concilium 227 enero 1990 gutierrez como hablar de dios desde ayacucho
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C O N C I L I U M
Revista internacional de Teología
Año XXVI
Seis números al año, dedicados cada uno de ellos á un tema teológico estudiado en forma interdisciplinar. Es una publicación bimestral desde enero de 1984.
CONTENIDO DE ESTE NUMERO
Miembros de la Fundación 6
D. Mieth: Glosa de actualidad: Ignacio Ella-curta 7
Carta del presidente de la Fundación 9
Proyecto del Congreso 17
Congreso internacional de Teología. Información 19
PONENCIAS
E. Schüssler Fiorenza: Justificada por todos sus hijos: lucha, memoria y visión '.:•. 23
Ch. Duquoc: Memoria eclesial y ambigüedad. 49
J. Moltmann: ¿Tiene futuro la sociedad moderna? 67
D. Tracy: Dar nombre al presente 81
H. Küng: Descubrir de nuevo a Dios 109
G. Gutiérrez: ¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho? 131
Ponentes del Congreso 143
Consejo de Dirección 145
Comités consultivos 146
Antiguos directores de «Concilium» 159
Editores de «Concilium» 160
EDICIONES CRISTIANDAD
Huesca, 30-32 - 28020 Madrid
C O N C I L I U M Revista internacional de Teología
227
EN EL UMBRAL DEL TERCER MILENIO
EDICIONES CRISTIANDAD Madrid 1990
«Concilium» 1990: temas de los seis números
227. CONGRESO 1990
En el umbral del tercer milenio
228. ECUMENISMO
Ética de las grandes religiones y derechos humanos
229. ESPIRITUALIDAD
Petición y acción de gracias
230. INSTITUCIONES ECLESIALES
La colegialidad a examen
231. TEOLOGÍA PRÁCTICA
Afrontar el pecado 232. TEOLOGÍA DEL TERCER MUNDO
1492-1992. La voz de las víctimas
Enero
Marzo
Mayo
Julio
Septiembre
Noviembre
«Concilium» se publica en nueve idiomas: español, francés, alemán, inglés, italiano, holandés, portugués, polaco (parcial) y japonés (parcial).
No se podrá reproducir ningún artículo de esta revista, o extracto del mismo, en ningún procedimiento de impresión (fotocopia, microfilm, etc.), sin previa autorización de la Fundación Concilium, Nimega, Holanda, y de Ediciones Cristiandad, S. L., Madrid.
Depósito legal: M. 1.399.—1965
CONFERENCIA TEOLÓGICA INTERNACIONAL
Con ocasión del XXV aniversario de
CONCILIUM
Septiembre de 1990, del domingo 9 al viernes 14, en la Universidad de Lovaina
TEMA: EN EL UMBRAL DEL TERCER MILENIO
El tema de la conferencia se divide en tres secciones. La primera evoca el pasado de la Iglesia y del mundo en diversos momentos positivos y negativos.
Ponentes: E. Schüssler Fiorenza y C. Duquoc.
La segunda sección, más analítica y descriptiva, estudia la opción por la vida o por la muerte.
Ponentes: J. Moltmann y D. Tracy.
La tercera sección analiza en especial el lenguaje religioso y teológico sobre Dios y la venida del reino de Dios como salvación y bienestar de la humanidad.
Ponentes: H. Küng y G. Gutiérrez.
Las ponencias serán publicadas previamente, en febrero de 1990, en un número especial de «Concilium» dedicado a la conferencia. Esto permitirá que, durante la misma, se ponga un particular énfasis en la discusión por grupos y en las reuniones plenarias.
MESA REDONDA: SITUACIÓN PRESENTE DE LA TEOLOGÍA EN EL MUNDO
'
.-
Teólogos de diferentes continentes y culturas informarán, desde sus respectivos contextos, sobre la situación de la teología en la Iglesia.
Seguirá una discusión general que permita a los miembros y observadores intercambiar sus opiniones en una sesión ple-naria.
Por medio de este anuncio, «Concilium» dirige a todos los interesados una invitación a participar en la conferencia como observadores.
Para comunicar su asistencia, diríjanse, por favor, al Secretariado General de «Concilium», Mrs. E. Duidam-Deckers, Prins Bernardstraat 2, 6521 AB Nijmegen, Holanda.
En caso necesario pueden solicitar de este Secretariado General información sobre posibilidades de alojamiento a precios asequibles en las cercanías de la Universidad de Lovaina.
El precio de la matrícula para la conferencia es de 15 dólares USA.
Rogamos a todas las Facultades e Institutos que informen sobre la celebración de esta conferencia a quienes puedan estar interesados.
Para tal fin puede utilizarse una copia ampliada de este anuncio.
CONGRESO INTERNACIONAL DE TEOLOGÍA
Editado por los miembros de la Fundación Concilium
Antoine van den Boogaard, Holanda, presidente. Ben van Baal, Holanda, tesorero. Paul Brand, Holanda. John Coleman, Estados Unidos. Bas van Iersel, Holanda. Jean-Pierre Jossua, Francia. Johann-Baptist Metz, Alemania Federal.
Elly C. Duindam-Deckers, Holanda, secretaria.
Secretaría general: Prins Bernhardstraat, 2, 6521 AB, Nimega-Holanda,
GLOSA DE ACTUALIDAD
IGNACIO ELLACURÍA
El rector de la Universidad Centroamericana (UCA), de San Salvador, padre Ignacio Ellacuría sj , asesinado con cinco de sus compañeros, era miembro del Consejo de Redacción de la Sección de Teología Moral en «Concilium», donde han aparecido algunos artículos suyos sobre ética económica. El brutal asesinato, perpetrado contra él y sus compañeros por los secuaces de un sistema de violencia, invita a todos los teólogos del mundo a solidarizarse con los testigos que, como Ignacio Ellacuría, se proponen —con riesgo de sus vidas— informar, conciliar y oponerse a la violencia. Su Universidad es uno de los principales centros donde se investiga y publica sobre los problemas de América Central. Sabemos que no es posible reducir al silencio esa voz de los oprimidos y, con el padre Ellacuría, ponemos nuestra esperanza en la fuerza profética, el buen sentido y el compromiso para implantar la justicia y una vida nueva.
D. MIETH
Lo que habría que discutir es si no están siendo puestos en quiebra los principios de una civilización de la riqueza por la misma realidad de los hechos, así como fueron puestos en la picota por el anuncio del reino de Dios que hizo Jesús a los pobres. Lo super-fluo material entra en contradicción con lo superfluo espiritual, y es en este superfluo espiritual donde se da el verdadero ocio, la libertad creadora, el tiempo libre, condición ineludible de toda libertad profunda.
En el Tercer Mundo no es que se llegue fácilmente a aquel «y, sin embargo, una sola cosa es necesaria», pero sí se llega más fácilmente a la convicción de que pocas cosas son las estrictamente necesarias. Se llega también a la convicción de que algo anda muy mal en el mundo (dominante) cuando la inmensa mayor parte del mundo (dominado) anda tan mal. El mundo dominado anda mal
8 D. Mieth
sobre todo desde el punto de vista material, el mundo dominante anda mal sobre todo desde el punto de vista humano. Tal vez la tarea fundamental de una solidaridad en que se trasvasen los esfuerzos del mundo dominante a mejorar las relaciones de trabajo en el mundo dominado podría representar un cambio en el curso más bien oscuro de la historia.
(Ignacio Ellacuría, en «Concilium» 180 [1982] 595s).
Distinguidos lectores:
Al cumplir sus veinticinco años de vida, la revista internacional de teología «Concilium» organiza, en colaboración con la Universidad Católica de Lovaina, un Congreso Internacional en el que se analizará la situación de la Iglesia y del mundo en vísperas del tercer milenio, a la vez que las consecuencias de tal situación para el quehacer teológico.
En este número de «Concilium» publicamos las ponencias y comunicaciones del Congreso, a fin de que los participantes y observadores puedan prepararse de modo conveniente y los actos se centren en la discusión de los grupos y de las reuniones plenarias.
Bajo el título «En el umbral del tercer milenio», tema principal del Congreso, éste estudiará la situación actual de la Iglesia y del mundo y, en particular, las perspectivas para el futuro que nos aguarda al otro lado de ese umbral. Fiel a la tradición y al nombre de la revista, procurará además responder a la inspiración del Concilio Vaticano II . El tema principal se estructura en tres temas menores.
El primer día, bajo el lema «recuerdo», el Congreso reflexionará sobre las posibilidades que se encierran en la historia del cristianismo. El peso de la herencia histórica será considerado tanto en sus aspectos gravosos como en sus aspectos liberadores.
El segundo día lleva como título «desafío». El Congreso analizará las fuerzas que amenazan la vida y la supervivencia en nuestra sociedad, así como la posibilidad que tienen las religiones, iglesias y teologías para determinar, ante esas fuerzas, sus funciones y tareas. La elección entre vida y muerte constituirá la pauta bíblica de este segundo día.
El tercer día estará dedicado a los múltiples problemas, estímulos y síntomas de una «renovación» que puede acompañar al cristianismo en el umbral del tercer milenio y en la que pueden encontrarse los futuros caminos de la humanidad y la esperanza de los cristianos.
Veinticinco años no son en sí mucho tiempo, ni siquiera para una revista internacional como «Concilium». Sin embargo, estos cinco lustros han registrado muchísimos cambios, tanto en la Igle-
10 Antoine van den Boogaard
sia y en la teología como en la sociedad. Y también «Concilium» ha tenido su parte en ellos. Para comprenderlo basta volver la mirada al período que nos ha precedido.
El inicio de la revista fue precedido por una larga preparación, que a su vez estuvo marcada por numerosos intentos encaminados, sin éxito, a formar un grupo teológico internacional. El primero data de 1958. El editor holandés Paul Brand publicó ya entonces numerosas obras teológicas, entre las que figuraban varias de Karl Rahner y Hans Küng. Brand lamentaba que sus lectores tardaran tanto en conocer las nuevas corrientes teológicas del extranjero. Por ello, en 1958 propuso a Karl Rahner la idea de lanzar al mercado una revista teológica de ámbito internacional en su redacción y edición. Pero Rahner no vio claro el proyecto y lo desestimó diciendo: «En una revista de ese tipo no podríamos escribir lo que queremos y debemos escribir». La propuesta, repetida en 1960 y 1961, corrió la misma suerte, entre otras razones por el esfuerzo que requería la empresa.
En 1962 cambiaron los vientos. El Concilio Vaticano II dio lugar a un estrecho y regular contacto entre los principales teólogos católicos y proporcionó el clima espiritual necesario. Hombres como Karl Rahner, Hans Küng, Edward Schillebeeckx e Yves Congar se reunieron y, junto con el primer editor —Paul Brand— y el primer secretario —Marcel Vanhengel—, pusieron los cimientos de la revista. En 1963, Paul Brand contaba con los necesarios teólogos de renombre dispuestos a colaborar como directores: Edward Schillebeeckx OP, de Nimega (sección de dogmática); Karl Rahner sj , de Munich (teología pastoral); Franz Bockle, de Bonn (teología moral); Christian Duquoc OP, de Lyon (espiritualidad); Roland Murphy o. CARM., de Washington, y Pierre Benoit OP, de Jerusalén (exégesis); Roger Aubert, de Lovaina (historia de la Iglesia); Neophytos Edelby, de Damasco, y Teodoro Jiménez Urresti, de Bilbao (derecho canónico); Johann-Baptist Metz, de Münster (cuestiones fronterizas); Johannes Wagner, de Tréveris (liturgia); Hans Küng, de Tubinga (ecumenismo); Leo Alting von Geusau, de Groninga (documentación Concilium). En un tiempo muy breve fueron nombrados los directores adjuntos y constituidos los consejos de redacción de cada sección: en total, unos cuatrocientos cincuenta teólogos de todo el mundo.
Carta del presidente de la fundación 11
El 20 de julio de aquel año tuvo lugar en Saarbrücken la reunión fundacional, en la que participaron una veintena de teólogos por invitación del editor holandés Paul Brand. Los reunidos estimaron que el contacto de los teólogos entre sí y de los teólogos con las autoridades de la Iglesia, tal como se había desarrollado durante el Vaticano II , debía continuarse por medio de una revista y sobre la base de los siguientes principios:
— La revista debe servir al espíritu que sopló sobre la Iglesia católica en los momentos del Vaticano II y, por tanto, tomará el nombre de «Concilium».
•—• Debe ser cosmopolita en el pleno sentido de la palabra, poner en contacto a personas de todos los países, culturas y tendencias que tengan posibilidades de futuro; lo cual significa que la redacción general —denominada consejo de dirección— y los colaboradores procederán de los cuatro puntos cardinales y que la revista aparecerá en las principales lenguas del mundo.
— En la revista tendrán cabida todas las disciplinas teológicas, cada una de las cuales contará con su propia redacción, con un director-redactor principal y un director adjunto.
— Cada sección disciplinar —que serán diez— publicará un número al año, centrado en el terreno de su correspondiente especialidad.
— La revista utilizará un lenguaje y un estilo que la hagan accesible a los responsables de la Iglesia y a personas interesadas que no se dediquen a la teología.
Con esta declaración de intenciones —casi un manifiesto— se puso en marcha la redacción en 1963. Más de un año después, en enero de 1965, el primer número era un hecho. Apareció en francés, inglés, alemán, español, italiano, portugués y holandés. Más tarde apareció una edición parcial en polaco, hasta que fue prohibida allí por la Iglesia. Hubo también una edición japonesa, en forma de libro, que reunía varios números en un volumen. Actualmente, como al principio, «Concilium» aparece en siete lenguas.
Yo fui invitado a participar en la empresa más tarde, en 1963, por Edward Schillebeeckx y Marcel Vanhengel. En 1964, junto con Paul Brand, establecí oficialmente la Fundación Concilium, y se incorporaron al gobierno de la misma, por parte de los teólogos,
12 Antoine van den Boogaard
Yves Congar, Hans Küng, Karl Rahner y Edward Schillebeeckx. La Fundación es asistida por un secretariado general, domiciliado primeramente en la editorial Paul Brand y más tarde en Nimega. La responsabilidad financiera y la organización corresponden al gobierno de la Fundación.
En la reunión anual, el consejo de dirección —los redactores principales y un conjunto de consejeros fijos— discute las directrices generales y determina los temas de los números correspondientes al año en preparación, de suerte que el mismo consejo asume la responsabilidad del contenido. Dado que se trabaja a dos años vista y que se trata de un largo plazo, la mirada se pone en el futuro. Así, en 1987 se determinaron las materias de 1989.
Como los miembros del consejo de dirección residen en diversos países, la Fundación prepara y atiende numerosos asuntos durante el año. También se ocupa de algunas cuestiones delicadas.
A lo largo de los años, «Concilium» ha tenido sus altibajos, que incluso han llevado a la no publicación temporal en una o más lenguas. En la actualidad, la revista tiene una tirada total, en las siete lenguas, de veinticinco mil ejemplares. Dado que las suscripciones de bibliotecas son muy numerosas, el número de lectores supera con mucho esa cifra. En el momento de mayor auge, las suscripciones llegaron a cuarenta mil.
También en el aspecto financiero se han registrado altibajos. Durante algunos años, la revista se ha mantenido a flote con gran dificultad. En ese período, además de otros generosos donantes, las órdenes y congregaciones religiosas de Holanda han hecho mucho para evitar el hundimiento de «Concilium». No obstante, en 1985 se planteó seriamente la posibilidad de que la situación financiera impidiese continuar la publicación después de 1989. Los problemas se han superado gracias al idealismo de los editores de los distintos países. Cada ámbito lingüístico ha tenido en estos años problemas de diversa índole. Pero siempre hemos podido solucionarlos en colaboración con los editores locales. De ahí que no pueda por menos de sentirme orgulloso de nuestro grupo de editores. Ellos han impulsado el proyecto de «Concilium» con gran desinterés personal y a menudo renunciando a unos escasos beneficios comerciales.
En este momento parecen haber quedado atrás definitivamente los más graves problemas financieros. Gracias a las sustanciosas
Carta del presidente de la Fundación 13
aportaciones que podemos recibir de una fundación norteamericana y otra holandesa y al dinamismo del secretariado, que ha reducido sensiblemente los gastos, la revista ha logrado autofinanciarse, y la continuidad está garantizada hasta más allá del año 2000. Existe, pues, todo género de razones para testimoniar nuestro agradecimiento a estos generosos patrocinadores, pero también a muchísimos otros, como es el caso de la colaboración desinteresada de autores que figuran entre los grandes maestros de su especialidad. A mi juicio, gracias a «Concilium» han surgido fuertes vínculos personales en el mundo de la teología. Y es de notar que entre los redactores aparece un número creciente de mujeres. También aparecen firmas de colaboradores de otras culturas religiosas.
Nuestro agradecimiento se dirige en especial a los perseverantes lectores de todos los países: Asia, África, Australia, ambas Améri-cas y Europa. La revista se hace para ellos, y ellos son quienes en definitiva la mantienen en pie.
Inmediatamente a continuación debo mencionar a los editores de los siete ámbitos lingüísticos, con los cuales nos une una larga e intensa colaboración. De tres de ellos no puedo pasar por alto los nombres, porque comenzaron con nosotros en 1964 y han participado ininterrumpidamente en nuestras vicisitudes: la editorial alemana Matthias Grünewald, de Maguncia, en la persona de su director, el Dr. Jakob Laubach; la española Cristiandad, de Madrid, cuyo fundador, D. Manuel Sanmiguel, ha dejado recientemente de estar entre nosotros, y la italiana Queriniana, de Brescia, con el Dr. Ro-sino Gibellini.
Pero los editores pueden lanzar al mercado únicamente lo que producen las redacciones y los autores. Los directores y directores adjuntos de cada sección, los miembros del consejo de dirección, los consejos de redacción de las secciones y los varios centenares de autores, junto con los traductores, que en estos veinticinco años han cuidado el contenido de «Concilium», todos ellos —cada uno a su manera— han contribuido a la calidad de la revista. También expreso mi agradecimiento a cuantos se han ocupado o se ocupan de mantener el complejo mecanismo necesario para lograr todo a su tiempo: a los colaboradores del secretariado, los cuales en estos veinticinco años han entregado sus mejores energías. En este con-
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texto deseo mencionar el nombre del primer secretario general, Dr. Marcel Vanhengel, quien en la primera hora supo poner en pie todo el aparato organizativo de un modo que todavía hoy demuestra su capacidad de organización y su dedicación.
También deseo mencionar, con satisfacción y gratitud, a los cuatro teólogos que, durante el primer período, formaron parte del gobierno de la Fundación y que pueden ser considerados como fundadores de «Concilium»: Yves Congar, Hans Küng, Karl Rahner y Edward Schillebeeckx. Han sido muchos los años que hemos contado con su entrega tanto en los días buenos como en los malos, puesto que la tarea de la Fundación no siempre ha sido fácil ni ha estado exenta de problemas. Esto vale también, naturalmente, para quienes después —aunque no como teólogos— han tenido o tienen parte en el gobierno. Entre ellos debo destacar a Paul Brand, el padre espiritual de «Concilium», quien tomó la iniciativa para esta empresa y, como miembro del gobierno actual, ha intervenido en todo desde los comienzos hasta hoy. Y seguimos contando con su competencia y abnegación.
También han colaborado algunas personas ajenas al círculo de «Concilium». Es claro que no puedo mencionar a todas. Baste el nombre de una excelente amiga de la revista que, por desgracia, ya no está entre nosotros: la Dra. Marga Klompé. Ella fue la primera mujer que ocupó en Holanda el cargo de ministro y, tras desempeñar otras funciones públicas, llevó a cabo numerosas tareas en el ámbito eclesial, como la de miembro de la Comisión pontificia Justicia y Paz. En mi condición de presidente de la Fundación, y también a título personal, he gozado de su consejo y acción. Una mujer valerosa a la que «Concilium» y yo mismo tenemos mucho que agradecer.
Cuando nació «Concilium», y en la época subsiguiente, el entusiasmo de las autoridades eclesiásticas de Roma fue bastante mediocre, por no decir nulo. Personalmente, he suspirado muchos años por una mejor relación entre los teólogos de «Concilium» y las autoridades de la Iglesia. En tiempos del papa Pablo VI parecía llegado el momento para el diálogo.
Se planeó una reunión con vistas a un diálogo entre teólogos romanos y teólogos de «Concilium» en presencia de algunas auto-
Carta del presidente de la Fundación 15
ridades eclesiásticas. En nombre de «Concilium» participarían Yves Congar, Hans Küng, Karl Rahner y Edward Schillebeeckx. En el último momento, un enviado no oficial me comunicó que el encuentro no podía celebrarse, si bien el papa agradecía mis iniciativas. En 1970 logré convencer a las autoridades eclesiásticas para que no impidieran a los teólogos romanos estar presentes en nuestro congreso de Bruselas, que tenía como tema «El futuro de la Iglesia». En el congreso participó un considerable número de teólogos romanos. Tras el fallecimiento de varias personalidades de la curia no ha habido ningún otro contacto. Estimo que esto constituye una grave deficiencia. El siguiente hecho es algo más divertido: coincidiendo con la presentación del número de prueba de la edición holandesa de «Concilium» en Roma, el año 1964, circuló un curioso número con un anuncio bastante ácido: «En este número colaboran muchos clérigos prominentes y algunos laicos menos prominentes, junto con varios renegados y herejes declarados, cismáticos y condenados, y también humanistas». Toda broma tiene sus riesgos.
Para terminar, me gustaría —con la mirada puesta en el camino recorrido—• citar dos pasajes escritos por nuestros amigos Yves Congar y Karl Rahner en el número que apareció en el vigésimo aniversario de «Concilium».
Decía Yves Congar: «La mayor exigencia quizá de los años que vienen es que la Iglesia se haga todavía más mundial. Esto no es lo mismo que 'católica'. Un poco como, en la comunión, existe el plano dogmático, real pero de principio, y el plano social concreto, el de las relaciones expresadas y vividas, también existe el valor dogmático de la catolicidad y la experiencia social de una efectiva mundialización. Pío XII había presentido que el futuro se desplaza del Atlántico al Pacífico. ¿Dónde está la Iglesia, dónde está la expresión de la fe? 'Concilium' ha hecho ya un esfuerzo eficaz para salir de un monopolio europeo. En nuestra revista, no sólo Estados Unidos, sino América Latina, África y las religiones asiáticas han tomado la palabra. Esto no es más que el principio. La aventura ha comenzado. Nadie puede trazar por adelantado sus perfiles. Esto sólo se conseguirá con un desarrollo orgánico, que exige tiempos de germinación, crecimiento, maduración, con los inevitables reveses. Pero es en este sentido en el que habrá que
16 Antoine van den Boogaard
avanzar si se quiere prolongar y servir al movimiento comenzado por el Concilio».
Y Karl Rahner escribía en el mismo número: «Precisamente quien está convencido de que una teología para la Iglesia de todo el mundo tiene que afrontar inmensas tareas en todas las disciplinas teológicas y un esfuerzo que prácticamente nos desborda a todos, no tiene más remedio que desear generosamente y de todo corazón que esta tarea de la teología, hoy tan necesaria para el anuncio del evangelio, sea asumida, además de por 'Concilium', por otras muchas fuerzas, más poderosas y valientes. De todos modos, es evidente que el actual pluralismo de la Iglesia, que, lejos de ser un fenómeno a evitar, tiene claro sentido positivo, exige que la teología de esta misma Iglesia cuente con una revista internacional que sirva como de 'mesa redonda' en la que participen teólogos de todo el mundo. Si, como parece, no existe en la Iglesia católica ninguna otra revista internacional de teología fuera de 'Concilium', incluso quienes las deseamos y consideramos necesarias no tenemos más remedio que desear larga vida y prosperidad a 'Concilium', aun sabiendo que este tipo de revistas no goza de la promesa de prevalecer hasta el fin de los tiempos. Personalmente pienso que 'Concilium' no necesita avergonzarse de su pasado, y que podría dar gracias por ello a Dios y a los hombres que la han mantenido con su esfuerzo. También pienso que 'Concilium' debe seguir adelante valientemente y con alegría y continuar su tarea 'a tiempo y a destiempo'».
Creo poder decir que en esas dos citas —de la generación primera y fundacional de «Concilium»— tenemos una importante orientación para el futuro. Y también podemos afirmar que «Concilium», en este vigésimo quinto aniversario, va al encuentro de un nuevo horizonte. Fiel al Concilio, pero con la mirada puesta en las nuevas exigencias de nuestro tiempo. Quiera Dios que, con su bendición y ayuda, seamos en los años venideros un apoyo para nuestra Iglesia y para todo el mundo creyente.
Y que lo que escribimos y difundimos sea una aportación a la luz que esperan muchos pobres y oprimidos y también una gran parte de la juventud. ANTOINE VAN DEN BOOGAARD
Presidente de la Fundación Concilium [Traducción: A. DE LA FUENTE]
CONGRESO INTERNACIONAL DE TEOLOGÍA
EN EL UMBRAL DEL TERCER MILENIO
Domingo, 9 de septiembre de 1990
Ceremonia de apertura:
En continuidad con el Vaticano II.
Ponente: Edward Schillebeeckx.
Lunes, 10 de septiembre de 1990
I. LA MEMORIA
Ante el reto de los hechos de nuestra historia: la gracia y el peso de nuestras memorias.
1. Ni judio ni griego, ni esclavo ni libre, ni varón ni mujer: liberación de los oprimidos.
2. La creación gime y se estremece con nosotros. 3. Ante el otro como auténticamente otro.
Ponentes: Elisabeth Schüssler Fiorenza y Christian Duquoc. Oponentes: Barbel de Groot-Kopetzky y Sidbe Semporé.
Martes, 11 de septiembre de 1990
II . E L RETO
Elegir entre la vida y la muerte.
1. Síntomas culturales de la desaparición del ser humano. 2. Cuestión de supervivencia. ¿A favor o en contra de la vida? 3. Signos de una Iglesia en camino hacia la vida y signos de una
Iglesia que se revitaliza. 4. Nuevas formas de religiosidad y misticismo. ¿Fenómenos de
liberación o de alienación?
Ponentes: Jürgen Moltmann y David Tracy. Oponentes: Robert Schreiter y Severino Dianich.
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18 Congreso Internacional de Teología
Miércoles tarde, 11 de septiembre de 1990
Mesa redonda: Situación actual de la teología en el mundo.
Teólogos de diferentes países y culturas informarán sobre la situación de la teología dentro de la Iglesia en sus respectivas zonas del mundo. A las introducciones seguirá una discusión general para dar a los participantes y observadores la oportunidad de intercambiar sus opiniones en una sesión plenaria.
Jueves, 12 de septiembre de 1990
III . LA RESURRECCIÓN
¿Dónde acontece la venida de Dios?
1. ¿Una sola verdad en la pluralidad de las religiones y las culturas?
2. Imágenes de Dios en la esperanza de los pueblos que sufren. 3. ha venida de Dios. La conversión de la Iglesia a una humani
dad amenazada. 4. La venida de Dios como futuro de la humanidad.
Ponentes: Hans Küng y Gustavo Gutiérrez. Oponentes: Stephen Sykes y D. S. Amalorpavadas.
Viernes, 13 de septiembre de 1990
Ceremonia de clausura:
Observaciones finales sobre el Congreso.
Ponente: Jean-Pierre Jossua.
En el umbral.
Ponente: Johann-Baptist Metz.
CONGRESO INTERNACIONAL DE TEOLOGÍA
INFORMACIÓN
Se está organizando un Congreso internacional para celebrar el XXV aniversario de «Concilium». El temario del Congreso se centrará en la situación del mundo y de la Iglesia en el umbral del tercer milenio y en las implicaciones de este análisis e interpretación para la labor de los teólogos.
El tema del Congreso se divide en tres secciones estrechamente relacionadas.
Sección I. Tratará, a la vez en sentido descriptivo y normativo, sobre el modo en que el pasado, tanto de la Iglesia como del mundo, nos aporta unas memorias liberadoras y abrumadoras. Se ha elegido la carta de la libertad y de la liberación (Gal 3,28) porque su potencial liberador, si bien ya dio frutos dentro de la cristiandad, ha sido muchas veces contrarrestado por la historia real de las iglesias cristianas (I, 1). La triple declaración paulina de libertad, proclamada contra las tres formas de discriminación de su época, puede ser ampliada hasta abarcar nuevas firmas de discriminación y opresión de nuestros días (la cita sirve únicamente de estímulo y orientación). En esta primera sección se presta especial atención a la llamada «teología ecológica» (I, 2). Finalmente, los aspectos positivos del encuentro actual con los «otros» y sus trasfondos personales y culturales exigen una atención especial en este análisis del final del siglo xx (I, 3). Los problemas de esta primera sección están claramente conectados con el tema de la llamada del Consejo Mundial de las Iglesias a poner en marcha «un proceso de conciliación» como reconocimiento de nuestra común obligación de trabajar por la justicia, la paz y la «integridad» (conservación, integración y cuidado) de la creación. (Un proceso intereclesial que alcanzará también su punto culminante en 1990. «Concilium» no puede ignorar este hecho.)
20 Edward Schillebeeckx
Sección II. Más analítica y descriptiva, trata de la elección entre la vida y la muerte (Dt 30,15.18.19). Es un hecho que, con la desaparición de Dios, al menos en el sector occidental del mundo, también desaparece el individuo como sujeto humano. Dios ha muerto y, como consecuencia, también ha muerto la ra2a humana (II, 1). Por otra parte, a la vista de la amenaza de las armas atómicas, la muerte de la naturaleza en nuestro entorno, etc., la cuestión de la posibilidad de la «vida» antes de la muerte, es decir, la posibilidad de la supervivencia humana, se ha vuelto tan importante como la cuestión de la vida más allá de la muerte (II, 2). Hay también signos de que la Iglesia está haciendo imposible su propio futuro al tomar decisiones equivocadas. Pero hay también signos de que la Iglesia, al participar en el proceso que conduciría a un futuro mejor y más justo para el mundo, está contribuyendo a abrir un futuro realmente nuevo y lleno de vida para el mundo y para sí misma (11,3).
Finalmente se plantean ciertas cuestiones a propósito de la eclosión de movimientos religiosos y místicos. ¿Se trata de una consecuencia del descuido de las iglesias oficiales, de que éstas han ignorado los elementos místicos y contemplativos de la fe cristiana? Y a la vez, ¿implican estos nuevos movimientos religiosos unas fuerzas esclavizadoras por vías ocultas, capaces de hacer que la Iglesia retorne a una postura neutral y apolítica ante los enormes sufrimientos de la raza humana? (II, 4).
La teología habla de Dios y, conexamente, del bienestar de la humanidad. La teología significa «hablar de Dios»; es un discurso acerca de Dios. La Sección III, en consecuencia, se dedica a la forma religiosa y teológica del discurso sobre Dios y aborda el tema del advenimiento del reino de Dios como salvación y bienestar a partir de las personas y para las personas. El propósito no es predecir, en una especie de futurología teológica, lo que nos depara el futuro, sino hacer, como cristianos, una elección humana y responsable entre varias formas de «vida» y entre distintos futuros para la humanidad. Los conflictos que padece el mundo crean divisiones también dentro de las Iglesias. Lo que divide al mundo divide a la Iglesia, como tantas veces se ha señalado, y esta discordia distorsiona el discurso eclesial acerca de Dios. Aquí, por consiguiente,
Congreso Internacional de Teología 21
abordamos el problema de encontrar una verdad compartida en las iglesias y religiones policéntricas desde el punto de vista cultural, dentro de un mundo que en muchos lugares ya está secularizado (III, 1). En el pasado, nuestra imagen de Dios estaba estrechamente vinculada a la situación y la experiencia de los poderosos y los vencedores, no a las esperanzas de los que sufren, los vencidos y los oprimidos. Es necesario reordenar nuestras adhesiones, y ésta será una de las grandes tareas de los teólogos en el tercer milenio (III, 2). De ahí brota claramente el «imperativo» de la futura Iglesia: la preferencia de la Iglesia por los pobres y los amenazados dará una nueva imagen a la conciliaridad de la Iglesia como com-munio y participado (III, 3).
Finalmente, «el futuro de Dios», que siempre es un «Dios que viene» en virtud de su trascendencia, que está siempre a la cabeza de nuestra marcha y será siempre el futuro de las personas y de la humanidad (III, 4).
La teología no es sociología o antropología, pero toda forma de hacer teología tiene un componente antropológico, social y político. Ésta ha de ser la cuestión que deberá dedicarse a formular concretamente el Congreso.
EDWARD SCHILLEBEECKX Nimega, 18 de julio de 1988.
JUSTIFICADA POR TODOS SUS HIJOS: LUCHA, MEMORIA Y VISION
«Muchas veces, cuando se pregunta a una puertorriqueña cómo le va, cómo marchan las cosas, responderá con un 'Pues ahí, en la lucha...' Esta frase, por tanto, representa una afirmación de supervivencia, un comentario sobre la situación económica y social, un propósito de aguante y perseverancia, y además contiene las semillas de una decisión de comprometerse, de mantenerse en la lucha» '.
La teología feminista empieza por una reflexión crítica y un análisis sistemático en torno a la experiencia. Quiere hacer teología a partir de nuestras experiencias, para incidir luego sobre ellas. Esas experiencias son concretas y múltiples. En vez de repetir a lo largo del artículo la expresión «confesional», que me define como «blanca, de origen alemán, extranjera afincada en América, de mediana edad, profesional, casada, teóloga, católica, feminista, etc.», a fin de concretar mi propia experiencia limitada y mi identidad heterogénea, he preferido recurrir a unos testimonios ajenos que me permiten situar mi análisis en el contexto de otras luchas de las feministas2. Estas «voces» interrumpen y al mismo tiempo contex-tualizan las tendencias universalizantes de mis propios argumentos, y así, empezaré por cuestionar la contextualización histórica de nuestras reflexiones teológicas, para resituarlas en el contexto de las luchas «democráticas» que se desarrollan en todo el mundo. Formularé a continuación un modelo hermenéutico crítico de inter-
1 I. Zavala-Martínez, En la lucha. The Economic and Socioemotional Struggles of Puerto Rican Women, en L. Fulani (ed.), The Psychopathology of Everyday Racism and Sexism (Nueva York 1988) 3s.
2 Cf. R. Morgan, Sislerhood is Global. The International Women's Movement Anthology (Garden City 1984); Fabella/Oduoye (eds.), With Passion and Compassion. Third World Women Doing Theology (Maryknoll 1988); D. Eck/Devaki Jain (eds.), Speaking of Faith. Global Perspectives on Women, Religión and Social Change (Filadelfia 1987).
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pretación capaz de recuperar la memoria cristiana que aflora en un determinado texto del Nuevo Testamento. Entender Gal 3,28 y sus interpretaciones como un lugar de argumentación y lucha retóricas nos permitirá recuperarlo como una «memoria subversiva» para nuestros días...
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«Si Miriam yace enterrada en la arena, ¿por qué hemos de desenterrar esos huesos? ¿Por qué hemos de sacarla de la arena y de las piedras, a que ya pertenece? La que no sabe hacer preguntas no tiene pasado, no puede tener presente, no puede tener futuro, si no conoce a su madre, si no conoce sus angustias, si no conoce sus preguntas» 3.
En un principio me alegré de contar con la oportunidad de presentar en este Congreso el modelo hermenéutico de interpretación bíblica que he venido desarrollando en el contexto de una teología feminista crítica de la liberación. Los elementos estratégicos de este modelo hermenéutico en la línea del feminismo crítico son la con-cienciación y la sospecha, la reconstrucción histórica y la memoria, la valoración teológica, la imaginación creadora y la ritualización 4.
Los lugares históricos de una interpretación crítica encaminada a la liberación5 son los diferentes combates para superar la opre-
3 Tomado de The Song of Questions, en E. M. Broner/Naomi Nimrod, A Women's Passover Haggadah.
4 Cf. mi libro Bread not Stone. The Challenge of Feminist Biblical Interpretaron (Boston 1986), y mi artículo A Feminist Critical Interpretation for Liberation: Martha and Mary: Lk 10:38-42: «Religión and Intellectual Life» III/2 (1986) 21-36, así como la reseña de H. Waetjen (ed.), Protocoll of the 53rd Colloquy: April 10, 1986 (Berkeley 1987).
5 Cannon/Schüssler Fiorenza (eds.), Interpretation for Liberation (Atlanta 1989).
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sión patriarcal6 estructurada por el racismo, la explotación de clases, el sexismo y el militarismo colonialista. Su objetivo es recuperar la historia bíblica como memoria y herencia de la ekklesia, de la Iglesia de las mujeres. Trata, en consecuencia, de recuperar la primitiva historia cristiana, pero no precisamente como una memoria de dolor y victimación. Trata también de recuperar esta herencia como la memoria de quienes han configurado la historia cristiana en calidad de interlocutores religiosos, actores del cambio y supervivientes7 de las luchas contra la dominación patriarcal.
Con este fin, la hermenéutica crítica feminista de la sospecha intenta desentrañar las estrategias retóricas de los textos bíblicos en cuanto a su dinámica opresiva o sus visiones liberadoras en las situaciones concretas. Por ejemplo, los relatos de la pasión de Cristo están profundamente impregnados de antijudaísmo. En su enunciación formularia se prolonga el relato patriarcal del Padre divino que sacrifica a su Hijo. También la visión apocalíptica del «mundo nuevo» presupone la destrucción de este mundo. No podemos dar simplemente por supuesto que los símbolos y textos bíblicos andro-céntricos, como el éxodo 8, Gal 3,28 o el Magníficat son liberadores. Por el contrario, han de ser contextualizados y contrastados en un proceso crítico de interpretación. Ese proceso habrá de repetirse una y otra vez en cada contexto concreto si ha de constituir una
6 No utilizo el término «patriarcalismo» en el sentido del sexismo y el dualismo de los géneros o a modo de una etiqueta indefinida, sino más bien en el «sentido estricto» de «derecho del padre y poder del padre». Lo entiendo como una compleja interestructuración sistemática de sexismo, racismo, clasismo e imperialismo cultural y religioso que ha dado origen a la «política de extrañamiento» occidental. Si bien el patriarcalismo se ha reajustado a lo largo de la historia, todavía conserva mucha de su fuerza su articulación aristotélica. Para un análisis de la terminología, cf. V. Beechey, The Creation of Patriarchy (Nueva York 1986) 231-241.
7 A diferencia de las teologías políticas y de la liberación, la teología feminista crítica insiste en que las mujeres no han de ser entendidas precisamente como víctimas o como colaboradoras de su propia opresión. No es suficiente la «solidaridad con las víctimas». La autoconciencia de las mujeres como sujetos históricos y teológicos es esencial para una reconstrucción teológica feminista.
8 Para una excelente exploración de este símbolo en las diferentes teologías, cf. Van Iersel/Weiler (eds.), El Éxodo, paradigma permanente: «Conci-lium» 209 (1987). Para su crítica feminista, cf. C. P. Christ, Laughter of Aphrodite. Reflections on a Journey to the Goddess (Nueva York 1987).
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reflexión crítica, un legado fortalecedor y una visión liberadora en la lucha por superar las relaciones patriarcales dentro de las religiones y las culturas bíblicas.
