fue condenado
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Relatosbreves‐JesúsAntonioJiménezMayo2012 Página1
Todo estaba preparado según los guardias de la prisión. El cielo se empeñaba en un color plomizo, con nubarrones preñados de agua. No sabíamos la hora, lo único cierto es que hoy era el día fijado para nuestra ejecución...
Fue condenado
abril 2012
RELATOS BREVES Jesús Antonio Jiménez Mayo
Relatosbreves‐JesúsAntonioJiménezMayo2012 Página2
...y fue condenado, asumiendo mi culpa...
Relatos breves
Jesús Antonio Jiménez Mayo
Abril 2012
Todo estaba preparado según los guardias de la prisión. El cielo se empeñaba en un color plomizo, con nubarrones preñados de agua. No sabíamos la hora, lo único cierto es que hoy era el día fijado para nuestra ejecución.
Recorrí las paredes de mi celda. Los años y los presos pasados por ella, hacían irreconocible el color de la pintura, si es que alguna vez fueron pintadas. La humedad junto con la suciedad acumulada se habían encargado de dar un aspecto irregular a las paredes. Palabras ilegibles, dibujos obscenos eran el único escenario que decoraban las mugrientas paredes.
Empecé a sentir frio. Quise acurrucarme en un rincón, pero el olor a excremento humano y la humedad del orín me lo desaconsejaron.
No había ni catre donde reposar, ni ningún otro tipo de mobiliario. Me apoyé sobre una de las paredes. Levanté la vista hacia el único orificio por el que penetraba una tenue luz dibujando en el suelo una cruz formada por los dos barrotes cruzados que lo protegían. Era un juguete caprichoso de la poca luz que por aquel pequeño orificio se deslizaba, Tan pronto se alargaba como por momentos se convertía en un borroso diseño adueñándose de todas las miopías del mundo.
El silencio era sepulcral, solo de vez en cuando el chirriar de algún gozne rayaba el ambiente desgarrando la "paz" reinante.
Un suspiro entrecortado brotó de mi interior, que hasta yo mismo me sorprendí. Pasaron por mi mente los momentos vividos en el juicio, como una película de diez fotogramas por segundo. Eran imágenes rápidas, diría que grotescas. Mi condena era justa. Yo sabía que había cometido el delito que se me imputaba... pero al hombre que condenaron conmigo de sobra sabía que era inocente.
Esa inocencia solo me pertenecía a mí, pues yo era el único que sabía que ese hombre jamás había cometido delito alguno.
! Qué raro ¡. Apenas podía recordar su rostro. Era incapaz de recordar si llevaba barba o no. Es más, su nombre lo había olvidado. ¿Era Josué?; no, era Yeshu... No. No sé.
Lo había planeado durante días. No tenía por qué haber salido mal. Detallé cada segundo de mi actuación, paso a paso, punto por punto. El sábado día 7 de abril, a primera hora, sobre los ocho y cinco llegarían juntos el director y la cajera, como todos los días. Allí les esperaría el guarda jurado, era el día idóneo para entrar en la sucursal bancaria, no estarían más de tres personas. Entraría despacio, tranquilo, sin llamar la atención. Una vez dentro sacaría las armas, les amenazaría diciendo que era un atraco, que no hicieran tonterías; de esta forma todos saldríamos ilesos. Solo les diría que metieran el dinero en la bolsa negra que les entregaría lo más aprisa posible. Cogería la bolsa y me llevaría el dinero, una vez anuladas las alarmas y maniatados a los empleados; nada más.
Recordé cómo había llegado a esa situación. Llevaba un año sin empleo, el subsidio del paro se me había terminado hacía ya cuatro meses. La hipoteca se nos había comido todos los ahorros, y mi mujer ya no sabía cómo alargar los pocos euros que nos quedaban, para alimentar en casa a cuatro personas.
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Había hablado con el director de la sucursal para que nos demoraran la hipoteca. Me había dado buenas palabras, pero solo eso. Me remitió al director provincial. Era una persona joven y pensé que se daría cuenta de nuestra situación. Todo fue inútil.
Día a día mi espíritu se fue debilitando. No dormía por las noches. No podía soportar ver en casa a la hora de comer a mis dos hijos y mi mujer tomar una frugal sopa, agua caliente diría yo, y unas croquetas. No había más.
Sabía que mi mujer, en secreto, pues yo se lo tenía prohibido, iba a la parroquia de San Mateo, todos los meses y conseguía allí unos alimentos con los que podíamos tirar unos diez días. Me había percatado que ella apenas se llevaba bocado a la boca con tal de dárnoslo a nosotros.
