espera de que una reconversión de las Fuerzas Armadas facilitara el ingreso en la
estructura militar integrada.
Mientras el Gobierno de la UCD desplegaba su estrategia atlantista, las conversaciones
con la CEE avanzaban lentamente. A los pocos días de constituirse el Gobierno Calvo-
Sotelo, a finales de febrero de 1982, este aceptó una de las exigencias básicas de la
Comisión Europea, la aplicación inmediata en España del Impuesto sobre el Valor
Añadido (IVA). A cambio, la Comisión admitió el período transitorio de diez años que
solicitaba la delegación española. Ello permitió relanzar las negociaciones y en tan sólo
dos meses se alcanzó un acuerdo sobre cinco capítulos, si bien eran los menos
conflictivos: circulación de capitales, armonización de la legislación sobre transporte,
cuestiones económicas y financieras, libertad de establecimiento y de prestación de
servicios y política regional.
En octubre de 1982, UCD perdió las elecciones ante un Partido Socialista que se alzó
19
con la mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados. El nuevo Gobierno, presidido
por Felipe González, manifestaba una clara vocación europeísta en la línea de la
socialdemocracia continental. Su ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán,
un diplomático muy veterano, encontró una eficaz mano derecha en el nuevo Secretario
de Estado para las Comunidades, Manuel Marín, cuya rápida identificación con los
mecanismos políticos de las Comunidades le llevaría, algunos años después, a presidir
la propia Comisión Europea. La voluntad manifestada por el PSOE de avanzar
rápidamente en la negociación se vio, además, favorecida por sendos cambios en el
liderazgo de los países que más se habían opuesto a la adhesión. Apenas un año antes, el
liberal Giscard d'Estaing, manifiesto enemigo de la candidatura hispana, había sido
sustituido al frente de la República francesa por el socialista François Mitterrand. A
comienzos de 1983, el también socialista Bettino Craxi fue designado jefe del
Gobierno italiano, rompiendo décadas de monopolio de la Democracia Cristiana.
Sin embargo, el Ejecutivo que se mostró más constante y eficaz en la defensa de los
intereses españoles fue el de la República Federal Alemana, donde los socialdemócratas
habían cedido el poder a los democristianos de Helmut Khol también en octubre de
1982. Actuando como presidente del Consejo Europeo durante el primer semestre de
1983, Khol propuso una fórmula de conciliación. Los recursos propios de la Comunidad
se incrementarían, como demandaban los franceses, con un aumento del porcentaje de la
recaudación del IVA que destinaban los estados a financiar el presupuesto comunitario.
A cambio, se aceleraría la adhesión de España y Portugal. La aceptación de esta fórmula
y la del cheque británico un año más tarde, cuyo pago asumiría en buena parte España,
venció también la reticencia de Londres a la admisión de los dos nuevos socios.
En el primer semestre de 1985 se negociaron los paquetes más conflictivos, sobre temas
de agricultura, pesca, asuntos sociales o el régimen especial de las Canarias. Persistían
las reticencias, pero el 29 de marzo se pudo dar por cerrada la negociación. El 12 de
junio, Felipe González firmó, en el Palacio Real de Madrid, el Acta de adhesión de
España a las tres comunidades. Quedaba el trámite de su aceptación por el Parlamento
bicameral español. El 20 de junio el Congreso de los Diputados, y el 17 de julio el
Senado, dieron su aprobación por unanimidad. El 1 de enero de 1986, veinticuatro años
después de la primera iniciativa, tuvo efecto la incorporación de España a la Comunidad
Europea como socio en plenitud de condiciones.
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Pero esta vinculación estaba condicionada por un asunto en el que el Gobierno
González se jugaba su propio futuro. El PSOE se había opuesto públicamente al ingreso
de España en la OTAN durante la etapa de gobierno de la UCD, pese a las presiones de
sus correligionarios, los socialdemócratas europeos. A las elecciones de 1982, que ganó
por mayoría absoluta, el partido concurrió con un lema de ambigüedad calculada —«la
OTAN, de entrada, no»— y la promesa de convocar un referéndum para legitimar una
posible salida y el cierre de las bases norteamericanas en España. Pero una vez que
Felipe González y sus ministros tomaron conciencia de la vinculación política entre el
ingreso en la CEE y la permanencia en la Alianza, dejaron claro que el cumplimiento de
la promesa electoral se centraría en una consulta únicamente sobre los términos de la
permanencia, no sobre la salida, y cuyo resultado no sería, además, vinculante para el
Ejecutivo. Frente a la petición de voto favorable de los socialistas —González
condicionó a ello su permanencia en el poder— los partidos de la izquierda
promovieron el voto negativo y los conservadores de Alianza Popular, que tras el
desembarco en sus filas de gran parte de la extinta UCD era el partido más atlantista del
panorama español, aconsejaron votar en blanco, por cuestiones de política interior.
Los ciudadanos hubieron de votar, conjuntamente, tres propuestas concretas:
1. La participación de España en la Alianza Atlántica no incluirá su incorporación a la
estructura militar integrada.
2. Se mantendrá la prohibición de instalar, almacenar o introducir armas nucleares en
territorio español.
3. Se procederá a la reducción progresiva de la presencia militar de los Estados Unidos
en España.
Celebrado el 12 de marzo de 1986, con una participación del 59,5 por ciento del censo,
el referéndum arrojó un resultado favorable del 52,5 por ciento de los votos. Con ello, el
Ejecutivo dio por cerrado el debate, mantuvo su permanencia en los órganos políticos de
la OTAN. Y, a la espera de que trascurriese algún tiempo antes de ingresar en la
estructura militar de la Alianza, se incorporó plenamente a los procesos de integración
continental que, rumbo a la constitución de la Unión Europea, se desarrollaban en las
sedes comunitarias de Bruselas y Estrasburgo.
1
TEMA 7. HACIA LA UNIÓN EUROPEA
1. EL ACTA ÚNICA
La superación de la «crisis del cheque británico», en junio de 1984, cerró uno de los
períodos más conflictivos en la historia de las Comunidades y colocó a los estados
miembros en disposición de aplicar los principios de integración institucional y de
ampliación de la cooperación política, a fin de avanzar hacia la Unión Europea. Para
tomar decisiones en este sentido el Consejo Europeo disponía de una serie de propuestas
que ofrecían modelos distintos, desde el informe Tindemans hasta la Iniciativa
Genscher-Colombo y el Proyecto Spinelli. Persistían diferencias considerables en las
visiones de las administraciones estatales sobre el ritmo y el alcance de la reforma. Pero,
a mediados de 1984 existía entre ellas un consenso generalizado en torno a la idea de
actualizar e integrar los diversos tratados comunitarios mediante un Acta Única.
1.1. La preparación del Acta
El Consejo Europeo celebrado en Fontainebleau, del 24 al 26 de junio de 1984, supuso
un auténtico relanzamiento de la política comunitaria al fijar los procedimientos
presupuestarios. François Mitterrand, que lo presidía por turno, y el canciller alemán,
el democristiano Helmut Kohl, mantuvieron la larga tradición de colaboración de sus
países en las instituciones europeas para sacar adelante un paquete de medidas que ya se
habían planteado, sin éxito, en el Consejo de Stuttgart. Se tomó la decisión de que la
devolución al Reino Unido de parte de su contribución (el cheque británico) no
aumentara la de la RFA, que ya realizaba la mayor aportación al Presupuesto
comunitario. Este se incrementó con una mayor aportación del IVA, que pasó del 1 al
1,4 por ciento de lo recaudado en cada país por este concepto. Y se redujeron las
partidas de la PAC, a fin de que no tuviera tanto peso en el gasto. Pero, sobre todo, en
Fontainebleau se dio un paso fundamental en la creación de la Unión Europea al acordar
la formación de dos comités específicos para estudiar propuestas concretas.
a). El Comité de la Europa de los Pueblos, presidido por el italiano Pietro Adonino,
se ocuparía de las medidas para familiarizar con la «identidad europea» y la
idea de la UE a una ciudadanía que percibía la política comunitaria como algo
2
lejano, cosa de políticos y de «eurócratas», pero a la que las decisiones tomadas por
estos en Bruselas y Estrasburgo afectarían cada vez más.
Adonnino presentó las conclusiones de su Comité ante el Consejo Europeo de
Milán, el 29 y 30 de julio de 1985. Fechado el 29 de marzo, el informe sobre La
Europa de los Ciudadanos, o Informe Adonnino, aunque no abordaba el espinoso
tema de la «ciudadanía europea» proponía medidas de muy diversa índole para
estimular la identidad comunitaria. Tales eran el establecimiento de objetivos
comunes para los sistemas educativos —anticipando lo que sería el «modelo
Bolonia» de enseñanza superior— el pasaporte europeo, la directiva de la
«televisión sin fronteras», o la creación de selecciones deportivas europeas que
participasen en representación de los estados miembros en los Juegos Olímpicos, o
en los diversos Campenatos Mundiales, siguiendo el ejemplo de la Ryder Cup de
golf, que a partir de 1979 enfrenta a una selección europea con otra norteamericana.
Fue iniciativa del Comité Adonnino la adopción de la bandera azul con doce
estrellas amarillas, diseñada en 1955 para el Consejo de Europa y que por decisión
del Parlamento Europeo se convirtió en la enseña comunitaria en 1985. Esta seña
identitaria se unía a la Oda a la Alegría, de la Novena Sinfonía de Beethoven, cuya
música fue adoptada en 1972 por el Consejo de Ministros como himno de la CE.
b). El Comité de Reforma Institucional, integrado por representantes
gubernamentales y comisarios europeos, se dedicó a estudiar la reforma de las
instituciones comunitarias y su engarce con la Cooperación Política. Al
considerar que su labor suponía una reanudación de las tareas constituyentes del
Comité surgido de la Conferencia de Mesina, recibió la denominación de Comité
Spaak II, aunque se le conoció más por el nombre de su presidente, el irlandés
James Dooge. El Comité Dooge trabajó, inspirándose básicamente en la
Declaración Solemne de Stuttgart, sobre un proyecto de bases para la Unión
Europea y presentó su informe ante el Consejo Europeo de Milán, en julio de 1985.
El informe Dooge proponía cuatro grandes paquetes de medidas:
1. La reforma de las instituciones comunitarias, admitiendo en su seno al Consejo
Europeo, pero reduciendo los poderes de este con un incremento del control del
Parlamento.
2. La culminación de la unión económica y del SME, y la cooperación tecnológica.
3
3. La armonización jurídica, la creación del Espacio Social Europeo y una política
medioambiental común.
4. La formalización de la Cooperación Política con la creación de un Secretariado
y la ampliación de su ámbito mediante la inclusión de las políticas de seguridad
continental, cuyo eje debería ser la Unión Europea Occidental, una alianza
militar entonces prácticamente inoperante.
El Consejo de Milán aprobó tres asuntos de gran relieve. Por una parte, el Libro Blanco
sobre la culminación del mercado único, elaborado por la Comisión Europea bajo la
supervisión de su presidente, el socialista francés Jacques Delors, y que proponía 282
medidas. Por otro, los ya citados informes Adonnino y Dooge sobre la Europa de los
Ciudadanos y la Unión Europea. Pero en este último asunto surgieron disensiones en
torno a la reforma de las instituciones y a la asunción de las políticas de seguridad y
defensa, temas en los que Dinamarca, Grecia, Irlanda y el Reino Unido ponían serios
obstáculos. Finalmente, el Consejo decidió, conforme al artículo 236 del Tratado de la
CEE, encomendar la redacción del Acta Única a una Conferencia Intergubernamental
(CIG).
La CIG se reunió en Luxemburgo el 9 de septiembre de 1985. La integraban los
ministros de Asuntos Exteriores y varios representantes de las Comunidades, teniendo
un papel fundamental Jacques Delors. La Conferencia estudió por separado, mediante
sendas comisiones, los dos procesos que se buscaba unificar. La Comisión de Reforma
Institucional de las Comunidades estaba integrada por los miembros del COREPER.
La de Desarrollo de la Cooperación Política, en su vertiente exterior y de seguridad, la
formaban los directores de asuntos políticos de los ministerios de Exteriores.
El resultado de los trabajos de ambos organismos, eficazmente asesorados por los
expertos de la Comisión Europea, fue el proyecto de Acta Única Europea que se
presentó en el Consejo de Luxemburgo, el 2 y 3 de diciembre de 1985, el primero de la
Europa de los Doce, ya que participaron los gobiernos de España y Portugal, que habían
firmado su adhesión en junio.
El Acta fue rubricada en la capital del gran ducado el 17 de febrero, pero sólo por nueve
países. Habían surgido problemas en la ratificación de Dinamarca, Italia y Grecia. El
4
Parlamento danés rechazó el Tratado y exigió que se volviera a reunir la Conferencia
Intergubernamental para que estudiase algunas modificaciones en el Acta. Ante la
negativa de los socios comunitarios, el Gobierno de Copenhague convocó un
referéndum consultivo. Entonces, Roma y Atenas se negaron a rubricar el Acta hasta
que se celebrase la consulta popular en Dinamarca, por si resultaba negativa. El
referéndum se celebró el 27 de febrero, diez días después de la ceremonia de
Luxemburgo, y fue favorable al Acta Única (56,2%). Despejada la duda sobre la actitud
de la ciudadanía danesa, al día siguiente los tres gobiernos estamparon su firma en el
Acta en un acto solemne celebrado en La Haya.
Pero no acabaron ahí los problemas. Los «euroescépticos» se movían en todo el ámbito
comunitario contra el avance de la supranacionalidad. En la República de Irlanda,
lideraba las campañas el economista Raymond Crotty, quien denunció ante el Tribunal
Constitucional de su país que el Acta Única era contraria a la Constitución irlandesa en
la cuestión de la Cooperación Política. Durante meses, el proceso Crotty contra An
Taoiseach mantuvo en suspenso a toda la CEE, ya que los jueces estaban divididos y la
retirada de la firma irlandesa en el Acta habría sido un rudo golpe al proceso de
construcción de la Unión Europea. Finalmente, el Gobierno de Dublín convocó un
referéndum para introducir una enmienda a la Constitución irlandesa que le permitiera
firmar el Acta. Celebrada el 27 de mayo de 1987, la consulta arrojó un resultado
favorable a la enmienda del 69,9%. Quedó así despejado el camino para el Acta Única,
que entró en vigor el 1 de julio.
1.2. Contenido del Acta
El Acta Única refundía en un mismo texto los Tratados de las Comunidades e
incorporaba y modificaba los mecanismos de la Cooperación Política. No creaba
aún la UE, sino que abría una etapa transicional en la que las Comunidades Europeas y
la Cooperación Política tienen por objetivo contribuir conjuntamente y hacer progresar a
la Unión Europea», con la vista puesta en «mejorar la situación económica y social
mediante la profundización de las políticas comunes y la prosecución de nuevos
objetivos» y «asegurar un mejor funcionamiento de las Comunidades ».
Las novedades del Acta son la obligación de realizar simultáneamente el gran mercado
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sin fronteras, más la cohesión económica y social, una política europea de investigación
y tecnología, el reforzamiento del Sistema Monetario Europeo, el comienzo de un
espacio social europeo y de acciones significativas en materia de medio ambiente.
Unas vías de acción que, en el articulado, se desglosaban así:
a). Modificaciones institucionales. El Acta incluía, por primera vez en un documento
con rango de Tratado, al Consejo Europeo que, decía el artículo 2, «reúne a los jefes
de Estado y de Gobierno de los estados miembros, así como al presidente de la
Comisión Europea. Son asistidos por los ministros de Asuntos Exteriores y por un
miembro de la Comisión». El Consejo celebraría sus sesiones semestralmente, pero
el Acta no fijaba sus competencias, ni definía la forma imponer sus decisiones a las
restantes instituciones comunitarias. El Acta fortalecía los mecanismos de voto
por mayoría cualificada en el Consejo de Ministros, con un número de votos en
función de la población, a fin de limitar el ejercicio del veto por los miembros y
garantizar un mayor poder decisorio a los grandes estados. Preveía la creación de un
Tribunal de Primera Instancia, que fue operativo desde 1989, competente en los
procesos incoados a petición de ciudadanos y empresas, a fin de aliviar la carga del
Tribunal de Justicia comunitario, que en adelante asumiría básicamente los procesos
entre estados. La Comisión Europea incrementaba la capacidad ejecutiva de sus
Actos, en detrimento de los del Consejo de Ministros, y tomaría parte en los
procesos de la Cooperación Política, para lo que se crearon Comités de
Representantes de los estados miembros que colaboraban con los comisarios. Y el
Parlamento veía reforzados sus poderes, bien que tímidamente, mediante el estable-
cimiento del procedimiento de cooperación, o concertación institucional, al ser
preceptivo su «dictamen conforme» a las iniciativas del Consejo de Ministros, o
poder rechazarlas por mayoría absoluta de sus miembros en segunda lectura, aunque
sin carácter resolutivo. También sería preceptivo su dictamen favorable en los
acuerdos de asociación de terceros países y en los de adhesión de nuevos miembros.
b). El mercado único. Conforme a las medidas del Libro Blanco de la Comisión
Delors, se trataba de cerrar el proceso hacia un mercado único de 320 millones de
consumidores en la Europa de los Doce, suprimiendo las aduanas interiores antes
del 1 de enero de 1993, y de hacer realidad «un espacio sin fronteras interiores»,
donde estuviera garantizada la libertad de circulación de personas, mercancías,
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capitales y servicios. La constitución del mercado único y la de la Europa de los
Ciudadanos, que incidía en las políticas igualitarias y en la ampliación de derechos,
requerían de acciones como la simplificación, o la supresión total, de las
formalidades aduaneras en el interior del territorio comunitario; la armonización de
las legislaciones en lo relativo al ingreso de ciudadanos de terceros países, al
derecho de asilo y a la extradición por vía judicial; la estandarización de los
controles de calidad mediante las etiquetas de procedencia con la marca CEE; los
procedimientos de publicidad de los productos comerciales; la liberalización de los
servicios; la convalidación de las titulaciones educativas de cada país; la
armonización fiscal y la equiparación de las tasas nacionales del IVA; la libertad de
establecimiento de los profesionales liberales, etc.
c). La Cooperación Política Europea. Seguía las propuestas del Informe Dooge al
formalizar las consultas entre gobiernos antes de adoptar cualquier decisión en
política exterior comunitaria, cuyo desarrollo incluiría la acción de mecanismos
permanentes como la Presidencia del Consejo Europeo —o la troika
comunitaria— el Secretariado, el Comité Político, o los Grupos de Trabajo, en
estrecha colaboración con la Comisión Europea. Se incorporaba a la CPE, bajo un
principio subsidiario, la coordinación de las políticas de seguridad y de defensa de
los estados miembros.
d). El Espacio Social Europeo. Defendido con especial empeño por el Grupo
Socialista del Parlamento y por el presidente Mitterrand, su inclusión en el Acta
Única poseía un tono un tanto retórico, dada la reticencia de algunos estados
miembros a la unificación de las políticas sociales y de su gasto. Así, se animaba a
las Administraciones nacionales a promover la protección de «la salud y seguridad
de los trabajadores», a regular la negociación colectiva laboral o a reducir las
diferencias de riqueza entre las regiones. Con el propósito de reforzar la cohesión, se
encomendó a la Comisión Europea y al Banco Europeo de Inversiones la
reorganización y potenciación de los tres fondos estructurales: el Fondo Social
Europeo, el Fondo Europeo de Garantía y Orientación Agrícola y, desde marzo
de 1985, el Fondo Europeo de Desarrollo Regional. Y se estableció un
procedimiento para implantar el Espacio Social, ya que se dotó de capacidad al
Consejo de Ministros para elaborar directivas por mayoría cualificada, a propuesta
de la Comisión y previa consulta al Comité Económico y Social, directivas que
obligarían a los estados miembros conforme al principio de subsidiaridad.
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Consecuencia de ello fue que el 9 de diciembre de 1989, a propuesta del Parlamento,
el Consejo Europeo de Estrasburgo adaptó la Carta Social Europea, elaborada por el
Consejo de Europa en 1961, a una Carta Comunitaria de los Derechos Sociales
Fundamentales de los Trabajadores, que suscribía princiios como la libertad de
circulación y de ejercicio profesional, la «protección social adecuada» a cargo del
Estado, el derecho a «una remuneración equitativa, es decir, que sea suficiente para
proporcionarles un nivel de vida digno» y a una jubilación en similares condiciones,
la igualdad laboral entre varones y mujeres, la libertad de sindicación y de
negociación colectiva, la prohibición del trabajo infantil, o el derecho de todo
trabajador al descanso semanal y a las vacaciones anuales pagadas. Aunque el
Consejo Europeo le otorgó el mínimo rango de «Declaración», la Carta Social de la
CEE, que exigía la aproximación de las legislaciones nacionales en estos aspectos,
poseía alguna fuerza vinculante para los gobiernos a través de las directivas
comunitarias y la vigilancia de la Comisión Europea, y por ello suscitó el rechazo de
los sectores neoliberales y el Gobierno británico se negó a suscribirla.
e). El Sistema Monetario. El Acta Única reforzaba la voluntad de alcanzar la Unión
Económica y Monetaria estimulando el equilibrio de las balanzas de pagos y
dotando al SME de una mayor apoyatura institucional, pero sin modificarlo ni fijar
aún el objetivo de la moneda única.
f). Investigación y desarrollo científico y tecnológico. El Acta Única recogía la
preocupación por impedir que Europa perdiese su puesto de vanguardia en las
innovaciones científicas y tecnológicas. Por lo tanto, se estimularía la aplicación
de las competencias comunitarias mediante directivas, conforme al principio de
subsidiariedad. Especialmente en la protección del medio ambiente, un tema al que
era cada vez más sensible la opinión pública europea —desde 1989 hubo un «grupo
verde» ecologista en el Parlamento comunitario— y en que los estados apenas
podían jugar un papel por separado. Se encomendaba a la Comunidad, por lo tanto,
«la conservación, la protección y la mejora de la calidad del medio ambiente, la
protección de la salud de las personas y la utilización prudente y racional de los
recursos naturales».
Aunque muchos criticaron la timidez de los avances del Acta Única, lo cierto es que
constituyó una eficaz actualización de los tratados concluidos casi treinta años
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atrás, cuya falta de reforma había impedido la adecuación de las Comunidades a sus
propios ritmos de crecimiento y al proceso histórico general. Se trataba, básicamente, de
una colección de principios y de procedimientos funcionales y estaba lejos de ser la
Constitución federal de la Unión Europea a que apuntaba el Proyecto Spinelli del
Parlamento Europeo. Pero el desarrollo de su articulado permitió reestructurar el
funcionamiento de las instituciones, democratizándolas con el aumento del control
parlamentario y el impulso a las votaciones por mayoría y potenciando la capacidad de
gestión y de decisión política de la Comisión. La incorporación de la Cooperación
Política al ámbito operativo de las Comunidades, más allá del mero consenso puntual
entre los responsables estatales, les dotó de un esbozo de política exterior común. Y la
implementación del Acta facilitó el desarrollo de vías de cohesión como la Europa
de los Ciudadanos, el Espacio Social, el mercado único o las iniciativas
comunitarias en materia de seguridad y defensa, que permitieron alcanzar en tan sólo
ocho años la Convención de Maastricht para fundar la Unión Europea.
2. EL PARLAMENTO EUROPEO, 1979-1994
Uno de los principales motivos de descontento de los integracionistas con respecto al
Acta Única fue el escaso avance en el fortalecimiento de la capacidad legislativa de
la Asamblea parlamentaria, que hacía patente la continuidad del fuerte «déficit
democrático» de las instituciones comunitarias. La Asamblea de las comunidades,
denominada desde 1962 Parlamento Europeo, fue creada con todo tipo de cautelas por
parte de los gobiernos, para que poseyera un carácter meramente consultivo. Fuera de
la emisión de informes y resoluciones no vinculantes, y de la posibilidad de una moción
de censura a la Comisión Europea, hasta 1987 sólo había logrado un cierto control sobre
el Presupuesto comunitario mediante los acuerdos de Luxemburgo, en abril de 1970 y
de Bruselas, de julio de 1975. Aunque con el Acta Única el procedimiento de
cooperación amplió su capacidad de intervención en las actuaciones de la Comisión y
del Consejo de Ministros, su carencia de poder legislativo lo mantuvo como una
institución con poco peso real en la dinámica comunitaria.
El integracionismo federalista había presionado desde el comienzo para que los
parlamentarios de Estrasburgo fueran elegidos directamente por la ciudadanía
europea, y así lo había votado el propio Parlamento varias veces a partir de 1960. Pero
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el Consejo de Ministros había logrado paralizar la iniciativa, que podía alterar
profundamente el equilibrio entre la composición de los ejecutivos nacionales y la
representación parlamentaria que enviarían a Estrasburgo sus ciudadanos. Fue en
el Consejo Europeo de París, en diciembre de 1974, donde los líderes continentales
dieron el visto bueno a una medida que ya se antojaba imprescindible para hacer
creíble el avance del proceso de integración. Prevalido de este mandato, el Consejo de
Ministros estableció el procedimiento en septiembre de 1976 y luego los parlamentos de
los estados miembros aprobaron la medida. Los gobiernos se encargaron de adaptar la
reglamentación electoral comunitaria a los sistemas electorales nacionales.
Hasta 1979, el Parlamento de Estrasburgo recogía en su proporcionalidad la suma de las
composiciones de los parlamentos de los países miembros. Pero la introducción del
sistema de voto ciudadano directo, mediante el Acta de Bruselas de 1976, aunque no
comportó la creación de un cuerpo electoral «europeo», ya que los comicios siguieron
siendo estatales, trajo modificaciones sustanciales. En principio, la orientación de voto
en las elecciones parlamentaria de cada Estado, que se celebraban normalmente con un
año o dos de distancia con las europeas, podía adelantar las líneas generales de la
composición del Parlamento de Estrasburgo que, de este modo, recogería los cambios
en la sensibilidad política del electorado continental.
Había varios factores que relativizaban esta similitud. En primer lugar, las elecciones
europeas contaban con una participación menor que las nacionales, dado el
desinterés de buena parte de la ciudadanía por unos asuntos comunitarios en los que
apreciaba escasa proximidad. Ello solía beneficiar, en términos relativos y respecto a
las elecciones estatales, a las opciones radicales de izquierda y derecha, que podían
movilizar un voto militante que en las grandes formaciones del espectro moderado
suponía un porcentaje mucho menor de sus sufragios. Por el contrario, que las
candidaturas fuesen de distrito único para todo el territorio nacional perjudicaba
las opciones de los nacionalismos separatistas, que concentraban su voto en ámbitos
regionales y se veían obligados a pactar coaliciones electorales entre sí y a integrar un
grupo heterogéneo en el Parlamento. Por otra parte, pese a las sucesivas propuestas del
Parlamento entre 1960 y 1991 no se aplicó el Procedimiento Electoral Uniforme
(PEU), que hubiera creado un cuerpo electoral único, sino que los estados se reservaron
individualmente gran parte de los procedimientos de celebración de los comicios
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europeos.
2.1. Las elecciones de 1979
Las primeras elecciones directas al Parlamento Europeo se celebraron el 7 de junio en el
Reino Unido, Holanda, Dinamarca e Irlanda, y el día 10 en los otros cinco países. El
sistema de votación lo establecía cada Estado miembro, pero se realizaba con un
distrito único en cada uno de ellos, mediante listas en las que concurrían partidos o
coaliciones de partidos con existencia legal en ese país. La excepción era el Reino
Unido, donde se estableció un complejo sistema de transferencia de la
representación proporcional, que conservaba los pequeños distritos uninominales,
para elegir 78 diputados en Gran Bretaña y tres en Irlanda del Norte.
