antología digital 11
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PROF. GRETTEL CORDERO GAMBOA
Antología Digital Undécimo año
E L A B O R A D A C O N F I N E S Ú N I C A M E N T E E D U C A T I V O S
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Índice
Neoclasicismo y el posromanticismo
Para ti,!Oh Democracia!. De Walt Whitman……………………..4
Las dos buenas hermanas de Charles Baudelaire……………….5-6 Robinson Crusoe de Daniel Defoe………………………………..7-188
Vanguardia
La Aurora de Federico García Lorca…………………………….190-191
La Metamorfosis de Franz Kafka………………………………….192-227 A veces un no niega de Pedro Salinas…………………………….228
El ciprés de Silos de Gerardo Diego……………………………….229
Unida en ella de Vicente Alexandre……………………………….230
Segunda Mitad del Siglo XX
Crónica de una muerte anunciada Completa, análisis (Gabriel García Márquez)…………………………………………….232-293
Literatura costarricense
Caballos y Venado de Fabián Dobles Rodríguez………………….(copias)
El lado oculto del presidente Mora (Explicación) (Armando Vargas)……………………………………………………….297-298
Teatro adicional
Bodas de Sangre de Federico García Lorca………………………300-369
Prohibido suicidarse en primavera
(Alejandro Casona)……………………………………………………..370-441
Ensayo
¡Alerta, ustedes! De Fabián Dobles……………………………….. 443-446
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Neoclasicismo y
posromanticismo
Para ti,!Oh Democracia!. De Walt Whitman
Las dos buenas hermanas de Charles Baudelaire
Robinson Crusoe de Daniel Defoe
Para ti,!Oh Democracia!. De Walt Whitman
PARA TI, ¡OH DEMOCRACIA!
(For you o democracy)
Sí, yo quiero hacer indisoluble el continente,
Yo quiero forjar la raza más espléndida que haya brillado
bajo el sol,
Yo quiero crear divinas tierras magnéticas,
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Con el amor de los camaradas,
Con el amor de toda la vida de los camaradas.
Yo quiero implantar la camaradería tan frondosa como la
arboleda a lo largo de los ríos de América, al borde de
los grandes lagos, y por toda la superficie de las paraderas,
Yo quiero hacer inseparables a las ciudades, cada una pasando
su brazo alrededor del cuello de la otra,
Por el amor de los camaradas,
Por el amor viril de los camaradas,
Para ti este canto mío, ¡oh, Democracia!, para servirte,
ma femme! Para ti, para ti yo he trinado estos cantos.
Las dos buenas hermanas de Charles Baudelaire
Las flores del mal (dos poemas de este libro) de Charles Pierre Baudelaire.
Charles Pierre Baudelaire (9 de abril de 1821 - 31 de agosto de 1867, ) fue un poeta, crítico de arte y traductor
francés. Fue llamado poeta maldito, debido a su vida de bohemia y excesos, y a la visión del mal que impregna su
obra. Fue el poeta de mayor impacto en el simbolismo francés. Una de sus influencias en particular fue Edgar Allan
Poe, a quien tradujo extensamente.
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Frente de la primera edición anotada de la mano del
autor que allí precisa: «¿Qué pensaría de suprimir la
palabra poesía? En cuanto a mí, esta me choca
mucho»
Las flores del mal es una obra de concepción clásica en su estilo, y oscuramente romántica por su contenido, en la
que los poemas se disponen de forma orgánica (aunque esto no es tan evidente en las ediciones realizadas tras la
censura y el añadido de nuevos poemas). En ella, Baudelaire expone la teoría de las correspondencias y, sobre todo,
la concepción del poeta moderno como un ser maldito, rechazado por la sociedad burguesa, a cuyos valores se
opone. El poeta se entrega al vicio (singularmente la prostitución y la droga), pero sólo consigue el Tedio (spleen,
como se decía en la época), al mismo tiempo que anhela la belleza y nuevos espacios ("El viaje"). Es la "conciencia del
mal". El libro debió llamarse en principio Los limbos o Las lesbianas, pues la intención primitiva era la de escribir un
libro sobre los pecados capitales; aunque Baudelaire renunció a ello siguiendo los consejos de un amigo. Dicho libro
fue catalogado de inmoral ya que exaltaba el goce de la vida y de las pasiones. Fuente: Wikipiedia.org
Las dos buenas hermanas
La Lujuria y la Muerte son dos amables muchachas,
pródigas en besos y ricas en salud;
cuyo vientre siempre virgen y cubierto de harapos,
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con la eterna labor jamás ha dado a luz.
Al poeta siniestro, enemigo del hogar,
favorito del infierno, cortesano sin más,
tumbas y lupanares le muestran tras su vallado
un lecho que el remordimiento no frecuenta jamás.
Y el ataúd y la alcoba con grandes blasfemias
nos ofrecen, alternando como buenas hermanas,
terribles placeres y horribles deleites.
¿Cuándo quieres enterrarme, Lujuria de brazos inmundos?
Muerte, su rival en atractivos, ¿cuándo vendrás
a plantar tus negros cipreses sobre sus mirtos fétidos?
Poemas tomados del libro LAS FLORES DEL MAL DE CHARLES BOUDELAIRE.
Robinson Crusoe de Daniel Defoe
“Robinson Crusoe”, de Daniel Defoe
Nací en 1632, en la ciudad de York, de una buena familia, aunque no de la región, pues mi padre era un
extranjero de Brema que, inicialmente, se asentó en Hull. Allí consiguió hacerse con una considerable
fortuna como comerciante y, más tarde, abandonó sus negocios y se fue a vivir a York, donde se casó
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con mi madre, que pertenecía a la familia Robinson, una de las buenas familias del condado de la cual
obtuve mi nombre, Robinson Kreutznaer. Mas, por la habitual alteración de las palabras que se hace en
Inglaterra, ahora nos llaman y nosotros también nos llamamos y escribimos nuestro nombre Crusoe; y
así me han llamado siempre mis compañeros.
Tenía dos hermanos mayores, uno de ellos fue coronel de un regimiento de infantería inglesa en
Flandes, que antes había estado bajo el mando del célebre coronel Lockhart, y murió en la batalla de
Dunkerque contra los españoles.
Lo que fue de mi segundo hermano, nunca lo he sabido al igual que mi padre y mi madre tampoco
supieron lo que fue de mí.
Como yo era el tercer hijo de la familia y no me había educado en ningún oficio, desde muy pequeño me
pasaba la vida divagando. Mi padre, que era ya muy anciano, me había dado una buena educación, tan
buena como puede ser la educación en casa y en las escuelas rurales gratuitas, y su intención era que
estudiara leyes. Pero a mí nada me entusiasmaba tanto como el mar, y dominado por este deseo, me
negaba a acatar la voluntad, las órdenes, más bien, de mi padre y a escuchar las súplicas y ruegos de mi
madre y mis amigos. Parecía que hubiese algo de fatalidad en aquella propensión natural que me
encaminaba a la vida de sufrimientos y miserias que habría de llevar.
Mi padre, un hombre prudente y discreto, me dio sabios y excelentes consejos para disuadirme de
llevar a cabo lo que, adivinaba, era mi proyecto. Una mañana me llamó a su recámara, donde le confinaba
la gota, y me instó amorosamente, aunque con vehemencia, a abandonar esta idea. Me preguntó qué
razones podía tener, aparte de una mera vocación de vagabundo, para abandonar la casa paterna y mi
país natal, donde sería bien acogido y podría, con dedicación e industria, hacerme con una buena fortuna
y vivir una vida cómoda y placentera. Me dijo que sólo los hombres desesperados, por un lado, o
extremadamente ambiciosos, por otro, se iban al extranjero en busca de aventuras, para mejorar su
estado mediante empresas elevadas o hacerse famosos realizando obras que se salían del camino
habitual; que yo estaba muy por encima o por debajo de esas cosas; que mi estado era el estado medio,
o lo que se podría llamar el nivel más alto de los niveles bajos, que, según su propia experiencia, era el
mejor estado del mundo y el más apto para la felicidad, porque no estaba expuesto a las miserias,
privaciones, trabajos ni sufrimientos del sector más vulgar de la humanidad; ni a la vergüenza, el
orgullo, el lujo, la ambición ni la envidia de los que pertenecían al sector más alto. Me dijo que podía
juzgar por mí mismo la felicidad de este estado, siquiera por un hecho; que este era un estado que el
resto de las personas envidiaba; que los reyes a menudo se lamentaban de las consecuencias de haber
nacido para grandes propósitos y deseaban haber nacido en el medio de los dos extremos, entre los
viles y los grandes; y que el sabio daba testimonio de esto, como el justo parámetro de la verdadera
felicidad, cuando rogaba no ser ni rico ni pobre.
Me urgió a que me fijara y me diera cuenta de que los estados superiores e inferiores de la humanidad
siempre sufrían calamidades en la vida, mientras que el estado medio padecía menos desastres y estaba
menos expuesto a las vicisitudes que los estados más altos y los más bajos; que no padecía tantos
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desórdenes y desazones del cuerpo y el alma, como los que, por un lado, llevaban una vida llena de vicios,
lujos y extravagancias, o los que, por el otro, sufrían por el trabajo excesivo, la necesidad y la falta o
insuficiencia de alimentos y, luego, se enfermaban por las consecuencias naturales del tipo de vida que
llevaban; que el estado medio de la vida proveía todo tipo de virtudes y deleites; que la paz y la plenitud
estaban al servicio de una fortuna media; que la templanza, la moderación, la calma, la salud, el sosiego,
todas las diversiones agradables y todos los placeres deseables eran las bendiciones que aguardaban a
la vida en el estado medio; que, de este modo, los hombres pasaban tranquila y silenciosamente por el
mundo y partían cómodamente de él, sin avergonzarse de la labor realizada por sus manos o su mente, ni
venderse como esclavos por el pan de cada día, ni padecer el agobio de las circunstancias adversas que
le roban la paz al alma y el descanso al cuerpo; que no sufren por la envidia ni la secreta quemazón de la
ambición por las grandes cosas, más bien, en circunstancias agradables, pasan suavemente por el mundo,
saboreando a conciencia las dulzuras de la vida, y no sus amarguras, sintiéndose felices y dándose
cuenta, por las experiencias de cada día, de que realmente lo son.
Después de esto, me rogó encarecidamente y del modo más afectuoso posible, que no actuara como un
niño, que no me precipitara a las miserias de las que la naturaleza y el estado en el que había nacido me
eximían. Me dijo que no tenía ninguna necesidad de buscarme el pan; que él sería bueno conmigo y me
ayudaría cuanto pudiese a entrar felizmente en el estado de la vida que me había estado aconsejando; y
que si no me sentía feliz y cómodo en el mundo, debía ser simplemente por mi destino o por mi culpa; y
que él no se hacía responsable de nada porque había cumplido con su deber, advirtiéndome sobre unas
acciones que, él sabía, podían perjudicarme. En pocas palabras, que así como sería bueno conmigo si me
quedaba y me asentaba en casa como él decía, en modo alguno se haría partícipe de mis desgracias,
animándome a que me fuera. Para finalizar, me dijo que tomara el ejemplo de mi hermano mayor, con
quien había empleado inútilmente los mismos argumentos para disuadirlo de que fuera a la guerra en los
Países Bajos, quien no pudo controlar sus deseos de juventud y se alistó en el ejército, donde murió; que
aunque no dejaría de orar por mí, se atrevía a decirme que si no desistía de dar un paso tan absurdo, no
tendría la bendición de Dios; y que en el futuro, tendría tiempo para pensar que no había seguido su
consejo cuando tal vez ya no hubiera nadie que me pudiese ayudar.
Me di cuenta, en esta última parte de su discurso, que fue verdaderamente profético, aunque supongo
que mi padre no lo sabía en ese momento; decía que pude ver que por el rostro de mi padre bajaban
abundantes lágrimas, en especial, cuando hablaba de mi hermano muerto; y cuando me dijo que ya
tendría tiempo para arrepentirme y que no habría nadie que pudiese ayudarme, estaba tan conmovido
que se le quebró la voz y tenía el corazón tan oprimido, que ya no pudo decir nada más.
Me sentí sinceramente emocionado por su discurso, ¿y quién no?, y decidí no pensar más en viajar sino
en establecerme en casa, conforme con los deseos de mi padre. Mas, ¡ay!, a los pocos días cambié de
opinión y, para evitar que mi padre me siguiera importunando, unas semanas después, decidí huir de
casa. Sin embargo, no actué precipitadamente, ni me dejé llevar por la urgencia de un primer impulso.
Un día, me pareció que mi madre se sentía mejor que de ordinario y, llamándola aparte, le dije que era
tan grande mi afán por ver el mundo, que nunca podría emprender otra actividad con la determinación
necesaria para llevarla a cabo; que mejor era que mi padre me diera su consentimiento a que me forzara
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a irme sin él; que tenía dieciocho años, por lo que ya era muy mayor para empezar como aprendiz de un
oficio o como ayudante de un abogado; y que estaba seguro de que si lo hacía, nunca lo terminaría y, en
poco tiempo, huiría de mi maestro para irme al mar. Le pedí que hablara con mi padre y le persuadiera
de dejarme hacer tan solo un viaje por mar. Si regresaba a casa porque no me gustaba, jamás volvería a
marcharme y me aplicaría doblemente para recuperar el tiempo perdido.
Estas palabras enfurecieron a mi madre. Me dijo que no tenía ningún sentido hablar con mi padre sobre
ese asunto pues él sabía muy bien cuál era mi interés en que diera su consentimiento para algo que podía
perjudicarme tanto; que ella se preguntaba cómo podía pensar algo así después de la conversación que
había tenido con mi padre y de las expresiones de afecto y ternura que había utilizado conmigo; en
pocas palabras, que si yo quería arruinar mi vida, ellos no tendrían forma de evitarlo pero que tuviera
por cierto que nunca tendría su consentimiento para hacerlo; y que, por su parte, no quería hacerse
partícipe de mi destrucción para que nunca pudiese decirse que mi madre había accedido a algo a lo que
mi padre se había opuesto.
Aunque mi madre se negó a decírselo a mi padre, supe después que se lo había contado todo y que mi
padre, muy acongojado, le dijo suspirando:
-Ese chico sería feliz si se quedara en casa, pero si se marcha, será el más miserable y desgraciado de
los hombres. No puedo darle mi consentimiento para esto.
En menos de un año me di a la fuga. Durante todo ese tiempo me mantuve obstinadamente sordo a
cualquier proposición encaminada a que me asentara. A menudo discutía con mi padre y mi madre sobre
su rígida determinación en contra de mis deseos. Mas, cierto día, estando en Hull, a donde había ido por
casualidad y sin ninguna intención de fugarme; estando allí, como digo, uno de mis amigos, que se
embarcaba rumbo a Londres en el barco de su padre, me invitó a acompañarlos, con el cebo del que
ordinariamente se sirven los marineros, es decir, diciéndome que no me costaría nada el pasaje. No volví
a consultarle a mi padre ni a mi madre, ni siquiera les envié recado de mi decisión. Más bien, dejé que se
enteraran como pudiesen y sin encomendarme a Dios o a mi padre, ni considerar las circunstancias o las
consecuencias, me embarqué el primer día de septiembre de 1651, día funesto, ¡Dios lo sabe!, en un
barco con destino a Londres. Creo que nunca ha existido un joven aventurero cuyos infortunios
empezasen tan pronto y durasen tanto tiempo como los míos. Apenas la embarcación había salido del
puerto, se levantó un fuerte vendaval y el mar comenzó a agitarse con una violencia aterradora. Como
nunca antes había estado en el mar, empecé a sentir un malestar en el cuerpo y un terror en el alma muy
difíciles de expresar. Comencé entonces a pensar seriamente en lo que había hecho y en que estaba
siendo justamente castigado por el Cielo por abandonar la casa de mi padre y mis obligaciones. De
repente recordé todos los buenos consejos de mis padres, las lágrimas de mi padre y las súplicas de mi
madre. Mi corazón, que aún no se había endurecido, me reprochaba por haber desobedecido a sus
advertencias y haber olvidado mi deber hacia Dios y hacia mi padre.
Mientras tanto, la tormenta arreciaba y el mar, en el que no había estado nunca antes, se encrespó
muchísimo, aunque nada comparado con lo que he visto otras veces desde entonces; no, ni con lo que vi
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pocos días después. Sin embargo, era suficiente para asustarme, pues entonces apenas era un joven
navegante que jamás había visto algo así. A cada ola, esperaba que el mar nos tragara y cada vez que el
barco caía en lo que a mí me parecía el fondo del mar, pensaba que no volvería a salir a flote. En esta
agonía física y mental, hice muchas promesas y resoluciones. Si Dios quería salvarme la vida en este
viaje, si volvía a pisar tierra firme, me iría directamente a casa de mi padre y no volvería a montarme en
un barco mientras viviese; seguiría sus consejos y no volvería a verme sumido en la miseria. Ahora veía
claramente la bondad de sus argumentos a favor del estado medio de la vida y lo fácil y
confortablemente que había vivido sus días, sin exponerse a tempestades en el mar ni a problemas en la
tierra. Decidí que, como un verdadero hijo pródigo arrepentido, iría a la casa de mi padre.
Estos pensamientos sabios y prudentes me acompañaron lo que duró la tormenta, incluso, un tiempo
después. No obstante, al día siguiente, el viento menguó, el mar se calmó y yo comenzaba a
acostumbrarme al barco. Estuve bastante circunspecto todo el día porque aún me sentía un poco
mareado, pero hacia el atardecer, el tiempo se despejó, el viento amainó y siguió una tarde encantadora.
Al ponerse el sol, el cielo estaba completamente despejado y así siguió hasta el amanecer. No había
viento, o casi nada y el sol se reflejaba luminoso sobre la tranquila superficie del mar. En estas
condiciones, disfruté del espectáculo más deleitoso que jamás hubiera visto.
Había dormido bien toda la noche y ya no estaba mareado sino más bien animado, contemplando con
asombro el mar, que había estado tan agitado y terrible el día anterior, y que, en tan poco tiempo se
había tornado apacible y placentero. Entonces, como para evitar que prosiguiera en mis buenos
propósitos, el compañero que me había incitado a partir, se me acercó y me dijo:
-Bueno, Bob -dijo dándome una palmada en el hombro-, ¿cómo te sientes después de esto? Estoy seguro
de que anoche, cuando apenas soplaba una ráfaga de viento, estabas asustado, ¿no es cierto?
-¿Llamarías a eso una ráfaga de viento? -dije yo-, aquello fue una tormenta terrible.
-¿Una tormenta, tonto? -me contestó-, ¿llamas a eso una tormenta? Pero si no fue nada; teniendo un
buen barco y estando en mar abierto, no nos preocupamos por una borrasca como esa. Lo que pasa es
que no eres más que un marinero de agua dulce, Bob. Ven, vamos a preparar una jarra de ponche y
olvidémoslo todo. ¿No ves qué tiempo maravilloso hace ahora?
Para abreviar esta penosa parte de mi relato, diré que hicimos lo que habitualmente hacen los
marineros. Preparamos el ponche y me emborraché y, en esa noche de borrachera, ahogué todo mi
remordimiento, mis reflexiones sobre mi conducta pasada y mis resoluciones para el futuro. En pocas
palabras, a medida que el mar se calmaba después de la tormenta, mis atropellados pensamientos de la
noche anterior comenzaron a desaparecer y fui perdiendo el temor a ser tragado por el mar. Entonces,
retornaron mis antiguos deseos y me olvidé por completo de las promesas que había hecho en mi
desesperación. Aún tuve algunos momentos de reflexión en los que procuraba recobrar la sensatez
pero, me sacudía como si de una enfermedad se tratase. Dedicándome de lleno a la bebida y a la
compañía, logré vencer esos ataques, como los llamaba entonces y en cinco o seis días logré una victoria
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total sobre mi conciencia, como lo habría deseado cualquier joven que hubiera decidido no dejarse
abatir por ella. Pero aún me faltaba superar otra prueba y la Providencia, como suele hacer en estos
casos, decidió dejarme sin la menor excusa. Si no había tomado lo sucedido como una advertencia, lo que
vino después, fue de tal magnitud, que hasta el más implacable y empedernido miserable, habría
advertido el peligro y habría implorado misericordia.
Al sexto día de navegación, llegamos a las radas de Yarmouth. Como el viento había estado contrario y
el tiempo tan calmado, habíamos avanzado muy poco después de la tormenta. Allí tuvimos que anclar y
allí permanecimos, mientras el viento seguía soplando contrario, es decir, del sudoeste, a lo largo de
siete u ocho días, durante los cuales, muchos barcos de Newcastle llegaron a las mismas radas, que eran
una bahía en la que los barcos, habitualmente, esperaban a que el viento soplara favorablemente para
pasar el río.
Sin embargo, nuestra intención no era permanecer allí tanto tiempo, sino remontar el río. Pero el viento
comenzó a soplar fuertemente y, al cabo de cuatro o cinco días, continuó haciéndolo con mayor
intensidad. No obstante, las radas se consideraban un lugar tan seguro como los puertos, estábamos
bien anclados y nuestros aparejos eran resistentes, por lo que nuestros hombres no se preocupaban ni
sentían el más mínimo temor; más bien, se pasaban el día descansando y divirtiéndose del modo en que lo
hacen los marineros. En la mañana del octavo día, el viento aumentó y todos pusimos manos a la obra
para nivelar el mástil y aparejar todo para que el barco resistiera lo mejor posible. Al mediodía, el mar
se levantó tanto, que el castillo de proa se sumergió varias veces y en una o dos ocasiones pensamos que
se nos había soltado el ancla, por lo que el capitán ordenó que echáramos la de emergencia para
sostener la nave con dos anclas a proa y los cables estirados al máximo.
Se desató una terrible tempestad y, entonces, empecé a vislumbrar el terror y el asombro en los
rostros de los marineros. El capitán, aunque estaba al tanto de las maniobras para salvar el barco,
mientras entraba y salía de su camarote, que estaba junto al mío, murmuraba para sí: «Señor, ten
piedad de nosotros, es el fin, estamos perdidos», y cosas por el estilo. Durante estos primeros
momentos de apuro, me comporté estúpidamente, paralizado en mi cabina, que estaba en la proa; no soy
capaz de describir cómo me sentía. Apenas podía volver a asumir el primer remordimiento, del que,
aparentemente, había logrado liberarme y contra el que me había empecinado. Pensé que había superado
el temor a la muerte y que esto no sería nada, como la primera vez, mas cuando el capitán se me acercó,
como acabo de decir, y dijo que estábamos perdidos, me sentí aterrorizado. Me levanté, salí de mi
camarote y miré a mi alrededor; nunca había visto un espectáculo tan desolador. Las olas se elevaban
como montañas y nos abatían cada tres o cuatro minutos; lo único que podía ver a mi alrededor era
desolación. Dos barcos que estaban cerca del nuestro habían tenido que cortar sus mástiles a la altura
del puente, para no hundirse por el peso, y nuestros hombres gritaban que un barco, que estaba
fondeado a una milla de nosotros, se había hundido. Otros dos barcos que se habían zafado de sus
anclas eran peligrosamente arrastrados hacia el mar sin siquiera un mástil. Los barcos livianos resistían
mejor porque no sufrían tanto los embates del mar pero dos o tres de ellos se fueron a la deriva y
pasaron cerca de nosotros, con solo el foque al viento.
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Hacia la tarde, el piloto y el contramaestre le pidieron al capitán de nuestro barco que les permitiera
cortar el palo del trinquete, a lo que el capitán se negó. Mas cuando el contramaestre protestó diciendo
que si no lo hacían, el barco se hundiría, accedió. Cuando cortaron el palo, el mástil se quedó tan al
descubierto y desestabilizó la nave de tal modo, que se vieron obligados a cortarlo también y dejar la
cubierta totalmente arrasada.
Cualquiera podría imaginarse cómo me sentía en este momento, pues no era más que un aprendiz de
marinero, que tan solo unos días antes se había aterrorizado ante muy poca cosa. Pero si me es posible
expresar, al cabo de tanto tiempo, lo que pensaba entonces, diré que estaba diez veces más asustado
por haber abandonado mis resoluciones y haber retomado mis antiguas convicciones, que por el peligro
de muerte ante el que me encontraba. Todo esto, sumado al terror de la tempestad, me puso en un
estado de ánimo, que no podría describir con palabras. Pero aún no había ocurrido lo peor, pues la
tempestad se ensañaba con tal furia que los propios marineros admitían que nunca habían visto una peor.
Teníamos un buen barco pero llevábamos demasiado peso y esto lo hacía bambolearse tanto, que los
marineros, a cada rato, gritaban que se iría a pique. Esto obraba a mi favor porque no sabía lo que
quería decir «irse a pique» hasta que lo pregunté. La tempestad arreciaba tanto que pude ver algo que
no se ve muy a menudo: el capitán, el contramaestre y algunos otros más sensatos que los demás, se
pusieron a rezar, esperando que, de un momento a otro, el barco se hundiera. A medianoche, y para
colmo de nuestras desgracias, uno de los hombres que había bajado a ver la situación, gritó que
teníamos una grieta y otro dijo que teníamos cuatro pies de agua en la bodega. Entonces nos llamaron a
todos para poner en marcha la bomba. Al oír esta palabra, pensé que me moría y caí de espaldas sobre
uno de los costados de mi cama, donde estaba sentado. Sin embargo, los hombres me levantaron y me
dijeron que, ya que no había hecho nada antes, que muy bien podía ayudar con la bomba como cualquiera
de ellos. Al oír esto, me levanté rápidamente, me dirigí a la bomba y me puse a trabajar con todas las
fuerzas de mi corazón. Mientras tanto, el capitán había divisado unos pequeños barcos carboneros que
no podían resistir la tormenta anclados y tuvieron que lanzarse al mar abierto. Cuando pasaron cerca de
nosotros, ordenó disparar un cañonazo para pedir socorro. Yo, que no tenía idea de lo que eso
significaba, me sorprendí tanto que pensé que el barco se había quebrado o que algo espantoso había
ocurrido. En pocas palabras, me sorprendió tanto que me desmayé. En ese momento, cada cual velaba
por su propia vida, de modo que nadie se preocupó por mí o por lo que pudiera pasarme. Un hombre se
acercó a la bomba y apartándome con el pie, me dejó allí tendido, pensando que había muerto; y pasó un
buen rato antes de que recuperara el sentido.
Seguimos trabajando pero el agua no cesaba de entrar en la bodega y era evidente que el barco se
hundiría. Aunque la fuerza de la tormenta comenzó a disminuir un poco, no era posible que el barco
pudiera llegar a puerto, por lo que el capitán siguió disparando cañonazos en señal de auxilio. Un barco
pequeño, que se había soltado justo delante de nosotros, envió un bote para rescatarnos. Con gran
dificultad, el bote se aproximó a nosotros pero no podía mantenerse cerca del barco ni nosotros subir a
bordo. Por fin, los hombres que iban en el bote comenzaron a remar con todas sus fuerza, arriesgando
su vida para salvarnos, y nuestros hombres les lanzaron un cable con una boya por popa. Después de
muchas dificultades, pudieron asirlo y así los acercamos hasta la popa y conseguimos subir a bordo. Ni
ellos ni nosotros le vimos ningún sentido a tratar de llegar hasta su nave así que acordamos dejarnos
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llevar por la corriente, limitándonos a enderezar el bote hacia la costa lo más que pudiéramos. Nuestro
capitán les prometió que, si el bote se destrozaba al llegar a la orilla, él se haría cargo de indemnizar a
su capitán. Así, pues, con la ayuda de los remos y la corriente, nuestro bote fue avanzando hacia el
norte, en dirección oblicua a la costa, hasta Winterton Ness.
No había transcurrido mucho más de un cuarto de hora desde que abandonáramos nuestro barco,
cuando lo vimos hundirse. Entonces comprendí, por primera vez, lo que significa «irse a pique». Debo
reconocer que no pude levantar la vista cuando los marineros me dijeron que se estaba hundiendo.
Desde el momento en que me subieron en el bote, porque no puedo decir que yo lo hiciera, sentía que mi
corazón estaba como muerto dentro de mí, en parte por el miedo y en parte por el horror de lo que
según pensaba aún me aguardaba.
Mientras estábamos así, los hombres seguían remando para acercar el bote a la costa y podíamos ver,
cuando subíamos a la cresta de una ola, que había un montón de gente en la orilla, corriendo de un lado a
otro para socorrernos cuando llegáramos. Pero nos movíamos muy lentamente y no nos acercamos a la
orilla hasta pasado el faro de Winterton, donde la costa hace una entrada hacia el oeste en dirección a
Cromer. Allí, la tierra nos protegía del viento y pudimos llegar a la orilla. Con mucha dificultad,
desembarcamos a salvo y, después, fuimos andando hasta Yarmouth, donde, como a hombres
desafortunados que éramos, nos trataron con gran humanidad; desde los magistrados del pueblo, que
nos proveyeron buen alojamiento, hasta los comerciantes y dueños de barcos, que nos dieron suficiente
dinero para llegar a Londres o Hull, según lo deseáramos.
Si hubiese tenido la sensatez de regresar a Hull y volver a casa, habría sido feliz y mi padre, como
emblema de la parábola de nuestro bendito Redentor, habría matado su ternero más cebado en mi
honor, pues pasó mucho tiempo desde que se enteró de que el barco en el que me había escapado se
había hundido en la rada de Yarmouth, hasta que supo que no me había ahogado.
Sin embargo, mi cruel destino me empujaba con una obstinación que no cedía ante nada. Aunque muchas
veces sentí los llamados de la razón y el buen juicio para que regresara a casa, no tuve la fuerza de
voluntad para hacerlo. No sé cómo definir esto, ni me atrevo a decir que se trata de una secreta e
inapelable sentencia que nos empuja a obrar como instrumentos de nuestra propia destrucción y
abalanzarnos hacia ella con los ojos abiertos, aunque la tengamos de frente. Ciertamente, solo una
desgracia semejante, insoslayable por decreto y de la que en modo alguno podía escapar, pudo haberme
obligado a seguir adelante, en contra de los serenos razonamientos y avisos de mi conciencia y de las
dos advertencias que había recibido en mi primera experiencia.
Mi compañero, que antes me había ayudado a fortalecer mi decisión y que era hijo del capitán, estaba
menos decidido que yo. La primera vez que me habló, que no fue hasta pasados tres o cuatro días de
nuestro desembarco en Yarmouth, puesto que en el pueblo nos separaron en distintos alojamientos;
como decía, la primera vez que me vio, me pareció notar un cambio en su tono. Con un aspecto
melancólico y un movimiento de cabeza me preguntó cómo estaba, le dijo a su padre quién era yo y le
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explicó que había hecho este viaje a modo de prueba para luego embarcarme en un viaje más largo. Su
padre se volvió hacia mí con un gesto de preocupación:
-Muchacho -me dijo-, no debes volver a embarcarte nunca más. Debes tomar esto como una señal clara
e irrefutable de que no podrás ser marinero.
-Pero señor -le dije-, ¿acaso no pensáis volver al mar?
-Mi caso es diferente -dijo él-, esta es mi vocación y, por lo tanto, mi deber. Mas, si tú has hecho este
viaje como prueba, habrás visto que el cielo te ha dado muestras suficientes de lo que te espera si
insistes. Tal vez esto nos haya pasado por tu culpa, como pasó con Jonás en el barco que lo llevaba a
Tarsis. Pero dime, por favor, ¿quién eres y por qué te has embarcado?
Entonces, le relaté parte de mi historia, al final de la cual, estalló en un extraño ataque de cólera y
dijo:
-¿Qué habré hecho yo para que semejante infeliz se montara en mi barco? No pondría un pie en el
mismo barco que tú otra vez ni por mil libras esterlinas.
Esto fue, como pensaba, una explosión de sus emociones, aún alteradas por la sensación de pérdida, que
había rebasado los límites de su autoridad hacia mí. Sin embargo, luego habló serenamente conmigo, me
exhortó a que regresara junto a mi padre y no volviera a desafiar a la Providencia, ya que podía ver
claramente que la mano del cielo había caído sobre mí.
-Y, muchacho dijo-, ten en cuenta lo que te estoy diciendo. Si no regresas, a donde quiera que vayas solo
encontrarás desastres y decepciones hasta que se hayan cumplido cabalmente las palabras de tu padre.
Poco después nos separamos sin que yo pudiese contestarle gran cosa y no volví a verlo; hacia dónde
fue, no lo sé. Por mi parte, con un poco de dinero en el bolsillo, viajé a Londres por tierra y allí, lo mismo
que en el transcurso del viaje, me debatí sobre el rumbo que debía tomar mi vida: si debía regresar a
casa o al mar.
Respecto a volver a casa, la vergüenza me hacía rechazar mis buenos impulsos e inmediatamente pensé
que mis vecinos se reirían de mí y que me daría vergüenza presentarme, no solo ante mis padres, sino
ante el resto del mundo. En este sentido, y desde entonces, he observado lo incongruentes e
irracionales que son los seres humanos, especialmente los jóvenes, frente a la razón que debe guiarlos
en estos casos; es decir, que no se avergüenzan de pecar sino de arrepentirse de su pecado; que no se
avergüenzan de hacer cosas por las que, legítimamente, serían tomados por tontos, sino de retractarse,
por lo que serían tomados por sabios.
En este estado permanecí un tiempo, sin saber qué medidas tomar ni por dónde encaminar mi vida. Aún
me sentía renuente a volver a casa y, a medida que demoraba mi decisión, se iba disipando el recuerdo
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de mis desgracias, lo cual, a su vez, hacía disminuir aún más mis débiles intenciones de regresar a casa.
Finalmente, me olvidé de ello y me dispuse a buscar la forma de viajar.
La nefasta influencia que, en el principio, me había alejado de la casa de mi padre; que me había
conducido a seguir la descabellada y absurda idea de hacer fortuna y me había imbuido con tal fuerza
dicha presunción que me hizo sordo a todos los sabios consejos, a los ruegos y hasta las órdenes de mi
padre; digo, que, esa misma influencia, cualquiera que fuera, me impulsó a realizar la más desafortunada
de las empresas. De este modo, me embarqué en un buque rumbo a la costa de África o, como dicen
vulgarmente los marineros, emprendí un viaje a Guinea.
Para mi desgracia, en ninguna de estas aventuras me embarqué como marinero. Es verdad que, de ese
modo, habría tenido que trabajar un poco más de lo ordinario, pero, al mismo tiempo, habría aprendido
los deberes y el oficio de contramaestre y con el tiempo me habría capacitado para ejercer de piloto y
oficial, si no de capitán. Sin embargo, como mi destino era siempre elegir lo peor, lo mismo hice en este
caso, pues, bien vestido y con dinero en el bolsillo, subía siempre a bordo como un señor. Nunca realicé
ninguna tarea en el barco ni aprendí a hacer nada.
Al poco tiempo de mi llegada a Londres, tuve la fortuna de encontrar muy buena compañía, cosa que no
siempre les ocurre a jóvenes tan negligentes y desencaminados como lo era yo entonces, pues el diablo
no pierde la oportunidad de tenderles sus trampas muy pronto. Mas, no fue esa mi suerte. En primer
lugar, conocí al capitán de un barco que había estado en la costa de Guinea y, como había tenido mucho
éxito allí, estaba resuelto a volver. Este hombre, escuchó gustosamente mi conversación, que en aquel
momento no era nada desagradable, y cuando me oyó decir que tenía la intención de ver el mundo, me
dijo que si quería irme con él, no me costaría un centavo; que sería su compañero de mesa y de viaje y
que, si quería llevarme alguna cosa conmigo, le sacaría todo el provecho que el comercio proporcionaba y,
tal vez, encontraría un poco de estímulo.
Acepté su oferta y entablé una estrecha amistad con este capitán, que era un hombre franco y honesto.
Emprendí el viaje con él y me llevé, una pequeña cantidad de mercan cía que, gracias a la desinteresada
honestidad de mi amigo el capitán, pude acrecentar considerablemente. Llevaba como cuarenta libras de
bagatelas y fruslerías que el capitán me había indicado. Reuní las cuarenta libras con la ayuda de los
parientes con los que mantenía correspondencia, y quienes, seguramente, convencieron a mi padre, o al
menos a mi madre, de que contribuyeran con algo para mi primer viaje.
Esta expedición fue, de todas mis aventuras, la única afortunada. Esto se lo debo a la integridad y
honestidad de mi amigo el capitán, de quien también obtuve un conocimiento digno de las matemáticas y
de las reglas de navegación, aprendí a llevar una bitácora de viaje y a fijar la posición del barco. En
pocas palabras, me transmitió conocimientos imprescindibles para un marinero, que él se deleitaba
enseñándome y yo, aprendiendo. Así fue como en este viaje me hice marinero y comerciante, ya que
obtuve cinco libras y nueve onzas de oro en polvo a cambio de mis chucherías, que, al llegar a Londres,
me produjeron una ganancia de casi trescientas libras esterlinas. Esto me llenó la cabeza de todos los
pensamientos ambiciosos que desde entonces me llevaron a la ruina.
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Con todo, en este viaje también pasé muchos apuros. Estuve enfermo continuamente, con violentas
calenturas, a causa del clima, excesivamente caluroso, pues la mayor parte de nuestro tráfico se llevaba
a cabo en la costa, que estaba a quince grados de latitud norte hasta la misma línea del ecuador.
A estas alturas, podía considerarme un experto en el comercio con Guinea. Para mi desgracia, mi amigo
murió al poco tiempo de nuestro regreso. No obstante, decidí hacer el mismo viaje otra vez y me
embarqué en el mismo navío, con uno que había sido oficial en el primer viaje y ahora había pasado a ser
capitán. Este viaje fue el más desdichado que hombre alguno pudiera hacer en su vida, pese a que llevé
menos de cien libras esterlinas de mi recién adquirida fortuna, dejando las otras doscientas libras al
cuidado de la viuda de mi amigo, que era muy buena conmigo. En este viaje padecí terribles desgracias y
esta fue la primera: mientras nuestro barco avanzaba hacia las Islas Canarias, o más bien entre estas
islas y la costa africana, fuimos sorprendidos, en la penumbra del alba, por un corsario turco de Salé,
que nos persiguió a toda vela. Nosotros también nos apresuramos a desplegar todo el velamen del que
disponíamos o el que podían sostener nuestros mástiles, a fin de escapar. Mas, viendo que el pirata se
nos acercaba y que nos alcanzaría en cuestión de pocas horas, nos pertrechamos para el combate; para
esto, nuestro barco contaba con doce cañones, mientras que el del pirata tenía dieciocho. A eso de las
tres de la tarde nos alcanzaron, pero por un error de maniobra, se aproximó transversalmente a la
borda de nuestro barco, en vez de hacerlo por popa, como era su intención. Nosotros llevamos ocho de
nuestros cañones a ese lado y le disparamos una descarga que le hizo virar nuevamente, después de
responder a nuestro fuego con la nutrida fusilería de los casi doscientos hombres que llevaba a bordo.
No obstante, ninguno de nuestros hombres resultó herido, ya que estaban todos muy bien protegidos.
Se prepararon para volver a atacar y nosotros, para defendernos, pero esta vez, por el otro lado,
subieron sesenta hombres a la cubierta de nuestro barco e, inmediatamente, se pusieron a cortar y
romper los puentes y el aparejo. Les respondimos con fuego de fusilería, picas de abordaje, granadas y
otras armas y logramos despejar la cubierta dos veces. Para acortar esta melancólica parte de nuestro
relato, diré que, con nuestro barco maltrecho, tres hombres muertos y ocho heridos, tuvimos que
rendirnos y fuimos llevados como prisioneros a Salé, un puerto que pertenecía a los moros.
El trato que allí recibí no fue tan terrible como temía al principio, pues, no me llevaron al interior del
país a la corte del emperador, como le ocurrió al resto de nuestros hombres. El capitán de los corsarios
decidió retenerme como parte de su botín y, puesto que era joven y listo, y podía serle útil para sus
negocios, me hizo su esclavo. Ante este inesperado cambio de circunstancias, por el que había pasado de
ser un experto comerciante a un miserable esclavo, me sentía profundamente consternado. Entonces,
recordé las proféticas palabras de mi padre, cuando me advertía que sería un desgraciado y no hallaría
a nadie que pudiera ayudarme. Me parecía que estas palabras no podían haberse cumplido más al pie de
la letra y que la mano del cielo había caído sobre mí; me hallaba perdido y sin salvación. Mas, ¡ay!, esto
era solo una muestra de las desgracias que me aguardaban, como se verá en lo que sigue de esta
historia.
Como mi nuevo patrón, o señor, me había llevado a su casa, tenía la esperanza de que me llevara consigo
cuando volviese al mar. Estaba convencido de que, tarde o temprano, su destino sería caer prisionero de
la armada española o portuguesa y, de ese modo, yo recobraría mi libertad. Pero muy pronto se
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desvanecieron mis esperanzas, porque, cuando partió hacia el mar, me dejó en tierra a cargo de su
jardincillo y de las tareas domésticas que suelen desempeñar los esclavos, y cuando regresó de su viaje,
me ordenó permanecer a bordo del barco para custodiarlo.
En aquel tiempo, no pensaba en otra cosa que en fugarme y en la mejor forma de hacerlo, pero no
lograba hallar ningún método que fuera mínimamente viable. No había ningún indicio racional de que
pudiera llevar a cabo mis planes, pues, no tenía a nadie a quien comunicárselos ni que estuviera
dispuesto a acompañarme. Tampoco tenía amigos entre los esclavos, ni había por allí ningún otro inglés,
irlandés o escocés aparte de mí. Así, pues, durante dos años, si bien me complacía con la idea, no tenía
ninguna perspectiva alentadora de realizarla.
Al cabo de casi dos años se presentó una extraña circunstancia que reavivó mis intenciones de hacer
algo por recobrar mi libertad. Mi amo permanecía en casa por más tiempo de lo habitual y sin alistar la
nave (según oí, por falta de dinero). Una o dos veces por semana, si hacía buen tiempo, cogía la pinaza
del barco y salía a pescar a la rada. A menudo, nos llevaba a mí y a un joven morisco para que
remáramos, pues le agradábamos mucho. Yo di muestras de ser tan diestro en la pesca que, a veces, me
mandaba con uno de sus parientes moros y con el joven, el morisco, a fin de que le trajésemos pescado
para la comida.
Una vez, mientras íbamos a pescar en una mañana clara y tranquila, se levantó una niebla tan espesa que,
aun estando a media legua de la costa, no podíamos divisarla, de manera que nos pusimos a remar sin
saber en qué dirección, y así estuvimos remando todo el día y la noche. Cuando amaneció, nos dimos
cuenta de que habíamos remado mar adentro en vez de hacia la costa y que estábamos, al menos, a dos
leguas de la orilla. No obstante, logramos regresar, no sin mucho esfuerzo y peligro, porque el viento
comenzó a soplar con fuerza en la mañana y estábamos débiles por el hambre.
Nuestro amo, prevenido por este desastre, decidió ser más cuidadoso en el futuro. Usaría la chalupa de
nuestro barco inglés y no volvería a salir de pesca sin llevar consigo la brújula y algunas provisiones.
Entonces, le ordenó al carpintero de su barco, que también era un esclavo inglés, que construyera un
pequeño camarote o cabina en medio de la chalupa, como las que tienen las barcazas, con espacio
suficiente a popa, para que se pudiese largar la vela mayor y, a proa, para que dos hombres pudiesen
manipular las velas. La chalupa navegaba con una vela triangular, que llamábamos lomo de cordero y la
bomba estaba asegurada sobre el techo del camarote. Este era bajo y muy cómodo y suficientemente
amplio para guarecer a mi amo y a uno o dos de sus esclavos. Tenía una mesa para comer y unos
pequeños armarios para guardar algunas botellas de su licor favorito y, sobre todo, su pan, su arroz y su
café.
A menudo salíamos a pescar en este bote y, como yo era el pescador más diestro, nunca salía sin mí.
Sucedió que un día, para divertirse o pescar, había hecho planes para salir con dos o tres moros que
gozaban de cierto prestigio en el lugar y a quienes quería agasajar espléndidamente. Para esto, ordenó
que la noche anterior se llevaran a bordo más provisiones que las habituales y me mandó preparar
pólvora y municiones para tres escopetas que llevaba a bordo, pues pensaba cazar, además de pescar.
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Aparejé todas las cosas como me había indicado y esperé a la mañana siguiente con la chalupa limpia, su
insignia y sus gallardetes enarbolados, y todo lo necesario para acomodar a sus huéspedes. De pronto,
mi amo subió a bordo solo y me dijo que sus huéspedes habían cancelado el paseo, a causa de un asunto
imprevisto, y me ordenó, como de costumbre, salir en la chalupa con el moro y el joven a pescar, ya que
sus amigos vendrían a cenar a su casa. Me mandó que, tan pronto hubiese cogido algunos peces, los
llevara a su casa; y así me dispuse a hacerlo.
En ese momento, volvieron a mi mente aquellas antiguas esperanzas de libertad, ya que tendría una
pequeña embarcación a mi cargo. Así, pues, cuando mi amo se hubo marchado, preparé mis cosas, no
para pescar sino para emprender un viaje, aunque no sabía, ni me detuve a pensar, qué dirección debía
tomar, convencido de que, cualquier rumbo que me alejara de ese lugar, sería el correcto.
Mi primera artimaña fue buscar un pretexto para convencer al moro de que necesitábamos embarcar
provisiones para nosotros porque no podíamos comernos el pan de nuestro amo. Me respondió que era
cierto y trajo una gran canasta con galletas o bizcochos de los que ellos confeccionaban y tres tinajas
de agua. Yo sabía dónde estaba la caja de licores de mi amo, que, evidentemente, por la marca, había
adquirido del botín de algún barco inglés, de modo que la subí a bordo, mientras el moro estaba en la
playa, para que pareciera que estaba allí por orden del amo. Me llevé también un bloque de cera qué
pesaba más de cincuenta libras, un rollo de bramante o cuerda, un hacha, una sierra y un martillo, que
me fueron de gran utilidad posteriormente, sobre todo la cera, para hacer velas. Le tendí otra trampa,
en la cual cayó con la misma ingenuidad. Su nombre era Ismael pero lo llamaban Muly o Moley.
-Moley -le dije-, las armas de nuestro amo están a bordo del bote, ¿no podrías traer un poco de pólvora
y municiones? Tal vez podamos cazar algún alcamar (un ave parecida a nuestros chorlitos). Sé que el
patrón guarda las municiones en el barco.
-Sí -me respondió-, traeré algunas.
Apareció con un gran saco de cuero que contenía cerca de una libra y media de pólvora, quizás más, y
otro con municiones, que pesaba cinco o seis libras. También trajo algunas balas, y lo subió todo a bordo
de la chalupa. Mientras tanto, yo había encontrado un poco de pólvora en el camarote de mi amo, con la
que llené uno de los botellones de la caja, que estaba casi vacío, y eché su contenido en otra botella. De
este modo, abastecidos con todo lo necesario, salimos del puerto para pescar. Los del castillo, que
estaba a la entrada del puerto, nos conocían y no nos prestaron atención.
A menos de una milla del puerto, recogimos las velas y nos pusimos a pescar. El viento soplaba del norte-
noreste, lo cual era contrario a lo que yo deseaba, ya que si hubiera soplado del sur, con toda seguridad
nos habría llevado a las costas de España, por lo menos, a la bahía de Cádiz. Mas estaba resuelto a que,
soplara hacia donde soplara, me alejaría de ese horrible lugar. El resto, quedaba en manos del destino.
Después de estar un rato pescando y no haber cogido nada, porque cuando tenía algún pez en el anzuelo,
no lo sacaba para que el moro no lo viera, le dije:
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-Aquí no vamos a pescar nada y no vamos a poder complacer a nuestro amo. Será mejor que nos
alejemos un poco.
Él, sin sospechar nada, accedió y, como estaba en la proa del barco, desplegó las velas. Yo, que estaba al
timón, hice al bote avanzar una legua más y enseguida me puse a fingir que me disponía a pescar.
Entonces, entregándole el timón al chico, me acerqué a donde estaba el moro y agachándome como si
fuese a recoger algo detrás de él, lo agarré por sorpresa por la entrepierna y lo arrojé al mar por la
borda. Inmediatamente subió a la superficie porque flotaba como un corcho. Me llamó, me suplicó que lo
dejara subir, me dijo que iría conmigo al fin del mundo y comenzó a nadar hacia el bote con tanta
velocidad, que me habría alcanzado en seguida, puesto que soplaba muy poco viento. En ese momento,
entré en la cabina y cogiendo una de las armas de caza, le apunté con ella y le dije que no le había hecho
daño ni se lo haría si se quedaba tranquilo.
-Pero -le dije-, puedes nadar lo suficientemente bien como para llegar a la orilla. El mar está en calma,
así que, intenta llegar a ella y no te haré daño, pero, si te acercas al bote, te meteré un tiro en la
cabeza, pues estoy decidido a recuperar mi libertad.
De este modo, se dio la vuelta y nadó hacia la orilla, y no dudo que haya llegado bien, porque era un
excelente nadador.
Tal vez me hubiese convenido llevarme al moro y arrojar al niño al agua, pero, la verdad es que no tenía
ninguna razón para confiar en él. Cuando se alejó, me volví al chico, a quien llamaban Xury, y le dije:
-Xury, si quieres serme fiel, te haré un gran hombre, pero si no te pasas la mano por la cara -lo cual
quiere decir, jurar por Mahoma y la barba de su padre-, tendré que arrojarte también al mar.
El niño me sonrió y me habló con tanta inocencia, que no pude menos que confiar en él. Me juró que me
sería fiel y que iría conmigo al fin del mundo.
Mientras estuvimos al alcance de la vista del moro, que seguía nadando, mantuve el bote en dirección al
mar abierto, más bien un poco inclinado a barlovento, para que pareciera que me dirigía a la boca del
estrecho (como en verdad lo habría hecho cualquier persona que estuviera en su sano juicio), pues,
¿quién podía imaginar que navegábamos hacia el sur, rumbo a una costa bárbara, donde, con toda
seguridad, tribus enteras de negros nos rodearían con sus canoas para destruirnos; donde no podríamos
tocar tierra ni una sola vez sin ser devorados por las bestias salvajes, o por los hombres salvajes, que
eran aún más despiadados que estas?
Pero, tan pronto oscureció, cambié el rumbo y enfilé directamente al sur, ligeramente inclinado hacia el
este para no alejarme demasiado de la costa. Con el buen viento que soplaba y el mar en calma,
navegamos tan bien que, al día siguiente, a las tres de la tarde, cuando vi tierra por primera vez, no
podía estar a menos de ciento cincuenta millas al sur de Salé, mucho más allá de los dominios del
emperador de Marruecos, o, quizás, de cualquier otro monarca de aquellos lares, ya que no se divisaba
persona alguna.
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No obstante, era tal el temor que tenía de los moros y de caer en sus manos, que no me detuve, ni me
acerqué a la orilla, ni bajé anclas (pues el viento seguía soplando favorablemente). Decidí seguir
navegando en el mismo rumbo durante otros cinco días. Cuando el viento comenzó a soplar del sur,
decidí que si alguno de nuestros barcos había salido a buscarnos, a estas alturas se habría dado por
vencido. Así, pues, me aventuré a acercarme a la costa y me anclé en la boca de un pequeño río, sin
saber cuál era, ni dónde estaba, ni en qué latitud se encontraba, ni en qué país o en qué nación. No podía
divisar a nadie, ni deseaba hacerlo, porque lo único que me interesaba era conseguir agua fresca.
Llegamos al estuario por la tarde y decidimos llegar a nado a la costa tan pronto oscureciera, para
explorar el lugar. Mas, tan pronto oscureció, comenzamos a escuchar un aterrador ruido de ladridos,
aullidos, bramidos y rugidos de animales feroces, desconocidos para nosotros. El pobre chico estaba a
punto de morirse de miedo y me suplicó que no fuéramos a la orilla hasta que se hiciese de día.
-Bien, Xury -le dije-, entonces no lo haremos, pero puede que en el día veamos hombres tan peligrosos
como esos leones.
-Entonces les disparamos escopeta -dijo Xury sonriendo-, hacemos huir.
Xury había aprendido a hablar un inglés entrecortado, conversando con nosotros los esclavos. Sin
embargo, me alegraba ver que el chico estuviera tan contento y, para animarlo, le di a beber un pequeño
trago (de la caja de botellas de nuestro amo). Después de todo, el consejo de Xury me parecía
razonable y lo acepté. Echamos nuestra pequeña ancla y permanecimos tranquilos toda la noche; digo
tranquilos porque ninguno de los dos pudo dormir. Al cabo de dos o tres horas, comenzamos a ver que
enormes criaturas (pues no sabíamos qué llamarlas) de todo tipo, descendían hasta la playa y se metían
en el agua, revolcándose y lavándose, por el mero placer de refrescarse, mientras emitían gritos y
aullidos como nunca los habíamos escuchado.
Xury estaba aterrorizado y, en verdad, yo también lo estaba, pero nos asustamos mucho más cuando
advertimos que una de esas poderosas criaturas nadaba hacia nuestro bote. No podíamos verla pero,
por sus resoplidos, parecía una bestia enorme, monstruosa y feroz. Xury decía que era un león y, tal vez
lo fuera, mas yo no lo sabía. El pobre chico me pidió a gritos que leváramos el ancla y remáramos mar
adentro.
-No -dije-, soltaremos el cable con la boya y nos alejaremos. No podrá seguirnos tan lejos.
No bien había dicho esto, cuando me percaté de que la criatura (o lo que fuese) estaba a dos remos de
distancia, lo cual me sorprendió mucho. Entré a toda velocidad en la cabina y cogiendo mi escopeta le
disparé, lo que le hizo dar la vuelta inmediatamente y ponerse a nadar hacia la playa. Es imposible
describir los horrorosos ruidos, los espeluznantes alaridos y los aullidos que provocamos con el disparo,
tanto en la orilla de la playa como tierra adentro, pues creo que esas criaturas nunca antes habían
escuchado un sonido igual. Estaba convencido de que no intentaríamos ir a la orilla por la noche y me
preguntaba cómo lo haríamos durante el día, pues me parecía que caer en manos de aquellos salvajes era
tan terrible como caer en las garras de leones y tigres; al menos a nosotros nos lo parecía.
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Sea como fuere, teníamos que ir a la orilla a por agua porque no nos quedaba ni una pinta en el bote; el
problema era cuándo y dónde hacerlo. Xury decía que, si le permitía ir a la orilla con una de las tinajas,
intentaría buscar agua y traérmela al bote. Le pregunté por qué prefería ir él a que fuera yo mientras
él se quedaba en el bote, a lo que respondió con tanto afecto, que desde entonces, lo quise para
siempre:
-Si los salvajes vienen y me comen, tú escapas.
-Entonces, Xury -le dije-, iremos los dos y si vienen los salvajes, los mataremos y, así, no se comerán a
ninguno de los dos.
Le di un pedazo de galleta para que comiera y otro trago de la caja de botellas del amo, que mencioné
anteriormente. Aproximamos el bote a la orilla hasta donde nos pareció prudente y nadamos hasta la
playa, sin otra cosa que nuestros brazos y dos tinajas para el agua.
Yo no quería perder de vista el bote, porque temía que los salvajes vinieran en sus canoas río abajo. El
chico, que había visto un terreno bajo como a una milla de la costa, se encaminó hacia allí y, al poco
tiempo, regresó corriendo hacia mí. Pensé que lo perseguía algún salvaje, o que se había asustado al ver
alguna bestia y corrí hacia él para socorrerle. Mas cuando me acerqué, vi que traía algo colgando de los
hombros, un animal que había cazado, parecido a una liebre pero de otro color y con las patas más
largas. Esto nos alegró mucho, porque parecía buena carne. Pero lo que en realidad alegró al pobre Xury
fue darme la noticia de que había encontrado agua fresca y no había visto ningún salvaje.
Poco después, descubrimos que no teníamos que pasar tanto trabajo para buscar agua, porque un poco
más arriba del estuario en el que estábamos, había un pequeño torren te del que manaba agua fresca
cuando bajaba la marea. Así, pues, llenamos nuestras tinajas, nos dimos un banquete con la liebre que
habíamos cazado y nos preparamos para seguir nuestro camino, sin llegar a ver huellas de criaturas
humanas en aquella parte de la región.
Como ya había hecho un viaje por estas costas, sabía muy bien que las Islas Canarias y las del Cabo
Verde, se hallaban a poca distancia. Mas, como no tenía instrumentos para calcular la latitud en la que
estábamos, ni sabía con certeza, o al menos no lo recordaba, en qué latitud estaban las islas, no sabía
hacia dónde dirigirme ni cuál sería el mejor momento para hacerlo; de otro modo, me habría sido fácil
encontrarlas. No obstante, tenía la esperanza de que, si permanecía cerca de esta costa, hasta llegar a
donde traficaban los ingleses, encontraría alguna embarcación en su ruta habitual de comercio, que
estuviera dispuesta a ayudarnos. Según mis cálculos más exactos, el lugar en el que nos encontrábamos
debía estar en la región que colindaba con los dominios del emperador de Marruecos y los inhóspitos
dominios de los negros, donde solo habitaban las bestias salvajes; una región abandonada por los negros,
que se trasladaron al sur por miedo a los moros; y por estos últimos, porque no consideraban que valiera
la pena habitarla a causa de su desolación. En resumidas cuentas, unos y otros la habían abandonado por
la gran cantidad de tigres, leones, leopardos y demás fieras que allí habitaban. Los moros solo la
utilizaban para cazar, actividad que realizaban en grupos de dos o tres mil hombres. Así, pues, en cien
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millas a lo largo de la costa, no vimos más que un vasto territorio desierto de día, y, de noche, no
escuchamos más que aullidos y rugidos de bestias salvajes.
Una o dos veces, durante el día, me pareció ver el Pico de Tenerife, que es el pico más alto de las
montañas de Tenerife en las Canarias. Me entraron muchas ganas de aventurarme con la esperanza de
llegar allí y, en efecto, lo intenté dos veces, pero el viento contrario y el mar, demasiado alto para mi
pequeña embarcación, me hicieron retroceder, por lo que decidí seguir mi primer objetivo y
mantenerme cerca de la costa.
Después de abandonar aquel sitio, me vi obligado a volver a tierra varias veces a buscar agua fresca.
Una de estas veces, temprano en la mañana, anclamos al pie de un pequeño promontorio, bastante
elevado, y allí nos quedamos hasta que la marea, que comenzaba a subir, nos impulsase. Xury, cuyos ojos
parecían estar mucho más atentos que los míos, me llamó suavemente y me dijo que retrocediéramos:
-Mira allí -me dijo-, monstruo terrible, dormido en la ladera de la colina.
Miré hacia donde apuntaba y, ciertamente, vi un monstruo terrible, pues se trataba de un león inmenso
que estaba, echado a la orilla de la playa, bajo la sombra de la parte sobresaliente de la colina, que
parecía caer sobre él.
-Xury -le dije-, debes ir a la playa y matarlo.
Me miró aterrorizado y dijo:
-¡Matarlo!, me come de una boca.
En verdad quería decir de un bocado. No le dije nada más, sino que le ordené que permaneciese quieto.
Tomé el arma de mayor tamaño, que era casi como un mosquete, la cargué con abundante pólvora y dos
trozos de plomo y la dejé aparte. Entonces cargué otro fusil con dos balas y luego un tercero, pues
teníamos tres armas. Apunté lo mejor que pude con el primer arma para dispararle en la cabeza pero
como estaba echado con las patas sobre la nariz, los plomos le dieron en una pata, a la altura de la
rodilla, y le partieron el hueso. Intentó ponerse en pie mientras rugía ferozmente, pero, como tenía la
pata partida, volvió a caer al suelo. Luego se puso en pie con las otras tres patas y lanzó el rugido más
espeluznante que jamás hubiese oído. Me sorprendió no haberle dado en la cabeza, e inmediatamente,
tomé el segundo fusil, y, pese a que ya había comenzado a alejarse, le disparé otra vez en la cabeza y
tuve el placer de verlo caer, emitiendo apenas un quejido y luchando por vivir. Entonces Xury recobró el
valor y me pidió que le dejara ir a la orilla.
-Está bien, ve -le dije.
El chico saltó al agua, sujetando el arma pequeña en una mano. Se acercó al animal, se puso la culata del
fusil cerca de la oreja, le disparó nuevamente en la cabeza y lo remató.
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Esto era más bien un juego para nosotros, pero no servía para alimentarnos y lamenté haber gastado
tres cargas de pólvora en dispararle a un animal que no nos servía para nada. No obstante, Xury dijo que
quería llevarse algo, así que subió a bordo y me pidió que le diera el hacha.
-¿Para qué la quieres, Xury? -le pregunté.
-Yo corto cabeza -me contestó.
Pero no pudo hacerlo, de manera que le cortó una pata, que era enorme, y la trajo consigo.
De pronto se me ocurrió que la piel del león podía servirnos de algo y decidí desollarlo si podía.
Inmediatamente, nos pusimos a trabajar y Xury demostró ser mucho más diestro que yo en la labor,
pues, en realidad, no tenía mucha idea de cómo realizarla. Nos tomó todo el día, pero, por fin, pudimos
quitarle la piel y la extendimos sobre la cabina. En dos días se secó al sol y desde entonces, la utilizaba
para dormir sobre ella.
Después de esta parada, navegamos hacia el sur durante diez o doce días, consumiendo con parquedad
las provisiones, que comenzaban a disminuir rápidamente, y yendo a la orilla solo cuando era necesario
para buscar agua fresca. Mi intención era llegar al río Gambia o al Senegal, es decir, a cualquier lugar
cerca del Cabo Verde, donde esperaba encontrar algún barco europeo. De lo contrario, no sabía qué
rumbo tomar, como no fuese navegar en busca de las islas o morir entre los negros. Sabía que todas las
naves que venían de Europa, pasaban por ese cabo, o esas islas, de camino a Guinea, Brasil o las Indias
Orientales. En pocas palabras, aposté toda mi fortuna a esa posibilidad, de manera que, encontraba un
barco o perecía.
Una vez tomada esta resolución, al cabo de diez días, comencé a advertir que la tierra estaba habitada.
En dos o tres lugares, a nuestro paso, vimos gente que nos observaba desde la playa. Nos percatamos de
que eran bastante negros y estaban totalmente desnudos. Una vez sentí el impulso de desembarcar y
dirigirme a ellos, pero Xury, que era mi mejor consejero, me dijo:
-No ir, no ir.
No obstante, me dirigí a la playa más cercana para hablar con ellos y vi cómo corrían un buen tramo a lo
largo de la playa, a la par que nosotros. Observé que no llevaban ar mas, con la excepción de uno, que
llevaba un palo largo y delgado, que, según Xury era una lanza, que arrojaban desde muy lejos y con muy
buena puntería. Mantuve, pues, cierta distancia pero me dirigí a ellos como mejor pude, por medio de
señas, sobre todo, para expresarles que buscábamos comida. Con un gesto me dijeron que detuviera el
bote y ellos nos traerían algo de carne. Bajé un poco las velas y me quedé a la espera. Dos de ellos
corrieron tierra adentro y, en menos de media hora, estaban de vuelta con dos piezas de carne seca y
un poco de grano, del que se cultiva en estas tierras. Aunque no sabíamos qué era ni una cosa ni la otra,
las aceptamos gustosamente. El siguiente problema era cómo recoger lo que nos ofrecían, pues yo no me
atrevía a acercarme a la orilla y ellos estaban tan aterrados como nosotros. Entonces, se les ocurrió una
forma de hacerlo, que resultaba segura para todos. Dejaron los alimentos en la playa y se alejaron,
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deteniéndose a una gran distancia, hasta que nosotros lo subimos todo a bordo; luego volvieron a
acercarse.
Les hicimos señas de agradecimiento porque no teníamos nada que darles a cambio. Sin embargo, en ese
mismo instante surgió la oportunidad de agradecerles el favor, por que mientras estaban en la orilla, se
acercaron dos animales gigantescos, uno venía persiguiendo al otro (según nos parecía) con gran saña,
desde la montaña hasta la playa. No sabíamos si era un macho que perseguía a una hembra ni si estaban
en son de juego o pelea. Tampoco sabíamos si esto era algo habitual, pero nos inclinábamos más hacia la
idea contraria; en primer lugar, porque estas bestias famélicas suelen aparecer solamente por la noche;
en segundo lugar, porque la gente estaba aterrorizada, en especial, las mujeres. El hombre que llevaba
la lanza no huyó, aunque el resto sí lo hizo. Los dos animales se dirigieron hacia el agua y, al parecer, no
tenían intención de atacar a los negros. Se zambulleron en el agua y comenzaron a nadar como si solo
hubiesen ido allí por diversión. Al cabo de un rato, uno de ellos comenzó a acercarse a nuestro bote, más
de lo que yo hubiese deseado, pero yo le apunté con el fusil que había cargado a toda prisa, y le dije a
Xury que cargara los otros dos. Tan pronto se puso a mi alcance, disparé y le di justo en la cabeza. Se
hundió en el acto pero en seguida salió a flote, volvió a hundirse y, nuevamente, salió a flote, como si se
estuviese ahogando, lo que, en efecto, hacía. Rápidamente se dirigió a la playa pero, entre la herida
mortal que le había propinado y el agua que había tragado, murió antes de llegar a la orilla.
No es posible expresar el asombro de estas pobres criaturas ante el estallido y el disparo de mi arma.
Algunos, según parecía, estaban a punto de morirse de miedo y cayeron al suelo como muertos por el
terror. Mas cuando vieron que la bestia había muerto y se hundía en el agua, mientras yo les hacía señas
para que se acercaran a la playa, se armaron de valor y se dieron a su búsqueda. Fui yo quien la
descubrió, por la mancha de la sangre en el agua y, con la ayuda de una cuerda, con la que até el cuerpo
y cuyo extremo luego les arrojé, los negros pudieron arrastrarlo hasta la orilla. Era un leopardo de lo
más curioso, que tenía unas manchas admirablemente delicadas. Los negros levantaron las manos con
admiración hacia aquello que había utilizado para matarlo.
El otro animal, asustado con el resplandor y el ruido del disparo, nadó hacia la orilla y se metió
directamente en las montañas, de donde habían venido, pero, a esa distancia, no podía saber qué era.
Me di cuenta en seguida, que los negros querían comerse la carne del animal. Estaba dispuesto a
dársela, a modo de favor personal y les hice señas para que la tomaran, ante lo cual, se mostraron muy
agradecidos. Inmediatamente, se pusieron a desollarlo y como no tenían cuchillo, utilizaban un trozo de
madera muy afilado, con el que le quitaron la piel tanto o más rápidamente que lo que hubiésemos
tardado en hacerlo Xury y yo con un cuchillo. Me ofrecieron un poco de carne, que yo rechacé, fingiendo
que se la daba toda a ellos, pero les hice señas de que quería la piel, la cual me entregaron
gustosamente, y, además, me trajeron muchas más de sus provisiones, que, aun sin saber lo que eran,
acepté de buen grado. Entonces, les indiqué por señas que quería un poco de agua y di la vuelta a una de
las tinajas para mostrarles que estaba vacía y que quería llenarla. Rápidamente, llamaron a algunos de
sus amigos y aparecieron dos mujeres con un gran recipiente de barro, seguramente, cocido al sol. Lo
llevaron hasta la playa, del mismo modo que antes lo habían hecho con los alimentos, y yo envié a Xury a
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la orilla con las tinajas, que trajo de vuelta llenas. Las mujeres, al igual que los hombres, estaban
desnudas.
Provisto de raíces, grano y agua, abandoné a mis amistosos negros y seguí navegando unos once días, sin
tener que acercarme a la orilla. Entonces vi que, a unas cuatro o cinco leguas de distancia, la tierra se
prolongaba mar adentro. Como el mar estaba en calma, recorrimos, bordeando la costa, una gran
distancia para llegar a la punta y, cuando nos disponíamos a doblarla, a un par de leguas de la costa,
divisé tierra al otro lado. Deduje, con toda probabilidad, que se trataba del Cabo Verde y que aquellas
islas que podíamos divisar, eran las Islas del Cabo Verde. Sin embargo, se encontraban a gran distancia
y no sabía qué hacer, pues de ser sorprendido por una ráfaga de viento, no podría llegar ni a una ni a
otra parte.
Ante esta disyuntiva, me detuve a pensar y bajé al camarote, dejándole el timón a Xury. De pronto, lo
sentí gritar:
-¡Capitán, capitán, un barco con vela!
El pobre chico estaba fuera de sí, a causa del miedo, pues pensaba que podía ser uno de los barcos de su
amo, que nos estaba buscando, pero yo sabía muy bien que, des de hacía tiempo, estábamos fuera de su
alcance. De un salto salí de la cabina y, no solo pude ver el barco, sino también, de dónde era. Se
trataba de un barco portugués que, según me parecía, se dirigía a la costa de Guinea en busca de
esclavos. Mas, cuando me fijé en el rumbo que llevaba, advertí que se dirigía a otra parte y, al parecer,
no se acercaría más a la costa. Entonces me lancé mar adentro, todo lo que pude, decidido, si era
posible, a hablar con ellos.
Aunque desplegamos todas las velas, me di cuenta de que no podríamos alcanzarlo y desaparecería antes
de que yo pudiera hacerle cualquier señal. Cuando había puesto el bote a toda marcha y comenzaba a
desesperar, ellos me vieron a mí, al parecer, con la ayuda de su catalejo. Viendo que se trataba de una
barcaza europea, que debía pertenecer a algún barco perdido, bajaron las velas para que yo pudiera
alcanzarlos. Esto me alentó y, como llevaba a bordo la bandera de mi amo, la agité en el aire, en señal de
socorro y disparé un tiro con el arma. Al ver ambas señales, porque después me dijeron que habían visto
la bandera y el humo, aunque no habían escuchado el disparo, detuvieron la nave generosamente y, al
cabo de tres horas, pude llegar hasta ellos.
Me preguntaron de dónde era en portugués, español y francés pero yo no entendía ninguna de estas
lenguas. Finalmente, un marinero escocés que iba a bordo, me llamó y le contesté. Le dije que era inglés
y que me había escapado de los moros, que me habían hecho esclavo en Salé. Entonces me dijeron que
subiera a bordo y, muy amablemente, me acogieron con todas mis pertenencias.
Cualquiera podría entender la indecible alegría que sentí al verme liberado de la situación tan miserable
y desesperanzada en la que me hallaba. Inmediatamente, le ofrecí al capitán del barco todo lo que tenía,
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como muestra de agradecimiento por mi rescate. Mas él, con mucha delicadeza, me dijo que no tomaría
nada de lo mío, sino que todo me sería devuelto cuando llegáramos a Brasil.
-Puesto que -me dijo-, os he salvado la vida del mismo modo que yo habría deseado que me la salvaran a
mí, y puede que alguna vez me encuentre en una situación simi lar. Si os llevo a Brasil, un país tan lejano
del vuestro, y os quito vuestras pertenencias, moriréis de hambre y, entonces, os estaré quitando la
misma vida que ahora os acabo de salvar. No, no, Seignior Inglese, os llevaré por caridad y vuestras
pertenencias os servirán para buscaros el sustento y pagar el viaje de regreso a vuestra patria.
Así como se mostró caritativo en su oferta, fue muy puntual a la hora de llevarla a cabo, pues les
ordenó a los marineros que no tocaran ninguna de mis pertenencias. Tomó posesión de todas mis cosas y
me entregó un inventario preciso de ellas, en el que incluía hasta mis tres tinajas de barro.
En cuanto a mi bote, que era muy bueno y él se dio cuenta de ello, me dijo que lo compraría para su
barco y me preguntó cuánto quería por él. Yo le respondí que había sido tan generoso conmigo, que no
podía ponerle precio y lo dejaba completamente a su criterio. Me contestó que me daría una nota
firmada por ochenta piezas de a ocho, que me pagaría cuando llegáramos a Brasil y, una vez allí, si
alguien me hacía una mejor oferta, él la igualaría. También me ofreció sesenta piezas de a ocho por
Xury pero yo no estaba dispuesto a aceptarlas, no porque no quisiera dejárselo al capitán, sino porque
no estaba dispuesto a vender la libertad del chico, que me había servido con tanta lealtad a recuperar
la mía. Cuando le expliqué mis razones al capitán, le parecieron justas y me propuso lo siguiente: que se
comprometía a darle al chico un testimonio por el cual obtendría su libertad en diez años si se convertía
al cristianismo. Como Xury dijo que estaba dispuesto a irse con él, se lo cedí al capitán.
Hicimos un estupendo viaje a Brasil y llegamos, al cabo de unos veinte días, a la bahía de Todos los
Santos. Una vez más, había escapado de la suerte más miserable y debía pensar qué sería de mi vida.
Nunca he podido olvidar el trato generoso que me dispensó el capitán, que no quiso aceptar nada a
cambio de mi viaje y me dio veinte ducados por la piel del leopardo, cuarenta por la del león, me devolvió
puntualmente todas mis pertenencias y me compró lo que quise vender, como las botellas, dos de mis
armas y el trozo de cera que me había sobrado, pues el resto lo había utilizado para hacer velas. En
pocas palabras, vendí mi carga en doscientas veinte piezas de a ocho y, con este acopio, desembarqué en
la costa de Brasil.
Al poco tiempo de mi llegada, el capitán me encomendó a un hombre bueno y honesto, como él, que tenía
un ingenio (es decir, una plantación y hacienda azucarera). Viví con él un tiempo y así aprendí sobre el
método de plantación y fabricación del azúcar. Viendo lo bien que vivían los hacendados y cómo se
enriquecían tan rápidamente, decidí que, si conseguía una licencia, me haría hacendado y, mientras
tanto, buscaría la forma de que se me enviara el dinero que había dejado en Londres.
Tenía un vecino, un portugués de Lisboa, hijo de ingleses, que se llamaba Wells y se encontraba en una
situación similar a la mía. Digo que era mi vecino, ya que su plantación colindaba con la mía y nos
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llevábamos muy bien. Mis existencias eran tan escasas como las suyas, pues, durante dos años,
sembramos casi exclusivamente para subsistir. Con el tiempo, comenzamos a prosperar y aprendimos a
administrar mejor nuestras tierras, de manera que, al tercer año, pudimos sembrar un poco de tabaco y
preparar una buena extensión de terreno para sembrar azúcar al año siguiente. Ambos necesitábamos
ayuda y, entonces, me di cuenta del error que había cometido al separarme de Xury, mi muchacho.
Mas, ¡ay!, no me sorprendía haber cometido un error, ya que, en toda mi vida, había acertado en algo. No
me quedaba más remedio que seguir adelante, pues me había metido en un negocio que superaba mi
ingenio y contrariaba la vida que siempre había deseado, por la que había abandonado la casa de mi
padre y hecho caso omiso a todos sus buenos consejos. Más aún, estaba entrando en ese estado
intermedio, o el estado más alto del estado inferior, que mi padre me había aconsejado y, si iba a
acogerlo, bien podía haberme quedado en casa para hacerlo, sin haber tenido que padecer las miserias
del mundo, como lo había hecho. Muchas veces me decía a mí mismo que esto lo podía haber hecho en
Inglaterra, entre mis amigos, en lugar de haber venido a hacerlo a cinco mil millas, entre extraños y
salvajes, en un lugar desolado y lejano, al que no llegaban noticias de ninguna parte del mundo donde
habitase alguien que me conociera.
De este modo, lamentaba la situación en la que me hallaba. No tenía a nadie con quien conversar si no
era, de vez en cuando, con mi vecino, ni tenía otra cosa que hacer, salvo trabajos manuales. Solía decir
que mi vida transcurría como la del náufrago en una isla desierta, donde no puede contar con nadie más
que consigo. Mas, con cuánta justicia todos los hombres deberían reflexionar sobre esto: que cuando
comparan la condición en la que se encuentran con otras peores, el cielo les puede obligar a hacer el
cambio y convencerse, por experiencia, de que fueron más felices en el pasado. Y digo que, con justicia,
merecí vivir una vida solitaria en una isla desierta, como la que había imaginado, pues tantas muchas
veces la comparé, injustamente, con la vida que llevaba entonces; si hubiera perseverado en ella, con
toda seguridad habría logrado hacerme rico y próspero.
En cierto modo, había logrado realizar mis proyectos en la plantación, cuando llegó el momento de la
partida de mi querido amigo, el capitán del barco que me recogió en el mar. Su embarcación había
permanecido allí cerca de tres meses en lo que se cargaba y se preparaba para el viaje. Le comenté que
había dejado un dinero en Londres y él me dio un consejo sincero y amistoso:
-Seignior Inglese -porque así me llamaba siempre-, si me dais cartas y un poder legal, por escrito, con
órdenes para que la persona que tiene su dinero en Londres, se lo envíe a las personas que yo le diga en
Lisboa, os compraré las cosas que puedan seros útiles aquí y os las traeré, si Dios lo permite, a mi
regreso. Mas, como los asuntos humanos están sujetos a los cambios y los desastres, os recomiendo que
solo pidáis cien libras esterlinas que, como me decís, es la mitad de vuestro haber y, así solo
arriesgaréis esa parte. Si todo llega bien, podréis mandar a pedir el resto, del mismo modo que lo
habéis hecho ahora, y, si se pierde, aún tendréis la otra mitad a vuestra disposición.
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Este consejo me pareció tan sensato y tan honesto que pensé que lo mejor que podía hacer era seguirlo.
Así, pues, preparé las cartas para la señora, a quien le había dejado mi dinero, y un poder legal para el
capitán portugués, del que me había hablado mi amigo.
En la carta que le envié a la viuda del capitán inglés, le hice el recuento completo de mis aventuras, la
esclavitud y la huida. Le conté sobre la forma en que había conocido al capitán portugués en el mar y
sobre su trato compasivo, le expliqué el estado en el que me encontraba, y le di las instrucciones
necesarias para llevar a cabo mis encargos. Cuando este honesto capitán llegó a Lisboa, logró que unos
mercaderes ingleses que había allí, le hicieran llegar, tanto mi orden escrita como el recuento completo
de mi historia, a un mercader de Londres que, a su vez, se la contó con lujo de detalles a la viuda. Ante
esto, la viuda envió mi dinero y, además, de su propio bolsillo, un generoso regalo para el capitán
portugués, como muestra de agradecimiento por su caridad y su compasión hacia mí.
Con las cien libras esterlinas, el mercader de Londres compró la mercancía inglesa, que el capitán le
había indicado por escrito, y se la envió directamente a Lisboa, desde donde el capitán me las trajo a
Brasil sanas y salvas. Entre las cosas que me trajo, sin que yo se lo pidiera (pues era demasiado
inexperto en el negocio como para pensar en ello), había todo tipo de herramientas, herrajes e
instrumentos para trabajar en la plantación, que me fueron de gran utilidad.
Cuando llegó el cargamento, pensé que ya había hecho fortuna; tal fue la alegría que me causó recibirlo.
Mi buen comisionado, el capitán, había guardado las cinco libras que mi amiga le había dado de regalo
para comprar y traerme un sirviente, con una obligación de seis años, y no quiso aceptar nada a cambio,
excepto un poco de tabaco de mi propia cosecha.
Pero esto no fue todo. Como los bienes que me había traído eran de manufactura inglesa, es decir, telas,
paños y tejidos finos y otras cosas, que resultaban particularmente útiles y valiosas en este país, pude
venderlas y sacarles un gran beneficio. De este modo, podía decir, que había cuadriplicado el valor de mi
primer cargamento y había aventajado infinitamente a mi pobre vecino, en lo tocante a la plantación,
pues, lo primero que hice, fue comprar un esclavo negro y un sirviente europeo, aparte del que me había
traído el capitán.
Mas me ocurrió lo que suele suceder en estos casos, en los que, la prosperidad mal entendida, puede ser
la causa de las peores adversidades. Al año siguiente, proseguí mi plantación con gran éxito y coseché
cincuenta rollos de tabaco, más de lo que había previsto que sería necesario entre los vecinos. Como
cada uno de estos rollos pesaba más de cien libras y estaban bien curados, decidí guardarlos hasta que
la flota de Lisboa regresara y, puesto que me iba haciendo rico y próspero en los negocios, comencé a
idear proyectos, que sobrepasaban mi capacidad; el tipo de negocios que, a menudo, llevan a la ruina a
los mejores negociantes.
Si hubiera permanecido en el estado en el que me hallaba, habría recibido todas las bendiciones de las
que me había hablado mi padre, cuando me recomendaba una vida tranquila y retirada; esas bendiciones
que, según me decía, colmaban el estado medio de la vida. Mas, otra suerte me aguardaba, y volvería a
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ser el agente voluntario de mis propias desgracias, aumentando mi error y redoblando los motivos para
reflexionar sobre mi propia vida, cosa que, en mis futuras calamidades, tuve tiempo de hacer. Todas
estas desgracias ocurrieron porque me obstiné en seguir mis tontos deseos de vagabundear por el
extranjero, contrariando la clara perspectiva que tenía de beneficiarme, con tan solo perseguir simple y
llanamente, los objetivos y los medios de ganarme la vida, que la naturaleza y la Providencia insistían en
mostrarme y hacerme aceptar como mi deber.
Del mismo modo que antes, cuando me separé de mis padres, no pude conformarme con lo que tenía,
ahora también tenía que marcharme y abandonar la posibilidad de hacerme un hombre rico y próspero,
con mi nueva plantación, en pos de un deseo descabellado e irracional de aumentar mi fortuna más
rápidamente de lo que la naturaleza admitía. Fue así como, por mi culpa, volví a naufragar en el abismo
más profundo de la miseria, al que pudiera caer hombre alguno o, fuese capaz de soportar.
Mas, prosigamos con los detalles de esta parte de mi historia. Como podéis imaginar, habiendo vivido
durante cuatro años en Brasil y habiendo empezado a prosperar en mi plantación, no solo había
aprendido la lengua, sino que había trabado conocimiento y amistad con algunos de los demás
hacendados, así como con los comerciantes de San Salvador, que era nuestro puerto. En nuestras
conversaciones, les había contado de mis dos viajes a la costa de Guinea, del comercio con los negros de
allí, y de lo fácil que era adquirir, a cambio de bagatelas, tales como cuentecillas, juguetes, cuchillos,
tijeras, hachas, trozos de cristal y cosas por el estilo, no solo polvo de oro, cereales de Guinea y
colmillos de elefante, sino también gran cantidad de negros esclavos para trabajar en Brasil.
Siempre escuchaban con mucha atención mis relatos, particularmente, lo concerniente a la compra de
negros, que era un negocio que, en aquel tiempo, no se explotaba y, cuando se hacía, era mediante
asientos, es decir, permisos que otorgaban los reyes de España o Portugal, a modo de subastas públicas.
De este modo, los pocos negros que se traían, resultaban excesivamente caros.
Sucedió que, un día, después de haber estado hablando seriamente de estos asuntos con algunos
comerciantes y hacendados conocidos, a la mañana siguiente, tres de ellos vinieron a decirme que habían
meditado mucho sobre lo que les había contado la noche anterior y querían hacerme una proposición
secreta. Cuando obtuvieron mi complicidad, me dijeron que habían pensado fletar un barco para ir a
Guinea, pues, al igual que yo, poseían plantaciones y de nada tenían tanta necesidad como de esclavos.
Como ese tráfico era ilegal y no podrían vender públicamente los negros que trajeran, querían hacer tan
solo un viaje, para traer secretamente algunos negros y dividirlos entre sus propias plantaciones. En
otras palabras, querían saber si estaba dispuesto a embarcarme en dicha nave y hacerme cargo del
negocio en la costa de Guinea. A cambio de esto, me ofrecían una participación equitativa en la
adquisición de los esclavos, sin costo alguno.
Debo confesar que era una propuesta justa, para alguien que no tuviera que atender una plantación que
comenzaba a prosperar y aumentar de valor. Mas, para mí, que ya estaba instalado y bien encaminado;
que no tenía más que seguir haciendo las cosas como hasta entonces, por otros tres o cuatro años y
hacerme enviar las otras cien libras de Inglaterra que, en ese tiempo y con una pequeña suma adicional,
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producirían un beneficio de tres o cuatro mil libras esterlinas, que, a su vez, aumentaría; para mí, hacer
aquel viaje era el acto más descabellado del que podría acusarse a cualquier hombre que estuviera en
mis circunstancias.
Pero yo había nacido para ser mi propio destructor, y no pude resistirme a esa oferta más de lo que
pude renunciar, en su día, a mis primeros y fatídicos proyectos, cuando hice caso omiso a los consejos
de mi padre. En pocas palabras, les dije que iría de todo corazón, si ellos se encargaban de cuidar mi
plantación durante mi ausencia y disponer de ella, según mis instrucciones, en caso de que la empresa
fracasara. Todos estuvieron de acuerdo, comprometiéndose a cumplir su parte; y procedimos a firmar
los contratos y acuerdos formales. Yo redacté un testamento, en el que disponía que, si moría, mi
plantación y mis propiedades pasaran a manos de mi heredero universal, el capitán del barco que me
había salvado la vida, y que él, a su vez, dispusiera de mis bienes, según estaba escrito en mi
testamento: la mitad de las ganancias sería para él y la otra mitad sería enviada por barco a Inglaterra.
En fin, tomé todas las precauciones necesarias para proteger mis bienes y mi plantación. Si hubiese
tenido la mitad de esa prudencia para velar por mis intereses personales y juzgar lo que debía o no
debía hacer, seguramente no hubiese abandonado una empresa tan prometedora como la mía, ni hubiese
renunciado a todas las perspectivas que tenía de progresar, para lanzarme a realizar un viaje por mar,
sin contar con los riesgos que conllevaba, ni las posibilidades de que me ocurriera alguna desgracia.
Pero me lancé, obedeciendo los dictados de mi fantasía y no los de la razón. Urna vez listos el barco y el
cargamento, y todos los demás acuerdos consignados por contrato con mis socios, me embarqué, a mala
hora, el primer día de septiembre de 1659, el mismo día en que, ocho años antes, había abandonado la
casa de mis padres en Hull, actuando como un rebelde ante su autoridad y como un idiota ante mis
propios intereses.
Nuestra embarcación llevaba como ciento veinte toneladas de peso, seis cañones y catorce hombres
aparte del capitán, de su mozo y yo. No llevábamos demasiados bienes a bordo, solo las chucherías
necesarias para negociar con los negros, tales como cuentecillas, trozos de cristal, caracoles y
cacharros viejos, en especial, pequeños catalejos, cuchillos, tijeras, hachas y otras cosas por el estilo.
El mismo día que subí a bordo, zarpamos hacia el norte, siguiendo la costa rumbo a tierras africanas
hasta los diez o doce grados de latitud norte, que era la ruta que, al parecer, se seguía en esos días.
Nos hizo muy buen tiempo, aunque mucho calor, mientras bordeamos la costa hasta llegar al cabo de
San Agustín. A partir de entonces, comenzamos a meternos mar adentro hasta que perdimos de vista la
tierra y navegamos, como si nos dirigiéramos a la isla de Fernando de Noronha, rumbo al norte-noreste,
dejándola, luego, al este. Siguiendo este rumbo, tardamos casi doce días en cruzar la línea del ecuador
y, según nuestra última observación, nos encontrábamos a siete grados veintidós minutos de latitud
norte, cuando un violento tornado o huracán, nos dejó totalmente desorientados. Comenzó a soplar de
sudeste a noroeste y luego se estacionó al noreste, desde donde nos acometió con tanta furia, que
durante doce días no pudimos hacer más que ir a la deriva, para huir de él, y dejarnos llevar a donde el
destino y la furia del viento quisieran llevarnos. Durante esos doce días, huelga decir, creía que
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seríamos tragados por el mar y, a decir verdad, ninguno de los que estaba a bordo, esperaba salir de allí
con vida.
En esta angustiosa situación, mientras padecíamos el terror de la tormenta, uno de nuestros hombres
murió de calentura y el mozo del capitán y otro de los marineros cayeron al mar por la borda. Hacia el
duodécimo día, cuando el tiempo se hubo calmado un poco, el capitán intentó fijar la posición del barco
lo mejor que pudo, y se dio cuenta de que estaba a once grados de latitud norte pero a veintidós grados
de longitud oeste del cabo de San Agustín. Así, pues, advirtió que nos encontrábamos entre la costa de
Guyana, o la parte septentrional de Brasil, más allá del río Amazonas, hacia el río Orinoco, comúnmente
llamado el Gran Río. Comenzó a consultarme qué rumbo debíamos seguir, pues el barco había sufrido
muchos daños y le estaba entrando agua, y él quería regresar directamente a la costa de Brasil.
Mi opinión era totalmente opuesta a la del capitán. Nos pusimos a estudiar las cartas de la costa
americana y llegamos a la conclusión de que no había ninguna tierra habita da, hacia la cual pudiéramos
dirigirnos, antes de llegar a la cuenca de las islas del Caribe. Así, pues, decidimos dirigirnos hacia
Barbados, manteniéndonos en alta mar, para evitar las corrientes de la bahía o golfo de México. De esta
forma, esperábamos llegar a la isla en quince días, ya que no íbamos a ser capaces de navegar hasta la
costa de África sin recibir ayuda para la nave y para nosotros mismos.
Con esta intención, cambiamos el rumbo y navegamos en dirección oeste-noroeste para llegar a alguna
de las islas inglesas, donde esperábamos encontrar ayuda. Pero nuestro viaje estaba previsto de otro
modo. A los doce grados dieciocho minutos de latitud, nos encontramos con una segunda tormenta, que
nos llevó hacia el oeste, con la misma intensidad que la anterior, y nos alejó tanto de la ruta comercial
humana, que si lográbamos salvarnos de morir en el mar, con toda probabilidad, seríamos devorados en
tierras de salvajes y no podríamos regresar a nuestro país.
Nos hallábamos en esta angustiosa situación y el viento aún soplaba con mucha fuerza, cuando uno de
nuestros hombres gritó «¡Tierra!». Apenas salíamos de la cabina, deseosos de ver dónde nos
encontrábamos, el barco se encalló en un banco de arena y se detuvo tan de golpe, que el mar se lanzó
sobre nosotros, y nos abatió con tal fuerza, que pensamos que moriríamos al instante. Ante esto, nos
apresuramos a ponernos bajo cubierta para protegernos de la espuma y de los embates del mar.
No es fácil, para alguien que nunca se haya visto en semejante situación, describir o concebir la
consternación de los hombres en esas circunstancias. No teníamos idea de dónde nos hallábamos, ni de
la tierra a la que habíamos sido arrastrados. No sabíamos si estábamos en una isla o en un continente, ni
si estaba habitada o desierta. El viento, aunque había disminuido un poco, soplaba con tanta fuerza, que
no podíamos confiar en que el barco resistiría unos minutos más sin desbaratarse, a no ser que, por un
milagro del cielo, el viento amainara de pronto. En pocas palabras, nos quedamos mirándonos unos a
otros, esperando la muerte en cualquier momento. Todos actuaban como si se prepararan para el otro
mundo, pues no parecía que pudiésemos hacer mucho más. Nuestro único consuelo era que, contrario a lo
que esperábamos, el barco aún no se había quebrado, y, según pudo observar el capitán, el viento
comenzaba a disminuir.
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A pesar de que, al parecer, el viento empezaba a ceder un poco, el barco se había encajado tan
profundamente en la arena, que no había forma de desencallarlo. De este modo, nos hallábamos en una
situación tan desesperada, que lo único que podíamos hacer era intentar salvar nuestras vidas, como
mejor pudiéramos. Antes de que comenzara la tormenta, llevábamos un bote en la popa, que se desfondó
cuando dio contra el timón del barco. Poco después se soltó y se hundió, o fue arrastrado por el mar, de
modo que no podíamos contar con él. Llevábamos otro bote a bordo pero no nos sentíamos capaces de
ponerlo en el agua. En cualquier caso, no había tiempo para discutirlo, pues nos imaginábamos que el
barco se iba a desbaratar de un momento a otro y algunos decían que ya empezaba a hacerlo.
En medio de esta angustia, el capitán de nuestro barco echó mano del bote y, con la ayuda de los demás
hombres, logró deslizarlo por la borda. Cuando los once que íbamos nos hubimos metido todos dentro, lo
soltó y nos encomendó a la misericordia de Dios y de aquel tempestuoso mar. Pese a que la tormenta
había disminuido considerablemente, las gigantescas olas rompían tan descomunalmente en la orilla, que
bien se podía decir que se trataba de Den wild Zee, que en holandés significa tormenta en el mar.
Nuestra situación se había vuelto desesperada y todos nos dábamos cuenta de que el mar estaba tan
crecido, que el bote no podría soportarlo e, inevitablemente, nos ahogaríamos. No teníamos con qué
hacer una vela y aunque lo hubiésemos tenido, no habríamos podido hacer nada con ella. Ante esto,
comenzamos a remar hacia tierra, con el pesar que llevan los hombres que van hacia el cadalso, pues
sabíamos que, cuando el bote llegara a la orilla, se haría mil pedazos con el oleaje. No obstante, le
encomendamos encarecidamente nuestras almas a Dios y, con el viento que nos empujaba hacia la orilla,
nos apresuramos a nuestra destrucción con nuestras propias manos, remando tan rápidamente como
podíamos hacia ella.
No sabíamos si en la orilla había roca o arena, ni si era escarpada o lisa. Nuestra única esperanza era
llegar a una bahía, un golfo, o el estuario de un río, donde, con mucha suerte, pudiéramos entrar con el
bote o llegar a la costa de sotavento, donde el agua estaría más calmada. Pero no parecía que
tendríamos esa suerte pues, a medida que nos acercábamos a la orilla, la tierra nos parecía más
aterradora aún que el mar.
Después de remar, o más bien, de haber ido a la deriva a lo largo de lo que calculamos sería más o menos
una legua y media, una ola descomunal como una montaña nos embistió por popa e inmediatamente
comprendimos que aquello había sido el coup de gráce. En pocas palabras, nos acometió con tanta furia,
que volcó el bote de una vez, dejándonos a todos desperdigados por el agua, y nos tragó, antes de que
pudiésemos decir: «¡Dios mío!».
Nada puede describir la confusión mental que sentí mientras me hundía, pues, aunque nadaba muy bien,
no podía librarme de las olas para tomar aire. Una de ellas me llevó, o más bien me arrastró un largo
trecho hasta la orilla de la playa. Allí rompió y, cuando comenzó a retroceder, la marea me dejó, medio
muerto por el agua que había tragado, en un pedazo de tierra casi seca. Todavía me quedaba un poco de
lucidez y de aliento para ponerme en pie y tratar de llegar a la tierra, la cual estaba más cerca de lo que
esperaba, antes de que viniera otra ola y me arrastrara nuevamente. Pronto me di cuenta de que no
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podría evitar que esto sucediera, pues hacia mí venía una ola tan grande como una montaña y tan furiosa
como un enemigo contra el que no tenía medios ni fuerzas para luchar. Mi meta era contener el aliento
y, si podía, tratar de mantenerme a flote para nadar, aguantando la respiración, hacia la playa. Mi gran
preocupación era que la ola, que me arrastraría un buen trecho hacia la orilla, no me llevase mar adentro
en su reflujo.
La ola me hundió treinta o cuarenta pies en su masa. Sentía cómo me arrastraba con gran fuerza y
velocidad hacia la orilla, pero aguanté el aliento y traté de nadar hacia delante con todas mis fuerzas.
Estaba a punto de reventar por falta de aire, cuando sentí que me elevaba y, con mucho alivio comprobé
que tenía los brazos y la cabeza en la superficie del agua. Aunque solo pude mantenerme así unos dos
minutos, pude reponerme un poco y recobrar el aliento y el valor. Nuevamente me cubrió el agua, esta
vez por menos tiempo, así que pude aguantar hasta que la ola rompió en la orilla y comenzó a retroceder.
Entonces, me puse a nadar en contra de la corriente hasta que sentí el fondo bajo mis pies. Me quedé
quieto unos momentos para recuperar el aliento, mientras la ola se retiraba, y luego eché a correr hacia
la orilla con las pocas fuerzas que me quedaban. Pero esto no me libró de la furia del mar que volvió a
caer sobre mí y, dos veces más, las olas me levantaron y me arrastraron como antes por el fondo, que
era muy plano.
La última de las olas casi me mata, pues el mar me arrastró, como las otras veces, y me llevó, más bien,
me estrelló, contra una piedra, con tanta fuerza que me dejó sin sentido e indefenso. Como me golpeé
en el costado y en el pecho, me quedé sin aliento y si, en ese momento, hubiese venido otra ola, sin duda
me habría ahogado. Mas pude recuperarme un poco, antes de que viniese la siguiente ola y, cuando vi que
el agua me iba a cubrir nuevamente, resolví agarrarme con todas mis fuerzas a un pedazo de la roca y
contener el aliento hasta que pasara. Como el mar no estaba tan alto como al principio, pues me hallaba
más cerca de la orilla, me agarré hasta que pasó la siguiente ola, y eché otra carrera que me acercó
tanto a la orilla que la que venía detrás, aunque me alcanzó, no llegó a arrastrarme. En una última
carrera, llegué a tierra firme, donde, para mi satisfacción, trepé por unos riscos que había en la orilla y
me senté en la hierba, fuera del alance del agua y libre de peligro.
Encontrándome a salvo en la orilla, elevé los ojos al cielo y le di gracias a Dios por salvarme la vida en
una situación que, minutos antes, parecía totalmente desesperada. Creo que es imposible expresar
cabalmente, el éxtasis y la conmoción que siente el alma cuando ha sido salvada, diría yo, de la
mismísima tumba. En aquel momento comprendí la costumbre según la cual cuando al malhechor, que
tiene la soga al cuello y está a punto de ser ahorcado, se le concede el perdón, se trae junto con la
noticia a un cirujano que le practique una sangría, en el preciso instante en que se le comunica la noticia,
para evitar que, con la emoción, se le escapen los espíritus del corazón y muera:
Pues las alegrías súbitas, como las penas, al principio desconciertan.
Caminé por la playa con las manos en alto y totalmente absorto en la contemplación de mi salvación,
haciendo gestos y movimientos que no puedo describir, pensando en mis compañeros que se habían
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ahogado; no se salvó ni un alma, salvo yo, pues nunca más volví a verlos, ni hallé rastro de ellos, a
excepción de tres de sus sombreros, una gorra y dos zapatos de distinto par.
Miré hacia la embarcación encallada, que casi no podía ver por la altura de la marea y la espuma de las
olas y, al verla tan lejos, pensé: «¡Señor!, ¿cómo pude llegar a la orilla?»
Después de consolarme un poco, con lo poco que tenía para consolarme en mi situación, empecé a mirar a
mi alrededor para ver en qué clase de sitio me encontraba y qué debía hacer. Muy pronto, la sensación
de alivio se desvaneció y comprendí que me había salvado para mi mal, pues estaba empapado y no tenía
ropas para cambiarme, no tenía nada que comer o beber para reponerme, ni tenía alternativa que no
fuese morir de hambre o devorado por las bestias salvajes. Peor aún, tampoco tenía ningún arma para
cazar o matar algún animal para mi sustento, ni para defenderme de cualquier criatura que quisiera
matarme para el suyo. En suma, no tenía nada más que un cuchillo, una pipa y un poco de tabaco en una
caja. Estas eran mis únicas provisiones y, al comprobarlo, sentí tal tribulación, que durante un rato no
hice otra cosa que correr de un lado a otro como un loco. Al acercarse la noche, empecé a angustiarme
por lo que sería de mí si en esa tierra había bestias hambrientas, sabiendo que durante la noche suelen
salir en busca de presas.
La única solución que se me ocurrió fue subirme a un árbol frondoso, parecido a un abeto pero con
espinas, que se erguía cerca de mí y donde decidí pasar la noche, pensando en el tipo de muerte que me
aguardaba al día siguiente, ya que no veía cómo iba a poder sobrevivir allí. Caminé como un octavo de
milla, buscando agua fresca para beber y, finalmente, la conseguí, lo cual me causó una inmensa alegría.
Después de beber, me eché un poco de tabaco a la boca, para quitarme el hambre y regresé al árbol.
Mientras me encaramaba, busqué un lugar de donde no me cayera si me quedaba dormido. Corté un palo
corto, a modo de porra, para defenderme, me subí a mi alojamiento y, de puro agotamiento, me quedé
dormido. Esa noche dormí tan cómodamente como, según creo, pocos hubieran podido hacerlo en
semejantes condiciones y logré descansar como nunca en mi vida.
Cuando desperté era pleno día, el tiempo estaba claro y, una vez aplacada la tormenta, el mar no estaba
tan alto ni embravecido como antes. Sin embargo, lo que me sorprendió más fue descubrir que, al subir
la marea, el barco se había desencallado y había ido a parar a la roca que mencioné al principio, contra la
que me había golpeado al estrellarme. Estaba a menos de una milla de la orilla donde me encontraba y,
como me pareció que estaba bien erguido, me entraron unos fuertes deseos de llegarme hasta él, al
menos para rescatar algunas cosas que pudieran servirme.
Cuando bajé de mi alojamiento en el árbol, miré nuevamente a mi alrededor y lo primero que vi fue el
bote tendido en la arena, donde el mar y el viento lo habían arrastrado, como a dos millas a la derecha
de donde me hallaba. Caminé por la orilla lo que pude para llegar a él, pero me encontré con una cala o
una franja de mar, de casi media milla de ancho, que se interponía entre el bote y yo. Decidí entonces
regresar a donde estaba, pues mi intención era llegar al barco, donde esperaba encontrar algo para
subsistir.
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Poco después del mediodía, el mar se había calmado y la marea había bajado tanto, que pude llegar a un
cuarto de milla del barco. Entonces, volví a sentirme abatido por la pena, pues me di cuenta de que si
hubiésemos permanecido en el barco, nos habríamos salvado todos y yo no me habría visto en una
situación tan desgraciada, tan solo y desvalido como me hallaba. Esto me hizo saltar las lágrimas
nuevamente, mas, como de nada me servía llorar, decidí llegar hasta el barco si podía. Así, pues, me
quité las ropas, porque hacía mucho calor, y me metí al agua. Cuando llegué al barco, me encontré con la
dificultad de no saber cómo subir, pues estaba encallado y casi totalmente fuera del agua, y no tenía
nada de qué agarrarme. Dos veces le di la vuelta a nado y, en la segunda, advertí un pequeño pedazo de
cuerda, que me asombró no haber visto antes, que colgaba de las cadenas de proa. Estaba tan baja que,
si bien con mucha dificultad, pude agarrarla y subir por ella al castillo de proa. Allí me di cuenta de que
el barco estaba desfondado y tenía mucha agua en la bodega, pero estaba tan encallado en el banco de
arena dura, más bien de tierra, que la popa se alzaba por encima del banco y la proa bajaba casi hasta el
agua. De ese modo, toda la parte posterior estaba en buen estado y lo que había allí estaba seco porque,
podéis estar seguros, lo primero que hice fue inspeccionar qué se había estropeado y qué permanecía en
buen estado. Lo primero que vi fue que todas las provisiones del barco estaban secas e intactas y, como
estaba en buena disposición para comer, entré en el depósito de pan y me llené los bolsillos de galletas,
que fui comiendo, mientras hacía otras cosas, pues no tenía tiempo que perder. También encontré un
poco de ron en el camarote principal, del que bebí un buen trago, pues, ciertamente me hacía falta, para
afrontar lo que me esperaba. Lo único que necesitaba era un bote para llevarme todas las cosas que,
según preveía, iba a necesitar.
Era inútil sentarse sin hacer nada y desear lo que no podía llevarme y esta situación extrema avivó mi
ingenio. Teníamos varias vergas, dos o tres palos y uno o dos mástiles de repuesto en el barco. Decidí
empezar por ellos y lancé por la borda los que pude, pues eran muy pesados, amarrándolos con una
cuerda para que no se los llevara la corriente. Hecho esto, me fui al costado del barco y, tirando de
ellos hacia mí, amarré cuatro de ellos por ambos extremos, tan bien como pude, a modo de balsa. Les
coloqué encima dos o tres tablas cortas atravesadas y vi que podía caminar fácilmente sobre ellas,
aunque no podría llevar demasiado peso, pues eran muy delgadas. Así, pues, puse manos a la obra
nuevamente y, con una sierra de carpintero, corté un mástil de repuesto en tres pedazos que los añadí a
mi balsa. Pasé muchos trabajos y dificultades, pero la esperanza de conseguir lo que me era necesario,
me dio el estímulo para hacer más de lo que habría hecho en otras circunstancias.
La balsa ya era lo suficientemente resistente como para soportar un peso razonable. Lo siguiente era
decidir con qué cargarla y cómo proteger del agua lo que pusiera sobre ella, lo cual no me tomó mucho
tiempo resolver. En primer lugar, puse todas las tablas que pude encontrar. Después de reflexionar
sobre lo que necesitaba más, agarré tres arcones de marinero, los abrí y vacié, y los bajé hasta mi
balsa; el primero lo llené de alimentos, es decir, pan, arroz, tres quesos holandeses, cinco pedazos de
carne seca de cabra, de la cual nos habíamos alimentado durante mucho tiempo, y un sobrante de grano
europeo, que habíamos reservado para unas aves que traíamos a bordo y que ya se habían matado. Había
también algo de cebada y trigo pero, para mi gran decepción, las ratas se lo habían comido o estropeado
casi en su totalidad. Encontré varias botellas de alcohol, que pertenecían al capitán, entre las que había
un poco de licor y como cinco o seis galones de raque, todo lo cual, coloqué sin más en la balsa, pues no
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había necesidad de meterlo en los arcones, ni espacio para hacerlo. Mientras hacía esto, noté que la
marea comenzaba a subir, aunque el mar estaba en calma y me mortificó ver que mi chaqueta, la camisa
y el chaleco que había dejado en la arena, se alejaban flotando; en cuanto a los pantalones, que eran de
lino y abiertos en las rodillas, me los había dejado puestos cuando me lancé a nadar hacia el barco y,
asimismo, los calcetines. No obstante, esto me obligó a buscar ropa, que encontré en abundancia, aunque
solo cogí la que iba a usar inmediatamente, pues había otras cosas que me interesaban más, como, por
ejemplo, las herramientas. Después de mucho buscar, encontré el arcón del carpintero que,
ciertamente, era un botín de gran utilidad y mucho más valioso, en esas circunstancias, que todo un
buque cargado de oro. Lo puse en la balsa, tal y como lo había encontrado, sin perder tiempo en ver lo
que contenía, ya que, más o menos, lo sabía.
