entrega final tesis juan lizarralde
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Tres frentes
Juan Lizarralde Gutiérrez
Monografía en creación para optar al título de literato
Dirigida por Mario Barrero Fajardo
Coordinada por
Enrique Andrés Winter Sepúlveda
Universidad de los Andes Facultad de Artes y Humanidades
Departamento de Humanidades y Literatura Bogotá
Mayo – 2018
Antes de empezar aclaro que, al ser una tesis universitaria de corto
espacio y al no querer reducir el resultado final para entregarlo completo
decidí presentar un fragmento de lo que será la novela.
Tres frentes
Santiago Garcés
Helsinki hizo lo que tenía que hacer: lo que hacen los soldados en la
guerra, lo que hacemos con los animales cuando no
queremos que sufran, sin odio, como un acto de
humanidad. Y yo también hice lo que tenía que hacer, no
por odio, como un acto de humanidad. Al fin y al cabo,
¿qué hay más humano que intentar sobrevivir?
Tokio, La casa de papel
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La historia empieza mucho tiempo atrás. Antes, incluso de mi reencuentro con ella. Recuerdo la
camioneta, el asiento de cuero negro que rápidamente desapareció ante mis ojos; la casa, su cerca
viva, aislada de todo rastro de civilización; y su puerta, alta y ancha, que invitaba a entrar, pero
no a salir; la sala, con sus grandes cuadros y estantes llenos de libros. Pero sobre todo ella.
Recuerdo cuando me miraba con sus ojos color miel y su sonrisa. El vestido negro con el que me
recibió, el mismo que usaría todas esas noches para cenar. Maquillada siempre ante él, su mirar
triste, suplicando que no la abandonara. La única mujer a quien, aunque fuera tan sólo por
cuestiones de supervivencia, pude llegar a amar. Hasta que llegó lo inevitable. En verdad nunca
pensé que me pudiera pasar algo así. Mucho menos que pudiera hacer todo lo que hice. Pero en
esa situación, cuando se está bailando entre el fuego con la muerte ¿qué más se puede hacer? No
quería tener que llegar a esos extremos pero tampoco me arrepiento de nada. Era él o nosotros, y
yo no quería morir.
Sucedió la noche del 24 de junio de 2014. Acababa de volver a la Capital. Estaba feliz
pero exhausto de la gira por Chile. Nunca pensé que una publicación en el extranjero pudiera ser
tan extenuante. Cuando publiqué Cuentos de un país en guerra y Cuentos cortos para
reflexionar, incluso con Bajo la sombra de la Jacaranda y La chica de la bufanda azul todo fue
mucho más fácil. Nos reuníamos en los cafés, bares y a veces restaurantes que yo conocía, con
editores de mi misma edad con quienes me podía tomar un par de cervezas después de las
negociaciones. Y cuando por fin el libro salía a la luz tenía dos o tres conferencias en la semana
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y ruedas de prensa para las revistas y periódicos del país. Si acaso alguna que otra vez me tocaba
viajar, pero nada grande. Íbamos a las ciudades importantes sobre todo. Al llegar daba dos o tres
charlas en cada una, me tomaba uno o dos días de descanso y después regresaba a preparar el
siguiente libro.
Después de los veinte días que pasé en Chile seguiría una gira de medios igual de
exhaustiva en mi propio país. Empezando por la capital, ya tenía tres charlas programadas para la
siguiente semana. Luego iría a las ciudades importantes. En el avión de regreso el asistente de mi
editor me avisó sobre una invitación que tendría en los primeros días en la casa del General. Ya
estaba todo planeado, éste aseguraría de mi transporte, así que no me tenía que preocupar por
eso. La información la tenía actualizada en el calendario, la podría ver apenas aterrizáramos.
La primera conferencia se celebró en el auditorio principal de mi universidad a las ocho
en punto de la noche en el ciclo de charlas y conferencias de su cumpleaños número cien.
Aunque ya había hablado ahí para mi grado y en todas las publicaciones de mis libros ese día me
sentía especialmente nervioso. Recordé todos los aniversarios especiales a los que había asistido.
En los 80 años, cuando apenas estaba en segundo semestre, habían llevado a los más grandes
especialistas en cada campo. Científicos, abogados, economistas, escritores de todos los rincones
del mundo. En los 85, cuando ya me estaba graduando, había logrado conocer a Camila
Santorini, una de las oncólogas más importantes del mundo, a Juan Camilo Santogrial, uno de
nuestros solistas más famosos, Carmen Silvonosa, la reconocida autora de Un mundo fantástico
para lectores y escritores y este año yo sería el invitado de honor. Aunque mis amigos y
familiares me apoyaron diciéndome que era justo lo que merecía yo creía que no daría la talla.
Sin embargo, cuando entré al auditorio el público me recibió con un gran aplauso y la
imagen de mi último libro proyectada en la gran pantalla del fondo. El evento, moderado por
José María Estellón, gran poeta nacional y profesor mío, estuvo realmente ameno. Tras la
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discusión inicial sobre Francisco González Marín, uno de los más grandes escritores de la época
y protagonista de esta novela biográfica que acababa de publicar, mi profesor me preguntó cómo
me había sentido al trabajar con él. “Una experiencia de ensueño –le contesté, provocando la risa
del público–. Nunca creí que pudiera llegar a conocerlo, y mucho menos a trabajar con él. No
solo es un gran novelista, es sobre todo un excelente ser humano. Su humildad y forma de ver el
mundo me conmovieron totalmente.” Al acabar la ronda de preguntas finales, que no quería
terminar por la gran participación de los asistentes y la emoción de mis respuestas eran ya las
once y media y los aplausos no dejaban de retumbar dentro del auditorio. Aunque el evento había
sido planeado para que durara hora y media nadie de la universidad nos interrumpió para decir
que el tiempo se agotaba.
Tan solo me di cuenta de la hora cuando, en el camerino, prendí el celular. Vi que tenía
un mensaje de un número desconocido: “Lo espero en la casa. Ya están llegando por usted, esté
listo”. De inmediato recordé la reunión con el General, no creía que fuera tan pronto. Miré la
alerta del calendario. Iba tarde, seguro me estaban esperando desde hacía tiempo. Me cambié
rápidamente, cogí el libro y me dirigí a la salida principal.
El edificio ya estaba oscuro y vacío. Solo una luz tenue iluminaba la única puerta que
todavía seguía abierta. Salí y vi la camioneta de vidrios negros parqueada en la calle. Al
acercarme se bajó un señor de unos cincuenta años con traje negro y de manera cordial me abrió
la puerta trasera invitándome a entrar.
Tan pronto me acomodé en la ventana el hombre se montó en el asiento delantero y me
ofreció algo de tomar mientras el carro arrancaba. Durante la conferencia ni siquiera había
abierto las botellas de agua que me habían dejado, así que recibí complacido aquella bebida.
Desde ese momento no recuerdo nada más. El cansancio y la energía gastada en el día hicieron
que pronto cayera profundo.
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Desperté varias horas más tarde con el sol cegándome. Por su posición calculé que no
debían ser más de las ocho y media. Al principio no entendía dónde estaba. Por el sueño que
había tenido creí, en un momento, que todavía me encontraba en Chile, viajando de Santiago a
Rancagua. Pero vi el sillín de cuero negro y recordé. Estaba sentado en la camioneta todavía, en
un lugar que nunca antes había visto en mi vida, frente a una acogedora antigua casa de paredes
blancas y techo diagonal. Alrededor había un gran jardín y un grueso y alto muro de setos que no
dejaban ver nada del otro lado. Una cobija me cubría el cuerpo hasta los hombros pero aún así
tenía frío.
Al girarme para salir de la camioneta lo vi frente a la casa. Ahí estaba el General, yendo a
recibirme con todo su esplendor y su sonrisa cautivadora de siempre. Ahora viéndolo en persona
comprendí su parecido con Negan. Apenas abrí la puerta escuché su inconfundible voz.
–¡Don Santiago Garcés, qué gustazo tenerlo por acá! –dijo mientras se acercaba y me
tendía la mano en un saludo lleno de admiración–. Siempre quise conocer al autor de la biografía
de ese tal don Francisco y todos esos libros maravillosos. Acá los tengo todos, no crea que no.
¿Es cierto todo eso que dice sobre él? Le quedó bien el librito, pero a ese tipo sí que le faltaba
vida, ¿no? Siempre recluido en esa monotonía de oficina, le faltaba algo de picante, acción,
balas, rescates –dijo con una sonora carcajada–. Descuide, solo bromeaba, la novelita igual le
quedó fenomenal. Espero algún día tener en mis manos una así, pero conmigo como
protagonista. ¿Me lo trataron bien mis hombres? Disculpe si le causaron alguna molestia. Y
también por haberlo dejado dormir en el carro, yo no acostumbro tratar así a mis invitados, y
menos a los más célebres. Pero al verlo dormir tan plácidamente me dio más pena despertarlo y
por eso le dejé esta cobijita, para que al menos estuviera un poco arropado. Porque imagino que
con tanta gira y tanta vaina no ha descansado muy bien últimamente, ¿no?
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–Muchas gracias –le contesté nervioso. Siempre había sido bueno para relacionarme, pero
en esta ocasión no sabía que decir. Ansiaba iniciar cuanto antes la reunión. Tenía muchas ideas
para la siguiente conferencia y quería llegar cuanto antes a la casa. Nunca me gustó reciclar mis
discursos.
–Hace tiempo estábamos esperando que se despertara. Por favor, siga, siéntase como en
casa. Acabamos de preparar el desayuno especialmente para usted.
–Tengo la garganta seca, no tendrá…
–Claro que sí –dijo mientras me pasaba un vaso de jugo–. ¿Le gustan pericos?
–¿Perdón?
–Los huevos.
Estaba tan concentrado en el General que no me fijé en la figura que estaba ahí con
nosotros. De más o menos mi edad y cuerpo esbelto había frente a la mesa una mujer a la que se
le notaban los años de sufrimiento. Con el pelo todavía húmedo, pero peinado, y la cara
maquillada se podía decir que estaba preparada para mi visita. Me miró con una triste alegría,
como si me reconociera y me pidiera ayuda, pero tan sólo pude devolverle una tímida sonrisa
que fue interrumpida por la voz del General.
–¡Pero vea quién se aparece por acá! –dijo el General estrechándola en un fuerte abrazo,
rechazado odiosamente por ella– ¿no es una belleza? –se acercó a mí y me dijo al oído– pero
tenga cuidado, que como es de linda es de peligrosa, y no quiero ver sangre por acá –soltó una
sonora carcajada–. Venga, Santiago, siéntese, ya en un momento le servimos.
–Acaso ella…–dije sin moverme, todavía con la mirada fija en la mujer.
–Tranquilícese, Santiago, que a esta la tengo bien controladita, le aseguro que no le hará
nada, si usted no se deja– la mirada de la mujer se dirigió al General, llena de odio, pero éste no
le prestó atención–. Desde que me la encontré he intentado enseñarle a vivir civilizadamente.
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Pero esa vaina es muy jodida cuando la gente no ayuda. Si desde el hogar no hacen las cosas
bien y le dejan todo el trabajo a uno…
–Al menos mis papás sí me enseñaron a respetar las vidas ajenas– respondió ella sin
mirarlo mientras llevaba los platos a la mesa.
