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Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino Departamento de Formación Humanístico-Cristiana Prof. María Laura Toledo
Formación Humanística III
Año 2018
2
FFoorrmmaacciióónn HHuummaannííssttiiccaa IIIIII
Teología Dogmática y Moral
Temario 2018
■■■ INTRODUCCIÓN
1. El hombre capaz de Dios: la naturaleza religiosa del hombre.
2. Revelación divina y respuesta del hombre.
■■■ UNIDAD 1
El misterio de Dios Uno y Trino
1. Dios Uno
2. Dios Trino
■■■ UNIDAD 2
El misterio de la Creación
2.1. Fe y ciencia en relación a los orígenes del universo y de la vida.
2.2. Posiciones no cristianas acerca de los orígenes y de la constitución del cosmos.
2.3. La creación en los relatos bíblicos.
2.4. La creación: desarrollo sistemático.
2.5. Implicancias de la creaturidad.
■■■ UNIDAD 3
El misterio del hombre: antropología teológica
2.1. La fe bíblica sobre el origen del hombre y las modernas teorías científicas.
2.2. El hombre creado a imagen de Dios.
2.3. La gracia.
2.4. Las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad.
■■■ UNIDAD 4
El pecado
3.1. La Caída.
3.2. Consecuencias del pecado original.
3.3. Naturaleza del pecado.
3.4. La promesa de redención.
■■■ UNIDAD 5
Jesucristo, Redentor
4.1. Jesucristo: verdadero Dios
- Nombres que connotan la divinidad de Jesucristo: Hijo, Yo Soy, Kyrios, Logos.
4.2. Jesucristo: verdadero hombre
4.2.1. La Encarnación: definición y motivos de conveniencia.
4.2.2. Cómo es hombre el Hijo de Dios.
4.2.3. Jesucristo: una Persona en dos naturalezas.
4.3. Jesucristo: Redentor
4.3.1. El sacrificio redentor: pasión y muerte de Cristo.
4.3.2. La Resurrección de Cristo.
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■■■ UNIDAD 6
El misterio de la Iglesia y los sacramentos
5.1. El misterio de la Iglesia
5.1.1. La Iglesia en el designio de Dios. 5.1.2. Nombres, imágenes, origen, fundación y misión de la Iglesia.
5.1.3. La Iglesia como misterio.
5.1.4. Las cuatro notas o propiedades de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica.
5.1.5. Los fieles de Cristo que conforman la Iglesia.
5.2. Los Sacramentos
5.2.1. Economía sacramental y sacramentos.
5.2.2. El sacramento de la Penitencia, la Eucaristía y el Matrimonio.
■■■ UNIDAD 7
La moral cristiana
8.1. Antropología cristiana y moralidad.
8.2. El último fin: gloria de Dios y felicidad del hombre.
8.3. Algunas otras nociones fundamentales de teología moral.
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1. La naturaleza religiosa del hombre
L. Giussani, El sentido religioso. Curso básico de Cristianismo,
Buenos Aires, Agape-Encuentro, 2011.
Cap. I: Primera premisa: realismo
El método de investigación lo impone el objeto: una reflexión sobre la propia
experiencia
Para una investigación seria sobre cualquier acontecimiento o “cosa” se necesita
realismo.
Con esto pretendo referirme a la urgencia de no primar un esquema que se tenga
previamente presente en la mente por encima de la observación completa, apasionada e
insistente de los hechos, de los acontecimientos reales. […] El hombre sano quiere saber
cómo son los hechos: sólo sabiendo cómo son, y sólo entonces, puede también pensarlos.
Insisto en afirmar que también para la experiencia religiosa es importante, antes que
nada, saber cómo es, de qué se trata exactamente.
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Porque está claro que, antes de ninguna otra consideración, debemos afirmar que se
trata justamente de un hecho; es más, se trata del hecho estadísticamente más difundido en
la experiencia humana. […] Esta suscita en el hombre un interrogante sobre todo lo que
realiza, y, por tanto, viene a ser un punto de vista más amplio que ningún otro. El
interrogante del sentido religioso es: “¿Qué sentido tiene todo?”; debemos reconocer que
se trata de un dato que se manifiesta en el comportamiento del hombre de todos los tiempos y
que tiende a afectar a toda la actividad humana. […]
¿Cómo afrontar este fenómeno de modo que estemos seguros de llegar a conocerlo
bien? […]
Sobre esta expresión fundamental de la existencia del hombre uno no se puede
abandonar al parecer de otros, asumiendo, por ejemplo, la opinión de moda o las
sensaciones que dominan el ambiente que respiramos.
El realismo exige que, para observar un objeto de manera que permita conocerlo, el
método no sea imaginado, pensado, organizado o creado por el sujeto, sino impuesto por el
objeto. […]
Ahora bien, ¿qué tipo de fenómeno es la experiencia religiosa? Es un fenómeno que
pertenece al ser humano […]. Es algo que se refiere a la persona. Entonces ¿cómo proceder?
Puesto que se trata de un fenómeno que sucede en mí, que interesa a mi conciencia, a mi yo
como persona, es sobre mí mismo sobre lo que debo reflexionar. Me es necesaria una
averiguación sobre mí mismo, una indagación existencial. Una vez resuelta esta indagación,
será entonces muy útil confrontar sus resultados con lo que al respecto han expresado
pensadores y filósofos. Si no partiera de mi propia indagación existencial sería como
preguntar a otro en qué consiste un fenómeno que vivo yo.
La experiencia implica una evaluación
Criterio de evaluación
El criterio para juzgar la reflexión sobre nuestra propia humanidad tiene que ser algo
inmanente a la estructura originaria de la persona.
La experiencia elemental
Todas las experiencias de mi humanidad y de mi personalidad pasan por la criba de
una “experiencia original”, primordial, que constituye mi rostro a la hora de
enfrentarme a todo.
¿En qué consiste esta experiencia original, elemental? Se trata de un conjunto de
exigencias y de evidencias con las que el hombre se ve proyectado a confrontar todo lo
que existe.
Se les podría poner muchos nombres; se puede resumir con diversas expresiones
(exigencia de felicidad, exigencia de verdad, exigencia de justicia, etc.). En todo caso, son
como una chispa que pone en marcha el motor humano. […]
Supongamos ante nosotros [un] bloc de notas. Si alguien se nos acercara y nos dijera
seriamente: “¿Estás seguro de que es un bloc de notas? […]”, nuestra reacción sería una
reacción de asombro mezclada con miedo, como la de quien se encuentra ante un excéntrico.
Aristóteles decía con argucia que es de locos preguntarse por las razones de lo que la
evidencia muestra como un hecho1. Nadie podría vivir largo tiempo mentalmente sano si
estuviese continuamente haciéndose esas preguntas absurdas. Pues bien, este tipo de
evidencia es un aspecto de lo que he llamado experiencia elemental [la evidencia, por
1 Cf. Aristóteles, Tópicos, I, 11, 105ª 3-7.
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ejemplo, de que las cosas que nos rodean son reales, existen, y son de determinada
manera].
[…] Una madre esquimal, una madre de Tierra del Fuego o una madre japonesa dan a
luz seres humanos que son todos reconocibles como tales tanto por sus connotaciones
exteriores como por una impronta interior común. Cuando estos dicen “yo” utilizan esta
palabra para indicar una multiplicidad de elementos que derivan de historias, tradiciones y
circunstancias diversas, pero indudablemente cuando dicen “yo” también usan esa expresión
para indicar un rostro interior, un “corazón”, como diría la Biblia, que es igual en todos y cada
uno de ellos, aunque se traduzca de muy diversos modos.
Identifico ese corazón con eso que he llamado experiencia elemental: algo que
pretende indicar completamente ese impulso original con el cual se asoma el ser humano a la
realidad […].
El hombre, ¿último tribunal?
[…] el hombre sólo se afirma a sí mismo verdaderamente cuando acepta la
realidad; tan cierto es esto que el hombre comienza a afirmarse a sí mismo cuando acepta que
existe, es decir, al aceptar una realidad que no se ha dado él mismo.
He aquí por qué el criterio fundamental con que afrontar las cosas es ese criterio
objetivo con el cual lanza la naturaleza al hombre a la confrontación universal, al dotarle de
ese núcleo de exigencias originales, de esa experiencia elemental con la que todas las madres
dotan del mismo modo a sus hijos. […] La exigencia de bondad, de justicia, de verdad, de
felicidad, constituye el rostro último, la energía profunda con la que los hombres de todos los
tiempos y de todas las razas se acercan a todo. […] Porque la experiencia elemental, como
decíamos, es sustancialmente igual en todos, aunque luego se defina, traduzca y realice de
modos muy distintos, incluso aparentemente opuestos.