Luego procuré abastecerme de municiones y armas. Había dos pistolas y dos escopetas de caza muy
buenas en el camarote principal. Las cogí inmediatamente, así como algunos cuernos de pólvora, una
pequeña bolsa de balas y dos viejas espadas mohosas. Sabía que había tres barriles de pólvora en el
barco pero no sabía dónde los había guardado el artillero. Sin embargo, después de mucho buscar, los
encontré; dos de ellos estaban secos y en buen estado y el otro estaba húmedo. Llevé los dos primeros
a la balsa, junto con las armas, y, viéndome bien abastecido, comencé a pensar cómo llegar a la orilla sin
velas, remos ni timón, sabiendo que la menor ráfaga de viento lo echaría todo a perder.
Tenía tres cosas a mi favor: l. el mar estaba en calma, 2. la marea estaba subiendo y me impulsaría hacia
la orilla, 3. el poco viento que soplaba me empujaría hacia tierra. Así, pues, habiendo encontrado dos o
tres remos rotos que pertenecían al barco, dos serruchos, un hacha y un martillo, aparte de lo que ya
había en el arcón, me lancé al mar. La balsa fue muy bien a lo largo de una milla, más o menos, aunque se
alejaba un poco del lugar al que yo había llegado a tierra. Esto me hizo suponer que había alguna
corriente y, en consecuencia, que me encontraría con un estuario, o un río, que me sirviera de puerto
para desembarcar con mi cargamento.
Tal como había imaginado, apareció ante mí una pequeña apertura en la tierra y una fuerte corriente
que me impulsaba hacia ella. Traté de controlar la balsa lo mejor que pude para mantenerme en el medio
del cauce, pero estuve a punto de sufrir un segundo naufragio, que me habría destrozado el corazón.
Como no conocía la costa, uno de los extremos de mi balsa se encalló en un banco y, poco faltó, para que
la carga se deslizara hacia ese lado y cayera al agua. Traté con todas mis fuerzas de sostener los
arcones con la espalda, a fin de mantenerlos en su sitio, pero no era capaz de desencallar la balsa ni de
cambiar de postura. Me mantuve en esa posición durante casi media hora, hasta que la marea subió lo
suficiente para nivelar y desencallar la balsa. Entonces la impulsé con el remo hacia el canal y seguí
subiendo hasta llegar a la desembocadura de un pequeño río, entre dos orillas, con una buena corriente
que impulsaba la balsa hacia la tierra. Miré hacia ambos lados para buscar un lugar adecuado donde
desembarcar y evitar que el río me subiera demasiado, pues tenía la esperanza de ver algún barco en el
mar y, por esto, quería mantenerme tan cerca de la costa como pudiese.
A lo lejos, advertí una pequeña rada en la orilla derecha del río, hacia la cual, con mucho trabajo y
dificultad, dirigí la balsa hasta acercarme tanto que, apoyando el remo en el fondo, podía impulsarme
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hasta la tierra. Mas, nuevamente, corría el riesgo de que mi cargamento cayera al agua porque la orilla
era muy escarpada, es decir, tenía una pendiente muy pronunciada, y no hallaba por dónde desembarcar,
sin que uno de los extremos de la balsa, encajándose en la tierra, la desnivelara y pusiera mi cargamento
en peligro como antes. Lo único que podía hacer era esperar a que la marea subiera del todo, sujetando
la balsa con el remo, a modo de ancla, para mantenerla paralela a una parte plana de la orilla que, según
mis cálculos, quedaría cubierta por el agua; y así ocurrió. Tan pronto hubo agua suficiente, pues mi balsa
tenía un calado de casi un pie, la impulsé hacia esa parte plana de la orilla y ahí la sujeté, enterrando mis
dos remos rotos en el fondo; uno en uno de los extremos de la balsa, y el otro, en el extremo
diametralmente opuesto. Así estuve hasta que el agua se retiró y mi balsa, con todo su cargamento,
quedaron sanos y salvos en tierra.
Mi siguiente tarea era explorar el lugar y buscar un sitio adecuado para instalarme y almacenar mis
bienes, a fin de que estuvieran seguros ante cualquier eventualidad. No sabía aún dónde estaba; ni si era
un continente o una isla, si estaba poblado o desierto, ni si había peligro de animales salvajes. Una colina
se erguía, alta y empinada, a menos de una milla de donde me hallaba, y parecía elevarse por encima de
otras colinas, que formaban una cordillera en dirección al norte. Tomé una de las escopetas de caza, una
de las pistolas y un cuerno de pólvora y, armado de esta sazón, me dispuse a llegar hasta la cima de
aquella colina, a la que llegué con mucho trabajo y dificultad para descubrir mi penosa suerte; es decir,
que me encontraba en una isla rodeada por el mar, sin más tierra a la vista que unas rocas que se
hallaban a gran distancia y dos islas, aún más pequeñas, que estaban como a tres leguas hacia el oeste.
Descubrí también que la isla en la que me hallaba era estéril y tenía buenas razones para suponer que
estaba deshabitada, excepto por bestias salvajes, de las cuales aún no había visto ninguna. Vi una gran
cantidad de aves pero no sabía a qué especie pertenecían ni cuáles serían comestibles, en caso de que
pudiera matar alguna. A mi regreso, le disparé a un pájaro enorme que estaba posado sobre un árbol, al
lado de un bosque frondoso y no dudo que fuera la primera vez que allí se disparaba un arma desde la
creación del mundo, pues, tan pronto como sonó el disparo, de todas partes del bosque se alzaron en
vuelo innumerables aves de varios tipos, creando una confusa gritería con sus diversos graznidos; mas,
no podía reconocer ninguna especie. En cuanto al pájaro que había matado, tenía el picó y el color de un
águila pero sus garras no eran distintas a las de las aves comunes y su carne era una carroña,
absolutamente incomestible.
Complacido con este descubrimiento, regresé a mi balsa y me puse a llevar mi cargamento a la orilla, lo
cual me tomó el resto del día. Cuando llegó la noche, no sabía qué hacer ni dónde descansar, pues tenía
miedo de acostarme en la tierra y que viniera algún animal salvaje a devorarme aunque, según descubrí
más tarde, eso era algo por lo que no tenía que preocuparme.
No obstante, me atrincheré como mejor pude, con los arcones y las tablas que había traído a la orilla, e
hice una especie de cobertizo para albergarme durante la noche. En cuanto a la comida, no sabía cómo
conseguirla; había visto sólo dos o tres animales, parecidos a las liebres, que habían salido del bosque
cuando le disparé al pájaro.
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Comencé a pensar que aún podía rescatar muchas cosas útiles del barco, en especial, aparejos, velas, y
cosas por el estilo, y traerlas a tierra. Así, pues, resolví regresar al barco, si podía. Sabiendo que la
primera tormenta que lo azotara, lo rompería en pedazos, decidí dejar de lado todo lo demás, hasta que
hubiese rescatado del barco todo lo que pudiera. Entonces llamé a consejo, es decir, en mi propia
mente, para decidir si debía volver a utilizar la balsa; mas no me pareció una idea factible. Volvería,
como había hecho antes, cuando bajara la marea, y así lo hice, solo que esta vez me desnudé antes de
salir del cobertizo y me quedé solamente con una camisa a cuadros, unos pantalones de lino y un par de
escarpines.
Subí al barco, del mismo modo que la vez anterior, y preparé una segunda balsa. Mas, como ya tenía
experiencia, no la hice tan difícil de manejar, ni la cargué tanto como la primera, sino que me llevé las
cosas que me parecieron más útiles. En el camarote del carpintero, encontré dos o tres bolsas llenas de
clavos y pasadores, un gran destornillador, una o dos docenas de hachas y, sobre todo, un artefacto muy
útil que se llama yunque. Lo amarré todo, junto con otras cosas que pertenecían al artillero, tales como
dos o tres arpones de hierro, dos barriles de balas de mosquete, siete mosquetes, otra escopeta para
cazar, un poco más de pólvora, una bolsa grande de balas pequeñas y un gran rollo de lámina de plomo.
Pero esto último era tan pesado, que no pude levantarlo para sacarlo por la borda.
Aparte de estas cosas, cogí toda la ropa de los hombres que pude encontrar, una vela de proa de
repuesto, una hamaca y ropa de cama. De este modo, cargué mi segunda balsa y, para mi gran
satisfacción, pude llevarlo todo a tierra sano y salvo.
Durante mi ausencia, temía que mis provisiones pudieran ser devoradas en la orilla pero cuando regresé,
no encontré huellas de ningún visitante. Solo un animal, que parecía un gato salvaje, estaba sentado
sobre uno de los arcones y cuando me acerqué, corrió hasta un lugar no muy distante y allí se quedó
quieto. Estaba sentado con mucha compostura y despreocupación y me miraba fijamente a la cara, como
si quisiera conocerme. Le apunté con mi pistola pero no entendió lo que hacía pues no dio muestras de
preocupación ni tampoco hizo ademán de huir. Entonces le tiré un pedazo de galleta, de las que, por
cierto, no tenía demasiadas, pues mis provisiones eran bastante escasas; como decía, le arrojé un
pedazo y se acercó, lo olfateó, se lo comió, y se quedó mirando, como agradecido y esperando a que le
diera más. Le di a entender cortésmente que no podía darle más y se marchó.
Después de desembarcar mi segundo cargamento, aunque me vi obligado a abrir los barriles de pólvora y
trasladarla poco a poco, pues estaba en unos cubos muy grandes, que pesaban demasiado, me di a la
tarea de construir una pequeña tienda, con la vela y algunos palos que había cortado para ese propósito.
Dentro de la tienda, coloqué todo lo que se podía estropear con la lluvia o el sol y apilé los arcones y
barriles vacíos en círculo alrededor de la tienda para defenderla de cualquier ataque repentino de
hombre o de animal.
Cuando terminé de hacer esto, bloqueé la puerta de la tienda por dentro con unos tablones y por fuera
con un arcón vació. Extendí uno de los colchones en el suelo y, con dos pistolas a la altura de mi cabeza y
una escopeta al alcance de mi brazo, me metí en cama por primera vez. Dormí tranquilamente toda la
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noche, pues me sentía pesado y extenuado de haber dormido poco la noche anterior y trajinado
arduamente todo el día, sacando las cosas del barco y trayéndolas hasta la orilla.
Tenía el mayor almacén que un solo hombre hubiese podido reunir jamás, pero no me sentía a gusto,
pues pensaba que, mientras el barco permaneciera erguido, debía rescatar de él todo lo que pudiera.
Así, pues, todos los días, cuando bajaba la marea, me llegaba hasta él y traía una cosa u otra.
Particularmente, la tercera vez que fui, me traje todos los aparejos que pude, todos los cabos finos y
las sogas que hallé, un trozo de lona, previsto para remendar las velas cuando fuera necesario, y el
barril de pólvora que se había mojado. En pocas palabras, me traje todas las velas, desde la primera
hasta la última, cortadas en trozos, para transportar tantas como me fuera posible en un solo viaje,
puesto que ya no servían como velas sino simplemente como tela.
Me sentí más satisfecho aún, cuando, al cabo de cinco o seis viajes, como los que he descrito,
convencido de que ya no había en el barco nada más que valiese la pena rescatar, encontré un tonel de
pan, tres barriles de ron y licor, una caja de azúcar y un barril de harina. Este hallazgo me sorprendió
mucho, pues no esperaba encontrar más provisiones, excepto las que se habían estropeado con el agua.
Vacié el tonel de pan, envolví los trozos, uno por uno, con los pedazos de tela que había cortado de las
velas y lo llevé todo a tierra sano y salvo.
Al día siguiente hice otro viaje y como ya había saqueado el barco de todo lo que podía transportar,
seguí con los cables. Corté los más gruesos en trozos, de un tamaño proporcional a mis fuerzas y, así,
llevé dos cables y un cabo a la orilla, junto con todos los herrajes que pude encontrar. Corté, además el
palo de trinquete y todo lo que me sirviera para construir una balsa grande, que cargué con todos esos
objetos pesados y me, marché. Mas, mi buena suerte comenzaba a abandonarme, pues, la balsa era tan
difícil de manejar y estaba tan sobrecargada, que, cuando entré en la pequeña rada en la que había
desembarcado las demás provisiones, no pude gobernarla tan fácilmente como la otra y se volcó,
arrojándome al agua con todo mi cargamento. A mí no me pasó casi nada, pues estaba cerca de la orilla,
pero la mayor parte de mi cargamento cayó al agua, especialmente el hierro, que según había pensado,
me sería de gran utilidad. No obstante, cuando bajó la marea, pude rescatar la mayoría de los cables y
parte del hierro, haciendo un esfuerzo infinito, pues tenía que sumergirme para sacarlos del agua y esta
actividad me causaba mucha fatiga. Después de esto, volví todos los días al barco y fui trayendo todo lo
que pude.
Hacía trece días que estaba en tierra y había ido once veces al barco. En este tiempo, traje todo lo que
un solo par de manos era capaz de transportar, aunque no dudo que, de haber continuado el buen
tiempo, habría traído el barco entero a pedazos. Mientras me preparaba para el duodécimo viaje, me di
cuenta de que el viento comenzaba a soplar con más fuerza. No obstante, cuando bajó la marea, volví
hasta el barco. Cuando creía haber saqueado tan a fondo el camarote, que ya no hallaría nada más de
valor, aún descubrí un casillero con cajones, en uno de los cuales había dos o tres navajas, un par de
tijeras grandes y diez o doce tenedores y cuchillos buenos. En otro de los cajones, encontré cerca de
treinta y seis libras en monedas europeas y brasileñas y en piezas de a ocho, y un poco de oro y de
plata.
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Cuando vi el dinero sonreí y exclamé:
-¡Oh, droga!, ¿para qué me sirves? No vales nada para mí; ni siquiera el esfuerzo de recogerte del suelo.
Cualquiera de estos cuchillos vale más que este montón de dinero. No tengo forma de utilizarte, así que,
quédate donde estás y húndete como una criatura cuya vida no vale la pena salvar. Sin embargo, cuando
recapacité, lo cogí y lo envolví en un pedazo de lona. Pensaba construir otra balsa pero cuando me
dispuse a hacerlo, advertí que el cielo se había cubierto y el viento se había levantado. En un cuarto de
hora comenzó a soplar un vendaval desde la tierra y pensé que sería inútil pretender hacer una balsa, si
el viento venía de la tierra. Lo mejor que podía hacer era marcharme antes de que subiera la marea
pues, de lo contrario, no iba a poder llegar a la orilla. Por lo tanto, me arrojé al agua y crucé a nado el
canal que se extendía entre el barco y la arena, con mucha dificultad, en parte, por el peso de las cosas
que llevaba conmigo y, en parte, por la violencia del agua, agitada por el viento, que cobraba fuerza tan
rápidamente, que, antes de que subiera la marea, se había convertido en tormenta.
No obstante, pude llegar a salvo a mi tienda, donde me puse a resguardo, rodeado de todos mis bienes.
El viento sopló con fuerza toda la noche y, en la mañana, cuando salí a mirar, el barco había
desaparecido. Al principio sentí cierta turbación pero luego me consolé pensando que no había perdido
tiempo ni escatimado esfuerzos para rescatar del barco todo lo que pudiera servirme; en realidad, era
muy poco lo que había quedado, que habría podido sacar, si hubiese tenido más tiempo.
Por tanto, dejé de pensar en el barco o en cualquier cosa que hubiese en él, a excepción de aquello que
llegase a la orilla, como ocurrió con algunas de sus partes, que no me sirvieron de mucho.
Mi única preocupación era protegerme de los salvajes, si llegaban a aparecer, y de las bestias, si es que
había alguna en la isla. Pensé mucho en la mejor forma de hacerlo y, en especial, el tipo de morada que
debía construir, ya fuera excavando una cueva en la tierra o levantando una tienda. En poco tiempo
decidí que haría ambas y no me parece impropio describir detalladamente cómo las hice.
Me di cuenta en seguida de que el sitio donde me encontraba no era el mejor para instalarme, pues
estaba sobre un terreno pantanoso y bajo, muy próximo al mar, que no me parecía adecuado, entre
otras cosas, porque no había agua fresca en los alrededores. Así, pues, decidí que me buscaría un lugar
más saludable y conveniente.
Procuré que el lugar cumpliera con ciertas condiciones indispensables: en primer lugar, sanidad y agua
fresca, como acabo de mencionar; en segundo lugar, resguardo del calor del sol; en tercer lugar,
protección contra criaturas hambrientas, fueran hombres o animales; y, en cuarto lugar, vista al mar, a
fin de que, si Dios enviaba algún barco, no perdiera la oportunidad de salvarme, pues aún no había
renunciado a la esperanza de que esto ocurriera.
Mientras buscaba un sitio propicio, encontré una pequeña planicie en la ladera de una colina. Una de sus
caras descendía tan abruptamente sobre la planicie, que parecía el muro de una casa, de modo que nada
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podría caerme encima desde arriba. En la otra cara, había un hueco que se abría como la entrada o
puerta de una cueva, aunque allí no hubiese, en realidad, cueva alguna ni entrada a la roca.
Decidí montar mi tienda en la parte plana de la hierba, justo antes de la cavidad. Esta planicie no tenía
más de cien yardas de ancho y casi el doble de largo y se extendía como un prado desde mi puerta,
descendiendo irregularmente hasta la orilla del mar. Estaba en el lado nor-noroeste de la colina, de
modo que me protegía del calor durante todo el día, hasta que el sol se colocaba al sudoeste, lo cual, en
estas tierras, significa que está próximo a ponerse.
Antes de montar mi tienda, tracé un semicírculo delante de la cavidad, de un radio aproximado de diez
yardas hasta la roca y un diámetro de veinte yardas de un extremo al otro.
En este semicírculo, enterré dos filas de estacas fuertes, hundiéndolas por un extremo en la tierra
hasta que estuvieran firmes como pilares, de manera que, sus puntas afiladas sobresalieran cinco pies y
medio desde el suelo. Entre ambas filas no había más de seis pulgadas.
Entonces tomé los trozos de cable que había cortado en el barco y los coloqué, uno sobre otro, dentro
del círculo, entre las dos filas de estacas hasta llegar a la punta. Sobre estos, apoyé otros palos, de
casi dos pies y medio de altura, a modo de soporte. De este modo, construí una verja tan fuerte, que no
habría hombre ni bestia capaz de saltarla o derribarla. Esto me tomó mucho tiempo y esfuerzo, en
particular, cortar las estacas en el bosque y clavarlas en la tierra.
Para entrar a este lugar, no hice una puerta, sino una pequeña escalera para pasar por encima de la
empalizada. Cuando estaba dentro, la levantaba tras de mí y me quedaba completamente encerrado y a
salvo de todo el mundo, por lo que podía dormir tranquilo toda la noche, cosa que, de lo contrario, no
habría podido hacer, aunque, según comprobé después, no tenía necesidad de tomar tantas precauciones
contra los enemigos a los que tanto temía.
Con mucho trabajo, metí dentro de esta verja o fortaleza todas mis provisiones, municiones y
propiedades de las que he hecho mención anteriormente y me hice una gran tienda doble para
protegerme de las lluvias, que en determinadas épocas del año son muy fuertes. En otras palabras, hice
una tienda más pequeña dentro de una más grande y esta última la cubrí con el alquitrán que había
rescatado con las velas.
Ya no dormía en la cama que había rescatado, sino en una hamaca muy buena, que había pertenecido al
capitán del barco.
Llevé a la tienda todas mis provisiones y lo que se pudiera estropear con la humedad y, habiendo
resguardado todos mis bienes, cerré la entrada, que hasta entonces había dejado al descubierto, y
utilicé la escalera para entrar y salir.
Hecho esto, comencé a excavar la roca y a transportar, a través de la tienda, la tierra y las piedras que
extraía. Las fui apilando junto a la verja, por la parte de adentro, hasta formar una especie de terraza,
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que se levantaba como un pie y medio del suelo. De este modo, excavé una cueva, detrás de mi tienda,
que me servía de bodega.
Me costó gran esfuerzo y muchos días realizar todas estas tareas. Por tanto, debo retroceder para
hacer referencia a algunas cosas que, durante este tiempo, me preocupaban. Ocurrió que, habiendo
terminado el proyecto de montar mi tienda y excavar la cueva, se desató una tormenta de lluvia, que
caía de una nube espesa y oscura. De pronto se produjo un relámpago al que, como suele ocurrir, sucedió
un trueno estrepitoso. No me asustó tanto el resplandor como el pensamiento que surgió en mi mente,
tan raudo como el mismo relámpago: «¡Oh, mi pólvora!». El corazón se me apretó cuando pensé que toda
mi pólvora podía arruinarse de un soplo, puesto que toda mi defensa y mi posibilidad de sustento
dependían de ella. Me inquietaba menos el riesgo personal que corría, pues, en caso de que la pólvora
hubiese ardido, jamás habría sabido de dónde provenía el golpe.
Tanto me impresionó este hecho, que dejé a un lado todas mis tareas de construcción y fortificación y
me dediqué a hacer bolsas y cajas para separar la pólvora en pequeñas cantidades, con la esperanza de
que, si pasaba algo, no se encendiera toda al mismo tiempo, y aislar esas pequeñas cantidades, de
manera que el fuego no pudiera propagarse de una bolsa a otra. Terminé esta tarea en casi dos semanas
y creo que logré dividir mi pólvora, que en total llegaba a las doscientas cuarenta libras de peso, en no
menos de cien bolsas. En cuanto al barril que se había mojado, no me pareció peligroso así que lo coloqué
en mi nueva cueva, que en mi fantasía, la llamaba mi cocina, y escondí el resto de la pólvora entre las
rocas para que no se mojara, señalando cuidadosamente dónde lo había guardado.
En el lapso de tiempo que me hallaba realizando estas tareas, salí casi todos los días con mi escopeta,
tanto para distraerme, como para ver si podía matar algo para comer y enterarme de lo que producía la
tierra. La primera vez que salí, descubrí que en la isla había cabras, lo que me produjo una gran
satisfacción, a la que siguió un disgusto, pues eran tan temerosas, sensibles y veloces, que acercarse a
ellas era lo más difícil del mundo. Sin embargo, esto no me desanimó, pues sabía que alguna vez lograría
matar alguna, lo que ocurrió en poco tiempo, porque, después de aprender un poco sobre sus hábitos, las
abordé de la siguiente manera. Había observado que si me veían en los valles, huían despavoridas, aun
cuando estuvieran comiendo en las rocas. Mas, si se encontraban pastando en el valle y yo me hallaba en
las rocas no advertían mi presencia, por lo que llegué a la conclusión de que, por la posición de sus ojos,
miraban hacia abajo y, por lo tanto, no podían ver los objetos que se hallaban por encima de ellas. Así,
pues, por consiguiente, utilicé el siguiente método: subía a las rocas para situarme encima de ellas y,
desde allí, les disparaba, a menudo, con buena puntería. La primera vez que les disparé a estas
criaturas, maté a una hembra que tenía un cabritillo, al que daba de mamar, lo cual me causó mucha
pena. Cuando cayó la madre, el pequeño se quedó quieto a su lado hasta que llegué y la levanté, y
mientras la llevaba cargada sobre los hombros, me siguió muy de cerca hasta mi aposento. Entonces,
puse la presa en el suelo y cogí al pequeño en brazos y lo llevé hasta mi empalizada con la esperanza de
criarlo y domesticarlo. Mas, como no quería comer, me vi forzado a matarlo y comérmelo. La carne de
ambos me dio para alimentarme un buen tiempo, pues comía con moderación y economizaba mis
provisiones (especialmente el pan), todo lo que podía.
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Una vez instalado, me di cuenta de que sentía la necesidad imperiosa de tener un sitio donde hacer
fuego y procurarme combustible. Contaré con lujo de detalles lo que hice para procurármelo y cómo
agrandé mi cueva y las demás mejoras que introduje. Pero antes, debo hacer un breve relato acerca de
mí y mis pensamientos sobre la vida, que, como bien podrá imaginarse, no eran pocos.
Tenía una idea bastante sombría de mi condición, pues me hallaba náufrago en esta isla, a causa de una
violenta tormenta, que nos había sacado completamente de rumbo; es decir, a varios cientos de leguas
de las rutas comerciales de la humanidad. Tenía muchas razones para creer que se trataba de una
determinación del Cielo y que terminaría mis días en este lugar desolado y solitario. Lloraba
amargamente cuando pensaba en esto y, a veces, me preguntaba a mí mismo por qué la Providencia
arruinaba de esta forma a sus criaturas y las hacía tan absolutamente miserables; por qué las
abandonaba de forma tan humillante, que resultaba imposible sentirse agradecido por estar vivo en
semejantes condiciones.
Pero algo siempre me hacía recapacitar y reprocharme por estos pensamientos. Particularmente, un día,
mientras caminaba por la orilla del mar con mi escopeta en la mano y me hallaba absorto reflexionando
sobre mi condición, la razón, por así decirlo, me expuso otro argumento: «Pues bien, estás en una
situación desoladora, cierto, pero por favor, recuerda dónde están los demás. ¿Acaso no venían once a
bordo del bote? ¿Por qué no se salvaron ellos y moriste tú? ¿Por qué fuiste escogido? ¿Es mejor estar
aquí o allá?» Y entonces apunté con el dedo hacia el mar. Todos los males han de ser juzgados pensando
en el bien que traen consigo y en los males mayores que pueden acechar.
Entonces volví a pensar en lo bien provisto que estaba para subsistir y lo que habría sido de mí, si no
hubiese ocurrido -había, acaso, una posibilidad entre cien mil- que el barco se encallara donde lo hizo
primeramente, y hubiese sido arrastrado tan cerca de la costa, que me diese tiempo de rescatar todo lo
que pude de él. ¿Qué habría sido de mí si hubiese tenido que vivir en las condiciones en las que había
llegado a tierra, sin las cosas necesarias para vivir o para conseguir el sustento?
-Sobre todo -decía en voz alta, aunque hablando conmigo mismo-, ¿qué habría hecho sin una escopeta,
sin municiones, sin herramientas para fabricar nada ni para tra bajar, sin ropa, sin cama, ni tienda, ni
nada con que cubrirme?
Ahora tenía todas estas cosas en abundancia y me hallaba en buenas condiciones para abastecerme,
incluso cuando se me agotaran las municiones. Ahora tenía una perspectiva razonable de subsistir sin
pasar necesidades por el resto de mi vida, pues, desde el principio, había previsto el modo de
abastecerme, no solo si tenía un accidente, sino en el futuro, cuando se me hubiesen agotado las
municiones y hubiese perdido la salud y la fuerza.
Confieso que nunca había contemplado la posibilidad de que mis municiones pudiesen ser destruidas de
un golpe; quiero decir, que mi pólvora se encendiera con un rayo, y por eso me quedé tan sorprendido
cuando comenzó a tronar y a relampaguear.
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Y ahora que voy a entrar en el melancólico relato de una vida silenciosa, como jamás se ha escuchado en
el mundo, comenzaré desde el principio y continuaré en orden. Según mis cálculos, estábamos a 30 de
septiembre cuando llegué a esta horrible isla por primera vez; el sol, que para nosotros se hallaba en el
equinoccio otoñal, estaba casi justo sobre mi cabeza pues, según mis observaciones, me encontraba a
nueve grados veintidós minutos de latitud norte respecto al ecuador.
Al cabo de diez o doce días en la isla, me di cuenta de que perdería la noción del tiempo por falta de
libros, pluma y tinta y que entonces, se me olvidarían incluso los días que había que trabajar y los que
había que guardar descanso. Para evitar esto, clavé en la playa un poste en forma de cruz en el que
grabé con letras mayúsculas la siguiente inscripción: «Aquí llegué a tierra el 30 de septiembre de
1659». Cada día, hacía una incisión con el cuchillo en el costado del poste; cada siete incisiones hacía
una que medía el doble que el resto; y el primer día de cada mes, hacía una marca dos veces más larga
que las anteriores. De este modo, llevaba mi calendario, o sea, el cómputo de las semanas, los meses y
los años.
Hay que observar que, entre las muchas cosas que rescaté del barco, en los muchos viajes que hice,
como he mencionado anteriormente, traje varias de poco valor pero no por eso menos útiles, que he
omitido en mi narración; a saber: plumas, tinta y papel de los que había varios paquetes que pertenecían
al capitán, el primer oficial y el carpintero; tres o cuatro compases, algunos instrumentos matemáticos,
cuadrantes, catalejos, cartas marinas y libros de navegación; todo lo cual había amontonado, por si
alguna vez me hacían falta. También encontré tres Biblias muy buenas, que me habían llegado de
Inglaterra y había empaquetado con mis cosas, algunos libros en portugués, entre ellos dos o tres libros
de oraciones papistas, y otros muchos libros que conservé con gran cuidado. Tampoco debo olvidar que
en el barco llevábamos un perro y dos gatos, de cuya eminente historia diré algo en su momento, pues
me traje los dos gatos y el perro saltó del barco por su cuenta y nadó hasta la orilla, al día siguiente de
mi desembarco con el primer cargamento. A partir de entonces, fue mi fiel servidor durante muchos
años. Me traía todo lo que yo quería y me hacía compañía; lo único que faltaba era que me hablara pero
eso no lo podía hacer. Como dije, había encontrado plumas, tinta y papel, que administré con suma
prudencia y puedo demostrar que mientras duró la tinta, apunté las cosas con exactitud. Mas cuando se
me acabó, no pude seguir haciéndolo, pues no conseguí producirla de ningún modo.
Esto me hizo advertir que, a pesar de todo lo que había logrado reunir, necesitaba más cosas, entre
ellas tinta y también un pico y una pala para excavar y remover la tierra, agujas, alfileres, hilo y ropa
blanca, de la cual aprendí muy pronto a prescindir sin mucha dificultad.
Esta falta de herramientas, hacía más difíciles los trabajos que tenía que realizar, por lo que tardé casi
un año en terminar mi pequeña empalizada o habitación protegida. Los postes o estacas, que tenían un
peso proporcional a mis fuerzas, me obligaron a pasar mucho tiempo en el bosque cortando y preparando
troncos y, sobre todo, transportándolos hasta mi morada. A veces tardaba dos días enteros en cortar y
transportar uno solo de esos postes y otro día más en clavarlo en la tierra. Para hacer esto, utilizaba un
leño pesado pero después pensé que sería mejor utilizar unas barras puntiagudas de hierro que, después
de todo, tampoco me aliviaron el tedio y la fatiga de enterrar los postes.
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Pero, ¿qué necesidad tenía de preocuparme por la monotonía que me imponía cualquier obligación si tenía
todo el tiempo del mundo para realizarla? Tampoco tenía más que hacer cuando terminara, al menos
nada que pudiera prever, si no era recorrer la isla en busca de alimento, lo cual hacía casi todos los días.
Comencé a considerar seriamente mi condición y las circunstancias a las que me veía reducido y decidí
poner mis asuntos por escrito, no tanto para dejarlos a los que acaso vinieran después de mí, pues era
muy poco probable que tuviera descendencia, sino para liberar los pensamientos que a diario me afligían.
A medida que mi razón iba dominando mi abatimiento, empecé a consolarme como pude y a anotar lo
bueno y lo malo, para poder distinguir mi situación de una peor; y apunté con imparcialidad, como lo
harían un deudor y un acreedor, los placeres de que disfrutaba, así como las miserias que padecía, de la
siguiente manera:
Malo
He sido arrojado a una horrible isla desierta, sin esperanza alguna de salvación.
Al parecer, he sido aislado y separado de todo el mundo para llevar una vida miserable.
Estoy separado de la humanidad, completamente aislado, desterrado de la sociedad humana.
No tengo ropa para cubrirme.
No tengo defensa alguna ni medios para resistir un ataque de hombre o bestia.
No tengo a nadie con quien hablar o que pueda consolarme.
Bueno
Pero estoy vivo y no me he ahogado como el resto de mis compañeros de viaje.
Pero también he sido eximido, entre todos los tripulantes del barco, de la muerte; y Él, que tan
milagrosamente me salvó de la muerte, me puede liberar de esta condición.
Pero no estoy muriéndome de hambre ni pereciendo en una tierra estéril, sin sustento.
Pero estoy en un clima cálido donde, si tuviera ropa, apenas podría utilizarla.
Pero he sido arrojado a una isla en la que no veo animales feroces que puedan hacerme daño, como los
que vi en la costa de África; ¿y si hubiese naufragado allí?
Pero Dios, envió milagrosamente el barco cerca de la costa para que pudiese rescatar las cosas
necesarias para suplir mis carencias y abastecerme con lo que me haga falta por el resto de mi vida.
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En conjunto, este era un testimonio indudable de que no podía haber en el mundo una situación más
miserable que la mía. Sin embargo, para cada cosa negativa había algo positivo por lo que dar gracias. Y
que esta experiencia, obtenida en la condición más desgraciada del mundo, sirva para demostrar que,
aun en la desgracia, siempre encontraremos algún consuelo, que colocar en el cómputo del acreedor,
cuando hagamos el balance de lo bueno y lo malo.
Habiendo recuperado un poco el ánimo respecto a mi condición y renunciando a mirar hacia el mar en
busca de algún barco; digo que, dejando esto a un lado, comencé a ocuparme de mejorar mi forma de
vida, tratando de facilitarme las cosas lo mejor que pudiera.
Ya he descrito mi vivienda, que era una tienda bajo la ladera de una colina, rodeada de una robusta
empalizada hecha de postes y cables. En verdad, debería llamarla un muro porque, desde fuera, levanté
una suerte de pared contra el césped, de unos dos pies de espesor y, al cabo de un tiempo, creo que
como un año y medio, coloqué unas vigas que se apoyaban en la roca y la cubrí con ramas de árboles y
cosas por el estilo para protegerme de la lluvia, que en algunas épocas del año era muy violenta.
Ya he relatado cómo llevé todos mis bienes al interior de la empalizada y de la cueva que excavé en la
parte posterior. Pero debo añadir que, al principio, todo esto era un confuso amontonamiento de cosas
desordenadas, que ocupaban casi todo el espacio y no me dejaban sitio para moverme. Así, pues, me di a
la tarea de agrandar mi cueva, excavando más profundamente en la tierra, que era de roca arenosa y
cedía fácilmente a mi trabajo. Cuando me sentí a salvo de las bestias de presa, comencé a excavar
caminos laterales en la roca; primero hacia la derecha y, luego, nuevamente hacia la derecha, lo cual me
permitió contar con un angosto acceso por el que entrar y salir de mi empalizada o fortificación.
Esto no solo me proporcionó una entrada y salida, como una suerte de paso por el fondo a la tienda y la
bodega, sino un espacio para almacenar mis bienes.
Entonces, comencé a dedicarme a fabricar las cosas que consideraba más necesarias, particularmente
una silla y una mesa, pues sin estas no podía disfrutar de las pocas comodidades que tenía en el mundo;
no podía escribir, comer, ni hacer muchas cosas a gusto sin una mesa.
Así, pues, me puse a trabajar y aquí debo señalar que, puesto que la razón es la sustancia y origen de las
matemáticas, todos los hombres pueden hacerse expertos en las artes manuales si utilizan la razón para
formular y encuadrar todo y juzgar las cosas racionalmente. Nunca en mi vida había utilizado una
herramienta, mas con el tiempo, con trabajo, empeño e ingenio descubrí que no había nada que no
pudiera construir, en especial, si tenía herramientas; y hasta llegué a hacer un montón de cosas sin
herramientas, algunas de ellas, tan solo con una azuela y un hacha, como, seguramente, nunca se habrían
hecho antes; y todo ello con infinito esfuerzo. Por ejemplo, si quería un tablón, no tenía más remedio
que cortar un árbol, colocarlo de canto y aplanarlo a golpes con mi hacha por ambos lados, hasta
convertirlo en una plancha y, después, pulirlo con mi azuela. Es cierto que con este procedimiento solo
podía obtener una tabla de un árbol completo pero no me quedaba otra alternativa que ser paciente.
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Tampoco tenía solución para el esfuerzo y el tiempo que me costaba hacer cada plancha o tablón; mas
como mi tiempo y mi trabajo valían muy poco, estaban bien empleados de cualquier forma.
Con todo, según expliqué anteriormente, primero me hice una mesa y una silla con las tablas pequeñas
que traje del barco en mi balsa. Más tarde, después de fabricar algunas tablas, del modo que he dicho,
hice unos estantes largos, de un pie y medio de ancho, que puse, uno encima de otro, a lo largo de toda
mi cueva para colocar todas mis herramientas, clavos y hierros; en pocas palabras, para tener cada cosa
en su lugar de manera que pudiese acceder a todo fácilmente. Clavé, además, unos ganchos en la pared
de la roca para colgar mis armas y todas las cosas que pudiese.
Si alguien hubiese visto mi cueva, le habría parecido un almacén general de todas las cosas necesarias
en el mundo. Tenía todas mis pertenencias tan a la mano que era un placer ver un surtido tan amplio y
ordenado de existencias.
Fue entonces cuando comencé a llevar un diario de lo que hacía cada día porque, al principio, tenía mucha
prisa no solo por el trabajo, sino porque estaba bastante confuso, por lo que mi diario habría estado
lleno de cosas lúgubres. Por ejemplo, habría dicho: «30 de septiembre. Después de haber llegado a la
orilla y haberme librado de morir ahogado, en vez de darle gracias a Dios por salvarme, tras vomitar
toda el agua salada que había tragado, hallándome un poco más repuesto, corrí de un lado a otro de la
playa, retorciéndome las manos y golpeándome la cabeza y la cara, maldiciendo mi suerte y gritando que
estaba perdido hasta que, extenuado y desmayado, tuve que tumbarme en la tierra a descansar y aún no
pude dormir por temor a ser devorado.»
Días más tarde, después de haber regresado al barco y rescatado todo lo posible, todavía no podía
evitar subir a la cima de la colina, con la esperanza de ver si pasaba algún barco. Imaginaba que, a lo
lejos, veía una vela y me contentaba con esa ilusión. Luego, después de mirar fijamente hasta quedarme
casi ciego, la perdía de vista y me sentaba a llorar como un niño, aumentando mi desgracia por mi
insensatez.
Mas, habiendo superado esto en cierta medida y habiendo instalado mis cosas y mi vivienda; habiendo
hecho una silla y una mesa y dispuesto todo tan agradablemente como pude, comencé a llevar mi diario,
que transcribiré a continuación (aunque en él se vuelvan a contar todos los detalles que ya he contado),
en el cual escribí mientras pude, pues cuando se me acabó la tinta, tuve que abandonarlo.
EL DIARIO
30 de septiembre de 1659. Yo, pobre y miserable Robinson Crusoe, habiendo naufragado durante una
terrible tempestad, llegué más muerto que vivo a esta desdicha da isla a la que llamé la Isla de la
Desesperación, mientras que el resto de la tripulación del barco murió ahogada.
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Pasé el resto del día lamentándome de la triste condición en la que me hallaba, pues no tenía comida, ni
casa, ni ropa, ni armas, ni un lugar a donde huir, ni la más mínima esperanza de alivio y no veía otra cosa
que la muerte, ya fuera devorado por las bestias, asesinado por los salvajes o asediado por el hambre.
Al llegar la noche, dormí sobre un árbol, al que subí por miedo a las criaturas salvajes, y logré dormir
profundamente a pesar de que llovió toda la noche.
1 de octubre. Por la mañana vi, para mi sorpresa, que el barco se había desencallado al subir la marea y
había sido arrastrado hasta muy cerca de la orilla. Por un lado, esto supuso un consuelo, porque, estando
erguido y no desbaratado en mil pedazos, tenía la esperanza de subir a bordo cuando el viento amainara
y rescatar los alimentos y las cosas que me hicieran falta; por otro lado, renovó mi pena por la pérdida
de mis compañeros, ya que, de habernos quedado a bordo, habríamos salvado el barco o, al menos, no
todos habrían perecido ahogados; si los hombres se hubiesen salvado, tal vez habríamos construido, con
los restos del barco, un bote que nos pudiese llevar a alguna otra parte del mundo. Pasé gran parte del
día perplejo por todo esto, mas, viendo que el barco estaba casi sobre seco, me acerqué todo lo que
pude por la arena y luego nadé hasta él. Ese día también llovía aunque no soplaba viento.
Del 1 al 24 de octubre. Pasé todos estos días haciendo viajes para rescatar todo lo que pudiese del
barco y llevarlo hasta la orilla en una balsa cuando subiera la marea. Llovió también en estos días aunque
con intervalos de buen tiempo; al parecer, era la estación de lluvia.
20 de octubre. Mi balsa volcó con toda la carga porque las cosas que llevaba eran mayormente pesadas,
pero como el agua no era demasiado profunda, pude recuperarlas cuando bajó la marea.
25 de octubre. Llovió toda la noche y todo el día, con algunas ráfagas de viento. Durante ese lapso de
tiempo, el viento sopló con fuerza y destrozó el barco hasta que no quedó más rastro de él, que algunos
restos que aparecieron cuando bajó la marea. Me pasé todo el día cubriendo y protegiendo los bienes
que había rescatado para que la lluvia no los estropeara.
26 de octubre. Durante casi todo el día recorrí la costa en busca de un lugar para construir mi vivienda
y estaba muy preocupado por ponerme a salvo de un ataque noctur no, ya fuera de animales u hombres.
Hacia la noche, encontré un lugar adecuado bajo una roca y tracé un semicírculo para mi campamento,
que decidí fortificar con una pared o muro hecho de postes atados con cables por dentro y con matojos
por fuera.
Del 26 al 30. Trabajé con gran empeño para transportar todos mis bienes a mi nueva vivienda aunque
llovió buena parte del tiempo.
El 31. Por la mañana, salí con mi escopeta a explorar la isla y a buscar alimento. Maté a una cabra y su
pequeño me siguió hasta casa y después tuve que matarlo porque no quería comer.
1 de noviembre. Instalé mi tienda al pie de una roca y permanecí en ella por primera vez toda la noche.
La hice tan espaciosa como pude con las estacas que había traído para poder colgar mi hamaca.
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2 de noviembre. Coloqué mis arcones, las tablas y los pedazos de leña con los que había hecho las balsas
a modo de empalizada dentro del lugar que había marcado para mi fortaleza.
3 de noviembre. Salí con mi escopeta y maté dos aves semejantes a patos, que estaban muy buenas. Por
la tarde me puse a construir una mesa.
4 de noviembre. Esta mañana organicé mi horario de trabajo, caza, descanso y distracción; es decir, que
todas las mañanas salía a cazar durante dos o tres horas, si no llovía, entonces trabajaba hasta las once
en punto, luego comía lo que tuviese y desde las doce hasta las dos me echaba una siesta pues a esa
hora hacía mucho calor; por la tarde trabajaba otra vez. Dediqué las horas de trabajo de ese día y del
siguiente a construir mi mesa, pues aún era un pésimo trabajador, aunque el tiempo y la necesidad
hicieron de mí un excelente artesano en poco tiempo, como, pienso, le hubiese ocurrido a cualquiera.
5 de noviembre. Este día salí con mi escopeta y mi perro y cacé un gato salvaje que tenía la piel muy
suave aunque su carne era incomestible: siempre desollaba todos los animales que cazaba y conservaba
su piel. A la vuelta, por la orilla, vi muchos tipos de aves marinas que no conocía y fui sorprendido y casi
asustado por dos o tres focas que, mientras las observaba sin saber qué eran, se echaron al mar y
escaparon, por esa vez.
6 de noviembre. Después de mi paseo matutino, volví a trabajar en mi mesa y la terminé aunque no a mi
gusto; mas no pasó mucho tiempo antes de que aprendiera a arreglarla.
7 de noviembre. El tiempo comenzó a mejorar. Los días 7, 8, 9, 10 y parte del 12 (porque el 11 era
domingo), me dediqué exclusivamente a construir una silla y, con mucho esfuerzo, logre darle una forma
aceptable aunque no llegó a gustarme nunca y eso que en el proceso, la deshice varias veces. Nota:
pronto descuidé la observancia del domingo porque al no hacer una marca en el poste para indicarlos,
olvidé cuándo caía ese día.
13 de noviembre. Este día llovió, lo cual refrescó mucho y enfrió la tierra pero la lluvia vino acompañada
de rayos y truenos; esto me hizo temer por mi pólvora. Tan pronto como escampó decidí separar mi
provisión de pólvora en tantos pequeños paquetes como fuese posible, a fin de que no corriesen peligro.
14, 15 y 16 de noviembre. Pasé estos tres días haciendo pequeñas cajas y cofres que pudieran contener
una o dos libras de pólvora, a lo sumo y, guardando en ellos la pólvora, la almacené en lugares seguros y
tan distantes entre sí como pude. Uno de estos tres días maté un gran pájaro que no era comestible y
no sabía qué era.
17 de noviembre. Este día comencé a excavar la roca detrás de mi tienda con el fin de ampliar el
espacio. Nota: necesitaba tres cosas para realizar esta tarea, a saber, un pico, una pala y una carretilla
o cesto. Detuve el trabajo para pensar en la forma de suplir esta necesidad y hacerme unas
herramientas; utilicé las barras de hierro como pico y funcionaron bastante bien aunque eran pesadas;
lo siguiente era una pala u horca, que era tan absolutamente imprescindible, que no podía hacer nada sin
ella; mas no sabía cómo hacerme una.
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18 de noviembre. Al día siguiente, buscando en el bosque, encontré un árbol, o al menos uno muy
parecido, de los que en Brasil se conocen como árbol de hierro por la du reza de su madera. De esta
madera, con mucho trabajo y casi a costa de romper mi hacha, corté un pedazo y lo traje a casa con
igual dificultad pues pesaba muchísimo.
La excesiva dureza de la madera y la falta de medios me obligaron a pasar mucho tiempo en esta labor,
pues tuve que trabajar poco a poco hasta darle la forma de pala o azada; el mango era exactamente
igual a los de Inglaterra, con la diferencia de que al no estar cubierta de hierro la parte más ancha al
final, no habría de durar mucho tiempo; no obstante, servía para el uso que le di; y creo que jamás se
había construido una pala de este modo ni había tomado tanto tiempo hacerla.
Aún tenía carencias, pues me hacía falta una canasta o carretilla. No tenía forma de hacer una canasta
porque no disponía de ramas que tuvieran la flexibilidad necesaria para hacer mimbre, o al menos no las
había encontrado aún. En cuanto a la carretilla, imaginé que podría fabricar todo menos la rueda; no
tenía la menor idea de cómo hacerla, ni siquiera empezarla; además, no tenía forma de hacer la barra
que atraviesa el eje de la rueda, así que me di por vencido y, para sacar la tierra que extraía de la
cueva, hice algo parecido a las bateas que utilizan los albañiles para transportar la argamasa.
Esto no me resultó tan difícil como hacer la pala y, con todo, construir la batea y la pala, aparte del
esfuerzo que hice en vano para fabricar una carretilla, me tomó casi cuatro días; digo, sin contar el
tiempo invertido en mis paseos matutinos con mi escopeta, cosa que casi nunca dejaba de hacer y casi
nunca volvía a casa sin algo para comer.
23 de noviembre. Había suspendido mis demás tareas para fabricar estas herramientas y, cuando las
hube terminado, seguí trabajando todos los días, en la medida en que me lo permitían mis fuerzas y el
tiempo. Pasé dieciocho días enteros en ampliar y profundizar mi cueva a fin de que pudiese alojar mis
pertenencias cómodamente.
Nota: durante todo este tiempo, trabajé para ampliar esta habitación o cueva lo suficiente como para
que me sirviera de depósito o almacén, de cocina, comedor y bodega; en cuanto a mi dormitorio, seguí
utilizando la tienda salvo cuando, en la temporada de lluvias, llovía tan fuertemente que no podía
mantenerme seco, lo que me obligaba a cubrir todo el recinto que estaba dentro de la empalizada con
palos largos, a modo de travesaños, inclinados contra la roca, que luego cubría con matojos y anchas
hojas de árboles, formando una especie de tejado.
10 de diciembre. Creía terminada mi cueva o cámara cuando, de pronto (parece que la había hecho
demasiado grande), comenzó a caer un montón de tierra por uno de los lados; tanta que me asusté, y no
sin razón, pues de haber estado debajo no me habría hecho falta un sepulturero. Tuve que trabajar
muchísimo para enmendar este desastre porque tenía que sacar toda la tierra que se había desprendido
y, lo más importante, apuntalar el techo para asegurarme de que no hubiese más derrumbamientos.
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11 de diciembre. Este día me puse a trabajar en consonancia con lo ocurrido y puse dos puntales o
estacas contra el techo de la cueva y dos tablas cruzadas sobre cada uno de ellos. Terminé esta tarea
al día siguiente y después seguí colocando más puntales y tablas, de manera que en una semana, había
asegurado el techo; los pilares, que estaban colocados en hileras, servían para dividir las estancias de
mi casa.
17 de diciembre. Desde este día hasta el 20, coloqué estantes y clavos en los pilares para colgar todo lo
que se pudiese colgar y entonces empecé a sentir que la casa estaba un poco más organizada.
20 de diciembre. Llevé todas las cosas dentro de la cueva y comencé a amueblar mi casa y a colocar
algunas tablas a modo de aparador donde poner mis alimentos pero no tenía demasiadas tablas; también
me hice otra mesa.
24 de diciembre. Mucha lluvia todo el día y toda la noche; no salí.
25 de diciembre. Llovió todo el día.
26 de diciembre. No llovió y la tierra estaba mucho más fresca que antes y más agradable.
27 de diciembre. Maté una cabra joven y herí a otra que pude capturar y llevarme a casa atada a una
cuerda; una vez en casa, le amarré y entablillé la pata, que estaba rota. Nota: la cuidé tanto que
sobrevivió; se le curó la pata y estaba más fuerte que nunca y de cuidarla tanto tiempo se domesticó y
se alimentaba del césped que crecía junto a la entrada y no se escapó. Esta fue la primera vez que
contemplé la idea de criar y domesticar algunos animales para tener con qué alimentarme cuando se me
acabaran la pólvora y las municiones.
28, 29 y 30 de diciembre. Mucho calor y nada de brisa de manera que no se podía salir, excepto por la
noche, a buscar alimento; pasé estos días poniendo en orden mi casa.
1 de enero. Mucho calor aún pero salí con mi escopeta temprano en la mañana y luego por la tarde; el
resto del día me quedé tranquilo. Esa noche me adentré en los valles que se encuentran en el centro de
la isla y descubrí muchas cabras, pero muy ariscas y huidizas; decidí que iba a tratar de llevarme al
perro para cazarlas.
2 de enero. En efecto, al otro día me llevé al perro y le mostré las cabras, pero me equivoqué porque
todas se le enfrentaron y él, sabiendo que podía correr peligro, no se quería acercar a ellas.
3 de enero. Comencé a construir mi verja o pared y como aún temía que alguien me atacara, decidí
hacerla gruesa y fuerte.
Nota: como ya he descrito esta pared anteriormente, omito deliberadamente en el diario lo que ya he
dicho; baste señalar que estuve casi desde el 3 de enero hasta el 14 de abril, trabajando, terminando y
perfeccionando esta pared aunque no medía más de veinticuatro yardas de largo. Era un semicírculo que
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iba desde un punto a otro de la roca y medía unas ocho yardas; la puerta de la cueva estaba en el
centro.
Durante todo este tiempo trabajé arduamente a pesar de que muchos días, a veces durante semanas
enteras, las lluvias eran un obstáculo; pero creía que no estaría total mente a salvo mientras no
terminara la pared. Resulta casi increíble el indescriptible esfuerzo que suponía hacerlo todo,
especialmente traer las vigas del bosque y clavarlas en la tierra puesto que las hice más grandes de lo
que debía.
Cuando terminé el muro y lo rematé con la doble muralla de matojos, me convencí de que si alguien se
acercaba no se daría cuenta de que allí había una vivienda; e hice muy bien, como se verá más adelante,
en una ocasión muy señalada.
Durante este tiempo y cuando las lluvias me lo permitían, iba a cazar todos los días al bosque. Hice
varios descubrimientos que me fueron de utilidad, particularmente, des cubrí una especie de paloma
salvaje que no anidaba en los árboles como las palomas torcaces sino en las cavidades de las rocas como
las domésticas y, llevándome algunas crías me dediqué a domesticarlas, mas cuando crecieron, se
escaparon todas, seguramente por hambre pues no tenía mucho que darles de comer. No obstante, a
menudo encontraba sus nidos y me llevaba algunas crías que tenían una carne muy sabrosa.
Mientras me hacía cargo de mis asuntos domésticos, me di cuenta de que necesitaba muchas cosas que
al principio me parecían imposibles de fabricar como, en efecto, ocurrió con algunas. Por ejemplo, nunca
logré hacer un tonel con argollas. Como ya he dicho, tenía uno o dos barriles pero nunca llegué a
fabricar uno, aunque pasé muchas semanas intentándolo. No conseguía colocarle los fondos ni unir las
duelas lo suficiente como para que pudiera contener agua; así que me di por vencido.
Lo otro que necesitaba eran velas pues tan pronto oscurecía, generalmente a eso de las siete, me veía
obligado a acostarme. Recordaba aquel trozo de cera con el que había hecho unas velas en mi aventura
africana pero ahora no tenía nada. Lo único que podía hacer cuando mataba alguna cabra, era conservar
el sebo y en un pequeño plato de arcilla que cocí al sol, poner una mecha de estopa y hacerme una
lámpara; esta me proporcionaba luz pero no tan clara y constante como la de las velas. En medio de
todas mis labores, una vez, registrando mis cosas, encontré una bolsita que contenía grano para
alimentar los pollos, no de este viaje sino del anterior, supongo que del barco que vino de Lisboa. De
este viaje, el poco grano que quedaba había sido devorado por las ratas y no encontré más que cáscaras
y polvo. Como quería utilizar la bolsa para otra cosa, sacudí las cáscaras a un lado de mi fortificación,
bajo la roca.
Fue poco antes de las grandes lluvias que acabo de mencionar, cuando me deshice de esto, sin advertir
nada y sin recordar que había echado nada allí. À1 cabo de un mes o algo así, me percaté de que unos
tallos verdes brotaban de la tierra y me imaginé que se trataba de alguna planta que no había visto
hasta entonces; mas cuál no sería mi sorpresa y mi asombro cuando, al cabo de un tiempo, vi diez o doce
espigas de un perfecto grano verde, del mismo tipo que el europeo, más bien, del inglés.
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Resulta imposible describir el asombro y la confusión que sentí en este momento. Hasta entonces, no
tenía convicciones religiosas; de hecho, tenía muy pocos conocimientos de religión y pensaba que todo lo
que me había sucedido respondía al azar o, como decimos por ahí, a la voluntad de Dios, sin indagar en
las intenciones de la Providencia en estas cosas o en su poder para gobernar los asuntos del mundo. Mas
cuando vi crecer aquel grano, en un clima que sabía inadecuado para los cereales y, sobre todo, sin saber
cómo había llegado hasta allí, me sentí extrañamente sobrecogido y comencé a creer que Dios había
hecho que este grano creciera milagrosamente, sin que nadie lo hubiese sembrado, únicamente para mi
sustento en ese miserable lugar.
Esto me llegó al corazón y me hizo llorar y regocijarme porque semejante prodigio de la naturaleza se
hubiera obrado en mi beneficio; y más asombroso aún fue ver que cerca de la cebada, a todo lo largo de
la roca, brotaban desordenadamente otros tallos, que eran de arroz pues lo reconocí por haberlos visto
en las costas de África.
No solo pensé que todo esto era obra de la Providencia, que me estaba ayudando, sino que no dudé que
encontraría más en otro sitio y recorrí toda la parte de la isla en la que había estado antes,
escudriñando todos los rincones y debajo de todas las rocas, en busca de más, pero no pude
encontrarlo. Al final, recordé que había sacudido la bolsa de comida para los pollos en ese lugar y el
asombro comenzó a disiparse. Debo confesar también que mi piadoso agradecimiento a la Providencia
divina disminuyó cuando comprendí que todo aquello no era más que un acontecimiento natural. No
obstante, debía estar agradecido por tan extraña e imprevista providencia, como si de un milagro se
tratase, pues, en efecto, fue obra de la Providencia que esos diez o doce granos no se hubiesen
estropeado (cuando las ratas habían destruido el resto) como si hubiesen caído del cielo. Además, los
había tirado precisamente en ese lugar donde, bajo la sombra de una gran roca, pudieron brotar
inmediatamente, mientras que si los hubiese tirado en cualquier otro lugar, en esa época del año se
habrían quemado o destruido.
Con mucho cuidado recogí las espigas en la estación adecuada, a finales de junio, conservé todo el grano
y decidí cosecharlo otra vez con la esperanza de tener, con el tiempo, suficiente grano para hacer pan.
Pero pasaron cuatro años antes de que pudiera comer algún grano y, aun así, escasamente, como
relataré más tarde, pues perdí la primera cosecha por no esperar el tiempo adecuado y sembrar antes
de la estación seca, de manera que el grano no llegó a crecer, al menos no como lo habría hecho si lo
hubiese sembrado en el momento propicio.
Además de la cebada, había unos veinte o treinta tallos de arroz, que conservé con igual cuidado para
los mismos fines, es decir, para hacer pan o, más bien, comida ya que encontré la forma de cocinarlo sin
hornearlo aunque esto también lo hice más adelante. Mas volvamos a mi diario. Trabajé arduamente
durante estos tres o cuatro meses para levantar mi muro y el 14 de abril lo cerré, no con una puerta
sino con una escalera que pasaba por encima del muro para que no se vieran rastros de mi vivienda
desde el exterior.
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16 de abril. Terminé la escalera de manera que podía subir por ella hasta arriba y bajarla tras de mí
hasta el interior. Esto me proveía una protección completa, pues por dentro tenía suficiente espacio
pero nada podía entrar desde fuera, a no ser que escalara el muro.
Al día siguiente, después de terminar todo esto, estuve a punto de perder el fruto de todo mi trabajo y
mi propia vida de la siguiente manera: el caso fue el siguiente, mientras trabajaba en el interior, detrás
de mi tienda y justo en la entrada de mi cueva, algo verdaderamente aterrador me dejó espantado y fue
que, de repente, comenzó a desprenderse sobre mi cabeza la tierra del techo de mi cueva y del borde
de la roca y dos de los postes que había colocado crujieron tremebundamente. Sentí verdadero pánico
porque no tenía idea de qué podía estar ocurriendo, tan solo pensaba que el techo de mi cueva se caía,
como lo había hecho antes. Temiendo quedar sepultado dentro, corrí hacia mi escalera pero como
tampoco me sentía seguro haciendo esto, escalé el muro por miedo a que los trozos que se desprendían
de la roca me cayeran encima. No bien había pisado tierra firme cuando vi claramente que se trataba de
un terrible terremoto porque el suelo sobre el que pisaba se movió tres veces en menos de ocho
minutos, con tres sacudidas que habrían derribado el edificio más resistente que se hubiese construido
sobre la faz de la tierra. Un gran trozo de la roca más próxima al mar, que se encontraba como a una
milla de donde yo estaba, cayó con un estrépito como nunca había escuchado en mi vida. Me di cuenta
también de que el mar se agitó violentamente y creo que las sacudidas eran más fuertes debajo del
agua que en la tierra.
Como nunca había experimentado algo así, ni había hablado con nadie que lo hubiese hecho, estaba como
muerto o pasmado y el movimiento de la tierra me afectaba el estómago como a quien han arrojado al
mar. Mas el ruido de la roca al caer, me despertó, por así decirlo, y, sacándome del estupor en el que me
encontraba me infundió terror y ya no podía pensar en otra cosa que en la colina que caía sobre mi
tienda y sobre todas mis provisiones domésticas, cubriéndolas totalmente, lo cual me sumió en una
profunda tristeza.
Después de la tercera sacudida no volví a sentir más y comencé a armarme de valor aunque aún no tenía
las fuerzas para trepar por mi muro, pues temía ser sepultado vivo. Así pues, me quedé sentado en el
suelo, abatido y desconsolado, sin saber qué hacer. En todo este tiempo, no tuve el menor pensamiento
religioso, nada que no fuese la habitual súplica: Señor, ten piedad de mí. Mas cuando todo terminó, lo
olvidé también.
Mientras estaba sentado de este modo, me percaté de que el cielo se oscurecía y nublaba como si fuera
a llover. Al poco tiempo, el viento se fue levantando hasta que, en me nos de media hora, comenzó a
soplar un huracán espantoso. De repente, el mar se cubrió de espuma, las olas anegaron la playa y
algunos árboles cayeron de raíz; tan terrible fue la tormenta; y esto duró casi tres horas hasta que
empezó a amainar y, al cabo de dos horas, todo se quedó en calma y comenzó a llover copiosamente.
Todo este tiempo permanecí sentado sobre la tierra, aterrorizado y afligido, hasta que se me ocurrió
pensar que los vientos y la lluvia eran las consecuencias del terremoto y, por lo tanto, el terremoto
había pasado y podía intentar regresar a mi cueva. Esta idea me reanimó el espíritu y la lluvia terminó
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de persuadirme; así, pues, fui y me senté en mi tienda pero la lluvia era tan fuerte que mi tienda estaba
a punto de desplomarse por lo que tuve que meterme en mi cueva, no sin el temor y la angustia de que
me cayera encima.
Esta violenta lluvia me forzó a realizar un nuevo trabajo: abrir un agujero a través de mi nueva
fortificación, a modo de sumidero para que las aguas pudieran correr, pues, de lo contrario, habrían
inundado la cueva. Después de un rato, y viendo que no había más temblores de tierra, empecé a
sentirme más tranquilo y para reanimarme, que mucha falta me hacía, me llegué hasta mi pequeña
bodega y me tomé un trago de ron, cosa que hice en ese momento y siempre con mucha prudencia
porque sabía que, cuando se terminara, ya no habría más.
Siguió lloviendo toda esa noche y buena parte del día siguiente, por lo que no pude salir; pero como
estaba más sosegado, comencé a pensar en lo mejor que podía hacer y llegué a la conclusión de que si la
isla estaba sujeta a estos terremotos, no podría vivir en una cueva sino que debía considerar hacerme
una pequeña choza en un espacio abierto que pudiera rodear con un muro como el que había construido
para protegerme de las bestias salvajes y los hombres. Deduje que si me quedaba donde estaba, con
toda seguridad, sería sepultado vivo tarde o temprano.
Con estos pensamientos, decidí sacar mi tienda de donde la había puesto, que era justo debajo del
peñasco colgante de la colina, el cual le caería encima si la tierra volvía a temblar. Pasé los dos días
siguientes, que eran el 19 y el 20 de abril, calculando dónde y cómo trasladar mi vivienda.
El miedo a quedar enterrado vivo no me dejó volver a dormir tranquilo pero el miedo a dormir fuera, sin
ninguna protección, era casi igual. Cuando miraba a mi alrededor y lo veía todo tan ordenado, tan
cómodo y tan seguro de cualquier peligro, sentía muy pocas ganas de mudarme. Mientras tanto, pensé
que me tomaría mucho tiempo hacer esto y que debía correr el riesgo de quedarme donde estaba hasta
que hubiese hecho un campamento seguro para trasladarme. Con esta resolución me tranquilicé por un
tiempo y resolví ponerme a trabajar a toda prisa en la construcción de un muro con pilotes y cables,
como el que había hecho antes, formando un círculo, dentro del cual montaría mi tienda cuando
estuviese terminado; pero por el momento, me quedaría donde estaba hasta que terminase y pudiese
mudarme. Esto ocurrió el 21.
22 de abril. A la mañana siguiente comencé a pensar en los medios de ejecutar esta resolución pero
tenía pocas herramientas; tenía tres hachas grandes y muchas pequeñas (que eran las que utilizábamos
en el tráfico con los indios) pero, de tanto cortar y tallar maderas duras y nudosas, se habían mellado y
desafilado y, aunque tenía una piedra de afilar, no podía hacerla girar al mismo tiempo que sujetaba mis
herramientas. Esto fue motivo de tanta reflexión como la que un hombre de estado le habría dedicado a
un asunto político muy importante o un juez a deliberar una sentencia de muerte. Finalmente, ideé una
rueda con una cuerda, que podía girar con el pie y me dejaría ambas manos libres. Nota: nunca había
visto nada semejante en Inglaterra, al menos, no como para saber cómo se hacía aunque, después, he
podido constatar que es algo muy común. Aparte de esto, mi piedra de afilar era muy grande y pesada,
por lo que me tomó una semana entera perfeccionar este mecanismo.
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28, 29 de abril. Empleé estos dos días completos en afilar mis herramientas y mi mecanismo para girar
la piedra funcionó muy bien.
30 de abril. Cuando revisé mi provisión de pan, me di cuenta de que había disminuido considerablemente,
por lo que me limité a comer solo una galleta al día, cosa que me provocó mucho pesar.
1 de mayo. Por la mañana, miré hacia la playa y como la marea estaba baja, vi algo en la orilla, más
grande de lo común, que parecía un tonel. Cuando me acerqué vi un pequeño barril y dos o tres pedazos
del naufragio del barco, que fueron arrastrados hasta allí en el último huracán. Cuando miré hacia el
barco, me pareció que sobresalía de la superficie del agua más que antes. Examiné el barril que había
llegado y me di cuenta de que era un barril de pólvora pero se había mojado y la pólvora estaba
apelmazada y dura como una piedra; no obstante, lo llevé rodando hasta la orilla y me acerqué al barco
todo lo que pude por la arena para buscar más.
Cuando llegué al barco, encontré que su disposición había cambiado extrañamente. El castillo de proa,
que antes estaba enterrado en la arena, se había elevado más de seis pies. La popa, que se había
desbaratado y separado del barco por la fuerza del mar poco después de que yo terminara de
explorarlo, había sido arrojada hacia un lado y todo el costado donde antes había un buen tramo de agua
que no me permitía llegar hasta el barco si no era nadando un cuarto de milla, se había llenado de arena
y ahora casi podía llegar andando hasta él cuando la marea estaba baja. Al principio, esto me sorprendió
pero pronto llegué a la conclusión de que había sido a causa del terremoto, cuya fuerza había roto el
barco más de lo que ya estaba; de modo que, a diario, sus restos llegaban hasta la orilla arrastrados por
el viento y las olas.
Esto me distrajo completamente de mi proyecto de mudar mi vivienda y me mantuvo, especialmente ese
día, buscando el modo de volver al barco pero comprendí que no podría hacerlo pues su interior estaba
completamente lleno de arena. Sin embargo, como había aprendido a no desesperar por nada, decidí
arrancar todos los trozos del barco que pudiera sabiendo que todo lo que consiguiera rescatar de él, me
sería útil de un modo u otro.
3 de mayo. Comencé a cortar un pedazo de travesaño que sostenía, según creía, parte de la plataforma
o cubierta. Cuando terminé, quité toda la arena que pude de la parte más elevada pero la marea comenzó
a subir y tuve que abandonar la tarea.
4 de mayo. Salí a pescar pero no cogí ni un solo pescado que me hubiese atrevido a comer y cuando me
aburrí de esta actividad, justo cuando me iba a marchar, pesqué un pequeño delfín. Me había hecho un
sedal con un poco de cuerda pero no tenía anzuelos; no obstante, a menudo cogía suficientes peces,
tantos como necesitaba, y los secaba al sol para comerlos secos.
5 de mayo. Trabajé en los restos del naufragio, corté en pedazos otro travesaño y rescaté tres
planchas de abeto de la cubierta, que até e hice flotar hasta la orilla cuando subió la marea.
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6 de mayo. Trabajé en los restos del naufragio, rescaté varios tornillos y otras piezas de hierro, puse
mucho ahínco y regresé a casa muy cansado y con la idea de renunciar a la tarea.
7 de mayo. Volví al barco pero sin intenciones de trabajar y descubrí que el casco se había roto por su
propio peso y por haberle quitado los soportes, de manera que había varios pedazos sueltos y la bodega
estaba tan al descubierto que se podía ver a través de ella, aunque solo fuera agua y arena.
8 de mayo. Fui al barco con una barra de hierro para arrancar la cubierta que ya estaba bastante
despejada del agua y la arena; arranqué dos planchas y las llevé hasta la orilla, nuevamente, con la ayuda
de la marea. Dejé la barra de hierro en el barco para el día siguiente.
9 de mayo. Fui al barco y me abrí paso en el casco con la barra de hierro. Palpé varios toneles y los
aflojé pero no pude romperlos. También palpé el rollo de plomo de Inglaterra y logré moverlo pero
pesaba demasiado para sacarlo.
10, 11, 12, 13 y 14 de mayo. Fui todos los días al barco y rescaté muchas piezas de madera y planchas o
tablas y doscientas o trescientas libras de hierro.
15 de mayo. Me llevé dos hachas pequeñas para tratar de cortar un pedazo del rollo de plomo,
aplicándole el filo de una de ellas y golpeando con la otra pero como estaba a casi un pie y medio de
profundidad, no pude atinar a darle ni un solo golpe.
16 de mayo. El viento sopló con fuerza durante la noche y el barco se desbarató aún más con la fuerza
del agua, pero me quedé tanto tiempo en el bosque cazando palomas para comer, que la marea me
impidió llegar hasta él ese día. 17 de mayo. Vi algunos restos del barco que fueron arrastrados hasta la
orilla, a gran distancia, a unas dos millas de donde me hallaba. Resolví ir a investigar de qué se trataba y
descubrí que era una parte de la proa, demasiado pesada para llevármela.
24 de mayo. Hasta esta fecha, trabajé diariamente en el barco y, con gran esfuerzo, logré aflojar
tantas cosas con la barra de hierro que cuando subió la marea por primera vez, vinieron flotando hasta
la orilla varios toneles y dos de los arcones de marino; pero el viento soplaba de la costa y no llegó nada
más ese día, excepto unos pedazos de madera y un barril que contenía un poco de cerdo del Brasil, pero
el agua y la arena lo habían estropeado.
Proseguí sin tregua con esta tarea hasta el día 15 de junio, con la excepción del tiempo que dedicaba a
buscar alimento, que era, como he dicho, cuando subía la marea, a fin de haber terminado para cuando
bajara. Para esta fecha había reunido suficientes maderas, tablones y hierros para construir un buen
bote, si hubiera sabido cómo. También logré reunir, por partes y en varios viajes, hasta cien libras en
láminas de plomo.
16 de junio. Al bajar a la playa, encontré una gran tortuga. Era la primera que veía, lo cual se debía a mi
mala suerte y no a un defecto del lugar ni a la escasez de estos animales, ya que si me hubiera
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encontrado en la otra parte de la isla, habría visto cientos de ellas todos los días, como descubrí
posteriormente; pero, tal vez, me habrían salido demasiado caras.
17 de junio. Me dediqué a cocinar la tortuga y encontré dentro de ella tres veintenas de huevos y, en
aquel momento, su carne me parecía la más sabrosa y gustosa que había probado en mi vida, pues no
había comido más que cabras y aves desde mi llegada a este horrible lugar.
18 de junio. Llovió todo el día y no salí. Me dio la impresión de que la lluvia estaba fría y me sentía un
poco resfriado, cosa muy rara en aquellas latitudes.
19 de junio. Estuve muy enfermo y tiritando como si hiciese mucho frío.
20 de junio. No pude descansar en toda la noche, fuertes dolores de cabeza y fiebre.
21 de junio. Estuve muy enfermo y asustado de muerte ante mi triste condición de estar enfermo y sin
ayuda. Recé a Dios, por primera vez desde la tormenta de Hull, pero no sabía lo que decía ni por qué.
Mis pensamientos eran confusos.
22 de junio. Un poco mejor pero con un gran temor a la enfermedad.
23 de junio. Muy mal otra vez, escalofríos y luego un terrible dolor de cabeza.
24 de junio. Mucho mejor.
25 de junio. Fiebre muy alta; el acceso duró siete horas, ataques de frío y calor seguidos de sudores y
mareos. 26 de junio. Mejor. Como no tenía nada que comer, tomé mi escopeta pero me hallé demasiado
débil. No obstante, maté una cabra hembra y con mucha dificultad la traje a casa. Asé un poco y comí.
Me habría encantado hervirla y hacer un poco de caldo pero no tenía olla.
27 de junio. Me dio tanta fiebre que me quedé todo el día en cama y no pude comer ni beber nada.
Estaba a punto de morir de sed pero me sentía tan débil, que no podía tenerme en pie o buscar agua
para beber. Recé a Dios nuevamente pero deliraba y cuando no lo hacía, era tan ignorante que no sabía
qué decirle. Tan solo lloraba diciendo: «Señor, mírame, ten piedad de mí, ten misericordia de mí.» Creo
que no hice más por dos o tres horas hasta que comenzó a bajar la fiebre. Me quedé dormido y no
desperté hasta altas horas de la noche. Cuando lo hice me sentía mejor pero débil y extremadamente
sediento. No obstante, como no tenía agua en toda mi habitación, me vi obligado a esperar hasta la
mañana y volví a dormirme. En esta segunda ocasión tuve una terrible pesadilla.
Soñé que estaba sentado en el suelo en la parte exterior de mi muro, en el mismo sitio en el que me
había sentado cuando se desató la tormenta después del terremoto, y vi a un hombre que descendía a la
tierra desde una gran nube negra envuelto en una brillante llama de fuego y luz. Todo él brillaba tanto
como una llama por lo que no podía mirar hacia donde estaba; su aspecto era tan inexpresablemente
espantoso que resulta imposible describirlo con palabras. Cuando puso los pies sobre la tierra, me
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pareció que esta temblaba, como lo había hecho en el terremoto y que el aire se llenaba de rayos de
fuego.
No bien tocó la tierra, comenzó a caminar hacia mí con una gran lanza o arma en la mano y la intención
de matarme. Cuando llegó a un promontorio de tierra, que estaba a cierta distancia de mí me habló o
escuché una voz tan terrible que es imposible describir el terror que me causó. Lo único que puedo
decir que entendí fue esto: «En vista de que ninguna de estas cosas ha suscitado tu arrepentimiento,
ahora morirás». Al decir esto, me pareció que levantaba la lanza para matarme.
Nadie que lea este relato puede esperar que yo sea capaz de describir el espanto de mi alma ante esta
terrible visión; quiero decir que, aunque solo era un sueño, era un sueño horroroso. Tampoco es posible
describir mejor la impresión que quedó en mi espíritu al despertar y comprender que se trataba de un
sueño.
No tenía, ¡ay de mí!, ningún conocimiento religioso; lo que había aprendido gracias a las buenas
enseñanzas de mi padre, se había desvanecido en ocho años de ininterrumpidos desarreglos propios de
la gente de mar y de haberme relacionado solo con gente tan incrédula y profana como yo. No recuerdo
haber tenido, en todo ese tiempo, ni un solo pensamiento que me elevara a Dios o que me hiciera mirar
hacia adentro y reflexionar sobre mi conducta; solo una cierta estupidez espiritual, que no deseaba el
bien ni tenía conciencia del mal, se había apoderado totalmente de mí y me había convertido en la
criatura más dura, insensible y perversa entre todos los marinos, que no sentía temor de Dios en el
peligro, ni le estaba agradecido en la salvación.
Esto se entenderá mejor cuando cuente la parte pasada de mi historia y agregue que, a pesar de todas
las desgracias que me habían ocurrido hasta ese día, no se me había ocurrido pensar que eran a
consecuencia de la intervención divina, o que se trataba de un castigo por mis pecados, por la rebeldía
contra mi padre, por mis pecados actuales que eran muy grandes o, bien, un castigo por el curso general
de mi depravada vida. Cuando me hallaba en aquella desesperada expedición en las desiertas costas de
África, no pensé ni por un instante en lo que podía ser de mí, ni deseé que Dios me indicara a dónde
dirigirme, ni me protegiera del peligro que me rodeaba y de las criaturas voraces y salvajes crueles.
Simplemente, no pensaba en Dios ni en la Providencia y me comportaba como una mera bestia enajenada
de los principios de la naturaleza y los dictados del sentido común; a veces, ni siquiera como eso.
Cuando fui liberado y rescatado por el capitán portugués, y bien tratado, con justicia, honradez y
caridad, no tuve ni un solo pensamiento de gratitud. Cuando, nuevamente, naufragué y me vi perdido y
en peligro de morir ahogado en esta isla, no sentí el menor remordimiento ni lo vi como un castigo justo;
tan solo me repetía una y otra vez que era un perro desgraciado, nacido para ser siempre miserable.
Es cierto que cuando llegué a esta orilla por primera vez y me di cuenta de que toda la tripulación había
perecido ahogada mientras que yo me había salvado, me sobrecogió una especie de éxtasis o conmoción
del alma que, si la gracia de Dios me hubiese asistido, se habría convertido en sincero agradecimiento.
Mas esto terminó donde comenzó, en un mero ramalazo de felicidad, o, podría decir, una mera sensación
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de alegría por estar vivo, sin reflexionar en lo más mínimo acerca de la bondad de la mano que me había
salvado y me había escogido cuando el resto había sido aniquilado; sin preguntarme por qué la
Providencia había sido tan misericordiosa conmigo. Más bien, experimenté el mismo tipo de júbilo que
sienten los marineros cuando llegan a salvo a la orilla después de un naufragio, júbilo que ahogan por
completo en un jarro de ponche y olvidan apenas ha concluido; y todo el resto de mi vida transcurría así.
Incluso, después, cuando me hice consciente de mi situación, de cómo había llegado a este horrible
lugar, lejos de cualquier contacto humano, sin esperanza de alivio ni perspectiva de redención, tan
pronto como vi que tenía posibilidad de sobrevivir y que no me moriría de hambre, olvidé todas mis
aflicciones y comencé a sentirme tranquilo, me dediqué a las tareas propias de mi supervivencia y
abastecimiento y me hallé muy lejos de considerar mi condición como un juicio del cielo o como obra de
la mano de Dios.
La germinación del maíz, a la que hice referencia en mi diario, al principio me afectó un poco y luego
comenzó a afectarme seriamente por tanto tiempo, que creí ver algo milagroso en ello. Pero tan pronto
como desapareció esa idea, se desvaneció la impresión que me había causado, como lo he señalado
anteriormente.
Ocurrió lo mismo con el terremoto, aunque nada podía ser más terrible en la naturaleza ni revelar más
claramente el poder invisible que gobierna sobre este tipo de cosas. Apenas pasó el temor inicial,
también cesó la impresión que me había causado. No tenía más conciencia de Dios o de su juicio, ni de
que mis desgracias fueran obra de su mano, que si hubiera estado en la situación más próspera del
mundo.
Pero ahora que estaba enfermo y las miserias de la muerte desfilaban lentamente ante mis ojos, cuando
mis fuerzas sucumbían bajo el peso de una fuerte debilidad y es taba extenuado por la fiebre, mi
conciencia, durante tanto tiempo dormida, comenzó a despertar y yo empecé a reprocharme mi vida
pasada, pues, evidentemente, mi perversidad había provocado que la justicia de Dios cayera tan
violentamente sobre mí y me castigara tan vengativamente.
Estos pensamientos me atormentaron durante el segundo y el tercer día de mi enfermedad, y en el
furor de la fiebre y las terribles recriminaciones de mi conciencia, musité unas palabras que parecían
una plegaria a Dios, aunque no sé si el origen de la oración era la necesidad o la esperanza. Más bien era
el llamado del miedo y la angustia pues mis pensamientos confusos, mis convicciones fuertes y el horror
de morir en tan miserable situación me abrumaron la cabeza. En este desasosiego, no sé lo que pude
haber dicho pero era una suerte de exclamación, algo así como: «¡Señor!, ¿qué clase de miserable
criatura soy? Si me enfermo, moriré de seguro por falta de ayuda. ¡Señor!, ¿qué será de mí?» Entonces
comencé a llorar y no pude decir más.
En este intervalo, recordé los buenos consejos de mi padre y su predicción, que mencioné al principio de
esta historia: que si daba ese paso insensato, Dios me negaría su bendición y luego tendría tiempo para
pensar en las consecuencias de haber desatendido sus consejos, cuando nadie pudiese ayudarme.
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«Ahora -decía en voz alta-, se han cumplido las palabras de mi querido padre: la justicia de Dios ha
caído sobre mí y no tengo a nadie que pueda ayudarme o escucharme. Hice caso omiso a la voz de la
Providencia, que tuvo la misericordia de ponerme en una situación en la vida en la que hubiera vivido
feliz y tranquilamente; mas no fui capaz de verlo, ni de aprender de mis padres, la dicha que esto
suponía. Los dejé lamentándose por mi insensatez y ahora era yo el que se lamentaba de las
consecuencias; rechacé su apoyo y sus consejos, que me habrían ayudado a abrirme camino en el mundo
y me habrían facilitado las cosas y ahora tenía que luchar contra una adversidad demasiado grande,
hasta para la misma naturaleza, sin compañía, sin ayuda, sin consuelo y sin consejos.» Entonces grité:
«Señor, ayúdame porque estoy desesperado.»
Esta fue la primera oración, si puede llamarse de ese modo, que había hecho en muchos años. Mas vuelvo
a mi diario.
28 de junio. Un poco más aliviado por el sueño y ya sin fiebre, me levanté. Como el miedo y el terror de
mis sueños había sido muy grande y pensaba que la fiebre volvería al día siguiente, tenía que buscarme
algo que me refrescara y me fortaleciera cuando volviera a sentirme enfermo. Lo primero que hice fue
llenar una gran botella cuadrada de agua y colocarla encima de mi mesa, junto a la cama y, para
templarla, le eché como la cuarta parte de una pinta de ron y lo mezclé bien. Entonces asé un trozo de
carne de cabra sobre los carbones pero apenas comí. Caminé un poco pero me sentía muy débil, triste y
acongojado por mi desgraciada condición y temía que el malestar volviese al día siguiente. Por la noche
me hice la cena con tres huevos de tortuga que asé en las ascuas y me los comí, como quien dice, en el
cascarón. Esta fue la primera vez en mi vida, según recuerdo, que le pedí a Dios la bendición por mis
alimentos.
Después de comer, traté de caminar pero estaba tan débil que apenas podía cargar la escopeta (porque
nunca salía sin ella) así que solo anduve un poco y me senté en la tierra, mirando hacia el mar que tenía
delante de mí y que estaba tranquilo y en calma. Mientras estaba allí, pensé en cosas como éstas:
¿Qué son esta tierra y este mar que tanto he contemplado? ¿De dónde vienen? ¿Y qué soy yo y todas
las demás criaturas, salvajes y domésticas, humanas y bestiales? ¿Dónde estamos?
De seguro todos hemos sido creados por una fuerza secreta, que también hizo la tierra, el mar, el aire y
el cielo; ¿quién es?
Luego inferí, naturalmente, que era Dios quien lo había hecho todo. Pues bien, pensé, si Dios ha hecho
todas estas cosas, es Él quien las guía y quien gobierna sobre ellas y so bre todo lo que les sucede; ya
que la fuerza que pudo crear todas las cosas ha de tener, ciertamente, el poder de guiarlas y dirigirlas.
Si esto es así, nada puede ocurrir en el gran circuito de su obra sin su conocimiento o consentimiento.
Y si nada puede ocurrir sin que Él lo sepa, entonces Él ha de saber que estoy aquí y que me hallo en esta
terrible situación; y si nada ocurre sin que Él lo ordene, entonces Él debe haber ordenado que esto me
ocurriera.
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No imaginé nada que contradijera estas conclusiones y, por lo tanto, tuve la certeza de que Dios había
mandado que me pasara todo esto y que había caído en este miserable estado por orden suya, ya que Él
tenía todo el poder, no solo sobre mí sino sobre todo lo que sucedía en el mundo. Entonces pensé:
¿Por qué Dios me ha hecho esto? ¿Qué he hecho para ser tratado de esta forma?
Mi conciencia me refrenó ante esta pregunta como si fuese una blasfemia y me pareció que me hablaba
de la siguiente manera: «¡Infeliz!, ¿preguntas qué has hecho? Mira hacia atrás, hacia el terrible
despilfarro que has hecho con tu vida y pregúntate qué no has hecho; pregúntate ¿por qué no has sido
destruido mucho antes? ¿Por qué no te ahogaste en las radas de Yarmouth? ¿Por qué no te mataron en
la pelea cuando el barco fue capturado por el corsario de Salé? ¿Por qué no fuiste devorado por las
bestias salvajes en la costa de África? ¿Por qué no te ahogaste aquí cuando toda la tripulación pereció,
excepto tú? ¿Y aún preguntas “¿qué he hecho?”.»
Estas reflexiones me dejaron estupefacto, como atónito, y no sabía qué decir para responderme. Me
levanté pensativo y triste y regresé a mi refugio y subí por mi muralla, como si fuera a irme a la cama
pero mi espíritu estaba tristemente perturbado y no tenía sueño, así que me senté en mi silla y encendí
mi lámpara, porque empezaba a oscurecer. Como temía que volviera el malestar, se me ocurrió que los
brasileños no toman otra medicina que su tabaco para casi todas sus dolencias y que, en uno de mis
arcones, tenía un trozo de un rollo de tabaco que estaba bastante curado y otro poco que aún estaba
verde y menos curado.
Fui como guiado por el cielo, porque en ese arcón encontré la cura para mi alma y mi cuerpo. Abrí el
arcón y encontré lo que estaba buscando, es decir, el tabaco y, como los libros que había rescatado
estaban también allí, saqué una de las Biblias, que mencioné anteriormente y que, hasta entonces, no
había tenido ni el tiempo ni la inclinación de mirar y la llevé a la mesa junto con el tabaco.
No sabía qué hacer con el tabaco para curarme ni si servía o no para ello pero hice varios experimentos
con él, convencido de que funcionaría de un modo u otro. Primero me metí un pedazo de una hoja en la
boca y la mastiqué, lo cual me provocó una especie de aturdimiento pues el tabaco estaba verde y
fuerte y no estaba habituado a utilizarlo. Luego tomé otro poco y lo maceré en un poco de ron durante
una o dos horas para tomarme una dosis cuando me acostara. Por último, quemé un poco en un brasero e
inhalé el humo tanto tiempo como este y el calor me lo permitieron, hasta que me sentí sofocado.
Mientras realizaba estas operaciones, tomé la Biblia y comencé a leer pero el tabaco me tenía tan
mareado que no pude proseguir, al menos por esta vez. Había abierto el libro al azar y las primeras
palabras que hallé fueron estas: Invócame en el día de tu aflicción y yo te salvaré y tú me glorificarás.
Estas palabras me parecieron muy adecuadas para mi caso y me causaron cierta impresión cuando las
leí, mas no tanto como lo hicieron posteriormente, porque la palabra salvado no me decía nada; me
parecía algo tan remoto, tan imposible según mi forma de ver las cosas que comencé a decir, como los
hijos de Israel cuando les ofrecieron carne para comer: ¿Puede Dios servir una mesa en el desierto?. Y
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así comencé a decir: «¿Puede Dios sacarme de este lugar?» Y como no habría de tener ninguna
esperanza en muchos años, varias veces me hice esta pregunta. No obstante, estas palabras causaron
una gran impresión en mí y las medité con frecuencia. Se hacía tarde y el tabaco, como he dicho, me
había aturdido tanto que sentí deseos de dormir, de modo que dejé mi lámpara encendida en la cueva,
por si necesitaba algo durante la noche, y me metí en la cama. Pero, antes de acostarme, hice algo que
no había hecho en toda mi vida: me arrodillé y le rogué a Dios que cumpliera su promesa y me salvara si
yo acudía a él en el día de mi aflicción. Una vez concluida mi torpe e imperfecta plegaria, bebí el ron en
el que había macerado el tabaco, que estaba tan fuerte y tan cargado, que casi no podía tragarlo y acto
seguido, me metí en la cama. Sentí que se me subía a la cabeza violentamente pero me quedé
profundamente dormido y me desperté, a juzgar por el sol, a eso de las tres de la tarde del día
siguiente. Sin embargo, aún creo que dormí todo ese día y toda esa noche, hasta casi las tres de la
tarde del otro día pues, de lo contrario, no entiendo cómo pude perder un día en el cómputo de los días
de la semana, cosa que comprendí unos años más tarde; pues si había cometido el error de trazar la
misma línea dos veces, entonces debí perder más de un día. Lo cierto es que, según mis cálculos, perdí
un día y nunca supe cómo.
En cualquier caso, al despertar me encontré mucho mejor y con el ánimo dispuesto y alegre. Al
levantarme, me sentía más fuerte que el día anterior y tenía mejor el estómago pues estaba
hambriento; en pocas palabras, no tuve fiebre al día siguiente y fui mejorando paulatinamente. Esto
ocurrió el día 29.
El 30 fue un buen día y salí con la escopeta aunque no me alejé demasiado. Maté un par de aves marinas,
que parecían gansos, y las traje a casa pero no tenía muchas ganas de comerlas así que solo comí unos
cuantos huevos de tortuga, que estaban muy buenos. Esa noche, renové el tratamiento al que le atribuí
mi mejoría del día anterior, es decir, el tabaco macerado en ron, solo que no tomé tanta cantidad como
la primera vez, ni mastiqué ninguna hoja, ni inhalé el humo. No obstante, al día siguiente, que era el
primero de julio, no me sentí tan bien como esperaba y tuve algunos amagos de escalofríos, aunque no
demasiado graves.
2 de julio. Repetí el tratamiento de las tres formas y me las administré como la primera vez. Tomé el
doble del brebaje.
3. La fiebre pasó definitivamente aunque no recuperé todas mis fuerzas en varias semanas. Mientras
reunía energías, pensé mucho en la frase te salvaré y la imposibilidad de mi salvación me impedía
cultivar esperanza alguna. Pero, mientras me desanimaba con estos pensamientos, se me ocurrió que
pensaba tanto en la liberación de mi mayor aflicción que no estaba viendo el favor que había recibido y
comencé a hacerme las siguientes preguntas: ¿No he sido liberado, además, milagrosamente, de la
enfermedad y de la situación más desesperada que puede haber y que tanto me asustaba? ¿Me he dado
cuenta de esto? ¿He pagado mi parte? Dios me ha salvado pero yo no lo he glorificado, es decir, no me
siento en deuda ni agradecido por esta salvación. ¿Cómo puedo esperar una salvación mayor?
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Esto me conmovió el corazón e inmediatamente me arrodillé y le di gracias a Dios en voz alta por
haberme salvado de la enfermedad.
4 de julio. Por la mañana cogí la Biblia y, comenzando por el Nuevo Testamento, me apliqué seriamente a
su lectura. Me impuse leerla un rato todas las mañanas y todas las noches, sin obligarme a cubrir un
número de capítulos específico sino obedeciendo al interés que me despertara la lectura. Al poco
tiempo de observar esta práctica, sentí que mi corazón estaba más profunda y sinceramente contrito
por la perversidad de mi vida pasada. Reviví la impresión que me había causado el sueño y las palabras
ninguna de estas cosas ha suscitado tu arrepentimiento resonaban fuertemente en mis pensamientos.
Estaba rogándole fervorosamente a Dios que me concediera el arrepentimiento cuando,
providencialmente, ese mismo día, mientras leía las escrituras me topé con las siguientes palabras: Él es
exaltado como Príncipe y Salvador para dar el arrepentimiento y el perdón. Solté el libro y elevando mi
corazón y mis manos, en una especie de éxtasis, exclamando: «¡Jesús, hijo de David, Jesús, tú que eres
glorificado como Príncipe y Salvador, concédeme el arrepentimiento y el perdón!»
Podría decir que era la primera vez en mi vida que rezaba en el verdadero sentido de la palabra, pues lo
hacía con plena conciencia de mi situación y con una esperanza, como la que se describe en las
escrituras, fundada en el aliento de la palabra de Dios. Desde este momento, puedo decir que comencé a
confiar en que Dios me escucharía.
Ahora empezaba a comprender las palabras mencionadas anteriormente, Invócame y te liberaré, en un
sentido diferente al que lo había hecho antes, porque entonces no tenía la menor idea de nada que
pudiese llamarse salvación, si no era de la condición de cautiverio en la que me encontraba; pues, si bien
estaba libre en este lugar, la isla era una verdadera prisión para mí, en el peor sentido. Mas ahora había
aprendido a ver las cosas de otro modo. Ahora miraba hacia mi pasado con tanto horror y mis pecados
me parecían tan terribles, que mi alma no le pedía a Dios otra cosa que no fuera la liberación del peso
de la culpa que me quitaba el sosiego. En cuanto a mi vida solitaria, ya no me parecía nada; ya no rogaba
a Dios que me liberara de ella, ni siquiera pensaba en ello, pues no era tan importante como esto. Y
añado lo siguiente para sugerir a quien lo lea que cuando se llega a entender el verdadero sentido de las
cosas, el perdón por los pecados es una bendición mayor que la liberación de las aflicciones.
Pero dejo esto y regreso a mi diario.
Ahora mi vida, si bien no menos miserable que antes, comenzaba a ser más llevadera y puesto que mis
pensamientos estaban orientados, por la oración y la constante lectura de las escrituras, hacia cosas
más elevadas, tenía una gran paz interior que no había conocido. Además, a medida que iba recuperando
la salud y las fuerzas, me propuse procurarme todo lo que necesitaba y darle a mi vida la mayor
regularidad posible.
Desde el 4 al 14 de julio, me dediqué, principalmente, a caminar con mi escopeta en mano, poco a poco,
como un hombre que está juntando fuerzas después de la enferme dad, pues es difícil imaginar lo débil
que me encontraba. El tratamiento que había utilizado era totalmente nuevo y, tal vez nunca haya
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servido para curar a nadie de la calentura, ni puedo recomendarlo para que sea puesto en práctica, pero,
aunque sirvió para quitarme la fiebre, también me debilitó, pues durante un tiempo seguí padeciendo de
frecuentes convulsiones en los nervios y las extremidades.
También aprendí que salir durante la estación de lluvias era de lo más pernicioso para mi salud, en
especial, cuando las lluvias venían acompañadas de tempestades y huracanes. Como las lluvias de la
estación seca siempre venían acompañadas de esas tormentas, eran más peligrosas que las que caían en
septiembre y octubre.
Hacía más de diez meses que habitaba en esta desdichada isla y parecía que cualquier posibilidad de
salvación de esta condición me hubiera sido totalmente negada. Además, estaba convencido de que
ningún ser humano había puesto un pie en este lugar. Ya me había asegurado perfectamente la
habitación y ahora tenía grandes deseos de explorar la isla más a fondo para ver qué cosas podía
encontrar que aún no conocía.
El 15 de julio comencé la inspección minuciosa de la isla. Primero me dirigí hacia el río al que, como he
dicho, llegué con mis balsas. Descubrí, después de andar río arriba casi dos millas, que la corriente no
aumentaba y que no se trataba más que de una pequeña quebrada, muy fresca y muy buena; mas, por
estar en la estación seca, apenas tenía agua en algunas partes, al menos, no la suficiente como para que
se formara una corriente perceptible.
A orillas de esta quebrada encontré muchas sabanas o praderas placenteras, llanas, lisas y cubiertas de
hierba. En la parte más elevada, próxima a las tierras altas, que el agua, al parecer, nunca inundaba,
encontré gran cantidad de tabaco verde que crecía en tallos fuertes y robustos. Había muchas otras
plantas que no conocía y que, tal vez, tenían propiedades que no era capaz de descubrir.
Busqué raíz de yuca, con la que los indios de esta región hacen su pan, pero no encontré ninguna. Vi
enormes plantas de áloe pero no sabía lo que eran y varias cañas de azúcar que crecían silvestres e
imperfectas a falta de cultivo. Me contenté con estos descubrimientos por esta vez y regresé pensando
cómo hacer para conocer las virtudes y bondades de los frutos o plantas que fuera descubriendo pero
no llegué a ninguna conclusión, pues, fue tan poco lo que observé cuando estaba en Brasil, que era escaso
lo que sabía de las plantas silvestres, al menos muy poco que me sirviera en este momento.
Al día siguiente, el 16, subí por el mismo camino y, después de haber avanzado un poco más que el día
anterior, descubrí que el río y la pradera terminaban y comenzaba un bosque. Aquí encontré diferentes
frutas, en especial una gran cantidad de melones en el suelo y de uvas en los árboles. Las viñas se
habían extendido sobre los árboles y los racimos de uvas estaban en su punto de maduración y sabor.
Este sorprendente descubrimiento me llenó de alegría pero la experiencia me advirtió que las comiera
con moderación pues, según recordaba, cuando estuve en Berbería, muchos de los ingleses que estaban
allí como esclavos, murieron a causa de las uvas, que les provocaron fiebre y disentería. No obstante,
descubrí que si las curaba y secaba al sol y las conservaba como se suelen conservar las uvas secas o
pasas, serían, como en efecto ocurrió, un alimento agradable y sano cuando no hubiera uvas.
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Pasé allí toda la tarde y no regresé a mi habitación. Esta fue, dicho sea de paso, la primera noche que
pasé fuera de casa. Al anochecer tomé mi antigua precaución y me subí a un árbol donde dormí bien y, a
la mañana siguiente, prosegui mi exploración. Caminé casi cuatro millas hacia el norte, según pude juzgar
por la longitud del valle, con una cadena de montañas por el sur y otra por el norte.
Al final de esta caminata, llegué a un claro donde el terreno parecía descender hacia el oeste y donde
había un pequeño manantial de agua dulce que brotaba de la ladera de una colina cercana hacia el este.
La tierra parecía tan fresca, verde y floreciente y todo tenía un aspecto tan primaveral que semejaba
un jardín cultivado.
Descendí un trecho por el costado de ese delicioso valle, observándolo con una especie de secreto
placer, aunque mezclado con otras reflexiones dolorosas, al pensar que todo aquello era mío, que era el
rey y señor irrevocable de todo este lugar, sobre el que tenía pleno derecho de posesión; y que si
hubiera podido transmitirlo, sería un bien hereditario tan sólido como el de cualquier señor de
Inglaterra. Vi muchos árboles de cacao, naranjos, limoneros y cidros, todos silvestres y con poca o
ninguna fruta, al menos en ese momento. Sin embargo, recogí unas limas que, no sólo estaban sabrosas
sino que eran muy saludables. Más tarde mezclé su zumo con agua y obtuve una bebida muy sana y
refrescante.
Me di cuenta de que tenía mucho que transportar a casa, así que decidí separar una provisión de uvas,
limas y limones para disponer de ellos durante la estación húmeda, que como sabía, se aproximaba.
Con este propósito, hice un gran montón de uvas en un sitio y luego uno más pequeño en otro y,
finalmente, uno mayor de limas y limones en otra parte. Entonces cogí un poco de cada montón y me
encaminé a casa con la resolución de volver de nuevo pero con una bolsa, saco o algo similar para
llevarme el resto.
Al cabo de tres días de viaje regresé a casa, que así debo llamar a mi tienda y a mi cueva. Pero antes de
llegar, las uvas se habían echado a perder, pues, como estaban tan maduras y jugosas, se magullaron por
su propio peso y no servían para nada. Las limas estaban en buen estado pero solo pude transportar unas
pocas.
Al día siguiente, el 19, regresé con dos sacos pequeños que me había hecho para traer a casa mi cosecha
pero al llegar al montón de uvas, que estaban tan apetitosas y maduras cuando las recogí, me quedé
sorprendido de encontrarlas desparramadas, deshechas y tiradas por aquí y por allá, muchas de ellas
mordidas o devoradas. Deduje que algún animal salvaje había hecho esto pero no sabía cuál.
Sin embargo, cuando descubrí que no podía amontonarlas ni llevarlas en un saco porque de una forma se
destruirían y de la otra se aplastarían por su propio peso, tomé otra decisión: colgué de las ramas de los
árboles una gran cantidad de racimos de uvas para que se curaran y secaran al sol y me llevé tantas
limas y limones como pude.
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Cuando regresé a casa de este viaje, pensé con gran placer en la fecundidad de aquel valle y su
placentera situación, protegido de las tormentas, cercano al río y al bosque y llegué a la conclusión de
que había establecido mi morada en la peor parte de la isla. En consecuencia, empecé a considerar la
idea de mudar mi habitación y buscar un lugar, tan seguro como el que tenía, situado, preferiblemente,
en aquella parte fértil y placentera de la isla.
Esta idea me rondó la cabeza por mucho tiempo pues sentía una gran atracción por ese lugar, cuyo
encanto me tentaba. Pero cuando lo pensé más detenidamente, me di cuenta de que ahora estaba cerca
del mar, donde al menos había una posibilidad de que me ocurriera algo favorable y que el mismo destino
cruel que me había llevado hasta aquí, trajera a otros náufragos desgraciados. Aunque era poco
probable que algo así ocurriera, recluirme entre las montañas o en los bosques del centro de la isla, era
asegurarme el cautiverio y hacer que un hecho poco probable se volviera imposible. Por lo tanto, decidí
que no me mudaría bajo ningún concepto.
No obstante, estaba tan enamorado de ese lugar que pasé allí gran parte del resto del mes de julio y, a
pesar de haber decidido que no me mudaría, me construí una especie de emparrado que rodeé, a cierta
distancia, con una fuerte verja de dos filas de estacas, tan altas como me fue posible, bien enterradas
y rellenas de maleza. Allí dormía seguro dos o tres noches seguidas, pasando por encima de la valla con
una escalera, como antes, y ahora me figuraba que tenía una casa en el campo y otra en la costa. En
estas labores estuve hasta principios del mes de agosto.
Acababa de terminar mi valla y comenzaba a disfrutar de la labor realizada, cuando vinieron las lluvias y
me forzaron a quedarme en mi primera vivienda, pues aunque me había hecho una tienda como la otra,
con un pedazo de vela bien extendido, no tenía la protección de la montaña en caso de tormenta, ni una
cueva, donde podía refugiarme si llovía excesivamente.
A principios de agosto, como he mencionado, había terminado mi emparrado y comenzaba a sentirme a
gusto. El tercer día de agosto, vi que las uvas que había colgado estaban perfectamente secas y, de
hecho, eran excelentes pasas, así que empecé a descolgarlas. Esto fue una verdadera fortuna pues las
lluvias que cayeron las habrían estropeado y, de ese modo, habría perdido lo mejor de mi alimento
invernal, ya que tenía más de doscientos racimos. Apenas las hube descolgado y transportado a casa,
comenzó a llover y desde ese día, que era el 14 de agosto, hasta mediados de octubre, llovió casi todos
los días, a veces, con tanta fuerza que no podía salir de mi cueva durante varios días.
En este tiempo tuve la sorpresa de ver aumentada mi familia. Estaba preocupado por la desaparición de
una de mis gatas que, supuse, se había escapado o había muerto, pues no volví a saber de ella, cuando,
para mi asombro, regresó a casa a finales de agosto con tres gatitos. Esto me pareció muy extraño
pues, aunque había matado un gato salvaje con mi escopeta, creía que eran de una especie muy distinta a
nuestros gatos europeos. Sin embargo, los gatitos eran iguales a los gatos domésticos, mas como los dos
que yo tenía eran hembras, todo el asunto me pareció muy raro. Más tarde, de estos tres gatos salió
una auténtica plaga de gatos, por lo que me vi forzado a matarlos como si fueran sabandijas o alimañas y
a llevarlos tan lejos de casa como me fuera posible.
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Desde el 14 de agosto hasta el 26 llovió incesantemente, de modo que no pude salir pero, esta vez, me
cuidé muy bien de la humedad. Durante este encierro, mis víveres comenzaron a mermar por lo que tuve
que salir dos veces. La primera vez, maté una cabra y la segunda, que fue el 26, encontré una gran
tortuga, lo cual fue una auténtica fiesta. De este modo regularicé mis comidas: comía un racimo de uvas
en el desayuno, un trozo de carne de cabra o tortuga asada en el almuerzo, pues, para mi desgracia no
tenía vasijas para hervirla o guisarla, y dos o tres huevos de tortuga para la cena.
Durante esta reclusión a causa de la lluvia, trabajaba dos o tres horas diarias en la ampliación de mi
cueva. Gradualmente, la fui profundizando en una dirección has ta llegar al exterior, donde hice una
puerta por la que pudiera entrar y salir. Sin embargo, no me sentía cómodo estando tan al descubierto
ya que antes estaba perfectamente encerrado, mientras que ahora me hallaba expuesto a cualquier
ataque; aunque, en realidad, no había visto ninguna criatura viviente que pudiese atemorizarme puesto
que los animales más grandes que había en la isla eran las cabras.
30 de septiembre. Este día se celebraba el desgraciado aniversario de mi llegada. Conté las marcas de
mi poste y constaté que llevaba trescientos sesenta y cinco días en la isla. Guardé una solemne
abstinencia todo el día, que dediqué a hacer ejercicios religiosos. Me postré humildemente y confesé a
Dios todos mis pecados, reconociendo su justicia y rogándole que tuviera misericordia de mí en el
nombre de Jesucristo. No probé ningún alimento durante doce horas, hasta que se puso el sol. Entonces
comí una galleta y un racimo de uvas y me acosté, terminando el día como lo había comenzado.
Hasta ese momento no había celebrado los domingos ya que, al principio, carecía de sentimientos
religiosos. Al cabo de un tiempo, había dejado de hacer una marca más larga los domingos para
diferenciar las semanas, de manera que no sabía en qué día vivía. Pero ahora, después de haber contado
los días, como he dicho, y de haber comprobado que había pasado un año, lo dividí en semanas, señalando
cada siete días el domingo. Al final, me di cuenta de que había perdido uno o dos días en mis cómputos.
Poco tiempo después, mi tinta comenzó a escasear, así que me limité a usarla con mucho cuidado y no
escribía sino los acontecimientos más importantes de mi vida, abandonando el recuento diario de otras
menudencias.
Comencé a observar los cambios de estación y aprendí a prever el paso de la estación seca a la húmeda,
a fin de abastecerme adecuadamente. Mas tuve que pagar muy cara mi experiencia pues lo que voy a
relatar, fue uno de los acontecimientos más desalentadores que me ocurrieron en toda la vida.
Anteriormente, he dicho que guardé algunas de las espigas de cebada y de arroz, que tan
milagrosamente habían brotado. Tenía como treinta espigas de arroz y veinte de cebada y pensé que,
pasadas las lluvias, era el mejor momento para sembrarlas pues el sol estaba más hacia el sur respecto
de mí.