La desesperación se había apoderado de mí. Me había convertido en una persona irascible, no aguantaba nada. ¡Cuántas veces los chicos pagaron sin razón mi mal humor!.
Por eso había planeado asaltar la sucursal bancaria. Sabía que en la caja ese día tendría un depósito de 600.000 euros. La ubicación de la sucursal bancaria era idónea. El local que hacía esquinazo estaba en obras y el sábado santo no se trabajaría. El contenedor de obras que estaba depositado al borde de la acera, imposibilitaba que nadie pudiera aparcar el coche. Esto evitaría cualquier mirada indiscreta. Además, había comprado dos armas de fuego, una pistola y un subfusil. Había dado en depósito los dos mil euros, que mi mujer tenía muy bien guardados en la mesilla, dinero ahorrado con muchos sacrificios pues este año nuestro hijo mayor, Pedro, comenzaba la universidad; el resto, hasta los siete mil se los daría después de cometer el atraco.
Había visto por la TV que la mayoría de los atracos quedaban impunes y sin resolver. Necesitaba el dinero. Pensaba que todo era coser y cantar. Una vez en mi poder el botín, nos iríamos de la ciudad a otro sitio, lo más lejos posible.
Lo había planeado una y otra vez, y otras tantas veces lo había desechado. Pero ya no había vuelta atrás. Siempre había sido una persona cobarde. Me dejaba apabullar por cualquiera. El miedo, la angustia, la ansiedad me había producido una úlcera de estómago. De ahí que mi estado de ánimo siempre era arisco y de mal humor.
¿Por qué habían salido las cosas tan mal?. No podía entenderlo. El frio de la celda me devolvió a la realidad. ¿Qué será ahora de mi mujer y mis hijos?.
La luz filtrada por el orificio del techo se fue disipando y perdiendo autonomía. La oscuridad se fue adueñando de la celda. ¿Cuánto tiempo me quedaba de vida?. La respiración se me fue acelerando por segundos, y un nudo en la garganta me dificultaba el poder conseguir el poco aire, cargado, pegajoso, maloliente que escupían las paredes.
Mi cuerpo empezó a tiritar, no era frio, esos espasmos eran de miedo. Miedo porque toda mi vida fui un cobarde. Miedo porque seguía apegado a las cosas que había ido atesorando. Miedo a dejar de existir. En definitiva miedo, miedo, miedo...
La imagen de mi mujer y mis hijos volvieron a mi mente. Recordé que aún debía cinco mil euros por la compra de una pistola y el subfusil a un mafioso, un sinvergüenza, se hacía llamar Jorge Lupi‐. Era un hombre de baja estatura, con una calvicie ampliamente pronunciada, nariz aguileña y un mostacho fino que le cubría el labio superior. Siempre miraba de soslayo a la gente. Caminaba algo inclinado como si la cabeza le pesara demasiado. Siempre llevaba unos pantalones de lino color marrón, arrugados, parecían no ser de su talla, pues arrastraba las vueltas del mismo por el suelo. Los llevaba siempre ceñidos con unos tirantes blancos con dibujos de flores azules. En el barrio todos le conocían por "el tío Lapas", me imagino que era un apodo derivado de su apellido. Toda la vecindad sabía que se dedicaba a cosas sucias, que era un personaje de bajos fondos, que trapicheaba con todo aquello de lo que pudiera sacar provecho, sin importarle el daño que pudiera hacer a la gente; pero nadie por miedo, se atrevía a denunciarlo. Se había aprovechado de mí, bien lo sabía; pero mi angustia, mi cerrazón, mi desesperación era tal que me ofusqué de tal manera, que no pude vislumbrar las
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consecuencias de aquel acto. Era una tienda de mala muerta situada en la calle Victoria, al lado de la famosa pensión "CESTEROS".
Vendía cosas de segunda mano. Toda la ciudad sabía que era una tapadera. Se rumoreaba que allí se vendía droga, y otras cosas peores. Hacía un par de años se le relacionó con la muerte de una joven, que apareció en el río. Se habló por aquel entonces, que había sido intermediario y dado las pistas, para que esos dos extranjeros, posiblemente italianos, la secuestraran, violaran y después la asesinaran. Nunca, no sé por qué, se pudo demostrar su conexión con aquel delito.
Seguro que la policía sabía de sus andanzas, pero no encontraban la forma y manera de pillarle con algo, que le pudieran arrestar y llevar a juicio.