–Y muy bien que las respetaba, matando niños indefensos y mamás embarazadas –el
General había dejado de servir el desayuno y ahora iba hacia ella, amenazante. Ella lo miró
desafiándolo, lista para responderle, pero el General la cortó, aprisionándole la mano contra la
mesa–. Mucho cuidadito con lo que dirá, no quiera que haya algún incidente desagradable.
–¡Ni se atreva! –gritó de repente ella, con la voz quebrada, la cara desfigurada por una
mueca de rabia y los ojos asomando lágrimas. Pero el General tan solo tuvo que apretarle un
poco la mano para que ella soltara un gemido de dolor, dejando escapar el llanto. Me levanté al
instante para detenerlos, pero el General rió sin inmutarse.
–¿Ya lo ve? No hay que pararle bolas, porque es capaz de hacer lo que sea. Créalo o no,
he tenido que enseñarla, ponerla en su sitio, hacerle saber quién manda. Si no, le aseguro que
acaba con medio país. ¿Pa qué cree entonces que la tengo acá?
Todo eso me confundió mucho. ¿Quién era ella? ¿Por qué estaba ahí? Desde que la vi
noté que no era una invitada más. Me dirigió una mirada rápida, triste, pidiéndome ayuda, que
hiciera algo, pero por alguna extraña razón el cuerpo no me respondía. Esta vez pude notar sus
ojos, color miel, que se me hicieron conocidos, pero no logré identificar de quién eran. ¿Por qué
el General me recomendaba cuidado con ella? Miré al General: estaba tranquilo, relajado, como
si no pasara nada. Pasaba los platos a la mesa.
Volteé a mirarla a ella pero se había ido. En su lugar apareció en la sala una gata que
empezó a maullar. Apenas la vio entrar el General me la presentó.
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–Esta es Alma, la preferida de la casa. Llegó ya hace dos años. Estaba totalmente
desnutrida y como perdida, recelosa. No quería probar bocado de nada ni dejaba que nadie se le
acercase, pero con tiempo y paciencia la fui educando y ahora es mi mayor compañía y
cuidadora. Y tranquilo, a esa otra ya la tengo controladita –dijo mientras llevaba los dos platos
de huevo a la mesa–, conmigo acá no tendrá nada que temer. Ha sido largo y jodido, pero ya la
voy amansando poco a poco y esas escenas son cada vez menos frecuentes. Seguramente usted
estará pensando que soy una mierda, ¿no? Pero con seres como esa toca así. ¿Le paso la sal?
Como venía diciendo. Usted se estará preguntando por qué la tengo acá. Verá, durante todo el
tiempo que estuve en el Ejército no hubo un solo día que no luchara con todas mis fuerzas por
acabar con esos guerrilleros, seres asquerosos que no merecen la mínima oportunidad de vida. Y
ella no es distinta, no lo crea. ¿Que porque tiene esa carita hermosa y esos bracitos lánguidos no
pudo vivir en el monte ni cargar un fusil? ¡Déjese de cuento! Si la dejo libre al menos por un día
le aseguro que se mata al menos a cuarenta hombres, cagada de la risa. Y en esos sitios, esos
centros que dizque para desmovilizados los retienen por dos meses y luego les dan tremendo
asilo político, con hotel cinco estrellas y todo. Créame por qué se lo digo, yo ya he visto eso.
Esas ratas no merecen nada. Ni siquiera morir. Tienen que aprender a respetar a los que mandan.
Si no, ¿pa qué estamos nosotros? ¿Pa qué sirve el Ejército, si no los podemos defender?
Ya creía saber dónde la había visto. En un instante se agolparon en mi cabeza todas esas
noticias que había leído en los años anteriores, y empezaron a cobrar sentido. La primera vez que
supe de la Caresanta había sido hacía quince años, cuando los noticieros anunciaron la caída en
combate del Perrohueso, el Comandante Quiroga, cabecilla del frente 45, uno de los más
importantes y viejos del país. Con más de cincuenta atentados cometidos, este frente ya se había
infiltrado hasta en la política. Pero desde su muerte la Caresanta había tomado el control. En los
diez años que estuvo al mando intentó negociar varias veces con el Estado, todas infructuosas.
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Mis amigos siempre le dieron la razón al Ejército. “Con esa gente no se puede negociar”, decían.
“Vea cuánto campesino ha muerto por su culpa, y ellos campantes, pidiendo ahora que los
exoneren de todo delito, ¡las pelotas!”. Y sí, era cierto. Muchos amigos míos, en la carrera y en
las editoriales, habían sido víctimas, directa o indirectamente, del conflicto. La mayoría de ellos
habían perdido fincas, tierras, casas, dinero, ganado, otros habían perdido también a sus familias.
Recordé la masacre de Cochimiro, en la que murieron los primos, tíos y abuelos de Mariana
Pérez, mi mejor amiga de la universidad. Estábamos en clase cuando la llamaron. No volvió a
entrar al salón. Al salir la busqué por toda la universidad. La encontré al día siguiente con la cara
destrozada de tanto llorar y me contó lo que le había pasado. Vino a mi mente también la de La
Marinera, en el pueblo de Caramandó, donde murieron todos los que estaban ahí, incluidos los
papás de Pablo Cardozo, mi primer editor. Y el Estado no hacía nada. En ambas ocasiones salía
en televisión el General, diciendo que iba a encontrar a los asesinos y los haría pagar como
merecían, pero después llegaban los comerciales del mundial de fútbol, vendiendo camisetas y
entradas para ver los partidos, y el tema quedaba ahí, en el olvido. Hasta el mismo Pablo compró
ese año una boleta, y cuando el país llegó a los cuartos de final nos invitó a todos a su casa,
donde nos emborrachamos y bailamos hasta el amanecer, sin recordar que los padres del
anfitrión habían muerto apenas hacía menos de dos meses. No pensé en la gravedad de lo que
estaba pasando. Tan solo creí que con darle el pésame ya me había…
–¿Quiere más?
Estaba tan absorto en mis pensamientos que no supe qué me estaba preguntando.
–¿Perdón?
–¿Más café?
–No, gracias, estoy bien.
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Entonces recogió los platos sucios y echó los sobrantes a la basura. Quise preguntarle
sobre el otro plato, sobre la otra acompañante. Si era ella la Caresanta. Pero sin prestarme
atención volvió a hablar y recordé que no era posible. Ella también había caído hacía cinco años,
mientras huían después del atentado de los Turpiales, en el corregimiento de Guasa, al norte del
país. Después de ver la noticia mi padre me llamó. La voz le temblaba, como si fuera a llorar de
la felicidad. “¡La mataron, la mataron!”, decía. Yo sólo podía pensar en los niños que habían
muerto esa mañana. Estaba escribiendo el quinto cuento de mi primer libro y mi papá quería salir
a celebrar. No fui, no estaba bien. Sin importar quiénes fueran ni qué habían hecho eran sobre
todo personas. Ella y su frente. Sus cuerpos como coladores de los que manaban ríos de sangre
llenaban las pantallas de todo el país. “Cae cabecilla guerrillera”, estaba en negrita en la primera
página de todos los periódicos. Aunque muchas veces había visto noticias similares esa en
especial me destruyó por completo.
–Ya lo sé, no paro de hablar. Pero esa ha sido una de mis grandes virtudes. Usted lo debe
saber mejor que nadie: las palabras valen mucho más que los actos. En el Ejército, después de
cometer cualquier masacre, llámese La Marinera, la de Los Dos Bosques o incluso en Las Manos
Atadas tan solo me bastó pedir perdón a la comunidad por no haber llegado a tiempo y decir que
los asesinos debían pagar bien caro para no solo reivindicarme con ellos y ganármelos, sino
sobre todo para convertirme en su héroe y salvador. Ya lo ve. Usted y yo somos… no distintos,
yo diría más bien complementarios: usted escribe y yo hablo. Y es por eso que me lo mandé
traer. En mis varios años frente a la Institución me di cueta que, aunque los discursos y esas
maricaditas ayudan mucho lo que más sirve para limpiar el historial es una buena biografía. Vea
por ejemplo la de Salamanca, Sierras Moreno, Cruz Montes. ¿Usted cree que fueron tan santos
como dicen esos libros? Yo mismo conocí a Monti, como le llegué a decir de cariño. Un tipazo
ese hombre, pero cínico como él solo, y también efectivo. Si no fuera por él no estaría donde
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estoy ahora. Le debo mucho a ese viejo. Lástima que acabó tan mal. Iré al grano. No era por
halagarlo que le dije que tenía acá todos sus libros. Me los he leído completicos, y la verdad es
que me encantan. El de la jacaranda, qué forma de narrar tan hermosa, y qué imágenes que se
crea, felicitaciones por eso. Pero el que sin duda más me gustó fue el de Francisco. ¿Cómo era
que se llamaba? Una vida en flor o algo así, ¿no? El caso, quiero que me escriba una vaina como
esa, esplendorosa, mostrándome como el héroe de la nación, el que acabó con tantos males que
aquejaban al pueblo, una cosa así bien bonita como solo usted sabe.
–¿Cuándo nos volvemos a ver, entonces? –Quise irme. Ya sabiendo lo que tenía que
hacer lo mejor era que me fuera a preparar los eventos que me quedaban y luego concentrarme
de lleno en este nuevo proyecto, al que le podía sacar mucho jugo si le dedicaba tiempo y
esfuerzo como era debido y no lo trataba de afán.
–¿Volvernos a ver? –rió el General–. Tranquilo, Santiago, para eso tendrá todo el tiempo
del mundo. Usted no se afane, que con calma y paciencia todo sale mejor.
–Y tengo toda la intención de dedicarle mucho a su historia, pero por estos días tengo
otras cosas que hacer y…
–¿Qué puede ser más importante? –me interrumpió–. ¿Irse a repetir el mismo discursito
de siempre para vender algo que ya está vendido? Yo pensé que usted era más inteligente que
eso, Santiago. No me diga que la fama ya se lo llevó –dijo buscando algo en la nevera, después
la cerró y volvió a la mesa con las manos vacías–. Me decepciona, pensé que usted sería mejor
que esos otros escritorzuelos. ¿Por qué mejor no va y se da un bañito, a ver si ahí se le aclaran las
ideas? Debe estar sucio y cansado de todo este voleo. Ya arreglé su cuarto con todo lo que
necesita. No crea, me tomé el tiempo necesario para encontrar la ropa, los exfoliantes y esas
vainas que siempre usa. Si le hace falta algo por favor no dude en hacérmelo saber.
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Me llevó por el corredor hasta la primera puerta a la izquierda. Arreglada como la de mi
propia casa, no le faltaba nada a la alcoba. La única diferencia era que tenía tan sólo dos
ventanas altas y pequeñas, por donde no pasaría nadie que se quisiera escapar. Tenía la misma
cama que yo usaba en la Capital, con el mismo marco y el mismo tendido. Las mesitas de noche
con los mismos acabados, relojes y hasta libros. Y el televisor en la esquina superior derecha.
–Se lo acomodé lo mejor que pude para que se sintiera en casa –dijo el General con
naturalidad–. No se preocupe por la televisión, hace tiempo que no funciona. Igualmente, ¿qué es
mejor que poderse acostar y despertar con el dulce sonido de la naturaleza?