A primera vista, por tanto, la invitación a explorar «el potencial y la visión liberadores» de la historia y la teología cristianas, que tantas veces han estado «en contradicción con la historia empírica de las iglesias cristianas», parece concordar perfectamente con mis propios intereses hermenéuticos. Sin embargo, esta «concordancia» parece seriamente cuestionable si atendemos al tema general de este Congreso: «Iglesia y mundo en el umbral del tercer milenio». Este tema fue elegido para celebrar el vigésimo quinto aniversario de «Concilium» y lo que la revista representa. Trata de detectar la orientación teológica y el influjo eclesial que ha configurado su obra «en el umbral del tercer milenio».
Pero ¿por qué no habríamos de atenernos a nuestras raíces judías y situar nuestro discurso en el umbral del último cuarto del sexto milenio? En efecto, situar los discursos de «Concilium» en términos de una periodización histórica cristiana es tanto como contextualizarlos sin querer en el marco de la «historia de los vencedores». Considerar el mundo en el umbral del tercer milenio equivale a atribuir una significación histórica universalista al etno-centrismo cristiano y a sus estructuras de dominación. Lo que ahora se requiere es una hermenéutica de la sospecha más que una hermenéutica del consenso y la memoria.
A fin de poner término a las construcciones de la realidad que han operado los «vencedores históricos» —han argumentado las historiadoras feministas—, es preciso someter a revisión las categorías de aquéllos. La historiografía hegemónica recurre a unos esquemas de periodización como medio principal de interpretación valorativa. Por ejemplo, Joan Kelly ha defendido que el Renacimiento no fue tal Renacimiento para las mujeres europeas: «Si nos situamos en la perspectiva de la emancipación de la mujer, descubriremos que los acontecimientos que fomentaron el desarrollo histórico de los varones, que los liberaron de las ataduras naturales, sociales o ideológicas, tuvieron efectos distintos, incluso opuestos, para las mujeres»9.
9 J. Kelly, Women, History, and Theology (Chicago 1984) 19.
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Del mismo modo podemos preguntarnos si el Concilio Vaticano II no significó un estancamiento para las mujeres dentro del catolicismo. La celebración del vigésimo quinto aniversario de «Concilium» significa cosas distintas para las mujeres y para los varones. Lo mismo ocurre con el 500 aniversario del «descubrimiento de las Américas», que evoca recuerdos diferentes para los indígenas americanos, los americanos de origen africano o asiático o los euro-americanos. Como recordaba el obispo Ricardo Ramírez a la jerarquía norteamericana en su reciente reunión, «los quinientos años de evangelización en las Américas no son un motivo para celebraciones, pues lo que sucedió hace quinientos años fue el comienzo del saqueo de la tierra..., la esclavización de numerosos pueblos, el genocidio de millones, la eliminación de las poblaciones indígenas de este continente. Se produjo una terrible quiebra de las culturas, y no todos salieron vencedores» 10.
Los esquemas de clasificación y las categorías organizativas que utilizamos para construir una historia hegemónica como memoria e identidad para el presente no son gratuitas ni desinteresadas, sino que tienen más bien una intencionalidad retórico-política. Entre los teóricos y los historiadores de la liberación es ya un lugar común la afirmación de que la historia ha sido escrita por los vencedores, pero la discuten acaloradamente los historiadores objetivistas. Sin embargo, los recientes sucesos de China respaldan gráficamente la veracidad de aquella afirmación.
El mundo pudo contemplar a través de la televisión vía satélite las masivas manifestaciones pacíficas en demanda de más democracia, derechos humanos y libertad de expresión que se desarrollaron en la plaza de Tiananmen y en otros lugares, pero todos nos sentimos luego estupefactos y horrorizados ante el baño de sangre en que terminaron. El rápido desmentido oficial de cuanto había sucedido y su inmediata reinterpretación a través de la televisión nacional e internacional produjo aún más violencia, derramamiento de sangre y represión. Ahí quedó patente que son los vencedores los que escriben la historia, por desgracia. Los chinos que habían manifestado sus agravios a los periodistas occidentales fueron cas-
10 Citado por P. Windsor en «The National Catholic Repórter» (30 junio 1989) 4.
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tigados públicamente; los reclamados por las autoridades fueron denunciados por sus mismos parientes; obreros y estudiantes que encabezaron el movimiento a favor de la democracia fueron ejecutados como «bandidos» y contrarrevolucionarios; las manchas de sangre fueron repintadas en la plaza de Tiananmen y los cuerpos quemados inmediatamente para que nadie pudiera contar exactamente el número de muertos.
Los comentaristas oficiales de los Estados Unidos escribieron en los medios de comunicación esta historia de manera diferente, pero también fue una reelaboración. Cuando se vio claro que las condenas de Bush adoptarían un tono moderado para no poner en peligro los intereses económicos y militares de los Estados Unidos, los medios de comunicación no analizaron este hecho como una quiebra de los intereses democráticos. Por el contrario, arreciaron los comentarios sobre el fracaso mundial del comunismo. No se señalaron conexiones entre el derramamiento de sangre en América Central y en la plaza de Tiananmen. Poco después se hablaría ya de que el gobierno chino estaba restaurando «la ley y el orden». De los dirigentes del movimiento en pro de la democracia se dijo que eran jóvenes, ingenuos, carentes de un programa político. En ese proceso, la Diosa de la Libertad se convirtió en la «Estatua de la Libertad» que anunciaba el advenimiento del capitalismo. Apenas se anotó que un joven, Chai Ling, se había acreditado como uno de los más destacados dirigentes morales de aquel movimiento u .
Esta contextualización de mis reflexiones en los recientes acontecimientos políticos debería servir para dejar en claro las razones de que una teología feminista crítica de la liberación no pueda situarse «en el umbral del tercer milenio». Si el cristianismo avanza hoy hacia ese umbral, no puede decirse lo mismo del resto del mundo. Para muchas culturas y religiones del mundo, para los judíos, los chinos, los iraníes o los pueblos aborígenes de Australia, por mencionar sólo unos pocos, la expresión «tercer milenio» no significa la irrupción del futuro. Desde hace mucho tiempo se ha convertido en parte de un futuro que tienen que recordar. La perio-
11 Chai Ling organizó la huelga de hambre y asumió un papel de dirigente en la plaza de Tiananmen en vez de huir del país, aunque estaba convencida de que habría de sobrevenir un terrible baño de sangre. Cf. el Koppel Report emitido por la ABC el martes 19 de junio de 1989.
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dización de la historia en «antes y después de Cristo» sitúa el nacimiento de Cristo como una divisoria histórica universal que mantiene vivo el imperialismo cristiano y sus prerrogativas culturales. Al mismo tiempo tiende a borrar de nuestra conciencia histórica el hecho de que el cristianismo es tan sólo un momento en la historia cultural y religiosa del mundo.
II
«La raíz de la opresión es la pérdida de la memoria. Algo extraño ocurre en la mente de los americanos cuando se menciona la civilización india: que les dice poco o nada... De ahí lo extraña que ha de resultar también mi afirmación de que las tribus ginocráticas del continente americano dieron la base para todos los sueños de liberación característicos del mundo moderno... La visión que impulsa a todas las feministas a la acción es la visión de la sociedad de la Gran Madre, la sociedad que plasmaron las palabras del explorador del siglo xvi Pedro Mártir, hace ya casi quinientos años. Es la visión que repiten una y otra vez los pensadores radicales de Europa y América... Tal como la contó Mártir, es la visión de un país en que 'no hay soldados, ni gendarmes, ni policía, ni nobles, prisiones o pleitos... Todos son iguales y libres', según cita Friedrich Engels las palabras de Mártir» n.
Si lo que vemos depende del punto de mira en que nos situemos, eso quiere decir que hemos de ubicar nuestro discurso teológico en otra divisoria histórica. «Concilium» tiene que situar «la reflexión sobre las memorias liberadoras y abrumadoras que nos vienen del pasado de la Iglesia y del mundo» de un modo diferente. Cuando el cristianismo se encuentra en el umbral del tercer milenio, el mundo está ya situado en una encrucijada distinta. Las parábolas para la comunicación por satélite, las telecomunicaciones, el fax, los movimientos ecológicos mundiales, la amenaza de la guerra
12 P. Gunn Alien, Who is Your Mother? Red Roots of White Feminism, en Multicultural Literacy (St. Paul 1988) 18s.
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y los accidentes nucleares y biológicos, el turismo de masas, el desplazamiento de poblaciones enteras a causa de la guerra, el hambre, la pobreza y la persecución religiosa o política han reforzado nuestra conciencia de que dependemos unos de otros a nivel global. Han hecho que nos sintamos todos vecinos de la «aldea global». Esta «aldea global» hará realidad la «sociedad de la Gran Madre», convirtiéndose en una confederación democrática regida por la exigencia de bienestar de todos sus ciudadanos o se convertirá en una dictadura patriarcal estrechamente vigilada y manipulada en que todos los recursos económicos y culturales estarán en manos de unos pocos y que convertirá a la mayoría en una subclase permanentemente deshumanizada. El mundo no tendría ya futuro en absoluto.
Los movimientos democráticos de todo el mundo luchan reclamando el «poder para el pueblo» frente a las dictaduras militares, el terrorismo, los juicios políticos, la tortura y las ejecuciones por el mismo motivo. En su discurso inaugural de Harvard en 1989, la primera ministra pakistaní, Benazir Bhutto, superviviente ella misma de la represión política, abogó por la creación de una Asociación de Naciones Democráticas «para forjar un consenso en torno a la más poderosa idea política del mundo actual, el derecho del pueblo a elegir libremente su gobierno» y para «promover este valor universal de la democracia». Sus miembros colaborarían para la protección de los derechos humanos, los principios de la justicia y del proceso justo. Una Asociación semejante podría establecer cauces internacionales para supervisar las elecciones y precisar asistencia económica y apoyo moral a las frágiles democracias nacientes.
Situar la obra de «Concilium» y de quienes a ella se vinculan en el umbral de la polis global es tanto como proponer la creación de un foro teológico ecuménico capaz de fomentar una teología crítica a partir de un «arco iris teológico» 13. Este «arco iris coaligado» (Jesse Jackson) emprendería la articulación de una teología católica multicultural, multieclesial y multirreligiosa enraizada en las luchas a favor de la liberación y la democracia en todo el mundo. Al afirmar la particularidad cultural y religiosa, así como el pluralismo,
13 Para los comienzos de esta articulación, cf. Gefree/Gutiérrez/Elízon-do (eds.), Diversas teologías, responsabilidad común: «Concilium» 191 (1984).
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este «arco iris teológico» reclamaría como su base común el compromiso en las luchas de todos los despersonalizados 14 por la dignidad, la libertad y el bienestar. Será capaz de hacerlo porque tiene en común la fe en un Dios liberador 15, que es «justificado (edi-kaiothe) por todos sus hijos» (Le 7,35).
Benazir Bhutto reconoce el ejemplo de las instituciones democráticas occidentales, pero al mismo tiempo afirma que, en su país, el amor a la libertad y los derechos humanos «brota fundamentalmente del fuerte espíritu igualitario que recorre las tradiciones islámicas». Y se propone a sí misma, una mujer musulmana y primera ministra de cientos de millones de musulmanes, como refutación viviente de la afirmación de que Pakistán no puede ser un país democrático a causa de ser islámico. Bhutto no sólo defiende que el espíritu del islam es democrático por encima y en contra de las interpretaciones contrarias, sino que afirma al mismo tiempo la importancia de la religión en las luchas a favor de la liberación. Insiste en que la religión islámica y su fuerte talante democrático han inspirado y sustentado nuestra lucha democrática, la fe en la justicia de nuestra causa, la fe en la doctrina islámica de que «la tiranía no puede durar mucho». El criterio para determinar si una religión es democrática y liberadora consiste en la prueba práctica de ver si permite la plena participación y el lideragzo de las mujeres.
Al escuchar sus palabras me preguntaba si yo también podría hablar de la ética y el espíritu democráticos del catolicismo con la misma confianza con que Benazir Bhutto lo hacía a propósito del islam. La Iglesia católica no sólo defendió la monarquía como la
14 Sobre esta expresión, cf. G. Gutiérrez, The Power of the Poor in History (Maryknoll 1984). Tiene la ventaja de que supera la dicotomía lingüística entre «mujeres» y «los pobres, los negros, los asiáticos, etc.», pues esta convención lingüística insinúa que las mujeres no son negras, pobres, etc., y que los negros, los pobres, los africanos o los asiáticos no incluyen a las mujeres. Cf. también E. V. Speman, lnessential Woman. Problems of Exclusión in Feminist Thought (Boston 1988).
15 Cf. Sharon Welch, Communities of Resistence and Solidarity (Maryknoll 1987) 7: «... el referente de la expresión 'Dios que libera' no es primariamente Dios, sino la liberación. Esto significa que el lenguaje es aquí verdadero no porque corresponda a algo que pertenece a la naturaleza divina, sino porque ese algo conduce a una liberación efectiva en la historia. La verdad del lenguaje sobre Dios y de todas las afirmaciones de la teología se mide... por el cumplimiento de esas afirmaciones en la historia».
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forma de Estado «divinamente ordenada» hasta hace muy poco tiempo, sino que sus dirigentes insisten aún en que la Iglesia no es una democracia. No necesito mencionar cómo son silenciados los discrepantes, la exclusión de una crítica leal o la violación de los derechos civiles básicos y las libertades religiosas que hemos podido señalar a lo largo de los diez últimos años. Se exige a los teólogos, religiosos, clérigos y laicos «fieles» obediencia, sumisión del entendimiento y la voluntad, una fidelidad incondicional al papa y, sobre todo, el silencio, que son las genuinas virtudes patriarcales. Si bien es cierto que, a diferencia de la gerontocracia china, los Padres eclesiásticos del Vaticano ya no tienen poder para detener y encarcelar a nadie, todavía conservan la fuerza suficiente para arruinar la vida de sus fieles «hijos e hijas» cuando éstos carecen de independencia económica, profesional o espiritual.
El grupo que trabaja en torno a «Concilium» ha formulado diversos análisis y proyectos teológicos en esta lucha por transformar la Iglesia patriarcal en una Iglesia del pueblo de Dios. En esta lucha a favor de una Iglesia más participativa al servicio de los pobres y de los desposeídos, algunos de nosotros hemos sido víctimas de la represión eclesiástica. Sin embargo, esta lucha en pro de una Iglesia más democrática y más plural da muchas veces la impresión de desarrollarse a modo de una lucha por el poder entre «padres e hijos» en una Iglesia de hombres. No parece una lucha por la libertad de articular y planear un «arco iris teológico» y una práctica democrática y ecuménica al servicio de la naciente polis global.
Si aceptamos el criterio práctico de la primera ministra Benazir Bhutto referente a que se puede medir la capacidad de una religión para apoyar y fomentar una sociedad democrática fijándonos en si permite a las mujeres ejercer un liderazgo, habremos de afirmar también que ese «arco iris teológico» que necesitamos en el umbral de la «aldea global» habrá de articularse en clave feminista. La exclusión de las mujeres no sólo de la potestad de tomar decisiones y administrar los sacramentos, sino también de la «autoridad» docente de los teólogos 16 nos dice lo lejos que está aún la teología católica de aquellas metas.
16 K. B. Jones, On Authority: Or, Why W ornen are Not Entitled to Speak, en Diamond/Quinby (eds.), Veminism and Foucault. Reflections on Resísteme (Boston 1988) 119-133.
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El control del discurso público es un elemento capital para conservar la autoridad y la fuerza (Foucault), y de ahí que la ausencia de las grandes cuestiones feministas en el discurso teológico público constituya otra forma de nuestra exclusión eclesial. Es cierto que muchas instituciones teológicas admiten a las mujeres en calidad de estudiantes y a veces también como profesoras, pero lo hacen en tanto en cuanto aceptemos nosotras las normas androcéntricas de la investigación y respetemos los límites de la doctrina patriarcal. La teología feminista se considera en cualquier caso «un asunto de mujeres», y como tal no afecta a las cuestiones capitales del discurso teológico. Permítaseme ilustrar este punto.
Contemplando los magníficos mosaicos de Ravenna, me llamó la atención la ausencia de mujeres en la iconografía de los dos baptisterios. El centro está ocupado por un Cristo decididamente masculino rodeado de los doce apóstoles (¡uno de los cuales es Pablo! ) a la espera de ser bautizados por Juan. Es testigo de la escena el Jordán como dios-río. Cuando observé que cualquiera que no esté familiarizado con la iconografía cristiana recibirá del baptisterio ortodoxo, lo mismo que del arriano, la impresión de que se trata de santuarios de iniciación en un culto absolutamente masculino, alguien contestó que era una observación «alambicada». Algunos se apartaron sin más comentarios, notoriamente embarazados por causa de mi irreverencia. Otros señalaron que tal perspectiva moralista no hacía justicia a la belleza de la expresión artística. Inspirándose en las imágenes de un rebaño que mostraban otros mosaicos, un colega trató de persuadirme de que desarrollara una «teología de las ovejas» en virtud de su conexión tradicional con el laicado y en consideración a la crisis ecológica. Cuando le contaron mi observación, otro colega respondió en torno crispado: «El pasado, pasado está. ¡No podemos cambiarlo! »
No merecería la pena recordar este episodio de no tratarse de una situación típica. Los investigadores feministas han observado una y otra vez que a las cuestiones feministas se suele responder con el silencio, la trivialización, el desentendimiento, el partidismo o el positivismo histórico 17. La teoría feminista posmoderna ha
17 Cf., por ejemplo, A. March, Female Invisibility in Androcentric So-ciological Iheory: «Insurgen Sociologist» 11/2 (1982) 99-107; B. Thiele, Vanishing Acts in Social and Política! Thought: Tricks of the Trade, en Pa-
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puesto de relieve que el pensamiento occidental ha sido articulado por una minoría blanca que define la racionalidad como una dimensión masculina de la que están lógicamente excluidas las mujeres 18. Ésta es la razón estructural de que las instituciones académicas no puedan permitir que las mujeres se constituyan en sujetos de la investigación ", capaces de formular teorías desde sus propias perspectivas ni consentir que las cuestiones feministas ocupen el punto focal teorético de las disciplinas académicas. Las obras que publicamos quedan siempre como algo marginal con respecto al discurso magistral de la universidad, si es que tan siquiera merecen ser mencionadas.
A la vista del carácter abrumadoramente androcéntrico y pa- v
triarcal de la tradición, la cultura y la religiosidad occidentales, está por averiguar si la teología cristiana puede articular, y cómo, una «memoria arriesgada» (J.-B. Metz) y una visión liberadora en «solidaridad con los perdedores históricos» y con esos sujetos no teológicos que son las mujeres. Mientras se siga estimando que ésta es «una cuestión de mujeres», la investigación teológica androcén-trica seguirá afirmando que se trata de una cuestión irrelevante. Esta cuestión fundamental, impulsora de la labor teorética, histórica y teológica feministas, seguirá anulada como cuestión teológica mientras no cambien los presupuestos estructurales e ideológicos. Algunas investigadoras feministas sostienen que deberíamos afirmar nuestra posición en los márgenes del mundo académico; por mi parte, he defendido que una teología crítica feminista y femenina20 ha de adelantar su labor hasta el centro de las luchas por transformar las instituciones patriarcales21.
temann/Gross, Teminist Challenges. Social and Political Theory (Boston 1987) 30-43, así como R. Braidotti, Ethics Revisited: Women and/in Philosophy, en ibid., 44-60.
18 Cf. G. Lloyed, The Man of Reason. «Male» and «Female» in 'Western Philosophy (Minneápolis 1984).
" Sobre el tema de las «mujeres como sujetos», cf. L. Alcoff, Cultural Feminism Versus Post-Structuralism: The Identity Crisis in Veminist Theory: «Sign» 13 (1988) 405-436; S. Harding, Rethinking Modernism: Minority vs. Majority Theories: «Cultural Critique» 7 (1987) 187-206.
20 Sobre esta expresión, cf. K. G. Cannon, Black Womanist Ethics (Atlanta 1988), y el estudio de próxima aparición en «Journal of Feminist Studies».
21 Cf., por ejemplo, mi lección inaugural en la Sociedad de Literatura Bí-
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En la medida en que la teología, como disciplina intelectual y eclesiástica —sea conservadora, liberal, política o de la liberación—, se integra en el paradigma patriarcal de la Iglesia y del mundo académico, constituye un importante terreno de lucha para el discurso feminista y femenino. Las interpretaciones bíblicas y los textos canónicos son un ámbito de discusiones y luchas s que compiten entre sí, no un espacio lleno de hechos exhumados por la investigación histórica, la cantera a que acuden los teólogos sistemáticos en busca de pruebas o los vendedores de bienes de consumo espirituales. En vez de rendirse al positivismo histórico de los hechos o al positivismo teológico de la revelación «dada», la interpretación bíblica debería convertirse en una operación crítica con vistas a la liberación. En cuanto tal, ha de dejar abierto el carácter retórico de los argumentos teológicos contrarios entre sí y de los intereses eclesiásticos inscritos en los textos bíblicos y sus ulteriores interpretaciones, para valorarlos en términos de la lucha por la liberación.
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«Escribir como una mujer completamente caribeña —o como un varón, para el caso es lo mismo— nos exige rastrear nuestro propio pasado africano, reclamar como propia, como tema que nos compete, una historia hundida bajo el mar, esparcida como un abono en los campos de caña de azúcar, huida a la selva o atrapada en un sistema de clases caracterizado por su rigidez y su absoluta dependencia de una estratificación por motivo del color. Sobre un pasado que han borrado de nuestras mentes... Significa caer en la cuenta de que nuestro conocimiento será siempre imperfecto. Significa también, en mi opinión, implicarnos en las formas que nos fueron enseñadas por nuestro opresor, socavar su lenguaje y
blica, The Ethics of Biblical Interpretation: Decentering Biblical Scholarship: «Journal of Biblical Literature» 107 (1988) 3-17, así como mi Convocation para la HDS de 1988, de próxima publicación en HTR.
32 Cf. mi conferencia Mowinckel Biblical Interpretation and Critical Com-mitment: «Studia Theologica» 43 (1989) 5-18.
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apropiarnos su estilo, para reorientarlo conforme a nuestros propios fines»23.
Revisando la literatura exegética sobre Gal 3,28c24, descubrimos dos estrategias diferentes de interpretación, una teológica y otra crítico-histórica. Pero un análisis más ceñido nos demuestra que, pese a su postura histórico-crítica, la segunda adolece de una ten-denciosidad teológica tanto como la primera.
En contra de quienes afirman que Gal 3,28 es la magna carta y la prueba autoritativa de la igualdad, la emancipación y la liberación, la exégesis tradicional ha pretendido que ese texto ha de entenderse en un sentido religioso, no social o eclesial; Pablo habría enseñado que todos son iguales ante Dios y que la unidad y la igualdad se refieren al alma. Gal 3,28 habla de una igualdad esca-tológica, es decir, que seremos iguales en el cielo o en el ésjaton. O bien se argumenta que las relaciones espirituales interpersonales han cambiado entre los cristianos, pero que permanecen las diferencias de función y condición. Algunos investigadores afirman incluso que Gal 3,28 habla de igualdad en la afiliación, no en el ejercicio de la autoridad dentro de la Iglesia.
En los textos de divulgación y en los de nivel académico está muy extendida la interpretación que utiliza las categorías dogmáticas de «orden de la creación» y «orden de la redención», aunque ninguna de estas expresiones aparece en el Nuevo Testamento M. Algunos tradicionalistas afirman que las mujeres tienen una función distinta de la de los varones en el orden de la creación, así como en el orden de la redención, pero otros argumentan que todos son iguales ante Dios. Todos han recibido en el bautismo el don del Espíritu y valen lo mismo ante Dios, pero esa condición no se extiende a su estatuto en la sociedad o en la Iglesia.
En su revisión de la literatura desarrollada en torno a Gal 3,28, Hans Dieter Betz, que en modo alguno puede ser considerado sos-
23 M. Cliff, A Journey into Speech, en R. Simonson/S. Walker (eds.), Multicultural Literacy, 59.
24 Amplias referencias bibliográficas especialmente en la obra de H. D. Betz y D. R. MacDonald.
25 Sobre esta distinción, cf. mi análisis de los textos del código doméstico en Bread not Stone (op. cit.), 65-92.
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pechoso de tendenciosidad a favor de la teología de la liberación, ha observado que los comentarios sobre Gálatas «han negado persistentemente que las afirmaciones de Pablo tengan un alcance político». Según este autor, los investigadores están prestos a afirmar lo contrario a propósito de lo que dice Pablo, a fin de defender una interpretación puramente «religiosa». Para ello subrayarán enérgicamente la realidad de una igualdad coram deo y a la vez «negarán que de ahí pueda sacarse ninguna conclusión con respecto al oficio eclesiástico (!) y el orden político»26. Durante el siglo pasado, este argumento «puramente religioso» se esgrimió frecuentemente contra la emancipación de los esclavos; en el presente siglo, en cambio, se utiliza especialmente contra la ordenación de las mujeres.
Las interpretaciones histórico-críticas han llegado a un consenso en el terreno de la historia de las formas, en el sentido de que Gal 3,26-28 contiene un material perteneciente a la tradición pre-paulina referente al bautismo. El núcleo de esta tradición aflora en Gal 3,28abc y consiste en tres afirmaciones paralelas: «Ya no hay más judío ni griego. Ya no hay más siervo ni libre. Ya no hay varón y hembra». Esta distinción entre la tradición prepaulina y su cita o reformulación por Pablo en Gal 3,28 y 1 Cor 12,13 (y en Col 3,10-11) da pie a los investigadores para explicar las correcciones teológicas que introduce Pablo en la tradición. Pero los exege-tas difieren acerca de si Pablo cita una «fórmula bautismal», un «macarismo bautismal», una «sentencia del Señor» (v. 28c), o si se refiere a un topos bautismal tradicional. También difieren en cuanto a la extensión del material tradicional y a la forma en que fue transmitido.
La crux interpretationis es la afirmación del v. 28c, «ya no hay varón y hembra», pues su formulación difiere de la de las dos sentencias precedentes. Estos desacuerdos en el terreno de la historia de las formas llevan a reconstrucciones históricas e interpretaciones teológicas contrarias. Todo exegeta ordena sus argumentos para demostrar que su interpretación es la única válida y que las de los demás están equivocadas. Debería haber quedado ya claro que, por mi parte, no estoy interesada en defender que mi interpretación es
H. D. Betz, Galatians (Filadelfia 1979) 189, n. 68.
38 E. Scbüssler Fiorenza
la única históricamente válida, pues con ello negaría la multivalen-cia de los textos. Lo que pretendo es más bien explorar las implicaciones teológicas de cada estrategia interpretativa para las luchas de las mujeres por su liberación. El punto sensible teológico de toda interpretación histórico-crítica de Gal 3,28 está en el sentido que se quiera ver en la afirmación final del v. 28c.
IV
«Ya sabemos de cuánto son capaces las palabras. Pueden sanar. Pueden destruir. Pueden convertirse en lanzas. Pueden hacerse plegaria. Las palabras son capaces de crear mundos. Destruirlos. Demolerlos... Las palabras pueden a veces, por la gracia, alcanzar la calidad de las obras» 27.
Hay acuerdo general en que Gal 3,28c no suprime precisamente los cometidos sociales, sino que declara que entre varón y hembra no hay diferencias por razón del sexo biológico. Se habla ahí de una unificación antropológica, no de una igualdad social. Esta lectura errónea del texto en términos de un positivismo biológico lleva a desarrollar tres estrategias interpretativas.
La primera estrategia reconoce que la tradición bautismal de Gal 3,28 se refiere a la ferviente convicción de que en el bautismo han sido superadas entre los cristianos las diferentes condiciones de judíos y griegos, esclavo y libre, varón y mujer. Pablo y los textos sobre la familia de la literatura pospaulina tratan de corregir esta fantasía ilusoria de una escatología realizada. Relacionando dialécticamente Gal 3,28 con las afirmaciones paulinas sobre el matrimonio, las mujeres y los esclavos en 1 Cor y con la tradición de las Haustafeln, esta interpretación desvirtúa Gal 3,28 argumentando que su visión había conducido a ciertos excesos sociales entre los esclavos y las mujeres. Se supone que los espirituales entusiastas afirmaban que ya había llegado el ésjaton y que, en consecuencia, habían quedado abolidas todas las diferencias sociales y por razón
27 Elie Wiesel en diálogo con Roben McAfee Brown en el «Bulletin» (primavera 1988) de la Pacific School of Religión.
Justificada por todos sus hijos 39
de sexo. Esta primera estrategia interpretativa desacredita la experiencia de liberación y de igualdad expresada en Gal 3,28 como «pregnóstica», como un entusiasmo que negaba la realidad del cuerpo. Desde el punto de vista teológico, justifica el ethos patriarcal expresado en las exhortaciones dirigidas a la «familia» (Haustafeln) .
La segunda postura es «antropológica». Admite que Gal 3,28ab podría significar que las diferencias religiosas, culturales y sociales entre judíos y griegos, esclavos y libres han quedado abolidas en la comunidad cristiana, puesto que en la Antigüedad estaban vivos tales sueños utópicos. Sin embargo —prosigue esta interpretación—, esa interpretación social no es posible a la vista del v. 28c, puesto que la tradición utópica de la Antigüedad no podía contar con la abolición total de las diferencias sociales por razón de sexo. En consecuencia, el texto se entiende mejor en el sentido de una androginia utópica, no en el de una emancipación sociopolítica. Los escritos gnósticos judíos, grecorromanos y especialmente los cristianos posteriores atestiguan la creencia de que el ser primordial era hermafrodita (masculino y femenino) o andrógino (macho/ hembra).
Si en el trasfondo del v. 28c está el mito de Cristo-Anthropos, lo que afirma el texto es que el bautismo en Cristo ha engendrado una nueva naturaleza andrógina en los redimidos. Esto significa «una supresión metafísica de las distinciones biológicas por razón de sexo». El lenguaje de «reunificación» que se emplea en Gal 3,28abc tiene su Sitz im Leben en el rito bautismal. Se trata de una «sentencia eficaz», de una declaración solemne. Con el refuerzo del gesto dramático y del ritual, tiene el poder de remodelar el universo simbólico con que el primitivo grupo cristiano trataba de diferenciarse con respecto al «mundo» que le rodeaba. Frente a esa «conciencia sectaria» enraizada en una fantasía utópica y en una «rebelión metafísica», Pablo insiste en el «aún no» escatológico y en los símbolos del presente orden diferenciado. «Las mujeres siguen siendo mujeres, los varones siguen siendo varones y todos ellos se visten del modo que les corresponde...»28
28 W. A. Meeks, The Image of the Androgyne: «History of Religions» 13 (1974) 208.
40 E. Schüssler Fiorenza
La última variante de esta interpretación «androginista» argumenta que Pablo reelaboró la tradición de Gal 3,28 cambiando el v. 28c, «ni varón ni hembra», por «varón y hembra», a la vez que añadía por su cuenta los pares «judío o griego» y «esclavo o libre». Gal 3,28c representa una «sentencia del Señor» tradicional que aparece únicamente en textos gnósticos posteriores, pero que es una tradición oral difundida en ciertos sectores de la Iglesia primitiva. Su sentido depende de la filosofía platónica, posiblemente a través de Filón y Apolo. Supone que el retorno a la «perfección primordial» implicaba la «condición asexuada desencarnada». Consistía en un retorno a la imagen divina, que era esencialmente masculina. Pablo rechaza, a su vez, la teología de la unificación antropológica que implicaba la tradición de la sentencia del Señor, a la vez que insistía en la unidad social. «El iniciado ha de revestirse de Cristo. No se trata de rechazar la carne. El bautismo no es un rito mistérico que asegure al iniciado la unidad con Dios o con su propia conjunción astral, sino un símbolo de la unidad social en Cristo. La Iglesia es la nueva creación en que fueron unidos los grupos sociales alienados: judíos/griegos, esclavos/libres, varones/ hembras29.
En una palabra: sean cuales fueren sus reconstrucciones históricas y sus estrategias interpretativas, las tres interpretaciones «antropológicas» se empeñan en afirmar que la teología de Pablo está en lo cierto. Y lo hacen utilizando el marco dualista de la herejía y la ortodoxia, la ilusión y la realidad o el orden creado y la esca-tología realizada. En consecuencia, leen Gal 3,28c en términos de sexo biológico, no de distinciones sociales por razón de género. Por otra parte, estas interpretaciones dan por bueno el lenguaje andro-céntrico. Nunca se preguntan si no sólo el tercer par de Gal 3,28, sino también los otros dos —judío/griego, esclavo/libre— hablan de varones y hembras. De ahí su incapacidad para desarrollar un modelo interpretativo que haga visibles quiénes son los «perdedores» históricos, para quiénes el bautismo y la ekklesia significaban una comunidad sociopolítica diferente, una asamblea de iguales en el poder del Espíritu.
La tercera postura interpretativa, que he desarrollado a lo largo
29 R. D. MacDonald, There Is no Male and Veníale (Filadelfia 1987) 125s.
Justificada por todos sus hijos 41
de mi propia obra30, parte de la diferencia lingüística entre los dos primeros «ni ... ni» y el último «ni ... y» de Gal 3,28. Se admite que Gal 3,28c hace referencia a Gn 1,27, un texto que la exégesis judía no entendió primariamente en el sentido de que implicara una androginia primordial, sino más bien, a la luz de Gn 2 y 3, como relativo al matrimonio, la familia y la procreación patriarcales. El v. 28c se traduciría mejor, consecuentemente, por «ni esposo y esposa». La Antigüedad grecorromana y el judaismo sostenían que el matrimonio y la procreación eran deberes cívico-religiosos porque la familia es el cimiento y el núcleo del Estado y a la vez de la religión. Frente a esta norma social, que aún está vigente, Gal 3,28c establece que la institución del matrimonio ha dejado de ser elemento constitutivo en la ekklesia, que es una asamblea democrática de ciudadanos libres. El investigador judío Raphael Loewe ha captado agudamente las implicaciones de esta interpretación: «La base sociológica en que se apoya el cristianismo no es el parentesco, como en el caso del judaismo, sino la fraternidad: la fraternidad en Cristo. Esta fraternidad podría ver en el parentesco un aliado potencial o considerarlo indiferente... o incluso podría repudiarlo. Cualquiera que sea la postura adoptada, el cristianismo podría prescindir de los lazos del parentesco» 3I.
Este ethos a-familiar de Gal 3,28 no se limita a la afirmación de que las divisiones conforme a la condición religiosa y cultural y los nexos de explotación deshumanizante entre amos y esclavos no definen ya las relaciones dentro de la comunidad cristiana, sino que a la vez declara que el orden de la familia patriarcal no es para ella un elemento constitutivo. El texto repite a propósito de distintas categorías sociales que en la comunidad cristiana ya no existen las estructuras de dominación ni los privilegios socio-religiosos de una élite masculina. Al negar las prerrogativas religiosas y sociales
30 Análisis metodológico y ejecución de esta reconstrucción feminista en mi obra In Memory of Her. A Feminist Theological Reconstruction of Chris-tian Origins (Nueva York 1983). Es esencial para esta hermenéutica de reconstrucción la distinción entre texto androcéntrico y sistema y retórica patriarcales. Si bien todos los textos bíblicos son androcéntrieos, es decir, que han sido escritos en un lenguaje gramaticalmente masculino, no todos ellos respaldan las estructuras y valoraciones patriarcales.
31 R. Loewe, The Position of Women in Judaism (Londres 1966) 52s.
42 E. Schüssler Fiorenza
de los varones judíos y de los amos y los esposos, otorga a las viudas, a las mujeres judías, a las mujeres y varones esclavos de origen gentil una nueva condición: la igualdad y la libertad de la ciudadanía eclesial.
La mejor manera, por consiguiente, de entender Gal 3,28 es en' el sentido de una autodefinición comunitaria y eclesial, mejor que como una afirmación antropológica acerca del cristiano como individuo. Esta tercera interpretación no acude en defensa de Pablo cargando las culpas sobre las víctimas históricas y teológicas ni borra de nuestras conciencias el hecho de que judíos, griegos, esclavos y libres eran también del sexo femenino. Puede hacer visibles a las no-personas porque reconoce que las relaciones conforme al sexo son una construcción social más que una ordenación biológica o por voluntad divina.
Sin embargo, no es posible entender todo el alcance de esta lectura si no tomamos Gal 3,28 como una afirmación culminante de la teología paulina, como una prueba a favor del «igualitarismo» del cristianismo primitivo o como una ventana abierta a la primitiva realidad cristiana. Su significado histórico y teológico se hará patente sólo a condición de que lo contextualicemos dentro de un modelo histórico de lucha sociopolítica.
La hermenéutica feminista y su modelo de reconstrucción histórica tratan de remodelar nuestra conciencia histórica y teológica32. Para ello tiene que desplazar, por ejemplo, los textos andro-céntricos y las interpretaciones que tienden a marginar a las mujeres y a las restantes no-personas o a silenciarlas al mismo tiempo. El lenguaje androcéntrico y el texto patriarcal presuponen la presencia histórica y la actividad de las mujeres, pero habitualmente no las articulan. La historia escrita por los vencedores margina, trivia-liza, borra y declara aberrantes las luchas históricas de los «otros», los subordinados que se han negado a ser definidos conforme a la política patriarcal hegemónica de desigualdad y deshumanización.
Si los textos androcéntricos y las memorias patriarcales crean la marginalidad y la ausencia de las no-personas en nuestra memo-
32 Un estudio más amplio y bibliografía en mi artículo Text and Reality — Reality and Text: The Problem of a Feminist Historical and Social Recon-struction Based on Text: «Studia Theologica» 43 (1989) 19-34.
Justificada por todos sus hijos 43
ria histórica y teológica, no podemos tomar esas fuentes como reflejos verdaderos de la realidad. En vez de ello habremos de deco-dificarlos como construcciones ideológicas complejas que son. Las tensiones, fisuras, contradicciones, prescripciones, argumentos y proyecciones simbólicas que se inscriben en los textos androcéntricos nos permiten leer los documentos producidos por los vencedores históricos sobre el trasfondo de su trama lingüística e ideológica.
V
«Soy una mujer negra que escribe en un mundo que define lo humano como blanco y masculino para empezar. Todo lo que yo haga, incluso sobrevivir, es político» 33.
La contextualización de nuestras interpretaciones en las experiencias históricas y actuales de lucha nos capacita para leer sus «silencios», para rellenar los «espacios en blanco» de los textos y para decodificar las estrategias retóricas de los textos e interpretaciones hegemónicos34. Por su condición retórica, los textos bíblicos androcéntricos construyen un mundo en que quienes argumentan en su contra pasan a ser los «otros» aberrantes o simplemente no se les escucha. Pero en los primeros movimientos cristianos había mujeres libres a la vez que esclavos y esclavas no sólo como víctimas, sino también como agentes históricos e interlocutores teológicos.