Una de las incógnitas fundamentales de las elecciones de 1979 era si la ciudadanía se
implicaría en la votación, percibiendo las potencialidades del Parlamento de
Estrasburgo, o se abstendría masivamente al no concederle importancia. La campaña
electoral, en medio de un masivo desconocimiento ciudadano de lo que estaba en juego,
se circunscribió prácticamente a los problemas de cada país y no hubo realmente
actuación de partidos «europeos», aunque sí abundante propaganda europeísta —y,
también, antieuropeísta. La participación media fue relativamente baja, del 63 por
ciento, aunque se vio favorecida por la obligatoriedad del voto, en jornada dominical, en
Bélgica (91,4% de participación), Luxemburgo (88,9) e Italia (85,6). En el otro extremo,
sólo el 32,4 de los británicos acudió a votar en día laborable.
La legislatura de 1979-1984, constituida el 17 de julio, reflejaba por primera vez una
pluralidad estrictamente europea, y no la proporcionalidad de los parlamentos
nacionales que, hasta entonces, habían enviado a sus propios diputados. Lo
parlamentarios se integraron en grupos «europeos», pactando coaliciones al margen de
las existentes en los parlamentos de sus estados. La orientación global de la Eurocámara
de 1979, muy atomizada, era mayoritariamente de derecha y de centro y ello se
reflejó en la elección de la Presidencia, que recayó en la liberal francesa Simone Veil,
miembro de la Unión para la Democracia Francesa, el partido de Giscard d'Estaing.
Pero el sector más votado, sobre todo en la RFA y Francia, fue la socialdemocracia,
con 113 escaños sobre un total de 410. Le seguían de cerca los democristianos del
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Partido Popular Europeo, con 107 y sus principales fuentes de votos en la RFA e
Italia, y a mayor distancia, con 64, los Demócratas Europeos, de tendencia
conservadora y fuertes en el Reino Unido. La izquierda comunista, votada sobre todo
en Francia (Coalición de Izquierdas) e Italia (Izquierda Unitaria Europea), logró 44
escaños; el Grupo Liberal y Democrático eran 40 diputados, muy atomizados, aunque
destacaba el apoyo del electorado francés a la UDF; los gaullistas y otros partidos del
Grupo de los Demócratas Progresistas Europeos, obtuvieron 22 sitios; un grupo
mixto en el que destacaban los radicales italianos se denominaba Grupo de
Independientes, con 11 escaños y los diputados sin adscripción eran nueve.
Con la entrada de Grecia, las instituciones comunitarias tuvieron que reajustarse para
hacer hueco a los funcionarios y políticos helenos, incluido un comisario europeo. Y fue
preciso realizar elecciones parciales al Parlamento Europeo para incorporar a los 24
diputados que le correspondían. Fueron elegidos 16 diputados de izquierda, diez de ellos
del Partido Socialista, frente a ocho de la derechista Nueva Democracia. Ello tuvo
cierta importancia cuando, en 1982, la liberal Simone Veil abandonó la Presidencia del
Parlamento, conforme a la norma de cambio de presidente a mitad de la legislatura.
Dividida la mayoría de centro-derecha por el enfrentamiento de los democristianos con
los conservadores británicos, estos últimos apoyaron al socialista holandés Piet
Dankert, que aún así tuvo que someterse a cuatro votaciones antes de ser elegido.
2.2. Las elecciones de 1984
Con un 61 por ciento de participación electoral, dos puntos menos que los anteriores
comicios, y 24 escaños más, las elecciones celebradas el 23 y el 26 de julio de 1984
fueron de transición, a la espera de los efectos del Acta Única, que aumentarían la
actividad del Parlamento, y del ingreso efectivo de España y Portugal. Aunque la
Eurocámara aumentó su atomización, el socialismo se consolidó como la primera
opción parlamentaria de la Comunidad, gracias sobre todo a los socialdemócratas
alemanes y a los laboristas británicos, mientras que las opciones de centro-derecha,
incluidos los democristianos, perdían ligeramente representación. Y la derecha
conservadora, ahora denominada Alianza Democrática, beneficiada por el triunfo de
Thatcher en el Reino Unido, remontaba ligeramente. Los comunistas, casi todos
italianos y franceses, experimentaron un ligero retroceso respecto a 1979. Por otra parte,
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en estas elecciones apareció, por primera vez, una representación del neofascismo, el
Grupo de Derechas Europeas, integrado fundamentalmente por diputados del Frente
Nacional francés y del Movimiento Social Italiano, con 16 escaños. Con todo, la
principal novedad de los comicios fue el ingreso en el Parlamento Europeo de los
movimientos ecologistas, los verdes, prueba de la creciente sensibilización de la
ciudadanía ante los temas medioambientales. En esta legislatura, el ecologismo formó
coalición en la Cámara con algunos partidos nacionalistas de izquierda y con los
euroescépticos daneses, por lo que su mezcolanza, difícil de digerir, fue bautizada como
Grupo Arcoíris. Para presidir el Parlamento fue elegido el liberal francés Pierre
Pflimlin, al que sustituyó en 1987 el conservador británico Charles Plumb.
En 1987 se incorporaron al Parlamento 60 diputados españoles y los 24 portugueses,
designados por sus órganos parlamentarios a la espera de las elecciones directas. Estas
tuvieron lugar el 10 de junio de 1987 en España. Con una participación del 68,5 por
ciento, fueron elegidos 27 socialistas, 17 conservadores y democristianos de Alianza
Popular, 7 liberales del Centro Democrático y Social, tres comunistas, y cinco
nacionalistas catalanes y vascos. En Portugal, donde votó el 72,4 del censo, los
comicios fueron el 19 de julio y otorgaron la victoria al centrista Partido
Socialdemócrata, con 10 escaños, seguido del Partido Socialista, con seis y el Centro
Democrático y Social, coalición de democristianos y conservadores, con cuatro
diputados. Tras estas dos consultas, el Grupo Socialista consolidó su posición en la
Eurocámara, al pasar de 130 a 166 escaños y el Partido Popular Europeo —al que
pertenecían la Alianza Popular española y el Centro Democrático y Social portugués—
pudo recuperar su ventaja sobre liberales, conservadores nacionalistas, comunistas,
verdes y neofascistas, que vieron disminuir su representación proporcional con respecto
al inicio de la legislatura.
2.3. Las elecciones de 1989
Estos comicios, celebrados los días 15 y 18 de junio, fueron los primeros de la Europa
de los Doce. Tuvieron lugar en un panorama marcado por la continuidad en la
composición de las mayorías políticas en los principales estados —democristianos de
Kohl en Alemania, conservadores de Thatcher en el Reino Unido, socialistas de
Mitterrand en Francia, coalición acaudillada por la democracia cristiana en Italia—
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aunque la entrada de España, con el Partido Socialista gobernando en mayoría absoluta,
y la de Portugal, donde gobernaba el centro-derecha, introducían una cierta
incertidumbre sobre la decantación del electorado europeo. Como trasfondo, el proceso
abierto por la perestroika soviética y por el inicio de la caída de los sistemas comunistas
en la Europa del Este que, sin embargo, sólo se haría patente a finales de año.
El porcentaje de participación popular siguió su preocupante tendencia a la baja. Si en
1979 había sido del 63 por ciento y del 61 en 1984, esta vez fue de un 58,5 por ciento,
aunque con las habituales grandes diferencias según el voto fuera obligatorio o no. Si en
Bélgica votó el 90 por ciento del censo y en Italia el 81,5, en Alemania fue el 60 y en el
Reino Unido, cuna del euroescepticismo, el 36,2. Aún más significativas fueron las
bajas cifras de participación en España y Portugal, países recién ingresados y cuya
población esperaba grandes beneficios de su adhesión: votaron el 54,6 por ciento de los
españoles y el 51,2 de los portugueses. Eran, en conjunto, unos datos negativos, que
revelaban el poco interés que despertaba en la opinión pública un órgano parlamentario
sin capacidad legislativa. Se trataba de un aldabonazo que no dejó de pesar en las
decisiones que los socios comunitarios adoptaron sobre la potenciación del Parlamento
en el Tratado de Maastricht.
Los comicios de 1989 apenas modificaron la composición de la Cámara, en la que
predominaban los grupos situados en la derecha, con un 42,8 de los escaños en su
conjunto, pero donde los socialistas constituían el grupo más numeroso, ya que
contaban con la tercera parte de los diputados. El Partido Popular continuaba su ligero
retroceso, al igual que los conservadores agrupados en Demócratas Europeos, mientras
que los liberales remontaban hasta su nivel de 1979. Los partidos comunistas vieron
avivadas sus diferencias, derivadas de la polémica sobre el eurocomunismo, con la crisis
terminal del bloque soviético, lo que condujo a su escisión, con la creación del grupo
eurocomunista de Izquierda Unida Europea, con españoles e italianos como
principales referentes, y del prosoviético Coalición de Izquierdas, que agrupaba a los
comunistas franceses, griegos y portugueses. Y el grupo Arcoíris perdía a la mayoría de
los diputados ecologistas, que pasaron a constituir el Grupo de los Verdes. Durante la
legislatura 1989-94, el Parlamento europeo tuvo dos presidentes, el socialista español
Enrique Barón y el democristiano alemán Egon Klepsch.
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3. EL GRUPO TREVI Y EL ACUERDO DE SCHENGEN
Una de las asignaturas pendientes de la Comunidad Económica Europea durante casi
tres décadas fue la supresión de las barreras aduaneras interiores al tráfico de
vehículos, mercancías y personas. Casi todo el mundo admitía que ello, al igual que la
creación del pasaporte comunitario, era una de las condiciones precisas para lograr la
ciudadanía universal en la futura Unión Europea. Pero existía un lógico miedo al
descontrol de los movimientos de los inmigrantes clandestinos, de las redes de
delincuentes o de un terrorismo incipiente, con ramificaciones internacionales, que tuvo
dos casos muy sonados en el sangriento ataque de la organización palestina Septiembre
Negro a la sede de la delegación israelí durante las Olimpiadas de Múnich, en 1973, y
en el secuestro y asesinato del dirigente democristiano italiano Aldo Moro, por las
Brigadas Rojas, en 1978.
A partir del Acta Única, los países comunitarios comenzaron a adoptar, en el marco de
la Cooperación Política Europea (CPE), medidas de coordinación de los sistemas
judiciales y los aparatos gubernativos para desarrollar políticas conjuntas de
inmigración, asilo y lucha contra la delincuencia común, los grupos antisistema y el
terrorismo. Y ello debía conjugarse con la libre circulación de personas en el interior
del territorio comunitario, como exigían el mercado único y el desarrollo de la Europa
de los Ciudadanos. Tales políticas serán desarrolladas, subsidiariamente, por la
Comunidad Europea a partir del Tratado de Maastricht, de 1992. Antes, existieron sin
embargo dos grandes iniciativas intergubernamentales en el marco de la CPE.
Desde comienzos de los años setenta, pero sobre todo a partir del atentado de la Ciudad
Olímpica de Múnich, los gobiernos comunitarios buscaron la coordinación de sus
organizaciones policiales en un círculo más próximo que la Interpol, el organismo de
alcance mundial. Esta cuestión llegó a la agenda del Consejo de Ministros de la CE y en
su reunión en Roma, en diciembre de 1975, el secretario del Foreing Office, James
Callaghan propuso la constitución formal de un grupo de trabajo integrado por los
ministros del Interior. La propuesta fue aceptada y en junio de 1976 los nueve
ministros, reunidos en Luxemburgo, constituyeron el Grupo Trevi. Sobre su nombre,
hay dos versiones. Para algunos, se adoptó ya en la reunión de Roma en alusión a la
famosa fontana, próxima al lugar del encuentro. Para otros, en cambio, sin negar la
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influencia del escenario romano en la propuesta de denominación, se aplica a un
acrónimo creado a partir de asuntos de los que tendría que ocuparse el Grupo:
Terrorismo, Radicalismo, Extremismo y Violencia Internacional.
Trevi se estructuró como un organismo intergubernamental, integrado por los
ministros del Interior, con una Presidencia rotatoria que actuaba en forma de
troika —el presidente actual, el anterior y el siguiente— con la misma proporcionalidad
nacional que el Consejo de Ministros de la Comunidad. Por su parte, un comité de
subsecretarios de los ministerios celebraba periódicas reuniones para preparar las
agendas de las cumbres ministeriales. Y se fueron creando grupos permanentes de
trabajo, que incorporaban a científicos y responsables policiales:
Trevi 1, para los asuntos del terrorismo.
Trevi 2, de policía científica, aunque luego se le agregó el estudio de la violencia de
los hooligans del fútbol europeo.
Trevi 3 se ocupaba de la seguridad del transporte aéreo.
Trevi 4, de las instalaciones y el transporte en la industria nuclear.
Trevi 5, estudiaba medidas para grandes emergencias y catástrofes naturales.
La experiencia acumulada en Trevi permitiría, a raíz del Tratado de Maastricht de 1992,
la creación de una organización supranacional, la Europol, integrada en el llamado pilar
de Justicia y Asuntos de Interior de la Unión Europea.
En la primavera de 1984, una protesta del transporte pesado colapsó la mayor parte
de los puestos aduaneros interiores de la Comunidad y causó problemas de
abastecimiento. El incidente, que obedecía a la debilidad estructural del sistema de
distribución de mercancías en el Mercado Común, movió a Bonn y París a buscar una
solución, animados por el hecho de que el Consejo Europeo de Fontainebleau, reunido a
finales de junio, recomendaba reducir las trabas de aduana en las fronteras interiores. El
13 de julio, franceses y alemanes firmaron el Acuerdo de Saarbrücken, estableciendo
la paulatina supresión de los controles fronterizos en el paso de personas entre los dos
países. En la misma línea, Holanda ofreció a la RFA negociar un acuerdo para suprimir
los controles al tráfico bilateral de mercancías. A finales de año, los tres miembros del
Benelux, que llevaban décadas permitiendo la libre circulación de personas y
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mercancías en el seno de su unión económica, solicitaron sumarse al acuerdo franco-
alemán para suprimir las aduanas interiores. El 14 de junio de 1985, los cinco estados
firmaron, en la localidad luxemburguesa de Schengen, el Acuerdo que abría paso a la
supresión de las aduanas. El Acuerdo de Schengen se convertía, así, en el primer
avance de la «Europa de distintas velocidades» que propusiera diez años atrás el
Informe Tindemans: cinco países que integraban el núcleo central de la CEE inauguraba
el espacio sin fronteras, a la espera de que los restantes reuniesen las condiciones, y la
voluntad, para unírseles.
Tanto el Informe Adonnino como el Acta Única europea recogían la necesidad del
espacio sin fronteras en la Europa de los Ciudadanos a que apuntaba el Acuerdo de los
cinco países. El 19 de junio de 1990 volvieron a reunirse en Schengen para ratificarlo
mediante una Convención de Ejecución que, tras no pocas negociaciones, entró en
vigor en marzo de 1995. El documento especificaba las medidas a aplicar:
A corto plazo: eliminación de los visados y pasaportes para circular por el interior
del espacio sin fronteras de Schengen, pero reforzando los controles policiales y
judiciales de las fronteras externas, terrestres, aéreas y marítimas, sobre todo en los
referente a la vigilancia de los flujos migratorios extracomunitarios.
A medio plazo, se suprimirían los puestos aduaneros para el tráfico interior, se
reforzaría la cooperación policial con la creación de un archivo informático común
de datos, el Sistema de Información Schengen (SIS) y se armonizarían las
legislaciones nacionales, mediante directivas comunitarias, en lo relativo a visados
extracomunitarios, inmigración clandestina, derecho de asilo y tráfico de drogas,
armamento y explosivos. Naturalmente si, en una tercera fase, la Unión Europea
alcanzaba el objetivo último de un Estado federal europeo, Schengen habría
posibilitado ya la creación de un sistema federal de seguridad.
El «espacio sin fronteras» se iría ampliando conforme lo hiciera la Comunidad
Europea. A los cinco países firmantes del Acuerdo se sumaron Italia (1990), y España,
Grecia y Portugal (1992). En cambio, Reino Unido y la República de Irlanda se negaron
a suscribir el acuerdo, manteniendo los requisitos administrativos y los controles
aduaneros habituales para el ingreso de ciudadanos comunitarios. En 1995 se unió
Austria y al año siguiente, Dinamarca, Finlandia, Suecia, y dos países
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extracomunitarios, Noruega e Islandia. A finales de la década, al entrar el vigor el
Tratado de Ámsterdam, el espacio Schengen dejó de ser un acuerdo entre los
gobiernos para entrar a formar parte del llamado «acervo comunitario» de la UE,
aunque el Reino Unido e Irlanda, miembros de la Unión, siguieron al margen,
colaborando sólo a través del SIS y Dinamarca logró un protocolo de excepción en la
política de visados. El proceso de adhesión de los países de la Europa del Este llevó a
Schengen a convertirse en un área casi continental, en paralelo con las ampliaciones
de la Unión Europea. En 2004 firmaron la Convención, Chequia, Estonia, Hungría,
Letonia, Lituania, Malta, Polonia, Eslovaquia, Eslovenia y Suiza, con lo que el espacio
Schengen pasó a estar constituido por un total de 25 estados, de los que 22 pertenecían a
la UE. A finales de la década gestionaban su ingreso Rumania, Bulgaria y Liechtenstein.
4. EL PLAN DELORS Y LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA
La entrada en vigor del Acta Única comunitaria, el 1 de julio de 1987, activó las
medidas propuestas por la Comisión Europea en su Libro Blanco de 1985 sobre el
mercado único. Bajo el impulso de su presidente, Jacques Delors, los comisarios se
aplicaron en los meses siguientes a elaborar una serie de directivas que orientasen a las
administraciones nacionales. Así la directiva de 17 de noviembre de ese año estableció
la liberalización completa de todos los movimientos de capital en el ámbito
comunitario. Y la de 24 de junio hizo lo mismo con el resto de las operaciones
financieras. Se trataba de dos pasos fundamentales hacia el mercado único.
Sin embargo, no era la Comisión Europea, un organismo técnico, el lugar para las
grandes decisiones políticas sobre la Unión Económica y Monetaria (UEM). En el
seno del Consejo de Ministros funcionaban diversos consejos especializados integrados
por los ministros del ramo y uno de ellos, el Consejo Económico y Financiero
(Ecofin), en esta época asumió un gran protagonismo, en detrimento de la Comisión, en
lo referente a los temas monetarios. Los gobiernos y los bancos centrales de los países
miembros retomaron, pues, el impulso unificador a través de varias iniciativas. Así, en
enero de 1988 el ministro de Finanzas francés, Edouard Balladour, propuso al Ecofin
la creación del Banco Central Europeo (BCE) y el italiano Amato y el alemán
Genscher planteaban abiertamente la conveniencia de ir hacia la moneda única
europea como paso inevitable para alcanzar la UEM.
18
Esta convicción unitaria se veía fortalecida por las crecientes dificultades en la
aplicación del Mecanismo del Tipo de Cambio (MTC), un acuerdo entre gobiernos
que había revelado muy pronto su debilidad. Aunque el MTC garantizaba el consenso
en la fijación de los tipos de cambio en el área del ecu, no impedía a los estados
miembros devaluar libremente sus monedas, a fin de ajustar precios y salarios, o para
evitar la especulación agresiva de los mercados financieros tenedores de deuda. Pero
estos no tardaron en aprender a jugar con las expectativas de devaluación, e incluso a
favorecerlas con ataques especulativos, lo que obligaba a los bancos centrales a elevar el
tipo de interés, con enormes costes para las arcas públicas de los estados que se
empeñaban en mantener, en estas condiciones, un tipo de cambio fijo.
El Consejo Europeo de Hannover, en junio de 1988, se tomó la decisión de acometer
sin demora la Unión Económica y Monetaria. Para ello se encomendó el estudio de un
proyecto a un comité de expertos, integrados por los gobernadores de los bancos
centrales y tres técnicos independientes y presidido por Jacques Delors. El comité
presentó el Plan Delors el 13 de abril de 1989 y se debatió en la cumbre comunitaria de
Madrid, el 26 y 27 de junio.
a. Respecto a la Unión Monetaria, en línea con la visión que predominaba en la
socialdemocracia europea, el Plan proponía una evolución gradual, con tres
etapas.
En la primera, desde el 1 de julio de 1990 hasta el 31 de diciembre de 1993, se
pondría el acento en la coordinación de las políticas monetarias y los ajustes
presupuestarios, con un Fondo Europeo de Reserva nutrido por los bancos
centrales de los países miembros que facilitase a los estados un colchón que
aminorase el efecto de cambio tan radical sobre sus economías. Se proponía
también la creación de un Fondo Monetario —se creó como Instituto
Monetario Europeo— para estabilizar las monedas reforzando el Mecanismo
de Tipos de Cambio, que contaría con las reservas aportadas al Fondo por los
bancos centrales de los Doce.
En 1994 se comenzarían a aplicar unos criterios de convergencia pactados
entre los países miembros, a fin de reducir y aproximar su tasa de inflación y
19
los tipos de interés a largo plazo, controlar el déficit y la deuda pública y
fijar las paridades entre las monedas de los países concurrentes. Quien no
cumpliera los criterios de convergencia, no podría entrar en la moneda única.
Finalmente, en 1999, se crearía una moneda europea con valor real, que
sustituiría al ecu como unidad de cuenta comunitaria y a las monedas nacionales
en circulación en aquellos países acogidos a la UEM.
El Fondo Monetario sería sustituido por una institución supranacional, el Banco
Central Europeo, que asumiría el control de las fluctuaciones de la divisa común
en la zona de la Unión Monetaria.
b) Respecto a la Unión Económica, el Plan Delors señalaba cuatro líneas
fundamentales de actuación: la culminación del mercado interior en 1993, con la
desaparición de los controles a la libre circulación de capitales, bienes y servicios; el
fomento de la libre competencia para reforzar los mecanismos de mercado; la
coordinación de las políticas de ajustes estructurales y desarrollo regional; y la
coordinación de las políticas macroeconómicas de los estados.
A partir del Consejo de Madrid, el Plan Delors se convirtió en el guión de trabajo de un
Comité presidido por la francesa Elisabeth Guigou, que a finales de octubre de 1989
presentó su informe, en el que recomendaba la reunión de una Conferencia
Intergubernamental (CIG) que modificase parcialmente el Tratado de Roma a fin de
abordar las etapas finales de la UEM en la línea que señalaba el Plan. Se iniciaba así el
camino hacia Maastricht.
5. LA EUROPA DEL ESTE Y LA REUNIFICACIÓN DE ALEMANIA
La etapa de la guerra fría consagró la división de Europa en dos campos geopolíticos
incompatibles y enfrentados, el Este y el Oeste, el campo comunista y el capitalista,
liderado uno por la Unión Soviética y el otro por los Estados Unidos. En ambos
bloques continentales se dieron procesos de armonización entre los estados adscritos,
que incidían en las políticas de cooperación económica y de defensa. Hubo grandes
diferencias en este sentido, que explican en buena medida el éxito triunfo de uno de los
conjuntos de estados —la OTAN y la Comunidad Económica Europea— sobre el otro
20
—el Pacto de Varsovia y el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME)— que se
autodestruyó entre 1989 y 1991 y luego, tras una reconversión brutal de sus miembros,
fue parcialmente fagocitado por su rival.
5.1. Las transiciones en el Este
Las causas de la «caída del comunismo» en Europa fueron variadas. Quizás la más
evidente fue el virtual colapso de las economías del CAME, ahogadas por unos
problemas estructurales que las condujeron a un alto grado de ineficiencia y de
endeudamiento, y por la carísima carrera de tecnología armamentista desatada a lo
largo de los años ochenta por los Estados Unidos —la llamada guerra de las
galaxias— que los soviéticos se empeñaron en seguir sin capacidad económica para
ello. También, la esclerosis de las dictaduras de los partidos comunistas, con unas
direcciones políticas muy envejecidas y un fuerte nivel de corrupción en sus
Administraciones. Y, sobre todo, el creciente descontento de la población por la
falta de libertades personales y por las políticas sumamente represivas del aparato
dictatorial, y que veía un modelo a seguir en las ricas sociedades de consumo y en la
democracia parlamentaria de la Europa de los Doce. A partir de 1985, con la llegada de
Mihail Gorbachov al liderazgo de la URSS, se desarrolló en los países del bloque del
Este un proceso de reformas liberalizadoras, la perestroika, que no regeneró los
sistemas comunistas, sino que acentuó su decadencia al abrir espacios a la crítica y a las
actividades opositoras de las fuerzas democráticas en toda la Europa del Este.
Aunque, como sucede con los procesos históricos de gran alcance, el derrumbamiento
del modelo estatal comunista en Europa se debió a esta concatenación de causas de
medio y corto plazo, fue la crisis interna de la República Democrática Alemana lo
que posibilitó el verdadero take-off del proceso, que popularmente se conoció como «la
caída del Muro». El 9 de noviembre de 1989, los habitantes de Berlín oriental, en la
RDA, pudieron franquear las barreras que desde hacía un cuarto de siglo les separaban
del Berlín occidental, en la República Federal Alemana. En las semanas siguientes, los
gobiernos comunistas fueron abriendo paso a procesos de pluralismo político que
condujeron a rápidas transiciones pacíficas —las excepciones fueron el sangriento
golpe de Estado en Rumania y la traumática ruptura de la Federación Yugoslava—. El
establecimiento de la democracia parlamentaria venía a culminar, en casos como el
21
húngaro o el polaco, meses o años de reformas económicas liberalizadoras y de
contactos del aparato dirigente comunista con la oposición, las llamadas
«conversaciones de la mesa redonda».
Las transiciones poscomunistas en la Europa del Este se orientaron, durante los años 90,
en torno a tres principios con gran poder de generar ilusión en la población: la
democracia política; la reconversión económica hacia la propiedad privada y la
sociedad de consumo; y la integración en los organismos internacionales
occidentales, básicamente la Unión Europea y la OTAN.
Desde una perspectiva de democratización global para la región, no había otra salida
que la integración en el bloque occidental. Tanto en Washington como en las capitales
de la CEE hubo, a partir de 1990, un consenso generalizado en que los países del
extinto bloque soviético podían realizar rápidas transiciones hacia la democracia
parlamentaria, que debían ser fortalecidas con la promesa de una integración más o
menos rápida en la Unión Europea. También desde un punto de vista económico
era precisa una rápida transformación estructural: entre 1989 y 1991, el comercio
de la URSS con sus antiguos socios del CAME se redujo en más de un 60%, y ello
afectó al PIB de cada uno de ellos, que cayó un 8% en Hungría, un 9 en Polonia, el 14
en Checoslovaquia y Rumania, y el 20% en Bulgaria. Para estos países era urgente la
búsqueda de nuevos mercados, lo que a corto plazo implicaba la apertura a Occidente y
a su modelo liberal-capitalista.
Por su parte, los responsables económicos de la CEE, y especialmente los lobbies
empresariales con más influencia en la Comisión y en el Parlamento europeos,
apreciaron enseguida las posibilidades de enriquecimiento que les abría la reconversión
de economías arruinadas, con enormes mercados potenciales y una masiva mano de
obra, barata y acostumbrada a obedecer, enfrentada a la amenaza del paro y dispuesta a
asumir grandes sacrificios personales. Con extraordinaria rapidez, las empresas de la
CEE, y en especial las alemanas, comenzaron a realizar masivas inversiones en la
privatización de las economías comunistas y a trasladar parte de su producción a
la Europa del Este. A más largo plazo, la entrada de los antiguos países socialistas en
la Unión Europea, hacía presuponer una gran corriente de emigración hacia la
Europa occidental, lo que no dejaría de traer cambios radicales en los sistemas de
22
relaciones laborales de los países de acogida y en la concepción misma del Estado de
bienestar de sus opulentas sociedades.
La conversión en pocos meses de una economía planificada a otra de libre mercado
conllevaba numerosos riesgos para amplios sectores de la población de esos países. En
general, se aplicó una «terapia de choque» acorde con los preceptos neoliberales de la
Escuela de Chicago, que desarrollaba el Fondo Monetario Internacional y predicaban,
desde la óptica de la «revolución conservadora», el reaganismo en Estados Unidos y el
thatcherismo en la Europa comunitaria. Lo impondría en la región una joven generación
de economistas y políticos, excomunistas en su mayoría y ahora tecnócratas asesorados
por técnicos y empresarios occidentales. Esta terapia implicaba medidas muy
radicales, con enormes costos sociales: privatización masiva del sector público,
desmantelamiento parcial de la cobertura de protección social de la población,
contracción de la política monetaria, política fiscal restrictiva y crecimiento orientado
hacia las exportaciones.