En el closet estaba ya dispuesta toda la ropa. Cinco mudas completas de medias,
calzoncillos, camisetas blancas, jeans oscuros y holgados y chaquetas de cuero. Algo que no se
había tomado el trabajo de averiguar: mi look. Era muy parecido a lo que solía ponerse cuando
salía a la calle en sus ropas de civil. No pude decirle que prefería vestir otra cosa porque tan
pronto me volteé ya se había ido y había cerrado la puerta. El baño también era muy parecido al
de mi casa. El mismo mueble del lavamanos en mármol, con el vaso de los cepillos azul claro, la
jabonera blanca y las puertas de roble con manija dorada. Entré, cerré la puerta y me agaché para
abrirlas. Pero entonces oí claramente su voz saliendo de arriba. No había visto los altavoces
incrustados en el techo.
“Todo lo que necesita ya está en su lugar, no necesita abrir ninguna puerta. ¿O es que me
quiere despreciar el bañito?” La sorpresa me inundó por completo. “En la vida uno tiene que
aprender a ser precavido.” Intenté abrir las puertas pero estaban cerradas con llave. “Hágame
caso, Santiaguito. Vaya y dese el baño que luego le prometo que le aclaro cualquier duda que
tenga”. Levanté la cara y vi, en la esquina de la puerta, que la cámara me estaba apuntando.
“Aproveche que el agua está caliente. No vaya a ser que un día me arrepienta de tenerle estos
lujitos, que no crea que no me cuestan. Más bien vaya y se baña, le prometo que no miraré”.
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Me levanté lentamente, mirando siempre a la cámara que, como lo sospechaba, siguió mi
movimiento. Di un paso hacia la ducha y giró conmigo. Di otro y lo mismo. Me quité el saco y la
camiseta y volví a mirar. Me miraba fijamente. Me desabroché el pantalón y rápidamente volvió
a la posición original. Entonces me quité el pantalón, lo arrojé al centro del cuarto y me dirigí
hacia el lavamanos. Pero la cámara me apuntó y volví a escuchar esa voz “Ay, Santiaguito. ¿Por
qué desconfía de mí y no me hace caso? Si usted coopera yo también”. Entré a la ducha y sentí
cómo el agua caliente empezaba a resbalar por mi cuerpo. Me bañé rápidamente porque no lo
quería disgustar más de lo que seguramente estaba mientras intentaba alcarar las ideas.
Cuando salí después de media hora el General ya me estaba esperando con una chaqueta
dispuesta para mí.
–Vamos a dar un paseíto. Es mejor abrigarse que últimamente hace frío por acá –me pasó
la chaqueta y abrió la puerta de la casa. Apenas salimos sentí el golpe del viento y me vi forzado
a subir la cremallera–. Créame cuando le digo las cosas –rió el General. Apenas salimos cerró
con seguro–. Esta finca es bien grande. No solo comprende este sector de la casa, sino que
alrededor hay al menos cuatro hectáreas más, a cada lado, de prado y bosque. Y después, otros
cinco kilómetros más de puro monte. Qué lindo es poderse aislar de todo por un ratico acá, en la
mitad de la nada, ¿no? Estos son los mejores espacios para trabajar. Y con este paisaje tan
maravilloso… ¿No le gusta el campo? Pronto se acostumbrará a esta paz. ¿Quiere uno?
Sacó de su chaqueta un paquete de cigarrillos. Eran los mismos que tenía en el pantalón
la noche anterior. La caja estaba rasgada en la misma esquina que la mía.
–Un cigarrillo no se desperdicia, claro que no, y menos si es de una marca tan buena.
No había alcanzado a prender el suyo cuando escuchamos una voz proveniente de la casa.
Parecía que ella estaba cantando algo. No pude saber qué era. Apenas el General oyó las
primeras notas se puso de pie.
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–Tendremos que volver. La estábamos pasando tan bueno acá… –guardó los cigarrillos
en su chaqueta y me abrazó por los hombros para indicarme que lo siguiera–. Esa cancioncita ya
me tiene mamado. Cada vez que salgo la canta y llora. No sé qué le ve. Es tan simple… Si quiere
espéreme acá, no me demoro –dijo cuando ya estábamos en la sala y se adentró hacia los cuartos.
La sala, el comedor y la cocina eran un solo espacio amplio de paredes blancas. La
cocina, rodeada por cajones, tenía una isla central en la que estaban la estufa y el horno.
Alrededor estaban el lavaplatos, los cajones y demás electrodomésticos necesarios: horno
microondas, lavavajillas automático y otros cinco que nunca supe qué eran ni para qué servían.
La pared del fondo del comedor, que llevaba al pasadizo de los cuartos, estaba totalmente
cubierta por una gran foto. Era del General, recostado contra una larga pared blanca. Con su cara
alargada y cuerpo delgado pero musculoso, parecía más un comercial de ropa que otra cosa. Pero
lo que me sedujo fue la biblioteca. Llenaba las tres paredes de la sala y estaba llena de libros de
toda índole. Desde los clásicos griegos hasta Sobre héroes y tumbas de Sábato, pasando por
autores de distintas nacionalidades, épocas y géneros. Flaubert, Balzac, Stendal, Sade, Freud e
incluso Proust estaban expuestos en orden alfabético. Todas esas novelas y ensayos que llenaron
mis horas de universidad. Hasta vi, en una esquina reservada para ellos, libros de los más
grandes autores del Boom y posteriores. García Márquez, Rulfo, Borges, Cortázar y hasta
Caicedo. No me creía que el General fuera experto también en literatura.
Pero el libro que más me impresionó fue Mein Kampf. Perfectamente puesto en una
vitrina sólo para él, parecía una obra de arte expuesta en un museo. De tapa dura, parecía
pertenecer a una de las primeras ediciones que habían llegado al país. No alcancé a ver la fecha
de publicación porque tan pronto como lo cogí sentí los pasos del General que volvía a la sala.
Me apresuré a dejarlo en su puesto.
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–Veo que está disfrutando mi pequeño paraíso –rió el General al verme parado frente a su
biblioteca–. Adelante, no me molesta. Llevo toda la vida coleccionándolos. No me la paso como
ustedes, de librería en librería, buscando cómo llenar mi biblioteca. No, yo soy mucho más
selecto. Tan solo compro aquellos que de verdad me interesan. Ni siquiera lo hago por las
recomendaciones de mis amigos o gente que conozca. Siempre, antes de comprar alguno,
investigo sobre él. Quién lo escribió, en qué época, en qué país. Qué estaba pasando en ese
momento. Leo reseñas y resúmenes. Solo si al final me convence lo compro. Cojamos uno al
azar. –Se acercó a uno de los estantes y sacó un tomo viejo de Grandes esperanzas–. Ah, sí. Este
acá me recuerda a mi niñez. Sin nadie a quién acudir el joven Pip se aventura al mundo pues
sabe que le esperan grandes cosas. ¿Sabía usted que el mismo Dickens se lo escribió a un amigo?
Así es, Pip, Philip Pirrip, existió en verdad. Interesante el dato, ¿no? –me dijo con una sonrisa y
un guiño de complicidad–. Me enteré cuando busqué la biografía de Dickens en la biblioteca de
Oxford –dejó el libro en su sitio y al volver a mí enderezó el que estaba en la vitrina, que yo
había dejado ladeado–. Esta es otra joya. Lo amo con toda mi alma, si debo tener alguna. Verá,
este fue el primer libro que tuve, el que me inició en el arte de la lectura. Si no hubiera entrado al
Ejército, créame que hubiera considerado estudiar literatura como usted. No lo compré yo. Llegó
a mis manos así como así. Me lo dio mi Mayor Almacías. Fue por ahí a mediados de los sesenta.
Acababa de cumplir los 18 en pleno combate. Era la primera vez que salía a campo. Celebrando
la pequeña victoria que habíamos tenido en el día, mi Mayor los calló a todos y me dijo, ante el
escuadrón: “Ésta es una noche de celebraciones. No solo por la victoria que tuvimos en el
combate del día de hoy, por la que, por cierto, debo felicitarlos, lucharon muy valientemente.
Hoy también quisiera celebrar otro pequeño acontecimiento, uno de orden menor pero no menos
importante. Esta noche quiero proponer un brindis por nuestro Cadete más valiente. Soldado,
levántese por favor –dijo señalándome–. A este culicagado, aquí donde lo ven, lo encontré hace
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diez años en la población de La Congoña, después del famoso bombardeo que dejó tantas
víctimas. Parado en la plaza, más asustado que un ratón en una caja de fósforos, junto al cuerpo
de su hermano, se le había acabado la vida. No sabía qué hacer. Y ahora, diez años después, ya a
punto de volverse un hombre de verdad, supo demostrar cuánto vale. Y por eso –dijo mientras
buscaba en la mesa que tenía detrás–, había reservado este pequeño regalo para entregárselo en
esta ocasión” y me entregó este libro. Su copia del Mein Kampf, su libro favorito. Me dijo que lo
cuidara como el tesoro que es. Que lo leyera, que tal vez entre sus páginas encontraría algo que
me podría servir, y así fue. Días después de esa celebración, en un combate al que no me
quisieron llevar, cayó muerto. Esos hijos de puta masacraron a la compañía entera, en especial al
Mayor. Apenas con 18 años y ya había perdido a mi familia dos veces. Aunque no los pude ver,
desde el campamento alcancé a escuchar las explosiones y los gritos. Mientras uno de mis
lanzas, el Cabo Segundo Alberto Marías, me retenía y me llevaba hacia el lado contrario, hacia el
helicóptero para volver a la Capital, el resto del batallón fue a esa carnicería mientras pedían
refuerzos. Ninguno volvió vivo. Mientras despegábamos y yo luchaba por salir corriendo de los
brazos de Marías para ayudar a mis compañeros, oímos más explosiones que inundaron la selva.
Tan sólo el Cabo y yo, junto a los que manejaban la nave, sobrevivimos. Esa misma noche me
volví a jurar lo que aquel día diez años atrás: no iba a descansar, no iba a pegar el ojo hasta que
esa manada de hijueputas estuvieran enterrados todos en una fosa común.
Dejó caer el libro y se sentó en el sofá soltando un largo suspiro y sus ojos se llenaron de
lágrimas. No pasó ni medio minuto antes que se las secara y se levantara.
–Pero dejémonos ya de estas maricadas –dijo mientras se enjuagaba los restos de
conmoción que tenía en el rostro y se ponía de pie–. En fin, ya se está haciendo tarde para el
almuerzo. Si me disculpa un momento…
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Se dirigió a los cuartos, golpeó una de las puertas y volvió conmigo. Ella llegó después
de un rato con la piel fresca y el pelo húmedo, mucho más linda que antes, parecía que se hubiera
vuelto a bañar. Pero por más que tratara de ocultarlas, tenía marcas de golpes recientes que, tal
vez por la luz, no pude ver en la mañana. Me miró y sus ojos profirieron palabras que los míos
no supieron descifrar. Callamos porque sabíamos por un trato implícito nunca antes dicho que
nuestro secreto, aún ignoto para mí, no podía ser revelado. El color miel que apenas descubría en
sus ojos me trajo el recuerdo de María Laura, mi mejor amiga del colegio, mi amante secreta, la
primera que me robó un beso y me dijo, cuando apenas tenía diez años, que quería casarse
conmigo cuando fuéramos grandes.
–¿Sabía que esos dulces ojos mataron a diez de mis hombres en menos de un minuto? –
las palabras del General me hicieron desviar la atención hacia él. Estaba apoyado en el mesón de
la cocina con un cuchillo en la mano. Se acercó hacia mí y por poco sentí el filo rozándome el
brazo. Cortó un pedazo de queso y se lo llevó a la boca.