Ascesis para la liberación
Por lo tanto, yo diría que si queremos llegar a hacernos adultos, sin resultar
engañados, alienados, esclavizados por otros e instrumentalizados, tenemos que habituarnos
a confrontarlo todo con la experiencia elemental.
[…] El desafío más audaz a esa mentalidad que nos domina y que influye en nosotros
a todos los efectos –desde la vida del espíritu hasta el vestido– es justamente habituarnos a
juzgar todas las cosas a la luz de nuestras evidencias primeras, y no estar a merced de nuestras
reacciones ocasionales.
Pues también estos pareceres ocasionales son pareceres inducidos por el contexto y la
historia, y por eso también hay que atravesarlos para poder alcanzar nuestras exigencias
originales. El modo de concebir la relación entre el hombre y la mujer, por ejemplo, aunque
se viva como un hecho íntimo y personal, está en realidad ampliamente determinado ya sea
por la propia instintividad, que provoca una valoración que no está para nada en línea con la
exigencia original de afecto, o por la imagen del amor que se ha creado en la opinión pública.
Es necesario perforar siempre esas imágenes que nos induce el clima cultural en el que
estamos inmersos, bajar a tomar con nuestras propias manos las exigencias y evidencias
originales y a partir de ellas juzgar y cribar cada propuesta, cada sugerencia existencial que se
nos haga.
El uso de la experiencia elemental, o de nuestro “corazón”, es impopular sobre todo
ante nosotros mismos, pues el “corazón” es precisamente el origen de ese malestar indefinible
que se experimenta, por ejemplo, cuando a uno se le trata como objeto de interés o de placer.
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Podemos reconocer que nuestra exigencia como hombres o como mujeres es distinta: es
exigencia de amor, y, por desgracia, es miserablemente fácil de alterar.
Empecemos a juzgar: es el comienzo de la liberación.
La recuperación de la profundidad existencial, que permite esta liberación, no puede
evitar el esfuerzo de ir contra la corriente. Se podría llamar a esto trabajo ascético, donde la
palabra ascesis indica la obra del hombre que busca la madurez de sí mismo, en cuanto que
directamente se centra en el camino hacia su destino. Es un trabajo, y no un trabajo obvio; es
algo simple, pero que no se puede dar por descontado. […]
Cap. II: Segunda premisa: razonabilidad
La primera premisa –necesidad de realismo– se refería principalmente al objeto. […]
La segunda premisa, en cambio, pone en primer plano al sujeto que actúa: el hombre.
Por razonabilidad entiendo aquello que esta palabra indica en la experiencia común, algo
que incluso los filósofos tienen que usar en sus reacciones más cotidianas si quieren vivir.
[…] Así que por razón entiendo [...] [la] capacidad [del hombre] de darse cuenta de
la realidad conforme a la totalidad de sus factores. […] Esa capacidad que decía de tomar
conciencia de la realidad.
Uso reductivo de la razón
Es importante no reducir el ámbito de la razonabilidad.
a) Frecuentemente lo razonable se identifica con lo demostrable, en el sentido estricto de la
palabra.
[…] ¿Qué significa demostrar? Significa recorrer todos los pasos del procedimiento
que reproduce el ser de alguna cosa. En el colegio, cuando se repetía la demostración de un
teorema y nos saltábamos un paso, el profesor interrumpía diciendo: “Eso no está
demostrado”. […]
Pero esto no agota lo razonable, porque justamente los aspectos originales más
interesantes de la realidad no son demostrables.
Es decir, no se les puede aplicar el procedimiento citado. El hombre no puede
demostrar, por ejemplo, cómo existen las cosas; y, sin embargo, la respuesta a la pregunta de
cómo existen las cosas es sumamente interesante para el hombre. Aunque alguien pudiera
demostrar que esta mesa está hecha de un material que tiene una determinada composición,
jamás podría volver a recorrer todos los pasos que han hecho que esta mesa exista.
b) Tampoco se identifica lo razonable con lo “lógico”. La lógica es un ideal de coherencia:
suponed unas premisas determinadas, desarrolladlas coherentemente y tendréis una “lógica”.
Pero si las premisas son erróneas, la lógica perfecta dará un resultado equivocado.
[…] el problema verdaderamente interesante para el hombre es adherirse a la
realidad, darse cuenta de la realidad. Se trata de una exigencia inderogable, de algo que nos
obliga porque está en nuestra misma naturaleza, y no de una cuestión de coherencia. Que una
madre ame a su hijo no constituye la conclusión de un proceso lógico: es una evidencia, una
certeza, una propuesta de la realidad cuya existencia es obligatoria admitir. Que exista la
mesa, que exista el afecto que mi madre me tiene a mí, aunque no sean conclusiones de un
proceso lógico, son realidades que corresponden a la verdad y es razonable afirmarlas. […]
Para mí la razón es apertura a la realidad, capacidad de aceptarla y de afirmarla
en la totalidad de sus factores.
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Diversidad de procedimientos
[…] La razón –capacidad de darse cuenta de las cosas o valores, es decir, de toda la
realidad que entra en el horizonte humano–, para conocer ciertos valores o tipos de verdad
sigue cierto método, para otro tipo de verdades sigue otro método, y para un tercer tipo de
verdad sigue todavía otro método distinto: son tres métodos diferentes. La razón […]
desarrolla caminos diversos según el objeto de que se trate (¡el método lo impone el objeto!).
Así, pues, la razón no está anquilosada, no está encogida […]. La razón es mucho más
amplia, tiene vida, una vida que se desenvuelve ante la complejidad y la multiplicidad de la
realidad, ante la riqueza de lo real. La razón es ágil, va a todas partes, recorre muchos
caminos. […]
Cap. III: Tercera premisa: influencia de la moralidad en la dinámica del conocimiento
La razón ligada al sentimiento
[…] Si una cosa determinada no me interesa, no la miro, y si no la miro, no la
puedo conocer. Para conocerla es necesario que ponga mi atención en ella. Atención quiere
decir, conforme a su origen latino, “tender a…”. Si algo me interesa, si me impresiona,
tenderé hacia ello.
Obsérvese que, de hecho, difícilmente se estudia algo que no interesa. Esto puede ser
signo de cortedad; pero lo que sería ciertamente una grave injusticia es pretender además dar
juicios sobre el tema. Suponed que Marcos y yo vayamos andando por la acera de una ciudad,
que Marcos me ha planteado un grave problema y yo me estoy esforzando en darle alguna
explicación. Él me presta atención y yo, cada vez más apasionado, cada vez más lúcido –así
me lo parece a mí–, le expongo mis razones. “Entonces, ¿entiendes?”. “Sí, sí, hasta aquí te
sigo”. Seguimos discutiendo con los ojos fijos en la acera. Pero él levanta la mirada en el
momento en que por la otra acera viene una chica que es toda una belleza; y Marcos repite
cada vez más mecánicamente “sí, sí”, fijándose en el tipazo de la chica y volviendo la cabeza
mientras ella se aleja. Hasta que se vuelve con tristeza cuando ella ha desaparecido de su
vista, justo en el momento en que yo he terminado y le digo: “Entonces ¿estás de acuerdo?”.
Y él responde: “No, no; no estoy convencido”.
Esto no es justo, porque no ha estado atento. Es el delito que la mayoría de los
hombres comete frente al problema del destino, de la fe, de la religión, de la Iglesia, del
cristianismo. La mayoría comete este tipo de delito porque su cerebro está ocupado en otros
asuntos muy distintos, y para estas cosas está “muerto y sepultado”, pero después pretende
tener un juicio, tener una opinión, porque sobre estas cosas no es posible dejar de tener una
opinión. […]
Cuanto más vital y básica es la importancia de un valor –destino, afecto, convivencia–
mejor reparte la naturaleza a todos la inteligencia necesaria para conocerlo y juzgar acerca de
él. El centro del problema es, entonces, tener una postura justa del corazón, una actitud
adecuada, un sentimiento en su lugar apropiado, una moralidad.
La moralidad en el acto de conocer
[L]a moralidad consiste en adoptar una actitud justa ante cada objeto […]. En
nuestro caso, se trata de una actitud adecuada y justa en la dinámica del conocimiento de un
objeto. […] Si este objeto no me interesa, lo dejo de lado, y como mucho me conformo con
cierta impresión que me transmite el rabillo del ojo al registrar su presencia. Por el contrario,
para fijarme en un objeto de tal manera que pueda dar un juicio sobre él debo someterlo a mi
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consideración. […] ¿Qué quiere decir tener interés por un objeto? Tener deseo de
conocer lo que ese objeto es verdaderamente.
