donde se tomaba el sol y olia a sal

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Artículo de Juan Antonio Padrón Albornoz, periódico El Día, sección "Santa Cruz de ayer y hoy", 1989/07/30

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DÍA del domingo

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Donde se tomaba el sol y olía a salLA antigua imagen de San-

ta Cruz de Tenerife es decuando, en años idos para

siempre —y también siemprebien recordados— se vivía confelicidad y facilidad. Vista des-de lo alto de la centenaria torrede la iglesia de Nuestra Señorade la Concepción, así era SantaCruz, blanca y tendida junto a lavera de la mar como un vuelo degaviotas.

Siempre nueva luz de llamanueva, Santa Cruz sale a la vivaalegría del sol y, como siempre,sabe obedecer al torrente incon-tenible de los días demasiadobreves y rápidos. Ciudad todavíajoven en años —pero vieja en es-píritu que, por paradoja es tam-bién joven—- Santa Cruz ha lu-chado, lo hace y hará, por reco-brar la paz y la luz, algo quesiempre ha logrado con la huma-na libertad de su trabajo ejem-plar.

Santa Cruz —toda la isla—siempre ha sabido dar generosi-dad de esplendor y calor a todolinaje, a toda alma. Los suyos—todos los nacidos a la vera dela mar— bien han sabido acuñaren la realidad los sueños siem-pre elevados de la mente. A lavista de la antigua imagen, com-prendernos que, todos los quesupieron como deber y alegríaescoger todo el trabajo, merecen—siempre— amplio testimoniode estima, homenaje de profun-do respeto en el corazón de to-dos los corazones.

En la imagen, la ciudad conansia insaciable de progresopues, no lo dudemos, en su co-razón nace todos los días el solde la esperanza. Con los ojos en-tre el sueño y el orgullo, SantaCruz mira y evoca su mar anti-gua, la de hoy y la de siempre;era la mar de la aventura dictadapor la fantasía dse los poetas másque por los cómputos de los doc-tos. Por aquella mar jamás sur-cada por proas de hombres, unosmarinos, unos nombres —Magallanes, Elcano, Cook, LaPerouse, D'Entrecasteaux, Fitz-roy, Darwin, Boungainville,etc.— dejaron amplia e impere-cedera estela. Ellos encontraronislas nuevas, tierras nuevas denuevos continentes pues, por es-tas aguas que reflejan el macizode Anaga, cruzaron y bien nave-garon todos los que mudaron lafigura e imagen de la Tierra.

En la imagen, la vista navegasobre un mar de tejados que, ala derecha, tiene la estampa bé-lice y pétrea del castillo de SanCristóbal. A la izquierda, y alfondo, el antiguo edificio del Ca-sino, la mar pintada de barcos yel toque recio de la cordillera deAnaga.

Viejas casas, viejos patios—todos como verdaderos cora-zones de sol— se abrían a las ca-lles tranquilas, calles que, todas,permitían juegos y risas infanti-les; esos mismos juegos y risasinfantiles que disfrutamos ennuestra niñez y pequenez son losmismos que, por imperativos deltiempo que avanza, hoy están ve-dados a nuestros nietos.

La ciudad que nos muestra laimagen entrañable es de cuandoaún no privaba la prisa. Es laciudad de las calles hechas parael sonoro y tranquilo trotar decorceles cuyas férreas herradurasmarcaban, con parsimonia, elritmo creciente de toda la ciudad.

Por entonces, los landos y co-ches de punto ponían sus estam-pas clásicas en los distintos ba-rrios de Santa Cruz; hoy, vanassombras de un pasado casi re-ciente, tales barrios resultan in-suficientes para dar cabida, sa-lida y aparcamiento, a los relu-cientes automóviles que guardanen su interior —trepidantes ysimbólicos— a los caballos deantaño.