Ahora era ella quién lo miraba, pero no con odio. Parecía estar esperando otro ataque del
General para reírsele en la cara. Él no dijo nada más y ella volvió a su labor. Cogió otro cuchillo
y se dispuso a pelar unas papas.
Después del almuerzo, cuando ella se fue al cuarto, el General y yo nos sentamos en la
sala. Él quería empezar pronto con la biografía. Y a decir verdad, yo también. Entre más rápido
comenzáramos, más rápido íbamos a terminar y podría volver a mi casa, a seguir mi vida, con un
libro nuevo para mi editor. Aunque acababa de publicar la biografía de Francisco, en el vuelo de
regreso ya me estaban recomendando pensar en nuevas ideas, pero yo estaba totalmente en
blanco. Al fin y al cabo no hay experiencias inútiles. Uno siempre puede sacarles provecho
aunque se juegue con la vida.
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–Espero haya puesto atención –continuó el General–. No repetiré y quiero que el libro
empiece con eso. ¿Cuándo nací? No importa, pero si usted lo cree fundamental tan solo lo busca
en Internet, que ahí le salen todas esas vainas. Mis primeros años los puede igualmente inventar,
que no pasa nada. Todo lo que hacen los niños de pueblo. Jugar, corretear, si quiere puede
meterle ahí una anécdota de esa vida, como que a los cuatro años me senté sobre un hormiguero,
y que por las noches nos tocaba aguantar hambre, y en las épocas de sequía tan sólo nos
podíamos bañar una vez a la semana. Cosas así, por el estilo. De esas historias que conmueven al
lector y hacen que le coja cariño a uno.
‘Lo que pasó después ya se lo conté. Lo del atentado en el pueblo, que murió toda mi
familia y me quedé solo, perdido, sin saber qué hacer ni adónde ir. Entonces empezaron los
movimientos rutinarios de siempre. Después de despejar el área fue el conteo de víctimas,
atención a heridos, identificación de cadáveres… Imagíneselo, un niño de apenas ocho años que
se acaba de quedar huérfano. Por suerte el Teniente a cargo del operativo, el Mayor Almacías, mi
segundo padre, me encontró y acompañó en todo el proceso. En ese periodo, mientras hacían el
despeje y conteo y esas vainas, me quedé junto a él. No sabía qué hacer e ir de la mano de un
militar me pareció la mejor opción.
‘Cuando se iban a ir del pueblo, semana y media después de la masacre, yo ya le había
cogido cariño. Así que en el momento en que oí el rugido del motor y sus pasos alejándose por el
pasillo a las cuatro de la mañana, me apresuré a ponerme las botas y cualquier ropa que tuviera a
la mano, salí de la casa y me abracé con fuerza a su pierna para que no me dejara solo. Quiso
convencerme. Me dijo que en aquel pueblo tenía mi vida. Que aunque mi familia hubiera muerto
seguramente mis amigos estarían por ahí. Inmediatamente le respondí que no, que todos mis
amigos habían muerto, que yo mismo los había visto pasar en las camillas, que mi vida en ese
pueblo se había acabado, que no me quedaba nada. Estaba a punto de volver a llorar cuando se
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apiadó de mí. Me cogió en sus manos y me preguntó si quería irme con él a la Capital, a lo cual
respondí rápidamente con un alegre movimiento de cabeza y una sonrisa en la boca. Entonces
me dejó en el suelo y me dijo que no me fuera, que iba a preguntar si me podía llevar.
‘Poco después me vi sentado en el camión, en las piernas de mi nuevo papá, rumbo a la
Capital. Aunque el camino fue largo y lleno de curvas pude dormir casi todo el tiempo. Desde el
día en que lo perdí todo no dormía bien en las noches. Una y otra vez soñaba con mi familia, con
mis padres y mis hermanos, y con la explosión que resonaba una y otra vez en mi cabeza. A
veces yo estaba dentro de la casa y veía cómo sus cuerpos se desmembraban lentamente, pero en
el camino, protegido por el cuerpo de Almacías, los sueños cesaron. Esa fue la primera vez en
dos semanas que por fin pude descansar sin esos sueños que me hacían despertar, bañado en un
sudor helado. Y así llegamos a la Capital. No voy a alargarme en explicaciones inútiles porque
usted ya conoce muy bien esta ciudad y sabrá cómo ponerla en los ojos de un niño. Pero eso sí,
no muestre su salvajismo aún. Recuerde, es mi primera impresión al llegar, tiene que verse
esplendorosa, gigante, con grandes avenidas en las que circulan los carros más modernos.
Muestre mi sorpresa, que sé que usted es experto en esas vainas.
‘El caso es que llegamos a la ciudad y el Teniente me llevó directo a su casa, donde me
dejó descansar hasta la semana siguiente. Entonces me matriculó en el colegio militar. Esa vaina
al principio me pegó muy duro. Viniendo del campo, apenas llegado a la ciudad y sin apenas
haber tocado un libro… El primer año, recuerdo, me lo tiré con ganas. Y no por vago, porque
durante ese primer año lo di todo de mí para intentar entender algo. Pero todos ya iban muy
adelantados y no había tiempo para detenerse a repasar. La noche en que llegué con el informe a
la casa mi papá ya lo sabía. Lo podía sentir en el ambiente, denso, difícil de aspirar, y por la
forma en la que me saludó. No tenía más remedio que contarle. Sorpresivamente no me regañó.
Me dijo que me comprendía, él quería que yo tuviera una buena educación pero en el fondo creía
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que yo no daría la talla. “Si sientes que esto es muy difícil para ti no te preocupes, te puedo sacar
de este colegio y meterte en uno más fácil”, me dijo. Aunque su voz sonaba tranquila y
compasiva ese comentario me hizo llorar.
‘Desde ese momento me juré que nunca más me iba a ir mal en la vida, en lo que fuera.
Nunca más nadie tendría quejas de mí por malos resultados. Así que los siguientes años, pese a
las burlas de mis compañeros, me dediqué al cien por ciento a mis estudios, aunque me quedara
sin amigos, aunque hubiera noches que pasara derecho estudiando. No me importaba más que
sacar mis estudios adelante. Y lo logré. El siguiente año, después de haber repetido, saqué las
mejores calificaciones de la clase. Al llegar esa noche a la casa mi papá me estaba esperando con
una sonrisa y una cena especial, con todo lo que sabía que me gustaba. No hizo falta más que un
abrazo para decirme que estaba muy orgulloso de mí, que le había demostrado que yo era alguien
que, efectivamente, podía hacer las cosas. Nunca más tuve malas noticias que llevar a casa.
Tampoco hubo más cenas ni sonrisas especiales. Ambos teníamos nuestras tareas que cumplir y
las cumplíamos sin decirnos nada. Cuando llegué a 10º llegó la hora de la profundización. Había
varias ramas por escoger, desde la científica, pasando por la técnica y la social hasta la artística y
humanística. Pero ninguna de esas me interesaba. A los ocho años me había hecho una promesa
que trazaría mi futuro, y por eso no dudé un segundo en irme por la rama militar, hacer carrera
para llegar a ser un Teniente como mi papá, o hasta el mando superior. En esa especialización
fue que aprendí a usar las armas de fuego. Empecé con los fusiles.
‘Pero lo que más recuerdo es mi primera pistola: una Baretta M1951. Toda negra y fácil y
rápida para disparar, fue mi preferida de siempre. Su diseño siempre me cautivó. Con la
corredera rectangular, como un cubo alargado, siempre guardé sus balas para los mejores
objetivos. Es más, todavía tengo un par de esas, por si algún día llego a necesitarlas.
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‘Cuando pasé por fin al siguiente año me enseñaron a usar una más grande y pesada. Esta
vez fue el CETME B, un fusil grande que había apenas llegado de España. De puesto fijo, este
arma me ayudó a salir de muchos aprietos, sobre todo en los combates. Con éste, que alcancé a
tener por unos diez años, tengo varios recuerdos.
‘Después de eso ya me gradué y no esperé ni un día para presentarme al Ejército. Como
venía de la escuela militar el trámite no fue tan difícil. Apenas llegué con todos los papeles me
recibió el Teniente Ramírez, un viejo amigo de mi papá, que me guió rápidamente por las
instalaciones, asegurándome que aquella sería mi casa durante los siguientes años. Seis meses
después, efectivamente, me llevaron a mi primera misión, comandada por mi papá.
–Y fue en esa…
–Ahí fue. Aunque ¿sabe?, ahora que lo veo en retrospectiva estoy empezando a creer que
esa primera misión fue una de las mejores cosas que me pudieron pasar. Me explico: si no
hubieran muerto mis compañeros, mi segunda familia, si no los hubiera oído ni visto caer,
seguramente habría superado mi trauma de los ocho años, lo habría olvidado y me hubiera
ablandado, como todos esos Cabos y Rasos que se estancaron en sus puestos y ni siquiera les
interesó hacer la carrera. Esto, por favor, omítalo de la biografía. Si no hubiera ido siquiera a la
misión seguramente me hubieran inventado una excusa: que habían muerto en combate justo,
que habían salvado al país a costa de sus vidas, o hasta que había sido un accidente. Créame,
Santiago, en el Ejército se dice todo eso, y si no los hubiera visto masacrar lo más preciado que
tenía, seguramente en este momento no estaría en la posición que estoy, seguramente me hubiera
contentado con llegar a Teniente, o hasta Mayor, y me hubiera perdido de todos estos privilegios
que tengo ahora.
Se levantó y cogió una botella de whiskey.
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–Estaba esperando una ocasión especial como esta para abrirlo –la destapó y sirvió en dos
vasos–. Solo, ¿cierto?
–Lo prefiero con hielo.
–En fin –dijo mientras me pasaba el vaso y me miraba con un toque de desprecio. Luego
se sentó en el sillón y bebió un sorbo–. Después de eso me enfoqué en ser el mejor en todo para
poder yo mismo algún día dirigir mis propias misiones. Suena infantil, a sueño estúpido, ya lo sé,
pero mi papá siempre me dijo: “el que sueña lejos llega lejos”. Dígame, Santiago, ¿Con qué
sueña? ¿Cuáles son sus más altas aspiraciones? Con la fama, ¿cierto? Con vender libros, que en
la calle lo reconozcan por haber escrito una u otra obra, ¿no es así? Pues yo también tengo
sueños, aspiraciones. Verá, yo sueño con un cambio en este país, con el fin de esta guerra que ya
nos sabe a mierda a todos. ¿No está usted mamado de tanta noticia de secuestros, torturas y
masacres? ¿No quiere que la vaina cambie? ¿Vivir en paz, poder recorrer el país entero sin
miedo a la guerrilla? Yo he tratado con esos seres y le digo que no razonan. Tal vez hoy le
estrechen la mano mientras firman un acuerdo de paz, pero mañana seguro vuelven a reclutar
gente y se arman para darnos la puñalada por donde menos la esperamos. Y mientras tanto este
gobierno que intenta pactar por las buenas. ¡Lo que se necesita acá es plomo! ¡Bajarse a esas
ratas, que no sirven más que pa’ carne de cañón! Perdón, a veces me excito demasiado.