Parece algo banal, pero no es asunto que se practique con facilidad, pues generalmente
nos empeñamos en conservar y avalar las opiniones que tenemos sobre los objetos, y
especialmente sobre ciertos objetos. Más en concreto, somos proclives a permanecer ligados a
las opiniones que ya tenemos sobre los significados de las cosas y a pretender justificar
nuestro apego a esas opiniones. […]
En su aplicación al campo del conocimiento, esta es la regla moral: que el amor a la
verdad del objeto sea siempre mayor que el apego a las opiniones que uno tiene de antemano
sobre él. Concisamente se podría decir: “Amar la verdad más que a uno mismo”.
Un ejemplo llamativo: en el ámbito de una mentalidad como la que ha creado el poder,
y sobre todo ese instrumento supremo del poder que es la cultura dominante, tratemos de
pensar qué es lo que ha pasado con Dios, con la religiosidad o con el cristianismo desde la
segunda mitad del siglo XIX hasta hoy. Todos crecemos atiborrados de opiniones al respecto
que nos impone el ambiente bien por ósmosis o con abierta violencia. Poder dar juicios
verdaderos acerca de estas cuestiones, ¡qué desgarro exige!, ¡qué esforzad libertad hay que
tener para romper con el apego a las impresiones heredadas!
Es una cuestión de moralidad. Cuanto más vital es un valor, cuando más naturaleza
de propuesta para la vida tiene, menos es cuestión de inteligencia conocerlo y más de
moralidad, es decir, de amor a la verdad más que a nosotros mismos. En concreto se trata
del deseo sincero de conocer el objeto en cuestión de manera verdadera, por encima del
arraigo que tengan en nosotros opiniones formadas o inculcadas con anterioridad. […]
Prejuicio
[…] Está claro que amar más la verdad que la idea que nos hemos hecho de ella quiere
decir estar libres de prejuicios. Pero “carecer de prejuicios” es una frase equívoca, porque
la ausencia de ideas preconcebidas, en el sentido literal de la palabra, es imposible. Por el
mismo hecho de nacer en una cierta familia, frecuentar a ciertos amigos, haber tenido cual o
tal maestra, ir a determinado colegio o instituto, a esta o aquella universidad, por el mismo
hecho de ver la televisión o leer el periódico, por el simple hecho de ser un hombre normal
en condiciones normales, uno está impregnado, como por ósmosis, de ideas
preconcebidas, es decir, de conceptos e imágenes en torno a los valores, de juicios previos
sobre el significado de las cosas, y esto especialmente en los tres campos que he mencionado:
destino, afectividad, política.
Entonces el verdadero problema no es evitar las ideas preconcebidas; es más, lo repito,
en la medida en que uno es un hombre fecundo, con fuerza y vivacidad, en esa misma medida,
nada más ponerse frente a los problemas reacciona rápidamente, incluyendo el juicio sobre
ellos; se hace rápidamente una imagen de las cosas.
Se trata por el contrario de vivir ese proceso, muy sencillo y grandioso a la vez, de
desapego de uno mismo del que habla el Evangelio. […] Es lograr una actitud en la que la
libertad reflexiona sobre sí misma, y se controla de tal manera que utiliza su energía de una
manera armónica con su finalidad.
[…] También aquí el fatigoso proceso se llama “ascesis”. […] ¿Qué es lo que puede
persuadirnos de llevar a cabo esta ascesis, este trabajo, este entrenamiento? De hecho, el
hombre solo se mueve por amor o por afecto. El amor que nos puede persuadir de realizar
este trabajo para llegar a adquirir una capacidad habitual de desapego de las propias
opiniones y de las propias imágenes (¡no eliminación, sino desapego de ellas!), de tal modo
que ponga nuestra energía cognoscitiva a la búsqueda de la verdad del objeto, cualquiera que
sea éste, es el amor al destino de nosotros mismos, es el afecto a nuestro destino. Es esta
conmoción última, esta emoción suprema, lo que persuade e incita a la virtud verdadera.
10
MARTÍN GELABERT, “La apertura del hombre a Dios”, en
César Izquierdo (Ed.), Teología Fundamental.
Temas y propuestas para el nuevo milenio,
Desclée de Brouwer, Bilbao, 1999 (pp. 83-128). Síntesis de Cátedra.
La apertura del hombre a Dios (y a su posible manifestación)
Nos proponemos reflexionar sobre la apertura del hombre a Dios, colocando el acento
de la reflexión en la apertura del hombre.
EI hombre como “deseo de Dios” [deseo de felicidad]
Decir que el hombre es deseo de Dios es afirmar su radical orientación hacia Dios.
Tomás de Aquino habla del deseo natural de ver a Dios para indicar la aspiración que hay en
el espíritu humano a la felicidad y a la verdad. Tal aspiración no es un aspecto particular del
hombre. Define más bien la situación fundamental de la existencia humana, siempre
abierta más allá de sí misma.
El concepto clave en este asunto es el de apetito, deseo. La voluntad busca siempre
la felicidad que no posee y descansa cuando la ha encontrado. Igualmente la inteligencia
busca la razón última de todas las cosas, movida por su deseo de conocer la verdad. Tomás
identifica la perfección con Dios. De ahí que pueda concluir que en todos los seres, puesto
que desean su perfección y su felicidad, hay un deseo natural de Dios. Todos nuestros
temores, nuestras protestas, nuestras angustias, sólo son posibles porque están sostenidos por
una esperanza original y originante, por el deseo ontológicamente previo de vivir y vivir
mejor.
El deseo de Dios en realidad es un deseo de ser feliz, sin que de entrada sea posible
determinar el objeto que realiza tal felicidad.
El hombre, consciente de su miseria
Pascal constata que el hombre vive en contradicción: es miserable, pero sabe de su
miseria. Su grandeza está en este saber; un árbol no sabe de su miseria. De ahí que el hombre
sea “una caña pensante”2.
Pascal sostiene que hay dimensiones de la realidad que no pueden reducirse a “ideas
claras y distintas” y que no son alcanzables con métodos físico-matemáticos. Hay diferentes
órdenes de la realidad: el de lo sensible o corporal, el del pensamiento, y el de la caridad o
sobrenatural.
El ser humano puede alcanzar tales órdenes a condición de no limitarse a una sola de
sus facultades, a saber, la razón [empírica]. También dispone de las “razones del corazón”
(n. 277), que no se oponen a la razón, sino a la sola razón, a la razón aislada de la existencia.
“Corazón” no significa lo irracional o emocional en oposición a lo racional o lógico. Se trata
del centro espiritual de la persona, su más íntimo centro de actividad, el punto de arranque
de sus relaciones dinámico-personales con “otro”, el órgano adecuado por el que el hombre
tiene sentido de la totalidad. El corazón es el espíritu humano, pero no en cuanto que piensa
y razona de manera puramente teórica, sino en cuanto espíritu que está presente de forma
2 Pensamientos, n. 348. “El pensamiento constituye la grandeza del hombre” (346). “El hombre no es más que
una caña, la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No hace falta que el universo entero se arme
para aplastarlo: un vapor, una gota de agua bastarán para matarlo. Pero aun cuando el universo le aplastara, el
hombre sería todavía más noble que lo que le mata, porque sabe que muere y lo que el universo tiene de ventaja
sobre él; el universo no sabe nada de esto. Toda nuestra dignidad consiste, pues, en el pensamiento” (347).
PASCAL, Pensamientos, ESPASA-CALPE ARGENRINA, Buenos Aires, 1940 [Nota de Cátedra].
11
espontánea, que percibe intuitivamente, que conoce existencialmente, valora integralmente y
ama (u odia) de mil maneras. Con Pascal adquirimos un presupuesto fundamental para poder
hablar de la apertura del hombre a Dios: la relatividad de la certeza puramente racional,
matemática, reconocida precisamente por un gran matemático: “conocemos la verdad no
solamente por la razón, sino también por el corazón”, y cada una de estas facultades, aunque
por vías diferentes, tiene su propia “certeza”. La razón no puede erigirse en juez último de
todo lo real (n. 282). Quedan así claramente marcados el alcance y los límites de la certeza
puramente racional. De ahí que “el último paso de la razón consiste en reconocer que hay
una infinidad de cosas que la superan” (n. 249).
La pregunta por lo sobrenatural
Existe en el hombre, dirá Blondel, una insatisfacción permanente, una desproporción
entre lo que el hombre quiere como meta autoimpuesta y la dinámica espiritual del hombre,
entre lo que se cree pensar y querer y lo que se piensa y quiere en realidad. El querer
humano siempre trasciende los objetivos que se había trazado; no descansa en ninguno de
ellos. De esta manera se constata una doble imposibilidad: que es imposible no reconocer la
insuficiencia de todo el orden natural, y que es igualmente imposible hallar en sí mismo y
por sí mismo la satisfacción de esta exigencia. Se revela una exigencia de
perfeccionamiento exterior y superior. Surge entonces el pensamiento de si algo o alguien
desde fuera no podrá brindar lo que nosotros mismos somos incapaces de proporcionarnos.