La privatización de las empresas estatales se hacía, en principio, según los cánones
neoliberales del «capitalismo popular», entonces en boga en Occidente. Pequeños
paquetes de acciones eran repartidos entre la población, con el propósito de incentivar
su adhesión a los nuevos mecanismos del mercado y motivar a los trabajadores con
participaciones en su propia empresa. Al tiempo, la liberalización de los precios
provocaba una inflación más o menos fuerte, bajaban los salarios de los funcionarios,
las empresas reajustaban plantillas o caían víctimas de la competencia, lo que disparaba
el paro, y el Estado renunciaba paulatinamente a aquellas políticas de protección social
que suponían mayor gasto. Jubilados, parados, trabajadores no cualificados... se veían
enfrentados así a un sistema que no admitía la «socialización de la pobreza» propia de
los últimos años de la era comunista. En el otro extremo del espectro social surgía una
clase reducida, pero políticamente muy poderosa, los nuevos ricos, integrada por
empresarios, altos cargos de la Administración y banqueros, salidos en gran parte de la
antigua nomenklatura —los sectores privilegiados de la sociedad comunista— que
compraban acciones de las empresas privatizadas hasta controlarlas o trabajaban para
las grandes multinacionales, que se establecían en la región en busca de mano de obra
barata y acostumbrada a una férrea disciplina laboral.
23
La primera mitad de los años noventa fue la era del capitalismo salvaje en Rusia y la
Europa del Este, de la aparición de la oligarquía político-económica de los
magnates, de las privatizaciones aceleradas y escasamente controladas. Las
reformas estructurales fueron un éxito en la medida en que cumplieron los objetivos de
potenciar el sector privado de la economía, estimular el comercio y atraer
inversiones extranjeras. Y fueron un fracaso porque no lograron mantener la
generosa cobertura social de la época comunista, dieron origen a una casta de
poderosos aún más cerrada y egoísta que la anterior nomenclatura, dispararon los
precios y el déficit exterior y lanzaron al paro, o a una pobreza angustiosa, a gran
parte de la población. Entre esta comenzó a cundir pronto el desencanto hacia las
políticas neoliberales y la nostalgia de algunos aspectos de la era socialista. Por lo tanto,
en el bienio 1993-94 los gobiernos derechistas y sus impopulares equipos de
economistas neoliberales perdieron el poder en casi todas partes, en beneficio de una
socialdemocracia que, procediera o no de los antiguos partidos comunistas, se
mostraba mejor dispuesta a luchar por la consecución del Estado del bienestar. Pero ello
no comportó cambios en la orientación exterior de las nuevas democracias, volcadas en
la apertura al Oeste, con el objetivo de un rápido ingreso en la Unión Europea.
5.2. La reunificación alemana
En paralelo con el proceso de integración continental en el seno de la UE, se había dado
otro no menos relevante, que supuso la desaparición de un Estado europeo, la República
Democrática Alemana, cuyo territorio fue incorporado a la vecina República Federal.
Tras los sucesos berlineses del 9 de noviembre de 1989, que pusieron simbólico fin a la
existencia del «telón de acero», los comunistas alemanes abrieron una mesa redonda
para negociar el pluralismo político con los representantes de la ilegal oposición
democrática. El resultado fueron las elecciones parlamentarias de marzo de 1990, que
dieron la victoria a la demócrata-cristiana Alianza por Alemania, firme partidaria de la
reunificación nacional. A partir de entonces, y con la activa colaboración del Gobierno
germano-occidental de Helmut Khol, se puso en marcha un rápido proceso de inmersión
de las instituciones germano-orientales en las de la RFA que implicó la formalización,
en mayo, de la Unión Monetaria, Económica y Social, y en agosto, el Tratado de
Reunificación, que supuso la desaparición formal de la RDA el 3 de octubre de 1990 y
24
el establecimiento en Berlín de la nueva capital de la Alemania Federal.
La reunificación germana tuvo una repercusión inmediata para la CEE. Sin tratados
internacionales ni acuerdo del Consejo Europeo ni del Consejo de Ministros, el 3 de
octubre se produjo, de hecho, la incorporación a la Comunidad del antiguo territorio de
la RDA, ahora parte de la RFA pero con un modelo socioeconómico muy distinto al
predominante en los países comunitarios. De modo que la reconversión interior alemana
para adaptar los nuevos länder obligó a la Comisión Europea, tras la aprobación del
Parlamento de Estrasburgo, a aplicar un régimen transitorio para ellos, con la
suspensión de la aplicación de numerosos reglamentos comunitarios sobre agricultura,
pesca, siderurgia, protección del medio ambiente, etc.
A más largo plazo, la reunificación alemana tuvo importantes consecuencias
políticas para el proceso de integración europea. Se produjo en unos momentos de
fuerte exaltación nacionalista en la RFA y de reforzamiento de su conciencia de
liderazgo en Europa, conciencia que respondía cada vez más a la realidad. Ello llevó al
Gobierno Kolh a postergar el hasta entonces prioritario eje franco-alemán y a adoptar
decisiones que vulneraban las prácticas de la Cooperación Política comunitaria, como el
reconocimiento unilateral de las independencias de Eslovenia y Croacia, violando
abiertamente el Acta Final de Helsinki y contra del respaldo del Consejo Europeo a los
Acuerdos de Brioni, de julio de 1991. Por otra parte, la reconversión de la estructura
económica de la RDA para incorporarla al modelo de libre mercado de la
Alemania Federal y el extraordinario coste social de esa reconversión obligaron a
un incremento considerable del gasto público en la RFA que tuvo una repercusión
negativa en el avance hacia la Unión Económica y Monetaria europea.
Y cuando, en un plazo realmente breve, la Alemania federal digirió el proceso de
reconversión estructural, en su propio sistema estatal, de la desaparecida RDA, retomó
su camino dentro de la UE. Pero ahora como un Estado más extenso, más poblado —el
23 por ciento de la población de los Doce— económicamente más fuerte —el 30 por
ciento del PIB comunitario— y en el que vivía una sociedad orgullosa de sus logros,
libre ya de los complejos por su pasado y de los miedos de la guerra fría, y dispuesta a
exigir el liderazgo y la capacidad de arbitraje en el proceso de integración europea que
le otorgaban su condición de «locomotora» de la economía continental.
1
TEMA 8. DE MAASTRICHT AL EURO
A comienzos de los años noventa, la Europa de los Doce afrontaba serios retos, no tanto
sobre su continuidad, como sobre las expectativas de expansión de sus fronteras y de
sus políticas comunitarias. El 1 de enero de 1993 debía hacer efectivo el mercado
único, con la aplicación de las casi 300 directivas que había promulgado al efecto la
Comisión Europea a partir de las propuestas de su Libro Blanco. Pero dicha aplicación
era muy desigual. Dinamarca había asumido el 92 por ciento de las normas, pero
Alemania sólo el 74 y España y Bélgica, en la cola, no llegaban al 70 por ciento. Sin
embargo, el gran reto para la integración europea, a la altura de 1991, era la
desaparición de la URSS y de los sistemas comunistas en la Europa del Este, y el
paralelo proceso de reunificación de Alemania. Se planteaba ahora, sin admitir
apenas dilaciones, la cuestión del papel que la Cooperación Política Europea (CPE)
debía jugar en las diplomacias nacionales de los Doce ante los nuevos problemas que
traía el final de la guerra fría. Comenzando por la reconversión de las economías
del desaparecido bloque soviético, la previsible pretensión de muchos de sus
miembros de ingresar en la CEE y en la OTAN y el conflicto civil abierto en
Yugoslavia, que conduciría a la disolución de su Estado Federal y a una década de
terribles guerras en los Balcanes noroccidentales. Para muchos, tales retos sólo podrían
ser abordados por una política exterior auténticamente comunitaria, lo que suponía ir
mucho más allá de la alicorta CPE.
Todo ello generaba las inevitables tensiones en el seno de la Comunidad Europea. Sobre
todo por el rol hegemónico que iba asumiendo Alemania. El incremento de la
potencia industrial y demográfica de la RFA, como resultado de la incorporación de
la RDA, y las expectativas de expansión abiertas a las empresas alemanas por la
urgente reconversión de los países de la Europa del Este a la economía de mercado,
favorecían el crecimiento del papel de Alemania en el seno de la CEE, que hallaba eco
en las actuaciones del Gobierno demócrata-cristiano de Helmut Kohl. El avance de la
mayoría cualificada como sistema de voto en el Consejo de Ministros aconsejaba a la
RFA exigir un complejo sistema de voto ponderado, la «doble mayoría», a fin de
introducir el criterio del paso demográfico de cada Estado, lo que era rechazado por
Francia, que temía que el incremento de población de la RFA tras la reunificación
aumentase el porcentaje de votos alemanes en el Consejo. Consecuencia de todo ello
2
sería una paulatina y temporal relajación de los estrechos vínculos del eje franco-
germano, que había condicionado las políticas comunitarias desde su nacimiento. Y, por
su parte, el Gobierno conservador británico de John Mayor, que sucedió a Margaret
Thatcher en noviembre de 1990, mantuvo la tradicional reticencia isleña a la plena
integración, con gestos mucho más que simbólicos que irían desde la negativa a ingresar
en el espacio sin fronteras de Schengen, o a suscribir la Carta Comunitaria de los
Derechos Sociales Fundamentales de los Trabajadores, promulgada en 1989, hasta el
rechazo a incorporarse a la futura moneda europea, el euro, que hubiera supuesto la
renuncia a la libra esterlina.
1. EL TRATADO DE MAASTRICHT
Todas estas tensiones podían llegar a plantear una crisis de crecimiento para la
Comunidad Europea si no se fijaban claramente las prioridades de la integración
continental para las décadas del cambio de milenio mediante un nuevo paso en el
proceso, que incorporara al acervo comunitario algunas grandes líneas de cooperación
intergubernamental y reforzase con ello la capacidad de las instituciones comunitarias.
Fue el Parlamento Europeo quien tomó la iniciativa. Pocos meses después de la caída
del Muro de Berlín, en marzo de 1990, la Cámara de Estrasburgo aprobó una moción a
favor de «una Unión Política, sobre una base federal, junto al mercado único y la Unión
Económica y Monetaria». Es decir, la creación de una federación de estados, la
Unión Europea (UE) que ya planteó en 1984 el Proyecto Spinelli. Y como sucediera
entonces con el Acta Única, los gobiernos nacionales asumieron ahora la iniciativa a fin
de hacerla posible, en unos momentos de alza del optimismo europeísta, pero también
para rebajar su contenido federalista y garantizar la continuidad de sus cuotas
individuales de poder en el seno de la Unión.
En los gobiernos de Berlín y París había consenso en dar por cerrada la etapa
funcionalista, de «pequeños pasos» abierta con la Declaración Schuman, e ir a una
formulación global de la integración europea. Apenas un mes después de la iniciativa
del Parlamento de Estrasburgo, el 20 de abril de 1990, el presidente Mitterrand y el
canciller Kohl, hicieron un llamamiento a «acelerar la construcción política de los
Doce», asumiendo que había llegado «el momento de transformar el conjunto de las
relaciones entre los estados miembros en una Unión Europea». Ambos políticos
3
señalaron las líneas fundamentales sobre las que se asentaría la UE:
1) Reforzar la legitimidad democrática y la eficacia de las instituciones comunitarias.
2) Asegurar la cohesión de los estados miembros en los terrenos económico, monetario
y político.
3) Establecer el mecanismo de una política exterior y de seguridad común.
Tras establecerse el consenso entre los ejecutivos comunitarios sobre la necesidad de ir
más allá del Acta Única, el Consejo Europeo de Dublín acordó el 26 de junio iniciar la
tramitación del Tratado de la Unión Europea (TUE). Para ello se anunció la
convocatoria de dos Conferencias Intergubernamentales (CIG), una para abordar las
dos últimas fases de la Unión Económica y Monetaria, conforme al esquema que
había propuesto el año anterior el Informe Guigou. Y otra para la reforma institucional
y la Unión Política. Los trabajos de ambas conferencias permitirían acometer la
redacción del tratado fundacional de la Unión Europea.
Inauguradas en Roma el 15 de diciembre de 1990, las dos CIG avanzaron con relativa
rapidez en la línea marcada por la iniciativa franco-alemana. Pero los distintos puntos
de vista sobre la Unión, casi siempre basados en la defensa de intereses nacionales a
cargo de los representantes gubernamentales, obligaron a llegar a acuerdos que
disminuyeron el alcance previsto para el Tratado. Ello quedó especialmente claro en
la CIG dedicada a estudiar los aspectos económicos y monetarios. Alemania, la
economía más poderosa de la CEE, aceptaba la idea de un Banco Central Europeo
(BCE) que encauzara el proceso de la unión monetaria. Pero exigía que fuera
autónomo respecto a las restantes instituciones de la UE y, además, que los bancos
centrales de los países miembros conservasen una considerable autonomía frente al
propio BCE. Ello era fundamental para que el Bundesbank y la moneda germana,
el marco, se mantuvieran como referentes básicos en el proceso de unión
monetaria.
Aunque las CIG elaboraron conclusiones muy precisas y en febrero de 1992 se alcanzó
un acuerdo para englobar las tres Comunidades Europeas en el nuevo contexto de la
Unión Europea, las diferencias de criterio de los gobiernos en el Consejo Europeo
impidieron que el Tratado pudiera ser aprobado en su reunión de Luxemburgo, en junio
4
de 1991, por lo que hubo que esperar al 10 de diciembre, cuando el Consejo celebró su
siguiente sesión en la ciudad neerlandesa de Maastrique (Maastricht, en holandés) y
aprobó el texto del TUE, habitualmente conocido como Tratado de Maastricht.
Los ministros de Asuntos Exteriores y de Economía de los Doce firmaron el Tratado el
7 de febrero de 1992 y entró en vigor, junto con el mercado único, el 1 de enero del año
siguiente. Maastricht venía a culminar la serie de los llamados tratados fundacionales
desarrollando los principios globalizadores apuntados en el Acta Única y superaba el
carácter básicamente económico de las Comunidades Europeas al integrarlo en un
plano conjunto con los principios de la Cooperación Política y los asuntos comunes
de Justicia y Seguridad y añadirle los componentes sociales de la Europa de los
Ciudadanos. El Tratado consolidaba lo avanzado hasta entonces en materia de
integración, el acervo comunitario, y establecía grandes tres líneas de desarrollo, que
fueron conocidas como los tres pilares de la Unión Europea.
a). El Primer Pilar, o pilar comunitario, lo constituían la Comunidad Europea —
nuevo nombre de la CEE, que perdía así su carácter exclusivamente económico— la
CECA y la Euratom. Las instituciones básicas de la CE/UE quedaban fijadas en
seis: el Consejo Europeo, el Parlamento, el Consejo de Ministros o Consejo de la
Unión Europea, la Comisión, el Tribunal de Justicia y el Tribunal de Cuentas. La
CE asumía las políticas sociales y culturales de la Unión, dentro de este Primer
Pilar. Entre los objetivos que se asignaban a la Comunidad figuraban el desarrollo
equilibrado y solidario de las economías de los estados miembros, la consecución de
altos niveles de empleo y de protección social, la igualdad entre los varones y las
mujeres, el incremento de la competitividad y del crecimiento económico, la lucha
contra la inflación, la culminación de la unión monetaria con la creación de una
moneda única, la protección del medio ambiente, la cohesión económica y social
dirigida a lograr altos estándares de calidad de vida en las sociedades europeas, o el
establecimiento legal de la «ciudadanía de la Unión».
El Primer Pilar afectaba a cuestiones supranacionales situadas en el ámbito
comunitario —la PAC, el mercado único, la unión económica y monetaria, los
fondos estructurales, políticas sociales y culturales— e instituía formalmente el
principio de subsidiariedad por el que la CE aplicaba las «acciones» comunitarias
sólo en aquellas políticas en las que podían ser más beneficiosas para los ciudadanos
5
que la normativa de su propio Estado y con una clara limitación: «ninguna acción de
la Comunidad excederá de lo necesario para alcanzar los objetivos del presente
Tratado».
b). El Segundo Pilar lo constituía la Política Exterior y de Seguridad Común
(PESC). Frente a su antecesora, la Cooperación Política Europea, definida por el
Informe Davignon y por el Acta Única como reservada a la cooperación puntual
entre los gobiernos, a la PESC se le asignaban objetivos comunitarios. Como la
defensa exterior de los intereses y de los valores comunes a los miembros de la UE,
especialmente en el campo de los derechos humanos y la democracia, la
contribución al mantenimiento internacional de la paz conforme a los principios de
Naciones Unidas y al Acta Final de Helsinki, o el fomento de la cooperación
internacional.
c). El Tercer Pilar correspondía a la denominada Cooperación Policial y Judicial en
Materia Penal (CPJP), a las políticas comunitarias relacionadas con la Justicia y
los Asuntos Interiores, con la idea de hacer de la Unión «un espacio de libertad,
seguridad y justicia». En su articulado se incluían las cuestiones relativas a los
controles de las fronteras exteriores de la UE, la lucha contra el terrorismo, el
narcotráfico, la delincuencia internacional y los delitos fiscales, la cooperación
judicial en los campos civil y penal, la lucha contra la inmigración clandestina y la
aplicación del derecho de asilo. Una de las primeras medidas que se derivaron de
este tercer pilar fue la Convención de julio de 1995, que estableció una Oficina
Europea de Policía, o Europol, heredera del Grupo de Trevi, que centralizaba el
intercambio de información entre las fuerzas de seguridad estatales. En directa
relación con este Tercer Pilar estaba el espacio Schengen que, sin embargo, se
mantuvo fuera del acervo comunitario, en su condición de acuerdo
intergubernamental, hasta la modificación del TUE por el Tratado de Ámsterdam,
en 1997.
Frente al carácter comunitario y supranacional del Primer Pilar, tanto el Segundo como
el Tercero, mucho más concretos en sus objetivos, basaban su funcionamiento en la
colaboración entre los gobiernos de los países miembros de la UE, conforme al
principio solidario, no comunitario, que había encarnado la Cooperación Política
Europea.
6
Las reformas institucionales introducidas por el TUE apenas modificaban el esquema
del Acta Única, aunque había iniciativas tendentes a reforzar los mecanismos de
representación democrática. Así, el derecho de veto mediante la exigencia de voto
por unanimidad en el Consejo de Ministros quedaba relegado a cuestiones
concretas, aunque fundamentales: admisión de nuevos miembros, revisión de los
tratados, modificación de los recursos propios presupuestarios, etc., y se primaba en casi
todos los actos legislativos del Consejo la votación por mayoría cualificada, aunque
aún no se entró en el tema de la doble mayoría. El Parlamento Europeo aumentaba sus
competencias de fiscalización del funcionamiento de la CE, refrendaba el
nombramiento de la Comisión en una sesión de investidura y adquiría cierta capacidad
de control y suspensión de las decisiones del Consejo de Ministros a través del
procedimiento denominado «codecisión legislativa». Por otra parte, Maastricht creó un
nuevo organismo representativo, el Comité de las Regiones, una asamblea de 222
miembros —334 desde 2007— designados por el Consejo de Ministros comunitario a
propuesta de los gobiernos. El Comité se dedica a manifestar los puntos de vista de los
ejecutivos regionales, provinciales y locales en todas las cuestiones comunitarias que les
afectan, asesorando a la Comisión y al Consejo mediante dictámenes.
El TUE no modificaba la mayoría de las competencias económicas de la CE en lo
referente a cuestiones fundamentales como la unión aduanera, la PAC, la política de
infraestructuras o el estímulo a la competencia. Asumía, en cambio, políticas activas de
cohesión económica y social a fin de reducir las diferencias en el desarrollo regional. A
tal fin, en abril de 1993 se creó el Fondo de Cohesión, dotado entonces con 1.500
millones de ecus, para financiar proyectos, en materia de transporte y
medioambiental, en aquellos países cuyo PIB per cápita fuese inferior al 90 por ciento
de la media comunitaria, condiciones que se daban entonces en los casos de Grecia,
Irlanda, Portugal y España. El Fondo se convirtió en un instrumento fundamental de
apoyo para lograr la convergencia económica y social de los países miembros, lo
que cobró especial relieve al producirse el ingreso de gran parte de los antiguos países
comunistas europeos, cuyos sistemas de transporte y de control medioambiental tenían
graves carencias.
El Tratado establecía una planificación más estricta de los programas marco de
investigación y desarrollo tecnológico, con responsabilidades compartidas por el
7
Consejo y la Comisión. En cambio, en las políticas medioambientales hubo que atender
las demandas de los países menos desarrollados, a lo que se autorizaba a establecer su
propio ritmo de implementación de las medidas, aunque bajo la supervisión de las
instituciones comunitarias. En cuanto a las políticas económicas, las situaba-bajo el
principio de subsidiariedad, aunque reforzaba los mecanismos de control de las
instituciones comunitarias, sobre todo de la Comisión, sobre las políticas
gubernamentales y avalaba las líneas maestras del Plan Delors para la Unión Económica
y Monetaria.
El TUE era un importante avance en el proceso de integración económica e
institucional así como en los derechos individuales y colectivos, como el Acuerdo
Social, definidos en el nuevo marco de la Europa de los Ciudadanos. Suponía un paso
trascendental desde el funcionalismo económico de las Comunidades al concepto global
—pero aún no federal— de la Unión Europea. Incorporaba, tras reiteradas
manifestaciones en tal sentido del Parlamento y del Tribunal de Justicia, una
declaración en defensa de los Derechos Humanos, en su artículo 6o.
Establecía, aunque sin entrar a desarrollarlo, una ciudadanía de la Unión: «es ciudadano
de la Unión toda persona que tenga la nacionalidad de un Estado miembro».
Pero los objetivos de Maastricht, situados en el corto y medio plazo, distaban de ser
ambiciosos. Prácticamente se limitaba a abrir la etapa constituyente de la Unión
Europea, a la espera de nuevos desarrollos, y volvía a escamotear los ideales federalistas
que habían impulsado la iniciativa del Parlamento Europeo. En consecuencia, el
Consejo Europeo reforzaba su papel de organismo impulsor de las grandes líneas de la
política comunitaria y el otro organismo intergubernamental, el Consejo de Ministros,
se afirmaba como el órgano legislativo fundamental de la UE, con competencias en sus
tres pilares. Por el contrario, el Parlamento seguía teniendo funciones de control muy
limitadas y carecía de iniciativa legislativa. Y la Comisión Europea sólo poseía
competencias en el primer pilar, y actuaría casi siempre a través del principio de
subsidiariedad, es decir, sólo donde pudiera hacerlo «mejor que los Estados» en
aquellos terrenos comunes a estos: investigación y desarrollo, cultura, cohesión
económica y social, inmigración, redes de transportes internacionales, etc.
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2. LOS PROBLEMAS DE LA RATIFICACIÓN DE MAASTRICHT
El TUE llegaba con retraso, ya que la ola de optimismo europeísta de 1989 se estaba
difuminando. En 1992, los países del Continente se enfrentaron a una breve pero dura
crisis de la economía mundial, que disparó las tasas de paro y el déficit público. En
esos momentos, el Sistema Monetario Europeo se vio sometido a fuertes tensiones
especulativas que, entre ese otoño y el verano de 1993, hicieron temer por su
continuidad, y por la de la Unión Económica y Monetaria. A ello se unía las guerras en
Yugoslavia, que sirvieron para poner en duda la viabilidad de la Cooperación Política y
la existencia misma de un consenso exterior comunitario ante las divergentes
actuaciones de los gobiernos y la incapacidad de la troika comunitaria para mediar en el
conflicto. Y en esta situación de incertidumbre, la posibilidad de que la Unión Europea
se abriera en corto plazo a la adhesión de los países del Este, con economías muy
pobres y sociedades desestructuradas tras la brusca caída del comunismo, hacía crecer el
peso del euroescepticismo en la UE. Para una parte considerable de la opinión pública,
no era el momento de crear nuevas vías de integración, sino de un repliegue que
permitiese consolidar lo ya hecho o, incluso, dar marcha atrás en ciertos temas.
Tras la firma del Tratado de Maastricht, era necesario que lo ratificasen los estados
miembros. Había dos fórmulas: la aprobación del Tratado por el Parlamento
nacional, o la consulta a la población en referéndum. Esta dicotomía en la
ratificación de los grandes avances integradores en Europa conduce casi siempre a
situaciones paradójicas. Los parlamentos, controlados por los partidos que apoyan al
Gobierno, suelen aprobar los textos integracionistas sin grandes dificultades. Pero en la
consulta directa a la ciudadanía, puede constatarse un entusiasmo europeísta mucho
menor, o incluso un rechazo mayoritario a la implementación de medidas que una parte
considerable de la opinión pública, no necesariamente euroescéptica, interpreta como
amenazas para la soberanía de su país y su identidad nacional.
Sólo los gobiernos de Dinamarca, Irlanda y Luxemburgo anunciaron que
consultarían directamente a los ciudadanos. Los daneses fueron los primeros en acudir a
las urnas, el 2 de junio, y el «no» a Maastricht se impuso por un 50,7 por ciento de los
votos. Era un serio revés político, pero los responsables comunitarios decidieron aparcar
el problema y seguir adelante con la ratificación en los demás países. El 18 de junio se
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celebró el referéndum irlandés, con un sorprendente 68,7 por ciento de votos favorables,
y luego ratificaron el tratado los ciudadanos luxemburgueses. En cuanto a las
ratificaciones parlamentarias, debían plantear menos dificultades. Entre octubre y
diciembre, los parlamentos de Italia, Bélgica, Holanda, España y Portugal apoyaron
el tratado por amplia mayoría, aunque en el caso español fue necesario modificar el
artículo 13.2 de la Constitución para permitir el voto de los extranjeros comunitarios. La
ratificación era más complicada en Alemania donde, pese al consenso de las
direcciones de los partidos demócrata-cristiano, socialdemócrata y liberal, un amplio
sector de la opinión pública estaba movilizado contra la creación del euro, mientras que
los gobiernos de los estados (Länder) exigían a las autoridades de la Federación (Bund)
participación en las decisiones comunitarias que les afectaran.
El caso británico era aún más delicado. El Gobierno conservador de John Mayor, que
acababa de sacar a la libra del Sistema Monetario Europeo, había aceptado la
constitución de la UE siempre y cuando el Reino Unido no se viera obligado a aplicar
los principios de la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales de los
Trabajadores, y en el entendimiento de que no aceptaría la moneda única. Pero el
resultado negativo del referéndum en Dinamarca movió a una parte de los
parlamentarios conservadores, enemigos declarados del mercado único y conocidos
como «eurorrebeldes», a negar la ratificación del Tratado mientras no lo aceptara
Dinamarca. Y como los laboristas exigían la aplicación íntegra de los principios sociales
de la Europa de los Ciudadanos, el Gabinete no tenía la mayoría parlamentaria
requerida. A lo largo de los quince meses que duró la tramitación parlamentaria, el
premier Mayor estuvo en más de una ocasión a punto de dimitir.
Con todo, el caso que revistió mayores incertidumbres fue el francés. Tras el
referéndum en Dinamarca, el presidente Mitterrand anunció que, en lugar de la prevista
ratificación parlamentaria, Francia consultaría directamente a sus ciudadanos. Era una
apuesta muy arriesgada, dados los antecedentes y la incidencia de la crisis económica y
monetaria en un país que contemplaba con creciente preocupación el ascenso de
Alemania en el seno de la Comunidad y la competencia agrícola de los nuevos socios
meridionales. Las encuestas fueron recogiendo los efectos de la enérgica campaña de
los partidarios del «no», con un descenso continuo del entusiasmo por la Unión. Pero
cuando se celebró la consulta, el 3 de septiembre, resultó favorable al Tratado por un
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margen muy estrecho: el 51,3 por ciento de los votos.