‘Una de las lecciones más importantes que me quedaron con esa experiencia fue la del
cariño. Uno no puede encariñarse con nadie en la vida, porque ese lo debilita. En la vida he visto
caer a muchos amigos y compañeros por eso mismo, porque se aferran como un putas a este
mundo, porque se despiden con un beso y una promesa de retorno, porque se esconden tras los
árboles en vez de salir a campo abierto a disparar. Y una de las cosas que más les caga a esos
guerrillos es que salgamos a campo abierto, que les mostremos de qué estamos hechos. Y es por
eso que, bajo mi mando, nunca perdimos ningún combate. Porque yo no dejé que mis soldados
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se encariñaran con nada ni nadie, porque eso genera miedo a la muerte, ese mismo miedo de
perder a alguien importante para uno. Yo ya no tengo a nadie, no quiero a nadie más que a mi
país y a la Institución. Doy día a día mi vida por ella. ¡Claro que sí! Mientras que los demás
soldados, tengan el rango que tengan, se aferran a este mundo porque tienen a alguien que los
espera, tienen una familia a la que volver, unos hijos a los que alimentar, yo nunca tuve a nadie.
Toda mi familia y mis seres queridos se me fueron en la niñez y juventud. Cada vez que yo me
apegaba a alguien esa persona terminaba muerta, fuera quién fuera. Y me mamé. Me cansé de
perder gente, de sufrir irrazonablemente. Por eso es que dejé de aferrarme, porque eso genera
miedo, angustia, tristeza, sentimientos que lo único que hacen es llevarlo a uno a la tumba.
Créame cuando se lo digo. En cambio uno, que está ya listo a morir en cualquier instante, que no
tiene nada que perder, dígame, ¿a qué le tendrá miedo? Por eso ellos, mi segundo papá y mis
compañeros de esa primera misión fueron las últimas personas a las que quise, los últimos con
los que me encariñé. Y vea que desde ahí no he perdido a nadie más en batalla, no cuando yo
estoy ahí.
Después de esa primera misión me dediqué a estudiar todas las armas que pudiera.
Empecé con la Tokarev TT-33 y la Makarov PM, que a simple vista no son más que pistolas,
pero son de las armas más efectivas a corta distancia, cuando se saben usar bien. Cuando uno ya
le tiene la maña puede hasta dispararse todo el cartucho, que tiene más de treinta balas, en menos
de quince segundos. Y eso se baja a quién sea, si se tiene buena puntería. Pero no me bastaba con
esas. Entonces decidí irme a las ligas mayores y probar nuevos fusiles: AK-47 y M16 en un
principio. Fusiles grandes y pesados pero con mayor capacidad de munición, alcance y velocidad
de disparo. Créame, esas vainas son deliciosas de disparar. ¿Ha tenido alguna vez uno de esos en
las manos? No importa, esos junto con el AKM, que lo empecé a usar poco después, pueden
bajarse a veinte enemigos por segundo, por lo menos. Fue tan reconfortante cuando por fin los
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llevé a campo en mis siguientes misiones, escuchar sus gritos de terror y dolor, saber que estaban
pagando, que estaban sintiendo lo mismo que sintieron mis compañeros cuando les hicieron
eso…
‘Porque nunca supe exactamente quiénes fueron los que los masacraron, pero todas esas
ratas son la misma mierda. Créame, yo he conocido a varias y todas son iguales. ¿Y esta de acá?
Igualita a todas, y hasta peor. Dizque la Caresanta, si de santa no tiene ni las tetas. Bajo su
nombre se han hecho las peores masacres. ¿Recuerda la masacre de las Cabezas? O la de Sin
Manitas. Ambas fueron hechas, o mandadas hacer, esa mierda da igual, por ella. Y ella feliz,
gozando y viendo, porque eso sí, esa perra sí que era una déspota, que le encantaba mandar y no
ensuciarse las manos.
‘Pero bueno, como le estaba comentando, después de unos meses de práctica en el campo
de tiro, clases y todas esas vainas me mandaron a la siguiente misión. Esa era en la Poveda,
donde informaron de movimientos fuera del orden y nos mandaron a un grupo de doce a
investigar. Al principio todo estuvo tranquilo. Cuando llegamos a la población no vimos nada
fuera de lugar. Los lugareños, como siempre, fueron bastante hospitalarios. Siempre que
entrábamos a las casas nos ofrecían lo que tenían para comer y en varios lugares hasta nos dieron
hospedaje, pero para bien o para mal, ya habíamos armado campamento a unos metros del
pueblo por órdenes del Teniente. Sin embargo, después de entrevistar a diez familias notamos
algo raro: todos tenían la misma respuesta, palabras más, palabras menos: “No, mi Teniente, por
acá no hemos visto a nadie”. Y entonces, al salir de esa casa, una bala impactó contra la pierna
del Cabo Sarmiento. Apenas lo sentimos volvimos a entrar a la casa, que usamos como
barricada. Tan sólo tuvimos tiempo de mandar a la familia al fondo a que se metieran bajo las
camas para protegerse. Nos atrincheramos entre la sala y la cocina, que era la zona que daba a la
calle, y empezamos a disparar. Al principio, como no sabíamos dónde estaban, la emboscada nos
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había cegado. Pero pronto vimos los primeros impactos en la pared y ahí supe dónde estaban.
Cuando la primera ráfaga cesó, ya con el AK-47 en la mano y el M16 listo de apoyo me asomé a
la ventana y empecé a echar bala a diestra y siniestra, cegado por la rabia que había venido
acumulando con los años.
‘Dicen que la primera vez que uno mata a alguien se siente el remordimiento, la culpa de
haber acabado con una vida. No es cierto. Esa primera vez, esa primera ráfaga, fue una terapia
medicinal. Apenas se acabó el cartucho y fui a agarrar el M16 para seguir me tomé un par de
segundos para buscar con la mirada a los que serían los siguientes. No quedaba ninguno con
vida. Todos estaban desparramados ahí, en la calle, bañados en un mar de sangre que corría calle
abajo. ¿Y sabe? No sentí nada por ellos. Ni lástima, ni pesar, ni tristeza. Nada. Tan sólo el alivio
que viene después haberse quitado un peso de encima.
‘Cuando volteé hacia a mis compañeros tenían la mirada llena de miedo. No me
dirigieron ni una palabra, ni en ese momento ni durante el resto del día. Sabía que yo era la causa
de su malestar y a decir verdad me importaba cinco. Los había salvado. Acorralados en esa casa,
sin salida aparente, fui yo quien les abrió la puerta. No quería que me pidieran perdón ni me
dieran las gracias, todas esas vainas siempre me supieron a mierda. Me bastaba tan sólo con la
satisfacción de haberme quitado ese peso y además de haber salvado a mi gente, sin ninguna baja
de nuestro lado.
‘En el reporte que se hizo más tarde el Teniente de la operación se encargó de asegurar
que las bajas eran de combate, que ellos nos atacaron primero y nosotros respondimos. Aunque
le había pedido el honor de atribuírmelas a mí prefirió no hacerlo, no puso nombres. Lo atribuyó
a un nosotros que me emputó, porque todos sabíamos que ni él ni nadie habían hecho nada, que
yo había sido el único que nos había defendido del ataque.
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‘Cuando volvíamos al cuartel me dijo que lo había hecho para protegerme, que si quería
prosperar en la Institución más me valía aprender a hacer las cosas bien, y que una acción como
esa, aunque fue una demostración de mi valor, me podía costar la carrera, porque ellos la podrían
entender como un crimen de lesa humanidad. Pero ahora me pregunto, y dígamelo usted,
Santiago, ¿qué humanidad pueden tener esas ratas que no les importa nada más que destruir y
enriquecerse?
Después de la cena ella se disculpó y nos dejó al General y a mí en el comedor. Él no
desaprovechó ni un minuto y cuando escuchó la puerta de su cuarto cerrarse continuó con la
historia. Me contó cómo volvieron a la ciudad. Acompañó al Teniente a presentar el informe y
todos esos protocolos. Mientras hablaba yo solo simulaba prestar atención y la grabadora
capturaba su discurso. Estaba a punto de cerrar los ojos cuando se levantó anunciando que ya era
hora de acostarnos. Vi el reloj, eran las once y media.
Entré directamente al baño. Me lavé la cara y bebí un sorbo de agua como solía hacer. Me
miré al espejo pero no vi mi cara sino la de la ella. Esos ojos color miel estaban impresos en mi
mente. Me volví a lavar la cara, me cepillé la boca y me acosté. Hacía mucho frío. El General me
lo había anunciado. Me levanté, cogí un par de cobijas del closet y me arropé. A pesar del
cansancio, por alguna extraña razón no podía dejar de pensar en María Laura. Nunca me
encontré con unos ojos tan expresivos como los de ella hasta hoy. El mismo café tigrillo que te
pone los pelos de punta, capaz de comunicar desde el amor más verdadero hasta el odio más
profundo.
Intenté pensar en las mujeres con las que me había acostado pero lo único que se me
venía a la mente fueron los momentos que pasé con esa familia: Alberto, Liliana, Juan Felipe y
Laura, pero sobre todo ella, María Laura, la reina del grado, la niña más bonita e inteligente del
colegio. La que me ayudaba con las materias más difíciles, la que me esperaba a la salida para
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acercarme a mi casa aunque tuviera afán, la que antes de los exámenes no se encerraba en su
cuarto a estudiar ni se iba con sus amigas sino se quedaba conmigo, me lo explicaba todo y no
me dejaba en paz hasta que me aprendiera bien la Conquista de América. La que se reía de cada
chiste y bobada mía, llevaba doble lonchera para compartirme en los días de más hambre y se
quedaba a mi lado todos los recreos aunque sus amigas la llamaran para jugar, la que un día me
contó su mayor secreto y su mayor temor, la que me dijo “te quiero” después de robarme un pico
mientras regresábamos de esa salida de campo, la que me dio mi primer beso después de que le
preguntara si quería salir conmigo y me empezó a llamar todas las noches porque sí, porque me
extrañaba, porque quería hablarme. La que me invitaba a cine, la que en ocasiones llegaba un
sábado en la tarde a casa porque sus papás habían peleado, y cinco minutos después tenía que
despedirse triste porque la mamá la había llamado para que volviera. La que me empezó a llamar
desesperada casi todos los viernes porque su mamá se había vuelto loca, la que me contó
llorando que su mamá se había encerrado en el baño con unas cuchillas y no quería abrir la
puerta, la que me terminó dos semanas después solo porque no quería hacerme sufrir con sus
problemas, la que esa tarde de marzo me llamó desesperada, diciendo que me necesitaba. La que
me colgó el teléfono sin haber terminado la frase, y desde entonces desapareció sin dejar más
rastro que una muerte presunta.
Cuando por fin logré calmar la mente el sol ya se asomaba en el cielo y los pajaritos
habían empezado a cantar. No alcancé a dormirme porque el General abrió la puerta
abruptamente dándome los buenos días y, sin preguntarme qué tal noche había pasado me llamó
a desayunar. Aquella tarde tendría que volver a la capital, y esperaba que supiéramos
comportarnos en su ausencia, aunque nos tendría monitoreados y estaría pendiente por si
llegásemos a necesitar algo.
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Cuando salí a la cocina ella estaba ahí, sirviendo los huevos. Me acerqué para saludarla
pero ella se asustó y dejó caer el plato en mi puesto, generando un fuerte ruido y haciendo que la
comida saltara. Ya estaba bañada, se había puesto demasiado maquillaje en el rostro para
disimular las nuevas marcas y sus dedos estaban resbaladizos. Antes de que el General pudiera
decir algo me apresuré a hablar del frío que había hecho la noche anterior. Ella me lanzó una
mirada de agradecimiento y él una de rabia pero ambos mantuvieron silencio y comieron
rápidamente.