Además ¿no es saliendo de nosotros mismos como mejor nos poseemos?
Así llegamos a la noción de sobrenatural. La acción del hombre (la realización vital
en la que el hombre se halla comprometido, el conjunto de estructuras activas que determinan
al hombre, el acontecer) trasciende al hombre. Y todo el esfuerzo de su razón consiste en
darse cuenta de que no puede (ni quiere) quedarse en ninguna de sus realizaciones. Con esto
ni hemos demostrado que Dios existe, ni tampoco que si existe debe darse al hombre, so pena
de dejarle insatisfecho. Lo que hemos hecho es desvelar las disposiciones internas por las que
el hombre podrá captar y admitir las exigencias de la revelación. Hemos mostrado que el
hombre está abierto y receptivo ante una posible llegada de Dios y, por tanto, que está en
disposición de acogerle, porque se encontrará con lo que más deseaba sin que él se lo pudiera
dar y ni siquiera concebir. Y hemos mostrado también que la pregunta por un algo o un
alguien que pueda llenar las más profundas aspiraciones humanas que el hombre no
puede colmar, es no sólo legítima, sino que termina haciéndose inevitable. Si desde fuera de
nosotros, algo o alguien se manifiesta seriamente capaz de responder a las aspiraciones más
naturales y primordiales del ser humano, lo más razonable sería prestarle atención.
El hombre en busca de sentido
El punto de partida es la cuestión del hombre sobre sí mismo y el sentido de su vida.
Hay una certeza vivida de que la vida tiene sentido. Esta es la condición previa de toda
acción: lo que hago sirve, vale, tiene sentido. ¿Cuál es este sentido de la vida, dónde buscarlo?
El ser humano trasciende la realidad mundana y no tiene en sí mismo su propio
fundamento. Mientras la naturaleza está cerrada dentro de sus propios procesos, el ser
humano está abierto al futuro, va siempre más allá de los procesos naturales e incluso de
sus propias realizaciones en la naturaleza. El hombre se realiza logrando metas penúltimas,
que son superadas por la tensión insuprimible hacia un más allá de todo lo logrado. La
conciencia como realidad original, no explicable por la sola evolución de la materia; y la
libertad como realidad tampoco explicable ni precontenida en los procesos naturales, ni en
las circunstancias históricas ni en las decisiones precedentes, muestran también la
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trascendencia del hombre sobre la naturaleza. Lo vivido en la existencia por el hombre no
se comprende únicamente a partir de la naturaleza.
Por otra parte el hombre no tiene en sí mismo su propio fundamento: no es su
propio origen y no tiene capacidad de mantenerse en el ser, lo que plantea la pregunta del
por qué y del para qué de la vida. El hombre se ha encontrado con su vida, lo que implica que
el fundamento de su vida está fuera de sí. ¿Dónde? Surge entonces la cuestión de Dios como
instancia última de la cuestión del hombre. El hombre no puede vivir sin preguntarse por
qué y para qué vive, y mientras haya este por qué último, habrá la cuestión de Dios. […]
Finitud y trascendencia
El milagro de la vida y el enigma de la muerte manifiestan que el ser humano está
abierto al más allá de sí mismo. La vida, en efecto, puede calificarse de milagro: no hay
ninguna razón para que yo sea, y para que sea como soy. Quizás a posteriori sea posible
explicar cómo es que soy así; pero permanece la pregunta radical de por qué soy.
Aparentemente estoy en el mundo sin motivo alguno. Soy contingente. Ahora bien, en el
hombre que piensa surge la pregunta de si la contingencia no reclama una causa o
fundamento, ya que lo contingente se define como aquello que en sí mismo no tiene razón de
ser y, por tanto, abandonado a su propia suerte estaría suspendido en el vacío o en la nada
absoluta. ¿No resulta al menos razonable pensar que la existencia humana es una
existencia recibida de y sustentada por Alguien personal? Si efectivamente yo no tengo
razón de ser, si no hay nada que justifique mi existencia, ¿será porque hay una razón de amor
que me da la vida?
La hipótesis de que la materia está en el origen de la vida humana suscita algunas
preguntas: ¿se puede explicar la conciencia como resultado del proceso de la sola
materia? La conciencia, que pertenece a lo empíricamente inverificable, ¿puede ser resultado
de un proceso meramente material? Y la libertad, ¿no rompe todos los esquemas de un
proceso controlable por la experiencia empírica? El hombre, en sus decisiones, se trasciende a
sí mismo, pues los actos libres no son programables totalmente, ni plenamente previsibles. No
se explican ni siquiera como resultado de un acto libre anterior. La libertad sólo se explica por
sí misma. En ella el hombre se autotrasciende, va más allá de lo que era, se construye a sí
mismo, se abre al porvenir. La vida es un milagro. Donde no había ser, de pronto hay ser.
Ha ocurrido un salto de la nada al ser. La vida se impone además con tal fuerza que en todos
los seres humanos anida no sólo un instinto de conservación, sino un deseo irreprimible de
mejorar y acrecentar la vida. Hasta el punto de que el ser humano siempre se resiste a
morir. La muerte le aparece como un ataque desde el exterior, como algo que no debería ser.
Y el temor a la muerte supone el deseo, ontológicamente previo, de continuar viviendo. El
empuje de la vida y el temor a la muerte manifiesta que el hombre se trasciende, pretende ir
más allá de sí mismo.
Hay una realidad espiritual que va más allá de lo puramente racional. Y esa realidad
espiritual es tan universal como cualquier ley física o racional, pues es un hecho indudable
que la vida humana no puede reducirse a la pura materialidad biológica. El amor, la
compasión, la amistad, los ideales, ¿serían posibles si nuestra vida se limitase al mero
funcionamiento químico o biológico del organismo? Aunque la verificación religiosa es
escatológica (aplazada para el final de la historia), no es menos cierto que después de que el
físico ha descrito el mundo exhaustivamente, quedan muchas cosas intangibles por explicar.
13
Gran Enciclopedia RIALP, t. XX, voz: “religión”, Ed. Rialp, Madrid, 1981.
El hecho religioso
La religiosidad es un fenómeno verdaderamente universal. No se conoce ningún
pueblo sin religión. Las esperanzas que algunos autores, de formación racionalista, tenían de
encontrar pueblos primitivos sin ella quedó fallida: no se ha hallado ni uno solo, e incluso en
todos ellos se encuentra más o menos viva la creencia en un Ser Supremo.
Ciertamente, una cosa es la existencia universal de la religiosidad, y otra el grado con
que la viven los individuos. Por eso, matizando la afirmación anterior desde una perspectiva
sociológica, habría que decir que en todos los pueblos, y en todas las religiones, aun las más
arcaicas, es dado hallar algunos individuos egregiamente religiosos, que son como el fermento
de la masa; un gran número de gente religiosa que vive su religiosidad de un modo ordinario
o común, es decir, sinceramente e incluso con hondura, pero sin rasgos acusados; otro gran
número de personas tibias, que, sin negar a Dios, viven en la práctica inmersas en las
preocupaciones temporales y cuya religiosidad se reduce a ciertas prácticas domésticas y a
participar del fervor colectivo en las grandes fiestas y conmemoraciones; y, finalmente, una
minoría exigua positivamente antirreligiosa o atea.
Históricamente es fácil constatar la existencia del hecho religioso; no así llegar a
una definición, ya que, obviamente, las religiones no se han definido a sí mismas. No
obstante, al estudiarlas, advertimos en todas ellas algunos elementos comunes, que
sintéticamente pueden resumirse así: el hombre debe vivir con un sentido de dependencia
total con relación a un orden suprahumano, que trasciende cuanto la experiencia sensible
puede percibir. Casi siempre, por no decir siempre –las escasas excepciones son sólo
aparentes–, se concibe ese orden trascendente con un carácter personal, es decir, formado
por un ser o seres personales, a los que se rinde culto, y cuyo favor se implora.
Filosóficamente se llega a una mayor precisión. Siendo la religión un fenómeno
universal humano, deberán buscarse sus raíces en tendencias también universales de la
naturaleza del hombre, de modo que el estudio de esas tendencias sirve para definir y
circunscribir el hecho religioso.
Situados en esta línea hay que partir de la consideración de que el hombre es creatura,
y, como tal, un ser real y al mismo tiempo radicalmente limitado y dependiente. Como
inteligente, es consciente de su ser y de sus posibilidades y de su dependencia y
limitación, lo que, en el orden intelectual-heurístico, le conduce al reconocimiento de la
verdad de Dios, y en el intelectual-afectivo a buscar y a sentir “la necesidad de ser ayudado y
dirigido por un ser superior; y este Ser, sea el que sea, es el Ser que todos llamamos Dios” (S.