A la vista de los problemas que estaba creando el referéndum danés, los gobiernos
europeos decidieron dar una oportunidad de rectificar a Copenhague. Durante semanas,
se negoció un acuerdo basado en una cláusula de exención (opting out, abreviado opt-
out) que permite a un Estado de la UE pactar la no aplicación de ciertos aspectos de las
políticas comunes en su ámbito estatal sin renunciar por ello a ser miembro de pleno
derecho de la Unión. En el Consejo Europeo de Edimburgo, reunido en diciembre de
1992, se ofreció a los daneses un acuerdo particular, que excluía «a cualquier otro
Estado miembro, existente o futuro», por el que no participarían en la tercera fase de la
Unión Económica y Monetaria, ni en los aspectos militares de la PESC y limitarían en
su territorio los derechos de la ciudadanía europea para los no daneses. Bajo estas
condiciones, Dinamarca celebró un nuevo referéndum el 18 de mayo de 1993, en el que
triunfó el «sí» con un 56,8 por ciento de los votos. Tras ello, y con la seguridad de que
podría contar con su propia cláusula opt-out acerca de la unión monetaria y la política
social, el Parlamento británico ratificó el Tratado el 2 de agosto, con la abstención de
los laboristas. Y la Ley Fundamental alemana fue modificada para permitir a las
regiones participar en la política federal respecto a la UE. Replicaron los euroescépticos
germanos presentando hasta una veintena de cuestiones de inconstitucionalidad, lo que
obligó a otras tantas sentencias denegatorias del Tribunal Constitucional. Finalmente, el
12 de octubre el Parlamento alemán ratificó el Tratado de Maastricht. Y así, con casi un
año de retraso sobre el calendario previsto, y en unas condiciones que le auguraban un
futuro complicado, arrancó la Unión Europea el 2 de noviembre de 1993.
3. DE LOS DOCE A LOS QUINCE
El Mercado Común Europeo se había constituido sobre un estricto modelo de
democracia política y sobre la idea del Estado de bienestar, que combinaba el
crecimiento económico vinculado al libre mercado con mecanismos públicos de
control y garantizaba un alto nivel de protección social para el conjunto de la
población. Un modelo parecido de organización socioeconómica preconizaba la otra
gran entidad mercantil de la Europa occidental, la Asociación Europea de Libre
Comercio (AELC, o EFTA), cuyos miembros eran reacios a aceptar principios de
integración propios de la CEE, como la unión aduanera, económica o monetaria, o la
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supranacionalidad en los asuntos políticos y sociales. Desde sus inicios, la AELC,
promovida por el Gobierno británico como alternativa al Mercado Común, se mostró
como un organismo mucho menos eficiente que su rival. Y tres de sus socios, el
Reino Unido, Dinamarca e Irlanda, no tardaron en solicitar su ingreso en la CEE, donde
fueron admitidos como miembros de pleno derecho en 1973, igual que Portugal en
1986. La AELC quedó, con ello muy debilitada. Además, el establecimiento del
mercado único en la Unión Europea, anunciado para 1993, incrementaría las
dificultades de los miembros de la Asociación para exportar a un mercado comunitario
altamente autosuficiente. Ello, junto con el inicio de la aplicación de los protocolos opt-
out que permitieron a británicos, daneses o irlandeses negociar cláusulas de
salvaguardia frente a determinados avances de la integración comunitaria, animaron a
otros cuatro socios de la AELC, Suecia, Finlandia, Noruega y Austria, a solicitar el
inicio de negociaciones para la adhesión a la UE.
Una parte importante de los responsables comunitarios no se mostraban favorables a
una nueva ampliación cuando España y Portugal estaban todavía en la fase transicional
de adaptación a las estructuras comunitarias. El presidente de la Comisión, Delors,
propuso en enero de 1989 que la Comunidad y la Asociación iniciaran un acercamiento
muy medido, a fin de hacer compatibles sus mercados y preparar con tiempo suficiente
las candidaturas al ingreso en la CEE. Entre la propuesta de Delors y la plasmación de
su idea en el Espacio Económico Europeo (EEE), transcurrieron cinco años con
acontecimientos tan trascendentales como la creación de la Unión Europea o la
disolución de la URSS y la caída de los sistemas comunistas en la Europa del Este,
que no podían considerarse sino favorables a los procesos de integración continental. El
2 de mayo de 1992, por lo tanto, los representantes de la CEE y los de la AELC
firmaron el Tratado de Oporto, que debía poner en marcha el EEE en enero de 1994.
El Espacio constituiría un Mercado Común extracomunitario, basado en las cuatro
libertades de circulación de la CEE: de personas, servicios, bienes y capitales. Los
países de la AELC adoptarían en este terreno la legislación comunitaria, pero
conservarían su libertad para mantener políticas comerciales propias. Quedaba
sobreentendido que se trataba de un acercamiento que culminaría con su ingreso en la
Unión.
Pero la ratificación del Tratado de Oporto demostró, una vez más, que en algunos países
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la voluntad integracionista de los responsables económicos iba más allá que los deseos
de la ciudadanía. El 6 de diciembre de 1992, los electores suizos, convocados a un
referéndum, se negaron a ratificar el Tratado por un 50,3 % de los votos, y la
Confederación Helvética no ingresó, por lo tanto, en el Espacio Económico Europeo.
La creación de esta área comercial dio impulso a las candidaturas a la UE de Suecia,
Austria, Finlandia y Noruega. Concluidas las negociaciones a finales de marzo de
1994, los cuatro países firmaron la adhesión el 25 de junio. Quedaba la ratificación, que
se realizó mediante referendos populares. En Austria, el referéndum se celebró antes de
la adhesión, el 12 de junio, con un 66,6% de votos favorables. También fueron
favorables, aunque con porcentajes muy ajustados, las consultas en Finlandia (56,9%) y
en Austria (52,8). Pero el caso noruego era especial. La resistencia a compartir las
riquezas pesqueras, y las expectativas de crecimiento económico generadas por la
explotación de los ricos yacimientos de petróleo en sus aguas territoriales del Mar del
Norte, mermaban mucho los posibles entusiasmos europeístas de los electores. El 28 de
noviembre, sólo otorgaron el 48,7% de los votos a la ratificación. Por lo tanto, Oslo
quedó fuera del paquete de nuevos miembros de la UE, en la que los otros tres
candidatos ingresaron formalmente el 1 de enero de 1995. Era la Europa de los
Quince.
Con la Asociación Europea de Libre Comercio reducida a Islandia, Noruega y
Liechtenstein, el Espacio Económico Europeo reforzó su condición de antesala de la UE
y de puente tendido a la cooperación económica con los estados europeos situados fuera
del área comunitaria, por lo que surgieron inmediatamente nuevos candidatos a utilizar
esta vía. Así sucedió con los diez países que ingresaron en la Unión en 2004, tras
presentar su adhesión al EEE en enero del año anterior.
4. CULMINACIÓN DE LA UNIÓN MONETARIA
La convocatoria de la Conferencia Intergubernamental (CIG) para preparar los
aspectos económicos del Tratado de Maastricht relanzó el debate sobre la Unión
Económica y Monetaria y sobre el cumplimento del Plan Delors, una vez que, en julio
de 1990, se abrió la primera fase de la UEM, con la entrada en vigor de la libre
circulación de capitales en el territorio de la Comunidad y comenzó el estudio de la
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segunda, que a partir de 1994 contemplaría la transición a la moneda única. Ya en la
segunda mitad de 1990 se plantearon algunos planes alternativos que buscaban acelerar,
o retrasar, la entrada de la moneda única. Así, el canciller del Exchequer británico, John
Mayor, propuso la consolidación del «ecu duro» como una auténtica moneda, pero que
circulase en paridad con las monedas nacionales de los países comunitarios. El
presidente del Banco central alemán, el Bundesbank, Karl Otto Pöhl, defendía una
unión monetaria a dos velocidades, con Alemania, Francia y el Benelux implantando
la moneda única en una primera fase y los demás socios adaptando sus economías para
una convergencia monetaria a más largo plazo. Esto era algo que rechazaban potencias
medianas como Italia o España, cuyo ministro de Hacienda, Carlos Solchaga, lanzó
una propuesta para que los Doce retrasaran la entrada en vigor de la segunda fase de la
UEM, a fin de que las economías menos eficientes pudiesen participar en la
concertación en igualdad con los grandes. De modo que, a lo largo de 1991, en la CIG
se dieron posturas enfrentadas, que hacía prever un complicado período transitorio hasta
la moneda europea.
4.1. La crisis monetaria de 1992-1993
Los costes del rápido proceso de reunificación de Alemania, las dificultades en la
ratificación del Tratado de Maastricht y la crisis económica mundial de 1992-93,
propiciada por el fuerte alza del precio del petróleo, pusieron en cuestión la solidez del
Sistema Monetario Europeo (SME), al que hasta entonces se auguraba una tranquila
evolución hacia la unión monetaria. De hecho, entre 1987 y 1992, el Mecanismo de
Tipos de Cambio (MTC), que era la base del Sistema, no había experimentado
variación en sus paridades, fuera de una ligera corrección de la lira italiana en 1990.
La absorción de la RDA por la RFA implicó el traspaso al sistema germano-occidental
de una economía más pobre y radicalmente distinta, casi exclusivamente vinculada a un
sector público que había que reconvertir y privatizar con una rapidez en muchos casos
traumática para unos alemanes del Este entre los que la reunificación había generado
desmesuradas expectativas de elevación del nivel de vida. En los primeros años
noventa, por lo tanto, el gasto público con relación a la antigua RDA —subvenciones a
la reconversión, cobertura del paro masivo generado por la privatización y el cierre de
empresas, adaptación de las infraestructuras— se disparó, al tiempo que el acceso al
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mercado de millones de nuevos consumidores incrementaba extraordinariamente las
importaciones de la RFA, especialmente en los productos alimentarios. Los altísimos
costes de la reunificación alemana, mal previstos o políticamente inevitables, tuvieron
un efecto devastador sobre el SME, que descansaba en buena medida sobre la
estabilidad del tipo de cambio del marco, ante la debilidad de las restantes divisas.
También fue muy negativa para el Sistema la seria recesión de la economía mundial en
1992-93, que afectó gravemente a los mercados de Europa, donde el paro, y por lo tanto
el gasto social, se dispararon. Era evidente que Berlín adoptaría unilateralmente
políticas de restricción monetaria a fin de contener la inflación y el déficit en la
economía alemana. En 1992, los tipos de descuento aplicados por las autoridades
germanas triplicaban los de 1989. Y ello, sobre todo si se aceptaba la pretensión del
Bundesbank de revaluar el marco, tendría inmediatas repercusiones sobre las economías
de sus socios comunitarios.
En un modelo de libre circulación de capitales, con alta inflación en Alemania y baja en
el resto de la UE, los restantes países miembros se vieron impelidos a aplicar también
políticas monetarias restrictivas para mantener la paridad con el marco. Ello incidió
negativamente en sus expectativas de crecimiento y en los sistemas de protección
social, especialmente la cobertura del paro, más necesarios que nunca en plena crisis
económica mundial. Se unió a ello la publicación del dato del aumento de los costes
laborales en el Reino Unido, España, Italia y Portugal, cuyas economías perdían
competitividad de forma acelerada. En esta situación, con una creciente desconfianza de
los mercados financieros hacia el SME, el rechazo de los daneses a ratificar en
referéndum el Tratado de Maastricht, en junio de 1992, desató a finales del verano una
oleada de movimientos especulativos contra las monedas más débiles, que hicieron
tambalearse el MTC y, con él, el conjunto del Sistema.
El marco finlandés fue la primera víctima: a partir del 8 de septiembre cayó el 12,5 por
ciento y tuvo que abandonar el cesto de paridades del ecu. A continuación, los
especuladores atacaron la corona sueca, pero Estocolmo reaccionó elevando sus tipos
de interés y duplicando sus reservas mediante préstamos en el mercado internacional,
con lo que pudo mantenerse, de momento, en su banda de fluctuación. Cargaron
entonces contra la lira italiana, que hubo que devaluar, y luego contra la libra
esterlina. El 16 de septiembre el Gobierno británico, fracasado el intento de paliar los
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ataques con un aumento del tipo de interés, anunció la devaluación y el abandono de la
disciplina cambiaria y del SME, lo que a continuación hizo también la lira mientras la
siguiente moneda en la lista, la peseta española, se devaluaba el 5 por ciento. En
noviembre, la corona sueca no pudo resistir más, se devaluó un 11 por ciento respecto al
marco y abandonó el Sistema, seguida por la dracma griega. Mientras, el Bundesbank,
con su divisa crecientemente revalorizada, mostraba escaso interés en implicarse en el
apoyo a aquellas monedas europeas incapaces de situarse en su estela.
Tras algunos meses de calma, en abril de 1993 se reanudaron los ataques especulativos
contra los integrantes más débiles del SME. La acción combinada de los bancos
centrales no logró evitar una nueva devaluación de la peseta, del 8%, y del escudo
portugués, del 6,5. Al llegar el verano, la situación del MTC era muy delicada. Francia,
Bélgica y Dinamarca habían bajado sus tipos de interés, aunque menos que Irlanda,
España y Portugal, enfrentadas a una nueva devaluación que les obligaría a abandonar la
banda de fluctuación. Cuando, en su reunión del 29 de julio, las autoridades del
Bundesbank se negaron a reducir el tipo de descuento que aplicaban, el SME entró en lo
que podía ser una fase de liquidación. Dos días después, los ministros de Finanzas se
reunían y tomaban una decisión drástica, el llamado compromiso de Bruselas: ampliar
la banda de fluctuación autorizada de las divisas del área del ecu, de ±2,25 por ciento a
±15. Era un balón de oxígeno que detuvo la crisis especulativa. Pero, como en su tiempo
lo fue la serpiente monetaria, se trataba de un parche que ponía de relieve la ficción en
que se había convertido el SME. Ahora era sumamente evidente la necesidad de ir hacia
una rápida implantación de la moneda única en el territorio de la Unión Europea.
4.2. La implantación del euro
Conforme a lo establecido por el Tratado de Maastricht, el 31 de diciembre de 1993
culminó la primera etapa de la Unión Económica y Monetaria con el establecimiento de
la libre circulación de capitales dentro de la UE. Al día siguiente, se abrió la segunda
etapa, que debía conducir a la creación de la moneda única, el euro, para la que se fijó
como fecha el primer día de noviembre de 1999. El aspecto más complicado de esta
segunda fase de la UEM era la fijación y aplicación de los criterios de convergencia
monetaria y fiscal, o criterios de Maastricht, que debían armonizar los sistemas
nacionales limitando sus diferencias antes de la creación del euro. Siguiendo al Plan
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Delors, el Tratado de Maastricht fijaba cuatro criterios de convergencia para cada
estado miembro, destinados a reducir la inflación y las fluctuaciones de los tipos de
cambio y de interés, sin cumplir los cuales no podrían acceder a la tercera fase de la
UEM, es decir, a la moneda única:
a). Una tasa de inflación no mayor en un 1,5% a la media de los tres estados con menor
inflación de la UE durante el año anterior a su adopción de la moneda europea.
b). Un déficit público menor al 3% del PIB y Deuda pública no superior al 60% del
mismo, en el momento del ingreso en la Unión Monetaria.
c). Moneda nacional estable dentro del Sistema Monetario Europeo, sin devaluaciones
en los dos últimos años. Los países que no estuvieran en el SME no podrían
concurrir a la moneda única.
d). Tipo de interés nominal a plazo medio de diez años estable y no superior al 2% de la
media de los tres estados con menor tasa de inflación.
Los criterios de convergencia comenzaron a aplicarse cuando las monedas europeas
acababan de atravesar por fuertes tensiones especulativas, que ponían de relieve la
vulnerabilidad del SME, y con la economía alemana digiriendo con problemas la
incorporación de la RDA. El nivel de cumplimiento era muy diferente y pronto quedó
claro que salvar la brecha entre países ricos y pobres exigiría sacrificios a estos y un
esfuerzo de cooperación a aquellos.
La segunda fase de la UEM, abierta el 1 de enero de 1994 y que se prolongaría hasta
1999, se cubrió conforme a las previsiones de Maastricht. Para conducir el proceso se
congeló la proporcionalidad de las monedas nacionales en el ecu y se creó un
organismo regulador, el Instituto Monetario Europeo (IME), que absorbió las
funciones de los dos organismos básicos del Sistema Monetario Europeo: el Comité de
gobernadores de los Bancos Centrales, creado en 1964, y el Fondo Europeo de
Cooperación Monetaria, que desde 1973 venía gestionando las intervenciones
comunitarias en los mercados de cambios y promoviendo normativa sobre reservas para
los bancos centrales. El IME era una institución destinada, básicamente, a preparar la
transición desde el SME a la Unión Monetaria, pero sin capacidad para dirigir las
políticas monetarias de los estados miembros ni para intervenir el mercado cambiario.
Sería necesario llegar a la tercera fase de la UME para que el sucesor del IME, el Banco
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Central Europeo, asumiera tales capacidades.
El Consejo Europeo tomó la decisión formal, en su reunión de Madrid de diciembre de
1995, de crear la moneda única, que comenzaría a funcionar con la tercera fase de la
UEM, el 1 de enero de 1999. Se la denominó «euro», palabra de fácil encaje en todos
los idiomas y alfabetos de la Unión. El Consejo de Madrid definió un calendario de
entrada del euro, que se inició con el establecimiento, a cargo del IME, de un nuevo
modelo de Mecanismo de Tipos de Cambio —llamado MCTII— con vistas a fijar
paridades y asignarlas a la reconversión monetaria. En el Consejo Europeo de Dublín,
en diciembre de 1996, los gobiernos suscribieron el Pacto de Estabilidad y
Crecimiento, destinado a garantizar la disciplina presupuestaria, hasta la carencia de
déficit, y la estabilidad monetaria de los candidatos a ingresar en el área del euro (la
eurozona).
A la vista de los informes de la Comisión Europea y del IME, el Consejo Europeo
reunido en Cardiff el 3 de mayo de 1998, estudió el grado de cumplimiento de los
criterios de convergencia alcanzado por los diversos países a lo largo de la segunda fase
de la UEM. Las tareas fijadas en Maastricht se habían hecho a medias, incluso con la
incorporación de tres países ricos con estados eficientes, como eran Austria, Finlandia y
Suecia. Si en la primavera de 1993 únicamente Luxemburgo cumplía los cuatro
criterios, en enero de 1998, sólo cinco de los quince países miembros cumplían el
criterio fundamental, el de contención del déficit público: Dinamarca, Irlanda,
Luxemburgo, Países Bajos y Finlandia. En el caso de Alemania, los costes de la
reunificación seguían pasando factura, ya que su coeficiente de endeudamiento era el
más alto de la Unión. A la vista de este fracaso, que podía poner en cuestión la propia
continuidad de la UE, la Comisión Europea recomendó al Consejo que se bajara la
exigencia hasta permitir un déficit del 3% del PIB, lo que cumplían todos excepto
Grecia. También el país heleno era la única excepción en el control de la inflación ya
que, con un 5,8 anual, superaba el 2,7 fijado. En cuanto a la estabilidad monetaria, todos
cumplían, con excepción de la libra irlandesa y de la dracma griega, que se incorporaba
en ese momento al MTC II, tras años de turbulencias fuera del SME. Y la corona sueca
y la libra esterlina seguían fuera del Sistema, por lo que no ingresarían en la Unión
Monetaria. Finalmente, en los tipos de interés a largo plazo era, una vez más, los
griegos quienes estaban muy por encima del valor de referencia.
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En once de los doce candidatos se podían dar por cumplidos los criterios de
convergencia, cuyo nivel de exigencia no era muy estricto e incluso se rebajó en la
cuestión del déficit público para evitar que quedaran fuera varios países, incluida
Alemania. Sólo Grecia incumplía manifiestamente algún criterio —los cuatro, en
realidad— y su moneda quedó fuera de la futura eurozona, a la que se incorporaría un
par de años más tarde. El Reino Unido, Suecia y Dinamarca cumplían todos los
criterios, pero no habían solicitado la adhesión al euro, por lo que conservaron sus
monedas acogiéndose a una cláusula opt-out. Mónaco, San Marino y el Vaticano, tres
miniestados que no formaban parte de la UE pero que estaban en el área del franco
francés y de la lira italiana, entraron en este primer paquete de la Unión Monetaria.
El 25 de mayo de 1998 se dio el tercer gran paso de esta fase de la UEM al constituirse
el Banco Central Europeo (BCE), que sustituiría al IME en la coordinación de las
políticas monetarias de la Unión. El BCE, dotado de un carácter plenamente
supranacional, se convertía en el organismo coordinador del Sistema Europeo de
Bancos Centrales (SEBC), en cuyo seno los reguladores bancarios de los países de la
eurozona actuarían con plena independencia de sus ejecutivos nacionales. La sede del
BCE se estableció en la ciudad alemana de Frankfurt del Meno y su primer presidente
fue el holandés Win Duisenberg, antiguo funcionario del Fondo Monetario
Internacional.
Conforme estaba previsto, el 1 de enero de 1999 se inició la tercera fase de la UEM
con la entrada en vigor del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, que pretendía
eliminar totalmente el déficit público estableciendo severos límites a las políticas
presupuestarias y al endeudamiento de los estados, y con la fijación irrevocable, por el
SEBC, de los tipos de cambio de las once monedas que se integrarían en el euro (€).
Este, se creó entonces, poniendo fin a la existencia del ecu (CE). Pero durante los tres
años siguientes, el euro funcionó sólo virtualmente, como la desaparecida unidad de
cuenta europea, a fin de dar un plazo para adaptar las cifras macroeconómicas y los
sistemas de pago corrientes de los países miembros a la cuantificación en la nueva
moneda común. A fin de familiarizar a los ciudadanos con el uso cotidiano del euro
durante estos años se solían facilitar los precios y los importes, incluso de las facturas
más pequeñas, en euros y en la moneda nacional, y se divulgaron ampliamente sencillas
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reglas mnemotécnicas de conversión automática (por ejemplo, seis euros, mil pesetas)
Terminada la fase de transición, el 1 de enero de 2002 el euro se convirtió en una
divisa real, con un completo sistema de unidades en circulación, que iban desde las
monedas fraccionales de un céntimo a los billetes de 500 €. A mediados de ese año, las
monedas nacionales, que habían seguido circulando, fueron retiradas y la moneda única
se hizo realidad en la eurozona.
5. EL TRATADO DE ÁMSTERDAM
Los negociadores del Tratado de Maastricht eran conscientes de que el acuerdo que
ponía en marcha la Unión Europea era un marco claramente insuficiente para su
desarrollo. El lento y accidentado proceso de su ratificación en los países miembros
vino a confirmar, por otra parte, que el euroescepticismo, como corriente de opinión
pública, era un elemento cada vez más relevante en la política interior de los socios. Por
lo tanto, el artículo N del Tratado no sólo recogía el procedimiento de su revisión, a
propuesta de la Comisión Europea o de cualquier Gobierno, sino que establecía ya una
fecha, mediante la conocida como cláusula de rendez-vous, para iniciarla.
Los gobiernos del democristiano Helmut Khol y del neogaullista Édouard Balladur se
esforzaban por mantener activa la entente franco-germana, que se vio fortalecida a
partir de mayo de 1995, con la llegada a la presidencia de la República del también
neogaullista Jacques Chirac. Apoyados por los gobiernos del Benelux, Berlín y París
buscaban reforzar el papel político de las instituciones comunitarias, especialmente
del Parlamento, así como acelerar la reconversión de los sistemas económicos y
sociales de la Europa del Este, y ponían énfasis en desarrollar los aspectos militares
de la PESC reactivando la Unión Europea Occidental (UEO) con el proyecto de un
Euroejército. Pero, desde el inicio de la etapa post-Maastricht, se habían ido
sucediendo diferencias de planteamiento sobre la evolución del Tratado. La opinión
pública alemana se resistía a abandonar su sólida moneda a favor del euro y los políticos
germanos —y no sólo ellos— eran muy reticentes ante el proyecto de reforzar las
votaciones en el Consejo por mayoría cualificada cuando era previsible que un aluvión
de nuevos ingresos redujera la influencia de los cuatro «grandes» al disminuir su
porcentaje de voto ponderado. En Francia eran, sobre todo, la futura ampliación a los
ciudadanos del Este del área de libre circulación de personas establecida en Schengen y
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la apertura del mercado comunitario a las agriculturas de esos países, lo que creaba
resistencias. Por su parte, el Gobierno conservador británico rechazaba la unión
monetaria, se negaba a aceptar los aspectos sociales de Maastricht y no quería nuevos
avances en ese sentido. Y un problema de gran envergadura lo planteaban los socios
comunitarios neutralistas —Finlandia, Suecia, Austria e Irlanda— que se resistían a
integrarse en la UEO, un organismo que hasta entonces había estado estrechamente
subordinado a la OTAN.
Conforme a las disposiciones del Tratado de Maastricht, los gobiernos comunitarios
pusieron en marcha el procedimiento de revisión a comienzos de 1995, abriendo un
período de consultas a los estados. Recibidas las respuestas, en la primavera se creó el
denominado «grupo de reflexión», presidido por el español Carlos Westendorp, que
en diciembre de ese año concluyó un documento con propuestas sobre las tres líneas
fundamentales de reforma del Tratado:
1) Reforzar la Europa de los Ciudadanos.
2) Preparar las instituciones comunitarias para la gran ampliación hacia el Este.
3) Fortalecer la capacidad de acción de la UE en el exterior impulsando la PESC.
Conforme a este plan, el Consejo Europeo de Turín, en marzo de 1996, convocó una
Conferencia Intergubernamental para estudiar modificaciones a los Tratados de Roma y
de Maastricht.
La CIG debatió el proyecto de Tratado complementario durante año y medio, con las
dificultades que eran de esperar y que enfrentaban, sobre todo, la visión neoliberal de
las restrictivas políticas de convergencia hacia la Unión Económica y Monetaria y
la socialdemócrata de la Europa de los Ciudadanos, que incidía en las políticas
sociales públicas. Se sumaba a ello las disensiones entre grandes y pequeños en la
cuestión del voto por mayoría cualificada en el Consejo, ya que la previsible entrada de
numerosos estados con escaso peso demográfico y económico podía hacer peligrar el
porcentaje asimétrico para la «minoría de bloqueo» que, hasta entonces, primaba a los
grandes estados. Grandes que pretendían reordenar el sistema de ponderación de votos
para no perder lo que los pequeños entendían que era un auténtico derecho de veto.
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Pero en la primavera de 1997 hubo dos cambios de gobierno que contribuyeron a
facilitar el consenso. En mayo, luego de 18 años de gobierno conservador en el Reino
Unido, llegó al poder el laborista Tony Blair con un proyecto de «tercera vía» que
buscaba conjugar el liberalismo económico con las políticas socio-laborales de la
UE. Con ello cesó el veto del Parlamento de Londres a estas y el Gabinete suscribió,
con ocho años de retraso, la Carta Comunitaria de los Derechos Sociales Fundamentales
de los Trabajadores. Y un mes después, el socialista Lionel Jospin asumía en Gobierno
en Francia en coalición con comunistas y ecologistas y reforzaba así al grupo de
quienes, desde el centro-izquierda, buscaban un fortalecimiento de la Europa «social»
frenando la deriva neoliberal de la Unión.
Tras este reequilibrio de fuerzas, y como sucediera en 1992, los representantes
gubernamentales en la CIG buscaron sortear las dificultades pactando un acuerdo de
mínimos. El proyecto de tratado fue aprobado en el Consejo Europeo de Ámsterdam, el
17 de junio de 1997. El 2 de octubre lo firmaron los ministros de Asuntos Exteriores de
los países miembros y entró en vigor el 1 de mayo de 1999, tras su ratificación por los
diversos parlamentos nacionales.
El Tratado de Ámsterdam contenía modificaciones a los aún vigentes tratados
fundacionales de las Comunidades Europeas y trece protocolos que desarrollaban
modificaciones y ampliaciones a los tres pilares de la UE establecidos en
Maastricht. Era un conjunto de avances modestos, pero firmes, hacia la Unión
Europea, aunque estaban lejos de satisfacer las expectativas integracionistas y
federalistas con que se había planteado la reforma en su inicio y no suponían un avance
real en la superación del «déficit democrático» frente a la sociedad civil que muchos
señalaban en el funcionamiento de las instituciones y en los procedimientos de gestión y
consulta de la UE.