Mi propia obra ha tratado de desarrollar ese modelo reconstructivo histórico y también teológico como un modelo político35. Para ello he explorado la contradicción existente entre la experiencia de las estratificaciones patriarcales en los planos social, político y religioso por un lado y la experiencia y la visión de unas estruc-
33 A. Lords en «The Women's Review of Books» VI/10-11 (1989) 27. 34 Cf. J. Newton, History as Usual? Feminism and the New Historicism:
«Cultural Critique» 9 (1988) 87-121; J. Alien, Evidence and Silence. Veminism and the Limits of History, en Feminist Challenges, ibid., 173-189.
35 Cf. mi artículo The Politics of Otherness: Biblical Interpretation as a Critical Praxis for Liberation, de próxima aparición en el Homenaje a Gutiérrez (1989).
44 E. Schüssler Fiorenza
turas democráticas y del bienestar para todos por otro. Junto con otros textos del Nuevo Testamento, Gal 3,28 indica que existían esas tensiones y conflictos sociales, políticos y religiosos. Surgían entre la Iglesia doméstica, que no admite las estratificaciones familiares patriarcales, y su contexto patriarcal societario dominante. Este conflicto entre el primitivo movimiento cristiano y la sociedad dominante se convirtió pronto en un conflicto entre las estructuras y las teologías de la ekklesia y las del modelo de familia propuesto por la Iglesia M.
Esta contradicción política puede ser utilizada como un modelo heurístico para reconstruir la situación retórica de la lucha en los primitivos movimientos cristianos. En ese modelo hay varios textos —como los referentes a la autoridad de las mujeres, ciertas claves referentes a la vida y la organización de las primitivas comunidades cristianas, Gal 3,28, las afirmaciones de Pablo en 1 Cor y en otros pasajes, la lista de saludos de Rom 16, el código tradicional de la familia y su adaptación en las Pastorales, Ignacio o 1 Clemente— que es posible interrelacionar como pasos sucesivos de un desarrollo retórico.
Ese desplazamiento de unos textos con respecto a sus contextos androcéntrieos nos permite rememorarlos en términos del conflicto que ha generado la política patriarcal de extrañamiento y sumisión. Nos permite reconstruir una memoria a modo de «subtexto» histórico y social del cristianismo prepaulino, paulino y pospaulino en sus diversos contextos históricos: político, societario, cultural y religioso. Este modelo retórico-político de reconstrucción nos ayuda también a ver las dependencias y consecuencias de este primitivo debate cristiano que todavía aflora en nuestros textos neotesta-mentarios.
Los primeros escritos cristianos no son los primeros ejemplos históricos en que podemos identificar esa contradicción y ese debate ni son los últimos37. La contradicción entre la experiencia y la visión democrática de la sociedad y la religión por un lado y de las estructuras patriarcales de explotación y dominación por otro ha
36 Cf. mi artículo Die Anfange von Kirche und Amt in feministisch-theo-logischer Sicht, en P. Hoffmann (ed.), Priesterkirche (Dusseldorf 1987) 62-95.
37 Cf. S. Moller Okin, W'ornen in 'Western Political Thoughí (Princeton 1979).
Justificada por todos sus hijos 45
definido las filosofías clásicas griegas, especialmente las de Platón y Aristóteles M, las teologías cristianas desde el Nuevo Testamento hasta Agustín, Tomás de Aquino, los reformadores, Kierkegaard, Schleiermacher y hasta nuestros días. También generó la articulación de la razón y las disciplinas académicas de la Ilustración39. Estas filosofías y teologías hegemónicas defienden explícita o implícitamente la supremacía de una élite de varones como sujetos históricos, culturales y religiosos. Invocan la naturaleza, la razón o la voluntad divina para formular unos argumentos que justifican la exclusión de todos los «otros» subordinados o subyugados del cuerpo ciudadano capacitado para la toma de decisiones, sobre la base de su condición de «no personas».
Contextualizar Gal 3,28 en un modelo reconstructivo de lucha social, política y religiosa, no en el modelo de «ortodoxia-herejía» o de «orden de la creación-orden de la redención», nos permite también contextualizar históricamente nuestras luchas actuales. Nos permite reconstruir la primitiva historia cristiana y su teología como memoria y visión del presente. También nos ayuda a entender las razones de que la condición de todas las mujeres, no sólo de una minoría, pueda tomarse como criterio práctico para definir si una religión es capaz de sustentar las estructuras y visiones democráticas.
En una palabra: ese modelo reconstructivo puede hacer que los «perdedores históricos», excluidos, marginados o vilipendiados por los textos androcéntricos, pasen a ocupar una posición central como interlocutores teológicos y sujetos históricos. Su hermenéutica del recuerdo no opera dentro de las restricciones de los paradigmas del empirismo anticuario o del constructivismo científico carente de valores que imperan en los estudios históricos. En vez de ello, se
38 Cf. P. du Bois, Centaurs and Amazons. Women and the Pre-history of the Great Chain of Being (Ann Arbor 1982); Id., Sowing the Body: Psycho-analysis and Ancient Representation of Women (Chicago 1988).
39 Cf., por ejemplo, Lowe/Hubbard (eds.), Women's Nature. Rationaliza-tions of Inequality (Nueva York 1981); R. May Schott, Cognition and Bros (Boston 1988); S. Benhabib/D. Cornell (eds.), Feminism as Critique (Min-neápolis 1987); T. de Laurentis (ed.), Feminist Studies/Critical Studies (Bloomington 1986). Sin embargo, la teoría feminista americana en general afirma que los «otros» excluidos no pueden abandonar el proyecto inacabado de emancipación que propuso la Ilustración.
46 E. Schüssler Fiorenza
sitúa explícitamente dentro del paradigma retórico y emancipatorio de la historiografía, y ello porque sólo este paradigma es capaz de reconocer en el plano teorético que los historiadores reconstruyen el pasado en interés del presente y del futuro.
Nuestra búsqueda de la memoria y de las raíces ni es anticuaría ni nostálgica, sino política, pues las reconstrucciones del pasado configuran nuestra conciencia histórica presente. Pero nuestra reconstrucción emancipatoria de un pasado cultural y religioso no es una creación ficticia a partir de la nada. Es más bien una argumentación disciplinada a favor de una conciencia y de una imaginación histórica diferentes. Y puede a la vez generar una articulación teológica de la identidad cristiana como identidad multicultural, multi-eclesial y multirreligiosa. Para que esta identidad sea cosmopolita, democrática y católica, deberá conservar su carácter particular, heterogéneo y provisional, someterse a la desestabilización, la renovación y la recreación en las distintas luchas por la liberación.
Pero una hermenéutica de valoración teológica crítica tiene que caminar codo con codo junto a una hermenéutica de la memoria porque los cristianos viven unos textos como Gal 3,28 no en condición de memoria, sino porque los afirman en cuanto que son Escritura autoritativa. Las feministas rechazan con razón el proyecto de reconstrucción como una forma más de la apologética cristiana m en cuanto no vaya acompañada de una valoración teológica crítica de los textos bíblicos androcéntricos.
Es innegable el carácter androcéntrico del texto paulino de la carta a los Gálatas, en que se construye un mundo y un relato religioso del que están ausentes las mujeres. Su intención es trazar los límites entre el grupo cristiano y su comunidad madre judía. Su proclamación de la igualdad y la unidad en Cristo ha sido entendida desde la identidad cultural y religiosa. La teología de la unidad ha generado un tipo de identidad cristiana unitaria y hegemónica que no admite la catolicidad como una pluriformidad y heterogeneidad culturales, eclesiales y religiosas. Conformarse a la imagen de Dios o de Cristo, alcanzar la identidad cristiana ha significado «masculi-
40 Cf., por ejemplo, L. Fatum, Women, Sytnbolic Universe and Silence, comunicación a la Nordisk Forskerkonferanse sobre Reconstrucción feminista de la primitiva historia cristiana. Cuestiones metodológicas y hermenéuticas (9-11 noviembre 1988), de próxima aparición.
Justificada por todos sus hijos 47
nizarse» en el horizonte de la filosofía griega, la teología romana imperial y la Ilustración, que define la razón y la subjetividad humana como una identidad masculina elitista excluyente de todas las mujeres, además de los varones de todas las razas y culturas colonizadas.
En el proceso de interpretación será preciso analizar si esa lectura feminista de Gal 3-5 en términos de la «política del extrañamiento» patriarcal está justificada41. Esta cuestión sólo podrá ser zanjada después de una cuidadosa lectura y una valoración teológica de la teología y el lenguaje androcéntricos de Gal 3-5 en el contexto de las luchas globales por la liberación y el bienestar. Yo sugeriría, en consecuencia, que se tome todo lo anteriormente dicho como una invitación para que este Congreso prosiga en su discurso ese proceso teológico feminista crítico de evaluación teológica. Terminar sin llegar a una conclusión es tanto como negarse a aportar respuestas a los interrogantes feministas que están aún por plantear en los centros de la teología y de la Iglesia patriarcales.
E. SCHÜSSLER FIORENZA
[Traducción: J. VALIENTE MALLA]
41 Para una valoración crítica como la que se propone, cf. mi artículo, de próxima aparición, You are «Sons of God»— Are We? Gal 3:26-4:7 in a Fetninist Theological Perspective.
1 MEMORIA ECLESIAL Y AMBIGÜEDAD
Las Iglesias no cesan de hacer memoria: en el centro de su celebración, la eucaristía hace memoria de la pasión y de la resurrección de Jesús, el Cristo. Memoria que no es una mirada nostálgica o desencantada al pasado, sino que, a partir del pasado, abre al futuro, porque aquel de quien hacen memoria las Iglesias es el Señor hoy viviente y dueño del futuro. Pero la memoria de las Iglesias, si bien está centrada en el acontecimiento de la muerte y de la resurrección de Jesús, no es solamente poder de futuro, sino que también es fuerza de costumbres y obstáculo para las transformaciones necesarias. Las Iglesias llevan en sí las huellas de su pasado; tales huellas atestiguan apuestas y desafíos que las Iglesias han afrontado y pueden convertirse en obstáculos a la esperanza que celebra la memoria del crucificado resucitado. En esta exposición se tratará de la ambigüedad de las huellas presentes, que son a veces residuos normativos de nuestra historia. Y se tratará de ello bajo el horizonte de la esperanza cristiana mantenida en las Iglesias por los textos de la Escritura que proclaman que la diferencia no es hostilidad (Gal 3,28): «Ya no hay más judío ni griego, esclavo ni libre, varón y hembra»; que anuncian la liberación de los oprimidos (Le 1,52-4,18-19); que unen el destino de la creación a la marcha de los hombres hacia el reino de Dios (Rom 8,21). ¿Qué hemos hecho de esta esperanza, siempre proclamada y cuyo contenido no cesa de ser aplazado más que anticipado? Las huellas, como residuos de la historia, ¿no son normativas en un sentido que priva a la esperanza de su eficacia?
Para no tratar de manera teórica o abstracta estas cuestiones, elijo algunos retos eclesiales contemporáneos, marcados por el peso de la historia: la pluralidad de Iglesias, la división de los sexos, la persistencia de las formas jerárquicas, el anacronismo cultural de la teología, el exceso católico de moral privada, el idealismo de la moral social. En estas realidades presentes se trata de ver qué función ejerce la proclamación de una abolición de la hostilidad, de una liberación de los oprimidos, de una salvaguardia de la creación. Estas huellas de nuestra historia, ¿no reducen a un ejercicio de retórica las proclamaciones más cargadas de esperanza?
4
I . IGLESIA CATÓLICA Y PLURALIDAD DE IGLESIAS
La historia nos ha hecho un legado: la pluralidad de Iglesias que confiesan a Cristo, pluralidad que es signo de desacuerdo y, por tanto, de división. Al principio no fue así: se proclamaba la Iglesia una en formas plurales de expresión. Iglesia una porque Cristo y Dios son uno. Pero la historia fue una historia de divisiones, y ello desde los primeros grandes concilios cristológicos. Esta división no hizo sino aumentar con la ruptura entre Oriente y Occidente y se radicalizó con la Reforma. Se podría establecer incluso, de forma verosímil, la ley histórica siguiente: todo intento de retorno a la transparencia y a la simplicidad eclesiales supuestamente primitivas se saldó con un incremento de las divisiones. La pluralidad presente es un efecto histórico. Los esfuerzos para superarla por la fuerza (guerras de religión) lo confirmaron y las tentativas para dejarla atrás no han tenido éxito hasta ahora. Se sigue proclamando la Iglesia una, pero unos, más atentos a la experiencia, consideran esta unidad invisible, mientras que otros, más seguros de tener razón, la ven realizada en la institución empírica. Aunque se pasó de la guerra caliente a la hostilidad sobria y luego a la cortesía contemporánea, las huellas dejadas por la historia de las rupturas y por la acumulación de los malentendidos son todavía tan intensas, que la invitación de Cristo a superar las divisiones es una llamada colectivamente inútil, aun cuando la mayoría de los cristianos de base no perciben ya el envite de las diferencias eclesiásticas en un mundo que se ha hecho en su mayoría indiferente a las cuestiones religiosas. Incluso los católicos, con frecuencia tan seguros de su buena fe y de la verdad cristológica de sus posiciones, tienen dudas sobre la legitimidad de sus instancias responsables para empeñarse en concebir la unidad como retorno a la institución católica. Algunos consideran, con buen sentido, que negociar es entrar en el punto de vista del otro y transformar el propio. Pero la opinión de ciertos dicasterios romanos está lejos de esta tolerancia; para ellos, la unidad es una adhesión a sus posiciones, puesto que la Iglesia católica es la única Iglesia que no ha fallado en la fe objetiva, en la administración de los sacramentos y en la exigencia ética. Las otras Iglesias son vestigios y alcanzarían su plenitud alejándose de los principios de su ruptura con la Iglesia-madre. La
Memoria eclesial y ambigüedad 51
conversión exigida a las otras Iglesias es radical, se refiere al fondo de las cosas. Para la Iglesia católica, sólo se referiría a su apariencia, a su presentación. Por ello, la pluralidad subsiste. Algunos la aceptan por el momento como un mal menor, mientras otros llegan a decir incluso que, en el estado actual de las cosas, la pluralidad es preferible a una unidad impuesta, que uniformaría el testimonio. Sea de ello lo que fuere, si es cierto que todos proclaman que ya no hay judío ni griego, todos se ven obligados a constatar que hay Iglesias en desacuerdo. Sin duda ya no luchan entre sí, pero son aún lo bastante hostiles para no poder compartir el mismo pan eucarístico. Al parecer, la frase de Jesús «si tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda» (es decir, no consumas sólo el pan ofrecido) no afecta más que a los individuos, no se dirige a las Iglesias. La historia se materializa en huellas indestructibles. El impulso profético que cada Iglesia anuncia no sacude ninguna certeza transmitida; en el mejor de los casos, pone en marcha comisiones, cuya primera característica es la lentitud de sus elaboraciones y decisiones. Las Iglesias son como los Estados: tan rápidos para lanzarse invectivas como lentos para reconciliarse. Durante este tiempo el mundo deriva hacia la indiferencia. Tantas palabras sobre la fraternidad y tan pocos hechos para superar las tradiciones cristalizadas parecen irrisorios: en el ámbito civil se puede dar la hospitalidad de la propia mesa a un enemigo de clase o a un enemigo nacional, pero en las Iglesias no se puede compartir el pan crístico de la fraternidad. Se da más importancia a la opinión propia que al símbolo del hermano. Judíos y griegos habrán desaparecido en el mundo profano, pero tienen un habitat asegurado en la división de las Iglesias. Por desgracia, no es éste el único caso en que la unidad se queda en palabras; se manifiesta también en la división de los sexos.
I I . IGLESIA CATÓLICA Y DIVISIÓN DE SEXOS
Ya no hay varón ni hembra, nos dice Pablo. Programa maravilloso que anuncia la extinción de la guerra entre los sexos. Pero entre el programa y la experiencia cotidiana, profana y eclesial, hay una distancia. Si no la hubiera, Juan Pablo II no habría sentido la necesidad de escribir una alabanza de la mujer, titulada «La digni-
52 Ch. Duquoc
dad de la mujer». No se imagina uno a este papa escribiendo una carta apostólica para defender la dignidad del varón. Éste no necesita apologética; tiene suficiente seguridad en sí mismo para prescindir de todos los apoyos pontificios. Pero la mujer es aún «menor de edad», es explotada, reducida a objeto de placer, infravalorada; en una palabra: la lucha por los derechos de la mujer es una lucha constante, porque su situación de desigualdad es clamorosa. Entonces la Iglesia sostiene esta lucha, y aquí están hace poco nuestra Congregación para la Doctrina de la Fe y hoy nuestro pontífice romano a la cabeza de la lucha feminista. Ya era hora, porque la historia de la Iglesia atestigua una obstinación en la desigualdad. El teólogo Billuart hace afirmaciones bastante severas sobre la mujer; en su opinión, la inferioridad de la mujer justifica su exclusión del sacerdocio. Según él, las mujeres no son lo bastante racionales, están demasiado escondidas en su sensibilidad para que puedan dirigir la Iglesia. La naturaleza ha hecho bien las cosas al transferirlas de la autoridad del padre a la del marido, o, para las religiosas, a la del sacerdote o el obispo. Las mujeres son seres inferiores, peligrosas por su capacidad de seducción; por ello no cabe tratarlas sino como a niños en la institución eclesial. El entusiasmo de Pablo cuando afirma que ya no hay varón ni hembra se refiere al reino consumado, en el que ya no habrá sino ángeles en el cielo. Mientras llega ese paraíso, la prudencia aconseja mantener la tradición de separación de funciones y la superioridad de los varones. Pero las cosas han cambiado mucho. Según Juan Pablo II, las mujeres no son inferiores; ésta es una justificación odiosa de la disciplina sacramental de la Iglesia que excluye a las mujeres de la recepción del sacramento del orden; al contrario, son superiores, porque son el símbolo existencial o el paradigma del amor; sobrepasan la institución eclesiástica, que está ordenada a suscitar el amor y no a sustituirlo; están ya en el término. En consecuencia, teniendo una dignidad tan alta, conferirles el sacramento del orden sería rebajarlas al nivel de la intendencia, cuando ellas anticipan ya en la tierra la sociedad celeste, en la que institución y sacramento serán abolidos.
¡Magnífico vuelco de situación! Hasta hace poco, la mujer no era lo bastante digna para la tarea de dirección y santificación; hoy es demasiado digna para que se la rebaje a una tarea tan inferior.
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Lo único que cuenta es el amor a la caridad, de la que ella es el símbolo viviente. ¿Se puede ir más lejos en la alabanza de la dignidad de la mujer?
Sin embargo, una cosa me extraña: la nueva superioridad de la mujer, recientemente descubierta, produce el mismo efecto institucional que su inferioridad anterior. La afirmación citada de Pablo queda sin eficacia real para el tiempo de la Iglesia, menos en las reivindicaciones de igualdad profana. Hay aquí una desigualdad de tratamiento de la mujer en la sociedad civil, al menos en cuanto a los derechos que reivindica, y en la sociedad eclesiástica, que implica el riesgo de sospechar acerca de la altura de miras de la intención pontificia: ¿no será un procedimiento retórico para aplazar una cuestión tanto más incómoda para la Iglesia católica cuanto que otras Iglesias, incluso la anglicana, revisan su tradición sobre este punto? La cuestión está planteada, lo que no impide en modo alguno que se mantenga la disciplina tradicional. Esta disciplina tiene todas las posibilidades de permanencia mientras no se produzca ninguna transformación en la organización jerárquica de la Iglesia católica.
I I I . IGLESIA CATÓLICA Y JERARQUÍA
Liberar a las mujeres de la desigualdad en que se las mantiene no es sólo cuestión de palabras; es necesaria una sanción institucional. La Iglesia no cesa de recordar que los derechos no son materia de declaración, sino exigencia de realización práctica, e invita a la sociedad civil a eliminar toda discriminación sexista en el plano económico y político, pero vacila en sacar las mismas conclusiones prácticas para el estatuto de la mujer en la institución eclesiástica y justifica el statu quo bajo el pretexto de que está obligada a ello por la autoridad de una tradición inmemorial. Quizá este argumento tiene peso para ella, pero yo no estoy seguro de que sea decisivo. Me parece que las transformaciones institucionales, con los nuevos repartos del poder que resultarían de ellas, constituyen un obstáculo de mayor envergadura para la homogeneidad del tratamieno civil y del tratamiento eclesiástico de la mujer que los escrúpulos de interrumpir una tradición respetable. En efecto, liberar a la mujer de su desigualdad eclesiástica es llevar la revolución a la estructura
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jerárquica del gobierno católico. Como es sabido, esta estructura está basada en el sacramento del orden, escalonado en tres niveles (episcopado, presbiterado, diaconado), que confiere, al mismo tiempo que las tareas de enseñar y de santificar, la de gobernar. Se habla de «jerarquía», es decir, de gobierno sagrado, porque los responsables del poder son separados de los fieles o laicos por una función que los pone aparte. La estructura jerárquica no es reformable porque, al no depender en principio su origen de una elección humana, queda fuera del dominio de la voluntad humana de transformación. La estructura jerárquica participa de la inmutabilidad de lo sagrado, reflejo en este mundo variable de la inmovilidad y de la necesidad divinas.
Se comprende, pues, que el papa Juan Pablo II se haya alzado con energía contra las tendencias americanas a concebir la organización eclesiástica sobre el modelo democrático occidental. La disputa latente que opone los dicasterios romanos a la forma de gobierno de la Conferencia Episcopal americana tiene su origen en la lenta adaptación de esta Conferencia a las prácticas democráticas de la sociedad civil. Así, el modo de elaboración de los últimos documentos de esta Conferencia, que tratan sobre el armamento y la economía, ha disgustado a los dicasterios romanos. Éstos han percibido en el intercambio democrático de las diferentes redacciones entre la base católica y los obispos un resabio de democracia de opiniones y un cuestionamiento serio del principio jerárquico: los obispos disponen de un poder de enseñar propio, que, por tanto, no viene del pueblo creyente. Lo que les da competencia es su función; lo que fundamenta la autoridad de un documento episcopal no son ni las opiniones mayoritariamente compartidas ni la competencia personal de sus autores, sino su promulgación por responsables jerárquicos. Los obispos pertenecen a lo que el argot teológico reciente llama «el magisterio», forman la Iglesia llamada «docente». Sería antinatural que quienes deben enseñar en nombre y con la autoridad de Cristo sometieran sus decisiones doctrinales a la consideración de los fieles comunes y no les reconocieran autoridad sino con la marca de estos últimos. Éste es un modo de funcionamiento de la autoridad que está justificado en una sociedad civil democrática, pero que es indebido, por no decir impertinente, en una Iglesia en la que todas las tareas están marcadas por la sanción
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de lo sagrado, en este caso por el sacramento del orden. La voluntad casi generalizada en Occidente de democratizar el funcionamiento de la Iglesia procede de un espíritu de insubordinación, más o menos imitado del libre examen protestante.
La Iglesia católica no tiene que imitar a la sociedad civil, ni es imitándola como mantiene en este mundo, expuesto a todos los vientos de doctrinas, una fuerza de persuasión y de certidumbre; no tendría tal ascendiente si estas opciones doctrinales quedaran reducidas al rango de las opiniones sometidas a las fluctuaciones caprichosas de las mayorías. No se debe hablar, por tanto, de democratizar la Iglesia católica bajo pretexto de que nuestras sociedades civiles se han hecho democráticas. La estructura de la Iglesia católica es de origen divino, no es una institución humana que los hombres puedan cambiar según las necesidades de la época. Esta posición es firme y clara. Pero ¿es necesaria para la idea católica de la Iglesia? ¿No tienen nada que decir las variaciones de las sociedades civiles sobre el modo de gobierno de la Iglesia? ¿Debe continuar siendo la Iglesia la única sociedad jerárquica, constituyendo un anacronismo en medio de nuestras sociedades occidentales? La cuestión quizá es insoluble, pero merece ser planteada.
El rechazo de una democratización de la forma de gobierno de la Iglesia católica procede de un malentendido: la democracia se concibe como el régimen en el que la mayoría de opinión se convierte en la norma de la verdad o de la ética. Lo verdadero o lo moral estaría afectado por las caprichosas variaciones populares y mayoritarias. En realidad, no es en modo alguno así por dos razones: a) las constituciones de los Estados democráticos, articuladas desde el reconocimiento de los derechos humanos, no son transformables a merced de los cambios de la mayoría; b) la democracia se inscribe en el respeto de los derechos que garantiza la constitución; el ejercicio de la justicia es independiente del ejecutivo, no obedece en absoluto a la razón de Estado ni a la ley de las mayorías. Por ello es sorprendente ver oponer Iglesia y democracia, como si ésta fuera el ámbito de la arbitrariedad. Son más bien las monarquías personalistas y las dictaduras modernas las que conforman los ámbitos de la arbitrariedad. La democracia existe allí donde se respeta el derecho universal, con independencia de un interés coyuntural del Estado. Siendo así, la supuesta hostilidad entre el
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régimen democrático y el gobierno de la Iglesia hace pensar que, o bien se desconoce el funcionamiento jurídico de las democracias, o bien se quiere defender el personalismo de los jefes eclesiásticos. Dado que los responsables católicos no caen, ciertamente, en ninguno de los dos supuestos, hay que admitir que su alergia a una forma democrática de gobierno en la Iglesia católica se debe a un malentendido.
Malentendido tanto más lamentable cuanto que insinúa, por una parte, que no puede haber distancia alguna entre el sacramento del orden y la tarea de gobernar y, por otra, que no ha surgido ninguna situación nueva desde el punto de vista de los ministerios desde el Vaticano II .
La primera insinuación, la de que «no habría distancia alguna entre el sacramento del orden y la tarea de gobernar», está ampliamente acreditada por la práctica actual. En efecto, el gobierno de la Iglesia está por completo en manos de los clérigos; las pocas excepciones que se dan, invitación de laicos a sínodos, no cambian en nada el modo actual de gobierno de la Iglesia. Ahora bien: este fenómeno no está necesariamente fundado en derecho: la constitución Lumen gentium, al definir prioritariamente a la Iglesia católica como pueblo de Dios y al sugerir una organización más sinodal de su gobierno, orientaba hacia un segundo plano la estructura jerárquica en beneficio de un embrión de sistema de representación. Así, el Consejo pastoral, constituido en parte por laicos elegidos, era una brecha en el círculo absoluto del poder clerical. Desgraciadamente, es preciso constatar que estas veleidades democráticas han producido pocos efectos debido a que no se ha tenido institucio-nalmente en cuenta el traspaso de numerosos ministerios a los laicos. Éste es el segundo elemento del déficit actual.
La situación del ministerio presbiteral no hace sino agravarse. El escaso número de sacerdotes, a pesar del gran número de conversiones al catolicismo, en los países en vía de desarrollo, e incluso en los Estados Unidos, no obstante la gran vitalidad que allí manifiesta la Iglesia católica, ha obligado a los responsables locales a confiar catequesis, parroquias y celebraciones sacramentales a los laicos, hombres y mujeres. Así pues, una parte importante del ministerio de enseñanza y del de santificación es realizada actualmente por laicos. Sólo queda excluida la presidencia eucarística. Lo cual
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no impide en absoluto el culto del domingo, reducido ahora a la celebración de la palabra y a la comunión. En consecuencia, dos de las tareas monopolizadas hasta ahora por los clérigos ordenados están distribuidas entre los ministerios confiados a los laicos. Sólo se les impide oficialmente, y en la práctica por completo, la tarea de gobernar. Esta situación es malsana, porque, a largo plazo, no parece posible excluir de la participación en las decisiones gubernamentales a quienes ejercen una parte importante de la actividad de la Iglesia. El poder clerical aparecerá tanto más odioso cuanto que está cada vez más separado de la doble responsabilidad concreta de la enseñanza (predicación y evangelización) y de la santificación sacramental. Dado que una parte de estas funciones está en manos de los laicos, sería justo que la política eclesial fuera gestionada con ellos. La democracia, en su germen primero, no significa otra cosa que esta igual responsabilidad a igualdad de tareas. Por ello, la obstinación en la defensa de la repercusión jerárquica del sacramento del orden en el plano del gobierno de la Iglesia no se debe tanto, desde luego, a las razones dogmáticas evocadas, sobre todo al carácter específico de la revelación como forma de comunicación y al derecho divino como origen en la institución eclesiástica cuanto a motivaciones tradicionales de legitimación del poder.
El poder clerical estima que no puede ser compartido en el plano de la gestión de la Iglesia, aun cuando todos los miembros de ésta son iguales ante Dios por el don del Espíritu, porque, en definitiva, piensa que fue así desde el principio, Por eso, en las violentas disputas que tuvieron lugar durante la Reforma y, como consecuencia, en la apologética católica, el argumento de tradición ejerció un papel considerable. Sin duda se trató de establecer que existía continuidad entre la estructura histórica de la Iglesia y su forma escriturística, lo que llevó a discusiones interminables sobre la ecle-siología del Nuevo Testamento (había que recurrir, en efecto, a la Escritura, puesto que el adversario no admitía otra autoridad); no obstante, el peso de la tradición ocupaba el primer lugar. Sería ingenuo creer que el Concilio Vaticano II cambió la mentalidad católica oficial sobre este punto. Admitir una democratización del aparato eclesiástico en su forma de gobierno equivaldría a romper con una historia secular. Si fue así en otro tiempo, la resistencia a toda transformación debe traducir una voluntad divina que los respon-
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sables eclesiales no estarían dispuestos a querer abandonar. La evolución de la sociedad civil, sobre el punto de la democratización de las gestiones del poder, es considerada benéfica por la Iglesia católica, pero si esta evolución se aplicara a la Iglesia sería catastrófica, puesto que la separaría de lo que constituye su verdadera naturaleza.
Las formas históricas civiles no son normativas. La precedencia cronológica de las teocracias, de las monarquías, de las oligarquías, no prejuzga en absoluto su superioridad en cuanto a la administración de los hombres y de las cosas. En la Iglesia católica, esta rela-tivización de la historia, que a veces intervino, para el mundo profano, en el sentido de una normalidad de la evolución dentro de una visión general de la transformación de las sociedades, no tiene fundamento: lo originario, que ha permanecido inalterado en su forma, es normativo. Los inconvenientes de la discontinuidad respecto a las sociedades civiles no pueden privar de su verdad a esta legitimación por el origen. En cierto modo, según la teología oficial de la Iglesia católica, la Iglesia no tiene historia, su estructura es eternal. Fue instituida jerárquica y permanecerá así hasta el fin de los tiempos. El poder clerical en la Iglesia católica no es, por tanto, la causa de la forma jerárquica de su gobierno, sino un efecto de su estructura eternal. Corresponde a la teología, a pesar de la alergia del mundo moderno occidental a estas formas de gobierno, establecer su alcance interrogativo para nuestro mundo y su valor simbólico.
I V . CULTURA Y TEOLOGÍA
Al final del documento Donum vitae, promulgado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, en el que se denuncia la técnica de fecundación llamada fivete, el cardenal Ratzinger se interroga sobre el papel del teólogo moralista católico. Según el presidente de la Congregación para la Doctrina de Fe, el teólogo moralista católico tiene una tarea precisa en el sistema eclesial: explicitar y defender las decisiones del Magisterio. Sería sorprendente que el teólogo dogmático escapara a esta disciplina. Para los responsables jerárquicos, el papel del teólogo está, por tanto, bien definido: es el intelectual quien debe poner su inteligencia al servicio de la insti-
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tución. Son los responsables quienes precisan lo que, en una situación dada, reafirma a la institución. Éste es el motivo por el que la autoridad pide que el teólogo apoye su discurso en las decisiones de los responsables. Son ellos quienes dicen lo que hoy es importante para los intereses de la institución y, a través de ellos, para los intereses del cristianismo en el mundo moderno.
Esta posición de la teología oficial supone una ruptura con las orientaciones de la cultura moderna. Esta discontinuidad en el orden de la cultura no inquieta a los representantes de la teología oficial: la teología, piensan, no es un saber autónomo como lo son las ciencias humanas o la filosofía; es un saber inscrito en una institución que es testigo de una revelación: la tradición continúa siendo, por tanto, normativa. No se puede pretender que esta peculiaridad deba armonizarse con la evolución general de las ciencias. En teología no es la razón la que domina en última instancia, sino el «creer»; y éste está mediatizado, en cuanto a su contenido, por la institución eclesiástica. La ruptura con la cultura moderna puede considerarse lamentable, pero no puede ser determinante. En la teología ocurre como en el «creer».
¿Es tan seguro que la ruptura entre teología y cultura moderna sea una necesidad de la revelación o del «creer»? ¿No es más bien una consecuencia de la autoridad que se reconoce a la tradición, es decir, a la memoria cristalizada, en la Iglesia católica? Pienso que es así tanto más cuanto que, desde el siglo xix, se instauró en la Iglesia católica una política muy particular respecto a la teología.
En el siglo pasado, ante el ascenso de filosofías o de sistemas ideológicos sin nexo con la revelación y con la doctrina de la Iglesia católica, la autoridad eclesiástica quiso asegurarse un instrumento racional para defender los contenidos de la fe. Y le pareció que una época había armonizado de la mejor manera las exigencias internas de la fe y las formalidades de la razón: la época medieval. Así pues, la propuso, en su cima de pensamiento teológico alcanzada por santo Tomás, como el paradigma del diálogo fecundo que debe instaurarse entre el camino hacia Dios que sale de su obra creadora y la vía que procede de su implicación en la historia de los hombres por la encarnación. Tomás de Aquino, manejando el pensamiento griego y sobre todo el rigor aristotélico desde la fe, logró una síntesis que continúa siendo ejemplar. Ahora bien: al
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final del siglo xix, bajo el impulso de ideologías ateas o agnósticas, esta conciliación histórica es abandonada, y la teología católica o bien corre el riesgo de extraer sus recursos de ideologías adversas, o bien tiende a volcarse a un tradicionalismo o a un fideísmo poco razonado. Es necesaria una defensa racional de la tradición católica y de sus dogmas. La cultura moderna ya no ofrece los medios para ello. León XIII quiere revitalizar el pensamiento de santo Tomás: lo declara el teólogo permanente de la Iglesia católica y oficializa su pensamiento. Así, como en el caso de la forma instituida de la Iglesia, en la que es normativa la tradición, se impone como modelo una teología histórica. Y poco a poco se irá viendo que, fuera de este modelo, no se admitirá ninguna otra teología: también ella es considerada normativa. Repetidas crisis en el seno de la Iglesia son testigos de las contradicciones que este modelo impone a la teología. La discontinuidad cultural entre modernidad y teología no impresiona más a los círculos oficiales que la discontinuidad entre los principios que dirigen a las sociedades civiles occidentales y los que determinan la política de la Iglesia católica. Estas crisis, como la del modernismo al comienzo de este siglo o la de la «teología nueva» antes del Vaticano II , sin hablar de las que estallaron después del Concilio, atestiguan la extrema dificultad que implica el conciliar la inmutabilidad del sistema propuesto con la variación constante de los retos pastorales. Hasta el presente, la Iglesia católica prefiere una teología tradicional, cuya certeza le parece fuera de duda, a una teología más consciente de las cuestiones actuales, pero con un alto grado de incertidumbre. La posición de sus responsables en la doctrina teológica no se aparta de la que siguen manteniendo en la disciplina eclesiástica: la memoria determina más su comportamiento que el presente. El sentimiento de anacronismo que tienen incluso muchos cristianos se debe a este desfase entre el dinamismo de nuestro siglo y la inmutabilidad de las respuestas y comportamientos de la Iglesia. La repetición de los mismos argumentos y de los mismos actos garantiza más, al parecer, el acceso a la verdad que el debate, la búsqueda y la reflexión. Esta opción por la seguridad de la memoria se confirma más aún en las posiciones de los responsables católicos en el plano de las cuestiones éticas.
V. EL EXCESO DE LA ETICA PRIVADA Y EL IDEALISMO DE LA ETICA SOCIAL
La memoria ciega: hace creer que el presente es la eterna repetición del pasado, impide percibir los cambios de situación, oculta los deslizamientos teóricos. La ética en el catolicismo tiene dificultad para escapar a la fascinación de lo idéntico.
Son muchos los católicos que se extrañan de la falta de evolución de la Iglesia católica en el ámbito de la moral privada, sobre todo en el de la ética sexual. A tiempo y a destiempo, los responsables católicos repiten los principios surgidos de la ley natural y, en virtud de estos principios, oponen un «no» a la contracepción artificial, a las políticas de regulación de los nacimientos, a las leyes sobre el aborto, a los divorcios, a los medios de procreación artificial. En una palabra: todo lo que no parece de inmediato conforme a la «naturaleza» en el ejercicio de la sexualidad, es decir, abierto a la procreación, es condenado como contrario a la voluntad de Dios, autor de la naturaleza. La gente, quizá por error, tiene la impresión de que la Iglesia católica tiene soberanía sobre «lo permitido y lo prohibido». A su vez, está disgustada por este procedimiento y expresa su malestar. Ante ello, los responsables de la Iglesia católica cambian el vocabulario para suavizar la dialéctica poco pedagógica de «lo permitido y lo prohibido» y utilizan términos atenuados: hablan de «referencias» o de ideal. En la práctica, este vocabulario no puede producir el cambio, aunque, en un movimiento moral de progresión, se toleran como mal menor ciertas prácticas, como el preservativo en el marco de la lucha contra el SIDA.
Siempre es instructivo comparar las indicaciones de la Iglesia católica en materia de moral privada y los consejos que proponen los moralistas protestantes. Estos últimos tienen algunas dudas sobre la apelación constante a la moral natural para resolver problemas nuevos. El caso más sorprendente de divorcio entre las opiniones oficiales católicas y las propuestas protestantes fue el de los juicios opuestos sobre la fivete. Para los protestantes no puede haber un rechazo absoluto; la situación es un elemento del juicio ético. Para Roma, en cambio, desde el momento en que había certeza de una intervención artificial, el caso estaba claro: la fivete
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se apartaba de las exigencias inmanentes a la «ley natural». Habría sido interesante plantearse esta cuestión: ¿qué efectos produce en nuestra comprensión de la «ley natural» el dominio logrado en genética? Pero la cuestión no se planteó, al considerar que el caso estaba claro; la ley natural, en sus principios, es conocida. Toda ruptura con su forma evidente es un atentado contra el orden del mundo querido por Dios. Los antiguos teólogos sabían cuál era esta ley; al creerla inmutable, permanece como el criterio que permite juzgar la legitimidad o no de todos los efectos producidos, en materia genética, por la investigación científica. Sería, desde luego, aberrante hacer de una posibilidad científica una norma, pero no resulta menos anacrónico hacer de un conocimiento de la ley natural siempre oscuro, salvo en su proclamación ideológica, una norma para determinar, en la novedad de nuestros poderes sobre la transmisión de la vida, lo que merece retenerse y lo que es absolutamente rechazable. También aquí el peso de tradiciones morales, no críticamente evaluadas porque no fueron libremente debatidas, es un obstáculo para el estudio serio de los efectos de nuestros saberes, de nuestras técnicas, de las transformaciones sociales que resultan de ello, en el juego entre los principios y las situaciones. Todo parece indicar que la decisión ética no se había tomado bajo el riesgo de lo aleatorio. Los principios no dispensan del examen de la situación concreta. La deducción de la conducta moral en lo privado a partir de principios, aunque fueran la expresión de la ley natural, depende más de la lógica que de la ética. En términos tomistas, este modo de proceder prescinde de lo que Tomás de Aqui-no llamaba la virtud de la prudencia: nadie puede dispensarse de ella, aunque fuese el papa. Ella es aquello por lo que tal principio y tal situación concreta se encuentran mutuamente ligados y mutuamente transformados: el producto no es una resultante directa del principio. Los casuistas debieron su existencia al déficit del principio en lo concreto y al carácter aleatorio de las decisiones éticas. La apelación constante a la «ley natural» proviene más del pavor ante la incertidumbre de la ética, en período de innovaciones constantes, que de un análisis juicioso de su modo de funcionamiento. El ideal parece ser que el enunciado de la ley cubra todo lo real posible. La resistencia de los creyentes católicos a esta utopía de la transparencia legal atestigua, más que un declive moral,
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una buena salud ética. Ésta se expresa con frecuencia bajo la forma de una reivindicación individualista. La debilidad de la expresión no debe hacer descartar la legitimidad de la reivindicación: ningún ser es moralmente justificado por la conformidad de sus actos a la legalidad. Parece que la Iglesia católica ha comprendido mejor el déficit de su adhesión a la ley natural en la ética social.