Tomás, Sum. Th., II-II, q. 85, a. 1). Así se engendra el sentimiento de búsqueda y dependencia
de un Poder trascendente personal que, cuando se acepta libremente, se convierte en religión.
Será religioso cuanto provenga de esa tendencia de la creatura al Creador. Como explanación
de esa tendencia, está el ansia innata de felicidad, que sólo en el bien infinito se puede cumplir
(S. Agustín, Confesiones, I,1,1), y el sentimiento de obligación moral percibida por el hombre
como algo que se le impone, es decir, que no nace de él sino que deriva de un poder
trascendente.
El hombre es libre, y es con su libertad como debe acoger su dependencia frente al
poder divino. De esa forma la religión, aunque viene de lo que trasciende al hombre, ha de
radicarse en él. Y, en ese sentido, es virtud. Pero la libertad implica la posibilidad de la
rebeldía: el que el hombre intente bastarse a sí mismo, autoafirmarse como ser cerrado en sí; y
es esto lo que engendra la actitud irreligiosa o antirreligiosa.
14
JOSEPH RATZINGER, Introducción al Cristianismo,
Salamanca, Sígueme, 2005, (1968).
Duda y fe: la situación del hombre ante el problema de Dios
En los creyentes existe ante todo la amenaza de la inseguridad que en el momento
de la impugnación muestra de repente y de modo insospechado la fragilidad de todo el
edificio que antes parecía tan firme.
Pero no pensemos que el no creyente es el que, sin problema alguno, carece de fe.
Como hemos notado antes, el creyente no vive sin problemática alguna, sino que siempre está
amenazado por la caída en la nada. Pero los destinos de los hombres se entrelazan: tampoco
el no-creyente vive dentro de una existencia cerrada en sí misma, ya que incluso a aquel que se
comporta como positivista puro, a aquel que ha vencido la tentación e incitación de lo
sobrenatural y que ahora vive una conciencia directa, siempre le acuciará la misteriosa
inseguridad de si el positivismo tiene la última palabra. Como el creyente se esfuerza siempre
por no tragar el agua salada de la duda que el océano continuamente le lleva a la boca, así el no
creyente duda siempre de su incredulidad, de la real totalidad del mundo en la que él cree. La
separación de lo que él ha considerado y explicado como un todo, no le dejará tranquilo.
Siempre le acuciará la pregunta de si la fe no es lo real. De la misma manera que el creyente
se siente continuamente amenazado por la incredulidad, que es para él su más seria tentación,
así también la fe siempre será tentación para el no-creyente y amenaza para su mundo al parecer
cerrado para siempre. En una palabra: nadie puede sustraerse al dilema del ser humano.
Quizá sea oportuno traer a colación la historia judía narrada por Martín Buber;
gráficamente se describe en ella el dilema en que se encuentra el ser humano.
Un racionalista fue un día a disputar con un Zaddik [en hebreo, un hombre religioso y
justo] con la idea de destruir sus viejas pruebas en favor de la verdad de su fe. Cuando entró
en su aposento, lo vio pasear por la habitación con un libro en las manos. El Zaddik lo miró
ligeramente y le dijo: “Quizá sea verdad”. El entendido intentó en vano conservar la
serenidad: el Zaddik le parecía tan terrible, su frase le pareció tan tremenda, que
empezaron a temblarle las piernas. El rabí Levi Jizchak se volvió hacia él, le miró fija y
tranquilamente, y le dijo: “Amigo mío, los grandes de la Tora, con los que has disputado, se
han prodigado en palabras; tú te has echado a reír. Ni ellos ni yo podemos poner a Dios y a
su reino sobre el tapete de la mesa. Pero piensa en esto: “quizá sea verdad” (Buber).
Creo que en esa historia se describe con mucha precisión la situación del hombre de hoy
ante el problema de Dios. Nadie, ni siquiera el creyente, puede servir a otro Dios y su reino en
una bandeja. El que no cree puede sentirse seguro en su incredulidad, pero siempre le atormenta
la sospecha de que “quizá sea verdad”. El “quizá” es siempre tentación ineludible a la que uno
no puede sustraerse; al rechazarla, se da uno cuenta de que la fe no puede rechazarse. Tanto el
creyente como el no creyente participan, cada uno a su modo, en la duda3 y en la fe, siempre y
cuando no se oculten a sí mismos y a la verdad de su ser. Nadie puede sustraerse totalmente a la
duda o a la fe. Para uno la fe estará presente a pesar de la duda, para el otro mediante la duda o
en forma de duda. La duda impide que ambos se encierren herméticamente en su yo y tiende al
mismo tiempo un puente que los comunica. Impide a ambos que se cierren en sí mismos: al
creyente lo acerca al que duda y al que duda lo lleva al creyente; para uno es participar en el
destino del no creyente; para el otro la duda es la forma en la que la fe, a pesar de todo, subsiste
en él como exigencia.
3 “Duda” no significa en este caso reserva del asentimiento a las verdades creídas, sino cierta “incertidumbre” o
“inquietud de pensamiento”. Nota de Cátedra.
15
La Revelación divina
Luigi GIUSSANI, Los orígenes de la pretensión cristiana,
Salta, Encuentro, 2012.
El enigma como hecho en la trayectoria humana
Un problema que debe ser resuelto
Dice Dostoievsky en Los hermanos Karamazov: “La fe se reduce a este problema
angustioso: un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, realmente creer, en la
divinidad del hijo de Dios, Jesucristo?”. En dicha pregunta se juega hoy la cuestión religiosa;
en cualquier caso, para cualquier individuo a quien alcance esta noticia, el simple hecho de
que haya incluso sólo un hombre que afirme: “Dios se ha hecho hombre” plantea un
problema radical e ineliminable para la vida religiosa de la humanidad.
Escribe Kierkegaard en su Diario: “La forma más baja del escándalo, humanamente
hablando, es dejar sin solución el problema en torno a Cristo. La verdad es que se ha olvidado
16
por completo el imperativo cristiano: tú debes. Que el cristianismo te haya sido anunciado
significa que tú debes tomar una postura ante Cristo. Él, o el hecho de que él exista, o el
hecho de que haya existido, es la decisión clave de toda la existencia”. Hay ciertas llamadas
que, por su radicalidad, cuando un hombre las ha percibido, si actúa como un hombre, no
pueden ser eliminadas, censuradas. El hombre está obligado a decir sí, a decir no. El hombre
no puede desinteresarse ante el hecho de haberle llegado la noticia de que un hombre
haya declarado: “Yo soy Dios”; tendrá que intentar alcanzar el convencimiento de que la
noticia es verdadera o que es falsa. Un hombre no puede aceptar pasivamente que se le aleje o
distraiga de un problema de este tipo; en este sentido emplea Kierkegaard la palabra
“escándalo”, según su auténtica etimología griega, en la que “skándalon” significa
impedimento. Se impediría a sí mismo ser hombre todo aquel que permitiese que
inmediatamente o poco a poco se le apartase de la posibilidad de formarse una opinión
personal sobre el problema de Cristo. Como inciso, quisiera resaltar que podemos estar
convencidos de que vivimos como cristianos, formando parte de lo que llamaría la “tropa
cristiana”, sin que este problema haya sido realmente resuelto por la propia persona, sin que
ésta haya sido liberada de ese impedimento.
Un hecho tiene algo de inevitable. En la medida en que el hecho tiene un contenido
importante, eludirlo, con la persistente e irracional distracción de la que el hombre es
paradójicamente capaz, deforma gravemente la personalidad humana. Si uno estuviese
conduciendo un pequeño camión y de repente encontrara el camino bloqueado por un
desprendimiento, no podría seguir adelante, tendría que detenerse a resolver la situación. El
conductor se hallaría ante lo que Kierkegaard llamaba en el fragmento citado el “debe”, un
imperativo, un problema que es necesario resolver.
Pues bien, el imperativo cristiano consiste en que el contenido de su mensaje se
plantea como un hecho. Nunca se subrayará esto suficientemente. Una insidiosa deslealtad
cultural ha hecho posible, en parte por la ambigüedad y la fragilidad de los cristianos, la
difusión de una vaga idea del cristianismo como discurso, doctrina y, por consiguiente,
incluso fábula o moraleja. No: es ante todo un hecho, un acontecimiento, un hombre que ha
entrado en la categoría de los hombres.
Sin embargo, el imperativo también afecta a otra flexión del hecho: la llegada de ese
hombre constituye una noticia transmitida hasta hoy; hasta hoy ese evento ha sido
proclamado, anunciado como el evento de una Presencia. El que un hombre haya dicho:
“Yo soy Dios” y que esto sea relatado como un hecho presente es algo que requiere
avasalladoramente una toma de posición personal. Se puede sonreír al respecto, se puede
decidir no hacer caso; significaría con todo que se ha querido resolver el problema
negativamente, que no se ha querido tomar nota del hecho de que nos hallamos ante una
propuesta cuyos términos son de tal magnitud que ninguna imaginación humana podrá
esbozar jamás algo más grande.