Apenas ella se retiró y cerró la puerta del cuarto el General retomó la palabra.
–Ay, Santiaguito. Se nota que le gustan las peorcitas. Pero déjeme decirle algo, un
consejo de hombre a hombre: no porque tengan el culo firme y las tetas grandes significa que lo
querrán por siempre. Le repito muy bien. Ojo con esta que a la menor oportunidad se estará
aprovechando para después matarlo. Créame, no sea terco. Con estas viejas toca usar la mano
dura. No dejarse mangonear por ningún motivo. Mañana vuelvo, pero no crea que no los tendré
vigilados. No lo digo por usted, sé que usted es alguien serio y razonable. En ella, en cambio, no
confío. Cuando estábamos no más ella y yo tan solo me bastaba con cerrarlo todo y dejarle las
provisiones de la semana. Pero ahora con usted me preocupa es que llegue a envenenarle la
cabeza. Ya sabe cómo son. Se abren el escote y si uno se descuida termina muerto en menos de
un minuto.
Sin esperar una respuesta siguió con su relato. Me habló de la primera vez que se
encontró cara a cara con el Comandante Perrohueso. Tenía cuarenta y siete años y, al haber
llevado a cabo tantas misiones de forma victoriosa y sin perder ningún hombre ya era Mayor
General y estaba esperando la aprobación del Gobierno para su último ascenso. No era la
primera vez que salía a campo desde su última promoción, pero esa vez tenía los ojos del país
encima. Estaba seguro que si lograba dar un golpe definitivo a ese frente guerrillero pronto
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estaría en la casa presidencial recibiendo la anhelada medalla. El enfrentamiento duró
aproximadamente dos horas. Al final, aunque no pudo dar de baja a ningún enemigo tampoco
perdió a nadie, ganó varios kilómetros de selva y logró capturar a Catapulta, la mano derecha del
temido Comandante, uno de los hombres más peligrosos del país. Se levantó a servir el primer
trago del día pero tuvo que contestar el celular. Cuando colgó se apresuró a coger sus cosas.
–Cuando vuelva continuamos. Me encantaría seguir contándole mi maravillosa vida pero
ya debo irme, me esperan en la Capital. Yo veré, se me cuida y me la cuida.
Tan pronto el General se fue me dirigí al cuarto a transcribir las grabaciones. En esas
cintas ya veía buen material para la futura novela: un niño que sale del campo con delirios de
grandeza. En principio no copié ninguna de las palabras del General. Quería dedicarme, por el
momento, a crear su perfil, averiguar quién era ese niño, cuáles son sus motivaciones, sus
miedos, sus complejos.
Absorto en esta tarea oí ruidos: golpes, gritos, cadenas. Extrañado, puse pausa y pude
escuchar mejor.
–¡Santiago! –gritaba una voz proveniente del estar–. ¡Responde! ¡Ven! ¡Ayúdame!
Me puse de pie y salí del cuarto. La puerta contigua estaba entreabierta y de ahí salía la
voz.
–¡Acá, Santiago! ¡No te quedes parado ahí como un idiota!
Por la puerta alcancé a entrever el cuerpo de la mujer. Esta vez estaba casi desnuda,
cubierta tan solo por una túnica raída y llena de heridas y moretones. Tan pronto la vi corrí en su
ayuda pero me detuvo.
–¡Carajo, Santiago! ¡Estoy encadenada! De nada servirá que entres. Más bien escucha –
pero me había desviado y me dirigía al mueble en busca de la llave.– Que me escuches. La llave
no está acá, no tiene sentido buscarla, siempre la carga consigo –me agaché para buscar un
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martillo o alicate, cualquier cosa con lo que puediera romper las cadenas –siempre tan terco, no
recordaba la risa que me causaban las peleas que tenías con tus papás –se le escapó una sonrisa.
–¿Perdón? –ese comentario me dejó frío. Hacía muchísimos años que mi familia se había
disuelto, y había pasado mucho más tiempo desde que invitaba a alguien a la casa–. ¿Cómo
sabes de eso?
–Ay, Santiago, deja la bobada y concentrémonos en esto antes de que el General se
conecte.
–¿Cómo sabes de mis peleas con mis papás?
–Santi, no te hagas, que nos conocemos desde niños. Ahora bien…
–No, espera –la interrumpí–. ¿Quién eres? ¿De dónde me conoces?
–¿En serio ya no me reconoces? ¿Tanto he cambiado?
–No, no sé quién…
Antes de que terminara la frase se subió la túnica y me mostró la mancha que tenía en el
costado derecho. La cara de oso, le llamaba yo. Era ella: María Laura Herrera. No lo podía creer.
Desde aquella vez que colgó el teléfono de manera tan abrupta sus últimas palabras no me han
dejado en paz. “No me dejes, por favor. Te necesito ahora más que nunca”. Una y otra vez
resonaron en mi cabeza. Una y otra vez fantaseé con su regreso. Una y otra vez revisé los
carteles de “Se busca” que había pegado en los postes de toda la ciudad. Una y otra vez timbré
en esa puerta para preguntar por ella, encontrándola siempre cerrada. Al final dejaron de salir.
Después de veinte días llegó el camión que se llevó hasta las cortinas y desde ese momento hasta
que la tumbaron usé esa casa como mi templo a ella. Iba todas las tardes a visitarla, pidiéndole
que apareciera, que no me dejara solo. Gasté un dineral en velas en su honor. Luego llegó la
noticia. Un domingo en la mañana, durante el desayuno, mi papá dejó el periódico abierto sobre
la mesa. Tan solo alcancé a verlo retirarse con los ojos acuosos. Su foto ocupaba media página y
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el titular hablaba de un secuestro más, otro golpe al país y una puñalada en mi corazón. Los
captores pedían ocho millones de dólares y la familia no iba a pagar todo eso. Cinco años
después, otra primera página. Intento fallido de rescate. Secuestrados mueren en enfrentamiento.
Esa noticia me derrumbó. Ahora sin esa esperanza de volver a verla mis días quedaron vacíos.
Sin ella ya no había motivos para vivir. Empecé a comer poco y dormir aún menos. En el
colegio, después de haber llegado a ser uno de los mejores empecé a desatenderme del todo. No
hacía las tareas ni los trabajos. Apenas iba a clase. Ni siquiera tomaba apuntes. Mis padres
intentaron enviarme a los mejores psicólogos pero ninguno funcionó.
–Santiago, oye, ¿estás ahí?
Abrí la puerta. Quería abrazarla, tenerla entre mis brazos y no dejarla ir. En los cinco
años que esperé su regreso no pensaba más sino qué haría cuando la volviera a ver. Ahora tan
sólo quería sentirla, volver a estar juntos, esta vez por siempre.
–¡No! –su grito me detuvo–. No entres. El General podría saberlo.
–Somos dos contra uno. No puede…
–No sabes de lo que es capaz. Por eso tenemos que pensar bien cómo…
No me cabía en la mente. ¿Cómo, después de tantos años, ni siquiera se alegra de verme?
¿Por qué hasta ahora me reconocía?
–Tengo que saberlo –la interrumpí–. Tengo que saber cómo fue todo.
–…no puede saber de nosotros, eso es importantísimo, no puede saber que nos
conocíamos –siguió hablando como si nada–. ¿Me estás prestando atención?
–Espera, necesito saber…
–Quiero que pague por todas las que me hizo, a mí, a mi familia y a todos los que
llegaron a importarme alguna vez, incluso a ti.
–Antes dime una cosa. ¿Por qué…
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–… pero no puedo hacerlo sola. Por eso tienes que…
–… no me dijiste nada?
–… ayudarme. Estamos en las mis…
–… ¿Por qué no me diste…
–… mas. Tienes que despertar. Todos esos…
–… nunca una señal de vida? ¿Por qué…
–… “lujos” que te da, tu cuar…
–… no intentaste…
–… to, con el televisor falso? ¿Por qué…
–… escapar? Ni buscaste res…
–… crees que no tienes…
–… cate, ni corriste, te sol…
–… señal siquiera? ¿Te creíste…
–… taste? ¿Por qué tanto tiempo?
–… todos esos cuentos de la invitación y de la biografía?
–… ¿Por qué estás acá? ¿Por qué…
–… Ese tipo lo que quiere es…
–… te dieron por muerta? –Tras esa última pregunta se calló.
–No quiero hablar de eso.
Esa noticia nunca dejó de rondar en mi cabeza. Aún hoy recuerdo esa imagen en primera
plana. El cuerpo irreconocible de esa niña de 13 años. ¿Por qué las noticias dijeron que era ella,
que la habían dejado tirada en medio de la selva? Desde ese día el papá de Laura no descansó
hasta ver a los culpables pagando, lo sabía por las noticias, que miraba todos los días, porque él
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no quería saber de mí. Me culpó por su desaparición. Dijo que era por mi culpa que ella había
salido corriendo.
–¿Por qué pusieron ese cuerpo en vez del tuyo?
Soltó un gemido y sus ojos se inundaron.
–Ya te dije. No quiero hablar de eso –lloraba.
Intenté acercarme pero se retiró rápidamente tras la puerta.
–Fue él quién la mató.
–¿El General? ¿Por qué haría…
–¿Crees que es la joyita que los medios han estado vendiendo? Que su único objetivo es
acabar con esta guerra? No me vengas con esos cuentos. Ese cerdo hijueputa, que se cree el
pacificador, es peor que los “destructores del país”, como los llama. ¿Quieres que te cuente cómo
pasó todo? Está bien, como quieras –volvió a asomarse por la puerta. Por la luz que quedó vi esta
vez claramente la cadena que le sujetaba el pie–. Así es, cuando se va me encadena –respondió al
gesto que vio en mi rostro–. Pueden pasar tres días sin que yo pruebe bocado. Pero no lo puedo
matar así como así. Tenemos que engañarlo, y en eso es que me puedes ayudar.
–Pero antes dímelo. ¿Por qué dijeron que…
–Porque se le dio la gana de decirlo.
–No entiendo.
– Fue el día que me iban a liberar. Ya habían negociado nuestra entrega, ya estaba
sintiendo la libertad.
–Espera, fue esa vez que me contó…
–¿Su primer enfrentamiento con mi Comandante? Así es. Él nunca iba a los
enfrentamientos cara a cara, siempre mandaba a sus hombres más confiables. Pero era demasiado
importante y no se arriesgaba a caer preso o morir, era demasiado valioso. Iba no más a las
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entregas de rehenes, y en esas ocasiones nos hacían a todos usar el pasamontañas para que no
nos pudieran reconocer en caso de enfrentamiento, esa era su carta de salvación. Por eso nunca
me viste la cara. Íbamos con los otros seis secuestrados, que ese día también volverían a la
civilización. Llegamos al sitio que era a la hora pactada pero ellos aún no llegaban. Los
esperamos durante quince minutos hasta que una bala impactó a Sandro en el pie.