Quizá el aspecto más desarrollado en 1997, porque lo había sido escasamente en 1992,
era lo que se conocía genéricamente como la Europa de los Ciudadanos, que afectaba
al ámbito de los derechos de las personas y a su relación con las instituciones. En este
sentido se explicitaba el concepto de «ciudadanía de la Unión», apenas esbozado en
Maastricht, los derechos que conllevaba y su relación con las respectivas ciudadanías
nacionales, cuestiones que estaban presenten en la agenda comunitaria por lo menos
22
desde el Informe Tindemans de 1974. Al efecto, el artículo 17 establecía que se creaba
una ciudadanía de la Unión, siendo ciudadano de la Unión toda persona con
nacionalidad de una Estado miembro y que sería complementaria de la ciudadanía
nacional.
Ello traería importantes consecuencias para los ciudadanos de los países miembros,
como el voto y la elegibilidad en cualquier país de residencia del territorio comunitario,
tanto en las elecciones municipales como en las del Parlamento europeo, o el derecho
individual de petición y de mediación ante la Asamblea de Estrasburgo.
El Tratado, que activaba el Acuerdo Social contenido en el de Maastricht, contenía
protocolos sobre políticas activas de empleo, igualdad entre varones y mujeres, lucha
contra la marginación social y la discriminación, políticas de medio ambiente,
cooperación en asuntos de salud pública, protección al consumidor y utilización de las
lenguas oficiales de todos los estados miembros en los documentos de las instituciones
de la Unión.
En lo referente a estas, se reforzaban las competencias del Parlamento expandiendo su
ámbito de codecisión legislativa con el Consejo de Ministros y otorgándole la
posibilidad de rechazar el nombramiento del presidente de la Comisión; se fortalecía el
marco institucional de la Comisión Europea, que debía ampliar considerablemente el
número de comisariatos y su estructura burocrática según fueran ingresando los PECO;
aumentaban las competencias del Tribunal de Justicia en el ámbito de los derechos
humanos y de las políticas de seguridad interior de la UE, sobre temas como el asilo, la
inmigración, la libre circulación de personas o la cooperación entre organismos
judiciales; y se reforzaba el principio de subsidiariedad con un protocolo que marcaba
sus pautas jurídicas vinculantes. No se habían logrado, sin embargo, apenas avances en
la vital cuestión de la mayoría cualificada en el Consejo, cuya modificación se dejó a la
posterior negociación de otra CIG. En Ámsterdam, por otra parte, se introdujo el
principio de la cooperación reforzada, que permitiría a un país comunitario
concertase con otros para cumplir objetivos de la integración en forma y plazo distintos
a los de los restantes socios. Ello, con la gran ampliación a la Europa del Este en
puertas, fue interpretado por los críticos del Tratado como la implantación de una
Unión Europea de varias velocidades, que podía ampliar las distancias entre ricos y
23
pobres.
En el ámbito de pilar de Justicia y Asuntos Interiores, el Tratado incidía en la idea de
que la Unión se definía como «un espacio de libertad, seguridad y justicia». Se
reforzaban las políticas de igualdad entre los ciudadanos, se fortalecían las garantías
sobre protección de datos y libre circulación de las personas, dando cobertura en el
ámbito supranacional de la UE al Acuerdo de Schengen —hasta entonces un acuerdo
entre estados, que era incorporado ahora al acervo comunitario— y se avanzaba en la
cooperación policial y judicial. Sin embargo, el Reino Unido, Irlanda y Dinamarca,
introdujeron en el tratado de Ámsterdam protocolos particulares opt- out, restrictivos de
la aplicación en sus territorios de las medidas de la «Europa sin fronteras».
Finalmente, en relación con la Política Exterior y de Seguridad, la PESC, se favorecía la
adopción de acuerdos por mayoría cualificada en el Consejo de Ministros; se creaba un
Alto Representante —pronto conocido como mister PESC— que asumiría la imagen
de la política exterior de la UE; se establecía un procedimiento de alerta rápida para el
análisis y la decisión colectiva en caso de crisis internacional urgente; y se oficializaban
las misiones Petersberg, que desde 1992 (crisis yugoslava) permitían la intervención
militar de la Unión en terceros países con fines humanitarios o de restablecimiento de la
paz.
1
TEMA 9. DE LOS QUINCE A LOS VEINTISIETE
1. EL PARLAMENTO EUROPEO, 1994-2004
El órgano asambleario de las Comunidades Europeas constituía, tradicionalmente, el
ejemplo más relevante del «déficit democrático» que los críticos atribuían a las
instituciones comunitarias. Aunque en sucesivas reformas el Parlamento de
Estrasburgo había adquirido un cierto control sobre el Presupuesto comunitario y sus
opiniones debían ser estudiadas por el Consejo de Ministros, y a pesar de que su
elección por sufragio universal desde 1979 había implicado una mayor representatividad
ante la ciudadanía, seguía siendo un organismo con escasa influencia en la política
de las Comunidades. El hecho de que los federalistas se mostraran muy activos en el
Parlamento llevaba a los gobiernos europeos a atemperar un tanto sus propósitos de
impulsar, a través de él, un auténtico poder legislativo supranacional.
Hasta el Acta Única de 1986, la Eurocámara se había limitado prácticamente a adoptar
declaraciones, a realizar propuestas al Consejo de Ministros y a la Comisión y a
manifestar su «opinión conforme» en temas como la admisión de nuevos miembros, la
asociación con estados extracomunitarios, la creación y ejecución de fondos
estructurales y de cohesión, o el nombramiento del presidente de la Comisión Europea.
Su único poder real era la posibilidad de hacer caer a la Comisión con un voto de
censura y el control de algunos capítulos reglamentarios del gasto comunitario, los
llamados recursos propios, con exclusión de los destinados a la PAC. Con la
introducción del sufragio universal se dotó al Parlamento de un cierto poder de
decisión legislativa, que el Acta Única fijó a través del mecanismo de cooperación con
el Consejo de Ministros. Las resoluciones de este debían ser estudiadas por la Cámara
parlamentaria, que podía devolverlas con enmiendas. En tal caso, el Consejo debía
proceder a un nuevo estudio, pero eran los ministros quienes tenían la última palabra,
incluso para rechazar las objeciones de los eurodiputados.
El Tratado de Maastricht, y luego el de Ámsterdam, ampliaron los ámbitos
normativos donde era necesaria la cooperación entre Parlamento y Consejo en
cuestiones como el mercado interior, la libertad de circulación y de establecimiento, la
aproximación de las legislaciones nacionales, las políticas medioambientales, la
2
educación, la cultura, o la sanidad, aunque sin abordar cuestiones fundamentales, como
la PAC, la política exterior o la propia revisión de los tratados comunitarios. Y para
reforzar el papel de la Asamblea parlamentaria se introdujo el procedimiento de
codecisión legislativa. En adelante, el Consejo de Ministros no podría desoír las
enmiendas del Parlamento a sus reglamentos, decisiones y directivas en aquellos
ámbitos en los que el organismo parlamentario ejercía la codecisión con el Consejo. En
caso de que la Cámara, por mayoría absoluta, rechazase el texto remitido por el
Consejo, ambos organismos estaban obligados a integrar una comisión de conciliación
que negociaba un acuerdo. Pero, ahora, sin la aprobación de la mayoría absoluta del
Parlamento, las normas objeto de debate no podrían ser adoptadas por la Comunidad.
De este modo, el órgano parlamentario de la UE amplió su actuación sobre el Consejo y
la Comisión mediante cuatro procedimientos obligatorios de rango progresivo:
La consulta.
La opinión conforme.
La cooperación.
La codecisión legislativa.
Pero en todos ellos, sobre todo en los tres primeros, siguió teniendo una capacidad de
iniciativa y de decisión muy limitada por los intereses y los puntos de vista del Consejo
de Ministros y, por lo tanto, de los Ejecutivos de los países miembros. Y, lo que era aún
más significativo, los jefes de Estado y de Gobierno mantuvieron en Maastricht y
Ámsterdam su negativa a que fuese el Parlamento Europeo quien asumiera el
protagonismo en la elaboración, aprobación o modificación de los tratados
constituyentes que iban jalonando la integración continental.
1.1. De la izquierda a la derecha
En el decenio que transcurre entre 1994 y 2004, el Parlamento Europeo vivió un
cambio político que se correspondía a tendencias crecientemente manifiestas en el
electorado de los países de la UE. Primero, la disminución de la presencia de la
socialdemocracia en el conjunto de los gobiernos y parlamentos, propiciada en
buena medida por el desgaste de unos gobiernos de centro-izquierda en crecientes
3
dificultades para sostener los logros del Estado de bienestar ante los criterios restrictivos
de la convergencia monetaria, por la pérdida de los referentes de izquierda frente a la
«tercera vía», de inspiración liberal, que asumieron muchos partidos socialistas en estos
años —lo que llevó a la ruptura de la poderosa socialdemocracia alemana— o por el
avance del neoliberalismo como doctrina de referencia en la construcción europea. Y al
tiempo, la decadencia, como referente de la derecha europea, de la antaño
hegemónica democracia cristiana, en beneficio de formulaciones más derechistas,
como el neoconservadurismo, de raíces thatcherianas, cada vez más influyente en el
Partido Popular Europeo y vinculado al fenómeno «neocon» de la extrema derecha
norteamericana; como el nacionalismo radical, con modelos en el Frente Nacional
francés y el Partido de la Libertad austríaco; o como el populismo, de escasa
fundamentación ideológica y cuya más conocida encarnación en estos años fue Forza
Italia, el grupo que presidía el empresario de la comunicación Silvio Berlusconi.
Cuando el Consejo Europeo aprobó el Tratado de Maastricht, estas tendencias
electorales, que apenas apuntaban, favorecían ya un cambio significativo en la
composición de los grupos parlamentarios de Estrasburgo: el progresivo
agrupamiento de la derecha y el centro derecha. Al comienzo de la legislatura, en
1989, el Grupo Socialista contaba con 180 diputados, el 34, 7% de los escaños. En
1992 eran 179. Pero, en el mismo plazo, el Partido Popular, de origen democristiano
pero que incorporaba a diputados conservadores y liberales, había pasado de 121 a 162
diputados, es decir, del 23,3 al 31,3% de los escaños. Como el Parlamento seguía
teniendo 518 diputados, el crecimiento del PPE se había producido a costa del grupo
de independientes y de otros grupos derechistas, como el Grupo Liberal y
Demócrata, los Demócratas Europeos o las Derechas Europeas, tres grupos
parlamentarios que habían pasado de reunir un centenar de diputados a tan sólo ochenta.
Si la Cámara de 1989 tenía 518 escaños, la de 1994, con el mismo número de países,
tenía 567. La gran beneficiaría de la ampliación era la República Federal Alemana,
cuya población había crecido considerablemente tras la incorporación de la RDA:
pasaba de 81 a 99 eurodiputados. Los otros tres grandes, Francia, Italia y el Reino
Unido, crecían menos, de 81 a 87. España pasaba de 60 a 64 y Holanda, de 25 a 31.
Entre los países menos poblados, Bélgica, Portugal y Grecia sólo ganaban un escaño, de
24 a 25, y mantenían su representación Dinamarca (16), Irlanda (15) y Luxemburgo (6).
4
En las elecciones 9 y 12 de julio de 1994, se mantuvo la tendencia a la bajada de la
participación. Si cinco años antes había votado el 58,5% del censo, ahora lo hizo el
56,8, aunque con grandes diferencias entre países, que iban desde aquellos con voto
obligatorio —Bélgica, 90,7%, Luxemburgo, 88, 5, Italia, 74,8— hasta el 35,5% de
Portugal, o el 35,6 de Holanda.
Siguiendo las directrices trazadas por el Tratado de Maastricht, el Parlamento de 1994
reforzó la tendencia a acoger partidos «europeos» estables, en los que se integraban
organizaciones nacionales más allá de su mera coalición en grupos parlamentarios cada
legislatura. Así, la Confederación de Partidos Socialistas se transformó ya en 1992 en
el Partido de los Socialistas Europeos, que en la legislatura de 1994 se mantuvo como
principal grupo de la Cámara, con 198 diputados. El Partido Popular Europeo le
seguía de cerca con 157 escaños, mientras que los liberales y demócratas, el tercer
grupo de la Cámara pero en franco retroceso frente al PPE, sólo alcanzaban los 43. Sin
embargo, los ecos de la traumática ratificación de Maastricht se manifestaron en un
significativo crecimiento de la derecha nacionalista, no necesariamente euroescéptica,
representada sobre todo por dos grupos: Forza Europa, integrado por los diputados de
la Forza Italia de Berlusconi, y la Alianza de los Demócratas Europeos, que
encabezaban los neogaullistas de Jacques Chirac. En el verano de 1995, ambos grupos
se fusionaron en la Unión por Europa, que con sus 53 diputados se convirtió en la
tercera fuerza del Parlamento, desplazando a los liberales. Seguían, con 19 diputados,
los liberal-radicales italianos y franceses, unidos en el grupo Alianza Radical
Europea, con 19 escaños, y otros tantos tenía la Europa de las Naciones, grupo
integrado por los euroescépticos daneses, franceses y holandeses. En conjunto, la
Eurocámara había alcanzado un cierto equilibrio, con 272 diputados adscritos a grupos
de derecha y centro-derecha y 268 a grupos de izquierda y centro-izquierda. Ello se
recogió en el perfil de sus dos presidentes a lo largo de la legislatura: el socialdemócrata
alemán Klaus Hänsch, entre 1994 y 1997, y el democristiano español José María Gil-
Robles, miembro del Partido Popular, entre 1997 y 1999. Una vez más, sin embargo, la
composición del Parlamento Europeo fue alterada, en mitad de una legislatura, por la
incorporación de nuevos miembros. En este caso, el ingreso de Austria, Finlandia y
Suecia obligó, en 1995, a ampliar hasta 626 el número de escaños de la Cámara, a la que
los tres países enviaron representantes de sus parlamentos nacionales. Luego celebraron
5
elecciones parciales. En Suecia, el 17 de septiembre de ese año, ganaron los
socialdemócratas, con 7 diputados, seguidos de los 5 del Partido Moderado, socio
local del Partido Popular Europeo. Finlandia y Austria celebraron sus comicios en
octubre de 1996. En la primera, quedaron empatados, con cuatro diputados, los
socialdemócratas, la derechista Coalición Nacional y el liberal Partido del Centro. En
Austria el triunfo fue para el Partido Popular, con siete diputados, seguido por los seis
de los socialdemócratas y otros tantos del ultraderechista Partido de la Libertad.
Las elecciones celebradas los días 10, 11 y 13 de junio de 1999, fueron las primeras
generales de la Europa de los Quince. Y también las últimas, ya que se aproximaba la
gran ampliación a la Europa del Este. El porcentaje de participación siguió cayendo
hasta el punto de que, por primera vez, la abstención, con un 50,2, superó a los votos
emitidos. Nuevamente, el electorado acudió en forma masiva donde el voto era
obligatorio, sobre todo en la muy europeísta Bélgica, donde subió al 91 por ciento del
censo. Esta vez fueron los británicos, con el 24 por ciento de participación, los que se
situaron a la cola y los tres nuevos miembros contribuyeron con porcentajes situados
por debajo de la media: un 38,8 por ciento los suecos, un 49,5 los austriacos y un 31,4
los finlandeses. Una de las razones que se dieron para explicar este decaimiento del
entusiasmo europeísta fueron los escándalos que entonces afectaban a la Comisión
Europea por el mal uso del Presupuesto comunitario y que habían forzado la
dimisión de su presidente, el luxemburgués Jacques Santer, el 15 de marzo.
Las elecciones de 1999 propiciaron un más que simbólico vuelco en la orientación del
Parlamento. Por primera vez en su historia, el Partido Popular Europeo superó a
los socialistas, con 233 escaños frente a 180, aunque buena parte de este crecimiento se
debía a la adhesión de los seguidores de Chirac y Berlusconi, tras su salida del grupo
Unión por Europa. Ello diluyó aún más el primitivo color democristiano y centrista del
PPE, que reconoció la creciente influencia de la derecha conservadora en su seno
cambiando el nombre de su grupo parlamentario a Partido Popular Europeo-
Demócratas Europeos (PPE-DE). El grupo Liberal y Demócrata tenia 50 escaños; 48
los Verdes; Izquierda Unida Europea, 42; y el sector de los conservadores
nacionalistas de la Unión por Europa que no se habían integrado en el PPE,
especialmente las italianas Alianza Nacional y Liga Norte formaban la Unión por la
Europa de las Naciones, con 31 diputados; la derecha euroescéptica, agrupada en la
6
Europa de las Democracias y las Diversidades, tenían 16; y los independientes y no
inscritos eran 26.
En las dos legislaturas del Parlamento Europeo de 1994-99 y 1999-2004, los electores
siguieron apoyando, aunque cada vez con menor fuerza, a las ideologías moderadas, la
socialdemocracia y la democracia cristiana, que habían asumido desde el comienzo
los roles fundamentales en la integración continental. Crecían los conservadores,
mantenían sus pequeñas representaciones liberales y comunistas, y se había producido
el ascenso, ciertamente modesto, de los ecologistas y la práctica desaparición de una
opción neofascista manifiesta. Pero en el horizonte de la primera década del siglo XXI
estaba la mayor ampliación de miembros de la historia de la Unión. Los países de la
Europa del Este, concluyendo, o apenas concluidas sus transiciones desde las dictaduras
de partido único, eran una incógnita electoral que podía condicionar el futuro rumbo de
la Asamblea de Estrasburgo.
2. LA GRAN AMPLIACIÓN DE 2004-2007
El colapso del sistema comunista en los estados de la Europa del Este, consecuencia de
una prolongada crisis económica y social, pero producido en escasos meses durante el
otoño de 1989 y el invierno siguiente, colocó a la Unión Europea ante el reto de
expandir sus fronteras hacia los países que pasaron a denominarse Países de la
Europa Central y Oriental (PECO). Los miembros de la Unión Europea, y sobre todo
sus mercados financieros, fueron muy rápidos a la hora de asumir un verdadero
protagonismo en la reconversión a las estructuras del capitalismo liberal de unas
economías comunistas basadas en el monopolio de un sector público que en los últimos
años se había mostrado crecientemente incapaz de mantener los niveles de protección
social igualitaria que habían justificado su existencia, y la de las dictaduras de partido
único que lo amparaban.
Los gestores de la UE esperaban que, al final de una dura reconversión, estos países
alcanzaran unas condiciones políticas, sociales y económicas que les acercasen a los
de la Europa occidental. Y eran conscientes de que el estímulo fundamental para
lograr esos estándares era la promesa de que entonces podrían ingresar en las estructuras
internacionales —la UE, la OTAN— que sus poblaciones identificaban con las
7
libertades políticas y la sociedad de consumo de Occidente. A partir de 1995, con las
primeras solicitudes de adhesión de los PECO, el asunto se volvió acuciante. Pero no
sería hasta una década después, en 2004 y 2007, cuando el proceso de integración
europea viviese la mayor adhesión colectiva de su historia, dirigida tanto hacia el Este
como hacia el Sur del territorio comunitario.
2.1. El flanco mediterráneo
Un problema fundamental era definir a Europa a fin de fijar los límites territoriales de la
integración continental. El artículo 23 del Tratado de Roma establecía que podía ser
miembro de la CEE «todo Estado europeo». Esta cuestión había sido obviada durante
mucho tiempo con el subterfugio alternativo de la «asociación» económica para lo que
se consideraba la periferia continental. Hasta que, enfrentada a un futuro aluvión de
solicitudes de adhesión plena, la Comisión Europea elaboró un documento al efecto en
1992. Pero era tan ecléctico en su afán por no cerrar puertas, ni abrirlas demasiado, que,
en realidad, no aclaraba nada.
Puestos a distinguir lo europeo de lo no europeo, el argumento geográfico parecía el
más sencillo. Había sido fácil rechazar la candidatura a la adhesión de Marruecos, que
no posee un centímetro cuadrado de suelo europeo. Pero por los tiempos de la caída del
Muro, este argumento dejó de ser tan claro cuando tres «asociados» mediterráneos,
Chipre, Malta y Turquía solicitaron formalmente su adhesión a la UE. Los dos
primeros tardaron más de una década en lograrlo y el tercero permanece todavía a la
espera.
a). Desde el punto de vista exclusivamente territorial, Chipre, una isla cercana a la
costa libanesa, es menos europea que los países del Magreb, situados a escasos
kilómetros de la Europa meridional. La pertenencia de la mayoría de los
chipriotas al ámbito cultural e histórico heleno convirtió al Estado insular, que
poseía un acuerdo de asociación con la CEE desde 1972, en un firme candidato a la
adhesión, que solicitó formalmente en 1990. Bruselas, enfrentada al problema de la
ocupación militar turca de la zona norte de la isla, se tomó su tiempo: hasta 1998 no
se iniciaron las negociaciones, en el entendimiento de que el Ejecutivo chipriota
negociaría la reunificación con el sedicente Gobierno establecido en la zona bajo
8
dominio turco. Con el amparo de la ONU, greco-chipriotas y turco-chipriotas
conversaron en torno a la apertura de la «línea verde» administrada por Naciones
Unidas, que separaba sus territorios desde la invasión otomana de 1974. En 2000, el
secretario general de la ONU, Kofi Annan, propuso un plan de paz para constituir
un Estado federal y la candidatura chipriota a la UE cobró renovado impulso. Pero
cuando culminó el plazo para la unificación, en 2003, las dos comunidades no
habían llegado a un acuerdo. Por lo tanto, en mayo del año siguiente, cuando
Chipre ingresó en la Unión con otros nueve países, lo hizo sólo la mitad greco-
chipriota, la que la comunidad internacional reconocía como Estado legítimo.
b). El pequeño archipiélago de Malta poseía una europeidad incuestionable, pero
había heredado el alto grado de euroescepticismo de la metrópoli británica.
Como en Chipre, el Gobierno maltés presentó la solicitud de adhesión en 1990 y
cinco años después Bruselas acordó el inicio de las conversaciones. Pero las
elecciones de 1996 llevaron al poder a los laboristas, que congelaron la solicitud
durante un par de años, hasta que, vuelto al poder el conservador Partido
Nacionalista, se reactivó el proceso. Iniciadas las conversaciones en febrero de
2000, culminaron dos años después con el acuerdo del Consejo Europeo de
Copenhague. Quedaba el trámite del referéndum de marzo de 2003 que, ante los
recelos del electorado laboristas, arrojó un resultado muy ajustado, con un 53, 6% de
votos favorables. Finalmente, Malta se incorporó a la UE en la gran ampliación
del 1 de mayo de 2004.
c). En cuanto a Turquía, un país con sólo una pequeña porción territorial en suelo
europeo, había sido uno de los primeros estados asociados al Marcado Común.
En 1987, Ankara presentó formalmente su solicitud de adhesión, que fue aceptada
para su estudio. Sin embargo, había motivaciones culturales, religiosas, sociales,
económicas, que movían a grandes sectores de las sociedades europeas a
cuestionar la pertinencia de la incorporación de Turquía como miembro pleno
de la CEE, en la que pasaría a ser el segundo Estado más poblado. Este debate se
mantuvo vivo durante muchos años. Turquía, relevante socio de la OTAN y estrecho
aliado de los Estados Unidos, llevaba décadas aproximando su modelo político y
socioeconómico al de la Europa occidental. Pero sus niveles de modernización eran
aún claramente insuficientes, y el papel del Ejército como árbitro del sistema
político, así como la persistencia de los patrones sociales islámicos frente a la
teórica laicidad del Estado, marcaban serias divergencias con el modelo de la
9
Europa comunitaria. Además, la represión armada del nacionalismo kurdo y la
ocupación militar de la zona septentrional de Chipre constituían serios
obstáculos a sus aspiraciones de adhesión a la Unión. Durante la última década
del siglo XX, la candidatura turca sufrió avances y retrocesos en Bruselas. En
diciembre de 1999, el Consejo Europeo de Helsinki declaró que «Turquía es un
Estado candidato llamado a ingresar en la Unión atendiendo a los mismos criterios
que se aplican a los demás estados candidatos». Parecía el avance definitivo para
incluirla en la siguiente ampliación, que tuvo lugar en 2004.
El triunfo en las elecciones parlamentarias de 2002 del Partido de la Justicia y el
Desarrollo, un partido confesional, sembró el recelo en las sociedades europeas
occidentales, que asistían alarmadas al crecimiento de la presión islamista en el seno
de sus propias minorías musulmanas. El proceso de adhesión, pues, se ralentizó,
aunque en 2004 Turquía llegó a firmar el Tratado Constitucional de la UE, como
candidato próximo al ingreso. Pero ese mismo año, el líder islamista turco Recep
Erdogan llegó a la jefatura del Gobierno lo que, aunque su Gabinete adoptó, por lo
menos en sus primeros años, una línea democrática y de clara apuesta europeísta,
incrementó las resistencias a la adhesión turca en el seno de la UE, especialmente
activas en Grecia, Chipre y Bulgaria, estados comunitarios con contenciosos con
Ankara. La crisis económica mundial iniciada en 2008, que representó un duro
golpe para las políticas de cohesión comunitaria, alejó aún más la culminación del
proceso de incorporación de Turquía, añadida ahora a un nuevo paquete de
candidatos con Croacia, Macedonia, Montenegro e Islandia.
2.2. El ingreso de los PECO
Tanto Malta como Chipre poseían democracias parlamentarias y economías
situadas dentro del modelo capitalista. La UE podía acogerlos sin grandes
transformaciones estructurales, con una inyección de fondos comunitarios relativamente
pequeña para modernizar sus administraciones públicas y su pequeño aparato
productivo. Pero no sucedía lo mismo con los PECO, los países que integrarán hasta
1989 el llamado bloque comunista. Al igual que una década antes con Portugal y
España, para Bruselas resultaba evidente la necesidad de integrarlos en la Unión
para garantizar su estabilidad democrática, una vez cubiertas las transiciones hacia
10
el pluralismo político y la economía de mercado. Pero había un par de incógnitas a
despejar, que condicionaban la planificación del proceso. En primer lugar, los ritmos de
esas transiciones. Hungría, Chequia, Eslovaquia, Polonia y, en menor medida, los
tres estados bálticos eran candidatos a figurar en cabeza de la integración.
Rumania, Bulgaria y Albania, más pobres y con estados menos eficientes, planteaban
problemas mayores. Y en Eslovenia, Croacia, la Federación Yugoslava, Bosnia y
Macedonia, los cinco estados herederos de la Yugoslavia destruida por las guerras de
1990-1995, las transiciones, con la excepción de la eslovena, resultaban muy lentas
o ya eran fallidas en algún aspecto fundamental. Por otra parte, Rusia, que se
recuperaba lentamente del hundimiento de la URSS, reagrupaba bajo su hegemonía a la
mayor parte de las antiguas repúblicas soviéticas en una Comunidad de Estados
Independientes (CEI) dentro de la cual resultarían difíciles los gestos de acercamiento
a la Unión Europea.
Pese a estas grandes diferencias nacionales, el ingreso de los PECO en la Unión se
realizó en dos fases sucesivas, aunque en algún momento coincidieron.
1) En una primera fase, durante las transiciones a la democracia parlamentaria y al
capitalismo de mercado, la Comunidad Europea prestó ayuda financiera y
asesoramiento para la democratización política, la modernización
administrativa y la reconversión económica. Al tiempo, estimulaba la formación
de asociaciones regionales de países y, con la vista puesta en evitar una posible
recuperación del ámbito de influencia de Rusia, les facilitaba el ingreso en algunos
organismos especializados, como la Unión Europea Occidental o la OTAN. Aunque
había sido bastante limitada, la tradición de cooperación de los países excomunistas
a través del CAME facilitó una concertación regional tutelada por la CEE/UE. En
febrero de 1991, Polonia, Chequia, Eslovaquia y Hungría constituyeron el Grupo
de Visegrado, o V4, en la ciudad húngara del mismo nombre, a fin de concertar
sus políticas hacia el ingreso en el Consejo de Europa, la Unión Europea, y la
OTAN. Entre 1991 y 2000, los países de Visegrado y luego el resto de los PECO
fueron firmando acuerdos europeos individuales de asociación con la UE, al tiempo
que solicitaban su pleno ingreso en la Unión.