He aquí por qué tan a menudo la sociedad no quiere saber nada de este anuncio, por
qué quiere confinarlo a las iglesias, en las conciencias. Lo que molesta es precisamente
percibir las enormes proporciones de los términos del problema: constatar o no constatar
que Él haya o no existido, o mejor, que Él exista o que haya existido es la mayor decisión
de la existencia.
Un problema de hecho
Es necesario tener bien presente que el problema se refiere a una cuestión de hecho.
Resulta amargo, desde el punto de vista de la razón, que todo se date a partir del nacimiento
de Cristo y que muchos nunca se hayan preguntado en qué consiste históricamente el
problema de Cristo.
17
Quisiera hacer un breve inciso. A veces se oyen expresiones de este tipo: “Los
cristianos tienen a Cristo, así como los budistas tienen a Buda o los musulmanes tienen a
Mahoma”. Es evidente que frases de este tipo son fruto de la ignorancia.
El anuncio cristiano es que un hombre que comía, caminaba, que llevaba a cabo
normalmente su existencia humana, ha dicho: “Yo soy vuestro destino”. “Yo soy aquel
de quien todo el Cosmos está hecho”. Objetivamente, es el único caso de la historia en que
un hombre se ha, no ya “divinizado” genéricamente, sino identificado sustancialmente
con Dios. Desde el punto de vista de la historia del sentimiento religioso de la humanidad
debe observarse que, cuanto mayor ha sido la genialidad4 religiosa de un hombre, más ha
percibido y experimentado su distancia de Dios, la supremacía de Dios, la desproporción
entre Dios y el ser humano. La experiencia religiosa es precisamente la vivencia de la
conciencia de la pequeñez del hombre, de la inconmensurabilidad del misterio. […] Cuanto
más genio religioso tiene un hombre, menos tentación siente de identificarse con lo divino. El
hombre puede, efectivamente, actuar “fingiéndose” dios, pero teóricamente es imposible
concebir tal identificación. Estructuralmente, el hombre no puede identificar su evidente
parcialidad con el todo, excepto en el caso de una clamorosa y manifiesta patología. El
dinamismo normal de la inteligencia está incapacitado para esta tentación, porque una
tentación, para subsistir, debe tener como punto de partida cierta verosimilitud, una apariencia
de posibilidad. Y que el hombre realmente se conciba Dios carece de verosimilitud, de toda
apariencia de posibilidad.
a) El descubrimiento de un hombre incomparable
Un día le invitaron a comer en una casa ante cuya puerta se agolpaba una pequeña
multitud de gente que lo escuchaba (Mc 2, 1-12; Lc 5, 17-26). Y Jesús se detiene, como si
tuviese dificultad en separarse de quien está atento a sus palabras. En primera fila se habían
colocado las autoridades del lugar; hacía poco que había comenzado su trayectoria pública,
pero quienes ostentaban algún poder ya se sentían alarmados. Mientras estaba hablando llegan
corriendo unos hombres que transportan a un paralítico tumbado sobre una camilla.
Querían llegar hasta Jesús, pero la gente se lo impide. Entonces toman la iniciativa de rodear
la casa, subir al tejado con el enfermo y abrir una parte para, a través de la abertura,
descolgarlo directamente en el interior, a espaldas de Jesús. Éste se da la vuelta y lo mira.
Imaginemos cómo debió sentirse
ese hombre al ver que Jesús le
miraba y al oír que le decía:
“Confía, hijo, tus pecados te son
perdonados”. La reacción de los
notables presentes es inmediata:
nadie perdonar los pecados, sólo
Dios. Pero Jesús, desviando su
mirada del enfermo, la fija sobre
los que le están objetando y dice:
“¿Qué es más fácil, decir a un
hombre ‘Tus pecados te son
perdonados’, o decirle ‘Levántate y
anda’? Pues para que sepáis que
yo tengo el poder de perdonar los
4 “Genialidad” religiosa, “genio” religioso (o moral) significa en este contexto una capacidad desarrollada,
grande, plena, de percibir la profundidad de lo real, de conocer lo que las cosas son, por una apertura radical a la
totalidad de lo que existe. Nota de Cátedra.
18
pecados, a ti te digo: ¡levántate, toma tu camilla y anda!”. Y aquel se levantó entre las
comprensibles exclamaciones de la gente.
Intentemos pensar ahora en un grupo de personas que durante semanas, meses, años,
hayan visto todos los días cosas de este tipo. Los primeros amigos, y los que se les sumaron
después, asistieron cada vez más cotidianamente a la excepcionalidad y la exorbitancia
de aquella personalidad.
Lo que llama la atención no es sólo el hecho repetido de que los prodigios llegaran a
ocupar toda su jornada. Las cosas, el tiempo y el espacio le obedecían sin ningún aparato
“mágico”. Él lo obtenía con una manipulación de la realidad totalmente “natural”, como
quien es dueño de la realidad misma. El Evangelio señala que llegaba a la noche “cansado
de curar”, es decir, habiendo ejercido sin interrupción su poder sobre la realidad física.
Pero no era esto lo más impresionante. Ni tampoco su inteligencia, capaz de confundir
y poner contra la pared a la proverbial astucia de los fariseos. [Cf. el episodio sobre el tributo
al César o el de la mujer adúltera que llevan delante de Jesús con la intención de lapidarla…].
El mayor milagro, el que sorprendía cada día a los discípulos, no era el de las piernas
enderezadas, la piel restaurada o la vista recuperada. El mayor milagro era el ya
mencionado: una mirada reveladora de lo humano a la que nadie podía sustraerse. No
hay nada que convenza tanto al hombre como una mirada que aferre y reconozca lo que él es,
que haga que el hombre se descubra a sí mismo. Jesús veía dentro del hombre; nadie
podía esconderse ante él; en su presencia la profundidad de la conciencia no tenía secretos.
Como en el caso de la mujer de Samaria […]. Lo mismo le sucedió al jefe de todos los
recaudadores, el hombre más odiado de toda Jericó, Zaqueo (Lc 19, 1-10). Jesús, rodeado de
una gran masa de gente, está pasando por la calle y él, de pequeña estatura, se sube a un árbol,
lleno de curiosidad, para verle. Cuando Jesús llega bajo ese árbol se para, le mira y le dice:
“¡Zaqueo!”, y añade: “Baja pronto, porque quiero ir a tu casa”. ¿Qué es lo que se adueñaría de
Zaqueo? ¿Qué es lo que le haría correr lleno de alegría? ¿Proyectos sobre sus muchas
riquezas, voluntad de devolver sobradamente lo robado, dar la mitad de sus bienes a los
pobres? ¿Qué es lo que le trastornó y cambió? Simplemente, que había sido penetrado y
acogido por una mirada que le reconocía y le amaba tal como era. La capacidad de
cautivar el corazón del hombre es el mayor milagro, el más persuasivo.
b) El poder y la bondad
En Jesús sus testigos pudieron ver esa mirada no sólo poderosa, prodigiosa, no sólo
inteligente, no sólo cautivadora, sino buena. ¡Parece imposible que un poder tan grande esté
dentro de un horizonte de profunda bondad!, ¡y parece tan difícil que una inteligencia
agudísima sea sencilla y positiva como el afecto instintivo y disponible de un niño! Es
hermoso leer el Evangelio rastreando estos aspectos apenas esbozados aquí, los detalles
sutiles que revelan la capacidad de ternura de Jesús, su conmovida solidaridad con lo
humano.
Lo suyo es una conducción generadora hacia todo lo valorable del ser humano. Tras
un milagro realizado en sábado (Mt 12, 9-21), y que había tenido por tanto cierta resonancia,
se marcha, pero muchos lo siguen, y el Evangelio observa que él “curó a todos”, es decir,
miró a todos, entendió a todos, tomó en serio a todos. Y el evangelista Mateo señala: “Para
que se cumpliera lo que había dicho el profeta Isaías… ‘El Mesías no quebrará la caña
cascada, ni apagará la mecha humeante, hasta que haya hecho triunfar a la justicia’”.