Él fue quien me proporcionó la pistola Glock 18 con su cargador, doce balas y el subfusil de asalto Heckler & Koch MP5 con su correspondiente cargador y munición.
Que ¿cómo lo consiguió?, no lo sé. Más de siete días me costó a mí, hablar con él para que me agenciara las armas y otros tantos días llegué a casa vomitando. Nunca me preguntó para qué lo quería.
Me había parecido oír pasos por el pasillo que conducía a nuestras celdas, pero el ruido no se dejó escuchar. Levanté la cabeza, para poder oír mejor. Al cabo de unos segundos volvieron a resonar más fuertes, haciendo un eco seco y metálico. Se aproximaban hacia nosotros. Me quedé paralizado, quieto como si en mi inmovilidad pudiera hacerme invisible. El corazón empezó a golpearme el pecho haciéndome casi daño físico en mis costillas.
Se detuvieron a unos metros de mi celda. Intenté paralizar mi respiración, pero fue inútil, el aire me entraba a bocanadas por la boca sintiendo su sequedad y sabor a azufre. Apoyé mi oído sobre la fría puerta metálica. El ruedo de unos cerrojos al resbalar sobre sus pasadores rompieron el silencio de unos segundos eternos.
‐"Saquen al prisionero." Oí decir a alguien con voz ronca y seca.
Seguro que un par de vigilantes penetraron en la celda contigua a la mía, pues se oyó un golpe seco en la pared de mi celda, que a mí no me resultaba desconocido. Esos golpes los daban con frecuencia los vigilantes con las porras de gruesa madera que llevaban consigo contra las paredes de las celdas para intimidar.
‐"¿Sabe que Ud. está condenado a muerte, y que la fecha de ejecución se cumple hoy mismo?." Resonó lo voz ronca y seca.
‐"¿Por qué no quiere decirnos que el otro preso, ‐se refería a mí‐ le obligó a coger la pistola y a disparar?".
Pasaron unos largos segundos, pero aquel hombre había enmudecido. No quiso pronunciar palabra alguna.
¿Por qué no me acusaba, sabiendo que le podían reconocer su inocencia?. ‐pensé‐. Podía contar cómo yo le amenacé y le obligué a coger mi pistola; aunque en el fondo no quería que hablara. Yo fui el que le acusé y le hice único asaltante. El se encontraba allí en aquel momento. Estaba en el sitio y el momento equivocados. No había hecho nada malo. Sin embargo, yo le obligué a coger la pistola y apretando sus manos contra las mías le obligé a hacer un disparo al aire para que sus huellas quedaran impresas en las cachas de la Glock 18; y en sus manos la pólvora que despide el disparo, pensando que la policía solo le detendrían a él.
Por mi mente volvieron a pasar las imágenes de aquel momento caótico. Cuando entró el grupo de asalto, nos encontró a los dos armados. El sostenía la pistola en su mano derecha que yo le había obligado a empuñar y yo mantenía en las mías un subfusil de asalto Heckler & Koch MP5.
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Todo ocurrió en décimas de segundo. Se oyó un explosión, seguido de un humo asfixiante que escocía a los ojos.
‐ "! Al suelo, al suelo, al suelo¡." ‐resonaron unos gritos‐, cuando quise darme cuenta dos policías se habían abalanzado sobre mí derribándome al suelo y desarmándome. Sentí un tremendo dolor en mis espaldas al tenerme el policía presionado mi cuerpo con sus rodillas y esposándome con una facilidad asombrosa. no tuve tiempo de reaccionar. Miré a la derecha, único sitio que me dejaba libre la tremenda mano del policía que me presionaba la cabeza contra las baldosas del hall bancario, y comprobé que el hombre al que le había entregado el arma se encontraba en la misma situación que yo.
Cada vez que me venía a la mente lo sucedido, me enrabietaba conmigo mismo por dejarme apresar de esa manera tan tonta. Seguro que el disparo alentó a alguien en el exterior y llamó a la policía ‐pensé‐.
‐"Está bien. Devuélvanlo a su celda". Se oyó de nuevo, devolviéndome a la realidad.
Escuché un ruido seco; seguro que fue tan brutal el empujón que dieron a aquel pobre hombre para introducirle en su celda, que su cuerpo debió de golpearse contra el suelo.