La Iglesia católica, al comienzo de sus intervenciones en materia social, al final del siglo xix, creyó que podía elaborar un programa socioeconómico, lo que entonces se llamaba una doctrina social, que permitiría evitar los dos excesos contrarios: el liberalismo económico, con sus consecuencias de desigualdades e injusticias, y el marxismo comunista, con su propensión al colectivismo. Esta utopía de una vía media se apoyaba en la persistencia mítica del equilibrio medieval, con sus corporaciones, su artesanado y su mayoría rural.
Ha habido que rendirse a la evidencia: la sociedad industrial moderna, bajo la presión de los descubrimientos de la ciencia y de las readaptaciones técnicas constantes, no tenía gran cosa en común con la ciudad y el orden medievales. Los conceptos utilizados entonces por los escolásticos reproducían lo que éstos consideraban que eran las leyes naturales de la economía y de la sociedad. La ciencia, la técnica y sus aplicaciones industriales han relegado a las reservas míticas las supuestas leyes naturales de las sociedades. Por ello, con una flexibilidad desconocida en el marco de la moral privada, la Iglesia católica se ha separado de su pretensión de elaborar un programa social, en concurrencia con las dos grandes ideologías hasta hace poco reinantes, y ha optado por una ética de la responsabilidad, que está basada en principio en los derechos y que tiene en cuenta las posibilidades materiales. Esta ruptura con la tradición, incluso cuando aún no es plenamente reconocida, no por ello es menos notable y, desde luego, suscita gran esperanza en un diálogo fraterno: la Iglesia católica se hace así un interlocutor en la búsqueda socioeconómica y en la investigación de los remedios a las injusticias. Pero la última encíclica de Juan Pablo II , Sollicitudo rei socialis, aun haciendo suya esta orientación, tiende a sustituir la doctrina social tradicional por una ética de la denuncia sin propuesta en nombre de la grandeza del derecho y, de este modo, cae en la trampa del idealismo.
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Citaré sólo un ejemplo de este idealismo: la demanda del desarrollo simultáneo de todas las culturas. No se puede tener sentimiento más elevado que desear el respeto y el mantenimiento de las diferentes culturas. Desgraciadamente, nada en nuestra historia humana corrobora esta intención: las culturas mueren, y su pérdida lleva consigo soledad social, drama e injusticia. Pero la muerte de las culturas no es, ni mucho menos, un efecto siempre programado, sino indirecto. Ni siquiera el cristianismo escapa a esta acción destructora: anunciar el evangelio en una cultura pagana es cambiar de centro de gravedad y conducir a efectos sociales que no siempre son beneficiosos. El deseo de desarrollar al hombre integral es sin duda un buen deseo, y cada uno puede soñar con él, pero sería más eficaz tomar nota de la dura realidad para poner remedio a los efectos perjudiciales más previsibles del desarrollo científico y técnico-industrial. Ciertamente, es necesario denunciar las injusticias, pero sería aún más eficaz, para una ética, que la Iglesia tomara nota de que su limitado poder y su renuncia a la utopía harían de ella un miembro serio, porque sería interno al debate y no ya trascendente, del movimiento al parecer irreversible, ligado a la ciencia, la técnica y la industria. Por otra parte, sólo en esta perspectiva podría entenderse una palabra no mítica sobre la salvaguardia de la creación (ecología). También es en este sentido en el que la opción por los pobres puede escapar a la retórica repetitiva. Pero el sueño de una ética que asegure la armonía de nuestro mundo hasta en sus movimientos materiales y en sus efectos inducidos permanece vivo. La memoria de los tiempos míticos de la cristiandad está presente todavía.
El largo recorrido al que nos ha obligado esta exposición atestigua la ambigüedad de la memoria eclesiástica: tanto las formas ministeriales como las formas culturales de la teología y de la relación al presente están dominadas por la memoria que la Iglesia transmite. Esta memoria es en muchos casos normativa: marca huellas que la Iglesia, en su organización y en su pensamiento, no podría borrar sin profundas transformaciones estructurales que le causan temor. Su identidad está en parte constituida por estas huellas. La ambigüedad de esta memoria se debe al hecho de que se opone a otra memoria y a otra exigencia.
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En primer lugar, a otra memoria: la de los acontecimientos fundantes consignados en la Escritura. Ahora bien: ésta es una memoria de las rupturas necesarias, desde la llamada dirigida a Abrahán para que deje su tierra hasta la predicación de Jesús de liberarse de las coacciones de la ley. La muerte de Jesús es el efecto de esta ruptura. Ni la memoria ni la tradición son aquí normativas. ¿Cómo conjugar esta liberación que surge del acontecimiento fundante y el lastre normativo que procede de la historia de la institución? La atención a la exigencia presente podría permitir esta conjugación arriesgada.
Luego, a otra exigencia: la Iglesia católica no es ni un conservatorio ni un museo; su objetivo es testimoniar la eficacia presente de aquel que ella proclama como el Viviente, Jesucristo el Resucitado. Un viviente es aquel que es capaz de un vínculo activo con su entorno. Un viviente es aquel que es capaz de liberarse de soluciones antiguas para evaluar con lucidez los desafíos presentes. Un viviente no pone el vino nuevo en odres viejos. El Vaticano II quiso ser un concilio de los «signos de los tiempos», quiso percibir como exigencia de renovación lo que se anunciaba en los desafíos y en las realizaciones modernas. Pero no existe debate auténtico con el presente si las soluciones, las respuestas, se extraen únicamente de la memoria. En este tiempo de «restauración», de retorno a las certezas de la tradición, convendría interrogarse si esta actitud cómoda no marca, a pesar de las afirmaciones intempestivas y de las tomas de posición generosa a favor de los oprimidos, la poca confianza que se concede a la capacidad del Espíritu para hacer nuevas todas las cosas. Por rutina o ley inmanente, una institución preferirá siempre la repetición. Aceptar que un desafío ya presente transforme una estructura asegurada por la tradición es una apuesta que, para una Iglesia, sólo la fe permite hacer. Los responsables tienden a preferir la armonía repetitiva de la institución a los debates intensos que suscitaría la asunción en la fe de los retos actuales. Sin duda, una de las nuevas tareas del deber teológico es la de renunciar a favorecer la adhesión a las certezas de antaño para incitar a la Iglesia a soltar amarras en un mar finalmente libre.
CH. DUQUOC
[Traducción: R. GODOY]
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¿TIENE FUTURO LA SOCIEDAD MODERNA?
I . CONTRADICCIONES DE LA SOCIEDAD MODERNA
La «sociedad moderna» ha salido de la revolución industrial. Hoy vivimos la «tercera revolución industrial»; después de la mecanización, vino la electrificación y hoy llega la computerización de la producción. El cambio de las formas de producción requiere la movilidad y flexibilidad de los hombres, su capacidad de realizar nuevas posibilidades y su fuerza para superar contradicciones que ha padecido. La sociedad industrial moderna es necesariamente, desde la óptica social y política, una sociedad de reformas permanentes. Sólo mediante la disponibilidad para la transformación podrá esta sociedad reducir los riesgos que ella misma ha generado y hacer justicia a sus posibilidades.
Pero, para cualquier reforma social, necesitamos una visión histórica, es decir, la visión de un futuro por el que vale la pena vivir. Especialmente en épocas en que las transformaciones técnicas conducen a muchos hombres a grandes contradicciones sociales y riesgos económicos, esta visión del futuro es de importancia vital. «Cuando ya no hay visiones, el pueblo perece» (Prov 29,18). El que quisiera únicamente prolongar su presente en el futuro, perdería las nuevas posibilidades que le ofrece el futuro y, con ellas, el futuro mismo. La simple continuación de los existentes no genera ya hoy un futuro por el que valga la pena vivir. Sólo mediante conversión y reforma podremos salvar para el futuro lo que consideramos que se debe conservar.
¿Tiene «futuro» la sociedad moderna? Muchas personas, que sufren las contradicciones de esta socie
dad y las reconocen, dudan seriamente de ello. Muchas personas, que sufren las contradicciones y no las reconocen, desesperan torpemente. Se puede decir, en general, que nunca hasta ahora ha -habido en las sociedades ricas de la tierra tanta desorientación, tanta resignación y cinismo, aborrecimiento propio y agresión contra las instituciones como se dan hoy en las sociedades industrializadas de Occidente. Nunca hasta ahora ha habido tanta miseria y tantas
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muertes masivas en las sociedades pobres como se dan hoy en los países del Tercer Mundo \ Menciono algunas de estas contradicciones:
1. Vivimos no sólo en sociedades de clases, sino también en lo que se ha llamado «sociedades de dos tercios». Se trata de sociedades en las que dos tercios de la población empujan a un tercio de ella bajo los límites de la pobreza y la degradan hasta el nivel de personas superfluas (surplus-people), a pesar de que existen los medios para que todos los miembros de la sociedad puedan tener una vida digna y justa. A este tercio pertenecen niños y viejos, disminuidos, personas sin instrucción y muchas minorías. En Alemania occidental, por ejemplo, vivimos con un índice de paro del 8-10 por ciento y, según las declaraciones oficiales del gobierno, hemos asumido «tener que vivir con este paro estructural» también en el futuro, aunque, según el artículo 23 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, «todo hombre tiene derecho al trabajo». Un 10 por ciento de nuestro pueblo se ve privado no sólo de la posibilidad de obtener un medio de vida suficiente, sino también de la autoestima y de la inserción social que se logran por el trabajo y el sueldo. El hecho de que varias de las sociedades industrializadas de Occidente produzcan desde hace unos diez años una «nueva pobreza» no es un destino inevitable, sino el resultado de omisiones político-sociales. El hecho de que crezca una juventud a la que la amenaza del paro le atestigua cada día que la sociedad no la necesita es un escándalo. Sabemos que hay una relación entre paro, delitos contra la propiedad y penas de reclusión. El 50 por ciento de todos los reclusos en los Estados Unidos estaban en paro cuando cometieron el delito. Desde 1979, los robos con irrupción han crecido en la República Federal en torno a un 60 por ciento. Nuestra sociedad llega a su fin en esta juventud: «No hay futuro», No-Fu ture, es la respuesta desesperada de estos jóvenes.
2. El que tiene esperanza en el futuro, ahorra en el presente e invierte para el futuro. El que no tiene ninguna esperanza ni
1 Dado que muchos problemas del Tercer Mundo tienen su causa en contradicciones del Primer Mundo, considero sólo éstas.
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quiere ningún futuro, disfruta el presente y contrae deudas que sus hijos o cualquiera que sea tendrán que pagar alguna vez. Por las inversiones y las deudas se pueden estimar la esperanza y la desesperanza de una sociedad. Nuestras sociedades occidentales no son en modo alguno solamente los países acreedores de los países cada vez más endeudados del Tercer Mundo, sino que ellas mismas, y a la cabeza Estados Unidos, acumulan inmensas deudas en los presupuestos generales. Con ello agobiamos a nuestros hijos y a sus hijos con enormes deudas e hipotecamos su vida. Esta es una «política sin futuro», No-Future-Politics2.
3. Las sociedades modernas han inventado y fabricado para su protección el «sistema de disuasión nuclear». Por miedo a la destrucción mutua, se gastan cada vez más recursos para la «seguridad», desde la bomba atómica hasta el SDI: «Mutual assured des-truction» debe garantizar la seguridad. Pero cuantos más recursos se gastan para esta «seguridad», más valor pierde lo que se debe asegurar. La disuasión nuclear amenaza con exterminar no sólo a los enemigos potenciales, sino también a toda la humanidad y a toda vida superior de la tierra. Contiene la amenaza del genocidio total. La humanidad en su conjunto está amenazada de muerte, y hoy son únicamente dos o tres sistemas político-militares los que deciden sobre la ruina o la supervivencia de la humanidad. El terrorismo atómico no se da todavía, pero ya es posible. Con Hiroshima y Nagasaki comenzó, en 1945, el posible fin de la humanidad: ¡el fin del futuro humano es posible en cualquier momento!
4. La sociedad industrial moderna ha producido más riqueza que cualquier otra sociedad anterior. Pero produce esta riqueza para los hombres a costa de la naturaleza. Ninguna sociedad humana anterior ha destruido irreparablemente tanto entorno natural como esta sociedad. La «crisis ecológica», a la que nuestras sociedades han llevado a la naturaleza y al hombre, se ha convertido presumiblemente ya en una «catástrofe ecológica», al menos para los seres vivos más débiles3. Quienes lo saben viven con el temor
2 Documentación en R. North, Wer bezablt die Rechnung? Die wirklichen Rosten des Wohlstands (Wuppertal 1989).
3 Cf. Zur Lage der Welt 87/88. Daten für das Überleben unseres Vlane-ten. Worldwatch Institute Report (Francfort 1987).
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angustioso de que la naturaleza pueda degradarse hasta el punto de que la humanidad podría ir algún día a reunirse con los dinosaurios como forma de vida extinta. Y lo que hace tan inquietante esta posibilidad es la sospecha de que la situación podría ser ya irreversible, porque las sustancias tóxicas que suben a la capa de ozono de la tierra y las que se infiltran en el suelo no pueden recuperarse. En este caso, el destino de la humanidad estaría ya decidido, antes de que se hagan perceptibles los síntomas de su exterminio. En ese caso, no tendríamos de hecho ningún futuro, sino sólo un presente, que en un plazo previsible se convertiría en pasado.
¿Tienen los cristianos una «visión de la esperanza» para este mundo, o el cristianismo establecido está tan mezclado con nuestra sociedad que compartimos todavía las aporías y riesgos de esta sociedad, pero ya no tenemos un mensaje propio de esperanza que ofrecer a nuestros contemporáneos? En una sociedad pluralista, la Iglesia de Cristo no tiene, desde luego, el derecho de hablar para todos los hombres, sean o no cristianos. Pero todos los hombres de esta sociedad tienen el derecho de oír lo que los cristianos tienen que decir como tales, es decir, en virtud de su especial fe y de su esperanza ilimitada.
I I . EXPERIENCIA DE DIOS DE LOS CRISTIANOS
Y SU ESPERANZA EN EL FUTURO
Cuando los cristianos reflexionan sobre el futuro de esta sociedad amenazada de muerte, comienzan por la experiencia que los hace cristianos. ¿Y qué es lo que hace a los hombres cristianos? Es la actuación rehabilitadora y pacificadora de Dios en nosotros, hombres injustos y privados de paz. «Cristo fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra rehabilitación», afirma Pablo (Rom 4,25). En la carta a los Colosenses, 1,19-20, se expresa la misma idea de la paz: «... para por su medio (de Cristo) reconciliar consigo el universo, lo terrestre y lo celeste, después de hacer la paz con su sangre derramada en la cruz». Todo lo que determina el ser cristiano se debe a esta actuación rehabilitadora, reconciliadora y pacificadora de Dios en Cristo. Es la experiencia de la gra-
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cia, de la aceptación divina y de la elevación colectiva de hombres que se abandonan a sí mismos porque no ven futuro alguno ante ellos.
Pero de cada don nace una tarea correspondiente. De la rehabilitación del hombre injusto se deriva su envío para comprometerse por una mayor justicia en la sociedad. De la reconciliación del hombre privado de paz se deriva su envío como constructor de paz en los conflictos de esta sociedad. Los cristianos no pueden responder de otra manera a su experiencia de Dios. Es cierto que la actuación creadora de Dios y la respuesta activa del hombre no están en el mismo plano, porque Dios es Dios y los hombres son hombres. Pero nadie debe separar estos dos planos que Dios mismo unió. Así como los hombres deben por completo a Dios su rehabilitación, así para Dios todo depende de la actuación justa del hombre. A quien Dios rehabilita, le hace sentir profundamente hambre y sed de justicia. Los cristianos sienten en su propia carne los conflictos sociales y políticos de esta sociedad. Cuanto más profundamente creen en la justicia de Dios, tanto más intensamente sufren por la injusticia que ven. Si no hubiera Dios, quizá el hombre podría resignarse a la violencia y la injusticia, porque forman parte de la vida humana. Pero si hay un Dios y es el Dios justo, entonces no puede uno resignarse. Entonces no puede uno habituarse nunca a la injusticia, sino que se opondrá y se resistirá a ella con todas sus fuerzas. Si hay Dios, entonces hay una justicia y un juicio, que nadie puede eludir.
Si en la fe se experimenta la paz de Dios, entonces surge la esperanza de que haya paz en la tierra. La fe responde con ideas, palabras y obras a la experiencia de la justicia de Dios, y la esperanza espera un nuevo mundo de justicia. La fe acepta la paz con Dios, pero la esperanza anticipa el nuevo mundo de la paz. La fe encuentra el consuelo de Dios en todo sufrimiento, pero la esperanza mira al futuro de una nueva creación, en la que ya no habrá luto, ni llanto ni dolor. Para decirlo llanamente: el que cree en Dios, tiene esperanza para esta tierra y no desespera. A través del horizonte del terror apocalíptico, dirige su mirada hasta el nuevo mundo de Dios y actúa conforme a él.
En las discusiones ecuménicas, desde el encuentro de Upsala de 1968 hemos llamado a esta vida en la esperanza la «vida en la
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anticipación». Puesto que los miedos y los temores son hoy más grandes, considero el mensaje de Upsala actual y más importante que nunca: «Confiados en la fuerza renovadora de Dios, os hacemos un llamamiento: participad en la anticipación del reino de Dios y haced que ya hoy se manifieste algo de la nueva creación, que Cristo consumará un día... Dios reitera y Cristo quiere que su Iglesia sea ya ahora un signo y el anuncio de una sociedad humana renovada». Los hombres no sólo viven de tradiciones, sino también en anticipaciones. Con temor y esperanza anticipamos futuro y nos orientamos desde ahora a él. Los que hoy desesperan y afirman: «No hay futuro», anticipan el fin y destruyen la vida de los otros. Los cristianos, sin embargo, anticipan el futuro de la nueva creación, del reino de la justicia y de la libertad, no porque son optimistas, sino porque confían en la lealtad de Dios. Es cierto que nunca realizaremos el reino de la justicia en el mundo. Pero no podemos eximirnos de la tarea de conservar este mundo para el futuro de Dios, puesto que podemos destruirlo. Sin esta tierra no hay salvación.
I I I . PROMOVER LA JUSTICIA EN LA SOCIEDAD
Ahora vamos a considerar la vida de los hombres en sus relaciones esenciales desde el punto de vista de la justicia de Dios, puesto que es la justicia la que genera paz y crea futuro. Seguiré los pasos siguientes:
a) Personas en comunidad; b) comunidad en las generaciones; c) generaciones en el entorno natural; d) Iglesia de toda la creación.
a) Para personas en comunidad.
La moderna sociedad industrial ha producido un individualismo público, en el que cada uno quiere su propia libertad y nadie se preocupa demasiado del otro. Por el principio de la concurrencia, los fuertes son premiados y los débiles castigados. Si, además de ello, las posibilidades de vida, las profesiones y los puestos de tra-
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bajo son por principio escasos, surge una lucha de todos contra todos, puesto que nunca hay bastante para todos. El resultado es una sociedad de arribistas, en la que cada vez más personas son empujadas al margen o hacia abajo. La ideología del «no hay bastante para todos» hace a los hombres solitarios, los aisla, los despoja de sus relaciones con otros hombres y los conduce a la muerte social.
Si queremos que las personas puedan vivir en nuestra sociedad de manera más humana tenemos que construir comunidades desde abajo y reconocer que las personas sólo pueden desarrollar su personalidad en las relaciones y comunidades. La alternativa a la pobreza no es la riqueza. La alternativa a la pobreza y a la riqueza es: comunidad. El principio de la vida es «ayuda mutua», como ya expuso P. Kropotkin frente a Ch. Darwin en el ámbito animal y humano. En comunidades seremos ricos; ricos en amigos, en vecinos y colegas, en hermanos y hermanas, en los que uno puede confiar en las necesidades. En común, actuando como una comunidad, podremos ayudarnos en la mayoría de las dificultades. Juntos, en solidaridad, seremos fuertes para configurar nuestro propio destino. Pero si nos dividimos, entonces seremos también vulnerables, según el antiguo dicho romano: «divide y vencerás». La comunidad es por ello la verdadera protección de la libertad de las personas.
La sociedad moderna se ha convertido en todas partes en una sociedad centralista. Ha creado los grandes centros industriales y administrativos en las metrópolis. Con ello ha empobrecido los municipios locales y despoblado el país. La reconstrucción de una sociedad humana deberá empezar, por tanto, por los municipios locales, abarcables, cercanos, y recuperar para ellos muchas funciones y tareas que fueron entregadas a las administraciones centrales. En la época de los modernos medios de comunicación, la descentralización no es un problema técnico. La sociedad es más humana y viva en comunidades con autonomía.
En este contexto hay que ver también el problema del paro. El trabajo es una condición fundamental de la vida humana. Asegura la capacidad material de vida, pero además proporciona reconocimiento social y autoestima personal. El trabajo forma la personalidad. Por eso el «derecho al trabajo» no es sólo un derecho material, sino también profundamente personal. La forma en que
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trabajamos y distribuimos las posibilidades de trabajo no sólo determina nuestro destino personal, sino también nuestro futuro común4.
Por ello, luchar por la justicia en los diversos ámbitos del trabajo significa al menos esto: 1) la justa distribución de las posibilidades de trabajo entre hombres y mujeres mediante la reducción de las horas de trabajo y la creación de nuevos puestos laborales; 2) la justa retribución del trabajo y la configuración humana de los puestos de trabajo; 3) amplias ofertas de formación y de reciclaje de los trabajadores; 4) en vez de reducción de la edad laboral, establecimiento de años sabáticos durante la edad laboral, y, finalmente, 5) el reconocimiento social del trabajo no remunerado que muchas personas realizan, sobre todo el trabajo doméstico y el de cuidado de niños y ancianos en las familias.
Necesitamos una nueva definición del trabajo: el trabajo es —en términos generales— la participación activa en el proceso social, no sólo en el proceso de producción de la sociedad. Todo trabajo honesto en el proceso social necesita el reconocimiento público, entre otras cosas, mediante el dinero.
b) Vara comunidad entre generaciones.
Nosotros estamos acostumbrados a ver la vida humana de forma simultánea: todos los hombres en un tiempo. Pero una mirada al Antiguo Testamento nos muestra que las culturas antiguas consideraban la vida humana en sucesión: todos los hombres en la sucesión de las generaciones. De hecho, los hombres no son únicamente seres sociales, sino también seres de generación. Fueron creados como generaciones. Viven como generaciones entre sí y unos para otros. Por ello, la vida humana depende del mantenimiento de un pacto no escrito, pero subyacente a toda vida: el pacto entre generaciones. Este pacto establece que los padres han de cuidar de los hijos cuando éstos son pequeños y necesitan ayu-
4 Así también: Wirtschaftliche Gerechtigkeh für alie. Katholische Sozial-lehre und die US-Wirtschaft. Hirtenbrief der katholischen Bischofskonferenz der USA. Lamentablemente, en esta buena declaración sobre la justicia económica y social falta la perspectiva de la justicia ecológica. Y sin ella no hay justicia económica y social duradera.
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da, y que los hijos han de cuidar de los padres cuando éstos son viejos y necesitan ayuda. Y afecta no sólo a las familias, sino a todos los hombres que conviven en una sociedad. Puesto que todo hombre vive en la cadena de las generaciones y debe a ella su vida, todos están obligados a cuidar de la generación vieja y de la joven. La cercanía humana se vive también en la comunidad de las generaciones que cuidan unas de otras; no sólo en la pareja de hombre y mujer, sino también en la solidaridad entre viejos y jóvenes.
Pero existe no sólo un egoísmo personal y un egoísmo colectivo, sino también un egoísmo de la generación actual respecto a las generaciones futuras. La comunidad humana en la cadena de las generaciones sólo puede consistir en un equilibrio justo de las posibilidades de vida entre las generaciones actuales y las venideras.
El pacto entre generaciones se ve hoy amenazado por una ruptura que puede ser mortal para la humanidad. En esta generación, el hombre podría agotar todo el petróleo existente en la tierra. En las administraciones públicas de las comunidades, ciudades y naciones, dejamos ingentes deudas, que tendrán que pagar las generaciones futuras. Depositamos en la tierra residuos industriales tóxicos, que nuestros hijos tendrán que desenterrar y aislar de nuevo. Las industrias de energía nuclear producen residuos atómicos que, según el plazo de caducidad del material en cuestión, tienen que ser almacenados y vigilados durante un período de entre mil y tres mil años o más. Y, por otra parte, en nuestras sociedades futuras, comparadas con otras sociedades que conocemos, habrá más viejos y menos jóvenes. Las pensiones que los jóvenes tendrán que pagar por los viejos aumentarán. En una palabra: la generación actual hipoteca gravemente la vida de las generaciones futuras.
Para establecer justicia en la sucesión de las generaciones tendremos que hacer más honradamente los cálculos de costes y beneficios de la propiedad administrada. No hay derecho a que los beneficios se consuman ahora y los gastos tengan que ser pagados por futuras generaciones. Según la Ley Fundamental de la República Federal Alemana, la propiedad está «sujeta a obligaciones sociales». El que adquiere y posee una propiedad asume una responsabilidad social. Pero la propiedad está también en la sucesión cronológica de las generaciones y, en consecuencia, está también «obligada a la herencia». Todo ordenamiento de la propiedad tiene
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que insertarse en el pacto entre generaciones, puesto que, en una perspectiva de justicia, la propiedad sólo puede disfrutarse teniendo en consideración las generaciones venideras. En las antiguas sociedades agrarias era un hecho incuestionable que la tierra que una familia había heredado la legara intacta a sus hijos. En los pueblos indios americanos, toda decisión trascendental sobre emigración y asentamiento había de tomarse teniendo en cuenta siete generaciones futuras. En las modernas sociedades industriales tiene que restablecerse de manera consciente esta justicia de la herencia entre las generaciones, porque ya no se entiende por sí misma y porque muchas personas ya no perciben estas relaciones.
Las generaciones humanas conforman la comunidad temporal de la humanidad, y la comunidad temporal de los hombres consiste en la sucesión de las generaciones. Esta comunidad temporal es una verdadera comunidad humana cuando reina la justicia entre las generaciones y se mantiene el «pacto entre generaciones». En nuestra situación actual, hay que respetar ante todo el derecho del niño y los derechos vitales de las futuras generaciones, porque los niños son los miembros más débiles en la cadena de las generaciones, y las generaciones venideras aún no tienen voz y por ello son las primeras víctimas de la injusticia presente5.
c) Para generaciones en el entorno natural.
El círculo vital más cercano que ahora reconocemos es el entorno natural y la relación de la cultura humana con la naturaleza de la tierra. Los hombres son no sólo seres sociales y seres de generación, sino también seres naturales. Pertenecen a la naturaleza y dependen de la naturaleza. Las civilizaciones humanas sólo pueden desarrollarse en equilibrio con las condiciones cósmicas del organismo de la tierra. Si destruyen estas condiciones, las civilizaciones humanas perecen. Las sociedades agrarias premodernas sabían esto y respetaban esas condiciones de la tierra mediante su religiosidad cósmica animista. Han sido las sociedades industriales modernas las que se han desligado de las leyes y ritmos de la naturaleza. Tales sociedades fueron construidas teniendo en cuenta úni-
5 Cf. también V. Hauff (ed.), Unsere gemeinsame Zukunft. Der Brundt-land-Bericht der Weltkommission für Umwelt und Entwicklung (Greven 1987).
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camente los deseos y concepciones del hombre. La moderna civilización técnico-científica es la primera que únicamente somete a su dominio la naturaleza y la explota como «materia prima». La ciencia y la técnica harán a la naturaleza «esclava del hombre», había profetizado Francis Bacon; y Rene Descartes elogiaba el hecho de que el hombre, mediante la ciencia y la técnica, se convirtiera en «maítre et possesseur de la nature». Pero la naturaleza protesta contra su violación por obra de la moderna sociedad industrial, y lo hace mediante su muerte silenciosa o mediante evoluciones regresivas, como SIDA, algas, etc. En un colapso semejante, los hombres perecerán y la tierra sobrevivirá sin ellos.
Sociedades que están unilateralmente programadas para el crecimiento y la expansión no tienen capacidad de vida a largo plazo, porque sobreexplotan y destruyen tanto su base humana como su base natural y, con ello, se arruinan a sí mismas.
Sólo un cambio completo en el estilo de vida de los hombres y en las formas de producción industriales puede conjurar la muerte ecológica de la humanidad. Necesitamos una reforma ecológica de nuestra sociedad, de la producción, del consumo y del comercio. Desde el punto de vista técnico, es perfectamente posible, si hay voluntad política de realizarla. Toda la propiedad humana, ante todo la gran propiedad industrial y las instalaciones comerciales, han de someterse al criterio de su «compatibilidad». Lo que daña o destruye el entorno natural tiene que ser demolido o no se debe construir. Bienes de consumo cuyos residuos no pueden ser desintegrados por la tierra, como, por ejemplo, determinados productos químicos y los plásticos, deben dejar de producirse. El estilo de vida productor de residuos en los países del bienestar tiene que ser desenmascarado como «antinatural» y «perjudicial», y reformado en beneficio de un estilo de vida natural y saludable. La justicia ecológica, que fundamenta una simbiosis de supervivencia entre la humanidad y la naturaleza, será en el futuro tan importante como la justicia económica y la justicia entre las generaciones.
También la reforma ecológica de nuestra sociedad comienza en los municipios pequeños, abarcables. Sólo los extraños se despreocupan de la destrucción del entorno. Pero el que tiene que vivir allí, conserva el entorno y mantiene habitable su ambiente. Por eso surgen con razón iniciativas ciudadanas contra grandes proyectos
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industriales de consorcios extranjeros, multinacionales, que destruyen la naturaleza.
En este contexto, hay que llamar la atención sobre el problema humano de tecnologías que implican cada vez más riesgos. La técnica de la energía nuclear y la tecnología genética requieren hombres infalibles, porque, si se producen fallos humanos, reaccionan de forma devastadora. ¿Son estas peligrosas técnicas controlables por hombres que pueden errar y están sujetos a corrupción? Las catástrofes de Windscale/Sellafield, Harrisburg y Chernobil, así como los diversos escándalos internacionales de corrupción de la industria atómica alemana, indican que no lo son. El método experimental, el trial-and-error-method, tiene ciertos límites. No podemos permitirnos ningún otro gran error: ni un super-Gau en las plantas de energía nuclear, ni una guerra atómica, ni un accidente grave en laboratorios de tecnología genética. Y esto significa que no podemos hacer más experimentos. Vivimos sólo una vez. Un gran accidente atómico o una guerra atómica sólo se dan una vez; después ya no habrá nadie que pueda aprender de esta experiencia. Y esto significa que, o bien los hombres renuncian a esta técnica mortal y buscan otras fuentes de energía más beneficiosas, o bien hay que eliminar a estos hombres, de los que hasta ahora se ha dicho con benevolencia «errar es humano», y producir otros genéticamente distintos. También en la tecnología genética se perfila el fin de los experimentos: las bacterias producidas mediante la técnica genética no pueden recuperase una vez que se han desplegado. Tal hecho es único e irrevocable. De semejante catástrofe no se puede aprender. Desencadenamos procesos que escapan a nuestro control. Tomamos decisiones libres por las que perdemos nuestra propia libertad. Si estas decisiones son definitivas, irrevocables e irreparables, entonces ya no se trata de experimentos, puesto que ya no habría más campos de posibilidad. Entonces ya tampoco se podría distinguir entre verdad y error. Estaríamos ante el momento decisivo: todo o nada. Pero con ello habríamos llegado al final de los tiempos y estaríamos en presencia de lo que tradicionalmente se llamaba «el juicio final».
d) Para una Iglesia de toda creación.
Volvemos a la actitud interior del hombre: ante todo necesitamos una nueva estima de la naturaleza y un nuevo respeto a la vida de las otras criaturas. Ésta me parece la gran tarea de las religiones mundiales, y ante todo la de la Iglesia cristiana, puesto que fue la «religión occidental de la época moderna» la que abrió el camino a la secularización de la naturaleza. Al final de una larga historia de nuestra civilización, la antigua visión del mundo de las fuerzas armoniosas de la naturaleza ha sido destruida, y ello por el monoteísmo moderno, de un lado, y por el mecanismo de las ciencias naturales, de otro. El monoteísmo moderno ha despojado a la naturaleza de su misterio divino y la ha «desencantado», como dijo Max Weber. La ha convertido en material para la conquista del hombre. Pero, si hemos de tener una nueva estima de la naturaleza y un nuevo respeto a la vida de las otras criaturas, esta «religión de la época moderna» ha de ser reformada profundamente. Ya no podremos separar a Dios de la naturaleza, sino que habremos de percibir a Dios en la naturaleza y a la naturaleza en Dios. Nos volveremos a integrar en la inmensa comunidad de la creación, de la que nos habíamos desligado. Comprenderemos de nuevo que la naturaleza y nosotros mismos somos criaturas de Dios, y, en nombre de la creación divina, nos opondremos a la destrucción de la naturaleza humana. Ya no querremos conocer la naturaleza solamente para dominarla, sino que querremos entenderla para participar en ella. En la reforma ecológica de nuestra sociedad daremos derecho a voz a la naturaleza no-humana y respetaremos los derechos de nuestras criaturas animales y vegetales. Descubriremos de nuevo y aprenderemos a respetar la sabiduría de Dios en la naturaleza, de la que se afirma en Prov 8: «Quien me encuentra, encuentra la vida. Quien peca contra mí, hace daño a su alma. Todos los que me odian, aman la muerte». A mi juicio, la reforma ecológica de la «religión de la época moderna» constituye la tarea más grande de la Iglesia de Cristo hoy. La condición para una reforma ecológica de la moderna sociedad industrial es una conversión espiritual y cultural, que tiene sus raíces en una nueva experiencia religiosa de la realidad de Dios y de la naturaleza. La Iglesia tiene que convertirse en el templo de toda la creación.
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¿Tiene la sociedad moderna un futuro? Su futuro se llama conversión. ¿Podrá sobrevivir la humanidad a las crisis mencionadas? No podemos saberlo, ni debemos saberlo. Si supiéramos que la humanidad no va a sobrevivir, entonces no haríamos nada más por nuestros hijos, sino que diríamos: «Después de nosotros, el diluvio». Si supiéramos que la humanidad va a sobrevivir, entonces tampoco haríamos nada, y por nuestra pasividad perderíamos nuestra oportunidad de conversión. Puesto que no podemos saber si la humanidad va a sobrevivir, tenemos que actuar hoy como si el futuro de toda la humanidad dependiera de nosotros y, al mismo tiempo, confiar plenamente en que Dios permanece fiel a su creación y no la dejará perecer.
J. MOLTMANN
[Traducción: R. GODOY]
DAR NOMBRE AL PRESENTE
I. INTRODUCCIÓN: EL PRESENTE Y EL YO
Vivimos en una época incapaz de darse nombre a sí misma. Para algunos, estamos aún en la era de la modernidad y del triunfo del individuo burgués. Para otros, estamos en un momento de nivelación de todas las tradiciones, a la espera del retorno del individuo tradicional y comunitario, hoy reprimido. No faltan quienes piensan que estamos en una situación posmoderna en que se cierne sobre nosotros la muerte del individuo como última secuela de la muerte de Dios.
Estas tres maneras conflictivas de designar la situación actual aparecen en el centro del conflicto interpretativo que se ha producido en ese ámbito que en tiempos fue considerado centro de la historia, es decir, la cultura occidental, que incluye una teología cristiana propia. Pero tal como indica esta dificultad para darle un nombre, este centro occidental ya no puede mantenerse. Para la modernidad, el presente es lo que siempre fue, la misma historia evolutiva del triunfo y la superioridad indiscutida de la Ilustración occidental científica, tecnológica, pluralista y democrática. Para la antimodernidad, el presente es una «época de convulsiones», en que todas las tradiciones son destruidas por la fuerza inexorable de la misma modernidad. Para los antimodernos, la nuestra es una época en que trata de retirarse a un pasado que nunca existió y a una tradición cuya supuesta pureza desmiente el sentido mismo de la tradición como historia concreta y ambigua. Para la posmodernidad, la modernidad y la tradición se revelan hoy en la misma medida como ejercicios engañosos que intentan fundamentar lo que no puede ser fundamentado, un cimiento seguro para todo conocimiento y toda vida. Para los posmodernos, en el mejor de los casos, la esperanza del presente está en la realidad de la alteridad, y la diferencia, en esa alteridad viva en los grupos marginales de la modernidad y la tradición por igual, los místicos, los disconformes, los artistas de vanguardia, los locos, los histéricos. La conciencia
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de la posmodernidad, implícita muchas veces más que explícita, vive en esos grupos más que en las minorías intelectuales que se alinean en su seno.
Para todos los que vivimos en este turbado y contradictorio centro de privilegio y poder (y en mi condición de blanco, varón, de clase media, profesor católico americano y sacerdote no puedo pretender que no estoy situado en él), nuestra más profunda esperanza, como demuestran la filosofía y la teología de nuestra época, está en el avance hacia la alteridad y la diferencia. Entre los otros han de incluirse todos los subyugados, los otros que viven dentro de las culturas occidentales europeas y norteamericanas, los otros que se sitúan fuera de esa cultura, especialmente los pobres y los oprimidos que se están haciendo oír con claridad y energía, la terrible alteridad que se trasluce en nuestras propias culturas y psiquis-mos, las otras grandes religiones y civilizaciones, las diferencias esparcidas en todas las palabras y estructuras de nuestros lenguajes indoeuropeos.