Jesús acepta con agrado del hombre lo que éste le pueda dar; no pone reparos de
ninguna naturaleza, ni política, ni social, ni cultural para esta acogida. Como en el episodio
que narra Lucas (Lc 7, 36-50) de aquella comida en casa de un fariseo, donde irrumpe,
ciertamente no invitada, una conocida prostituta que rodea de atenciones a Jesús, provocando
la indignación del dueño de la casa que se pregunta hasta qué punto se podía decir que Jesús
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era profeta, si admitía perfumes y gestos afectuosos de una mujer así. La reacción de Jesús es
inmediata, haciendo ver al fariseo Simón que había aceptado los besos y las lágrimas de la
mujer como señal de la fe en él que ella había sido capaz de testimoniar, desafiando los
cuchicheos y comentarios, al contrario de Simón, que como anfitrión bien habría podido darle
agua para sus pies, manchados por el polvo, y un beso de amistad, pero no lo había hecho: “A
ella le queda perdonado mucho, porque ha mostrado mucho amor”.
El surgimiento de la pregunta
y la irrupción de la certeza
Jesús aparece en
cualquier circunstancia
como un ser superior a
cualquier otro; hay algo en
él, cierto “misterio”, porque
nunca se había visto tal
sabiduría, tal ascendiente,
tal poder y tal bondad. Esta
impresión, como ya hemos
dicho, se va haciendo poco a
poco cada vez más precisa
sólo en aquellos que se
comprometen en una
convivencia sistemática con
él: los discípulos.
Pero el margen de excepcionalidad de aquel hombre era tan grande que nació
espontáneamente una pregunta paradójica: “¿Quién es?”. Paradójica porque se conocía
perfectamente el origen de Jesús, sus datos de empadronamiento, su familia, su casa. Esa
pregunta surge primero en sus amigos y después, mucho después, también en sus enemigos,
que igualmente estaban bien informados sobre él. Esta pregunta demuestra que lo que Él es
en realidad no lo podríamos decir por nosotros mismos. Sólo podemos constatar que es
diferente de cualquier otro, que merece la más completa confianza, y que siguiéndolo se
experimenta una plenitud incomparable.
De modo que se le pregunta a él quién es. Sólo que, cuando él dio la respuesta, sus
amigos creyeron en Su palabra, por la evidencia de las señales indiscutibles que imponían
confianza; y sus enemigos, en cambio, no aceptan la respuesta y deciden eliminarlo.
El capítulo sexto de Juan narra un momento dramático y bellísimo, muy significativo
de esta dinámica (cf. Jn 6, 22-71).
Jesús, que cada cierto tiempo solía retirarse a rezar, vio un día que una gran
muchedumbre le seguía durante mucho tiempo, una muchedumbre que pronto habría de tener
hambre. Movido de la compasión les sació milagrosamente. […] El día siguiente era sábado,
y como de costumbre, él fue a la sinagoga […]. Mientras habla, se abre la puerta del fondo de
la sinagoga y entra gente que había estado con él el día antes y que lo estaba buscando, pues
habían quedado embelesados. En ese instante a Jesús le embarga una emoción profunda y [les
dice]: “Vosotros me buscáis porque yo os he dado pan, pero yo os daré mi carne para
comer y mi sangre para beber”. Con ello resuena en aquella sinagoga una expresión ante la
cual evidentemente no se podía permanecer tranquilo ni aún diciendo: “Es paradójico”. Y los
dueños de la mentalidad popular, los políticos, los profesores, los periodistas de entonces, es
decir, los escribas y los fariseos, empezaron a decir que Jesús estaba loco –“Este modo de
hablar no hay quien lo entienda”– y el murmullo se fue extendiendo cada vez más, porque le
gentío, poco antes entusiasmado con él, ya estaba dispuesto a dejarse arrebatar por el
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descrédito que los poderosos sembraban. Pero Jesús, viendo la reacción de la gente, insiste:
“En verdad os digo: quien no coma de mi carne no entrará en el reino de los cielos”. El
murmullo, entretanto, se hace clamor, y el juicio sobre lo absurdo de esas palabras y sobre la
locura de Jesús se repite en boca de todos. Los fariseos hacen desalojar lentamente la
sinagoga, hasta que en la penumbra del crepúsculo sólo queda Jesús junto al pequeño grupo
de sus más allegados. Ensimismémonos con ese instante lleno de tensión. El silencio era
grande. Y Jesús mismo toma la iniciativa de romperlo: “¿También vosotros queréis
marcharos?”. Y fue aquí donde Pedro, con su vehemencia, prorrumpió en aquella frase que
resume por entero la experiencia de certeza de todos ellos: “Señor, tampoco nosotros
comprendemos lo que dices; pero, si nos separamos de ti, ¿con quién vamos a ir? Sólo tú
tienes palabras de vida eterna, que explican y dan sentido a la vida”.
La pedagogía de Cristo al revelarse
Ahora bien, a la pregunta que nacía del corazón de la gente que le seguía, habituada a
su modo de hablar, a su comportamiento, a su capacidad de influjo y de poder sobre los
hombres y sobre las cosas, Cristo no dio de inmediato una respuesta plena. De haberlo
hecho ciertamente habría evitado morir en la cruz; no lo habrían matado porque sólo lo
habrían tenido por un loco. En efecto, una respuesta como la que tendría que haber dado era
algo absolutamente fuera de la concepción de la capacidad de percepción de aquella gente.
Habría sonado a locura más que a blasfemia.
Por eso Jesús empleó una pedagogía inteligente para definirse. Lo hizo poco a
poco, para provocar en los demás una asimilación gradual.
Así, si Jesús se hubiera definido rápida y explícitamente respecto a su naturaleza
divina, habría producido en los demás una reacción que habría descalificado cualquier
posibilidad de confiar en él.
Jesús, pues, eligió una línea educativa en la que al principio tradujo en expresiones
implícitas y concretas esa idea que al final había de expresar abiertamente. La
concreción –la idea que se encarna– y lo implícito –hacer entender sin definiciones
abstractas– son la línea educativa más natural y eficaz. Ni siquiera para los discípulos más
cercanos existía la posibilidad de entender el alcance de una respuesta inmediata y directa a su
pregunta. De hecho, lo que Jesús dirá de sí sólo logrará imponerse por un contexto de
comprensión que vendrá determinado por su persona.
Como ya hemos dicho, para que ese contexto se iluminase con indicios reveladores,
era necesaria la convivencia. Quien iba a escucharle sólo por curiosidad, gusto, o para sacar
provecho de algún prodigio, quien, en definitiva, le abordaba tangencialmente no podía
alcanzar la percepción capaz de captar los síntomas que llevaron a la persuasión y a la
adhesión de su palabra.
La declaración explícita
Pero una vez llegado a los últimos tiempos su declaración se hará explícita. Cristo
finalmente se presenta como Dios de manera abierta. Pero esto sólo ocurre cuando las
conciencias que le rodeaban habían asumido ya posiciones decididas con respecto a él.
En efecto, Dios tiende a ponderar la situación en la que nuestra libertad se ha metido
de antemano. El modo con que Dios nos trata secunda una decisión tomada previamente por
nuestra libertad, e impulsa a que se desvele mejor lo que ésta está dispuesta a hacer.
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Catecismo de la Iglesia Católica Dios revela su designio amoroso
51 "Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su
voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso
al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina" (DV 25).
52 Dios, que "habita una luz inaccesible" (1 Tm 6,16) quiere comunicar su propia vida
divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos
adoptivos. Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle,
de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.
53 El designio divino de la revelación se realiza a la vez "mediante acciones y palabras",
íntimamente ligadas entre sí y que se esclarecen mutuamente (DV 2). Este designio comporta
una "pedagogía divina" particular: Dios se comunica gradualmente al hombre, lo prepara por
etapas para acoger la Revelación sobrenatural que hace de sí mismo y que culminará en la
Persona y la misión del Verbo encarnado, Jesucristo.
Las etapas de la Revelación
Desde el origen, Dios se da a conocer
54 "Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne
de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se
manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio" (DV 3).
Los invitó a una comunión íntima con Él revistiéndolos de una gracia y de una justicia
resplandecientes.
55 Esta revelación no fue interrumpida por el pecado de nuestros primeros padres. Dios, en
efecto, "después de su caída, alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la
redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los
que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras" (DV 3).
Dios elige a Abraham
59 Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abram llamándolo "fuera de su tierra, de
su patria y de su casa" (Gn 12,1), para hacer de él "Abraham", es decir, "el padre de una
multitud de naciones" (Gn 17,5): "En ti serán benditas todas las naciones de la tierra"
(Gn 12,3; cf. Ga 3,8).
60 El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el
pueblo de la elección (cf. Rm 11,28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos
de Dios en la unidad de la Iglesia (cf. Jn 11,52; 10,16); ese pueblo será la raíz en la que serán
injertados los paganos hechos creyentes (cf. Rm 11,17-18.24).
Dios forma a su pueblo Israel
62 Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo
de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés
su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre
providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido (cf. DV 3).