–Te refieres a Sandro…
–Sí, Caicedo, el hijo del Coronel. Su padre no pudo ir porque estaba liderando otro golpe,
en Paleguachas, al frente 57. De eso me enteré más tarde. Por eso fue que mandó al General, su
hombre de confianza. Ese disparo lo cambió todo. Cuando lo vimos caer al piso quejándose del
dolor los guerrilleros nos llevaron a todos a una trinchera que habían preparado cerca de ahí por
si las cosas se ponían feas. No creas, ellos lo tienen todo calculado y nunca dejan que sus
hombres caigan por un simple descuido. Apenas se cercioraron que todos estuviéramos a bien se
pusieron a curar a Sandro mientras disparaban. No querían herirlos. En ese frente teníamos esa
regla: no matar a nadie que no fuera necesario. Todas esas noticias de torturas y masacres son
puras invenciones de los medios para culparnos, para hacerles creer que somos los malos, no
siempre es verdad. Al principio, con Carlos, Eric, Matías, Natalia y Daniela, nos refugiamos en
la trinchera por temor a que una de esas balas nos alcanzara. Pero después le fuimos perdiendo
miedo y hasta pensamos en escaparnos, coger nuestras cosas y salir corriendo. Estaban curando a
Sandro y a él no lo podíamos dejar tirado. Hijo de militar y todo pero no era menos importante
que el resto. Mira: Santiago era el hijo de Fernando, el embajador de España; los papás de Eric
eran los dueños de Petrocinto, la empresa petrolera más grande del país, y ellos estaban
ofreciendo una jugosa recompensa si lo entregaban sano y salvo; Matías, no sé si llegaste a leer
esa noticia, era el sobrino del Vicepresidente, que estaba a cargo sobre todo de mantener la
calma entre el grupo y el Estado, y nos podían joder bien duro si no lo entregaban con vida. La
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mamá de Natalia y la de Daniela, de ellas no llegué a saber mucho, pero sé que también eran
importantes. Y yo, recuerda a mi papá, cómo era.
–¡Cómo olvidarlo!
–Bueno, el caso es que Sandro era el menos importante. Si se lo bajaban no era mucho lo
que podían perder. Tan solo negociarían algo con su papá, que era amigo de mi Comandante, y
problema resuelto. Por eso no lo podíamos dejar botado. Además no podemos negar que, entre
todo, Pedro, Jorge, Carmen y Astrid se portaron muy bien con nosotros y no los podíamos
abandonar así como así. Porque también, si corríamos, después nos encontraban ¿y ahí qué?, nos
iría mucho peor.
–Y entonces…
–En un descuido de Pedro, que levantó el brazo para estirar la gaza, recibió una bala en
todo el codo. No sabes lo que gritó del dolor. Él, que era un tipo tan atento y valiente, que
siempre se le medía a todo, que nos ayudaba en los momentos más difíciles, ¿verlo sufrir así y no
hacer nada? No, así no somos nosotros. Entonces Carmen, para salvarle el brazo, se lo jaló en
cuestión de segundos, pero ella también recibió su pepazo en la mano. Con el número ya
reducido, porque ni Pedro ni Carmen podían hacer nada en ese estado, y alguien que supiera
tenía que encargarse de los heridos supe que nos iban a masacrar a todos ahí. Que sin importar
quién fuera quién no dejarían de disparar y no pararían hasta matarnos a todos. Entonces en un
impulso que salió no sé de dónde le pedí el arma a Pedro y empecé a disparar. Al principio nadie
podía creer lo que estaba haciendo. Pero yo no quería matar a nadie ni lo hice. Tan solo cogí el
rifle y empecé a disparar a la loca, hacia los árboles para espantarlos. Cuando se me acabó la
carga fue Santiago que, en un gesto de aprobación, me pasó otro cartucho mientras cogía el arma
de Carmen. ¿Sabes? Nunca antes había empuñado el arma y, ni esa vez ni nunca, me gustó
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hacerlo. Eso nunca fue lo mío, yo era más de las estrategas, la que planeaba los golpes, siempre
intentando que hubiera la menor cantidad de víctimas posible.
No sabía qué decir, tenía la mente en blanco. Si todo esto era cierto ¿por qué el General
mintió todo el tiempo sobre aquel día? ¿Por qué salió ese cuerpo en las revistas del país? Y ahora
¿Por qué estaba ella allí, aprisionada en esa casa? ¿Qué tenía que fuera tan vital como para que la
tratara de esa forma? Su historia dejó en mi cabeza más preguntas que respuestas.
Estaba dispuesto a preguntarle cuando oímos un ruido de motor y llantas crecer y luego
detenerse. Había llegado el General. Me giré para avisarle a Laura pero ya había cerrado la
puerta y me encontraba solo. El motor se detuvo al mismo tiempo que me ponía de pie y alcancé
a llegar a la puerta de mi cuarto cuando la entrada se abrió. El General me alcanzó a ver. Por
poco me ve entrar.
–¡Queridísima familia, ya volví! –dijo con entusiasmo mientras daba el primer paso en la
casa.
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Detrás de página
La escritura inicia en el momento que nos llega una idea a la cabeza, un presentimiento de una
historia que quiere ser contada. Es ahí que nuestra labor empieza. Con una anécdota que va
tomando forma a medida que se trabaja y llega hasta el corazón de la audiencia que, en el mejor
de los casos llora, grita, ríe, regaña a los personajes y sufre por ellos.
Mi historia nació en agosto del año pasado. Todo comenzó con una idea, con una
pregunta de ¿qué pasaría sí…? que fue tomando forma mientras me metía en ella. No recuerdo
cuándo, cómo ni dónde. Tan solo sé que empezó un día que me dio por indagar qué pasaría si un
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escritor fuera secuestrado por el General del ejército de su país. Esa idea la anoté para no
olvidarla, desarrollarla y así escribir el libro. Lo que puse en la aplicación de mi celular fue lo
siguiente: Aunque tengo muchas más notas de proyectos por
hacer, de libros por escribir, me interesó especialmente esta
idea. Ese semestre veía en la universidad un seminario de
literatura española de la postguerra, dictado por el profesor de
cátedra Camilo Hoyos. Al tratar un tema similar al de mi
idea esta clase me ayudó mucho a pensar desde qué punto
quiero escribir el libro y a formarme una noción propia de
las guerras y los bandos que la combaten: no importa quiénes
sean ni por qué combaten, en un conflicto bélico, no importa cuál, no hay malos ni buenos
completamente, sino dos bandos que luchan cada uno por sus propios ideales. Bajo esta idea es
que opera la novela.
El título con el que trabajé en el seminario al principio parecía alusivo a una fecha y
cumplía una doble función. En primer lugar corroboraba implícitamente la edad del General.
Aunque no pretendí en ningún momento hablar de años exactos ni revelar la edad de ninguno de
los personajes escogí ese título como el año de nacimiento de este personaje, no por algún suceso
que haya sucedido en ese año y sus alrededores, sino sobre todo para que su edad resulte
verosímil a la trama. Además este título aportaba otro dato relevante. Se sabe que la guerrillera
ha estado bastante tiempo secuestrada en la casa del General, pero hasta el momento no se ha
dicho cuánto tiempo lleva ella en la casa y en el futuro tampoco pondré directamente este dato.
Pero el título también ayudaba en este sentido, pues 1947 también es el tiempo, en días, que ella
ha estado encerrada en la casa. En algún momento daré seguramente algún guiño de los dos
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datos. No sé aún si será una fecha específica o la edad de alguno de los dos personajes en algún
momento determinante pero la idea es que el lector atento pueda leer el título en ambas claves.
Sin embargo, en la última reunión el coordinador de la tesis y mis compañeros me
hicieron ver que no era tan buen título. Al ser una fecha parecía que la historia ocurriera en un
momento próximo, cuando no era así. Además, en la novela no daría casi pistas del por qué del
título, haciendo que quedara en el aire, sin explicación alguna. Pensamos en varias alternativas.
Una de esas era Té para tres. Podía ser una propuesta interesante, porque más allá de referirse a
la canción de Soda Stereo daba una pista más certera e irónica del contenido: el té es una bebida
reconocida porque se bebe en un momento de calma, de sosiego, casi siempre acompañado de
una discusión amena. Sin embargo, en esta ocasión los tres personajes estarían encontrados en un
duelo, en un momento de tensión, cada uno luchando por lo que es suyo, sin tiempo para
descansar, sin ese momento de calma y tranquilidad que trae el té.
Pero esta opción fue descartada rápidamente, pues al ser una canción lo primero que
pensaría el lector sería la letra, que no tiene nada que ver con esta historia. Entonces un
compañero propuso otro título. En la página nueve Santiago cuenta el momento en que vio en las
noticias que la Caresanta caía en combate junto con su frente. Esa palabra le quedó sonando, por
lo que propuso utilizarla en el título. Pensamos así en Tres frentes, como finalmente quedó, pues
hacía referencia a los tres personajes y al conflicto, casi bélico, que tenía lugar dentro de la casa.
Escribir estas primeras cuarenta páginas no fue algo fácil. Lleno de dudas al principio,
recuerdo que la primera entrega no me gustó. Aunque después de seis meses pensando en la idea
estaba fija en mi cabeza no conseguía darle forma y el inicio que presenté carecía de forma y de
un narrador que estuviera en las condiciones de guiar al lector desde la primera hasta la última
página. Presumido y sin historia por detrás que lo soportara fue alguien que me llenó de dudas
acerca de lo que estaba contando, así como a mis primeros lectores, quienes dijeron que lo mejor
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era rehacerlo, cambiarlo, repensarlo. A decir verdad, el narrador ha sido el personaje que me ha
costado más trabajo crear.
El General fue fácil. Para darle forma me inspiré en Negan, uno de los personajes de la
serie estadounidense The Walking Dead. Personificado por Jeffrery Dean Morgan, es uno de esos
malos de las películas que tienen cierto encanto y genera atracción por parte del espectador. Aún
sabiendo que es desagradable, que es capaz de matar a alguien a golpes o quemarle la cara con
una plancha sólo para hacerse respetar, hay ciertos momentos en los que uno le da la razón o
quiere ser como él.
Así es como quería perfilar a mi General. Un tipo loco, desquiciado, psicópata y
sociópata, que es capaz de hacer cualquier cosa y cometer las peores masacres con tal de lograr
su objetivo: vengarse de aquellos que se lo arrebataron todo. Sin embargo el General tiene tanto
carisma que es capaz de ganarse a la gente, lo que lo hace aún más terrorífico. En La casa de
papel, una serie española que también me ha dado herramientas para la novela, dicen en el
primer capítulo: “con un arma en la mano te aseguro que da más miedo un loco que un
esqueleto”. Eso mismo es el General. Un loco con un arma. Alguien que te saluda de abrazo con
golpecitos en la espalda, pero si lo llegas a enojar es capaz de chocarte la cabeza contra las
paredes mientras se ríe, y después pedirte disculpas mientras te ofrece una taza de café.
Sin embargo, no es tampoco un malo psicópata como Negan y Berlín, uno de los
personajes de La casa de papel. Esos son malos creados, sin bases fijas. Son malos porque les
gusta el caos, porque les gusta matar, ver sufrir. Disfrutan con eso, sin un pasado claro que
explique su comportamiento. El General, en cambio, es un malo humano. Sobreviviente
rencoroso de la guerra civil, es así por todos los golpes que le dio la vida: la pérdida, en primer
lugar, de su familia en un atentado contra el pueblo. Después, cuando ya había logrado superar
esa etapa y con una familia en el ejército, un ataque guerrillero acaba con todos los suyos
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mientras él, impotente, es arrastrado por un compañero a un helicóptero para poder sobrevivir.