Preparé un trozo de tierra lo mejor que pude con mi pala de madera, lo dividí en dos partes y sembré
las semillas pero, mientras lo hacía, se me ocurrió que no debía sembrarlas to das la primera vez ya que
no sabía cuál era el mejor momento para hacerlo. De este modo, sembré dos terceras partes de las
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semillas y guardé un puñado de cada una. Más tarde, me alegré de haberlo hecho así pues ni uno solo de
los granos que sembré produjo nada, puesto que se aproximaba la estación seca, y no volvió a llover
después de la siembra. Por tanto la tierra no tenía humedad para que las semillas germinaran y, no lo
hicieron hasta que volvieron las lluvias; entonces germinaron como si estuviesen recién sembradas.
Cuando me di cuenta de que las semillas no germinaban, pude intuir fácilmente que era a causa de la
sequía, de modo que busqué un terreno más húmedo para hacer otro experimento. Aré un trozo de
tierra cerca de mi emparrado y sembré el resto de las semillas en febrero, un poco antes del equinoccio
de primavera. Las lluvias de marzo y abril las hicieron brotar perfectamente y dieron una buena
cosecha, mas, como no me atreví a sembrar toda la que había guardado, tan solo obtuve una pequeña
cosecha, que no ascendía a más de un celemín de cada grano.
Este experimento me hizo experto en la materia y ahora sabía, exactamente, cuál era la estación
propicia para sembrar y, además, que podía sembrar y cosechar dos veces al año.
Mientras crecía el grano hice un pequeño descubrimiento que luego me rindió gran provecho. Tan pronto
como cesaron las lluvias y el tiempo mejoró, lo cual ocurrió hacia el mes de noviembre, fui a mi
emparrado del campo, al cual no iba desde hacía varios meses, y encontré todo tal y como lo había
dejado. El cerco o doble empalizada que había construido estaba completo y fuerte y de algunos
troncos habían brotado ramas largas, como las de un sauce llorón, al año siguiente de la poda, pero no
sabía de qué árbol había cortado las estacas. Sorprendido y complacido de ver aquellos retoños, los
podé para que crecieran tan uniformemente como fuese posible y resulta casi increíble que en tres años
crecieran tan maravillosamente, de forma que, si la empalizada formaba un círculo de casi veinticinco
yardas de diámetro, los árboles -que así podía llamarlos- la cubrieron completamente, dando suficiente
sombra como para refugiarme durante toda la estación seca.
Decidí entonces cortar otras estacas para hacer una empalizada como esta alrededor de mi muro, me
refiero al de mi primera vivienda, y así lo hice. Coloqué los árboles o troncos en doble fila, a unas ocho
yardas de mi primer muro y crecieron en poco tiempo, formando, al principio, un buen techado para mi
morada y, luego, una buena defensa, como se verá en su momento.
Entonces observé que las estaciones del año se podían dividir, no en invierno y verano como en Europa,
sino en estaciones secas y estaciones de lluvia de la siguiente manera:
Mediados de febrero
marzo Estación de lluvia, con el sol muy cerca del equinoccio.
mediados de abril
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Mediados de abril
mayo
junio Estación seca, con el sol hacia el norte del ecuador.
julio
Mediados de agosto
Mediados de agosto
septiembre Estación de lluvia, con el sol regresando al equinoccio.
mediados de octubre
Mediados de octubre
noviembre
diciembre Estación seca, con el sol hacia el sur del ecuador.
enero
mediados de febrero
La estación de lluvia era algunas veces más larga y otras más corta, según soplara el viento, pero esta
era la observación general que había hecho. Después de haber experimentado las consecuencias
nefastas de salir bajo la lluvia, me cuidé de abastecerme con antelación de provisiones, para no verme
obligado a salir y poder permanecer en el interior tanto como fuese posible durante los meses de lluvia.
Esta vez encontré una ocupación (muy adecuada para la estación) pues me faltaban muchas cosas que
solo podía hacer con esfuerzo y dedicación constantes. En particular, traté muchas veces de hacer un
cesto pero todos los tallos que encontraba para este propósito eran demasiado quebradizos y no pude
lograrlo. Por suerte, cuando era niño, solía deleitarme observando a los cesteros del pueblo de mi padre
mientras tejían sus artículos de mimbre. Como es común entre los niños, observaba con mucha atención
el modo en que realizaban estos objetos y estaba siempre dispuesto a ayudar. Algunas veces les echaba
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una mano y así aprendí perfectamente el método de esta labor, para la cual tan solo necesitaba
materiales. Pensé entonces que los vástagos de aquel árbol del que había cortado las estacas que
retoñaron podrían ser tan resistentes como el cetrino, el mimbre o el sauce de Inglaterra y decidí
probarlo.
Al día siguiente, fui a mi casa de campo, como solía llamarla, y cuando corté unas ramas, me parecieron
tan adecuadas para mis fines como podía desear. Entonces, regresé otra vez, equipado con una azuela
para cortar una mayor cantidad de ellas, lo cual resultó muy fácil dada la abundancia de estos árboles.
Luego las dejé secar dentro de mi cerco o empalizada y cuando estuvieron listas para utilizarse, las
llevé a la cueva donde, en la siguiente estación de lluvias, me dediqué a hacer muchos cestos para llevar
tierra o transportar o colocar cosas, según fuera necesario; y aunque no estaban elegantemente
rematadas, servían perfectamente para mis propósitos. Desde entones, tuve cuidado de que nunca me
faltaran y cuando algunas comenzaban a estropearse, hacía otras nuevas. En especial, hice canastas
fuertes y profundas con el fin de utilizarlas, en lugar de sacos, para guardar el grano, si es que llegaba
a cosechar una buena cantidad.
Habiendo superado esta dificultad, lo cual me tomó mucho tiempo, me dediqué a estudiar la posibilidad
de satisfacer dos necesidades. No tenía recipientes para poner líquido, con la excepción de dos barriles
que contenían ron y algunas botellas para agua, licores y otras bebidas. No tenía siquiera un cacharro
para hervir nada, salvo una especie de puchero que había rescatado del barco y que era demasiado
grande para el uso que quería darle, es decir, hacer caldo y cocer algún trozo de carne. Lo otro que
necesitaba era una pipa para fumar pero era imposible hacer una, aunque, sin embargo, también
encontré una forma.
Llevaba todo el verano o estación de sequía plantando la segunda fila de estacas y tejiendo canastas
cuando surgió otro asunto que me ocupó más tiempo del que jamás hubiera imaginado.
Ya he dicho que tenía pensado recorrer toda la isla y que había pasado el río y llegado hasta el lugar en
el que tenía construido mi emparrado, desde donde podía ver el mar al otro lado de la isla. Ahora quería
llegar hasta la orilla de aquel lado, de manera que cogí mi escopeta, un hacha, mi perro, una cantidad de
pólvora y municiones mayor que la habitual, dos galletas y un gran puñado de pasas que metí en un saco y
emprendí el viaje. Cuando crucé el valle donde estaba el emparrado, divisé el mar hacia el oeste y como
el día estaba muy claro, pude ver una franja de tierra, que no podía decir con certeza si era una isla o
un continente. La tierra, que estaba bastante elevada, se extendía un largo trecho del sudoeste hacia el
oeste y, según mis cálculos, estaba a no menos de quince o veinte leguas de distancia.
No sabía qué parte del mundo era aquella, tan solo que debía ser parte de América y, en base a todas
mis observaciones, debía estar cerca de los dominios españoles. Tal vez estaba habitada por salvajes y
si hubiese naufragado allí, me habría encontrado en peor situación que en la que estaba. Me resigné,
pues, a los deseos de la Providencia, en cuya beneficiosa intervención ahora creía. Esto calmó mi
espíritu y dejé de afligirme por el vano deseo de estar allí.
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Además, después de reflexionar sobre el asunto, concluí que si esta tierra estaba en la costa española,
con certeza, tarde o temprano, vería un buque pasar en cualquier dirección. Si esto no ocurría, entonces
me hallaba en la costa salvaje entre las tierras españolas y el Brasil, donde habitan los peores salvajes,
caníbales y antropófagos, que asesinan y devoran cualquier cuerpo humano que caiga en sus manos.
Con estos pensamientos seguí caminando tranquilamente y descubrí el otro lado de la isla donde me
encontraba más a gusto que en el mío. La sabana o campiña era dulce y estaba adornada con flores,
hierba y hermosas arboledas. Vi gran cantidad de cotorras y me dieron ganas de capturar una para
domesticarla y enseñarla a hablar; y así lo hice. Con mucho esfuerzo, capturé una cría que derribé con
un palo y, después de curarla, la llevé a casa, mas no fue, hasta al cabo de unos años, que logré enseñarla
a hablar y, finalmente, a decir mi nombre con familiaridad. Más tarde se produjo un pequeño incidente
cuyo relato será divertido.
Me lo estaba pasando muy bien en este viaje. En las tierras bajas encontré liebres, o al menos eso me
parecieron, y zorras, que no se parecían a ninguna de las que había conocido hasta entonces, ni me
parecían comestibles, aunque maté algunas. No tenía por qué arriesgarme pues tenía suficiente comida y
muy buena, a saber: cabras, palomas y tortugas. Si a esto le sumaba mis pasas, podía asegurar que ni en
el mercado Leadenhall se hubiese podido servir una mesa más rica que la mía; y aunque mi estado era
lamentable, tenía motivos para estar agradecido por no faltarme los alimentos, pues más bien los tenía
en abundancia y hasta algunas exquisiteces.
Nunca avanzaba más de dos millas en este viaje pero daba tantas vueltas en busca de hallazgos que
llegaba agotado al sitio donde decidía pasar la noche. Entonces, subía a un árbol o me tendía en el suelo
rodeado por un cerco de estacas, de manera que ninguna criatura salvaje pudiese acercarse a mí sin
despertarme.
Tan pronto llegué a la orilla del mar, me sorprendió ver que me había instalado en la peor parte de la isla
porque aquí la playa estaba llena de tortugas mientras que, en el otro lado, solo había encontrado tres
en un año y medio. También había gran cantidad de aves de varios tipos, algunas de las cuales había
visto y otras no, pero ignoraba sus nombres, excepto el de aquellas que llamaban pingüinos.
Hubiera podido cazar tantas como quisiera pero ahorraba mucho la pólvora y las municiones. Había
pensado matar una cabra para alimentarme mejor pero, aunque aquí había más cabras que al otro lado
de la isla, resultaba más difícil acercarse a ellas porque el terreno era llano y podían verme con más
rapidez que en la colina.
Debo confesar que este lado de la isla era mucho más agradable que el mío pero no tenía ninguna
intención de mudarme pues ya estaba instalado en mi morada y me había acostumbrado tanto a ella que
durante todo el tiempo que pasé aquí, tenía la impresión de estar de viaje, lejos de casa. Sin embargo,
caminé unas doce millas a lo largo de la orilla hacia el este y, clavando un gran poste, a modo de
indicador, decidí regresar a casa. En la próxima expedición, me dirigiría hacia el otro lado de la isla,
hacia el este de mi casa, hasta llegar al poste.
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Al regreso, tomé un camino distinto al que había hecho, creyendo que podría abarcar fácilmente gran
parte de la isla con la vista y, así, encontrar mi vivienda pero me equivoqué. Al cabo de unas dos o tres
millas, me hallé en un gran valle rodeado de tantas colinas que, a su vez, estaban tan cubiertas de
árboles, que no podía saber hacia dónde me dirigía si no era por el sol, y ni siquiera esto, si no sabía con
exactitud su posición en ese momento del día.
Para colmo de males, durante tres o cuatro días, el valle se cubrió de una neblina que me impedía ver el
sol, por lo que anduve desorientado e incómodo hasta que, finalmente, me vi obligado a regresar a la
playa, buscar el poste y regresar por el mismo camino que había venido. Así, en jornadas fáciles,
regresé a casa, agobiado por el excesivo calor y por el peso de la escopeta, las municiones, el hacha y
las demás cosas que llevaba.
En este viaje, mi perro sorprendió a un cabrito y lo apresó. Yo tuve que correr en su auxilio para
salvarlo del perro y pensé llevármelo a casa pues, a menudo, había teni do la idea de si sería posible
atrapar uno o dos para criar un rebaño de cabras domésticas de las que abastecerme cuando se me
hubieran acabado la pólvora y las municiones.
Le hice un collar al pequeño animal y con un cordón que había hecho y que siempre llevaba conmigo, lo
conduje, no sin alguna dificultad, hasta mi emparrado, donde lo encerré y lo dejé pues estaba
impaciente por llegar a casa después de un mes de viaje.
No puedo expresar la satisfacción que me produjo regresar a mi vieja madriguera y tumbarme en mi
hamaca. Este corto viaje, sin un sitio estable donde descansar, me había resultado tan desagradable,
que mi propia casa, como solía llamarla, me parecía un asentamiento perfecto, donde todo estaba tan
cómodamente dispuesto, que decidí no volver a alejarme por tanto tiempo de ella mientras
permaneciera en la isla.
Pasé una semana entera descansando y agasajándome después de mi largo viaje, durante el cual dediqué
mucho tiempo a la difícil tarea de hacerle una jaula a mi Poll, que comenzaba a domesticarse y a
sentirse a gusto conmigo. Entonces pensé en el pobre cabrito que había dejado encerrado en el
emparrado y decidí ir a buscarlo para traerlo a casa o darle algún alimento. Fui y lo encontré donde lo
había dejado pues no tenía por donde salir pero estaba muerto de hambre. Corté tantas hojas y ramas
como pude encontrar y se las di. Después de alimentarlo, lo até como lo había hecho antes pero esta vez
estaba tan manso por el hambre, que casi no tenía que haberlo hecho, pues me seguía como un perro.
Según iba alimentándolo, el animal se volvió tan cariñoso, amable y tierno que se convirtió en una de mis
mascotas y ya nunca me abandonó.
Había llegado la estación lluviosa del equinoccio de otoño. Guardé el 30 de septiembre con la misma
solemnidad que el año anterior, pues era el segundo aniversario de mi llegada a la isla y no tenía más
perspectivas de ser rescatado que el primer día. Dediqué todo el día a dar gracias humildemente por los
muchos bienes que me habían sido prodigados, sin los cuales, esta vida solitaria habría sido mucho más
miserable. Le di gracias a Dios con humildad y fervor por haberme permitido descubrir que, tal vez,
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podía sentirme más feliz en esta situación solitaria que gozando de la libertad en la sociedad y rodeado
de mundanales placeres. Le agradecí que hubiese compensado las deficiencias de mi soledad y mi
necesidad de compañía humana con su presencia y la comunicación de su gracia que me asistía, me
reconfortaba y me alentaba a confiar en su providencia aquí en la tierra y aguardar por su eterna
presencia después de la muerte.
Ahora empezaba a darme cuenta de cuánto más feliz era esta vida, con todas sus miserias, que la
existencia sórdida, maldita y abominable que había llevado en el pasado. Habían cambiado mis penas y
mis alegrías, mis deseos se habían alterado, mis afectos tenían otro sentido, mis deleites eran
completamente distintos de como eran a mi llegada a esta isla y durante los últimos dos años.
Antes, cuando salía a cazar o a explorar la isla, la angustia que me provocaba mi situación me atacaba
súbitamente y cuando pensaba en los bosques, las montañas y el desierto en el que me hallaba, me sentía
desfallecer. Me veía como un prisionero encerrado tras los infinitos barrotes y cerrojos del mar, en un
páramo deshabitado y sin posibilidad de salvación. En los momentos de mayor cordura, estos
pensamientos me asaltaban de golpe, como una tormenta, y me hacían retorcerme las manos y llorar
como un niño. A veces, me sorprendían en medio del trabajo y me obligaban a sentarme a suspirar,
cabizbajo, durante una o dos horas, lo cual era mucho peor, pues si hubiese podido irrumpir en llanto o
expresarme en palabras, habría podido desahogarme y aliviar mi dolor.
Pero ahora pensaba en cosas nuevas. Diariamente, leía la palabra de Dios y aplicaba todo su consuelo a
mi situación. Una mañana que me sentía muy triste, abrí la Biblia y encontré estas palabras: Nunca
jamás te dejaré ni te abandonaré. Inmediatamente pensé que estaban dirigidas a mí pues, ¿cómo si no,
me habían sido reveladas justo en el momento en el que me lamentaba de mi condición como quien ha
sido abandonado por Dios y por los hombres? «Pues bien -dije-, si Dios no me va a abandonar, ¿qué
puede ocurrirme o qué importancia puede tener el que todo el mundo me haya abandonado, cuando
pienso que la pérdida sería mucho mayor si tuviese el mundo entero a mi disposición y perdiese el favor
y la bendición de Dios?»
Desde este momento, comencé a convencerme de que, posiblemente, era más feliz en esta situación de
soledad y abandono que en cualquier otro estado en el mundo. Con estos pensamientos le di gracias a
Dios por haberme traído a este lugar.
No sé qué ocurrió pero algo me turbó y me impidió pronunciar las palabras de agradecimiento. «¿Cómo
puedes ser tan hipócrita -me dije en voz alta- y fingirte agradecido por una situación de la cual, a pesar
de tus esfuerzos por resignarte a ella, deseas liberarte con todas las fuerzas de tu corazón?» Aquí me
detuve y, aunque no pude darle gracias a Dios por hallarme allí, le agradecí sinceramente que me
hubiese abierto los ojos, si bien mediante sufrimientos, para ver mi vida anterior y para lamentarme y
arrepentirme de ella. Nunca abrí ni cerré la Biblia sin darle gracias a Dios por hacer que mi amigo en
Inglaterra, sin que yo le dijese nada, la hubiese empaquetado con mis cosas y por ayudarme a rescatarla
del naufragio.
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De este modo y con esta disposición de ánimo, comencé mi tercer año. Si bien no he querido incomodar
al lector con el relato minucioso de los trabajos que realicé durante este año, como lo hice con el año
anterior, en general, puedo observar que casi nunca estaba ocioso sino que había dividido mi tiempo,
según lo requerían mis tareas cotidianas. En primer lugar, debía cumplir mis deberes con Dios y leer las
escrituras, cosa que hacía tres veces al día. En segundo lugar, tenía que salir con mi escopeta en busca
de alimentos, lo cual me tomaba cerca de tres horas todas las mañanas. En tercer lugar, tenía que
preparar, curar, conservar y cocinar lo que había matado o atrapado para mi sustento. Esto me tomaba
una buena parte del día. Además, debe considerarse que al mediodía, cuando el sol estaba en el cenit,
hacía un calor tan violento que era imposible salir, por lo que solo me quedaban cuatro horas de trabajo
por la tarde, excepto cuando invertía los horarios de mis labores y trabajaba por las mañanas y salía
con la escopeta por la tarde.
Al poco tiempo que tenía para trabajar, he de agregar la extrema laboriosidad de las obras y las
muchas horas que, por falta de herramientas, ayuda o destreza, me tomaba cualquier tarea que
emprendiese. Por ejemplo, me tomó cuarenta y dos días enteros hacer una tabla que me sirviera de
anaquel para mi cueva, mientras que dos aserradores, con sus herramientas y su serrucho, habrían
cortado seis tablas del mismo árbol en medio día.
Mi situación era la siguiente: el árbol que debía cortar tenía que ser grande, pues necesitaba que la
tabla fuese ancha. Me tomaba tres días cortar el árbol y dos más quitarle las ramas y reducirlo al
tronco. A fuerza de hachazos, iba afinándolo por ambos lados hasta hacerlo lo suficientemente ligero
como para moverlo. Entonces le daba la vuelta y aplanaba y alisaba uno de sus lados de un extremo a
otro, como una tabla. Luego le daba la vuelta otra vez y cortaba el otro lado hasta obtener una plancha
como de tres pulgadas de espesor y lisa por ambos lados. Cualquiera podría juzgar el esfuerzo que debía
hacer con mis manos para realizar este trabajo pero con paciencia y empeño conseguí hacer esta y
muchas otras cosas. Recalco esto, en particular, tan solo para explicar por qué me tomaba tanto tiempo
realizar una tarea tan pequeña; en otras palabras, que lo que se podía realizar en poco tiempo, con ayuda
y las herramientas adecuadas, sin estas se convertía en un trabajo ímprobo que requería muchísimo
tiempo.
No obstante, con paciencia y empeño, pude sobrepasar muchos obstáculos, de hecho, todos los que se
me presentaron en diversas circunstancias, como se verá a continuación.
Estaba en los meses de noviembre y diciembre, a la espera de mi cosecha de cebada y arroz, y la tierra
que había arado y cultivado no era muy grande pues, como he observado, no tenía más de un celemín de
cada grano ya que había perdido una cosecha entera en la estación seca. Esta vez, la cosecha prometía
ser buena pero de pronto advertí que estaba a punto de perderla nuevamente a causa de enemigos de
diversa índole, a los cuales me resultaba muy difícil combatir. En primer lugar, las cabras y lo que yo
llamo liebres salvajes, habiendo probado esa hierba tan dulce, permanecían allí día y noche, comiéndola
tan de raíz que era imposible que brotara una espiga.
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Para esto no vi otra solución que levantar un cerco, que construí con mucho empeño, pues no tenía
demasiado tiempo. No obstante, como la tierra arada no era muy ex tensa, conforme a la cosecha, logré
cercarla totalmente en tres semanas. Maté algunos de los animales durante el día y puse a mi perro en
guardia durante la noche, amarrado a un palo donde se quedaba vigilando y ladrando toda la noche. De
este modo, los enemigos abandonaron el lugar en poco tiempo y el grano creció fuerte y saludable y
comenzó a madurar rápidamente.
Así como estos animales trataron de arruinar mi grano cuando aún era hierba, los pájaros estuvieron a
punto de hacerlo cuando brotaron las espigas. Un día fui al sembrado para ver cómo prosperaba y lo
hallé rodeado de aves de no sé cuántos tipos, que parecían aguardar a que me marchase.
Inmediatamente, las espanté con la escopeta (que siempre llevaba conmigo). No bien había disparado,
cuando se elevó una pequeña nube de pájaros que no había visto porque estaban ocultos entre las
espigas.
Esto me inquietó mucho pues preveía que en pocos días se habrían comido mis esperanzas, dejándome
sin alimento, y sin posibilidades de volver a sembrar nunca. No sabía qué hacer. Sin embargo, estaba
decidido a no perder mi grano, si era posible, aunque tuviera que vigilarlo día y noche. En primer lugar,
recorrí el sembrado para ver los daños que habían hecho las aves y encontré que habían echado a
perder gran parte de los granos pero, como las espigas estaban aún verdes, la pérdida no fue tan
grande, pues el resto prometía una buena cosecha si lograba salvarlo.
Me detuve a cargar mi escopeta y pude ver a los ladrones posados en los árboles que estaban a mi
alrededor, como esperando a que me marchara, lo que en efecto ocurrió pues, apenas me alejé de su
vista, bajaron al sembrado, uno a uno, nuevamente. Esto me enfadó tanto que no tuve paciencia para
esperar a que llegara el resto, sabiendo que cada grano que se comían en ese momento representaba una
gran pérdida para mí en el futuro. Por lo tanto, arrimándome al cerco, disparé y maté a tres de ellos.
Era justo lo que quería pues los recogí y los traté como a los ladrones famosos en Inglaterra, es decir,
los colgué de unas cadenas para asustar a los demás. Es imposible imaginar el efecto que tuvo esto pues,
al poco tiempo, abandonaron aquella parte de la isla y no volví a verlos por allí mientras estuvo mi
espantapájaros.
Esto me alegró mucho, como puede suponerse, y hacia finales de diciembre recogí mi grano en la
segunda cosecha del año.
Por desgracia, no tenía una hoz o guadaña para cortarlo y lo único que podía hacer era fabricar una lo
mejor que pudiese con las espadas o machetes que había rescatado del barco. No obstante, como mi
primera cosecha era pequeña, no tuve demasiadas dificultades para segarla. En pocas palabras, lo hice a
mi modo, pues solo corté las espigas, las transporté en una de las grandes canastas que había tejido y
las desgrané con mis propias manos. Al final del proceso, observé que el grano cosechado era, según mis
cálculos, aunque no tenía forma de comprobarlo, casi treinta y dos veces más que el que había
sembrado.
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Me sentí muy entusiasmado pues preveía que, con el tiempo, Dios me proporcionaría pan. Sin embargo,
nuevamente me hallaba en apuros pues no sabía moler el grano para transformarlo en harina, ni
limpiarlo, ni cernirlo, ni, en definitiva, hacer pan. Todo esto, sumado a mi deseo de disponer de una
buena cantidad para almacenar y otra para sembrar, decidí no probar ni un grano de esta cosecha con el
fin de sembrarlo en la siguiente estación. Mientras tanto, emplearía todo mi ingenio y mi tiempo de
trabajo en averiguar el modo de hacer harina y pan.
Podría decir en verdad que había trabajado para conseguirme el pan, lo cual es bastante sorprendente y
me parece que pocas personas se han detenido a pensar en la enorme cantidad de pequeñas cosas que
hay que hacer para producir, preparar, elaborar y terminar un solo pan.
Como me hallaba reducido a un simple estado natural, sufría desalientos diariamente y cada vez me
volvía más sensible a ellos, incluso desde que había obtenido el primer puñado de semillas que, como ya
he dicho, apareció inesperadamente y para mi gran asombro.
En primer lugar, no tenía un arado para remover la tierra, ni una azada o pala para labrarla. Resolví este
problema haciendo una pala de madera, a la cual ya he hecho referencia, pero no era la más adecuada
para la función que quería darle y, aunque me había tomado varios días fabricarla, al no estar reforzada
con hierro se desgastó rápidamente y me entorpeció el trabajo, haciéndolo más difícil.
No obstante, aguantaba esto y me conformaba con hacer el trabajo pacientemente y tolerar sus
imperfecciones. Cuando terminé de sembrar el grano, me hacía falta un ras trillo y no me quedó más
remedio que utilizar una rama gruesa con la cual conseguí arañar la tierra, más que rastrillarla.
Mientras crecía el grano, observé todo lo que necesitaba hacer: cercarlo, protegerlo, segarlo o
cosecharlo, secarlo, transportarlo a casa, trillarlo, limpiarlo y guardarlo. Necesitaba también un molino
para convertirlo en harina, un tamiz para cernirla, sal y levadura para hacer el pan y un horno para
cocerlo. Sin embargo, como se verá, logré arreglármelas sin ninguna de estas cosas y el grano me
proporcionó un inestimable placer y provecho. Todo lo que he mencionado anteriormente, hacía el
trabajo más tedioso y difícil pero no había mucho que hacer al respecto, como tampoco respecto al
tiempo que perdía pues, según lo había dividido, utilizaba sólo una parte del día para realizar estas
labores. Como había decidido no usar el grano para pan hasta que tuviera una cantidad mayor, empleé
todo mi tiempo y mi ingenio durante los seis meses siguientes en hacer los utensilios adecuados para
ejecutar todas las operaciones relacionadas al procesamiento del grano, cuando lo tuviera.
Primeramente, tenía que preparar un terreno mayor ya que ahora tenía suficientes semillas para
sembrar un acre de tierra. Antes de hacer esto, dediqué por lo menos una se mana a fabricar una
azada, que resultó deplorable y pesada y requería un esfuerzo doble trabajar con ella. No obstante,
obvié esto y sembré mi semilla en dos grandes extensiones de tierra llana, situadas tan cerca de casa
como fue posible y las cerqué con una fuerte empalizada, cuyas estacas corté de los árboles que había
utilizado anteriormente. Sabía que en un año tendría un seto de plantas vivas que no requeriría mucho
mantenimiento. Esta tarea era lo suficientemente complicada como para que me tomara casi tres meses
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finalizarla, ya que buena parte de este tiempo coincidió con la estación de lluvia, durante la cual, no
pude salir.
Sin poder salir, esto es, mientras llovía, me ocupaba de los siguientes asuntos. Siempre que trabajaba,
me entretenía hablándole al loro y enseñándole a hablar, de modo que pronto aprendió su propio nombre
y a decirlo fuertemente: POLL, que fue la primera palabra que se pronunció en la isla por boca que no
fuera la mía. Pero, esta no era mi labor principal, sino, más bien, un pasatiempo que me divertía mientras
ocupaba mis manos en otras tareas, como la siguiente. Había estudiado durante mucho tiempo la forma
de hacer unas vasijas de barro, que tanto necesitaba, pero aún no sabía cómo. Mas, teniendo en cuenta
que el clima era caluroso, no dudaba que, si podía encontrar un buen barro, podría fabricar algún
cacharro que, secado al sol, fuera lo suficientemente fuerte para manejarlo y conservar en su interior
cualquier cosa que quisiera preservar de la humedad. Como necesitaba algunos cacharros de este tipo
para el grano y la harina, que era lo que me preocupaba en ese momento, decidí hacerlos tan grandes
como pudiera, a fin de que sirvieran exclusivamente como tarros para conservar lo que guardara en
ellos.
Tal vez el lector se apiade de mí, o, por el contrario, se ría de mi torpeza al hacer la pasta y los objetos
tan deformes que realicé con ella, que se hundían hacia adentro o hacia fuera porque el barro era
demasiado blando para resistir su propio peso. Algunos se quebraban al ser expuestos precipitadamente
al excesivo calor del sol, otros se rompían en pedazos cuando los movía, tanto cuando estaban secos
como cuando aún estaban húmedos. En pocas palabras, después de un arduo esfuerzo por conseguir el
barro, de extraerlo, amasarlo, transportarlo y moldearlo, en dos meses no pude hacer más que dos
cosas grandes y feas, que no me atrevería a llamar tarros.
No obstante, cuando el sol los secó hasta dejarlos muy duros, los levanté con mucho cuidado y los
coloqué en dos grandes cestos de mimbre, que había tejido, expresamente, para ellos, a fin de que no se
rompieran. Entre cada cacharro y su correspondiente cesto había un poco de espacio, que rellené con
paja de arroz y cebada. Pensé que, conservándolos secos, podrían servir para guardar el grano y, tal vez
la harina, cuando lo hubiese molido.
Aunque cometí muchos errores en mi proyecto de hacer cacharros grandes, pude hacer, con éxito,
otros más pequeños, como vasijas, platos llanos, jarras y ollitas, que el calor del sol secaba y volvía
extrañamente duros.
Nada de esto, sin embargo, satisfacía mi necesidad principal que era obtener una vasija en la que
pudiera echar líquido y fuese resistente al fuego. Al cabo de cierto tiempo, un día, habiendo hecho un
gran fuego para asar carne, en el momento de retirar los carbones, encontré un trozo de un cacharro
de barro, quemado y duro como una piedra y rojo como una teja. Esto me sorprendió gratamente y me
dije que; ciertamente, si podían cocerse en trozos también podrían hacerlo enteros.
Este hecho me llevó a estudiar cómo disponer el fuego para cocer algunos cacharros de barro. No tenía
idea de cómo fabricar un horno como los que usan los alfareros, ni de esmaltar los cacharros con plomo,
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aunque tenía algo de plomo para hacerlo. Apilé tres ollas grandes y dos cacharros, unos encima de los
otros, y dispuse las brasas a su alrededor, dejando un montón de ascuas debajo. Alimenté el fuego con
leña, que coloqué en la parte de afuera y sobre la pila, hasta que los cacharros se pusieron al rojo vivo
sin llegar a romperse. Cuando estuvieron claramente rojos, los dejé en la lumbre durante cinco o seis
horas, hasta que me di cuenta de que uno de ellos no se quebraba pero sí se derretía, porque la arena
que había mezclado con el barro se fundía por la violencia del calor, y se habría convertido en vidrio de
haberlo dejado allí. Disminuí gradualmente el fuego hasta que el rojo de los cacharros se volvió más
tenue y me quedé observándolos toda la noche para que el fuego no se apagara demasiado aprisa. A la
mañana siguiente, tenía tres buenas ollitas, si bien no muy hermosas, y dos vasijas, tan resistentes como
podría desearse, una de las cuales estaba perfectamente esmaltada por la fundición de la arena.
No tengo que decir que después de este experimento, no volví a necesitar ningún cacharro de barro que
no pudiera hacerme. Mas debo decir que en cuanto a la forma, no se diferenciaban mucho unos de otros,
como es de suponerse, ya que los hacía del mismo modo que los niños hacen sus tortas de arcilla o que
las mujeres, que nunca han aprendido a hacer masa, hornean sus pasteles.
Jamás hubo alegría tan grande por algo tan insignificante, como la que sentí cuando vi que había hecho
un cacharro de arcilla resistente al fuego. Apenas tuve paciencia para esperar a que se enfriara y volví
a colocarlo en el fuego, esta vez, lleno de agua, para hervir un trozo de carne, lo que logré
admirablemente. Luego, con un poco de cabra, me hice un caldo muy sabroso y solo me habría hecho
falta un poco de avena y algunos otros ingredientes para que quedara tan sabroso como lo hubiera
deseado.
Mi siguiente preocupación era procurarme un mortero de piedra para moler o triturar el grano ya que,
tan solo con un par de manos, no podía pensar en hacer un molino. Me encontraba muy poco preparado
para satisfacer esta necesidad pues, si había un oficio en el mundo para el cual no estaba cualificado
era para el de picapedrero. Por otra parte, tampoco contaba con las herramientas necesarias para
hacerlo. Pasé más de un día buscando una piedra lo suficientemente grande como para ahuecarla y que
sirviera de mortero, mas no pude encontrar ninguna, excepto las que había en la roca pero no tenía
forma de extraer ni cortarle ningún pedazo. Tampoco las rocas de la isla eran lo suficientemente duras
pues todas tenían una consistencia arenosa y se desmoronaban fácilmente, de manera que no habrían
soportado los golpes de un mazo, ni habrían molido el grano sin llenarlo de arena. Después de perder
mucho tiempo buscando una piedra adecuada, renuncié a este propósito y decidí buscar un buen bloque
de madera sólida, lo que resultó mucho más sencillo. Cogí uno tan grande como mis fuerzas me
permitieron levantar y lo redondeé por fuera con el hacha. Luego le hice una cavidad con fuego, del
mismo modo que los indios del Brasil construyen sus canoas. Después hice una mano de almirez, de una
madera que llaman palo de hierro y guardé todos estos utensilios hasta mi próxima cosecha, al cabo de
la cual, me proponía moler el grano, o más bien, machacarlo hasta convertirlo en harina para hacer pan.
La segunda dificultad con que me topé fue la de hacer un tamiz o cedazo para cernir la harina y
separarla del salvado y de la cáscara, sin lo cual no habría tenido posibilidad alguna de hacer pan. Esta
era una labor tan difícil que no me hallaba con valor ni para pensar en la forma de realizarla pues no
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tenía nada que me sirviera para ello; es decir, una lona o tejido con una trama lo suficientemente fina
como para permitir el cernido de la harina. Durante muchos meses estuve paralizado, sin saber
exactamente qué hacer. No me quedaba más lienzo que algunos harapos; tenía pelos de cabra pero no
sabía cómo hilarlos o tejerlos y, aunque lo hubiese sabido, no tenía instrumentos para hacerlo.
Finalmente, recordé que entre la ropa de los marineros que había rescatado del naufragio, había algunas
bufandas de muselina y, con algunos pedazos hice tres tamices pequeños pero adecuados para la tarea.
Los utilicé durante muchos años y, en su momento, contaré lo que hice después con ellos.
Lo próximo que tenía que considerar era cómo hacer el pan, una vez tuviera el grano pues, para
empezar, no tenía levadura, mas como este era un problema que no tenía solución, dejé de preocuparme
por ello. Sin embargo, me afligía no tener un horno. Con el tiempo, ideé la forma de hacerlo, de la
siguiente manera: Hice algunas vasijas de barro muy anchas pero poco profundas, es decir, de unos dos
pies de diámetro y no más de nueve pulgadas de profundidad. Las quemé en el fuego, como había hecho
con las otras y luego, cuando quería hornear pan, hacía un gran fuego sobre el hogar, que había cubierto
con unas losetas cuadradas que yo mismo hice y cocí aunque no puedo decir que fuesen perfectamente
cuadradas.
Cuando la leña formaba un buen montón de ascuas, llenaba el hogar con ellas y las dejaba ahí hasta que
el hogar se calentaba bien. Luego retiraba las ascuas, colocaba mi hogaza o mis hogazas y las cubría con
la vasija de barro, que rodeaba de carbones para mantener y avivar el fuego según fuera necesario. De
este modo, como en el mejor horno del mundo, horneaba mis hogazas de cebada y, en poco tiempo, me
convertí en un auténtico maestro pastelero pues confeccionaba diversas tortas de arroz y budines,
aunque no llegué a hacer tartas ya que no tenía con qué rellenarlas, si no era con carne de ave o de
cabra.
No es de extrañar que todas estas labores me tomaran casi todo el tercer año en la isla pues, debe
notarse que aparte de ellas, tenía que ocuparme de mi nueva cosecha y de la labranza. Sembraba el
grano en el momento adecuado, lo transportaba a casa lo mejor que podía y colocaba las espigas en
grandes canastas hasta que llegaba el momento de desgranarlo, pues no tenía trillo ni lugar donde
trillar.
Ahora que mi provisión de grano aumentaba, quería agrandar los graneros. Necesitaba un lugar para
almacenarlo porque la cosecha había sido tan abundante que tenía veinte fanegas de cebada y otras
tantas, o más, de arroz. Decidí entonces usarlos ampliamente puesto que hacía tiempo que se me había
acabado el pan. También decidí ver cuánto necesitaba para un año y, así, sembrar solo una vez.
En total, descubrí que cuarenta fanegas de cebada y arroz eran más de lo que podía consumir en un año
y por tanto, decidí sembrar al año siguiente la misma cantidad que en el anterior, con la esperanza de
que me bastase para hacer pan y otros alimentos.
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Mientras hacía todo esto, a menudo mis pensamientos volaban hacia la tierra que había visto desde el
otro lado de la isla y, secretamente, deseaba estar allí, imaginando que podría divisar el continente y
que, al ser una tierra poblada, encontraría los medios para salir adelante y, finalmente, escapar.
Sin embargo, no tenía en cuenta los riesgos de aquella situación, como, por ejemplo, el de caer en manos
de los salvajes, que consideraba más peligrosos que los leones y los tigres de África, y que, si me
atrapaban, casi con toda seguridad, me asesinarían y, tal vez me devorarían. Había oído decir que los
habitantes de la costa del Caribe eran caníbales, o devoradores de hombres y sabía, por la latitud, que
no debía estar lejos de esas tierras. Mas, suponiendo que no fuesen caníbales, podían matarme, como a
muchos europeos que cayeron en sus manos, incluso a grupos de diez o veinte; y con más razón a mí que
era uno solo y apenas podía defenderme. Nada de esto, que debía considerar muy seriamente, como
después lo hice, me preocupaba al principio pues tan solo pensaba en llegar a la otra orilla.
Deseaba tener a mi chico Xury y la chalupa con su vela de lomo de cordero, con la cual había navegado
más de mil millas por la costa de África; mas de nada me servía desear lo. Entonces pensé que podía
inspeccionar el bote de la nave que, como he dicho anteriormente, fue arrojado hasta la playa por la
tormenta que nos hizo naufragar. Estaba casi en el mismo lugar pero las olas y el viento le habían dado
la vuelta contra un arrecife de arena dura y ahora no tenía agua alrededor.
Si hubiese tenido ayuda, habría podido repararlo y echarlo al agua y me habría servido perfectamente
para regresar a Brasil sin dificultades. Mas debía reconocer que me iba a resultar tan difícil darle la
vuelta como mudar la isla de un lado a otro. No obstante, fui al bosque a cortar unos troncos largos que
me sirvieran de palanca y rollo y los trasladé hasta el bote, decidido a hacer lo que pudiese y convencido
de que si lograba darle la vuelta, podría repararlo y convertirlo en un excelente bote con el que podría
lanzarme al mar tranquilamente.
No escatimé en esfuerzos en esta inútil labor, en la que empleé cerca de tres semanas, hasta que, por
fin, me convencí de que no podría levantarlo con mis pocas fuerzas y decidí excavar la arena por debajo
para socavarlo y hacerlo caer, utilizando trozos de madera para dirigirle la caída.
Mas cuando hube terminado de hacer esto, advertí, nuevamente, que no podía darle la vuelta, ni
meterme debajo ni, mucho menos, empujarlo hacia el agua. De este modo, me vi obligado a desistir de la
idea y, aunque así lo hice, mis deseos de aventurarme hacia el continente aumentaban a medida que
disminuían mis probabilidades de lograrlo.
Más tarde, comencé a reflexionar sobre la posibilidad de construir una canoa o piragua, como las que
hacían los nativos de aquellas latitudes, incluso sin herramientas ni ayuda, con un gran tronco de árbol.
Esto no solo me pareció posible sino sencillo y me alegré mucho con la idea de hacerlo y de tener más
recursos que los indios o los negros. Mas no consideré las dificultades que acarreaba dicha tarea, que
eran mayores que las que podían encontrar los indios, como por ejemplo, la necesidad de ayuda para
echarla al agua cuando estuviese terminada. Este obstáculo me parecía mucho más difícil de superar
que la falta de herramientas, por parte de los indios pues ¿de qué me serviría cortar un gran árbol en el
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bosque, lo cual podía hacer sin demasiada dificultad, si, después de modelar y alisar la parte exterior
para darle la forma de un bote y de cortar y quemar la parte interior para ahuecarla, debía dejarlo
justo donde lo había encontrado por ser incapaz de arrastrarlo hasta el agua?
Se podría pensar que, mientras construía la canoa, no había considerado, ni por un momento, esta
situación pues debí haber pensado antes en la forma de llevarla hasta el agua pero estaba tan
enfrascado en la idea de navegar, que ni una vez me detuve a pensar cómo lo haría. Naturalmente, me
iba a resultar mucho más fácil llevarla cuarenta y cinco millas por mar, que arrastrarla por tierra las
cuarenta y cinco brazas que la separaban de él.
Me empeñé en construir esta canoa como el más estúpido de los hombres, como si hubiese perdido
totalmente la razón. Me agradaba el proyecto y no me preocupaba en lo más mínimo si no era capaz de
realizarlo. No es que la idea de botar la canoa no me asaltara con frecuencia sino que respondía a mis
preguntas con la siguiente insensatez: «Primero ocupémonos de hacerla que, con toda seguridad,
encontraré la forma de transportarla cuando esté terminada.»
Esta era una forma de proceder descabellada pero mi fantasiosa obstinación prevaleció y puse manos a
la obra. Corté un cedro tan grande, que dudo mucho que Salomón dispusiera de uno igual para construir
el templo de Jerusalén. Medía cinco pies y diez pulgadas de diámetro en la parte baja y a los veintidós
pies de altura medía cuatro pies y once pulgadas; luego se iba haciendo más delgado hasta el nacimiento
de las ramas. Me costó un trabajo infinito cortar el árbol. Estuve veinte días talando y cortando la base
y catorce más cercenando las ramas, los brotes y el tupido follaje con el hacha. Después, me tomó un
mes darle la forma del casco de un bote que pudiese mantenerse derecho sobre el agua. Me tomó casi
tres meses excavar su interior hasta que pareciese un bote de verdad. Hice esto sin fuego, utilizando,
únicamente, un mazo y un cincel y, después de mucho esfuerzo, logré hacer una hermosa piragua, lo
suficientemente grande como para llevar veintiséis hombre y, por tanto, a mí con mi cargamento.
Cuando terminé la tarea, estaba encantado. El bote era mucho más grande que cualquier canoa o
piragua, hecha de un solo árbol, que hubiese visto en mi vida. Muchos golpes de hacha me había costado
y no faltaba más que llevarla hasta el agua y, si lo hubiese conseguido, habría emprendido el viaje más
absurdo e irrealizable que jamás se hubiese hecho.
Todos mis intentos de llevarla al mar fracasaron, a pesar de mis grandísimos esfuerzos. La canoa
estaba a unas cien yardas del agua y el primer inconveniente era una colina que se elevaba hacia el río.
Para resolver este problema, decidí cavar el terreno con el fin de hacer un declive. Comencé a hacerlo y
me costó un trabajo inmenso mas ¿quién se queja de fatigas si tiene la salvación ante sus ojos? No
obstante, cuando terminé esta tarea y vencí esta dificultad, estaba igual que antes porque, como con el
bote, me resultaba imposible mover la canoa.
Entonces medí la longitud del terreno y decidí hacer una especie de dique o canal para llevar el agua
hasta la piragua ya que no podía llevar esta al agua. Cuando comencé a hacerlo y calculé el ancho y la
profundidad de la excavación que debía realizar, me di cuenta de que, sin otro recurso que mis dos
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brazos, me tomaría unos diez o doce años terminar esta labor puesto que, la orilla estaba elevada y, por
lo tanto, tendría que cavar una zanja de, por lo menos, veinte pies de profundidad en la parte más alta.
Al final también tuve que renunciar a esta idea, con mucho pesar.
Esto me causó una gran aflicción y me hizo comprender, aunque demasiado tarde, la estupidez de iniciar
un trabajo sin calcular los costos ni juzgar la capacidad para realizarlo.
Ocupado en estas tareas, concluyó mi cuarto año de estancia en la isla y celebré el aniversario con la
misma devoción y tranquilidad que los anteriores, pues, gracias al constante estudio de la palabra de
Dios y al auxilio de su gracia divina, había adquirido una nueva sabiduría, distinta a mis conocimientos
anteriores. Veía las cosas de otro modo y el mundo me parecía algo remoto, con lo que no tenía nada que
ver y de lo que no esperaba ni deseaba absolutamente nada. En pocas palabras, no tenía nada en común
con él, ni lo tendría nunca, de modo que lo veía como se debía ver después de la muerte; como un lugar
donde había vivido pero al que había abandonado. Muy bien podía decir, como Abraham al rico avariento:
Entre tú y yo media un profundo abismo.
En primer lugar, me hallaba lejos de los vicios del mundo. No sentía la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos, ni la soberbia de la vida. Nada tenía que envidiar, puesto que poseía todo
aquello de lo que podía disfrutar y era el señor de toda la isla. Podía, si eso me complacía, llamarme rey
o emperador de todo lo que poseía. No tenía rivales ni adversarios ni a nadie con quien disputarme la
soberanía o el poder. Podía cosechar suficiente grano para cargar muchos navíos pero no me hacía falta,
de modo que sembraba solo el que necesitaba para mi sustento. Tenía tortugas en abundancia pero no
las cogía sino de cuando en cuando, según mis necesidades. Tenía suficiente leña para construir toda una
flota de barcos y luego llenar sus bodegas con el vino o las pasas que podía obtener de mi viñedo.
Solo me parecía valioso aquello que podía utilizar. Comía solo lo que necesitaba y el resto, ¿de qué me
servía? Si cazaba más de lo que podía comer, tenía que dárselo al perro o dejar que se lo comieran las
sabandijas. Si sembraba más grano del que podía consumir, se echaba a perder. Los árboles que cortaba
se pudrían sobre la tierra ya que no podía utilizarlos de otro modo que no fuera como lumbre para
cocinar mi comida.
En pocas palabras, después de una justa reflexión, comprendí que la naturaleza y la experiencia me
habían enseñado que todas las cosas buenas de este mundo lo son en la medida en que podemos hacer
uso de ellas o regalárselas a alguien y que disfrutamos solo de aquello que podemos utilizar; el resto no
nos sirve para nada. El avaro más miserable y codicioso de este mundo se habría curado del vicio de la
avaricia si hubiese estado en mi lugar, pues poseía infinitamente más de lo que podía disponer. No
deseaba nada, excepto algunas cosas que no podía tener y que, en realidad, eran insignificancias, aunque
me habrían sido de gran utilidad. Como he dicho anteriormente, tenía un poco de dinero, oro y plata, que
sumaban unas treinta y seis libras esterlinas y, ¡ay de mí!, ahí yacía esa inútil y desagradable materia,
con la que no podía hacer absolutamente nada. A veces pensaba que habría dado parte de ella a cambio
de unas buenas pipas para fumar tabaco o de un molino de mano para moler el grano. Más aún, lo habría
dado todo a cambio de seis peniques de semillas de nabos y zanahorias de Inglaterra o de un puñado de
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guisantes y habas y un frasco de tinta. En mi situación, no podía sacar ningún provecho de ese dinero y
allí estaba, dentro de un cajón, cubriéndose de moho con la humedad de la cueva durante la estación de
lluvias; y si hubiera tenido el cajón lleno de diamantes, tampoco habrían tenido ningún valor, porque no
tenía uso que darles.
Ahora mi vida era mucho más tranquila que al principio y me sentía mucho mejor, física y
espiritualmente. A menudo, cuando me sentaba a comer, me sentía agradecido y ad mirado por la divina
Providencia que me había puesto una mesa en medio del desierto. Aprendí a ver el lado bueno de mi
situación y a ignorar el malo y a valorar más lo que podía disfrutar que lo que me hacía falta. Esta
actitud me proporcionó un secreto bienestar, que no puedo explicar. Pongo esto aquí, pensando en las
personas inconformes, que no son capaces de disfrutar felizmente lo que Dios les ha dado porque
ambicionan precisamente aquello que les ha sido negado y me parece que toda nuestra infelicidad, por lo
que no tenemos, proviene de nuestra falta de agradecimiento por lo que tenemos.
Otra reflexión muy provechosa para mi y, sin duda, para cualquiera que caiga en una desgracia como la
mía, era la siguiente: comparar mi situación presente con la que imaginé al principio, o bien, con la que,
seguramente, habría sido, si la buena Providencia de Dios no hubiese dispuesto milagrosamente que el
barco se acercase a la orilla y que yo, no solo pudiese alcanzarlo, sino rescatar todo lo que logré llevar
hasta la playa, para mi salvación y mi bienestar, pues, si las cosas hubieran ocurrido de otro modo, no
habría tenido herramientas con que trabajar, armas para defenderme, ni pólvora ni municiones para
conseguir mi alimento.
Pasé horas, más bien, días enteros, imaginando, con lujo de detalles, lo que habría tenido que hacer si no
hubiese podido rescatar nada del barco. No habría podido alimentarme más que con pescado y tortugas
y más aún, si no los hubiera descubierto a tiempo, me habría muerto de hambre y, en caso de haber
podido subsistir, habría vivido como un salvaje. Si por casualidad hubiera matado una cabra o un ave,
mediante alguna estratagema, no habría podido abrirla, ni desollarla, ni sacarle las vísceras, ni trocearla
sino que me habría visto obligado a roerla con los dientes y desgarrarla con las uñas como las bestias.
Estas reflexiones me hicieron consciente de lo bondadosa que había sido la Providencia conmigo, por lo
que me sentí muy agradecido por mi presente condición, a pesar de todos
sus problemas y contratiempos. Aquí debo recomendar a aquellos que tienden a quejarse de sus miserias
y se preguntan: «¿hay alguna pena como la mía?», que consideren cuánto peor están otras personas, o
cuánto peor podrían estar ellos mismos si a la Providencia le hubiese parecido justo.
Había otra reflexión que me reconfortaba y me devolvía las esperanzas. Comparaba mi situación actual
con la que merecía y que, con toda razón, debía esperar de la Providencia. Había vivido una vida
vergonzosa, totalmente desprovista de cualquier conocimiento o temor de Dios. Mis padres me habían
educado bien; ambos me habían inculcado, desde temprana edad, el respeto religioso hacia Dios, el
sentido del deber y de aquello que la naturaleza y mi condición en la vida exigían de mí. Pero ¡ay de mí!
muy pronto caí en la vida de marinero, que, de todas las existencias, es la menos temerosa de Dios,
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aunque, a menudo, padezca las consecuencias de su cólera. Digo que, habiéndome iniciado muy pronto en
la vida de marinero y en la compañía de gentes de mar, el poco sentido de la religión que había cultivado
hasta entonces, desapareció ante las burlas de mis compañeros y ante un endurecido desprecio por el
peligro y las visiones de la muerte, a las que llegué a acostumbrarme por no tener con quien conversar,
que fuese distinto de mí, u oír alguna palabra buena o, al menos, amable.
Tan vacío estaba de cualquier bondad, o del más mínimo sentido de ella que ni siquiera en las agraciadas
ocasiones en las que me había visto salvado, como cuando escapé de Salé, cuando el capitán portugués
me rescató, cuando me establecí felizmente en Brasil, cuando recibí el cargamento de Inglaterra y
otras por el estilo, pronuncié ni pensé una palabra de agradecimiento a Dios; ni siquiera en el colmo de
mi desventura le dirigí una plegaria a Dios diciendo: «Señor, ten piedad de mí.» No, jamás pronunciaba
el nombre de Dios a no ser que fuera para jurar o blasfemar.
Como ya he dicho, pasé muchos meses en medio de terribles reflexiones sobre mi maldita e indigna vida
pasada. Mas cuando miraba a mi alrededor y contemplaba los dones especiales que había recibido desde
mi llegada a esta isla y el modo tan generoso en que Dios me había tratado, pues no me había castigado
con la severidad que merecía sino, más bien, había sido pródigo en proveerme tanto como podía
necesitar, tenía la esperanza de que mi arrepentimiento hubiese sido aceptado y que Dios me tuviera
reservada alguna misericordia.
Con estos pensamientos me resigné a acatar la voluntad de Dios en las circunstancias en las que me
hallaba y hasta le di sinceras gracias por ello, considerando que aún estaba vivo y que no debía
quejarme, pues no había recibido siquiera el justo castigo por mis pecados y gozaba de tantos
privilegios como nunca hubiese podido esperar en un sitio como este. Por tanto, no debía volver a
lamentarme de mi condición, sino regocijarme por ella y dar gracias a Dios por el pan de cada día, que,
de no ser por un milagro, no podría haber disfrutado. Debía recordar que podía alimentarme por obra
de un milagro casi tan grande como el de los cuervos que alimentaron a Elías. Además, difícilmente
hubiese podido elegir otro sitio con más ventajas que aquel lugar desierto donde había sido arrojado;
uno donde, si bien no tenía compañía, lo cual era el motivo de mi mayor desventura, tampoco había
bestias feroces, lobos furiosos, tigres que amenazaran mi vida, plantas venenosas que me hicieran daño
en caso de que las ingiriera, ni salvajes que pudieran asesinarme y devorarme.
En pocas palabras, si por un lado mi vida era desventurada, por otro estaba llena de gracia y lo único que
necesitaba para hacerla más confortable era confiar en la bondad y la misericordia de Dios para
conmigo y hallar en ello mi consuelo. Cuando logré hacer esto, dejé de sentirme triste y pude seguir
adelante.
Llevaba tanto tiempo en este lugar que muchas de las cosas que había traído a tierra se habían agotado
o deteriorado. Como ya he dicho, la tinta se me había terminado casi totalmente y solo quedaba un poco
que fui mezclando con agua hasta que se volvió tan clara que apenas dejaba marcas en el papel. Mientras
duró, la utilicé para anotar los días del mes en los que me sucedía algo fuera de lo corriente. Recuerdo
que al principio, había notado una extraña coincidencia entre las fechas de algunos acontecimientos y,
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de haber sido supersticioso y creer que había días de buena y mala suerte, habría tenido suficientes
motivos para reflexionar sobre lo curioso de algunas circunstancias.
En primer lugar, observé que el día en que partí de Hull, abandonando a mis padres y a mis amigos con el
fin de aventurarme en el mar, era el mismo día en que, más tarde, fui capturado y hecho esclavo por el
corsario de Salé.
El día en que me salvé del naufragio del barco en la rada de Yarmouth, fue el mismo día, al año
siguiente, en que pude escapar de Salé en la chalupa.
El día de mi nacimiento, el 30 de septiembre, fue el mismo día, al cabo de veintiséis años que me salvé
milagrosamente del naufragio y llegué a las costas de esta isla; de modo que mi vida pecaminosa y mi
vida solitaria empezaron el mismo día.
Después de la tinta, se me agotó el pan, es decir, la galleta que había rescatado del barco y que
consumía con suma frugalidad, permitiéndome comer solo una por día, durante un año. Aun así, pasé casi
un año sin pan hasta que pude producir mi propia harina, por lo que estaba enormemente agradecido ya
que, como he dicho, su obtención fue casi milagrosa.
Mis ropas también comenzaron a deteriorarse notablemente. Hacía tiempo que no tenía lino, con la
excepción de algunas camisas a cuadros que había encontrado en los arcones de los marineros y
guardado con mucho cuidado porque, a menudo, eran lo único que podía tolerar; y fue una gran suerte
que hubiese encontrado casi tres docenas de ellas entre la ropa de los marineros en el barco. También
tenía varias capas gruesas de las que usaban los marineros pero eran demasiado pesadas. En verdad, el
clima era tan caluroso que no tenía necesidad de usar ropa, mas no era capaz de andar totalmente
desnudo. No, aunque me hubiese sentido tentado a hacerlo, lo cual no ocurrió pues no podía siquiera
imaginarme algo así, a pesar de que estaba solo.
La razón por la cual no podía andar completamente desnudo era que aguantaba el calor del sol bastante
mejor cuando estaba vestido que cuando no lo estaba. A menudo el sol me producía ampollas en la piel,
mas, cuando llevaba camisa, el aire pasaba a través del tejido y me sentía mucho más fresco que cuando
no la llevaba. Tampoco podía salir sin gorra o sombrero pues los rayos del sol, que en esas latitudes
golpean con gran violencia, me habrían provocado una terrible jaqueca, a fuerza de caer directamente
sobre mi cabeza.
Ante esta situación, decidí ordenar los pocos harapos que tenía y a los que llamaba ropa. Había gastado
todos los chalecos y ahora debía intentar hacer algunas chaquetas con las capas y los demás materiales
que tenía. Empecé pues a hacer trabajos de sastrería, más bien estropicios, pues los resultados fueron
lastimosos. No obstante, logré hacer dos o tres chalecos, con la esperanza de que me durasen mucho
tiempo. La labor que realicé con los pantalones o calzones, fue igualmente desastrosa, hasta más
adelante.
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He mencionado que guardaba las pieles de los animales que mataba, me refiero a los cuadrúpedos, y las
colgaba al sol, extendiéndolas con la ayuda de palos. Algunas estaban tan secas y duras que apenas
servían para nada pero otras me resultaron muy útiles. Lo primero que confeccioné con ellas fue una
gran gorra para cubrirme la cabeza, con la parte de la piel hacia fuera para evitar que se filtrase el
agua. Me quedó tan bien que luego me confeccioné una vestimenta completa, es decir, una casaca y unos
calzones abiertos en las rodillas, ambos muy amplios, para que resultaran más frescos. Debo reconocer
que estaban pésimamente hechos pues si era un mal carpintero, era aún peor sastre. No obstante, les di
muy buen uso y, cuando estaba fuera, si por casualidad llovía, la piel de la casaca y del sombrero me
mantenían perfectamente seco.
Posteriormente, empleé mucho tiempo y esfuerzo en fabricarme una sombrilla, que mucha falta me
hacía. Había visto cómo se confeccionaban en Brasil, donde eran de gran utilidad a causa del excesivo
calor y me parecía que el calor que debía soportar aquí era tanto o más fuerte que el de allá, pues me
encontraba más cerca del equinoccio. Además, aquí tenía que salir constantemente, por lo que una
sombrilla me resultaba de gran utilidad para protegerme, tanto del sol como de la lluvia. Emprendí esta
tarea con muchas dificultades y pasó bastante tiempo antes de que pudiera hacer algo que se le
pareciese pues, cuando creía haber encontrado la forma de confeccionarla, eché a perder dos o tres
veces antes de hacer la que tenía prevista. Por fin fabriqué una que cumplía cabalmente ambos
propósitos. Lo más difícil fue lograr que pudiera cerrarse. Había logrado que permaneciera abierta
pero, si no lograba cerrarla, habría tenido que llevarla siempre sobre la cabeza, lo cual no era demasiado
práctico. Finalmente, como he dicho, hice una lo suficientemente adecuada para mis propósitos y la
cubrí de piel, con la parte peluda hacia arriba, a fin de que, como si fuera un tejado, me protegiese del
sol tan eficazmente, que me permitiera salir, incluso en el calor más sofocante, tan a gusto como si
hiciese fresco. Cuando no tuviera necesidad de usarla, podía cerrarla y llevarla bajo el brazo.
Vivía, de este modo, cómodamente; mi espíritu estaba tranquilo y enteramente conforme con la voluntad
de Dios y los designios de la Providencia. Por lo tanto, mi vida era mucho más placentera que la vida en
sociedad, pues, cuando me lamentaba de no tener con quien conversar, me preguntaba si no era mejor
conversar con mis pensamientos y, si puede decirse, con Dios, mediante la oración, que disfrutar de los
mayores deleites que podía ofrecer la sociedad.
No puedo decir que, durante cinco años no me ocurriera nada extraordinario pero, lo cierto es que mi
vida seguía el mismo curso, en el mismo lugar de siempre. Aparte de mi cultivo anual de cebada y arroz,
del que siempre guardaba suficiente para un año, y de mis salidas diarias con la escopeta, tenía una
ocupación importante: construir mi canoa, la cual, finalmente, pude acabar. Luego cavé un canal de unos
seis pies de ancho por cuatro de profundidad que me permitió llevarla hasta el río, a lo largo de casi
media milla. La primera canoa era demasiado grande, ya que la había construido sin pensar de antemano
cómo llevarla hasta el agua y, como nunca pude hacerlo, la tuve que dejar donde estaba, a modo de
recordatorio que me enseñase a ser más precavido en el futuro. De hecho, la siguiente vez, aunque no
pude encontrar un árbol adecuado que estuviera a menos de media milla del agua, como ya he dicho, me
pareció que mi proyecto era viable y decidí no abandonarlo. Pese a que invertí dos años en él, nunca
trabajé de mala gana, sino con la esperanza de tener, finalmente, un bote para lanzarme al mar.
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Sin embargo, cuando terminé de construir mi pequeña piragua, advertí que su tamaño no era el adecuado
para los objetivos que me había fijado al emprender la fabricación de la primera; es decir, aventurarme
hacia la tierra firme que estaba a unas cuarenta millas de la isla. Pero al ver la piragua tan pequeña,
desistí de mi propósito inicial y no volví a pensar en él. Decidí usarla para hacer un recorrido por la isla,
pues, aunque solo había visto parte del otro lado por tierra, como he dicho anteriormente, los
descubrimientos que había hecho en ese corto viaje me despertaron fuertes deseos de ver el resto de
la costa. Ahora que tenía un bote, no pensaba en otra cosa que navegar alrededor de la isla.
Con este fin, y tratando de hacer las cosas con el mejor tino posible, le puse un pequeño mástil a mi
bote e hice una vela con los restos de las velas del barco, que tenía guardadas en gran cantidad.
Ajustados el mástil y la vela, hice un ensayo con la piragua y descubrí que navegaba muy bien. Entonces
le hice unos pequeños armarios o cajones a cada extremo para colocar mis provisiones y municiones y
evitar que se mojaran con la lluvia o las salpicaduras del mar. Luego hice una larga hendidura en el
interior de la piragua para colocar la escopeta y le puse una tapa para asegurarla contra la humedad.
Aseguré la sombrilla a popa para que me protegiera del sol como si fuera un toldo. De este modo, salía a
navegar de vez en cuando, sin llegar nunca a internarme demasiado en el mar ni alejarme del río.
Finalmente, ansioso por ver la periferia de mi pequeño reino, decidí emprender el viaje y pertreché mi
embarcación para hacerlo. Embarqué dos docenas de panes (que más bien debería llamar bizcochos) de
cebada, una vasija de barro llena de arroz seco, que era un alimento que solía consumir en gran
cantidad, una pequeña botella de ron, media cabra, pólvora y municiones para cazar y dos grandes capas,
de las que, como he dicho, rescaté de los arcones de los marineros. Una la utilizaba a modo de colchón y
la otra de manta.
El sexto día de noviembre del sexto año de mi reinado, o, si preferís, mi cautiverio, emprendí el viaje,
que resultó más largo de lo que había calculado pues, aunque la isla era bastante pequeña, en la costa
oriental tenía un arrecife rocoso que se extendía más de dos leguas mar adentro y, después de este,
había un banco de arena seca que se prolongaba otra media legua más, de manera que me vi obligado a
internarme en el mar para poder torcer esa punta.
Cuando vi el arrecife y el banco de arena por primera vez, estuve a punto de abandonar la empresa y
volver a tierra porque no sabía cuánto tendría que adentrarme en el mar y, sobre todo, porque no tenía
idea de cómo regresar. Así pues, eché el ancla que había hecho con un trozo de arpón roto que había
rescatado del barco.
Una vez asegurada mi piragua, tomé mi escopeta y me encaminé a la orilla. Escalé una colina desde la
que, aparentemente, se podía dominar esa parte y, desde allí, pude observar toda su extensión.
Entonces decidí aventurarme.
Mientras observaba el mar desde la colina, vi una corriente muy fuerte, de hecho, bastante violenta,
que corría en dirección este y que llegaba casi hasta la punta. Me llamó la atención porque advertía
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cierto peligro de ser arrastrado mar adentro por ella y no poder regresar a la isla. Indudablemente, así
habría ocurrido, si no hubiese subido a la colina, porque una corriente similar dominaba el otro extremo
de la isla, solo que a mayor distancia. También pude ver un fuerte remolino en la orilla, de modo que si
lograba evadir la corriente, me habría topado inmediatamente con él.
Me quedé en este lugar dos días porque el viento soplaba del este-sudeste, es decir, en dirección
opuesta a la corriente, con bastante fuerza y levantaba un gran oleaje en aquel punto. Por lo tanto, no
era seguro acercarse ni alejarse demasiado de la costa, a causa de la corriente.
Al tercer día por la mañana, el mar estaba tranquilo, pues el viento se había calmado durante la noche y
decidí aventurarme. Quiero que esto sirva de advertencia a los pilotos temerarios e ignorantes, pues,
no bien me había alejado de la costa un poco más que el largo de mi piragua, cuando me encontré en
aguas profundas y en medio de una corriente tan rápida y fuerte como las aspas de un molino. Pese a
todos mis esfuerzos, apenas podía mantenerme en sus márgenes y me alejaba cada vez más del
remolino, que estaba a mi izquierda. No soplaba viento que pudiese ayudarme y todos los esfuerzos que
hacía por remar resultaban inútiles. Comencé a darme por vencido pues, como había corrientes a ambos
lados de la isla, sabía que a pocas leguas, se encontrarían y yo me vería irremisiblemente perdido.
Tampoco veía cómo evitarlo y no me quedaba otra alternativa que perecer, no a causa del mar, que
estaba muy calmado, sino de hambre. Había encontrado una tortuga en la orilla, tan grande que casi no
podía levantarla, y la había echado en el bote. Tenía una gran jarra de agua fresca, es decir, uno de mis
cacharros de barro pero esto era todo con lo que contaba para lanzarme al vasto océano, donde, sin
duda, no encontraría orilla, ni tierra firme, ni isla en, al menos, mil leguas.
Ahora comprendía cuán fácilmente, la Providencia divina podía convertir una situación miserable en una
peor. Ahora recordaba mi desolada isla como el lugar más agradable de la tierra y la única dicha a la que
aspiraba mi corazón era poder regresar allí. Extendía las manos hacia ella y exclamaba: «¡Oh, feliz
desierto! ¿No volveré a verte nunca más? ¡Oh, miserable criatura! ¿A dónde voy?» Entonces me
reprochaba mi ingratitud al lamentarme por mi soledad y pensaba que hubiera dado cualquier cosa por
estar otra vez en la orilla. Nunca sabemos ponderar el verdadero estado de nuestra situación hasta que
vemos cómo puede empeorar, ni sabemos valorar aquello que tenemos hasta que lo perdemos. Es difícil
imaginar la consternación en la que me hallaba sumido, al verme arrastrado lejos de mi amada isla (pues
así la sentía ahora) hacia el ancho mar, a dos leguas de ella y con pocas esperanzas de volver.
No obstante, me esforcé, hasta quedar exhausto, por mantener el rumbo de mi bote hacia el norte, es
decir, hacia la margen de la corriente donde estaba el remolino. Cerca del mediodía me pareció sentir
en el rostro una leve brisa que soplaba desde el sur-sudeste. Esto me alentó un poco, especialmente,
cuando al cabo de media hora, la brisa se transformó en un pequeño ventarrón. A estas alturas, me
encontraba a una distancia alarmante de la isla y, de haberse producido neblina, otro habría sido mi
destino, pues no llevaba brújula a bordo y no habría sabido en qué dirección avanzar para alcanzar la
isla, si acaso la perdía de vista. Mas el tiempo se mantenía claro y me dispuse a levantar el mástil y
extender la vela, siempre tratando de mantenerme enfilando hacia el norte para evitar la corriente.
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Apenas terminé de poner el mástil y la vela, el bote comenzó a deslizarse más de prisa. Advertí, por la
transparencia del agua, que acababa de producirse un cambio en la corriente, porque cuando esta
estaba fuerte, el agua era turbia y ahora, que estaba más clara, me parecía que su fuerza había
disminuido. A media legua hacia el este, el mar rompía sobre unas rocas que dividían la corriente en dos
brazos. Mientras el brazo principal fluía hacia el sur, dejando los escollos al noreste, el otro regresaba,
después de romper en las rocas, y formaba una fuerte corriente que se dirigía hacia el noroeste.
Aquellos que hayan recibido un perdón al pie del cadalso, que hayan sido liberados de los asesinos en el
último momento, o que se hayan visto en peligros tan extremos como estos, podrán adivinar mi alegría
cuando pude dirigir mi piragua hacia esta corriente y desplegar mis velas al viento, que me impulsaba
hacia delante, con una fuerte marea por debajo.
Esta corriente me llevó cerca de una legua en dirección a la isla pero cerca de dos leguas más hacia el
norte que la primera que me arrastró a la deriva, de modo que, cuando me acerqué a la isla, estaba
frente a la costa septentrional, es decir, en la ribera opuesta a aquella de donde había salido. Cuando
había recorrido un poco más de una legua con la ayuda de esta corriente, advertí que se estaba
agotando y ya no me servía de mucho. No obstante, descubrí que entre las dos corrientes, es decir, la
que estaba al sur, que me había alejado de la isla, y la que estaba al norte, que estaba a una legua del
otro lado, el agua estaba en calma y no me impulsaba en ninguna dirección. Mas gracias a una brisa, que
me resultaba favorable, seguí avanzando hacia la costa, aunque no tan de prisa como antes.
Hacia las cuatro de la tarde, cuando estaba casi a una legua de la isla, divisé las rocas que causaron este
desastre, que se extendían, como he dicho antes, hacia el sur. Evidente mente, habían formado otro
remolino hacia el norte, que, según podía observar, era muy fuerte pero no estaba en mi rumbo, que era
hacia el oeste. No obstante, con la ayuda del viento, crucé esta corriente hacia el noroeste, en
dirección oblicua, y en una hora me hallaba a una milla de la costa. Allí, el agua estaba en calma y muy
pronto llegué a la orilla.
Cuando puse los pies en tierra, caí de rodillas y di gracias a Dios por haberme salvado y decidí
abandonar todas mis ideas de escapar. Me repuse con los alimentos que había traído y acerqué el bote
hasta la playa, lo coloqué en una pequeña cala que descubrí bajo unos árboles y me eché a dormir porque
estaba agotado a causa de los esfuerzos y fatigas del viaje.
Ahora no sabía con certeza qué dirección tomar para volver a casa con el bote. Había corrido tantos
riesgos y conocía tan bien la situación, que no estaba dispuesto a regresar por la ruta por la que había
venido. Tampoco sabía qué podía encontrar en la otra orilla (es decir, en la occidental), ni tenía
intenciones de volver a aventurarme. Por tanto, a la mañana siguiente, resolví recorrer la costa en
dirección oeste y ver si encontraba algún río donde pudiera dejar a salvo la piragua para disponer de
ella si la necesitaba. Al cabo de tres millas, más o menos, mientras avanzaba por la costa, llegué a una
excelente bahía o ensenada, que medía cerca de una milla y que se iba estrechando hasta la
desembocadura de un riachuelo. Esta ensenada sirvió de puerto a mi piragua, y pude dejarla como si
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fuese un pequeño atracadero construido especialmente para ella. Me adentré en la bahía y, después de
asegurar mi piragua, me encaminé hacia la costa para explorar y ver dónde me hallaba.
Pronto descubrí que no había avanzado mucho más allá del lugar donde había estado la vez que había
hecho la expedición a pie, de modo que solo saqué del bote la escopeta y la sombrilla, pues hacía mucho
calor, y emprendí la marcha. El camino resultaba muy agradable, después de un viaje como el que había
hecho. Por la tarde, llegué a mi viejo emparrado y lo encontré todo como lo había dejado, ya que
siempre lo dejaba todo en orden, pues lo consideraba mi casa de campo.
Atravesé la verja y me recosté a la sombra a descansar mis cansados huesos, pues estaba extenuado, y
me dormí enseguida. Mas, juzgad vosotros, que leéis mi historia, la sorpresa que me llevé cuando una voz
me despertó diciendo: «Robinson, Robinson, Robinson Crusoe, pobre Robinson Crusoe. ¿Dónde estás,
Robinson Crusoe? ¿Dónde estás? ¿Dónde has estado?»
Al principio, estaba tan profundamente dormido, por el cansancio de haber remado o bogado, como
suele decirse, durante la primera parte del día y por la caminata de la tar de, que no llegué a
despertarme del todo, sino que me quedé entre dormido y despierto y pensé que estaba soñando que
alguien me hablaba. Como la voz siguió llamándome: «Robinson Crusoe, Robinson Crusoe», me desperté,
muy asustado al principio, y me puse en pie con una gran consternación. Pero tan pronto abrí los ojos, vi
a mi Poll, apoyado en el borde del cercado y supe, inmediatamente, que era él quien me llamaba porque
ese era el tono lastimero en el que solía hablarle y enseñarle a hablar. Lo había aprendido a la
perfección y, posándose en mi dedo, me acercaba el pico a la cara repitiendo: «Pobre Robinson Crusoe.
¿Dónde estás? ¿Dónde has estado? ¿Cómo has llegado hasta aquí?», y otras cosas por el estilo que yo le
había enseñado.
No obstante, aunque sabía que había sido el loro y que no podía ser nadie más, pasó un buen rato hasta
que me repuse del susto. En primer lugar, me asombraba que hubiese podido llegar hasta allí y, luego,
que se quedara en ese sitio y no en otro. Mas como ya sabía que no podía ser otro que mi fiel Poll, me
tranquilicé y, extendiendo la mano, lo llamé por su nombre, Poll, y la amistosa criatura, se me acercó, se
apoyó en mi pulgar y, como de costumbre, acercó el pico a mi rostro y continuó hablando conmigo:
«Pobre Robinson Crusoe. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Dónde has estado?», como si se hubiese
alegrado de verme nuevamente. Así, me lo traje a casa conmigo.
Estaba saturado de los reveses del mar, lo suficiente para meditar durante varios días sobre los
peligros a los que me había expuesto. Me habría gustado traer mi bote de vuelta, de este lado de la isla
pero no sabía cómo hacerlo. Sabía que no volvería a aventurarme por la costa oriental, en la que ya había
estado, pues el corazón se me apretaba y se me helaba la sangre al pensarlo. No sabía lo que podía
encontrar en la otra costa pero, si la corriente tenía la misma fuerza que en la costa oriental, correría
el mismo riesgo de ser arrastrado por el agua y alejado de la isla. Con estas razones, me resigné a la
idea de no tener ningún bote, aunque hubiese sido el producto de muchos meses de trabajo, no solo para
construirlo sino para echarlo al mar.
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Habiendo controlado mis impulsos, podrán imaginarse que viví un año en un estado de paz y sosiego. Mis
pensamientos se ajustaban perfectamente a mi situación, me sen tía plenamente satisfecho con las
disposiciones de la Providencia y estaba convencido de que vivía una existencia feliz, si no consideraba
la falta de compañía.
En este tiempo, perfeccioné mis destrezas manuales, a las que me aplicaba según mis necesidades y
creo que llegué a convertirme en un buen carpintero, en especial, si se tenía en cuenta que disponía de
muy pocas herramientas.
Aparte de esto, llegué a dominar el arte de la alfarería y logré trabajar con un torno, lo que me pareció
infinitamente más fácil y mejor, porque podía redondear y darles forma a los objetos que al principio
eran ofensivos a la vista. Mas, creo que nunca me sentí tan orgulloso de una obra, ni tan feliz por
haberla realizado, que cuando descubrí el modo de hacer una pipa. A pesar de que, una vez terminada,
era una pieza fea y tosca, hecha de barro rojo, como mis otros cacharros, era fuerte y sólida y pasaba
bien el humo, lo que me proporcionó una gran satisfacción porque estaba acostumbrado a fumar. A
bordo del barco había varias pipas pero, al principio, no les hice caso porque no sabía que encontraría
tabaco en la isla pero, más tarde, cuando regresé por ellas, no pude encontrar ninguna.
También hice grandes adelantos en la cestería. Tejí muchos cestos, que, aunque no eran muy elegantes,
estaban tan bien hechos como mi imaginación me lo había permitido y, además, eran prácticos y útiles
para ordenar y transportar algunas cosas. Por ejemplo, si mataba una cabra, podía colgarla de un árbol,
desollarla, cortarla en trozos y traerla a casa en uno de los cestos. Lo mismo hacía con las tortugas: las
cortaba, les sacaba los huevos y separaba uno o dos pedazos de carne, que eran suficientes para mí, y
traía todo a casa, dejando atrás el resto. Los cestos grandes y profundos me servían para guardar el
grano, que siempre desgranaba apenas estaba seco.
Comencé a darme cuenta de que la pólvora disminuía considerablemente y esto era algo que me
resultaba imposible producir. Me puse a pensar muy seriamente en lo que haría cuando se acabara, es
decir, en cómo iba a matar las cabras. Como ya he dicho, en mi tercer año de permanencia en la isla,
capturé una pequeña cabra y la domestiqué con la esperanza de encontrar un macho, pero no lo conseguí.
Esta cabra creció, no tuve corazón para matarla y, finalmente, murió de vieja.
Pero estaba en el undécimo año de mi residencia y, como he dicho, las municiones comenzaban a
escasear, de modo que me dediqué a estudiar algún medio para atrapar o capturar viva alguna cabra,
preferiblemente una hembra con cría.
Con este fin, tejí algunas redes y creo que más de una cayó en ellas. Pero mis lazos no eran fuertes,
porque no tenía alambre, y siempre los encontraba rotos y con el cebo comido.
Finalmente, decidí hacer trampas. Cavé varios fosos en la tierra, en sitios donde, según había
observado, solían pastar las cabras y, sobre ellos, coloqué un entramado, que yo mismo hice, con
bastante peso encima. Algunas veces, dejaba espigas de cebada y arroz sin colocar la trampa, y podía
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observar, por las huellas de sus patas, que las cabras se las habían comido. Finalmente, una noche
coloqué tres trampas y, a la mañana siguiente, las encontré intactas, aunque el cebo había sido
devorado, lo cual me desalentó mucho. No obstante, alteré mi trampa y, para no incomodaros con los
detalles, diré que, a la mañana siguiente, encontré un macho cabrío en una de ellas y tres cabritos, un
macho y dos hembras, en otra.
No sabía qué hacer con el macho cabrío porque era muy arisco y no me atrevía a descender al foso para
capturarlo, como era mi intención. Habría podido matarlo pero esto no era lo que quería, ni resolvía mi
problema; así que lo solté y salió huyendo despavorido. En aquel momento, no sabía algo que aprendí más
tarde: que el hambre puede amansar incluso a un león. Si lo hubiese dejado en la trampa tres o cuatro
días sin alimento y le hubiese llevado un poco de agua, primeramente, y, luego, un poco de grano, se
habría vuelto tan manso como los pequeños, ya que las cabras son animales muy sagaces y dóciles, si se
tratan adecuadamente.
No obstante, lo dejé ir, porque no se me ocurrió nada mejor en el momento. Entonces fui donde los más
pequeños, los cogí, uno a uno, los amarré a todos juntos con un cordel y los traje a casa sin ninguna
dificultad.
Pasó un tiempo antes de que comenzaran a comer pero los tenté con un poco de grano dulce y
comenzaron a domesticarse. Ahora me daba cuenta de que el único medio que tenía de abastecerme de
carne de cabra cuando se me acabara la pólvora, era domesticarlas y criarlas. De este modo, las tendría
alrededor de mi casa como si fuesen un rebaño de ovejas.
Luego pensé que debía separar las cabras domésticas de las salvajes, pues, de lo contrario, se volverían
salvajes cuando crecieran. Para lograr esto, tenía que cercar una ex tensión de tierra con una valla o
empalizada, a fin de evitar que salieran las que estuvieran dentro y que entraran las que estuvieran
fuera.
La empresa era demasiado ambiciosa para un solo par de manos. Sin embargo, como sabía que era
absolutamente imprescindible, empecé por buscar un terreno adecuado donde hubiera hierba para que
se alimentaran, agua para beber y sombra para protegerlas del sol.
Los que saben hacer este tipo de cercados, pensarán que tuve poco ingenio al elegir una pradera o
sabana (como las llamamos los ingleses en las colonias occidentales), que tenía muchos árboles en un
extremo y dos o tres pequeñas corrientes de agua. Como he dicho, se reirán cuando les diga que, cuando
comencé, tenía previsto hacer un cercado de, al menos, dos millas. Mi estupidez no era tan solo ignorar
las dimensiones, ya que, seguramente, habría tenido suficiente tiempo para cercar un recinto de casi
diez millas, sino pasar por alto que, en semejante extensión de terreno, las cabras habrían seguido
siendo tan salvajes como si se encontraran libres por toda la isla y que, si tenía que perseguirlas en un
espacio tan grande, no podría atraparlas nunca.
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Había construido casi cincuenta yardas de cerca cuando se me ocurrió esto. Interrumpí las labores de
inmediato y, para empezar, decidí cercar un terreno de unas ciento cincuenta yardas de largo por cien
de ancho. Allí podía mantener, por un tiempo razonable, a los animales que capturara y, a medida que
fuera aumentando el rebaño, ampliaría mi cercado.
Esto era actuar con prudencia y reanudé mis labores con nuevos bríos. Me tomó casi tres meses hacer
el primer cercado. Durante este tiempo, mantuve a los cabritos en la mejor parte del terreno y los
hacía comer tan cerca de mí como fuera posible para que se acostumbraran a mi presencia. A menudo
les llevaba algunas espigas de cebada o un puñado de arroz para que comieran de mi mano. De este
modo, cuando terminé la valla y los solté, me seguían de un lado a otro, balando para que les diera un
puñado de grano.
Esto solucionaba mi problema y, al cabo de un año y medio, tenía un rebaño de doce cabras, con crías y
todo. En dos años más, tenía cuarenta y tres, sin contar las que había matado para comer.
Posteriormente, cerqué otros cinco predios e hice pequeños corrales donde las conducía cuando tenía
que coger alguna, con puertas que comunicaban un predio con otro.
Pero esto no es todo, pues ya no solo tenía carne de cabra para comer a mi antojo sino también leche,
algo que ni se me había ocurrido al principio y que, cuando lo descubrí, me proporcionó una agradable
sorpresa. Ahora tenía mi lechería y, a veces, sacaba uno o dos galones de leche diarios. Y como la
naturaleza, que proporciona alimentos a todas sus criaturas, también les muestra cómo hacer uso de
ellos, yo, que jamás había ordeñado una vaca, y mucho menos una cabra, ni había visto hacer mantequilla
ni queso, aprendí a hacer ambas cosas rápida y eficazmente, después de varios intentos y fracasos, y ya
nunca volvieron a faltarme.
¡Cuán misericordioso puede ser nuestro Creador con sus criaturas, aun cuando parece que están al
borde de la muerte y la destrucción! ¡Hasta qué punto puede dulcificar las circunstancias más amargas y
darnos motivos para alabarlo, incluso desde celdas y calabozos! ¡Qué mesa había servido para mí en
medio del desierto, donde al principio tan solo pensaba que iba a morir de hambre!
Incluso los más estoicos se habrían reído de verme sentado a la mesa, junto a mi pequeña familia, como
el príncipe y señor de toda la isla. Tenía absoluto control sobre las vidas de mis súbditos; podía
ahorcarlos, aprisionarlos, darles y quitarles la libertad, sin que hubiera un solo rebelde entre ellos.
Del mismo modo que un rey come absolutamente solo y asistido por sus sirvientes, Poll, como si fuese mi
favorito, era el único que podía dirigirme la palabra. Mi perro, que ya estaba viejo y maltrecho y que no
había encontrado ninguna de su especie para multiplicarse, se sentaba siempre a mi derecha. Los dos
gatos se situaban a ambos lados de la mesa, esperando que, de vez en cuando, les diera algo de comer,
como muestra de favor especial.
Estos no eran los dos gatos que había traído a tierra en el principio. Aquellos habían muerto y yo los
había enterrado, con mis propias manos, cerca de mi casa. Uno de ellos se había multiplicado con un
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animal, cuya especie no conocía, y yo conservaba estos dos, a los que había domesticado, mientras los
otros andaban sueltos por los bosques. Con el tiempo, comenzaron a ocasionarme problemas, pues, a
menudo se metían en mi casa y la saqueaban. Finalmente, me vi obligado a dispararles y, después de
matar a muchos, me dejaron en paz. De este modo, vivía en la abundancia y bien acompañado, por lo que
no podía lamentarme de que me faltase nada, como no fuese la compañía de otros hombres, que, poco
después, tendría en demasía.
Estaba impaciente, como he observado, por usar mi piragua, aunque no estaba dispuesto a correr más
riesgos. A veces me sentaba a pensar en la forma de traerla por la cos ta y, otras, me resignaba a la
idea de no tenerla a mano. Sentía una extraña inquietud por ir a esa parte de la isla donde, como he
dicho, en mi última expedición trepé una colina para ver el aspecto de la orilla y la dirección de las
corrientes, a fin de decidir qué iba a hacer. La tentación aumentaba por días y, por fin, decidí hacer una
travesía por tierra a lo largo de la costa; y así lo hice. En Inglaterra, cualquiera que se hubiese topado
con alguien como yo, se habría asustado o reído a carcajadas. Como a menudo me observaba a mí mismo,
no podía dejar de sonreír ante la idea de pasear por Yorkshire con un equipaje y una indumentaria como
los que llevaba. Por favor, tomad nota de mi aspecto.
Llevaba un gran sombrero sin forma, hecho de piel de cabra con un colgajo en la parte de atrás, que
servía para protegerme la nuca de los rayos del sol o de la lluvia, ya que no hay nada más nocivo en estos
climas como la lluvia que se cuela entre la ropa.
Llevaba una casaca corta de piel de cabra, con faldones que me llegaban a mitad de los muslos y un par
de calzones abiertos en las rodillas. Estos estaban hechos con la piel de un viejo macho cabrío, cuyo
pelo me colgaba a cada lado del pantalón hasta las pantorrillas. No tenía calcetines ni zapatos pero me
había fabricado un par de cosas que no sé cómo llamar, algo así como unas botas, que me cubrían las
piernas y se abrochaban a los lados como polainas, pero tan extravagantes como el resto de mi
indumentaria.
Llevaba un grueso cinturón de cuero de cabra desecado, cuyos extremos, a falta de hebilla, ataba con
dos correas del mismo material. A un lado del cinturón, y a modo de puñal, llevaba una pequeña sierra y,
al otro, un hacha. Llevaba, cruzado por el hombro izquierdo, otro cinturón más delgado, que se
abrochaba del mismo modo y del que colgaban dos sacos, también de cuero de cabra; en uno de ellos
cargaba la pólvora y en el otro las municiones. A la espalda llevaba un cesto, al hombro una escopeta y
sobre la cabeza, una enorme y espantosa sombrilla de piel de cabra que, con todo, era lo que más falta
me hacía, después de mi escopeta. El color de mi piel no era exactamente el de los mulatos, como podría
esperarse en un hombre que no se cuidaba demasiado y que vivía a nueve o diez grados de la línea del
ecuador. Una vez me dejé crecer la barba casi una cuarta pero como tenía suficientes tijeras y navajas,
la corté muy corta, excepto la que crecía sobre los labios que me arreglé a modo de bigotes
mahometanos como los que usaban los turcos de Salé, pues, contrario a los moros, que no los utilizaban,
los turcos los llevaban así. De estos mostachos o bigotes diré que eran lo suficientemente largos para
colgar de ellos un sombrero de dimensiones tan monstruosas que en Inglaterra se consideraría
espantoso.
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Dicho sea de paso, como no había nadie que pudiese verme en estas condiciones, mi aspecto me
importaba muy poco y, por lo tanto, no hablaré más de él. De esta guisa, emprendí mi nuevo viaje, que
duró cinco o seis días. En primer lugar, anduve por la costa hasta el lugar donde había anclado el bote la
primera vez para subir a las rocas. Como ahora no tenía que cuidar del bote, hice el trayecto por tierra
y escogí un camino más corto para llegar a la misma colina desde la que había observado la punta de
arrecifes por la que tuve que doblar con la piragua. Me sorprendió ver que el mar estaba totalmente en
calma, sin agitaciones, movimientos ni corrientes, fuera de las habituales.
Me costaba mucho trabajo comprender esto así que decidí pasar un tiempo observando para ver si
había sido ocasionado por los cambios de la marea. No tardé en darme cuenta de que el cambio lo
producía el reflujo que partía del oeste y se unía con la corriente de algún río cuando desembocaba en
el mar. Según la dirección del viento, norte u oeste, la corriente fluía hacia la costa o se alejaba de ella.
Me quedé en los alrededores hasta la noche y volví a subir a la colina. El reflujo se había vuelto a
formar y pude ver claramente la corriente, como al principio, solo que esta vez llegaba más lejos, casi a
media legua de la orilla. En mi caso, estaba más cerca de la costa y, por tanto, me arrastró junto con mi
canoa, cosa que no habría pasado en otro momento.
Este descubrimiento me convenció de que no tenía más que observar el flujo y el reflujo de la marea
para saber cuándo podía traer mi piragua de vuelta. Mas cuando decidí poner en práctica este plan,
sentía tanto terror al recordar los peligros que había sufrido, que no podía pensar en ello sin
sobresaltos. Por tanto, tomé otra resolución que me pareció más segura, aunque, también, más laboriosa,
que consistía en construir o hacer otra piragua o canoa para, así, tener una a cada lado de la isla.
Podéis comprender que ahora tenía, por así decirlo, dos fincas en la isla. Una de ellas era mi pequeña
fortificación o tienda, rodeada por la muralla al pie de la roca, con la cueva detrás y, a estas alturas,
con dos nuevas cámaras que se comunicaban entre sí. En la más seca y espaciosa de las cámaras, había
una puerta que daba al exterior de la muralla o verja, o sea, hacia fuera del muro que se unía a la roca.
Allí tenía dos grandes cacharros de barro, que ya he descrito con lujo de detalles, y catorce o quince
cestos de gran tamaño, con capacidad para almacenar cinco o seis fanegas de grano cada uno. En ellos
guardaba mis provisiones, en especial el grano, que desgranaba con mis manos o que conservaba en las
espigas, cortadas al ras del tallo.
Los troncos y estacas con los que había construido la muralla, se prendieron a la tierra y se convirtieron
en enormes árboles, que se extendieron tanto que nadie podía imaginarse que detrás de ellos había una
vivienda.
Cerca de mi morada, pero un poco más hacia el centro de la isla y sobre un terreno más elevado, estaba
el sembradío de grano, que cultivaba y cosechaba a su debido tiempo. Si tenía necesidad de más grano
podía extenderlo hacia los terrenos contiguos que eran igualmente adecuados para el cultivo.
Aparte de esta, tenía mi casa de campo, donde también poseía una finca aceptable. Allí tenía mi
emparrado, como solía llamarlo, que conservaba siempre en buen estado; es decir, mantenía el seto que
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lo circundaba perfectamente podado, dejando siempre la escalera por dentro. Cuidaba los árboles que,
al principio, no eran más que estacas que luego crecieron hasta formar un seto sólido y firme. Los
cortaba de modo que siguieran creciendo y formaran un follaje fuerte y tupido, que diera una sombra
agradable, como, en efecto, ocurrió, conforme a mis deseos. En medio de este espacio, tenía mi tienda
siempre puesta: un trozo de tela extendida sobre estacas que nunca tuve que reparar o renovar. Debajo
de la tienda había hecho un lecho o cama con las pieles de los animales que mataba y otros materiales
suaves. Tenía, además, una manta que había pertenecido a una de las camas del barco y una gran capa
con la que me cubría. Cada vez que podía ausentarme de mi residencia principal, venía a pasar un tiempo
en mi casa de campo.
Junto a esta casa, tenía los corrales para el ganado, es decir, mis cabras. Como había tenido que hacer
esfuerzos inconcebibles para cercarlos, cuidaba con infinito celo que la valla se mantuviese entera,
evitando que las cabras la rompiesen. Tanto estuve en esto que, después de mucho trabajo, logré cubrir
la parte exterior con pequeñas estacas, tan próximas unas a otras, que más que una valla, formaban una
empalizada, pues apenas quedaba espacio para pasar una mano a través de ella. Más tarde, durante la
siguiente estación de lluvias, las estacas brotaron y crecieron hasta formar un cerco tan fuerte como
una pared, o quizás más.
Todo esto da testimonio de que nunca estaba ocioso y que no escatimaba en esfuerzos para hacer todo
lo que consideraba necesario para mi bienestar. Me parecía que tener un rebaño de animales domésticos
era disponer de una reserva viviente de carne, leche, mantequilla y queso, que no se agotaría mientras
viviese allí, así pasaran cuarenta años. La posibilidad de conservar esa reserva dependía exclusivamente
de que fuera capaz de perfeccionar los corrales para mantener los animales unidos, cosa que logré con
tanto éxito que cuando las estacas comenzaron a crecer, como las había plantado tan cerca unas de
otras, me vi obligado a arrancar algunas de ellas.
En este lugar también crecían mis uvas, de las que dependía, principalmente, mi provisión de pasas para
el invierno y las preservaba con gran cuidado, pues eran el mejor y más agradable bocado de mi dieta.
En verdad no solo eran agradables sino ricas, nutritivas y deliciosas en extremo.
Como el emparrado quedaba a mitad de camino entre mi otra morada y el lugar en el que había dejado la
piragua, normalmente dormía allí cuando hacía el recorrido entre uno y otro punto, pues a menudo iba a
la piragua y conservaba todas sus cosas en orden. A veces iba solo por divertirme, pues no estaba
dispuesto a hacer más viajes peligrosos ni alejarme más de uno o dos tiros de piedra de la orilla; tal era
mi temor de volver a ser arrastrado sin darme cuenta por la corriente o el viento o sufrir cualquier otro
accidente. Pero ahora comienza una nueva etapa de mi vida.
Un día, a eso del mediodía, cuando me dirigía a mi piragua, me sorprendió enormemente descubrir las
huellas de un pie desnudo, perfectamente marcadas sobre la arena. Me detuve estupefacto, como
abatido por un rayo o como si hubiese visto un fantasma. Escuche y miré a mi alrededor pero no percibí
nada. Subí a un montículo para poder observar, recorrí con la vista toda la playa, a lo largo y a lo ancho,
pero no hallé nada más. Volví a ellas para ver si había más y para confirmar que todo esto no fuera
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producto de mi imaginación pero no era así. Allí estaba muy clara la huella de un pie, con sus dedos, su
talón y todas sus partes. No sabía, ni podía imaginar, cómo había llegado hasta allí. Después de darle mil
vueltas en la cabeza, como un hombre completamente confundido y fuera de sí, regresé a mi
fortificación, sin sentir, como se dice por ahí, la tierra bajo mis pies, aterrado hasta mis límites,
mirando hacia atrás cada dos o tres pasos, imaginando que cada árbol o arbusto, que cada bulto en la
distancia podía ser un hombre. No es posible describir las diversas formas que mi mente trastornada
atribuía a todo lo que veía; cuántas ideas descabelladas se me ocurrieron y cuántos pensamientos
extraños me pasaron por la cabeza en el caminó.
Cuando llegué a mi castillo, pues creo que así lo llamé desde entonces, me refugié en él como alguien a
quien persiguen. No puedo recordar si entré por la escalera o por la puerta de la roca, ni pude hacerlo a
la mañana siguiente, pues jamás hubo liebre o zorra asustada que huyese a ocultarse en su madriguera
con mayor terror que el mío en ese momento.
No dormí en toda la noche. Mientras más lejos estaba de la causa de mi miedo, más crecían mis
aprensiones, contrario a lo que suele ocurrir en estos casos y, sobre todo, a la conducta habitual de los
animales atemorizados. Pero estaba tan aturdido por los terrores que imaginaba, que no tenía más que
pensamientos funestos, aunque en aquel momento me encontrara fuera de peligro. A veces, pensaba que
podía ser el demonio y razonaba de la siguiente manera: ¿Quién si no puede llegar hasta aquí asumiendo
una forma humana? ¿Dónde estaba el barco que los había traído? ¿Acaso había huellas de otros pies?
¿Cómo es posible que un hombre haya llegado hasta aquí? Mas, luego me preguntaba, igualmente
confundido, por qué Satanás asumiría una forma humana en un lugar como este, sin otro fin que dejar
una huella y sin tener la certeza de que yo la vería. Pensaba que el demonio debía tener muchos otros
medios para aterrorizarme, más convincentes que una huella en la arena, pues viviendo al otro lado de la
isla, no podía ser tan ingenuo como para dejar la huella en un lugar en el que había una entre diez mil
posibilidades de que la descubriera, más aún, cuando tan solo una ráfaga de viento habría sido
suficiente para que el mar la hubiese borrado completamente. Nada de esto concordaba con las
nociones que solemos tener de las sutilezas del demonio, ni tenía sentido en sí mismo.
Estas y muchas otras razones me convencieron de abandonar mi temor a que se tratara del demonio y
pensé que acaso se tratara de algo más peligroso aún, por ejemplo, salvajes de la tierra firme que
rondaban por el mar en sus canoas y que impulsados por la corriente o el viento, habían llegado a la isla,
habían estado en la playa y luego se habían marchado, tan poco dispuestos a quedarse en esta isla
desierta como yo a tenerlos cerca.
Mientras estas ideas daban vueltas en mi cabeza, me sentí muy agradecido por no haberme encontrado
allí en ese momento y porque no hubiesen visto mi piragua, lo cual, les habría advertido de la presencia
de habitantes en la isla y, acaso, les habría incitado a buscarme. Entonces me asaltaron terribles
pensamientos y temí que hubiesen descubierto mi piragua y que, por eso, supieran que la isla estaba
habitada. Si esto era así, sin duda, vendrían muchos de ellos a devorarme y, si no lograban encontrarme,
descubrirían mi refugio, destruirían todo mi grano, se llevarían todo mi rebaño de cabras domésticas y
yo moriría de hambre y necesidad.
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El temor borró toda mi esperanza religiosa. Toda mi antigua confianza en Dios, fundada en las
maravillosas pruebas de su bondad, se desvanecía ahora, como si Él, que me había alimentado
milagrosamente, no pudiese salvar, con su poder, los bienes que su bondad me había conferido. Me
reproché mi comodidad, por no haber sembrado más grano que el necesario para un año, como si
estuviese exento de cualquier accidente que destruyera la cosecha, y consideré tan merecido este
reproche, que decidí, en lo sucesivo, proveerme de antemano con grano para dos o tres años, a fin de no
correr el riesgo de morir por falta de pan, si algo ocurría.
¡Qué misteriosos son los caminos por los que obra la Providencia en la vida de un hombre! ¡Qué secretos
y contradictorios impulsos mueven nuestros afectos, conforme a las circunstancias en las que nos
hallamos! Hoy amamos lo que mañana odiaremos. Hoy buscamos lo que mañana rehuiremos. Hoy
deseamos lo que mañana nos asustará e, incluso, nos hará temblar de miedo. En este momento, yo era un
testimonio viviente de esa verdad pues, siendo un hombre cuya mayor aflicción era haber sido
erradicado de toda compañía humana, que estaba rodeado únicamente por el infinito océano, separado
de la sociedad y condenado a una vida silenciosa; yo, que era un hombre a quien el cielo había
considerado indigno de vivir entre sus semejantes o de figurar entre las criaturas del Señor; un
hombre a quien el solo hecho de ver a uno de su especie le habría parecido como regresar a la vida
después de la muerte o la mayor bendición que el cielo pudiera prodigarle, después del don supremo de
la salvación eterna; digo que, ahora temblaba ante el temor de ver a un hombre y estaba dispuesto a
meterme bajo la tierra, ante la sombra o la silenciosa aparición de un hombre en esta isla.
Estas vicisitudes de la vida humana, que después me provocaron curiosas reflexiones, una vez me hube
repuesto de la sorpresa inicial, me llevaron a considerar que esto era lo que la infinitamente sabia y
bondadosa Providencia divina había deparado para mí. Como no podía prever los fines que perseguía su
divina sabiduría, no debía disputar sus decretos, puesto que Él era mi Creador y tenía el derecho
irrevocable de hacer conmigo según su voluntad. Yo era una criatura que lo había ofendido y, por lo
tanto, podía condenarme al castigo que le pareciera adecuado y a mí me correspondía someterme a su
cólera porque había pecado contra Él.
Pensé que si Dios, que era justo y omnipotente, había considerado correcto castigarme y afligirme,
también podía salvarme y, si esto no le parecía justo, mi deber era acatar completamente su voluntad.
Por otro lado, también era mi deber tener fe en Él, rezarle y esperar con calma los dictados y órdenes
de su Providencia cada día.
Estos pensamientos me ocuparon muchas horas, mejor dicho, muchos días, incluso, podría decir que
semanas y meses, y no puedo omitir uno de los efectos de estas reflexiones: Una mañana, muy
temprano, estaba en la cama, con el alma oprimida por la preocupación de los salvajes, lo que me abatía
profundamente y, de pronto recordé estas palabras de las escrituras: Invócame en el día de tu aflicción
que yo te salvaré y tú me glorificarás.
Entonces, me levanté alegremente de la cama, con el corazón lleno de confianza y la convicción de que le
rezaría fervorosamente a Dios por mi salvación. Cuando terminé de rezar, cogí la Biblia y, al abrirla,
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tropecé con las siguientes palabras: Aguarda al Señor y ten valor y Él fortalecerá tu corazón; aguarda,
he dicho, al Señor. No es posible expresar hasta qué punto me reconfortaron estas palabras.
Agradecido, dejé el libro y no volví a sentirme triste; al menos, por esta vez.
En medio de estas meditaciones, miedos y reflexiones, un día se me ocurrió que todo esto podía ser,
simplemente, una fantasía creada por mi imaginación y que aquella huella bien podía ser mía, dejada en
alguna de las ocasiones que fui a la piragua. Esta idea me reanimó y comencé a persuadirme de que todo
era una ilusión, que no era otra cosa que la huella de mi propio pie. ¿Acaso no había podido tomar ese
camino para ir o para regresar de la piragua? Por otra parte, reconocía que no podía recordar la ruta
que había escogido y comprendí, que si esta huella era mía, había hecho el papel de los tontos que se
esfuerzan por contar historias de espectros y aparecidos y terminan asustándose más que los demás.
Entonces me armé de valor y comencé a asomarme fuera de mi refugio. Hacía tres días y tres noches
que no salía de mi castillo y comencé a sentir la necesidad de ali mentarme, pues dentro solo tenía agua
y algunas galletas de cebada. Además, debía ordeñar mis cabras, lo cual era mi entretenimiento
nocturno, ya que las pobres estarían sufriendo fuertes dolores y molestias, como, en efecto, ocurrió,
pues a algunas se les secó la leche.
Fortalecido por la convicción de que la huella era la de mis propios pies, pues he de decir que tenía
miedo hasta de mi sombra, me arriesgué a ir a mi casa de campo para ordeñar mi rebaño. Si alguien
hubiese podido ver el miedo con el que avanzaba, mirando constantemente hacia atrás, a punto de soltar
el cesto y echar a huir para salvarme, me habría tomado por un hombre acosado por la mala conciencia o
que, recientemente, hubiera sufrido un susto terrible, lo cual, en efecto, era cierto.
No obstante, al cabo de tres días de salir sin encontrar nada, comencé a sentir más valor y a pensar
que, en realidad, todo había sido producto de mi imaginación. Mas no logré convencerme totalmente
hasta que fui nuevamente a la playa para medir la huella y ver si había alguna evidencia de que se
trataba de la huella de mi propio pie. Cuando llegué al sitio, comprobé, en primer lugar, que cuando me
alejé de la piragua, no pude haber pasado por allí ni por los alrededores. En segundo lugar, al medir la
huella me di cuenta de que era mucho mayor que la de mi pie. Estos dos hallazgos me llenaron la cabeza
de nuevas fantasías y me inquietaron sobremanera. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, como si
tuviera fiebre, y regresé a casa con la idea de que, no uno, sino varios hombres, habían desembarcado
en aquellas costas. En pocas palabras, la isla estaba habitada y podía ser tomado por sorpresa. Mas no
sabía qué medidas tomar para mi seguridad.
¡Oh, qué absurdas resoluciones adoptan los hombres cuando son poseídos por el miedo, que les impide
utilizar la razón para su alivio! Lo primero que pensé fue destruir to dos los corrales y devolver mis
rebaños a los bosques, para que el enemigo no los encontrase y dejara de venir a la isla con este
propósito. A continuación, excavaría mis dos campos de cereal con el fin de que no encontraran el grano,
y se les quitaran las ganas de volver. Luego demolería el emparrado y la tienda para que no hallaran
vestigios de mi morada y se sintieran inclinados a buscar más allá, para encontrar a sus habitantes.
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Este fue el tema de mis reflexiones durante la noche que pasé en casa después de mi regreso, cuando
las aprensiones que se habían apoderado de mi mente y los humos de mi cerebro estaban aún frescos. El
miedo al peligro es diez mil veces peor que el peligro mismo y el peso de la ansiedad es mayor que el del
mal que la provoca. Mas, lo peor de todo aquello era que estaba tan inquieto que no era capaz de
encontrar alivio en la resignación, como antes lo hacía y como me creía capaz de hacer. Me parecía a
Saúl, que no solo se quejaba de la persecución de los filisteos, sino de que Dios le hubiese abandonado.
No tomaba las medidas necesarias para recomponer mi espíritu, gritando a Dios mi desventura y
confiando en su Providencia, como lo había hecho antes para mi alivio y salvación. De haberlo hecho, al
menos me habría sentido más reconfortado ante esta nueva eventualidad y quizás la habría asumido con
mayor resolución.