Pero este giro hacia lo otro y hacia lo diferente que adopta hoy el Occidente moderno está frecuentemente animado por el secreto deseo de mantenernos en el centro y por sentirnos capaces de dar nombre a esos otros. Los otros se quedan en el margen. ¿Marginados con respecto a qué? Con respecto a un centro que ya no se sostiene. En los estudios teológicos continúa la costumbre de imponer nombres, como es el caso cuando, no tan ingenuamente, nos referimos a los estudios del «Próximo Oriente» o del «Lejano Oriente»: ¿cercano o lejano con respecto a qué? Ese otro visto desde el autotitulado centro es con mucha frecuencia un otro proyectado, bien por los nuevos temores de la pérdida del privilegio y el poder que experimenta el moderno individuo burgués, bien por las esperanzas de otra oportunidad que albergan los neoconservadores, bien por el deseo de escapar de la modernidad que experimenta el noyó posmoderno. Un hecho que difícilmente admitirán los modernos, los antimodernos y los posmodernos por igual, a pesar de que todos ellos hablan de la alteridad y la diferencia, es que ya no hay un centro con sus correspondientes márgenes. Hay muchos centros. El pluralismo es una manera, decorosa pero a veces muy frágil, de admitir este hecho. Demasiadas formas del moderno pluralismo teológico occidental son historicistas, pero ahistóricas y a la vez cu-
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riosamente ateológicas en sus visiones, por lo que resultan incapaces de admitir la inquietante realidad de nuestro presente policén-trico. Para que haya un genuino pluralismo es preciso pagar un precio, que muchos pluralistas parecen en definitiva no estar dispuestos a pagar o no ser capaces tan siquiera de ver. Lo que ocurre es que ya no hay un centro, sino muchos centros. Y los conflictos de interpretación sobre cómo entender el presente de Occidente (moderno, antimoderno, posmoderno) resultarán muchas veces no ser otra cosa que negativas, obtusas o sutiles, a encarar el hecho fascinans et tremendum de nuestro presente policéntrico. Los otros han de ser genuinamente otros para nosotros, no meras proyecciones de nuestros temores y deseos. Los otros no son marginales a nuestros centros, sino centros ellos mismos por su propio derecho. Sus conflictos y sus autodenominaciones liberadores exigen seria atención por parte de nuestro centro y en sus propios términos.
Si no queremos que sobrevenga al mundo carente de un centro una mera anarquía, habremos de aceptar el policentrismo de nuestra actual situación. Pero ¿cómo? Cada cual de nosotros habrá de aceptarlo desde el lugar en que está. Ese «lugar» quizá exija a veces la disposición a ser infieles a nuestra clase, raza, sexo o profesión. Ese «lugar» nos exigirá con seguridad que intentemos escuchar a los otros en cuanto que son diferentes, en cuanto que llegan a nosotros para enseñarnos nuevos modos de leer tanto el evangelio como la situación. Los católicos somos dichosos por formar parte de una tradición vieja ya de dos mil años que fue profundamente pluralista desde sus comienzos (hay cuatro evangelios, no uno solo) para todos aquellos que no estén ciegos a causa de una visión monolítica. Somos dichosos por vivir en una Iglesia que está en trance de perder su carácter eurocéntrico, que lucha por hacerse policéntrica, verdaderamente universal. Dichosos también por vivir en una época en que las demás grandes tradiciones religiosas —las restantes iglesias cristianas, las tradiciones judías, una tradición islámica que se revitaliza, el budismo profundo y policéntrico, las tradiciones hindú, neoconfuciana y taoísta, junto con todas las grandes tradiciones indígenas de todo el mundo— ya pueden ser escuchadas y están en condiciones de enseñarnos muchas cosas desde su genuina alteridad, con tal de que nosotros estemos dispuestos a ello.
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Puede que estas bendiciones parezcan una calamidad, como sugiere la antigua maldición china: « ¡Así te toque vivir en tiempos interesantes! » Pero el objetivo de la teología cristiana —ese modo de pensar y actuar casi imposible, tantas veces inadecuado— consiste en escribir la historia del presente a la luz del Evangelio de Jesucristo. Captar el núcleo del evangelio cristiano en nuestro momento presente es tanto como poner al descubierto las falsas visiones del presente que nos afligen. Afortunadamente, ninguno de nosotros está solo en este esfuerzo, sino que asistimos a la aparición de una opción místico-profética que brota en mil formas teológicas y en todos los centros de nuestra Iglesia policéntrica', en las iglesias de Latinoamérica, Asia y África, en los movimientos de emancipación social y personal en los centros de la Europa Oriental y Central, en las teologías feministas por todo el mundo, en las teologías afroamericanas e indígenas de Norteamérica, en el replanteamiento de las tradiciones indígenas de América Central y del Sur. Vivimos en tiempos arriesgados, como lo demuestran las historias reprimidas de los oprimidos de todas las culturas, como lo hace patente a toda generación cristiana la memoria de la cruz y la resurrección de Jesucristo. Sólo si hacemos frente a nuestros riesgos actuales con la memoria de esa pasión y esa resurrección, con la esperanza en el Dios que nos prometió la victoria sobre la opresión, la alienación, la culpa y la misma muerte seremos capaces de aprender todos juntos a dar nombre al presente, uniéndonos en la conversión y en la solidaridad con las luchas históricas de todos los centros de un mundo y una Iglesia policéntricos.
De otro modo, la teología, incluso la buena teología, corre peligro de convertirse en un mero bien de consumo para un tiempo cada vez más vacío y un espacio ecológicamente arruinado. Como observa Saúl Bellow, las visiones del genio parecen convertirse
1 Sobre la importancia capital de la memoria del dolor, cf. W. Benjamín, Theses on tbe Phüosophy of History, en Illuminations (Nueva York 1968). Las dos citas de Benjamín recogidas en este trabajo podrán verse en esas Theses; el mejor desarrollo teológico cristiano de estos temas (de los que son profundamente deudoras las reflexiones que ahora formulo) podrán hallarse en la obra de J. B. Metz, Zeit der Orden? Zur Mystik und Politik der Nach-¡ídge (Friburgo 1977); Glaube in Geschichte und Gesettschaft. Studien zu c'tner praktischen Vundamentaltheologie (Maguncia 1977).
Dar nombre al presente 85
siempre en mercancías empaquetadas para intelectuales. Eso mismo ocurre con la teología, trátese de las visiones de Tomás de Aquino, que terminan en las trivialidades de los neoescolásticos, o de la profunda perspectiva mística de Karl Rahner sobre la vida cristiana ordinaria, que algunos leen como una creencia en unas experiencias meramente privadas para un mundo cansado, o de las voces margi-nalizadas de los grandes místicos, que pasan a convertirse en bienes de consumo bajo la etiqueta de «experiencias cumbre», o de las voces y las acciones de los profetas, convertidas en mera ideología, o de los impulsos de autorreforma lanzados desde el Vaticano II, que se quedan en el simple aburguesamiento del cristianismo católico.
«El verdadero exilio de Israel en Egipto consistió en que el pueblo aprendió a soportarlo» 2, insistía Martin Buber. Ése es también nuestro exilio. Podemos sentirnos orgullosos, por ejemplo, del poder de las comunicaciones modernas, para quedarnos en la incapacidad de reconocer la profunda ambigüedad de la tecnología. Las comunicaciones modernas pueden, por una parte, saltar todas las barreras, desbaratar los sistemas totalitarios o autoritarios y socavar las hegemonías políticas, culturales y eclesiales, pero, por otra, las modernas comunicaciones pueden atravesar las fronteras simplemente para nivelar todas las tradiciones, desbaratar las comunidades y desarmar toda memoria del dolor.
¿Qué tradición será capaz de resistirse a ese poder, a esta fuerza sutil, erosiva, ubicua en su capacidad de trivializar toda vida, vaciar todo tiempo, suprimir toda diferencia y alteridad? La extraña adopción de la ciencia moderna, de la tecnología y la industrialización en todo el mundo ha contribuido a hacer de nuestra época un tiempo vacío, despojado de memoria, falto de esperanza, incapaz de resistir. El consumismo de nuestra época supone un incesante ataque contra el espíritu de todo individuo y de toda tradición.
En un presente vacío de tiempo auténtico, la profecía de H. Richard Niebuhr adquiere tonos de una verdad turbadora: puede ocurrir que los modernos cristianos occidentales se encuentren un
2 M. Buber, Tales of the Hassidim II (Nueva York 1970) 315.
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día predicando que «un Dios sin ira ha conducido a unos humanos sin pecado a un reino sin juicio a través del ministerio de un Cristo sin cruz» 3.
I I . DAR NOMBRE AL PRESENTE: MODERNIDAD
Los debates sobre la naturaleza de la modernidad se prolongan sin fin. En gran parte se centran en torno a la relación entre racionalidad y modernidad. Es una discusión fecunda, como ocurre en la obra de Jürgen Habermas. En efecto, si no se establece un nexo entre los muchos debates sobre la racionalidad y una teoría histórica y social de la modernidad, discutir sobre la razón (incluido el tema de la relación entre «fe» y «razón») puede llevarnos rápidamente a posturas ahistóricas y puramente formales. Desde Hegel, es claro que el hecho de que la razón tenga una historia constituye un problema para la razón. Lo problemático de las discusiones contemporáneas sobre la racionalidad queda al descubierto al hacerse patentes unas formas de relativismo e historicismo puros que se mantienen gracias a la esperanza ilusoria de que, en virtud de esas retiradas intelectuales, aún podemos tomar en serio al menos la historia y los límites de la razón. A la espera del colapso de tales nociones historicizadas de la razón queda el último defensor moderno de una razón ahistórica: el positivismo.
El positivismo está intelectualmente gastado, incluso en las ciencias naturales, desde la aparición de diversas formas de ciencia posmoderna (como la ecología) y en casi todas las formas de filosofía y ciencia posteriores a Kuhn. Pero el positivismo conserva en el plano cultural la fuerza que siempre tuvo. Allá donde reina el positivismo, la historia se vacía de todo tiempo real y se convierte, en el mejor de los casos, en una infinitud degradada, un infinito de lo mismo siempre repetido. Queda clara la mismidad: sólo la ciencia (entendida desde el positivismo) puede ser instrumento de indagación; la razón queda reducida a una función puramente téc-
3 H. Richard Niebuhr, The Kingdom of God in America (Nueva York 1959) 193. En la cita me he tomado la libertad de cambiar el término «hombres» que usa Niebuhr por «humanos».
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nica y la tecnología avanza sin dirección ni esperanza en cuanto que sus genuinas posibilidades liberadoras quedan desvirtuadas, por falta de reflexión, hasta hacer de ella una fuerza dominadora y niveladora en todos los órdenes.
Desde la perspectiva positivista, todo lo que puede ser hecho ha de ser hecho. Para los modernos positivistas, cuyo número es legión, no sería razonable hablar de vida decente, de llamada a la felicidad, de necesidad de sentido en la historia y en el tiempo. A semejanza del antiguo Imperio romano, la nueva cultura tecnológica positivista crea el desierto y lo llama paz. Ésa es claramente una paz que viene como fruto de la llamada profética a la justicia. Es la paz del sonámbulo y la justicia del burócrata.
Los primeros grandes liberales —como William James con su generosa llamada a un pluralismo radical, como John Dewey con su persuasivo alegato en favor del ethos democrático implícito en una investigación científica orientada en sentido nada positivista— parecen hoy tan inermes ante la tecnocracia imperante como lo son sus oponentes neoconservadores. Ciertamente, la nueva alianza intelectual en Europa y América entre una hermenéutica y un pragmatismo revisados ofrece una esperanza genuina a la razón. Pero incluso esta esperanza puede quedarse tan sólo en esperanza de la sola razón, sin relación alguna con las realidades sociales de una cultura científica y tecnocrática dominante.
La modernidad, en resumen, se ha convertido justamente en aquello que más tememos y a lo que más nos oponemos: en una tradición entre otras muchas. La honrada desesperación de tantos pensadores seculares modernos revela el pathos del liberalismo en nuestra época. En efecto, las energías liberadoras desencadenadas por la Ilustración y las grandes revoluciones modernas podrían quedar atrapadas en una noción puramente tecnológica de la razón, de la que no parece posible una salida airosa. Ni salida ni ética. Y por encima de todo, ninguna política genuina. Este siglo increíble, que se inició con la confianza en la ciencia, la razón, la ilustración y la modernidad, se encuentra en sus postrimerías ante todo aquello que ya creía enterrado desde tiempo atrás, sobre todo ante el resurgir de las religiones fundamentalistas en sus formas más agresivas. La modernidad nunca se opuso a la religión mientras ésta se mantuviera en la esfera privada y mansamente escondida. La
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modernidad nunca se opuso al arte mientras éste se mantuvo en la periferia como una placentera distracción para burgueses cansados. Pero la modernidad no podía esperar ni anticipar que la misma razón terminaría por abdicar de su función comunicativa y eman-cipatoria en aras de una razón meramente técnica en el ámbito de una cultura cada vez más dominada por preocupaciones tecnoeco-nómicas.
¿Qué esperanza, por tanto, puede haber de que se instaure un ámbito público en el que todas las personas razonables puedan situarse para dialogar sobre el sentido y la esperanza de la vida honesta, la felicidad, la historia y la sociedad, si es cierto que sólo los medios, nunca los fines, pueden ser tema de la discusión racional? Las clásicas cuestiones políticas de la felicidad, la vida decente, el significado de la historia se han privatizado y, en consecuencia, han dejado de ser esencialmente no racionales como las clásicas cuestiones de la religión y el arte. No es de extrañar que Max Weber afirmara que nuestra situación se ha convertido en una «jaula de hierro» o que Henry Miller, a la vista de su cultura, la llamara nuestra «pesadilla de aire acondicionado».
Admito que comparto en gran parte este pesimismo weberiano a propósito de nuestra situación. Pero también es cierto que ese pesimismo es excesivamente totalizante e irreal. Ese pesimismo total parece ser nada menos que la otra cara de aquella misma moneda de su precedente creencia moderna en el progreso. Este mito del progreso sobrevive aún, en formas más modestas, en los indis-cutidos esquemas sociales evolucionistas o incluso en unos sutiles defensores de la modernidad como Habermas y Kohlberg.
La verdad, incluso —como las anteriores teologías de la secularización defendían no sin razón— la verdad teológica de la modernidad, está necesitada de una defensa, incluida la defensa teológica. En efecto, más allá del mito desacreditado del progreso y frente al pesimismo total weberiano están las verdades modernas que Habermas y otros muchos de sus contemporáneos se han esforzado por defender, es decir, la realidad de la razón como cauce comunicativo, las esperanzas que alientan en todos los movimientos nuevos que van en contra de un espacio predominantemente tecnoeco-nómíco, el avance hacía un pluralismo cultural de corte jamesiano y hacia una genuina democracia política indisolublemente unida a
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la democracia económica. La fuerza liberadora de cuanto está ocurriendo en la Unión Soviética, en China, en Polonia, en Hungría, en los Estados bálticos y en otros muchos lugares demuestra la energía de este avance hacia la democracia y el pluralismo modernos. Sin embargo, a pesar de la imagen que muchos medios de comunicación occidentales nos dan de esos acontecimientos, capaces de hacer época, a pesar de la autocomplacencia de muchos dirigentes políticos e intelectuales occidentales, la esperanza que se expresa en esos grandes levantamientos no aspira a realizar una mera copia de la modernidad occidental. Como claramente lo ha expresado Lech Walesa, sus esperanzas no están puestas en la cultura tecnoeconómica del Occidente y su consumismo, su individualismo posesivo y su hedonismo.
No estamos atrapados en la «jaula de hierro» de Weber. Pero liemos visto cómo nuestros espacios existenciales, con toda su rica diferencia, caían, cada vez más, bajo la colonización de unas fuerzas del sistema social tecnoeconómico, que no duda en utilizar todas sus energías para nivelar toda memoria, toda resistencia, toda diferencia y toda esperanza. Se privatiza la religión. Se margina el arte. Todos los grandes clásicos de nuestra cultura y de todas las demás culturas pasan a convertirse en bienes de consumo para una minoría aburrida y angustiada. Incluso el espacio público —la última esperanza genuina de la razón en sus formas clásica y moderna occidental— se convierte en mera técnica. No dudo en admirar un intento como la noble defensa moderna que hace Habermas de la razón como cauce comunicativo, unida a su presentación, lúcida y equilibrada, de la relación entre la acción social y el sistema social en la modernidad. Pero hasta que el esquema social-evolutivo que también informa el esfuerzo de Habermas no sea expuesto y discutido desde dentro, hasta que las afirmaciones sobre la veracidad del arte y la religión no se tomen mucho más en serio, no veo cómo podrá ser capaz esa propuesta de sanar la modernidad4.
También las teologías modernas podrán participar en esa creen-
4 Defiendo mi análisis, defensa y crítica de Habermas a propósito de estas cuestiones en un trabajo sobre Habermas recogido en D. S. Browing/Ph. De-nenish (eds.), Critical Theory and Public Theology (aparecerá en 1990). Este volumen incluirá la respuesta de Habermas.
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cia, no tan secreta, en la evolución social de Occidente. De momento no aciertan a ver hasta qué punto se ha empobrecido la idea de la razón en nuestra cultura tecnoeconómica. Es cierto que las teologías liberales han asumido con incontestada honestidad algunos de los dilemas con que se enfrenta el individuo en nuestra cultura y en todas las demás culturas, como son la cuestión de la finitud, las realidades de la culpa y la angustia, el poder permanente de la falta de sentido en un tiempo vacío, el consuelo genuino con dolor y pesar ante la muerte. Pero ¿dónde muestran todas estas teologías modernas el reconocimiento de que el espacio tecnoeconómico de la modernidad es capaz de transformar silenciosamente estas realidades religiosas simplemente en nuevos bienes de consumo con la misma facilidad con que las demandas sistemáticas del espacio tecnoeconómico ha intentado convertir la razón moderna en una razón meramente técnica?
En toda filosofía merecedora de ese nombre habrá que defender la esperanza de la razón. Toda teología digna de ese nombre deberá iluminar las grandes cuestiones humanas de la finitud, la culpa, la angustia y la muerte. Pero esa esperanza e incluso esas cuestiones —en nuestra moderna situación— sólo podrán mantenerse vivas si se hacen explícitamente históricas y políticas. En nuestro contexto teológico, esas cuestiones han de adquirir un sesgo místico-político. Lo que necesitamos no es precisamente minus-valorar las grandes teologías liberales o renegar de los logros de la misma Ilustración. Las intenciones de los teólogos liberales eran nobles. Sus logros fueron reales y son recuperables, sobre todo en el ámbito de lo personal. Pero hemos de preguntarnos si el personalismo será capaz de vencer en una cultura embebida de individualismo posesivo. ¿Podrá ser reducida la esperanza cristiana al individualismo ahistórico de la modernidad? ¿Es posible entender la razón al margen de su contexto histórico, cultural y social? ¿Cabe una resistencia activa a la vez que el tiempo vacío de la modernidad invade implacablemente todas las conciencias hasta reducir toda consolación al ámbito meramente privado?
No tenemos por qué asumir las críticas totalizantes de esta sociedad moderna, sean weberianas, neodurkheimianas o ciertas formas de neomarxismo. Tampoco tenemos por qué aceptar los ataques masivos contra la Ilustración y la modernidad que lanzan los
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neoconservadores y los posmodernos por igual. Tampoco hemos de comprometernos con esas curiosas formas de odio contra sí mismo que practican ciertos intelectuales modernos de clase media, incluidos algunos teólogos, que a veces dan la impresión de asumir esa postura como ineludible. Si tomamos en consideración las alternativas (incluidas la mixtificación intelectual y la opresión social e intelectual contra las que tan honorablemente lucharon las grandes revoluciones de la clase media), advertimos que todavía merecen ser defendidos el quebrantado ethos democrático, las clásicas virtudes de la clase media y el moderno pluralismo de nuestras sociedades. Merecen una defensa teológica en esta época —nuestra época— en que esos logros de las modernas revoluciones burguesas se hallan en peligro de destrucción a causa del predominio tecnoeconómico que se nos va de las manos. Éste es sobre todo el caso en relación con la Iglesia —nuestra Iglesia—, en que incluso los logros genuinos de la modernidad fueron reconocidos por vez primera en el Vaticano II después de dos siglos de resistencia del catolicismo a la modernidad, pero que ahora están a punto de ser frustrados en todos sus puntos por obra de quienes mantienen unas posiciones que en modo alguno pueden considerarse concordes con los frutos de la Ilustración, sino que se retrotraen a una etapa anterior a la misma Ilustración en el mejor de los casos.
Pero también hemos de afirmar que ninguno de los modelos de la conciencia moderna y del momento presente de la modernidad puede considerarse ya suficiente, y lo mismo hemos de decir a propósito de la conciencia puramente autónoma de la Ilustración, de la conciencia expresionista de los románticos, de la conciencia angustiada de los existencialistas, de la conciencia trascendental de las filosofías y teologías trascendentales. Todos esos modelos resultan inadecuados, porque todos ellos están profundamente relacionados con la conciencia de la modernidad, contradictoria y sometida al autoengaño. Lo que necesitamos es una nueva percepción teológica, tanto de la conciencia como del tiempo presente. Necesitamos personas históricas dotadas de memoria, esperanza, y resistencia.
Hay dos grandes candidatos en nuestra época para sustituir a la persona moderna y al tiempo vacío impuesto por el dominio del ámbito tecnoeconómico y sus perspectivas sociales evolucionarías. Me refiero a la conciencia comunitaria antimoderna de los neocon-
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servadores y a la pretensión posmoderna de negar la conciencia y la presencia. ¿Qué esperanzas nos aportan? ¿Qué resistencias nos ofrecen?
III. DAR NOMBRE AL PRESENTE: LA ANTIMODERNIDAD EN LOS FUNDAMENTALISTAS Y LOS NEOCONSERVADORES
La primera respuesta de la antimodernidad puede ser llamada fundamentalismo, un término que se originó en las controversias protestantes, pero que ahora abarca un amplio espectro, desde el fundamentalismo islámico del movimiento a que dio origen el ayat-tolah Jomeini, pasando por el tradicionalismo católico del movimiento del arzobispo Lefebvre y la relectura del judaismo por el rabino Kehane hasta el fundamentalismo hindú en la India y el fundamentalismo sintoísta del Japón, por no hablar de varios cultos religiosos nuevos. Ha sucedido lo que menos podía esperar la moderna cultura liberal de Occidente: un resurgir de los movimientos religiosos agresivos antimodernos, antiliberales, antiprivados por todo el mundo.
Desde el punto de vista del esquema evolucionista subconsciente de la modernidad se suponía que la religión iba caducando mansamente, cada vez más retirada al espacio privado del consuelo y la nostalgia, de las esperanzas domesticadas de la personalidad emergente de la clase media. Pero el vacío dejado por la nivelación de todas las tradiciones operadas por la modernidad condujo finalmente a una explosión y a un resurgir de la religión en sus formas más tradicionales y premodernas. Como repetía Walter Benjamín en su tiempo, es característico del historicismo ahistórico de la modernidad pensar: «¿Cómo es posible que esto ocurra en tiempos modernos (es decir, ilustrados)?» Más razonable sería pensar cómo podría dejar de ocurrir tal cosa en un tiempo en que ya no existe el tiempo genuino y a unos sujetos privados de sus tradiciones de memoria y esperanza. Los seres humanos no pueden sino hacerse las preguntas límite que plantean y a las que dan respuesta las tradiciones religiosas. No es fácil suprimir la demanda humana de sentido personal e histórico.
La feroz antimodernidad de la revolución islámica en Irán, al
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igual que la violenta antisecularidad de los fundamentalistas norteamericanos y la violencia antiliberacionista de muchos grupos fundamentalistas latinoamericanos transmiten un mensaje común: la era moderna ha fracasado. Se nos viene encima una explosión de movimientos fundamentalistas por todo el globo. Quizá sea más exacto designar este fenómeno no como una explosión, sino como una implosión. En efecto, los grupos fundamentalistas (desde las iglesias electrónicas de los Estados Unidos o la revolución iraní, electrónicamente sofisticada, hasta la utilización de los modernos medios de comunicación por los grupos fundamentalistas de Latinoamérica) transmiten un tema común: todos los valores éticos y políticos de la modernidad (los derechos del individuo, el pluralismo, el ethos democrático, la confianza en la razón pública) han de ser rechazados de golpe en la medida en que se aceptan la moderna ciencia tecnologizada y el industrialismo.
Es éste, ciertamente, un destino extraño: los productos de la modernidad son aceptados por los fundamentalistas al tiempo que se rechazan todos los valores auténticos del experimento moderno. Esta repulsa se extiende también a la teología, que emplea métodos científicos modernos (como la crítica histórica y la crítica de la ideología) para reelaborar nuestra turbada herencia. La misma violencia de la repulsa fundamentalista de la modernidad ilustra la desesperación de los seres humanos que advierten su pérdida de toda comunidad, tradición y valores, que a la vez sienten el terror de una historia que se les queda vacía y sin sentido. Sería insensato confiar en que el fundamentalismo habrá de pasar sin más. Lo tenemos tan cerca como el televisor. La fuerza del fundamentalismo en nuestros días debería enseñarnos a todos, por lo menos, que la exigencia humana de significación histórica y de sentido personal no puede ser suprimida tan fácilmente como dio por supuesto la modernidad, con su teleología socioevolucionista sin salida, y también que hay valores en el moderno experimento que deberían defender deliberadamente todos los no fundamentalistas, y que son los valores de los derechos del individuo, las libertades de prensa, religión, reunión y representación, que son los logros de las grandes revoluciones burguesas; la afirmación de la investigación científica sin cientifismo; la exigencia de reflexionar críticamente sobre la tecnología en vez de adoptarla irreflexivamente; la afirmación del
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pluralismo y el diálogo; la defensa del espacio público y la confianza en el proceso democrático. Pero ninguno de estos valores modernos puede asegurarse sin pagar un precio. El resurgir fun-damentalista, con su divorcio de estos valores modernos y cristianos y su contubernio con la tecnología, el industrialismo y el cien-tismo, demuestra turbadoramente lo alto que puede ser ese precio5.
Hay que afirmar abierta y rotundamente que el fundamentalis-mo religioso no puede ser tomado como una opción teológica inte-lectualmente seria, del mismo modo que tampoco el positivismo secular, al que tanto se parece, constituye una opción filosófica seria. Pero la fuerza social e histórica del fundamentalismo —como, de nuevo, la del positivismo— es una realidad creciente. Su significación como movimiento de unos seres humanos y de unas comunidades que se sienten turbados es un fenómeno que merece respeto y atención teológica por parte de todos. La versión no funda-mentalista de la antimodernidad, por otra parte, merece un respeto no sólo humano, sino plenamente intelectual. En efecto, tal como ocurre entre los cristianos evangélicos conservadores (pero no fun-damentalistas) de Norteamérica, en las teologías tradicionales católicas distintas del tradicionalismo de Lefebvre, en la gran revitali-zación del pensamiento islámico al margen del movimiento de Jo-meini o en la recuperación de las tradiciones judías en todas las formas del judaismo, el resurgir neoconservador es un fenómeno profundo y en muchos sentidos alentador.
En efecto, el movimiento neoconservador trata de ver más allá del vacío del presente y la pobreza del sujeto moderno. Los neo-conservadores saben que un presente sin memoria del pasado y de la tradición se engaña y finalmente se destruye a sí mismo. Los neo-conservadores saben que un sujeto sin comunidad y sin tradición se convierte pronto en poco más que ese moderno individuo posesivo que termina haciéndose pasivo y carente de historia. Los conservadores advierten la locura del ataque masivo lanzado por la Ilustración contra el concepto mismo de tradición. Sienten la irrea-
5 Cf. el incisivo trabajo de Langdon Gilkey sobre el fundamentalismo en M. E. Marty/R. S. Appleby (eds.), Yundamentalism, patrocinado por la American Academy of Arts and Sciences, así como el trabajo de Gilkey en el Festschrift a Ñathan A. Scott Jr., dirigido por M. Gerhart y A. Yu. Los dos trabajos aparecerán en 1990.
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lidad del supuesto universalismo de los esquemas sociales evolucionistas del liberalismo occidental aplicados a la historia. Los neo-conservadores advierten el desgaste y la complaciente obstrucción de los ricos recursos de la tradición. Conocen la necesidad de recuperar esos recursos en nuestros tiempos vacuos, si es que aspiramos a mantener en absoluto una auténtica identidad cristiana.
En esa línea se sitúan, por lo que hace a las modernas teologías, la aparición del nuevo barthianismo de la escuela de Yale6, la nueva insistencia sectaria en el testimonio de una gran parte de la ética cristiana occidental, la convicción de tantos teólogos católicos de que posiblemente sea Buenaventura en vez de Tomás de Aquino el modelo adecuado para la teología católica. A la vista de todos están los avances de estas nuevas teologías posliberales, como la recuperación de la necesidad del relato bíblico como elemento for-mador de identidad para los cristianos, tanto individual como comunitariamente, en las nuevas teologías narrativas protestantes de Frei, Lindbeck, Hauerwas y otros muchos, la recuperación de la importancia de la forma visible en la vida y en el pensamiento católico a la luz de la automanifestación de Dios en la forma humano-divina de la encarnación de Jesucristo, como se muestra en la gran teología recuperadora de Hans Urs von Balthasar, la insistencia en que la modernidad puede provocar la erosión de la identidad cristiana tanto en el plano comunitario como en el personal que vemos en la llamada a la reafirmación de la identidad cristiana de la teología católica de Ratzinger.
Entiendo que todos tenemos algo que aprender de estas teologías neoconservadoras de la recuperación del relato, de la forma visible, de la tradición, de la comunidad y de la identidad. Tal es el caso incluso para quienes discutimos la adecuación de la postura neoconservadora sobre bases a la vez teológicas y culturales. El elemento perturbador no es aquí tan sólo la negativa frecuente de los neoconservadores a admitir los logros genuinos de la teología moderna. Ciertamente, esa negativa ha de resultar perturbadora para todos los que aún se sientan capaces de distinguir entre los
6 El más prometedor trabajo norteamericano sobre este tema se debe a W. C. Placher, Unapologetic Theology: A Christian Voice in a Pluralistic Conversation (Louisville 1989).
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valores genuinos de la modernidad y sus distorsiones efectivas. No se trata sólo de la parcialidad en la lectura de los teólogos clásicos elegidos como referencia focal, de que son ejemplos el pesimismo contumaz de la lectura de Agustín por Ratzinger, el carácter brillante pero distorsionante de la lectura de Buenaventura y Dante por Von Balthasar, la lectura apolítica de Karl Barth por los nuevos barthianos, el uso incondicional de la distinción neoescolástica tradicional entre esfera «natural» y «sobrenatural» en la teología del papa Juan Pablo II , liberadora en lo secular e inflexible en lo eclesial. Hay motivos de preocupación en todo ello. Pero ha de tenerse también en cuenta lo que podría ocurrir con esos mismos recursos que tanto han hecho por recuperar los teólogos neocon-servadores. Me refiero a la defensa de la tradición y del pasado para entender que nuestro momento presente no puede convertirse meramente en un presente vacío, a la necesidad de una noción comunitaria y no meramente individualista de la dignidad de la persona humana, a la realidad de la identidad cristiana como específicamente cristiana y no como un epifenómeno de la emancipación moderna, a la necesidad de la memoria y la narración para asegurar esa identidad. Todos estos recursos corren también un grave peligro de destrucción a causa de la excesiva parcialidad de su recuperación por los neoconservadores.
Porque la memoria del cristiano es ante todo memoria de la pasión y resurrección de Jesucristo. Esta memoria es lo más peligroso que hay para todos aquellos que pretenden apropiársela en exclusiva. De esa memoria brota la convicción de que en teología no hay una tradición, unas lecturas o unos clásicos desinteresados. Esa memoria provoca la insistencia moral en que la memoria del dolor de los oprimidos —a veces por la misma Iglesia que ahora los reclama por suyos— es la gran contramemoria cristiana frente a todo triun-falismo tanto por parte del complaciente relato social-evolucionista de la modernidad como de la lectura excesivamente purista de la «tradición» por parte de los neoconservadores. ¿Qué es la narración cristiana: cristiandad o cristianismo?
El cristianismo es siempre una memoria que reacciona contra sí mismo con la misma energía que contra las restantes pretensiones triunfalistas. Las grandes negaciones proféticas de todo triun-falismo que brotan de la memoria de Jesús de Nazaret hacen que
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resulten irreales, sobre bases intracristianas, todas las apelaciones a la narración, la memoria, la tradición y la identidad que comparten el desinterés o el triunfo. Defender la tradición es lo mismo que defender esa memoria profética turbadora y frecuentemente autocrítica. Adoptar una perspectiva histórica es tanto como asumir el presente y rememorar el pasado a la luz subversiva de esa misma memoria. Como insistía Benjamín, «toda gran obra de civilización es a la vez una obra de barbarie». Toda teología recuperadora que se niegue a tomar en consideración este hecho puede terminar, a pesar de sus claras y nobles intenciones, no en la defensa de la memoria de la cruz y resurrección de Jesucristo o en la rememoración del Dios que promete y juzga, sino en la rememoración de una mera forma de cristianismo que se aproximará peligrosamente a la cristiandad histórica.
IV. LA POSMODERNIDAD Y LA MUERTE DEL SUJETO MODERNO
El pensamiento posmoderno ha propuesto dos visiones ilusorias de la modernidad: la irrealidad de la noción de presencia en el concepto que se forja la modernidad del tiempo presente y la irrealidad de la autoconciencia del sujeto moderno en cuanto que basada en sí mismo7. Al igual que todos los demás logros, éste de la posmodernidad no carece de ambigüedades. En su forma más radical, los pensadores posmodernos son capaces de describirse como portavoces de una «hermenéutica de la muerte de Dios». En una época en que los sujetos humanos se ven en peligro por todas partes, los
7 Estudios destacados sobre el tema: J. Culler, On Deconstruction: Theory and Criticism after Structurdism (Ithaca 1982); A. Thiher, Words in re-flection: Modern Language Theory and Postmodern Fiction (Chicago 1984). Sobre los más importantes partícipes en este debate, cf. J. Habermas, Der philosophische Diskurs der Moderne (Francfort del Maine 1985), y J.-F. Lyo-tard, The Post-Modern Condition: A Report on Knowledge (Minneápolis 1984). Pueden verse tres respuestas muy diferentes a la posmodernidad en J. S. O'Leary, Questioning Back: The Overcoming of Metaphysics in Christian Tradition (Nueva York 1985); M. C. Taylor, Erring: A Postmodern A/the-ology (Chicago 1984); D. Tracy, Plurality and Ambiguity: Hermeneutics, Religión, Hope (San Francisco 1987).
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posmodernos eligen más bien completar el relato de la muerte de Dios añadiéndole la «muerte del individuo». No es un argumento muy alentador.
Poner de manifiesto la creencia ilusoria en la pura presencia de gran parte del pensamiento moderno no es pequeño logro. Porque el pensamiento moderno está intentando siempre fundamentarse en sí mismo. Iniciada en Descartes, la modernidad anhela construirse sus propios cimientos a partir de una conciencia engañosamente pura y una identidad engañosamente segura. Sin embargo, como han puesto en claro los posmodernos, el yo moderno, desafortunadamente para sus pretensiones fundacionalistas, tiene que utilizar también el lenguaje. Y el mismo juego disgregador y no fundante de los significantes en todo lenguaje hará con toda seguridad que ningún significado —especialmente el gran significado moderno, el sujeto moderno— encuentre nunca la pura identidad, la pura y clara autopresencia que busca o la totalidad a la que se aferra. Este sujeto moderno autofundado y autopresente ha muerto por culpa de sus propias pretensiones de fundamentar toda realidad en sí mismo. Gracias a los posmodernos, nadie hará duelo por este sujeto.
Los posmodernos actúan a través de sus gestos de reflexión, singularmente desintegradores. Sus mejores actos posmodernos son actos de resistencia. Resistencia a la autoimagen complaciente y humanista de la modernidad; resistencia a un concepto de presente que sólo implica una ilusión de pura presencia; resistencia a una conciencia alingüística y ahistórica; resistencia, por encima de todo, a lo que agudamente llama Foucault «algo más de lo mismo».
Siguiendo a Foucault, muchos posmodernos se esfuerzan por reelaborar la «historia del presente». En el mejor de los casos, escriben sus historias de tal modo que los hasta ahora olvidados —histéricos, locos, místicos, inconformistas, vanguardistas— tengan la oportunidad de expresarse y dislocar un presente moderno vacío. Alteridad, diferencia y exceso pasan a ser las alternativas a la mismidad fatal, el sistema totalizante, la falsa seguridad del sujeto moderno autofundado. Es el retorno de Nietzsche. Pero no viene ahora como el «viejo» Nietzsche existencialista de los humanistas angustiados, sino como un nuevo Nietzsche cargado de retórica que se ríe ante el abismo de la indeterminación que se pone
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de manifiesto en el autorretrato burgués del yo moderno y la no presencia del presente moderno.
En sus formas teológicas, los pensadores posmodernos nos ayudan a recuperar a los grandes místicos y en especial la tradición radicalmente apofática que va del Pseudo-Dionisio, pasando por el Eriúgena, hasta Eckhart. También pueden ayudar a la teología cristiana en y a través de su reelaboración de la «divinidad más allá de Dios» de Eckhart hasta llegar a un diálogo con la nada luminosa (sunnyata) más allá del nihilismo de las grandes tradiciones budistas.
Sin embargo, con algunas excepciones notables, los pensadores posmodernos se sienten libres para desmontar la historia del pasado y del presente en lugar de actualizar una esperanza ético-política concreta. Pretenden desmontar el statu quo en favor de un fluxus quo, pero no son capaces de hacerlo sin reflexionar ulteriormente sobre el alcance ético-político de sus aventuras desintegradoras. Eso significa que en el pensamiento posmoderno va implícita una ética de resistencia. Pero esa ética es con frecuencia una actitud de resistencia frente a la veta de las reflexiones posmodernas sobre la imposibilidad de toda determinación. ¿Cómo puede, sin embargo, asegurarse una resistencia sin contar con algún agente, que en modo alguno podrá ser el sujeto autofundante de la modernidad, sino más bien el yo responsable de los grandes profetas? Emmanuel Le-vinas, el más severo crítico, en parte por serles tan cercano, de los posmodernos, conoce esta quiebra secreta del pensamiento posmoderno 8. Al igual que los posmodernos, Levinas sabe que el deseo de totalidad es el anhelo oculto y el destino fatal de la razón moderna. Y sabe que lo que está en juego es la cuestión de la alteridad, no un «algo más de lo mismo». Pero, a diferencia de los posmodernos, Levinas sabe también que la cuestión ha de situarse en el plano ético-político, pues el rostro del genuinamente otro nos liberará de todo anhelo de totalidad y nos abrirá al verdadero sentido del infinito. El rostro del otro nos abrirá también a las realidades judías, no a las griegas, que constituyen nuestra cultura. En efecto, el rostro del otro es capaz de abocarnos a la responsabilidad
8 Cf. en especial E. Levinas, Totaltty and Infitüty: An Essay on Exíe-riorily (Pittsburg 1980).
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ética y a la llamada de los profetas que nos invita a una acción y a una eficacia políticas e históricas.