¿Cuántas de estas viejas y en-trañables calles quedan en la ciu-

Así era Santa Cruz, en años idos para siempre, con su tocado de tejas y, a la derecha, la estampa bélica del castillo de San Cristóbal y la mar pintada de barcos.

dad de hoy? ¿Cuántas conservansu espíritu fino e inquebrantable?En el antiguo y buen barrio delToscal —allí, donde estuvo elaún recordado El Blanco— en-contramos algunas que, en casitoda su longitud, parece se re-mansa y conserva todo el Tiem-po ido para siempre. Otras, untanto modernizadas, sólo en par-te mantienen aquel aire indiscu-tible de lo que frieron y signifi-caron en la entonces pequeñaciudad que, recostada en la pla-ya y sedienta de brisas, se iba en-sanchando y creciendo; y es queSanta Cruz —repetimos— mar-chaba de acuerdo con los deseosde quienes la regían, aquelloshombres del buen y bien hacer,los del planear y ejecutar con fir-meza y voluntad.

De aquella ciudad de SantaCruz de Tenerife nos quedanunos lugares —pocos, triste esdecirlo— en los que, felizmen-te, el Tiempo aún duerme, des-cansa bajo las brisas suaves dehoy. Y en estos antiguos barrios,en estas antiguas calles, todos—sin excepción— encontramosalgo de nuestros años niños, deaquellos del alma blanca y fres-ca de la infancia.

En la esquina de la calle—¿qué importa su nombre y susituación?— se alzó hasta no hacemucho el laurel de Indias que diosombra hasta no hace mucho ellaurel de Indias que dio sombraverde y fresca a nuestros juegosde niñez y pequenez. Con él sefueron para siempre los callaosde playa que empedraban la ca-lle —todos con color y calor demar— y que databan de cuandosólo turbaba la paz de SantaCruz el sonar de la campana dela atalaya marinera de San Cris-tóbal y de las que, desde siem-pre, por las torres de la Concep-ción y San Francisco derrama-ban lágrimas de bronce sonoro.

Pese a todo, la calle —acame-llada— parece arrancada de unaantigua ilustración. En ella evo-camos el desaparecido laurel ynos vuelven evocaciones envuel-tas en poesía viva, evocacionesde juegos y amigos que ya no es-tán entre nosotros; los juegos yase han olvidado, pues la ciudadno es apta para ellos y sólo entales lugares —todos de la ya le-jana niñez— es posible recordar-los y evocarlos. Y siempre contristeza, con esa tristeza que ca-racteriza a todo lo que pudo ha-ber sido y no fue, con e sa tris-teza del tiempo ido y añorado,perdido casi.

LAS CASAS DE ANTAÑO

Ya no hay callaos en las callesque, todas, lucen la monotonía ycomodidad del asfalto. De lasaceras han desaparecido las lo-sas chasneras que antes las pa-vimentaron; tampoco se perfilancon nitidez —como antes lohacían— las arquillas que, conanterioridad a la instalación dela red de agua potable en tiem-pos de don Santiago García Sa-nabria, eran obligadas en todaslas edificaciones de cierta pres-tancia. Casi a la puerta de todaslas casas que disponían de alji-be, las arquillas señalaban quelos habitantes de tales edificiosno acudían a los «chorros»—Morales, Isabel II, Santo Do-mingo, de los Caballos, etc.—que abastecían de agua a SantaCruz.

Cerca del viejo laurel ya desa-parecido —casi a su sombra— sealzaban casas terreras ya venci-das y mordidas por el Tiempoque roe, pule y mata. Esperabanel momento de caer para siem-pre, el momento de desaparecerpara que, luego, sobre los sola-res resultantes se elevasen nue-vos edificios. Estos ya se alzancon su orgullo nuevo de hierro,cemento y cristal, pero su som-bra, geométrica, no es la disper-sa y fresca del laurel. Este, car-gado de años y ramazón, era des-cendiente directo de los planto-nes que, en 1860, el capitán Serístrajo a Santa Cruz desde La Ha-bana española en el bergantín re-dondo «El Guanche», de la san-tacrucera firma de Hamilton.

De aquellos plantones nacie-ron los laureles de Indias que,con el paso de los años, se hanconvertido en la amplia cofradíadel verdor perenne, en la de lahoja que no se seca, que no semuere, y que da escolta gallardaa todos los jardines y plazas dela ciudad, de toda la isla de Te-nerife.