Esta confusión de pensamientos me mantuvo despierto toda la noche pero por la mañana me quedé
dormido. La fatiga de mi alma y el agotamiento de mi espíritu me procuraron un sueño profundo y el
despertar más tranquilo que había tenido en mucho tiempo. Ahora comenzaba a pensar con serenidad y,
después de mucho debatirme, concluí que esta isla, tan agradable, fértil y próxima a la tierra firme, no
estaba abandonada del todo, como hasta entonces había creído. Si bien no tenía habitantes fijos, a
veces podían llegar hasta ella algunos botes, ya fuera intencionadamente o por casualidad, impulsados
por los vientos contrarios.
Habiendo vivido quince años en este lugar, y no habiendo encontrado aún el menor rastro o vestigio
humano, lo más probable era que, si alguna vez llegaban hasta aquí, se marchasen tan pronto les fuese
posible, pues, por lo visto, no les había parecido conveniente establecerse allí hasta ahora.
El mayor peligro que podía imaginar era el de un posible desembarco accidental de gentes de tierra
firme, que, según parecía, estaban en la isla en contra de su voluntad, de modo que se alejarían
rápidamente de ella tan pronto pudiesen y tan solo pasarían una noche en la playa para emprender el
viaje de regreso con la ayuda de la marea y la luz del día. En este caso, lo único que debía hacer era
conseguir un refugio seguro, por si veía a alguien desembarcar en ese lugar.
Ahora comenzaba a arrepentirme de haber ampliado mi cueva y hacer una puerta hacia el exterior, que
se abriera más allá de donde la muralla de mi fortificación se unía a la roca. Después de una reflexión
madura y concienzuda, decidí construir una segunda fortificación en forma de semicírculo, a cierta
distancia de la muralla en el mismo lugar donde, hacía doce años, había plantado una doble hilera de
árboles, de la cual ya he hecho mención. Había plantado estos árboles tan próximos unos a otros, que si
agregaba unas cuantas estacas entre ellos, formaría una muralla mucho más gruesa y resistente que la
que tenía.
De este modo, ahora tenía una doble muralla pues había reforzado la interior con pedazos de madera,
cables viejos y todo lo que me pareció conveniente para ello y le había dejado siete perforaciones lo
suficientemente grandes como para que pudiese pasar un brazo a través de ellas. En la parte inferior,
mi muro llegó a tener un espesor de diez pies, gracias a la tierra que continuamente extraía de la cueva
y que amontonaba y apisonaba al pie del mismo. A través de las siete perforaciones coloqué los
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mosquetes, de los cuales había rescatado siete del naufragio, los dispuse como si fuesen cañones y los
ajusté a una armazón que los sostenía, de manera que en dos minutos podía disparar toda mi artillería.
Me tomó varios meses extenuantes terminar esta muralla y no me sentí seguro hasta haberlo
conseguido.
Hecho esto, por la parte exterior de la muralla y a lo largo de una gran extensión de tierra, planté una
infinidad de palos o estacas de un árbol parecido al sauce, que, según había comprobado, crecía muy
rápidamente. Creo que planté cerca de veinte mil, dejando entre ellas y la muralla espacio suficiente
para ver al enemigo sin que pudiese ocultarse entre ellas, si intentaba acercarse a mi muralla.
Al cabo de dos años tuve un espeso bosquecillo y, en cinco o seis, tenía un auténtico bosque frente a mi
morada, que crecía tan desmedidamente fuerte y tupido, que resulta ba verdaderamente inexpugnable.
No había hombre ni criatura viviente que pudiese imaginar que detrás de aquello había algo, mucho
menos una morada. Como no había dejado camino para entrar, utilizaba dos escaleras. Con la primera
pasaba a un lugar donde la roca era más baja y podía colocar la segunda escalera. Cuando retiraba
ambas, era imposible que un hombre viniera detrás de mí sin hacerse daño y, en caso de que pudiese
entrar, se hallaría aún fuera de mi muralla exterior.
De este modo, tomé todas las medidas que la humana prudencia pudiera recomendar para mi propia
conservación. Más adelante se verá que no fueron del todo inútiles, aunque en aquel momento no
obedecieran más que a mi propio temor.
Mientras realizaba estas tareas, no abandonaba mis otros asuntos. Me ocupaba, sobre todo, de mi
pequeño rebaño de cabras, que no solo era mi reserva de alimentos para lo que pudiese ocurrir, sino que
me servían para abastecerme sin necesidad de gastar pólvora y municiones y me ahorraban la fatiga de
salir a cazar. Por lo tanto, no quería perder estas ventajas y verme obligado a tener que criarlas
nuevamente.
Después de considerarlo durante mucho tiempo, encontré dos formas de protegerlas. La primera era
hallar un lugar apropiado para cavar una cueva subterránea y llevar las allí todas las noches. La otra era
cercar dos o tres predios tan distantes unos de otros y tan ocultos como fuese posible, en los cuales
pudiese encerrar una media docena de cabras jóvenes. Si algún desastre le ocurría al rebaño, podría
criarlas nuevamente en poco tiempo y sin demasiado esfuerzo. Esta última opción, aunque requeriría
mucho tiempo y trabajo, me parecía la más razonable.
Consecuentemente con mi plan, pasé un tiempo buscando los parajes más retirados de la isla hasta que
hallé uno que lo estaba tanto como hubiese podido desear. Era un pequeño predio húmedo, en medio del
espeso monte donde, como ya he dicho, estuve a punto de perderme cuando intentaba regresar a casa
desde la parte oriental de la isla. Allí encontré una extensión de tierra de casi tres acres, tan rodeada
de bosques que casi era un corral natural o, al menos, no parecía exigir tanto trabajo hacer uno, si lo
comparaba con otros terrenos que me habría costado un gran esfuerzo cercar.
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Inmediatamente me puse a trabajar y, en menos de un mes, lo había cercado totalmente. Aseguré allí mi
ganado o rebaño, como queráis, que ya no era tan salvaje como se podría suponer al principio. Sin
demora alguna, llevé diez cabras jóvenes y dos machos cabríos. Mientras tanto, seguía perfeccionando
el cerco hasta que resultó tan seguro como el otro y, si bien me tomó bastante más tiempo, fue porque
me permití trabajar con mucha más calma.
La causa de todo este trabajo era, únicamente, la huella que había visto y que me provocó grandes
aprensiones. Hasta entonces, no había visto acercarse a la isla a ningún ser humano pero desde hacía
dos años vivía con esa preocupación que le había quitado tranquilidad a mi existencia, como bien puede
imaginar cualquiera que sepa lo que significa vivir acechado constantemente por el temor a los hombres.
Además, debo confesar con dolor, la turbación de mi espíritu había afectado notablemente mis
pensamientos religiosos y el terror de caer en manos de salvajes y caníbales me oprimía de tal modo,
que rara vez me encontraba en disposición de dirigirme a mi Creador. No tenía la calma ni la resignación
que solía tener sino que rezaba bajo los efectos de un gran abatimiento y de una dolorosa opresión,
temiendo y esperando, cada noche, ser asesinado y devorado antes del amanecer. Debo decir, por mi
experiencia, que la paz interior, el agradecimiento, el amor y el afecto son estados de ánimo mucho más
adecuados para rezar que el temor y la confusión. Un hombre que está bajo la amenaza de una desgracia
inminente, no es más capaz de cumplir sus deberes hacia Dios que uno que yace enfermo en su lecho, ya
que esas aflicciones afectan al espíritu como otras afectan al cuerpo y la falta de serenidad debe
constituir una incapacidad tan grave como la del cuerpo, y hasta mayor. Rezar es un acto espiritual y no
corporal.
Pero prosigamos. Una vez aseguré parte de mi pequeño rebaño, recorrí casi toda la isla en busca de otro
sitio apartado que sirviera para hacer un nuevo refugio. Un día, avanzando hacia la costa occidental de
la isla, a la que nunca había ido todavía, mientras miraba el mar, me pareció ver un barco a gran
distancia. Había rescatado uno o dos catalejos de los arcones de los marineros pero no los traía conmigo
y el barco estaba tan distante que apenas podía distinguirlo, a pesar de que lo miré fijamente hasta que
mis ojos no pudieron resistirlo. No sabría decir si era o no un barco. Solo sé que resolví no volver a salir
sin mi catalejo en el bolsillo.
Cuando bajé la colina hasta el extremo de la isla en el que no había estado nunca, tenía la certeza de
que haber visto la huella de una pisada de hombre no era tan extraño como me lo había imaginado. Lo
providencial era que hubiese ido a parar al lado de la isla que no frecuentaban los salvajes. Hubiese sido
fácil imaginar que, frecuentemente, cuando las canoas que provenían de tierra firme se internaban
demasiado en el mar, venían a esa parte de la isla para descansar. Igualmente, como a menudo luchaban
en las canoas, los vencedores traían a sus prisioneros a esta orilla donde, conforme a sus pavorosas
costumbres, los mataban y se los comían, como veremos más adelante.
Cuando descendí de la colina a la playa y estaba, como he dicho, en el extremo sudoeste de la isla, me
llevé una sorpresa que me dejó absolutamente confundido y perplejo. Me resulta imposible explicar el
horror que sentí cuando vi, sobre la orilla, un despliegue de calaveras, manos, pies y demás huesos de
cuerpos humanos y, en particular, los restos de un lugar donde habían hecho una fogata, en una especie
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de ruedo, donde acaso aquellos innobles salvajes se sentaron a consumir su festín humano, con los
cuerpos de sus semejantes.
Estaba tan estupefacto ante este descubrimiento que, durante mucho tiempo no pensé en el peligro que
me acechaba. Todos mi temores quedaron sepultados bajo la impresión que me causó el horror de ver
semejante grado de infernal e inhumana brutalidad y tal degeneración de la naturaleza humana. A
menudo había oído hablar de ello pero hasta entonces no lo había visto nunca tan de cerca. En pocas
palabras, aparté la mirada de ese horrible espectáculo y comencé a sentir un malestar en el estómago.
Estaba a punto de desmayarme cuando la naturaleza se ocupó de descargar el malestar de mi estómago
y vomité con inusitada violencia, lo cual me alivió un poco. Mas no pude permanecer en ese lugar ni un
momento más, así que volví a subir la colina a toda velocidad y regresé a casa.
Cuando me había alejado un poco de aquella parte de la isla, me detuve un rato, como sorprendido. Luego
me repuse y, con todo el dolor de mi alma, con los ojos llenos de lá grimas y la vista elevada al cielo, le di
gracias a Dios por haberme hecho nacer en una parte del mundo ajena a seres abominables como
aquellos y por haberme otorgado tantos privilegios, aun en una situación que yo había considerado
miserable. En efecto, tenía más motivos de agradecimiento que de queja y, sobre todo, debía darle
gracias a Dios porque aun en esta desventurada situación me había reconfortado con su conocimiento y
con la esperanza de su bendición, que era una felicidad que compensaba con creces, toda la miseria que
había sufrido o podía sufrir.
Con este agradecimiento regresé a mi castillo y, a partir de ese momento, comencé a sentirme mucho
más tranquilo respecto a mi seguridad, pues comprendí que aquellas miserables criaturas no venían a la
isla en busca de algo y, tal vez, tampoco deseaban ni esperaban encontrar nada. Seguramente, habían
estado en la parte tupida del bosque y no habían encontrado nada que satisficiera sus necesidades.
Llevaba dieciocho años viviendo allí sin tropezarme ni una vez con rastros de seres humanos y, por lo
tanto, podía pasar dieciocho años más, tan oculto como lo había estado hasta ahora, si no me exponía a
ellos. Era poco probable que algo así sucediese, puesto que lo único que tenía que hacer era mantenerme
totalmente escondido como siempre lo había hecho y, a menos que encontrase otras criaturas mejores
que los caníbales, no me dejaría ver.
Sin embargo, sentía tal aborrecimiento por esos malditos salvajes que he mencionado y de su
despreciable e inhumana costumbre de devorar a sus semejantes, que me que dé pensativo y triste y no
me alejé de los predios de mi circuito en dos años. Cuando digo mi circuito, me refiero a mis tres fincas,
es decir, mi castillo, mi casa de campo, a la que llamaba mi emparrado, y mi corral en el bosque. No seguí
buscando otro recinto para las cabras, pues la aversión que sentía hacia aquellas diabólicas criaturas
era tal, que me daba tanto miedo verlas a ellas como al demonio en persona. Tampoco volví a visitar mi
piragua en todo ese tiempo, sino que preferí hacerme otra, ya que no podía ni pensar en hacer un nuevo
intento de traerla a este lado de la isla, pues si me topaba con aquellos seres en el mar y caía en sus
manos, sabría muy bien a qué atenerme.
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Pero el tiempo y la satisfacción de saber que no corría ningún riesgo de ser descubierto por esa gente,
comenzó a disipar mi inquietud y seguí viviendo con la misma calma que hasta entonces, solo que ahora
era más precavido y estaba más alerta a lo que ocurría a mi alrededor, no fuera que pudiesen verme.
También era más prudente al disparar mi escopeta por si había alguno en la isla que pudiese oírme. Era
una gran suerte disponer de un rebaño de cabras domésticas, pues no tenía que cazarlas ni dispararles
en el bosque. Si alguna vez capturé una cabra después de aquel día, fue con trampas y lazos, como lo
había hecho anteriormente y, en dos años, no disparé el arma ni una sola vez, aunque nunca salía sin ella.
Más aún, como tenía tres pistolas que había rescatado del barco, siempre llevaba, por lo menos, dos de
ellas, aseguradas a mi cinturón de cuero de cabra. También limpié uno de los machetes que tenía y me
hice otro cinturón para llevarlo. De este modo, cuando salía, tenía el aspecto más extraño que se pueda
imaginar, si se añade a la descripción que hice anteriormente de mi indumentaria, las dos pistolas y el
machete de hoja ancha que llevaba colgando, sin vaina, de un costado de mi cinturón.
Como he dicho, durante un tiempo, recuperé la calma y la tranquilidad aunque no dejé de tomar
precauciones. Todo esto me demostraba, cada vez con más claridad, que no me encontraba en una
situación tan deplorable como otros; más bien, estaba mucho mejor de lo que podía estar si Dios así lo
hubiese decidido. Esto me hizo pensar que si los hombres compararan su situación con la de otros que
están en peores circunstancias y no con los que están mejor, se sentirían agradecidos y no se quejarían
de sus desgracias. Como en la situación en la que me hallaba, en realidad no había demasiadas cosas que
echara de menos, pensé que los temores que había padecido a causa de aquellos salvajes y mi
preocupación por salvar mi vida, habían disminuido mi ingenio y me habían hecho abandonar el proyecto
de hacer malta con la cebada para, luego, tratar de hacer cerveza. Esto era, en verdad, un capricho y, a
menudo, me reprochaba mi ingenuidad, pues me daba cuenta de que para hacer cerveza necesitaba
muchas cosas que no podía procurarme. No disponía de barriles para conservarla, que, como ya he dicho,
nunca logré fabricar, a pesar de que pasé muchos días, más bien, semanas y meses intentándolo sin
ningún éxito. Tampoco tenía lúpulo ni levadura para que fermentase, ni una marmita u otro recipiente
para hervirla. No obstante, creo sinceramente que de no haber sido porque el miedo y el terror hacia
los salvajes me interrumpieron, me habría empeñado en hacerla y, tal vez, lo habría logrado, pues raras
veces renunciaba a una idea una vez que había reflexionado lo suficiente como para ejecutarla.
Pero ahora ocupaba mi ingenio en otros asuntos. No podía dejar de pensar cómo exterminar algunos de
esos monstruos en uno de sus crueles y sanguinarios festines, y de ser posible, salvar a la víctima que se
dispusieran a matar. Haría falta un libro mucho más voluminoso que este para ilustrar todos los métodos
que ideé para destruir a esas criaturas, o, por lo menos, para asustarlas y evitar que volviesen otra vez.
Mas todos eran inservibles porque requerían de mi presencia y ¿qué podía hacer un solo hombre contra
ellos, que quizás serían veinte o treinta, armados de lanzas, arcos y flechas con las que tenían tan buena
puntería como yo con mi escopeta?
A veces, pensaba en cavar un pozo en el lugar donde encendían su fuego y colocar cinco o seis libras de
pólvora que arderían apenas lo prendieran, haciendo volar todo lo que estuviese en los alrededores.
Pero, en primer lugar, no estaba dispuesto a gastar tanta pólvora en esto, más aún, cuando mis
suministros se reducían a un solo barril. En segundo lugar, no podía estar seguro de que la explosión se
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produjera en el momento preciso y, por último, tal vez lo único que conseguiría sería chamuscarlos un
poco y asustarlos, lo cual no habría sido suficiente para que abandonaran la isla definitivamente. Por lo
tanto, descarté esta idea y decidí emboscarme en un lugar adecuado con tres escopetas de doble carga
y, cuando estuviesen en medio de su sangrienta ceremonia, abrir fuego contra ellos, asegurándome de
matar o herir, al menos, a dos o tres con cada disparo y, luego, caer sobre ellos con mis tres pistolas y
mi machete. No dudaba que así los exterminaría a todos aunque fuesen veinte. Me sentí complacido con
esta fantasía durante unas semanas y estaba tan obsesionado con ella que, a menudo, soñaba que la
llevaba a cabo y estaba a punto de hacerlos volar por los aires.
Llegué tan lejos en mi ficción, que pasé varios días buscando lugares convenientes para emboscarme,
con el propósito de observarlos. Volví tantas veces al lugar del festín que llegó a volverse familiar. Allí
me invadía un fuerte deseo de venganza y me imaginaba que derrotaba a veinte o treinta de ellos con mi
espada en un sangriento combate. Mas, el horror que me inspiraba el lugar y los rastros de esos
miserables bárbaros, me aplacaban el rencor.
Por fin, encontré un lugar conveniente en la ladera de la colina donde podía esperar a salvo la llegada de
sus piraguas y ocultarme en la espesura de los árboles antes de que se acercaran a la playa. En uno de
los árboles había un hueco lo suficientemente grande para esconderme por completo. Allí, podría
sentarme a observar sus sanguinarios actos y dispararles a la cabeza cuando estuvieran más próximos
unos de otros y fuese casi imposible que errara el tiro o que no pudiese herir a tres o cuatro del primer
disparo.
Opté por ese lugar y preparé dos mosquetes y la escopeta de caza para ejecutar mi plan. Cargué los dos
mosquetes con dos lingotes de cinco balas de calibre de pistola y la escopeta con un puñado de las
municiones de mayor calibre. También cargué cada una de mis pistolas con cuatro balas y, de este modo,
bien provisto de municiones para una segunda y tercera descarga, me preparé para la expedición.
Una vez hecho el esquema de mi proyecto y habiéndolo ejecutado mentalmente, todas las mañanas subía
la colina que estaba a unas tres millas o más de mi castillo, como so lía llamarlo, a fin de ver si descubría
sus piraguas en el mar o aproximándose a la isla. Pero, al cabo de dos o tres meses de vigilancia
constante y, no habiendo descubierto nada en la costa ni en toda la extensión de mar que podían
abarcar mis ojos y mi catalejo, me cansé de esta ardua labor.
Durante el tiempo que realizaba mi paseo diario hasta la colina, mi proyecto mantuvo todo su vigor y me
encontraba siempre dispuesto a ejecutar la monstruosa matanza de los veinte o treinta salvajes
indefensos, por un delito sobre el que no había reflexionado más allá del horror inicial que me causó esa
perversa costumbre de la gente de aquella región, a quienes, al parecer, la Providencia había
desprovisto de mejor consejo que sus vicios y sus abominables pasiones. Tal vez, desde hacía siglos,
esta gente gozaba de la libertad de practicar sus horribles actos y perpetuar sus terribles costumbres
como seres completamente abandonados por Dios y movidos por una infernal depravación. Sin embargo,
como he dicho, cuando me empezaba a cansar de las infructuosas expediciones matutinas, que realizaba
en vano desde hacía tanto tiempo, comencé a cambiar de opinión y a considerar más fría y serenamente
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la empresa que había decidido llevar a cabo. Me preguntaba qué autoridad o vocación tenía yo para
pretender ser juez o verdugo de estos hombres como si fuesen criminales, cuando el cielo había
considerado dejarlos impunes durante tanto tiempo para que fuesen ellos mismos los que ejecutaran su
juicio. A menudo me debatía de este modo: ¿cómo podía saber el juicio de Dios en este caso particular?
Ciertamente, esta gente no comete ningún delito al hacer esto porque no les remuerde la conciencia. No
lo consideran una ofensa ni lo hacen en desafío de la justicia divina, como nosotros cuando cometemos
algún pecado. Para ellos, matar a un prisionero de guerra no es un crimen como para nosotros tampoco lo
es matar un buey; y para ellos, comer carne humana les es tan lícito como para nosotros comer cordero.
Luego de reflexionar un poco sobre esto, llegué a la conclusión de que me había equivocado y que estas
personas no eran criminales en el sentido en que los había conde nado en mis pensamientos; no más
asesinos que los cristianos que, a menudo, dan muerte a los prisioneros que toman en las batallas, o que,
con mucha frecuencia, matan a tropas enteras de hombres, sin darles cuartel, aunque hubieran
depuesto sus armas y se hubieran rendido.
Después pensé que, aunque el trato que se dieran entre sí fuese brutal e inhumano, a mí no me habían
hecho ningún daño. Si me atacaban o si me parecía necesario para mi propia defensa, lucharía contra
ellos pero como no estaba bajo su poder y ellos, en realidad, no sabían de mi existencia y, por lo tanto,
no tenían planes respecto a mí, no era justo que los atacara. Algo así justificaría la conducta de los
españoles y todas las atrocidades que hicieron en América, donde destruyeron a millones de personas
inocentes, a pesar de que fueran bárbaros e idólatras y tuvieran la costumbre de realizar rituales
salvajes y sangrientos, como el sacrificio de seres humanos a sus dioses. Por esta razón, todas las
naciones cristianas de Europa, incluso los españoles, se refieren a este exterminio como una verdadera
masacre, una sangrienta y depravada crueldad, injustificable ante los ojos de Dios y de los hombres. De
este modo, el nombre español se ha vuelto odioso y terrible para todas las personas que tienen un poco
de humanidad o compasión cristiana, como si el reino español se hubiese destacado por haber producido
una raza de hombres sin piedad, que es el sentimiento que refleja un espíritu generoso.
Estas consideraciones me detuvieron en seco y comencé, poco a poco, a abandonar mi proyecto y a
pensar que me había equivocado en mi resolución de atacar a los salvajes pues no debía entrometerme
en sus asuntos a menos que me atacaran, lo cual, debía evitar si era posible. Mas, si me descubrían y
atacaban, sabía lo que tenía que hacer.
Por otra parte, me decía a mí mismo que este proyecto sería un obstáculo para mi salvación y me llevaría
a la ruina y la perdición si no tenía la absoluta certeza de matar, no solo a los que se encontrasen en la
playa, sino a todos los que pudiesen aparecer después, ya que, si alguno de ellos escapaba para contar lo
ocurrido a su gente, miles de ellos vendrían a vengar la muerte de sus compañeros y yo no habría hecho
más que provocar mi propia destrucción, lo cual era un riesgo que no corría en este momento.
En resumen, llegué a la conclusión de que, ni por principios ni por sistema, debía meterme en este
asunto. Mi única preocupación debía ser mantenerme fuera de su vista a toda costa y no dejar el menor
rastro que les hiciese sospechar que había otros seres vivientes, es decir, humanos, en la isla. La
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religión me dio la prudencia y quedé convencido de que hacer planes sangrientos para destruir criaturas
inocentes, respecto a mí, por supuesto, era faltar a todos mis deberes. En cuanto a sus crímenes, ellos
eran culpables entre sí y yo nada tenía que ver con eso. Eran delitos nacionales y yo debía dejar que
Dios los juzgara, ya que es Él quien gobierna todas las naciones y sabe qué castigos imponerles a estas
para subsanar sus ofensas. Es Él quien debe decidir, como mejor le parezca, llevar a juicio público a
quienes le han ofendido públicamente.
De pronto, todo esto me parecía tan claro que me sentí muy satisfecho de no haber cometido una acción
que habría sido tan pecaminosa como un crimen premeditado. Me arrodillé y di gracias a Dios,
humildemente, por haberme librado del pecado de sangre y le imploré que me concediera la protección
de su Providencia para no caer en manos de los bárbaros, ni tener que poner las mías sobre ellos, a
menos que el cielo me lo indicara claramente, en defensa de mi propia vida.
Después de esto, pasé casi un año sintiéndome de ese modo. Deseaba tan poco encontrarme con aquellos
miserables, que, en todo ese tiempo no subí ni una sola vez la colina para ver si había alguno de ellos a la
vista, o si habían venido a la playa, a fin de no verme tentado a reanudar mis proyectos contra ellos, ni
tener la ocasión de asaltarlos. Me limité a buscar la piragua que estaba al otro lado de la isla para
llevarla a la costa oriental. Allí la dejé, en una pequeña ensenada que encontré bajo unas rocas muy
altas, donde sabía que los salvajes no se atreverían a ir, al menos, no en sus piraguas, a causa de la
corriente.
Junto con mi piragua, llevé todas las cosas que había dejado allí, aunque no me hacían falta para hacer
el viaje: un mástil, una vela y aquella cosa que parecía un ancla pero que, en verdad, no podía llamarse ni
ancla ni arpón, si bien fue lo mejor que pude hacer. Lo transporté todo con el propósito de que nada
pudiese provocar la más mínima sospecha de que podía haber alguna embarcación o morada humana en la
isla.
Aparte de esto, como he dicho, me mantuve más recluido que nunca, sin salir de mi celda, salvo para
realizar mis tareas habituales, es decir, ordeñar las cabras y cuidar el pequeño rebaño del bosque, que,
como estaba al otro lado de la isla, se hallaba fuera de peligro. Ciertamente, los salvajes que a veces
merodeaban por esta isla, jamás venían con el propósito de encontrar nada en ella y, por lo tanto, nunca
se alejaban de la costa. No dudo que estuvieran varias veces en ella, tanto antes como después de mis
temores y precauciones, por lo que no podía dejar de pensar con horror en cuál habría sido mi suerte si
me hubiese encontrado con ellos cuando andaba desnudo, desarmado y sin otra protección que una
escopeta, casi siempre cargada con pocas municiones, mientras exploraba todos los rincones de la isla.
Menuda sorpresa me habría llevado si, en lugar de la huella de una pisada, me hubiese topado con quince
o veinte salvajes, dispuestos a perseguirme, sin posibilidad de escapar de ellos a causa de la velocidad
de su carrera.
A menudo, estos pensamientos me oprimían el alma y me afligían tanto que tardaba mucho en
recuperarme. Me preguntaba qué habría hecho, pues no me consideraba capaz de haber puesto
resistencia, ni siquiera de haber tenido la lucidez de hacer lo que tenía que hacer; mucho menos lo que
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ahora, después de mucha preparación y meditación, podía hacer. Cuando pensaba seriamente en esto,
me sumía en un profundo estado de melancolía que, a veces, duraba mucho tiempo. No obstante,
terminaba dando gracias a la Providencia por haberme salvado de tantos peligros invisibles y por
haberme protegido de tantas desgracias, de las que no habría podido escapar porque no tenía la menor
sospecha de su existencia o de la posibilidad de que ocurriesen.
Esto me hizo considerar algo que, con frecuencia, había pensado antes, cuando empezaba a ver las
generosas disposiciones del cielo frente a los peligros a los que nos exponemos en la vida: cuántas veces
somos salvados sin darnos cuenta; cuántas veces dudamos o, por así decirlo, titubeamos acerca del
camino que debemos seguir y una voz interna nos muestra un camino cuando nosotros pensábamos tomar
otro; cuántas veces nuestro sentido común, nuestra tendencia natural o nuestros intereses personales
nos invitan a escoger un camino y, sin embargo, un impulso interior, cuyo origen ignoramos, nos empuja a
elegir otro y luego advertimos que si hubiésemos seguido el que pensábamos o imaginábamos, nos
habríamos visto perdidos y arruinados. Estas y muchas otras reflexiones similares me llevaron a
regirme por una norma: obedecer la llamada interior o la inspiración secreta de hacer algo o de seguir
algún camino cada vez que la sintiera, aunque no tuviera razón alguna para hacerlo, salvo la sensación o
la presión de ese presentimiento sobre mi espíritu. Podría dar muchos ejemplos del buen resultado de
esta conducta a lo largo de mi vida, en especial, al final de mi permanencia en esta desgraciada isla;
aparte de las muchas ocasiones en las que me habría dado cuenta de la situación si la hubiese visto con
los mismos ojos con los que veo ahora. Mas nunca es tarde para aprender y no puedo sino aconsejar a
todos los hombres prudentes, que hayan vivido experiencias tan extraordinarias como la mía, incluso
menos extraordinarias, que no subestimen las insinuaciones secretas de la Providencia y hagan caso a
esa inteligencia invisible, que no debo ni puedo tratar de explicar, pero que, sin duda, constituye una
prueba irrefutable de la existencia del espíritu y de la comunicación secreta entre los espíritus
encarnados y los inmateriales. Durante el resto de mi solitaria residencia en este sombrío lugar, tuve
ocasión de presenciar asombrosas pruebas de esto.
Pienso que al lector no le parecerá extraño que confiese que todas estas ansiedades, los peligros
constantes y las preocupaciones que me acechaban en este momento, pusieron fin a mi ingenio y a todos
los esfuerzos destinados a mi futuro bienestar. Ahora debía velar por mi seguridad más que por mi
sustento. No me atrevía a clavar un clavo ni a cortar un trozo de leña por temor a hacer ruido; mucho
menos, disparar un arma, por el mismo motivo y, sobre todo, me inquietaba hacer fuego, temiendo que el
humo, visible a gran distancia, me traicionase. Por esta razón, trasladé la parte de mis actividades que
requerían fuego, como la fabricación de cacharros, pipas y otros objetos, a mi nueva morada del bosque,
donde, al cabo de un tiempo, encontré, para mi indecible consuelo, una gran caverna natural en la que
ningún salvaje habría osado entrar, aunque se encontrara en su entrada, ni nadie que no se encontrara
como yo, buscando un refugio seguro.
La entrada de la cueva estaba al pie de una gran roca, donde, por mera casualidad (diría esto si no
tuviese abundantes razones para atribuir todas estas cosas a la Providencia), me encontraba cortando
unas gruesas ramas de árboles para hacer carbón. Pero antes de proseguir, debo explicar la razón por la
que hacía este carbón y que era la siguiente:
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Como ya he dicho, tenía mucho miedo de hacer fuego cerca de mi casa. Sin embargo, no podía vivir sin
hornear mi pan y sin cocinar mi carne y otros alimentos. Así, pues, quemaba la madera en el bosque,
como había visto que se hacía en Inglaterra, la cubría con tierra hasta que se carbonizaba. Luego
apagaba el fuego y llevaba a casa el carbón, que utilizaba para todos los menesteres que requerían
fuego, sin el riesgo del humo.
Pero esto es solo incidental. Mientras estaba cortando madera, advertí una especie de cavidad detrás
de una rama muy gruesa de un arbusto y sentí curiosidad por mirar en el interior. Cuando llegué a la
entrada, no sin mucha dificultad, vi que era muy amplia, es decir, que cabía de pie y, tal vez, con otra
persona. Pero debo confesar que salí con más prisa de la que había entrado, pues al mirar al fondo, que
estaba totalmente oscuro, divisé dos grandes ojos brillantes. No sabía si eran de diablo o de hombre
pero parpadeaban como dos estrellas con la tenue luz que se filtraba por la entrada de la cueva.
No obstante, después de una breve pausa, me repuse y comencé a decirme que era un tonto, que si
había vivido veinte años solo en una isla no podía tener miedo del diablo y que en esa cueva no había
nada más aterrador que yo mismo. En seguida recobré el valor, hice una gran tea y volví a entrar con
ella en la mano. No había dado tres pasos cuando volví a asustarme como antes, pues oí un fuerte
suspiro, como el lamento de un hombre, seguido por un ruido entrecortado que parecía un balbuceo y,
luego, por otro suspiro fuerte. Retrocedí y estaba tan sorprendido que un sudor frío me recorrió todo
el cuerpo y si hubiese tenido un sombrero, no habría podido responder por él, pues mis cabellos
erizados lo hubieran elevado por el aire. Pero saqué valor de donde pude y me reanimé un poco con la
idea de que el poder y la presencia de Dios estaban en todas partes y me protegerían. Volví a dar unos
pasos y, gracias a la luz de la tea, que sostenía un poco más arriba de mi cabeza, descubrí, tumbado en
la tierra, un monstruoso y viejo macho cabrío, que parecía a punto de morir de pura vejez.
Le agité un poco para ver si lograba sacarlo de ahí y el animal intentó, en vano, ponerse en pie. Entonces
pensé que podía quedarse donde estaba pues, del mismo modo que me había asustado a mí, podía asustar
a los salvajes que se atrevieran a entrar en la cueva mientras le quedara algo de vida.
Repuesto de mi sorpresa, comencé a mirar a mi alrededor y me di cuenta de que la cueva era bastante
pequeña, es decir, que medía unos doce pies pero no tenía una forma re gular, ni redonda ni cuadrada, ya
que las únicas manos que habían trabajado en ella eran las de la naturaleza. También observé que en uno
de los costados había una apertura que se prolongaba hacia adentro pero era tan baja que me obligaba a
entrar arrastrándome. Tampoco sabía a dónde llevaba y como no tenía velas, no seguí explorando. Decidí
que, al día siguiente, regresaría con velas y una yesca que había hecho en la empuñadura de un mosquete
con un poco de pólvora.
Al otro día, volví con seis grandes velas hechas por mí, pues ahora hacía muy buenas velas con el sebo de
las cabras, y, andando a gatas, avancé por la cavidad unas diez yardas, lo cual, dicho sea de paso, era
una aventura bastante arriesgada, si se considera que no sabía hasta dónde llegaba aquel pasadizo ni lo
que podría encontrar más adelante. Cuando llegué al final de este, advertí que el techo se elevaba casi
veinte pies, y puedo asegurar que en toda la isla se podía presenciar un espectáculo más maravilloso que
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la bóveda y los costado de esta cueva o caverna. En las paredes se reflejaba la luz de mis dos velas
multiplicada por cien mil. Me imaginaba que en la roca había diamantes u otras piedras preciosas, pero
no lo sabía con certeza.
Aunque estaba totalmente a oscuras, la gruta era el lugar más delicioso que podría imaginarse. El suelo
estaba seco y bien nivelado; lo cubría una fina capa de gravilla suelta y fina. No había animales
venenosos o nauseabundos ni humedad en las paredes o el techo. La única dificultad estaba en la
entrada, la cual, me parecía ventajosa, ya que me proporcionaba el refugio que necesitaba. Este
descubrimiento me llenó de júbilo y decidí transportar allí, sin demora, algunas de las cosas que más me
preocupaban, en especial, la pólvora y todas las armas que tenía de reserva, a saber: dos de las tres
escopetas de caza y tres de los ocho mosquetes que tenía. Dejé los otros cinco en mi castillo, montados
como si fueran cañones en el muro exterior, y podía disponer de ellas, igualmente, si hacía alguna
expedición.
Para transportar las municiones, tuve que abrir el barril de pólvora húmeda que había rescatado del
mar. Me di cuenta de que el agua había penetrado por todos los costa dos unas tres o cuatro pulgadas y
que la pólvora, al secarse y endurecerse, había formado una corteza que protegía el interior como la
cáscara de una fruta. De este modo, tenía unas sesenta libras de pólvora buena en el centro del barril,
lo que me sorprendió muy gratamente. La llevé toda a la gruta, salvo dos o tres libras que conservé en el
castillo por temor a cualquier contingencia. Llevé, además, todo el plomo que tenía reservado para hacer
balas.
Me sentía como uno de esos antiguos gigantes que, según se dice, vivían en cavernas y cuevas en las
rocas, a las que nadie podía llegar, pues, mientras me hallaba en ese refugio, me convencí de que ningún
salvaje podría encontrarme y, si lo hacía, jamás se atrevería a atacarme en ese lugar. El viejo macho
cabrío, que estaba moribundo cuando lo encontré, murió al día siguiente en la entrada de la cueva y me
pareció más fácil cavar un hoyo para echarlo en él y cubrirlo con tierra, que arrastrarlo hasta afuera;
así que lo enterré para evitar el mal olor.
Llevaba veintitrés años en la isla y estaba tan familiarizado con ella y con mi estilo de vida que, si
hubiese tenido la certeza de que los salvajes no vendrían a perturbarme, me habría resignado a
capitular y pasar allí el resto de mi vida, hasta el día en que me echara a morir, como el viejo macho
cabrío, en la gruta. También había encontrado algunos pequeños entretenimientos y diversiones que
hacían transcurrir el tiempo más rápida y plácidamente que antes. En primer lugar, como ya he dicho, le
había enseñado a hablar a mi Poll y lo hacía con tanta familiaridad, tan clara y articuladamente, que me
proporcionaba una gran satisfacción. Convivió cerca de veintiséis años conmigo y no sé cuántos más
vivió, pues, según se creía en el Brasil, vivían casi cien años. Acaso el pobre Poll aún siga vivo y llamando
al pobre Robinson Crusoe. Espero que ningún inglés tenga la mala suerte de ir allí y de escucharlo
porque, con seguridad, creerá que se trata del demonio. Mi perro me brindó una agradable y cariñosa
compañía durante casi dieciséis años y murió de puro viejo. En cuanto a los gatos, se multiplicaron, como
he dicho, hasta el punto que tuve que matar a muchos de ellos para evitar que me devorasen a mí junto
con todas mis provisiones. Finalmente, después que murieron los dos que me había traído, los demás, a
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fuerza de perseguirlos constantemente y privarlos de alimento, huyeron a los bosques y se volvieron
salvajes. Solo dos o tres favoritos, cuyas crías ahogaba apenas nacían, formaron parte de mi familia.
También conservaba siempre dos o tres cabras domésticas, que aprendieron a comer de mi mano, y dos
loros más que hablaban bastante bien y me llamaban Robinson Crusoe. Mas ninguno como el primero,
aunque, a decir verdad, nunca me preocupé por ellos como por aquel. Tenía, además, algunas aves
marítimas, cuyo nombre desconozco, a las que capturé en la playa y les corté las alas. Como las pequeñas
estacas que había plantado delante del castillo crecieron hasta formar un espeso follaje, estas aves
vivían y se reproducían en las copas de los árboles bajos, lo cual me resultaba muy agradable. De este
modo, como he dicho, empecé a sentirme muy complacido con mi vida, con la única excepción del temor
por los salvajes.
Pero estaba previsto que las cosas fuesen de otro modo y, tal vez, no sea inútil para todos los que lean
mi historia, hacer esta justa observación: Cuántas veces, en el curso de nuestras vidas, ocurre que el
mal que procuramos evitar, y que nos parece terrible cuando nos enfrentamos a él, resulta el verdadero
camino de nuestra salvación, el único a través del cual podemos librarnos de nuestras desgracias. Podría
dar muchos ejemplos de esta situación, a lo largo de mi inenarrable existencia, pero ninguno tan notable
como lo que me ocurrió en los últimos años de mi solitaria residencia en esta isla.
Corría el mes de diciembre de mi vigesimotercer año en este lugar y, como ya he dicho estábamos en
pleno solsticio austral, pues no podría llamarlo invierno. Esta época era muy importante para mi cosecha,
que requería de mi constante presencia en el campo. Una mañana, muy temprano, casi antes de la salida
del sol, advertí con sorpresa el resplandor de un fuego en la playa, a unas dos millas de donde me
hallaba, y en dirección al extremo de la isla donde, como ya he observado, habían estado los salvajes;
mas no en el lado opuesto de la isla, sino en el mío.
El espectáculo me aterrorizó y me quedé cerca de mi arboleda, por temor a ser sorprendido. Aun así, no
me sentía tranquilo, pues, si en sus incursiones por la isla, los salvajes descubrían mi cereal, sembrado o
segado, o cualquiera de mis obras y mejoras deducirían inmediatamente que la isla estaba habitada y no
descansarían hasta encontrarme. Terriblemente angustiado, regresé directamente a mi castillo, recogí
la escalera e intenté darle un aspecto tan natural y agreste como pude.
Entonces, me atrincheré y me preparé para la defensa. Cargué toda mi artillería, como solía llamarla, es
decir, los mosquetes colocados en la nueva fortificación y todas las pistolas, y decidí defenderme hasta
el último suspiro, no sin antes encomendarme fervorosamente a la divina protección y rogarle a Dios que
me librase de caer en manos de los bárbaros. Permanecí en esa posición más de dos horas pero, más
tarde, comencé a sentirme impaciente por saber lo que ocurría fuera, ya que no tenía espías que me lo
informaran.
Aguardé un poco más, pensando qué debía hacer en esta situación, mas no pude resistir por más tiempo
en la ignorancia; así que apoyé la escalera en el costado de la roca para subir hasta donde se formaba
una suerte de plataforma. Luego la retiré y volví a colocarla hasta que llegué a la cima de la colina. Allí
me acosté boca abajo sobre la tierra y cogí el catalejo que había llevado con toda intención para
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observar el sitio. Descubrí a unos cinco salvajes desnudos, sentados alrededor de una pequeña fogata,
no para calentarse, pues no tenían necesidad de ello, ya que el clima era extremadamente caluroso, sino,
como supuse, para preparar alguno de sus horribles festines de carne humana, que habían traído
consigo, no sé si viva o muerta.
Habían llegado en dos canoas que estaban varadas en la orilla y, como la marea estaba baja, me pareció
que aguardaban a que subiera para marcharse. No es fácil imaginar la inquietud que me provocó este
espectáculo y, muy especialmente, que estuvieran en mi lado de la isla y tan próximos a mí. Mas cuando
pensé que siempre debían venir cuando bajara la marea, comencé a tranquilizarme y contentarme
pensando que podría salir sin peligro cuando la marea estuviese alta, a no ser que hubiesen llegado antes
a la orilla. Con esta idea, salí a realizar las tareas propias de la cosecha con cierta tranquilidad.
Sucedió tal y como lo había previsto, pues, apenas la corriente se puso hacia el oeste, los vi meterse en
sus canoas y alejarse con la ayuda de sus remos. Debo observar que, antes de partir, estuvieron cerca
de una hora bailando, pues podía discernir claramente sus gestos y movimientos con mi catalejo. Pude
apreciar, mediante una minuciosa observación, que estaban completamente desnudos, sin el menor
vestigio de vestimenta sobre sus cuerpos pero no pude distinguir si eran hombres o mujeres.
Tan pronto como se embarcaron y partieron, salí con mis dos escopetas al hombro, dos pistolas en la
cintura y mi gran sable sin vaina, colgado a un costado. Subí a la colina, donde los había visto por
primera vez, tan velozmente como pude. Tardé aproximadamente dos horas en llegar (pues el peso de
las armas me impedía correr más rápidamente). Allí me di cuenta de que había otras tres canoas de los
salvajes y, al mirar a lo lejos, los vi a todos juntos en el mar navegando rumbo al continente.
Cuando descendí a la playa, pude observar el terrible espectáculo de su sangriento festín: la sangre, los
huesos y los trozos de carne humana, felizmente comida y devorada por aquellos miserables. Estaba tan
indignado ante lo que veían mis ojos, que comencé a premeditar la forma de destruir a los próximos que
volviera a ver por allí, sin importarme quiénes ni cuántos fueran.
Me pareció evidente que sus visitas a la isla no eran muy frecuentes, pues transcurrieron más de quince
meses antes de que regresaran; es decir, que durante todo ese tiempo, no volví a encontrar huellas ni
señales de ellos, ya que, en la época de lluvias, no podían salir de sus moradas, o, al menos, alejarse
tanto. Sin embargo, durante todo este tiempo viví inquieto a causa del constante miedo a ser tomado
por sorpresa, por lo que puedo decir que temer al mal es mucho peor que padecerlo, en especial, cuando
es imposible liberarse de ese temor.
Durante todo este tiempo, me sentía invadido por un sentimiento criminal y pasaba muchas horas, que
pude haber empleado en mejores asuntos, imaginando cómo cercarlos y atacarlos la próxima vez que los
viera, en especial, si venían en dos grupos como la vez anterior. No se me ocurrió en aquel momento, que
si mataba a uno de los grupos, formado por diez o doce salvajes, según mis cálculos, al día siguiente, o a
la semana o el mes siguiente, debía matar otro y así, ad infinitum, hasta convertirme en un asesino de la
misma calaña que estos caníbales, si no peor.
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Pasaba los días en medio de una gran perplejidad e inquietud, esperando caer, de un momento a otro, en
manos de estas despiadadas criaturas. Si alguna vez me aventuraba a salir, lo hacía mirando con el
mayor cuidado a mi alrededor y tomando todas las precauciones imaginables. Ahora me daba cuenta,
para mi consuelo, de cuán acertada había sido mi decisión de tener un rebaño o manada de cabras
domésticas, pues no me atrevía a disparar mi escopeta, sobre todo, en el lado de la isla donde solían
venir los salvajes, por miedo a alertarlos. Si bien es posible que hubiesen huido la primera vez, con
seguridad, habrían vuelto al cabo de algunos días con dos o tres centenares de canoas y yo sabría muy
bien qué esperar. Sin embargo, transcurrieron un año y tres meses antes de que volvieran los salvajes,
como contaré más adelante. Es muy probable que hubiesen venido dos o tres veces pero no se quedaron,
o, al menos, yo no los escuché. Mas, en el mes de mayo de mi vigesimocuarto año, según mis cálculos,
tuve un encuentro con ellos.
Durante los quince o dieciséis meses que he mencionado, me sentí muy perturbado. Dormía inquieto,
tenía sueños horribles y, a menudo, despertaba sobresaltado. Durante el día, me oprimían las
preocupaciones y, por la noche, soñaba que mataba a los salvajes y buscaba justificaciones para ello.
Pero dejemos esto por un momento. Fue a mediados de mayo, me parece que el día 16 según lo indicaba
mi pobre calendario de madera, pues seguía registrando los días en el poste; digo que sería el 16 de
mayo, cuando se desató una violenta tormenta con muchos truenos y relámpagos. La noche siguiente fue
espantosa y no sé por qué, pero estaba leyendo la Biblia y haciendo graves reflexiones sobre mi
situación, cuando me sorprendió lo que me pareció un cañonazo en el mar.
Esta era una sorpresa muy distinta de todas las que había experimentado hasta entonces, pues me hizo
pensar en otras cosas. Me levanté tan rápidamente como pudiera imaginarse y, en un momento, apoyé la
escalera contra la roca y subí a la plataforma. Retiré la escalera nuevamente y subí hasta la cima de la
colina, en el momento en que un resplandor de fuego me anunció un segundo cañonazo, que en efecto,
llegó hasta mis oídos casi medio minuto después. Por el sonido, supe que provenía de aquella parte del
mar donde la corriente había arrojado mi bote.
Inmediatamente pensé que debía tratarse de un barco en peligro y que alguna otra embarcación le
acompañaba, pues disparaba los cañones en señal de alarma para pedir socorro. En ese momento,
presentí que si podía auxiliarlos, tal vez, ellos también me auxiliarían a mí, de modo que junté toda la
madera seca que encontré a mano, hice una gran pila con ella y le prendí fuego en la cima de la colina.
Como la madera estaba seca, prendió rápidamente y, aunque el viento soplaba con mucha intensidad,
ardió lo suficiente como para que, si aquello era un barco, con toda certeza pudiera verla. En efecto, así
ocurrió, pues, apenas ardió la llama, escuché otro cañonazo y, después, varios más, todos procedentes
del mismo punto. Alimenté el fuego toda la noche hasta el amanecer y, cuando se hizo de día, y el aire
se despejó, divisé algo en el mar, a gran distancia, al este de la isla, mas no podía precisar, ni siquiera
con la ayuda del catalejo, si se traba de una vela o del casco de un navío.
Durante todo el día miré con frecuencia en aquella dirección y pronto advertí que el objeto estaba
inmóvil, así que deduje que era un barco anclado, pero como me hallaba ansioso por saberlo con certeza,
como puede suponerse, cogí la escopeta y corrí hacia el extremo sur de la isla, hasta las rocas a las que
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había sido arrastrado por la corriente. Cuando llegué hasta allí, puesto que el día estaba completamente
despejado, pude ver claramente y para mi mayor desconsuelo, el naufragio de un barco, arrojado
durante la noche contra las rocas sumergidas que había hallado en mi excursión con la piragua. Estas
rocas, resistiendo a la violencia de la corriente, formaban una especie de contracorriente o remolino,
que me había librado de la situación más desesperada de toda mi vida.
Lo que constituye la salvación de un hombre, es la ruina de otro, pues, al parecer, estos hombres,
quienes quiera que fueran, al no tener conocimiento de aquellas rocas, total mente ocultas por el agua,
habían sido empujados contra ellas durante toda la noche por un fuerte viento del este y del este-
noreste. Si la tripulación hubiese visto la isla, lo cual dudo mucho, habría intentado usar un bote para
llegar a tierra. Mas los cañonazos que dispararon en señal de auxilio, en especial, cuando vieron mi
fogata, tal como imagino, me llenaron la cabeza de pensamientos. Primero pensaba que, al ver mi fuego,
se habían lanzado en el bote para llegar a la orilla pero, tal vez, la fuerte marea los había hecho
zozobrar. En otras ocasiones imaginaba que habían perdido el bote desde el principio, como suele pasar
cuando las olas azotan la nave, lo que obliga a los hombres a destrozarlo y arrojarlo al mar. Otras veces,
imaginaba que los acompañaba otro navío, o navíos, que, alertados por las señales de auxilio, los habían
socorrido y rescatado. Por momentos, pensaba que todos habían embarcado en el bote y habían sido
arrastrados por la misma corriente que me había arrastrado a mí, hacia el vasto océano, donde no
encontrarían más que agonía y muerte; o, tal vez, agobiados por el hambre, a estas alturas se estarían
comiendo unos a otros.
Pero como todo aquello no eran más que conjeturas, en la situación que me hallaba no podía hacer otra
cosa que lamentar la desgracia de aquellos pobres hombres y apiadarme de ellos, lo cual, me hacía sentir
cada vez más agradecido a Dios, por la felicidad y la abundancia que me había prodigado en mi desolada
situación y por haber permitido que, de dos tripulaciones que habían naufragado en aquellas costas, yo
fuese el único superviviente. Comprendí, nuevamente, que es muy raro que la Providencia divina nos
arroje en una situación tan deplorable o en una miseria tan grande como para que no encontremos algún
motivo de gratitud o reconozcamos que hay otros en peores circunstancias que las nuestras.
Aquella había sido, sin duda, la suerte de estos hombres y no tenía razones para suponer que alguno de
ellos se hubiese salvado. No podía esperar ni desear que no hubiesen muerto todos, a no ser que
hubiesen sido rescatados por otra embarcación, lo cual era muy poco probable, pues no veía ninguna
señal o rastro de que algo así hubiese sucedido.
No puedo hallar las palabras precisas para expresar la extraña melancolía y los ardientes deseos que
este naufragio suscitó en mi espíritu y que me hacían exclamar: «¡Oh, si al menos uno o dos, es más, solo
un ser se hubiese salvado de este naufragio, o hubiese podido llegar hasta aquí, para que yo pudiese
tener un compañero, un semejante con quien poder hablar y conversar!» En todo el transcurso de mi
vida solitaria, nunca había deseado tanto la compañía humana, ni había sentido una pena tan profunda
por no tenerla.
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Tenemos unos resortes secretos en el corazón que, movidos por algún objeto, presente o ausente, que
se muestra ante nuestra imaginación, impulsan nuestra alma con tan ta fuerza hacia ese objeto que su
ausencia se vuelve insoportable.
Tal era mi ferviente deseo de que tan solo un hombre se hubiese salvado: «¡Oh, si tan solo uno se
hubiese salvado!», repetía una y mil veces: «¡Oh, si tan solo uno se hubiese sal vado!» Estaba tan
trastornado por este deseo, que cuando decía esas palabras, entrelazaba las manos y apretaba tanto los
dedos, que si hubiese tenido algo frágil entre ellas, lo habría roto involuntariamente; y apretaba los
dientes con tanta fuerza, que a veces no podía separarlos.
Dejemos que los naturalistas expliquen estas cosas, su razón y su forma de ser. Lo único que puedo
hacer yo, es describir un hecho que me sorprendió cuando tuvo lugar, y cuya procedencia ignoro del
todo. Seguramente, se debió al efecto de mis ardientes deseos y la fuerza de mis pensamientos, de
imaginar el consuelo que me habría proporcionado conversar con un cristiano como yo.
Pero no estaba previsto de ese modo. Su destino, el mío o el de todos, lo impedía, pues hasta mi último
año de permanencia en esta isla, ignoré si alguien se había salva do de aquel naufragio. Solo alcancé a
ver, para mi desdicha, el cuerpo de un joven marinero que llegó al extremo de la isla más próximo al
lugar del naufragio. Solo llevaba puestos una casaca marinera, un par de calzones de paño abiertos en
las rodillas y una camisa de lienzo azul, pero nada que me permitiese adivinar de qué nación provenía. En
sus bolsillos no había más que dos piezas de a ocho y una pipa. Esta última, para mí, valía diez veces más
que el dinero.
El mar se había calmado y estaba empeñado en aventurarme a llegar al barco en la piragua. Tenía la
certeza de que encontraría cosas de utilidad a bordo pero no era eso lo que me impulsaba, sino la
esperanza de encontrar algún ser a quien pudiese salvarle la vida, y con ello, reconfortar la mía en sumo
grado. Me aferré de tal modo a esta idea, que no encontraba reposo ni de día ni de noche y solo pensaba
en llegar hasta la nave en mi bote. Me encomendé a la Providencia de Dios, sabiendo que el impulso era
tan fuerte que no podía resistirme a él, que debía provenir de algún invisible designio y que me
arrepentiría si no lo hacía.
Dominado por esta impresión, corrí hacia mi castillo a prepararme para el viaje. Cogí una buena porción
de pan, una gran vasija de agua fresca, una brújula para orientar me, una botella de ron, pues aún tenía
bastante en la reserva, y un cesto lleno de pasas. Cargado con todo lo necesario para el viaje, me dirigí
hacia la piragua, le vacié el agua, deposité en ella el cargamento y la eché al mar. Luego regresé a casa
para recoger el segundo cargamento, que consistía en un gran saco de arroz, la sombrilla, que me
colocaría sobre la cabeza para que me protegiera del sol, otra vasija llena de agua, casi dos docenas de
panes o tortas de cebada, una botella de leche de cabra y un queso. Llevé todo esto a la piragua, no sin
mucho esfuerzo y sudor, y, rogándole a Dios que guiara mi viaje, me puse a remar en dirección noreste a
lo largo de la costa hasta llegar al extremo de la isla. Ahora tenía que decidir si me aventuraba a
lanzarme al océano. Observé las rápidas corrientes que pasaban a ambos lados de la isla y me
parecieron tan terribles, por el recuerdo del peligro en que me había encontrado, que comencé a perder
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valor, pues me daba cuenta de que si caía en una de ellas, sería arrastrado mar adentro y perdería de
vista la isla. Si esto ocurría, como mi piragua era muy pequeña, la menor ráfaga de viento me perdería
irremediablemente.
Esta idea me angustió tanto que comencé a darme por vencido. Conduje mi bote a una pequeña ensenada
en la orilla, salí y me senté en un pequeño promontorio de tierra, muy pensativo y ansioso, debatiéndome
entre el miedo y el deseo de realizar la expedición. Mientras pensaba, observé que la marea comenzaba
a subir, lo que, por unas cuantas horas, me impediría volver a salir al mar. Entonces, pensé que debía
subir a la parte más elevada que pudiese encontrar para observar los movimientos de las corrientes
cuando subiera la marea y, de este modo, poder juzgar si había alguna que me trajese rápidamente de
vuelta a la isla, en caso de que otra me alejara de ella. No bien hube pensado esto, me fijé en una
pequeña colina que dominaba ambos lados, desde donde podía ver claramente la dirección de las
corrientes y el rumbo que debía seguir para regresar. Allí pude observar que la corriente de bajamar
partía del extremo sur de la isla mientras que la de pleamar regresaba por el norte, de modo que, no
tenía más que dirigirme hacia la punta septentrional de la isla para regresar sin dificultad.
Animado con esta observación, decidí partir a la mañana siguiente con la primera marea. Pasé toda la
noche en la canoa, cubierto con el gran capote que mencioné anteriormente y me lancé al mar. Primero
navegué un corto trecho rumbo al norte, hasta que me sentí arrastrado por la corriente que iba hacia el
este. Esta me impulsó con bastante fuerza, pero no tanta como lo había hecho anteriormente la
corriente del sur, lo que me permitió seguir gobernando el bote. Remando enérgicamente, me acerqué a
toda velocidad al barco y, en menos de dos horas, llegué hasta él.
Era un espectáculo desolador; el barco, de construcción española, estaba encallado entre dos rocas. La
popa y uno de sus costados habían sido destrozados por el mar y, como el castillo de proa se había
estrellado contra las rocas, el palo mayor y el trinquete se habían quebrado, aunque el bauprés seguía
intacto, así como la proa. Cuando me acerqué, apareció un perro, que, al verme, comenzó a aullar y a
gemir. Apenas lo llamé, saltó al mar para venir hasta mí y lo llevé al bote. Estaba muerto de hambre y
sed. Le di un pedazo de pan y se lo comió como si fuese un lobo famélico que hubiese pasado quince días
sin alimento en la nieve. Después le di un poco de agua y, si lo hubiese dejado, el pobre animal habría
bebido hasta reventar.
Luego subí a bordo y lo primero que divisé fueron dos hombres ahogados en la cocina, sobre el castillo
de proa, que estaban abrazados. Deduje que, posiblemente, al desatarse la tormenta, el barco se había
encallado y los embates del mar debieron ser tan fuertes y tan constantes, que aquellos pobres
hombres, no pudieron resistir y se habían ahogado como si estuviesen bajo el agua. Aparte del perro, no
había otro ser viviente en el barco y todo su cargamento, según pude comprobar, se estropeó con el
agua. Había algunos toneles de licor en el fondo de la bodega, que pude ver cuando el agua se retiró,
mas no sabía si contenían vino o brandy; amén de que eran demasiado grandes para transportarlos. Vi
varios cofres, que, sin duda, pertenecían a los marineros y los llevé al bote sin examinar su contenido.
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Si en lugar de la popa tan solo se hubiese destrozado la proa, estoy seguro de que mi viaje habría sido
más fructífero, pues por el contenido de esos dos cofres, podía imaginar con razón, que el barco llevaba
muchas riquezas a bordo. Supongo, por el rumbo que llevaba, que partió de Buenos Aires o del Río de la
Plata en la América meridional, más allá de Brasil, en dirección a La Habana, en el golfo de México y, de
allí, seguramente a España. Sin duda, transportaba un gran tesoro, si bien bastante inútil para todos en
este momento. Qué pudo haber sido del resto de la tripulación, tampoco lo sabía.
Aparte de los cofres, encontré un pequeño barril lleno de licor, de unos veinte galones, que llevé hasta
mi bote con gran dificultad. Había numerosos mosquetes en una cabina y un gran cuerno que contenía
unas cuatro libras de pólvora. Como los mosquetes no me servían, los dejé, pero me llevé el cuerno de
pólvora, así como una pala y unas tenazas que me hacían mucha falta, dos pequeñas vasijas de bronce,
una chocolatera de cobre y una parrilla. Con este cargamento y el perro, me puse en marcha cuando la
corriente comenzó a fluir hacia la isla. Esa misma tarde, casi una hora antes del anochecer, llegué a
tierra extenuado.
Aquella noche dormí en el bote y, al amanecer, decidí llevar lo que había rescatado a mi nueva cueva y no
al castillo. Después de refrescarme, llevé todo mi cargamento a la playa y comencé a examinarlo. El
tonel de licor contenía una especie de ron, distinto al que teníamos en Brasil, es decir, bastante malo.
Mas cuando abrí los cofres, hallé muchas cosas de gran utilidad, como, por ejemplo, una caja de botellas
extraordinarias, llenas de cordiales exquisitos. Las botellas eran de tres pintas y tenían la tapa
recubierta de plata. Encontré dos botes de dulces deliciosos, tan bien cerrados, que el agua salada no
los había estropeado, pero había otros dos, que sí se habían estropeado. Encontré algunas camisas muy
buenas, casi media docena de pañuelos de lino blanco y corbatas de colores; los primeros me venían muy
bien para secarme el sudor de la cara en los días de calor. Aparte de esto, al llegar al fondo del cofre,
encontré tres grandes sacos llenos de piezas de a ocho, que sumaban unas mil cien piezas en total. En
uno de ellos, envueltos en papel, había seis doblones de oro y algunos lingotes de oro que, en total,
podían pesar cerca de una libra.
En el otro cofre encontré algunas cosas de poco valor. Por su contenido, el cofre debía pertenecer al
artillero, aunque no encontré pólvora, con la excepción de unas dos libras de pólvora escarchada,
guardada en tres pequeños frascos y, seguramente, destinada a usarse para la caza. En resumidas
cuentas, conseguí muy pocas cosas de utilidad en el viaje, pues, el dinero no me servía de nada; era como
el polvo bajo mis pies, y lo habría cambiado todo por tres o cuatro pares de zapatos ingleses y
calcetines, que desde hacía mucho tiempo necesitaba. Tenía dos pares de zapatos, que les había quitado
a los dos hombres ahogados que hallé en el barco, y luego encontré otros dos pares en uno de los
cofres, los cuales me venían muy bien, aunque no eran como nuestros zapatos ingleses, ni por su
comodidad ni su resistencia; más bien, eran lo que solemos llamar escarpines. En este cofre también
encontré cincuenta piezas de a ocho en reales, pero no encontré oro, por lo cual, supuse que debía
pertenecer a un hombre más pobre que el dueño del primero, que, seguramente, sería un oficial.
No obstante, llevé el dinero a mi casa en la cueva y lo guardé, como lo había hecho con el que había
rescatado de nuestro barco. Era una lástima, ya lo he dicho, que no pudiese encontrar el resto del
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cargamento que venía en el barco, pues estoy seguro de que habría podido cargar mi canoa varias veces
con dinero y, si algún día lograba escapar a Inglaterra, lo habría dejado a salvo en la cueva hasta que
pudiese regresar a buscarlo.
Después de haber desembarcado todas mis pertenencias y guardarlas en un lugar seguro, regresé al
bote, remé a lo largo de la costa hasta la vieja rada y allí lo dejé. Luego regresé tan rápidamente como
pude a mi hogar, donde hallé todo seguro y en orden. Entonces comencé a sentirme más tranquilo y
reanudé mis antiguas costumbres y mis labores domésticas. Por un tiempo, logré vivir tranquilamente, si
bien estaba más atento que antes y salía mucho menos. Si alguna vez salía libremente, era siempre por
la parte oriental de la isla, donde estaba casi seguro de que no llegaban los salvajes y, por tanto, no
tenía que tomar demasiadas precauciones, ni andar cargado de tantas armas y municiones, como cuando
iba en la otra dirección.
Viví casi dos años más en estas condiciones pero mi desdichada cabeza, que parecía haber sido creada
para la desgracia de mi cuerpo, se llenaba de planes y proyectos para escapar de la isla. A veces,
pensaba hacer otra expedición al barco naufragado, aunque la razón me decía que no hallaría nada en él
que compensara el riesgo del viaje. Otras veces, contemplaba la idea de ir a una u otra parte y creo
firmemente que si hubiese contado con la chalupa en la que huí de Salé, me habría aventurado a
navegar, sin saber a dónde iba.
He sido, en todas las circunstancias de mi vida, un vivo ejemplo de aquellos que padecen de esta plaga
general que ataca a la humanidad, de donde proceden, a mi entender, la mitad de las desgracias que
ocurren en el mundo; me refiero a la inconformidad con los designios de Dios y la naturaleza. No quiero
hablar de mi estado inicial ni de mi resistencia a los excelentes consejos de mi padre, lo cual considero
como mi pecado original; ni de los errores similares que cometí y que me llevaron a esta miserable
situación. Si la misma Providencia que me había destinado a establecerme felizmente en Brasil como
hacendado, hubiese puesto límites a mis deseos; si me hubiese conformado con avanzar poco a poco, a
estas alturas (me refiero al tiempo que llevo viviendo en esta isla) sería uno de los hacendados más
prósperos de Brasil, pues, a juzgar por los progresos que hice en el poco tiempo que viví allí, y los que
habría hecho de no haberme marchado, seguramente tendría unos cien mil moidores. ¿Por qué tenía que
abandonar una fortuna establecida y una buena plantación, en pleno crecimiento y desarrollo, para
embarcarme rumbo a Guinea en busca de negros, cuando con paciencia y tiempo hubiese acrecentado mi
fortuna, de tal modo que hubiese podido comprarlos a los que se ocupan del tráfico de negros desde mi
propia casa? Incluso, si hubiese tenido que pagar algo más por ellos, la diferencia en el precio, no valía
el riesgo tan desmedido.
Pero estas cosas suelen pasarles a los jóvenes y la reflexión sobre ellas, es, normalmente, ejercicio de
la edad avanzada o de una experiencia que se paga demasiado cara. Yo me hallaba en esta etapa y, sin
embargo, el error se había arraigado tan profundamente en mi naturaleza, que no era capaz de
contentarme con mi situación, sino que me dedicaba continuamente a pensar en los medios y
posibilidades de huir de este lugar. Para poder relatar el resto de mi historia, con mayor placer del
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lector, no sería inadecuado hacer un recuento de los primeros planes de mi alocada huida y las
directrices que seguí para ejecutarlo.
Me hallaba en mi castillo, y después del último viaje al barco naufragado, había dejado mi embarcación a
salvo bajo el agua, como de costumbre, y mi situación había vuelto a ser la de antes. Mi fortuna había
crecido pero no era más rico por ello, pues me valía lo que a los indios del Perú antes de la llegada de los
españoles.
Una de esas noches lluviosas de marzo, en el vigesimocuarto año de vida solitaria, me encontraba
despierto en mi lecho o hamaca. Disfrutaba de buena salud, pues no me do lía nada, ni me hallaba
indispuesto o febril, ni más intranquilo que de costumbre. No obstante, no podía conciliar el sueño y no
pegué ojo en toda la noche por lo que voy a narrar a continuación.
Sería tan imposible como inútil relatar la cantidad de pensamientos que giraban en mi cabeza esa noche.
Repasé toda la historia de mi vida en miniatura o en resumen, como podría decirse, antes y después de
mi llegada a la isla.
Al pensar en lo que me había ocurrido desde mi llegada a las costas de esta isla, comparaba la
tranquilidad con la que transcurrían mis asuntos durante los primeros años con el estado de ansiedad,
miedo y cuidado en el que vivía desde que descubrí la huella de una pisada en la arena. No se trataba de
creer que los salvajes no hubiesen frecuentado la isla antes de este descubrimiento; incluso, que no
hubiesen venido cientos de ellos hasta la costa, pero como en aquel momento no lo sabía, no sentía
ningún temor. Mi satisfacción era total, aunque estuviese expuesto al mismo peligro y me sentía tan
feliz de ignorarlo como si, en realidad, no estuviera amenazado por él. En esta situación, mis reflexiones
eran fructíferas, en particular, la siguiente: que la Providencia había sido infinitamente buena al
imponerles límites a la visión y la inteligencia de los hombres, que aunque caminen en medio de tantos
miles de peligros, cuyo conocimiento turbaría su espíritu y abatiría su alma, conservan la calma y la
serenidad por el desconocimiento de las cosas que ocurren a su alrededor y los peligros que les acechan.
Después de reflexionar un poco sobre estos asuntos, comencé a considerar seriamente los peligros a los
que había estado expuesto durante tantos años en esta isla, la cual había recorrido con toda la
seguridad y la tranquilidad del mundo, sin saber que, tal vez, la cumbre de una colina, un árbol
gigantesco o la simple caída de la noche, se habían interpuesto entre mí y la peor de las muertes, es
decir, caer en manos de los caníbales y salvajes, que me habrían perseguido como a una cabrá o una
tortuga, pensando que, al matarme y devorarme, no cometían un crimen mayor que el que yo realizaba al
comerme una paloma o un chorlito. Estaría calumniándome a mí mismo si no digo que me sentía
sinceramente agradecido a mi divino Salvador, a cuya singular protección, confieso humildemente, debía
mi salvación, pues sin ella, habría caído inevitablemente en las despiadadas manos de los salvajes.
Luego de estas consideraciones, comencé a reflexionar sobre la naturaleza de aquellas miserables
criaturas, me refiero a los salvajes, y a preguntarme cómo era posible que el sabio Gobernador de todas
las cosas, hubiese abandonado a algunas de sus criaturas a semejante inhumanidad, más aún, a algo peor
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que la brutalidad misma, como es devorar a los de su propia especie. No obstante, como esto no eran
más que especulaciones (y, en aquel momento, completamente vanas) me puse a pensar en qué parte del
mundo vivían estos miserables, a qué distancia se hallaba la tierra de la que provenían, por qué se
aventuraban tan lejos de sus moradas, qué clase de embarcaciones utilizaban y por qué no podía ir hacia
donde estaban ellos del mismo modo que ellos venían hasta donde estaba yo.
Nunca me detuve a pensar qué sería de mí cuando llegara allí, cuál sería mi suerte si caía en manos de
los salvajes, ni cómo podría escapar si me capturaban. Tampoco pensaba en cómo podría alcanzar la
costa sin que me vieran, lo que habría sido mi perdición, ni qué hacer, si lograba no caer en sus manos,
para procurarme el sustento, ni mucho menos, el rumbo que debía tomar. Ni uno solo de estos
pensamientos cruzó por mi mente, dominada por la idea de llegar al continente en mi piragua. Mi
situación me parecía la más miserable del mundo y no podía imaginarme nada peor que la muerte.
Pensaba que podría llegar al continente, donde, tal vez, hallaría consuelo, o navegar a lo largo de la
costa, como lo había hecho en África, hasta llegar a algún lugar habitado, donde pudiese ser rescatado.
Después de todo, tal vez encontraría un barco cristiano que me recogiese y, en el peor de los casos,
moriría, lo cual pondría punto final a todas mis desgracias. Es preciso advertir que todos estos
pensamientos provenían de mi turbación y mi impaciencia, exacerbadas por el recuerdo de los trabajos
y las decepciones que padecí a bordo del barco naufragado, donde estuve tan cerca de hallar lo que
tanto deseaba: alguien con quien hablar, que me explicara dónde estaba y los medios posibles de
liberarme. Por eso digo que todos estos pensamientos me tenían completamente trastornado. Mi calma y
mi resignación a los designios de la Providencia, así como mi sumisión a la voluntad del cielo, parecían
haberse interrumpido y no hallaba forma de distraer mis pensamientos del proyecto del viaje al
continente, que me obsesionaba de tal modo que me resultaba imposible resistirlo.
Durante más de dos horas este deseo me invadió con tanta fuerza que me bullía la sangre y me alteraba
el pulso como si el mero fervor de mis pensamientos me hubiese provocado fiebre. Entonces la
naturaleza, como agotada y extenuada por mi obsesión, me arrojó en un profundo sueño. Podría
pensarse que soñé con todo esto, mas no fue así. Soñé que salía de mi castillo una mañana, como de
costumbre, y veía dos canoas en la costa, de las cuales desembarcaban once salvajes que llevaban
consigo a otro de ellos, a quien iban a matar para, después, comérselo. De pronto, el salvaje al que iban a
sacrificar, daba un salto y huía para salvarse. Me pareció ver en mi sueño que corría hacia la espesa
arboleda frente a mi fortificación para ocultarse y, advirtiendo que estaba solo y que los otros no lo
buscarían en esa dirección, me presentaba ante él y le sonreía. Entonces se arrodillaba ante mis pies,
como pidiendo ayuda y yo le mostraba la escalera y le hacía subir, le llevaba a la cueva y se convertía en
mi servidor. Tan pronto tuve a este hombre conmigo, me dije: «Ahora sí puedo aventurarme hacia el
continente, pues este compañero me servirá de piloto, me dirá qué debo hacer, dónde buscar
provisiones, dónde no debo ir si no quiero ser devorado, hacia qué lugares debo aventurarme y cuáles
debo evitar.» En esto desperté y me sentí invadido por la indescriptible sensación de felicidad que me
había causado la perspectiva de mi libertad pero al volver en mí y descubrir que no era más que un
sueño, me sentí igualmente invadido por la tristeza y el desencanto.
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No obstante, llegué a la conclusión de que la única forma de llevar a cabo un intento de huida era con la
ayuda de, algún salvaje y, de ser posible, alguno de los prisioneros que los salvajes traían para darles
muerte y devorarlos. Mas aún quedaba otra dificultad que superar: era imposible ejecutar mi plan sin
tener que atacar antes a toda una caravana de salvajes, lo cual suponía un acto desesperado, que podía
fracasar. Por otra parte, dudaba mucho de la legitimidad de semejante acto y mi corazón se agitaba
ante la idea de derramar tanta sangre, aunque fuera para salvarme. No tengo que repetir los
argumentos contra este plan que se me ocurrían, pues son los mismos que he mencionado anteriormente;
solo que ahora tenía otros motivos, a saber, que aquellos hombres constituían una amenaza para mi vida
y me comerían si tuviesen la oportunidad; que lo único que hacía era protegerme de semejante muerte;
que actuaba en defensa propia como si en verdad estuviesen atacándome; y cosas por el estilo. Pero, a
pesar de que, como he dicho, tenía todos estos argumentos a mi favor, la idea de derramar sangre
humana para salvarme me resultaba tan terrible que no lograba reconciliarme con ella en modo alguno.
Finalmente, después de una prolongada incertidumbre, pues todos estos argumentos se agitaron
durante mucho tiempo en mi cabeza, mi vehemente deseo de liberación prevaleció sobre todo lo demás
y decidí que, si era posible, echaría mano de alguno de aquellos salvajes a, toda costa. Ahora tenía que
pensar en la forma de hacerlo y esto era lo más difícil. Mas, como no se me ocurrió nada, decidí
ponerme en guardia y acecharlos cuando desembarcasen, dejando el resto a lo que aconteciese y
haciendo lo que las circunstancias requirieran.
Con esta resolución, me dediqué a observar la costa tantas veces como pude, lo cual llegó a causarme
una profunda fatiga. Casi todos los días, durante un año y medio, me dirigía a la costa occidental de la
isla para observar la llegada de sus canoas pero no aparecieron. Esto me desalentó mucho y comencé a
sentir una gran inquietud, aunque en este caso no podía decir, como en ocasiones anteriores, que mi
deseo hubiese disminuido en lo más mínimo. Más aún, cuanto más tardaban en llegar, más crecía mi
ansiedad. En pocas palabras, mi preocupación inicial de no ser visto por estos salvajes y de evitar que
me descubrieran era menor que mi actual deseo de caer sobre ellos.
Aparte de esto, imaginaba que capturaba a uno, mejor, a dos o tres salvajes y los convertía en mis
esclavos, dispuestos a hacer todo lo que les indicara y desprovistos de todos los medios para hacerme
daño. Durante mucho tiempo abrigué esta idea pero todas mis fantasías se redujeron a nada, ya que
nunca se presentó la ocasión de realizarlas. De repente, una mañana, muy temprano, divisé, para mi
sorpresa, al menos cinco canoas en la playa en mi lado de la isla. La gente que viajaba en ellas había
desembarcado y estaba fuera del alcance de mi vista. Su número deshizo todos mis cálculos, pues solían
venir cuatro o cinco, a veces más, en cada canoa y no tenía idea de lo que debía hacer para atacar yo
solo a veinte o treinta hombres. Me quedé, pues, en mi castillo, perplejo y abatido. No obstante,
adoptando la misma actitud que antes, me preparé, tal y como lo había previsto, para responder a un
ataque y para afrontar cualquier eventualidad que se presentara. Al cabo de una larga espera, atento a
cualquier ruido que pudiesen hacer, me impacienté y, poniendo mis armas al pie de la escalera, trepé a lo
alto de la colina en dos etapas, como siempre, y me aposté de forma que no pudieran verme bajo ningún
concepto. Allí observé, con la ayuda de mi catalejo, que no eran menos de treinta hombres, que habían
encendido una fogata y que estaban preparando su comida; mas no tenía idea del tipo de alimento que
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era ni del modo en que lo estaban cocinando. No obstante los vi danzar alrededor del fuego, como era su
costumbre, haciendo no sé cuántas figuras y movimientos salvajes.
Mientras los observaba con el catalejo, vi que sacaban a dos infelices de los botes, donde los habían
retenido hasta el momento del sacrificio. Observé que uno de ellos caía al suelo, abatido por un bastón o
pala de madera, conforme a sus costumbres, e, inmediatamente, otros dos o tres se pusieron a
despedazarlo para cocinarlo. Mientras tanto, la otra víctima permanecía a la espera de su turno. En ese
mismo instante, aquel pobre infeliz, inspirado por la naturaleza y por la esperanza de salvarse, viéndose
aún con cierta libertad, comenzó a correr por la arena a una gran velocidad, en dirección a mi parte de
la isla, es decir, hacia donde estaba mi morada.
Sentí un miedo de muerte (debo reconocerlo) cuando lo vi correr hacia mí, especialmente, porque sabía
que sería perseguido por los demás. Esperaba que mi sueño se cumpliera y que, en efecto, se refugiase
en mi cueva. Mas no podía esperar que los otros no lo siguieran hasta allí. No obstante, permanecí en mi
puesto y recobré el aliento cuando advertí que solo lo perseguían tres hombres y que él les llevaba una
gran ventaja. Sin duda lograría escapar si sostenía su carrera por espacio de media hora.
Entre ellos y mi morada se hallaba aquel río que mencioné varias veces en la primera parte de mi
historia, cuando describía el desembarco del cargamento que había rescatado del naufragio.
Evidentemente, el pobre infeliz tendría que cruzarlo a nado, pues, de lo contrario, lo capturarían allí. Al
llegar al río, el salvaje se zambulló y ganó la ribera opuesta en unas treinta brazadas, a pesar de que la
marea estaba alta. Luego volvió a echar a correr a una velocidad extraordinaria. Cuando los otros tres
llegaron al río, pude observar que solo dos de ellos sabían nadar. El tercero no podía hacerlo, por lo que
se detuvo en la orilla, miró hacia el otro lado y no prosiguió. En seguida, se dio la vuelta y regresó
lentamente, para mayor suerte del que huía.
Observé que los dos que sabían nadar, tardaron el doble del tiempo que el otro en atravesar el río.
Entonces, presentí, de forma clara e irresistible, que había llegado la hora de conseguirme un sirviente,
tal vez, un compañero o un amigo y que había sido llamado claramente por la Providencia para salvarle la
vida a esa pobre criatura. Bajé lo más velozmente que pude por la escalera, cogí las dos escopetas que
estaban, como he dicho, al pie de la escalera y volví a subir la colina con la misma celeridad, para
descender hasta la playa por el otro lado. Como había tomado un atajo y el camino era cuesta abajo,
rápidamente me situé entre los perseguidores y el perseguido. Entonces, le grité a este último, que se
volvió, tal vez más espantado por mí que por los otros. Le hice señas con la mano para que regresara,
mientras avanzaba lentamente hacia los perseguidores. Me abalancé sobre uno de ellos y le hice caer de
un culatazo, mas no me atreví a disparar, por miedo a que los demás lo oyesen, aunque, a tanta distancia
era poco probable que lo hicieran, y como no podían ver el humo, tampoco habrían sabido de dónde
provenía el disparo. Al ver a su amigo en el suelo, el otro perseguidor se detuvo como espantado. Avancé
rápidamente hacia él, mas cuando estuve cerca, advertí que me apuntaba con su arco y su flecha y
estaba en disposición de dispararme. Me vi obligado a apuntarle y lo maté con el primer disparo. El
pobre salvaje fugitivo, se detuvo al ver que sus perseguidores habían sido derribados y matados. Estaba
tan espantado por el humo y el ruido de mi arma, que se quedó paralizado y no intentó dar un paso ni
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hacia adelante ni hacia atrás, a pesar de que parecía más inclinado a escapar que a acercarse. Volví a
gritarle y a hacerle señas para que se aproximara, las cuales entendió perfectamente. Entonces, dio
algunos pasos y se detuvo, avanzó un poco más y volvió a detenerse. Temblaba como si hubiese caído
prisionero y estuviese a punto de ser asesinado como sus dos enemigos. Volví a llamarlo e hice todas las
señales que pude para alentarlo. Se fue acercando poco a poco, arrodillándose cada diez o doce pasos,
en muestra de reconocimiento hacia mí por haberle salvado la vida. Le sonreí, lo miré amablemente y lo
invité a seguir avanzando. Finalmente llegó hasta donde yo estaba, volvió a arrodillarse, besó la tierra,
apoyó su cabeza sobre ella y, tomándome el pie, lo colocó sobre su cabeza. Al parecer, trataba de
decirme que juraba ser mi esclavo para siempre. Lo levanté y lo reconforté como mejor pude. Pero aún
quedaba trabajo por hacer, pues advertí que el salvaje al que le había dado el culatazo, no estaba
muerto sino tan solo aturdido por el golpe y comenzaba a volver en sí. Lo señalé con el dedo para
mostrarle a mi salvaje que no estaba muerto, a lo que me respondió con unas palabras que no pude
comprender pero que me sonaron muy dulces ya que era la primera voz humana, aparte de la mía, que
escuchaba en más de veinticinco años. Mas no era el momento para semejantes reflexiones pues el
salvaje que estaba en el suelo, se había recuperado lo suficiente como para sentarse y el mío comenzaba
a dar muestras de temor. Cuando vi esto, le mostré mi otra escopeta al hombre, haciendo ademán de
dispararle. Entonces, mi salvaje, que ya podía llamarle así, me pidió con un gesto que le prestase el sable
que colgaba desnudo de mi cinturón. Se lo di y, tan pronto como lo tuvo en sus manos, se abalanzó sobre
su enemigo y le cortó la cabeza de un golpe tan certero, que ni el más rápido y diestro verdugo de
Alemania, lo hubiese podido hacer mejor. Esto me pareció muy extraño, por parte de alguien que nunca
había visto un sable en su vida, a no ser que fuese de madera. No obstante, según supe después, los
sables de los salvajes son tan afilados y pesados, y están hechos de una madera tan dura, que pueden
tronchar cabezas o brazos de un solo golpe. Hecho esto, el salvaje vino hacia mí sonriendo en señal de
triunfo para devolverme la espada y, haciendo gestos que yo no llegaba a comprender, la colocó a mis
pies junto con la cabeza del salvaje que acababa de matar.
Lo que más le sorprendía era que yo hubiese podido matar al otro indio desde lejos y, señalándolo, me
hizo señas para que le permitiese ir a verlo. Le dije que accedía lo mejor que pude. Cuando se le acercó,
se quedó como estupefacto, le dio la vuelta hacia un lado y otro y observó la herida de la bala, que le
había hecho un agujero en el pecho, del que no manaba mucha sangre (debía hacerlo por dentro, pues el
hombre estaba bien muerto). Tomó el arco y las flechas y volvió. Me dispuse a partir y le invité a
seguirme, explicándole por señas que podrían venir más salvajes.
A esto me respondió, mediante señas, que los enterraría en la arena para que los demás no pudiesen
verlos. Le respondí, también por señas, que lo hiciera y se puso a trabajar. En un momento había hecho
un hoyo con sus manos en la arena, lo suficientemente grande como para enterrar al primero. Lo
arrastró y lo cubrió con arena y se dispuso a hacer lo mismo con el segundo. Creo que no tardó más de
un cuarto de hora en enterrar a ambos. Entonces, lo llamé y lo conduje, no al castillo, sino a la cueva,
que estaba en la parte más lejana de la isla. No quería que esa parte de mi sueño no se cumpliera, es
decir, la parte en la que lo refugiaba en mi cueva.
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Allí le ofrecí un pan y un puñado de pasas para que comiera y un poco de agua, de la cual tenía mucha
necesidad a causa de la carrera. Una vez repuesto, le hice señas para que se acostara a dormir,
indicándole un lugar donde había colocado un montón de paja de arroz, cubierto con una manta, que yo
mismo utilizaba con frecuencia para descansar. El pobre salvaje se acostó y se quedó dormido.
Era un joven hermoso, perfectamente formado, con las piernas rectas y fuertes, no demasiado largas.
Era alto, de buena figura y tendría unos veintiséis años. Su semblante era agradable, no parecía hosco
ni feroz; su rostro era viril, aunque tenía la expresión suave y dulce de los europeos, en especial, cuando
sonreía. Su cabello era largo y negro, no crespo como la lana; su frente era alta y despejada y los ojos le
brillaban con vivacidad. Su piel no era negra sino muy tostada, carente de ese tono amarillento de los
brasileños, los nativos de Virgina y otros aborígenes americanos; podría decirse que, más bien, era de
una aceitunado muy agradable, aunque difícil de describir. Su cara era redonda y clara; su nariz,
pequeña pero no chata como la de los negros; y tenía una hermosa boca de labios finos y dientes
fuertes, bien alineados y blancos como el marfil. Después de dormitar durante media hora, se despertó
y salió de la cueva a buscarme. Yo me hallaba ordeñando mis cabras, que estaban en el cercado contiguo
y, cuando me vio, se acercó corriendo y se dejó caer en el suelo, haciendo toda clase de gestos de
humilde agradecimiento. Luego colocó su cabeza sobre el suelo, a mis pies, y colocó uno de ellos sobre su
cabeza, como lo había hecho antes. Acto seguido, comenzó a hacer todas las señales imaginables de
sumisión y servidumbre, para hacerme entender que estaba dispuesto a obedecerme mientras viviese.
Comprendí mucho de lo que quería decirme y le di a entender que estaba muy contento con él. Entonces,
comencé a hablarle y a enseñarle a que él también lo hiciera conmigo. En primer lugar, le hice saber que
su nombre sería Viernes, que era el día en que le había salvado la vida. También le enseñé a decir amo, y
le hice saber que ese sería mi nombre. Le enseñé a decir sí y no, y a comprender el significado de estas
palabras. Luego le di un poco de leche en un cacharro de barro, le mostré cómo bebía y mojaba mi pan.
Le di un trozo de pan para que hiciera lo mismo e, inmediatamente lo hizo, dándome muestras de que le
gustaba mucho.
Pasé con él toda la noche y, tan pronto amaneció, le invité a seguirme y le hice saber que le daría
algunas vestimentas, ante lo cual, se mostró encantado pues estaba completamente desnudo. Cuando
pasamos por el lugar donde estaban enterrados los dos hombres, me mostró las marcas que había hecho
en el lugar exacto donde se hallaban. Me hizo señas de que nos los comiéramos, ante lo que me mostré
muy enfadado, expresando el horror que me causaba semejante idea y haciendo como si vomitara. Le
indiqué con la mano que me siguiera, lo cual, hizo inmediatamente y con gran sumisión. Entonces lo llevé
hasta la cima de la colina, para ver si sus enemigos se habían marchado y, sacando mi catalejo, divisé
claramente el lugar donde habían estado, mas no vi rastro de ellos ni de sus canoas. Era evidente que
habían partido, abandonando a sus compañeros sin buscarlos.
Sin embargo, no me quedé satisfecho con este descubrimiento. Con más valor y, por consiguiente, con
mayor curiosidad, llevé a Viernes conmigo, le puse el sable en la mano, le coloqué en la espalda el arco y
las flechas, con los que, según descubrí, era muy diestro. Hice que me llevara una de las escopetas y yo
me encargué de llevar otras dos. Nos encaminamos hacia el lugar donde habían estado aquellas
criaturas, pues deseaba saber más de ellos, y cuando llegamos, la sangre se me heló en las venas y el
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corazón se me paralizó ante el horror del espectáculo. Era algo realmente pavoroso, al menos, para mí,
porque a Viernes no le afectó en absoluto. El lugar estaba totalmente cubierto de huesos humanos, la
tierra estaba teñida de sangre y había por doquier grandes trozos de carne devorados a medias,
chamuscados y mutilados; en pocas palabras, los restos de un festín triunfal que se había celebrado allí,
después de la victoria sobre sus enemigos. Vi tres cráneos, cinco manos y los huesos de tres o cuatro
piernas y pies, y gran cantidad de partes de cuerpos. Viernes me dio a entender, por medio de señas,
que habían traído cuatro prisioneros para la ceremonia; que tres de ellos habían sido devorados; que él,
dijo señalándose a sí mismo, era el cuarto; que había habido una gran batalla entre ellos y un rey vecino,
uno de cuyos súbditos, al parecer, era él; y que habían capturado muchos prisioneros, que fueron
conducidos a diferentes lugares por los vencedores de la batalla para ser devorados como lo habían
hecho allí con aquellos pobres infelices.
Le indiqué a Viernes que juntara los cráneos, los huesos, la carne y los demás restos; que lo apilara todo
bien y le prendiese fuego hasta que se convirtiera en cenizas. Me di cuenta de que a Viernes le apetecía
mucho aquella carne, pues era un caníbal por naturaleza, pero le mostré tal horror ante ello, incluso
ante la sola idea de que pudiera hacerlo, que se abstuvo, sabiendo, según le había hecho comprender,
que lo mataría si se atrevía.
Cuando terminó de hacer esto, volvimos a nuestro castillo y me puse a trabajar para mi siervo Viernes.
En primer lugar, le di un par de calzones de lienzo de los que había rescatado del naufragio en el cofre
del pobre artillero, que ya he mencionado. Con un poco de arreglo, le sentaron bien. Entonces, le
confeccioné, lo mejor que pude, una casaca de cuero de cabra, pues me había convertido en un sastre
medianamente diestro, y le di una gorra de piel de liebre, muy cómoda y bastante elegante. De este
modo, logré vestirlo adecuadamente y él se mostró muy contento de verse casi tan bien vestido como su
amo. Ciertamente, al principio se movía con torpeza dentro de estas ropas, pues los calzones le
resultaban incómodos y las mangas de la chaqueta le molestaban en los hombros y debajo de los brazos.
Mas, con el tiempo, y después de aflojarle un poco donde decía que le hacían daño, se acostumbró a ellas
perfectamente.
Al día siguiente de llegar con él a mi madriguera, comencé a pensar dónde debía alojarlo, de modo que
fuese cómodo para él y conveniente para mí. Le hice una pequeña tienda en el espacio que había entre
mis dos fortificaciones, fuera de la primera y dentro de la segunda. Como allí había una puerta o
apertura hacia mi cueva, hice un buen marco y una puerta de tablas, que coloqué en el pasillo, un poco
más adentro de la entrada, de modo que se pudiese abrir desde el interior. Por la noche, la atrancaba y
retiraba las dos escaleras para que Viernes no pudiese pasar al interior de mi primera muralla sin hacer
algún ruido que me alertase. Esta muralla tenía ahora un gran techo hecho de vigas, que cubría toda mi
tienda. Estaba apoyado en la roca, atravesado por unas ramas entrelazadas, que hacían las veces de
listones, y recubierto de una gruesa capa de paja de arroz, que era tan fuerte como las cañas. En la
apertura o hueco que había dejado para entrar o salir con la escalera, coloqué una especie de puerta-
trampa, que, en caso de un ataque del exterior, no se habría abierto sino que habría caído con gran
estrépito. En cuanto a las armas, las guardaba conmigo todas las noches.
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En realidad, todas estas precauciones eran innecesarias, pues jamás hombre alguno tuvo servidor más
fiel, cariñoso y sincero que Viernes. Absolutamente carente de pasiones, obstinaciones y proyectos, era
totalmente sumiso y afable y me quería como un niño a su padre. Me atrevo a decir que hubiese
sacrificado su vida para salvarme en cualquier circunstancia y me dio tantas pruebas de ello, que logró
convencerme de que no tenía razón para dudar ni protegerme de él.
Esto me dio la oportunidad de reconocer con asombro que si Dios, en su providencia y gobierno de toda
su creación, había decidido privar a tantas criaturas del buen uso que podían hacer de sus facultades y
su espíritu, no obstante, les había dotado de las mismas capacidades, la misma razón, los mismos
afectos, la misma bondad y lealtad, las mismas pasiones y resentimientos hacia el mal, la misma
gratitud, sinceridad, fidelidad y demás facultades de hacer y recibir el bien que a nosotros. Y, si a Él le
complacía darles la oportunidad de ejercerlos, estaban tan dispuestos como nosotros, incluso más que
nosotros mismos, a utilizarlos correctamente. A veces, sentía una gran melancolía al pensar en el uso
tan mediocre que hacemos de nuestras facultades, aun cuando nuestro entendimiento está iluminado
por la gran llama de la instrucción, el espíritu de Dios y el conocimiento de su palabra. Me preguntaba
por qué Dios se había complacido en ocultar este conocimiento salvador a tantos millones de seres que,
a juzgar por este salvaje, habrían hecho mucho mejor uso de él que nosotros.
De ahí que, a veces, me metiera demasiado en la soberanía de la Providencia, como si acusara a su
justicia de una disposición tan arbitraria, que solo a algunos les permite ver la luz y luego espera de
todos, igual sentido del deber. Entonces, me detuve a pensar un poco mejor las cosas y llegué a las
siguientes conclusiones: 1) que no sabíamos según qué luz ni ley serían condenadas estas criaturas,
puesto que Dios, en su infinita santidad y justicia, no podía condenarlas por vivir ajenos a su presencia,
sino por pecar contra aquella luz que, como dicen las Escrituras, es ley para todos y, por aquellos
preceptos que nuestra conciencia considera justos, aunque no podamos reconocer sus fundamentos; 2)
que todos somos como la arcilla en manos del alfarero y ninguna vasija podía preguntarle: «¿por qué me
has hecho así?».
Mas volvamos a mi nuevo compañero. Estaba encantado con él y me dedicaba a enseñarle todo aquello
que podía hacerle más útil, diestro y provechoso; en especial, a hablarme y a que me entendiera cuando
yo lo hacía. Fue el mejor discípulo que se pueda imaginar. Era jovial y aplicado y se alegraba mucho
cuando podía entenderme o lograba que yo le entendiese, por lo que me resultaba muy placentero hablar
con él. Comenzaba a sentirme feliz y solía decirme que si no fuese por el peligro de los salvajes, no me
importaría quedarme allí toda la vida.
Habían transcurrido tres o cuatro días desde nuestro regreso al castillo, cuando pensé que, para
apartar a Viernes de sus espantosos hábitos alimenticios y hacerle desistir de su apetito caníbal, debía
hacerle probar otra carne. Con este propósito, una mañana lo llevé al bosque para matar un cabrito del
rebaño y llevarlo a casa para cocinarlo. En el camino encontré una cabra echada a la sombra con dos
crías a su alrededor. Detuve a Viernes y le dije:
-Detente y quédate quieto.
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Le hice señas para que no se moviera, saqué rápidamente mi escopeta y, de un disparo, mate a una de las
crías. El pobre salvaje, que ya me había visto matar a uno de sus enemigos desde lejos y no podía
imaginar cómo lo había hecho, quedó tan sorprendido y se puso a temblar de tal modo, que pensé que se
iba a desmayar. No miró al cabrito al que le había disparado, ni se dio cuenta de que lo había matado
sino que abrió su chaqueta para ver si no estaba herido, por lo que pude comprender que pensaba que
estaba decidido a matarlo. Entonces, se arrodilló junto a mí y, abrazándome por las rodillas, dijo
muchas cosas que no pude entender, aunque podía imaginar perfectamente que me suplicaba que no lo
matase.
Pronto encontré una forma de convencerlo de que no le haría daño. Le tomé de la mano para que se
pusiese en pie y le sonreí, enseñándole el cabrito que había matado y dándole a entender que fuese a
buscarlo. Así lo hizo y, mientras buscaba admirado la forma en que había sido muerto el animal, vi un
gran pájaro parecido a un halcón, que estaba posado en un árbol, al alcance de un tiro. Volví a cargar la
escopeta, y para que Viernes comprendiera un poco lo que iba a hacer, lo llamé nuevamente y le mostré
el pájaro, que, en realidad era una cotorra, aunque al principio me hubiese parecido un halcón. Entonces,
señalé al pájaro y luego a mi escopeta y a la tierra que estaba debajo del pájaro para que viera dónde lo
haría caer. Le hice entender que dispararía y mataría al pájaro. Consecuentemente, disparé y le hice
mirar. Inmediatamente, vio caer al pájaro y se quedó espantado otra vez, a pesar de todo lo que le
había explicado. Me di cuenta de que estaba asombrado porque no me había visto meter nada dentro de
la escopeta y pensaría que aquello debía tener una fuente misteriosa de muerte y destrucción, capaz de
matar hombres, bestias, pájaros y cualquier cosa, cercana o lejana. Esto le provocó un asombro tal, que
tuvo que transcurrir mucho tiempo antes de que se le pasara y, creo que si se lo hubiese permitido nos
habría adorado a mí y a mi escopeta. A esta, no se atrevió siquiera a tocarla pero le hablaba como si
pudiese responderle. Más tarde me explicó que le había pedido que no lo matara.
Después de que se le pasara un poco el susto, le indiqué que fuese a buscar el pájaro que había matado y
así lo hizo, pero tardó en volver porque el pájaro, que no estaba muerto del todo, se había arrastrado a
una gran distancia del lugar donde había caído. Finalmente, lo encontró, lo recogió y me lo trajo. Como
había percibido su ignorancia respecto a la escopeta, aproveché la oportunidad para volver a cargarla
sin que me viera y, de este modo, tenerla lista para una próxima ocasión; mas no se presentó ninguna.
Así, pues, llevamos el cabrito a casa y esa misma noche lo desollé y lo troceé lo mejor que pude. Puse a
hervir o a cocer algunos trozos en un puchero, que tenía para este propósito, e hice un buen caldo.
Después de probarla, le di un poco de carne a mi siervo, a quien pareció gustarle mucho. Lo único que le
extrañó fue ver que yo le echaba sal y me hizo una señal para decirme que la sal no era buena. Se puso
un poco en la boca, fingió que le provocaba náuseas y comenzó a escupir y a enjuagarse la boca con agua
fresca. Por mi parte, me metí un poco de carne sin sal en la boca y fingí escupirla tan rápidamente como
antes lo había hecho él con la sal. Mas, fue en vano, porque nunca quiso poner sal en la carne ni en el
caldo; al menos, durante mucho tiempo y, aun después, tan solo en muy pequeñas cantidades.
Habiéndole dado de comer carne hervida y caldo, decidí que, al día siguiente, lo agasajaría con un trozo
del cabrito asado. Lo preparé del mismo modo que lo había visto hacer a mucha gente en Inglaterra.
Colgué el cabrito de una cuerda junto al fuego, clavé dos estacas, una a cada lado del fuego, y, apoyada
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entre ambas, coloqué una tercera estaca, alrededor de la cual até la cuerda para que la carne diera
vueltas constantemente. Esta técnica sorprendió mucho a Viernes y cuando probó la carne, me explicó
de tantas formas lo mucho que le había gustado, que no pude menos que entenderlo. Finalmente, me
manifestó que no volvería a comer carne humana, lo cual me alegró mucho.
Al día siguiente le enseñé a moler el grano del modo en que solía hacerlo y que ya he explicado
anteriormente. Rápidamente aprendió a hacerlo tan bien como yo, en especial, cuando comprendió su
propósito, que era preparar pan, pues en seguida le mostré cómo lo hacía y también cómo lo horneaba.
En poco tiempo, Viernes aprendió a realizar todas las tareas tan bien como yo.
Comencé a considerar que, siendo dos bocas que alimentar en vez de una, debía procurar más tierra
para el cultivo y plantar más cantidad de grano que de costumbre. Delimité un terreno más grande y
comencé a cercarlo del mismo modo en que lo había hecho antes. Viernes no solo trabajó con mucha
disposición y empeño sino también con mucho entusiasmo. Le expliqué que lo hacíamos con el propósito
de sembrar grano para hacer pan, porque ahora él vivía conmigo y necesitábamos más. Se mostró muy
sensible a esto y me dio a entender que pensaba que, a causa de él, yo tenía mucho más trabajo y, por lo
tanto, trabajaría arduamente si le decía lo que debía hacer.
Este fue el año más agradable de todos los que pasé en este lugar. Viernes comenzó a hablar bastante
bien y a entender los nombres de casi todas las cosas que le pedía y de los lugares a donde le ordenaba
ir y llegó a ser capaz de conversar conmigo. De este modo, en poco tiempo, recuperé mi lengua, que
durante mucho tiempo no tuve oportunidad de usar, me refiero al lenguaje. Aparte del placer que me
provocaba hablar con él,`sentía una particular simpatía por el chico. Su honestidad no fingida se
mostraba más claramente cada día y llegué a sentir un verdadero cariño hacia él. Por su parte, creo que
me quería más que a nada en el mundo.
Un día, quise saber si sentía alguna inclinación por volver a su tierra y, como le había enseñado a hablar
tan bien el inglés, que podía responder a casi cualquier pregunta, le interrogué si la nación a la que
pertenecía había vencido alguna vez en alguna batalla. Con una sonrisa, me contestó: -Sí, sí, siempre
luchan los mejores -lo cual quería decir que siempre vencían.
Entonces, comenzamos a dialogar de la siguiente manera:
-Ustedes siempre son los mejores -le dije-, entonces, ¿cómo es que caíste prisionero, Viernes?
Viernes: Mi nación venció mucho.
Amo: ¿Venció? Si tu nación venció, ¿cómo caíste prisionero?
Viernes: Ellos más muchos que mi nación en el lugar que yo estoy; ellos toman uno, dos, tres y yo; mi
nación venció a ellos en el otro lugar donde yo no estaba; allá mi nación toman uno, dos, muchos miles.
Amo: Entonces, ¿por qué tu bando no os rescató de vuestros enemigos?
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Viernes: Ellos tomaron uno, dos, tres y yo en la canoa. Mi nación no tener canoa esta vez.
Amo: Pues bien, Viernes, ¿qué hace tu nación con los hombres que toma prisioneros? ¿Se los lleva y se
los come como ellos?
Viernes: Sí, mi nación también come hombres, come todo.
Amo: ¿Dónde los lleva?
Viernes: A otro sitio que piensan. Amo: ¿Vienen aquí?
Viernes: Sí vienen aquí y a otro lugar. Amo: ¿Has estado aquí con ellos?
Viernes: Sí, he estado (y señala el extremo noroeste de la isla, que, al parecer, era su lado).
Así comprendí que mi siervo Viernes había estado antes entre los salvajes que solían venir a la costa, al
extremo más remoto de la isla, para celebrar festines caníbales como el que lo había traído hasta aquí.
Algún tiempo después, cuando hallé el valor de llevarlo a ese lado, el mismo que ya he mencionado, lo
reconoció y me dijo que había estado allí una vez que se habían comido a veinte hombres, dos mujeres y
un niño. No sabía decir veinte en inglés, de manera que colocó veinte piedras en fila y las señaló para
que yo las contara.
He contado esto a modo de introducción para lo que sigue, pues, después de esta conversación, le
pregunté a qué distancia estaba nuestra isla de sus costas y si alguna vez se perdían las canoas. Me
respondió que no había ningún peligro, que jamás se había perdido ninguna canoa y que, adentrándose un
poco en el mar, por las mañanas, el viento y la corriente se dirigían siempre hacia la misma dirección y,
por las tardes, en dirección opuesta.
Comprendí que esto no era otra cosa que las fluctuaciones de la marea pero, más adelante, supe que se
originaban en el gran curso y reflujo del poderoso río Orinoco, en cuya boca o golfo se encontraba
nuestra isla. También comprendí que la tierra que se divisaba hacia el oeste-noroeste era la gran isla de
Trinidad, que estaba al norte de la boca del río. Le hice miles de preguntas sobre el país, los habitantes,
el mar, las costas y las naciones vecinas. Me contó todo lo que sabía con la mayor franqueza imaginable.
Le pregunté los nombres de los diferentes pueblos de su gente pero no pude obtener otro nombre que
el de los caribes, por lo cual inferí que me hablaba de las islas del Caribe, que nuestros mapas sitúan en
la región de América que va desde la desembocadura del río Orinoco a la Guayana y hasta Santa Marta.
Me dijo que, a una gran distancia, detrás de la luna, es decir, donde se pone la luna, que debe ser al
oeste de su tierra, habitaban hombres blancos con barbas como yo y señalaba hacia mis grandes
bigotes, que mencioné anteriormente. Me dijo que habían matado a muchos hombres, por lo que pude
comprender que se refería a los españoles, cuyas crueldades cometidas en América se habían difundido
por todas las naciones y se transmitían de padres a hijos.
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Le pregunté si podía decirme cómo llegar hasta donde estaban aquellos hombres blancos desde aquí y
me respondió que sí, que podía ir en dos canoas. No pude entender qué quería decir cuando hablaba de
dos canoas, hasta que, por fin, con mucha dificultad, comprendí que se refería a un bote tan grande
como dos canoas juntas.
Esta parte del discurso de Viernes me alegró mucho y, desde ese momento, concebí la esperanza de
poder escapar algún día de este lugar y de que este pobre salvaje fuera el que me ayudara a
conseguirlo.
Desde que Viernes estaba conmigo y había empezado a hablarme y a entenderme, quise inculcar en su
alma los fundamentos de la religión. Un día le pregunté quién lo había creado y la pobre criatura no me
comprendió en absoluto; pensaba que le preguntaba por su padre. Entonces, decidí darle otro giro al
asunto y le pregunté quién había hecho el mar, la tierra que pisábamos, las montañas y los bosques. Me
contestó que había sido el anciano Benamuckee, que vivía más allá de todo. No pudo decirme nada más
acerca de esta gran persona, excepto que era muy viejo, mucho más que el mar, la tierra, la luna y las
estrellas. Le pregunté por qué, si este anciano había hecho todas las cosas de la tierra, no era venerado
por ellas. Se mostró muy serio e, inocentemente, me respondió:
-Todas las cosas le dicen «¡Oh!»
Le pregunté si las personas que morían en su país iban a alguna parte. Me dijo que sí, que todos iban a
Benamuckee. Entonces, le pregunté si los que eran devorados también iban allí. Me dijo que sí.