Un elemento fundamental de integración, no vinculado a la UE, fue la Alianza
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Atlántica. Los recelos rusos respecto a una expansión de la Alianza hacia el Este no
bastaron para frenar el entusiasmo atlantista de Polonia, Chequia y Hungría, que en
1994 pasaron a ser asociados de la OTAN a través del Consejo de Asociación
Euro-atlántico y la Alianza para la Paz, primera fase del proceso de adhesión
plena que concluyó en marzo de 1999. En marzo de 2004 se incorporaron a la
Alianza Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania y Bulgaria,
estados todos incluidos en la gran ampliación de la UE de 2004-2007.
Al tiempo que animaba las radicales transformaciones en el interior de los PECO, la
Comunidad Europea puso en marcha para ellos tres programas distintos de ayuda,
vinculados mediante las llamadas «asociaciones de preadhesión», diseñadas
específicamente para cada país candidato y que en 2001 consumían más de 3.200
millones de euros anuales, el 3,4% del presupuesto comunitario.
En diciembre de 1989 se creó el Programa de cooperación PHARE (Polonia-
Hungría: Ayuda a la Reestructuración Económica), destinado a asesorar la
política masiva de privatizaciones, pero también a financiar proyectos
educativos y de investigación y desarrollo. En junio de 1993, el Consejo
Europeo de Copenhague abrió el PHARE a otros países de la región, hasta un
total de once nuevas incorporaciones, con la vista puesta tanto en la adaptación
de los sistemas económicos y en la reforma de las administraciones como en la
preparación de las candidaturas al ingreso en la UE. Finalmente, con la Agenda
2000 de la Comisión Europea (1997), el PHARE se trasformó en un fondo de
tipo estructural, recibió una inyección masiva de dinero y nuevas tareas, entre
ellas la vigilancia de las reformas internas de los estados candidatos y la
cooperación a la reconstrucción de los países de la antigua Yugoslavia.
El Instrumento Estructural de Preadhesión para las infraestructuras y el
medioambiente (ISPA) era un programa de algo más de mil millones de euros,
destinado a inversiones en los ámbitos de los sistemas de transporte y la
protección medioambiental.
El Programa de Ajuste Estructural para la Agricultura y el Desarrollo
Rural (SAPARD), con unos 500 millones anuales para proyectos seleccionados
por los países candidatos.
12
2) La segunda fase en la aproximación de los PECO a la UE fue la de las
negociaciones de adhesión. Al tiempo que suscribía los «acuerdos europeos» con el
Grupo de Visegrado y lanzaba los tres grandes programas de ayuda a los PECO, la
Unión se preparaba para recibirlos en su seno. El 22 de junio de 1993, el Consejo
Europeo de Copenhague acordó admitir como candidatos a los países que lo
solicitaran. No se les exigiría, para ingresar, el cumplimiento de los estrictos
criterios de Maastricht sobre la unión económica y monetaria, sino otros más
generales, que se conocieron como los criterios de adhesión, o criterios de
Copenhague:
Ser una democracia pluralista y estable, respetuosa del Estado de derecho, de
los derechos humanos y de la protección de las minorías.
Poseer una economía social de mercado, con predominio del sector privado y
capaz de competir eficazmente en los mercados comunitarios.
Aceptar las reglas y objetivos comunes de los países de la Unión Europea,
adaptando el sistema legal propio a las normas comunitarias.
Estas políticas fueron regularizadas por el Consejo Europeo de Essen, en diciembre de
1994, que estableció la llamada «estrategia de preadhesión». A partir de aquí, la
cronología del proceso se extendió a lo largo de más de una década, aunque luego
permanecería abierto para la «tercera generación» de candidatos. En 1994, Polonia y
Hungría abrieron el camino comunicando oficialmente su voluntad de ingresar en la UE
y al año siguiente ambas solicitaron la apertura de negociaciones para adhesión, lo que
en 1996 también hicieron Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Eslovenia, Rumania,
Chequia y Eslovaquia. Tal cantidad de solicitudes planteaba un reto fundamental: si se
aplicaban a los nuevos socios, con economías muy por debajo de la media comunitaria,
los criterios habituales de ayuda y cohesión, los fondos presupuestarios de la UE serían
insuficientes para mantener el sistema en un plazo brevísimo.
La Comisión Europea preparó, en julio de 1997, la Agenda 2000, que establecía los
criterios presupuestarios para la ampliación durante el período 2000-2006 y que fue
aceptada, con ligeras correcciones, por el Parlamento y el Consejo de Ministros. La
Agenda, que también modificaba aspectos financieros de la PAC y de los fondos
estructurales y de cohesión, establecía la obligación de que los nuevos miembros
13
asumieran plenamente la vinculación a las instituciones y normativa de la Comunidad
Europea, a cambio de lo cual esta planificaría, mediante una «estrategia de
preadhesión», las transformaciones estructurales de los países aspirantes y destinaría
para ellas cuantiosos fondos de su presupuesto. Pero la Comisión no preveía un aumento
de las partidas de ingresos presupuestarios, sino que mantenía el modelo establecido en
1988 por el llamado paquete Delors, que suponía el 1,27% del PIB de los países
miembros. Como los nuevos socios tenían un PIB inferior a la media, y requerirían una
masiva aplicación de fondos estructurales y de cohesión, ello significaba que de no
ampliarse el presupuesto —a lo que se negaban los gobiernos y no contemplaba la
Comisión— países beneficiarios como España pasarían a ser contribuyentes netos de los
fondos. No hubo, sin embargo, resistencias a la Agenda 2000, dada la general
aceptación del principio de solidaridad con el que los miembros de la UE se conducían
respecto a los PECO.
El 17 de abril de 1996, el Parlamento Europeo aprobó una resolución afirmando la
necesidad de iniciar simultáneamente consultas con todos los PECO que hayan
solicitado la adhesión a la Unión, aunque luego la duración de las negociaciones de
adhesión variasen en cada país.
Esto último era imprescindible, dada la diferencia de puntos de partida, de ritmos de
avance e incluso de voluntad europeísta entre los candidatos. Así lo tuvo que admitir el
Consejo Europeo, que estableció dos velocidades de ingreso, a las que incorporó a los
postulantes según su nivel durante la preadhesión. Los más avanzados integraron el
Grupo de Luxemburgo (Chequia, Eslovenia, Hungría y Polonia, más Chipre),
establecido por el Consejo Europeo en su cita luxemburguesa de diciembre de 1997. Y
hasta diciembre de 1999 no dio luz verde a los más atrasados, el Grupo de Helsinki
(Letonia, Lituania, Bulgaria, Rumania y Eslovaquia, más Malta, que había detenido su
proceso durante un par de años). Sin embargo, durante las negociaciones se comprobó
que sólo Bulgaria y Rumania mantenían un considerable retraso en las adaptaciones
estructurales, por lo que quedaron relegadas mientras los otros cuatro miembros del
Grupo de Helsinki avanzaban a la primera fila.
Con la totalidad de los aspirantes negociando individualmente, el Consejo Europeo
celebrado en Copenhague en diciembre de 2002, dio luz verde al ingreso en la UE de
14
Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia y Eslovenia, junto
con Malta y Chipre. Meses después, el Tratado de Niza permitió adaptar las estructuras
de la CE a la futura Europa de los 27. A partir de ese momento, los pasos fueron muy
rápidos. En enero de 2003, los diez estados integrantes del primer paquete de
adhesiones se incorporaron al Espacio Económico Europeo —que confirmó así su
condición de antesala del ingreso en la UE— y el 16 de abril firmaron el Acta de
adhesión a la Unión en Atenas. Los referendos populares convocados por los gobiernos
mostraron un gran entusiasmo europeísta, fomentado sin duda por las enormes
expectativas de progreso material. Despejado así el camino, el 1 de mayo de 2004 se
hizo efectivo el ingreso de los diez nuevos miembros en la Unión Europea.
Por su parte, Rumania y Bulgaria formaban un segundo paquete de adhesiones.
Habían quedado relegadas por su mayor atraso económico y, sobre todo, por sus
dificultades para cumplir los criterios de Copenhague, en especial por el altísimo
nivel de corrupción de la vida pública, heredado de las dictaduras comunistas, pero
incrementado durante las transiciones al capitalismo. No obstante, prevaleció el empeño
en acoger a las nuevas democracias y Bucarest y Sofía obtuvieron el visto bueno del
Consejo Europeo a su ingreso en junio de 2004, aunque bajo severas condiciones de
control comunitario sobre las reformas políticas, económicas y judiciales, que incluían
su exclusión del espacio Schengen. Ambos países firmaron sus actas en Luxemburgo, el
25 de abril de 2005, para integrarse plenamente en la UE el 1 de enero de 2007.
Las ampliaciones de 2004 y 2007 obligaron a realizar serios reajustes en las
estructuras comunitarias, tal y como había previsto el Tratado de Niza. Como sucedía
con cada ampliación, hubo que dar acceso a los nuevos miembros al Parlamento, la
Comisión y el Consejo de Ministros, así como acomodar a funcionarios de sus
nacionalidades en la compleja estructura burocrática comunitaria. Si la Comisión Prodi
(1999-2004) tenía 21 comisarios, la primera Comisión Barroso (2004-2010) contaba
con 27, uno por país miembro. En cuanto al Parlamento, pasó de 626 diputados en 1999
a 732 en 2007.
Aunque la adaptación de las legislaciones nacionales y de los sistemas económicos de
los PECO se había realizado a buen ritmo durante década y media, la virtual
duplicación del número de socios en tan sólo tres años desató no pocos temores
15
entre las sociedades de la Europa occidental. Ello se hizo especialmente patente en la
cuestión de la libre circulación de personas, uno de los aspectos fundamentales de la
Europa de los Ciudadanos. En 2004 fueron varios los estados comunitarios que
establecieron cortapisas, con la vista puesta en un mínimo control de flujos migratorios
de los PECO, por cuestiones de seguridad y de estabilidad del mercado laboral en el
interior de sus fronteras. Austria y Alemania, por ejemplo, implantaron cuotas según sus
necesidades de mano de obra. Bélgica, España o Grecia decretaron una moratoria de dos
años y otros, como Holanda y Portugal, fijaron cantidades anuales de inmigración
laboral. En 2007, la entrada de Bulgaria y de Rumania, países con estándares
socioeconómicos más bajos que los de sus vecinos, disparó aún más los reflejos de
autodefensa frente a una posible inmigración masiva: hasta 15 estados pusieron serias
restricciones a la libre residencia de los ciudadanos de ambos países, restricciones que
se extenderían hasta el año 2014.
3. EL TRATADO DE NIZA
Cuando, en 1997, los miembros de la UE suscribieron el Tratado de Ámsterdam para
completar el Tratado de la Unión Europea, eran conscientes de que estaban realizando
una mera reforma de las estructuras ya existentes, pero que la entrada en masa de los
PECO obligaría, más pronto que tarde, a una nueva adaptación del modelo comunitario.
Estaba por determinar, por ejemplo, qué porcentaje del presupuesto comunitario se
destinaría a los fondos de preadhesión y cómo el cambio de destino de los fondos de
cohesión y desarrollo hacia los nuevos miembros afectaría a otros que, hasta entonces,
eran beneficiarios netos. Igualmente, habría que definir el porcentaje de presencia de los
recién llegados en el Parlamento, el Consejo de Ministros, la Comisión y las restantes
instituciones comunitarias.
El Consejo Europeo de Colonia, reunido en junio de 1999, constató que lo establecido
en Ámsterdam no solucionaba los nuevos problemas y decidió afrontar el reto mediante
la convocatoria de una CIG, que a lo largo del año siguiente estudiase una segunda
modificación del TUE. Una vez más, se enfrentaron las posturas de quienes querían
promover una reforma a fondo, que permitiese a la UE avanzar por la vía del
federalismo político, y quienes buscaban sólo mejorar algunos aspectos funcionales de
Maastricht y Ámsterdam. Y, una vez más, se impusieron estos últimos, con el
16
argumento de que la reconversión monetaria al euro, entonces en marcha, y la próxima
adhesión de una decena de países aconsejaban retrasar las reformas de gran calado.
La Conferencia Intergubernamental trabajó a lo largo del año 2000 sobre los restos de
Ámsterdam, las cuestiones que habían quedado mal resueltas con el Tratado. Tales eran
la modificación del número de miembros de la Comisión y su proporcionalidad
nacional; la introducción de la «doble mayoría» en la aplicación de la mayoría
cualificada en el Consejo de Ministros, a fin de que se considerase el número de estados
y la población de los mismos; o la formación de agrupaciones de intereses por países en
el seno de la UE mediante la llamada «cooperación reforzada». Con las conclusiones de
la CIG, la Comisión Europea elaboró una propuesta de nuevo Tratado para someter al
Consejo Europeo, que tenía previsto reunirse a finales de año en Niza.
Como los debates de la CIG habían puesto de manifiesto, el punto crucial del Tratado,
de enorme importancia política, sería la cuestión del voto ponderado en el Consejo de
Ministros, el auténtico poder legislativo de la Unión. El consenso tan trabajosamente
logrado entre los Doce, y luego los Quince, podía venirse abajo en cuanto entrase en
juego, en 2004, la Europa de los Veinticinco. La mayoría de los nuevos socios eran
países pequeños o poco poblados, pero su número, de no establecerse una prima
sustancial al peso demográfico de cada estado, podía condicionar las votaciones del
Consejo, incluso por la simple capacidad de formar minorías de bloqueo frente a la
prevalencia de los estados «grandes». Y no sólo es que estos últimos, Alemania,
Francia, el Reino Unido e Italia, exigieran esa prima —aunque los franceses se oponían
a que fuera estrictamente proporcional, ya que ello favorecería claramente a
Alemania— sino que los dos mayores países «medianos», España y Polonia, esta última
aún en fase de predahesión, reclamaban un trato similar. La propuesta conciliatoria de la
Comisión Europea consistía en la doble votación: un voto simple por país en una
primera ronda y un voto ponderado, por estricta proporcionalidad en la población, en la
segunda. Las propuestas al Consejo sólo saldrían adelante si ganaban las dos votaciones.
La Cumbre comunitaria de Niza, inaugurada el 7 de diciembre de 2000, puso de
manifiesto lo mucho que se había avanzado en la aplicación de Maastricht, y la voluntad
firme de los Quince en ampliar las fronteras comunitarias. Las modificaciones a los
anteriores Tratados introducidas en Niza afectaban, básicamente, al primer pilar
17
comunitario en sus aspectos institucionales, condicionados por las próximas adhesiones.
Así, se decidió ampliar el Parlamento hasta los 736 escaños para acoger a los
representantes de los nuevos socios. Respecto a la Comisión Europea, y para evitar su
crecimiento desmedido, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y España renunciarían a
uno de sus dos puestos de comisario europeo, con lo que, a partir de 2007, habría 27
comisarías, una para cada país miembro. Y en cuanto al Tribunal de Justicia, al de
Primera Instancia y al de Cuentas, se les dotaba de más medios con la creación de
secciones especializadas, aunque el Consejo Europeo rechazó incluir en el Tratado la
propuesta de una Fiscalía Europea.
Como era de esperar, fue en la modificación de procedimientos de votación del
Consejo de Ministros donde se produjeron las principales disensiones entre los
gobiernos. La propuesta de la Comisión Europea, un mecanismo sencillo, no
contentaba ni a los grandes, ni a los medianos, ni a los pequeños. Luego de tres días de
debate, se llegó a una solución de compromiso, que tampoco satisfizo a nadie. Se
aceptó, como proponía la Comisión, la doble mayoría, de países y de población. Pero las
diferencias demográficas eran de tal calibre que, si se aplicaban tal cual, los seis países
más poblados, con 348 millones de habitantes, frente a los 156 de los otros veintiún
miembros, anularían cualquier porcentaje de votos de Luxemburgo, Malta o Chipre, que
apenas superaban el medio millón de habitantes, o de Estonia y Eslovenia, que no
llegaban a los dos. La solución que se admitió fue ponderar, mediante un mecanismo
corrector que establecía el número de habitantes necesarios para cada voto en el
Consejo en relación inversa a la población total del país.
Cuando, tras un período transitorio, el 1 de noviembre de 2004 se ajustó el número de
votos en el Consejo, los cuatro «grandes», con el 57,3% de la población de la UE,
sumaban 164 votos y el resto 205. La mayoría cualificada se situaba en 232 votos, el
72,2% del total. Y tras la entrada de rumanos y búlgaros, la desproporción de votos
aumentó a 164 frente a 229, cuando los cuatro países más poblados representaban aún el
53,5% del total. Aunque este sistema evitaba que se repitieran pactos de hegemonía,
como el eje franco-alemán de los años sesenta, setenta y ochenta, se vendía mal a la
opinión pública de los grandes estados, especialmente en la superpoblada Alemania. En
2008, un voto alemán en el Consejo de Ministros «costaba» casi tres millones de sus
ciudadanos, y uno maltés, apenas cien mil. Y los principales beneficiados eran los dos
18
«medianos», polacos y españoles que, con la mitad de habitantes que Alemania,
tendrían 27 votos frente a los 29 del gigante germano. En cuanto al tema, aún más
conflictivo, de la minoría de bloqueo, que obstaculizaba la mayoría cualificada, se
estableció en 91 votos, o un grupo de estados que superase el 38,1 por ciento de la
población de la Unión Europea. Con estos procedimientos, era fácil prever que el
Consejo funcionaría con una permanente búsqueda de alianzas entre los gobiernos
representados, que podía llegar a ser tan paralizante como lo fue la crisis de la silla
vacía.
El Tratado de Niza recogió la preocupación de los gobiernos comunitarios por el auge
de la ultraderecha en varios países de la Unión, y también entre los PECO, donde la
transición a la democracia había desatado, en casi todas partes, fuertes corrientes de
nacionalismo, racismo y revisionismo histórico que amenazaban con multiplicar las
tensiones en una región que acababa de vivir el sangriento conflicto yugoslavo. Los
sucesivos tratados europeos no preveían respuestas a la llegada al poder, por la vía
democrática, de una agrupación de tintes xenófobos o neonazis. No obstante, el asunto
estaba sobre la mesa y se buscó solventar mediante el Tratado de Niza, cuyo primer
artículo preveía que si se constaba la existencia de un riesgo claro de violación grave
por parte de un Estado miembro de principios contemplados en el apartado 1 del
artículo 6 (del TUE), se le dirigirán recomendaciones adecuadas.
En caso de que persistiera la presencia ultraderechista en el Ejecutivo nacional, «el
Consejo podrá decidir, por mayoría cualificada, que se suspendan determinados
derechos derivados de la aplicación del presente Tratado al Estado miembro de que se
trate, incluidos los derechos de voto del representante del gobierno de dicho Estado en
el Consejo».
En febrero de 2004, un grupo al que se atribuían tales características, el Partido de la
Libertad (FPÖ), de Jörg Haider, entró en el Gobierno austriaco, tras triunfar en los
comicios parlamentarios. Los restantes gobiernos de la UE se movilizaron para detener
su progresión y el Consejo de Ministros acordó un régimen de sanciones contra Austria,
destinadas a congelar su actividad en el seno de la Unión y a aislarla diplomáticamente.
Pero, sin una fundamentación legal clara y con los socios comunitarios divididos al
respecto, las sanciones fueron un fracaso y se levantaron a finales de año.
19
El Tratado de Niza fue firmado por los representantes gubernamentales el 26 de
febrero de 2001. Siguiendo una tradición ya arraigada, la ratificación estuvo en peligro.
Catorce parlamentos nacionales ratificaron sin grandes problemas. Pero Irlanda
convocó un referéndum popular. La Constitución irlandesa chocaba, una vez más,
con el articulado de un tratado comunitario, ahora en cuestiones como la cooperación
reforzada y la política de defensa común. Los ciudadanos irlandeses así lo entendieron y
el 8 de junio, con una participación de sólo el 30% del censo, el 53,9% de los votantes
dijeron «no» a Niza. El Gobierno tuvo que emplearse a fondo para convencer a la
población, y el Parlamento de Dublín aprobó una enmienda a la Constitución
autorizando expresamente la firma del Tratado. Finalmente, en un segundo referéndum
celebrado el 20 de octubre de 2002, el 63% de los sufragios fueron favorables a la
enmienda constitucional, tras lo que desapareció el obstáculo legal. Cumplidas todas las
ratificaciones, el Tratado de Niza entró en vigor el 1 de febrero de 2003, a tiempo para
preparar la entrada de diez nuevos países en la UE.
Niza resultó uno de los avances más insatisfactorios en la historia de la integración
europea y mereció críticas generalizadas. Para los federalistas, y en especial para sus
representantes en el Parlamento, era excesivamente tecnocrático y suponía una nueva
ocasión desaprovechada de avanzar hacia la supranacionalidad que requería una
auténtica Unión Europea. La Comisión vio desechadas la mayoría de sus propuestas de
refuerzo institucional, que los gobiernos contemplaban como una cesión de poder a los
eurócratas. Entre los ejecutivos nacionales, la pugna por las votaciones en el Consejo de
Ministros había abierto grandes brechas en la confianza mutua y algunos, sobre todo el
francés, vieron fracasar el intento de mantener una PAC que protegiese a su agricultura
frente a la libre irrupción de la producción más barata de los PECO, que contaban con el
apoyo alemán. Si algo resultaba satisfactorio de Niza era que se había ajustado el
procedimiento de ingreso en las instituciones de los nuevos socios y su papel en las
políticas de la UE, culminando la planificación del Tratado de Ámsterdam. Pero todos
admitían que, tras esta enésima reforma institucional, seguía pendiente el reto político
de abandonar la estructura confederal y funcionalista, más difícil de manejar
conforme se iba ampliando el antaño selecto club comunitario, para crear una auténtica
Unión Europea que asumiera, con criterios políticos, altas cuotas de subsidiariedad y
autogobierno ante los estados. Entre los acuerdos que se adoptaron en la Cumbre de la
20
ciudad francesa figuraba la convocatoria de un foro de reflexión, la Convención
Europea, que debía impulsar un desarrollo más firme en la vía hacia la federación
mediante un nuevo Tratado.
4. LA CARTA DE LOS DERECHOS FUNDAMENTALES
El Consejo Europeo de Niza no sólo aprobó el Tratado homónimo, sino un documento
de gran importancia para el avance de la Europa de los Ciudadanos: la Carta de los
Derechos Fundamentales de la Unión Europea.
La Unión contaba ya con una Carta Social que afectaba al ámbito de los derechos de
los trabajadores. Pero el Consejo Europeo de Colonia, en 1999, estimó que era necesaria
una declaración global de derechos ciudadanos, que comprometiera a todos los
países miembros y, sobre todo, a los nuevos adherentes, que provenían de culturas
jurídicas y políticas muy distintas. Encargó su redacción a una Convención Europea
formada por un comisario europeo y un representante de cada país miembro. Trabajaron
sobre un corpus muy variado, desde las Declaraciones de Derechos Humanos de la
ONU y del Consejo de Europa, o la Carta Social de este último, hasta diversos
convenios internacionales sobre materias concretas, como los desarrollados por la
Organización Internacional del Trabajo. Concluido el trabajo de la Convención, el
Consejo Europeo proclamó la Carta de los Derechos al inaugurarse la Cumbre de Niza,
el 7 de diciembre de 2000. No obstante, su entrada en vigor fue pospuesta, ya que el
Reino Unido y Polonia se resistían a que el Tribunal de Justicia de la UE fuera la única
fuente de jurisprudencia sobre algunos de sus principios, sobre todo los relacionados
con los derechos laborales. A fin de superar el veto, hubo que modificarla mediante una
cláusula opt-out, para reservar a los tribunales de ambos países la interpretación del
articulado en su ámbito territorial, aunque los polacos renunciaron más tarde a la
exención. La nueva versión de la Carta se presentó el 7 de diciembre de 2007, y, cinco
días después, el Tratado de Lisboa la convirtió en texto jurídico vinculante.
La Carta establece seis grandes capítulos de derechos, que obligan a las instituciones
de la UE y a los estados miembros, aunque sólo en el ámbito de la aplicación de la
legislación comunitaria. Conforme a los títulos de los capítulos, el documento ampara
los siguientes derechos de los ciudadanos y residentes de la Unión:
21
Dignidad (dignidad humana, derecho a la vida y a la integridad de la persona,
prohibición de la tortura y de las penas o los tratos inhumanos o degradantes,
prohibición de la esclavitud y del trabajo forzado).
Libertad (derechos a la libertad y a la seguridad, respeto de la vida privada y
familiar, protección de los datos de carácter personal, derecho a contraer matrimonio
y a fundar una familia, libertades de pensamiento, de conciencia y de religión, de
expresión e información, de reunión y asociación, de las artes y de las ciencias,
derecho a la educación, libertad profesional y derecho a trabajar, libertad de
empresa, derecho a la propiedad, derecho de asilo, protección en caso de
devolución, expulsión y extradición).
Igualdad (igualdad ante la ley, diversidad cultural, religiosa y lingüística, igualdad
entre hombres y mujeres, derechos del menor, derechos de las personas mayores,
integración de las personas discapacitadas).
Solidaridad (derecho a la información y a la consulta de los trabajadores en la
empresa, derecho de negociación y de acción colectiva, de acceso a los servicios de
colocación, protección en caso de despido injustificado, condiciones de trabajo
justas y equitativas, prohibición del trabajo infantil y protección de los jóvenes en el
trabajo, vida familiar y vida profesional, seguridad social y ayuda social, protección
de la salud, acceso a los servicios de interés económico general, protección del
medio ambiente, protección de los consumidores).
Ciudadanía (derecho a ser elector y elegible en las elecciones al Parlamento
Europeo y en las elecciones municipales, derecho a una buena administración,
derecho de acceso a los documentos, Defensor del Pueblo Europeo, derecho de
petición, libertad de circulación y de residencia, protección diplomática y consular).
Justicia (derecho a la tutela judicial efectiva y a un juez imparcial, presunción de
inocencia y derechos de la defensa, principios de legalidad y de proporcionalidad de
los delitos y las penas, derecho a no ser acusado o condenado penalmente dos veces
por el mismo delito).
En una década como fue la primera del siglo XXI, en la que la UE se enfrentó a
crecientes dificultades de funcionamiento y de voluntad política de avance, la Carta de
los Derechos Fundamentales marcó un hito sumamente positivo en su desarrollo, al
consolidar los fundamentos de democracia, igualdad y solidaridad como inherentes
22
al conjunto de las sociedades europeas y exigibles a cualquier institución o persona
presentes en el territorio de la Unión.
1
TEMA 10 DE ROMA A LISBOA
1. LA CONSTITUCIÓN PARA EUROPA
El Tratado de Niza había ampliado todo lo posible los efectos del Tratado de
Maastricht. Pero, como quedó demostrado por la insatisfacción que generó en muchos
ámbitos, no logró acercar a la naciente Unión Europea a los niveles de
supranacionalidad que requería un proyecto de integración que, para cubrir sus
objetivos, tendría que ser básicamente federalista. Por otra parte el Tratado de 1992
había empezado a funcionar en una estructura de quince miembros. Y, como la cuestión
de la mayoría cualificada en el Consejo había puesto crudamente de relieve, en la
Europa de los Veintisiete las condiciones de juego serían muy distintas. A la altura del
año 2001, el corpus legislativo de la UE se encontraba repartido en ocho tratados,
elaborados entre 1951 y 2000, y en más de medio centenar de protocolos
independientes, lo que complicaba extraordinariamente cualquier avance en la
integración continental. La Conferencia Intergubernamental que preparó el Tratado de
Niza había elaborado una Declaración en la que se expresaba «la necesidad de mejorar y
supervisar permanentemente la legitimidad democrática y las transparencia de la Unión
y de sus instituciones, con el fin de aproximar éstas a los ciudadanos de los Estados
miembros». Los miembros de la CIG proponían la apertura de un proceso de reflexión y
de negociación post-Niza, que llevara a una refundición de los diferentes tratados en
uno sólo, que formase un verdadero código constituyente de la UE. Era el punto de
arranque de lo que conocemos, desde 2004, con la ambigua denominación de Tratado
estableciendo una Constitución para Europa o, simplemente, Tratado Constitucional
Europeo (TCE).