El pensamiento feminista posmoderno es la conciencia de la posmodernidad. Leyendo a una pensadora como Julia Kristeva, advertimos que el sujeto moderno está muerto sin que nadie lo lamente 9. Pero adivinamos también que surge un nuevo sujeto más allá de la habitual negación del yo de los posmodernos. Ahora es el sujeto en proceso y puesto a prueba. La metáfora del proceso es en este caso, por una sola vez, no simplemente otra expresión de una conciencia tranquilamente evolucionista de un proceso sin fin. La metáfora es más bien metáfora relacional de un proceso y metáfora procesal legal de una prueba. Ahora todos somos sujetos en proceso sometidos a una prueba.
El moderno yo de clase media se cree vivo en aquellas formas de la moderna psicología del ego que prometen la liberación, pero que finalmente traen de nuevo al ego a la aceptación del statu quo. Al mismo tiempo surge, a través de todos los otros marginados por los relatos oficiales del triunfo moderno de Occidente, una realidad más allá de las ilusiones del ego moderno y de las reflexiones pos-modernas sobre la alteridad. Son las voces y las acciones de los otros concretos. Esos otros, especialmente los pobres y los oprimidos de todas las culturas, han empezado ya a hablar, a diferencia de los posmodernos, como sujetos históricos a la vez de resistencia y de esperanza. Insisten en que el futuro, a la vez como promesa y como juicio, ha de interrumpir toda presencialidad incluso más allá de las denuncias posmodernas del falso sentido de presencia de la modernidad.
Necesitamos las reflexiones de los posmodernos con todo su potencial en orden a denunciar la irrealidad del presente y la muerte del yo moderno y autofundamentado en sus mil formas. Pero por encima de todo necesitamos la capacidad del pensamiento posmoderno para permitir a los marginados, y en especial a los místicos, que se hagan oír de nuevo. Porque, efectivamente, tienen razón los posmodernos en que muchas maneras de entender a Dios, tanto filosóficas como teológicas, son expresiones de un significado tras-
9 Cf. J. Kristeva, Desire in Language (Nueva York 1980); Powers of Horror (Nueva York 1980).
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cendental, ya que muchas antropologías, incluidas las teológicas, son humanismos antropocéntricos disfrazados en que se niega subrepticiamente la realidad teocéntrica de la fe cristiana. Pero los posmodernos ofrecen también muchas veces una honesta resistencia a tales autoengaños modernos, que en definitiva sólo sirven para informar su resistencia con una esperanza que parece poco más que un nihilismo con un final feliz.
Algunos marginados podrían entrar de nuevo en el diálogo teológico a través de la preferencia de los posmodernos por lo excesivo. ¿Cómo podrían hacerlo? ¿Como sujetos históricos? ¿Como agentes ético-políticos? ¿Como elementos dispuestos a desbaratar el vacío presente no sólo mediante la ironía, la risa y el exceso en el abismo de la indeterminación, sino con la esperanza cierta y arrolladura de la memoria del dolor de vivos y muertos?
V . CONCLUSIÓN: RESISTENCIA MISTICO-PROFETICA
Y ESPERANZA
Desde esta perspectiva resulta, por consiguiente, que han fallado por igual los esfuerzos de modernos, antimodernos y posmodernos por dar nombre al presente. En efecto, en ningún momento a lo largo de todo este conflicto de interpretaciones entre modernos, antimodernos y posmodernos aparece una designación teológica plenamente cristiana del presente como ruptura escatológica que antecede al Dios vivo. Por eso hemos de prestar atención a los diálogos de los otros, especialmente a estos otros que, dentro y fuera de nuestras propias culturas, experimentan un masivo dolor global, pero que han encontrado nuevas voces propias y nuevas acciones históricas consecuentes con esas voces 10. Parte de lo que nos es
10 Entre las numerosas obras pertinentes, cf. en especial los ya clásicos textos de G. Gutiérrez, Teología de la liberación (Salamanca 1972); Beber en su propio pozo. En el itinerario espiritual de un pueblo (1983); On Job: Cod-talk and the Suffering of the Innocent (Maryknoll 1987). Sobre teología feminista, cf. A. Carr, Transforming Grace: Christian Tradition and Women's Experience (San Francisco 1988); R. R. Reuther, Sexism and Gold-Talk. Toward a Feminist Theology (Boston 1983); E. Schüssler Fiorenza, In Memory of Her: A Feminist Theological Reconstruction of Christian Origins (Nueva York 1983).
J . U ¿ L). lracy
dado escuchar en las voces de esos «otros», en mi opinión, es la salvación y la transformación, que se encarnan, una vez más, en el mensaje del evangelio cristiano, un mensaje que no es ni moderno, ni antimoderno, ni posmoderno; un mensaje dirigido a unos sujetos históricos y en apoyo de sus luchas en pro de la justicia, contra el dolor y la opresión, que se encamina a su liberación total; un mensaje también para nuestros tiempos, unos tiempos que necesitan no sólo reflexionar mejor sobre la alteridad y las diferencias, sino que por encima de todo han de aprender a escuchar y aceptar la verdad que nos ofrecen los otros.
Dentro de nuestra situación, por consiguiente, en cada uno de los centros de la teología cristiana, las variadas y conflictivas designaciones del presente resultan a la vez prometedoras y amenazantes. Son prometedoras porque disciernen los valores evangélicos embebidos en nuestras luchas presentes. En las modernas teologías progresistas, por ejemplo, se defienden y difunden ciertos valores capitales tanto del evangelio como del experimento moderno de emancipación. Véase si no la noble defensa que hace la teología moderna del pluralismo y de un genuino espacio público en que se discutan los valores, los fines, la vida digna, tal como se hace en las teologías públicas como las que impregnan las posturas de los obispos norteamericanos y canadienses a propósito de la guerra nuclear y la economía. Estas teologías públicas comparten la llamada a la esperanza y a la resistencia en este período moderno en que el espacio público está en peligro de resultar plenamente tecnificado a causa de la invasión colonizadora del espacio tecnoeconómico. Véase también la expansión de la preocupación moderna por los derechos humanos del individuo y el pluralismo genuino en los modernos esfuerzos progresistas por continuar el impulso reformador del Vaticano II en una época de repliegue y reacción eclesiales a nivel oficial. Nunca se vio más clara ni resultó al mismo tiempo tan difícil de llevar a la práctica la exigencia de un espacio público eclesial para discutir las diferencias reales y la unidad en medio de esas diferencias y conflictos. La moderna preocupación teológica por los derechos humanos se ha ampliado hasta convertirse en una defensa teológicamente plausible de los valores expresados por el experimento moderno, que son un ethos democrático, un pluralismo genuino, una defensa de la razón pública en toda teología.
Dar nombre al presente iOi
Estas teologías progresistas, cuyas raíces están tanto en el evangelio como en el experimento moderno, amplían sus preocupaciones en tres áreas decisivas que reclaman la atención de toda la comunidad teológica: las de justicia para las mujeres en la sociedad y en la Iglesia tal como lo entienden y actualizan en todo el mundo las teologías feministas de emancipación; el creciente sentimiento de que es necesaria una nueva teología de la naturaleza en esta época de crisis ecológica desatada por la ciencia, la tecnología y el industrialismo, reforzada además por las políticas insensatas de los intereses tecnoeconómicos en las sociedades capitalistas y socialistas por igual; la progresiva apertura del cristianismo a las otras grandes tradiciones religiosas en un genuino diálogo teológico interreligioso encabezado por teólogos tan prestigiosos como Hans Küng y John Cobb. Todos estos grandes movimientos de esperanza, cristianos y modernos, comparten, a la vez que la difunden, la capacidad emancipatoria de las tradiciones modernas en las teologías cristianas.
Los teólogos neoconservadores, por otra parte, nos recuerdan a todos que no puede haber un verdadero presente cristiano a menos que se produzca una constante recuperación de los recursos de la tradición, la comunidad, la identidad en la narración, la fuerza de encarnación y sacramental de las formas visibles de la vida y la fe cristianas, las llamadas a la verdad contenidas en todos los clásicos de la religión y el arte. Los clásicos son defendidos con energía persuasiva por los neoconservadores en una época en que la religión y el arte por igual se ven privatizados hasta convertirse en abstracciones innocuas para los burgueses abrumados, inquietos y ansiosos ante el desvanecimiento de su fuerza.
Mientras tanto, los movimientos posmodernos, alerta a la falsedad de todas las nociones de una pura presencia fundada en los conceptos preponderantes del sujeto moderno, han desenmascarado de una vez por todas el carácter ilusorio de esta desesperanzada esperanza de la modernidad. La posmodernidad, en el mejor de los casos, libera las voces del conocimiento subyugado, las voces de todos los marginados por el relato oficial del triunfo moderno. Los posmodernos podrían ayudarnos a todos a recuperar esas voces marginadas. Incluso la tradición mística apofática radical nos podría mostrar una vía posmoderna más allá de la muerte del sujeto mo-
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derno hacia un nuevo sujeto en proceso y puesto a prueba ante la divinidad más allá de Dios. Ahí podría crearse una genuina esperanza posmoderna más allá del argumento habitual de la muerte del sujeto como secuela de la muerte de Dios.
Pero, en definitiva, todas estas modernas formas occidentales de dar nombre al presente siguen excesivamente centradas en sí mismas, y de ahí su estrechez. Dan nombre únicamente a los dilemas del centro occidental. Al limitar de este modo las perspectivas de su atención y consecuentemente de su capacidad para escuchar, conversar y actuar, corren de nuevo el riesgo de quedar atrapadas en su propia conversación solitaria justamente en el momento en que surge un nuevo mundo policéntrico y una Iglesia universal en que los otros más concretos, los pobres y los oprimidos, ya hablan y actúan. En efecto, el centro occidental, llámese del modo que sea, moderno, antimoderno o posmoderno, no puede ser ni aspirar a ser el único centro. Si se aferra a su primitivo sentimiento de ser el único centro, este centro será incapaz de salvarse. Habrá de entrar en diálogo y solidaridad con todos los demás centros por respeto a su propia herencia y dispuesto a cotejarla con otras herencias por lo menos. De otro modo, los modernos se sentirán tentados silenciosa y quizá inconscientemente a replegarse en unos argumentos social-evolucionistas que les asegurarán la tranquila posesión de su condición de centro moderno, pero al precio de una ilusión para sí y la destrucción para los demás. Sentirán la tentación de escuchar a los demás únicamente como una proyección de sus actuales temores y angustias, de sus esperanzas y deseos. Los antimodernos, por su parte, al menos en su versión intelectual neoconservadora, sentirán la tentación de retirarse a una postura cerradamente reaccionaria que en última instancia sólo servirá para que sus políticas restauradoras resulten discernibles únicamente a nivel de la teoría, pero no en la práctica, con respecto a las políticas de los funda-mentalistas. Una utopía retrospectiva tiene tan poco que ver con el verdadero sentido cristiano del tiempo, el sujeto y la comunidad como el sentido social evolucionista del tiempo de la modernidad. Se trata simplemente de evolución a la inversa.
A falta de un diálogo más amplio con los otros, los posmodernos —orgullosos e irónicos en su descentramiento— sentirán la tentación de no remediar la brecha que ellos mismos han denun-
Dar nombre al presente 105
ciado en la modernidad occidental. Después de haber dado muerte al sujeto moderno, también ellos habrán de hacer frente a su propia tentación de arrastrar toda la realidad al abismo hilarante del laberinto descentrado, sin sujeto, pero muy occidental. A pesar de toda su honesta retórica humanista, los posmodernos sienten la tentación de crear simplemente un nuevo humanismo occidental de rostro humano. Pero ese rostro está tan cargado de ironía que no podrá mantener su resistencia. Y esa resistencia está tan cargada de desconfianza hacia cualquier esperanza determinada que resultará incapaz de sustentar cualquier acción ético-política responsable, y mucho menos profética y escatológica.
¿Dónde aparecen los pobres y los oprimidos a lo largo de todas las discusiones sobre la alteridad y la diferencia de los posmodernos, los modernos y los antimodernos? Porque ahí están los concretamente otros cuya alteridad tiene que marcar una diferencia, pues gracias a ellos vuelve a estar viva entre nosotros la memoria plena y disruptiva del evangelio. En su discurso profético y en sus acciones liberadoras está la esperanza de un tiempo verdadero de presente ante el Dios que juzga y salva. En sus acciones actúan y hablan los sujetos históricos para todos los que tengan oídos para oír.
Todas las más conocidas denominaciones occidentales del presente tienen mucho que enseñarse entre sí, a la vez que son una advertencia unas para otras, tínicamente cuando el discurso occidental deje de reflexionar simplemente sobre la alteridad y la diferencia y fije su atención, escuche y entre en diálogo y solidaridad con los otros como seres concretos y diferentes pertenecientes a otros centros surgirá un nuevo sujeto histórico en el centro occidental, pasada ya la muerte del sujeto moderno. Sólo cuando los modernos dejen de creer que, como herederos de la tradición occidental, son los únicos que conocen el significado de la razón, el diálogo y la praxis, serán capaces de emprender el diálogo y establecer la solidaridad con los genuínamente otros, que también tienen sus historias, sus tradiciones, sus modos de razonar y actuar. Sólo cuando los antimodernos caigan en la cuenta de que la recuperación de la tradición, la memoria y la identidad no puede convertirse en ocasión para dar por supuesto que ya conocemos esa identidad, a partir de una lectura excesivamente ingenua del pasado,
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serán capaces de prestar de nuevo oídos a las memorias del dolor, las contradicciones de los oprimidos, vivas aún en nuestros días. Si los cristianos occidentales quieren aislarse en una nueva reserva del espíritu, ningún burócrata moderno los detendrá. Sólo su conciencia, sensible a la memoria disruptiva del dolor y la resurrección de Jesucristo, será capaz de detener ese deslizamiento hacia la constitución de un centro que parecerá más bien un objeto de museo.
Las voces proféticas de nuestro presente pueden escucharse sobre todo, como fue también el caso para los antiguos profetas y para Jesús de Nazaret, entre aquellos pueblos, individuos y nuevos centros más privilegiados a los ojos de Dios y que sin embargo son los menos escuchados en el actual conflicto occidental de interpretación sobre cómo dar nombre al presente, entre los dolientes y los oprimidos. Ahí entran también las diversas y frecuentemente con-flictivas teologías de la liberación que se desarrollan en todos los demás centros de nuestro momento policéntrico, en Latinoamérica, Asia, África, Europa Central y Oriental, así como en los otros centros olvidados de nuestra propia cultura. Me refiero a los teólogos afroamericanos, los teólogos americanos indígenas, las comunidades cristianas y las teólogas feministas de todo el mundo. Todos ellos se expresan de tal modo que, conforme a la hermosa expresión de Gustavo Gutiérrez, «beben de sus propios manantiales». En un espacio agostado y en un tiempo vacío, el diálogo habrá de mantener su talante crítico. La respuesta no podrá estar en la línea de la mera culpabilidad liberal moderna, sino en la de la responsabilidad cristiana, capaz de responder, críticamente cuando sea necesario, al otro en cuanto que es otro y no una mera proyección de nosotros mismos. El resultado podría ser una nueva solidaridad en la lucha por alcanzar un tiempo verdadero de justicia y una denominación comunitaria y teológica del presente en un mundo policéntrico, en una Iglesia global dirigida por esas voces nuevas. Puede que esta esperanza parezca un espejismo en la Babel de nuestro presente, pero esa esperanza, fundada en la Pentecostés del tiempo del Espíritu, que está vivo en numerosos centros, es promesa de liberación para todos. Oponer una resistencia a nosotros mismos y a nuestro presente sería el primer signo de esa esperanza. Confiar en Dios, en el Dios vivo, el Dios que juzga y promete de los profetas, los místicos y Jesucristo, y actuar sobre la base de esta confianza, es el
Dar nombre al presente 107
signo más seguro de tal confianza. Por todo el mundo surge hoy una teología místico-profética con numerosos centros n . ¿Será mucho pedir a nuestra tradición cristiana occidental que, por respeto y por sinceridad para consigo misma, entre en ese nuevo diálogo y ponga por obra esa nueva solidaridad? El verdadero presente es el presente de todos los sujetos históricos en todos los centros que se mantienen en diálogo y en solidaridad ante el Dios vivo. Lo demás es dar voces en la oscuridad.
D. TRACY [Traducción: J. VALIENTE MALLA]
11 Cf. C. Geffré/G. Gutiérrez (eds.), Praxis de liberación y fe cristiana: «Concilium» 96 (1974), así como el desarrollo de esta expresión a lo largo de la obra de E. Schillebeeckx. Varios volúmenes de «Concilium», a partir del publicado en 1974, que inició esta andadura, han desarrollado esta opción místico-política (o místico-prof ética, como yo prefiero llamarla).
DESCUBRIR DE NUEVO A DIOS
Nota previa personal. ¿Se puede decir algo nuevo sobre el tema «Dios»? Después de más de cinco mil años de historia de las grandes religiones y casi dos mil años de historia del cristianismo, habría que ser o ignorante o arrogante para querer decir sobre este tema algo que no se haya dicho ya hace tiempo de manera más amplia, profunda y fundamentada. ¿Se puede añadir a ello algo todavía original?
A pesar de ello, me atrevo a escribir sobre este tema porque me consuelo con la idea de que, desde el principio, aquí no se me ha pedido un informe académico, saturado de erudición. Aquí no interesa en primer término la originalidad, sino la repercusión propia —extensible a innumerables personas— en el contexto de experiencias vitales. Se pregunta si la teología, con la que uno vive, no cultiva únicamente el propio sistema, confirma la propia plausibi-lidad y coherencia, llega sólo a quienes están en su ámbito, en el mejor de los casos a sacerdotes y catequistas, y habla solamente de sí misma y para sí misma.
Se pregunta si habla realmente de Dios a los hombres del presente y si habla del Dios verdadero; si vive de experiencias y descubrimientos de Dios y si, a su vez, puede conducir de nuevo a ellos.
Esto me estimula a escribir sobre este tema, a pesar de todo el lastre histórico, puesto que también yo quiero recurrir a mis propias experiencias. Escribo como teólogo ecuménico, que trata de unir concentración protestante y amplitud católica. Parto del supuesto de que este tema es de ineludible urgencia para muchas personas, especialmente para todas aquellas que, siendo apenas religiosas, están a la búsqueda continua de sí mismas, de identidad, de serenidad interior, de comunidad y de sentido y, al mismo tiempo, secreta o abiertamente, a la búsqueda de experiencias religiosas. El hecho de que con frecuencia no las encuentren se debe, entre otras cosas, a una teología y una predicación aún demasiado obstinadas, dogmáticamente bloqueadas y pastoralmente ineficaces; teología para teólogos, dogmas para dogmáticos...
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Nadie discutirá que toda experiencia requiere reflexión, y toda comunicación de inmediatez, distancia crítica. Por ello quiero hacer un alto ya al principio y considerar críticamente el planteamiento del tema.
I . ¿QUE SIGNIFICA «DIOS VIENE»?
La afirmación de que Dios viene se puede entender como una impertinencia piadosa. ¡Como si —para los creyentes— Dios no hubiera venido siempre, no hubiera venido hace mucho tiempo!, ¡como si no estuviera siempre presente, no fuera el alfa y el omega
y de él no se pudiera decir: Dios era, es y será! Nótese bien que hemos dicho «para los creyentes», es decir, para quienes, en una actitud de confianza razonable, aceptan la realidad de Dios. Teológicamente, la formulación «Dios viene» carece de sentido.
¿Y antropológicamente? Hay innumerables personas no creyentes en cuya experiencia Dios no aparece en absoluto, pero que estarían dispuestas a aceptar de nuevo a Dios, a descubrirlo de nuevo. En este sentido antropológico, la formulación es coherente: Dios puede «venir» de nuevo como experiencia para innumerables personas. O mejor: Dios puede ser descubierto hoy de nuevo por innumerables personas. De ello se hablará a continuación.
Pero también esta fórmula está expuesta a un doble malentendido:
— «Descubrir» suena a encontrar un objeto hasta ahora invisible, a «destapar» algo hasta ahora «tapado» o incluso «escondido» en el ámbito del mundo de los objetos.
— Descubrir «de nuevo» suena a moda religiosa actual, a una nueva tendencia, a seguir la última ola trascendente. Ambas asociaciones se basan en malentendidos que requieren previamente aclaración:
En primer lugar, respecto a la palabra «Dios»: si la palabra «Dios» ha de tener un sentido, con ella no se indica ningún objeto entre los demás objetos, ninguna persona como las otras personas. Si esta palabra ha de tener todavía hoy un sentido, designa la Realidad primera y última, invisible e incomprensible, que determina y penetra todo lo existente. Y esa Realidad no significa sólo un nivel distinto, sino una dimensión completamente diversa, que no
Descubrir de nuevo a Dios 111
se puede descubrir sencillamente con una especie de rayos X. No, Dios no sería Dios si se pudiera constatar empíricamente, calcular o deducir mediante un proceso lógico-matemático. Por ello:
En segundo lugar, respecto a la palabra «descubrir»: «descubrir» a Dios es y continúa siendo para el hombre un riesgo, una audacia, que le exige poner en juego todas sus fuerzas y todas sus facultades. O dicho positivamente y descrito en forma muy breve: la afirmación de que Dios existe realmente, aunque no es constata-ble ni deducible, no es el resultado de una demostración racional, como pensaban muchos teólogos católicos en la Edad Media; pero tampoco es el resultado de una vivencia o sentimiento irracional, como suponían muchos teólogos protestantes ante las dificultades de la época moderna; sino que es el resultado de una confianza razonable, que nosotros, cristianos, con los judíos y los musulmanes, llamamos «fe». Una confianza razonable que, como el amor, no puede hacerse evidente con ningún tipo de argumentos, pero sí comprensible con una serie de razones. ¿Y por qué es razonable, comprensible, esta confianza en una realidad «invisible», completamente distinta? Porque —ahora se puede dar esta respuesta básica que luego se ilustrará— tiene su apoyo, su anclaje, en nuestra experiencia cotidiana y por ello puede ser confirmada, acreditada, verificada, aunque sólo indirectamente, en el horizonte de experiencia de nuestra vida.
Finalmente, respecto a la expresión «de nuevo»: pensar algo así como un nuevo descubrimiento de Dios por el hombre moderno sería orgullo o necedad. Una experiencia de Dios absolutamente nueva, que no se haya dado ya antes bajo cualquier forma, no es posible. ¿Descubrir «de nuevo» a Dios? Si este «de nuevo» no ha de entenderse como elogio de la novísima tendencia religiosa, ¿cómo entonces? Propiamente, sólo es coherente hablar de un nuevo descubrimiento de Dios en sentido biográfico, en la historia de la vida. Y de ello se hablará también aquí.
Considerando todas estas precisiones, quisiera delimitar así el problema básico de esta exposición: ¿qué son, según su estructura, experiencias de Dios, descubrimientos de Dios? ¿Cuándo y dónde son posibles experiencias de Dios? En otras palabras: ¿qué experiencias son experiencias de Dios?, ¿qué es lo que hace que una
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experiencia de Dios sea experiencia de Dios? ¿En qué situaciones de la historia personal son posibles experiencias de Dios, y, dado el caso, nuevamente posibles?
I I . LA DIFICULTAD DE TENER EXPERIENCIAS DE DIOS
EN LA ORACIÓN Y EN EL CULTO
En su novela Halbzeit (1960), el escritor Martin Walser señala una experiencia de innumerables personas: «Yo estaba con Lissa en la iglesia. No podía rezar... El solemne lenguaje oficial que oía me sonaba extraño. Vocabulario artificial. Aire de un viento... Mi vida no puede alojarse ya en el lenguaje de la oración. Ya no puedo violentarme así. Heredé a Dios con estas fórmulas, pero ahora lo pierdo por estas fórmulas. Se hace de él un consejo mágico secreto, cuyo lenguaje extravagante se acepta, porque Dios es de ayer».
No hay duda: innumerables personas, preguntadas por sus experiencias concretas de Dios, se remitirán aún hoy a lecturas bíblicas, recepción de los sacramentos, vivencia de la comunidad de creyentes, culto; experiencias de fe, tanto individuales como colectivas, por las que se ven confrontadas con el Dios que se revela. A la pregunta sobre la posibilidad de descubrir a Dios, señalarán la Escritura, la liturgia o la doctrina de la Iglesia.
Pero también es un hecho que innumerables personas «heredaron a Dios» en el marco de la predicación de la Iglesia, en la Biblia, en el culto y en la doctrina de la Iglesia, pero también lo han perdido allí: un «Dios de ayer». Más aún, ¡cuántas veces las iglesias fueron de hecho «fosas y tumbas de Dios» (F. Nietzsche) y no lugares de la experiencia del Dios viviente! ¡Cuántas veces los dogmas de la Iglesia se convirtieron en fórmulas vacías y los textos de la Biblia en historias incomprensibles de tiempos muy lejanos! ¿Y quién podría negar que, para la mayoría de los hombres, su vida no puede «alojarse ya en el lenguaje de la oración»? Muchos no pueden ya orar en la forma tradicional, porque eso está ligado para ellos a infantilismo, regresión, irracionalismo, ideología, pasividad y fatalidad, huida de la realidad, huida de la acción, estabilización de las condiciones existentes de dominio. Más aún: la oración fue debidamente criticada y denunciada varias veces en la medida en
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que sirvió como sustitutivo de la acción, de la reflexión crítica y de la transformación de la sociedad. En vez de mejorar nuestro mundo extraviado y actuar para ello, se prefería experimentar a Dios y dejar que Dios reinara... Realmente, la oración puede ser, más que cualquier otra cosa en el ámbito religioso, opio del pueblo, tranquilizante y estupefaciente a la vez.
Apartarse a la Biblia no es para muchos una solución. ¿Por qué? Porque también la oración en la Biblia les resulta llamativamente ingenua. ¿Podemos realmente todavía hoy —se preguntan— orar como los piadosos (o también menos piadosos) de la Biblia? ¿Podemos orar de manera tan obvia y sencilla, en medio de la vida y desde la vida? ¿Podemos simplemente «abrir» el corazón con sencillez y realismo inquebrantable, y pedir que se nos escuche, suplicar ayuda, misericordia y gracia, salvación para nosotros mismos, para los demás y para el pueblo? ¿Podemos todavía hoy pedir tan espontáneamente, y también dar gracias, alabar y glorificar? ¿Podemos todavía mirar sencillamente hacia arriba, a Dios que está en lo alto y a quien corresponde la alabanza y la gloria?
A muchos que tras largo tiempo asisten de nuevo a un acto de culto, la celebración litúrgica ante Dios, el Todopoderoso, y especialmente la formalización y ritualización del acto les resulta insoportable: ¿Cómo experimentar personalmente algo, donde todo aparece prescrito, regulado, ensayado, carece en todo caso de espontaneidad y fantasía y es muchas veces una ceremonia patético-artificiosa o puramente mecánica? Con bastante frecuencia, como escribe Walser, «vocabulario artificial», «aire de un viento».
Muchos, cuando están en la iglesia, optan por cerrar sencillamente los ojos y volverse hacia dentro. ¿Por qué no habrían de hacerlo? Sabemos, en efecto:
— que Dios no está sencillamente delante, donde un sacerdote, un obispo o el papa, «celebra», «pontifica» y a veces también escenifica;
— que Dios tampoco está sencillamente arriba, donde, desde Copérnico y Galileo, desapareció la sala celeste como morada de Dios; donde ni siquiera un cielo artificial barroco puede hacer que aparezca de nuevo como por encanto, así como tampoco puede ocultarlo ninguna jerarquía eclesiástica que gobierne automáticamente y que con sus doctrinas, decretos e impuestos eclesiásticos
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trate de imponerse como «mediadora» entre el Dios de las alturas y el hombre de la tierra.
A la vista de este oscurecimiento de Dios en nuestras iglesias y con frecuencia por obra de ellas (T. Moser habla de «envenenamiento de Dios» desde niños), muchas veces la única posibilidad es cerrar los ojos para encontrar al Dios que todo lo abarca y todo lo domina en lo secreto de mi interior, barruntarlo, sentirlo y experimentarlo en el centro de mi ser.
I I I . EXPERIENCIAS DE DIOS DENTRO DE UNO MISMO
«Cerrar» la boca y los ojos, en griego myein; de ahí proceden las palabras «misterio» (secreto) y «mística»: esa religiosidad que, en lo que atañe a sus misterios ocultos, cierra la boca ante oídos profanos y aparta los ojos del mundo para buscar la salvación en el interior de uno mismo. En el silencio, en la separación del mundo y en el recogimiento, para encontrar así la unidad con lo Absoluto, con la única realidad primera y última, conocida bajo miles de nombres y, sin embargo, desconocida e inefable.
Experiencia mística de Dios. ¿Es extraño que, a pesar de toda la polémica contra la «nueva interioridad», la experiencia mística se haya convertido en una expresión mágica de nuestro tiempo? Si se preguntara dónde se puede descubrir a Dios, muchos responderían como el Galileo de Brecht: «En nosotros o en ninguna parte». Puesto que tantas veces no se encuentran experiencias de Dios en las iglesias de la Europa materialista, se las busca dondequiera que sea posible encontrarlas. Por eso, no sólo estrellas de pop y de cine, sino también cabezas coronadas y prestigiosos intelectuales de Occidente han visitado a gurús y ashrams indios para encontrar allí serenidad, a la vista de tanta miseria externa y desolación interior. El físico y filósofo alemán Cari Friedrich von Weizsácker, por ejemplo, habla de una experiencia mística indescriptible junto a la tumba del santo hindú Sri Ramana Maharshi.
Más aún, para muchos intelectuales, la crisis de experiencia de la religión y de la sociedad occidentales es hoy superada con la mística: ella parece ser el camino para superar las rigideces doctrinales de la religión tradicional, la consolidación institucional del cristianismo recibido, sin abandonar por ello la religión.
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Ella aparece como posibilidad de dejar tras sí la religión tradicional de Occidente, con su persistente división ecuménica confesional, sin hundirse por ello en el vacío espiritual.
Aparece como oferta para unir experiencia de Dios y experiencia de sí mismo, corporalidad y espiritualidad, concentración, extrema tolerancia y «amplitud cósmica».
El aumento espectacular de cursos de experiencia de sí mismo, de prácticas de meditación y espiritualidad, de yoga y de «eufonía», es un signo religioso-cultural típico e importante.
Como quiera que se consideren en detalle el método, la técnica psicológica y la concepción sistemática de la meditación oriental, muchas personas han descubierto su fascinación. En ella creen haber encontrado lo que echan tanto de menos en cualquier otro ámbito. Puesto que, por encima de los diversos grados y estaciones, esa meditación les conduce no a un «super»-mundo o «sub»-mundo de la fe, sino al mundo del «interior», de la profundidad. Metódica y sistemáticamente, quiere conducir al hombre a la última realidad —entendida como «plenitud» (en el hinduismo) o como «vacío» (en el budismo)—. Por tanto, desde lo exteriormente sensitivo a lo interiormente espiritual a través de un progreso ordenado, en la soledad, el silencio, el aislamiento, y también a través de la «noche oscura del alma»:
— primero, la tensa concentración voluntaria, conseguida con medios físicos y psíquicos;
— después, la contemplación distendida, emocionada y pasiva, que se olvida de sí mismo;
— finalmente, el éxtasis arrobado y sumergido, en el que el hombre se pierde en el mar infinito de la divinidad o en la quieliid eterna del nirvana.
Ahora bien: ¿qué relación existe entre lo que nosotros conocemos por la tradición occidental como experiencias de Dios y las experiencias de Dios de la tradición oriental? Tocamos con ello una pregunta básica de la concepción actual de Dios, relacionada con la distinción fundamental en la historia de las religiones entre religión mística y religión profética; aquí sólo puedo esbozar muy brevemente dicha distinción:
Las religiones místicas son de origen indio. Por su actitud básica, están primariamente dirigidas hacia dentro, a la liberación de
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apetitos, a la supresión de la vida afectiva y volitiva, a la renuncia, la disminución e incluso la extinción. Las religiones pro)'éticas, en cambio —judaismo, cristianismo e islam—, son de origen semítico. Se caracterizan por la voluntad de vivir, el impulso de afirmación, el interés por valores y tareas, así como por el anhelo apasionado de realización de determinados ideales y objetivos. La experiencia profética de Dios está primariamente dirigida hacia fuera. Está en confrontación con el mundo, quiere imponerse en él y triunfar incluso en la derrota exterior. En este sentido, el hombre orientado proféticamente es un luchador, que se abre paso desde la duda a la certeza de la fe, desde la inseguridad a la confianza, desde la conciencia de pecado al logro de la salvación por gracia. Según Pablo, como es sabido, los carismas supremos no son la glosolalia extática y similares, sino la fe, la esperanza y el amor.
¿Descubrir de nuevo a Dios? A la vista de este horizonte ecuménico más amplio; a la vista de las dos grandes corrientes autónomas de desarrollo (que se extendieron mucho más allá de sus países de origen, adquiriendo importancia universal) entre las antiguas religiones superiores; a la vista, pues, de la tradición mística de origen indio y de la tradición profética que nació entre los semitas en el Próximo Oriente y que aún hoy une al judaismo, al cristianismo y al islam, a pesar de todas sus divergencias, se nos plantea la pregunta: ¿a qué Dios hay que descubrir y bajo qué condiciones es posible descubrirlo de nuevo? ¿Al Dios de los místicos, «en» el cual vivimos, y él en nosotros, o al Dios de los profetas, «ante» el cual nos inclinamos? Éste es el reto decisivo para el pensamiento.
¿Cómo afrontarlo? ¿Se expresa aquí una alternativa fundamental, que obliga a elegir uno u otro camino? No hay que llegar a eso. Ya al hablar de la oración y el culto señalé que también los cristianos están familiarizados con elementos y prácticas místicas. Cuando hablamos de experiencias de Dios, no se trata de la simple alternativa: pasivo-activo, hacia dentro-hacia fuera. Interioridad y compromiso, sensibilidad y solidaridad, contemplación y acción, o, como ha expuesto Dorothee Solle, «viaje de ida» (experiencia religiosa) y «viaje de vuelta» (transposición de los contenidos de la experiencia a la vida cotidiana) no se deben separar. Y de hecho, en el curso de la historia de las religiones ha habido desde hace mucho
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tiempo mezclas, intersecciones, entrecruces. Las dos grandes corrientes religiosas pronto se ramificaron ampliamente y en parte confluyeron una en otra: en el cristianismo, de forma incipiente, ya en Pablo y Juan, luego en los alejandrinos Clemente y Orígenes y en el norteafricano Agustín y, finalmente, en otros muchos autores de la Edad Media y de la época moderna. Pero no quiero profundizar en todo esto ni histórica ni teológicamente. En todo caso, no deberíamos descalificar la experiencia mística de Dios como una mera forma previa o bastarda de la profética, ni deberíamos, a la inversa, querer reducir la experiencia profética de Dios a la experiencia mística como la religión «genuina».
Pero, si no queremos ni armonizar a la ligera ni disociar rígidamente, ¿cómo son posibles la penetración, el enriquecimiento y la convergencia mutuas? Mi pregunta es, pues, ésta: ¿Cómo podemos nosotros, hijos de la tradición profética, precisamente ante este horizonte místico, descubrir de nuevo a Dios, hablar de él y hablarle a él de forma nueva? Para responder a esta pregunta tenemos que considerar más de cerca la estructura básica de la experiencia de Dios.
IV. LA ESTRUCTURA BÁSICA DE LA EXPERIENCIA DE DIOS
Sería llamativo que yo, como teólogo, hablara solamente «sobre» las experiencias de otros y prescindiera de las mías; por eso, no quiero rehuir una confesión: para mí la música es con relativa frecuencia una fuente importante de experiencia religiosa, y no hay que viajar a la India para tener experiencias de gran densidad espiritual. Lo que —en mí y sin duda también en otras muchas personas, consciente o inconscientemente— se produce al oír música, ¿no es comparable, por su estructura, con la experiencia que el hombre religioso puede tener con «su» Dios? ¿Qué significa esto en concreto?
Imagínese que, sin ningún tipo de molestia exterior, uno está oyendo música, con los ojos cerrados y profundamente concentrado, solo en casa o con otras personas en un concierto. De pronto se da uno cuenta de que prescinde del conjunto que interpreta y sólo oye la música y nada más. La música lo envuelve a uno por
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completo, lo penetra y de pronto suena desde dentro. ¿Qué ha ocurrido? Se siente que uno está concentrado en sí mismo plenamente, con ojos y oídos, con cuerpo y espíritu, y que se ha superado todo lo exterior, toda contraposición, toda división entre sujeto y objeto. La música ya no es algo que está frente a mí, sino lo que me envuelve, me penetra, me letifica desde dentro y me llena por completo. Casi se podría decir: «En ella vivimos, nos movemos y existimos».
Como es sabido, ésta es una frase de la Escritura (Hch 17,28) que me he atrevido a citar aquí. Procede del discurso (configurado sin duda por el helenista Lucas) del apóstol Pablo en el areópago de Atenas, donde Pablo habla de buscar, de sentir y de encontrar a Dios, que no está lejos de ninguno de nosotros y en quien vivimos, nos movemos y existimos. Pero esta frase de la Escritura se apoya en una antigua frase de un poeta griego, y me parece que es muy tenue y muy sutil la frontera entre la música, la más espiritual de todas las artes, y la religión, que siempre estuvo especialmente relacionada con la música. ¿A qué se debe esto?
Se debe a que en esos momentos uno puede llegar a abrirse hasta lo más profundo en esa confianza razonable-suprarrazonable de la que se ha hablado al principio, y, en el sonido infinitamente hermoso de la música, oír el sonido de lo único infinito. En otras palabras: si yo me abro, si me abro plenamente en la fe confiada, puedo ser tocado, precisamente en este acontecimiento sin palabras de la música, por el misterio inefable; en esa vivencia abrumadora-mente espléndida, gozosa, letificante, puedo barruntar, sentir y experimentar la presencia de una suprema profundidad, expresada con la palabra «Dios».
Esto no tiene nada que ver con exaltación de ánimo, y no se trata en ello de rapto o arrobamiento. Como persona ilustrada del siglo xx, no pierdo ahora de pronto la razón; no retiro nada de lo que dije al comienzo como planteamiento crítico: ni siquiera de esta forma plenamente interna, que recuerda la luz interior de los místicos en el fondo del alma, se puede descubrir a Dios como con rayos X, constatarlo empíricamente como observador neutral o manipularlo. Aquí no hay nada «evidente»; aquí no tiene lugar nada sin la relación de una confianza razonable:
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si yo me cierro, él no se abre; si yo no escucho, él no habla; si yo no creo, él no se revela.
Ésta es la estructura básica de toda experiencia de Dios como experiencia de Dios.
¿Significa esto que la fe del hombre crea su revelación, que su escucha crea la palabra de Dios y su apertura confiada la automa-nifestación de Dios? ¡No! Puesto que más de lo que Dios está en el hombre, está el hombre en Dios. Dios es antes que el hombre, no sólo temporalmente, sino en todos los sentidos. Dios es inasible aun cuando se experimenta su presencia, y está presente aun cuando se experimenta su ausencia. Ante todo hay que decir: sin su automanifestación, su palabra, su revelación, no puede haber ni apertura, ni escucha ni fe del hombre.