A partir de esto, comencé a instruirle en el conocimiento del verdadero Dios. Le dije, apuntando hacia
el cielo, que el Creador de todas las cosas vivía allí arriba; que Él gobierna el mundo con el mismo poder
y la Providencia con que lo había creado; que era omnipotente y podía hacerlo todo, dárnoslo todo y
quitárnoslo todo. Así, poco a poco, fui abriendo sus ojos. Escuchaba con mucha atención y se mostró
complacido con la idea de que Jesucristo hubiese sido enviado para redimirnos, con nuestra forma de
orar a Dios y con que pudiese escucharnos, incluso en el cielo. Un día me dijo que si nuestro Dios podía
escucharnos desde más allá del sol, debía ser un dios mayor que Benamuckee, que vivía más cerca y que,
sin embargo, no podía escucharlos, a menos que fuesen a hablarle a las grandes montañas donde moraba.
Le pregunté si alguna vez había ido allí a hablar con él y me dijo que no, pues los jóvenes nunca iban a
hablar con él; los únicos que podían ir eran los viejos, a quienes llamaba oowocakee, y que son, según me
explicó, sus sacerdotes o religiosos. Estos iban a decirle «¡Oh!» (que era su forma de referirse a las
plegarias) y regresaban para contarles lo que les había dicho Benamuckee. Entonces, pude darme cuenta
de que el sacerdocio, incluso entre los paganos más ciegos e ignorantes, y la política de mantener una
religión secreta para que el pueblo venere al clero, no solo se encuentra en la religión romana sino, tal
vez, en todas las religiones del mundo, incluso entre los salvajes más bárbaros e irracionales.
Intenté aclarar este fraude a mi siervo Viernes y le dije que la pretensión de sus ancianos de ir a las
montañas a decir «¡Oh!» a su dios Benamuckee era una impostura; así como las palabras que
supuestamente les atribuían, lo eran aún más; y que si hallaban alguna respuesta o hablaban con alguien
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en aquel lugar, debía ser con un espíritu maligno. Luego hice una larga disertación acerca del diablo, su
origen, su rebelión contra Dios, su odio hacia los hombres, la razón de dicho odio, su afán por hacerse
adorar en las regiones más oscuras del mundo en lugar de Dios, o como si lo fuera, y la infinidad de
artimañas que utilizaba para inducir a la humanidad a la ruina. Le dije que tenía un acceso secreto a
nuestras pasiones y nuestros sentimientos, mediante el cual nos hacía actuar conforme a sus
inclinaciones, caer en nuestras propias tentaciones y seguir el camino de nuestra perdición por nuestra
propia elección.
Me di cuenta de que no era tan fácil imprimir en su espíritu la correcta noción del demonio como la de la
existencia de Dios. La naturaleza apoyaba todos mis argumentos para demostrarle la necesidad de una
gran Causa Primera, de un poder supremo, de una providencia secreta y de la equidad y justicia de
rendirle homenaje a Él, que todo lo había creado. Mas nada de esto figuraba en la noción de un espíritu
maligno, su origen, su existencia, su naturaleza y, sobre todo, su inclinación por hacer el mal y
arrastrarnos a hacerlo. Una vez, la pobre criatura me dejó tan perplejo con una pregunta, totalmente
inocente e ingenua, que apenas supe qué contestar. Había estado hablándole largamente del poder de
Dios, de su omnipotencia, del modo tan espantoso en que castigaba el pecado, del fuego devorador que
aguardaba a los agentes de la iniquidad, de cómo nos había creado a todos y de cómo podía destruirnos
a nosotros y al mundo entero en un instante. Mientras tanto, Viernes me escuchaba con mucha seriedad.
Entonces, le dije que el demonio era el enemigo de Dios en el corazón de los hombres, que usaba toda su
maldad y su ingenio para derrotar los buenos designios de la Providencia y arruinar el reino de
Jesucristo en la tierra, y otras cosas por el estilo.
-Pues bien -dijo Viernes-, tú dices, Dios es tan fuerte grande, ¿no es más fuerte, más poder que el
demonio?
-Sí, sí, Viernes dije yo-, Dios es más fuerte que el demonio, Dios está por encima del demonio y, por lo
tanto, rogamos a Dios que lo ponga bajo nuestros pies y nos ayude a resistir a sus tentaciones y
extinguir sus dardos ardientes.
-Pero -volvió a decir-, si Dios más fuerte, más poder que el demonio, ¿por qué Dios no mata al demonio
para que no haga más mal?
Me quedé muy sorprendido ante su pregunta, ya que, después de todo, aunque yo era un viejo, no era
más que un aprendiz de doctor que carecía de las cualificaciones necesarias para hablar de casuística o
resolver este tipo de problemas. Al principio, no supe qué decirle, de modo que fingí no haberle
escuchado y le pregunté qué había dicho pero él estaba demasiado ansioso por escuchar una respuesta
como para olvidar su pregunta, así que la repitió, con las mismas palabras quebradas de antes. Para
entonces, ya me había repuesto un poco y dije:
-Al final, Dios lo castigará severamente. Está aguardando el día del juicio final, cuando será arrojado a
un abismo sin fondo y morará en el fuego eterno.
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Viernes no quedó conforme con esta respuesta y, repitiendo mis palabras, me contestó:
-Aguardando, final, mí no entiende, ¿por qué no matar al demonio ahora?, ¿por qué no gran antes?
-Podrías preguntarme también -le respondí-, ¿por qué Dios no nos mata a ti y a mí cuando hacemos
cosas que le ofenden? Nos protege para que nos arrepintamos y seamos perdonados.
Se quedó pensativo un rato.
-Bien, bien -me dijo muy afectuosamente-, muy bien, así tú, yo, demonio, todos malos, todos protegidos,
arrepentir, Dios perdona todos.
Nuevamente, me quedé muy sorprendido y esto fue para mí un testimonio de cómo las simples nociones
de la naturaleza, si bien dirigen a los seres responsables hacia el conocimiento de Dios y, por
consiguiente, al culto u homenaje de ese ser supremo que es Dios, solo una divina revelación puede
darnos el conocimiento de Jesucristo y de la redención que obtuvo para nosotros, de un mediador, de un
nuevo pacto y de un intercesor ante el trono de Dios. Es decir, solo una revelación del cielo puede
imprimir estas nociones en el alma y, por consiguiente, el Evangelio de nuestro señor y salvador
Jesucristo, quiero decir, la palabra de Dios, y el espíritu de Dios, prometido a su pueblo para guiarlo y
santificarlo, son absolutamente indispensables para instruir las almas de los hombres en el conocimiento
salvador de Dios y los medios para obtener la salvación.
Por tanto, interrumpí el diálogo que sostenía con mi siervo y me puse en pie a toda prisa, como si,
súbitamente, tuviese que salir. Lo mandé ir muy lejos con cualquier pretexto y le rogué fervientemente
a Dios que me hiciera capaz de instruir a este pobre salvaje en el camino de la salvación y guiar su
corazón, a fin de que recibiese la luz del conocimiento de Cristo y se reconciliara con Él. Le rogué que
me hiciera un instrumento de su palabra para que pudiera convencerlo, abrir sus ojos y salvar su alma.
Cuando regresó, le di un largo discurso acerca del tema de la redención del hombre por el Salvador del
mundo y de la doctrina del Evangelio, predicada desde el cielo; es decir, del arrepentimiento hacia Dios
y de la fe en nuestro bendito Señor Jesucristo. Luego le expliqué, lo mejor que pude, por qué nuestro
bendito Redentor no había asumido la naturaleza de los ángeles sino la de los hijos de Abraham y cómo,
por esta razón, los ángeles caídos podían ser redimidos, pues Él había venido a salvar solo a los corderos
descarriados de la casa de Israel.
Había, Dios lo sabe, más sinceridad que sabiduría en todos los métodos que adopté para instruir a esta
pobre criatura y debo reconocer lo que cualquiera podría comprobar si actuara según el mismo principio:
que, al explicarle todas estas cosas, me informaba y me instruía en muchas de ellas que antes ignoraba
o que no había considerado en profundidad anteriormente pero que se me ocurrían naturalmente cuando
buscaba la forma de informárselas a este pobre salvaje. Ahora indagaba estas cosas con mucho más
ahínco que nunca antes en mi vida. Así, pues, aunque no sabía si, en realidad, este pobre desgraciado me
estaba haciendo un bien, tenía motivos de sobra para agradecer que hubiese llegado a mi vida. Mis
penas se hicieron más leves, mi morada infinitamente más confortable. Pensaba que en esta vida
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solitaria a la que estaba confinado, no solo me había hecho volver la mirada al cielo para buscar la mano
que me había puesto allí, sino que, ahora, me había convertido en un instrumento de la Providencia para
salvar la vida y, sin duda, el alma a un pobre salvaje e instruirlo en el verdadero conocimiento de la
religión y la doctrina cristiana y para que conociera a nuestro Señor Jesucristo. Por eso digo que,
cuando reflexionaba sobre todas estas cosas, un secreto gozo recorría todo mi espíritu y, con
frecuencia, me regocijaba por haber sido llevado a este lugar, que tantas veces me pareció la más
terrible de las desgracias que pudiesen haberme ocurrido.
En este estado de agradecimiento pasé el resto del tiempo y las horas que empleaba conversando con
Viernes eran tan gratas, que los tres años que vivimos juntos aquí fueron completa y perfectamente
felices, si es que existe algo como la felicidad total en un estado sublunar. El salvaje se había
convertido en un buen cristiano, incluso mejor que yo, aunque tengo razones para creer, bendito sea
Dios por ello, que ambos éramos penitentes, penitentes consolados y reformados. Aquí leíamos la
palabra de Dios y su Espíritu nos guiaba como si hubiésemos estado en Inglaterra.
Me dedicada constantemente a la lectura de las Escrituras para explicarle, lo mejor que podía, el
significado de lo que leía y él, a su vez, con sus serias preguntas, me convertía, como ya he dicho, en un
estudioso de las Escrituras, mucho más aplicado de lo que habría sido si me hubiese dedicado
meramente a la lectura privada. Hay algo más que no puedo dejar de observar y que aprendí de esta
solitaria experiencia: resulta una infinita e inexpresable bendición que el conocimiento de Dios y de la
doctrina de la salvación de Jesucristo estuvieran tan claramente explicados en la palabra de Dios y
pudieran recibirse y comprenderse tan fácilmente que, con una simple lectura de las Escrituras, llegara
a comprender que debía arrepentirme sinceramente por mis pecados y, confiando en el Salvador,
reformarme y obedecer todos los dictados del Señor; todo esto, sin ningún maestro o instructor, quiero
decir, humano. Así pues, esta simple instrucción bastó para iluminar a esta criatura salvaje y convertirla
en un cristiano como ninguno que hubiese conocido.
Todas las disputas, controversias, rivalidades y discusiones en torno a la religión, que han tenido lugar
en el mundo ya fueran sutilezas doctrinales o proyectos de gobierno eclesiástico, eran totalmente
inútiles para nosotros, al igual que lo han sido, por lo que he visto hasta ahora, para el resto del mundo.
Nosotros teníamos una guía infalible para llegar al cielo en la palabra de Dios y estábamos iluminados
por el Espíritu de Dios, que nos enseñaba e instruía por medio de Su palabra, nos llevaba por el camino
de la verdad y nos hacía obedientes a sus enseñanzas. En verdad, no sé de qué nos habría valido conocer
profundamente esas grandes controversias religiosas, que tanta confusión han creado en el mundo. Pero
debo proseguir con la parte histórica de los hechos y contar cada cosa en su lugar.
Una vez que Viernes y yo tuvimos una relación más íntima, que podía entender casi todo lo que le decía y
hablar con fluidez, aunque en un inglés entrecortado, le conté mi propia historia, o, al menos, la parte
relacionada con mi llegada a la isla, la forma en que había vivido y el tiempo que llevaba allí. Lo inicié en
los misterios, pues así lo veía, de la pólvora y las balas y le enseñé a disparar. Le di un cuchillo, lo cual le
proporcionó un gran placer, y le hice un cinturón del cual colgaba una vaina, como las que se usan en
135
Inglaterra para colgar los cuchillos de caza pero, en vez de un cuchillo le di una azuela, que era un arma
igualmente útil en la mayoría de los casos y, en algunos, incluso más.
Le expliqué cómo era Europa, en especial Inglaterra, de donde provenía; cómo vivíamos, cómo
adorábamos a Dios, cómo nos relacionábamos y cómo comerciábamos con nuestros barcos en todo el
mundo. Le conté sobre el naufragio del barco en el que viajaba y le mostré, lo mejor que pude, el lugar
donde se había encallado aunque ya se había desbaratado y desaparecido. Le mostré las ruinas del bote
que habíamos perdido cuando huimos, el cual no pude mover pese a todos mis esfuerzos en aquel
momento, y que ahora se hallaba casi totalmente deshecho. Cuando Viernes vio el bote, se quedó
pensativo un buen rato sin decir una palabra. Le pregunté en qué pensaba y, por fin, me dijo:
-Yo veo bote igual venir a mi nación.
Al principio no comprendí lo que quería decir pero, finalmente cuando lo hube examinado con más
atención, me di cuenta de que se refería a un bote similar a aquél, que había sido arrastrado hasta las
costas de su país; en otras palabras, según me explicó, había sido arrastrado por la fuerza de una
tormenta. En el momento pensé que algún barco europeo había naufragado en aquellas costas y que su
chalupa se habría soltado y habría sido arrastrada hasta la costa. Fui tan tonto que ni siquiera se me
ocurrió pensar que los hombres hubiesen podido escapar del naufragio, ni, mucho menos, informarme de
dónde provendrían, así que solo se lo pregunté después que describió el bote.
Viernes lo describió bastante bien, mas no lo llegué a entender completamente hasta que añadió
acaloradamente:
-Nosotros salvamos hombres blancos ahogan.
Entonces le pregunté si había algún hombre blanco en el bote.
-Sí -dijo-, el bote lleno hombres blancos.
Le pregunté cuántos había y, contando con los dedos, me dijo que diecisiete. Entonces le pregunté qué
había sido de ellos y me dijo:
-Ellos viven, ellos habitan en mi nación.
Esto me suscitó nuevos pensamientos, pues imaginé que podía ser la tripulación del barco que había
naufragado cerca de mi isla, como la llamaba ahora. Después de que el barco se estrellara contra las
rocas, viendo que se hundiría inevitablemente, se habían salvado en el bote y habían llegado a aquella
costa habitada por salvajes.
Entonces, le pregunté más minuciosamente, qué había sido de ellos. Me aseguró que vivían allí desde
hacía casi cuatro años, que los salvajes no les habían hecho nada y que les habían dado vituallas para su
supervivencia. Le pregunté por qué no los habían matado y se los habían comido. Me contestó:
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-No, ellos hacen hermanos -es decir, según me pareció entender, una tregua.
Luego añadió:
-Ellos no comen hombres sino cuando hace la guerra pelear- es decir, que no se comían a ningún hombre
que no hubiese luchado contra ellos y no fuese prisionero de batalla.
Había transcurrido mucho tiempo después de esto, cuando, estando en la cima de la colina, al lado este
de la isla, desde donde, como he dicho, en un día claro, había des cubierto la tierra o continente de
América, Viernes, aprovechando el buen tiempo, se puso a mirar fijamente hacia la tierra firme y, como
por sorpresa, se puso a bailar y a saltar y me llamó, pues me encontraba a cierta distancia. Le pregunté
qué pasaba.
-¡Oh, alegría! dijo-, ¡oh, contento! ¡Allá ve mi país, allá mi nación!
Pude observar que una extraordinaria expresión de placer se dibujó en su rostro; sus ojos brillaban y en
su semblante se descubría una extraña ansiedad, como si hubiese pensado regresar a su país. Esta
observación me hizo pensar muchas cosas, que al principio me causaron una inquietud que no había
experimentado antes respecto a mi siervo Viernes. Pensé que si Viernes volvía a su país, no solo
olvidaría su religión, sino todas sus obligaciones hacia mí y sería capaz de informar a sus compatriotas
sobre mí y, tal vez, regresar con cien o doscientos de ellos para hacer un festín conmigo, tan felizmente
como lo hacía antes con los enemigos que tomaba prisioneros.
Pero cometía un grave error, del que luego me arrepentí, con aquella pobre y honesta criatura. No
obstante, a medida que aumentaban mis recelos, por espacio de casi dos semanas, estuve reservado y
circunspecto y me mostré menos amable y familiar con él que de costumbre. En esto también me
equivocaba, pues la honrada y agradecida criatura no tenía ni un solo pensamiento que no fuera acorde
con los mejores principios, tanto de un cristiano devoto como de un amigo agradecido, y así lo demostró
después, para mi absoluta satisfacción.
Mientras duró mi desconfianza, podéis estar seguros de que me pasaba el día espiándolo para ver si
descubría en él alguna de las intenciones que le atribuía. Mas pude constar que todo lo que decía era tan
sincero e inocente, que no podía hallar ningún motivo para alimentar mis sospechas. Finalmente, pese a
todas mis inquietudes, logró que volviera a confiar en él plenamente, sin siquiera imaginar el malestar
que sentía, lo cual me convenció de que no me engañaba.
Un día, mientras subíamos la misma colina, no pudiendo ver el continente, pues había mucha bruma en el
mar, lo llamé y le pregunté:
-Viernes, ¿no deseas volver a tu país, a tu nación?
-Sí -me respondió-, está muy contento volver a su país.
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-Y, ¿qué harías allí? -le pregunté-. ¿Te convertirías otra vez en un bárbaro, comerías carne humana y
vivirías como un caníbal?
Me miró lleno de preocupación y, meneando la cabeza, me respondió:
-No, no. Viernes dice vive bien, dice rogar a Dios, dice comer pan de grano, carne de rebaño, leche, no
come hombre otra vez.
-Pero, entonces te matarían.
Se mostró muy grave ante esto y luego contestó:
-No, ellos no matan mí, ellos aman mucho aprender.
Se refería a que ellos estaban deseosos de aprender y añadió que habían aprendido mucho de los
hombres con barba que habían llegado en el bote. Entonces, le pregunté si quería volver con los suyos.
Sonrió y me dijo que no podía regresar nadando. Le respondí que haríamos una canoa para él y me dijo
que iría si yo le acompañaba.
-Yo iría -le dije-, pero ellos me comerían si voy.
-No, no -dijo-, yo hago no te comen, yo hago te quieren mucho.
Quería decir que les diría cómo yo había dado muerte a sus enemigos y le había salvado la vida para que
me quisieran. Luego me dijo, lo mejor que pudo, que habían sido muy generosos con los diecisiete
hombres blancos con barba, como solía llamarlos, que habían llegado hasta allí en apuros.
Desde aquel momento, debo confesar, sentí deseos de aventurarme y buscar el modo de reunirme con
aquellos hombres barbudos, que debían ser españoles o portugueses. No dudaba que desde el continente
y con buena compañía, encontraría un medio para escapar, mucho más viable que desde una isla a
cuarenta millas de la costa, solo y sin ayuda. Así, pues, al cabo de unos días, reanudé la conversación con
Viernes y le dije que le daría mi bote para regresar a su nación. Le conduje a mi piragua, que se
encontraba al otro lado de la isla y, después de sacarle el agua, puesto que siempre la tenía sumergida,
se la mostré y entramos los dos en ella.
Descubrí que era muy diestro en su manejo y que podía hacerla navegar con tanta habilidad y ligereza
como yo. Cuando estaba dentro de ella, le pregunté:
-Y bien, Viernes, ¿vamos a tu nación?
Él se quedó estupefacto al oírme, al parecer, porque le parecía demasiado pequeña para ir hasta tan
lejos. Le dije que tenía un bote más grande y, al día siguiente, fuimos al lugar donde estaba el primer
bote que fabriqué pero no había podido llevar hasta el agua. Dijo que era lo suficientemente grande
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pero, como no lo había cuidado en veintidós o veintitrés años, el sol lo había astillado y secado y parecía
estar algo podrido. Viernes me dijo que un bote como ese sería adecuado y que llevaríamos «mucha
suficiente comida, bebida y pan», en su inglés entrecortado.
En resumidas cuentas, para entonces, estaba tan obsesionado con la idea de ir con Viernes al
continente, que le dije que lo haríamos y construiríamos un bote tan grande como aquél para que él
pudiese ir a su casa. No me respondió pero me miró con tristeza. Le pregunté qué le ocurría y me
contestó:
-¿Por qué tú enfadado con Viernes? ¿Qué hice mí?
Le pregunté qué quería decir, asegurándole que no estaba enfadado con él en absoluto.
-¡No enfadado!, ¡no enfadado! -repitió varias veces-, ¿por qué envía a Viernes a casa a su nación?
-¿Me preguntas por qué, Viernes? ¿Acaso no has dicho que deseabas estar allá?
-Sí, sí -respondió-, desea que los dos está allí, no Viernes allí sin amo.
En otras palabras, no podía pensar en marcharse sin mí.
-¿Yo ir allí, Viernes? -le pregunté-, ¿qué puedo hacer yo allí?
Se volvió rápidamente:
-Tú hace gran mucho bien -dijo-, tú enseña hombres salvajes es hombres buenos y mansos. Tú dice
conoce a Dios, reza a Dios y vive nueva vida.
-¡Ay de mí!, Viernes -dije-, no sabes lo que dices, soy un hombre ignorante.
-Sí, sí -contestó-, tú enseña mí bien, tú enseña ellos bien.
-No, Viernes -le respondí-, tú te marcharás sin mí y me dejarás viviendo aquí solo, como antes.
Al escuchar esto, volvió a mirarme con perplejidad y fue corriendo a buscar una de las azuelas que solía
llevar consigo. La cogió con presteza y me la entregó.
-¿Qué debo hacer con ella? -le pregunté.
-Tú coge, mata a Viernes -dijo.
-¿Por qué habría de matarte? -volví a preguntarle. Me respondió rápidamente:
-¿Por qué envía lejos Viernes? Toma, mata Viernes, no manda lejos.
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Dijo esto con tanta sinceridad que se le llenaron los ojos de lágrimas. En pocas palabras, descubrí
claramente el profundo afecto que sentía hacia mí. Por su firme determinación, le dije en ese momento
y, en lo subsiguiente, muchas lo repetí, que nunca lo enviaría lejos de mí, si su deseo era quedarse a mi
lado.
En resumidas cuentas, en sus palabras hallé un cariño tan grande, que nada podría separarlo de mí, por
lo que todo su interés en ir a su tierra, se fundamentaba en un amor ardiente por su gente y en la
esperanza de que yo pudiese hacerles algún bien, cosa que yo, conociéndome como me conocía, no podía
pensar, pretender ni desear. No obstante, yo sentía aún un fuerte deseo de escapar, que se basaba,
como he dicho, en lo que pude inferir de nuestra conversación; es decir, en que allí había diecisiete
hombres barbudos. Por lo tanto, sin más demora, Viernes y yo nos pusimos a buscar un árbol lo bastante
grande como para hacer una gran canoa o piragua para el viaje. En la isla había suficientes árboles para
fabricar una pequeña flota, no de piraguas y canoas, sino de barcos grandes. No obstante, lo más
importante era que el árbol estuviese cerca de la playa, a fin de que pudiésemos meter la canoa en el
agua, una vez la hubiésemos terminado y, de este modo, no cometer el mismo error que yo había
cometido al principio.
Finalmente, Viernes escogió un árbol, ya que conocía mejor que yo el tipo de madera más apropiado para
nuestro propósito. Ni aún hoy sería capaz de decir el nombre del árbol que cortamos. Solo sé que se
parecía bastante al que nosotros llamamos fustete, o algo entre este y el nicaragua68, pues tenía un
color y un olor bastante parecidos. Viernes quería quemar el interior del tronco para hacer la cavidad
de la canoa pero le demostré que era mejor ahuecarlo con herramientas, lo cual hizo con gran destreza,
una vez le hube enseñado a utilizarlas. Al cabo de un mes de ardua labor, la terminamos. Era una canoa
muy hermosa, particularmente, porque cortamos y moldeamos el casco con la ayuda de las hachas, que le
enseñé a manejar a Viernes, y le dimos la forma de un verdadero bote. Después de hacer esto, no
obstante, tardamos casi quince días en desplazarla hasta el agua, pulgada a pulgada, utilizando unos
grandes rodillos. Cuando lo logramos, vimos que podía transportar cómodamente a veinte hombres.
Una vez en el agua, me sorprendió ver la destreza y la agilidad con que la manejaba mi siervo Viernes y
el modo en que la hacía girar y avanzar, a pesar de sus dimensiones. Le pregunté si creía que podíamos
aventurarnos en ella.
-Sí -me dijo-, aventuramos en ella muy bien aunque sopla gran viento.
No obstante, yo tenía un plan que él no conocía. Consistía en hacer un mástil y una vela y agregarle un
ancla y un cable. El mástil fue fácil de obtener, pues elegí un cedro joven y recto, de una especie que
abundaba en la isla y que encontré cerca de allí. Le pedí a Viernes que lo cortara y le di instrucciones
para que le diera forma y lo adaptase. La vela era mi preocupación principal. Sabía que tenía suficientes
velas, más bien, trozos de ellas, pero como hacía veintiséis años que las tenía y no había tomado la
precaución de conservarlas, puesto que no me imaginaba que llegaría a usarlas nunca para semejante
propósito, no dudaba que estarían todas podridas, como en efecto lo estaban, en su mayoría. No
obstante, encontré dos trozos que estaban en bastante buen estado y me puse a trabajar. Con mucha
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dificultad y con puntadas torcidas (podéis estar seguros) por falta de agujas, hice, por fin, una cosa fea
y triangular que se parecía a lo que en Inglaterra llamamos vela de lomo de cordero. Esta iría amarrada
a una botavara grande por abajo y a otra más pequeña por arriba, del mismo modo que las chalupas de
nuestros barcos. Yo conocía su manejo perfectamente pues la barca en la que me había escapado de
Berbería tenía una igual, como he contado en la primera parte.
Me tomó casi dos meses terminar esta última parte del trabajo, es decir, arreglar y ajustar mi mástil y
las velas, pues hice, además, un pequeño estay, al que iría amarra da una vela más pequeña que me
ayudaría a aprovechar el viento, cuando navegáramos a barlovento. Por último, fijé un timón a la popa
para poder dirigir la canoa. Pese a que era un pésimo carpintero, como sabía la utilidad y la necesidad de
hacerlo, puse tanto empeño y dedicación en esta tarea que, finalmente, la pude completar con éxito.
Mas, si considero la cantidad de intentos fallidos que realicé, creo que me costó tanto trabajo como
hacer toda la canoa.
Una vez hecho todo esto, le enseñé a mi siervo Viernes los pormenores de la navegación, pues, aunque
sabía remar muy bien, no conocía en absoluto el manejo de las ve las ni el timón. Se quedó asombrado
cuando vio cómo hacía girar la canoa con la ayuda del timón y cómo rotaba, se hinchaba o se aflojaba la
vela según el rumbo que tomáramos; digo que, cuando vio todo esto se quedó estupefacto y atónito. No
obstante, con el tiempo, logré que se acostumbrara a estas cosas y llegó a convertirse en un experto
marinero, excepto en el uso de la brújula, que nunca llegué hacerle comprender del todo. Por otra parte,
como en aquellas tierras no era frecuente que hubiera nubes o niebla, la brújula no era tan necesaria,
pues por la noche se podían ver las estrellas y por el día, la costa, excepto en la estación de lluvias,
cuando a nadie se le ocurría salir ni por tierra ni por mar.
Había cumplido veintisiete años de cautiverio en esta isla, aunque debería descontar los últimos tres
que había compartido con esta criatura ya que, durante ducho tiempo, mi vida había sido muy distinta
de la anterior. Celebré el aniversario de mi llegada a este sitio con el mismo agradecimiento a Dios por
su bondad pues, si al principio tenía motivos para sentirme agradecido, ahora tenía muchos más. La
Providencia me había dado testimonios adicionales de su generosidad hacia mí y estaba esperanzado en
ser liberado en poco tiempo, pues tenía la certeza de que mi salvación estaba próxima y que no pasaría
otro año en aquel lugar. No obstante, seguí realizando mis labores domésticas y, como de costumbre,
cavaba, sembraba, cercaba, recogía y secaba mis uvas y cumplía todos mis deberes como antes.
En este tiempo, llegó la estación de lluvias, lo que me obligaba a permanecer en casa. Guardamos
nuestra nueva embarcación en el lugar más seguro que encontramos, es decir, la llevamos hasta el río
donde, como he dicho, desembarqué mis balsas. La arrastramos hasta la costa aprovechando la marea
alta y mi siervo Viernes excavó un pequeño embalse, lo suficientemente grande para guardarla y lo
suficientemente profundo para que se mantuviera a flote. Cuando bajó la marea, hicimos un dique muy
fuerte en uno de los extremos para que no le entrara agua. De este modo, estaría sobre seco y
protegida de la marea. Para protegerla de la lluvia, colocamos muchas ramas de árboles, con las que
hicimos una especie de techo, como el de una casa. Entonces, esperamos a noviembre o diciembre, que
era cuando tenía previsto emprender la aventura.
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En esto llegó la estación seca y, con el buen tiempo, reanudé mis proyectos. Diariamente me ocupaba de
los preparativos para el viaje. Lo primero que hice fue separar una cantidad de provisiones que nos
servirían de abastecimiento durante el viaje. Mi intención era abrir el dique en dos semanas y echar al
agua nuestra embarcación. Una mañana, mientras me hacía cargo de una de estas tareas, llamé a
Viernes para pedirle que fuera a la playa, a fin de buscar una tortuga, cosa que hacíamos generalmente
una vez a la semana, tanto por los huevos como por la carne. Al poco tiempo de haberse marchado
regresó corriendo y saltó por encima de la muralla exterior, como si sus pies no tocasen la tierra. Antes
de que pudiese decirle algo, gritó:
-¡Oh, amo! ¡Oh, amo! ¡Oh, pena! ¡Oh, malo!
-¿Qué ocurre, Viernes? -le pregunté.
-¡Oh, allí, una, dos, tres canoas! ¡Una, dos, tres!
Por la forma en que se expresó, pensé que eran seis pero, después de preguntarle, comprendí que solo
eran tres.
-Pues bien, Viernes -dije-, no tengas miedo.
Traté de animarlo como pude pero el pobre muchacho estaba terriblemente asustado. Se había
empecinado en pensar que habían venido a buscarlo y que lo cortarían en pedazos para comérselo. El
pobre chico temblaba tanto que apenas sabía qué hacer o decirle. Le reconforté lo mejor que pude y le
dije que yo corría tanto peligro como él, pues a mí también me comerían.
-Pero Viernes -dije-, debemos estar dispuestos a luchar contra ellos. ¿Acaso no puedes luchar, Viernes?
-Yo lucha -dijo-, pero ellos vienen muchos más.
-No te preocupes por eso -le dije nuevamente-, nuestras armas espantarán a los que no podamos matar.
Le pregunté si estaba resuelto a defenderse y a defenderme, a ayudarme y a hacer todo lo que yo le
pidiera, y me respondió:
-Yo muero si tú mueres, amo.
Entonces, fui a buscar un buen trago de ron y se lo di. Había administrado tan bien el ron que aún tenía
una gran cantidad. Cuando se lo hubo bebido, le dije que trajera las dos escopetas de caza que solíamos
llevar con nosotros y las cargué con municiones grandes del tamaño de las de pistola. Luego cogí cuatro
mosquetes y cargué cada uno de ellos con dos cartuchos y cinco balas pequeñas. Me colgué el gran sable
desnudo al costado y le di a Viernes su hacha.
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Una vez preparado, tomé mi catalejo y subí por la ladera de la colina para ver qué podía descubrir.
Inmediatamente, observé, gracias a mi catalejo, que había veintiún salvajes, tres prisioneros y tres
canoas. Lo único que iban a hacer era celebrar un banquete triunfal con aquellos tres cuerpos humanos
(un festín bárbaro, sin duda), que no tenía nada de particular respecto a los que solían hacer.
También pude observar que no habían desembarcado en el mismo lugar del que Viernes se había
escapado, sino más cerca de mi río, donde la costa era más baja y había un espeso bosque que llegaba
casi hasta el mar. Esto, unido al horror que me causaba la falta de humanidad de estos miserables, me
llenó de tanta indignación que regresé a donde estaba Viernes y le dije que estaba resuelto a caer
sobre ellos y matarlos a todos. Le pregunté si combatiría a mi lado y él, que se había repuesto del susto
por el ron y se encontraba más animado, respondió, como lo había hecho antes, que moriría si yo se lo
ordenaba.
En este acceso de valentía, cogí las armas que había cargado antes y las repartí entre los dos. Le di a
Viernes una pistola para que la pusiese en su cinturón y tres mosquetes para que los llevase a la espalda.
Yo cogí una pistola y los otros tres mosquetes y, armados de este modo, partimos. Puse una pequeña
botella de ron en mi bolsillo y le di a Viernes un gran saco de pólvora y balas. Le ordené que se quedara
detrás de mí, a poca distancia y que no hiciera ningún movimiento, ni hablara o disparara hasta que yo se
lo indicara. De este modo, recorrimos casi una milla hacia la derecha para pasar el río y llegar al bosque,
a fin de estar a tiro de fusil de ellos antes de que nos descubrieran, lo cual era muy sencillo, según pude
ver con mi catalejo.
A medida que iba andando, recordé mis antiguos principios y comencé a desistir de mi resolución. No
quiero decir con esto que tuviese miedo de su número, pues, como no eran más que unos miserables
desnudos y sin armas, yo era, sin duda, superior a ellos, aun si hubiese estado solo. Mas, comencé a
pensar que no tenía motivo ni razón, mucho menos necesidad, de teñir mis manos con sangre, atacando a
unos hombres que no me habían hecho, ni pretendían hacerme ningún daño. Respecto a mí, eran seres
inocentes, cuyas costumbres salvajes obraban en su propio perjuicio y eran la prueba de que Dios los
había abandonado, como a otros pueblos de aquella parte del mundo, a su estupidez y barbarie. Él no me
había llamado a que fuese juez de sus acciones, mucho menos, verdugo de su justicia. Cuando Él lo
juzgase conveniente, tomaría el caso en sus manos y, mediante la venganza nacional, los castigaría por
sus crímenes nacionales. Aquello no era de mi incumbencia y, si bien Viernes podía justificar aquella
acción como legítima, pues era enemigo declarado de ellos y se hallaba en estado de guerra, en mi caso
no se podía decir lo mismo. Estos pensamientos ejercieron tal influencia en mi espíritu, a lo largo del
camino, que decidí limitarme a permanecer cerca de ellos para observar su festín bárbaro y actuar
según me lo indicara el Señor, sin entrometerme en nada, a menos que reconociera un llamado más
fuerte que el que había sentido hasta ahora.
Así resuelto, con toda la precaución y el silencio posibles, y con Viernes pisándome los talones, caminé
hasta el límite del bosque más próximo a ellos, de manera que solo nos separaban unos árboles.
Entonces, llamé a Viernes en voz muy baja y, mostrándole un árbol enorme, que estaba en una esquina
del bosque, le pedí que se acercara hasta él y me informara si desde allí se podía ver claramente lo que
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hacían. Así lo hizo y, regresó inmediatamente, diciendo que desde allí se podían ver perfectamente; que
estaban alrededor de la hoguera comiéndose la carne de uno de los prisioneros y que, amarrado en la
arena, a poca distancia, había otro a quien iban a matar en seguida, lo cual me llenó de cólera. Me dijo
que no era uno de su nación, sino uno de los hombres con barba, de quienes me había hablado y que
habían llegado en un bote a su tierra. Me llené de espanto con la simple mención del hombre blanco con
barba. Fui hasta el árbol y, con la ayuda de mi catalejo, pude distinguir claramente a un hombre blanco
que yacía sobre la playa, atado de pies y manos con cañas o bejucos. Era europeo y estaba vestido.
Había otro árbol y, un poco más adelante, una pequeña espesura, más próxima a ellos que el lugar en el
que me hallaba antes. Me di cuenta de que, si me desplazaba un poco, podría acercarme sin ser
descubierto y, desde allí, estaría tan solo a medio tiro de fusil de ellos. Contuve mi cólera, aunque
estaba indignado en sumo grado y, retrocediendo como veinte pasos, caminé detrás de unos arbustos,
que se extendían todo el camino, hasta que llegué al otro árbol. Entonces, me encontré una pequeña
elevación en el terreno, desde la cual podía verlos claramente a una distancia de, más o menos, veinte
yardas.
No había tiempo que perder, pues, diecinueve de aquellos miserables salvajes, que estaban sentados en
el suelo, apretujados entre sí, habían enviado a otros dos a asesinar al pobre cristiano que, tal vez,
traerían por pedazos a la hoguera. Acababan de agacharse para desatarle los pies, cuando me volví
hacia Viernes.
-Ahora, Viernes -le dije-, haz lo que te ordene.
Viernes asintió.
-Pues, Viernes -le dije-, haz exactamente lo que me veas hacer y no te equivoques en nada. Coloqué uno
de los mosquetes y la escopeta sobre la tierra y Viernes hizo lo mismo. Con el otro mosquete, apunté a
los salvajes, ordenándole a Viernes que me imitara. Le pregunté si estaba listo y respondió que sí.
-Entonces, dispara -le dije y, en ese mismo instante, disparé.
Viernes tenía mucha mejor puntería que yo, pues mató a dos e hirió a otros tres mientras que yo maté a
uno y herí a dos. Podéis estar seguros de que los salvajes se quedaron terriblemente consternados y
todos los que no estaban heridos se pusieron de pie rápidamente, sin saber hacia dónde mirar ni huir,
pues no tenían idea de dónde provenía su destrucción. Viernes me miraba fijamente, tal y como se lo
había ordenado, para observar todos mis movimientos. Después de la primera descarga, arrojé
inmediatamente el mosquete y cogí la escopeta de caza. Viernes hizo lo mismo. Me vio apuntar y me
imitó.
-¿Estás preparado, Viernes? -le pregunté.
-Sí -me respondió.
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-Entonces -dije- ¡fuego, en nombre de Dios!, y abrí fuego contra aquellos miserables que estaban
espantados. Como nuestras armas estaban cargadas con munición pequeña, tan solo cayeron dos pero
había muchos heridos que corrían aullando y gritando como locos, sangrando y gravemente heridos, de
los cuales, en seguida cayeron otros tres, pero aún vivos.
-Ahora, Viernes -dije, dejando las escopetas descargadas y cogiendo el mosquete que aún tenía
munición-, sígueme.
Así lo hizo y con gran valor. Salí corriendo del bosque, con Viernes pegado a mis talones, y me descubrí.
Tan pronto me vieron, grité tan fuertemente como pude y le ordené a Viernes que hiciera lo mismo.
Corrí lo más aprisa posible, que por cierto, no era demasiado, a causa del peso de las armas, y me dirigí
'hacia la pobre víctima, que, como he dicho, yacía en la playa, entre el área del festín y el mar. Los dos
carniceros que iban a matarlo habían huido ante la sorpresa de nuestro primer disparo, se internaron en
el mar, muertos de miedo y saltaron a sus canoas, seguidos por otros tres. Me volví hacia Viernes y le
ordené que se adelantara y les disparara. Me comprendió inmediatamente y, corriendo unas cuarenta
yardas para estar más cerca, les disparó. Pensé que los había matado a todos, pues los vi caer de un
salto en la canoa, pero después vi que dos de ellos se incorporaron rápidamente. No obstante, había
matado a dos y herido a un tercero, que yacía en el fondo del bote como si estuviese muerto.
Mientras mi siervo Viernes les disparaba, cogí mi cuchillo y corté los bejucos que sujetaban a la pobre
víctima. Una vez desatado de pies y manos, se levantó. Le pregunté en lengua portuguesa quién era y me
respondió en latín: «Cristianus.» Estaba tan débil que apenas podía tenerse en pie o hablar. Saqué mi
botella del bolsillo y se la di, haciéndole señales de que bebiese. Así lo hizo. Luego, le di un trozo de pan
y se lo comió. Entonces, le pregunté de qué país era y me dijo: «Español.» Cuando se hubo reanimado, me
mostró, con todas las señas que fue capaz de hacer, lo agradecido que estaba porque le hubiese salvado
la vida.
-Señor -le dije con el español que pude recordar-, hablaremos luego pero ahora debemos luchar. Si aún
tiene fuerzas, coja esta pistola y este sable y luche.
Los tomó muy agradecido y, apenas tuvo las armas en sus manos, como si le hubiesen investido de nuevo
vigor, se abalanzó sobre sus asesinos como una fiera y cortó a dos de ellos en pedazos en un instante.
Lo cierto es que, todo esto los había tomado por sorpresa y las pobres criaturas estaban tan
aterrorizadas por el ruido de nuestras armas, que caían de puro asombro y miedo; tan incapaces eran de
huir como de resistir las balas. Lo mismo les ocurrió a los cinco a los que Viernes les había disparado en
la canoa: tres de ellos cayeron por las heridas y los otros dos de miedo.
Mantuve mi arma en la mano, sin disparar, con el propósito de reservar la carga que me quedaba, pues le
había entregado mi pistola y mi sable al español. Llamé a Viernes y le pedí que fuera corriendo al árbol
desde donde habíamos disparado al principio y recogiera las armas descargadas que estaban allí, lo cual
hizo con gran rapidez. Luego le di mi mosquete, me senté a cargar todas las demás nuevamente y les
recomendé que viniesen a buscarlas cuando las necesitaran. Mientras cargaba las armas, se entabló un
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feroz combate entre el español y uno de los salvajes que le atacó con uno de esos grandes sables de
madera, el mismo con el que le habría dado muerte si yo no hubiese intervenido para evitarlo. El español,
que era muy valiente y arrojado, aunque un poco débil, llevaba un buen rato peleando con el salvaje y le
había hecho dos heridas en la cabeza. Pero el salvaje, que era un joven robusto y vigoroso, lo derribó
(pues estaba muy débil) y estaba intentando arrancarle el sable de las manos. Súbitamente, el español
soltó el sable y, sacando la pistola de su cinturón, le atravesó el cuerpo de un disparo y lo mató en el
acto, antes de que yo pudiese llegar a socorrerle.
Viernes, que ahora andaba por su cuenta, perseguía a los miserables fugitivos, sin más arma que el
hacha con la que había matado a aquellos tres, que, como he dicho, estaban heridos y habían caído al
principio y, luego, a todos los que pudo atrapar. El español me pidió un arma y le di una escopeta, con la
cual persiguió e hirió a dos salvajes. Mas, como no tenía fuerzas para correr, se refugiaron en el
bosque. Allí, Viernes los persiguió y mató a uno pero el otro, aunque estaba herido, era muy ágil y logró
arrojarse al mar y nadar con todas sus fuerzas hacia los que estaban en la canoa. Estos tres que
lograron embarcar, más otro que estaba herido y no sabemos si murió, fueron los únicos, de un total de
veintiuno, que escaparon de nuestras manos. La relación es como sigue:
3 muertos por nuestra primera descarga desde el árbol
2 muertos por la siguiente descarga
2 muertos por Viernes en la canoa
2 muertos por él mismo, de los que al comienzo habían sido heridos
1 muerto por él mismo en el bosque
3 muertos por el español
4 muertos que aparecieron aquí y allá, a causa de sus heridas o muertos por Viernes en su persecución.
4 huidos en la barca, entre los cuales había uno herido, si no muerto.
21 en total.
Los que estaban en la canoa, tuvieron que remar muy rápidamente para librarse de los disparos y,
aunque Viernes les disparó dos o tres veces, al parecer, no pudo herir a ninguno de ellos. Él quería que
cogiéramos una de sus canoas y los persiguiéramos e, indudablemente, yo estaba muy preocupado por su
huida, pues llevarían las noticias a su gente. Tal vez, regresarían con doscientas o trescientas canoas y,
siendo muchos más que nosotros, nos devorarían. Decidí perseguirlos por mar y, corriendo hasta una de
sus canoas, salté sobre ella y le ordené a Viernes que me siguiera. Mas, cuando ya estaba dentro de la
canoa, me sorprendió ver a otro pobre salvaje, amarrado de pies y manos, como el español, en espera del
sacrificio y casi muerto de miedo. No sabía lo que estaba ocurriendo pues le era imposible ver por
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encima del borde de la canoa, por lo fuertemente atado que estaba y, como llevaba mucho tiempo así,
estaba medio moribundo.
En seguida corté los bejucos o juncos con los que estaba atado y traté de ayudarlo para que se
incorporara, pero no podía ponerse en pie ni hablar. Tan solo emitía un quejido lastimero, creyendo, sin
duda, que lo había desatado para matarlo.
Cuando Viernes se le acercó, le ordené que le dijera que estaba en libertad. Saqué mi botella y le di un
trago al pobre desgraciado, que, viéndose repentinamente liberado, se re animó y se sentó en la canoa.
Cuando Viernes se puso a mirarlo y a hablarle, sucedió algo que habría hecho llorar a cualquiera. De
pronto, comenzó a abrazarlo y besarlo, reía, lloraba, gritaba, saltaba a su alrededor, bailaba, cantaba,
volvía a llorar, se retorcía las manos, se golpeaba la cabeza y el rostro y volvía a cantar y saltar a su
alrededor como un loco. Pasó un largo rato antes de que lograra que me dijese qué ocurría. Cuando se
hubo calmado, me dijo que aquel era su padre.
No es fácil explicar la emoción que me provocó ver el éxtasis de amor filial que invadió a este pobre
salvaje ante la vista de su padre liberado de la muerte. Tampoco puedo describir las extravagancias que
tuvo con él. Entró y salió varías veces de la canoa; cuando entraba, se ponía a su lado, abría su chaqueta
y colocaba la cabeza de su padre contra su pecho durante media hora para reanimarlo; luego tomó sus
brazos y sus tobillos, que estaban entumecidos por las ataduras y comenzó a frotarlos y calentarlos con
sus manos. Cuando me di cuenta de lo que quería lograr, le di un poco de ron de mi botella para qué lo
friccionara, lo que le hizo mucho bien.
Esta circunstancia puso fin a la idea de perseguir la canoa en la que iban los otros salvajes, que, a estas
alturas, estaban casi fuera de nuestra vista y, mejor fue que no lo hiciéramos, pues nos salvamos de un
viento que se levantó antes de que pudiesen hacer una cuarta parte de su travesía y continuó soplando
fuertemente durante toda la noche. Como el viento soplaba del noroeste, les resultaba adverso, de
manera que, con toda probabilidad, la piragua no pudo resistirlo y no llegaron a sus costas.
Mas, volvamos a Viernes. Se ocupaba tanto de su padre, que durante un tiempo no me atreví a
molestarlos. No obstante, cuando me pareció que podía dejarlo solo un momento, lo llamé y él se
aproximó saltando y riendo, en extremo feliz. Le pregunté si le había dado pan a su padre y meneó la
cabeza respondiendo: «No; perro feo, me lo como todo yo mismo.» Le di, pues, una torta de pan del
pequeño zurrón que llevaba para este propósito y le ofrecí un poco de ron, el cual no quiso siquiera
probar para guardárselo a su padre. Llevaba también dos o tres puñados de pasas y le di uno para su
padre. Apenas se las hubo llevado, volvió a salir corriendo de la canoa, a tal velocidad que parecía
embrujado, pues en verdad era el hombre más ágil que jamás hubiese visto. Podría decirse que corría
tan rápidamente que hasta llegué a perderlo de vista por un instante. Le grité y lo llamé pero fue en
vano. Al cabo de un cuarto de hora, regresó, un poco más lentamente que a la ida, pues, según pude ver
mientras se acercaba, traía algo en las manos.
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Cuando llegó hasta donde yo estaba, me di cuenta de que había ido hasta la canoa a por un jarro o vasija
para llevarle un poco de agua fresca a su padre. Traía, además, dos galletas y unos panes. Me dio los
panes y le llevó las galletas al padre. Como también me sentía muy sediento, tomé un sorbo. El agua
reanimó a su padre mucho mejor que todo el ron o licor que yo le había dado, pues se estaba muriendo
de sed.
Cuando su padre hubo bebido, llamé a Viernes para saber si quedaba agua. Respondió que sí y le ordené
que le llevara un poco al pobre español, que necesitaba tantos cuidados como su padre. También le dije
que le llevara uno de los panes que había traído. El pobre español, que estaba muy débil, reposaba sobre
la hierba a la sombra de un árbol. Sus extremidades estaban entumecidas e hinchadas a causa de las
fuertes ataduras que le habían hecho. Cuando Viernes se le acercó con el agua, se sentó y bebió.
También tomó el pan y comenzó a comerlo. Entonces, me aproximé y le di un puñado de pasas. Me miró
con una evidente expresión de gratitud en el rostro pero estaba tan fatigado por el combate que no
podía mantenerse en pie. Dos o tres veces intentó incorporarse pero le resultaba imposible, a causa de
la inflamación y el dolor en las piernas. Le dije que se quedara tranquilo e indiqué a Viernes que se las
untara y friccionara con ron, como había hecho antes con su padre.
Mientras hacía esto, mi pobre y afectuosa criatura, volvía la cabeza cada dos minutos, quizás menos,
para ver si su padre seguía en la misma posición en que lo había dejado. De pronto, al no poder verlo, se
levantó y, sin decir una palabra, corrió hacia él tan rápidamente que parecía que sus pies no tocaban la
tierra. Cuando llegó a la canoa y se dio cuenta de que su padre solo se había recostado para descansar
las piernas, regresó inmediatamente hacia donde yo estaba. Entonces, le pedí al español que le
permitiera a Viernes ayudarlo a levantarse para conducirlo a la barca y, de ahí, a nuestra morada, donde
yo me haría cargo de él. Mas Viernes, que era joven y robusto, cargó sobre sus espaldas al español
hasta la canoa, lo colocó con mucha delicadeza en el borde, con los pies por dentro, y lo acomodó al lado
de su padre. Después, saltó de la piragua, la metió en el mar y remó a lo largo de toda la costa, mucho
más rápidamente de lo que yo podía avanzar caminando, a pesar de que soplaba un viento muy fuerte.
Habiéndolos traído a salvo hasta nuestra ensenada, los dejó en la canoa y salió corriendo a buscar la
otra. Al pasar junto a mí, le pregunté a dónde iba y me respondió: «Busca más canoa.» Partió como el
viento, pues, seguramente, jamás hombre o caballo corrieron como él, y llegó con la segunda canoa hasta
la ensenada casi antes que yo, que iba por tierra. Así pues, me condujo hasta la otra orilla y se apresuró
a ayudar a nuestros nuevos huéspedes a salir de la canoa. Pero ninguno estaba en condiciones de
caminar, por lo que el pobre Viernes no supo qué hacer.
Me puse a pensar en una solución y decidí decirle a Viernes que los ayudase a sentarse en la orilla y que
viniese conmigo. Rápidamente, fabriqué una suerte de carretilla para transportarlos entre ambos. Así lo
hicimos pero cuando llegamos hasta la parte exterior de nuestra muralla o fortificación, nos hallamos
ante una situación más complicada que la anterior, pues era imposible pasarlos por encima y yo no
estaba dispuesto a derribarla. Viernes y yo nos pusimos nuevamente a trabajar y, en casi dos horas,
construimos una hermosa tienda, cubierta con velas viejas y recubierta con ramas de árboles, en la
parte exterior de la muralla, entre esta y el bosquecillo que había plantado. También hicimos dos camas
con paja de arroz, encima de las cuales colocamos dos mantas; una para acostarse y otra para cubrirse.
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Mi isla estaba ahora poblada y me consideré rico en súbditos. Me hacía gracia verme como si fuese un
rey. En primer lugar, toda la tierra era de mi absoluta propiedad, de manera que tenía un derecho
indiscutible al dominio. En segundo lugar, mis súbditos eran totalmente sumisos pues yo era su señor y
legislador absoluto y todos me debían la vida. De haber sido necesario, todos habrían sacrificado sus
vidas por mí. También me llamaba la atención que mis tres súbditos pertenecieran a religiones distintas.
Mi siervo Viernes era Protestante, su padre, un caníbal pagano y el español, papista. No obstante, y,
dicho sea de paso, decreté libertad de conciencia en todos mis dominios.
Tan pronto acomodé a mis débiles prisioneros rescatados y les di cobijo y un lugar para reposar, me
puse a pensar cómo conseguirles provisiones. Lo primero que hice fue ordenarle a Viernes que cogiera
un cabrito de un año de mi propio rebaño y lo matara. Le corté el cuarto trasero y lo troceé en pequeños
pedazos. Viernes los coció y preparó un plato muy sabroso, puedo aseguraros, de carne y caldo, al que le
añadió un poco de cebada y arroz. Como cocinaba siempre afuera, para evitar fuegos en mi muralla
interior, lo llevé todo a la nueva tienda y allí puse una mesa para mis huéspedes. Me senté a comer con
ellos y traté de animarlos lo mejor que pude. Viernes me servía de intérprete con su padre y con el
español, que hablaba bastante bien el idioma de los salvajes.
Después de comer, o más bien, de cenar, le ordené a Viernes que cogiese una de las canoas y fuese a
buscar nuestros mosquetes y demás armas de fuego, que por falta de tiempo, habíamos dejado en el
lugar de la batalla. Al día siguiente, le ordené que enterrase a los muertos, que estaban tendidos al sol
y, en poco tiempo, comenzarían a oler. También le ordené que enterrara los horribles restos del festín
bárbaro, que eran abundantes, pues yo no tenía valor para hacer aquello, ni siquiera para verlo si pasaba
por allí. Siguió mis órdenes al pie de la letra y borró todo rastro de la presencia de los salvajes, de
manera que, cuando volví al lugar, apenas tenía una idea de dónde había ocurrido, a excepción del
extremo del bosque que lo señalizaba.
Empecé a conversar un poco con mis dos nuevos súbditos. En primer lugar, le pedí a Viernes que le
preguntara a su padre qué pensaba sobre los salvajes que habían escapa do en la canoa y si creía que
volverían con un ejército tan grande que no fuésemos capaces de combatir. Su primera opinión fue que
aquellos salvajes no habían podido resistir, en semejante bote, una tormenta como la que había soplado
toda la noche de su huida y, seguramente, se habían ahogado o habían sido arrastrados hacia el sur
hasta otras costas, donde, tan seguro era que serían devorados, como que se ahogarían si naufragaban.
No sabía qué harían si llegaban sanos a la costa pero pensaba que estarían tan asustados por la forma
en que habían sido atacados y por el ruido y el fuego, que le dirían a su gente que no los habían matado
unos hombres sino el rayo y el trueno; y que los dos seres que habían aparecido, es decir, Viernes y yo,
no éramos hombres armados, sino dos espíritus o furias celestiales que habían bajado a destruirlos.
Sabía esto porque los escuchó gritar en su lengua que era imposible que un hombre pudiese disparar
dardos de fuego o hablar como el trueno y matar a distancia, sin levantar la mano. En esto, el viejo
salvaje tenía razón, pues luego supe que jamás intentaron regresar a la isla por miedo a lo que aquellos
cuatro hombres (que, en efecto, lograron salvarse del mar) les habían contado: que quien fuera a esa
isla encantada, sería destruido por el fuego de los dioses.
149
En aquel momento ignoraba esto y, por tanto, vivía continuamente inquieto, haciendo guardias, al igual
que el resto de mi ejército. Ahora que éramos cuatro, me atrevía a enfrentarme a un centenar de ellos
en cualquier momento. Sin embargo, al cabo de un tiempo, al ver que no aparecía ninguna canoa, fui
perdiendo el miedo a que regresaran y volví a considerar mis viejos propósitos de viajar al continente.
El padre de Viernes me aseguró que podía contar con el cordial recibimiento de su gente, si decidía
hacerlo.
No obstante, tuve que posponer mis planes, después de una seria conversación con el español, en la que
me dijo que los dieciséis españoles y portugueses, que habían naufragado y encontrado refugio en esas
costas, vivían allí en paz con los salvajes, aunque no sin temer por sus vidas y padecer necesidades. Le
pedí que me relatara su viaje y, entonces, supe que viajaba en un barco español fletado en el Río de la
Plata con destino a La Habana, donde debía llevar un cargamento de pieles y plata y regresar con las
mercancías europeas que pudiesen obtener. Añadió que a bordo viajaban cinco marineros portugueses,
rescatados de otro naufragio y que cinco de los suyos habían muerto cuando se perdió la primera
embarcación. Los demás, después de infinitos riesgos y peligros, habían logrado llegar, medio muertos, a
aquellas tierras de caníbales, donde temían ser devorados de un momento a otro.
Me dijo que tenían algunas armas pero que no les servían para nada, pues no tenían pólvora ni
municiones. El mar había estropeado casi toda la pólvora, con la excepción de una pequeña cantidad, que
utilizaron al desembarcar para proveerse de alimentos.
Le pregunté si sabía qué sería de ellos o si habían hecho planes para escapar. Me contestó que lo habían
considerado muchas veces pero, como no tenían embarcación, ni medios para fabricarla y tampoco
tenían provisiones de ningún tipo, sus concilios terminaban siempre en lágrimas y desesperación.
Le pedí que me dijera cómo recibirían una propuesta de huida por mi parte y si esta sería realizable. Le
dije con franqueza que mi mayor preocupación era alguna traición o abusos por su parte si ponía mi vida
en sus manos, ya que la gratitud no suele ser una virtud inherente a la naturaleza humana y los hombres
suelen velar más por sus propios intereses que por sus obligaciones. Le dije que sería intolerable que,
después de salvarles la vida, me llevasen prisionero a la Nueva España, donde cualquier inglés sería
ajusticiado, independientemente de las circunstancias o necesidades que le hubiesen llevado hasta allí;
y que prefería ser entregado a los salvajes y devorado vivo antes de caer en las garras de sacerdotes
despiadados y ser llevado ante la Inquisición. Añadí que, aparte de eso, estaba convencido de que,
siendo todos los que éramos, podríamos construir una embarcación con nuestras propias manos, lo
suficientemente grande para llegar a Brasil, a las islas, o a la costa española que estaba al norte. Mas, si
en recompensa, puesto que les daría armas, me llevaban por la fuerza a su patria, estarían abusando de
mi generosidad y yo me vería peor que antes.
Me contestó con mucha honradez y sinceridad que su situación era tan miserable como la mía y que
habían sufrido tanto, que no podrían menos que aborrecer la mera idea de perjudicar a nadie que les
ayudara a escapar. Si me parecía bien, él iría con el viejo a hablar con ellos sobre el asunto y regresaría
con una respuesta; que obtendría su compromiso solemne de ponerse bajo mis órdenes como capitán y
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comandante y les haría jurar sobre los Santos Sacramentos y el Evangelio, que serían leales, que
iríamos al país cristiano que yo quisiera y a ningún otro; que se someterían total y absolutamente a mis
órdenes hasta que hubiésemos desembarcado sanos y salvos en el país que yo quisiera; y que me darían
un contrato firmado a estos efectos.
Entonces me dijo que, antes que nada, él, por su parte, me juraba que no se separaría nunca de mí hasta
que yo se lo ordenase y que estaría de mi lado, hasta derramar la última gota de sangre, si sus
compañeros faltaban a su promesa.
Me dijo que todos eran hombres civilizados y honestos, que se hallaban en la peor situación imaginable,
sin armas ni ropa, sin otro alimento que el que los salvajes les cedían generosamente y sin esperanzas de
regresar a su patria. Si yo los ayudaba, podía estar seguro de que estarían dispuestos a dar la vida por
mí.
Con estas garantías, decidí enviar al viejo salvaje y al español para tratar con ellos. Mas cuando todo
estaba listo para su partida, el español hizo una observación, tan prudente y sincera que no pude menos
que aceptarla con agrado. Siguiendo su consejo, decidí postergar medio año el rescate de sus
compañeros por la razón que sigue.
Hacía cerca de un mes que vivía con nosotros y, durante todo ese tiempo, yo le había mostrado el modo
en que había provisto para mis necesidades, con la ayuda de la Providencia. Sabía perfectamente que mi
abastecimiento de arroz y cebada era suficiente para mí, mas no para mi familia, que hora contaba con
cuatro miembros. Si venían sus compañeros, que eran catorce, no tendríamos cómo alimentarlos ni,
mucho menos, abastecer una embarcación para dirigirnos a las colonias cristianas de América. Por
tanto, le parecía recomendable que les permitiera, a él y a los otros dos, cultivar más tierra, con las
semillas que yo pudiese darles y que esperáramos a la siguiente cosecha, a fin de tener una reserva de
grano para cuando llegaran sus compañeros, pues la necesidad podía ser motivo de discordia o de que
sintieran que habían sido liberados de una desgracia para caer en otra peor.
-Usted sabe -me dijo-, que los hijos de Israel al principio se alegraron de su salida de Egipto pero,
luego, se rebelaron contra Dios, que los había liberado, cuando les faltó el pan en medio del desierto.
Su razonamiento era tan sensato y su consejo tan bueno, que me sentí muy complacido, tanto por su
propuesta como por la lealtad que me demostraba. Así, pues, nos pusimos a trabajar los cuatro, lo mejor
que pudimos con las herramientas de madera que teníamos. En menos de un mes, al cabo del cual
comenzaba el período de siembra, habíamos labrado y preparado una razonable extensión de terreno.
Sembramos veintidós celemines de cebada y dieciséis jarras de arroz, que era todo el grano del que
podíamos disponer, después de reservar una cantidad suficiente para nuestro sustento durante los seis
meses que debíamos esperar hasta el momento de la cosecha; es decir, los seis meses que
transcurrieron desde que apartamos el grano destinado a la siembra, que es el tiempo que se demora en
crecer en aquellas tierras.
151
Siendo una sociedad lo suficientemente numerosa como para no temer a los salvajes, salvo que viniese
un gran número de ellos, andábamos libremente por la isla cuando nos apetecía. Nuestros pensamientos
estaban ocupados en la idea de nuestra liberación, al menos los míos, pues no podía dejar de pensar en
la forma de realizarla. Con este propósito, fui marcando varios árboles que me parecían adecuados para
la labor y te ordené a Viernes y a su padre que los cortaran. Al español le encomendé que supervisara y
dirigiera estas tareas. Le mostré el esfuerzo ímprobo que me había costado transformar un enorme
árbol en una plancha y les ordené que hicieran lo mismo, hasta que produjeran una docena de tablones
de buen roble, de unos dos pies de ancho por treinta y cinco de largo y dos a cuatro pulgadas de
espesor. Cualquiera puede imaginar el trabajo que costó hacer todo esto.
Al mismo tiempo, me encargué de aumentar todo lo que pude mi pequeño rebaño de cabras domésticas.
Con este propósito, el español y yo nos turnábamos diariamente para ir a cazar con Viernes y, de este
modo, conseguimos más de veinte cabritos y los criamos con los demás, pues, cada vez que matábamos
una madre, cogíamos a los más pequeños y los añadíamos a nuestro rebaño. En eso llegó la época de
secar las uvas y colgamos tantos racimos al sol, que, si hubiésemos estado en Alicante, donde se
producen las pasas, habríamos llenado sesenta u ochenta barriles. Estas pasas, junto con nuestro pan,
constituían nuestro principal alimento, excelente para la salud, os lo aseguro, porque son en extremo
nutritivas.
Había llegado el tiempo de la cosecha y la nuestra resultó buena. No dio el mayor rendimiento que
hubiese visto en la isla pero era suficiente para nuestros propósitos. De los veintidós celemines de
cebada que sembramos, obtuvimos más de doscientos veinte y, en igual proporción, cosechamos el arroz.
Esto era suficiente para nuestra subsistencia hasta la próxima cosecha, incluso con los dieciséis
españoles y, si hubiésemos decidido emprender el viaje, habríamos contado con suficientes provisiones
para abastecer nuestro navío e ir a cualquier parte del mundo, es decir, a América.
Cuando hubimos recogido y asegurado nuestro grano, nos dispusimos a hacer más cestos en los que
guardarlo. El español era muy hábil y diestro en este menester y, a menudo, me recriminaba que no
utilizara más este recurso pero a mí no me parecía necesario.
Ahora teníamos suficiente comida para los invitados que esperaba y le dije al español que fuera al
continente para ver qué podía hacer por los que estaban allí. Le di órdenes estrictas de no traer a
ningún hombre que antes no hubiese jurado por escrito, en su presencia y la del viejo salvaje, que jamás
le haría daño ni atacaría a la persona que estaba en la isla y que, tan generosamente, le había rescatado;
que la apoyaría y la protegerían de cualquier atentado de este tipo y se sometería totalmente a sus
órdenes, donde quiera que fuese. Esto lo pondrían todos por escrito y lo firmarían con su puño y letra,
mas nadie se preguntó cómo lo harían, si no disponían de tinta ni plumas.
Con estas instrucciones, el español y el viejo salvaje, el padre de Viernes, zarparon en una de las canoas
en las que vinieron, los trajeron, más bien, como prisioneros para ser devorados por los salvajes.
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Le di a cada uno un mosquete con balas y cerca de ocho cargas de pólvora, encomendándoles que
cuidaran muy bien de ellos y no los utilizaran a menos que fuese urgente.
Todos estos preparativos me resultaban muy agradables, pues eran las primeras medidas que tomaba
con vistas a mi liberación en veintisiete años y unos días. Les di suficiente pan y pasas para que
pudiesen abastecerse durante varios días y abastecer a sus compañeros durante otros ocho días. Y,
deseándoles un buen viaje, los vi partir, acordando que, a su regreso, harían una señal para que yo
pudiese reconocerlos antes de llegar a la orilla.
Zarparon con una brisa favorable, según mis cálculos, el día de luna llena del mes de octubre. No
obstante, he de decir que habiéndola perdido una vez, no llevaba una cuenta exacta de los días, ni había
apuntado los años con suficiente precisión como para saberlo a ciencia cierta. Mas, cuando verifiqué mis
cálculos posteriormente, descubrí que había llevado una cuenta exacta de los años.
No habían pasado más de ocho días de su partida cuando se produjo un incidente extraño e inesperado,
que quizás no tenga parangón con nada que hubiese podido ocurrir en esta historia. Una mañana, me
hallaba profundamente dormido cuando mi siervo Viernes, vino corriendo y gritó: «Amo, amo, ellos
vienen, ellos vienen.»
Salté de la cama y, sin sospechar peligro alguno, tan pronto como me hube vestido, salí por mi
bosquecillo que, dicho sea de paso, se había convertido en un espeso bosque. Tal como iba diciendo,
ajeno a cualquier peligro, salí sin armas, en contra de mi costumbre. Cuando miré hacia el mar, me quedé
sorprendido de ver una embarcación que llevaba una vela de lomo de cordero, como suelen llamarse, a
una legua y media de la costa. El viento, que soplaba con bastante fuerza, la empujaba hacia nosotros
pero inmediatamente me di cuenta de que no venía de la costa, sino del extremo más meridional de la
isla. Entonces, llamé a Viernes y le dije que se mantuviese escondido, pues esa no era la gente a la que
esperábamos y no sabíamos si eran amigos o enemigos.
A continuación, fui a buscar mi catalejo, a fin de ver si los reconocía. Tomé la escalera para subir a la
colina, como solía hacerlo cuando desconfiaba de algo, y para poder observar sin riesgo de ser
descubierto.
Apenas había subido, pude observar a simple vista que habían echado un ancla y estaban a casi dos
leguas de donde me hallaba, hacia el sudoeste, pero a menos de una legua y media de la costa. Pude
reconocer claramente que era un buque inglés y su chalupa también lo parecía.
No puedo expresar la confusión que sentí, a pesar de la alegría que me causaba ver un navío que, sin
duda, estaría tripulado por compatriotas míos y, por consiguiente, amigos. No obstante, y sin saber por
qué, me invadieron ciertas dudas que me aconsejaban que me mantuviera en guardia. En primer lugar, me
pregunté qué podía traer a un navío inglés a esta parte del mundo, que estaba completamente fuera de
la ruta de tráfico. Sabía que ninguna tempestad los había arrastrado hasta mis costas y, si eran
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realmente ingleses, posiblemente venían con malas intenciones, por lo que prefería seguir como estaba a
caer en manos de ladrones y asesinos.
Ningún hombre debería despreciar sus presentimientos ni las advertencias secretas de peligro que a
veces recibe, aun en momentos en los que parecería imposible que fueran reales. Casi nadie podría negar
que estos presentimientos y advertencias nos son dados; tampoco que sean manifestaciones de un
mundo invisible y de ciertos espíritus. Así, pues, si su tendencia es a advertirnos del peligro, ¿por qué
no suponer que provienen de un agente propicio, ya sea superior o inferior y subordinado -esto no es lo
importante-, y que nos son dados para nuestro beneficio?
Esta pregunta confirma plenamente la sensatez de mi razonamiento, pues, si no hubiese sido cauteloso,
a causa de esta premonición secreta, independientemente de su procedencia, habría caído
inevitablemente en una situación mucho peor que aquella en la que me hallaba, como veréis de inmediato.
No llevaba mucho tiempo en esta posición cuando vi que la chalupa se aproximaba a la orilla, como
buscando una ensenada para llegar a tierra más cómodamente. No obstante, como no se acercaron lo
suficiente, no pudieron ver la pequeña entrada por la que, al principió, desembarqué con mis balsas. Se
limitaron a llevar la chalupa hasta la playa, a casi media milla de donde me encontraba, lo cual resultó
muy ventajoso para mí, pues, de otro modo, habrían desembarcado delante de mi puerta y me habrían
sacado a golpes de mi castillo y robado todas mis pertenencias.
Cuando llegaron a la orilla, comprobé que eran ingleses, al menos, en su mayoría. Había uno o dos que
parecían holandeses pero no estaba seguro. En total, eran once hombres, de los cuales tres iban
desarmados y, según pude ver, amarrados. Los primeros cuatro o cinco que descendieron a tierra
sacaron a los otros tres de la chalupa; corno si fuesen prisioneros. Pude ver que uno de los tres
suplicaba apasionadamente con gestos exagerados de dolor y desesperación; los otros dos, elevaban los
brazos al cielo de vez en cuando y parecían afligidos pero en menor grado que el primero.
Este espectáculo me dejó totalmente perplejo, pues no comprendía su significado. Viernes me dijo; en
el mejor inglés que pudo:
-Oh, amo, ver hombres ingleses comen prisioneros también como salvajes..
¿Por qué, Viernes? -1e pregunté-. ¿Por qué piensas que se los van a comer?
-Sí -me contestó-, ellos van a comerlos.
-No, no, Viernes -le dije-, me temo que los van a matar pero puedes estar seguro de que no se los van a
comer.
Durante todo este tiempo, no tenía idea de lo que realmente iba a ocurrir pero permanecí temblando de
horror ante la escena, esperando a cada momento que mataran a los tres prisioneros. Uno de esos
villanos levantó el brazo con una enorme espada o navaja, como suelen llamarlas los marineros, para
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asestarle un golpe a uno de aquellos pobres hombres y, como esperaba verle caer al suelo en cualquier
momento, se me heló la sangre en las venas.
Entonces deseé de todo corazón que el español y el salvaje que había ido con él, hubiesen estado aquí, o
que yo hubiese podido acercarme sin ser descubierto y abrir fuego contra ellos para rescatar a los tres
hombres, pues no me parecía que estuvieran armados. Pero se me ocurrió otra idea. Después del
monstruoso trato que les dieron a los tres hombres, advertí que los insolentes marineros se dispersaron
por la isla, como si quisieran reconocer el territorio. Observé que los tres hombres habían quedado en
libertad de ir a donde quisieran pero se sentaron en el suelo, afligidos y desesperados. Esto me hizo
recordar el momento de mi llegada a la isla. Recordé que había mirado a mi alrededor enloquecidamente
y me había sentido perdido; que estaba muerto de miedo y había pasado la noche encima de un árbol por
temor a ser devorado por las bestias salvajes.
Así como en aquel momento no sospechaba que, gracias a la Providencia, el barco sería arrastrado cerca
de la tierra por la tormenta y la marea, y me proveería tan rica mente durante tanto tiempo, aquellos
tres pobres hombres no podían sospechar cuán cierta y próxima era su salvación ni cuán a salvo
estaban, justamente cuando más perdidos y desamparados se sentían.
Realmente, es muy poco lo que podemos predecir en este mundo. Por esta razón, debemos confiar
alegremente que el Supremo Creador jamás abandona a sus criaturas y que estas, incluso en las peores
circunstancias, descubren algo por que darle gracias; y están más cerca de la salvación de lo que podrían
imaginar, pues, a menudo, son conducidas a ella por los mismos medios que, al parecer, las llevaron a la
ruina.
Aquella gente llegó a tierra en el momento en que la marea estaba más alta, y en parte, porque
estuvieron hablando con los prisioneros y, en parte, porque se fueron a inspeccionar el lugar en el que
habían desembarcado, permanecieron negligentemente hasta que la marea bajó y el agua se retiró tanto
que la chalupa quedó en seco.
Habían confiado la chalupa a dos hombres, que, como pude advertir, bebieron demasiado brandy y se
habían quedado dormidos. Sin embargo, uno de ellos se despertó antes que el otro y, viendo la chalupa
tan encallada que no podría sacarla solo de allí, comenzó a llamar a sus compañeros que andaban dando
vueltas por los alrededores. Alertados por los gritos, acudieron rápidamente a la chalupa, mas no
tuvieron fuerzas para echarla al agua, pues era muy pesada y, en esa parte de la playa, la arena era
blanda y fangosa.
En esta situación, hicieron como los auténticos marineros, que son la gente menos previsora del mundo:
se dieron por vencidos y reanudaron su paseo por la isla. Entonces, oí que uno de ellos le gritaba a otro:
«Olvídalo, Jack, flotará con la próxima marea.» Sus palabras me confirmaron que eran paisanos míos.
Durante todo este tiempo, me mantuve muy bien escondido, sin salir de mi castillo ni mi puesto de
observación en lo alto de la colina, y me sentí muy contento de pensar en lo bien protegido que estaba.
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Sabía que la chalupa no podría volver a flotar antes de diez horas y que, para entonces, ya sería de
noche, lo que me permitiría observar sus movimientos y escuchar su conversación si es que la tenían.
Mientras tanto, me preparé para el combate, del mismo modo que lo había hecho antes, aunque con más
cautela porque sabía que me enfrentaba a un enemigo diferente de los anteriores. Le ordené a Viernes,
a quien había convertido en un excelente tirador, que cogiera algunas armas. Por mi parte, cogí dos
escopetas de caza y le di tres mosquetes. Mi aspecto era realmente temible. Llevaba puesto mi abrigo
de piel de cabra, el gran sombrero, que mencioné anteriormente, la espada desnuda en un costado, dos
pistolas en el cinturón y una escopeta en cada hombro.
Como he dicho, no tenía previsto hacer nada hasta que anocheciera pero a eso de las dos de la tarde,
que es el momento mas caluroso del día, advertí que todos se adentraban en el bosque, al parecer, para
tumbarse a dormir. Los tres pobres hombres estaban demasiado angustiados para descansar pero se
cobijaron bajo la sombra de un gran árbol, a un cuarto de milla de donde me hallaba y, según imaginaba,
fuera de la vista de los demás.
Entonces, decidí descubrirme ante ellos para enterarme un poco de su situación. En seguida me puse en
marcha, de la guisa que acabo de describir, con mi siervo Viernes, que iba a una buena distancia detrás
de mí, tan formidablemente armado como yo, pero: sin un aspecto fantasmal como el mío.
Me acerque á ellos: tan disimuladamente como pude y les dije en español:
¿Quiénes sois, caballeros?
Se levantaron ante el ruido pero se quedaron muy sorprendidos ante el grosero aspecto que tenía.
Estaban completamente mudos y casi dispuestos a huir, cuando les dije en inglés:
-No os sorprendáis por mi aspecto. Tal vez tenéis un amigo más cerca de lo que suponéis.
-Debe ser un enviado del cielo -dijo uno de ellos con gravedad, quitándose el sombrero-, pues nuestra
situación es humanamente insalvable.
-Toda ayuda viene del cielo, señor -le dije-. Mas ¿querríais indicarle a un extraño la manera de
ayudaros? Me parecéis muy desdichados. Os he visto desembarcar y he visto a uno de ellos levantar su
sable para mataros.
El pobre hombre temblaba con el rostro bañado en lágrimas y mirándome atónito respondió:
-¿Estoy hablando con un dios o. con un hombre? En verdad, ¿sois un hombre o un ángel?
-No temáis por eso, señor, Si Dios hubiese enviado a un ángel para ayudaros, habría venido mejor
vestido y armado de otra manera. Os ruego que os tranquilicéis. Soy un hombre inglés y estoy dispuesto
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a ayudaros. Ya podéis verlo, solo tengo un criado pero tenemos armas y municiones. Mas decidme
francamente, ¿podemos serviros? ¿Cuál es vuestra situación?
-Nuestra situación, señor, es demasiado complicada para contárosla cuando nuestros asesinos están tan
cerca pero, en pocas palabras, os diré que yo era el comandante de ese barco y mis hombres se
amotinaron contra mi. Han estado a punto de matarme y, finalmente, me han traído a este lugar
desierto con mis dos hombres, uno es mi segundo de abordo y el otro, un pasajero. Esperan dejarnos
morir en este lugar que creen deshabitado y aún no sabemos, qué pensar..
¿Dónde están esos animales, vuestros enemigos -le pregunté-, ¿sabéis hacia dónde han ido?
-Están allí, señor -me respondió, señalando un grupo de árboles-. Mi corazón tiembla de miedo de que
nos hayan visto y escuchado hablar. Si es así, seguramente, nos matarán.
-¿Tienen armas de fuego? -le pregunté.
-Solo dos mosquetes y uno de ellos está en la chalupa -respondió.
-Pues bien dije-, entonces, yo me encargo del resto. Como están dormidos, será fácil matarlos, aunque,
¿no seria mejor hacerlos prisioneros?
Me dijo que entre ellos había dos locos villanos can quienes no seria prudente tener misericordia alguna
pero, tomando ciertas medidas, los demás volverían a sus deberes. Le pedí que me mostrara quiénes
eran. Me dijo que no podía hacerlo a esa distancia pero que obedecería todas mis órdenes.
-Muy bien -1e dije-, retirémonos de su vista para evitar que nos oigan, por lo menos hasta que
despierten y hayamos decidido qué hacer.
Gustosamente, me siguieron hasta un lugar donde los árboles nos ocultaban.
-Mirad, señor -le dije-, si yo me arriesgo para salvaros a todos, ¿estáis dispuestos a cumplir dos
condiciones?
Se anticipó a mis palabras y me dijo que tanto él como su nave, si la recuperábamos, se pondrían
incondicionalmente bajo mi mando y mis órdenes. Si no podíamos recuperar la nave, viviría y moriría a mi
lado en cualquier parte del mundo donde quisiera llevarlo. Los otros dos hombres dijeron lo mismo.
-Bien -dije-, mis condiciones son dos. En primer lugar: mientras permanezcáis en esta isla, no
pretenderéis tener ninguna autoridad. Si os doy armas en algún momento, me las devolveréis cuando yo
os las pida, no haréis perjuicio contra mí ni contra ninguna de mis pertenencias y estaréis sometidos a
mis órdenes. En segundo lugar: si se puede recuperar el navío, nos llevaréis sin costo a mí y a mi siervo a
Inglaterra.
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Me dio todas las garantías que la imaginación y la buena fe humanas pudieran imaginar, tanto de cumplir
con mis razonables exigencias, como de quedar en deuda conmigo por el resto de su vida.
-Bien -dije-, aquí tenéis tres mosquetes con pólvora y balas. Ahora decidme, ¿qué os parece que
debemos hacer?
Me dio todas las muestras de agradecimiento que pudo y se ofreció a seguir todas mis instrucciones. Le
dije que, en cualquier caso, era una operación arriesgada pero lo mejor que podíamos hacer era abrir
fuego sobre ellos mientras dormían y, si alguno sobrevivía a nuestra primera descarga y se rendía, lo
perdonaríamos. Atacaríamos confiando en que la Providencia Divina nos guiaría.
Me contestó con mucha humildad que, de ser posible, prefería no matar a nadie, pero si aquellos dos
villanos incorregibles, que habían sido los autores del motín, lograban escapar, estaríamos perdidos,
pues regresarían al barco y traerían al resto de la tripulación.
-Bien -dije-, entonces la necesidad confirma mi consejo, ya que es la única forma de salvarnos.
Mas notando que el hombre se mostraba receloso ante un derramamiento de sangre, le dije que fuese
con sus compañeros y actuase como mejor le pareciese.
En medio de esta conversación, advertimos que algunos comenzaban a despertar y vimos que dos de
ellos se habían puesto en pie de un salto. Le pregunté si eran los hombres, que, según me había dicho,
habían organizado el motín y me dijo que no.
-Entonces, dejadlos escapar -le dije-, pues parece que la Providencia los ha despertado a propósito para
que se salven. Ahora bien, si los demás escapan, será por vuestra culpa.
Animado por esto, agarró el mosquete que le había dado y, con una pistola en el cinturón, avanzó con sus
dos compañeros, cada uno de los cuales llevaba un arma en la mano. Los dos hombres que iban delante
hicieron algún ruido y uno de los marineros se volvió. Viéndolos acercarse, comenzó a gritarles a los
demás pero ya era demasiado tarde, pues, tan pronto comenzó a gritar, abrieron fuego; me refiero a los
dos hombres, pues el capitán, prudentemente, reservaba su carga. Apuntaron con tanta precisión a los
hombres que conocían, que uno de ellos cayó muerto en el acto y el otro quedó gravemente herido. Este
intentó incorporarse y empezó a gritar, llamando a los otros para que viniesen a socorrerlo. Mas el
capitán se le acercó y le dijo que era muy tarde para pedir auxilio y que más le convenía pedirle perdón
a Dios por su traición. Diciendo estas palabras, lo derribó de un culatazo de su mosquete de modo que
no pudo volver a hablar nunca más. Había tres más en el grupo y uno de ellos estaba levemente herido.
Entonces, me aproximé y, cuando vieron el peligro y que era en vano resistirse, suplicaron misericordia.
El capitán les dijo que les perdonaría la vida si le aseguraban que se arrepentían de la traición que
habían cometido y le juraban lealtad para recuperar el barco y llevarlo a Jamaica, de donde habían
zarpado. Le dieron todas las muestras de sinceridad que pudieron y, como él estaba dispuesto a
creerles y a perdonarles la vida, no me opuse pero exigí que permanecieran atados de pies y manos
mientras estuviesen en la isla.
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Mientras tanto, envié a Viernes a la chalupa con el segundo de abordo y le ordené que la asegurara y
trajera los remos y la vela, En eso los otros tres hombres, que se habían ido en otra dirección
(felizmente para ellos) regresaron al escuchar los disparos y, al ver a su capitán, que antes había sido
su prisionero, convertido en vencedor, accedieron a ser atados como los demás y, así, nuestra victoria
fue total.
Solo restaba que el capitán y yo nos contáramos nuestras respectivas circunstancias. A mí me tocó
empezar y le conté toda mi historia, que él escuchó con mucha atención, e incluso asombro, en especial,
la forma milagrosa en la que había conseguido provisiones y municiones. Como toda mi historia es un
cúmulo de milagros, quedó profundamente sobrecogido. Mas, cuando se puso a reflexionar sobre sí
mismo y consideró que yo había sido salvado en este lugar para salvarle la vida, comenzó a llorar y no
pudo seguir hablando.
Finalizada esta conversación, le conduje junto con sus dos hombres a mi habitación, llevándolos por
donde yo había salido, es decir, por lo alto de la casa. Allí les brindé todas las provisiones que tenía y les
mostré los inventos que había realizado en mi larga estancia en este lugar.
Todo lo que les mostraba, y les decía, los dejaba profundamente admirados pero, sobre todo, el capitán
se quedó muy sorprendido ante mi fortificación y el modo en que había logrado ocultar mi vivienda entre
el bosquecillo. Como hada más de veinte años que lo había plantado y, como allí los árboles crecían
mucho más rápidamente que en Inglaterra, se había convertido en un frondoso bosque, M posible de
atravesar por ninguna de sus partes, excepto por un costado en el que había un tortuoso pasadizo. Le
dije que aquel en mi castillo y mi residencia pero que además tenía una residencia de descanso en el
campo, como la mayoría de los príncipes, donde podía retirarme de vez en cuando. Le dije que se la
mostraría cuando tuviera ocasión pero que, ahora, teníamos que ocuparnos de ver cómo recuperar el
barco. Estuvo de acuerdo conmigo pero me, confesó que no tenía idea de cómo hacerlo, pues aún
quedaban veintiséis hombres a bordo, que habían participado en una conspiración maldita, y que, a estas
alturas, no estarían dispuestos a renunciar a ella. Seguirían, pues, adelante, sabiendo que, si eran
derrotados, serían llevados a la horca tan pronto llegaran a Inglaterra o a cualquiera de sus colonias.
Por lo tanto, nosotros, siendo tan pocos, no podíamos atacarlos.
Me quedé pensando largamente en lo que me había dicho y me pareció que sus opiniones eran sensatas.
Teníamos que pensar rápidamente en la forma de atacar por sorpresa a la tripulación o de evitar que
cayeran sobre nosotros y nos mataran.. De pronto, se me ocurrió que, en poco tiempo, la tripulación
empezaría a preguntarse qué les habría ocurrido a sus compañeros que habían salido en la chalupa y, sin
duda, vendrían a tierra a buscarlos, seguramente armados; y con fuerzas superiores a las nuestras. Al
capitán le pareció que esta presunción era razonable.
Entonces, le dije que lo primero que debíamos hacer era evitar que se llevaran la chalupa, que estaba en
la playa, vaciándola para que no pudieran utilizarla. Así, pues, nos dirigimos a la barca y retiramos las
armas que aún quedaban a bordo y todo lo que encontrarnos: una botella de brandy y otra de ron,
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algunas galletas, un cuerno de pólvora y un gran terrón de azúcar envuelto en un trozo de lienzo. Todo lo
recibí con agrado, en especial, el brandy y el azúcar, que no había probado durante años.
Cuando hubimos llevado todo esto a la costa (ya habíamos cogido los remos, el mástil, la vela y el timón
del bote, como he dicho anteriormente), le abrimos un gran agujero en á fondo, de modo que, si venían
con fuerzas para derrotarnos, no pudiesen llevársela.
La verdad es que no estaba convencido de que pudiésemos recuperar el barco pero pensaba que, si se
iban sin la chalupa, podríamos arreglarla para que pudiera transportarnos hasta las Islas de Sotavento y
en el camino recogeríamos a nuestros amigos españoles, a quienes recordaba constantemente.
Habíamos arrastrado la chalupa hasta la playa, tierra adentro, para que la marea no pudiera llevársela y
le hicimos un agujero en el fondo, lo suficientemente grande como para que no pudiese taponarse
fácilmente. De pronto, mientras nos debatíamos sobre qué hacer, escuchamos un cañonazo que procedía
del barco y advertimos que hacían señales para llamar a la chalupa a bordo, pero como esta no se movía,
dispararon varias veces más y le hicieron nuevas señales.
Finalmente, cuando se dieron cuenta de que las señales y los cañonazos eran inútiles y que la chalupa no
regresaba, vimos con la ayuda de mi catalejo que echaban al agua otra chalupa y remaban hacia la orilla.
A medida que se aproximaban, pudimos ver que venían al menos diez a bordo y que traían armas de
fuego.
Puesto que el barco estaba anclado a casi dos leguas de la costa, podíamos verlos claramente mientras
se acercaban, incluso sus rostros, pues la marea los había hecho desplazar se un poco hacia el este y
remaban de frente a la orilla, hacia el lugar donde había desembarcado la otra chalupa.
De este modo, como he dicho, podíamos verlos claramente. El capitán reconocía la fisionomía y el
carácter de todos los hombres que iban en la chalupa. Nos dijo que entre ellos había tres hombres muy
honrados que, dominados o aterrorizados por el resto, se habían visto obligados a participar en el
motín, pero el contramaestre, que parecía ser el jefe del grupo, y los demás, eran los más temibles de
toda la tripulación y estarían, sin duda, empecinados en proseguir su nueva empresa. Ante esto, el
capitán se mostró muy inquieto, pues temía que fuesen demasiado fuertes para nosotros.
Le sonreí diciéndole que en nuestras circunstancias debíamos superar el miedo y, pues, como cualquier
situación sería mejor que esta en la que nos encontrábamos, debíamos esperar que el resultado de todo
esto fuera la liberación, tanto si vivíamos como si moríamos. Le pregunté su opinión sobre las
circunstancias de mi vida y si no le parecía que merecía la pena arriesgarse por la libertad.
-Y, ¿dónde está, señor -le dije-, esa confianza en que yo había sobrevivido en esta isla con el propósito
de salvarle la vida, que hace un momento le hizo emocionarse? Por mi parte, no veo más que un
contratiempo en todo este asunto.
-¿Cuál es? -preguntó.
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-Que entre esa gente, como habéis dicho, hay tres o cuatro hombres honrados a los que es preciso
perdonar. Si todos fueran de la misma calaña que el resto de la tripulación, habría creído que la
Providencia los había escogido para que cayesen en vuestras manos. Mas, tened fe en que todo hombre
que desembarque será tomado prisionero y vivirá o morirá, según se comporte con nosotros.
Le hablé firmemente pero con moderación y me di cuenta de que le había infundido una gran confianza.
Así, pues, nos dispusimos a afrontar el problema con decisión y, desde que vimos la chalupa alejarse del
navío, retiramos a nuestros prisioneros y los pusimos a buen recaudo.
Había dos de quienes el capitán estaba un poco receloso, y los hice conducir por Viernes y uno de los
tres hombres (de los liberados) hacia mi cueva, donde estarían lo suficientemente lejos y fuera de
peligro como para ser descubiertos o escuchados, o para encontrar el camino de vuelta a través del
bosque si lograban escapar. Allí los dejaron atados con algunas provisiones y les prometieron que si se
estaban quietos, los liberaríamos en uno o dos días; pero si intentaban escapar, les ajusticiaríamos sin
misericordia. Juraron sinceramente que soportarían la prisión con paciencia y les agradecieron el buen
trato, las provisiones y las velas, pues Viernes les dio unas velas (de las que hacíamos nosotros) para que
estuviesen más cómodos y les dio a entender que se quedaría vigilando en la entrada de la cueva.
Los demás prisioneros recibieron mejor trato, aunque dos de ellos permanecieron atados, ya que el
capitán no se fiaba de ellos. Los otros dos, fueron puestos bajo mis órdenes por recomendación del
capitán, con la solemne promesa de vivir o morir con nosotros. De esta forma, contándolos a ellos y a los
tres marineros honrados; sumábamos siete hombres bien armados. No dudaba que podríamos
enfrentarnos a los diez que venían, teniendo en cuenta que el capitán había dicho que entre ellos
también había tres o cuatro hombres honestos.
Tan pronto como llegaron al lugar donde estaba la otra chalupa, metieron la suya en la playa y saltaron a
tierra, arrastrándola tras de sí, lo que me alegró mucho, pues te mía que fueran a dejarla anclada a
cierta distancia de la orilla, bajo la custodia de alguno de ellos, y no pudiésemos alcanzaría.
Una vez en la orilla, lo primero que hicieron fue correr hacia la otra chalupa. Evidentemente, se
quedaron muy sorprendidos de encontrarla desmantelada y con un gran agujero en el fondo.
Después de examinarla durante un tiempo, llamaron dos o tres veces con todas sus fuerzas, a fin de que
sus compañeros pudiesen oírlos. Pero fue en vano. Entonces, formaron un círculo e hicieron un disparo
de salva con una de sus armas, cuyo estruendo pudimos escuchar claramente y retumbó en todo el
bosque. Esto fue todo. Estábamos segures de que los prisioneros que estaban en la cueva no podían oírlo
y los que estaban bajo nuestro control, si bien lo oirían, no se atreverían a contestar.
Estaban tan sorprendidos y desconcertados, según confesaron más tarde, que decidieron regresar al
barco a decirles a sus compañeros que los otros habían sido asesinados y que la chalupa estaba
desfondada. Rápidamente, echaron la suya al mar y se metieron en ella.
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El capitán estaba muy sorprendido, incluso confundido ante esto; creyéndolos capaces de regresar al
barco y marcharse, dando a sus compañeros por muertos. De ser así, perdería el barco que aún tenía la
esperanza de recuperar. Y al poco tiempo; se le presentó otro motivo de preocupación.
Apenas habían navegado un trecho, los vimos regresar a la costa. Esta vez, habían adoptado otra
actitud, sobre la que, al parecer, habían deliberado: dejarían tres hombres en la embarcación y el resto
bajaría a tierra y se internaría en la isla para buscar a sus compañeros.
Esto nos contrarió gravemente, pues no teníamos idea de lo que debíamos hacer. De nada nos serviría
coger a los siete hombres que estaban en la orilla, si dejábamos escapar a los que iban en la chalupa,
pues estábamos seguros de que remarían hasta el barco mientras los demás levaban anclas y
desplegaban velas. De este modo habríamos perdido toda posibilidad de recuperar el barco.
No nos quedaba otro remedio que esperar el giro de los acontecimientos. Los siete hombres saltaron a
tierra y los tres que permanecieron en la chalupa se alejaron de la playa, anclando a gran distancia para
esperarlos. De este modo, nos resultaba imposible llegar hasta ellos.
Los que desembarcaron se mantuvieron juntos y se encaminaron hacia la cima de la colina, bajo la cual
se hallaba mi morada. Podíamos verlos claramente pero ellos no podían vernos a nosotros y hubiésemos
deseado que se acercaran para poder dispararles o bien que se alejaran para poder salir. Mas cuando
llegaron a la cima de la calina, desde donde podían divisar una parte de los valles y los bosques situados
al noreste, que era la parte más baja de la isla, se pusieron a gritar y aullar hasta que no pudieron más.
Sin alejarse de la orilla y sin separarse unos de otros, se sentaron bajo un árbol a discutir lo que debían
hacer. Si se hubieran echado a dormir, como lo habían hecho sus compañeros, nos habrían hecho un gran
favor: Pero estaban demasiado preocupados por el peligro como para atreverse a dormir, aunque no
sabían a qué debían temerle.
El capitán propuso un plan que me pareció muy razonable. Intuía que harían otro disparo de salva para
que lo oyeran sus compañeros. En ese momento, debíamos caer sobre ellos, aprovechando que sus armas
estaban descargadas. De este modo, se rendirían, sin lugar a dudas, y los capturaríamos sin derramar
sangre. Me gustó la idea, siempre y cuando la ejecutáramos mientras estuviéramos lo suficientemente
cerca como para alcanzarlos antes de que volvieran a cargar sus armas.
Pero no ocurrió así y nos quedamos quietos mucho tiempo sin saber qué decisión adoptar. Finalmente,
les dije que, en mi opinión, no había nada que hacer hasta que cayera la noche y entonces, si no
regresaban a la chalupa, tal vez encontraríamos la forma de impedirles llegar a la orilla o utilizar algún
tipo de estratagema con los que estaban en la chalupa para hacerlos venir a la orilla.
Esperamos largo rato, aunque muy inquietos, pues temíamos que se alejasen. Después de consultarlo
extensamente, vimos que se ponían de pie y se encaminaban hacia el mar, lo cual nos causó una gran
consternación. Al parecer, tenían tanto miedo de los peligros del lugar, que decidieron volver a bordo
del barco y proseguir su viaje, dando a sus compañeros por muertos.
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Apenas advertí que se dirigían a la playa, imaginé lo que, en efecto, ocurría: habían abandonado la
búsqueda y se preparaban para regresar. Le comuniqué mis pensamientos al capitán, que se quedó como
aterrado. Mas, en seguida se me ocurrió una estratagema para traerlos de vuelta, que respondía
cabalmente a mis necesidades.
Ordené a Viernes y al segundo de abordo que cruzaran el pequeño río en dirección al oeste, hacia el
lugar donde desembarcaron los salvajes la noche en que Viernes fue rescatado. Cuando llegaran a un
pequeño promontorio que estaba como a media milla, gritarían lo más fuertemente que pudieran y
esperarían hasta que los marineros los oyeran. Después que les hubiesen contestado, debían regresar,
manteniéndose ocultos y respondiendo a sus gritos, a fin de adentrarlos lo más posible en el bosque,
dando un largo rodeo por ciertos caminos que les señalé, hasta llegar a donde estábamos nosotros.
Los marineros estaban llegando al bote cuando Viernes y el segundo de abordo comenzaron a aullar. Los
escucharon y, en el acto, les contestaron y comenzaron a correr a lo largo de la costa en dirección
oeste, hacia el lugar de donde provenía la voz. Se detuvieron cuando llegaron al río pues estaba
demasiado crecido en ese momento como para cruzarlo. Entonces, llamaron a los que estaban en la
chalupa para que se llegaran hasta allí y les ayudaran a cruzar, tal y como yo lo esperaba.
Cuando alcanzaron la otra orilla, observé que la chalupa se había internado un buen trecho en el río y
había llegado a una especie de puerto en la tierra. Uno de los tres hombres que iban a bordo se unió a
los demás, dejando a los otros dos a cargo de ella, después de amarrarla al tronco de un pequeño árbol
que estaba en la orilla.
Esto era lo que yo esperaba, así que dejé a Viernes y al segundo de abordo a cargo de su parte. Yo me
fui con los otros y, cruzando la ensenada sin ser vistos, sorprendimos a los dos hombres antes de que
pudiesen darse cuenta; uno de ellos estaba acostado en el bote y el otro, en la playa. El que estaba
acostado en la playa parecía estar entre dormido y despierto y cuando se fue a poner de pie, el capitán,
que iba delante, se abalanzó sobre él y lo derribó. Entonces, le gritó al que estaba en la chalupa que se
rindiera o sería hombre muerto.
No eran necesarios demasiados argumentos para que un hombre solo se rindiera frente a cinco, cuando
su compañero se hallaba derribado en el suelo. Además, al pare cer, este era uno de los tres que no
había participado activamente en el motín, como el resto de la tripulación, por lo que, pudimos
persuadirlo fácilmente, no solo de rendirse, sino de unirse sinceramente a nosotros.
Mientras tanto, Viernes y el segundo de abordo cumplían cabalmente su misión con los demás marineros.
Gritando y aullando, los condujeron de colina en colina y de bosque en bosque hasta dejarlos, totalmente
agotados, en un lugar tan apartado, que les sería imposible regresar a la chalupa antes del anochecer.
En verdad, ellos mismos estaban extenuados cuando se reunieron con nosotros.
No podíamos hacer más que espiarlos en la oscuridad para poder atacarlos con éxito. Habían
transcurrido varias horas desde que Viernes se había reunido con nosotros cuando los marineros
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llegaron a la chalupa. Desde lejos, podíamos escuchar a los que venían delante diciéndoles a los demás
que apuraran el paso, a lo que estos respondían quejándose y diciendo que estaban tan fatigados que no
podían hacerlo. Esto nos alegró mucho.
Finalmente, llegaron a la chalupa. Sería imposible describir la confusión que sintieron al verla en seco,
pues la marea había bajado, y no hallar a sus dos compañeros. Llamaban a uno y otro de una forma que
daba pena y se decían que se encontraban en una isla encantada; que si estaba habitada por hombres,
serían asesinados, y si lo que había eran demonios o espíritus, serían raptados y devorados.
Se pusieron a gritar nuevamente y a llamar a sus compañeros por sus nombres pero no obtuvieron
respuesta. Poco después a pesar de la poca claridad, pudimos ver que corrían de un lado a otro,
retorciéndose las manos, como enloquecidos. Se sentaban un momento en la chalupa a descansar y luego
volvían a la playa, y así estuvieron mucho rato.
Mis hombres estaban deseosos de que les diera la orden de atacarlos, aprovechando la oscuridad, pero
yo quería esperar la ocasión más ventajosa, a fin de que muriera la menor cantidad de gente posible. En
particular, quería proteger a mis hombres pues sabía que los marineros estaban bien armados. Decidí
esperar, por ver si se separaban y, para protegernos de ellos, acercamos nuestra emboscada. Le ordené
a Viernes y al capitán que se arrastraran a gatas, lo más agachados que pudieran para no ser
descubiertos y se aproximaran al enemigo antes de atacarlo.
Llevaban poco tiempo en esta posición cuando el contramaestre, que había sido el líder del motín y
ahora se mostraba corno el más cobarde y desesperado de todos, se acercó hasta donde se hallaban mis
hombres con dos miembros de la tripulación. El capitán estaba tan impaciente de ver casi en su poder al
principal culpable, que apenas podía esperar a acercarse para asegurar el golpe. Hasta ese momento,
solo habían podido escuchar su voz pero cuando los tuvieron a tiro, Viernes y el capitán se pusieron en
pie de un salto y abrieron fuego sobre ellos.
El contramaestre cayó muerto en el acto; el segundo cayó muy mal herido cerca de él y murió al cabo de
una o dos horas; el tercero pudo escapar.
Cuando sonaron los disparos, avancé enseguida con todo mi ejército, que ahora se componía de ocho
hombres: yo, que era el generalísimo; Viernes, que era mi teniente general, el capitán con sus dos
hombres y los tres prisioneros a los que les habíamos confiado armas.
Nos acercamos a ellos en la oscuridad, de modo que no pudiesen ver cuántos éramos. Al hombre que
habíamos encontrado en la chalupa, que ahora era uno de los nuestros, le ordené llamarlos por sus
nombres para intentar llegar a un acuerdo con ellos, lo cual ocurrió tal y como lo deseábamos, pues
resulta fácil imaginar que, en la situación en la que se hallaban, no les quedaba otra alternativa que
capitular. Así, pues, el marinero llamó a uno de ellos con todas sus fuerzas:
-¡Tom Smíth, Tom Smith!
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Tom Smith respondió al instante.
-¿Eres tú, Robinson? -pues le había reconocido la voz.
-Sí, sí -respondió Robinson-. En nombre de Dios, Tom Smith, entregad las armas y rendíos porque si no,
todos seréis hombres muertos.
-¿A quién debemos rendirnos? -preguntó Smith-. ¿Dónde están?
-Están aquí -dijo Robinson-. Aquí está nuestro capitán, acompañado de cincuenta hombres y os viene
persiguiendo desde hace dos horas. El contramaestre está muerto, Will Frye está herido y yo estoy
prisionero. Si no os rendís, estaréis todos perdidos.
-¿Se nos dará cuartel si nos rendimos? -preguntó Tom Smith.
-Voy a preguntarlo, pero si prometéis rendiros -respondió Robinson.
Se dirigió al capitán que les gritó:
-Tú, Smith, ya conocéis mi voz. Si os rendís inmediatamente y entregáis las armas, os aseguro las vidas
a todos, excepto a Will Atkins.
En seguida, Will Atkins gritó:
-En el nombre de Dios, capitán, concededme cuartel. ¿Qué he hecho yo? Todos son tan culpables como
yo.
Mentía a este respecto pues, al parecer, Will Atkins había sido el primero en tomar prisionero al
capitán cuando se amotinaron y lo había tratado injuriosamente, amarrándole las manos e insultándolo.
No obstante, el capitán le dijo que se rindiese a su propia discreción y confiara en la misericordia del
gobernador. Se refería a mí, pues todos me llamaban gobernador.
Acto seguido, depusieron sus armas y rogaron por sus vidas. Envié al hombre que les había hablado
primero con otros dos compañeros para que los atasen. Entonces, mi formidable ejército de cincuenta
hombres, que con aquellos tres, sumaba ocho, avanzó hacia ellos y se apoderó de la chalupa. Yo me
mantuve alejado con uno de ellos, por razones de estado.
Nuestra siguiente tarea era reparar la chalupa y tomar el barco. El capitán, que ahora tenía
tranquilidad para hablar con ellos, les recriminó su villanía y las posibles consecuencias funestas de su
proyecto, pues, con toda certeza, los habría podido llevar a la miseria y, a la larga, a la horca. Todos
ellos se mostraron sumamente arrepentidos y suplicaron que se les perdonase la vida. Mas el capitán les
dijo que no eran sus prisioneros sino del gobernador de la isla; que había pensado que los abandonarían
en una isla desierta pero, con la ayuda de Dios, la isla estaba habitada y su gobernador era un hombre
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inglés; que este podía hacerlos ahorcar si le parecía, pero, como les había dado cuartel, suponía que los
enviaría a Inglaterra para que fuesen juzgados como lo exigía la ley, con la excepción de Atkins, a quien
el gobernador había dado órdenes de ahorcar a la mañana siguiente.
Aunque todo esto era una ficción, surtió el efecto que esperaba. Atkins cayó de rodillas y le suplicó al
capitán que intercediese por él ante el gobernador. Los demás le pidieron en nombre de Dios que no los
enviase a Inglaterra.
Se me ocurrió entonces que el momento de nuestra liberación había llegado y que resultaría muy fácil
hacer que aquellos hombres rescataran el navío. Me retiré a la oscuridad, para evitar que se dieran
cuenta de la clase de gobernador al que estaban sometidos, y llamé al capitán para que se acercase
hasta donde yo estaba. Como me encontraba a gran distancia, uno de los míos se ocupó de llevarle la
orden.
-Capitán -le dijo-, el gobernador os reclama. El capitán respondió:
-Decidle a Su Excelencia que voy de inmediato.
Esto les sorprendió y, sin duda, creyeron que el comandante estaba allí con sus cincuenta hombres.
Cuando el capitán se me acercó, le expliqué mi plan para tomar el barco. Le pareció estupendo y decidió
ponerlo en práctica a la mañana siguiente.
Mas, para ejecutarlo con mayor eficacia y asegurarnos el éxito, le dije que debíamos dividir a los
prisioneros. Atkins y otros dos de los más peligrosos debían ser atados y lleva dos a la cueva donde se
encontraba el resto. Esta tarea le fue encomendada a Viernes y a dos de los hombres que habían
desembarcado con el capitán.
Los llevaron a la cueva, como si fuese a una prisión, que, ciertamente, era un lugar terrible para unos
hombres en semejante condición.
Ordené que los otros fueran encerrados en mi casa de campo, como solía llamarla, la cual he descrito en
detalle. Como estaba cerrada y ellos estaban atados, resultaba muy segura, teniendo en cuenta que
debían comportarse bien.