Al oír los cerrojos de mi celda, me eché hacia atrás instintivamente. Dos vigilantes entraron y sin pronunciar palabra me asieron fuertemente de los brazos y me arrastraron al exterior. Una luz cegadora me hizo daño en los ojos que me obligó a cerrarlos al no poder protegerlos con mis manos.
‐ "Y tú ¿qué tienes que decir?" . Reconocí esa voz ronca. Era la misma que me había condenado en el juicio.
¿Qué hacían allí?. Conseguí abrir los ojos. El foco con el que en un principio me habían dirigido a mi rostro estaba apagado. Frente a mí, se encontraba el juez, el fiscal y mi abogado.
‐ "Las pruebas que en un principio os habían condenado, han sido eliminadas por defecto de forma.", comentó mi abogado.
‐"El juicio ha quedado anulado." ‐prosiguió‐ "A ti no se te imputa nada ya que no has cometido ningún delito de sangre. No tardarán mucho en ponerte en libertad".
De sobra sabía yo quien era el culpable de aquel asesinato. Yo había perpetrado la muerte de aquel hombre, disparando físicamente la pistola.
El juez volvió a preguntarme: ‐"¿Tienes algo que añadir a lo declarado en el juicio?".
Mi mente trabajaba deprisa por ver qué podía añadir para eximirme de culpabilidad.
‐"Señor juez, ‐dije, bajando la cabeza‐ le juro por lo más sagrado, que ese hombre cuando entró me obligó a coger el fusil". ‐mentí con voz casi imperceptible, echándome a llorar.
No se si fui lo suficientemente convincente. Lo cierto es que el juez y el fiscal, dieron media vuelta y se pusieron en marcha hacia la salida. Mi abogado al darse cuenta, les siguió apresuradamente.
‐"Devuélvanlo a su celda." ‐ pronunció el juez sin volver la cabeza, y desapareciendo a pasos agigantados.
Los vigilantes, que en todo momento me habían tenido sujeto por los brazos, me arrastraron violentamente a mi celda, dando de bruces con mi rostro en el rincón que servía de letrina.
Los cerrojos de la puerta de mi celda chirriaron grotescamente al ser echados. Seguidamente oí como los pasos de los vigilantes se alejaban.
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¿Por qué no afrontaba la realidad de lo sucedido?. ¿Qué mal me había hecho ese pobre hombre para que yo le acusara injustamente?.
Sabía que iba a morir por mi culpa. Era mi delito y él lo asumía en sus espaldas, resignadamente, callado, sin protestar. ¿Por qué?.
La oscuridad se había adueñado de mi celda. El cielo estaba negro por las nubes y la lluvia, y solo una leve y tenue luz, se filtraba por debajo de la puerta proyectando mi sombra sobre la pared de enfrente.
Contemplé mi silueta, quieta, deformada, como si de mi espalda saliera una grotesca chepa. Por unos instante pensé que esa era en realidad mi persona.
De nuevo unos ruidos de pasos me despertaron mis pensamientos. Se detuvieron en la celda contigua a la mía. Allí se encontraba el hombre que vil y falsamente había acusado yo.
La puerta sonó como si fuera un quejido al abrirse.
‐"Salga". ‐ se oyó una voz metálica.
Al momento, mi celda también se abrió. Esa misma voz que acababa de oír se repitió en el quicio de mi puerta. ‐"Salga".
Con miedo, me fui aproximando al exterior. Una vez fuera pude ver cómo al hombre que yo había acusado injustamente, le ponían las esposas.
Por primera vez, lo tuve frente a mí. Contemplé su rostro, un rostro tranquilo, pero marcado por el cansancio y el dolor. Bajé la cabeza porque no era capaz de poder sostener su mirada.
Uno de los guardias de dirigió al hombre esposado diciéndole: ‐"Le trasladamos al corredor de la muerte". Eran las celdas donde se depositaban a los condenados a muerte. Seguidamente le agarró de las esposas y le empujó para que caminara.
Pude ver cómo se alejaba. Quise gritar: ‐"Esperen..". Pero solo pude tragar saliva. El otro guardia que se había quedado conmigo me espetó: ‐"Está libre, puede marcharse".
El hombre condenado por un delito que no había cometido, al oír al guardia que se había dirigido a mí, se detuvo.
Volvió ligeramente la cabeza y me miró a los ojos. Por un momento pensé que iba gritar que era inocente y el único culpable era yo.
Por primera vez, me fijé en su rostro. Esperaba de él un gesto de odio y desaprobación hacia mí; pero la única imagen que pude contemplar fue la de un rostro sereno, una mirada limpia, y que toda su respuesta fue la de esbozar una pequeña sonrisa.