Y además: aun en esta apertura, escucha y fe, el hombre no «ve» a Dios. Quien lo ve, se dice en la Escritura, tiene que morir. Y nosotros podemos invertir la frase y decir: sólo quien muere puede verlo. En este punto algunos místicos especulativos de la unidad exageraron tanto como otros místicos del amor, de sensibilidad desbordada, y desde el entusiasmo del éxtasis hablaron casi irrespetuosamente de intimidad e incluso, en lenguaje erótico-ampu-loso, de una bienaventurada unidad y deleite con el Uno primigenio o el esposo del alma. Solamente Dios es Dios. Y aun en una experiencia de Dios plenamente interior y personal, los hombres deberían evitar toda identificación irrespetuosa o irreflexiva con la realidad de Dios. En efecto, ya Pablo, que podía apelar a elevadí-simas experiencias místicas, nos dice que los hombres sólo ven en la tierra como en un espejo: fragmentaria y enigmáticamente; en todo caso, nunca cara a cara.
En otras palabras: incluso en una experiencia plenamente personal, el hombre no experimenta la realidad misma de Dios en su inmediatez y totalidad. Lo que experimenta el hombre es la presencia, la cercanía, la irradiación de Dios. La Biblia emplea para ello la palabra hebrea kabod, en griego doxa, que nosotros traducimos por «gloria» de Dios. El mismo Moisés, que ya en el momento de su vocación sólo había visto la zarza ardiente, que no se consumía, y que durante su largo camino por el desierto quiso por fin ver
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una vez a Dios cara a cara, no pudo mirarlo. Cuando Dios en toda su gloria pasó delante de Moisés, que estaba en la estrecha hendidura de la roca, tuvo que protegerlo poniendo su mano sobre él para que no lo mirara. Sólo cuando ya había pasado pudo Moisés mirarlo por detrás; sólo vio a Dios de espaldas, no cara a cara.
De ello se sigue que los hombres sólo pueden experimentar la «gloria» de Dios: su forma de manifestación, su esplendor, su destello, su irradiación, que puede experimentarse también en forma de oscuridad, de carencia, de ausencia. Como también experimentamos en nosotros solamente los efectos y la irradiación del sol, que —-aunque nos penetra por completo, nos ilumina y nos calienta— nos trasciende siempre y puede manifestarse también tras las nubes. La trascendencia de Dios, aun en toda su inmanencia, no es suprimida en ningún momento. Y aun estando plenamente en nuestro aquí, continúa siendo por completo del más allá. Incluso el que es asido plenamente por él, no puede a su vez asirlo. Es siempre inasible, incomprensible. Y el más profundo impacto religioso no nos serviría de nada si no nos hubieran afectado profundamente su poder y su fuerza.
V . LA SEGUNDA INGENUIDAD
La fuerza o el poder que irradia de Dios; para designar esta realidad la Biblia emplea desde el principio otra gran palabra, que, significativamente, en hebreo es un femenino (la ruah), en el griego neotestamentario un neutro (lo pneuma) y sólo en latín y en sus derivados un masculino: spiritus, «el espíritu». Tangible y, sin embargo, inasible; invisible y, sin embargo, poderoso; real como el aire cargado de energía, como el viento y la tormenta; vital como el aire que se respira: así se imaginaron los hombres desde tiempos remotos el «Espíritu» y la actuación invisible de Dios. La fuerza o el poder que sale de Dios, es decir, Dios cercano a nosotros en el Espíritu, presente en el Espíritu, por el Espíritu; más aún, como Espíritu. Cuando experimentamos interiormente a Dios, cuando presentimos de modo por completo inmanente a Dios como la trascendencia, experimentamos el poder y la fuerza de Dios, el Espíritu de Dios, a Dios en el Espíritu: a Dios como al Espíritu
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que está más cerca de nosotros que nosotros mismos y que, sin embargo, es distinto de nuestro espíritu (tan alejado de la santidad, como sabemos por experiencia), puesto que es el Espíritu santo de Dios, el Espíritu Santo.
En este punto me interesa sobre todo dejar claro que, a la luz de la experiencia mística, el lenguaje bíblico sobre Dios, en apariencia tan ingenuo-antropomórfico, adquiere una nueva amplitud y profundidad. Aquí son posibles y urgentes un enriquecimiento, una penetración y una convergencia mutuas. Concretamente: quien en el acto de la oración mística ha experimentado a Dios, hablará de Dios en el acto de la oración profética con una amplitud y profundidad muy diferentes. Ahora es posible una segunda ingenuidad, verificada en la realidad presente y muy distinta de la primera ingenuidad, infantil y acrítica. He aquí unos ejemplos:
1) Una vez que he aprendido que Dios no es persona como nosotros, sino más que persona humana, el Infinito en lo finito; que él, el Infinito e incomprensible, es el mar que (a pesar del «hombre desenfrenado» de Nietzsche) no puede ser vaciado, el horizonte que no puede ser borrado, el sol del que la tierra y el hombre no pueden desprenderse, la realidad que todo lo abarca y todo lo domina, a la que nosotros podemos dirigirnos razonablemente con palabras humanas, entonces puedo de nuevo decirle «tú»; puedo, por tanto, orar de nuevo, y expresar en la oración la alabanza y también la queja, la petición y también la protesta.
2) Y, una vez que he aprendido que este Dios no es ni masculino ni femenino, sino masculinidad y feminidad, más aún, que trasciende lo humano; que es, por tanto, el misterio inefable de nuestra realidad, para el que todos nuestros conceptos humanos, incluso la palabra «padre», no son más que analogías, símbolos, «claves», entonces puedo también, dado que, como hombres, no tenemos nombres más elevados que los nombres humanos y la palabra «padre» nos dice más que «lo Absoluto» o «el Ser mismo», orar de nuevo con toda sencillez, y al mismo tiempo con mentalidad pospatriarcal (sin excluir la dimensión materna de Dios), como desde hace dos mil años Jesús nos enseñó a orar: «Padre nuestro».
3) Y, finalmente, una vez que aprendí desde hace tiempo que Dios no esta arriba o al otro lado, sino que aquí y ahora abarca y domina el mundo entero y también a cada hombre, entonces puedo,
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después de haber tenido los ojos cerrados tanto tiempo, de haber mirado hacia dentro y de haber encontrado a Dios en la profundidad de mi existencia, abrir de nuevo los ojos y mirar hacia arriba y, solo o en comunidad, orar así: «Padre nuestro, que estás en el cielo».
El que ha mirado hacia dentro de sí mismo y ha encontrado de nuevo a Dios, su presencia, su cercanía e irradiación, su Espíritu, en la profundidad de su ser, puede dirigirse de nuevo hacia fuera.
V I . EXPERIENCIAS DE DIOS
EN LA COTIDIANIDAD DEL MUNDO
Ahora se mira el mundo de otra manera, porque el mundo también nos mira de otra manera. Y quizá ahora se puede descubrir, no sólo en nosotros, sino también en el mundo, esa dimensión profunda que es extraña y está sepultada para el hombre enajenado, alienado de sí mismo. En todo caso, puedo hacer experiencias cotidianas muy concretas, que me invitan a cruzar esta cotidianidad en otra dimensión y encontrar allí una conexión más profunda y un último fundamento de sentido. Nadie se ve obligado a ello por una evidencia, forzado por una deducción incuestionable; con palabras apenas podemos comunicárselo suficientemente a otros. Y, sin embargo, hay bastantes experiencias positivas y negativas, mundanas e interpersonales, que mantienen al hombre y le hacen ver con más profundidad.
Mucho han escrito sobre ello teólogos y santos desde tiempos lejanos, y más aún desde el proceso de secularización de la época moderna, que dio carácter profano al mundo romántico-medieval, antes tan misterioso, en el que todas las cosas temporales eran símbolo de lo eterno. Pero precisamente en este mundo profano, secularizado, racional, hay motivo suficiente para ver en lo cotidiano más de lo cotidiano: la ausencia de misterio de este mundo moderno, las grandes preguntas y los pequeños enigmas de la vida del hombre, todas las experiencias fundamentales de la existencia y de la historia del hombre, ¿no pueden ser precisamente ocasión para trascender la unidimensionalidad de la vida moderna en busca de otra dimensión, de una realidad completamente distinta, de Dios?
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El hombre moderno no se desprenderá de su «complejo de Dios» (H. E. Richter) si no acepta de nuevo la realidad de Dios. Permítaseme aclarar un poco los puntos neurálgicos:
Ahí esta la ausencia de misterio de la vida moderna, a la que ya en sus primeros escritos se refirió Dietrich Bonhoeffer: el hecho de que los hombres, con su capacidad técnica y sus pretensiones de dominio, que sólo toman en serio al mundo en la medida en que puede ser explotado y utilizado, destruyen el misterio. Pronto advirtió este gran teólogo protestante que una vida carente de misterio significaba no ver en absoluto o incluso negar los acontecimientos decisivos de la vida. Deberíamos ver, en efecto, que las raíces del árbol están en la oscuridad de la tierra; que todo lo que vive a la luz procede de la oscuridad y del secreto del seno materno; que también todos nuestros pensamientos, toda nuestra vida espiritual, proceden del fundamento oculto y misterioso, del mismo modo que nuestro amor y que toda vida.
Ahí están las grandes preguntas de la humanidad. Paul Tillich señaló enfáticamente que el hombre moderno sólo encontrará de nuevo una respuesta a la pregunta acerca del sentido de la vida si recupera la «dimensión perdida de la profundidad». En la profundidad encuentran los hombres respuesta a sus preguntas: de dónde vienen, adonde van, qué hacen y qué deben hacer de sí mismos en el breve período entre su nacimiento y su muerte.
Ahí están los pequeños signos y gestos de la vida del hombre, que el sociólogo de la religión Peter Berger ha interpretado como «claves» de la trascendencia en nuestra cotidianidad: gestos de protección y de consuelo (como cuando una madre tranquiliza a su hijo atemorizado), pero también nuestra llamativa tendencia al restablecimiento del orden, nuestro impulso al juego, nuestro humor, nuestra esperanza; todo ello pertenece a la expresión esencial del hombre y remite a una realidad superior al hombre: a algo que lo supera y lo trasciende. Son parábolas de una redención posible.
Ahí están las experiencias fundamentales de la existencia humana, que Karl Rahner, fallecido hace pocos años, describió con frecuencia de manera ejemplar. Precisamente las experiencias de la vida concreta, en muchos casos reprimidas, negadas, ignoradas, pueden conducir a la experiencia de Dios si el hombre permanece
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suficientemente atento, abierto y sensible. Más aún: muchas cosas en la vida del hombre piden interpretación: la experiencia concreta de desamparo y de soledad, que mueve a pedir a gritos una solución; la experiencia de tranquilidad, en la que se oye hablar y se aprende a entender; experiencias de responsabilidad sin condiciones, que tantas veces hace sufrir; de amor incondicional, que hace saltar murallas. Finalmente, experiencias de culpa imperdonable, de angustia sin límite y de anhelo de sentido y de paz definitivos.
Y ahí están, finalmente, las experiencias fundamentales en la historia humana, en la sociedad y en la política, a las que se refieren apasionada y combativamente los representantes de la teología política o teología de la liberación: la posibilidad de experimentar a Dios en la historia de opresión y de liberación del hombre —y precisamente de los pobres de este mundo— que exige una nueva forma de seguimiento de Jesús, al mismo tiempo místico y político. Con razón esta teología nos ha abierto los ojos para ver que se puede experimentar a Dios en cualquier lugar en que se supere la alienación, se eliminen las injusticias, se restablezca la paz y se viva el amor. En una palabra: estos teólogos invitan a encontrar a Dios en el espíritu de Mateo 25, en la humillación, en nuestros hermanos más pequeños, en los humillados y ofendidos, y todo ello con la esperanza en la plena justicia futura, en la que los asesinos ya no triunfarán sobre sus víctimas.
Así pues, en la historia de la vida y del sufrimiento de cada hombre hay hechos, signos, acontecimientos, situaciones y «coincidencias» singulares, que pueden ser motivo de reflexión, de meditación religiosa. Nuestras experiencias son demasiado valiosas como para arrojarlas sencillamente por la borda en vez de conservarlas y reflexionar sobre ellas. Y quizá puedo ayudar a los lectores si indico, por decirlo así, a modo de nota a pie de página, qué experiencias han tenido especial importancia para mí y por ello las he retenido, he pensado y reflexionado sobre ellas. Son de dos tipos:
El primero, la experiencia de interrupción. Este hecho puede darse en cosas grandes y en cosas pequeñas, y puede ser duro, amargo y a la larga quitar el sueño. En una actividad que a mí, pero también a otras personas, me parece muy importante: de pronto no avanzo, y mis/nuestros adversarios se regocijan: «Se ha conseguido
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pararlo». Se me/nos impide —quienquiera que sea— continuar, y esto cambia por completo mi situación. Sólo sé una cosa: ya nunca será como antes, y todavía no sé lo que pasará. Debería resignarme a ello, pero no puedo hacerlo: la actividad debería seguir. En una palabra: estoy bloqueado, sin salida.
¿Qué hacer, pues: resignarme definitivamente, abandonar o rebelarme...? ¿Considerar el hecho como un signo más del absurdo de la vida? Como quiera que sea, este ser interrumpido es una invitación muy clara no sólo a parar, sino también a detenerme, a entrar en mí. Ya se trate de un bloqueo en la vida profesional, de una enfermedad inesperada o de la ruptura de una relación humana, todo ello puede ser ocasión para reflexionar sobre la dimensión profunda de la propia vida y para abrirse de nuevo a la confianza de la fe. Entonces será consoladora la experiencia de que incluso en esta detención forzada hay un apoyo que se asienta en la realidad básica de nuestra vida, en la realidad de Dios mismo, que, aun en las situaciones sin salida —los salmos están llenos de ello— puede abrirnos una perspectiva. A partir de esta confianza seremos capaces de ver de nuevo nuestra vida, de adoptar un nuevo punto de vista, de corregir nuestro curso y emprender una nueva tarea. Realmente, «el Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan» (Sal 146).
El segundo, la experiencia de ser sostenido. De momento, las cosas me van bien, y no sólo en el trabajo; todo va casi sobre ruedas. No sé si se deberá al tiempo, al horóscopo o al biorritmo. En todo caso, voy adelante, hago algo, estoy de buen ánimo. Naturalmente, no siempre será así y las cosas cambiarán de nuevo. Pero esto no me preocupa aquí y ahora: vivo el momento. No hay, pues, razón para gastar el tiempo con otros pensamientos, sentimientos, etcétera. «Qui vivra verra».
Y, sin embargo, algo falla aquí. No es que haya alguien de buen ánimo y se le deba estropear con moralina. No es que alguien saboree el éxito y se le deba desacreditar. Sino que esta idea del éxito, esta satisfacción despreocupada van no raras veces unidas con indiferencia, sobreestimación personal o superficialidad. Falta la mirada a la dimensión profunda de nuestra vida. Falta la conciencia de que el pensamiento tiene que ver con el agradecimiento. Porque quien reflexiona, aunque sólo sea brevemente, barrunta:
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— que el logro alcanzado, el éxito y la fortuna no se deben sólo a nuestro trabajo;
— que la fortuna nos llegó, quizá no de forma inesperada, pero, siendo sinceros, sí inmerecidamente: «¿Qué tienes que no hayas recibido?», escribe Pablo en 1 Cor 4,7.
Hay, pues, motivo para el agradecimiento, no sólo a los hombres, sino a otra instancia distinta de nosotros, que, a pesar de todas las contradicciones, hace que nuestra vida tenga sentido. Hay motivo para una confianza renovada en la disposición y conducción en nuestra vida, en la gratuidad de nuestra existencia. Motivo para la alegría de que, a pesar de todos los vaivenes, estamos orientados y a salvo. Realmente,
«me conoces cuando me siento o me levanto, todas mis sendas te son familiares; no ha llegado la palabra a mí lengua y ya, Señor, te la sabes toda. Me estrechas detrás y delante, me cubres con tu palma»
(Sal 139).
Experiencias de ser parado, de ser sostenido, y así podríamos seguir: experiencias de sentirse de pronto extraño en el círculo más próximo de amigos, en la familia, en el lugar de trabajo, en la propia casa, en la vida en general. Y, por otra parte, también lo contrario: el aclimatarse, el sentirse de algún modo de nuevo a gusto, el estar a gusto. Poco antes de morir, el escritor Heínrich Boíl, preguntado por qué él personalmente creía en Dios, respondió que ello se debía a «que todos sabemos propiamente —aunque no lo reconozcamos— que en la tierra no nos sentimos a gusto, no nos sentimos plenamente a gusto; que, por tanto, pertenecemos a alguna otra parte y venimos de alguna otra parte. No puedo imaginarme a ningún hombre que no crea —al menos de vez en cuando, a ratos, algunos días o sólo en algunos momentos— que no pertenece plenamente a esta tierra». Es el sentimiento de sentirse continuamente extraño el que mantiene vivo en el hombre el recuerdo de que esta realidad no es plenamente su morada. «No se trata aquí en absoluto de un mero sentimiento, sino quizá de un recuerdo ancestral de algo que existe fuera de nosotros». En efecto, no es un mero sentimiento ni un simple recuerdo de la niñez, sino más
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bien «un recuerdo ancestral de algo que existe fuera de nosotros» (cf. K.-J. Kuschel, Weil wir und auf dieser Erde nicht ganz zu Hause fühlen. Zwolf Schriftsteller über Religión und Literatur, Munich 1985, 68s).
V I . DIOS DEL RECUERDO
Difícilmente se podrá negar este hecho, aunque uno lo haya olvidado y suplantado: todos nosotros, prescindiendo de nuestra posición actual, vivimos de ese gran recuerdo, que en nuestro contexto religioso nos llegó una vez a través del mensaje cristiano y que todavía respiramos cuando ya no pensamos en él. Yo confieso de buen grado que he escrito a partir de este recuerdo y que, incluso cuando no lo tenía en los labios, lo llevaba siempre dentro de mí. ¡Un recuerdo que obliga a un futuro!
¡Qué abstracta, atemporal y vaga resulta incluso la concepción de Dios de los filósofos! —prescindiendo de que hoy los filósofos han cedido en buena parte su gran herencia clásica (las preguntas acerca de Dios, del mundo, del hombre y del sentido de la existencia) a su propia historia, a la sociología, a la psicología o a la teología misma, y por ello tienen mucho menos que decir al hombre de hoy que sus grandes predecesores.
A diferencia de Pascal, yo no hablo contra el «Dios de los filósofos y de los eruditos» cuando hablo a favor del «Dios de Abra-hán, de Isaac y de Jacob». Sin embargo, ¡qué ambigua resulta en muchos aspectos aún esta concepción de Dios del Antiguo Testamento! Por eso Pascal añade como figura decisiva «el Dios de Jesucristo». Sólo en el Nuevo Testamento, en el anuncio que hace Jesús de Dios como Padre de los hijos perdidos, resulta plenamente inequívoca la comprensión bíblica de Dios, porque Dios precisamente se encarna, se personifica en esta persona humana.
En esta figura de Jesús de Nazaret se trata, en definitiva, de una dimensión realmente distinta: la dimensión divina. Se trata de trascendencia —pero no concebida primariamente en sentido espacial, como en la física y metafísica antiguas: Dios por encima o juera del mundo; ni, como reacción a ello, interiorizada en sentido idealista o existencialista: Dios en nosotros. Sino entendida a partir
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de Jesús primariamente en sentido temporal: «Dios delante de nosotros» (Jürgen Moltmann). Es decir, Dios no meramente como el Eterno atemporal que está detrás del curso uniforme del surgir y desaparecer de pasado, presente y futuro, como es conocido especialmente a partir de la filosofía griega, sino Dios como el futuro, el que viene, el que fundamenta la esperanza, como podemos conocerlo por las promesas de futuro de Israel y de Jesús mismo. Un Dios cuya divinidad es entendida como el poder del futuro, que hace aparecer nuestro presente bajo una nueva luz. Que Dios es el futuro significa que adondequiera que vaya el individuo, en la vida y en la muerte, él está allí; que adondequiera que la humanidad entera se despliegue, al comienzo y en el ocaso, él está allí. Dios como la realidad primera y última.
En conclusión, ¿qué significa, por tanto, «descubrir» de nuevo a Dios como la realidad que determina y penetra todo lo que existe, en la experiencia comúnmente accesible de la vida concreta? Como hemos visto, «descubrir» no significa deducir irrefutablemente a Dios, el incomprensible e inescrutable, a partir de una supuesta experiencia evidente; no significa «encontrarlo» sin que intervenga mi propia decisión. Dios no está «a disposición» del «observador neutral». Téngase en cuenta que sólo se le abre al que llama con plena confianza: «Volved a mí y yo volveré a vosotros» (Zac 1,3).
«Descubrir» a Dios significa iluminar críticamente, esclarecer conceptualmente e interpretar oralmente nuestra experiencia cotidiana interior y exterior, sin duda siempre problemática y ambigua, para llegar de este modo, en una decisión libre y, sin embargo, fiable, a una confianza razonable en este misterio incomprensible, inescrutable e inefable de nuestra realidad; misterio que envuelve y domina todo lo existente, que hizo oír su voz en Israel y tomó en Jesús una figura, un rostro concreto. Éste es un Dios que no está «a disposición», pero sí «a la espera» (disponibilidad). Nótese al mismo tiempo: el Oculto está desde el principio abierto al que se abre a él. Puesto que —en un ensamblaje dialéctico de fe confiada y gracia anticipante— afirma otra frase prof ética: «Vuélvete a nosotros, Señor, y podremos volvernos a ti» (Lam 5,21).
[Traducción: R. GODOY] H . KÜNG
PARA PROFUNDIZAR EN EL TEMA
Ser cristiano (Ed. Cristiandad, Madrid "1977). ¿Existe Dios? (Ed. Cristiandad, Madrid s1979). El cristianismo y las grandes religiones (Ed. Cristiandad, Madrid 1987). Christentum und Chinesische Religión (1988).
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¿COMO HABLAR DE DIOS DESDE AYACOCHO?
El Dios de la Biblia es el Dios que viene a su pueblo. «He bajado a librarlos de los egipcios» (Éx 3,8; cf. 18,20), «vendré a ti» (Éx 20,24), dice Yahvé. «Vino a su casa», «puso su morada entre nosotros», afirma Juan (1,11 y 14). El Apocalipsis empieza (1,4 y 8) y termina (20,22) con la promesa de la venida del Señor. Dios está allí donde su proyecto de vida se hace historia, por eso la pregunta sobre él está ligada a las profundas y cotidianas experiencias de sufrimiento y alegría, de muerte y de vida.
Dos escritores indios del Perú y un obispo sudafricano nos ayudarán a dar carne —herida— a la cuestión de Dios, tal como se presenta en el llamado Tercer Mundo. Esto nos recordará el carácter capital del tema de la vida en la Biblia y nos ayudará a encontrar los caminos para hablar del Dios que viene, del Señor que resucitó.
I . DIOS MIÓ, ¿DONDE ESTAS?
Felipe Guamán Poma de Ayala, nacido a mediados del siglo xvi, en un largo informe destinado al rey Felipe III de España —escrito en un castellano titubeante y preñado de sintaxis quechua— cuenta que, impresionado por la situación de sus hermanos de raza, salió a recorrer las tierras del antiguo Thauantinsuyo «en busca de los pobres de Jesucristo». Durante años «anduvo en todo el mundo para ver y proveer su justicia y remedio de los pobres». Una situación en la que «se desuella y se sirve de los pobres de Jesucristo», le hace entonces exclamar: «y así Dios mío, ¿dónde estás? No me oyes para el remedio de tus pobres» \ En Guamán Poma la protesta viene de su pertenencia a ese pueblo maltratado, pero también de la nueva fe que ese mismo pueblo ha comenzado a adoptar.
Otro testigo, José María Arguedas (1911-1969), siglos más tarde, nos hace ver que ese sufrimiento se ha hecho cada vez más
1 Los textos de Guamán Poma están tomados de su libro escrito a comienzos del siglo xvn y publicado sólo a comienzos de este siglo, El primer Nueva Crónica y Buen Gobierno (México 1980).
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hondo, impregnando toda la vida de los indios. En la catedral del Cuzco se venera una imagen de Cristo cuyo rostro parece reflejar el profundo dolor que se lee hoy en las caras de los indios y que por ello —se queja Arguedas— hace sufrir: «El rostro del Crucificado era casi negro, desencajado, como el del pongo (...). Renegrido, padeciendo, el Señor tenía un silencio que apaciguaba, hacía sufrir; en la catedral tan vasta, entre las llamas de las velas y el resplandor del día que llegaba tan atenuado, el rostro del Cristo creaba sufrimiento, lo extendía a las paredes, a las bóvedas y columnas. Yo esperaba que de ellas brotaran lágrimas» (Ríos profundos) .
De modo semejante se expresa ese gran testigo del evangelio en nuestros días que es Desmond Tutu. «La teología de la liberación —dice el obispo desde el abismo de dolor y abandono en que se encuentra su pueblo—, más que cualquier otro tipo de teología, surge del crisol de la angustia y los sufrimientos humanos. Surge porque el pueblo grita: 'Señor, ¿hasta cuándo? Oh Dios, pero ¿por qué?' (...) Toda la teología de la liberación proviene del esfuerzo por dar sentido al sufrimiento humano cuando aquellos que sufren son víctimas de una opresión y explotación organizada, cuando son mutilados y tratados como seres inferiores a lo que son: personas humanas, creadas a imagen del Dios eterno, redimidas por un solo salvador Jesucristo y santificadas por el Espíritu Santo. Éste es el origen de toda teología de la liberación y, por tanto, de toda teología negra, que es teología de la liberación en África» 2.
Desde el sufrimiento injusto de los pobres surge la pregunta: ¿dónde está el Dios amor? Ésa sigue siendo la fuente del planteamiento sobre Dios en nuestras tierras. Esta posición del problema puede parecer quizá precrítica a una cierta mentalidad moderna. No es el momento de discutir este punto, ni de interrogarnos acerca del carácter axiomático con que es presentada muchas veces esta perspectiva que viene de la Ilustración. Quisiera sólo decir que si la teología es una inteligencia de la fe al servicio del anuncio del evangelio, no podemos esquivar la forma como la gran mayoría de
2 The Theology of Liberation in África, en Kofi Appiah-Kubi/Sergio Torres (eds.), African Theology on Route; Papers {rom the Pan-African Con-ference of Third World Theologians (Maryknoll, Nueva York 1979) 163.
¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho? 133
nuestro pueblo vive hoy su relación con el Dios de su fe. Esa práctica creyente es, para nosotros, el punto de partida para encontrar un lenguaje adecuado sobre Dios.
La indiferencia de quienes se dicen cristianos frente a las condiciones de vida de los pobres, los intentos de justificarlas con razones religiosas y con posteriores compensaciones; la llamada a la resignación que se les hace en nombre de la voluntad de Dios, o de un pretendido realismo histórico, no hacen sino exacerbar el asunto. «¿Quién es Dios? ¿Quién es?», preguntará la india jorobada (la kurku), a partir de su sufrimiento e insignificancia, en la novela de Arguedas Todas las sangres. A la interrogante «¿Cree usted en Dios?», lanzada a boca de jarro al personaje central de esta obra, el indio Rendón Wilka, éste responde con otra pregunta: «¿Cuál Dios será?» No es una evasión, es una precisión. Más adelante, conforme continúa la discusión, al ver la forma como los hacendados explotadores usan el nombre de Jesucristo, al que su interlocutor se refiere como aquel «que amaba a los pobres y murió en la cruz por ellos», Wilka volverá a preguntar con su estilo propio y casi con irritación: «¿Cuánto Jesucristo hay?» Sólo así se podrá dialogar sobre un terreno sin equívocos ni engaños.
Arguedas se hace eco del sentir de los pobres. «El Dios de los señores no es igual. Hace sufrir sin consuelo», afirmará el sacristán mestizo en diálogo con un sacerdote que parece creer en un Dios lejano a la vida diaria de los seres humanos. En ese Dios se apoyan los poderosos. «Dios me ayuda, para eso existe», dice con arrogancia Don Fermín, rico propietario, otro personaje de la misma novela; y dentro de la misma lógica sostendrá que «el indio ha nacido para sufrir, que Dios así lo ha mandado». «Tu Dios, joven Hidalgo —dice agresivamente Wilka en otro diálogo—, ¿cómo es? Dios de hacendados, de ingenieros, come-gente (...). Contra de Dios. Contra de Dios, diciendo, tranquilos matan gente».
Ante tanto sufrimiento y acicateada por la pretendida justificación religiosa de la injusticia, retorna incisiva la pregunta: «¿Dónde está Dios?» En el diálogo a que ya hemos aludido, el viejo sacristán responde: «Dios hay aquí, en Layuaymarca. De San Pedro se ha ido, creo para siempre». «Tú tampoco eres cristiano verdadero, hijo —replica el cura—. ¡Tantos años de sacristán! Y piensas como brujo. Dios está en todas partes, en todas partes... El
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viejo sacristán de San Pedro movía negativamente la cabeza. ¿Había Dios en el pecho de los que rompieron el cuerpo del inocente maestro Bellido? ¿Dios está en el cuerpo de los ingenieros que están matando 'La Esmeralda'? ¿De señor autoridad que quitó a sus dueños ese maizal donde jugaba la Virgen con su Hijito cada cosecha? No me hagas llorar, padrecito. Yo también como muerto ando. Don Demetrio tiene Dios, en la 'Kurku' está Dios, cantando; en Don Bruno pelea Dios con el demonio; para mí ni hay consuelo, de nadies».
Desde el infortunio, el autor del salmo 42 se preguntaba lo mismo. Con angustia busca explicarse la causa de la ausencia de Dios, es decir, acerca del hecho que el Señor parezca haberse olvidado de él y de su pueblo. Pero la cuestión ¿dónde está Dios? no surge sólo como una protesta ante la penuria y la angustia, también es una expresión de fe. No formularla manifestaría indiferencia u olvido de Dios, así como un rechazo al poder interpelador de su palabra (cf. Jr 2,8).
En verdad, nuestro sacristán reencuentra desde su experiencia la perspectiva bíblica sobre Dios. Dios no está en los lugares (cf. Jr 7,1-7; Me 11,15-17), en las personas (cf. Miq 3,9-12; Mt 23,16-17) y en las acciones (cf. Am 5,21-24; Is 58,5-7; Mt 7, 21-23) en las que su amor gratuito y su exigencia de justicia están ausentes. La presencia de Dios se da allí donde su reino comienza a establecerse. El Dios de Jesús es el Dios del reino que llega a la historia.
Si separamos a Dios de su propósito no creemos realmente en él, porque eso significa recusar su reinado, su voluntad de vida, amor y justicia en la historia. El poeta popular francés Jacques Pre-vert ponía en labios descreídos una oración que es tal vez la que muchos cristianos rezan en la práctica: «Padre nuestro que estás en los cielos, quédate ahí...» Es decir, «no entres en nuestra vida, déjanos hacer en ella nuestra voluntad y no la tuya». Otro es el comportamiento de Jesús, que afirma reiteradamente, en el Evangelio de Juan, por ejemplo, que él se nutre de la voluntad del Padre, vale decir que su alimento es el designio del Padre de reinar, su designio de vida, su reino.
El Dios de la Biblia es inseparable de su proyecto, de su reino; en consecuencia, todo intento de encontrarlo y comprenderlo divor-
¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho? 135
ciándolo de su reinado es, en términos bíblicos, fabricar un ídolo, forjarse un dios a nuestra imagen y deseos, caer en la idolatría, confiar en alguien que no es Dios. En efecto, un dios sin reino es un fetiche, obra de nuestras manos, negación del Señor porque esta separación es contraria a sus deseos. El Dios de Jesucristo es el Dios del reino, es aquel que tiene una palabra y una intención sobre la historia humana. Jesús va más lejos todavía. Ante la pregunta sobre el momento de la llegada del reino responde: «el reino de Dios ya está entre vosotros» (Le 17,21). Jesús el Mesías es el reino.
Hablar del reino es referirse a la gratuidad del amor de Dios y a su exigencia de justicia. Son los dos aspectos que nos hacen comprender que los pobres —los pobres reales, los insignificantes de la sociedad— son los privilegiados del reino. Gratuidad y justicia constituyen las razones de una preferencia que no está, en última instancia, en los méritos éticos o en las disposiciones religiosas de los pobres, sino en la bondad de Dios.
Esto también lo intuyó Guarnan Poma, quien en un texto polémico y de honda raíz evangélica afirma: «Que para ello me hice pobre, metiéndome en los demás pobres, que así convenía para este efecto, de cómo se sabe que al pobre menosprecian los ricos y los soberbios sobre ellos, pareciéndoles que donde está el pobre no está ahí Dios y la justicia. Pues ha de saberse claramente con la fe que donde está el pobre está el mismo Jesucristo; donde está Dios está la justicia».
En el pobre encontramos a Jesús, el reino en medio de nosotros. Es decir, en el despojado, en el oprimido, resultado de un sistema social injusto. En aquel que vive en una situación marcada por la muerte hallamos al Señor de la vida. La perspectiva evangélica nos impide evadirnos de la historia, en ella entramos en relación con el Dios que «puso su tienda en medio de nosotros» (Jn 1,14).
En esa historia, la pobreza es hoy un hecho mayor y cruel. La pobreza significa, en última instancia, muerte. Carencia de alimento y de techo, imposibilidad de atender debidamente a necesidades de salud y educación, explotación del trabajo, desempleo permanente, discriminación de la mujer, falta de respeto a la dignidad humana, injustas limitaciones a la libertad personal en los campos de la expresión, lo político y lo religioso.
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¿De qué manera hablar de un Dios que quiere la justicia en una realidad marcada por la pobreza y la opresión? ¿Cómo anunciar el Dios de la vida a personas que sufren una muerte prematura e injusta? ¿Cómo reconocer el don gratuito de su amor desde el sufrimiento del inocente? ¿Con qué lenguaje decir a los que no son considerados personas que son hijas e hijos de Dios? Éstas son las interrogantes frontales de la teología que surge en América Latina, y sin duda también en otros lugares del mundo en que se viven situaciones semejantes o incluso más graves.
Con gran sensibilidad humana y cristiana, J.-B. Metz se preguntaba hace unos años cómo hablar de Dios después de la horrenda experiencia de Auschwitz. Desde estas tierras, en las que hace siglos ya Bartolomé de las Casas decía que dejaba a Cristo mil veces flagelado en los indios, nuestra pregunta es: ¿cómo hablar de Dios, no después, sino durante Ayacucho? 3 La interrogación supera sin duda nuestra capacidad de respuesta. Pero sabemos que debemos decir como Job: «No frenaré mi lengua, hablará mi espíritu angustiado, se quejará mi alma entristecida» (7,11).
I I . EL SEÑOR, AMIGO DE LA VIDA
La Biblia es el libro de la vida. De toda la vida: material y espiritual, individual y social. Ella tiene su fuente en el amor gratuito de Dios. El Dios vivo —constantemente opuesto a dioses que «tienen boca y no hablan» (Sal 115,5)— es el Dios que libera a su pueblo. Liberar es dar vida.
El conocido pasaje de Lucas en que se enuncia el programa del Mesías está centrado en la liberación: «El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la buena nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (4,18-19).
Las diferentes situaciones humanas mencionadas (pobreza, cautividad, ceguera, opresión) aparecen como expresiones de la muer-
3 Ciudad de la sierra peruana que vive bajo el signo de la pobreza y la violencia y cuyo nombre significa en quechua «rincón de los muertos».
¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho? 137
te; el anuncio de Jesús, ungido como el Mesías por la fuerza del Espíritu, la hará retroceder, introduciendo un principio de vida en la historia que debe llevar a ésta a su plenitud. En este texto programático encontramos una vez más la disyuntiva muerte-vida, central en la revelación bíblica, frente a la cual el libro del Deuterono-mio (30,19) nos exige una opción radical: «Te pongo delante vida y muerte (...). Elige la vida».
Los pobres significan claramente en Lucas los desprovistos de lo necesario para vivir (cf. Le 6,20; 7,22; 14,13-21; 16,10.22; 18,22; 19,9; 21,3). A ellos se les anuncia la liberación. La buena nueva para ellos se concreta en los tres enunciados que siguen: liberación a los cautivos, vista a los ciegos, libertad a los oprimidos. En todos esos casos la idea dominante es la liberación. Éste es incluso el sentido de la expresión figurada «la vista a los ciegos», si nos remitimos al texto hebreo de Isaías: «a los encadenados la apertura de los ojos». Se trata de una imagen que alude a la salida de la oscuridad de una prisión.
El reinado de Dios, reinado de vida, es el sentido último de la historia humana, pero su presencia se inicia desde ahora a partir de la atención privilegiada de Jesús por los últimos de esa misma historia. De ello da testimonio el texto de Lucas: «Esta escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (4,21). La palabra hoy es, como se sabe, clave en la teología lucana (cf. 2,11; 3,22; 5,26); aquí, con ella, se quiere significar que la profecía de Isaías se realiza. Es el momento de la liberación integral en Cristo. La vida que él nos trae es, sin embargo, rechazada por muchos. Lucas nos relata que los auditores de su predicación quisieron despeñarle desde la altura de los cerros (cf. 4,28-30). El anuncio del evangelio de la liberación a los pobres no es una tarea fácil. Dar vida puede acarrear la muerte. Son numerosos, entre nosotros, los que han tenido esa experiencia.
Algunas consideraciones sobre el libro de la Sabiduría pueden ser pertinentes aquí. El autor se propone, en las condiciones difíciles y de crisis que vive la comunidad a la que se dirige, reafirmar la esperanza de los creyentes; para ello relee los grandes libros que forman parte de la Biblia con el propósito de poner de relieve lo fundamental de su mensaje. Dicha relectura se hará en la perspectiva de la relación entre Dios y la vida.
138 G. Gutiérrez
Las nubes que se presentan en el horizonte no deben confundir a los creyentes. Éstos deben saber pensar bien acerca de Dios, ésa es la intención declarada de este escrito. Desde el inicio, el autor afirma: «Amad la justicia los que regís la tierra; pensad correctamente del Señor y buscadlo con corazón entero» (Sab 1,1). Tener presente al Dios de la Biblia implica amar la justicia, estamos en la más genuina tradición profética. En efecto, Dios lleva ineludiblemente a querer lo que él ama; en consecuencia, la práctica de la justicia no se añade del exterior a nuestra amistad con Dios, forma desde dentro parte de nuestra relación con él. Esto debe ser buscado «con corazón entero». Es una cuestión de integridad personal. No es posible «servir a Dios y a las riquezas», nos dirá Jesús en el Evangelio de Mateo (6,24). No se puede amar a Dios y practicar la injusticia, porque la explotación y el despojo del pobre, así como el consiguiente rechazo de Dios, significan escoger la muerte.
El libro de la Sabiduría trae al respecto una expresión que puede sorprender a primera vista: Dios no es el autor de la muerte. «No os procuréis la muerte con vuestra vida extraviada ni os acarreéis la perdición con las obras de vuestras manos; Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes» (1,12-13). Ante la situación de muerte y persecución que sus lectores pueden enfrentar, el autor les recuerda que ella no viene de Dios; lo que significa que ella no debe ser vista por ellos como apoyada en la voluntad divina, o como algo fatal. Pese a cierto ropaje exterior, la sustancia del mensaje bíblico es antifatalista; esto es de enorme significación para los pobres de este mundo. En nuestras manos está el transformar el momento que vivimos, es nuestra responsabilidad invertir el curso de los acontecimientos. No caben entonces resignaciones fáciles que quieren disimular, incluso con razones religiosas, nuestra cobardía.