A la mañana siguiente, envié al capitán a hablar con ellos; en otras palabras, a sondearlos y luego
informarme si le parecía que podíamos confiar en aquella gente para enviarlos a abordar el navío por
sorpresa. El capitán les habló de la injuria que habían cometido contra él y de la situación en la que se
hallaban. Les dijo que, aunque el gobernador les perdonaba la vida por el momento, si eran enviados a
Inglaterra, sin duda los colgarían con cadenas. Mas, si se sumaban a una empresa justa, como lo era
recuperar el navío, le pediría al gobernador que les perdonara la vida.
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Cualquiera podría adivinar el entusiasmo con que estos hombres, que se hallaban en tan terrible
situación, aceptaron la propuesta. Se arrodillaron ante el capitán y le jura ron que le serían leales hasta
derramar la última gota de sangre; que siendo deudores de sus vidas, lo seguirían a cualquier parte del
mundo y lo considerarían como un padre mientras viviesen.
-Bien -dijo el capitán-, iré a informar al gobernador de lo que decís y veré si puedo lograr su
consentimiento. Me contó sobre el estado de ánimo en que se hallaban los hombres y me afirmó que
creía realmente que se mantendrían leales.
No obstante, para asegurarnos, le dije que regresara, escogiera a cinco de ellos y les dijera que tan solo
escogería a cinco asistentes y que el gobernador se quedaría con los otros dos, además de los tres que
habían sido enviados corno prisioneros al castillo (mi cueva), en calidad de rehenes. Si no ejecutaban su
misión como era debido, los cinco rehenes serían colgados en la orilla.
Ante la severidad de estas palabras, quedaron convencidos de la determinación del gobernador. No
obstante, no tenían otra alternativa que aceptar la proposición. Ahora les correspondía a ellos, tanto
como al capitán, convencer a los otros cinco de cumplir con su deber.
Nuestras fuerzas se organizaron para la expedición de la siguiente manera; 1. El capitán, el segundo de
abordo y el pasajero; 2. Los dos prisioneros del primer grupo, a quieres había puesto en libertad y
entregado armas por la confianza que les tenía el capitán; 3. Los otros dos que estaban atados en la
casa de campo y que acababa de liberar, por recomendación del capitán; 4. Los últimos cinco hombres
liberados. En total, sumábamos doce, aparte de los cinco que permanecían en la cueva, en calidad de
rehenes.
Le pregunté al capitán si estaba dispuesto a aventurarse a abordar el barco con esta gente, pues no me
parecía bien que mi siervo Viernes y yo nos marcháramos, dejando a siete hombres detrás, y que
estaríamos bastante ocupados vigilándolos y proveyéndoles alimento.
Decidí dejar amarrados a los cinco que estaban en la cueva y Viernes iría dos veces al día a llevarles lo
que les hiciera falta. Los otros dos, acarrearían las provisiones a cierta distancia, donde Viernes iría a
recogerlas.
Cuando me presenté ante los dos rehenes, el capitán les dijo que yo era la persona a la que el
gobernador había encomendado su vigilancia; que el gobernador había decretado que no fuesen a
ninguna parte, a menos que yo se lo indicara; y que si escapaban serían perseguidos y atados con
cadenas en el castillo. Como no queríamos que supieran que yo era el gobernador, me presenté como si
fuera otra persona y les hablé del gobernador, las guarniciones, el castillo y todo lo demás.
El capitán no tenía otra dificultad que aparejar sus dos chalupas, tapar el agujero que tenía una de ellas
y comandarías. Le dio el mando de una a su pasajero, que iría con cuatro hombres y él con su segundo de
abordo y cinco más tripularían la otra. Calculó su plan a la perfección. Llegaron al barco a medianoche y
tan pronto estuvieron lo suficientemente cerca como para que pudiesen escucharlos, le ordenó a
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Robinson que los llamara y les dijera que regresaban con la gente y la chalupa pero que les había tomado
mucho tiempo encontrarlos. Así los entretuvo hasta que los otros, que venían detrás, se acercaron al
barco. Entonces, el capitán y el segundo de abordo entraron con sus armas y derribaron de un culatazo
al que estaba de segundo y al carpintero, fielmente secundados por el resto de sus hombres.
Aseguraron el alcázar y cerraron todas las escotillas para impedir que salieran los que estaban abajo.
Los que iban en la otra chalupa subieron por las cadenas de proa y aseguraron el castillo de proa y la
escotilla que conducía a la cocina, donde capturaron tres prisioneros.
Cuando hubieron terminado y se hallaron seguros en cubierta, el capitán les ordenó al segundo de
abordo y a otros tres hombres irrumpir en el camarote principal donde se hallaba el nuevo capitán
rebelde. A la primera señal de alarma, este había recogido unas armas y se había atrincherado allí con
dos marineros y un grumete. Cuando el segundo, valiéndose de una palanca, echó abajo la puerta, el
nuevo capitán y sus hombres abrieron fuego contra ellos. Al segundo le hicieron una herida de mosquete
en el brazo e hirieron a dos más pero ninguno resultó muerto.
Mientras pedía ayuda, el segundo, herido como estaba, entró en el camarote principal y le disparó al
nuevo capitán. La bala le entró por la boca y le salió por detrás de la oreja, de modo que no volvió a
pronunciar palabra nunca más. Ante esto, los demás se rindieron y el barco pudo recuperarse sin que se
perdieran más vidas.
Tan pronto recuperaron el barco, el capitán ordenó que se dispararan siete cañonazos, que era la señal
acordada para informarme del éxito de la empresa. Podéis estar seguros de que los escuché con gran
placer, dado que estuve en vela, sentado en la playa, desde las dos de la madrugada.
Cuando escuché la señal, me recosté y, como aquel había sido un día agotador, me dormí profundamente
hasta que me sorprendió el estrépito de otro cañonazo. Mientras me ponía en pie, oí la voz de un
hombre que me llamaba «Gobernador, Gobernador» y de inmediato reconocí la voz del capitán. Subí
rápidamente hasta la punta de la colina y lo hallé, apuntando hacia el barco. Me abrazó y me dijo:
-Mi querido amigo y salvador, ahí está vuestro barco; es todo vuestro, con todo lo que lleva a bordo y
todos los miembros de su tripulación.
Miré hacia la nave y la divisé a un poco más de media milla de la playa, pues, tan pronto como la hubieron
recuperado, levaron anclas y, aprovechando el buen tiempo, la llevaron hasta la embocadura de la
pequeña ensenada, donde volvieron a anclarla. Como la marea estaba alta, el capitán había traído la
chalupa hasta el lugar donde yo había llegado con mis balsas y había desembarcado justamente frente a
mi puerta.
Al principio, estuve a punto de desmayarme de la emoción, pues veía mi liberación claramente en mis
manos. Todo parecía favorable y tenía un gran barco listo para llevarme a donde quisiera. Durante un
tiempo, no fui capaz de decirle una palabra y cuando me abrazó, me sujeté a él fuertemente para no
caer al suelo.
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Advirtió mi conmoción e, inmediatamente, sacó una botella de su bolsillo y me ofreció un trago de un
licor que había traído expresamente para mí. Lo bebí y me senté en el suelo pero, a pesar de que me
hallaba más calmado, no pude decirle ni una palabra.
Entonces, yo le abracé como a mi salvador y nos felicitamos mutuamente. Le dije que le veía como a un
enviado del cielo para mi salvación y que todo lo ocurrido me pare cía una cadena de milagros; que estas
cosas eran testimonio de que la Providencia rige al mundo con mano secreta y evidencia de que los ojos
de un poder infinito podían ver hasta en el lugar más recóndito de la tierra y ayudar a los miserables
cuando Él lo deseaba.
No olvidé elevar al cielo el agradecimiento de mi corazón, pues, ¿qué corazón se resistiría a bendecirle
a Él, que había socorrido milagrosamente a alguien que se encontraba en una situación tan desoladora?
De Él provenía toda salvación y todos debíamos darle gracias por ello.
Después de conversar un rato, el capitán me dijo que me había traído algunas de las provisiones que
había en el barco y que habían podido rescatar del prolongado saqueo de los amotinados. De inmediato,
llamó a los que estaban en la chalupa y les ordenó que trajeran los regalos destinados al gobernador.
Semejante regalo no parecía destinado a alguien que iba a embarcarse con ellos, sino a cualquiera que
fuese a permanecer largo tiempo en la isla.
En primer lugar, me trajeron una caja de botellas do un excelente licor, seis botellas de dos cuartos de
vino de Madeira, dos libras de un excelente tabaco, doce trozos de carne, seis trozos de cerdo, una
bolsa de guisantes y casi cien libras de galletas.
También me trajeron una caja de azúcar, otra de harina, una bolsa de limones, dos botellas de zumo de
lima y un montón de cosas más. Aparte de esto, me dio algo mil veces más útil: seis camisas nuevas, seis
corbatas estupendas, dos pares de guantes, un par de zapatos, un sombrero, un par de calcetines y una
de sus chaquetas, que había usado muy poco. En pocas palabras, me vistió de pies a cabeza.
Era un regalo generoso y agradable para alguien en mis circunstancias. No obstante, al principio, cuando
me puse las ropas me parecieron incómodas, extrañas y desagradables.
Después de las ceremonias, y cuando todas estas cosas maravillosas fueron transportadas a mi pequeña
vivienda, comenzamos a debatir qué hacer con los prisioneros, pues teníamos que decidir si los
llevaríamos con nosotros, en especial a dos de ellos, que eran incorregibles y obstinados en extremo. El
capitán dijo que eran unos bandidos y que no teníamos ninguna obligación hacia ellos, por lo que, si los
llevábamos, sería encadenados, como a malhechores, para entregarlos a la justicia en la primera colonia
inglesa que tocáramos. No obstante, me di cuenta de que el capitán se sentía intranquilo con la idea.
A esto le respondí que, si lo deseaba, yo me atrevía a ir a por los dos hombres de los que hablaba y
preguntarles si estaban dispuestos a quedarse en la isla.
-Esto me parece muy bien -dijo el capitán.
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-Bien -le dije-, mandaré a buscarlos y hablaré con ellos en su nombre.
Mandé a Viernes y a los dos rehenes, que habían sido puestos en libertad por la buena gestión de sus
compañeros, a que fueran a la cueva, condujeran a los cinco hombres prisioneros hasta la casa de campo
y los retuvieran allí hasta que yo llegara.
Al poco rato volví hasta allí, vestido con mis nuevas ropas y habiendo tomado otra vez el título de
gobernador. Cuando estuvimos todos reunidos y con el capitán a mi lado, ordené que trajeran a los
prisioneros ante mí y les dije que estaba al tanto de su malvada conducta hacia el capitán y de la forma
en que habían tomado el barco con la intención de cometer nuevas fechorías, si la Providencia no los
hubiese echo caer en el mismo foso que habían cavado para otros.
Les dije que el barco había sido tomado por órdenes mías, que por eso estaba en la rada y que dentro de
poco verían la recompensa que había recibido su rebelde capitán, que estaba colgado del palo mayor.
Les pregunté si tenían algo que alegar para que yo no ordenase su ejecución cómo piratas cogidos en el
acto del delito, conforme con la autoridad que me había sido conferida.
Uno de ellos contestó, en nombre del resto, que no tenían nada que alegar, salvo que el capitán les había
prometido perdonarles la vida cuando los tomó prisioneros, por lo que, humildemente, imploraban mi
clemencia. Les dije que no creía que debía tener ninguna clemencia con ellos pero que había decidido
abandonar la isla con todos mis hombres y embarcarme con el capitán rumbo a Inglaterra. Como el
capitán no podía llevarlos a Inglaterra si no era encadenados como prisioneros para ser enjuiciados por
el motín y el hurto del barco, tan pronto llegasen allí, serían condenados a la horca, como bien sabían.
Les pregunté si estarían dispuestos a quedarse en la isla, lo cual me parecía lo rriejor para ellos, y les
comuniqué que no me importaba que lo hicieran, ya que yo tenía libertad de abandonarla. Puesto que me
sentía inclinado a perdonarles la vida, si ellos pensaban que podían sobrevivir aquí, lo haría de grado.
Se mostraron muy agradecidos por esto y dijeron que preferían quedarse en la isla antes que ser
conducidos a Inglaterra para ser ahorcados, de modo que accedí en este tema.
No obstante, el capitán comenzó a presentar ciertas objeciones, como si no se atreviese a dejarlos
aquí. Me mostré un poco enfadado con el capitán y le dije que eran prisioneros míos y no suyos; que
habiéndoles perdonado, no podía faltar a mi palabra; que si no estaba de acuerdo con esto, los pondría
en libertad, tal cual los había encontrado; y que si esto no le parecía bien, podía arrestarlos si lograba
capturarlos.
Ante esto, todos se mostraron muy agradecidos. En consecuencia, los puse en libertad y les dije que se
retiraran al lugar del bosque de donde habían venido y que yo les daría armas, municiones e
instrucciones para vivir cómodamente, si esto les parecía bien.
Entonces, comencé a prepararme para subir a bordo del barco. Le dije al capitán que deseaba pasar la
noche en la isla para arreglar mis cosas pero deseaba que él permaneciera en el barco, para mantener el
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orden y, al día siguiente, me enviara una chalupa. Mientras tanto, debía colgar al capitán rebelde del
palo mayor para que los hombres pudieran verlo.
Cuando el capitán se hubo marchado, hice venir a esos hombres a mi vivienda y entablé con ellos una
conversación muy seria sobre su situación. Les dije que, según mi criterio, habían tomado la decisión
correcta porque, si el capitán los llevaba, sin duda serían ahorcados. Les mostré al capitán rebelde
colgado del palo mayor del barco y les aseguré que no podían esperar nada mejor.
Después de cerciorarme de que estaban dispuestos a quedarse en la isla, les dije que deseaba contarles
la historia de mi vida en aquel lugar, a fin de facilitarles un poco las cosas. Por consiguiente, les hice una
detallada descripción del lugar y de mi llegada. Les mostré mis fortificaciones, la forma en que hacía mi
pan, sembraba mi grano y secaba mis uvas; en pocas palabras, todo lo necesario para que estuvieran
cómodos. También les conté la historia de los dieciséis españoles, por cuyo regreso estábamos
aguardando y les dejé una carta, haciéndoles prometer que lo compartirían todo con ellos.
Les dejé mis armas, a saber: cinco mosquetes, tres escopetas de caza y tres espadas. Aún tenía más de
un barril y medio de pólvora, pues, después del segundo año, utilicé muy poca y no desperdicié ninguna.
Les hice una descripción del modo en que cuidaba las cabras y les di instrucciones para ordeñarlas y
alimentarlas y para hacer mantequilla y queso.
En pocas palabras, les conté todos los detalles de mi historia y les dije que le pediría al capitán que les
dejara otros dos barriles de pólvora y algunas semillas, las cuales en otro momento me habría gustado
mucho tener. También les di la bolsa de guisantes que el capitán me había regalado y les aconsejé que
los sembraran y los cultivaran.
Habiendo hecho todo esto, al día siguiente los abandoné y subí a bordo del barco. Nos preparamos
inmediatamente para zarpar pero no levamos anclas esa noche. A la mañana siguiente, dos de los cinco
hombres que se habían quedado llegaron a nado hasta el barco, quejándose lastimosamente de los otros
tres y suplicando por Dios, que los lleváramos en el barco, pues, de lo contrario, serían asesinados. Le
rogaron al capitán que los dejase subir a bordo aunque solo fuese para colgarlos inmediatamente.
El capitán dijo que no podía hacer nada sin mi consentimiento y después de algunos inconvenientes y
solemnes promesas de enmienda, se les permitió subir a bordo y se les azotó fuertemente, después de
lo cual se comportaron como hombres honestos y tranquilos.
Tras de esto, con la marea alta, una de las chalupas fue enviada a la orilla con las cosas que les había
prometido a los hombres, a lo cual, por intercesión mía, el capitán agregó sus cofres y algunas ropas,
que recibieron con sumo agrado. Además, para animarlos, les dije que, si en el camino encontraba algún
navío que pudiera recogerlos, no me olvidaría de ellos.
Al abandonar la isla, traje conmigo algunas reliquias como el gran gorro de piel de cabra que me había
confeccionado, la sombrilla y el loro. También traje el dinero, del que hablé al principio, que, como había
estado guardado durante tanto tiempo, se había oxidado y ennegrecido y apenas habría podido pasar
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por plata, si antes no lo hubiese limpiado y pulido. Traje, además, el dinero que había encontrado en el
naufragio del barco español.
Y fue así como abandoné la isla el 19 de diciembre de 1686, según los cálculos que hice en el barco,
después de haber vivido en ella veintiocho años, dos meses y diecinueve días. De este segundo
cautiverio fui liberado el mismo día del mes que había escapado por primera vez de los moros de Salé en
una piragua.
Al cabo de un largo viaje, llegamos a Inglaterra el 11 de junto de 1687, después de treinta y cinco años
de ausencia. Cuando llegue a Inglaterra era un perfecto desconocido, como si nunca hubiese vivido allí.
Mi benefactora y fiel tesorera, a quien había encomendado todo mi dinero, estaba viva pero había
padecido muchas desgracias. Había enviudado por segunda vez y vivía en la pobreza. La tranquilice
respecto a lo que me debía y le aseguré que no le causaría ninguna molestia, sino al contrario, en
agradecimiento por sus pasadas atenciones y su lealtad, la ayudaría en la medida que me lo permitiera
mi pequeña fortuna, lo cual no implicaba que pudiese hacer gran cosa por ella. No obstante, le juré que
nunca olvidaría su antiguo afecto por mí y así lo hice cuando estuve en condiciones de ayudarla, cómo se
verá en su momento.
Me dirigí a Yorkshire; pero mi padre, mi madre y el restó de mi familia había muerto, excepto dos
hermanas y dos hijos de uno de mis hermanos. Cómo no habían tenido noticias mías, después de tantos
años, me, creían muerto y no me habían guardado nada de la herencia. En pocas palabras, no encontré
apoyo ni auxilio y el pequeño capital que tenía, no era suficiente para establecerme,
No obstante, recibí una muestra de agradecimiento que no esperaba. El capitán del barco, al que había
salvado felizmente junto con el navío y todo su cargamento, les contó a sus propietarios, con lujo de
detalles, la extraordinaria forma en que yo había salvado sus bienes. Estos. me invitaron á reunirme con
ellos y con otros mercaderes interesados y, después de muchos agradecimientos por lo que había hecho,
me obsequiaron con casi doscientas libras esterlinas.
Me puse a reflexionar en las circunstancias de mi vida y en lo poco que tenía para establecerme en el
mundo. Entonces decidí viajar a Lisboa para ver si podía obtener alguna información sobre mi plantación
en Brasil y enterarme de lo que había sido de mi socio, que al cabo de tantos años, me habría dado por
muerto.
Con está idea, me embarqué rumbo a Lisboa, a donde llegué en abril del año siguiente. Mi siervo Viernes
me acompañaba fielmente en todas estas andanzas y demostró ser el servidor más leal del mundo en
todo momento.
Cuando llegué a Lisboa, y después de hacer algunas averiguaciones, encontré a mi viejo amigo, el capitán
del barco que me rescató la primera vez en las costas de África. Ahora era un anciano y había
abandonado el mar, dejando a su hijo, que ya no era un jovenzuelo, a cargo del barco con el que aún
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traficaba en Brasil. El viejo no me reconoció y en verdad, tampoco yo pude reconocerlo pero
inmediatamente lo recordé, así como él me recordó a mí cuándo le dije quién era.
Después de algunas expresiones de mutuo afecto, le pregunté, como era de esperarse, por mi plantación
y mi socio. El viejo me dijo que no había viajado a Brasil en nueve años pero podía asegurarme que la
última vez que había estado allí, vio a mi socio con vida, aunque aquellos a los que había dejado a cargo
de administrar mis intereses habían muerto. No obstante, suponía que podía recibir cuenta exacta de
mi plantación pues, creyéndome muerto, mis administradores habían dado relación de la producción de
mi parte al procurador fiscal, que tomaría posesión de ella, en caso de que yo no volviera nunca a
reclamarla, dándole una tercera parte al rey y las otras dos terceras partes al monasterio de San
Agustín, para ayudar a los pobres y a la conversión de los indios al catolicismo. Mas, si yo la reclamaba o
alguien en mi nombre lo hacía, se me restituiría completamente con excepción de los intereses o rentas
anuales, que estaban destinados para la caridad y no podían ser reembolsados. Me aseguró que tanto el
intendente del rey (de sus tierras) como el proveedor o encargado del monasterio, se habían ocupado
de que el titular, es decir, mi socio, les rindiera cuentas anualmente de los beneficios de la plantación,
de la cual había apartado, con escrupuloso celo, la mitad que me correspondía.
Le pregunté si sabía cuánto había crecido mi plantación, si le parecía que valía la pena reclamarla o si,
por el contrario, solo encontraría obstáculos para recuperar lo que justamente me correspondía.
Me dijo que no podía decirme con exactitud cuánto había crecido mi plantación pero sabía con certeza
que mi socio se había hecho muy rico, con solo la mitad y que, según creía recordar, la tercera parte del
rey, que, al parecer, le había sido otorgada a otro monasterio o comunidad religiosa, producía unos
doscientos moidores al año. En cuanto a la posibilidad de recuperar mis derechos sobre la plantación,
estaba seguro de que lo conseguiría pues mi socio, que aún vivía, podía dar fe de mis títulos, que estaban
inscritos a mi nombre en el catastro de los propietarios del país. También me dijo que los sucesores de
mis dos administradores eran gente honrada y muy rica y que, según pensaba, no solo me ayudarían a
recuperar mis posesiones sino que, además, me entregarían una considerable cantidad de dinero por los
beneficios producidos en mi plantación durante el tiempo que sus padres la habían administrado antes
de la cesión, que debieron ser unos doce años.
Me mostré un poco preocupado e inquieto ante este relato y le pregunté al viejo capitán por qué mis
administradores habían dispuesto en esa forma de mis bienes, cuando él sabía que yo había dejado un
testamento, que lo declaraba a él, el capitán portugués, mi heredero universal.
Me respondió que aquello era cierto pero que, no estando lo suficientemente seguro de mi muerte, no
podía actuar como ejecutor testamentario hasta que tuviese una prueba fehaciente de ella. Además, no
había querido inmiscuirse en un asunto que estaba en un lugar tan remoto. No obstante, había
registrado el testamento, haciendo constar sus derechos y, en caso de haber sabido con certeza que
había muerto, hubiese actuado por medio de un procurador para tomar posesión del ingenio, como
llamaban a las haciendas azucareras, y le habría dado a su hijo, que ahora se hallaba en Brasil, poder
para hacerlo.
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-Pero -agregó el anciano-, tengo que daros otra noticia que quizás no sea tan agradable como las otras y
es que, creyéndoos muerto, vuestro socio y sus administradores se ofrecieron a pagarme, en vuestro
nombre, los beneficios de los primeros seis u ocho años, los cuales recibí. Mas, como en aquel momento
se hicieron grandes gastos para aumentar la producción, construir un ingenio y comprar esclavos, la
ganancia no fue tan elevada como después. Debo, daros, empero, cuenta precisa de todo lo que he
recibido y de la forma en que he dispuesto de ello.
Al cabo de varios días de conversaciones con este viejo amigo, me trajo la cuenta de los pagos por los
primeros seis años de ingresos de la plantación, firmada por mi socio y los administradores, que siempre
se efectuó en especias tales como rollos de tabaco, toneles de azúcar, ron, melaza, etc., que son los
bienes que produce una plantación de azúcar. Por esta cuenta, descubrí que los ingresos aumentaban
considerablemente por año aunque, según se ha dicho, como el desembolso inicial fue grande, las
primeras cuentas eran bajas. No obstante, el anciano me dijo que me debía cuatrocientos setenta
moidores de oro, aparte de sesenta toneles de azúcar y quince rollos dobles de tabaco, que se habían
perdido en un naufragio que sufrió en el camino de vuelta a Lisboa hacía once años.
El buen hombre comenzó entonces a lamentarse de sus desgracias, que lo habían forzado a utilizar mi
dinero para cubrir sus pérdidas y comprar una participación en un nuevo navío.
-Empero, mi viejo amigo -dijo el anciano-, no careceréis de recursos y tan pronto regrese mi hijo,
quedaréis plenamente satisfecho.
Diciendo esto, sacó una vieja bolsa y me entregó, a modo de garantía, ciento sesenta y seis moidores de
oro portugueses y los títulos de derechos sobre el navío en el que había ido su hijo a Brasil, del cual
poseía una cuarta parte de las participaciones y su hijo, una más.
Me sentí tan conmovido por la honestidad y la amabilidad del pobre viejo, que no pude resistirlo y,
recordando todo lo que había hecho por mí cuando me rescató del mar, su trato generoso y, sobre todo,
su sinceridad en este momento, apenas podía contener las lágrimas ante sus palabras. Por tanto, le
pregunté, en primer lugar, si sus circunstancias le permitían prescindir de tanto dinero de una vez sin
que se viese perjudicado. Me contestó que le quebrantaría un poco pero que el dinero era mío y,
posiblemente, lo necesitaría más que él.
Todas las palabras del pobre hombre estaban tan cargadas de afecto, que yo apenas podía contener las
lágrimas, Resumiendo, tomé cien moidores y le pedí una pluma y tinta para firmar un recibo. Le devolví
el resto y le dije que si algún día recuperaba la plantación, se lo devolvería, como en efecto, hice
después. Respecto a los títulos de derechos sobre el navío; no podía aceptarlos bajo ninguna
circunstancia pues, si alguna vez necesitaba el dinero, sabía que él era lo suficientemente honrado como
para pagármelo y si, por el contrario, recuperaba lo que él me había dado esperanzas de recuperar,
jamás le pediría un centavo.
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Entonces, el anciano me preguntó si podía hacer algo para ayudarme a reclamar mi plantación. Le dije
que pensaba ir personalmente. Me respondió que le parecía razonable pero que no había necesidad de
que hiciera un viaje tan largo para reclamar mis derechos y recuperar mis ganancias. Como había
muchos barcos en el río de Lisboa, listos para zarpar hacia Brasil, inmediatamente me hizo escribir mi
nombre en un registro público, junto con una declaración jurada que aseguraba que yo estaba vivo y era
la misma persona que había comprado la tierra para cultivar dicha plantación.
Regularizamos la declaración ante un notario y me recomendó agregar un poder legalizado y enviarlo
todo con una carta, de su puño y letra, a un comerciante conocido suyo, que vivía allí. Después me
propuso que me hospedara en su casa hasta tanto llegase la respuesta.
Jamás se realizó trámite más honorable que este, pues, en menos de siete meses, me llegó un paquete
de parte de los herederos de mis difuntos administradores, por cuenta de quienes me había embarcado,
que contenía los siguientes documentos y cartas:
En primer lugar, el informe de la producción de mi hacienda o plantación durante los seis años que sus
padres habían saldado con mi viejo capitán portugués. El balance daba un beneficio de mil ciento
setenta y cuatro moidores a mi favor.
En segundo lugar, el informe de los cuatro años siguientes, durante los cuales, los bienes habían
permanecido en su poder antes de que el gobierno reclamase su administración, por ser los bienes de
una persona desaparecida; lo que ellos llamaban, muerte civil. Dado el aumento en el valor de la
plantación, el balance de dicha cuenta era de treinta y ocho mil ochocientos noventa y dos cruzeiros,
que equivalen a tres mil doscientos cuarenta y un moidores.
En tercer lugar, el informe del prior de los agustinos que había recibido los beneficios de mis rentas
durante más de catorce años. No teniendo que reembolsar lo que había sido utilizado a favor del
hospital, honestamente declaraba que aún le quedaban sin distribuir ochocientos setenta y dos
moidores que me pertenecían. De la parte del rey, nada me fue reembolsado.
Había, además, una carta de mi socio en la que me felicitaba muy afectuosamente por estar vivo y me
informaba del desarrollo de la plantación, los beneficios anuales, su ex tensión en acres cuadrados y los
esclavos que trabajaban en ella. Al final de la carta, había trazado veintidós cruces como señales de
bendición que correspondían a los veintidós Ave Marías que había rezado a la Virgen por haberme
rescatado con vida. Me invitaba a que fuera personalmente a tomar posesión de mi propiedad o que, al
menos, le dijera a quién entregarle mis efectos si no lo hacía. Finalmente, me enviaba muchos saludos
afectuosos de su parte y de su familia y un regalo: siete hermosas pieles de leopardo, que, sin duda,
había recibido de África, en algún barco fletado por él y que, al parecer, habían hecho un mejor viaje
que el mío. Me mandó, además, cinco cajas de excelentes confituras y un centenar de piezas de oro sin
acuñar, un poco más pequeñas que los moidores.
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En el mismo barco llegaron, por parte de mis administradores, mis doscientas cajas de azúcar,
ochocientos rollos de tabaco y el resto de la cuenta en oro.
Podría decirse que el final de la historia de Job fue mejor que el principio. Resulta imposible explicar mi
emoción cuando leí aquellas cartas y, en especial, cuando me vi rodeado de toda mi fortuna y, dado que
los navíos brasileños navegan en flotas, los mismos barcos que me trajeron las cartas, trajeron mis
bienes, que estaban a salvo en el río antes de que las cartas llegaran a mis manos. En pocas palabras, me
puse pálido, me mareé y si el anciano no me hubiese traído un poco de licor, con toda certeza habría
caído muerto de la emoción en el acto.
Incluso, al cabo de unas horas, seguía sintiéndome mal y llamaron a un médico que, conociendo en parte
la causa real de mi malestar, me prescribió una sangría, luego de la cual, comencé a recuperarme y a
sentirme mejor. Creo que si no hubiese sido por el alivio que me causó esto, habría muerto. De pronto,
me había convertido en dueño de casi cinco mil libras esterlinas en moneda y tenía lo que podría
llamarse un estado en Brasil, que me dejaba una renta de mil libras al año y era tan seguro como
cualquier estado en Inglaterra. En pocas palabras, me hallaba en una situación que apenas podía
comprender ni sabía cómo disfrutar.
Lo primero que hice fue recompensar a mi antiguo benefactor, mi viejo y buen capitán, que había sido
caritativo conmigo en mi desesperación, amable al principio y honesto al final. Le mostré todo lo que
había recibido y le dije que, después de la Providencia celestial, que dispone todas las cosas, todo se lo
debía a él. Ahora me correspondía a mí darle una recompensa, que sería cien veces mayor que lo que me
había dado. Primero le entregué los cien moidores que había recibido de él. Entonces, hice llamar a un
notario y le ordené que redactara un descargo, lo más clara y detalladamente posible, por los
cuatrocientos setenta moidores que me debía, según lo había reconocido. A continuación, di una orden
para que se le entregara un poder como recaudador de las rentas anuales de mi plantación, indicándole a
mi socio que llegara a un acuerdo con el viejo capitán para que le enviase por barco, a mi nombre, lo
producido. En la última cláusula, ordené que se le pagara una renta anual de cien moidores y otra de
cincuenta moidores anuales a su hijo. De esta forma, recompensé a mi viejo amigo.
Ahora tenía que decidir qué rumbo tomar y qué hacer con el estado que la Providencia había puesto en
mis manos. En realidad, en este momento eran muchas más las preocupaciones que cuando llevaba una
vida solitaria en la isla, donde no deseaba nada que no tuviese ni tenía nada que no desease. Ahora, en
cambio, tenía un gran peso sobre los hombros y mi problema era buscar la forma de asegurarlo. No
disponía de una cueva donde esconder mi dinero ni un lugar donde pudiera dejarlo sin llave o cerrojo
para que se enmoheciera antes de que alguien pudiera utilizarlo. Todo lo contrario, ahora no sabía dónde
ponerlo ni a quién confiárselo. Mi viejo patrón, el capitán, era un hombre honesto y el único refugio que
tenía.
En segundo lugar, mis intereses en Brasil parecían reclamar mi presencia pero no podía ni pensar en
marcharme antes de haber arreglado todos mis asuntos y dejado mis bienes en buenas manos. Al
principio, pensé en mi vieja amiga, la viuda, que siempre había sido honesta conmigo y seguiría siéndolo.
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Mas, estaba entrada en años, pobre y, según me parecía, endeudada. No me quedaba otra alternativa
que regresar a Inglaterra llevando mis riquezas conmigo.
No obstante, tardé unos meses en resolver este asunto y, habiendo recompensado plenamente y a su
entera satisfacción a mi capitán, mi antiguo benefactor, comencé a pensar en la pobre viuda, cuyo
marido había sido mi primer protector. Incluso ella, mientras pudo, había sido una leal administradora y
consejera. Así, pues, le pedí a un mercader de Lisboa que le escribiera una carta a su corresponsal en
Londres, indicándole que, no solo le entregase una letra a aquella mujer, sino que, además, le diese cien
libras en moneda y la visitase y consolase en su pobreza, asegurándole que yo la ayudaría mientras
viviese. Al mismo tiempo, le envié cien libras a cada una de mis hermanas, que vivían en el campo, pues,
aunque no padecían necesidades, tampoco vivían en las mejores condiciones; una se había casado y
enviudado y la otra tenía un marido que no era tan generoso con ella como debía.
Sin embargo, no hallaba entre todos mis amigos y conocidos alguien a quien confiarle el grueso de mis
bienes, a fin de poder viajar a Brasil, dejando todo asegurado. Esto me producía una gran perplejidad.
Alguna vez había pensado viajar a Brasil y establecerme allí, pues estaba, como quien dice,
acostumbrado a aquella región. Pero tenía ciertos escrúpulos religiosos que irracionalmente me
disuadían de hacerlo, a los cuales haré referencia. En realidad, no era la religión lo que me detenía, pues
si no había tenido reparos en profesar abiertamente la religión del país mientras vivía allí, no iba a
tenerlos en estos momentos. Simplemente, ahora pensaba más en dichos asuntos que antes y, cuando
imaginaba vivir y morir allí, me arrepentía de haber sido papista, pues tenía la convicción de que esta no
era la mejor religión para bien morir.
No obstante, como he dicho, este no era el mayor inconveniente para viajar a Brasil, sino el no saber a
quién confiarle mis bienes. Finalmente, resolví viajar con todas mis pertenencias a Inglaterra, donde
esperaba encontrar algún amigo o pariente en quien pudiese confiar. Así, pues, me preparé para viajar a
mi país con toda mi fortuna.
A fin de preparar las cosas para mi viaje a casa, y puesto que la flota estaba a punto de zarpar rumbo a
Brasil, decidí responder a los informes tan precisos y fieles que había recibido. En primer lugar, le
escribí una carta de agradecimiento al prior de San Agustín por su justa administración y le ofrecí los
ochocientos setenta y dos moidores de los que aún no había dispuesto para que los distribuyera de la
siguiente forma: quinientos para el monasterio y trescientos setenta y dos para los pobres, según lo
estimara conveniente. Aparte de esto, le expresé mis deseos de contar con las oraciones de los buenos
padres.
Luego le escribí una carta a mis dos administradores, reconociendo plenamente su justicia y honestidad.
En cuanto a enviarles algún regalo, estaban más allá de cualquier necesidad.
Por último, le escribí a mi socio, agradeciéndole su diligencia en el mejoramiento de mi plantación y su
integridad en el aumento de la producción. Le di instrucciones para el futuro gobierno de mi parte según
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los poderes que le había dejado a mi antiguo patrón, a quien deseaba que se le enviase todo lo que se me
adeudaba, hasta nuevo aviso y le aseguré que, no solo iría a verlo, sino a establecerme allí por el resto
de mi vida. A esto añadí unas hermosas sedas italianas para su mujer y sus dos hijas, pues el hijo del
capitán me había hablado de su familia, y dos piezas del mejor paño inglés que pude encontrar en
Lisboa, cinco piezas de frisa negra y algunas puntillas de Flandes de mucho valor.
Tras poner en orden mis negocios y convertir mis bienes en buenas letras de cambio, aún me faltaba
decidir cómo llegar a Inglaterra. -Me había acostumbrado al mar pero, esta vez, sentía cierto recelo de
regresar a Inglaterra por barco y, aunque no era capaz de explicar el porqué, la aversión fue
aumentando de tal modo, que no una, sino dos o tres veces, cambié de parecer e hice desembarcar mi
equipaje.
La verdad es que había sido muy desafortunado en el mar y, tal vez, esta era una de las razones. Pero
en circunstancias como la mía, ningún hombre debería desdeñar los impulsos de sus pensamientos más
profundos. Dos de los barcos que había escogido para viajar -y digo dos porque a uno de ellos hice
conducir mis pertenencias y, en el otro, incluso llegué a apalabrar el viaje con el capitán-, sufrieron
terribles percances. Uno de ellos fue tomado por los argelinos y el otro naufragó en Start, cerca de
Torbay y todos los que iban a bordo murieron, excepto tres hombres. Así, pues, en cualquiera de estos
navíos, hubiese padecido miserias y sería difícil decir en cuál hubieran sido peores.
Acosado por estos pensamientos, mi antiguo patrón, a quien le contaba todo lo que me sucedía, me
recomendó encarecidamente que no fuera por mar sino por tierra hasta La Coruña, que atravesara la
bahía de Vizcaya hasta La Rochelle, que siguiera por tierra hasta París, que era un viaje seguro y fácil
de hacer y, de ahí pasara a Calais y Dover. También podía llegar hasta Madrid y hacer el viaje por tierra
hasta Francia.
En pocas palabras, estaba tan predispuesto contra el mar, que decidí hacer todo el trayecto por tierra,
con la excepción del paso de Calais a Dover. Como no tenía prisa ni me importaban los gastos, realmente
era la forma más placentera de hacer el viaje. Y, para hacerlo más agradable, mi viejo capitán me
presentó a un caballero inglés, hijo de un comerciante de Lisboa, que estaba dispuesto a viajar conmigo.
Más tarde, se nos unieron dos mercaderes ingleses y dos jóvenes caballeros portugueses, que solo
viajaban hasta París. En total éramos seis y cinco criados; los dos mercaderes ingleses y los dos jóvenes
portugueses se contentaron con un criado por pareja, a fin de ahorrar en los gastos, y yo llevaba a un
marinero inglés para que me sirviera, aparte de mi siervo Viernes, que por ser extranjero, no estaba
capacitado para servirme en el camino.
De este modo, salí de Lisboa y, como estábamos todos bien montados y armados, formábamos una
pequeña tropa, de la cual tuve el honor de ser designado capitán, no solo por ser el mayor, sino porque
tenía dos criados y era el promotor del viaje.
Así como no he querido aburriros con mi diario de mar, tampoco quisiera hacerlo con el de tierra,
aunque durante este largo y difícil trayecto, nos acontecieron algunas aventuras que no debo omitir.
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Cuando llegamos a Madrid, siendo todos extranjeros en España, decidimos quedarnos algún tiempo para
ver las cortes de España y todo aquello que fuese digno de verse. Como estábamos a finales del verano,
decidimos apresurarnos y salimos de Madrid hacia mediados de octubre. En la frontera con Navarra, en
varios pueblos nos dijeron que había caído tal cantidad de nieve en el lado francés de las montañas, que
muchos viajeros se habían visto obligados a regresar a Pamplona, después de haber intentado proseguir
su camino con grandes riesgos.
Cuando llegamos a Pamplona, confirmamos lo que nos habían dicho. A mí, que siempre había vivido en un
clima cálido, en el cual apenas podía tolerar las ropas, el frío se me hacía insoportable. En realidad, a
todos nos resultaba más penoso que sorprendente sentir el viento de los Pirineos, tan frío e intolerable,
que amenazaba con congelarnos las manos y los pies; sobre todo, cuando hacía apenas diez días que
habíamos salido de Castilla la Vieja, donde no solo hacía buen tiempo, sino calor.
El pobre Viernes se asustó verdaderamente cuando vio aquellas montañas, cubiertas de nieve y sintió el
frío, pues eran cosas que jamás había visto ni sentido en su vida.
Para empeorar las cosas, cuando llegamos a Pamplona, siguió nevando con tanta violencia e intensidad,
que la gente decía que el invierno se había adelantado. Los caminos, que de por sí eran difíciles, se
volvieron intransitables. En pocas palabras, la nieve era tan densa en ciertos lugares, que resultaba
imposible pasar y, como no se había endurecido, como en los países septentrionales, se corría el riesgo
de morir enterrado en vida a cada paso. Permanecimos no menos de veinte días en Pamplona, donde
advertimos que se aproximaba el invierno y que el tiempo no iba a mejorar, pues se trataba del invierno
más severo que podía recordarse en toda Europa. Propuse que fuésemos a Fuenterrabía y de allí,
tomásemos el barco para Burdeos, que solo era una travesía corta por mar.
Mas, mientras deliberábamos sobre esta posibilidad, llegaron cuatro caballeros franceses que se habían
visto obligados a detenerse en el lado francés, como nos había ocurrido a nosotros en el lado español.
En el camino, habían dado con un guía, con el que, atravesando la región cercana a Languedoc, habían
cruzado las montañas por senderos en los que la nieve no resultaba demasiado incómoda. A pesar de que
habían encontrado mucha nieve en el camino, según decían, estaba lo suficientemente dura como para
soportar su peso y el de sus caballos.
Fuimos a buscar al guía, que se comprometió a llevarnos por el mismo camino sin peligro de la nieve,
contando con que fuésemos bien armados para protegernos de los anima les salvajes, pues, según nos
dijo, no era extraño encontrar lobos hambrientos y rabiosos al pie de las montañas cuando caía una gran
nevada. Le dijimos que íbamos bien armados para enfrentarnos a semejantes criaturas pero debía
asegurarnos que él nos protegería de una especie de lobos de dos piernas, que, según nos habían dicho,
rondaban por el lado francés de las montañas y eran harto peligrosos.
Nos aseguró que en ese sentido no teníamos nada que temer, en el camino por el que nos iba a llevar.
Inmediatamente acordamos seguirlo y lo mismo hicieron otros doce caballeros, con sus sirvientes,
franceses y españoles, que, como he dicho, se habían visto obligados a retroceder.
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Así, pues, salimos de Pamplona con nuestro guía el 15 de noviembre. Me llamó la atención que, en lugar
de conducirnos hacia delante, nos hiciera retroceder cerca de veinte millas por el mismo camino que
habíamos recorrido al salir de Madrid. Después de cruzar dos ríos y llegar a la llanura, nos encontramos
nuevamente un clima templado y un paisaje agradable sin nada de nieve. Mas nuestro guía, girando
súbitamente a la izquierda, nos condujo hacia las montañas por otra ruta. Y, aunque los montes y los
precipicios nos parecían aterradores, nos hizo dar tantas vueltas, serpentear y recorrer caminos tan
tortuosos, que sin apenas advertirlo, cruzamos las elevadas montañas, sin que la nieve nos importunase.
De pronto, nos señaló las agradables y fértiles regiones de Languedoc y Gascuña, que estaban verdes y
florecidas. No obstante, nos hallábamos a gran distancia de ellas y aún nos quedaba un camino difícil por
recorrer.
Nos intranquilizamos un poco cuando vimos que nevó todo un día y una noche, con tanta fuerza que no
pudimos seguir. El guía nos dijo que nos tranquilizáramos porque en poco tiempo saldríamos de esto y, en
efecto, a medida que íbamos bajando, podíamos ver que nos dirigíamos cada vez más hacia el norte. Por
lo tanto, proseguimos el camino confiados en nuestro guía.
Dos horas antes de que cayera la noche, nuestro guía iba a tal distancia delante de nosotros que no
podíamos verlo. De repente, tres monstruosos lobos y, tras ellos, un oso, saltaron desde una zanja que
se prolongaba hacia un bosque muy frondoso. Dos de los lobos se precipitaron sobre él, que si se
hubiese encontrado más lejos de nosotros habría sido devorado sin que pudiésemos socorrerlo. Uno de
ellos se lanzó sobre su caballo y el otro lo atacó con tanta violencia que no tuvo tiempo ni tino para
utilizar sus armas, limitándose tan solo a gritar con todas sus fuerzas. Le ordené a mi siervo Viernes,
que estaba a mi lado, que fuera a galope para ver qué ocurría. Tan pronto divisó al hombre, comenzó a
gritar con tanta fuerza como aquél:
-¡Oh, amo! ¡Oh, amo! -y valientemente galopó hasta donde estaba el pobre hombre y le disparó en la
cabeza al lobo que estaba atacándolo.
Por suerte para el pobre hombre, fue mi siervo Viernes el que acudió a socorrerlo, pues estaba
acostumbrado a ver animales de este tipo en su país, por lo que se acercó sin miedo y disparó con
puntería. Otro, tal vez, habría disparado de lejos, a riesgo de no herir al lobo sino al hombre. Pero
incluso alguien más valiente que yo se habría asustado ante esto, como en efecto sucedió, pues toda la
compañía se inquietó cuando, después del disparo de Viernes, comenzamos a oír por todas partes unos
tremebundos aullidos que, redoblados por el eco de las montañas, parecían provenir de una descomunal
jauría de lobos. Lo más probable es que no fueran pocos, por lo que nuestros temores estaban
justificados.
No obstante, cuando Viernes mató al lobo, el otro, que se había lanzado sobre el caballo, abandonó su
presa de inmediato y huyó. Por suerte, se había abalanzado sobre la cabeza del caballo y sus fauces se
habían enganchado en las bridas, de manera que no le hizo demasiado daño. El hombre, en cambio,
estaba gravemente herido, pues el furioso animal lo había mordido dos veces en el brazo y otra en la
180
pierna, por encima de la rodilla, y estaba a punto de ser derribado del pobre caballo espantado cuando
Viernes le disparó al lobo.
Es fácil suponer que, al sonido del disparo de Viernes, apuramos el paso por el camino (que era bastante
tortuoso) para ver qué ocurría. Apenas pasamos los árboles que nos entorpecían la vista, pudimos ver
claramente lo que había ocurrido y cómo Viernes había salvado al pobre guía, aunque no podíamos
precisar qué tipo de animal había matado.
Pero jamás se vio una lucha más feroz y sorprendente, que la que se produjo entre Viernes y el oso, que
(después de tomarnos por sorpresa y asustarnos) nos brindó un espectáculo inmejorable. El oso es una
fiera lenta y pesada, por lo que no puede correr como el lobo, que, en cambio, es ágil y liviano. Por esta
razón, generalmente tiene dos patrones de acción. En primer lugar, el hombre no es su presa habitual, y
digo habitual porque nunca se sabe qué puede hacer cuando está hambriento, como era el caso en este
momento que todo el suelo estaba cubierto de nieve. Digo, pues, que no suele atacar al hombre, a menos
que este lo ataque primero; todo lo contrario, cuando alguien se encuentra con un oso en el bosque, si no
lo provoca, él no le hará nada; pero hay que ser muy cuidadoso y cederle el camino pues es un caballero
muy quisquilloso que no desviará su ruta ni ante un príncipe. Más aún, si se le tiene miedo, lo más
conveniente es mirar hacia otro lado y proseguir la marcha, pues si, por casualidad, uno se detiene y lo
mira fijamente, lo considerará una ofensa. Si, desgraciadamente, se le arroja cualquier cosa que tan
solo lo roce, aunque sea una rama más delgada que un dedo, se sentirá ultrajado y abandonará todo lo
que esté haciendo para vengarse, pues querrá resarcir su honra en el acto. Esta es su primera
característica. La segunda es que, si le ofendes una vez, te perseguirá día y noche sin tregua hasta
vengarse de ti.
Mi siervo Viernes había salvado a nuestro guía y, cuando finalmente llegamos hasta él, lo estaba
ayudando a bajar del caballo, pues el hombre estaba herido y asustado, tal vez lo segundo más que lo
primero. De repente, advertimos que el oso más monstruoso y descomunal del mundo, al menos el más
grande que jamás hubiera visto yo, salía del bosque. Nos quedamos sorprendidos ante su presencia mas,
cuando Viernes lo vio, se mostró claramente alegre y arrojado.
-¡Oh, oh, oh! -dijo Viernes tres veces seguidas, apuntándolo con el dedo-. Amo, dame permiso. Le doy la
mano y te hago reír.
Me quedé perplejo de ver al muchacho tan animado.
-¿Estás loco? -le pregunté-. Te va a devorar.
-¿Devorar mí? ¿Devorar mí? -repitió Viernes-, yo devorar él. Yo hago reír. Todos se quedan aquí. Yo
hago reír.
Se sentó en el suelo, se quitó las botas rápidamente y se puso un par de zapatos que llevaba en el bolso.
Le entregó su caballo a mi otro criado y, armado con su fusil, salió corriendo como el viento.
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El oso proseguía su camino tranquilamente, sin pensar en atacar a nadie, hasta que Viernes, ya muy
cerca de él, se puso a llamarlo como si el animal pudiese entenderlo.
-¡Oye, oye! ¡Hablo contigo!
Seguimos a Viernes a cierta distancia pues, habiendo descendido los montes gascones, nos hallábamos
en un valle despejado, en el que solo había algunos árboles dispersos aquí y allá.
Viernes estaba, como he dicho, detrás del oso. Rápidamente, se llegó hacia donde estaba y, tomando una
piedra, se la lanzó, dándole en la cabeza pero sin hacerle más daño que si la hubiese lanzado contra una
pared. No obstante, logró el efecto deseado, pues el muy bandido, sin el más mínimo temor, tan solo
pretendía que el oso lo persiguiera para hacernos reír.
Tan pronto sintió la pedrada y lo vio, el oso se dio la vuelta y comenzó a perseguirlo con unas zancadas
largas y diabólicas, moviéndose irregularmente, a la velocidad del trote de un caballo. Viernes comenzó
a correr y se encaminó hacia nosotros, como pidiendo socorro, así que decidimos dispararle al oso todos
a la vez, para salvar a mi siervo. Yo estaba furioso con Viernes por haber atraído el oso hacia nosotros,
cuando el animal no tenía intenciones de atacarnos, y luego salir corriendo en otra dirección. Le grité:
-Perro, ¿es esta tu manera de hacernos reír? ¡Ven aquí y coge tu caballo para que podamos dispararle al
oso!
Me oyó gritar y respondió:
-¡No dispares! ¡No dispares! Tranquilos. Se ríen mucho.
Por cada paso del oso, el ágil muchacho daba dos y, así, giró de repente muy cerca de nosotros y nos
hizo señas para que le siguiéramos. Viendo un enorme roble, como puesto allí para sus propósitos, se
subió a él, dejando el fusil en el suelo a cinco o seis yardas de allí.
Mientras nosotros los seguíamos a cierta distancia, el oso llegó al árbol rápidamente. Lo primero que
hizo fue acercarse al fusil y olisquearlo mas no tardó en abandonar lo. Se agarró del tronco del árbol y
comenzó a trepar como un gato, a pesar de su tamaño. Yo estaba perplejo ante la locura de mi siervo y
no veía el menor motivo de risa hasta que el oso se encaramó en el árbol.
Nos acercamos y vimos que Viernes había alcanzado el extremo de una rama muy gruesa y el oso había
avanzado la mitad del camino hacia él. Cuando el oso llegó a la parte más delgada de la rama, nos gritó:
-¡Ah! Mirar que enseño oso a bailar.
Se puso a saltar y a sacudir la rama, ante lo cual, el oso se puso a temblar sin atreverse a avanzar y
mirando hacia atrás para ver cómo regresar. Esto en verdad nos hizo reír a carcajadas. Pero aún no
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había terminado la broma. Cuando Viernes advirtió que se quedaba quieto, volvió a llamarlo como si el
oso entendiese el inglés.
-¿No avanzas más? Te pido que acerques.
Dejó de sacudir la rama y el oso, como si hubiese comprendido, avanzó un poco más. Entonces comenzó a
saltar nuevamente y el oso se detuvo.
Pensamos que era un buen momento para dispararle a la cabeza y le grité a Viernes que se estuviese
quieto para que pudiésemos hacerlo. Mas nos respondió enérgicamente:
-¡Oh, ruego! ¡Oh, ruego! No dispares. Yo disparo entonces.
Quería decir después. Pero, para hacer el cuento corto, diré que Viernes bailoteaba de tal forma y el
oso adoptaba unas posturas tan graciosas que nos reímos muchísimo. No obstante, todavía no sabíamos
cuál era su intención pues, primero pensamos que quería tirar abajo al animal pero el oso era muy astuto
y se agarraba tan fuertemente a la rama para no caer, que no teníamos idea del modo en que acabaría la
broma.
En el acto, Viernes nos sacó de dudas pues, advirtiendo que el oso se mantenía aferrado a la rama y no
estaba dispuesto a avanzar, le dijo:
-Bien, tú no quieres venir cerca. Yo voy cerca. Tú no vienes, yo voy.
Entonces retrocedió hasta la parte más delgada de la rama, que se doblaría con su peso y, deslizándose
suavemente, se colgó de ella hasta que casi tocó el suelo con los pies. Dio un pequeño salto y corrió
hasta su fusil. Lo preparó y se quedó quieto aguardando.
-Bien, Viernes -le pregunté-, ¿qué pretendes hacer ahora? ¿Por qué no le disparas?
-No disparar -me respondió-. No ahora. Si dispara ahora no mata. Yo espero y hago más reír.
Y en efecto lo logró, pues el oso, al ver que su adversario huía, retrocedió y comenzó a bajar por la
rama, con mucho cuidado y mirando hacia atrás a cada paso. Luego apoyó una de las patas traseras en el
tronco, se agarró fuertemente y prosiguió su descenso lentamente, apoyando solo una pata a la vez. En
el preciso momento en que apoyó la primera pata en el suelo, Viernes se acercó al animal, le puso la
punta del fusil en la oreja y le disparó, dejándolo muerto como una piedra.
Entonces, el muy bandido se volvió hacia nosotros para ver si nos había hecho gracia y como vio que
estábamos satisfechos, se echó a reír estrepitosamente y nos dijo:
-Así nosotros matamos oso en mi país.
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-¿Así los matáis? -le pregunté, pero si no tenéis fusiles.
-No -contestó-, no fusiles pero dispara flecha larga mucha.
Esto nos divirtió mucho pero nos encontrábamos en un lugar desierto, nuestro guía estaba gravemente
herido y no teníamos idea de lo que debíamos hacer. Los aullidos de los lobos aún resonaban en mi
cabeza y, aparte del ruido que escuché una vez en las costas de África, del que ya he hablado, jamás
había oído nada que me inspirara tanto temor.
Esto y la proximidad de la noche, nos alertó. Viernes nos sugirió que le quitásemos la piel a aquel
monstruoso animal, pues valía la pena conservarla, pero todavía nos quedaban tres leguas que recorrer y
el guía comenzaba a mostrarse impaciente. Lo dejamos, pues, y proseguimos nuestro camino.
La tierra aún estaba cubierta de nieve, aunque ya no tan espesa ni tan peligrosa como en los montes. Las
jaurías de lobos salvajes, según nos enteramos después, habían descendido al bosque y a las llanuras,
acosados por el hambre, en busca de alimento. De este modo, causaron grandes estragos en las aldeas,
donde tomaron por sorpresa a los campesinos y devoraron una gran cantidad de ovejas y caballos e,
incluso, algunas personas.
Aún teníamos que cruzar un tramo difícil, según nos informó nuestro guía, y si había lobos en la región,
seguro que los encontraríamos allí. Era una pequeña llanura, rodeada de bosques por todos lados,
terminada en un largo y estrecho desfiladero, que teníamos que cruzar para poder atravesar el bosque
y llegar al pueblo donde debíamos pasar la noche.
Media hora antes de la puesta del sol, llegamos al primer bosque y, al caer la noche, alcanzamos la
pequeña llanura. Al principio, no nos topamos con nada, excepto en un pequeño claro, que no tendría más
de un cuarto de milla de extensión, donde vimos cinco enormes lobos cruzando el camino, en fila y a gran
velocidad, como si estuviesen persiguiendo una presa. Ni siquiera advirtieron nuestra presencia y pronto
desaparecieron de nuestra vista.
Ante esto, nuestro guía, que dicho sea de paso era un miserable cobarde, nos ordenó estar alertas, pues
creía que vendrían más lobos.
Preparamos nuestras armas y nos mantuvimos en guardia pero no volvimos a ver otro lobo hasta que
atravesamos el bosque y llegamos a la llanura que estaba a media legua. Cuando llegamos a ella, pudimos
ver claramente a nuestro alrededor. Lo primero que nos encontramos fue un caballo muerto, es decir,
un pobre caballo que los lobos habían matado. Había al menos una docena de ellos, royendo los huesos,
pues ya se habían comido toda la carne.
No nos pareció prudente molestarlos en medio de su festín y tampoco ellos se fijaron mucho en
nosotros. Viernes hubiera querido dispararles pero se lo prohibí terminantemente, temiendo que la
situación se nos fuera de las manos. No habíamos atravesado aún la mitad de la llanura cuando
comenzamos a escuchar aullidos aterradores que provenían del bosque a nuestra izquierda. Al instante,
184
vimos como a cien lobos que se aproximaban a nosotros en fila, con algunos líderes en la delantera, como
un ejército guiado por oficiales expertos. Apenas si sabía qué hacer para enfrentarnos a ellos pero me
pareció que la mejor manera de hacerlo era formando un frente cerrado, lo cual hicimos a toda
velocidad. Como entre cada ráfaga de tiros no tendríamos mucho tiempo para recargar las armas, di
órdenes de que solo disparase un hombre a la vez, mientras el resto se preparaba para la segunda
descarga, en caso de que los lobos siguieran avanzando hacia nosotros. Los primeros en disparar no
debían demorarse en volver a cargar su armas, sino echar mano de sus pistolas, pues todos llevábamos
un fusil y dos pistolas. De esta forma, podíamos disparar seis veces utilizando tan sólo la mitad de las
fuerzas. No obstante, descubrimos que no teníamos por qué preocuparnos pues, al primer disparo, los
lobos se detuvieron en seco, asustados tanto por el fuego como por las explosiones. Cuatro de ellos
murieron de sendos disparos en la cabeza y otros apenas fueron heridos pero salieron huyendo, dejando
las manchas de su sangre en la nieve. Me di cuenta de que se detenían pero no se retiraban y,
recordando que una vez me habían dicho que nada ahuyentaba a las fieras como la voz humana, ordené a
mi gente que gritara lo más fuertemente que pudiese. Comprobé que el consejo era acertado, pues, en
el acto, los lobos comenzaron a retroceder y marcharse. Entonces, aprovechamos la oportunidad para
dispararles nuevamente, lo que los obligó a huir y esconderse en el bosque.
Esto nos permitió recargar las armas y, a fin de no perder tiempo, proseguimos nuestra marcha. Mas no
bien habíamos recargado nuestros fusiles y nos habíamos puesto en guardia, escuchamos un estruendo
en medio del bosque hacia nuestra izquierda, un poco más adelante, en el mismo camino que debíamos
seguir.
La noche se aproximaba y la luz comenzaba a menguar, lo cual empeoraba las cosas. Como el ruido
aumentaba, nos dábamos cuenta de que se trataba de los aullidos de aquellas criaturas diabólicas. De
pronto, vimos tres tropas de lobos, una a nuestra izquierda, otra a nuestras espaldas y una tercera
delante de nosotros, que nos rodeaban. No obstante, no avanzaban en nuestra dirección y, por tanto,
seguimos el camino tan rápidamente como podían nuestros caballos, es decir, a trote, pues el camino era
muy escabroso y no nos permitía ir más de prisa. De este modo, llegamos hasta la entrada del bosque
por el que teníamos que cruzar, al final de la llanura. Mas no bien comenzamos a acercarnos a la senda,
nos sorprendió una jauría de lobos, que aguardaba justo a la entrada.
De pronto, escuchamos un disparo que provenía de la otra entrada del bosque. Cuando miramos en esa
dirección, vimos un caballo con su silla y sus bridas, que corría como el viento, perseguido a toda
velocidad por dieciséis o diecisiete lobos. Los lobos iban pisándole los cascos y el pobre animal, con toda
seguridad, sería incapaz de aguantar un galope tan veloz y, finalmente, los lobos lo alcanzarían y lo
devorarían; como, en efecto, ocurrió.
Entonces vimos un espectáculo aterrador, pues en la entrada del bosque por la que había salido aquel
caballo, encontramos los restos de otro caballo y dos hombres que habían sido devorados por los lobos.
Sin duda, uno de ellos era quien había disparado porque, junto a su cuerpo, estaba el fusil descargado.
La cabeza y la parte superior de su cuerpo, ya habían sido devoradas.
185
Esto nos dejó espantados y sin saber el rumbo que debíamos tomar pero los lobos pusieron fin a
nuestras dudas, pues comenzaron a rodearnos, para atacarnos. Estoy seguro de que serían más de
trescientos lobos. Por suerte, a la salida del bosque, hallamos unos grandes árboles cortados el verano
anterior y, seguramente, dejados allí para ser transportados más tarde. Dirigí mi pequeño ejército
hacia estos árboles y nos colocamos en línea detrás de uno de ellos. Les ordené desmontar y
atrincherarse detrás del tronco del árbol, formando un triángulo para poder atacar por tres frentes y
mantener los caballos en el centro.
Así lo hicimos, e hicimos bien, pues jamás se había visto un ataque más feroz que el que nos hicieron
aquellas criaturas en ese lugar. Avanzaron hacia nosotros aullando y subieron a los troncos que, como he
dicho, nos servían de parapeto, como si fueran a atacar a una presa. Esta furia, al parecer, había sido
ocasionada por la vista de los caballos, que estaban a nuestras espaldas y eran la presa que más les
interesaba. Les ordené a mis hombres disparar como lo habíamos hecho la vez anterior. Apuntaron tan
bien, que mataron varios en la primera descarga. Mas había que seguir disparando, pues avanzaban hacia
nosotros como demonios y los que estaban atrás empujaban a los de adelante.
Cuando disparamos por segunda vez, pensamos que se habían detenido un poco y que huirían, pero no fue
así, porque otros vinieron al ataque, de manera que nos vimos obligados a disparar nuestras pistolas dos
veces más. Supongo que, en las cuatro descargas, logramos matar a diecisiete o dieciocho y herir al
doble, pero los animales volvían al ataque una y otra vez.
No quería gastar nuestro último disparo a la ligera, así que llamé a mi criado, no a Viernes, que ya
estaba lo suficientemente ocupado, pues con la mayor destreza imaginable había recargado mi fusil y el
suyo mientras disparábamos, sino al otro criado, a quien le di un cuerno de pólvora y le ordené que la
esparciera a lo largo del tronco más grueso. Así lo hizo y, no bien había regresado, cuando los lobos se
dispusieron a atacar por ese lado; algunos, incluso, llegaron a saltar sobre el tronco. Entonces,
apuntando con la pistola sobre la pólvora esparcida, disparé. La pólvora se incendió y todos los que
estaban encima del tronco se quemaron y seis o siete cayeron, saltaron, más bien, por la intensidad del
fuego. A estos los liquidamos en un momento y los demás, se asustaron tanto con el resplandor de la
explosión, más intenso por la oscuridad de la noche, que se retiraron un poco.
Ordené disparar el último tiro de nuestras pistolas, después del cual, nos pusimos a gritar. Ante esto,
los lobos dieron la vuelta y nosotros nos lanzamos sobre casi veinte de ellos que estaban heridos en el
suelo. Los acuchillamos con nuestras espadas y obtuvimos el resultado que esperábamos pues, el resto
de ellos, al oír sus lamentos y aullidos, huyeron a toda prisa y nos dejaron en paz.
En total, matamos a unos sesenta lobos y, si hubiera sido de día, habríamos matado muchos más.
Despejado el campo de batalla, proseguimos nuestro camino, pues aún nos quedaba casi una legua por
andar. A lo largo del camino, escuchamos varias veces el aullido de estas fieras salvajes y en más de una
ocasión, nos pareció ver alguno de ellos pero la nieve nos hacía daño en los ojos y no podíamos ver con
precisión. Al cabo de una hora, llegamos al pueblo donde íbamos a pasar la noche. Hallamos a todos
armados y terriblemente asustados, pues, al parecer, la noche anterior los lobos y algunos osos habían
186
irrumpido en el pueblo, por lo que se habían visto obligados a permanecer en vela toda la noche y todo el
día, especialmente la noche, para proteger su ganado e, incluso, a su gente.
A la mañana siguiente, nuestro guía se encontraba tan mal y se le habían hinchado tanto las
extremidades a causa de las dos heridas, que no pudo proseguir el viaje, por lo que tuvimos que buscar
otro guía que nos llevara hasta Toulouse. Allí encontramos un clima templado y una campiña fértil y
agradable, donde no había nieve ni lobos. Cuando contamos lo que nos había ocurrido, nos dijeron que
era lo habitual en aquellos bosques al pie de la montaña, en especial, cuando el suelo estaba cubierto de
nieve. Nos preguntaron qué clase de guía habíamos contratado que se había atrevido a llevarnos por un
camino tan peligroso, sobre todo, en aquella época del año y nos dijeron que debíamos sentirnos muy
afortunados de que no nos hubiesen devorado. Cuando les dijimos la forma en que nos habíamos
atrincherado con los caballos en el centro, nos criticaron severamente y nos dijeron que las
probabilidades de haber sido destruidos por los lobos eran de cincuenta contra una, puesto que su furia
había sido incitada por la presencia de los caballos, que eran su presa más codiciada. En cualquier otra
ocasión, se habrían asustado con los disparos pero el hambre excesiva y las ganas de alcanzar nuestros
caballos, les habían vuelto insensibles al peligro. Si no hubiésemos mantenido un fuego continuo y no
hubiésemos utilizado la estratagema de la pólvora, nos habrían despedazado. Ahora bien, si les
hubiésemos disparado sin apearnos de los caballos, no les habrían parecido una presa asequible, ya que
había hombres montados sobre ellos. Finalmente, nos dijeron que si hubiésemos permanecido juntos y
abandonado los caballos, se habrían lanzado sobre ellos y nosotros habríamos podido escapar a salvo,
pues éramos muchos y estábamos bien armados.
Por mi parte, jamás me había visto ante un peligro así en mi vida, pues, por un momento, cuando vi
aquellos trescientos demonios que venían hacia nosotros con las fauces abiertas para devorarnos y
nosotros no teníamos hacia dónde escapar, pensé que estábamos perdidos. En verdad creo que no
volveré a cruzar esas montañas nunca más; prefiero viajar mil leguas por el mar, aun con la certeza de
tropezar con una tormenta una vez por semana.
Durante el viaje a través de Francia no ocurrió nada fuera de lo común, al menos, nada que otros
viajeros no hayan referido mejor que yo. Pasé de Toulouse a París y, tras una corta estancia, llegué a
Calais y desembarqué a salvo en Dover, el día 14 de enero, después de un frío viaje.
Había llegado a mi destino y, en poco tiempo, me vi rodeado de mis recién recuperados bienes, pues las
letras de cambio que llevaba conmigo, me fueron pagadas escrupulosamente.
Mi principal guía y consejero privado fue mi buena y anciana viuda, quien, en agradecimiento por el
dinero que le había enviado, no escatimó en esfuerzos ni atenciones hacia mí. Confíe a ella todos mis
asuntos, de manera que no tenía razones para preocuparme sobre la seguridad de mi fortuna. En efecto,
hasta el último día, me sentí sumamente satisfecho de la absoluta integridad de esta excelente señora.
Empecé a considerar dejar mis bienes al cuidado de ella y viajar a Lisboa para luego seguir hasta Brasil
pero volvieron a acecharme los recelos respecto a la religión. Siempre dudé de la religión romana,
187
incluso cuando me hallaba en el extranjero y, muy particularmente, cuando viví solo. Sabía que no
regresaría a Brasil, y menos a establecerme, a menos que estuviese dispuesto a acoger la religión
católica romana sin reservas; o, de otro modo, a menos que estuviese dispuesto a sacrificar mis
principios y convertirme en un mártir de la religión y morir a manos de la Inquisición. Por lo tanto,
decidí quedarme en casa y buscar el modo de disponer de mi plantación.
Con este propósito, le escribí a mi antiguo amigo de Lisboa, quien, a su vez, me contestó que sería fácil
realizar el negocio allí mismo, si le otorgaba poderes para presentárselo en mi nombre a dos
mercaderes, herederos de mis administradores. Como vivían en Brasil, conocían perfectamente el valor
de mi plantación. Aparte de esto, eran muy ricos, por lo que, según le parecía, estarían encantados de
comprarla y yo podría ganar, a lo sumo, cuatro o cinco mil piezas de a ocho.
Acepté y le di órdenes de ofrecérsela. Al cabo de casi ocho meses, cuando regresó el navío, recibí una
notificación de que habían aceptado la oferta y remitido un pago de treinta y tres mil piezas de a ocho,
por mediación de uno de sus corresponsales de Lisboa.
Firmé el documento de venta que me enviaron desde Lisboa y se lo remití a mi viejo amigo, quien me
mandó treinta y dos mil ochocientas piezas de a ocho en letras de cambio, reservándose cien moidores
anuales para él, y cincuenta para su hijo, según le había prometido. Y así, he hecho el recuento de la
primera parte de mi vida aventurera; una vida que la Providencia ha manejado a su capricho; una vida tan
variada como pocas se verán en el mundo; que comenzó locamente y concluyó mucho mejor de lo que
jamás hubiese esperado.
Cualquiera podría pensar que en este complicado estado de buena fortuna, no volví a padecer
infortunios, como en efecto, habría sucedido si las circunstancias así lo hubiesen permitido. Mas yo
estaba habituado a la vida aventurera, no tenía familia, ni apenas conocidos, ni mucho menos amigos, a
pesar de mi fortuna. Aunque había vendido mis propiedades en Brasil, no había logrado olvidar aquellas
tierras y tenía fuertes deseos de regresar a ellas; sobre todo, no podía resistir la enorme inclinación de
volver a ver mi isla, de saber si los pobres españoles seguían viviendo allí y qué habían hecho con ellos
los bandidos que dejamos.
Mi fiel amiga, la viuda, intentó disuadirme por todos los medios y tanto insistió que durante casi siete
años logró impedir que me marchase. Durante este tiempo, me hice cargo de mis dos sobrinos, los hijos
de mi hermano. Al mayor, que tenía algunas propiedades, lo crié como a un caballero y lo hice heredero
de parte de mi estado, en el momento en que yo muriese. Al otro lo puse a cargo del capitán de un navío
y, al cabo de cinco años, viendo que era un joven sensato y emprendedor, le di un buen barco y le envié
al mar. Posteriormente, este jovencito me indujo a emprender nuevas aventuras.
Mientras tanto, me había asentado parcialmente en este lugar pues, en primer lugar, me casé, para mi
bien y mi felicidad, y tuve tres hijos: dos hijos y una hija. Habiendo muerto mi esposa, llegó mi sobrino
de un exitoso viaje a España. Su insistencia y mi natural afición por los viajes me llevaron a embarcarme
en su navío rumbo a las Islas Orientales en calidad de mercader privado. Esto aconteció en el año 1694.
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En este viaje visité mi colonia en la isla y vi a mis sucesores los españoles. Escuché su historia y la de
los villanos que habíamos dejado; cómo al principio maltrataron a los pobres españoles y luego llegaron a
un acuerdo, para luego pelearse y volver a unirse hasta que, finalmente, los españoles se vieron
obligados a usar la fuerza con ellos; cómo se sometieron a los españoles; y cuán honestos habían sido
estos con ellos. En pocas palabras, me contaron una historia llena de episodios interesantes y variados,
especialmente, en lo referente a las batallas con los caribes, que varias veces desembarcaron en la isla;
las mejoras que introdujeron y el valor con que realizaron una expedición a tierra firme, de la que
regresaron con once hombres y cinco mujeres en calidad de prisioneros, por lo que, a mi regreso,
encontré una veintena de niños en la isla.
Permanecí allí veinte días y les dejé las provisiones que pudiesen necesitar, en particular, armas,
pólvora, municiones, ropa, herramientas y dos artesanos que me había traído de Inglaterra: un
carpintero y un herrero.
Aparte de esto, repartí la isla entre ellos y me reservé el derecho de propiedad sobre ella, de manera
que todos quedaron satisfechos. Habiendo arreglado estos asuntos con ellos, les hice prometer que no
se marcharían y allí los dejé. Luego pasé a Brasil, donde compré una embarcación y se la envié con más
gente, aparte de víveres y siete mujeres que me parecieron aptas para servirles o casarse con ellos,
según les pareciera. A los ingleses les prometí enviarles inglesas con un cargamento de provisiones si se
comprometían a cultivar la tierra; y así lo hice posteriormente. Una vez se les adjudicaron sus
posesiones por separado, los hombres demostraron ser honrados y diligentes. También les envié cinco
vacas de Brasil, tres de la cuales estaban preñadas, algunas ovejas y cerdos, que se reprodujeron
considerablemente, como pude apreciar a mi regreso.
Pero todo esto, además de la narración de cómo trescientos caribes invadieron la isla y arruinaron sus
plantaciones; cómo lucharon contra el doble de sus fuerzas y fueron derrotados la primera vez, en la
que murieron tres colonos; cómo una tempestad destruyó las canoas enemigas y el hambre hizo morir a
todos los demás salvajes; cómo recuperaron la plantación y siguieron viviendo en la isla; todo esto y los
asombrosos incidentes que acontecieron durante los diez años de mis nuevas aventuras, lo relataré,
acaso, más adelante.
189
Vanguardia La Aurora de Federico García Lorca
La Metamorfosis de Franz Kafka
A veces un no niega de Pedro Salinas
El ciprés de Silos de Gerardo Diego
190
Unida en ella de Vicente Alexandre
La Aurora de Federico García Lorca
(1898 - 1936)
LA AURORA
La aurora de Nueva York tiene
cuatro columnas de cieno
y un huracán de negras palomas
que chapotean en las aguas podridas.
La aurora de Nueva York gime
por las inmensas escaleras
buscando entre las aristas
nardos de angustia dibujada.
La aurora llega y nadie la recibe en su boca
porque allí no hay mañana ni esperanza posible.
A veces las monedas en enjambres furiosos
taladran y devoran abandonados niños.
Los primeros que salen comprenden con sus huesos
que no habrá paraísos ni amores deshojados;
191
saben que van al cieno de números y leyes,
a los juegos sin arte, a sudores sin fruto.
La luz es sepultada por cadenas y ruidos
en impúdico reto de ciencia sin raíces.
Por los barrios hay gentes que vacilan insomnes
como recién salidas de un naufragio de sangre.
La Metamorfosis de Franz Kafka
Biografía de Franz Kafka (Nació en Praga, el 3
de julio de 1883 – Falleció en Kierling, cerca de
Klosterneuburg, Austria, 3 de junio de 1924) fue
un escritor checo de idioma alemán. Su obra
es considerada una de las más influyentes de la
literatura universal en el último siglo a pesar de
no ser muy extensa: fue autor de tres novelas (El
proceso, El castillo y América), una novela corta
(La metamorfosis) y un cierto número de
parábolas y relatos breves. Además, dejó una
abundante correspondencia y escritos
autobiográficos, la mayor parte publicados
póstumamente. De este material, y de las
indagaciones realizadas por sus biógrafos, ha
resultado la imagen de una persona
profundamente sensible y físicamente débil
192
Introducción
La metamorfosis (Die Verwandlung, en su título original en alemán) es un relato de Franz Kafka,
publicado en 1915 y que narra la historia de Gregorio Samsa, un comerciante de telas que vive
con su familia a la que él mantiene con su sueldo. Gregorio amanece un día transformado en una
criatura no identificada claramente en ningún momento, aunque algunos sugieren que puede ser
una cucaracha o insecto parecido.
LA METAMORFOSIS
(1912)
I
Cuando Gregorio Samsa se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su
cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en forma de
caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, pardusco, dividido por partes
duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de
resbalar al suelo. Sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño,
le vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía
tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa, sobre la que se encontraba
extendido un muestrario de paños desempaquetados –Samsa era viajante de comercio–, estaba colgado
aquel cuadro que hacía poco había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado.
Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba allí, sentada muy
erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de piel, en el cual había desaparecido su
antebrazo.
193
La mirada de Gregorio se dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso –se oían caer gotas de
lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana– lo ponía muy melancólico.
«¿Qué pasaría –pensó– si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»
Pero esto era algo absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho,
pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con mucha fuerza hacia el
lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los
ojos para no tener que ver las patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a
notar en el costado un dolor leve y sordo que antes nunca había sentido.
«¡Dios mío! –pensó–. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de viaje. Los esfuerzos
profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de la ciudad, y además se me ha endosado
este ajetreo de viajar, el estar al tanto de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una
relación humana constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que se vaya
todo al diablo!»
Sintió sobre el vientre un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de
la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que le picaba estaba
totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no sabía a qué se debían, y quiso palpar esa
parte con una pata, pero inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.
Se deslizó de nuevo a su posición inicial.
«Esto de levantarse pronto –pensó– hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir. Otros viajantes
viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana vuelvo a la pensión para pasar a limpio los
pedidos que he conseguido, estos señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría
intentar yo con mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás, si no
sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me habría despedido hace
tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría
caído de la mesa! Sí que es una extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura,
hablar hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe, tiene que acercarse
mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente
para pagar las deudas que mis padres tienen con él –puedo tardar todavía entre cinco y seis años– lo
hago con toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto, tengo que
levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el despertador que hacía tic tac sobre el
armario.
«¡Dios del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la
media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el despertador?» Desde la cama se veía
que estaba correctamente puesto a las cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... ¿era posible
seguir durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno, tampoco había
dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.
194
¿Qué iba a hacer ahora? El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una
prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se encontraba especialmente
espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe,
porque el mozo de los recados habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado
parte de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si dijese que estaba
enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso, porque Gregorio no había estado
enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el
médico del seguro, haría reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las
objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres totalmente sanos, pero
con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de
una modorra realmente superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía
mucha hambre.
Mientras reflexionaba sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama –en
este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto–, llamaron cautelosamente a la puerta
que estaba a la cabecera de su cama.
–Gregorio– dijeron (era la madre)–, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que, evidentemente, era la
suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el
primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de
tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y
explicarlo todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:
–Sí, sí, gracias madre, ya me levanto.
Probablemente a causa de la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de
Gregorio, porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero merced a la breve
conversación, los otros miembros de la familia se habían dado cuenta de que Gregorio, en contra de
todo lo esperado, estaba todavía en casa, y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de
las puertas laterales.
–¡Gregorio, Gregorio! –gritó–. ¿Qué ocurre? –tras unos instantes insistió de nuevo con voz más grave–.
¡Gregorio, Gregorio!
Desde la otra puerta lateral se lamentaba en voz baja la hermana.
–Gregorio, ¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
Gregorio contestó hacia ambos lados:
–Ya estoy preparado– y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y haciendo largas pausas entre
las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo que pudiese llamar la atención. El padre volvió
a su desayuno, pero la hermana susurró:
195
–Gregorio, abre, te lo suplico –pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir, más bien elogió la
precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus viajes, y esto incluso en casa.
Al principio tenía la intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y, sobre todo,
desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya lo veía, no llegaría con sus
cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún
leve dolor, quizá producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser sólo
fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban desvaneciendo paulatinamente sus
fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un
buen resfriado, la enfermedad profesional de los viajantes.
Tirar el cobertor era muy sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto
sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos y manos para
incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que, sin interrupción, se hallaban en el más dispar
de los movimientos y que, además, no podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la
primera la que se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería, entonces todas las
demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y dolorosa.
«No hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.
Quería salir de la cama en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior que,
por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente, demostró ser difícil de mover;
el movimiento se producía muy despacio, y cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con
toda su fuerza sin pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó fuertemente
con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le enseñó que precisamente la parte
inferior de su cuerpo era quizá en estos momentos la más sensible.
Así pues, intentó en primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió la cabeza con
cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su anchura y su peso, el cuerpo
siguió finalmente con lentitud el giro de la cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el
aire fuera de la cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba caer en
esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la cabeza no resultase herida, y
precisamente ahora no podía de ningún modo perder la cabeza, antes prefería quedarse en la cama.
Pero como, jadeando después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía sus
patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba posibilidad de poner
sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de ningún modo podía permanecer en la cama y
que lo más sensato era sacrificarlo todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse
de ella. Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar serena, muy
serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales momentos dirigía sus ojos lo más
agudamente posible hacia la ventana, pero, por desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del
espectáculo de la niebla matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.
196
«Las siete ya –se dijo cuando sonó de nuevo el despertador–, las siete ya y todavía semejante niebla», y
durante un instante permaneció tumbado, tranquilo, respirando débilmente, como si esperase del
absoluto silencio el regreso del estado real y cotidiano. Pero después se dijo:
«Antes de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como sea. Por lo
demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar por mí, porque el almacén se abre
antes de las siete.» Y entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan
largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la cabeza, que pretendía
levantar con fuerza en la caída, permanecería probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte,
seguramente no le pasaría nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener
cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro lado de todas las puertas,
si no temor, al menos preocupación. Pero había que intentarlo.
Cuando Gregorio ya sobresalía a medias de la cama –el nuevo método era más un juego que un esfuerzo,
sólo tenía que balancearse a empujones– se le ocurrió lo fácil que sería si alguien viniese en su ayuda.
Dos personas fuertes –pensaba en su padre y en la criada– hubiesen sido más que suficientes; sólo
tendrían que introducir sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama,
agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que diese con cuidado una
vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente, las patitas adquirirían su razón de ser. Bueno,
aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no
pudo reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Ya había llegado el punto en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el equilibrio y
pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de cinco minutos serían las siete y cuarto.
En ese momento sonó el timbre de la puerta de la calle.
«Seguro que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus patitas bailaban
aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en silencio.
«No abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.
Pero entonces, como siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la puerta y
abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante y ya sabía quién era, el apoderado
en persona. ¿Por qué había sido condenado Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al
más mínimo descuido se concebía inmediatamente la mayor sospecha? ¿Es que todos los empleados, sin
excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había entre ellos un hombre leal y adicto a quien,
simplemente porque no hubiese aprovechado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo
comiesen los remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama? ¿Es que
no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que este «pregunteo» era
necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y había con ello que mostrar a toda una familia
inocente que la investigación de este sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del
apoderado? Y, más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos pensamientos que
como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la cama con toda su fuerza. Se produjo un
golpe fuerte, pero no fue un auténtico ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y
197
además la espalda era más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se debió el sonido sordo y
poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado necesario y se la había
golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de rabia y dolor.
–Ahí dentro se ha caído algo– dijo el apoderado en la habitación contigua de la izquierda.
Gregorio intentó imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado algo parecido a lo que
le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad. Pero, como cruda respuesta a esta
pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus
botas de charol. Desde la habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:
–Gregorio, el apoderado está aquí.
«Ya lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz tan alto que la hermana
pudiera haberlo oído.
–Gregorio –dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha–, el señor apoderado ha venido y
desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No sabemos qué debemos decirle, además
desea también hablar personalmente contigo, así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la
bondad de perdonar el desorden en la habitación.
–Buenos días, señor Samsa –interrumpió el apoderado amablemente.
–No se encuentra bien– dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante la puerta–, no se
encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba Gregorio a perder un tren! El chico no
tiene en la cabeza nada más que el negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha
estado ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado con nosotros a la
mesa y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de trenes. Para él es ya una distracción hacer
trabajos de marquetería. Por ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará
usted de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habitación; en cuanto abra Gregorio lo verá
usted enseguida. Por cierto, que me alegro de que esté usted aquí, señor apoderado, nosotros solos no
habríamos conseguido que Gregorio abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra
bien a pesar de que lo ha negado esta mañana.
–Voy enseguida –dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para no perderse una
palabra de la conversación.
–De otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo –dijo el apoderado–. Espero que no se trate de
nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que nosotros, los comerciantes, por suerte o por
desgracia, según se mire, tenemos sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por
consideración a los negocios.
–Vamos, ¿puede pasar el apoderado a tu habitación? –preguntó impaciente el padre.
–No– dijo Gregorio.
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En la habitación de la izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha comenzó a
sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía
no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y dejaba entrar al
apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y entonces el jefe perseguiría otra vez a
sus padres con las viejas deudas? Éstas eran, de momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio
todavía estaba aquí y no pensaba de ningún modo abandonar a su familia. De momento yacía en la
alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese exigido seriamente de él que
dejase entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que más tarde se encontraría
con facilidad una disculpa apropiada, no podía Gregorio ser despedido inmediatamente. Y a Gregorio le
parecía que sería mucho más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de
persuasión. Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros hacia perdonar su
comportamiento.
–Señor Samsa –exclamó entonces el apoderado levantando la voz–. ¿Qué ocurre? Se atrinchera usted
en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa usted grave e inútilmente a sus padres y,
dicho sea de paso, falta usted a sus deberes de una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en
nombre de sus padres y de su jefe, y le exijo seriamente una explicación clara e inmediata. Estoy
asombrado, estoy asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y sensato, y ahora, de repente,
parece que quiere usted empezar a hacer alarde de extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta
mañana una posible explicación a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco
tiempo. Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser cierta. Pero en
este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el deseo de dar la cara en lo más mínimo
por usted, y su posición no es, en absoluto, la más segura. En principio tenía la intención de decirle todo
esto a solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la razón de que no se
enteren también sus señores padres. Su rendimiento en los últimos tiempos ha sido muy poco
satisfactorio, cierto que no es la época del año apropiada para hacer grandes negocios, eso lo
reconocemos, pero una época del año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.
–Pero señor apoderado –gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo demás–, abro
inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me han impedido levantarme. Todavía
estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un
momentito de paciencia! Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo
puede atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante bien, mis padres
bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una pequeña corazonada, tendría que habérseme
notado. ¡Por qué no lo avisé en el almacén! Pero lo cierto es que siempre se piensa que se superará la
enfermedad sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres! No hay
motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me dijo una palabra de todo eso;
quizá no haya leído los últimos pedidos que he enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje,
las pocas horas de sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo
estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar de mi parte al jefe.
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Y mientras Gregorio farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se había
acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia del ejercicio ya practicado en la cama, e
intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente
dejarse ver y hablar con el apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban
verle, dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya responsabilidad alguna y podría
estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con tranquilidad entonces tampoco tenía motivo para
excitarse y, de hecho, podría, si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló
varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último impulso y permaneció erguido;
ya no prestaba atención alguna a los dolores de vientre, aunque eran muy agudos. Entonces se dejó caer
contra el respaldo de una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con esto
había conseguido el dominio sobre sí, y enmudeció porque ahora podía escuchar al apoderado.
–¿Han entendido ustedes una sola palabra? –preguntó el apoderado a los padres–. ¿O es que nos toma
por tontos?
–¡Por el amor de Dios! –exclamó la madre entre sollozos–, quizá esté gravemente enfermo y nosotros lo
atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! –gritó después.
–¿Qué, madre? –dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la habitación de
Gregorio–. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está enfermo. Rápido, a buscar al médico.
¿Acabas de oír hablar a Gregorio?
–Es una voz de animal– dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo comparado con los
gritos de la madre.
¡Anna! ¡Anna! –gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y dando palmadas–. ¡Ve a
buscar inmediatamente un cerrajero!
Y ya corrían las dos muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala –¿cómo se habría vestido
la hermana tan deprisa?– y abrieron la puerta de par en par. No se oyó cerrar la puerta, seguramente la
habían dejado abierta como suele ocurrir en las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregorio ya estaba mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que
a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin duda, como consecuencia de
que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo caso ya se creía en el hecho de que algo andaba mal
respecto a Gregorio, y se estaba dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron
tomadas las primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el círculo humano
y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin distinguirlos del todo entre sí, excelentes y
sorprendentes resultados. Con el fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas
conversaciones que se avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha
moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta a la voz humana, hecho
que no confiaba poder distinguir él mismo. Mientras tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio.
Quizás los padres estaban sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban
arrimados a la puerta y escuchaban.
200
Gregorio se acercó lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se arrojó contra la
puerta, se mantuvo erguido sobre ella –las callosidades de sus patitas estaban provistas de una
sustancia pegajosa– y descansó allí durante un momento del esfuerzo realizado. A continuación comenzó
a girar con la boca la llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener dientes
propiamente dichos –¿con qué iba a agarrar la llave?–, pero, por el contrario, las mandíbulas eran, desde
luego, muy poderosas. Con su ayuda puso la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de
que, sin duda, se estaba causando algún daño, porque un líquido pardusco le salía de la boca, chorreaba
por la llave y goteaba hasta el suelo.
–Escuchen ustedes– dijo el apoderado en la habitación contigua– está dando la vuelta a la llave.
Esto significó un gran estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado, incluso el padre y la
madre. «¡Vamos, Gregorio! –debían haber aclamado–. ¡Duro con ello, duro con la cerradura!» Y ante la
idea de que todos seguían con expectación sus esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las
fuerzas que fue capaz de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en torno a
la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era necesario, se colgaba de la llave o la
apretaba de nuevo hacia dentro con todo el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se
abrió por fin, despertó del todo a Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus adentros: «No he
necesitado al cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la puerta del todo.
Como tuvo que abrir la puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía. En
primer lugar tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor de la hoja de la puerta, y
ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente de espaldas justo ante el umbral de la habitación.
Todavía estaba absorto en llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención a
otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó como un silbido del viento,
y en ese momento vio también cómo aquél, que era el más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la
boca abierta y retrocedía lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba
regularmente. La madre –a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos
desenredados y levantados hacia arriba– miró en primer lugar al padre con las manos juntas, dio a
continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro completamente oculto en su pecho, cayó al suelo
en medio de sus faldas, que quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión
amenazadora, como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró inseguro a su
alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con las manos y lloró de tal forma que su
robusto pecho se estremecía por el llanto.
Gregorio no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la
puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la
cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro
lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable –
era un hospital–, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Todavía caía la lluvia,
pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la
vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era
la comida principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de diversos periódicos.
201
Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio, de la época de su servicio
militar, que le representaba con uniforme de teniente, y cómo, con la mano sobre la espada, sonriendo
despreocupadamente, exigía respeto para su actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba
abierta y se podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la misma, que conducían hacia abajo.
–Bueno– dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la
tranquilidad–, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren
dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar,
viajar es fatigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén?
¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser incapaz de
trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar
que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y
concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis
padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me lo haga usted más difícil de lo
que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana
un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo
sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las
circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal; sí, en confianza, incluso una visión de
conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión
en perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera
del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas
infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las
veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia
carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor
apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una
pequeña parte, me da usted la razón.
Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y por encima del
hombro, que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregorio poniendo los labios en forma de morro, y
mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba
deslizando hacia la puerta, pero muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de
abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con
que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la
suela. Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le
esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si
es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén. Los padres no entendían
todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que
Gregorio estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones
actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión.
El apoderado tenía que ser retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de
Gregorio y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había
202
llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese
aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella; ella habría cerrado la puerta principal y en el
vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio
tenía que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento, y que sus
palabras posiblemente, seguramente incluso, no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y
se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una forma
grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en que
apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito. Apenas había
sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme
por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban transportarle hacia
donde él quería; y ya creía Gregorio que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su
alcance; Pero en el mismo momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido, no lejos de su
madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía completamente sumida en sus
propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos extendidos, con los dedos muy separados
entre sí, y exclamó:
–¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!
Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en contradicción con ello,
retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de ella estaba la mesa puesta; cuando hubo
llegado a ella, se sentó encima precipitadamente, como fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella,
el café de la cafetera volcada caía a chorros sobre la alfombra.
–¡Madre, madre!– dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento había olvidado
completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba,
abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.
Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su
encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El apoderado se encontraba ya en la
escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de nuevo por última vez. Gregorio tomó impulso para
alcanzarle con la mayor seguridad posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez
varios escalones y desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera.
Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que hasta ahora
había estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no
obstaculizar a Gregorio en su persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que
aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano izquierda un gran
periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio
a su habitación blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco
fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más
fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e
inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
203
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las ventanas
volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El
padre le acosaba implacablemente y daba silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha
práctica en andar hacia atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la
vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al padre con su
lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la
cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia
atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor constantemente a su
padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez posible, pero, en realidad, con una gran
lentitud. Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino
que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si
no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por
completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se
equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta,
resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre, en su
actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta
para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en que Gregorio tenía que
entrar en su habitación lo más rápidamente posible; tampoco hubiera permitido jamás los complicados
preparativos que necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más,
empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Ya no
sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya no había que andarse con
bromas, y Gregorio se empotró en la puerta, pasase lo que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora
estaba atravesado en el hueco de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca
quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y sólo no hubiera podido
moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el aire, y temblaban, las del otro lado
permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico
alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación, sangrando con intensidad. La puerta fue
cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por fin, el silencio.
II
Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a una pérdida de
conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun sin ser molestado, porque
se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen
despertado unos pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado.
El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí en el techo de la
habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se encontraba Gregorio, estaba
204
oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó
lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y
larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de
patas. Por cierto, una de las patitas había resultado gravemente herida durante los incidentes de la
mañana –casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida–, y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió que lo que lo había atraído hacia ella era el olor a algo
comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan. Estuvo
a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente
introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla
con desilusión. No sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo –sólo podía
comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando–, sino que, además, la leche, que siempre había sido su
bebida favorita, y que seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba; es más, se
retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta, estaba encendido el
gas, pero mientras que –como era habitual a estas horas del día– el padre solía leer en voz alta a la
madre, y a veces también a la hermana, el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno,
quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había
perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de
que, sin duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo Gregorio, y,
mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de haber podido
proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa. Pero ¿qué
ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la satisfacción, llegase ahora a un terrible
final? Para no perderse en tales pensamientos, prefirió Gregorio ponerse en movimiento y arrastrarse
de acá para allá por la habitación.
En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en una puerta lateral y
otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad
de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía demasiada vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente
delante de la puerta del cuarto de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante,
o al menos para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregorio esperó en vano.
Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su
habitación. Ahora que había abierto una puerta, y que las demás habían sido abiertas sin duda durante
el día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera.
Muy tarde, ya de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los
padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y como se podía oír
perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en este momento. Así pues, seguramente hasta
la mañana siguiente no entraría nadie más en la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para
pensar, sin que nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida. Pero la habitación de
techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual estaba obligado a permanecer tumbado en
el suelo, lo asustaba sin que pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que
205
ocupaba desde hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta vergüenza, se
apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era algo estrujado y a pesar
de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo
fuese demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.
Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueño, del que una y otra
vez lo despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre preocupaciones y confusas
esperanzas, que lo llevaban a la consecuencia de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la
ayuda de una gran paciencia y de una gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer
soportables las molestias que Gregorio, en su estado actual, no podía evitar producirles.
Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de poner a prueba las
decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo, abrió la puerta desde el
vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No lo encontró enseguida, pero cuando lo descubrió
debajo del canapé –¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado!– se asustó tanto
que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como si se arrepintiese de su
comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un
enfermo grave o de un extraño. Gregorio había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la
observaba. ¿Se daría cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra
comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio preferiría morir de hambre antes
que llamarle la atención sobre esto, a pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del
canapé, arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la
hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había vertido un poco de leche, y
la levantó del suelo, aunque no lo hizo directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó.
Gregorio tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto las más
diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la bondad de la hermana iba realmente a
hacer. Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas para elegir, todas ellas extendidas sobre un
viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados de una salsa
blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras, un queso que, hacía dos días,
Gregorio había calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro
trozo de pan untado con mantequilla y sal. Además añadió a todo esto la escudilla que, a partir de ahora,
probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado agua. Y por delicadeza, como sabía
que Gregorio nunca comería delante de ella, se retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que
Gregorio se diese cuenta de que podía ponerse todo lo cómodo que desease. Las patitas de Gregorio
zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, sus heridas ya debían estar curadas del
todo porque ya no notaba molestia alguna; se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había
cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos
sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de
inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de
alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban,
ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo
que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio, cuando la hermana, como
206
señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave. Esto lo asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se
apresuró a esconderse bajo el canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del
canapé aun el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a causa de la
abundante comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas podía respirar en el reducido
espacio. Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones cómo la hermana, que nada
imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que
Gregorio ni siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo
precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo.
Apenas se había dado la vuelta cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé, se estiraba y se inflaba.
De esta forma recibía Gregorio su comida diaria una vez por la mañana, cuando los padres y la criada
todavía dormían, y la segunda vez después de la comida del mediodía, porque entonces los padres
dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún recado. Sin duda los padres no querían que
Gregorio se muriese de hambre, pero quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres
alimenticias más de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una
pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante.
Gregorio no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían sido despedidos
de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían entenderle, nadie, ni siquiera la
hermana, pensaba que él pudiera entender a los demás, y así, cuando la hermana estaba en su
habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los
santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo –naturalmente nunca podría
pensarse en que se acostumbrase del todo–, cazaba Gregorio a veces una observación hecha
amablemente o que así podía interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había
comido con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía con más
frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo».
Mientras que Gregorio no se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas cosas
procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde escuchaba voces una sola vez, corría enseguida
hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los
primeros tiempos no había ninguna conversación que de alguna manera, si bien sólo en secreto, no
tratase de él. A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se
debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba del mismo tema, porque siempre
había en casa al menos dos miembros de la familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en
casa, y tampoco podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer día la criada (no estaba
del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese
inmediatamente, y cuando, un cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba
gracias por el despido como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pidiese
hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie.
Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba demasiado trabajo
porque apenas se comía nada. Una y otra vez escuchaba Gregorio cómo uno animaba en vano al otro a
que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá
207
tampoco se bebía nada. A veces la hermana preguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se
ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre permanecía en silencio, añadía para que
él no tuviese reparos, que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre respondía, por fin,
con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.
Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la hermana toda la situación
económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la mesa y recogía de la pequeña caja
marca Wertheim, que había salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún
documento o libro de anotaciones. Se oía cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar después
de sacar lo que buscaba. Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que
Gregorio oía desde su encierro. Gregorio había creído que al padre no le había quedado nada de aquel
negocio, al menos el padre no le había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte, tampoco
Gregorio le había preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregorio había sido hacer todo lo
posible para que la familia olvidase rápidamente el desastre comercial que los había sumido a todos en
la más completa desesperación, y así había empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y,
casi de la noche a la mañana, había pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que,
naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de ganar dinero, y cuyos éxitos profesionales, en forma
de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero constante y sonante, que se podía poner sobre
la mesa en casa ante la familia asombrada y feliz. Habían sido buenos tiempos y después nunca se
habían repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregorio, después, ganaba tanto dinero,
que estaba en situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se habían
acostumbrado a esto tanto la familia como Gregorio; se aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo
entregaba con gusto, pero ya no emanaba de ello un calor especial. Solamente la hermana había
permanecido unida a Gregorio, y su intención secreta consistía en mandarla el año próximo al
conservatorio sin tener en cuenta los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de
alguna otra forma, porque ella, al contrario que Gregorio, sentía un gran amor por la música y tocaba el
violín de una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregorio en la ciudad,
se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo como un hermoso sueño
en cuya realización no podía ni pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas inocentes
alusiones; pero Gregorio pensaba decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer
solemnemente en Nochebuena.
Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que le pasaban por la
cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba. A veces ya no podía escuchar más de
puro cansando y, en un descuido, se golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a
levantarla, porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello había sido escuchado al lado y
había hecho enmudecer a todos.
–¿Qué es lo que hará? –decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas luces hacia la
puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que había sido interrumpida.
De esta forma Gregorio se enteró muy bien –el padre solía repetir con frecuencia sus explicaciones, en
parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas, y, en parte también, porque la
208
madre no entendía todo a la primera– de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una pequeña
fortuna; que los intereses, aún intactos, habían aumentado un poco más durante todo este tiempo.
Además, el dinero que Gregorio había traído todos los meses a casa –él sólo había guardado para sí unos
pocos florines– no se había gastado del todo y se había convertido en un pequeño capital. Gregorio,
detrás de su puerta, asentía entusiasmado, contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es
que con ese dinero sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el padre con el jefe
y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo habría estado más cercano; pero ahora
era sin duda mucho mejor así, tal y como lo había organizado el padre.
Sin embargo, este dinero no era del todo suficiente como para que la familia pudiese vivir de los
intereses; bastaba quizá para mantener a la familia uno, como mucho dos años, más era imposible. Así
pues, se trataba de una suma de dinero que, en realidad, no podía tocarse, y que debía ser reservada
para un caso de necesidad, pero el dinero para vivir había que ganarlo. Ahora bien, el padre era
ciertamente un hombre sano, pero ya viejo, que desde hacía cinco años no trabajaba y que, en todo
caso, no debía confiar mucho en sus fuerzas; durante estos cinco años, que habían sido las primeras
vacaciones de su esforzada y, sin embargo, infructuosa existencia, había engordado mucho, y por ello se
había vuelto muy torpe. ¿Y la anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que padecía de asma, a
quien un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno de cada dos días con dificultades
respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana abierta? ¿Y la hermana también tenía que ganar dinero,
ella que todavía era una criatura de diecisiete años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la
forma de vida que había llevado hasta ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir mucho, ayudar en
la casa, participar en algunas diversiones modestas y, sobre todo, tocar el violín? Cuando se empezaba a
hablar de la necesidad de ganar dinero Gregorio acababa por abandonar la puerta y arrojarse sobre el
fresco sofá de cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo vivo de vergüenza y tristeza.
A veces permanecía allí tumbado durante toda la noche, no dormía ni un momento, y se restregaba
durante horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la
ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la silla, apoyarse en la ventana y mirar a
través de la misma, sin duda como recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente
había estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las
cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de enfrente, cuya visión
constante había antes maldecido, y si no hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central
Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la
gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra. Sólo dos veces había sido necesario que su
atenta hermana viese que la silla estaba bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de
haber recogido la habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase abierta la contraventana
interior.
Si Gregorio hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que tenía que hacer por
él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana
intentaba hacer más llevadero lo desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo
pasaba, tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el tiempo una visión
de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible.
209
Apenas había entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que siempre ponía
mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la habitación de Gregorio, corría derecha
hacia la ventana y la abría de par en par, con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese
mucho frío, permanecía durante algunos momentos ante ella, y respiraba profundamente. Estas
carreras y ruidos asustaban a Gregorio dos veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el
canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible
permanecer con la ventana cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregorio.
Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el aspecto de éste ya no
era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes de lo previsto y encontró a
Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y realmente colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese
sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de
inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño
habría podido pensar que Gregorio la había acechado y había querido morderla. Gregorio, naturalmente,
se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana
volviese de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregorio sacó la
conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y continuaría pareciéndoselo, y que ella
tenía que dominarse a sí misma para no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que
sobresalía del canapé. Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda –para
ello necesitó cuatro horas– la sábana encima del canapé, y la colocó de tal forma que él quedaba tapado
del todo, y la hermana, incluso si se agachaba, no podía verlo. Si, en opinión de la hermana, esa sábana no
hubiese sido necesaria, podría haberla retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregorio no
se aislaba por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregorio creyó adivinar una mirada
de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva
disposición.
Durante los primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su habitación, y
Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la hermana, a pesar de que
anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil.
Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la
hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué aspecto tenía la
habitación, lo que había comido Gregorio, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una
pequeña mejoría. Por cierto, la madre quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el padre
y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregorio escuchaba con mucha
atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si
entonces gritaba: «¡Déjenme entrar a ver a Gregorio, pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo
que entrar a verlo?» Entonces Gregorio pensaba que quizá sería bueno que la madre entrase,
naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la
hermana, que, a pesar de todo su valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se
había hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil.
El deseo de Gregorio de ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el día Gregorio no
quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero tampoco podía arrastrarse
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demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado
tranquilamente durante la noche, pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para
distraerse, adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el techo. Le
gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto a estar tumbado en el
suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz
distracción en la que se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se
golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a
como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante caída. La hermana se dio
cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregorio había descubierto –al arrastrarse dejaba
tras de sí, por todas partes, huellas de su sustancia pegajosa– y entonces se le metió en la cabeza
proporcionar a Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles que lo
impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio. Ella no era capaz de hacerlo todo sola,
tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa
chica, de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió a la cocinera
anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente cerrada y abrirla
solamente a una señal determinada. Así pues, no le quedó a la hermana más remedio que valerse de la
madre, una vez que estaba el padre ausente.
Con exclamaciones de excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante la puerta de la
habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que todo en la habitación estaba en orden,
después dejó entrar a la madre. Gregorio se había apresurado a colocar la sábana aún más bajo y con
más pliegues, de modo que, de verdad, tenía el aspecto de una sábana lanzada casualmente sobre el
canapé. Gregorio se abstuvo esta vez de espiar por debajo de la sábana; renunció a ver esta vez a la
madre y se contentaba sólo conque hubiese venido.
–Vamos, acércate, no se le ve –dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre de la mano. Gregorio oyó
entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su sitio el pesado y viejo armario, y cómo la hermana
siempre se cargaba la mayor parte del trabajo, sin escuchar las advertencias de la madre que temía que
se esforzase demasiado. Duró mucho tiempo. Aproximadamente después de un cuarto de hora de
trabajo dijo la madre que deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar, era demasiado pesado
y no acabarían antes de que regresase el padre, y con el armario en medio de la habitación le
bloqueaban a Gregorio cualquier camino y, en segundo lugar, no era del todo seguro que se le hiciese a
Gregorio un favor con retirar los muebles. A ella le parecía precisamente lo contrario, la vista de las
paredes desnudas le oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir Gregorio lo mismo, puesto que ya hacía
tiempo que estaba acostumbrado a los muebles de la habitación, y por eso se sentiría abandonado en la
habitación vacía.
–Y es que acaso no... –finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre casi susurrando, como si
quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto ella ignoraba, escuchase siquiera el sonido de su
voz, porque ella estaba convencida de que él no entendía las palabras.
–¿Y es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que perdemos toda esperanza de
mejoría y lo abandonamos a su suerte sin consideración alguna? Yo creo que lo mejor sería que
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intentásemos conservar la habitación en el mismo estado en que se encontraba antes, para que
Gregorio, cuando regrese de nuevo con nosotros, encuentre todo tal como estaba y pueda olvidar más
fácilmente este paréntesis de tiempo.