El guardia que le vigilaba, tiró de las esposas que sujetaban sus manos para hacerle caminar. Al sentir el dolor en sus muñecas, se volvió lentamente y empezó a dar pasos cansinos, arrastrando sus pies sobre las baldosas del largo pasillo.
Los tubos fluorescentes del techo, se iban iluminado a su paso. Se me antojó en ese momento que gritaban como una fuerte sirena queriendo alentar a todo el mundo de su inocencia.
Permanecí estático hasta que mi vista perdió la silueta de su figura.
‐"No te veo contento por tu libertad". ‐se dirigió a mí el guardia que me acompañaba‐ mientras me indicaba dar la vuelta para salir de la prisión.
‐"¿Se sabe quién es?" ‐ fue toda mi respuesta. El vigilante, se encogió de hombros, y con una sonrisa, me espetó: ‐"Tú tienes que saberlo".
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¿Yo qué iba a saber?. Jamás en mi vida le había visto. El guardia después de un breve silencio me comentó: ‐"La pena es que no hemos encontrado familiar alguno. Es más. Va a ser ejecutado como un indocumentado".
Seguimos caminando sin proferir palabra alguna. Habíamos traspasado la zona de seguridad. Nos encontrábamos ya en el módulo de visitas.
Antes de llegar a la zona de control, mi acompañante dijo: ‐"De todas formas es raro. Las únicas palabras que conseguimos que pronunciara, fueron que él tenía que morir por tí. No lo entiendo". ‐hizo una pausa y prosiguió‐ "Tío, eres un hombre con suerte. De todas formas estamos convencidos de que el no fue el asesino".
Mientras me entregaban mis pertenencias, el guardia seguía mirándome fijamente, como queriendo esperar que yo le aclarara lo ocurrido.
¿Quién era ese hombre?. Volvieron a mi mente los recuerdos del intento de asalto al banco. Cuando entré, solo se encontraban allí dos empleados y un vigilante jurado.
Llevaba en una mano la pistola y en la otra el subfusil. Penetré a la carrera gritando: "!Todo el mundo al suelo, esto es un atraco¡". mientras disparaba el subfusil de asalto al techo.
‐"¿Qué, no quieres tus cosas?" ‐me espetó el funcionario que se encontraba al otro lado del mostrador‐, con gesto turbado, recogí mis pertenencias sin comprobar nada, y firmé en la hoja de recibo.
¿Qué es lo que había pasado en realidad?. Me estrujaba mi cerebro para poder recordar cada fracción de segundo y los hechos acaecidos en el intento de asaltar el banco. Como un autómata, había introducido mis pertenencias en la pequeña mochil gris que llevaba. Di media vuelta sin contestar al guardia que me había entregado mis pertenencias, me eché la mochila al hombro por una de sus asas encaminándome a la salida.
Mi mente seguía atascada en los hechos acaecidos en aquella mañana de abril. Efectivamente, después de repasarlos concienzudamente, con visión fotográfica, llegué a la conclusión de que sólo se encontraban en el banco esas tres personas y yo.
Había llegado a la puerta de salida del centro penitenciario. No percibí ninguna sensación al sentirme libre. Al abrirse las verjas para que pudiera salir, vi que caía una lluvia intensa, el cielo estaba oscuro, casi plomizo. A pesar de que eran las tres de la tarde, la claridad se asemejaba a la de las horas del anochecer.
Ya me disponía a salir, cuando el guardia que me acompañaba, mirando su reloj me dijo: ‐"Seguro que al hombre que acusaste, estará ya atado a la silla eléctrica para ser ajusticiado". Sus palabras me penetraron hasta dentro rasgándome las entrañas. Volví la cabeza para mirarle y querer preguntar por qué me contaba eso, pero no pude. Mi expresión tuvo que ser la de estúpido, pues dándome dos palmaditas en el hombre me empujó al exterior no sin antes dirigirme una sonrisa burlona.
Ya fuera, oí el ruido de la puerta eléctrica cerrarse tras de mí. Era libre, me había salido con la mía. Había conseguido librarme de la condena e imputarle los hechos al hombre que sin saber cómo se encontró junto a mí en el momento del asalto.
Empecé a notar frio y me subí el cuello de la cazadora, para evitar que el agua de lluvia que me escurría de la cabeza se introdujera por mi cuello. Un fuerte relámpago iluminó la calle seguido de estruendo que me despertó de mis pensamientos.