Desde hace años, Santa Cruzde Tenerife busca su lógica y ne-cesaria expansión en zonas que,céntricas, han permanecido untanto olvidadas. Es necesario quela ciudad logre su máximo desa-rrollo y, ante ello, no cabe dudade que hay que «matar» —encontra de nuestra íntima queren-cia— todo aquello que tanto qui-simos, que tanto queremos y quetanto añoraremos. Con el pesi-mismo que ahorra desengaños,tenemos que arrancar —con pro-funda pena y dolor— la estampade la ciudad que aún vive en

nuestra mente, la ciudad que aúnvive en nuestra mente, la ciudadque nuestros años niños, la quedía a día revive en el corazón denuestros corazones.

Pese a la sensación de pesimis-mo, bien sabemos que el recuer-do siempre irá en alguna gota dela sangre de nuestras venas.Mientras nuestro cuerpo proyec-te sombra sobre la tierra, conser-varemos todo el amplio recuer-do y la evocación de los anchosrelámpagos de espuma en lasplayas que fueron —Ruiz, La Pe-ñita, San Antonio, Los Melones,Paso Alto, etc.— al abrigo delbrazo de piedra del Muelle Surque crecía y crecía.

Frente a «los platillos» —lamarquesina data de 1913— y lafarola que apuñalaba de la Ma-rina, o de Branciforte —con loslaureles copudos. A su sombralloraba la ftiente de mármol unllanto trémulo, casi eterno, mien-tras nuestros ojos bebían el azuldel cielo y el azul de la mar.

En la imagen, parte del océa-no que, domesticado por el Mue-lle Sur, se hizo puerto. Sobre lalámina azul e inquieta —caminosin linderos por los que la Isla harecibido cuanto ha sido, es yserá— buena siembra de gaba-rras carboneras, las embarcacio-nes del «tren de lanchas», gole-tas y un vapor empenachado que,en el trinquete, luce elegante

aparejo de cruz. Al fondo, siem-pre al fondo, el macizo de Ana-ga, donde los montes —duros—continúan el tiempo, la edad, elviaje inmóvil de los cerros pela-dos.

Así era la ciudad cuyas callesestaban en la tierra donde elpuerto nació. Así era la ciudadque en sus playas tenía espuma,movimiento y distancia; a la verade la mar estallaba la salmueray, así, su frescura llegaba a lascalles próximas, calles marine-ras, de las que van a todos losocéanos y mares.

Santa Cruz ante la fiesta azulde la mar, fiesta en la que todoríe de luz e ilusión en un día ver-tical, como una lanza azul en lascalles palpitantes de sueños.

Santa Cruz tenía entonces ca-lles que venían del océano, de to-das las tierras, de todos los idio-mas. En muchas de ellas ya esimposible tomar el sol y oler lasal, pero todas tocan los corazo-nes con su luz profunda; todasnos estremecen con sus gritosmudos, todas —por paradoja—nos llegan al alma con tristeza delluvia serena, lluvia silenciosa,lluvia mansa en tarde de griscansado.

La antigua y buena ciudad nosllega desde la bruma de los ol-vidos, nos llega como un dolorde corazones rotos cuando bus-camos dentro del corazón nues-

tro recuerdo. Y es que, pasadala cumbre de la vida, viene a he-rirnos la niñez y la juventud.

Lejos están los atardeceres delejana infancia, de aquella pe-quenez que fluyó como un cau-ce de aguas tranquilas. En laimagen, la ciudad de antaño enuna imagen que nos hace com-prender que no se puede vivirsino muriendo, que no se puedeser sino dejando de ser.

En la imagen, la ciudad que—nacida al filo de la ola— ibahacia los montes y los surcos,hacia los amaneceres de siem-bras y las noches de bosques. Asíera Santa Cruz, la ciudad quesiempre comprendió que ser noes sino querer ser. Y ahí está—como antes y después— contodo su espíritu inquebrantable.

Bajo el cielo plácido y blando,silencio y calma. Así era SantaCruz cuando, al romper el día,los gallos cantaban e inventabanamaneceres de arbolados, de solnaciente, en las azoteas y patiosinteriores. En la mar —donde sepintaba el amanecer y la tarde—la policromía de todas las ban-deras que cantaban con la brisa.Y, en toda la ciudad, siempre lanueva y antigua emoción de labrújula y el mapamundi.

Juan A.Padrón Albornoz

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