Al escuchar estas palabras de la madre, Gregorio reconoció que la falta de toda conversación inmediata
con un ser humano, junto a la vida monótona en el seno de la familia, tenía que haber confundido sus
facultades mentales a lo largo de estos dos meses, porque de otro modo no podía explicarse que
hubiese podido desear seriamente que se vaciase su habitación. ¿Deseaba realmente permitir que
transformasen la cálida habitación amueblada confortablemente, con muebles heredados de su familia,
en una cueva en la que, efectivamente, podría arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno,
teniendo, sin embargo, como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por completo,
de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de olvidar y solamente le había animado la voz de su
madre, que no había oído desde hacía tiempo. Nada debía retirarse, todo debía quedar como estaba, no
podía prescindir en su estado de la bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles le impedían
arrastrarse sin sentido de un lado para otro, no se trataba de un perjuicio, sino de una gran ventaja.
Pero la hermana era, lamentablemente, de otra opinión; no sin cierto derecho, se había acostumbrado a
aparecer frente a los padres como experta al discutir sobre asuntos concernientes a Gregorio, y de
esta forma el consejo de la madre era para la hermana motivo suficiente para retirar no sólo el armario
y el escritorio, como había pensado en un principio, sino todos los muebles a excepción del
imprescindible canapé. Naturalmente, no sólo se trataba de una terquedad pueril y de la confianza en sí
misma que en los últimos tiempos, de forma tan inesperada y difícil, había conseguido, lo que la
impulsaba a esta exigencia; ella había observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho sitio
para arrastrarse y que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al menos por lo que se veía. Pero
quizá jugaba también un papel importante el carácter exaltado de una chica de su edad, que busca su
satisfacción en cada oportunidad, y por el que Greta ahora se dejaba tentar con la intención de hacer
más que ahora, porque en una habitación en la que sólo Gregorio era dueño y señor de las paredes
vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más que Greta.
Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura inquietud, parecía
sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a
sacar el armario. Bueno, en caso de necesidad, Gregorio podía prescindir del armario, pero el escritorio
tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual se
apoyaban gimiendo, cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar
cartas en el asunto lo más prudente y discretamente posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la
madre quien regresó primero, mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo
con los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un ápice de su sitio. Pero la
madre no estaba acostumbrada a ver a Gregorio, podría haberse puesto enferma por su culpa, y así
Gregorio, andando hacia atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar
que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de
la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con Greta.
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A pesar de que Gregorio se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo
se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de confesarse a sí mismo, este
ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el arrastre de los muebles sobre el suelo, le producían la
impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía
la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse
irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban
todo aquello a lo que tenía cariño, el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo
habían sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había hecho sus
deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e incluso alumno de la escuela
primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento para comprobar las buenas intenciones que tenían las
dos mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento trabajaban
en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies.
Y así salió de repente –las mujeres estaban en ese momento en la habitación contigua, apoyadas en el
escritorio para tomar aliento–, cambió cuatro veces la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta
qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cuadro de
la mujer envuelta en pieles. Se arrastró apresuradamente hacia arriba y se apretó contra el cuadro,
cuyo cristal lo sujetaba y le aliviaba el ardor de su vientre. Al menos este cuadro, que Gregorio tapaba
ahora por completo, seguro que no se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de
estar para observar a las mujeres cuando volviesen.
No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su madre con el brazo y
casi la llevaba en volandas.
–¿Qué nos llevamos ahora? –dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus miradas se cruzaron con
las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa de la presencia de la madre conservó
su serenidad, inclinó su rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo
temblando y aturdida:
–Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?
Gregorio veía claramente la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar seguro y luego
echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su cuadro y no renunciaría a él.
Prefería saltarle a Greta a la cara.
Pero justamente las palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un lado y vio la
gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes de darse realmente cuenta de que
aquello que veía era Gregorio, gritó con voz ronca y estridente:
–¡Ay Dios mío, ay Dios mío! –y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé, como si renunciase a
todo, y se quedó allí inmóvil.
–¡Cuidado, Gregorio! –gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante. Desde la
transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía directamente. Corrió a la habitación
contigua para buscar alguna esencia con la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia;
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Gregorio también quería ayudar –había tiempo más que suficiente para salvar el cuadro–, pero estaba
pegado al cristal y tuvo que desprenderse con fuerza, luego corrió también a la habitación de al lado
como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás
de ella sin hacer nada; cuando Greta volvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta y un
frasco se cayó al suelo y se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en la cara; una medicina
corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta cogió todos los frascos que podía
llevar y corrió con ellos hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie. Gregorio estaba ahora
aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir por su culpa; no debía abrir la habitación, no
quería echar a la hermana que tenía que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer
que esperar; y, afligido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró
por todas partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya la habitación
empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa.
Pasó un momento, Gregorio yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba tranquilo, quizá esto era
una buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica estaba, naturalmente, encerrada en su cocina y
Greta tenía que ir a abrir. El padre había llegado.
–¿Qué ha ocurrido? –fueron sus primeras palabras.
El aspecto de Greta lo revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, si duda apretaba su rostro
contra el pecho del padre:
–Madre se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.
–Ya me lo esperaba –dijo el padre–, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes, las mujeres, nunca
hacen caso.
Gregorio se dio cuenta de que el padre había interpretado mal la escueta información de Greta y
sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto violento. Por eso ahora tenía que intentar
apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues,
Gregorio se precipitó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya
desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más sana intención de
regresar inmediatamente a su habitación, y que no era necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía
falta abrir la puerta e inmediatamente desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir
tales sutilezas.
–¡Ah! –gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y contento. Gregorio retiró
la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre. Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como
estaba allí; bien es verdad que en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas
partes, había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que ocurrían en el resto de
la casa, y tenía realmente que haber estado preparado para encontrar las circunstancias cambiadas.
Aun así, aun así. ¿Era este todavía el padre? ¿El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando,
en otros tiempos, Gregorio salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la tarde en que volvía, le
recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal
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de alegría, sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes
paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se abría paso hacia
delante entre Gregorio y la madre, que ya de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos,
envuelto en su viejo abrigo, siempre apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería decir algo,
casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero ahora estaba
muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los que llevan los ordenanzas de los
bancos; por encima del cuello alto y tieso de la chaqueta sobresalía su gran papada; por debajo de las
pobladas cejas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos negros. El cabello blanco, en
otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a raya brillante y exacto. Arrojó su
gorra, en la que había bordado un monograma dorado, probablemente el de un banco, sobre el canapé a
través de la habitación formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro enconado, las puntas
de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los bolsillos del pantalón.
Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin embargo levantaba los pies a una altura
desusada y Gregorio se asombró del tamaño enorme de las suelas de sus botas. Pero Gregorio no
permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él, sólo
consideraba oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y
se apresuraba a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la
habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una persecución,
como consecuencia de la lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio permaneció de momento sobre el
suelo, especialmente porque temía que el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a
las paredes o al techo. Por otra parte, Gregorio tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por
mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía que realizar un sinnúmero
de movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente había tenido
unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con la intención de reunir todas sus fuerzas
para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de
salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es
verdad que éstas estaban obstruidas por muelles llenos de esquinas y picos. En ese momento algo,
lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana; inmediatamente
siguió otra; Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había
decidido bombardearle. Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había
llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento. Estas
pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo como electrificadas y chocaban unas con otras. Una
manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de Gregorio, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo,
otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregorio; éste quería continuar
arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero
estaba como clavado y se estiraba, totalmente desconcertado.
Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por
delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto que la hermana la había
desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a
continuación, la madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas,
y cómo tropezando con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él –ya
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empezaba a fallarle la vista a Gregorio–, le suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que
perdonase la vida de Gregorio.
III
La grave herida de Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes –la manzana permaneció empotrada
en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla–, pareció recordar, incluso al
padre, que Gregorio, a pesar de su triste y repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a
quien no podía tratarse como a un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era aguantarse la
repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.
Y si Gregorio ahora, por culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo
pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos minutos –no se podía ni pensar
en arrastrarse por las alturas–, sin embargo, en compensación por este empeoramiento de su estado,
recibió, en su opinión, una reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del
cuarto de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma que, tumbado en la
oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor, podía ver a toda la familia en la mesa
iluminada y podía escuchar sus conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir,
de una forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregorio, desde la
habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando, cansado, tenía que meterse
en la cama húmeda. La mayoría de las veces transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en
dormirse en la silla después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente silencio;
la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un comercio de moda; la hermana, que
había aceptado un trabajo como dependienta, estudiaba por la noche estenografía y francés, para
conseguir, quizá más tarde, un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que
había dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente volvía a dormirse
mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente.
Por una especie de obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa; y
mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su asiento, completamente
vestido, como si siempre estuviese preparado para el servicio e incluso en casa esperase también la voz
de su superior. Como consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a
ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregorio se pasaba con frecuencia tardes
enteras mirando esta brillante ropa, completamente manchada, con sus botones dorados siempre
limpios, con la que el anciano dormía muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.
En cuanto el reloj daba las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y convencerle para
que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre tenía necesidad de él, porque
tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana. Pero con la obstinación que se había apoderado de
216
él desde que se había convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de
que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos podía convencérsele de
que cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y la hermana insistir con pequeñas amonestaciones,
durante un cuarto de hora daba cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La
madre le tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba su trabajo para
ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se hundía más profundamente en su silla.
Sólo cuando las mujeres lo cogían por debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a
la madre y a la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis últimos días!», y
apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como si él mismo fuese su más pesada carga,
se dejaba llevar por ellas hasta la puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba
solo, mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y su pluma para correr
tras el padre y continuar ayudándolo.
¿Quién en esta familia, agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más tiempo del
necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se reducía cada vez más, la criada acabó
por ser despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda, con el pelo blanco y desgreñado, venía por la
mañana y por la noche, y hacía el trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su
mucha costura. Ocurrió incluso el caso de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana
habían lucido entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró Gregorio
por la noche por la conversación acerca del precio conseguido. Pero el mayor motivo de queja era que no
se podía dejar esta casa, que resultaba demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no
sabían cómo se podía trasladar a Gregorio. Pero Gregorio comprendía que no era sólo la consideración
hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera podido transportar fácilmente en un cajón
apropiado con un par de agujeros para el aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de
casa era, aún más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una desgracia como
no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo que el mundo exige de la gente pobre lo
cumplían ellos hasta la saciedad: el padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco,
la madre se sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los clientes, corría de
un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de la familia ya no daban para más. La herida
de la espalda comenzaba otra vez a dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y la hermana,
después de haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se acercaban una
a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia la habitación de Gregorio, decía:
«Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres
confundían sus lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.
Gregorio pasaba las noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se abriese
la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en su mente aparecieron de nuevo,
después de mucho tiempo, el jefe y el encargado; los dependientes y los aprendices; el mozo de los
recados, tan corto de luces; dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de
provincias; un recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había hecho la
corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían mezclados con gente extraña o ya
olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorio se sentía
217
aliviado cuando desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su familia,
solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar de que no podía imaginarse algo
que le hiciese sentir apetito, hacía planes sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo
que quisiese, incluso aunque no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría gustar a
Gregorio, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse a la tienda, empujaba
apresuradamente con el pie cualquier comida en la habitación de Gregorio, para después recogerla por
la noche con el palo de la escoba, tanto si la comida había sido probada como si –y éste era el caso más
frecuente– ni siquiera hubiera sido tocada. Recoger la habitación, cosa que ahora hacía siempre por la
noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de suciedad se extendían por las paredes, por todas
partes había ovillos de polvo y suciedad.
Al principio, cuando llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más significativamente sucio
para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero seguramente hubiese podido
permanecer allí semanas enteras sin que la hermana hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la
suciedad lo mismo que él, pero se había decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad
completamente nueva en ella y que, en general, se había apoderado de toda la familia, ponía especial
atención en el hecho de que se reservase solamente a ella el cuidado de la habitación de Gregorio. En
una ocasión la madre había sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza, que había logrado
solamente después de utilizar varios cubos de agua –la humedad, sin embargo, también molestaba a
Gregorio, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el canapé–, pero el castigo de la madre no se
hizo esperar, porque apenas había notado la hermana por la tarde el cambio en la habitación de
Gregorio, cuando, herida en lo más profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a pesar de
que la madre suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de lágrimas, que los padres –el padre
se despertó sobresaltado en su silla–, al principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada, hasta
que, también ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su derecha, reprochaba a la madre
que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la habitación de Gregorio; a su izquierda,
decía a gritos a la hermana que nunca más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la
madre intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la hermana, sacudida por
los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y Gregorio silbaba de pura rabia porque a nadie
se le ocurría cerrar la puerta para ahorrarle este espectáculo y este ruido.
Pero incluso si la hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregorio como antes,
tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregorio hubiese sido abandonado, porque
para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda, que en su larga vida debía haber superado lo peor con
ayuda de su fuerte constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregorio. Sin sentir verdadera
curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la habitación de Gregorio y, al verle, se
quedó parada, asombrada con los brazos cruzados, mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le
perseguía, comenzó a correr de un lado a otro.
Desde entonces no perdía la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para
echar un vistazo a la habitación de Gregorio. Al principio le llamaba hacia ella con palabras que,
probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí, viejo escarabajo pelotero!» o «¡Miren al viejo
escarabajo pelotero!» Gregorio no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su
218
sitio, como si la puerta no hubiese sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa asistenta que limpiase
diariamente la habitación en lugar de dejar que le molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la
mañana temprano –una intensa lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera que ya se
acercaba– cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregorio se enfureció tanto que se
dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en
vez de asustarse, alzó simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como
permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención de cerrar la boca sólo
cuando la silla que tenía en la mano acabase en la espalda de Gregorio.
–¿Conque no seguimos adelante? –preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo la vuelta, y volvió a
colocar la silla tranquilamente en el rincón.
Gregorio ya no comía casi nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida tomaba un bocado
para jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría de las veces acababa por
escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía comer era la tristeza por el estado de su habitación,
pero precisamente con los cambios de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a
meter en esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas cosas de
éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada a tres huéspedes. Estos señores
tan severos –los tres tenían barba, según pudo comprobar Gregorio por una rendija de la puerta– ponían
especial atención en el orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían
instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos inútiles ni mucho menos
sucios. Además, habían traído una gran parte de sus propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas
cosas que no se podían vender ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación
de Gregorio. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de la cocina. La asistenta,
que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en la habitación de Gregorio todo lo que, de
momento, no servía; por suerte, Gregorio sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y
la mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de nuevo las cosas cuando
hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban
tiradas en el mismo lugar en que habían caído al arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese por entre
los trastos y los pusiese en movimiento, al principio obligado a ello porque no había sitio libre para
arrastrarse, pero más tarde con creciente satisfacción, a pesar de que después de tales paseos
acababa mortalmente agotado y triste, y durante horas permanecía inmóvil.
Como los huéspedes a veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía algunas noches
cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas noches en las que había estado
abierta no se había aprovechado de ello, sino que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el
rincón más oscuro de la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la
puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los huéspedes llegaron y se dio la
luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios en que antes habían comido el padre, la madre y
Gregorio, desdoblaban las servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por
la puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con una fuente llena de
patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban sobre las fuentes que había ante ellos como si
quisiesen examinarlas antes de comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que
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parecía ser el que más autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma fuente con el
fin de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá tenía que ser devuelta a la cocina. La
prueba le satisfacía, la madre y la hermana, que habían observado todo con impaciencia, comenzaban a
sonreír respirando profundamente.
La familia comía en la cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta, entraba en la habitación
y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a la mesa. Los huéspedes se levantaban
y murmuraban algo para el cuello de su camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto
silencio. A Gregorio le parecía extraño el hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida, una y
otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello quisieran mostrarle a Gregorio que para
comer se necesitan los dientes y que, aun con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía
conseguir nada.
–Pero si yo no tengo apetito –se decía Gregorio preocupado–, pero me apetecen estas cosas. ¡Cómo
comen los huéspedes y yo me muero!
Precisamente aquella noche –Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo– se escuchó el
violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en medio había sacado un periódico, les había
dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el
violín comenzó a sonar escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta del
vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a otros. Desde la cocina se les
debió oír, porque el padre gritó:
–¿Les molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.
–Al contrario –dijo el señor de en medio–. ¿No desearía la señorita entrar con nosotros y tocar aquí en
la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?
–Naturalmente –exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril, la madre con la
partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con tranquilidad todo lo necesario para tocar.
Los padres, que nunca antes habían alquilado habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los
huéspedes, no se atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con la mano
derecha colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre le fue ofrecida una silla por uno
de los señores y, como la dejó en el lugar en el que, por casualidad, la había colocado el señor,
permanecía sentada en un rincón apartado.
La hermana empezó a tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían con atención los
movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la música, había avanzado un poco hacia delante y ya
tenía la cabeza en el cuarto de estar. Ya apenas se extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía
consideración con los demás; antes estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora,
hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como consecuencia del polvo que reinaba en su
habitación, y que volaba por todas partes al menor movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo.
Sobre su espalda y sus costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos de comida... Su
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indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse sobre su espalda y restregarse
contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces al día. Y, a pesar de este estado, no sentía
vergüenza alguna de avanzar por el suelo impecable del comedor.
Por otra parte, nadie le prestaba atención. La familia estaba completamente absorta en la música del
violín; por el contrario, los huéspedes, que al principio, con las manos en los bolsillos, se habían colocado
demasiado cerca detrás del atril de la hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual
sin duda tenía que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se retiraron
pronto hacia la ventana, donde permanecieron observados por el padre con preocupación. Realmente
daba a todas luces la impresión de que habían sido decepcionados en su suposición de escuchar una
pieza bella o divertida al violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que se les
molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el humo de los cigarrillos por
la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo. Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro
estaba inclinado hacia un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama. Gregorio
avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá, poder encontrar sus miradas. ¿Es
que era ya una bestia a la que le emocionaba la música?
Le parecía como si se le mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a
acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella podía entrar con su violín
en su habitación porque nadie podía recompensar su música como él quería hacerlo. No quería dejarla
salir nunca de su habitación, al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera
vez; quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que le atacasen; pero la
hermana no debía quedarse con él por la fuerza, sino por su propia voluntad; debería sentarse junto a él
sobre el canapé, inclinar el oído hacía él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención de
enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se hubiese cruzado en su camino la Navidad pasada –
probablemente la Navidad ya había pasado– se lo hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica
alguna. Después de esta confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se
levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba a la tienda, llevaba
siempre al aire sin cintas ni adornos.
–¡Señor Samsa! –gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra más, con el índice
hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín enmudeció. En un principio el huésped de en medio
sonrió a sus amigos moviendo la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de
echar a Gregorio, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a pesar de que ellos
no estaban nerviosos en absoluto y Gregorio parecía distraerles más que el violín. Se precipitó hacia
ellos e intentó, con los brazos abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su
cuerpo que pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no se sabía ya si por el
comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a dar cuenta de que, sin saberlo, habían tenido
un vecino como Gregorio. Exigían al padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos
de la barba y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación.
Entre tanto, la hermana había superado el desconcierto en que había caído después de interrumpir su
música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después de que durante unos
221
momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el violín y el arco, y había seguido mirando
la partitura como si todavía tocase, había colocado el instrumento en el regazo de la madre, que todavía
seguía sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los pulmones, y había
corrido hacia la habitación de al lado, a la que los huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la
insistencia del padre. Se veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las mantas y almohadas
de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los señores hubiesen llegado a la
habitación, había terminado de hacer las camas y se había escabullido hacia fuera. El padre parecía
estar hasta tal punto dominado por su obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a
sus huéspedes. Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la habitación, el señor de
en medio dio una patada atronadora contra el suelo y así detuvo al padre.
–Participo a ustedes –dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas también a la madre y a la
hermana– que, teniendo en cuenta las repugnantes circunstancias que reinan en esta casa y en esta
familia –en este punto escupió decididamente sobre el suelo–, en este preciso instante dejo la
habitación. Por los días que he vívido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me
pensaré si no procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles, créanme, de justificar.
Calló y miró hacia delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos intervinieron
inmediatamente con las siguientes palabras:
–También nosotros dejamos en este momento la habitación.
A continuación agarró el picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se tambaleaba tanteando
con las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía como si se preparase para su
acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda inclinación de su cabeza, abatida como si nada la
sostuviese, mostraba que de ninguna manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el
mismo sitio en que le habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso de sus planes, pero
quizá también la debilidad causada por el hambre que pasaba, le impedían moverse. Temía con cierto
fundamento que dentro de unos momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba.
Ni siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos dedos de la madre, se
cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.
–Queridos padres –dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa–, esto no puede
seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero, ante esta bestia, pronunciar el nombre
de mi hermano, y por eso solamente digo: tenemos que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho
todo lo humanamente posible por cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor
reproche.
–Tienes razón una y mil veces –dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no tenía aire
suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la boca, con una expresión de
enajenación en los ojos.
La hermana corrió hacia la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado en
determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había sentado más derecho,
222
jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la cena de los huéspedes seguían en la mesa, y
miraba de vez en cuando a Gregorio, que permanecía en silencio.
–Tenemos que intentar quitárnoslo de encima –dijo entonces la hermana, dirigiéndose sólo al padre,
porque la madre, con su tos, no oía nada–. Los va a matar a los dos, ya lo veo venir. Cuando hay que
trabajar tan duramente como lo hacemos nosotros no se puede, además, soportar en casa este
tormento sin fin. Yo tampoco puedo más– y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas
caían sobre el rostro de la madre, la cual las secaba mecánicamente con las manos.
–Pero hija –dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión–. ¡Qué podemos hacer!
Pero la hermana sólo se encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había
apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior.
–Sí él nos entendiese... –dijo el padre en tono medio interrogante.
La hermana, en su llanto, movió violentamente la mano como señal de que no se podía ni pensar en ello.
–Sí él nos entendiese... –repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la convicción de la hermana
acerca de la imposibilidad de ello–, entonces sería posible llegar a un acuerdo con él, pero así...
–Tiene que irse –exclamó la hermana–, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes que desechar la idea de
que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia,
pero ¿cómo es posible que sea Gregorio? Si fuese Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una
convivencia entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su propia
voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo y conservaríamos su
recuerdo con honor. Pero esta bestia nos persigue, echa a los huéspedes, quiere, evidentemente,
adueñarse de toda la casa y dejar que pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre –gritó de repente–, ya
empieza otra vez!
Y con un miedo completamente incomprensible para Gregorio, la hermana abandonó incluso a la madre,
se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la madre antes de permanece cerca de
Gregorio, y se precipitó detrás del padre que, principalmente irritado por su comportamiento, se puso
también en pie y levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para protegerla.
Pero Gregorio no pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a la hermana.
Solamente había empezado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto llamaba la atención, ya
que, como consecuencia de su estado enfermizo, para dar tan difíciles vueltas tenía que ayudarse con la
cabeza, que levantaba una y otra vez y que golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor; su
buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto momentáneo, ahora todos lo miraban
tristes y en silencio. La madre yacía en su silla con las piernas extendidas y apretadas una contra otra,
los ojos casi se le cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados uno junto a
otro, y la hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.
223
«Quizá pueda darme la vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su actividad. No podía
contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar. Por lo demás, nadie le
apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a
retroceder todo recto... Se asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y no
comprendía cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin notarlo.
Concentrándose constantemente en avanzar con rapidez, apenas se dio cuenta de que ni una palabra, ni
una exclamación de su familia le molestaba. Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por
completo, porque notaba que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada había
cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última mirada acarició a la madre que, por fin, se había
quedado profundamente dormida. Apenas entró en su habitación se cerró la puerta y echaron la llave.
Gregorio se asustó tanto del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le doblaron. Era
la hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie allí y había esperado, con
ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los
padres mientras echaba la llave.
«¿Y ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.
Pronto descubrió que ya no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que,
hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por lo demás, se sentía relativamente a gusto.
Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le parecía como si los dolores se hiciesen más y más
débiles y, al final, desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda y la
infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo. Pensaba en su familia con
cariño y emoción, su opinión de que tenía que desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su
hermana. En este estado de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre
dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de los cristales. A
continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre el suelo y sus orificios nasales exhalaron
el último suspiro.
Cuando, por la mañana temprano, llegó la asistenta –de pura fuerza y prisa daba tales portazos que,
aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el momento de su llegada era
ya imposible concebir el sueño en toda la casa– en su acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le
llamó al principio la atención. Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el
ofendido, le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como tenía por casualidad la larga
escoba en la mano, intentó con ella hacer cosquillas a Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con
ello, se enfadó, y pinchó a Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había
movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas circunstancias abrió
mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en
par las puertas del dormitorio y exclamó en voz alta hacia la oscuridad.
–¡Fíjense, ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!
El matrimonio Samsa estaba sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta
antes de llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la señora Samsa, cada uno por su lado,
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se bajaron rápidamente de la cama. El señor Samsa se echó la colcha por los hombros, la señora Samsa
apareció en camisón, así entraron en la habitación de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la
puerta del cuarto de estar, en donde dormía Greta desde la llegada de los huéspedes; estaba
completamente vestida, como si no hubiese dormido, su rostro pálido parecía probarlo.
–¿Muerto? –dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la asistenta a pesar
de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo
–digo, ¡ya lo creo! –dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio con la escoba un
buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento como si quisiera detener la escoba, pero
no lo hizo.
–Bueno –dijo el señor Samsa–, ahora podemos dar gracias a Dios –se santiguó y las tres mujeres
siguieron su ejemplo.
Greta, que no apartaba los ojos del cadáver, dijo:
–Miren qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas salían tal como
entraban.
Efectivamente, el cuerpo de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente
cuenta de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa distraía la mirada.
–Greta, ven un momento a nuestra habitación –dijo la señora Samsa con una sonrisa melancólica, y
Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la mirada hacia el cadáver. La asistenta
cerró la puerta y abrió del todo la ventana. A pesar de lo temprano de la mañana ya había una cierta
tibieza mezclada con el aire fresco. Ya era finales de marzo.
Los tres huéspedes salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de su
desayuno; se habían olvidado de ellos:
–¿Dónde está el desayuno? –preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta, pero ésta se
colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y silenciosamente, señales con la mano para
que fuesen a la habitación de Gregorio. Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los
bolsillos de sus chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la habitación de Gregorio ya
totalmente iluminada.
Entonces se abrió la puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un brazo
su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces Greta apoyaba su rostro en el brazo
del padre.
–Salgan ustedes de mi casa inmediatamente –dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin soltar a las
mujeres.
225
–¿Qué quiere usted decir? –dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con cierta hipocresía. Los
otros dos tenían las manos en la espalda y se las frotaban constantemente una contra otra, como si
esperasen con alegría una gran pelea que tenía que resultarles favorable.
–Quiero decir exactamente lo que digo –contestó el señor Samsa, dirigiéndose con sus acompañantes
hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró hacia el suelo, como si las cosas se
dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.
–Pues entonces nos vamos –dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como si, en un
repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar esta decisión.
El señor Samsa solamente asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A continuación el
huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos amigos llevaban ya un rato
escuchando con las manos completamente tranquilas y ahora daban verdaderos brincos tras de él, como
si tuviesen miedo de que el señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto
con su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero, sacaron sus bastones de la
bastonera, hicieron una reverencia en silencio y salieron de la casa. Con una desconfianza
completamente infundada, como se demostraría después, el señor Samsa salió con las dos mujeres al
rellano; apoyados sobre la barandilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente, bajaban la larga
escalera, en cada piso desaparecían tras un determinado recodo y volvían a aparecer a los pocos
instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un
oficial carnicero, con la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y luego,
cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la barandilla con las dos mujeres y
todos regresaron aliviados a su casa.
Decidieron utilizar aquel día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado esta pausa en
el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues, se sentaron a la mesa y escribieron
tres justificantes: el señor Samsa a su dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta
al dueño de la tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba porque había
terminado su trabajo de por la mañana. Los tres que escribían solamente asintieron al principio sin
levantar la vista; cuando la asistenta no daba señales de retirarse levantaron la vista enfadados.
–¿Qué pasa? –preguntó el señor Samsa.
La asistenta permanecía de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia un gran éxito,
pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle. La pequeña pluma de avestruz colocada
casi derecha sobre su sombrero, que, desde que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se
balanceaba suavemente en todas las direcciones.
–¿Qué es lo que quiere usted? –preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que más respetaba la
asistenta.
–Bueno– contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír amablemente–, no tienen que
preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado.
226
La señora Samsa y Greta se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran continuar
escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería empezar a contarlo todo con
todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano extendida. Como no podía contar nada, recordó la
gran prisa que tenía, gritó visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y
abandonó la casa con un portazo tremendo.
–Esta noche la despido– dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su mujer ni de su hija,
porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad apenas recién conseguida. Se levantaron,
fueron hacia la ventana y permanecieron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia
ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó:
–Vamos, vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de consideración conmigo.
Las mujeres lo obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron rápidamente sus
cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que no habían hecho desde hacía meses, y se
marcharon al campo, fuera de la ciudad, en el tranvía. El vehículo en el que estaban sentados solos
estaba totalmente iluminado por el cálido sol. Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron de las
perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas las cosas más de cerca, no eran
malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este respecto todavía no se habían preguntado realmente
unos a otros, eran sumamente buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero la gran
mejoría inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facilidad con un cambio
de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y barata, pero mejor ubicada y, sobre todo, más
práctica que la actual, que había sido escogida por Gregorio.
Mientras hablaban así, al señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija
cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades que habían hecho
palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven lozana y hermosa. Tornándose cada vez más
silenciosos y entendiéndose casi inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el
momento de buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos sueños y
buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se levantó primero y estiró su cuerpo
joven.
227
A veces un no niega de Pedro Salinas
A Veces un No Niega (RAZÓN DE AMOR)
A veces un no niega
más de lo que quería, se hace múltiple.
Se dice: ‘‘no, no iré’’
y se destejen infinitas tramas
tejidas por los síes lentamente,
se niegan las promesas que no nos hizo nadie
sino nosotros mismos, al oído.
Cada minuto breve rehusado
-¿eran quince, eran treinta?-
se dilata en sinfines, se hace siglos,
y un «no, esta noche no»
puede negar la eternidad de noches,
la pura eternidad.
(Qué difícil saber a dónde hiere
un no! Inocentemente
sale de labios puros un no puro;
sin mancha ni querencia
de herir, va por el aire.
Pero el aire está lleno
de esperanzas en vuelo, las encuentra
y las traspasa por las alas tiernas
su inmensa fuerza ciega, sin querer,
y las deja sin vida y va a clavarse
en ese techo azul que nos pintamos
y abre una grieta allí.
O allí rebota
y su herir acerado
vuelve camino atrás y le desgarra
el pecho al mismo pecho que lo dijo.
Un no da miedo. Hay que dejarlo siempre
al borde de los labios y dudarlo.
O decirlo tan suavemente
que le llegue
228
al que no lo esperaba
con un sonar de «sí»,
aunque no dijo sí quien lo decía.
El ciprés de Silos de Gerardo Diego
GERRADO DIEGO
EL CIPRÉS DE SILOS (Versos humanos)
A Ángel del Río
Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.
Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,
como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.
229
Unida en ella de Vicente Alexandre
UNIDAD EN ELLA- Vicente Aleixandre
Cuerpo feliz que fluye entre mis manos,
rostro amado donde contemplo el mundo,
donde graciosos pájaros se copian fugitivos,
volando a la región donde nada se olvida.
Tu forma externa, diamante o rubí duro,
brillo de un sol que entre mis manos deslumbra,
cráter que me convoca con su música íntima, con esa
indescifrable llamada de tus dientes.
Muero porque me arrojo, porque quiero morir,
porque quiero vivir en el fuego, porque este aire de fuera
no es mío, sino el caliente aliento
que si me acerco quema y dora mis labios desde un fondo.
Deja, deja que mire, teñido del amor,
enrojecido el rostro por tu purpúrea vida,
deja que mire el hondo clamor de tus entrañas
donde muero y renuncio a vivir para siempre.
Quiero amor o la muerte, quiero morir del todo,
quiero ser tú, tu sangre, esa lava rugiente
que regando encerrada bellos miembros extremos
siente así los hermosos límites de la vida.
Este beso en tus labios como una lenta espina,
como un mar que voló hecho un espejo,
como el brillo de un ala,
es todavía unas manos, un repasar de tu crujiente pelo,
un crepitar de la luz vengadora,
luz o espada mortal que sobre mi cuello amenaza,
pero que nunca podrá destruir la unidad de este mundo.
230
Segunda Mitad del
Siglo XX Crónica de una muerte anunciada
(Gabriel García Márquez)
Crónica de una muerte anunciada
(Gabriel García Márquez)
Gabriel García Márquez
Crónica de una muerte anunciada
Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1928) es la figura más representativa de lo que se ha
venido a llamar el «realismo mágico» hispanoamericano. Periodista, cuentista y novelista, alcanzó la
fama tras la publicación en 1967 de Cien años de soledad (novela ya publicada por El Mundo en la
231
colección Millenium I), donde recrea la geografía imaginaria de Macondo, un lugar aislado del mundo en
el que realidad y mito se confunden.
Otras obras memorables son:
El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en
los tiempos del cólera y varias colecciones de cuentos magistrales. En 1982 recibió el Premio Nóbel de
Literatura.
Crónica de una muerte anunciada, novela corta publicada en 1981, es una de Las obras más conocidas y
apreciadas de García Márquez. Relata en forma de reconstrucción casi periodística el asesinato de
Santiago Nasar a manos de los gemelos Vicario. Desde el comienzo de la narración se anuncia que
Santiago Nasar va a morir: es el joven hijo de un árabe emigrado y parece ser el causante de la
deshonra de Ángela, hermana de los gemelos, que ha contraído matrimonio el día anterior y ha sido
rechazada por su marido. «Nunca hubo una muerte tan anunciada», declara quien rememora los hechos
veintisiete años después: los vengadores, en efecto, no se cansan de proclamar sus propósitos por todo
el pueblo, como si quisieran evitar el mandato del destino, pero un cúmulo de casualidades hace que
quienes pueden evitar el crimen no logren intervenir o se decidan demasiado tarde. El propio Santiago
Nasar se levanta esa mañana despreocupado, ajeno por completo a la muerte que le aguarda.
La fatalidad domina todo el relato: el crimen es tan público que se hace inevitable. García Márquez se
esfuerza en demostrar que la vida, en ocasiones, se sirve de tantas casualidades que hacen imposible
convertirla en literatura. Su prosa escueta, precisa y pegada al terreno logra envolver de credibilidad lo
exageradamente increíble, inventando una tensión narrativa donde ya no hay argumento, volviendo del
revés el tiempo para que revele sus verdades, dejando una duda en el aire que acabará por destruir a
los protagonistas de este drama, que fue adaptado a la gran pantalla en 1987, dirigido por Franceso
Rosie interpretado por Rupert Everett, Ornella Muti y Gian Maria Volonté.
PRÓLOGO
Santiago Gamboa
Hace un par de años, en su casa de Bogotá, al frente del Parque de la 88, le pregunté a García Márquez
si nunca había sentido la tentación de escribir una novela negra. «Ya la escribí —me dijo—, es Crónica
de una muerte anunciada». Afuera, sobre el césped verde, amos y perros daban el paseo del mediodía
bajo un sol radiante, raro en Bogotá para el mes de febrero. «Lo que sucede es que yo no quise que el
lector empezara por el final para ver si se cometía el crimen o no —continuó diciendo—, así que decidí
ponerlo en la frase inicial del libro». Era la primera vez que veía a García Márquez. Yo había aprendido a
amar la literatura por haber leído, entre otras cosas, sus novelas. Estaba muy emocionado escuchándolo.
«De este modo agregó— la gente descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fine lo
que pasó».
Dicho esto enumeró una larga serie de historias de género negro en la literatura y concluyó que su
preferida era Edipo Rey, de Sófocles: «Porque al final uno descubre que el detective y el asesino son la
misma persona». A García Márquez le gusta hablar de literatura. Quedan pocos escritores a los que les
guste hablar de literatura.
232
Pero Crónica de una muerte anunciada es, sobre todo, una exacta y eficaz pieza de relojería. Los
hechos que rodean la muerte de Santiago Nasar, en la madrugada siguiente al fallido matrimonio de
Bayardo San Román con Ángela Vicario, van siendo reconstruidos uno a uno por el narrador, agregando
cada vez, con los testimonios de los protagonistas, la información necesaria para que el muro se levante
en equilibrio, la curiosidad del lector quede azuzada y se forme una ambiciosa historia coral, nutrida de
múltiples voces. Las voces de todos aquellos que, años después, recuerdan, confiesan u ocultan algún
detalle nuevo del crimen, algún matiz que completa la tragedia. Porque al fin y al cabo Crónica de una
muerte anunciada es también una tragedia moderna. Los personajes son empujados a la acción por
fuerzas que no controlan. Los hermanos Vicario, los asesinos, se ven obligados a cumplir un destino, que
es el de lavar la honra de su hermana, matando a Santiago Nasar. Pero ninguno de los dos quiere
hacerlo, y, como dice el narrador, «hicieron mucho más de lo que era imaginable para que alguien les
impidiera matarlo, y no lo consiguieron». El coronel Aponte, el alcalde, alertado por las voces, los
desarma; pero es inútil, pues es demasiado temprano y los hermanos tienen tiempo de reponer con
desgano los cuchillos. Clotilde Armenta, la propietaria de la tienda donde los Vicario esperan el
amanecer, llega incluso a sentir lástima por ellos y le suplica al alcalde que los detenga, «para librar a
esos pobres muchachos del horrible compromiso que les ha caído encima». Algo más fuerte que la
voluntad de los hombres mueve los hilos.
Los vecinos de la familia Nasar, y en realidad todo el pueblo, saben que Santiago va a ser asesinado e
intentan avisarle, pero ninguna de las estafetas llega a su destino.
Deslizan por debajo de la puerta una nota que nadie ve. Se envían razones con pordioseros que llegan
tarde, y muchos, al ver que es una muerte tan anunciada, no hacen nada simplemente porque no les
parece posible que el propio Nasar o su madre no lo sepan ya y no hayan previsto algo para evitarlo. La
madre del narrador es una de las que sí cree que debe hacer algo, y entonces se viste para salir a
alertar a la mamá de Santiago Nasar; pero antes tiene esta extraordinaria conversación con su marido,
quien le pregunta adónde va:
A prevenir a mi comadre Plácida —contestó ella—. No es justo que todo el mundo sepa que le van a
matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
—Tenemos tantos vínculos con ella como con los Vicario —dijo mi padre.
—Hay que estar siempre del lado del muerto —dijo ella.
Pero cuando sale a la calle le dicen que ya lo mataron. Y así, todos los que quieren prevenir la muerte son
cuidadosamente apartados: sus mensajes no llegan. En realidad, el único en todo el pueblo que no sabe
del crimen es la propia víctima, perdido entre otras cosas por el cambio en los hábitos diarios que
supone, muy de mañana, la visita de un obispo que ni siquiera puso el pie en el puerto y que los bendijo
desde el barco, alejándose entre resoplidos de vapor. Si en esas lejanías del Trópico se castigara como
delito la «no asistencia a persona en peligro», habría que meter a la cárcel a todo el pueblo, incluidos el
cura y el alcalde. Crónica de una muerte anunciada es, por lo demás, una joya rara en la obra de García
Márquez, pues es él mismo quien relata la historia en primera persona. El «yo» inquietante que desde el
principio reconstruye los hechos se va reconociendo en el autor hasta descubrirse del todo, pues dice:
233
«Muchos sabían que en la inconsciencia de la parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara
conmigo, cuando apenas había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando
nos casamos catorce años después». Mercedes Barcha es la «Gaba», así le dicen sus más íntimos amigos.
De este modo el título del libro se acaba de llenar de sentido: no sólo es una muerte anunciada, sino que
además se trata de una crónica, en el mejor estilo periodístico. García Márquez, el cronista, cita las
fuentes de cada información precisando el origen, sin que nada quede al azar de la imaginación. Y es aquí
en donde el libro adquiere su máxima precisión de relojería suiza. Las fronteras de la crónica
periodística y de la literatura se disuelven y ningún dato queda suelto, nada de lo narrado aparece sin
una previa justificación. La costa atlántica colombiana, por los años en que se publicó esta novela, era
aún vista desde la capital del país como algo remoto, y en esa mirada había ínfulas de superioridad y de
arrogancia justificadas sólo por el hecho de que en Bogotá estaban los edificios grecorromanos del
Capitolio y el Palacio Presidencial. Esa costa, y lo costeño —llamado despectivamente «corroncho» por
los del interior—, con su mezcla de tradiciones caribes, hispanas, negras y árabes, era acusada de ser la
madre de todos los vicios, la república de la pereza, de la corrupción, del nepotismo, del machismo y del
trago, de la irresponsabilidad, en fin, de todo lo negativo, mientras que Bogotá, con su rancia
aristocracia, se consideraba a sí misma la Atenas de América, la cuna de la cultura y la elegancia, el
Londres de los Andes. Pero hoy al cabo de dos décadas, la cultura de esa proscrita costa atlántica, en la
que se inscribe este libro y casi toda la obra de García Márquez, es una de las pocas cosas que a los
colombianos nos permite paliar las vergüenzas que ocasionan, en la acartonada capital, esos dos
presuntuosos edificios grecorromanos. No recuerdo cuándo leí por primera vez esta Crónica de una
muerte anunciada, pero sé que fue en Bogotá, hace ya más de quince años, recuerdo, eso sí, el extraño y
sobrecogedor efecto que me llevó a desear, en cada página, que alguien detuviera a los hermanos
Vicario, que se evitara esa muerte absurda que los condenaba a todos. Pero la muerte ya estaba
anunciada; y aún hoy, al releerlo, vuelvo a sentir que es posible, en medio de la tragedia, que los
cuchillos no alcancen a Santiago, que alguno de los mensajeros llegue a tiempo y él escape, que la puerta
de su casa se abra. Y no sucede. Santiago Nasar vuelve a morir. Me pregunto si los lectores de este
libro, dentro de doscientos o trescientos años, desearán lo mismo al leer sus páginas. Quizás sí. Lo que
es seguro es que Santiago Nasar y su muerte anunciada serán en ese entonces una de las pocas cosas de
nuestra época que aún estarán vivas.
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La caza del amor es altanería VICENTE GIL
El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para esperar el buque
en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de higuerones donde caía una llovizna
tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de
cagada de pájaros. «Siempre soñaba con árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años
después los pormenores de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un
avión de papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una
reputación muy bien ganada de interprete certera de los sueños ajenos, siempre que se los contaran en
ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos sueños de su hijo ni en los otros
sueños con árboles que él le había contado en las mañanas que precedieron a su muerte.
Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y
despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre en el paladar, y los interpretó
como estragos naturales de la parranda de bodas que se había prolongado hasta después de la media
noche. Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue
destazado como un cerdo una hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen humor, y a
todos les comentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se refería
al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana radiante con una brisa de
mar que llegaba a través de los platanales, como era de pensar que lo fuera en un buen febrero de
aquella época. Pero la mayoría estaba de acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y
bajo y un denso olor de aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna
menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo estaba reponiéndome de la
parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes, y apenas si desperté con el
alboroto de las campanas tocando a rebato, porque pensé que las habían soltado en honor del obispo.
Santiago Nasar se puso un pantalón y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin almidón, iguales a las
que se había puesto el día anterior para la boda. Era un atuendo de ocasión. De no haber sido por la
llegada del obispo se habría puesto el vestido de caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a
El Divino Rostro, la hacienda de ganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy buen
juicio aunque sin mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas,
según él decía, podían partir un caballo por la cintura. En época de perdices llevaba también sus aperos
de cetrería. En el armario tenía además un rifle 30.06 Mannlicher-Schönauer, un rifle 300 Holland
Magnum, un 22 Hornet con mira telescópica de dos poderes, y una Winchester de repetición. Siempre
dormía como durmió su padre, con el arma escondida dentro de la funda de la almohada, pero antes de
abandonar la casa aquel día le sacó los proyectiles y la puso en la gaveta de la mesa de noche.
«Nunca la dejaba cargada», me dijo su madre. Yo lo sabía, y sabía además que guardaba las armas en un
lugar y escondía la munición en otro lugar muy apartado, de modo que nadie cediera ni por casualidad a
la tentación de cargarlas dentro de la casa.
Era una costumbre sabia impuesta por su padre desde una mañana en que una sirvienta sacudió la
almohada para quitarle la funda, y la pistola se disparó al chocar contra el suelo, y la bala desbarató el
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armario del cuarto, atravesó la pared de la sala, pasó con un estruendo de guerra por el comedor de la
casa vecina y convirtió en polvo de yeso a un santo de tamaño natural en el altar mayor de la iglesia, al
otro extremo de la plaza.
Santiago Nasar, que entonces era muy niño, no olvidó nunca la lección de aquel percance. La última
imagen que su madre tenía de él era la de su paso fugaz por el dormitorio. La había despertado cuando
trataba de encontrar a tientas una aspirina en el botiquín del baño, y ella encendió la luz y lo vio
aparecer en la puerta con el vaso de agua en la mano, como había de recordarlo para siempre. Santiago
Nasar le contó entonces el sueño, pero ella no les puso atención a los árboles.
—Todos los sueños con pájaros son de buena salud —dijo.
Lo vio desde la misma hamaca y en la misma posición en que la encontré postrada por las últimas luces
de la vejez, cuando volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas dispersas el
espejo roto de la memoria. Apenas si distinguía las formas a plena luz, y tenía hojas medicinales en las
sienes para el dolor de cabeza eterno que le dejó su hijo la última vez que pasó por el dormitorio.
Estaba de costado, agarrada a las pitas del cabezal de la hamaca para tratar de incorporarse, y había
en la penumbra el olor de bautisterio que me había sorprendido la mañana del crimen.
Apenas aparecí en el vano de la puerta me confundió con el recuerdo de Santiago Nasar. «Ahí estaba»,
me dijo. «Tenía el vestido de lino blanco lavado con agua sola, porque era de piel tan delicada que no
soportaba el ruido del almidón». Estuvo un largo rato sentada en la hamaca, masticando pepas de
cardamina, hasta que se le pasó la ilusión de que el hijo había vuelto. Entonces suspiró: «Fue el hombre
de mi vida».
Yo lo vi en su memoria. Había cumplido 21 años la última semana de enero, y era esbelto y pálido, y tenía
los párpados árabes y los cabellos rizados de su padre. Era el hijo único de un matrimonio de
conveniencia que no tuvo un solo instante de felicidad, pero él parecía feliz con su padre hasta que éste
murió de repente, tres años antes, y siguió pareciéndolo con la madre solitaria hasta el lunes de su
muerte. De ella heredó el instinto. De su padre aprendió desde muy niño el dominio de las armas de
fuego, el amor por los caballos y la maestranza de las aves de presas altas, pero de él aprendió también
las buenas artes del valor y la prudencia. Hablaban en árabe entre ellos, pero no delante de Plácida
Linero para que no se sintiera excluida. Nunca se les vio armados en el pueblo, y la única vez que
trajeron sus halcones amaestrados fue para hacer una demostración de altanería en un bazar de
caridad. La muerte de su padre lo había forzado a abandonar los estudios al término de la escuela
secundaria, para hacerse cargo de la hacienda familiar. Por sus méritos propios, Santiago Nasar era
alegre y pacífico, y de corazón fácil.
El día en que lo iban a matar, su madre creyó que él se había equivocado de fecha cuando lo vio vestido
de blanco. «Le recordé que era lunes», me dijo. Pero él le explicó que se había vestido de pontifical por
si tenía ocasión de besarle el anillo al obispo. Ella no dio ninguna muestra de interés.
—Ni siquiera se bajará del buque —le dijo—. Echará una bendición de compromiso, como siempre, y se
irá por donde vino. Odia a este pueblo.
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Santiago Nasar sabía que era cierto, pero los fastos de la iglesia le causaban una fascinación
irresistible. «Es como el cinc», me había dicho alguna vez. A su madre, en cambio, lo único que le
interesaba de la llegada del obispo era que el hijo no se fuera a mojar en la lluvia, pues lo había oído
estornudar mientras dormía. Le aconsejó que llevara un paraguas, pero él le hizo un signo de adiós con la
mano y salió del cuarto. Fue la última vez que lo vio.
Victoria Guzmán, la cocinera, estaba segura de que no había llovido aquel día, ni en todo el mes de
febrero. «Al contrario», me dijo cuando vine a verla, poco antes de su muerte. «El sol calentó más
temprano que en agosto». Estaba descuartizando tres conejos para el almuerzo, rodeada de perros
acezantes, cuando Santiago Nasar entró en la cocina. «Siempre se levantaba con cara de mala noche»,
recordaba sin amor Victoria Guzmán. Divina Flor, su hija, que apenas empezaba a florecer, le sirvió a
Santiago Nasar un tazón de café cerrero con un chorro de alcohol de caña, como todos los lunes, para
ayudarlo a sobrellevar la carga de la noche anterior. La cocina enorme, con el cuchicheo de la lumbre y
las gallinas dormidas en las perchas, tenía una respiración sigilosa.
Santiago Nasar masticó otra aspirina y se sentó a beber a sorbos lentos el tazón de café, pensando
despacio, sin apartar la vista de las dos mujeres que destripaban los conejos en la hornilla. A pesar de
la edad, Victoria Guzmán se conservaba entera. La niña, todavía un poco montaraz, parecía sofocada por
el ímpetu de sus glándulas. Santiago Nasar la agarró por la muñeca cuando ella iba a recibirle el tazón
vacío.
—Ya estás en tiempo de desbravar —le dijo.
Victoria Guzmán le mostró el cuchillo ensangrentado.
—Suéltala, blanco —le ordenó en serio—. De esa agua no beberás mientras yo esté viva.
Había sido seducida por Ibrahim Nasar en la plenitud de la adolescencia. La había amado en secreto
varios años en los establos de la hacienda, y la llevó a servir en su casa cuando se le acabó el afecto.
Divina Flor, que era hija de un marido más reciente, se sabía destinada a la cama furtiva de Santiago
Nasar, y esa idea le causaba una ansiedad prematura. «No ha vuelto a nacer otro hombre como ése», me
dijo, gorda y mustia, y rodeada por los hijos de otros amores. «Era idéntico a su padre —le replicó
Victoria Guzmán—. Un mierda». Pero no pudo eludir una rápida ráfaga de espanto al recordar el horror
de Santiago Nasar cuando ella arrancó de cuajo las entrañas de un conejo y les tiró a los perros el
tripajo humeante.
—No seas bárbara —le dijo él—. Imagínate que fuera un ser humano.
Victoria Guzmán necesitó casi 20 años para entender que un hombre acostumbrado a matar animales
inermes expresara de pronto semejante horror. «Dios Santo —exclamó asustada—, de modo que todo
aquello fue una revelación!» Sin embargo, tenía tantas rabias atrasadas la mañana del crimen, que siguió
cebando a los perros con las vísceras de los otros conejos, sólo por amargarle el desayuno a Santiago
Nasar. En ésas estaban cuando el pueblo entero despertó con el bramido estremecedor del buque de
vapor en que llegaba el obispo.
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La casa era un antiguo depósito de dos pisos, con paredes de tablones bastos y un techo de cinc de dos
aguas, sobre el cual velaban los gallinazos por los desperdicios del puerto. Había sido construido en los
tiempos en que el río era tan servicial que muchas barcazas de mar, e inclusive algunos barcos de altura,
se aventuraban hasta aquí a través de las ciénagas del estuario. Cuando vino Ibrahim Nasar con los
últimos árabes, al término de las guerras civiles, ya no llegaban los barcos de mar debido a las mudanzas
del río, y el depósito estaba en desuso. Ibrahim Nasar lo compró a cualquier precio para poner una
tienda de importación que nunca puso, y sólo cuando se iba a casar lo convirtió en una casa para vivir. En
la planta baja abrió un salón que servía para todo, y construyó en el fondo una caballeriza para cuatro
animales, los cuartos de servicio, y tina cocina de hacienda con ventanas hacia el puerto por donde
entraba a toda hora la pestilencia de las aguas. Lo único que dejó intacto en el salón fue la escalera en
espiral rescatada de algún naufragio. En la planta alta, donde antes estuvieron las oficinas de aduana,
hizo dos dormitorios amplios y cinco camarotes para los muchos hijos que pensaba tener, y construyó un
balcón de madera sobre los almendros de la plaza, donde Plácida Linero se sentaba en las tardes de
marzo a consolarse de su soledad. En la fachada conservó la puerta principal y le hizo dos ventanas de
cuerpo entero con bolillos torneados. Conservó también la puerta posterior, sólo que un poco más alzada
para pasar a caballo, y mantuvo en servicio una parte del antiguo muelle. Ésa fue siempre la puerta de
más uso, no sólo porque era el acceso natural a las pesebreras y la cocina, sino porque daba a la calle del
puerto nuevo sin pasar por la plaza. La puerta del frente, salvo en ocasiones festivas, permanecía
cerrada y con tranca. Sin embargo, fue por allí, y no por la puerta posterior, por donde esperaban a
Santiago Nasar los hombres que lo iban a matar, y fue por allí por donde él salió a recibir al obispo, a
pesar de que debía darle una vuelta completa a la casa para llegar al puerto.
Nadie podía entender tantas coincidencias funestas. El juez instructor que vino de Riohacha debió
sentirlas sin atreverse a admitirlas, pues su interés de darles una explicación racional era evidente en
el sumario. La puerta de la plaza estaba citada varias veces con un nombre de folletín: La puerta fatal.
En realidad, la única explicación válida parecía ser la de Plácida Linero, que contestó a la pregunta con
su razón de madre: «Mi hijo no salía nunca por la puerta de atrás cuando estaba bien vestido».
Parecía una verdad tan fácil, que el instructor la registró en una nota marginal, pero no la sentó en el
sumario.
Victoria Guzmán, por su parte, fue terminante en la respuesta de que ni ella ni su hija sabían que a
Santiago Nasar lo estaban esperando para matarlo. Pero en el curso de sus años admitió que ambas lo
sabían cuando él entró en la cocina a tomar el café. Se lo había dicho una mujer que pasó después de las
cinco a pedir un poco de leche por caridad, y les reveló además los motivos y el lugar donde lo estaban
esperando. «No la previne porque pensé que eran habladas de borracho», me dijo. No obstante, Divina
Flor me confesó en una visita posterior, cuando ya su madre había muerto, que ésta no le había dicho
nada a Santiago Nasar porque en el fondo de su alma quería que lo mataran. En cambio ella no lo previno
porque entonces no era más que una niña asustada, incapaz de una decisión propia, y se había asustado
mucho más cuando él la agarró por la muñeca con una mano que sintió helada y pétrea, como una mano de
muerto.
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Santiago Nasar atravesó a pasos largos la casa en penumbra, perseguido por los bramidos de júbilo del
buque del obispo. Divina Flor se le adelantó para abrirle la puerta, tratando de no dejarse alcanzar por
entre las jaulas de pájaros dormidos del comedor, por entre los muebles de mimbre y las macetas de
helechos colgados de la sala, pero cuando quitó la tranca de la puerta no pudo evitar otra vez la mano de
gavilán carnicero.
«Me agarró toda la panocha —me dijo Divina Flor—. Era lo que hacía siempre cuando me encontraba sola
por los rincones de la casa, pero aquel día no sentí el susto de siempre sino unas ganas horribles de
llorar». Se apartó para dejarlo salir, y a través de la puerta entreabierta vio los almendros de la plaza,
nevados por el resplandor del amanecer, pero no tuvo valor para ver nada más. «Entonces se acabó el
pito del buque y empezaron a cantar los gallos —me dijo—. Era un alboroto tan grande, que no podía
creerse que hubiera tantos gallos en el pueblo, y pensé que venían en el buque del obispo». Lo único que
ella pudo hacer por el hombre que nunca había de ser suyo, fue dejar la puerta sin tranca, contra las
órdenes de Plácida Linero, para que él pudiera entrar otra vez en caso de urgencia. Alguien que nunca
fue identificado había metido por debajo de la puerta un papel dentro de un sobre, en el cual le
avisaban a Santiago Nasar que lo estaban esperando para matarlo, y le revelaban además el lugar y los
motivos, y otros detalles muy precisos de la confabulación. El mensaje estaba en el suelo cuando
Santiago Nasar salió de su casa, pero él no lo vio, ni lo vio Divina Flor ni lo vio nadie hasta mucho
después de que el crimen fue consumado.
Habían dado las seis y aún seguían encendidas las luces públicas. En las ramas de los almendros, y en
algunos balcones, estaban todavía las guirnaldas de colores de la boda, y hubiera podido pensarse que
acababan de colgarlas en honor del obispo. Pero la plaza cubierta de baldosas hasta el atrio de la
iglesia, donde estaba el tablado de los músicos, parecía un muladar de botellas vacías y toda clase de
desperdicios de la parranda pública. Cuando Santiago Nasar salió de su casa, varias personas corrían
hacia el puerto, apremiadas por los bramidos del buque.
El único lugar abierto en la plaza era una tienda de leche a un costado de la iglesia, donde estaban los
dos hombres que esperaban a Santiago Nasar para matarlo. Clotilde Armenta, la dueña del negocio, fue
la primera que lo vio en el resplandor del alba, y tuvo la impresión de que estaba vestido de aluminio.
«Ya parecía un fantasma», me dijo.
Los hombres que lo iban a matar se habían dormido en los asientos, apretando en el regazo los cuchillos
envueltos en periódicos, y Clotilde Armenta reprimió el aliento para no despertarlos.
Eran gemelos: Pedro y Pablo Vicario. Tenían 24 años, y se parecían tanto que costaba trabajo
distinguirlos. «Eran de catadura espesa pero de buena índole», decía el sumario.
Yo, que los conocía desde la escuela primaria, hubiera escrito lo mismo. Esa mañana llevaban todavía los
vestidos de paño oscuro de la boda, demasiado gruesos y formales para el Caribe, y tenían el aspecto
devastado por tantas horas de mala vida, pero habían cumplido con el deber de afeitarse. Aunque no
habían dejado de beber desde la víspera de la parranda, ya no estaban borrachos al cabo de tres días,
sino que parecían sonámbulos desvelados. Se habían dormido con las primeras auras del amanecer,
después de casi tres horas de espera en la tienda de Clotilde Armenta, y aquél era su primer sueño
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desde el viernes. Apenas si habían despertado con el primer bramido del buque, pero el instinto los
despertó por completo cuando Santiago Nasar salió de su casa. Ambos agarraron entonces el rollo de
periódicos, y Pedro Vicario empezó a levantarse.
—Por el amor de Dios —murmuró Clotilde Armenta—. Déjenlo para después, aunque sea por respeto al
señor obispo.
«Fue un soplo del Espíritu Santo», repetía ella a menudo. En efecto, había sido una ocurrencia
providencial, pero de una virtud momentánea. Al oírla, los gemelos Vicario reflexionaron, y el que se
había levantado volvió a sentarse. Ambos siguieron con la mirada a Santiago Nasar cuando empezó a
cruzar la plaza. «Lo miraban más bien con lástima», decía Clotilde Armenta. Las niñas de la escuela de
monjas atravesaron la plaza en ese momento trotando en desorden con sus uniformes de huérfanas.
Plácida Linero tuvo razón: el obispo no se bajó del buque. Había mucha gente en el puerto además de las
autoridades y los niños de las escuelas, y por todas partes se veían los huacales de gallos bien cebados
que le llevaban de regalo al obispo, porque la sopa de crestas era su plato predilecto. En el muelle de
carga había tanta leña arrumada, que el buque habría necesitado por lo menos dos horas para cargarla.
Pero no se detuvo. Apareció en la vuelta del río, rezongando como un dragón, y entonces la banda de
músicos empezó a tocar el himno del obispo, y los gallos se pusieron a cantar en los huacales y
alborotaron a los otros gallos del pueblo.
Por aquella época, los legendarios buques de rueda alimentados con leña estaban a punto de acabarse, y
los pocos que quedaban en servicio ya no tenían pianola ni camarotes para la luna de miel, y apenas si
lograban navegar contra la corriente. Pero éste era nuevo, y tenía dos chimeneas en vez de una con la
bandera pintada como un brazal, y la rueda de tablones de la popa le daba un ímpetu de barco de mar.
En la baranda superior, junto al camarote del capitán, iba el obispo de sotana blanca con su séquito de
españoles. «Estaba haciendo un tiempo de Navidad», ha dicho mi hermana Margot. Lo que pasó, según
ella, fue que el silbato del buque soltó un chorro de vapor a presión al pasar frente al puerto, y dejó
ensopados a` los que estaban más cerca de la orilla. Fue una ilusión fugaz: el obispo empezó a hacer la
señal de la cruz en el aire frente a la muchedumbre del muelle, y después siguió haciéndola de memoria,
sin malicia ni inspiración, hasta que el buque se perdió de vista y sólo quedó el alboroto de los gallos.
Santiago Nasar tenía motivos para sentirse defraudado. Había contribuido con varias cargas de leña
alas solicitudes públicas del padre Carmen Amador, y además había escogido él mismo los gallos de
crestas más apetitosas. Pero fue una contrariedad momentánea. Mi hermana Margot, que estaba con él
en el muelle, lo encontró de muy buen humor y con ánimos de seguir la fiesta, a pesar de que las
aspirinas no le habían causado ningún alivio. «No parecía resfriado, y sólo estaba pensando en lo que
había costado la boda», me dijo. Cristo Bedoya, que estaba con ellos, reveló cifras que aumentaron el
asombro. Había estado de parranda con Santiago Nasar y conmigo hasta un poco antes de las cuatro,
pero no había ido a dormir donde sus padres, sino que se quedó conversando en casa de sus abuelos. Allí
obtuvo muchos datos que le faltaban para calcular los costos de la parranda. Contó que se habían
sacrificado cuarenta pavos y once cerdos para los invitados, y cuatro terneras que el novio puso a asar
para el pueblo en la plaza pública. Contó que se consumieron 205 cajas de alcoholes de contrabando y
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casi 2.000 botellas de ron de caña que fueron repartidas entre la muchedumbre. No hubo una sola
persona, ni pobre ni rica, que no hubiera participado de algún modo en la parranda de mayor escándalo
que se había visto jamás en el pueblo. Santiago Nasar soñó en voz alta.
—Así será mi matrimonio —dijo—. No les alcanzará la vida para contarlo.
Mi hermana sintió pasar el ángel. Pensó una vez más en la buena suerte de Flora Miguel, que tenía tantas
cosas en la vida, y que iba a tener además a Santiago Nasar en la Navidad de ese año. «Me di cuenta de
pronto de que no podía haber un partido mejor que él», me dijo. «Imagínate: bello, formal, y con una
fortuna propia a los veintiún años». Ella solía invitarlo a desayunar en nuestra casa cuando había
caribañolas de yuca, y mi madre las estaba haciendo aquella mañana. Santiago Nasar aceptó
entusiasmado.
—Me cambio de ropa y te alcanzo —dijo, y cayó en la cuenta de que había olvidado el reloj en la mesa de
noche—. ¿Qué hora es?
Eran las 6.25. Santiago Nasar tomó del brazo a Cristo Bedoya y se lo llevó hacia la plaza.
—Dentro de un cuarto de hora estoy en tu casa —le dijo a mi hermana.
Ella insistió en que se fueran juntos de inmediato porque el desayuno estaba servido.
«Era una insistencia rara —me dijo Cristo Bedoya—. Tanto, que a veces he pensado que Margot ya sabía
que lo iban a matar y quería esconderlo en tu casa». Sin embargo, Santiago Nasar la convenció de que se
adelantara mientras él se ponía la ropa de montar, pues tenía que estar temprano en El Divino Rostro
para castrar terneros. Se despidió de ella con la misma señal de la mano con que se había despedido de
su madre, y se alejó hacia la plaza llevando del brazo a Cristo Bedoya. Fue la última vez que lo vio.
Muchos de los que estaban en el puerto sabían que a Santiago Nasar lo iban a matar.
Don Lázaro Aponte, coronel de academia en uso de buen retiro y alcalde municipal desde hacía once
años, le hizo un saludo con los dedos. «Yo tenía mis razones muy reales para creer que ya no corría
ningún peligro», me dijo. El padre Carmen Amador tampoco se preocupó. «Cuando lo vi sano y salvo
pensé que todo había sido un infundio», me dijo.
Nadie se preguntó siquiera si Santiago Nasar estaba prevenido, porque a todos les pareció imposible
que no lo estuviera.
En realidad, mi hermana Margot era una de las pocas personas que todavía ignoraban que lo iban a
matar. «De haberlo sabido, me lo hubiera llevado para la casa aunque fuera amarrado», declaró al
instructor. Era extraño que no lo supiera, pero lo era mucho más que tampoco lo supiera mi madre, pues
se enteraba de todo antes que nadie en la casa, a pesar de que hacía años que no salía a la calle, ni
siquiera para ir a misa. Yo apreciaba esa virtud suya desde que empecé a levantarme temprano para ir a
la escuela. La encontraba como era en aquellos tiempos, lívida y sigilosa, barriendo el patio con una
escoba de ramas en el resplandor ceniciento del amanecer, y entre cada sorbo de café me iba contando
lo que había ocurrido en el mundo mientras nosotros dormíamos. Parecía tener hilos de comunicación
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secreta con la otra gente del pueblo, sobre todo con la de su edad, y a veces nos sorprendía con noticias
anticipadas que no hubiera podido conocer sino por artes de adivinación. Aquella mañana, sin embargo,
no sintió el pálpito de la tragedia que se estaba gestando desde las tres de la madrugada.
Había terminado de barrer el patio, y cuando mi hermana Margot salía a recibir al obispo la encontró
moliendo la yuca para las caribañolas. «Se oían gallos», suele decir mi madre recordando aquel día. Pero
nunca relacionó el alboroto distante con la llegada del obispo, sino con los últimos rezagos de la boda.
Nuestra casa estaba lejos de la plaza grande, en un bosque de mangos frente al río.
Mi hermana Margot había ido hasta el puerto caminando por la orilla, y la gente estaba demasiado
excitada con la visita del obispo para ocuparse de otras novedades. Habían puesto a los enfermos
acostados en los portales para que recibieran la medicina de Dios, y las mujeres salían corriendo de los
patios con pavos y lechones y toda clase de cosas de comer, y desde la orilla opuesta llegaban canoas
adornadas de flores. Pero después de que el obispo pasó sin dejar su huella en la tierra, la otra noticia
reprimida alcanzó su tamaño de escándalo. Entonces fue cuando mi hermana Margot la conoció completa
y de un modo brutal: Ángela Vicario, la hermosa muchacha que se había casado el día anterior, había
sido devuelta a la casa de sus padres, porque el esposo encontró que no era virgen. «Sentí que era yo la
que me iba a morir», dijo mi hermana. «Pero por más que volteaban el cuento al derecho y al revés,
nadie podía explicarme cómo fue que el pobre Santiago Nasar terminó comprometido en semejante
enredo». Lo único que sabían con seguridad era que los hermanos de Ángela Vicario lo estaban
esperando para matarlo.
Mi hermana volvió a casa mordiéndose por dentro para no llorar. Encontró a mi madre en el comedor,
con un traje dominical de flores azules que se había puesto por si el obispo pasaba a saludarnos, y
estaba cantando el fado del amor invisible mientras arreglaba la mesa. Mi hermana notó que había un
puesto más que de costumbre.
—Es para Santiago Nasar —le dijo mi madre—. Me dijeron que lo habías invitado a desayunar.
—Quítalo —dijo mi hermana.
Entonces le contó. «Pero fue como si ya lo supiera —me dijo—. Fue lo mismo de siempre, que uno
empieza a contarle algo, y antes de que el cuento llegue a la mitad ya ella sabe cómo termina». Aquella
mala noticia era un nudo cifrado para mi madre. A Santiago Nasar le habían puesto ese nombre por el
nombre de ella, y era además su madrina de bautismo, pero también tenía un parentesco de sangre con
Pura Vicario, la madre de la novia devuelta. Sin embargo, no había acabado de escuchar la noticia cuando
ya se había puesto los zapatos de tacones y la mantilla de iglesia que sólo usaba entonces para las
visitas de pésame. Mi padre, que había oído todo desde la cama, apareció en piyama en el comedor y le
preguntó alarmado para dónde iba.
—A prevenir a mi comadre Plácida —contestó ella—. No es justo que todo el mundo sepa que le van a
matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
—Tenernos tantos vínculos con ella como con los Vicario —dijo mi padre.
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—Hay que estar siempre de parte del muerto —dijo ella.
Mis hermanos menores empezaron a salir de los otros cuartos. Los más pequeños, tocados por el soplo
de la tragedia, rompieron a llorar. Mi madre no les hizo caso, por una vez en la vida, ni le prestó
atención a su esposo.
—Espérate y me visto —le dijo él.
Ella estaba ya en la calle. Mi hermano Jaime, que entonces no tenía más de siete años, era el único que
estaba vestido para la escuela.
—Acompáñala tú —ordenó mi padre.
Jaime corrió detrás de ella sin saber qué pasaba ni para dónde iban, y se agarró de su mano. «Iba
hablando sola —me dijo Jaime—. Hombres de mala ley, decía en voz muy baja, animales de mierda que
no son capaces de hacer nada que no sean desgracias».
No se daba cuenta ni siquiera de que llevaba al niño de la mano. «Debieron pensar que me había vuelto
loca —me dijo—. Lo único que recuerdo es que se oía a lo lejos un ruido de mucha gente, como si hubiera
vuelto a empezar la fiesta de la boda, y que todo el mundo corría en dirección de la plaza». Apresuró el
paso, con la determinación de que era capaz cuando estaba una vida de por medio, hasta que alguien que
corría en sentido contrario se compadeció de su desvarío.
—No se moleste, Luisa Santiaga —le gritó al pasar—. Ya lo mataron.
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Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por primera vez en agosto del año
anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en el buque semanal con unas alforjas guarnecidas de plata
que hacían juego con las hebillas de la correa y las argollas de los botines. Andaba por los treinta años,
pero muy bien escondidos, pues tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel
cocinada a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta corta y un pantalón muy estrecho, ambos
de becerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver había venido con él
en el buque y no pudo quitarle la vista de encima durante el viaje.
«Parecía marica —me dijo—. Y era una lástima, porque estaba como para embadurnarlo de mantequilla y
comérselo vivo». No fue la única que lo pensó, ni tampoco la última en darse cuenta de que Bayardo San
Román no era un hombre de conocer a primera vista.
Mi madre me escribió al colegio a fines de agosto y me decía en una nota casual: «Ha venido un hombre
muy raro». En la carta siguiente me decía: «El hombre raro se llama Bayardo San Román, y todo el
inundo dice que es encantador, pero yo no lo he visto».
Nadie supo nunca a qué vino. A alguien que no resistió la tentación de preguntárselo, un poco antes de la
boda, le contestó: «Andaba de pueblo en pueblo buscando con quien casarme». Podía haber sido verdad,
pero lo mismo hubiera contestado cualquier otra cosa, pues tenía una manera de hablar que más bien le
servía para ocultar que para decir.
La noche en que llegó dio a entender en el cine que era ingeniero de trenes, y habló de la urgencia de
construir un ferrocarril hasta el interior para anticiparnos a las veleidades del río. Al día siguiente tuvo
que mandar un telegrama, y él mismo lo transmitió con el manipulador, y además le enseñó al
telegrafista una fórmula suya para seguir usando las pilas agotadas. Con la misma propiedad había
hablado de enfermedades fronterizas con un médico militar que pasó por aquellos meses haciendo la
leva. Le gustaban las fiestas ruidosas y largas, pero era de buen beber, separador de pleitos y enemigo
de juegos de manos. Un domingo después de misa desafió a los nadadores más diestros, que eran
muchos, y dejó rezagados a los mejores con veinte brazadas de ida y vuelta a través del río. Mi madre
me lo contó en una carta, y al final me hizo un comentario muy suyo: «Parece que también está nadando
en oro». Esto respondía a la leyenda prematura de que Bayardo San Román no sólo era capaz de hacer
todo, y de hacerlo muy bien, sino que además disponía de recursos interminables.
Mi madre le dio la bendición final en una carta de octubre. «La gente lo quiere mucho —me decía—,
porque es honrado y de buen corazón, y el domingo pasado comulgó de rodillas y ayudó a la misa en
latín». En ese tiempo no estaba permitido comulgar de pie y sólo se oficiaba en latín, pero mi madre
suele hacer esa clase de precisiones superfluas cuando quiere llegar al fondo de las cosas. Sin embargo,
después de ese veredicto consagratorio me escribió dos cartas más en las que nada me decía sobre
Bayardo San Román, ni siquiera cuando fue demasiado sabido que quería casarse con Ángela Vicario.
Sólo mucho después de la boda desgraciada me confesó que lo había conocido cuando ya era muy tarde
para corregir la carta de octubre, y que sus ojos de oro le habían causado un estremecimiento de
espanto.
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—Se me pareció al diablo —me dijo—, pero tú mismo me habías dicho que esas cosas no se deben decir
por escrito.
Lo conocí poco después que ella, cuando vine a las vacaciones de Navidad, y no lo encontré tan raro como
decían. Me pareció atractivo, en efecto, pero muy lejos de la visión idílica de Magdalena Oliver. Me
pareció más serio de lo que hacían creer sus travesuras, y de una tensión recóndita apenas disimulada
por sus gracias excesivas.
Pero sobre todo, me pareció un hombre muy triste. Ya para entonces había formalizado su compromiso
de amores con Ángela Vicario.
Nunca se estableció muy bien cómo se conocieron. La propietaria de la pensión de hombres solos donde
vivía Bayardo San Román, contaba que éste estaba haciendo la siesta en un mecedor de la sala, a fines
de setiembre, cuando Ángela Vicario y su madre, atravesaron la plaza con dos canastas de flores
artificiales. Bayardo San Román despertó a medias, vio las dos mujeres vestidas de negro inclemente
que parecían los únicos seres vivos en el marasmo de las dos de la tarde, y preguntó quién era la joven.
La propietaria le contestó que era la hija menor de la mujer que la acompañaba, y que se llamaba Ángela
Vicario. Bayardo San Román las siguió con la mirada hasta el otro extremo de la plaza.
—Tiene el nombre bien puesto —dijo.
Luego recostó la cabeza en el espaldar del mecedor, y volvió a cerrar los ojos.
—Cuando despierte —dijo—, recuérdame que me voy a casar con ella.
Ángela Vicario me contó que la propietaria de la pensión le había hablado de este episodio desde antes
de que Bayardo San Román la requiriera en amores. «Me asusté mucho», me dijo. Tres personas que
estaban en la pensión confirmaron que el episodio había ocurrido, pero otras cuatro no lo creyeron
cierto. En cambio, todas las versiones coincidían en que Ángela Vicario y Bayardo San Román se habían
visto por primera vez en las fiestas patrias de octubre, durante una verbena de caridad en la que ella
estuvo encargada de cantar las rifas. Bayardo San Román llegó a la verbena y fue derecho al mostrador
atendido por la rifera lánguida cerrada de luto hasta la empuñadura, y le preguntó cuánto costaba la
ortofónica con incrustaciones de nácar que había de ser el atractivo mayor de la feria. Ella le contestó
que no estaba para la venta sino para rifar.
—Mejor —dijo él—, así será más fácil, y además, más barata.
Ella me confesó que había logrado impresionarla, pero por razones contrarias del amor. «Yo detestaba a
los hombres altaneros, y nunca había visto uno con tantas ínfulas —me dijo, evocando aquel día—.
Además, pensé que era un polaco». Su contrariedad fue mayor cuando cantó la rifa de la ortofónica, en
medio de la ansiedad de todos, y en efecto se la ganó Bayardo San Román. No podía imaginarse que él,
sólo por impresionarla, había comprado todo los números de la rifa.
Esa noche, cuando volvió a su casa, Ángela Vicario encontró allí la ortofónica envuelta en papel de regalo
y adornada con un lazo de organza. «Nunca pude saber cómo supo que era mi cumpleaños», me dijo. Le
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costó trabajo convencer a sus padres de que no le había dado ningún motivo a Bayardo San Román para
que le mandara semejante regalo, y menos de una manera tan visible que no pasó inadvertido para nadie.
De modo que sus hermanos mayores, Pedro y Pablo, llevaron la ortofónica al hotel para devolvérsela a su
dueño, y lo hicieron con tanto revuelo que no hubo nadie que la viera venir y no la viera regresar. Con lo
único que no contó la familia fue con los encantos irresistibles de Bayardo San Román. Los gemelos no
reaparecieron hasta el amanecer del día siguiente, turbios de la borrachera, llevando otra vez la
ortofónica y llevando además a Bayardo San Román para seguir la parranda en la casa.
Ángela Vicario era la hija menor de una familia de recursos escasos. Su padre, Poncio Vicario, era
orfebre de pobres, y la vista se le acabó de tanto hacer primores de oro para mantener el honor de la
casa. Purísima del Carmen, su madre, había sido maestra de escuela hasta que se casó para siempre. Su
aspecto manso y un tanto afligido disimulaba muy bien el rigor de su carácter. «Parecía una monja»,
recuerda Mercedes.
Se consagró con tal espíritu de sacrificio a la atención del esposo y a la crianza de los hijos, que a uno
se le olvidaba a veces que seguía existiendo. Las dos hijas mayores se habían casado muy tarde. Además
de los gemelos, tuvieron una hija intermedia que había muerto de fiebres crepusculares, y dos años
después seguían guardándole un luto aliviado dentro de la casa, pero riguroso en la calle. Los hermanos
fueron criados para ser hombres. Ellas habían sido educadas para casarse. Sabían bordar con bastidor,
coser a máquina, tejer encaje de bolillo, lavar y planchar, hacer flores artificiales y dulces de fantasía,
y redactar esquelas de compromiso. A diferencia de las muchachas de la época, que habían descuidado
el culto de la muerte, las cuatro eran maestras en la ciencia antigua de velar a los enfermos, confortar
a los moribundos y amortajar a los muertos.
Lo único que mi madre les reprochaba era la costumbre de peinarse antes de dormir.
«Muchachas —les decía—: no se peinen de noche que se retrasan los navegantes». Salvo por eso,
pensaba que no había hijas mejor educadas. «Son perfectas —le oía decir con frecuencia—. Cualquier
hombre será feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir».
Sin embargo, a los que se casaron con las dos mayores les fue difícil romper el cerco, porque siempre
iban juntas a todas partes, y organizaban bailes de mujeres solas y estaban predispuestas a encontrar
segundas intenciones en los designios de los hombres.
Ángela Vicario era la más bella de las cuatro, y mi madre decía que había nacido como las grandes reinas
de la historia con el cordón umbilical enrollado en el cuello. Pero tenía un aire desamparado y una
pobreza de espíritu que le auguraban un porvenir incierto.
Yo volvía a verla año tras año, durante mis vacaciones de Navidad, y cada vez parecía más desvalida en
la ventana de su casa, donde se sentaba por la tarde a hacer flores de trapo y a cantar valses de
solteras con sus vecinas. «Ya está de colgar en un alambre —me decía Santiago Nasar—: tu prima la
boba». De pronto, poco antes del luto de la hermana, la encontré en la calle por primera vez, vestida de
mujer y con el cabello rizado, y apenas si pude creer que fuera la misma. Pero fue una visión
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momentánea: su penuria de espíritu se agravaba con los años. Tanto, que cuando se supo que Bayardo
San Román quería casarse con ella, muchos pensaron que era una perfidia de forastero.
La familia no sólo lo tomó en serió, sino con un grande alborozo. Salvo Pura Vicario, quien puso como
condición que Bayardo San Román acreditara su identidad. Hasta entonces nadie sabía quién era. Su
pasado no iba más allá de la tarde en que desembarcó con su atuendo de artista, y era tan reservado
sobre su origen que hasta el engendro más demente podía ser cierto. Se llegó a decir que había
arrasado pueblos y sembrado el terror en Casanare como comandante de tropa, que era prófugo de
Cayena, que lo habían visto en Pernambuco tratando de medrar con una pareja de osos amaestrados, y
que había rescatado los restos de un galeón español cargado de oro en el canal de los Vientos. Bayardo
San Román le puso término a tantas conjeturas con un recurso simple: trajo a su familia en pleno.
Eran cuatro: el padre, la madre y dos hermanas perturbadoras. Llegaron en un Ford T con placas
oficiales cuya bocina de pato alborotó las calles a las once de la mañana. La madre, Alberta Simonds,
una mulata grande de Curazao que hablaba el castellano todavía atravesado de papiamento, había sido
proclamada en su juventud como la más bella entre las 200 más bellas de las Antillas. Las hermanas,
acabadas de florecer, parecían dos potrancas sin sosiego. Pero la carta grande era el padre: el general
Petronio San Román, héroe de las guerras civiles del siglo anterior, y una de las glorias mayores del
régimen conservador por haber puesto en fuga al coronel Aureliano Buendía en el desastre de
Tucurinca. Mi madre fue la única que no fue a saludarlo cuando supo quién era. «Me parecía muy bien
que se casaran —me dijo—. Pero una cosa era eso, y otra muy distinta era darle la mano a un hombre
que ordenó dispararle por,la espalda a Gerineldo Márquez». Desde que asomó por la ventana del
automóvil saludando con el sombrero blanco, todos lo reconocieron por la fama de sus retratos.
Llevaba un traje de lienzo color de trigo, botines de cordobán con los cordones cruzados, y unos
espejuelos de oro prendidos con pinzas en la cruz de la nariz y sostenidos con una leontina en el ojal del
chaleco. Llevaba la medalla del valor en la solapa y un bastón con el escudo nacional esculpido en el
pomo. Fue el primero que se bajó del automóvil, cubierto por completo por el polvo ardiente de nuestros
malos caminos, y no tuvo más que aparecer en el pescante para que todo el mundo se diera cuenta de
que Bayardo San Román se iba a casar con quien quisiera.
Era Ángela Vicario quien no quería casarse con él. «Me parecía demasiado hombre para mí», me dijo.
Además, Bayardo San Román no había intentado siquiera seducirla a ella, sino que hechizó a la familia
con sus encantos. Ángela Vicario no olvidó nunca el horror de la noche en que sus padres y sus hermanas
mayores con sus maridos, reunidos en la sala de la casa, le impusieron la obligación de casarse con un
hombre que apenas había visto. Los gemelos se mantuvieron al margen. «Nos pareció que eran vainas de
mujeres», me dijo Pablo Vicario. El argumento decisivo de los padres fue que una familia dignifica da
por la modestia no tenía derecho a despreciar aquel premio del destino. Ángela Vicario se atrevió
apenas a insinuar el inconveniente de la falta de amor, pero su madre lo demolió con una sola frase:
—También el amor se aprende.
A diferencia de los noviazgos de la época, que eran largos y vigilados, el de ellos fue de sólo cuatro
meses por las urgencias de Bayardo San Román. No fue más corto porque Pura Vicario exigió esperar a
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que terminara el luto de la familia. Pero el tiempo alcanzó sin angustias por la manera irresistible con
que Bayardo San Román arreglaba las cosas.
«Una noche me preguntó cuál era la casa que más me gustaba —me contó Ángela Vicario—. Y yo le
contesté, sin saber para qué era, que la más bonita del pueblo era la quinta del viudo de Xius». Yo
hubiera dicho lo mismo. Estaba en una colina barrida por los vientos, y desde la terraza se veía el
paraíso sin limite de las ciénagas cubiertas de anémonas moradas, y en los días claros del verano se
alcanzaba a ver el horizonte nítido del Caribe, y los trasatlánticos de turistas de Cartagena de Indias.
Bayardo San Román fue esa misma noche al Club Social y se sentó a la mesa del viudo de Xius a jugar
una partida de dominó.
—Viudo —le dijo—: le compro su casa.
—No está a la venta —dijo el viudo.
—Se la compro con todo lo que tiene dentro.
El viudo de Xius le explicó con una buena educación a la antigua que los objetos de la casa habían sido
comprados por la esposa en toda una vida de sacrificios, y que para él seguían siendo como parte de ella.
«Hablaba con el alma en la mano —me dijo el doctor Dionisio Iguarán, que estaba jugando con ellos—. Yo
estaba seguro que prefería morirse antes que vender una casa donde había sido feliz durante más de
treinta años».
También Bayardo San Román comprendió sus razones.
—De acuerdo —dijo—. Entonces véndame la casa vacía.
Pero el viudo se defendió hasta el final de la partida. Al cabo de tres noches, ya mejor preparado,
Bayardo San Román,Volvió a la mesa de dominó.
—Viudo —empezó de nuevo—: ¿Cuánto cuesta la casa?
—No tiene precio.
—Diga uno cualquiera.
—Lo siento, Bayardo —dijo el viudo—, pero ustedes los jóvenes no entienden los motivos del corazón.
Bayardo San Román no hizo una pausa para pensar.
—Digamos cinco mil pesos —dijo.
—Juega limpio —le replicó el viudo con la dignidad alerta—. Esa casa no vale tanto.
—Diez mil —dijo Bayardo San Román—. Ahora mismo, y con un billete encima del otro.
El viudo lo miró con los ojos llenos de lágrimas. «Lloraba de rabia —me dijo el doctor Dionisio Iguarán,
que además de médico era hombre de letras—. Imagínate: semejante cantidad al alcance de la mano, y
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tener que decir que no por una simple flaqueza del espíritu». Al viudo de Xius no le salió la voz, pero
negó sin vacilación con la cabeza.
—Entonces hágame un último favor —dijo Bayardo San Román—. Espéreme aquí cinco minutos.
Cinco minutos después, en efecto, volvió al Club Social con las alforjas enchapadas de plata, y puso
sobre la mesa diez gavillas de billetes de a mil todavía con las bandas impresas del Banco del Estado. El
viudo de Xius murió dos años después. «Se murió de eso —decía el doctor Dionisio Iguarán—. Estaba
más sano que nosotros, pero cuando uno lo auscultaba se le sentían borboritar las lágrimas dentro del
corazón». Pues no sólo había vendido la casa con todo lo que tenía dentro, sino que le pidió a Bayardo
San Román que le fuera pagando poco a poco porque no le quedaba ni un baúl de consolación para
guardar tanto dinero.
Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen. No se le había conocido
ningún novio anterior y había crecido junto con sus hermanas bajo el rigor de una madre de hierro. Aun
cuando le faltaban menos de dos meses para casarse, Pura Vicario no permitió que fuera sola con
Bayardo San Román a conocer la casa en que iban a vivir, sino que ella y el padre ciego la acompañaron
para custodiarle la honra.
«Lo único que le rogaba a Dios es que me diera valor para matarme —me dijo Ángela Vicario—. Pero no
me lo dio». Tan aturdida estaba que había resuelto contarle la verdad a su madre para librarse de aquel
martirio, cuando sus dos únicas confidentes, que la ayudaban a hacer flores de trapo junto a la ventana,
la disuadieron de su buena intención. «Les obedecí a ciegas —me dijo— porque me habían hecho creer
que eran expertas en chanchullos de hombres». Le aseguraron que casi todas las mujeres perdían la
virginidad en accidentes de la infancia. Le insistieron en que aun los maridos más difíciles se resignaban
a cualquier cosa siempre que nadie lo supiera. La convencieron, en fin, de que la mayoría de los hombres
llegaban tan asustados a la noche de bodas, que eran incapaces de hacer nada sin la ayuda de la mujer, y
a la hora de la verdad no podían responder de sus propios actos. «Lo único que creen es lo que vean en la
sábana», le dijeron. De modo que le enseñaron artimañas de comadronas para fingir sus prendas
perdidas, y para que pudiera exhibir en su primera mañana de recién casada, abierta al sol en el patio
de su casa, la sábana de hilo con la mancha del honor.
Se casó con esa ilusión. Bayardo San Román, por su parte, debió casarse con la ilusión de comprar la
felicidad con el peso descomunal de su poder y su fortuna, pues cuanto más aumentaban los planes de la
fiesta, más ideas de delirio se le ocurrían para hacerla más grande. Trató de retrasar la boda por un día
cuando se anunció la visita del obispo, para que éste los casara, pero Ángela Vicario se opuso. «La
verdad —me dijo— es que yo no quería ser bendecida por un hombre que sólo cortaba las crestas para
la sopa y botaba en la basura el resto del gallo». Sin embargo, aun sin la bendición del obispo, la fiesta
adquirió una fuerza propia tan difícil de amaestrar, que al mismo Bayardo San Román se le salió de las
manos y terminó por ser un acontecimiento público.
El general Petronio San Román y su familia vinieron esta vez en el buque de ceremonias del Congreso
Nacional, que permaneció atracado en el muelle hasta el término de la fiesta, y con ellos vinieron
muchas gentes ilustres que sin embargo pasaron inadvertidas en el tumulto de caras nuevas. Trajeron
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tantos regalos, que fue preciso restaurar el local olvidado de la primera planta eléctrica para exhibir
los más admirables, y el resto los llevaron de una vez a la antigua casa del viudo de Mus que ya estaba
dispuesta para recibir a los recién casados. Al novio le regalaron un automóvil convertible con su
nombre grabado en letras góticas bajo el escudo de la fábrica. A la novia le regalaron un estuche de
cubiertos de oro puro para veinticuatro invitados.
Trajeron además un espectáculo de bailarines, y dos orquestas de valses que desentonaron con las
bandas locales, y con las muchas papayeras y grupos de acordeones que venían alborotados por la bulla
de la parranda.
La familia Vicario vivía en una casa modesta, con paredes de ladrillos y un, techo de palma rematado por
dos buhardas donde se metían a empollar las golondrinas en enero.
Tenía en el frente una terraza ocupada casi por completo con macetas de flores, y un patio grande con
gallinas sueltas y árboles frutales. En el fondo del patio, los gemelos tenían un criadero de cerdos, con
su piedra de sacrificios y su mesa de destazar, que fue una buena fuente de recursos domésticos desde
que a Poncio Vicario se le acabó la vista. El negocio lo había empezado Pedro Vicario, pero cuando éste
se fue al servicio militar, su hermano gemelo aprendió también el oficio de matarife.
El interior de la casa alcanzaba apenas para vivir. Por eso las hermanas mayores trataron de pedir una
casa prestada cuando se dieron cuenta del tamaño de la fiesta.
«Imagínate —me dijo Ángela Vicario—: habían pensado en la casa de Plácida Linero, pero por fortuna
mis padres se emperraron con el tema de siempre de que nuestras hijas se casan en nuestro chiquero, o
no se casan». Así que pintaron la casa de su color amarillo original, enderezaron las puertas y
compusieron los pisos, y la dejaron tan digna como fue posible para una boda de tanto estruendo. Los
gemelos se llevaron los cerdos para otra parte y sanearon la porqueriza con cal viva, pero aun así se vio
que iba a faltar espacio. Al final, por diligencias de Bayardo San. Román, tumbaron las cercas del patio,
pidieron prestadas para bailar las casas contiguas, y pusieron mesones de carpinteros para sentarse a
comer bajo la fronda de los tamarindos.
El único sobresalto imprevisto lo causó el novio en la mañana de la boda, pues llegó a buscar a Ángela
Vicario con dos horas de retraso, y ella se había negado a vestirse de novia mientras no lo viera en la
casa. «Imagínate —me dijo—: hasta me hubiera alegrado de que no llegara, pero nunca que me dejara
vestida». Su cautela pareció natural, porque no había un percance público más vergonzoso para una
mujer que quedarse plantada con el vestido de novia. En cambio, el hecho de que Ángela Vicario se
atreviera a ponerse el velo y los azahares sin ser virgen, había de ser interpretado después como una
profanación de los símbolos de la pureza. Mi madre fue la única que apreció como un acto de valor el que
hubiera jugado sus cartas marcadas hasta las últimas consecuencias. «En aquel tiempo —me explicó—,
Dios entendía esas cosas». Por el contrario, nadie ha sabido todavía con qué cartas jugó Bayardo San
Román. Desde que apareció por fin de levita y chistera, hasta que se fugó del baile con la criatura de
sus tormentos, fue la imagen perfecta del novio feliz.
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Tampoco se supo nunca con qué cartas jugó Santiago Nasar. Yo estuve con él todo el tiempo, en la
iglesia y en la fiesta, junto con Cristo Bedoya y mi hermano Luis Enrique, y ninguno de nosotros
vislumbró el menor cambio en su modo de ser. He tenido que repetir esto muchas veces, pues los cuatro
habíamos crecido juntos en la escuela y luego en la misma pandilla de vacaciones, y nadie podía creer
que tuviéramos un secreto sin compartir, y menos un secreto tan grande.
Santiago Nasar era un hombre de fiestas, y su gozo mayor lo tuvo la víspera de su muerte, calculando
los costos de la boda. En la iglesia estimó que habían puesto adornos florales por un valor igual al de
catorce entierros de primera clase. Esa precisión había de perseguirme durante muchos años, pues
Santiago Nasar me había dicho a menudo que el olor de las flores encerradas tenía para él una relación
inmediata con la muerte, y aquel día me lo repitió al entrar en el templo. «No quiero flores en mi
entierro», me dijo, sin pensar que yo había de ocuparme al día siguiente de que no las hubiera. En el
trayecto de la iglesia a la casa de los Vicario sacó la cuenta de las guirnaldas de colores con que
adornaron las calles, calculó el precio de la música y los cohetes, y hasta de la granizada de arroz crudo
con que nos recibieron en la fiesta. En el sopor del medio día los recién casados hicieron la ronda del
patio. Bayardo San Román se había hecho muy amigo nuestro, amigo de tragos, como se decía entonces,
y parecía muy a gusto en nuestra mesa. Ángela Vicario, sin el velo y la corona y con el vestido de raso
ensopado de sudor, había asumido de pronto su cara de mujer casada. Santiago Nasar calculaba, y se lo
dijo a Bayardo San Román, que la boda iba costando hasta ese momento unos nueve mil pesos. Fue
evidente que ella lo entendió como una impertinencia. « Mi madre me había enseñado que nunca se debe
hablar de plata delante de la otra gente», me dijo. Bayardo San Román, en cambio, lo recibió de muy
buen talante y hasta con una cierta jactancia.
—Casi —dijo—, pero apenas estamos empezando. Al final será más o menos el doble.
Santiago Nasar se propuso comprobarlo hasta el último céntimo, y la vida le alcanzó justo. En efecto,
con los datos finales que Cristo Bedoya le dio al día siguiente en el puerto, 45 minutos antes de morir,
comprobó que el pronóstico de Bayardo San Román había sido exacto.
Yo conservaba un recuerdo muy confuso de la fiesta antes de que hubiera decidido rescatarla a
pedazos de la memoria ajena. Durante años se siguió hablando en mi casa de que mi padre había vuelto a
tocar el violín de su juventud en honor de los recién casados, que mi hermana la monja bailó un
merengue con su hábito de tornera, y que el doctor Dionisio Iguarán, que era primo hermano de mi
madre, consiguió que se lo llevaran en el buque oficial para no estar aquí al día siguiente cuando viniera
el obispo.
En el curso de las indagaciones para esta crónica recobré numerosas vivencias marginales, y entre ellas
el recuerdo de gracia de las hermanas de Bayardo San Román, cuyos vestidos de terciopelo con grandes
alas de mariposas, prendidas con pinzas de oro en la espalda, llamaron más la atención que el penacho de
plumas y la coraza de medallas de guerra de su padre. Muchos sabían que en la inconsciencia de la
parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas había terminado la
escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos casamos catorce años después. La
imagen más intensa que siempre conservé de aquel domingo indeseable fue la del viejo Poncio Vicario
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sentado solo en un taburete en el centro del patio. Lo habían puesto ahí pensando quizás que era el sitio
de honor, y los invitados tropezaban con él, lo confundían con otro, lo cambiaban de lugar para que no
estorbara, y él movía la cabeza nevada hacia todos lados con una expresión errática de ciego demasiado
reciente, contestando preguntas que no eran para él y respondiendo saludos fugaces que nadie le hacía,
feliz en su cerco de olvido, con la camisa acartonada de engrudo y el bastón de guayacán que le habían
comprado para la fiesta.
El acto formal terminó a las seis de la tarde cuando se despidieron los invitados de honor. El buque se
fue con las luces encendidas y dejando un reguero de valses de pianola, y por un instante quedamos a la
deriva sobre un abismo de incertidumbre, hasta que volvimos a reconocernos unos a otros y nos
hundimos en el manglar de la parranda. Los recién casados aparecieron poco después en el automóvil
descubierto, abriéndose paso a duras penas en el tumulto. Bayardo San Román reventó cohetes, tomó
aguardiente de las botellas que le tendía la muchedumbre, y se bajó del coche con Ángela Vicario para
meterse en la rueda de la cumbiamba. Por último ordenó que siguiéramos bailando por cuenta suya hasta
donde nos alcanzara la vida, y se llevó a la esposa aterrorizada para la casa de sus sueños donde el viudo
de Xius había sido feliz.
La parranda pública se dispersó en fragmentos hacia la media noche, y sólo quedó abierto el negocio de
Clotilde Armenta a un costado de la plaza. Santiago Nasar y yo, con mi hermano Luis Enrique y Cristo
Bedoya, nos fuimos para la casa de misericordias de María Alejandrina Cervantes. Por allí pasaron entre
muchos otros los hermanos Vicario, y estuvieron bebiendo con nosotros y cantando con Santiago Nasar
cinco horas antes de matarlo. Debían quedar aún algunos rescoldos desperdigados de la fiesta original,
pues de todos lados nos llegaban ráfagas de música y pleitos remotos, y nos siguieron llegando, cada vez
más tristes, hasta muy poco antes de que bramara el buque del obispo.
Pura Vicario le contó a mi madre que se había acostado a las once de la noche después de que las hijas
mayores la ayudaron a poner un poco de orden en los estragos de la boda. Como a las diez, cuando
todavía quedaban algunos borrachos cantando en el patio, Ángela Vicario había mandado a pedir una
maletita de cosas personales que estaba en el ropero de su dormitorio, y ella quiso mandarle también
una maleta con ropa de diario, pero el recadero estaba de prisa. Se había dormido a fondo cuando
tocaron a la puerta. «Fueron tres toques muy despacio —le contó a mi madre—, pero tenían esa cosa
rara de las malas noticias». Le contó que había abierto la puerta sin encender la luz para no despertar a
nadie, y vio a Bayardo San Román en el resplandor del farol público, con la camisa de seda sin abotonar
y los pantalones de fantasía sostenidos con tirantes elásticos. «Tenía ese color verde de los sueños», le
dijo Pura Vicario a mi madre. Ángela Vicario estaba en la sombra, de modo que sólo la vio cuando
Bayardo San Román la agarró por el brazo y la puso en la luz. Llevaba el traje de raso en piltrafas y
estaba envuelta con una toalla hasta la cintura. Pura Vicario creyó que se habían desbarrancado con el
automóvil y estaban muertos en el fondo del precipicio.
—Ave María Purísima —dijo aterrada—. Contesten si todavía son de este mundo.
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Bayardo San Román no entró, sino que empujó con suavidad a su esposa hacia el interior de la casa, sin
decir una palabra. Después besó a Pura Vicario en la mejilla y le habló con una voz de muy hondo
desaliento pero con mucha ternura.
—Gracias por todo, madre —le dijo—. Usted es una santa.
Sólo Pura Vicario supo lo que hizo en las dos horas siguientes, y se fue a la muerte con su secreto. «Lo
único que recuerdo es que me sostenía por el pelo con una mano y me golpeaba con la otra con tanta
rabia que pensé que me iba a matar», me contó Ángela Vicario. Pero hasta eso lo hizo con tanto sigilo,
que su marido y sus hijas mayores, dormidos en los otros cuartos, no se enteraron de nada hasta el
amanecer cuando ya estaba consumado el desastre.
Los gemelos volvieron a la casa un poco antes de las tres, llamados de urgencia por su madre.
Encontraron a Ángela Vicario tumbada bocabajo en un sofá del comedor y con la cara macerada a
golpes, pero había terminado de llorar. «Ya no estaba asustada —me dijo—. Al contrario: sentía como si
por fin me hubiera quitado de encima la conduerma de la muerte, y lo único que quería era que todo
terminara rápido para tirarme a dormir».
Pedro Vicario, el más resuelto de los hermanos, la levantó en vilo por la cintura y la sentó en la mesa del
comedor.
—Anda, niña —le dijo temblando de rabia—: dinos quién fue.
Ella se demoró apenas el tiempo necesario para decir el nombre. Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a
primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó
clavado en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba
escrita desde siempre.
—Santiago Nasar —dijo.
253
El abogado sustentó la tesis del homicidio en legítima defensa del honor, que fue admitida por el
tribunal de conciencia, y los gemelos declararon al final del juicio que hubieran vuelto a hacerlo mil
veces por los mismos motivos. Fueron ellos quienes vislumbraron el recurso de la defensa desde que se
rindieron ante su iglesia pocos minutos después del crimen. Irrumpieron jadeando en la Casa Cural,
perseguidos de cerca por un grupo de árabes enardecidos, y pusieron los cuchillos con el acero limpio en
la mesa del padre Amador. Ambos estaban exhaustos por el trabajo bárbaro de la muerte, y tenían la
ropa y los brazos empapados y la cara embadurnada de sudor y de sangre todavía viva, pero él párroco
recordaba la rendición como un acto de una gran dignidad.
—Lo matamos a conciencia —dijo Pedro Vicario—, pero somos inocentes.
—Tal vez ante Dios —dijo el padre Amador.
—Ante Dios y ante los hombres —dijo Pablo Vicario—. Fue un asunto de honor.
Más aún: en la reconstrucción de los hechos fingieron un encarnizamiento mucho más inclemente que el
de la realidad, hasta el extremo de que fue necesario reparar con fondos públicos la puerta principal de
la casa de Plácida Linero, que quedó desportillada a punta de cuchillo. En el panóptico de Riohacha,
donde estuvieron tres años en espera del juicio porque no tenían con que pagar la fianza para la libertad
condicional, los reclusos más antiguos los recordaban por su buen carácter y su espíritu social, pero
nunca advirtieron en ellos ningún indicio de arrepentimiento. Sin embargo, la realidad parecía ser que
los hermanos Vicario no hicieron nada de lo que convenía para matar a Santiago Nasar de inmediato y
sin espectáculo público, sino que hicieron mucho más de lo que era imaginable para que alguien les
impidiera matarlo, y no lo consiguieron.
Según me dijeron años después, habían empezado por buscarlo en la casa de María Alejandrina
Cervantes, donde estuvieron con él hasta las dos. Este dato, como muchos otros, no fue registrado en el
sumario. En realidad, Santiago Nasar ya no estaba ahí a la hora en que los gemelos dicen que fueron a
buscarlo, pues habíamos salido a hacer una ronda de serenatas, pero en todo caso no era cierto que
hubieran ido. «Jamás habrían vuelto a salir de aquí», me dijo María Alejandrina Cervantes, y
conociéndola tan bien, nunca lo puse en duda. En cambio, lo fueron a esperar en la casa de Clotilde
Armenta, por donde sabían que iba a pasar medio mundo menos Santiago Nasar. «Era el único lugar
abierto», declararon al instructor. «Tarde o temprano tenía que salir por ahí», me dijeron a mí, después
de que fueron absueltos. Sin embargo, cualquiera sabía que la puerta principal de la casa de Plácida
Linero permanecía trancada por dentro, inclusive durante el día, y que Santiago Nasar llevaba siempre
consigo las llaves de la entrada posterior. Por allí entró de regreso a su casa, en efecto, cuando hacía
más de una hora que los gemelos Vicario lo esperaban por el otro lado, y si después salió por la puerta
de la plaza cuando iba a recibir al obispo fue por una razón tan imprevista que el mismo instructor del
sumario no acabó de entenderla.
Nunca hubo una muerte más anunciada. Después de que la hermana les reveló el nombre, los gemelos
Vicario pasaron por el depósito de la pocilga, donde guardaban los útiles de sacrificio, y escogieron los
dos cuchillos mejores: uno de descuartizar, de diez pulgadas de largo por dos y media de ancho, y otro
de limpiar, de siete pulgadas de largo por una y media de ancho. Los envolvieron en un trapo, y se fueron
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a afilarlos en el mercado de carnes, donde apenas empezaban a abrir algunos expendios. Los primeros
clientes eran escasos, pero veintidós personas declararon haber oído cuanto dijeron, y todas coincidían
en la impresión de que lo habían dicho con el único propósito de que los oyeran. Faustino Santos, un
carnicero amigo, los vio entrar a las 3.20 cuando acababa de abrir su mesa de vísceras, y no entendió
por qué llegaban el lunes y tan temprano, y todavía con los vestidos de paño oscuro de la boda. Estaba
acostumbrado a verlos los viernes, pero un poco más tarde, y con los delantales de cuero que se ponían
para la matanza. «Pensé que estaban tan borrachos —me dijo Faustino Santos—, que no sólo se habían
equivocado de hora sino también de fecha». Les recordó que era lunes.
—Quién no lo sabe, pendejo —le contestó de buen modo Pablo Vicario—. Sólo venimos a afilar los
cuchillos.
Los afilaron en la piedra giratoria, y como lo hacían siempre: Pedro sosteniendo los dos cuchillos y
alternándolos en la piedra, y Pablo dándole vuelta a la manivela. Al mismo tiempo hablaban del esplendor
de la boda con los otros carniceros. Algunos se quejaron de no haber recibido su ración de pastel, a
pesar de ser compañeros de oficio, y ellos les prometieron que las harían mandar más tarde. Al final,
hicieron cantar los cuchillos en la piedra, y Pablo puso el suyo junto a la lámpara para que destellara el
acero:
—Vamos a matar a Santiago Nasar —dijo.
Tenían tan bien fundada su reputación de gente buena, que nadie les hizo caso.