Dios «todo lo creó para que subsistiera; las criaturas del mundo son saludables; no hay en ellas veneno de muerte ni el abismo impera en la tierra» (1,14). La voluntad del Señor es vida. No existe en lo creado un ponzoñoso germen de muerte que un día se desarrollará necesariamente. Las criaturas han sido hechas para vivir en salud, la tierra existe para alimentar y acoger a los vivientes. Cuando nuestros hermanos campesinos de América Latina reclaman la tierra a la que tienen derecho (humano e histórico) no bus-
¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho? 139
can inscribir sus nombres en los registros públicos de la nación, lo que exigen es ejercer su derecho a la vida. El abismo, el mundo de las tinieblas, no domina, no debe dominar la tierra y la vida de que ella es portadora.
La significación de la vida adquiere toda su dimensión con el tema de la tierra prometida. Ella no es sólo el lugar donde los seres humanos encuentran el alimento cotidiano, ella es también el espacio de su libertad y dignidad personales. Esto forma parte también de la vida que tiene a Dios por autor. Desde una tierra en la que se deja de ser extranjeros y peregrinos, para convertirse en poseedores, en el ejercicio pleno de todos sus derechos, los hombres y las mujeres podrán dirigir a Dios un culto «en espíritu y en verdad».
El libro de la Sabiduría, después de esta reafirmación de la vida, hace resaltar los sinuosos pero fuertes lazos que existen entre los impíos (es decir, los que no practican la justicia) y la muerte. «Porque la justicia es inmortal. Los impíos llaman a la muerte a voces y con gestos, se consumen por ella, creyéndola su amiga; hacen pacto con ella, pues merecen ser de su partido» (1,15-16). Declarar inmortal a la justicia es sostener que ella forma parte de la vida y que viene de Dios; sólo practicándola se puede pensar rectamente de Dios. Los impíos, en cambio, son amigos de la muerte, la llaman a voz en cuello, hacen gestos para demostrarle su afecto, mueren por ella, si se puede hablar así. La siembran por doquier, violando los derechos de los demás.
No se trata de faltas ocasionales, el asunto es más grave: los que «no conocen los secretos de Dios» (2,22) establecen un pacto con la muerte. Es una especie de contraalianza. La alianza con Yahvé, el Dios de la vida, hace de los firmantes de ella defensores de la vida en la historia. Los que pactan con la muerte, constituyen un partido asesino y buscan que la muerte sea la última palabra de la historia humana. Como en tantos otros libros bíblicos, aquí también la vida y la muerte se oponen. No podemos evitar que hiera nuestros oídos la pregunta: ¿De qué partido somos? ¿De aquellos que participan activamente, o por omisión, en las violencias que hoy desgarran y trituran en particular a los pobres? ¿O de quienes buscan también con «voces y gestos» y contra viento y marea dar un testimonio de vida, a veces al precio de su propia existencia?
240 G. Gutiérrez
Faltar contra Dios es haberse convertido, en un momento al menos, en partidario de la muerte, haber clamado por ella. Esa postura nos aleja de Dios. Pero allí está su misericordia siempre acogedora, dispuesta a que regresemos al camino que conduce al reino. «A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida» (11,26). El amor de Dios es universal, nadie está excluido de su perdón, porque perdonar es dar vida. «Señor, amigo de la vida», esta bella y profunda manera de designar a Dios resume el mensaje de la Sabiduría, así como la exigencia que presenta a todo creyente. Creer en Dios es ser, como él, amigo de la vida, en oposición a esos compañeros de ruta de la muerte que mencionábamos antes.
Desde su primer discurso, al inicio del anuncio del evangelio por la comunidad cristiana, Pedro habla de la muerte de Jesús en manos de los jefes del pueblo judío. Pedro les reprocha haber agraciado a un asesino y condenado al «autor de la vida» (Hch 3, 14-15). Eso es Jesús el Mesías, de ello deben dar testimonio sus seguidores en las condiciones históricas que les toque vivir.
La liberación es voluntad de vida. La liberación se hace contra la opresión, la servidumbre y la muerte. En la raíz de toda injusticia social está el rompimiento de amistad con Dios y con los demás, el pecado. De ahí el carácter medular de la liberación del pecado, que nos lleva a una nueva comunión con el Señor y los otros. La liberación expresa una voluntad de vida; por eso liberando Dios se revela como un Dios liberador, como un Dios vivo, como el amigo de la vida. Ser cristiano es ser amigo del autor de la vida, de Jesús el Cristo.
I I I . ¿DONDE ESTA TU HERMANO?
En el Tercer Mundo, la violencia más asesina —la que más niños mata— es aquella que los obispos latinoamericanos llaman, en Medellín y en Puebla, «violencia institucionalizada»; es decir, la pobreza y la injusticia social, aceptada como «orden legal». A esto se añaden otras violencias, lo que no hace sino agravar la situación.
¿Cómo hablar de Dios desde Ayacucho? 141
No podemos intentar esclarecer la pregunta ¿dónde está Dios? 4
si no somos capaces de dar respuesta a lo que el Señor nos plantea: «¿dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). Se trata de dos interrogantes que no es posible separar. Sabremos dónde está nuestro hermano en la medida en que sepamos ser amigos de la vida. Una de las grandes tareas hoy de los cristianos, de la Iglesia entera, es defender los derechos humanos que las violencias mencionadas pisotean diariamente. Y hemos aprendido en este tiempo que esa defensa significa enfrentar poderosos intereses, sobre todo cuando ella se hace desde los más débiles de la sociedad, desde los pobres y oprimidos. Pero el mandato que tenemos como comunidad cristiana, como Iglesia, no es sobrevivir, sino vivir. Hoy, en los países pobres —y no sólo en ellos, claro está—, la Iglesia se está jugando el sentido de su identidad en tanto comunidad de discípulos de aquel que vino para que tuviéramos «la vida y la vida en abundancia» (Jn 10,10). De su testimonio y no de vacías formalidades depende la afirmación de su identidad como Iglesia. El carácter decisivo de ese compromiso con los últimos de la historia es lo que postulan las comunidades eclesiales de base que surgen en América Latina cuando hablan de una Iglesia de los pobres.
La disyuntiva es clara. O nos desinteresamos de lo que sucede con la excusa de que no es nuestra responsabilidad directa, nos limitamos a hacer invocaciones líricas a la unión de todos, nos replegamos por temor y pretendemos estar por encima de las oposiciones y conflictos que se dan en el mundo contemporáneo, y en ese caso habremos llamado a la muerte convirtiéndonos en su partido, como dice la Sabiduría, en el momento mismo en que pretendíamos no optar. O sabemos estar presentes sin esquivas neutralidades, allí donde las fuerzas contrarias al reino de amor y justicia violan agresiva y diariamente los derechos humanos más elementales, y entonces estaremos comenzando a comportarnos como amigos de la vida. Desde una realidad marcada por la muerte temprana e injusta, el tema de la vida y la muerte resulta decisivo en la revelación bíblica sobre Dios.
Sólo guardando silencio, escuchando y siendo solidarios con el
4 Cf. Las consideraciones de L. Alonso Schokel sobre la fraternidad humana en ¿Dónde está tu hermano? (Valencia 1985).
142 G. Gutiérrez
sufrimiento de los pobres se podrá hablar desde su esperanza sobre el Dios que libera. Esperanza que anima creativa y tenazmente la construcción de un mundo justo, humano y fraterno. Los esfuerzos sociales y políticos por salir de la presente situación, así como las vivencias religiosas de los pobres, constituyen las reservas más sanas de América Latina. La pobreza es carencia, pero también es fuente de solidaridad; es muerte, pero igualmente sensibilidad al don de la vida. A partir de allí nace entre nosotros un lenguaje contemplativo que reconoce que todo viene del amor gratuito del Padre y un lenguaje profético que nos recuerda su exigencia de justicia. Ambos se entrelazan para hablarnos del Dios de Jesús, Dios liberador que Arguedas oponía al Dios inquisidor (El zorro de arriba y el zorro de abajo).
La frase evangélica «los últimos serán los primeros» vale para el acceso al reino de Dios, y rige también para la teología, que es un intento de hablar acerca del Dios del reino. Un discurso sobre la fe que no tenga en cuenta la amplia y honda cuestión del sufrimiento de los pueblos pobres que se tutean diariamente con la muerte temprana e injusta, se niega él mismo como lenguaje sobre el Dios que «del más chiquito tiene la memoria muy viva», como decía Bartolomé de las Casas. Con todos nuestros límites y deficiencias, conscientes de lo parcial e insuficiente de nuestros intentos de respuesta a cuestiones que nos abruman, debemos, en el marco de la teología, hacer lo posible por evitar —con angustia y esperanza a la vez— que los pobres nos lancen a la cara el reproche de Job a sus amigos: «Todos sois unos consoladores inoportunos» (16,2).
G. GUTIÉRREZ
PONENTES DEL CONGRESO
ELISABETHT SCHÜSSLER FIORENZA
Ha sido presidenta de la Society Biblical Literature y fue cofundadora del «Journal of Feminist Studies in Religión and Committed to Women-Church». Actualmente es profesora de la Facultad de Teología de la Universidad de Harvard (Massachusetts). Sus obras más recientes son: In Memory of Her. A Feminist theological Reconstruction of Early Christian Origins (Nueva York); The Book of Revelation. Judgment and Justice; Bread no Stone. The Challenge of Feminist Biblical Interpretation.
(Dirección: The Divinity School, Harvard University, 45 Francis Avenue, Cambridge, Mass. 02138, EE. UU.).
CHRISTIAN DUQUOC OP
Nació en 1926 en Nantes (Francia) y fue ordenado sacerdote en 1953. Estudió en el Studium dominicano de Leysse (Francia), en la Universidad de Friburgo de Suiza, en la Facultad de Le Saulchoir (Francia) y en la Escuela Bíblica de Jerusalén. Es doctor en teología y diplomado por la Escuela Bíblica. Actualmente explica dogmática en la Facultad teológica de Lyon y pertenece al consejo de dirección de la revista «Lumiére et Vie». Entre sus numerosas publicaciones destacamos Crístología (Salamanca 31978); Jesús, hombre libre (Salamanca 1982); Dios diferente (Salamanca 21981); Mesianismo de Jesús y discreción de Dios (Ed. Cristiandad, Madrid 1985); Iglesias provisionales (Ed. Cristiandad, Madrid 1986); Liberation et progressisme (París 1987).
(Dirección: 2, place Gailleton, F-69002 Lyon, Francia).
JÜRGEN MOLTMANN
Nació en 1926 en Hamburgo. Pertenece a la Iglesia reformada evangélica. Estudió en la Universidad de Gotinga, donde obtuvo el doctorado y la habilitación en teología. Ha sido profesor en la Escuela Superior Eclesiástica de Wuppertal (1958-1963) y en la Universidad de Bonn (1963-1967). En la actualidad es profesor de teología sistemática en la Universidad de Tubinga. Es asimismo presidente de la Gesellschaft für Evangelische Theologic. Entre sus numerosas obras destacamos Prádestination und Perseveran (1961); Theolo-gie der Hoffnung (121985); Perspektiven der Theologie (1968); Der Mensch C1979); Die ersten Freigelassenen der Schopfung (61976); Der gekreuzigte Gott (51986); Kirche in der Kraft der Geistes (1975); Zukunft der Schopfung (1977); Trinitát und Reich Gottes (21985); Gott in der Schopfung (JJ987); varias de ellas traducidas al español.
(Dirección: Universitat Tübingen, Evangclisch-Theologisches Seminar, Lie-bermeisterstrasse 12, D-7400 Tübingen, R. F. A.).
DAVID TRACY
Nació en 1939 en Yonkers, Nueva York. Es sacerdote de la diócesis de Bridgeport (Connecticut). Doctor en teología por la Universidad Gregoriana de Roma, ocupa la cátedra de teología filosófica en la Facultad de Teología de la Universidad de Chicago. Ha publicado, entre otras obras, The Achieve-ment of Bernard Lonergan (1970); Blessed Rage for Order: New Plurdism in Theology (1975); The Analogicd Imagination (1980), y Plurality and Ambiguity (1986). Colabora en varias revistas y es director de «Journal of Religión» y «Religious Studies Review».
(Dirección: University of Chicago, Dívinity School/Swift Hall, 1025 East 58th Street, Chicago, 111. 60637, EE.UU.).
HANS KÜNG
Nació en 1928 en Susee (Suiza) y fue ordenado sacerdote en 1955. Estudió filosofía y teología en la Universidad Gregoriana. Amplió estudios en la Sorbona y en el Instituto Católico de París, donde se doctoró en teología. Tras dos años de ministerio pastoral en Suiza, pasó a enseñar teología dogmática en la Facultad de Teología de la Universidad de Münster. En 1960 fue nombrado profesor ordinario de teología fundamental en la Universidad de Tubinga, donde, en 1963, pasó a ser profesor de teología ecuménica y director del Instituto de Estudios Ecuménicos de Tubinga. Entre sus numerosas publicaciones sobresalen La justificación según Karl Barth (Barcelona 1965); La Iglesia (Barcelona 41975); Ser cristiano (Ed. Cristiandad, Madrid 41977); 20 tesis sobre ser cristiano (Ed. Cristiandad, Madrid 21980); ¿Existe Dios? (Ed. Cristiandad, Madrid 51979); De cara al futuro (Ed. Cristiandad, Madrid 1980); El desafío cristiano (Ed. Cristiandad, Madrid 1982); ¿Vida eterna? (Ed. Cristiandad, Madrid 1983); El cristianismo y las grandes religiones (Ed. Cristiandad, Madrid 1987), y Christentum und Chinesische Religión (1988).
(Dirección: Waldháuserstrasse 23, D-7400 Tübingen, R. F. A.).
GUSTAVO GUTIÉRREZ
Nació en Lima en 1928. Es licenciado en psicología (Lovaina) y en teología (Lyon). Actualmente es asesor nacional de la UNEC (Unión Nacional de Estudiantes Católicos) y profesor en los Departamentos de Teología y de Ciencias Sociales de la Universidad Católica de Lima. Ha publicado, entre otras obras, La pastoral de la Iglesia latinoamericana (Montevideo 1968); Apuntes para una teología de la liberación (Lima 1971); Líneas pastorales de la Iglesia en América Latina (1970); Teología de la liberación, perspectivas (1971); Liberation and Change (1977); La fuerza histórica de los pobres (1979); El Dios de la vida (1982); Beber en su propio pozo (1983); Hablar de Dios (1986).
(Dirección: Apartado 3090, Lima 100, Perú).
CONSEJO DE DIRECCIÓN
Giuseppe Alberigo Gregory Baum Willem Beuken Leonardo Boff
Paul Brand Antoine van den Boogaard
Ann Carr Marie-Dominique Chenu
Julia Ching John Coleman
Mary Collins Yves Congar
Christian Duquoc Virgilio Elizondo Casiano Floristán
Sean Freyne Claude Geffré
Norbert Greinacher Gustavo Gutiérrez
Hermán Haring Bas van Iersel
Jean-Pierre Jossua Hans Küng
Nicolás Lash Mary Mananzan
Norbert Mette Johannes-Baptist Metz
Dietmar Mieth Jürgen Moltmann
Alphonse Ngindu Mushete Aloysius Pieris James Provost
Karl Rahner (t) Giuseppe Ruggieri
Edward Schillebeeckx Paul Schotsmans
Elisabeth Schüssler Fiorenza Lisa Sowle Cahill
David Tracy Knut Walf
Antón Weiler Christos Yannaras
Bolonia-Italia Montreal-Canadá Nimega-Holanda Petrópolis-Brasil Ankeveen-Holanda Nimega-Holanda Chicago/Ill.-EE. UU. París-Francia Toronto-Canadá Berkeley/Cal.-EE. UU. Wake Forest/N. C.-EE. UU. París-Francia Lyon-Francia San Antonio/Texas-EE. UU. Madrid-España Dublín-Irlanda París-Francia Tubinga-R. F. A. Lima-Perú Nimega-Holanda Nimega-Holanda París-Francia Tubinga-R. F. A. Cambridge-Gran Bretaña Manila-Filipinas Münster-R. F. A. Münster-R. F. A. Tubinga-R. F. A. Tubinga-R. F. A. Kinshasa-Zaire Gonawala-Kelaniya-Sri Lanka Washington D. C.-EE. UU. Innsbruck-Austria Catania-Italia Nimega-Holanda Lovaina-Bélgica Cambridge/Ma.-EE. UU. Chestnut Hill/Ma.-EE. UU. Chicago/Ill.-EE. UU. Nimega-Holanda Nimega-Holanda Atenas-Grecia
SECRETARIA GENERA!,
Prins Bernhardstraat 2, 6521 AB Nimega-Holanda
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ECUMENISMO
Comité consultivo
Directores:
Hans Küng Jürgen Moltmann
Tubinga-R. F. A. Tubinga-R. F. A.
Miembros:
Anna Marie Aagaard Arthur Allchin
Johannes Brosseder Roben Clément sj
John Cobb Avety Dulles s j
André Dumas Hermán Fiolet
Bruno Forte Alexandre Ganoczy
Manuel Gesteira Garza Adolfo González-Montes
Catharina Halkes Alisdair Heron
Michael Hurley s j Walter Kasper
Karl-Josef Kuschel Emrnanuel Lanne OSB
Pinchas Lapide Hervé Legrand op
Peter Lengsfeld Joseph Lescrauwaet MSC
George Lindbeck Jan Milic Lochman Antonio Matabosch
Harry McSorley John Meyendorff
José Míguez Bonino Ronald Modras
Daniel O'Hanlon s j Wolfhart Pannenberg
Otto Pesch Alfonso Skowronek
Heinrich Stirnimann Leonard Swidler
Stephen Sykes Lukas Vischer
Willem de Vries sj Maurice Wiles
Christos Yannaras
Aarhus-Dinamarca Canterbury-Gran Bretaña Kónigswinter-R. F. A. Hazmieh-Líbano Claremont/Ca.-EE. UU. Bronx/N. Y.-EE. UU. París-Francia Hilversum-Holanda Nápoles-Italia Würzburgo-R. F. A. Madrid-España Salamanca-España Nimega-Holanda Erlangen-R. F. A. Belfast-Irlanda Tubinga-R. F. A. Tubinga-R. F. A. Chevetogne-Bélgica Francfort/Main-R. F. A. París-Francia Münster-Hiltrup-R. F. A. Lovaina-Bélgica New Haven/Conn.-EE. UU. Basilea-Suiza Barcelona-España Toronto/Ont.-Canadá Tuckahoe/N. Y.-EE. UU. Buenos Aires-Argentina St. Louis/Mo.-EE. UU. Berkeley/Cal.-EE. UU. Gráfelfing-R. F. A. Hamburgo-R. F. A. Varsovia-Polonia Friburgo-Suiza Filadelfia/Pa.-EE. UU. Cambridge-Gran Bretaña Berna-Suiza Roma-Italia Oxford-Gran Bretaña Atenas-Grecia
ESPIRITUALIDAD
Comité consultivo
Directores:
Christian Duquoc OP Casiano Floristán
Lyon-Francia Madrid-España
Miembros:
Frei Betto Enzo Bianchi Cario Carozzo
Johannes van Galen o. CARM. Michel de Goedt OCD
Gustavo Gutiérrez Ernest Larkin 0. CARM.
Jean Leclercq OSB Pierre de Locht
Edward Malatesta sj María Martinell Jan Peters OCD
Samuel Rayan sj Samuel Ruiz
Jean-Claude Sagne op Charles Schleck esc
Theodor Schneider Pedro Trigo
Fernando de Urbina
Sao Paulo-Brasil Magnano-Italia Genova-Italia Aalsmeer-Holanda París-Francia Lima-Perú Phoenix/Az.-EE. UU. Clervaux-Luxemburgo Bruselas-Bélgica San Francisco/Cal.-EE. UU. Barcelona-España Geysteren-Holanda Delhi-India Chiapas-México Lyon-Francia Roma-Italia Armsheim-R. F. A. Caracas-Venezuela Madrid-España
INSTITUCIONES ECLESIALES
Comité consultivo
Directores:
James Provost Knut Walf
Washington D. C.-EE. UU. Nimega-Holanda
Miembros:
John Barry William Bassett Jean Bernhard
Míchael Breydy Giovanni Cereti
James Coriden Albertus Eysink
Antonio García García Jean Gaudemet Thomas Green Joseph Hajjar
Peter fluizing sj Ruud Huysmans
Teodoro Jiménez Urresti Michel Legrain
Julio Manzanares Elizabeth McDonough OP
Francis Morrisey OMI Hubert Müller
Jean Passicos Juan Radrizzani
Giovanni Rezác sj Reinhold Sebott sj
Remigiusz Sobañski sj Robert Soullard OP
Luis Vela Sánchez sj Francesco Zanchini
Edimburgo-Gran Bretaña San Francisco/Cal.-EE. UU. Estrasburgo-Francia Witten/Ruhr-R. F. A. Roma-Italia Silver Spring/Md.-EE. UU. Zeist-Holanda Salamanca-España París-Francia Washington D. C.-EE. UU. Damas-Siria Nimega-Holanda Voorburg-Holanda Toledo-España París-Francia Salamanca-España Washington D. C.-EE. UU. Ottawa-Canadá Bonn-R. F. A. París-Francia Buenos Aires-Argentina Roma-Italia Francfort-R. F. A. Varsovia-Polonia Bruselas-Bélgica Madrid-España Roma-Italia
TEOLOGÍA PRACTICA
Comité consultivo
Directores:
Norbert Greinacher Norbert Metter
Tubinga-R. F. A. Münster-R. F. A.
Miembros:
Carlos Abaitua Rosemary Crumlin RSM
Virgilio Elizondo Segundo Galilea Alfonso Gregory
Frans Haarsma Adrián Hastings
Francois Houtart Jan Kerkhofs sj
Hubert Lepargneur OP Anthony Lobo sj Angelo Macchi sj
Alois Müller Thomas Nyiri
Emile Pin Karl Rahner sj (t)
Rosemary R. Ruether Sidbe Semporé Francisco Soto Yorick Spiegel
Wevitavidanelage Don Sylvester Rolf Zerfass
Vitoria-España Victoria-Australia San Antonio/Texas-EE. UU. Santiago-Chile Río de Janeiro-Brasil Nimega-Holanda Harare-Zimbabwe Lovaina la Nueva-Bélgica Lovaina-Bélgica Sao Paulo-Brasil Washington D. C.-EE. UU. Milán-Italia Lucerna-Suiza Budapest-Hungría Poughkeepsie/N. Y.-EE. UU. Innsbruck-Austria Evanston/IU.-EE. UU. Abidján-Costa de Marfil Jalapa/Veracruz-México Francfort-R. F. A. Colombo-Sri Lanka Hbchberg-R. F. A.
TEOLOGÍA DEL TERCER MUNDO
Comité consultivo
Directores:
Leonardo Boff OFM Virgilio Elizondo
Petrópolis/RJ-Brasil San Antonio/Texas-EE. UU.
Miembros:
K. C. Abraham Duraisamy Amalorpavadass
Hugo Assmann Frank Chikane
Zwinglio Mota Dias Enrique Dussel
Gustavo Gutiérrez Francois Houtart
Joáo Batista Libanio sj Beatriz Melano Couch
José Míguez Bonino Uriel Molina
Ronaldo Muñoz John Mutiso-Mbinda
Alphonse Ngindu Mushete M. A. Oduyoye
Soon-Kyung Park Juan Hernández Pico sj
Aloysius Pieris sj Samuel Rayan sj
Pablo Richard J. Russel Chandran
Ansekne Titanma Sanon Jon Sobrino
Bangalore-India Mysore-India Piracicaba-Brasil Braamfontein-África del Sur Río de Janeiro-Brasil México D. F.-México Lima-Perú Lovaina-Bélgica Belo Horizonte-Brasil Buenos Aires-Argentina Buenos Aires-Argentina Managua-Nicaragua Santiago-Chile Roma-Italia Kinshasa-Zaire Ginebra-Suiza Seúl-Corea México D. F.-México Gonawala-Kelaniya-Sri Lanka Delhi-India San José-Costa Rica Bangalore-India Bobo-Dioulasso-Alto Volta San Salvador-El Salvador
HISTORIA DE LA IGLESIA
Comité consultivo
Director:
Antón Weiler Nimega-Holanda
Miembros:
Giuseppe Alberigo Roger Aubert
Matthew Black P. Bori
Johannes Bornewasser Víctor Conzemius
Enrique Dussel John Tracy Ellis
J. Kloczowski Jan van Laarhoven
Giacomo Martina sj Heiko Oberman
Bernard Plongeron Émile Poulat
Paolo Siniscalco J. Ignacio Tellechea
Brian Tierney
Bolonia-Italia Lovaina la Nueva-Bélgica St. Andrews-Escocia Bolonia-Italia Tilburg-Holanda Lucerna-Suiza México D. F.-México Washington D. C.-EE. UU. Lublin-Polonia Nimega-Holanda Roma-Italia Tucson/Az.-EE. UU. París-Francia París-Francia Roma-Italia San Sebastián-España Ithaca/N. Y.-EE. UU.
SAGRADA ESCRITURA
Comité consultivo
Directores:
Wim Beuken s j Sean Freyne
Nimega-Holanda Dublín-Irlanda
Miembros:
Luis Alonso Schokel s j John Ashton Hans Barstad
Germain Bienaimé Brendan Byrne s j
Antony Campbell sj J. Cheryl Exum
Aelred Cody OSB Vicente Collado Bertomeu José Severino Croatto CM
Lucas Grollenberg OP Herbert Haag
Bas van Iersel SMM Hans-Winfried Jüngling s j
Othmar Keel Hans-Josef Klauck Jonathan Magonet
Sean McEvenue Martin McNamara MSC
Halvor Moxnes Roland Murphy o. CARM
Robert Murray s j Magnus Ottosson
Elisabeth Pascal-Gerlinger John Riches
Elisabeth Schüssler Fiorenza Ángel Tosato
Marc Vervenne Adela Yarbro Collins
Roma-Italia Oxford-Inglaterra Oslo-Noruega Tournai-Bélgica Parkville/Vic.-Australia Parkville/Vic.-Australia Chestnut Hill/Ma.-EE. UU. St. Meinrad/Ind.-EE. UU. Valencia-España Buenos Aires-Argentina Nimega-Holanda Lucerna-Suiza Nimega-Holanda Francfort-R. F. A. Friburgo-R. F. A. Würzburg.-R. F. A. Londres-Inglaterra Montreal/Qué.-Canadá Blackrock/Co. Dublín-Irlanda Oslo-Noruega Durham/N. C.-EE. UU. Londres-Inglaterra Uppsala-Suecia Estrasburgo-Francia Glasgow-Escocia Cambridge/Ma.-EE. UU. Roma-Italia Lovaina-Bélgica Notre Dame/Ind.-EE. UU.
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL
Comité consultivo
Directores:
Claude Geffré OP Jean-Pierre Jossua OP
París-Francia París-Francia
Miembros:
Alfonso Álvarez Bolado sj Maurice Boutin
Bertrand de Clercq OP Joseph Comblin
Étienne Cornélis Richard Cote Iring Fetscher
Francis Fiorenza José Fondevila s j
Heinrich Fries Pierre Gisel
Bernard Lauret ítalo Mancini
Sallie McFague Andreas van Melsen Johann-Baptist Metz
Christopher Mooney s j Francis O'Farrell s j Raimundo Panikkar
Helmuth Rolfes Ludwig Rütti
Giuseppe Ruggieri Juan-Carlos Scannone SJ
Norbert Schiffers Heinz Schlette
Jon Sobrino Robert Spaemann
David Tracy Roberto Tucci sj
Madrid-España Montreal/Qué.-Canadá Lovaina-Bélgica Sierra Redonda-Brasil Nimega-Holanda Ottawa/Ont.-Canadá Francfort/Main-R. F. A. Hyattsville/Md.-EE. UU. Barcelona-España Munich-R. F. A. Lausana-Suiza París-Francia Urbino-Italia Nashville/Tenn.-EE. UU. Nimega-Holanda Münster-R. F. A. Fairfield/Conn.-EE. UU. Roma-Italia Santa Bárbara/Cal.-EE. UU. Kassel-R. F. A. Lengerich-R. F. A. Catania-Italia San Miguel-Argentina Ratisbona-R. F. A. Bonn-R. F. A. San Salvador-El Salvador Stuttgart-Botnang-R. F. A. Chicago/Ill.-EE. UU. Ciudad del Vaticano-Italia
LITURGIA
Comité consultivo
Directores:
Mary Collins OSB David Power OMI
Washington D. C.-EE. UU. Washington D. C.-EE. UU.
Miembros:
Ad Blijlevens CSSR Boris Bobrinskoy
Londi Boka di Mpasi s j Anscar Chupungco OSB
Irénée-Henri Dalmais OP Luigi Della Torre
Míchel Dujarier Joseph Gelineau s j Maucyr Gibin sss
Kathleen Hughes RSCJ Denis Hurley OMI
Aidan Kavanagh OSB Guy Lapointe OP
Juan Llopis Gerard Lukken
Luis Maldonado Paul Puthanangady SDB
Gail Ramshaw Heinrich Rennings
Philippe Rouillard OSB Antón Scheer
Kevin Seasoltz OSB Robert Taft s j
Evangelista Vilanova OSB Geoffrey Wainwright
Heerlen-Holanda Boulogne-Francia Kinshasa-Gombe-Zaire Roma-Italia París-Francia Roma-Italia Ouidah-Benín Moret sur Loing-Francia Sao Paulo-Brasil Chicago/Ill.-EE. UU. Durban-Sudáfrica New Haven/Conn.-EE. UU Montreal-Canadá Barcelona-España Tilburg-Holanda Madrid-España Bangalore-India Filadelfia/PA.-EE. UU. Paderborn-R. F. A. Roma-Italia Rosmalen-Holanda Washington D. C.-EE. UU. Roma-Italia Montserrat-España Durham/N. C.-EE. UU.
MORAL
Comité consultivo
Directores:
Lisa Sowle Cahill Dietmar Mieth
Chestnut Hill/Ma.-EE. UU. Neustetten-R. F. A.
Miembros:
Franz Bockle Klaus Demmer
Ignacio Ellacuría (t) Margaret Farley
Eric Fuchs Josef Fuchs sj
Gérard Gilleman s j Tullo Goffi
Léonce Hamelin OFM Bernard Haring CSSR
Benedicta Hintersberger Antonio Hortelano
Helmut Juros Walter Kerber s j
Harry Kuitert Richard McCormick s j
Enda McDonagh Helen Oppenheimer
Bernard Quelquejeu OP Warren Reich
Rene Simón Jaime Snoek CSSR
José Solozábal Paul Sporken
Xavier Thévenot Marciano Vidal
Bonn-Rottgen-R. F. A. Roma-Italia San Salvador-El Salvador New Haven/Conn.-EE. UU. Ginebra-Suiza Roma-Italia Barrackpore-India Brescia-Italia Montreal/Qué.-Canadá Gars am Im-R. F. A. Augsburgo-R. F. A. Roma/Italia-Madrid/España Varsovia-Polonia Munich-R. F. A. Amstelveen-Holanda Washington D. C.-EE. UU. Maynooth-Irlanda Jersey-Islas del Canal París-Francia Washington D. C.-EE. UU. París-Francia Juiz de Fora-Brasil Bilbao-España Maastricht-Holanda París-Francia Madrid-España
DOGMA
Comité consultivo
Directores:
Johann-Baptist Metz Edward Schillebeeckx OP
Münster-R. F. A. Nimega-Holanda
Miembros:
Rogério de Almeida Cunha Ignace Berten OP
Clodovis Boff Leonardo Boff OFM
Anne Carr Fernando Castillo
Marie-Dominique Chenu OP Yves Congar OP
Karl Derksen OP Severino Dianich
Joseph Doré Bernard-Dominique Dupuy
Donal Flanagan José González Faus
Hermann Haring Antón Houtepen
Elizabeth Johnson cs j Joseph Komonchak
Nicholas Lash Rene Laurentin
Karl Lehmann James McCue Cario Molari
Heribert Mühlen Peter Nemeshegyi sj
Herwi Rikhof Josep Rovira Belloso
Luigi Sartori Piet Schoonenberg sj
Robert Schreiter CPPS Dorothee Solle
Jean-Marie Tillard OP Tharcisse Tshibangu Tshishiku
Herbert Vorgrimler Bonifac Willems OP
Sao Joáo del Rei/M. G.-Brasil Reixensart-Bélgica Río de Janeiro/R. J.-Brasil Petrópolis/R. J.-Brasil Chicago/Ill.-EE. UU. Santiago-Chile París-Francia París-Francia Utrecht-Holanda Caprona/Pisa-Italia París-Francia París-Francia Maynooth-Irlanda Barcelona-España Münster-R. F. A. Utrecht-Holanda Washington D. C.-EE. UU. Washington D. C.-EE. UU. Cambridge-Inglaterra Evry-Cedex-Francia Maguncia-R. F. A. Iowa City/Iowa-EE. UU. Roma-Italia Paderborn-R. F. A. Tokio-Japón Nimega-Holanda Barcelona-España Padua-Italia Nimega-Holanda Chicago/Ill.-EE. UU. Hamburgo-R. F. A. Ottawa/Ont.-Canadá Kinshasa-Zaire Münster-R. F. A. Nimega-Holanda
SOCIOLOGÍA DE LA RELIGIÓN
Comité consultivo
Directores:
Gregory Baum John Coleman s j
Montreal/Qué.-Canadá Berkeley/Cal.-EE. UU.
Miembros:
Sabino Acquaviva Silvano Burgalassi
Joan Chittister OSB Gérard Defois
Karel Dobbelaere Jacques Grand'Maison
Andrew Greeley Barbara Hargrove
Franz-Xavier Kaufmann L. Laeyendecker
David Martin Peter McAffery
Meredith McGuire Ferdinand Menne
John Orme Mills OP Hans Mol
Marie Neal SND Jean Remy
Rudolf Siebert Jean-Guy Vaillancourt
Conor Ward
Padua-Italia Pisa-Italia Erie/Pa.-EE. UU. París-Francia Lovaina-Bélgica Montreal/Qué.-Canadá Chicago/Ill.-EE. UU. Denver/Co.-EE. UU. Bielefeld-R. F. A. Leiden-Holanda Londres-Gran Bretaña Oíd Abderdeen-Gran Bretaña San Antonio/Texas-EE. UU. Münster-R. F. A. Oxford-Gran Bretaña Hamilton/Ont.-Canadá Boston/Ma.-EE. UU. Lovaina la Nueva-Bélgica Kalamazoo/Mich.-EE. UU. Montreal/Qué.-Canadá Dublín-Irlanda
TEOLOGÍA FEMINISTA
Comité consultivo
Directores:
Anne Carr Eüsabeth Schüssier Fiorenza
Chicago/Ill.-EE. UU. Cambridge/Ma.-EE. UU.
Miembros:
Kari Borresen Bernadette Brooten
Mary Buckley Francine Cardman Mary Collins OSB Monique Dumais
Marita Estor Toinette Eugene Margaret Farley
Ivone Gebara Catharina Halkes
Mary Hunt Marianne Katoppo
Úrsula King Alice Laffey
Denise Lardner Carmody Mary-John Mananzan Dolorita Martínez OP
Eüsabeth Moltmann-Wendel Jaime Phelps OP Judith Plaskow
Marjorie Procter-Smith Rosemary Radford-Ruether
Ida Raming Christine Schaumberger Sandra Schneiders IHM
Helen Schüngel-Straumann Hadewych Snijdewind OP
Elsa Támez Beverly Wildung Harrison
Oslo-Noruega Cambridge/Ma.-EE. UU. Tamaica/N. Y.-EE. UU. Cambridge/Ma.-EE. UU. Washington D. C.-EE. UU. Rimouski/Qué.-Canadá Bonn-R. F. A. Rochester/N. Y.-EE. UU. New Haven/Conn.-EE. UU. Recif e-Brasil Nimega-Holanda Silver Spring/Md.-EE. UU. Yakarta Pusat-Indonesia Bristol-Gran Bretaña Worcester/Ma.-EE. UU. Tulsa/Ok.-EE. UU. Manila-Filipinas Yakima/Wa.-EE. UU. Tubinga-R. F. A. Washington D. C.-EE. UU. Bronx/N. Y.-EE. UU. Dallas/Texas-EE. UU. Evanston/Ill ,EE. UU. Greven-R. F. A. Kassel-R. F. A. Berkeley/Cal.-EE. UU. Kassel-R. F. A. Nimega-Holanda San José-Costa Rica Nueva York/N. Y.-EE. UU.
ANTIGUOS DIRECTORES DE «CONCILIUM»
J. Alfaro L. Alting von Geusau R. Aubert L. Baas (fallecido) W. Bassett T. Beemer P. Benoit (fallecido) F. Bockle W. Brbker M. Cardoso Peres C. Colombo C. Davis M. Dhavamony G. Diekmann N. Edelby A. von Eiff A. Greeley H. Hucke P. Huizing T. Jiménez Urresti W. Kasper R. Laurentin
K. Lehmann H. de Lubac L. Maldonado J. Majía A. Müller R. Murphy W. Oelmüller C. van Ouwerkerk J. Pohier J. Remmers (fallecido) J. Remy H. Rennings L. Sartori H. Schmidt (fallecido) H. J. Schulz H. Schuster (fallecido) R. Tucci B. Vawter (fallecido) J. Wagner (fallecido) B. Willems J. Zizioulas
EDITORES DE «CONCILIUM»
Edición francesa Éditions Beauchesne 72, rué des Saints-Péres F-75007 París, Francia
Edición inglesa SCM Press Ltd. Rev. Dr. J. Bowden 26-30 Tottenham Road London NI 4BZ, Inglaterra
Edición española Ediciones Cristiandad Huesca, 30-32 28020 Madrid, España
Edición alemana Uitgeverij Gooi & Sticht P. O. Box 3080 D-6500 Mainz, R. F. A.
Edición italiana Editrice Queriniana Via Piamarta 6 1-25.187 Brescia, Italia
Edición portuguesa Editora Vozes Limitada Rúa Frei Luis, 100 25.600 Petrópolis, RJ, Brasil
C O N C I L I U M
Revista internacional de Teología
Se publica en coproducción por los siguientes editores:
GOOI EN STicHT/Hilversum-Holanda ÉDITIONS BEAUCHESNE/París-Francia SCM PRESS LTD./Londres-Inglaterra
VERLAGSANSTALT BENZIGER & CO. A. G.
Maguncia-Alemania EDITRICE QUERINIANA/Brescia-I tal ia
voZEs/Petrópolis-Brasil EDICIONES CRisTiANDAD/Madrid-España
NANSÓSHA/Tokyo-Japón PALLOTTiNUM/Poznan-Warszawa, Polonia
Secretariado General:
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