En el fulgor de la luz del relámpago vi el rostro del hombre se había dejado acusar por mí, sin decir nada, callado, soportándolo todo. Instintivamente me froté los ojos con mis manos cerradas para alejar esa imagen, pero fue inútil. Seguía aferrada a mí.
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Recordé como en el juicio había atestiguado que ese hombre me obligó a coger el subfusil, que yo había entrado al banco para hacer un ingreso. Recordé cómo le llame canalla a gritos, asesino; más de una vez el juez me tubo que llamarme al orden por mi grado de excitación, amenazándome con imponerme una multa si no me callaba y dominaba mis impulsos.
Le condenaron por tener la pistola que yo le obligué a coger entre sus manos. Esa pistola con la que yo había disparado al vigilante, cuando le vi hacer un movimiento extraño. Le había dejado que se desangrara, me quedé quieto, inmóvil, paralizado con la mente bloqueada. ¿Por qué se llevó la mano a la espalda?. Todo tenía que salir bien. Sin embargo la había cagado. Yo no quería matar a nadie. Fue en ese momento cuando me percaté de ese hombre, cubierto por una gabardina oscura. Estaba agachado sobre el vigilante que yacía en el suelo. Llevado por el miedo le obligué a coger la pistola. Volvió su cabeza hacia mí y sus ojos me hirieron profundamente hasta el punto que no pude nuevamente, sostenerle la mirada.
Al darle el arma, me fijé que tenía las manos ensangrentadas por intentar contener la hemorragia del vigilante, que se deshacía entre la vida y la muerte. Me repetía una otra vez, que ese no era el guión. Al instante sentimos a los policías derribándonos.
Había doblado la esquina de la cárcel y me disponía a enfilar la calle Azorín, cuando un coche que iba algo deprisa, me salpicó al pasar por un charco que se encontraba justo al borde de la acera por donde yo caminaba. Me llamó la atención que lo aceptara con tanta mansedumbre. Yo no era así. Con mi carácter seguro que le hubiera llenado de improperios y algún que otro gesto obsceno.
¿Qué me estaba pasando?. Una opresión en mi pecho empezó a no dejarme respirar con normalidad. Mis ojos se estaban llenando de lágrimas, que lo achacaba al frio que estaba soportando.
Caminaba con pasos perdidos. Sin saber cómo ni por qué me refugié en el voladizo que protegía las puerta de la iglesia de San Marcos. La lluvia comenzó a arreciar por momentos convirtiéndose en un aguacero.
Apoyé mi espalda contra la puerta pensando que estaría cerrada, pero al peso de mi cuerpo cedió y se quedó entreabierta. Por mi mente no pasaba entrar en una iglesia, pero una fuerza irresistible me hizo penetrar. Me refugiaré de la lluvia ‐quise aclararme mi mismo‐ ante el hecho de entrar en la iglesia. ¿Cuánto tiempo sin pisar una?. Lo había olvidado.
Su interior estaba inundado por una luz tenue, como si una bruma o nube de polvo envolviera toda la nave. Me quedé quieto, a un paso de la puerta, no quise penetrar más. Sonaba una música muy baja, apenas perceptible. Miré en todas las direcciones por si alguien estaba tocando un armonio u órgano. El interior de la iglesia permanecía quieto, estático, vacío, sin más presencia que la mía. ¿O no?.
En el centro colgaba una enorme lámpara forjada en hierro, con varios aros concéntricos formando una pirámide invertida. Una cadena de eslabones desproporcionados la sujetaba del techo. Seguí con mi vista la cadena hasta al techo en donde se sujetaba a unas argollas que formaban una bola al modo de un globo terráqueo hueco .
Desde el exterior no daba la sensación de que tuviera los techos tan altos. Cuatro arcos cruzados formaban la cúpula de la nave central. A los lados, unos arcos de herradura separaban la nave central de las dos laterales, mucho más bajas que la nave principal. Las piedras eran de color siena tostado, no sé si se llamaba piedra salmantina. En uno de los laterales, se encontraba una vidriera que me llamó la atención. ¿Cómo es posible con la tarde tan cerrada que era, pudiera verse cómo penetraba la luz a través de ella?.
Me acerqué para poder captar ese hecho tan inusual. A medida que me aproximaba, más luz reflejaba la vidriera. En mi acercamiento pude discernir la única luz artificial que tenía la iglesia. En una capilla lateral, tintineaba una vela de un color rojizo. Busqué en mis recuerdos y encontré que esa lamparilla se ponía en las capillas donde se encontraba el Santísimo.