1.1. El proceso de elaboración
La propuesta de reforma y refundición de los tratados fue acogida por el Consejo
Europeo en su reunión en la localidad belga de Laeken, el 14 y el 15 de diciembre de
2001. En una Declaración sobre el futuro de la Unión Europea, o Declaración de
Laeken, anunció la convocatoria de una Convención Europea, la Convención sobre el
futuro de Europa, un foro de debate destinado a «examinar las cuestiones esenciales
que plantea el futuro desarrollo de la Unión e investigar las distintas respuestas
2
posibles», sobre temas como la política exterior y de seguridad, las competencias
exclusivas de la Unión y las de los países miembros, el papel de los parlamentos
nacionales en la construcción europea, o la conveniencia de fundir todos los tratados
comunitarios en un único texto constitucional. Las conclusiones de la Convención
serían el documento de trabajo de una nueva CIG que prepararía el Tratado
Constitucional. La Convención, presidida por Valey Gircard d'Estaing e integrada
por representantes de los quince gobiernos, de los parlamentos nacionales, del
Parlamento Europeo y de la Comisión Europea, asesorados por un amplio «foro de
organizaciones sociales», inició sus sesiones el 28 de febrero de 2002 y las culminó en
Salónica el 18 de julio del año siguiente, momento en que Giscard entregó al Consejo
Europeo sus conclusiones.
La CIG inició los trabajos en octubre de 2003. Fueron unas sesiones complicadas, en las
que a los motivos de disenso entre los quince gobiernos que habían condicionado los
tratados de la década anterior, se sumaron las aportaciones de los diez nuevos miembros
que se integraron en la UE en pleno período de debates. La primera propuesta de la CIG
no obtuvo el apoyo de un dividido Consejo Europeo en diciembre de 2003. Pero, una
vez más, los gobiernos advirtieron el desastre que supondría la ruptura de las
negociaciones sobre el Tratado y se concertaron para aprobar un texto que, sin satisfacer
a ninguno, pudiera ser asumido por todos.
Uno de los puntos más controvertidos del TCE fue la mención de herencia cultural
europea en el Preámbulo. El primer proyecto de la CIG hacía referencia a los valores
laicos de la Ilustración como base del patrimonio cultural común y fundamentación de
la democracia en Europa. Pero los ministros democristianos y conservadores —con
polacos y alemanes a la cabeza— protestaron por lo que consideraban una visión «atea»
y exigieron que ese patrocinio cultural de lo europeo se le atribuyese al Cristianismo. El
veto del Gobierno francés, defensor del laicismo, evitó una mención confesional que
enervaba a las restantes confesiones religiosas presentes en el territorio de la UE. En su
redacción final, el Preámbulo se refería en abstracto a «la herencia cultural, religiosa y
humanista de Europa».
Por otra parte, la cuestión de la naturaleza del Tratado desató una intensa polémica
jurídica, tras la que existía un importante trasfondo político. La Unión Europea era
3
más que una organización internacional, pero menos que un Estado federal. Sus
instituciones básicas parecían representar un marco federal, o al menos confederal, con
poderes legislativo, ejecutivo y judicial de carácter comunitario. Pero el TUE había
resultado bastante ambiguo, o insuficiente, respecto a los rasgos definitorios de la
Unión. Esta era presentada como un espacio geográfico en el que un conjunto de
estados sometidos a convenios vinculantes delegaban parte de sus políticas de
gobernanza, y de su soberanía, en instituciones supranacionales que actuaban, sin
embargo, con un carácter básicamente subsidiario. Además, esas instituciones y su
ámbito de actuación se ceñían, en lo fundamental, al pilar comunitario, es decir, a la
Comunidad Europea (CE), que poseía naturaleza jurídica propia y que, a diferencia de
la naciente UE, estaba condicionada por la vigencia de cuatro tratados sucesivos (1957,
1965, 1986 y 1992). La naturaleza de la relación UE-CE era, para muchos, un problema
que había que resolver con urgencia.
Si el Tratado de Roma, de 1957, había dado vida a una comunidad económica con
vínculos bastante laxos entre sus socios, y el TUE de 1992 había establecido tres líneas
de integración disímiles e independientes —los famosos pilares— los europeístas
defendían que el TCE de 2004 debía ser una auténtica Constitución, que dotase a la
Unión de la tantas veces postergada estructura federativa. Latía la cuestión de si la
Unión Europea sería en el futuro un Estado de derecho, con la forma que se le diera, o
permanecería como un vínculo confederal de la «Europa de las patrias».
En su reunión de Bruselas, el 19 de junio de 2004, los jefes de Estado y de Gobierno de
Los Veinticinco —la ampliación se había producido un mes antes— aprobaron la
segunda propuesta de la CIG, el Tratado estableciendo una Constitución para Europa.
Era un título ambiguo, que no aclaraba si aquello era ya una auténtica Constitución o si
lo que hacía era fundir los tratados existentes y posibilitar redactarla más tarde como
una Carta propia de un Estado federal. El TCE fue firmado por los veinticinco jefes de
Estado o de Gobierno de la Unión Europea el 29 de octubre de 2004, en la capital
italiana, por lo que a veces se le define como Tratado de Roma II. Las previsiones
eran que, tras la ratificación en los países miembros, entrase en vigor el primer día de
noviembre de 2006, a tiempo para la segunda ampliación de la Unión. De hecho,
firmaron el Acta en calidad de observadores Rumania, Bulgaria y Turquía, país este
último que entonces parecía un firme candidato al ingreso.
4
1.2. Contenido del Tratado
El TCE, un largo texto de 482 páginas en su versión española, constaba de siete Títulos,
con 448 artículos y 36 protocolos adicionales. Sus principales novedades y avances en
el proceso de integración eran las siguientes:
Refundía en un solo texto los diversos tratados comunitarios y terminaba con la
dualidad de Maastricht, al atribuir a la Unión Europea las competencias de la
Comunidad Europea, que desaparecía como ente jurídico.
Creaba una estructura de representación y gestión de la UE que se acercaba al
concepto de organización de un Estado democrático. Así, la presidencia del
Consejo Europeo dejaba de ser asumida, en forma rotatoria y por períodos de seis
meses, por los jefes de Estado y de Gobierno que integraban el Consejo. El puesto
se «profesionalizaba» y pasaba a ser electivo en la figura de un presidente sin cargo
político alguno en su país, elegido por mayoría cualificada del Consejo por un
período de dos años y medio, con la posibilidad de renovar una sola vez.
Respecto a la Comisión Europea, el Tratado limitaba, con vistas a las sucesivas
ampliaciones, el número de comisarios europeos, hasta un máximo de dos tercios
de la cifra de países miembros. Eso significaba que la Comisión, que en 2004 tenía
30 comisarios —los de los países recién llegados compartían comisaría con los
veteranos— contaría sólo con 19 tras producirse la segunda ampliación, en 2007.
En cuanto a la Política Exterior y de Seguridad Común, el Tratado no entraba a
definir ámbitos de competencia comunitaria, ya que se limitaba a señalar que los
estados miembros evitarían en su actuación internacional «toda acción contraria a
los intereses de la Unión». Sin embargo, el TCE sentaba las bases de una
diplomacia comunitaria al colocar la PESC bajo la dirección del presidente del
Consejo Europeo y sustituir la figura del alto representante por la de un ministro de
Asuntos Exteriores de la Unión, elegido por el Consejo Europeo, que asumiría la
dirección de un auténtico aparato diplomático de la Unión y la coordinación de los
asuntos de Defensa de sus miembros.
El Parlamento Europeo aumentaba su número de escaños y del máximo de 736
previstos en Niza se pasaba a los 750, reequilibrando la composición nacional para
compensar a los países medianos y pequeños. El Tratado reforzaba la capacidad
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legislativa del Parlamento al convertir el procedimiento de codecisión con el
Consejo de Ministros en el sistema habitual de elaboración de la legislación
europea.
El Consejo de Ministros, o Consejo de la Unión Europea, aumentaba sus
competencias con decisiones de política interior, relaciones internacionales o
política monetaria, que hasta entonces pertenecían en exclusiva al Consejo
Europeo. Para estas cuestiones se reforzaría la exigencia de mayoría cualificada en
doble votación, que sería del 75% de los estados y del 65% de la población. El
derecho de veto se mantenía, aunque se reducía su ámbito a asuntos relacionados
con la fiscalidad y la política exterior y de defensa que afectaran a intereses
concretos de los países miembros.
El Tratado incorporaba plenamente al ámbito jurídico de la Unión la Carta de
los Derechos Fundamentales aprobada en la Cumbre de Niza, de 2000, con lo que
dejaba de ser una mera Declaración y vinculaba a los estados, que se someterían en
los pleitos sobre su aplicación a la jurisdicción del Tribunal de Justicia de la Unión
Europea.
Finalmente, en la cuestión de la unión monetaria, el Tratado abordaba la
presencia institucional del euro en el Fondo Monetario Internacional y otros
organismos financieros. Rechazaba la propuesta de la Comisión para que asumiera
tal competencia el presidente de esta y encomendaba a la Presidencia del Consejo
Europeo el establecimiento de «las medidas oportunas para contar con una
representación única» en los foros económicos internacionales, pero no entraba a
definirlas.
1.3. El fracaso de la ratificación
Como sucediera con sus predecesores, el Tratado Constitucional se enfrentaba a su
auténtica prueba de fuego con la ratificación en los países miembros. Los sectores
euroescépticos se movilizaron como nunca, alertando que el TCE representaba una
pérdida de soberanía nacional irreversible y mayor que en ningún tratado
anterior. Quizás previendo las dificultades, el Parlamento Europeo aprobó, el 12 de
enero de 2005, una moción recomendando a los ciudadanos de la UE que refrendasen el
proyecto. Una vez más, la ratificación se orientó hacia la votación parlamentaria en
algunos países y hacia la consulta popular en otros. En los parlamentos nacionales era
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de esperar que no hubiese grandes problemas. Durante seis meses, en efecto, el Tratado
Constitucional tuvo un recorrido triunfal. El Parlamento lituano fue el más temprano, el
11 de noviembre de 2004, con el 95% de votos a favor. El húngaro, el 20 de diciembre,
lo aprobó con el 96%. En 2005 votaron a favor los parlamentos de Eslovenia (1 de
febrero, 95%), Italia (6 de abril, 94%), Austria y Eslovaquia (11 de mayo, 99% y 81%,
respectivamente) y ese mismo día Bulgaria y Rumania, futuros miembros (100% en
ambos casos), Alemania (12 de mayo, 95%) y Letonia (2 de junio, 71%).
Paralelamente, otros países iniciaban sus consultas populares. Sabedores de lo que se
jugaban, varios de los gobiernos comprometidos establecieron que los resultados del
referéndum no serían vinculantes para ellos, sino orientativos, por lo que el Parlamento
nacional tendría la última palabra. El primero país en organizar el referéndum fue
España, el 20 de febrero de 2005. La opinión pública se movilizó poco ante una
consulta no vinculante: apenas un 42% votaron y dieron el triunfo al «sí» con un 76,7%
de los sufragios emitidos. Pero luego todo se torció. El 29 de mayo votaron los
ciudadanos franceses, ganando el «no», por lo que el primer ministro, Jean-Pierre
Raffarin, dimitió. Tres días después, Holanda votaba también, con un mayor porcentaje
de sufragios en contra. Tanto si el referéndum no era vinculante (Holanda) como si lo
era (Francia) se trataba de algo más que un tropiezo. El 6 de junio, el Gobierno británico
anunció que suspendía su referéndum. El 10 de julio, la ciudadanía de Luxemburgo
ratificó el Tratado en las urnas (57%).
Como ya sucediera con el Tratado de Maastricht, los europeístas se empeñaron en
completar la ratificación, con la esperanza de que Francia y Holanda rectificaran
su voto negativo. El 20 de junio votó el Parlamento chipriota, pero sólo con un 55% de
votos favorables. Para incrementar la impresión de crisis institucional generalizada,
aquel mismo mes, el Parlamento Europeo rechazó el Presupuesto comunitario elaborado
por la Comisión por las fuertes disensiones surgidas en cuestiones siempre polémicas,
como las subvenciones de la PAC o el cheque británico.
Un año después, en mayo de 2006, Estonia y Finlandia pasaron el trámite de ratificación
parlamentaria sin dificultades y lo mismo hizo Malta en julio. Pero luego debían
celebrar referendos populares el Reino Unido, Polonia, Chequia, Irlanda, Dinamarca y
Portugal, países en los que era muy posible que triunfase el «no» euroescéptico a un
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Tratado cuyo impacto favorable en la opinión pública se había ido difuminando. Por lo
tanto, en el verano de 2006 el proceso de ratificación quedó detenido. Formalmente,
el Tratado Constitucional seguía abierto a su tramitación a través de los cinco
referendos pendientes y la consulta al Parlamento sueco, más la posibilidad de que
franceses y holandeses rectificaran su negativa. Pero para entonces nadie parecía
decidido a reactivar un proceso que podía conducir a un nuevo desastre político para el
europeísmo. Catorce años después de su creación, la Unión Europea entraba en vía
muerta.
2. LA UNIÓN EUROPEA OCCIDENTAL
La Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), establecida por los tratados de
Maastricht y Ámsterdam, estaba destinada a dar a la UE una auténtica estructura
supranacional de diplomacia y defensa. Frente a la falta de un serio compromiso de
coordinación que había presidido la Cooperación Política Europea (CPE) y el débil
método Davignon de consultas colectivas, la PESC implicaba, en principio, la aparición
de unas reglas comunes y de unos mecanismo comunitarios de supervisión, que
obligaban a los estados a seguir unas líneas conjuntas de política exterior y a coordinar
sus aparatos militares. La creación, en 1999, de la figura del Alto Representante para
Asuntos Exteriores y de Seguridad Común —popularmente conocido como Mr.
PESC— venía a reforzar la idea de que la UE se proponía asumir competencias en
materia diplomática y militar que hasta entonces se reservaban los estados. Para el
puesto, que se correspondía con el de secretario general del Consejo Europeo, fue
designado el socialista español Javier Solana, quien como secretario general de la
OTAN había dado pruebas de notable capacidad política en la coordinación
supranacional.
Si en el terreno diplomático la CPE había permitido un mínimo nivel de coordinación en
la respuesta de los estados comunitarios a las grandes crisis internacionales, la política
común de defensa ni siquiera había logrado ese nivel. Tras el fracaso de la CED, los
gobiernos de la CEE habían confiado a la Alianza Atlántica la defensa conjunta,
básicamente orientada entonces a contener la «amenaza soviética». Desde octubre de
1954 existía la Unión Europea Occidental (UEO), heredera de la Organización del
Tratado de Bruselas y que durante décadas actuó como un organismo subordinado a la
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estrategia general de la OTAN. Al ponerse en marcha las primeras iniciativas de
creación de la Unión Europea, los dirigentes del Mercado Común apreciaron la
necesidad de impulsar una política de seguridad propiamente europea. En octubre
de 1984, en plena escalada de la «segunda guerra fría», se reunió en Roma una
Conferencia de Ministros de Defensa que acordó revitalizar la UEO. La Declaración
de Roma establecía «la necesidad de reforzar la seguridad occidental», por lo que la
activación de la alianza europea contribuiría a la seguridad de Europa Occidental y a
una mejora de la defensa común de todos los países de la Alianza Atlántica.
En octubre de 1987, el Consejo de Ministros de la UEO estableció la Plataforma de
Intereses de Seguridad Europeos, que afirmaba que la construcción de la Unión
Europea sería incompleta si no incluía un «pilar» de asuntos de seguridad y defensa.
Con la entrada de España y Portugal en la UEO, en 1990, esta abarcó
prácticamente todo el territorio de la naciente UE, con excepción de Dinamarca, y
de Grecia, que se incorporó en 1995. Conforme a la voluntad de impulsar la alianza
militar en el seno del segundo pilar de Maastricht, el eje franco-alemán puso en marcha
una ambiciosa iniciativa, el Euroejército. Se creó, en el marco del acuerdo de
cooperación bilateral, en la Cumbre de La Rochela, en mayo de 1992. Al año siguiente
se adhirieron Bélgica y España y, en 1996, Luxemburgo. La idea, heredera de la CED,
era constituir un Ejército europeo permanente, de 55.000 hombres, integrado en la
UEO y nutrido con contingentes de los ejércitos nacionales, que actuase como
fuerza de choque para hacer frente a cualquier amenaza de seguridad que surgiera
en suelo europeo. Pero la iniciativa no llegó a traducirse en la práctica.
Por entonces, la UEO comenzaba a estar presente en determinadas situaciones
internacionales en las que los estados de la CEE/UE querían hacer valer su acción
común. Tal fue la vigilancia naval en el Golfo Pérsico durante la guerra irano-
iraquí de 1988 y, sobre todo, el conflicto de los Balcanes, entre 1991 y 1999.
Las sucesivas etapas del conflicto que llevó a la disolución de la Federación Yugoslava
constituyeron un bautizo y, a la vez, una prueba de fuego para la Política Exterior y de
Seguridad Común de la UE. La naciente diplomacia comunitaria se aplicó en la
búsqueda de sucesivos alto-el-fuego y proyectos de pacificación. Tales fueron las
gestiones de mediación del Consejo Europeo a través de la troika comunitaria, que
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lograron los Acuerdos de Brioni, en octubre de 1991; la labor de la Comisión de
Arbitraje, o Comisión de los Cinco, que elaboró en noviembre de 1992 el llamado
Informe Badinter —por su presidente, el francés Robert Badinter— proponiendo
soluciones a los diversos conflictos en curso; o la iniciativa conjunta con los Estados
Unidos que se plasmó en el Plan Owen-Vance, en enero de 1993, que ofrecía una
salida confederal a Bosnia-Herzegovina. Fueron todas gestiones bienintencionadas,
pero fracasadas, que desprestigiaron la incipiente diplomacia comunitaria y no
sirvieron, además, para detener el copioso caudal de refugiados civiles que huían desde
las zonas en conflicto hacia el territorio de la Unión. Finalmente, las resoluciones de la
ONU y la decisión norteamericana de implicar a la OTAN en intervenciones armadas
contra la República de Serbia y las comunidades serbias en Bosnia-Herzegovina (1994 y
1999), pudieron ir zanjando los conflictos, lo que implicó una prolongada ocupación
militar de Bosnia y de Kosovo bajo el paraguas legal de Naciones Unidas.
Aunque relativamente marginales, la UEO tuvo algunas actuaciones en las guerras
yugoslavas, las llamadas misiones Petersberg, en junio de 1992, que apuntaban líneas
de lo que más tarde sería la Política Europea de Seguridad y Defensa. Así, en 1992-93
participó en misiones aéreas y navales en el Adriático y el Danubio para garantizar el
embargo decretado contra la Federación Yugoslava (operación Sharp Guard); en
octubre de 1993 destinó un pequeño contingente en la ciudad bosnia de Mostar, en
misión policial; en 1999 sostuvo una misión de desminado en Croacia; y ese mismo año
cubrió la información por satélite para la intervención militar de la OTAN en la
provincia serbia de Kosovo.
El estallido de la guerra en Yugoslavia aumentó las preocupaciones en las
cancillerías de la Unión sobre la estabilidad de los PECO, integrantes hasta poco
antes del Pacto de Varsovia. En los años centrales de la década se multiplicaron las
iniciativas, en las que llevaban la voz cantante París y Berlín. En mayo de 1994 se
reunió en la capital francesa una Conferencia sobre la estabilidad de Europa, que
puso de relieve la urgencia de atender las expectativas de ingreso en la UE de los países
ex-comunistas como forma de eliminar los contenciosos entre ellos, casi siempre por
cuestiones fronterizas o de minorías étnicas, y para prevenir la recuperación de la
hegemonía sobre la zona de una Rusia que estaba reconstruyendo el espacio geopolítico
soviético a través de la Confederación de Estados Independientes (CEI). Una
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iniciativa más concreta, a partir de 1992, fue el establecimiento del llamado triángulo
de Weimar, que relacionaba directamente al eje franco-alemán con Polonia mediante
contactos políticos privilegiados y proyectos de cooperación militar.
Sin embargo, la perspectiva de implicación de los PECO en la PESC, con anterioridad a
su entrada en la Unión Europea, estaba estrechamente vinculada a su ingreso en la
Alianza Atlántica. De hecho, fueron en paralelo. En enero de 1994, en su Cumbre de
Bruselas el Consejo Atlántico propuso a los miembros del antiguo Pacto de Varsovia
una «Coparticipación por la Paz», que suponía la cooperación en determinados
ámbitos militares y la integración de contingentes de tropas de esos países en las
«misiones de paz» que la OTAN comenzaba a asumir dentro y fuera de Europa. La
cooperación de Rusia, donde el presidente Boris Yeltsin alentaba una política
marcadamente pro-occidental, animó a los PECO a acercarse a la UEO en busca de vías
más rápidas de integración en la UE. Y en mayo de ese año, nueve países ex-comunistas
se integraron en el pacto militar europeo.
3. LA POLÍTICA EUROPEA DE SEGURIDAD Y DEFENSA
En la segunda mitad de los años noventa, parecieron afirmarse las esperanzas de que la
UEO se convirtiera en un pacto militar realmente operativo. En noviembre de 1996 se
crearon en su seno dos organismos orientados a coordinar el rearme de sus miembros: la
Organización del Armamento de Europa Occidental, constituida por los miembros
de la alianza, y el Organismo de Cooperación en Materia de Armamento, que
agrupaba a Alemania, Francia, el Reino Unido e Italia. Y en 1999, Javier Solana, el
alto representante de la PESC, se convirtió en secretario general de la UEO, uniéndola
aún más estrechamente a la faceta diplomática de la UE.
Pero para entonces, y especialmente tras la crisis de Kosovo, la visión de una gran
política exterior europea que requiriese autonomía en materia de defensa respecto a los
Estados Unidos había perdido fuerza en aras de la convicción de que las políticas de
seguridad exterior de la UE que implicaran el uso de la fuerza debían descansar en la
OTAN, a la que Washington aportaría los grandes recursos económicos y militares que
los gobiernos europeos no estaban en condiciones de emplear. Aun manteniendo la
capacidad de intervención armada en acciones puntuales, la UE se concentraría, por lo
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tanto, en el ejercicio del denominado «poder blando», es decir, en las tareas de
mediación diplomática y de mantenimiento del orden, en las misiones
humanitarias, destinadas a paliar los efectos de los conflictos sobre la población y en
la reconstrucción de las zonas devastadas.
El Tratado de Ámsterdam, de 1997, definió una serie de actividades de la PESC que
se englobaban dentro de la denominada Política Europea de Seguridad y Defensa
(PESD): misiones civiles humanitarias y de evacuación, misiones de policiales de
«mantenimiento de la paz» y misiones militares de «gestión de crisis», es decir, lo que
desde 1992 se conocía como las misiones Petersberg. Junto a ello, a la PESD se le
atribuía un componente diplomático mediante la actividad de «prevención de
conflictos».
En la breve etapa de despliegue institucional de la UE transcurrida entre los tratados de
Ámsterdam y Niza, la PESD adquirió un creciente protagonismo en el seno de la
PESC. Mientras la UEO volvía a la inoperancia, el Consejo Europeo, y con él su
secretario general, que era Alto Representante de la PESC, asumió todo el protagonismo
a través de una estructura político-militar basada en cuatro organismos permanentes,
dependientes del Consejo:
El Comité Político y de Seguridad (COPS), creado en 1999 en sustitución del
Comité Político del Consejo, está presidido por un delegado del Alto Representante.
Orienta las políticas exterior y de seguridad y define sus líneas de aplicación,
especialmente las operaciones humanitarias, las de prevención de conflictos y las
militares de gestión de crisis, que quedan bajo su supervisión política.
El Comité Militar de la Unión Europea (CMUE), establecido en diciembre de
2000, está formado por los jefes de los Estados Mayores de los países miembros,
con competencias consultivas, de planificación y de control de las misiones militares
emprendidas en el marco de la PESD. De él depende el Estado Mayor de la Unión
Europea, creado en enero de 2001, que ejecuta las decisiones del CMUE
planificando las intervenciones militares en las operaciones de gestión de crisis, y
manteniendo una coordinación permanente con el Mando militar de la OTAN.
El Comité para aspectos civiles de gestión de crisis (CIVCOM) creado en 2000,
se ocupa de los aspectos de cooperación civil (Justicia, reforma administrativa,
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Sanidad) de las misiones PESD.
La nueva estructura político-militar de la UE estaba lejos de amparar el viejo proyecto
del Euroejército, sustituido por el concepto de los pequeños contingentes de las
Fuerzas Armadas Europeas (EUFOR). Pero poseía la suficiente flexibilidad como
para mantener la presencia internacional de la Unión en aquellos ámbitos de
interés para sus miembros en que se produjesen situaciones conflictivas, mediante
acciones puntuales de bajo riesgo y con la seguridad de que las situaciones realmente
comprometidas las abordaría la OTAN, con la imprescindible aportación de la
superpotencia americana. El Tratado de Lisboa vino, en este sentido, a cerrar una larga
etapa de esfuerzos poco satisfactorios de creación de una Alianza militar europea,
inaugurada en 1948 con la Organización del Tratado de Bruselas y que concluyó,
simbólicamente, el 30 de junio de 2011, cuando expiró el Tratado de la Unión
Europea Occidental. Pocos meses antes, la UE había puesto en marcha su Servicio
Europeo de Acción Exterior, dependiente del Alto Representante, en la idea de que la
diplomacia civil, el otro brazo de la PESC, alcanzase un nivel de desarrollo suficiente
para complementar, y anticipar en la medida de lo posible, las iniciativas del COPS.
A partir del año 2003, la PESD multiplicó sus misiones internacionales: operaciones
de policía (EUPOL) en Bosnia-Herzegovina, Kosovo, Macedonia o Palestina, misión
EUJUST THEMIS de fortalecimiento del Estado de derecho en Georgia, misión de
observación en Aceh (Indonesia), etc. Por los días en que entró en vigor el Tratado de
Lisboa, a finales de 2009, la PESD estaba presente, con pequeños contingentes
policiales, militares y de técnicos civiles, en seis zonas conflictivas:
En Bosnia y Herzegovina, tras el final de la misión de policía, la Unión mantenía
la misión militar EUFOR-Althea, que sucedió al SFOR, el operativo de la OTAN,
en diciembre de 2004 y desplegó 2.200 efectivos, tropas procedentes de 24 estados
miembros de la UE.
La Misión de asistencia fronteriza en Moldavia y Ucrania (EUBAM) era
consecuencia del acuerdo entre la Comisión Europea y los dos gobiernos afectados
por un contencioso territorial en el llamado Transdniéster, en octubre de 2005. La
Misión tenía como objetivo regularizar los controles fronterizos entre los dos países.
En Iraq se estableció, en julio de 2005, la misión EUJUST LEX, con el objetivo
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de modernizar y adaptar a los procedimientos democráticos la Administración
judicial y policial del reconstruido Estado iraquí.
La EUPOL Afganistán se creó como misión de policía de la UE en Afganistán,
en junio de 2007, con 167 agentes dedicados a formar a las fuerzas policiales
afganas.
La UE-Reforma del Sector de Seguridad para Guinea-Bissau se estableció en
junio de 2008, con la misión de asesorar a las fuerzas policiales y militares de ese
país africano
En la República Democrática del Congo, escenario de una prolongada y
sangrienta guerra civil entre 1996 y 2002, la UE activó dos misiones: la UESEC
RD Congo, de junio de 2005, destinada a asesorar a las Fuerzas Armadas y la
EUPOL RD Congo, de julio de 2007, para la formación de la policía congolesa.