63 Israel es el pueblo sacerdotal de Dios (cf. Ex 19, 6), "sobre el que es invocado el nombre
del Señor" (Dt 28, 10). Es el pueblo de aquellos "a quienes Dios habló primero", el pueblo de
5 Encíclica sobre la revelación Dei Verbum [Palabra de Dios].
22
los "hermanos mayores" en la fe de Abraham (cf. Discurso en la sinagoga ante la comunidad
hebrea de Roma, 13 abril 1986).
64 Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de
una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que será grabada en
los corazones (cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del
pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que
incluirá a todas las naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los humildes
del Señor (cf. So 2,3) quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara,
Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la
salvación de Israel. De ellas la figura más pura es María (cf. Lc 1,38).
Cristo Jesús, «mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2)
Dios ha dicho todo en su Verbo
65 "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio
de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo" (Hb 1,1-2). Cristo, el
Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo
dice todo, no habrá otra palabra más que ésta.
No habrá otra revelación
66 "La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar
otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo"
(DV 4). Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada;
corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de
los siglos.
67 A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas "privadas", algunas de las cuales
han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al
depósito de la fe. Su función no es la de "mejorar" o "completar" la Revelación definitiva de
Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia.
La transmisión de la Revelación Divina
74 Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1
Tim 2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (cf. Jn 14,6). Es preciso, pues, que Cristo
sea anunciado a todos los pueblos y a todos los hombres y que así la Revelación llegue hasta
los confines del mundo: «Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los
pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones»
(DV 7).
La Tradición apostólica
75 "Cristo nuestro Señor, en quien alcanza su plenitud toda la Revelación de Dios, mandó a
los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad
salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio
prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su voz" (DV 7).
La predicación apostólica...
76 La transmisión del Evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras:
— oralmente: "los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones,
transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el
Espíritu Santo les enseñó";
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— por escrito: "los mismos Apóstoles y los varones apostólicos pusieron por escrito el
mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo" (DV 7).
… continuada en la sucesión apostólica
77 «Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los Apóstoles
nombraron como sucesores a los obispos, "dejándoles su cargo en el magisterio"» (DV 7). En
efecto, «la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha
de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos» (DV 8).
78 Esta transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo, es llamada la Tradición en
cuanto distinta de la sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, "la Iglesia
con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que
cree" (DV8). "Las palabras de los santos Padres atestiguan la presencia viva de esta
Tradición, cuyas riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora"
(DV 8).
79 Así, la comunicación que el Padre ha hecho de sí mismo por su Verbo en el Espíritu Santo
sigue presente y activa en la Iglesia: "Dios, que habló en otros tiempos, sigue conservando
siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del
Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en
la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo" (DV 8).
La relación entre la Tradición y la Sagrada Escritura
Una fuente común...
80 La Tradición y la Sagrada Escritura "están íntimamente unidas y compenetradas. Porque
surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin"
(DV 9). Una y otra hacen presente y fecundo en la Iglesia el misterio de Cristo que ha
prometido estar con los suyos "para siempre hasta el fin del mundo" (Mt 28,20).
… dos modos distintos de transmisión
81 "La sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu
Santo".
"La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los
Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de
la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación".
82 De ahí resulta que la Iglesia, a la cual está confiada la transmisión y la interpretación de la
Revelación "no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así las
dos se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción" (DV 9).
La interpretación del depósito de la fe
El depósito de la fe confiado a la totalidad de la Iglesia
84 "El depósito" (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,12-14) de la fe (depositum fidei), contenido en la
sagrada Tradición y en la sagrada Escritura fue confiado por los Apóstoles al conjunto de la
Iglesia. "Fiel a dicho depósito, todo el pueblo santo, unido a sus pastores, persevera
constantemente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en
las oraciones, de modo que se cree una particular concordia entre pastores y fieles en
conservar, practicar y profesar la fe recibida" (DV 10).
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El Magisterio de la Iglesia
85 "El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido
encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de
Jesucristo" (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo
de Roma.
86 "El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar
puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo
escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente; y de este único depósito
de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído" (DV 10).
87 Los fieles, recordando la palabra de Cristo a sus Apóstoles: "El que a vosotros escucha a
mí me escucha" (Lc 10,16; cf. LG 20), reciben con docilidad las enseñanzas y directrices que
sus pastores les dan de diferentes formas.
Los dogmas de la fe
88 El Magisterio de la Iglesia ejerce plenamente la autoridad que tiene de Cristo cuando
define dogmas, es decir, cuando propone, de una forma que obliga al pueblo cristiano a una
adhesión irrevocable de fe, verdades contenidas en la Revelación divina o también cuando
propone de manera definitiva verdades que tienen con ellas un vínculo necesario.
89 Existe un vínculo orgánico entre nuestra vida espiritual y los dogmas. Los dogmas son
luces que iluminan el camino de nuestra fe y lo hacen seguro. De modo inverso, si nuestra
vida es recta, nuestra inteligencia y nuestro corazón estarán abiertos para acoger la luz de los
dogmas de la fe (cf.Jn 8,31-32).
90 Los vínculos mutuos y la coherencia de los dogmas pueden ser hallados en el conjunto de
la Revelación del Misterio de Cristo: «Conviene recordar que existe un orden o "jerarquía" de
las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento de
la fe cristiana" (UR 11).
95 «La santa Tradición, la sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan
prudente de Dios, están unidos y ligados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros;
los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen
eficazmente a la salvación de las almas» (DV 10,3).
Inspiración y verdad de la Sagrada Escritura
105 Dios es el autor de la Sagrada Escritura. «Las verdades reveladas por Dios, que se
contienen y manifiestan en la Sagrada Escritura, se consignaron por inspiración del Espíritu
Santo».
«La santa madre Iglesia, según la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del
Antiguo y del Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos, en cuanto
que, escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales han
sido confiados a la Iglesia« (DV 11).
106 Dios ha inspirado a los autores humanos de los libros sagrados. «En la composición de
los libros sagrados, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y
talentos; de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdaderos autores, pusieron
por escrito todo y sólo lo que Dios quería» (DV 11).
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108 Sin embargo, la fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión
de la Palabra» de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo»
(San Bernardo de Claraval). Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que
Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia
de las mismas (cf. Lc 24, 45).
El Espíritu Santo, intérprete de la Escritura
109 En la sagrada Escritura, Dios habla al hombre a la manera de los hombres. Por tanto, para
interpretar bien la Escritura, es preciso estar atento a lo que los autores humanos quisieron
verdaderamente afirmar y a lo que Dios quiso manifestarnos mediante sus palabras
(cf. DV 12,1).
110 Para descubrir la intención de los autores sagrados es preciso tener en cuenta las
condiciones de su tiempo y de su cultura, los «géneros literarios» usados en aquella época, las
maneras de sentir, de hablar y de narrar en aquel tiempo. «Pues la verdad se presenta y se
enuncia de modo diverso en obras de diversa índole histórica, en libros proféticos o poéticos,
o en otros géneros literarios» (DV 12,2).
111 Pero, dado que la sagrada Escritura es inspirada, hay otro principio de la recta
interpretación, no menos importante que el precedente, y sin el cual la Escritura sería letra
muerta: «La Escritura se ha de leer e interpretar con el mismo Espíritu con que fue escrita»
(DV 12,3). El Concilio Vaticano II señala tres criterios para una interpretación de la Escritura
conforme al Espíritu que la inspiró (cf. DV 12,3):
112 1. Prestar una gran atención «al contenido y a la unidad de toda la Escritura».
113 2. Leer la Escritura en «la Tradición viva de toda la Iglesia».
114 3. Estar atento «a la analogía de la fe» (cf. Rm 12, 6). Por «analogía de la fe»
entendemos la cohesión de las verdades de la fe entre sí y en el proyecto total de la
Revelación.
La respuesta del hombre a Dios
142 Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran
amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía»
(DV2). La respuesta adecuada a esta invitación es la fe.
143 Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con
todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada Escritura
llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26).
Creo
a. La obediencia de la fe
144 Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su
verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el
modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta
de la misma.
"Yo sé en quién tengo puesta mi fe"(2 Tm 1,12)
Creer solo en Dios
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150 La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e
inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto
adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere
de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer
absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura
(cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).
Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios
151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su
Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les
escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed
también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne:
«A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha
contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en
poderlo revelar (cf. Mt 11,27).
Creer en el Espíritu Santo
152 No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien
revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: "Jesús es Señor" sino bajo la
acción del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades
de Dios [...] Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,10-11). Sólo
Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.
El Credo Apostólico
Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra; y en
Jesucristo, su único Hijo, Señor nuestro; que fue concebido del Espíritu Santo,
nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos; fue
crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó
de entre los muertos; subió a los cielos; está sentado a la diestra de Dios Padre
Todopoderoso; y desde allí vendrá al fin del mundo a juzgar a los vivos y a los
muertos. Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los
santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida perdurable.
Amén.
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