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Nuevamente sentí ese ahogo en mi pecho, el mismo que a las puertas de la iglesia. La respiración se me hacía dificultosa. Tenía que inhalar el aire por la boca con el fin de coger más cantidad del mismo. El dolor del pecho se hacía insufrible. Como pude busqué apoyo en un banco y me senté.
Parecía que me aliviaba algo el estar sentado. Con algo de dificultad, pude levantar la mirada a la vidriera. Representaba a Pedro negando a Jesús antes de que cantase el gallo. Pedro tenía el rostro demacrado, con lágrimas en los ojos; toda sus facciones eran de arrepentimiento. Al lado estaba Jesús apresado por los judíos. Mi vista seguía por los detalles de la vidriera, pero de repente se detuvo en el rostro de Jesús. !No era posible¡. Ese rostro...
Cerré los ojos pensando que todo era una visión, pero al abrirlos allí seguía. Fruncí el entrecejo clavando la visa en ese rostro. Sí, era el mismo. Era... era el hombre al que había acusado de asesinato en el asalto al banco.
Volví a fijar mi vista en El, por si mi cabeza me estaba jugando una mala pasada. Pero no. Era él, el hombre que con su silencio aceptó mi acusación falsa que le condenó a muerte.
No. A mí no. A mi no me podía estar pasando eso. Unas lágrimas empezaron a deslizarse por mi mejillas hasta llegar a las comisuras de mis labios. Su sabor era un poco salado. Estaba llorando. Quería revelarme contra lo que yo llamaba flojedad de espíritu. Un tremendo nudo en la garganta acompañado de un hipo fuerte me hizo derrumbarme en el suelo.
‐"Perdón,... perdóname,.... Dios,... Dios,". balbucía entre sollozos, mientras un llanto incontenible se adueñaba de mi cuerpo. Estaba arrepentido de haber cometido ese asesinato. Solo esperaba, con la mirada clavada en el Jesús de la vidriera, que tuviera misericordia de mí. No merecía ningún perdón, pero a pesar de todo, seguía suplicándole me perdonara.
No sé el tiempo que permanecí allí. Había descubierto lo que era. Un miserable, un desecho, un asesino, un hombre sin piedad alguna. Todos los improperios del diccionario se me hacían insuficientes y pequeños para calificarme.
Aterrado por descubrir lo que era, lo que había sido, pensé que nada ni nadie podría tener conmigo un gesto de perdón y compasión. ¿Cómo podía haber caído tan bajo?. Un hombre inocente había muerto por mi culpa. Levanté la cabeza de entre mis manos y volví a contemplar ese rostro, era un rostro sereno, tranquilo, que transmitía confianza. El rictus en la comisura de sus labios esbozaba ‐me parecía a mí‐ una sonrisa.
La lamparilla de la capilla que se encontraba a mi derecha empezó a titubear. ¿Cómo era posible si no corría ni una brizna de aire?. Vi que por momentos se agrandaba y reducía, pero al momento la llama se inclinaba a la izquierda como si alguien soplara queriéndola apagar. Era inútil, de nuevo volvía a reavivarse con más brío.
De repente, noté como alguien posaba su mano en mi hombro. El grito que salió de mi garganta tuvo que oírse en el exterior. Más que un grito fue un alarido producido por el miedo y el susto que me hizo saltar y revolverme, todo ello al mismo tiempo.
No daba crédito a mis ojos. Aquello era peor que una pesadilla. El hombre al que había acusado, el hombre al que habían ajusticiado, el hombre que había muerto por mi culpa estaba allí.
Me di cuenta que el parecido con el rostro de la vidriera era casi perfecto. Un vacío se apoderó de mi estómago y apunto estuve de vomitar y de desmallarme por el mareo que me producía.
‐"No temas..., sí, soy yo..." ‐pronunció‐ Su voz no la escuché con los oídos, pero sí la pude oírla en el interior de mi corazón.
‐"Pero... ¿no estabas muerto?". me salió una voz tenue, de falsete‐, mientras trataba de tragar un poco de saliva, lo que se me hacía casi imposible, debido a la sequedad de boca.
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‐"Perdóname..., " ‐volví a balbucir‐. Ese "perdóname", sí que me había salido de dentro del corazón. Seguro ‐pensé‐ que en la prisión, han descubierto que era inocente y le habían dejado en libertad. La policía estará buscándome. Pero ya no hacía falta, había tomado una resolución. Yo mismo me entregaría a la policía y les contaría la verdad de todo lo que había pasado.