4. DE LOMÉ A COTONOU
Uno de los aspectos más solventes de la política exterior comunitaria era, desde sus
primeros tiempos, la relación comercial y de ayuda al desarrollo con aquellos países
surgidos de la disolución de los imperios coloniales europeos. Muchos de estos
nuevos estados habían firmado la convención euro-africana de Yaundé (1964) y
luego integraron el Grupo África Caribe Pacífico (ACP), que en febrero de 1978
firmó con la CEE la Convención de Lomé. Los países del Grupo, 46 en principio,
recibieron un estatuto de asociación comercial a la Comunidad, inversiones y ayuda
tecnológica y educativa a cambio del suministro regular y en óptimas condiciones
económicas de las materias primas que demandaba el Mercado Común. Lomé fue un
éxito, en la medida en que cumplió las expectativas de ambas partes, y tuvo
continuidad. Lomé II cubrió el período 1980-85, Lomé III, el comprendido entre 1985
y 1990 y Lomé IV abarcó dos lustros, hasta el año 2000. En este largo período, la
Comunidad Europea implemento políticas concretas, como el Stabex, que garantizaba
precios mínimos para las exportaciones del Grupo ACP, el Sysmin, que ofrecía ayudas
a los países exportadores de minerales en momentos de fuertes caídas de los precios, o
la política de defensa de los Derechos Humanos, incorporada en Lomé IV y mediante la
que Bruselas presionaba con medidas económicas a aquellos países ACP que no
respetaran los derechos establecidos por las cartas de la ONU y del Consejo de Europa.
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En 1997, la Comisión Europea publicó un Libro Verde sobre la cooperación
internacional, que abrió paso a una nueva concepción de las relaciones con el Grupo
ACP. La Comisión constataba que las ventas de los países del Grupo, básicamente
materias primas, a las economías industrializadas de la CEE habían disminuido. Y el 60
por ciento de esas exportaciones se concentraban sólo en diez productos. En tal sistema,
el Africa subsahariana era la gran perjudicada. Su PIB, constataba la Comisión, había
crecido el 0,4% entre 1960 y 1990, mientras que el conjunto de países en desarrollo lo
había hecho un 2,3.
Al expirar el plazo de Lomé IV, el Grupo ACP y la UE lo sustituyeron por el Acuerdo
de Cotonou (Benín), de 23 de junio de 2000, que firmaron los 15 socios europeos y los
78 del Grupo. El Acuerdo de Cotonou —que sería renovado, con ligeras modificaciones
en 2005— ampliaba el ámbito de la cooperación, financiada por el Fondo Europeo de
Desarrollo, y lo modificaba en torno a cuatro principios:
Garantizaba el principio de igualdad entre los socios, permitiendo a los países
ACP mayor capacidad de decisión sobre las políticas de cooperación destinadas a su
desarrollo social y económico.
Abría las estrategias y los programas a la participación de agentes no
gubernamentales, como oenegés, sindicatos, o empresas del sector privado.
Se fortalecían el diálogo y la asunción de obligaciones mutuas, especialmente en
la defensa de los derechos humanos, estableciendo mecanismos de control y
seguimiento y foros específicos. Las ayudas al desarrollo se supeditaban al
cumplimiento de estas obligaciones y a los principios del desarrollo sostenible.
Se diversificaba y regionalizaba la cooperación a partir de la división del
Grupo ACP en siete subsistemas geográficos. La UE dirigiría su política de ayuda
al desarrollo en función de las necesidades específicas de cada socio ACP,
planificándola con él a largo plazo y primando a los países con menores estándares
de desarrollo, casi todos africanos.
5. EL PARLAMENTO EUROPEO 2004-2014
Tras la ampliación de mayo de 2004, la Unión Europea de los Veinticinco disponía
de un enorme cuerpo electoral, integrado por 342 millones de electores. El
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Parlamento Europeo, tras sucesivos intentos, no había logrado que se estableciese
un Procedimiento Electoral Uniforme, en el que fueran las instituciones comunitarias
las que organizasen los comicios, a los que concurrieran listas auténticamente europeas.
Aunque se había avanzado mucho desde el establecimiento del sufragio universal, en
1979, en la armonización del procedimiento electoral, los comicios seguían poseyendo
una clave básicamente nacional, a cargo de los gobiernos y los sistemas de partidos de
los estados y las encuestas demostraban que la situación interior del país era, más que
las estrategias de integración continental, la que decidía el voto entre opciones
concretas.
A las elecciones de 2004 concurrían los electorados de diez nuevos miembros de la
Unión, que pocos años antes se habían volcado en el fervor europeísta durante las
consultas para la ratificación de la adhesión. La incógnita era si estos electorados con
poco más de una década de experiencia en consultas democráticas y que votaban a
sistemas de partidos jóvenes y, con frecuencia inestables, acudirían en masa a votar para
dar un giro espectacular a la composición de una Eurocámara que, de los Seis a Los
Quince, había estado controlada por opciones de centro-izquierda y centro-derecha. Los
conflictos étnicos alentados por un nacionalismo rampante, la carencia de tradiciones
democráticas —excepto en el caso checo— y el peso de neofascismo y el comunismo
en sociedades parcialmente desencantadas tras la experiencia de capitalismo salvaje que
trajeron las reconversiones de los años noventa, constituían otras tantas incógnitas sobre
la composición de una Asamblea como la de Estrasburgo, a la que la prevista
Constitución para Europa iba a dotar de considerable capacidad legislativa.
Los comicios de 2004, celebrados entre el 10 y el 14 de junio, vinieron a demostrar que
el electorado de los PECO apenas difería de las tendencias generales consolidadas en
los miembros más veteranos. Y esas tendencias se manifestaron en tres direcciones:
nuevo decrecimiento de la participación, derrota de los partidos gubernamentales
en la mayoría de los países y aumento moderado del euroescepticismo. La asistencia
a las urnas fue del 45,6%, frente al 49,8 de las anteriores, de 1999. Entre los miembros
antiguos fluctuaba entre el 90,8% de Bélgica y el 90,0 de Luxemburgo y el 38,8% de
Portugal o el 38,7 de Suecia —España estaba en situación intermedia, con el 45,1%.
Eran tendencias habituales, que los integracionistas pensaban serían compensadas por la
afluencia masiva del nuevo electorado. Pero los resultados fueron sorprendentes. En
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Chipre y Malta, países periféricos y con poca población, se produjo la afluencia
esperada: 82,3 y 71,2%, respectivamente. Pero entre los PECO reinó el desinterés. La
participación en Lituania fue del 48,3%; del 41,3 en Letonia, 38,5 en Hungría, 28,3 en
Chequia y Eslovenia, 26,9 en Estonia, 20,9 en Polonia y 17,0% en Eslovaquia.
El Parlamento surgido de los comicios, con 732 eurodiputados, recogía en su
composición siete grupos. El más votado, con sólo un tercio de los escaños pero
notable crecimiento respecto a 1999, era el Partido Popular Europeo-Demócratas
Europeos, amalgama de grupos democristianos y conservadores, entre los que
destacaban la coalicion CDU-CSU alemana (49), el Partido Conservador británico (29)
y el Partido Popular español (24). El Partido de los Socialistas Europeos mantenía sus
posiciones de la anterior legislatura gracias a los escaños del PS francés (31), del PSOE
(24), del SPD alemán (23) y del laborismo británico (19). Los liberales, con 88
diputados, tenían sus principales apoyos en los liberal-demócratas británicos (12) y la
francesa UDF (11). El cuarto grupo (42 diputados) estaba constituido por los
ecologistas Verdes, especialmente fuertes en Alemania, y la Alianza Libre Europea,
integrada por grupos independentistas de izquierda: escoceses, flamencos, corsos,
catalanes, etc. La Izquierda Unida, con partidos comunistas y socialistas de izquierda y
41 escaños, tenía su representación principal en Alemania, Italia y Chequia. La derecha
euroescéptica, opuesta a la continuidad de la UE, duplicaba sus resultados de 1999 y se
hacía con 37 escaños, de los que más de la mitad correspondían a Polonia y al Reino
Unido. Y los radicales de derecha de la Unión por la Europa de las Naciones, con 27
puestos, tenían su principal fuerza en la Alianza Nacional italiana.
La Legislatura de 2004-2009, presidida por el socialista español Josep Borrell y luego
por el democristiano alemán Hans-Gert Pöttering, estuvo marcada por el fracaso de la
Constitución para Europa, que había recibido muchas críticas en la Eurocámara por su
timidez en abordar la vía federalista, y luego por el Tratado de Lisboa, que situó al
Parlamento en paridad legislativa con el Consejo de Ministros.
Las elecciones celebradas entre el 4 y el 7 de junio de 2009 incluían ya a parlamentarios
de Bulgaria y Rumania, países cuyos primeros eurodiputados había sido elegidos,
respectivamente, en comicios parciales en mayo y noviembre de 2007. Conforme a las
estipulaciones del Tratado de Lisboa, la Eurocámara redujo el número de sus diputados,
17
que con la proporcionalidad demográfica aportada por las sucesivas ampliaciones
habían llegado a 785 en 2007. Ahora serían 736.
El fiasco del Tratado Constitucional, con los referendos perdidos en Francia y
Holanda, no era el mejor argumento para movilizar el voto y otorgaba, en cambio,
un argumento de peso al euroescepticismo. La abstención en los comicios batió un
nuevo récord, el 56,5% aunque, a cambio, las campañas electorales de los partidos y el
interés de los electores se centraron como nunca en las cuestiones de la integración
europea, como correspondía al creciente peso de la Unión Europea —y muy
significadamente de la Comisión— en el panorama de las políticas nacionales.
Los resultados de 2009, por otra parte, vinieron a demostrar que se había consolidado
un sistema de partidos «europeos» basado en coaliciones estables por proximidad
ideológica o programática. El PPE-DE mantenía sus posiciones con el 36% de los
escaños (265), quedando como primera lista en 16 de los 27 países, y lo mismo hacía los
liberales (84), mientras que los socialistas continuaban su lento retroceso y sólo
conservaban el primer puesto en Dinamarca, Suecia y Grecia. Subían
considerablemente, dentro de unos valores relativos, los ecologistas y nacionalistas sin
Estado de LV-ALE (del 5,7 al 7,5%) y, de un modo espectacular (del 3,6 al 7,3%), los
nacionalistas conservadores —sobre todo británicos, polacos y checos integrados en el
Grupo de Conservadores y Reformistas. Retrocedían, en cambio, aunque muy
ligeramente, los euroescépticos de la Europa de la Libertad y la Democracia, grupo
formado, entre otros, por la Liga Norte italiana, el Partido de los Verdaderos
Finlandeses, el Partido de la Independencia del Reino Unido o el lituano Ley y Orden.
La etapa de la vida del Parlamento Europeo enmarcada por las dos legislaturas que
transcurren entre 2004 y 2014 constituye una época de consolidación interna de la
institución, con la ampliación de sus escaños y del cuerpo electoral europeo, la
estabilización de una serie de grupos parlamentarios con vocación de asumir roles
de partidos europeos y la asunción de mayores competencias en materia legislativa y
de control institucional en el seno de la UE, incluida la elección del presidente de la
Comisión Europea. En cambio, el crecimiento continuo de la abstención electoral y el
apoyo de un sector significativo de los votantes a las formaciones contrarias a la
continuidad de los procesos de integración, denotan la escasa sintonía de la ciudadanía
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de la Unión con una institución como la Cámara de Estrasburgo, que es percibida por
muchos como un órgano caro y poco eficaz, poco más que un lujo democrático que no
puede competir en representatividad e influencia con los parlamentos nacionales.
6. EL TRATADO DE LISBOA
El abandono de los trámites de ratificación del Tratado Constitucional, a comienzos del
verano de 2006, había llevado al proceso de integración europea a un punto muerto. Sin
el TCE, seguían vigentes los ocho tratados anteriores, como si no se hubiera producido
el solemne acto de firma en Roma. Pero para la Unión Europea era un revés muy duro,
que fomentaba la imagen de que los dirigentes políticos y los «eurocratas» caminaban
en una dirección distinta a la de los intereses de los pueblos del Continente. Fuera de
Europa, la impresión era muy negativa, y afectaba al prestigio exterior de la Unión y de
sus estados miembros. Era necesario salir del impasse enseguida. En busca de una
solución, dieciséis prestigiosos políticos europeos —exjefes de Gobierno,
parlamentarios, comisarios europeos— crearon entonces el Comité de Acción para la
Democracia Europea, conocido como el Grupo de Sabios, o Grupo Amato, por el
nombre de su presidente, el italiano Giuliano Amato. El Comité, que tuvo su primera
reunión en Roma, en septiembre de 2006, trabajó hasta junio del año siguiente en el
texto de un Tratado Constitucional mucho más breve, y sobre el que fuese más fácil el
consenso.
Mientras, la alemana Ángela Merkel, había asumido la presidencia rotatoria del
Consejo Europeo con el propósito de impulsar un nuevo proceso constituyente. En
marzo de 2007, durante la celebración del cincuentenario de los Tratados de Roma,
Merkel y los presidentes de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, y del
Parlamento, Hans-Gert Póttering, suscribieron la Declaración de Berlín, que venía a
confirmar la voluntad de los Veintisiete de seguir adelante en la construcción de la
Unión Europea, y en la cual se daban un plazo de dos años para dotar a la Unión
Europea de fundamentos comunes renovados.
Dos años no era un plazo muy largo, sobre todo porque el proceso de ratificación podía
ser, una vez más, complicado. Quedaba claro que habría que seguir trabajando en
proyectos poco ambiciosos, a fin de evitar vetos gubernamentales y rechazos populares.
19
El Consejo Europeo, reunido en Bruselas el 21 de junio de 2007, acordó encargar a una
CIG el borrador de un Tratado que, en la línea del que acababa de elaborar el Grupo de
Sabios, permitiera salvar aquellos aspectos del fracasado Tratado Constitucional que,
como la concreción de la política exterior, era necesario sacar adelante con urgencia.
Pero, en ese mismo Consejo de Bruselas, el premier Tony Blair fue muy claro a la hora
de marcar su negativa a reducir la soberanía británica en ciertos temas, unas «líneas
rojas» que Londres no permitiría cruzar: No aceptarán un Tratado que permita que la
Carta de Derechos Fundamentales cambie la ley británica en ningún sentido; no darían
su acuerdo a algo que reemplace el papel de la política exterior británica y de su
ministro de Exteriores; no asumirán ceder en su capacidad de controlar su derecho
común y judicial y su sistema policial; no aceptarán nada que ponga bajo voto de
mayoría cualificada algo que afecte seriamente a su sistema de impuestos y subsidios;
debían de tener el derecho de decidir las cosas en estos aspectos por unanimidad.
La Conferencia Intergubernamental actuaría bajo una fuerte presión. Sus miembros no
tardaron en apreciar que, con tantas limitaciones, el empeño en sacar adelante el TCE a
base de reducir su contenido y despojarlo de los aspectos más polémicos, como
pretendía el Grupo Amato, llevaba a un callejón sin salida. Era preferible volver al
Tratado de Maastricht y a sus dos modificaciones de Ámsterdam y Niza, y proseguir su
desarrollo, sin las pretensiones de rango constitucional que alentara en su momento la
Convención Europea. El resultado fue un proyecto de Tratado de Reforma, que se
presentó al Consejo Europeo de Lisboa en octubre de 2007. Y el 13 de diciembre, en el
Monasterio de los Jerónimos de Belem, los mandatarios europeos signaron el Tratado
de Lisboa, oficialmente conocido como Tratado por el que se modifican el Tratado
de la Unión Europea y al Tratado constitutivo de la Comunidad Europea.
El Tratado modificaba, pero no sustituía, a los de 1957 y 1992, que siguen siendo los
textos fundamentales de la integración europea. Recogía, por otra parte, bastantes de las
aportaciones del fracasado TCE, aunque no las más conflictivas.
Con una estructura muy diferente al TEC, el Tratado de Lisboa tenía sólo siete largos
artículos, modificando partes concretas de los tratados de Roma y Maastricht, y trece
protocolos adicionales. Entre las principales modificaciones que aporta Lisboa se
pueden señalar:
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Refuerza el papel del Parlamento Europeo, situándolo en paridad con el Consejo
de Ministros en el procedimiento de codecisión legislativa y reservándole la
aprobación de los miembros de la Comisión Europea. Da acceso a los parlamentos
nacionales a determinadas funciones de control de la acción de las instituciones
comunitarias en los asuntos sometidos a un régimen de subsidiariedad.
Reafirma la doble mayoría, de estados y de población, que iba a establecer el
TCE para las votaciones del Consejo de Ministros. Elimina la cláusula de
unanimidad y, con ello, el derecho de veto.
La Presidencia del Consejo Europeo deja de corresponder, por turno, a un jefe
de Estado o de Gobierno y su titular, denominado Presidente de la Unión
Europea, pasa a ser elegido por períodos de dos años mediante votación por
mayoría cualificada en el Consejo y sin que el Parlamento Europeo intervenga en el
proceso. Sus funciones, en el marco de la Unión, no son ejecutivas, sino
representativas y protocolarias y, en este sentido, es menos influyente que el
presidente de la Comisión Europea, que el Tratado de Lisboa presenta como a un
auténtico primer ministro de la Unión. El primer presidente electo del Consejo, en el
cargo desde el 1 de enero de 2010, fue el democristiano belga Hermán Van
Rampuy, un político discreto que se había dado a conocer a lo largo del año anterior
por su capacidad de negociación y consenso como primer ministro de un país al
borde de la ruptura por las divisiones etnolingüísticas.
Establece la iniciativa ciudadana, por la que al menos un millón de ciudadanos de
la UE, pertenecientes por lo menos a la cuarta parte de sus estados, pueden pedir a la
Comisión que promueva acciones legislativas en ámbitos de su competencia. El
Reglamento que desarrolla la iniciativa, concluido en febrero de 2011, es aplicable
desde abril de 2012.
Aborda los mecanismos para que un Estado abandone la Unión.
Establece el carácter jurídicamente vinculante de la Carta de los Derechos
Fundamentales, hasta entonces una mera Declaración, y encomienda sus criterios
de aplicación jurídica al Tribunal de Justicia Europeo. No obstante, un protocolo
opt-out libera al Reino Unido de la aplicación de este punto y de las restantes
«líneas rojas» de Blair.
Potencia la PESC con una acción institucional de mayor calado. A tal fin, y una
vez abandonada la idea de un ministro de Asuntos Exteriores de la Unión, crea la
21
figura del Alto Representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de
Seguridad, al que atribuye la condición de vicepresidente de la Comisión Europea.
El cargo recae, por primera vez, en la laborista británica Catherine Margaret
Ashton, hasta entonces comisaria de Comercio en la primera Comisión Barroso. En
torno a su figura se organiza un esbozo de cuerpo diplomático comunitario, al
margen de los estados, el Servicio Europeo de Acción Exterior.
Tras la firma del Tratado, los países comunitarios hubieron de abordar un nuevo proceso
de ratificación. Vistos los antecedentes, parecía recomendable evitar los referendos y
encomendárselo a los parlamentos estatales. Así lo hicieron 26 miembros de la Unión,
comenzando por Hungría, el 17 de diciembre de 2007, y finalizando Chequia, el 6 de
mayo de 2009. Las votaciones fueron ampliamente favorables al Tratado, siempre por
encima del 75%, con excepción del Reino Unido, donde en la Cámara de los Comunes
sólo votó a favor el 53% de los parlamentarios. También el Parlamento Europeo
ratificó, el 20 de febrero de 2008, con el 78,4% de votos favorables.
Había, sin embargo, un país donde era obligatorio celebrar el referéndum popular,
porque para asumir el Tratado de Lisboa tenía que reformar su Constitución. Era
Irlanda, y sus antecedentes no resultaban halagüeños. Aunque los principales partidos se
implicaron a favor del «sí», el 12 de junio de 2008 un 53,4% de los electores irlandeses
rechazaron la enmienda constitucional que debía permitir a su Gobierno aplicar el
Tratado. El Parlamento dublinés tuvo que redactar una nueva enmienda constitucional,
que se sometió a un segundo referéndum el 2 de octubre de 2009, fuera ya de los plazos
que en su momento trazara la Declaración de Berlín. Esta vez, los electores apoyaron la
enmienda con el 67,1% de los votos. Hubo que esperar a que la modificación
constitucional irlandesa entrara en vigor. Y sólo entonces, con fecha 1 de diciembre de
2009, el Tratado de Lisboa pasó a organizar la vida de la Unión Europea.
7. DESPUÉS DE LISBOA
En las últimas semanas de 2009 se cerró un decenio de historia de la Unión Europea,
marcado por las sucesivas ampliaciones de su ámbito territorial, por su creciente
influencia en las políticas de los estados y en la vida de los ciudadanos y, a la vez, por la
frustración, labrada Tratado tras Tratado, de las expectativas de un avance definitivo
22
hacia la Federación continental a través de una Constitución europea.
En esos momentos eran muy patentes los efectos de la grave crisis económica
mundial desatada en agosto de 2007 por los excesos de algunas entidades que operaban
en el mercado financiero norteamericano (crisis de las hipotecas subprime). Tras un
par de décadas de intensa internacionalización de las actividades financieras y de
desregularización de los mercados por la debilitación del control de los estados, la crisis
llegó pronto a Europa y obligó a inyectar en el sistema bancario grandes cantidades de
dinero público para evitar el hundimiento de las entidades crediticias, que habían
asumido enormes riesgos. Ello, junto con la extensión del desempleo, consecuencia de
una rápida caída del consumo, aunque con impacto irregular en las distintas economías
de la UE, acrecentó el proceso de debilitamiento de las finanzas estatales.
Enfrentados a la amenaza de una merma irreparable de las partidas de gasto público
sobre las que se sostiene gran parte del modelo europeo de Estado de bienestar, los
gobiernos nacionales de la eurozona no podían recurrir, como en otros tiempos,
con las tasas de descuento o con los tipos de cambio mediante la devaluación
controlada de su moneda. Eso era imposible bajo el régimen de moneda única del euro
y con un organismo regulador, el Banco Central Europeo, presidido por un neoliberal
de fe monetarista, Jean Claude Trichet, que buscaba contener la inflación a costa de
mantener elevados tipos de interés, lo que traía efectos negativos sobre la
recuperación económica. Quienes, sobre todo desde la socialdemocracia, proponían el
retorno a políticas keynesianas de fomento del gasto como motor de crecimiento, apenas
eran escuchados. Y el Gobierno democristiano alemán, presidido por Ángela Merkel,
reproducía comportamientos de la crisis monetaria de 1992, asumiendo, en razón de
la creciente superioridad de la economía alemana y de su poder financiero, funciones de
gobernanza y arbitraje sobre las restantes economías de la UE. La crisis afectaba con
especial virulencia a un grupo de-países con mecanismos económicos poco eficientes:
Portugal, Irlanda, Grecia y, en menor medida, España.
A partir de 2010, la Unión hubo de plantearse el «rescate» de las finanzas públicas
de Portugal, Irlanda y Grecia, cuyo nivel de endeudamiento, favorecido por la intensa
especulación de los mercados financieros, era insoportable y que amenazaba con
arrastrar al euro en su caída hacia la insolvencia. No tardaron en surgir voces que
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proponían la liquidación de la moneda única y se planteó incluso la posibilidad de que
la abandonara algún país, sobre todo al producirse la segunda crisis de la Deuda griega,
en la primavera de 2011. Pero para entonces, como ya sucediera en otras ocasiones, una
seria amenaza a los mecanismos continentales de integración hacía reaccionar a los
gobiernos europeos en forma solidaria y abría expectativas de que abordaran juntos una
salida global. El llamado «pacto del euro», suscrito por los ministros de Economía del
eurogrupo en febrero de 2011, planificó una futura estabilización de las finanzas de
los países en graves dificultades mediante los préstamos de un Fondo de Rescate de
500.000 millones de euros aportados por los estados de la Unión, a los que se
sumarían las aportaciones del Fondo Monetario Internacional y, eventualmente, del
sector privado, a fin de renegociar y reducir la deuda del país rescatado. Pero, a
cambio, este tendrá que abordar una disminución drástica de su gasto público, que
afectará seriamente a las políticas sociales, como las pensiones o la cobertura del paro, y
obligará a reducir el tamaño del sector público mediante privatizaciones y supresión de
organismos administrativos.
Esta grave y prolongada crisis económica, que genera fuertes tensiones sociales y
políticas en los países más afectados, viene acompañada por otros signos de
agotamiento del vigente modelo de integración. Sobre todo en lo que afecta a la PESC,
donde los intereses particulares de los estados siguen predominando en demasiadas
ocasiones sobre los del conjunto de la Unión, el Servicio Europeo de Acción Exterior
tiene escasa presencia y la Alta Representante, Catherine Asthon, mantiene un perfil
público muy bajo frente al creciente protagonismo de algunos jefes de Estado y de
Gobierno.
Ello ha quedado patente con las revueltas populares que sacudieron a los países
árabes mediterráneos durante la primera mitad de 2011. La política al respecto de la
Unión y de los gobiernos, errática y descoordinada, basculó entre el apoyo inicial a
dictadores que podían aportar un currículo de colaboración con Occidente, hasta
el abierto apoyo manifestado a los pronunciamientos democratizadores de los
rebeldes, quienes ganaron rápidamente las simpatías de la opinión pública europea.
Mientras el asunto se mantuvo en un plano diplomático, es decir, sin acciones concretas,
no hubo mayores problemas, aunque se ponía en cuestión a la Unión para el
Mediterráneo, lanzada por algunos países de la UE en 2007 con la colaboración de los
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regímenes autoritarios árabes. Pero cuando algunos líderes europeos decidieron evitar el
triunfo del dictador libio, Muammar al- Gaddafi sobre los rebeldes de su país,
tuvieron que recurrir a los Estados Unidos para montar un espectacular operativo de
bombardeo aéreo «selectivo» sobre el territorio libio a fin de eliminar a Gaddafi. Como
sucediera poco antes con el reconocimiento de la independencia de Kosovo, o con el
«escudo antimisiles» que entre 2000 y 2009 pretendió desplegar Washington en las
fronteras orientales de la UE, dirigido contra Rusia, el asunto dividió a los países
comunitarios, que aplicaron criterios nacionales, y demostró que a la PESC le queda aún
un largo camino que recorrer antes de que sea una opción de poder, siquiera «blando»,
en el panorama mundial.
Y los sucesos de Libia han tenido una pequeña, pero muy significativa repercusión en el
interior de la UE. La gran afluencia de civiles libios a las costas italianas, que tras
obtener el estatuto de refugiados se pueden desplazar libremente por la Europa sin
fronteras, despertó temores y sentimientos xenófobos de considerables sectores de
las sociedades continentales, no necesariamente euroescépticos, pero sí críticos con el
multiculturalismo que preconiza Bruselas y tras el que ven un germen de graves
conflictos identitarios en el seno de la Unión, especialmente por parte de las crecientes
comunidades islámicas. La primera consecuencia fue la aplicación, a petición de
Francia e Italia, de un artículo de la Convención de Schengen que permite restringir la
libertad total de movimientos en el interior del territorio comunitario cuando se
considere que los desplazamientos masivos pueden constituir una «seria amenaza al
orden público o a la seguridad interior».
Cuando se escriben estas líneas el proceso de integración europea está en una
encrucijada. Ha avanzado espectacularmente en poco más de medio siglo,
conquistando espacios de libertad y progreso para los pueblos continentales que estos,
probablemente, no hubieran podido alcanzar en solitario. Pero ahora da síntomas de
agotamiento. Detenido el proceso constitucional mucho más atrás de lo que deseaban
los europeístas, enfrentados con distinta suerte los países de la UE a una dura crisis
económica que está pulverizando décadas de políticas de cohesión, con la imagen
exterior de la Unión muy debilitada, anunciada una nueva ampliación —Islandia,
Croacia, Turquía— sobre la que se amontonan los inconvenientes... el presente de la
integración europea es muy complicado, y el futuro dista de estar despejado.
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