Cualquiera de esos dos incidentes podría enloquecer a alguien, lo cegaría la ira que no cesará
hasta torturar a sus enemigos y verlos sufrir igual que ellos lo hicieron sufrir a él. Y en el
General ambos eventos se juntan para dar vida a su carácter maniático que lo único que quiere es
destruir de la manera más atroz a los causantes de su sufrimiento.
María Laura, la guerrillera, en cambio, no tiene muchos puntos de referencia. Para crearla
primero pensé en su historia, su pasado. Su forma de ser se fundamenta en las vivencias que son
del mismo trago amargo de las del General. Hija de la unión de dos de las familias más
importantes e influyentes del país, a los ocho años, después de haberse enterado de la muerte de
su mamá fue secuestrada por la guerrilla, donde fue violada y retenida con los demás presos
políticos hasta que, el día que la iban a liberar, el Ejército les tendió una emboscada y, al ver caer
a su único amigo y temiendo por su propia vida, se ve obligada a tomar un arma contra aquellos
que venían, supuestamente, a rescatarla y así a unirse a sus captores. Desde ese momento
emprende una lucha interna y secreta contra ese grupo. Al ver todas sus oportunidades de escape
reducidas y ganarse el cariño de los guerrilleros decide intentar, por sus propios medios, acabar
con la guerra que azota el país. Lo primero que hace es empezar a juntarse con los guerrilleros,
pretender ser parte de ellos, estar en las reuniones y ganarse la confianza necesaria para, en ese
mundo lleno de machismo y misoginia, lograr escalar en el grupo y llegar a la cabeza, para
desarmarlos y acabar con el conflicto desde adentro.
Aunque pueda parecer un proyecto utópico, gracias a haberse criado entre las discusiones
de su comando y haberse arrullado todas las noches con las planeaciones de los siguientes golpes
supo cómo hablar y actuar. Aprendió a usar armas y a no tenerles miedo, ni para usarlas ni para
defenderse. Así, a los tres años de haber cogido por primera vez un arma, logra entrar de lleno al
grupo y, durante al menos 15 años, escala en él hasta que a la edad de 30 llega a la cabeza y
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durante cinco años logra desmovilizar de manera pacífica al menos a tres mil guerrilleros, hasta
que tras un golpe fue secuestrada por el General y toda su lucha se hundió en el vacío.
El escritor y narrador de esta historia, Santiago, en cambio, no nació en la capital, sino en
la segunda ciudad más importante del país; de pequeño se vino con su familia a la capital por
temas de trabajo de sus padres y estudió en el mismo colegio de María Laura. Aunque él fuera 4
años mayor siempre estuvo enamorado de ella y ella de él. Ha escrito unos cuantos libros que le
dieron el reconocimiento necesario para esta historia.
Al no tener una voz precisa, una historia definida, me parece que es un personaje lejano,
alguien a quien apenas conozco de hace poco tiempo, no como el General y María Laura, a
quienes sí siento que conozco de toda la vida, y hasta en el seminario celebraron la potencia y
verosimilitud del General.
A pesar de eso no tuve mayores complicaciones a la hora de formular la historia. Al
conocer bien los hechos que la componen lo único que me faltaba era crear una voz que los
narrara. Primero intenté con un Santiago prepotente que contaba, de una manera irreal cómo lo
cansaba tener tantos seguidores a su alrededor criticándole todo lo que hacía, como si fuera una
estrella.
Cuando entre mis profesores y compañeros me corrigieron fuertemente esa primera
versión me tocó volver a escribir el inicio. Pero para
eso no formulé la voz de Santiago, no me puse a
pensar en quién es ese narrador. En cambio revisé mis
primeros apuntes de la novela, que había escrito en
agosto del año pasado. La primera frase decía:
“Todo sigue rodando en mi cabeza como si hubiese
sucedido ayer”. Pensé entonces en ese inicio. Tal vez la novela podría empezar con esa frase o
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una parecida. Entonces, en un nuevo documento de Word, la anoté e intenté comenzar desde ese
punto. Rápidamente vino a mi cabeza la fórmula que debería seguir esta vez: años más tarde,
después de recordar a gran escala lo que pasó en la casa, Santiago Garcés empieza a narrar los
hechos, desde que volvió a la Capital en la gira de su último libro para llegar al momento de su
captura tras el primer evento. Esto ocupó las primeras seis páginas. Las treinta y dos restantes las
dediqué a los primeros días de encierro. Tenía que crear la tensión perfecta entre todos los
personajes: el General, que quiere seguir aprovechándose de Laura mientras Santiago le escribe
la biografía; Laura, que quiere liberarse y acabar con el General pero para eso necesita a
Santiago, y el escritor, atrapado entre los dos fuegos, que quiere ayudar a Laura sin delatarse ante
el General. Pero aquella primera frase fue eliminada en propuesta del seminario, pues así el
lector entra directamente a la acción, gracias a la rápida y muy visual enumeración de objetos.
Escribirlo, con sus conflictos internos, no fue fácil. En cada entrega, entre el tutor, el
director y mis compañeros, me hacían ver los puntos débiles que tenía la historia. Que el
narrador está muy tranquilo en una situación de secuestro, que se adelanta información que daré
más adelante, que se oculta información importante porque creo que en un futuro la daré. Todas
estas críticas, al contrario de desanimarme me alentaron, me ayudaron a seguir adelante. Cuando
se tiene una idea clara y fija en la cabeza, que se sabe que tiene futuro es muy difícil
derrumbarla. Cada vez que me dijeron que el narrador daba soluciones demasiado fáciles me
motivaban a pensar, me daban herramientas para desandar ese camino y buscar uno mejor. Para
la cuarta entrega, las últimas diez páginas, mis compañeros me dijeron que no se veían los
personajes, tan solo el General y les gustaría ver actuar a los otros, saber de qué estaban hechos.
Para ese entonces tenía un plan definido: el militar iba a estar las primeras dos semanas en la
casa, mientras “educaba” a Santiago y le inculcaba odio y desprecio hacia la guerrillera. Pasado
este tiempo, en un momento que se va a la ciudad a ocuparse de algunos asuntos, ella le revela su
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identidad al escritor y empiezan a planear, entre las idas y venidas del General, la forma de
hacerlo pagar y su escape. Pero esto no pasaría sino hasta muchas páginas después y no llegaría a
mostrar de qué están hechos todos.
Entonces decidí darle una segunda mirada a la historia y, aunque fuera para la tesis,
adelanté la ida del General para darles un espacio de acción, sobre todo a Laura. Esta vez decidí
darle a ella su propia música: Bella Ciao, una canción de la resistencia partisana en la primera
guerra mundial. Se la cantaba su madre todas las noches antes de acostarla y, en homenaje a ella,
la cantaría todas las noches antes de dormir y siempre que se sintiera sola y desprotegida. Pero
también era la canción que usaba el General para torturarla. Cada tarde, cuando se encerraba con
ella en el cuarto, la cantaba, para que la tortura fuera, además, psicológica. Sería la misma con la
que Santiago descubriría que esa mujer misteriosa que todos los días se maquilla para ocultar sus
heridas era la misma María Laura, su mejor amiga de cuando eran niños, su amante hasta que la
guerra los separó.
Pero esta versión fue también destruida por mis correctores. Si ella había sido una mujer
tan importante para él, ¿cómo podía ser posible que cuando se volvieran a encontrar no la
pudiera reconocer, pero sí lo haría por una simple canción? Aunque esta idea me gustaba porque
me parecía que le daba significado a ese reencuentro ellos tenían la razón. No era verosímil, eso
no podía pasar. Me aconsejaron varias formas de solucionar el reconocimiento, que era algo
necesario para la trama. En principio me aconsejaron que sucediera apenas Santiago llegara a la
casa. Entraba y la veía ahí, a menos de un metro, pero separados por la influencia del General.
Pero en la reunión con el director y mis compañeros me hicieron notar que esta idea no sería tan
buena, pues pondría la mayor carga de información al inicio, dejando vacías las páginas que la
siguieran.
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Para esta entrega, el borrador de la versión final, me tocó pensar en cómo solucionar este
problema sin dañar la trama. Esa primera noche Santiago tenía que pensar en ella. Tendría que
haber algo que hiciera aparecer la imagen de esta niña en su mente, pero no podía ser por la
canción. Entonces me di cuenta que las miradas serían algo fundamental en la novela. Era por
medio de estas que ella se comunicaría con él cuando el General estuviera presente. Entonces
volví en la novela, revisé los pocos momentos en los que ella lo miraría, e intenté darle el mayor
significado y valor posible, sin revelar nada aún. Y cuando, ya a las once, Santiago se acostó, no
saqué esa imagen de su mente. Esos ojos, tan característicos de su gran amor de niñez, los
mismos de la mujer que estaba en la casa, serían el puente entre el presente y el pasado, los que
lo desvelarían con el recuerdo de esa niña, sin saber aún por qué.
El reconocimiento, en cambio, lo hice directo, así tenía que ser. Laura se había dado
cuenta, en cuanto lo vio, que Santiago era ese niño que tanto le gustaba. Pero al ver que él no
reaccionaba, que no daba signos de saber quién era ella, tuvo que hacerlo entrar en razón tan
pronto pudo. Fue por eso que se lo dijo tan pronto se quedaron solos, así de frente: “Santiago, yo
soy, Laura, ¡despierta y ayúdame a escapar!” Ella sabía que él era su única oportunidad. Estar
juntos en ese momento no importaba, ya podrían pensar en eso después. Pero en vez de
despertarlo, esa confesión sumió a Santiago en un mar de preguntas que debía resolver. Para él,
que no conocía todavía de primera mano la crueldad del General, lo fundamental ahora sería
saber sobre ella. Quién era, qué había pasado todo ese tiempo, por qué no había dado señales de
vida. Ella, desesperada porque él no le ponía atención, terminó cediendo y le dio la oportunidad
de preguntar mientras almorzaban, pues sabía que era un espacio seguro. Pero ese momento
debía ser interrumpido por el General, que al sentir que pasaba algo en la casa volvió antes de lo
previsto, dando final a esta entrega.
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Lo que viene ahora es largo y difícil. Hay muchos hilos que tengo que empezar a jalar,
cruzar y romper para dar vida a la gran red que será esta novela. Hay muchos temas en el tintero
que quiero explorar. La relación secreta entre Santiago y Laura y cómo harán frente al General,
intentando manejar los hilos que los controlan. Cómo juega la noción de verdad en un caso como
éste, en que ambos bandos cuentan su versión de la historia y cómo la tergiversan para manipular
a Santiago a su conveniencia. Cómo se ve la noción de justicia en ambos casos. ¿Venganza o
verdad? ¿Cuál es más fuerte entre las dos?
La ficción no es la forma que tenemos los escritores para llegar a la verdad. Un libro no
produce respuestas, sino preguntas. Con esta novela me he dado cuenta que, a medida que voy
escribiendo se van formulando cada vez más dudas que siento que sólo siguiendo la historia de
este encierro puedo llegar a resolver y no encuentro la solución. Tal vez nunca lo haga. Se
escribe no para encontrar respuestas, sino para suscitar las preguntas que nadie contestará. Ahí
reside el poder de la literatura: formular los interrogantes, sembrar la semilla que germinará en el
lector y creará un universo jamás pensado.
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