‐"No hace falta, tú también puedes ser libre", ‐pronunció aquellas palabras con una voz armoniosa, ni alta ni baja‐. "Puedes irte en paz" ‐prosiguió‐. "Todo esto no tiene por qué haber sucedido, solo está en tu mente. No ha habido ningún robo en ningún banco. Tampoco ha muerto ningún vigilante jurado". ‐concluyó‐ "si tú quieres".
Quise preguntarle... algo, pero ya no estaba a mi lado. Había desaparecido. Una luz cegadora acompañada de un brutal trueno me hizo tambalear y caer al suelo. Me pareció que toda la iglesia se desmoronaba. Me quedé de bruces. Tuve miedo y me tapé la cabeza con las manos. Sentí el golpe de unos ladrillos contra el pavimento de piedra. Temí por mi vida, pensando que la iglesia se derrumbaba.
Pasaron ‐a mi me pareció una eternidad‐ unos minutos, y aún seguía cayendo ladrillos o piedra ‐no se‐ del techo. Permanecía algo aturdido por el ruido del trueno, y los oídos me silbaban. Me iba a levantar cuando el sonido de unas sirenas se dejaron oír a la entrada de la iglesia. Todavía permanecía en cuclillas, cuando unos bomberos entraban a la carrera, preguntando si se encontraba alguien en el interior. No pude decir palabra, pues en seguida me localizaron y agarrándome de los brazos me levantaron.
‐"¿Se encuentra bien?. ‐me preguntaron. Dije que sí, les pregunté qué había pasado, indicándoles que otro hombre se encontraba en la iglesia en esos momentos. Un equipo se puso a buscar entre los escombros sin resultado alguno. Oí que uno de los que buscaban dijo que no había más personas dentro de la iglesia. Volví a preguntar qué había pasado. Me dijeron que dos rayos seguidos habían caído en la torre. El segundo rayo había causado desperfectos en una pared lateral, y había que desalojar la iglesia pues amenazaba derrumbarse.
Ya en el exterior unos componentes del SAMUR me introdujeron en una ambulancia, y procedieron a auscultarme. Les dije que no tenía nada, que estaba bien. Ellos no me hicieron caso y siguieron con el protocolo.
Ahora solo hace falte ‐pensé‐ que se acerque la policía, me reconozca y me detenga. Alguien me interrogó preguntándome si sabía en qué día estaba. ¿Cómo no lo iba a saber?, con todo lo que me había pasado.
‐"hoy es sábado, y estamos a siete de abril de 2012" ‐pronuncié despacio y con aplomo, para que se dieran cuenta de que estaba en perfecto estado.
Los médicos se miraron extrañados entre sí. Uno de ellos se acercó a mí con un aparato con luz para mirarme el fondo de ojo mientras me decía: "Perdone, hoy es martes y estamos a tres de abril. Es martes Santo."
Me incorporé bruscamente de la camilla de la ambulancia desconcertando a los sanitarios. Recordé las palabras del hombre que había aparecido en la iglesia: "Si tú quieres esto no ha ocurrido". Dios me estaba dando una oportunidad. Me había hecho ver lo que podría ocurrir, era una de tantas posibilidades, que yo no me percaté de tener en cuenta.
En el exterior pude divisar a un hombre con una gabardina oscura. El se volvió y me dirigió una sonrisa. Ese rostro... me era conocido... Sí, era el hombre... Quise incorporarme más pero un tremendo dolor en el costado me lo impidió.
‐"No intente incorporarse, por favor. Tiene dos costillas rotas debido al atropello que ha sufrido por un coche", oí a uno de los sanitarios.
Relatosbreves‐JesúsAntonioJiménezMayo2012 Página11
Todo me daba vueltas. Tenía la cabeza dolorida. Me percaté de que la ambulancia llevaba las sirenas en funcionamiento y corría a gran velocidad por las calles.
‐"Ha vuelto en sí", escuché a un sanitario. "Menos mal" ‐dijo otro‐ "Ha pasado veinte minutos inconsciente".
Entonces, la luz..., los truenos... la cárcel... Apenas pude suspirar, pero me agradó a pesar del dolor que me produjo. Mientras cerraba los ojos queriendo dormir, oí casi con voz apagada: ‐"Otra tarde casi de verano...."
Ávila, 12 de abril de 2012
Jesús Antonio Jiménez Mayo
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