«Pensamos que eran vainas de borrachos», declararon varios carniceros, lo mismo que Victoria Guzmán y
tantos otros que los vieron después. Yo había de preguntarles alguna vez a los carniceros si el oficio de
matarife no revelaba un alma predispuesta para matar un ser humano. Protestaron: «Cuando uno
sacrifica una res no se atreve a mirarle los ojos». Uno de ellos me dijo que no podía comer la carne del
animal que degollaba. Otro me dijo que no sería capaz de sacrificar una vaca que hubiera conocido
antes, y menos si había tomado su leche. Les recordé que los hermanos Vicario sacrificaban los mismos
cerdos que criaban, y les eran tan familiares que los distinguían por sus nombres. «Es cierto —me
replicó uno—, pero fíjese que no les ponían nombres de gente sino de flores».
Faustino Santos fue el único que percibió una lumbre de verdad en la amenaza de Pablo Vicario, y le
preguntó en broma por qué tenían que matar a Santiago Nasar habiendo tantos ricos que merecían
morir primero.
—Santiago Nasar sabe por qué —le contestó Pedro Vicario.
Faustino Santos me contó que se había quedado con la duda, y se la comunicó a un agente de la policía
que pasó poco más tarde a comprar una libra de hígado para el desayuno del alcalde. El agente, de
acuerdo con el sumario, se llamaba Leandro Pornoy, y murió el año siguiente por una cornada de toro en
la yugular durante las fiestas patronales. De modo que nunca pude hablar con él, pero Clotilde Armenta
me confirmó que fue la primera persona que estuvo en su tienda cuando ya los gemelos Vicario se habían
sentado a esperar.
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Clotilde Armenta acababa de reemplazar a su marido en el mostrador. Era el sistema habitual. La tienda
vendía leche al amanecer y víveres durante el día, y se transformaba en cantina desde las seis de la
tarde. Clotilde Armenta la abría a las 3.30 de la madrugada. Su marido, el buen don Rogelio de la Flor,
se hacía cargo de la cantina hasta la hora de cerrar. Pero aquella noche hubo tantos clientes
descarriados de la boda, que se acostó pasadas las tres sin haber cerrado, y ya Clotilde Armenta
estaba levantada más temprano que de costumbre, porque quería terminar antes de que llegara el
obispo.
Los hermanos Vicario entraron a las 4.10. A esa hora sólo se vendían cosas de comer, pero Clotilde
Armenta les vendió una botella de aguardiente de caña, no sólo por el aprecio que les tenía, sino también
porque estaba muy agradecida por la porción de pastel de boda que le habían mandado. Se bebieron la
botella entera con dos largas tragantadas, pero siguieron impávidos. «Estaban pasmados —me dijo
Clotilde Armenta—, y ya no podían levantar presión ni con petróleo de lámpara». Luego se quitaron las
chaquetas de paño, las colgaron con mucho cuidado en el espaldar de las sillas, y pidieron otra botella.
Tenían la camisa sucia de sudor seco y una barba del día anterior que les daba un aspecto montuno. La
segunda botella se la tomaron más despacio, sentados, mirando con insistencia hacia la casa de Plácida
Linero, en la acera de enfrente, cuyas ventanas estaban apagadas. La más grande del balcón era la del
dormitorio de Santiago Nasar. Pedro Vicario le preguntó a Clotilde Armenta si había visto luz en esa
ventana, y ella le contestó que no, pero le pareció un interés extraño.
—¿Le pasó algo? —preguntó.
—Nada —le contestó Pedro Vicario—. No más que lo andamos buscando para matarlo.
Fue una respuesta tan espontánea que ella no pudo creer que fuera cierta. Pero se fijó en que los
gemelos llevaban dos cuchillos de matarife envueltos en trapos de cocina.
—¿Y se puede saber por qué quieren matarlo tan temprano? —preguntó.
—Él sabe por qué —contestó Pedro Vicario.
Clotilde Armenta los examinó en serio. Los conocía tan bien que podía distinguirlos, sobre todo después
de que Pedro Vicario regresó del cuartel. «Parecían dos niños», me dijo. Y esa reflexión la asustó, pues
siempre había pensado que sólo los niños son capaces de todo. Así que acabó de preparar los trastos de
la leche, y se fue a despertar a su marido para contarle lo que estaba pasando en la tienda. Don Rogelio
de la Flor la escuchó medio dormido.
—No seas pendeja —le dijo—, ésos no matan a nadie, y menos a un rico.
Cuando Clotilde Armenta volvió a la tienda los gemelos estaban conversando con el agente Leandro
Pornoy, que iba por la leche del alcalde. No oyó lo que hablaron, pero supuso que algo le habían dicho de
sus propósitos, por la forma en que observó los cuchillos al salir.
El coronel Lázaro Aponte se había levantado un poco antes de las cuatro. Acababa de afeitarse cuando
el agente Leandro Pornoy le reveló las intenciones de los hermanos Vicario. Había resuelto tantos
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pleitos de amigos la noche anterior, que no se dio ninguna prisa por uno más. Se vistió con calma, se hizo
varias veces hasta que le quedó perfecto el corbatín de mariposa, y se colgó en el cuello el escapulario
de la Congregación de María para recibir al obispo. Mientras desayunaba con un guiso de hígado
cubierto de anillos de cebolla, su esposa le'contó muy excitada que Bayardo San Román había devuelto a
Ángela Vicario, pero él no lo tomó con igual dramatismo.
—¡Dios mío! —se burló—, ¿qué va a pensar el obispo?
Sin embargo, antes de terminar el desayuno recordó lo que acababa de decirle el ordenanza, juntó las
dos noticias y descubrió de inmediato que casaban exactas como dos piezas de un acertijo. Entonces
fue a la plaza por la calle del puerto nuevo, cuyas casas empezaban a revivir por la llegada del obispo.
«Recuerdo con seguridad que eran casi las cinco y empezaba a llover», me dijo el coronel Lázaro
Aponte. En el trayecto, tres personas lo detuvieron para contarle en secreto que los hermanos Vicario
estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, pero sólo uno supo decirle dónde.
Los encontró en la tienda de Clotilde Armenta. «Cuando los vi pensé que eran puras bravuconadas —me
dijo con su lógica personal—, porque no estaban tan borrachos como yo creía». Ni siquiera los interrogó
sobre sus intenciones, sino que les quitó los cuchillos y los mandó a dormir. Los trataba con la misma
complacencia de sí mismo con que había sorteado la alarma de la esposa.
—¡Imagínense —les dijo—: qué va a decir el obispo si los encuentra en ese estado!
Ellos se fueron. Clotilde Armenta sufrió una desilusión más con la ligereza del alcalde, pues pensaba que
debía arrestar a los gemelos hasta esclarecer la verdad. El coronel Aponte le mostró los cuchillos como
un argumento final.
—Ya no tienen con qué matar a nadie —dijo.
—No es por eso —dijo Clotilde Armenta—. Es para librar a esos pobres muchachos del horrible
compromiso que les ha caído encima.
Pues ella lo había intuido. Tenía la certidumbre de que los hermanos Vicario no estaban tan ansiosos por
cumplir la sentencia como por encontrar a alguien que les hiciera el favor de impedírselo. Pero el
coronel Aponte estaba en paz con su alma.
—No se detiene a nadie por sospechas —dijo—. Ahora es cuestión de prevenir a Santiago Nasar, y feliz
año nuevo.
Clotilde Armenta recordaría siempre que el talante rechoncho del coronel Aponte le causaba una cierta
desdicha, y en cambio yo lo evocaba como un hombre feliz; aunque un poco trastornado por la práctica
solitaria del espiritismo aprendido por correo. Su comportamiento de aquel lunes fue la prueba
terminante de su frivolidad. La verdad es que no volvió a acordarse de Santiago Nasar hasta que lo vio
en el puerto, y entonces se felicitó por haber tomado la decisión justa.
Los hermanos Vicario les habían contado sus propósitos a más de doce personas que fueron a comprar
leche, y éstas los habían divulgado por todas partes antes de las seis.
257
A Clotilde Arrnenta le parecía imposible que no se supiera en la casa de enfrente. Pensaba que Santiago
Nasar no estaba allí, pues no había visto encenderse la luz del dormitorio, y a todo el que pudo le pidió
prevenirlo donde lo vieran. Se lo mandó a decir, inclusive, al padre Amador, con la novicia de servicio que
fue a comprar la leche para las monjas. Después de las cuatro, cuando vio luces en la cocina de la casa
de Plácida Linero, le mandó el último recado urgente a Victoria Guzmán con la pordiosera que iba todos
los días a pedir un poco de leche por caridad. Cuando bramó el buque del obispo casi todo el mundo
estaba despierto para recibirlo, y éramos muy pocos quienes no sabíamos que los gemelos Vicario
estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo, y se conocía además el motivo con sus pormenores
completos.
Clotilde Armenta no había acabado de vender la leche cuando volvieron los hermanos Vicario con otros
dos cuchillos envueltos en periódicos. Uno era de descuartizar, con una hoja oxidada y dura de doce
pulgadas de largo por tres de ancho, que había sido fabricado por Pedro Vicario con el metal de una
segueta, en una época en que no venían cuchillos alemanes por causa de la guerra. El otro era más corto,
pero ancho y curvo. El juez instructor lo dibujó en el sumario, tal vez porque no lo pudo describir, y se
arriesgó apenas a indicar que parecía un alfanje en miniatura. Fue con estos cuchillos que se cometió el
crimen, y ambos eran rudimentarios y muy usados.
Faustino Santos no pudo entender lo que había pasado. «Vinieron a afilar otra vez los cuchillos —me
dijo— y volvieron a gritar para que los oyeran que iban a sacarle las tripas a Santiago Nasar, así que yo
creí que estaban mamando gallo, sobre todo porque no me fijé en los cuchillos, y pensé que eran los
mismos». Esta vez, sin embargo, Clotilde Armenta notó desde que los vio entrar que no llevaban la
misma determinación de antes.
En realidad, habían tenido la primera discrepancia. No sólo eran mucho más distintos por dentro de lo
que parecían por fuera, sino que en emergencias difíciles tenían caracteres contrarios. Sus amigos lo
habíamos advertido desde la escuela primaria.
Pablo Vicario era seis minutos mayor que el hermano, y fue más imaginativo y resuelto hasta la
adolescencia. Pedro Vicario me pareció siempre más sentimental, y por lo mismo más autoritario. Se
presentaron juntos para el servicio militar a los 20 años, y Pablo Vicario fue eximido para que se
quedara al frente de la familia. Pedro Vicario cumplió el servicio durante once meses en patrullas de
orden público. El régimen de tropa, agravado por el miedo de la muerte, le maduró la vocación de
mandar y la costumbre de decidir por su hermano. Regresó con una blenorragia de sargento que resistió
a los métodos más brutales de la medicina militar, y a las inyecciones de arsénico y las purgaciones de
permanganato del doctor Dionisio Iguarán. Sólo en la cárcel lograron sanarlo. Sus amigos estábamos de
acuerdo en que Pablo Vicario desarrolló de pronto una dependencia rara de hermano menor cuando
Pedro Vicario regresó con un alma cuartelaria y con la novedad de levantarse la camisa para mostrarle a
quien quisiera verla una cicatriz de bala de sedal en el costado izquierdo. Llegó a sentir, inclusive, una
especie de fervor ante la blenorragia de hombre grande que su hermano exhibía como una
condecoración de guerra.
258
Pedro Vicario, según declaración propia, fue el que tomó la decisión de matar a Santiago Nasar, y al
principio su hermano no hizo más que seguirlo. Pero también fue él quien pareció dar por cumplido el
compromiso cuando los desarmó el alcalde, y entonces fue Pablo Vicario quien asumió el mando. Ninguno
de los dos mencionó este desacuerdo en sus declaraciones separadas ante el instructor. Pero Pablo
Vicario me confirmó varias veces que no le fue fácil convencer al hermano de la resolución final. Tal vez
no fuera en realidad sino una ráfaga de pánico, pero el hecho es que Pablo Vicario entró solo en la
pocilga a buscar los otros dos cuchillos, mientras el hermano agonizaba gota a gota tratando de orinar
bajo los tamarindos. «Mi hermano no supo nunca lo que es eso —me dijo Pedro Vicario en nuestra única
entrevista—. Era como orinar vidrio molido». Pablo Vicario lo encontró todavía abrazado del árbol
cuando volvió con los cuchillos. «Estaba sudando frío del dolor —me dijo— y trató de decir que me
fuera yo solo porque él no estaba en condiciones de matar a nadie». Se sentó en uno de los mesones de
carpintero que habían puesto bajo los árboles para el almuerzo de la boda, y se bajó los pantalones
hasta las rodillas. «Estuvo como media hora cambiándose la gasa con que llevaba envuelta la pinga», me
dijo Pablo Vicario. En realidad no se demoró más de diez minutos, pero fue algo tan difícil, y tan
enigmático para Pablo Vicario, que lo interpretó como una nueva artimaña del hermano para perder el
tiempo hasta el amanecer. De modo que le puso el cuchillo en la mano y se lo llevó casi por la fuerza a
buscar la honra perdida de la hermana.
—Esto no tiene remedio —le dijo—: es como si ya nos hubiera sucedido.
Salieron por el portón de la porqueriza con los cuchillos sin envolver, perseguidos por el alboroto de los
perros en los patios. Empezaba a aclarar. «No estaba lloviendo», recordaba Pablo Vicario. «Al contrario
—recordaba Pedro—: había viento de mar y todavía las estrellas se podían contar con el dedo». La
noticia estaba entonces tan bien repartida, que Hortensia Baute abrió la puerta justo cuando ellos
pasaban frente a su casa, y fue la, primera que lloró por Santiago Nasar. «Pensé que ya lo habían
matado —me dijo—, porque vi los cuchillos con la luz del poste y me pareció que iban chorreando
sangre». Una de las pocas casas que estaban abiertas en esa calle extraviada era la de Prudencia Cotes,
la novia de Pablo Vicario. Siempre que los gemelos pasaban por ahí a esa hora, y en especial los viernes
cuando iban para el mercado, entraban a tomar el primer café. Empujaron la puerta del patio, acosados
por los perros que los reconocieron en la penumbra del alba, y saludaron a la madre de Prudencia Cotes
en la cocina. Aún no estaba el café.
—Lo dejamos para después —dijo Pablo Vicario—, ahora vamos de prisa.
—Me lo imagino, hijos —dijo ella—: el honor no espera.
Pero de todos modos esperaron, y entonces fue Pedro Vicario quien pensó que el hermano estaba
perdiendo el tiempo a propósito. Mientras tomaban el café, Prudencia Cotes salió a la cocina en plena
adolescencia con un rollo de periódicos viejos para animar la lumbre de la hornilla. «Yo sabía en qué
andaban —me dijo— y no sólo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía
como hombre». Antes de abandonar la cocina, Pablo Vicario le quitó dos secciones de periódicos y le dio
una al hermano para envolver los cuchillos. Prudencia Cotes se quedó esperando en la cocina hasta que
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los vio salir por la puerta del patio, y siguió esperando durante tres años sin un instante de desaliento,
hasta que Pablo Vicario salió de la cárcel y fue su esposo de toda la vida.
—Cuídense mucho —les dijo.
De modo que a Clotilde Armenta no le faltaba razón cuando le pareció que los gemelos no estaban tan
resueltos como antes, y les sirvió una botella de gordolobo de vaporino con la esperanza de rematarlos.
«¡Ese día me di cuenta —me dijo— de lo solas que estamos las mujeres en el mundo!» Pedro Vicario le
pidió prestado los utensilios de afeitar de su marido, y ella le llevó la brocha, el jabón, el espejo de
colgar y la máquina con la cuchilla nueva, pero él se afeitó con el cuchillo de destazar. Clotilde Armenta
pensaba que eso fue el colmo del machismo. «Parecía un matón de cine», me dijo. Sin embargo, él me
explicó después, y era cierto, que en el cuartel había aprendido a afeitarse con navaja barbera, y nunca
más lo pudo hacer de otro modo. Su hermano, por su parte, se afeitó del modo más humilde con la
máquina prestada de don Rogelio de la Flor. Por último se bebieron la botella en silencio, muy despacio,
contemplando con el aire lelo de los amanecidos la ventana apagada en la casa de enfrente, mientras
pasaban clientes fingidos comprando leche sin necesidad y preguntando por cosas de comer que no
existían, con la intención de ver si era cierto que estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo.
Los hermanos Vicario no verían encenderse esa ventana. Santiago Nasar entró en su casa a las 4.20,
pero no tuvo que encender ninguna luz para llegar al dormitorio porque el foco de la escalera
permanecía encendido durante la noche. Se tiró sobre la cama en la oscuridad y con la ropa puesta, pues
sólo le quedaba una hora para dormir, y así lo encontró Victoria Guzmán cuando subió a despertarlo para
que recibiera al obispo.
Habíamos estado juntos en la casa de María Alejandrina Cervantes hasta pasadas las tres, cuando ella
misma despachó a los músicos y apagó las luces del patio de baile para que sus mulatas de placer se
acostaran solas a descansar. Hacía tres días con sus noches que trabajaban sin reposo, primero
atendiendo en secreto a los invitados de honor, y después destrampadas a puertas abiertas con los que
nos quedamos incompletos con la parranda de la boda. María Alejandrina Cervantes, de quien decíamos
que sólo había de dormir una vez para morir, fue la mujer más elegante y la más tierna que conocí
jamás, y la más servicial en la cama, pero también la más severa. Había nacido y crecido aquí, y aquí
vivía, en una casa de puertas abiertas con varios cuartos de alquiler y un enorme patio de baile con
calabazos de luz comprados en los bazares chinos de Paramaribo. Fue ella quien arrasó con la virginidad
de mi generación. Nos enseñó mucho más de lo que debíamos aprender, pero nos enseñó sobre todo que
ningún lugar de la vida es más triste que una canoa vacía. Santiago Nasar perdió el sentido desde que la
vio por primera vez. Yo lo previne: Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera. Pero él no
me oyó, aturdido por los silbos quiméricos de María Alejandrina Cervantes. Ella fue su pasión
desquiciada, su maestra de lágrimas a los 15 años, hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a
correazos y lo encerró más de un año en El Divino Rostro. Desde entonces siguieron vinculados por un
afecto serio, pero sin el desorden del amor, y ella le tenía tanto respeto que no volvió a acostarse con
nadie si él estaba presente. En aquellas últimas vacaciones nos despachaba temprano con el pretexto
inverosímil de que estaba cansada, pero dejaba la puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor
para que yo volviera a entrar en secreto.
260
Santiago Nasar tenía un talento casi mágico para los disfraces, y su diversión predilecta era trastocar
la identidad de las mulatas. Saqueaba los roperos de unas para disfrazar a las otras, de modo que todas
terminaban por sentirse distintas de sí mismas e iguales a las que no eran. En cierta ocasión, una de
ellas se vio repetida en otra con tal acierto, que sufrió una crisis de llanto. «Sentí que me había salido
del espejo», dijo. Pero aquella noche, María Alejandrina Cervantes no permitió que Santiago Nasar se
complaciera por última vez en sus artificios de transformista, y lo hizo con pretextos tan frívolos que
el mal sabor de ese recuerdo le cambió la vida. Así que nos llevamos a los músicos a una ronda de
serenatas, y seguirnos la fiesta por nuestra cuenta, mientras los gemelos Vicario esperaban a Santiago
Nasar para matarlo. Fue a él a quien se le ocurrió, casi a las cuatro, que subiéramos a la colina del viudo
de Xius para cantarles a los recién casados.
No sólo les cantamos por las ventanas, sino que tiramos cohetes y reventamos petardos en los jardines,
pero no percibimos ni una señal de vida dentro de la quinta. No se nos ocurrió que no hubiera nadie,
sobre todo porque el automóvil nuevo estaba en la puerta, todavía con la capota plegada y con las cintas
de raso y los macizos de azahares de parafina que les habían colgado en la fiesta. Mi hermano Luis
Enrique, que entonces tocaba la guitarra como un profesional, improvisó en honor de los recién casados
una canción de equívocos matrimoniales. Hasta entonces no había llovido. Al contrario, la luna estaba en
el centro del cielo, y el aire era diáfano, y en el fondo del precipicio se veía el reguero de luz de los
fuegos fatuos en el cementerio. Del otro lado se divisaban los sembrados de plátanos azules bajo la
luna, las ciénagas tristes y la línea fosforescente del Caribe en el horizonte. Santiago Nasar señaló una
lumbre intermitente en el mar, y nos dijo que era el ánima en pena de un barco negrero que se había
hundido con un cargamento de esclavos del Senegal frente a la boca grande de Cartagena de Indias. No
era posible pensar que tuviera algún malestar de la conciencia, aunque entonces no sabía que la efímera
vida matrimonial de Ángela Vicario había terminado dos horas antes. Bayardo San Román la había
llevado a pie a casa de sus padres para que el ruido del motor no delatara su desgracia antes de tiempo,
y estaba otra vez solo y con las luces apagadas en la quinta feliz del viudo de Xius.
Cuando bajamos la colina, mi hermano nos invitó a desayunar con pescado frito en las fondas del
mercado, pero Santiago Nasar se opuso porque quería dormir una hora hasta que llegara el obispo. Se
fue con Cristo Bedoya por la orilla del río bordeando los tambos de pobres que empezaban a encenderse
en el puerto antiguo, y antes de doblar la esquina nos hizo una señal de adiós con la mano. Fue la última
vez que lo vimos.
Cristo Bedoya, con quien estaba de acuerdo para encontrarse más tarde en el puerto, lo despidió en la
entrada posterior de su casa. Los perros le ladraban por costumbre cuando lo sentían entrar, pero él los
apaciguaba en la penumbra con el campanilleo de las llaves. Victoria Guzmán estaba vigilando la cafetera
en el fogón cuando él pasó por la cocina hacia el interior de la casa.
—Blanco —lo llamó—: ya va a estar el café.
Santiago Nasar le dijo que lo tomaría más tarde, y le pidió decirle a Divina Flor que lo despertara a las
cinco y media, y que le llevara una muda de ropa limpia igual a la que llevaba puesta. Un instante después
de que él subió a acostarse, Victoria Guzmán recibió el recado de Clotilde Armenta con la pordiosera de
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la leche. A las 5.30 cumplió la orden de despertarlo, pero no mandó a Divina Flor sino que subió ella
misma al dormitorio con el vestido de lino, pues no perdía ninguna ocasión de preservar a la hija contra
las garras del boyardo.
María Alejandrina Cervantes había dejado sin tranca la puerta de la casa. Me despedí de mi hermano,
atravesé el corredor donde dormían los gatos de las mulatas amontonados entre los tulipanes, y empujé
sin tocar la puerta del dormitorio. Las luces estaban apagadas, pero tan pronto como entré percibí el
olor de mujer tibia y vi los ojos de leoparda insomne en la oscuridad, y después no volví a saber de mí
mismo hasta que empezaron a sonar las campanas.
De paso para nuestra casa, mi hermano entró a comprar cigarrillos en la tienda de Clotilde Armenta.
Había bebido tanto, que sus recuerdos de aquel encuentro fueron siempre muy confusos, pero no olvidó
nunca el trago mortal que le ofreció Pedro Vicario.
«Era candela pura», me dijo. Pablo Vicario, que había empezado a dormirse, despertó sobresaltado
cuando lo sintió entrar, y le mostró el cuchillo.
—Vamos a matar a Santiago Nasar —le dijo.
Mi hermano no lo recordaba. «Pero aunque lo recordara no lo hubiera creído —me ha dicho muchas
veces—. ¡A quién carajo se le podía ocurrir que los gemelos iban a matar a nadie, y menos con un cuchillo
de puercos!» Luego le preguntaron dónde estaba Santiago Nasar, pues los habían visto juntos a las dos,
y mi hermano no recordó tampoco su propia respuesta. Pero Clotilde Armenta y los hermanos Vicario se
sorprendieron tanto al oírla, que la dejaron establecida en el sumario con declaraciones separadas.
Según ellos, mi hermano dijo: «Santiago Nasar está muerto». Después impartió una bendición episcopal,
tropezó en el pretil de la puerta y salió dando tumbos.
En medio de la plaza se cruzó con el padre Amador. Iba para el puerto con sus ropas de oficiar, seguido
por un acólito que tocaba la campanilla y varios ayudantes con el altar para la misa campal del obispo. Al
verlos pasar, los hermanos Vicario se santiguaron.
Clotilde Armenta me contó que habían perdido las últimas esperanzas cuando el párroco pasó de largo
frente a su casa. «Pensé que no había recibido mi recado», dijo.
Sin embargo, el padre Amador me confesó muchos años después, retirado del mundo en la tenebrosa
Casa de Salud de Calafell, que en efecto había recibido el mensaje de Clotilde Armenta, y otros más
perentorios, mientras se preparaba para ir al puerto. «La verdad es que no supe qué hacer —me dijo—.
Lo primero que pensé fue que no era un asunto mío sino de la autoridad civil, pero después resolví
decirle algo de pasada a Plácida Linero». Sin embargo, cuando atravesó la plaza lo había olvidado por
completo.
«Usted tiene que entenderlo —me dijo—: aquel día desgraciado llegaba el obispo». En el momento del
crimen se sintió tan desesperado, y tan indigno de sí mismo, que no se le ocurrió nada más que ordenar
que tocaran a fuego.
262
Mi hermano Luis Enrique entró en la casa por la puerta de la cocina, que mi madre dejaba sin cerrojo
para que mi padre no nos sintiera entrar. Fue al baño antes de acostarse, pero se durmió sentado en el
retrete, y cuando mi hermano Jaime se levantó para ir a la escuela, lo encontró tirado boca abajo en las
baldosas, y cantando dormido.
Mi hermana la monja, que no iría a esperar al obispo porque tenía una cruda de cuarenta grados, no
consiguió despertarlo. «Estaban dando las cinco cuando fui al baño», me dijo.
Más tarde, cuando mi hermana Margot entró a bañarse para ir al puerto, logró llevarlo a duras penas al
dormitorio. Desde el otro lado del sueño, oyó sin despertar los primeros bramidos del buque del obispo.
Después se durmió a fondo, rendido por la parranda, hasta que mi hermana la monja entró en el
dormitorio tratando de ponerse el hábito a la carrera, y lo despertó con su grito de loca:
—¡Mataron a Santiago Nasar!
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Los estragos de los cuchillos fueron apenas un principio de la autopsia inclemente que el padre Carmen
Amador se vio obligado a hacer por ausencia del doctor Dionisio Iguarán. «Fue como si hubiéramos
vuelto a matarlo después de muerto —me dijo el antiguo párroco en su retiro de Calafell—. Pero era una
orden del alcalde, y las órdenes de aquel bárbaro, por estúpidas que fueran, había que cumplirlas». No
era del todo justo. En la confusión de aquel lunes absurdo, el coronel Aponte había sostenido una
conversación telegráfica urgente con el gobernador de la provincia, y éste lo autorizó para que hiciera
las diligencias preliminares mientras mandaban un juez instructor. El alcalde había sido antes oficial de
tropa sin ninguna experiencia en asuntos de justicia, y era demasiado fatuo para preguntarle a alguien
que lo supiera por dónde tenía que empezar. Lo primero que lo inquietó fue la autopsia. Cristo Bedoya,
que era estudiante de medicina, logró la dispensa por su amistad íntima con Santiago Nasar. El alcalde
pensó que el cuerpo podía mantenerse refrigerado hasta que regresara el doctor Dionisio Iguarán, pero
no encontró nevera de tamaño humano, y la única apropiada en el mercado estaba fuera de servicio. El
cuerpo había sido expuesto a la contemplación pública en el centro de la sala, tendido sobre un angosto
catre de hierro mientras le fabricaban un ataúd de rico. Habían llevado los ventiladores de los
dormitorios, y algunos de las casas vecinas, pero había tanta gente ansiosa de verlo, que fue preciso
apartar los muebles y descolgar las jaulas y las macetas de helechos, y aun así era insoportable el calor.
Además, los perros alborotados por el olor de la muerte aumentaban la zozobra. No habían dejado de
aullar desde que yo entré en la casa, cuando Santiago Nasar agonizaba todavía en la cocina, y encontré a
Divina Flor llorando a gritos y manteniéndolos a raya con una tranca.
—Ayúdame —me gritó—, que lo que quieren es comerse las tripas.
Los encerramos con candado en las pesebreras. Plácida Linero ordenó más tarde que los llevaran a algún
lugar apartado hasta después del entierro. Pero hacia el medio día, nadie supo cómo, se escaparon de
donde estaban e irrumpieron enloquecidos en la casa.
Plácida Linero, por una vez, perdió los estribos.
—¡Estos perros de mierda! —gritó—. ¡Que los maten!
La orden se cumplió de inmediato, y la casa volvió a quedar en silencio. Hasta entonces no había temor
alguno por el estado del cuerpo. La cara había quedado intacta, con la misma expresión que tenía cuando
cantaba, y Cristo Bedoya le había vuelto a colocar las vísceras en su lugar y lo había fajado con una
banda de lienzo. Sin embargo, en la tarde empezaron a manar de las heridas unas aguas color de almíbar
que atrajeron a las moscas, y una mancha morada le apareció en el bozo y se extendió muy despacio
como la sombra de una nube en el agua hasta la raíz del cabello. La cara que siempre fue indulgente
adquirió una expresión de enemigo, y su madre se la cubrió con un pañuelo. El coronel Aponte
comprendió entonces que ya no era posible esperar, y le ordenó al padre Amador que practicara la
autopsia. «Habría sido peor desenterrarlo después de una semana», dijo. El párroco había hecho la
carrera de medicina y cirugía en Salamanca, pero ingresó en el seminario sin graduarse, y hasta el
alcalde sabía que su autopsia carecía de valor legal. Sin embargo, hizo cumplir la orden.
Fue una masacre, consumada en el local de la escuela pública con la ayuda del boticario que tomó las
notas, y un estudiante de primer año de medicina que estaba aquí de vacaciones. Sólo dispusieron de
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algunos instrumentos de cirugía menor, y el resto fueron hierros de artesanos. Pero al margen de los
destrozos en el cuerpo, el informe del padre Amador parecía correcto, y el instructor lo incorporó al
sumario como una pieza útil.
Siete de las numerosas heridas eran mortales. El hígado estaba casi seccionado por dos perforaciones
profundas en la cara anterior. Tenía cuatro incisiones en el estómago, y una de ellas tan profunda que lo
atravesó por completo y le destruyó el páncreas.
Tenía otras seis perforaciones menores en el colon transverso, y múltiples heridas en el intestino
delgado. La única que tenía en el dorso, a la altura de la tercera vértebra lumbar, le había perforado el
riñón derecho. La cavidad abdominal estaba ocupada por grandes témpanos de sangre, y entre el lodazal
de contenido gástrico apareció una medalla de oro de la Virgen del Carmen que Santiago Nasar se había
tragado a la edad de cuatro años. La cavidad torácica mostraba dos perforaciones: una en el segundo
espacio intercostal derecho que le alcanzó a interesar el pulmón, y otra muy cerca de la axila izquierda.
Tenía además seis heridas menores en los brazos y las manos, y dos tajos horizontales: uno en el muslo
derecho y otro en los músculos del abdomen. Unía una punzada profunda en la palma de la mano derecha.
El informe dice: «Parecía un estigma del Crucificado». La masa encefálica pesaba sesenta gramos más
que la de un inglés normal, y el padre Amador consignó en el informe que Santiago Nasar tenía una
inteligencia superior y un porvenir brillante. Sin embargo, en la nota final señalaba una hipertrofia del
hígado que atribuyó a una hepatitis mal curada. «Es decir —me dijo—, que de todos modos le quedaban
muy pocos años de vida». El doctor Dionisio Iguarán, que en efecto le había tratado una hepatitis a
Santiago Nasar a los doce años, recordaba indignado aquella autopsia. «Tenía que ser cura para ser tan
bruto —me dijo—. No hubo manera de hacerle entender nunca que la gente del trópico tenemos el
hígado más grande que los gallegos». El informe concluía que la causa de la muerte fue una hemorragia
masiva ocasionada por cualquiera de las siete heridas mayores.
Nos devolvieron un cuerpo distinto. La mitad del cráneo había sido destrozado con la trepanación, y el
rostro de galán que la muerte había preservado acabó de perder su identidad. Además, el párroco había
arrancado de cuajo las vísceras destazadas, pero al final no supo qué hacer con ellas, y les impartió una
bendición de rabia y las tiró en el balde de la basura. A los últimos curiosos asomados a las ventanas de
la escuela pública se les acabó la curiosidad, el ayudante se desvaneció, y el coronel Lázaro Aponte, que
había visto y causado tantas masacres de represión, terminó por ser vegetariano además de espiritista.
El cascarón vacío, embutido de trapos y cal viva, y cosido a la machota con bramante basto y agujas de
enfardelar, estaba a punto de desbaratarse cuando lo pusimos en el ataúd nuevo de seda capitonada.
«Pensé que así se conservaría por más tiempo», me dijo el padre Amador. Sucedió lo contrario: tuvimos
que enterrarlo de prisa al amanecer, porque estaba en tan mal estado que ya no era soportable dentro
de la casa.
Despuntaba un martes turbio. No tuve valor para dormir solo al término de la jornada opresiva, y
empujé la puerta de la casa de María Alejandrina Cervantes por si no había pasado el cerrojo. Los
calabazos de luz estaban encendidos en los árboles, y en el patio de baile había varios fogones de leña
con enormes ollas humeantes, donde las mulatas estaban tiñendo de luto sus ropas de parranda.
Encontré a María Alejandrina Cervantes despierta como siempre al amanecer, y desnuda por completo
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como siempre que no había extraños en la casa. Estaba sentada a la turca sobre la cama de reina frente
a un platón babilónico de cosas de comer: costillas de ternera, una gallina hervida, lomo de cerdo, y una
guarnición de plátanos y legumbres que hubieran alcanzado para cinco.
Comer sin medida fue siempre su único modo de llorar, y nunca la había visto hacerlo con semejante
pesadumbre. Me acosté a su lado, vestido, sin hablar apenas, y llorando yo también a mi modo. Pensaba
en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de dicha no sólo con la
muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo, y con su dispersión y exterminio. Soñé que
una mujer entraba en el cuarto con una niña en brazos, y que ésta ronzaba sin tomar aliento y los granos
de maíz a medio mascar le caían en el corpiño. La mujer me dijo: «Ella mastica a la topa tolondra, un
poco al desgaire, un poco al desgarriate». De pronto sentí los dedos ansiosos que me soltaban los
botones de la camisa, y sentí el olor peligroso de la bestia de amor acostada a mis espaldas, y sentí que
me hundía en las delicias de las arenas movedizas de su ternura. Pero se detuvo de golpe, tosió desde
muy lejos y se escurrió de mi vida.
—No puedo —dijo—: hueles a él.
No sólo yo. Todo siguió oliendo a Santiago Nasar aquel día. Los hermanos Vicario lo sintieron en el
calabozo donde los encerró el alcalde mientras se le ocurría qué hacer con ellos. «Por más que me
restregaba con jabón y estropajo no podía quitarme el olor», me dijo Pedro Vicario. Llevaban tres
noches sin dormir, pero no podían descansar, porque tan pronto como empezaban a dormirse volvían a
cometer el crimen. Ya casi viejo, tratando de explicarme su estado de aquel día interminable, Pablo
Vicario me dijo sin ningún esfuerzo: «Era como estar despierto dos veces». Esa frase me hizo pensar
que lo más insoportable para ellos en el calabozo debió haber sido la lucidez.
El cuarto tenía tres metros de lado, una claraboya muy alta con barras de hierro, una letrina portátil,
un aguamanil con su palangana y su jarra, y dos camas de mampostería con colchones de estera. El
coronel Aponte, bajo cuyo mandato se había construido, decía que no hubo nunca un hotel más humano.
Mi hermano Luis Enrique estaba de acuerdo, pues una noche lo encarcelaron por una reyerta de músicos,
y el alcalde permitió por caridad que una de las mulatas lo acompañara. Tal vez los hermanos Vicario
hubieran pensado lo mismo a las ocho de la mañana, cuando se sintieron a salvo de los árabes. En ese
momento los reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su ley, y su única inquietud era la
persistencia del olor. Pidieron agua abundante, jabón de monte y estropajo, y se lavaron la sangre de los
brazos y la cara, y lavaron además las camisas, pero no lograron descansar. Pedro Vicario pidió también
sus purgaciones y diuréticos, y un rollo de gasa estéril para cambiarse la venda, y pudo orinar dos veces
durante la mañana. Sin embargo, la vida se le fue haciendo tan difícil a medida que avanzaba el día, que
el olor pasó a segundo lugar. A las dos de la tarde, cuando hubiera podido fundirlos la modorra del calor,
Pedro Vicario estaba tan cansado que no podía permanecer tendido en la cama, pero el mismo cansancio
le impedía mantenerse de pie.
El dolor de las ingles le llegaba hasta el cuello, se le cerró la orina, y padeció la certidumbre espantosa
de que no volvería a dormir en el resto de su vida. «Estuve despierto once meses», me dijo, y yo lo
conocía bastante bien para saber que era cierto.
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No pudo almorzar. Pablo Vicario, por su parte, comió un poco de cada cosa que le llevaron, y un cuarto
de hora después se desató en una colerina pestilente. A las seis de la tarde, mientras le hacían la
autopsia al cadáver de Santiago Nasar, el alcalde fue llamado de urgencia porque Pedro Vicario estaba
convencido de que habían envenenado a su hermano. «Me estaba yendo en aguas —me dijo Pablo
Vicario—, y no podíamos quitarnos la idea de que eran vainas de los turcos». Hasta entonces había
desbordado dos veces la letrina portátil, y el guardián de vista lo había llevado otras seis al retrete de
la alcaldía. Allí lo encontró el coronel Aponte, encañonado por la guardia en el excusado sin puertas, y
desaguándose con tanta fluidez que no era absurdo pensar en el veneno. Pero lo descartaron de
inmediato, cuando se estableció que sólo había bebido el agua y comido el almuerzo que les mandó Pura
Vicario. No obstante, el alcalde quedó tan impresionado, que se llevó a los presos para su casa con una
custodia especial, hasta que vino el juez de instrucción y los trasladó al panóptico de Riohacha.
El temor de los gemelos respondía al estado de ánimo de la calle. No se descartaba una represalia de los
árabes, pero nadie, salvo los hermanos Vicario, habla pensado en el veneno. Se suponía más bien que
aguardaran la noche para echar gasolina por la claraboya e incendiar a los prisioneros dentro del
calabozo. Pero aun ésa era una suposición demasiado fácil. Los árabes constituían una comunidad de
inmigrantes pacíficos que se establecieron a principios del siglo en los pueblos del Caribe, aun en los
más remotos y pobres, y allí se quedaron vendiendo trapos de colores y baratijas de feria. Eran unidos,
laboriosos y católicos. Se casaban entre ellos, importaban su trigo, criaban corderos en los patios y
cultivaban el orégano y la berenjena, y su única pasión tormentosa eran los juegos de barajas. Los
mayores siguieron hablando el árabe rural que trajeron de su tierra, y lo conservaron intacto en familia
hasta la segunda generación, pero los de la tercera, con la excepción de Santiago Nasar, les oían a sus
padres en árabe y les contestaban en castellano. De modo que no era concebible que fueran a alterar de
pronto su espíritu pastoral para vengar una muerte cuyos culpables podíamos ser todos. En cambio nadie
pensó en una represalia de la familia de Plácida Linero, que fueron gentes de poder y de guerra hasta
que se les acabó la fortuna, y que habían engendrado más de dos matones de cantina preservados por la
sal de su nombre.
El coronel Aponte, preocupado por los rumores, visitó a los árabes familia por familia, y al menos por
esa vez sacó una conclusión correcta. Los encontró perplejos y tristes, con insignias de duelo en sus
altares, y algunos lloraban a gritos sentados en el suelo, pero ninguno abrigaba propósitos de venganza.
Las reacciones de la mañana habían surgido al calor del crimen, y sus propios protagonistas admitieron
que en ningún caso habrían pasado de los golpes. Más aún: fue Suseme Abdala, la matriarca centenaria,
quien recomendó la infusión prodigiosa de flores de pasionaria y ajenjo mayor que segó la colerina de
Pablo Vicario y desató a la vez el manantial florido de su gemelo. Pedro Vicario cayó entonces en un
sopor insomne, y el hermano restablecido concilió su primer sueño sin remordimientos. Así los encontró
Purísima Vicario a las tres de la madrugada del martes, cuando el alcalde la llevó a despedirse de ellos.
Se fue la familia completa, hasta las hijas mayores con sus maridos, por iniciativa del coronel Aponte.
Se fueron sin que nadie se diera cuenta, al amparo del agotamiento público, mientras los únicos
sobrevivientes despiertos de aquel día irreparable estábamos enterrando a Santiago Nasar. Se fueron
mientras se calmaban los ánimos, según la decisión del alcalde, pero no regresaron jamás. Pura Vicario le
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envolvió la cara con un trapo a la hija devuelta para que nadie le viera los golpes, y la vistió de rojo
encendido para que no se imaginaran que le iba guardando luto al amante secreto.
Antes de irse le pidió al padre Amador que confesara a los hijos en la cárcel, pero Pedro Vicario se
negó, y convenció al hermano de que no tenían nada de que arrepentirse. Se quedaron solos, y el día del
traslado a Riohacha estaban ten repuestos y convencidos de su razón, que no quisieron ser sacados de
noche, como hicieron con la familia, sino a pleno sol y con su propia cara. Poncio Vicario, el padre, murió
poco después. «Se lo llevó la pena moral», me dijo Ángela Vicario. Cuando los gemelos fueron absueltos
se quedaron en Riohacha, a sólo un día de viaje de Manaure, donde vivía la familia. Allá fue Prudencia
Cotes a casarse con Pablo Vicario, que aprendió el oficio del oro en el taller de su padre y llegó a ser un
orfebre depurado. Pedro Vicario, sin amor ni empleo, se reintegró tres años después a las Fuerzas
Armadas, mereció las insignias de sargento primero, y una mañana espléndida su patrulla se internó en
territorio de guerrillas cantando canciones de putas, y nunca más se supo de ellos.
Para la inmensa mayoría sólo hubo una víctima: Bayardo San Román. Suponían que los otros
protagonistas de la tragedia habían cumplido con dignidad, y hasta con cierta grandeza, la parte de
favor que la vida les tenía señalada. Santiago Nasa, había expiado la injuria, los hermanos Vicario habían
probado su condición de hombres, y la hermana burlada estaba otra vez en posesión de su honor. El
único que lo había perdido todo era Bayardo San Román. «El pobre Bayardo», como se le recordó
durante años. Sin embargo, nadie se había acordado de él hasta después del eclipse de luna, el sábado
siguiente, cuando el viudo de Mus le contó al alcalde que había visto un pájaro fosforescente aleteando
sobre su antigua casa, y pensaba que era el ánima de su esposa que andaba reclamando lo suyo. El
alcalde se dio en la frente una palmada que no tenía nada que ver con la visión del viudo.
—¡Carajo! —gritó—. ¡Se me había olvidado ese pobre hombre!
Subió a la colina con una patrulla, y encontró el automóvil descubierto frente a la quinta, y vio una luz
solitaria en el dormitorio, pero nadie respondió a sus llamados. Así que forzaron una puerta lateral y
recorrieron los cuartos iluminados por los rescoldos del eclipse. «Las cosas parecían debajo del agua»,
me contó el alcalde. Bayardo San Román estaba inconsciente en la cama, todavía como lo había visto
Pura Vicario en la madrugada del lunes con el pantalón de fantasía y la camisa de seda, pero sin los
zapatos. Había botellas vacías por el suelo, y muchas más sin abrir junto a la cama, pero ni un rastro de
comida. «Estaba en el último grado de intoxicación etílica», me dijo el doctor Dionisio Iguarán, que lo
había atendido de emergencia. Pero se recuperó en pocas horas, y tan pronto como recobró la razón los
echó a todos de la casa con los mejores modos de que fue capaz.
—Que nadie me joda —dijo—. Ni mi papá con sus pelotas de veterano.
El alcalde informó del episodio al general Petronio San Román, hasta la última frase literal, con un
telegrama alarmante.
El general San Román debió tomar al pie de la letra la voluntad del hijo, porque no vino a buscarlo, sino
que mandó a la esposa con las hijas, y a otras dos mujeres mayores que parecían ser sus hermanas.
Vinieron en un buque de carga, cerradas de luto hasta el cuello por la desgracia de Bayardo San Román,
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y con los cabellos sueltos de dolor. Antes de pisar tierra firme se quitaron los zapatos y atravesaron las
calles hasta la colina caminando descalzas en el polvo ardiente del medio día, arrancándose mechones de
raíz y llorando con gritos tan desgarradores que parecían de júbilo. Yo las vi pasar desde el balcón de
Magdalena Oliver, y recuerdo haber pensado que un desconsuelo como ése sólo podía fingirse para
ocultar otras vergüenzas mayores.
El coronel Lázaro Aponte las acompañó a la casa de la colina, y luego subió el doctor Dionisio Iguarán en
su mula de urgencias. Cuando se alivió el sol, dos hombres del municipio bajaron a Bayardo San Román en
una hamaca colgada de un palo, tapado hasta la cabeza con una manta y con el séquito de plañideras.
Magdalena Oliver creyó que estaba muerto.
—¡Collons de déu —exclamó—, qué desperdicio!
Estaba otra vez postrado por el alcohol, pero costaba creer que lo llevaran vivo, porque el brazo
derecho le iba arrastrando por el suelo, y tan pronto como la madre se lo ponía dentro de la hamaca se
le volvía a descolgar, de modo que dejó un rastro en la tierra desde la cornisa del precipicio hasta la
plataforma del buque. Eso fue lo último que nos quedó de él: un recuerdo de víctima.
Dejaron la quinta intacta. Mis hermanos y yo subíamos a explorarla en noches de parranda cuando
volvíamos de vacaciones, y cada vez encontrábamos menos cosas de valor en los aposentos abandonados.
Una vez rescatamos la maletita de mano que Ángela Vicario le había pedido a su madre la noche de
bodas, pero no le dimos ninguna importancia. Lo que encontramos dentro parecían ser los afeites
naturales para la higiene y la belleza de una mujer, y sólo conocí su verdadera utilidad cuando Ángela
Vicario me contó muchos años más tarde cuáles fueron los artificios de comadrona que le habían
enseñado para engañar al esposo. Fue el único rastro que dejó en el que fuera su hogar de casada por
cinco horas.
Años después, cuando volví a buscar los últimos testimonios para esta crónica, no quedaban tampoco ni
los rescoldos de la dicha de Yolanda de Xius. Las cosas habían ido desapareciendo poco a poco a pesar
de la vigilancia empecinada del coronel Lázaro Aponte, inclusive el escaparate de seis lunas de cuerpo
entero que los maestros cantores de Mompox habían tenido que armar dentro de la casa, pues no cabía
por las puertas. Al principio, el viudo de Xius estaba encantado pensando que eran recursos póstumos
de la esposa para llevarse lo que era suyo. El coronel Lázaro Aponte se burlaba de él. Pero una noche se
le ocurrió oficiar una misa de espiritismo para esclarecer el misterio, y el alma de Yolanda de Mus le
confirmó de su puño y letra que en efecto era ella quien estaba recuperando para su casa de la muerte
los cachivaches de la felicidad. La quinta empezó a desmigajarse. El coche de bodas se fue
desbaratando en la puerta, y al final no quedó sino la carcacha podrida por la intemperie. Durante
muchos años no se volvió a saber nada de su dueño. Hay una declaración suya en el sumario, pero es tan
breve y convencional, que parece remendada a última hora para cumplir con una fórmula ineludible. La
única vez que traté de hablar con él, 23 años más tarde, me recibió con una cierta agresividad, y se
negó a aportar el dato más ínfimo que permitiera clarificar un poco su participación en el drama. En
todo caso, ni siquiera sus padres sabían de él mucho más que nosotros, ni tenían la menor idea de qué
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vino a hacer en un pueblo extraviado sin otro propósito aparente que el de casarse con una mujer que no
había visto nunca.
De Ángela Vicario, en cambio, tuve siempre noticias de ráfagas que me inspiraron una imagen idealizada.
Mi hermana la monja anduvo algún tiempo por la alta Guajira tratando de convertir a los últimos
idólatras, y solía detenerse a conversar con ella en la aldea abrasada por la sal del Caribe donde su
madre había tratado de enterrarla en vida.
«Saludos de tu prima», me decía siempre. Mi hermana Margot, que también la visitaba en los primeros
años, me contó que habían comprado una casa de material con un patio muy grande de vientos cruzados,
cuyo único problema eran las noches de mareas altas, porque los retretes se desbordaban y los
pescados amanecían dando saltos en los dormitorios. Todos los que la vieron en esa época coincidían en
que era absorta y diestra en la máquina de bordar, y que a través de su industria había logrado el
olvido.
Mucho después, en una época incierta en que trataba de entender algo de mí mismo vendiendo
enciclopedias y libros de medicina por los pueblos de la Guajira, me llegué por casualidad hasta aquel
moridero de indios. En la ventana de una casa frente al mar, bordando a máquina en la hora de más
calor, había una mujer de medio luto con antiparras de alambre y canas amarillas, y sobre su cabeza
estaba colgada una jaula con un canario que no paraba de cantar. Al verla así, dentro del marco idílico
de la ventana, no quise creer que aquella mujer fuera la que yo creía, porque me resistía a admitir que la
vida terminara por parecerse tanto a la mala literatura. Pero era ella: Ángela Vicario 23 años después
del drama.
Me trató igual que siempre, como un primo remoto, y contestó a mis preguntas con muy buen juicio y
con sentido del humor. Era tan madura e ingeniosa, que costaba trabajo creer que fuera la misma. Lo
que más me sorprendió fue la forma en que había terminado por entender su propia vida. Al cabo de
pocos minutos ya no me pareció tan envejecida como a primera vista, sino casi tan joven como en el
recuerdo, y no tenía nada en común con la que habían obligado a casarse sin amor a los 20 años. Su
madre, de una vejez mal entendida, me recibió como a un fantasma difícil. Se negó a hablar del pasado,
y tuve que conformarme para esta crónica con algunas frases sueltas de sus conversaciones con mi
madre, y otras pocas rescatadas de mis recuerdos. Había hecho más que lo posible para que Ángela
Vicario se muriera en vida, pero la misma hija le malogró los propósitos, porque nunca hizo ningún
misterio de su desventura. Al contrario: a todo el que quiso oírla se la contaba con sus pormenores,
salvo el que nunca se había de aclarar: quién fue, y cómo y cuándo, el verdadero causante de su
perjuicio, porque nadie creyó que en realidad hubiera sido Santiago Nasar. Pertenecían a dos mundos
divergentes. Nadie los vio nunca juntos, y mucho menos solos. Santiago Nasar era demasiado altivo para
fijarse en ella. «Tu prima la boba», me decía, cuando tenía que mencionarla. Además, como decíamos
entonces, él era un gavilán pollero. Andaba solo, igual que su padre, cortándole el cogollo a cuanta
doncella sin rumbo empezaba a despuntar por esos montes, pero nunca se le conoció dentro del pueblo
otra relación distinta de la convencional que mantenía con Flora Miguel, y de la tormentosa que lo
enloqueció durante catorce meses con María Alejandrina Cervantes. La versión más corriente, tal vez
por ser la más perversa, era que Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba, y
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había escogido el nombre de Santiago Nasar porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían contra
él. Yo mismo traté de arrancarle esta verdad cuando la visité por segunda vez con todos mis
argumentos en orden, pero ella apenas si levantó la vista del bordado para rebatirlos.
—Ya no le des más vueltas, primo —me dijo—. Fue él.
Todo lo demás lo contó sin reticencias, hasta el desastre de la noche de bodas. Contó que sus amigas la
habían adiestrado para que emborrachara al esposo en la cama hasta que perdiera el sentido, que
aparentara más vergüenza de la que sintiera para que él apagara la luz, que se hiciera un lavado drástico
de aguas de alumbre para fingir la virginidad, y que manchara la sábana con mercurio cromo para que
pudiera exhibirla al día siguiente en su patio de recién casada. Sólo dos cosas no tuvieron en cuenta sus
coberteras: la excepcional resistencia de bebedor de Bayardo San Román, y la decencia pura que Ángela
Vicario llevaba escondida dentro de la estolidez impuesta por su madre.
«No hice nada de lo que me dijeron —me dijo—, porque mientras más lo pensaba más me daba cuenta de
que todo aquello era una porquería que no se le podía hacer a nadie, y menos al pobre hombre que había
tenido la mala suerte de casarse conmigo». De modo que se dejó desnudar sin reservas en el dormitorio
iluminado, a salvo ya de todos los miedos aprendidos que le habían malogrado la vida. «Fue muy fácil —
me dijo—, porque estaba resuelta a morir».
La verdad es que hablaba de su desventura sin ningún pudor para disimular la otra desventura, la
verdadera, que le abrasaba las entrañas. Nadie hubiera sospechado siquiera, hasta que ella se decidió a
contármelo, que Bayardo San Román estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso a su
casa. Fue un golpe de gracia. «De pronto, cuando mamá empezó a pegarme, empecé a acordarme de él»,
me dijo. Los puñetazos le dolían menos porque sabía que eran por él. Siguió pensando en él con un cierto
asombro de sí misma cuando sollozaba tumbada en el sofá del comedor. «No lloraba por los golpes ni por
nada de lo que había pasado —me dijo—: lloraba por él».
Seguía pensando en él mientras su madre le ponía compresas de árnica en la cara, y más aún cuando oyó
la gritería en la calle y las campanas de incendio en la torre, y su madre entró a decirle que ahora podía
dormir, pues lo peor había pasado.
Llevaba mucho tiempo pensando en él sin ninguna ilusión cuando tuvo que acompañar a su madre a un
examen de la vista en el hospital de Riohacha. Entraron de pasada en el Hotel del Puerto, a cuyo dueño
conocían, y Pura Vicario pidió un vaso de agua en la cantina. Se lo estaba tomando, de espaldas a la hija,
cuando ésta vio su propio pensamiento reflejado en los espejos repetidos de la sala. Ángela Vicario
volvió la cabeza con el último aliento, y lo vio pasar a su lado sin verla, y lo vio salir del hotel. Luego miró
otra vez a su madre con el corazón hecho trizas. Pura Vicario había acabado de beber, se secó los labios
con la manga y le sonrió desde el mostrador con los lentes nuevos. En esa sonrisa, por primera vez
desde su nacimiento, Ángela Vicario la vio tal como era: una pobre mujer, consagrada al culto de sus
defectos. «Mierda», se dijo.
Estaba tan trastornada, que hizo todo el viaje de regreso cantando en voz alta, y se tiró en la cama a
llorar durante tres días.
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Nació de nuevo. «Me volví loca por él —me dijo—, loca de remate». Le bastaba cerrar los ojos para
verlo, lo oía respirar en el mar, la despertaba a media noche el fogaje de su cuerpo en la cama. A fines
de esa semana, sin haber conseguido un minuto de sosiego, le escribió la primera carta. Fue una esquela
convencional, en la cual le contaba que lo había visto salir del hotel, y que le habría gustado que él la
hubiera visto. Esperó en vano una respuesta. Al cabo de dos meses, cansada de esperar, le mandó otra
carta en el mismo estilo sesgado de la anterior, cuyo único propósito parecía ser reprocharle su falta de
cortesía. Seis meses después había escrito seis cartas sin respuestas, pero se conformó con la
comprobación de que él las estaba recibiendo.
Dueña por primera vez de su destino, Ángela Vicario descubrió entonces que el odio y el amor son
pasiones recíprocas. Cuantas más cartas mandaba, más encendía las brasas de su fiebre, pero más
calentaba también el rencor feliz que sentía contra su madre. «Se me revolvían las tripas de sólo verla
—me dijo—, pero no podía verla sin acordarme de él».
Su vida de casada devuelta seguía siendo tan simple corno la de soltera, siempre bordando a máquina
con sus amigas como antes hizo tulipanes de trapo y pájaros de papel, pero cuando su madre se
acostaba permanecía en el cuarto escribiendo cartas sin porvenir hasta la madrugada. Se volvió lúcida,
imperiosa, maestra de su albedrío, y volvió a ser virgen sólo para él, y no reconoció otra autoridad que la
suya ni más servidumbre que la de su obsesión.
Escribió una carta semanal durante media vida. «A veces no se me ocurría qué decir —me dijo muerta
de risa—, pero me bastaba con saber que él las estaba recibiendo». Al principio fueron esquelas de
compromiso, después fueron papelitos de amante furtiva, billetes perfumados de novia fugaz,
memoriales de negocios, documentos de amor, y por último fueron las cartas indignas de una esposa
abandonada que se inventaba enfermedades crueles para obligarlo a volver. Una noche de buen humor
se le derramó el tintero sobre la carta terminada, y en vez de romperla le agregó una posdata: «En
prueba de mi amor te envío mis lágrimas». En ocasiones, cansada de llorar, se burlaba de su propia
locura. Seis veces cambiaron la empleada del correo, y seis veces consiguió su complicidad. Lo único que
no se le ocurrió fue renunciar. Sin embargo, él parecía insensible a su delirio: era como escribirle a
nadie.
Una madrugada de vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en
su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin pudor las verdades
amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta. Le habló de las lacras eternas que
él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana. Se la
entregó a la empleada del correo, que iba los viernes en la tarde a bordar con ella para llevarse las
cartas, y se quedó convencida de que aquel desahogo terminal seria el último de su agonía. Pero no hubo
respuesta. A partir de entonces ya no era consciente de lo que escribía, ni a quién le escribía a ciencia
cierta, pero siguió escribiendo sin cuartel durante diecisiete años.
Un medio día de agosto, mientras bordaba con sus amigas, sintió que alguien llegaba a la puerta. No tuvo
que mirar para saber quién era. «Estaba gordo y se le empezaba a caer el pelo, y ya necesitaba
espejuelos para ver de cerca —me dijo—. ¡Pero era él, carajo, era él!» Se asustó, porque sabía que él la
272
estaba viendo tan disminuida como ella lo estaba viendo a él, y no creía que tuviera dentro tanto amor
como ella para soportarlo.
Tenía la camisa empapada de sudor, como lo había visto la primera vez en la feria, y llevaba la misma
correa y las mismas alforjas de cuero descosido con adornos de plata.
Bayardo San Román dio un paso adelante, sin ocuparse de las otras bordadoras atónitas, y puso las
alforjas en la máquina de coser.
—Bueno —dijo—, aquí estoy.
Llevaba la maleta de la ropa para quedarse, y otra maleta igual con casi dos mil cartas que ella le había
escrito. Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de colores, y todas sin abrir.
273
Durante años no pudimos hablar de otra cosa. Nuestra conducta diaria, dominada hasta entonces por
tantos hábitos lineales, había empezado a girar de golpe en torno de una misma ansiedad común. Nos
sorprendían los gallos del amanecer tratando de ordenar las numerosas casualidades encadenadas que
habían hecho posible el absurdo, y era evidente que no lo hacíamos por un anhelo de esclarecer
misterios, sino porque ninguno de nosotros podía seguir viviendo sin saber con exactitud cuál era el sitio
y la misión que le había asignado la fatalidad.
Muchos se quedaron sin saberlo. Cristo Bedoya, que llegó a ser un cirujano notable, no pudo explicarse
nunca por qué cedió al impulso de esperar dos horas donde sus abuelos hasta que llegara el obispo, en
vez de irse a descansar en la casa de sus padres, que lo estuvieron esperando hasta el amanecer para
alertarlo. Pero la mayoría de quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin embargo no lo
hicieron, se consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los cuales
sólo tienen acceso los dueños del drama. «La honra es el amor», le oía decir a mi madre. Hortensia
Baute, cuya única participación fue haber visto ensangrentados dos cuchillos que todavía no lo estaban,
se sintió tan afectada por la alucinación que cayó en una crisis de penitencia, y un día no pudo soportarla
más y se echó desnuda a las calles.
Flora Miguel, la novia de Santiago Nasar, se fugó por despecho con un teniente de fronteras que la
prostituyó entre los caucheros de Vichada. Aura Villeros, la comadrona que había ayudado a nacer a
tres generaciones, sufrió un espasmo de la vejiga cuando conoció la noticia, y hasta el día de su muerte
necesitó una sonda para orinar. Don Rogelio de la Flor, el buen marido de Clotilde Armenta, que era un
prodigio de vitalidad a los 86 años, se levantó por última vez para ver cómo desguazaban a Santiago
Nasar contra la puerta cerrada de su propia casa, y no sobrevivió a la conmoción. Plácida Linero había
cerrado esa puerta en el último instante, pero se liberó a tiempo de la culpa. «La cerré porque Divina
Flor me juró que había visto entrar a mi hijo —me contó—, y no era cierto». Por el contrario, nunca se
perdonó el haber confundido el augurio magnífico de los árboles con el infausto de los pájaros, y
sucumbió a la perniciosa costumbre de su tiempo de masticar semillas de cardamina.
Doce días después del crimen, el instructor del sumario se encontró con un pueblo en carne viva. En la
sórdida oficina de tablas del Palacio Municipal, bebiendo café de olla con ron de caña contra los
espejismos del calor, tuvo que pedir tropas de refuerzo para encauzar a la muchedumbre que se
precipitaba a declarar sin ser llamada, ansiosa de exhibir su propia importancia en el drama. Acababa de
graduarse, y llevaba todavía el vestido de paño negro de la Escuela de Leyes, y el anillo de oro con el
emblema de su promoción, y las ínfulas y el lirismo del primíparo feliz. Pero nunca supe su nombre.
Todo lo que sabemos de su carácter es aprendido en el sumario, que numerosas personas me ayudaron a
buscar veinte años después del crimen en el Palacio de justicia de Riohacha. No existía clasificación
alguna en los archivos, y más de un siglo de expedientes estaban amontonados en el suelo del decrépito
edificio colonial que fuera por dos días el cuartel general de Francis Drake. La planta baja se inundaba
con el mar de leva, y los volúmenes descosidos flotaban en las oficinas desiertas. Yo mismo exploré
muchas veces con las aguas hasta los tobillos aquel estanque de causas perdidas, y sólo una casualidad
me permitió rescatar al cabo de cinco años de búsqueda unos 322 pliegos salteados de los más de 500
que debió de tener el sumario.
274
El nombre del juez no apareció en ninguno, pero es evidente que era un hombre abrasado por la fiebre
de la literatura. Sin duda había leído a los clásicos españoles, y algunos latinos, y conocía muy bien a
Nietzsche, que era el autor de moda entre los magistrados de su tiempo. Las notas marginales, y no sólo
por el color de la tinta, parecían escritas con sangre. Estaba tan perplejo con el enigma que le había
tocado en suerte, que muchas veces incurrió en distracciones líricas contrarias al rigor de su ciencia.
Sobre todo, nunca le pareció legítimo que la vida se sirviera de tantas casualidades prohibidas a la
literatura, para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada.
Sin embargo, lo que más le había alarmado al final de su diligencia excesiva fue no haber encontrado un
solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago Nasar hubiera sido en realidad el causante
del agravio. Las amigas de Ángela Vicario que habían sido sus cómplices en el engaño siguieron contando
durante mucho tiempo que ella las había hecho partícipes de su secreto desde antes de la boda, pero no
les había revelado ningún nombre. En el sumario declararon: «Nos dijo el milagro pero no el santo».
Ángela Vicario, por su parte, se mantuvo en su sitio. Cuando el juez instructor le preguntó con su estilo
lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible:
—Fue mi autor.
Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisión de modo ni de lugar.
Durante el juicio, que sólo duró tres días, el representante de la parte civil puso su mayor empeño en la
debilidad de ese cargo. Era tal la perplejidad del juez instructor ante la falta de pruebas contra
Santiago Nasar, que su buena labor parece por momentos desvirtuada por la desilusión. En el folio 416,
de su puño y letra y con la tinta roja del boticario, escribió una nota marginal: Dadme un prejuicio y
moveré el mundo.
Debajo de esa paráfrasis de desaliento, con un trazo feliz de la misma tinta de sangre, dibujó un
corazón atravesado por una flecha. Para él, como para los amigos más cercanos de Santiago Nasar, el
propio comportamiento de éste en las últimas horas fue una prueba terminante de su inocencia.
La mañana de su muerte, en efecto, Santiago Nasar no había tenido un instante de duda, a pesar de que
sabía muy bien cuál hubiera sido el precio de la injuria que le imputaban. Conocía la índole mojigata de su
mundo, y debía saber que la naturaleza simple de los gemelos no era capaz de resistir al escarnio. Nadie
conocía muy bien a Bayardo San Román, pero Santiago Nasar lo conocía bastante para saber que debajo
de sus ínfulas mundanas estaba tan subordinado como cualquier otro a sus prejuicios de origen. De
manera que su despreocupación consciente hubiera sido suicida. Además, cuando supo por fin en el
último instante que los hermanos Vicario lo estaban esperando para matarlo, su reacción no fue de
pánico, como tanto se ha dicho, sino que fue más bien el desconcierto de la inocencia.
Mi impresión personal es que murió sin entender su muerte. Después de que le prometió a mi hermana
Margot que iría a desayunar a nuestra casa, Cristo Bedoya se lo llevó del brazo por el muelle, y ambos
parecían tan desprevenidos que suscitaron ilusiones falsas. «Iban tan contentos —me dijo Meme
Loaiza—, que le di gracias a Dios, porque pensé que el asunto se había arreglado». No todos querían
tanto a Santiago Nasar, por supuesto. Polo Carrillo, el dueño de la planta eléctrica, pensaba que su
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serenidad no era inocencia sino cinismo. «Creía que su plata lo hacía intocable», me dijo. Fausta López,
su mujer, comentó: «Como todos los turcos». Indalecio Pardo acababa de pasar por la tienda de Clotilde
Armenta, y los gemelos le habían dicho que tan pronto como se fuera el obispo matarían a Santiago
Nasar. Pensó, como tantos otros, que eran fantasías de amanecidos, pero Clotilde Armenta le hizo ver
que era cierto, y le pidió que alcanzara a Santiago Nasar para prevenirlo.
—Ni te moleste —le dijo Pedro Vicario—: de todos modos es como si ya estuviera muerto.
Era un desafío demasiado evidente. Los gemelos conocían los vínculos de Indalecio Pardo y Santiago
Nasar, y debieron pensar que era la persona adecuada para impedir el crimen sin que ellos quedaran en
vergüenza. Pero Indalecio Pardo encontró a Santiago Nasar llevado del brazo por Cristo Bedoya entre
los grupos que abandonaban el puerto, y no se atrevió a prevenirlo. «Se me aflojó la pasta», me dijo. Le
dio una palmada en el hombro a cada uno, y los dejó seguir. Ellos apenas lo advirtieron, pues continuaban
abismados en las cuentas de la boda.
La gente se dispersaba hacia la plaza en el mismo sentido que ellos. Era una multitud apretada, pero
Escolástica Cisneros creyó observar que los dos amigos caminaban en el centro sin dificultad, dentro de
un círculo vacío, porque la gente sabía que Santiago Nasar iba a morir, y no se atrevían a tocarlo.
También Cristo Bedoya recordaba una actitud distinta hacia ellos. «Nos miraban como si lleváramos la
cara pintada», me dijo.
Más aún: Sara Noriega abrió su tienda de zapatos en el momento en que ellos pasaban, y se espantó con
la palidez de Santiago Nasar. Pero él la tranquilizó.
—¡Imagínese, niña Sara —le dijo sin detenerse—, con este guayabo!
Celeste Dangond estaba sentado en piyama en la puerta de su casa, burlándose de los que se quedaron
vestidos para saludar al obispo, e invitó a Santiago Nasar a tomar café.
«Fue para ganar tiempo mientras pensaba», me dijo. Pero Santiago Nasar le contestó que iba de prisa a
cambiarse de ropa para desayunar con mi hermana. «Me hice bolas —me explicó Celeste Dangond— pues
de pronto me pareció que no podían matarlo si estaba tan seguro de lo que iba a hacer». Yamil Shaium
fue el único que hizo lo que se había propuesto. Tan pronto como conoció el rumor salió a la puerta de su
tienda de géneros y esperó a Santiago Nasar para prevenirlo. Era uno de los últimos árabes que llegaron
con Ibrahim Nasar, fue su socio de barajas hasta la muerte, y seguía siendo el consejero hereditario de
la familia. Nadie tenía tanta autoridad como él para hablar con Santiago Nasar. Sin embargo, pensaba
que si el rumor era infundado le iba a causar una alarma inútil, y prefirió consultarlo primero con Cristo
Bedoya por si éste estaba mejor informado. Lo llamó al pasar. Cristo Bedoya le dio una palmadita en la
espalda a Santiago Nasar, ya en la esquina de la plaza, y acudió al llamado de Yamil Shaium.
—Hasta el sábado —le dijo.
Santiago Nasar no le contestó, sino que se dirigió en árabe a Yamil Shaium y éste le replicó también en
árabe, torciéndose de risa. «Era un juego de palabras con que nos divertíamos siempre», me dijo Yamil
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Shaium. Sin detenerse, Santiago Nasar les hizo a ambos su señal de adiós con la mano y dobló la esquina
de la plaza. Fue la última vez que lo vieron.
Cristo Bedoya tuvo tiempo apenas de escuchar la información de Yamil Shaium cuando salió corriendo
de la tienda para alcanzar a Santiago Nasar. Lo había visto doblar la esquina, pero no lo encontró entre
los grupos que empezaban a dispersarse en la plaza. Varias personas a quienes les preguntó por él le
dieron la misma respuesta:
—Acabo de verlo contigo.
Le pareció imposible que hubiera llegado a su casa en tan poco tiempo, pero de todos modos entró a
preguntar por él, pues encontró sin tranca y entreabierta la puerta del frente. Entró sin ver el papel en
el suelo, y atravesó la sala en penumbra tratando de no hacer ruido, porque aún era demasiado temprano
para visitas, pero los perros se alborotaron en el fondo de la casa y salieron a su encuentro. Los calmó
con las llaves, como lo había aprendido del dueño, y siguió acosado por ellos hasta la cocina. En el
corredor se cruzó con Divina Flor que llevaba un cubo de agua y un trapero para pulir los pisos de la
sala. Ella le aseguró que Santiago Nasar no había vuelto. Victoria Guzmán acababa de poner en el fogón
el guiso de conejos cuando él entró en la cocina. Ella comprendió de inmediato.
«El corazón se le estaba saliendo por la boca», me dijo. Cristo Bedoya le preguntó si Santiago Nasar
estaba en casa, y ella le contestó con un candor fingido que aún no había llegado a dormir..
—Es en serio —le dijo Cristo Bedoya—, lo están buscando para matarlo.
A Victoria Guzmán se le olvidó el candor.
—Esos pobres muchachos no matan a nadie —dijo.
—Están bebiendo desde el sábado —dijo Cristo Bedoya.
—Por lo mismo —replicó ella—: no hay borracho que se coma su propia caca.
Cristo Bedoya volvió a la sala, donde Divina Flor acababa de abrir las ventanas. «Por supuesto que no
estaba lloviendo —me dijo Cristo Bedoya—. Apenas iban a ser las siete, y ya entraba un sol dorado por
las ventanas». Le volvió a preguntar a Divina Flor si estaba segura de que Santiago Nasar no había
entrado por la puerta de la sala. Ella no estuvo entonces tan segura como la primera vez. Le preguntó
por Plácida Linero, y ella le contestó que hacía un momento le había puesto el café en la mesa de noche,
pero no la había despertado. Así era siempre: despertaría a las siete, se tomaría el café, y bajaría a dar
las instrucciones para el almuerzo. Cristo Bedoya miró el reloj: eran las 6.56.
Entonces subió al segundo piso para convencerse de que Santiago Nasar no había entrado. La puerta del
dormitorio estaba cerrada por dentro, porque Santiago Nasar había salido a través del dormitorio de
su madre. Cristo Bedoya no sólo conocía la casa tan bien como la suya, sino que tenía tanta confianza con
la familia que empujó la puerta del dormitorio de Plácida Linero para pasar desde allí al dormitorio
contiguo. Un haz de sol polvoriento entraba por la claraboya, y la hermosa mujer dormida en la hamaca,
de costado, con la mano de novia en la mejilla, tenía un aspecto irreal. «Fue como una aparición», me dijo
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Cristo Bedoya. La contempló un instante, fascinado por su belleza, y luego atravesó el dormitorio en
silencio, pasó de largo frente al baño, y entró en el dormitorio de Santiago Nasar. La cama seguía
intacta, y en el sillón estaba el sombrero de jinete, y en el suelo estaban las botas junto a las espuelas.
En la mesa de noche el reloj de pulsera de Santiago Nasar marcaba las 6.58. «De pronto pensé que
había vuelto a salir armado», me dijo Cristo Bedoya. Pero encontró la Magnum en la gaveta de la mesa
de noche. «Nunca había disparado un arma —me dijo Cristo Bedoya—, pero resolví coger el revólver
para llevárselo a Santiago Nasar». Se lo ajustó en el cinturón, por dentro de la camisa, y sólo después
del crimen se dio cuenta de que estaba descargado.
Plácida Linero apareció en la puerta con el pocillo de café en el momento en que él cerraba la gaveta.
—¡Santo Dios —exclamó ella—, qué susto me has dado!
Cristo Bedoya también se asustó. La vio a plena luz, con una bata de alondras doradas y el cabello
revuelto, y el encanto se había desvanecido. Explicó un poco confuso que había entrado a buscar a
Santiago Nasar.
—Se fue a recibir al obispo —dijo Plácida Linero.
—Pasó de largo —dijo él.
—Lo suponía —dijo ella—. Es el hijo de la peor madre.
No siguió, porque en ese momento se dio cuenta de que Cristo Bedoya no sabía dónde poner el cuerpo.
«Espero que Dios me haya perdonado —me dijo Plácida Linero—, pero lo vi tan confundido que de pronto
se me ocurrió que había entrado a robar». Le preguntó qué le pasaba. Cristo Bedoya era consciente de
estar en una situación sospechosa, pero no tuvo valor para revelarle la verdad.
—Es que no he dormido ni un minuto —le dijo.
Se fue sin más explicaciones. «De todos modos —me dijo— ella siempre se imaginaba que le estaban
robando». En la plaza se encontró con el padre Amador que regresaba a la iglesia con los ornamentos de
la misa frustrada, pero no le pareció que pudiera hacer por Santiago Nasar nada distinto de salvarle el
alma. Iba otra vez hacia el puerto cuando sintió que lo llamaban desde la tienda de Clotilde Armenta.
Pedro Vicario estaba en la puerta, lívido y desgreñado, con la camisa abierta y las mangas enrolladas
hasta los codos, y con el cuchillo basto que él mismo había fabricado con una hoja de segueta. Su
actitud era demasiado insolente para ser casual, y sin embargo no fue la única ni la más visible que
intentó en los últimos minutos para que le impidieran cometer el crimen.
—Cristóbal —gritó—: dile a Santiago Nasar que aquí lo estamos esperando para matarlo.
Cristo Bedoya le habría hecho el favor de impedírselo. «Si yo hubiera sabido disparar un revólver,
Santiago Nasar estaría vivo», me dijo. Pero la sola idea lo impresionó, después de todo lo que había oído
decir sobre la potencia devastadora de una bala blindada.
—Te advierto que está armado con una Magnum capaz de atravesar un motor —gritó.
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Pedro Vicario sabía que no era cierto. «Nunca estaba armado si no llevaba ropa de montar», me dijo.
Pero de todos modos había previsto que lo estuviera cuando tomó la decisión de lavar la honra de la
hermana.
—Los muertos no disparan —gritó.
Pablo Vicario apareció entonces en la puerta. Estaba tan pálido como el hermano, y tenía puesta la
chaqueta de la boda y el cuchillo envuelto en el periódico. «Si no hubiera sido por eso —me dijo Cristo
Bedoya—, nunca hubiera sabido cuál de los dos era cuál».
Clotilde Armenta apareció detrás de Pablo Vicario, y le gritó a Cristo Bedoya que se diera prisa, porque
en este pueblo de maricas sólo un hombre como él podía impedir la tragedia.
Todo lo que ocurrió a partir de entonces fue del dominio público. La gente que regresaba del puerto,
alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen. Cristo Bedoya
les preguntó a varios conocidos por Santiago Nasar, pero nadie lo había visto. En la puerta del Club
Social se encontró con el coronel Lázaro Aponte y le contó lo que acababa de ocurrir frente a la tienda
de Clotilde Armenta.
—No puede ser —dijo el coronel Aponte—, porque yo los mandé a dormir.
—Acabo de verlos con un cuchillo de matar puercos —dijo Cristo Bedoya.
—No puede ser, porque yo se los quité antes de mandarlos a dormir —dijo el alcalde—. Debe ser que los
viste antes de eso.
—Los vi hace dos minutos y cada uno tenía un cuchillo de matar puercos —dijo Cristo Bedoya.
—¡Ah carajo —dijo el alcalde—, entonces debió ser que volvieron con otros!
Prometió ocuparse de eso al instante, pero entró en el Club Social a confirmar una cita de dominó para
esa noche, y cuando volvió a salir ya estaba consumado el crimen.
Cristo Bedoya cometió entonces su único error mortal: pensó que Santiago Nasar había resuelto a
última hora desayunar en nuestra casa antes de cambiarse de ropa, y allá se fue a buscarlo. Se apresuró
por la orilla del río, preguntándole a todo el que encontraba si lo habían visto pasar, pero nadie le dio
razón. No se alarmó, porque había otros caminos para nuestra casa. Próspera Arango, la cachaca, le
suplicó que hiciera algo por su padre que estaba agonizando en el sardinel de su casa, inmune a la
bendición fugaz del obispo. «Yo lo había visto al pasar —me dijo mi hermana Margot—, y ya tenía cara
de muerto». Cristo Bedoya demoró cuatro minutos en establecer el estado del enfermo, y prometió
volver más tarde para un recurso de urgencia, pero perdió tres minutos más ayudando a Próspera
Arango a llevarlo hasta el dormitorio. Cuando volvió a salir sintió gritos remotos y le pareció que
estaban reventando cohetes por el rumbo de la plaza.
Trató de correr, pero se lo impidió el revólver mal ajustado en la cintura. Al doblar la última esquina
reconoció de espaldas a mi madre que llevaba casi a rastras al hijo menor.
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—Luisa Santiaga —le gritó—: dónde está su ahijado.
Mi madre se volvió apenas con la cara bañada en lágrimas.
—¡Ay, hijo —contestó—, dicen que lo mataron!
Así era. Mientras Cristo Bedoya lo buscaba, Santiago Nasar había entrado en la casa de Flora Miguel,
su novia, justo a la vuelta de la esquina donde él lo vio por última vez.
«No se me ocurrió que estuviera ahí —me dijo— porque esa gente no se levantaba nunca antes de medio
día». Era una versión corriente que la familia entera dormía hasta las doce por orden de Nahir Miguel,
el varón sabio de la comunidad. «Por eso Flora Miguel, que ya no se cocinaba en dos aguas, se mantenía
como una rosa», dice Mercedes. La verdad es que dejaban la casa cerrada hasta muy tarde, como tantas
otras, pero eran gentes tempraneras y laboriosas. Los padres de Santiago Nasar y Flora Miguel se
habían puesto de acuerdo para casarlos. Santiago Nasar aceptó el compromiso en plena adolescencia, y
estaba resuelto a cumplirlo, tal vez porque tenía del matrimonio la misma concepción utilitaria que su
padre. Flora Miguel, por su parte, gozaba de una cierta condición floral, pero carecía de gracia y de
juicio y había servido de madrina de bodas a toda su generación, de modo que el convenio fue para ella
una solución providencial. Tenían un noviazgo fácil, sin visitas formales ni inquietudes del corazón. La
boda varias veces diferida estaba fijada por fin para la próxima Navidad.
Flora Miguel despertó aquel lunes con los primeros bramidos del buque del obispo, y muy poco después
se enteró de que los gemelos Vicario estaban esperando a Santiago Nasar para matarlo. A mi hermana
la monja, la única que habló con ella después de la desgracia, le dijo que no recordaba siquiera quién se
lo había dicho. «Sólo sé que a las seis de la mañana todo el mundo lo sabía», le dijo. Sin embargo, le
pareció inconcebible que a Santiago Nasar lo fueran a matar, y en cambio se le ocurrió que lo iban a
casar a la fuerza con Ángela Vicario para que le devolviera la honra. Sufrió una crisis de humillación.
Mientras medio pueblo esperaba al obispo, ella estaba en su dormitorio llorando de rabia, y poniendo en
orden el cofre de las cartas que Santiago Nasar le había mandado desde el colegio.
Siempre que pasaba por la casa de Flora Miguel, aunque no hubiera nadie, Santiago Nasar raspaba con
las llaves la tela metálica de las ventanas. Aquel lunes, ella lo estaba esperando con el cofre de cartas
en el regazo. Santiago Nasar no podía verla desde la calle, pero en cambio ella lo vio acercarse a través
de la red metálica desde antes de que la raspara con las llaves.
—Entra —le dijo.
Nadie, ni siquiera un médico, había entrado en esa casa a las 6.45 de la mañana.
Santiago Nasar acababa de dejar a Cristo Bedoya en la tienda de Yamil Shaium, y había tanta gente
pendiente de él en la plaza, que no era comprensible que nadie lo viera entrar en casa de su novia. El
juez instructor buscó siquiera una persona que lo hubiera visto, y lo hizo con tanta persistencia como
yo, pero no fue posible encontrarla. En el folio 382 del sumario escribió otra sentencia marginal con
tinta roja: La fatalidad nos hace invisibles. El hecho es que Santiago Nasar entró por la puerta
principal, a la vista de todos, y sin hacer nada por no ser visto. Flora Miguel lo esperaba en la sala,
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verde de cólera, con uno de los vestidos de arandelas infortunadas que solía llevar en las ocasiones
memorables, y le puso el cofre en las manos.
—Aquí tienes —le dijo—. ¡Y ojalá te maten!
Santiago Nasar quedó tan perplejo, que el cofre se le cayó de las manos, y sus cartas sin amor se
regaron por el suelo. Trató de alcanzar a Flora Miguel en el dormitorio, pero ella cerró la puerta y puso
la aldaba. Tocó varias veces, y la llamó con una voz demasiado apremiante para la hora, así que toda la
familia acudió alarmada. Entre consanguíneos y políticos, mayores y menores de edad, eran más de
catorce. El último que salió fue Nahir Miguel, el padre, con la barba colorada y la chilaba de beduino que
trajo de su tierra, y que siempre usó dentro de la casa. Yo lo vi muchas veces, y era inmenso y
parsimonioso, pero lo que más me impresionaba era el fulgor de su autoridad.
—Flora —llamó en su lengua—. Abre la puerta.
Entró en el dormitorio de la hija, mientras la familia contemplaba absorta a Santiago Nasar. Estaba
arrodillado en la sala, recogiendo las cartas del suelo y poniéndolas en el cofre. «Parecía una
penitencia», me dijeron. Nahir Miguel salió del dormitorio al cabo de unos minutos, hizo una señal con la
mano y la familia entera desapareció.
Siguió hablando en árabe a Santiago Nasar. «Desde el primer momento comprendí que no tenía la menor
idea de lo que le estaba diciendo», me dijo. Entonces le preguntó en concreto si sabía que los hermanos
Vicario lo buscaban para matarlo. «Se puso pálido, y perdió de tal modo el dominio, que no era posible
creer que estaba fingiendo», me dijo. Coincidió en que su actitud no era tanto de miedo como de
turbación.
—Tú sabrás si ellos tienen razón, o no —le dijo—. Pero en todo caso, ahora no te quedan sino dos
caminos: o te escondes aquí, que es tu casa, o sales con mi rifle.
—No entiendo un carajo —dijo Santiago Nasar.
Fue lo único que alcanzó a decir, y lo dijo en castellano. «Parecía un pajarito mojado», me dijo Nahir
Miguel. Tuvo que quitarle el cofre de las manos porque él no sabía dónde dejarlo para abrir la puerta.
—Serán dos contra uno —le dijo.
Santiago Nasar se fue. La gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos lo
vieron salir, y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar, y estaba tan azorado que no
encontraba el camino de su casa. Dicen que alguien gritó desde un balcón: «Por ahí no, turco, por el
puerto viejo». Santiago Nasar buscó la voz.
Yamil Shaium le gritó que se metiera en su tienda, y entró a buscar su escopeta de caza, pero no
recordó dónde había escondido los cartuchos. De todos lados empezaron a gritarle, y Santiago Nasar
dio varias vueltas al revés y al derecho, deslumbrado por tantas voces a la vez. Era evidente que se
dirigía a su casa por la puerta de la cocina, pero de pronto debió darse cuenta de que estaba abierta la
puerta principal.
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—Ahí viene —dijo Pedro Vicario.
Ambos lo habían visto al mismo tiempo. Pablo Vicario se quitó el saco, lo puso en el taburete, y
desenvolvió el cuchillo en forma de alfanje. Antes de abandonar la tienda, sin ponerse de acuerdo,
ambos se santiguaron. Entonces Clotilde Armenta agarró a Pedro Vicario por la camisa y le gritó a
Santiago Nasar que corriera porque lo iban a matar.
Fue un grito tan apremiante que apagó a los otros. «Al principio se asustó —me dijo Clotilde Armenta—,
porque no sabía quién le estaba gritando, ni de dónde». Pero cuando la vio a ella vio también a Pedro
Vicario, que la tiró por tierra con un empellón, y alcanzó al hermano. Santiago Nasar estaba a menos de
50 metros de su casa, y corrió hacia la puerta principal.
Cinco minutos antes, en la cocina, Victoria Guzmán le había contado a Plácida Linero lo que ya todo el
mundo sabía. Plácida Linero era una mujer de nervios firmes, así que no dejó traslucir ningún signo de
alarma. Le preguntó a Victoria Guzmán si le había dicho algo a su hijo, y ella le mintió a conciencia, pues
contestó que todavía no sabía nada cuando él bajó a tomar el café. En la sala, donde seguía trapeando
los pisos, Divina Flor vio al mismo tiempo que Santiago Nasar entró por la puerta de la plaza y subió por
las escaleras de buque de los dormitorios. «Fue una visión nítida», me contó Divina Flor.
«Llevaba el vestido blanco, y algo en la mano que no pude ver bien, pero me pareció un ramo de rosas».
De modo que cuando Plácida Linero le preguntó por él, Divina Flor la tranquilizó.
—Subió al cuarto hace un minuto —le dijo.
Plácida Linero vio entonces el papel en el suelo, pero no pensó en recogerlo, y sólo se enteró de lo que
decía cuando alguien se lo mostró más tarde en la confusión de la tragedia. A través de la puerta vio a
los hermanos Vicario que venían corriendo hacia la casa con los cuchillos desnudos. Desde el lugar en que
ella se encontraba podía verlos a ellos, pero no alcanzaba a ver a su hijo que corría desde otro ángulo
hacia la puerta.
«Pensé que querían meterse para matarlo dentro de la casa», me dijo. Entonces corrió hacia la puerta y
la cerró de un golpe. Estaba pasando la tranca cuando oyó los gritos de Santiago Nasar, y oyó los
puñetazos de terror en la puerta, pero creyó que él estaba arriba, insultando a los hermanos Vicario
desde el balcón de su dormitorio. Subió a ayudarlo.
Santiago Nasar necesitaba apenas unos segundos para entrar cuando se cerró la puerta. Alcanzó a
golpear varias veces con los puños, y en seguida se volvió para enfrentarse a manos limpias con sus
enemigos. «Me asusté cuando lo vi de frente —me dijo Pablo Vicario—, porque me pareció como dos
veces más grande de lo que era».
Santiago Nasar levantó la mano para parar el primer golpe de Pedro Vicario, que lo atacó por el flanco
derecho con el cuchillo recto.
—¡Hijos de puta! —gritó.
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El cuchillo le atravesó la palma de la mano derecha, y luego se le hundió hasta el fondo en el costado.
Todos oyeron su grito de dolor.
—¡Ay mi madre!
Pedro Vicario volvió a retirar el cuchillo con su pulso fiero de matarife, y le asestó un segundo golpe
casi en el mismo lugar. «Lo raro es que el cuchillo volvía a salir limpio —declaró Pedro Vicario al
instructor—. Le había dado por lo menos tres veces y no había una gota de sangre». Santiago Nasar se
torció con los brazos cruzados sobre el vientre después de la tercera cuchillada, soltó un quejido de
becerro, y trató de darles la espalda. Pablo Vicario, que estaba a su izquierda con el cuchillo curvo, le
asestó entonces la única cuchillada en el lomo, y un chorro de sangre a alta presión le empapó la camisa.
«Olía como él», me dijo. Tres veces herido de muerte, Santiago Nasar les dio otra vez el frente, y se
apoyó de espaldas contra la puerta de su madre, sin la menor resistencia, como si sólo quisiera ayudar a
que acabaran de matarlo por partes iguales.
«No volvió a gritar —dijo Pedro Vicario al instructor—. Al contrario: me pareció que se estaba riendo».
Entonces ambos siguieron acuchillándolo contra la puerta, con golpes alternos y fáciles, flotando en el
remanso deslumbrante que encontraron del otro lado del miedo. No oyeron los gritos del pueblo entero
espantado de su propio crimen. «Me sentía como cuando uno va corriendo en un caballo», declaró Pablo
Vicario. Pero ambos despertaron de pronto a la realidad, porque estaban exhaustos, y sin embargo les
parecía que Santiago Nasar no se iba a derrumbar nunca. «¡Mierda, primo —me dijo Pablo Vicario—, no
te imaginas lo difícil que es matar a un hombre!» Tratando de acabar para siempre, Pedro Vicario le
buscó el corazón, pero se lo buscó casi en la axila, donde lo tienen los cerdos. En realidad Santiago
Nasar no caía porque ellos mismos lo estaban sosteniendo a cuchilladas contra la puerta. Desesperado,
Pablo Vicario le dio un tajo horizontal en el vientre, y los intestinos completos afloraron con una
explosión. Pedro Vicario iba a hacer lo mismo, pero el pulso se le torció de horror, y le dio un tajo
extraviado en el muslo. Santiago Nasar permaneció todavía un instante apoyado contra la puerta, hasta
que vio sus propias vísceras al sol, limpias y azules, y cayó de rodillas.
Después de buscarlo a gritos por los dormitorios, oyendo sin saber dónde otros gritos que no eran los
suyos, Plácida Linero se asomó a la ventana de la plaza y vio a los gemelos Vicario que corrían hacia la
iglesia. Iban perseguidos de cerca por Yamil Shaium, con su escopeta de matar tigres, y por otros
árabes desarmados y Plácida Linero pensó que había pasado el peligro. Luego salió al balcón del
dormitorio, y vio a Santiago Nasar frente a la puerta, bocabajo en el polvo, tratando de levantarse de
su propia sangre. Se incorporó de medio lado, y se echó a andar en un estado de alucinación,
sosteniendo con las manos las vísceras colgantes.
Caminó más de cien metros para darle la vuelta completa a la casa y entrar por la puerta de la cocina.
Tuvo todavía bastante lucidez para no ir por la calle, que era el trayecto más largo, sino que entró por la
casa contigua. Poncho Lanao, su esposa y sus cinco hijos no se habían enterado de lo que acababa de
ocurrir a 20 pasos de su puerta.
«Oímos la gritería —me dijo la esposa—, pero pensamos que era la fiesta del obispo».
283
Empezaban a desayunar cuando vieron entrar a Santiago Nasar empapado de sangre llevando en las
manos el racimo de sus entrañas. Poncho Lanao me dijo: «Lo que nunca pude olvidar fue el terrible olor a
mierda». Pero Argénida Lanao, la hija mayor, contó que Santiago Nasar caminaba con la prestancia de
siempre, midiendo bien los pasos, y que su rostro de sarraceno con los rizos alborotados estaba más
bello que nunca. Al pasar frente a la mesa les sonrió, y siguió a través de los dormitorios hasta la salida
posterior de la casa. «Nos quedamos paralizados de susto», me dijo Argénida Lanao. Mi tía Wenefrida
Márquez estaba desescamando un sábalo en el patio de su casa al otro lado del río, y lo vio descender
las escalinatas del muelle antiguo buscando con paso firme el rumbo de su casa.
—¡Santiago, hijo —le gritó—, qué te pasa!
Santiago Nasar la reconoció.
—Que me mataron, niña Wene —dijo.
Tropezó en el último escalón, pero se incorporó de inmediato. «Hasta tuvo el cuidado de sacudir con la
mano la tierra que le quedó en las tripas», me dijo mi tía Wene.
Después entró en su casa por la puerta trasera, que estaba abierta desde las seis, y se derrumbó de
bruces en la cocina.
Biografía Gabriel García Márquez: Nació
en Aracataca, Colombia, el 6 de marzo de
1927. Es un escritor, novelista, cuentista,
guionista y periodista colombiano. En 1982
recibió el Premio Nobel de Literatura. Es
conocido como Gabo. Gabriel García Márquez
ha sido inextricablemente relacionado con el
realismo mágico y su obra más conocida, la
novela Cien años de soledad, es
considerada una de las más representativas
de este género literario.
Novelas suyas como El coronel no tiene
quien le escriba (1961), La mala hora (1962),
Cien años de soledad (1967), Relato de un
náufrago (1970), El otoño del patriarca
(1975), Crónica de una muerte anunciada
(1981), El amor en los tiempos del cólera
(1985), El general en su laberinto (1989),
Del amor y otros demonios (1994), Vivir para
contarla (2002), Memorias de mis putas
tristes (2004) han tenido éxito de ventas y
284
han convertido al autor en uno de los
novelistas más populares en lengua
castellana.
Crónica de una muerte anunciada—Gabriel García Márquez.
La obra-Antecedentes
Novela corta de Gabriel García Márquez, publicada en 1981. Está inspirada en un
suceso real: el 22 de enero de 1951 se casaban en Sucre (pueblo en el que veraneaba la familia de Márquez) Margarita Chica Salas y Miguel Reyes Palencia. En la madrugada del día siguiente, el marido devuelve a su esposa a casa de su madre porque descubre que no es virgen. Pocas horas después, Víctor Chica Salas, hermano de la esposa repudiada, da muerte a Cayetano Gentile Chimen, supuesto causante de la deshonra de Margarita. Pero García Márquez no escribió su historia hasta muchos años después, cuando tuvo conocimiento de que el esposo ultrajado se había reconciliado con su esposa y se habían ido a vivir a otro pueblo. Márquez consideró que éste era un desenlace perfecto para la historia al unir a la historia
trágica una inesperada historia de amor.
Pasaron casi treinta años desde que el suceso se produjo hasta que se escribió la
novela y, a pesar de que existe una base real y el narrador se identifica con el propio autor, no
debemos olvidar que se trata de una ficción literaria. En realidad García Márquez no estaba
presente en el pueblo el día que sucedieron los hechos.
Argumento:
Al día siguiente de la boda de Bayardo San Román con Ángela Vicario, y después de
hacer celebrado la fiesta hasta bien entrada la madrugada, los hermanos de Ángela asesinan a
Santiago Nasar, un joven compañero del pueblo. Motivo: la noche de bodas Bayardo descubre
que Ángela no es virgen, la repudia y, cuando estaba siendo acosada a preguntas y a golpes por
su madre, denuncia a Santiago Nasar como el causante de su desgracia. Los hermanos Vicario
son enviados a prisión, al penal de Riohacha, en donde pasarán unos pocos años y Ángela,
rechazada también por su familia, se marcha a un pueblo del interior olvidado de la
civilización, Manaure. Allí, abandonada y sola, ve cómo empieza a acrecentarse su amor por el
marido que la ha repudiado. Tal pasión amorosa encuentra parcial desahogo en la carta semanal
que le escribe a Bayardo San Román durante veintisiete años, sin que este conteste nunca. Al
cabo de tanto tiempo, Bayardo San Román vuelve a su lado, y el lector presume que él sentía la
misma pasión por ella, porque trae consigo una maleta que contenía las dos mil cartas que ella
285
le había escrito. “Estaban ordenadas por sus fechas, en paquetes cosidos con cintas de
colores”.
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Un cúmulo de casualidades y circunstancias conforman la fatalidad que lleva a la
muerte a Santiago. La obligación de aplicar el código de honor familiar lleva a los hermanos de
la novia, a su pesar, a asesinar al ofensor. También el marido, al repudiar a la esposa, obra
según ese código de honor. Este aspecto recuerda las comedias de honra del Siglo de Oro
(Lope, Calderón) ya a la tragedia lorquiana Bodas de sangre.
Géneros narrativos en la Crónica de una muerte anunciada: La Crónica está a medio camino entre la realidad y la ficción, y en esto se acerca a las
antiguas crónicas históricas medievales.
Además, la Crónica tiene clara vinculación con el periodismo, con la crónica
periodística (no olvidemos que Márquez ha combinado la actividad periodística con la
novelesca) no solo por la base real de los hechos sino también por toda la documentación
consultada y por las entrevistas a los protagonistas y testigos. El propio Márquez actúa como
cronista, como recopilador de unos hechos con los que ha tenido una vinculación y aporta
muchos datos concretos. Así pues, la precisión de las coordenadas espacio-temporales, la base
real del suceso y sus protagonistas, de las entrevistas con los testigos, de los viajes del autor-
narrador al lugar del suceso, el gusto por el detalle y el objetivismo, corresponden al cronista
de prensa. Pero no debemos olvidar que estamos ante una ficción novelesca que transmuta los
hechos reales, los exagera, los magnifica y los somete a una serie de técnicas narrativas tales
como el perspectivismo o el desorden temporal, de manera que se obtiene algo muy diferente
al fiel reflejo de lo sucedido en la realidad.
La novela tiene algunos puntos de contacto con la novela policíaca, puesto que se
intenta la explicación de un crimen que la investigación policial no aclaró en su totalidad, pero
se aparta del género policial convencional en que el crimen se desvela desde un principio,
intervienen elementos que no hallan una explicación racional y, además, no se desvela nunca
quién es el verdadero causante de la deshonra de Ángela Vicario.
Hay también quienes han visto la novela como tragedia clásica, en tanto que reina en
ella un fatum que arrastra a los asesinos y pesa sobre la existencia de Santiago Nasar.
Estructura:
Como toda novela contemporánea no respeta la división en planteamiento, nudo y
desenlace. La novela está dividida en cinco partes, sin título ni número, de extensión similar.
Cada una de estas cinco partes gira sobre un eje (personaje o suceso) y se complementa con
286
datos o detalles dispersos. Los acontecimientos no aparecen narrados en su orden cronológico,
sino que la estructura del relato ha sido determinada por un elemento que es la primera
fuerza temática del relato: la muerte inevitable, fatídica de Santiago Nasar.
Los capítulos impares narran lo sucedido durante las cinco horas que transcurren
desde la acusación de Ángela Vicario hasta la muerte de Santiago Nasar. Los capítulos pares
centran el interés en la familia de los asesinos y en la causa del crimen.
El narrador, en su tarea de reconstruir los hechos, cuenta con el auxilio de su
incompleta memoria de lo acaecido, juega con diversos planos temporales, despliega un
panorama de puntos de vista, alterna su voz con breves intervenciones de los personajes
entrevistados…
En la PRIMERA PARTE sabemos a quién matan, cómo y cuándo, cuáles son algunas fatales
circunstancias coadyuvantes del crimen; sabemos que Ángela Vicario se casó en una boda
sonada (con obispo incluido), que a las pocas horas el marido la repudió, y que Santiago Nasar
se ha visto involucrado en el asunto. Este personaje será el eje vertebrador; su descripción y
la de su entorno familiar ocuparán las páginas centrales.
En la SEGUNDA PARTE el eje vertebral es Bayardo San Román, su familia y su relación
con Ángela; Ángela, su familia y los preparativos de la boda. Conocemos el cortejo de Bayardo
a la novia, los festejos y la retirada de los novios a la nueva casa. Al final de esta parte se
produce la tensión climática: devolución de la novia en estado lamentable (la escena conyugal
en la que se revela la no virginidad de la novia se omite), y acusación del causante de la
deshonra (Santiago Nasar). Esta tensión contrasta con la atmósfera festiva de la boda.
En la TERCERA PARTE se desarrollan las circunstancias y detalles previos al asesinato de
Santiago Nasar en cumplimiento de la venganza sangrienta, obligada por el código del honor. El
eje está constituido por los hermanos Vicario –Pedro y Pablo- en su itinerario de búsqueda y
castigo del ofensor. Al mismo tiempo, se incluyen las apreciaciones de los testigos, a través
del multiperspectivismo.
La CUARTA PARTE incluye la descripción del cadáver de Santiago Nasar en la autopsia.
Le sigue el entierro y la inquietud del pueblo que teme que la pacífica comunidad árabe a la que
pertenecía Santiago quiera vengar su muerte. Esta parte es cronológicamente posterior a la
siguiente. Así logra un final cerrado. El eje es la autopsia del cadáver.
Epílogo de la historia: reencuentro final de los esposos
La QUINTA PARTE es pues anterior a la cuarta, cronológicamente. Después de trazar un
panorama del estado de ánimo de la gente del pueblo tras el crimen y una referencia judicial,
el discurso narrativo hace retroceder la historia para enfocar el itinerario de persecución,
287
encuentro y muerte de Santiago Nasar. Son elementos clave el intento de fraternal ayuda de
Cristo Bedoya, el griterío del pueblo agolpado, el andar azorado del incrédulo Santiago Nasar
y el macabro detallismo con que el narrador describe el asesinato con cuchillos sangrientos.
La novela posee dos elementos de cierre:
- La muerte de Santiago Nasar - La reconciliación de Ángela y Bayardo
El narrador y perspectivismo
Se trata de un narrador-testigo que coincide con el propio autor. Su nombre no
aparece mencionado pero sí el de su novia, su madre y sus hermanos. Se trata de un recurso
más para dar verosimilitud, para crear la ficción de que estamos ante una “crónica
verdadera”.
Este narrador abre paso a otras voces, como las cartas de su propia madre, el informe
jurídico y de la autopsia o el testimonio de muchos testigos. Esto es un recurso más de
verosimilitud (aportación de datos “reales”) y contribuye a crear perspectivismo por la
yuxtaposición de puntos de vista de distintos personajes que son en muchos casos
contradictorios; por ejemplo, cuando se refieren al tiempo que hacía el día del crimen. De este
modo tenemos una visión compleja de la realidad, en la que la memoria juega un papel muy
importante (para reconstruir esos hechos se vale de su memoria :“con tantas astillas
dispersas el espejo roto de su memoria”), y que puede llegar a resultar algo incomprensible a
la luz de la lógica. Esta visión de la realidad es la que está presente en toda la obra : ¿Por qué
no se pudo evitar la muerte de Santiago Nasar? Es como si una fuerza superior, “mágica”,
estuviese por encima de todo lo racional.
Esta polifonía de voces, que nos da una visión completa y desde todos los ángulos, exige la
presencia de un lector activo que recomponga las distintas visiones, aunque a veces se
contradigan. Sin embargo, todas estas “voces” no logran despejar la incógnita sobre la
culpabilidad de Santiago Nasar.
El pasado lejano suele ser evocado por el narrador, mientras que el más inmediato, lo es a
través de documentos y testigos, como son:
- correspondencia epistolar de su madre
- informe jurídico de la autopsia
- el testimonio de un extenso número de testigos
- su memoria personal fragmentada
288
- su condición misma de testigo de los hechos
Normalmente se incluyen los intermitentes testimonios de los personajes, a través de
estilo directo y en entrecomillado o entre guiones como breves frases y precisas; otras
veces, se limita el narrador a ser un mero transmisor-lector del texto de un documento
(sumario, informe), o a través del estilo indirecto. Pero también mantiene en ocasiones una
posición objetiva que se manifiesta en las acotaciones dentro del diálogo establecido por los
personajes.
Por tanto, el continuado entrecruzamiento de los puntos de vista del narrador (ya como
narrador, ya como personaje secundario, ya como informador / cronista), de los testigos, de
los protagonistas, de las fuentes escritas otorgan a la Crónica la clara condición de novela
perspectivística o multiperspectivística o de enfoque polivisional. Y esta condición dota de
dinamismo, agilidad y variedad a la obra.
Modos narrativos:
Narración y descripción son las formas de presentación del mundo de la Crónica.. La
presencia del diálogo es menor y se presenta en estado fragmentario, unidireccional (solo se
da la respuesta del personaje al narrador sin incluir la pregunta de este), en estilo
conversacional. Predomina, pues, el estilo directo con acotación complementaria del narrador,
aunque también hay presencia del indirecto.
Época y marco. El espacio narrativo:
Debido a su carácter de crónica, el autor da una serie de datos puntuales, cuando se pone a
novelar los sucesos 27 años después. Sabemos por la prensa del país y por el testimonio del
propio García Márquez, que los sucesos novelados tuvieron lugar en Sucre (Colombia) el 22 de
enero de 1.951; que Santiago Nasar se levantó de la cama a las 5:30, salió de su casa a las
6:05 y fue muerto a las 7:05. En cuanto a la época, carece de importancia; se habla de
pasadas guerras civiles, de la guerrilla presente, pero nada más.
Sin embargo, en cuanto al marco, García Márquez utiliza como referencia real la geografía
colombiana: Riohacha, Manaure, la península de la Guajira… También están presentes las
costumbres de su pueblo en la caracterización de determinados ambientes: la boda, con su
exceso de comida; la clara separación de las funciones del hombre y de la mujer, la apasionada
vivencia de los sentimientos, las alusiones al odio y a la envidia soterrados, las escenas caseras
de la comunidad rural.
Tratamiento del tiempo:
289
La obra constituye en su totalidad, en cuanto al orden temporal, una analepsis: se
cuenta veintisiete años después de que los hechos hubieran sucedido, y los hechos
fundamentales se condensan en muy pocas horas, la condensación temporal que abarca desde
la mañana del domingo de la boda hasta el alba del lunes en que los Vicario matan a Santiago
Nasar, con todas las precisiones puntuales (como crónica) sobre la fijación cronológica de los
hechos (En el amanecer de su muerte Santiago se había levantado a las 5,30, pero se había
acostado a las 4,20, ya que a las 3 había entrado en casa de María Alejandrina Cervantes...
hasta que a las 7,05 “fue destazado como un cerdo”). Existen ramificaciones que recogen
otros hechos como el noviazgo de Ángela y Bayardo, los días posteriores al crimen, o la
historia posterior de Ángela y Bayardo. Desde que sucede el crimen, los hechos se ramifican:
la autopsia se realiza el lunes funesto por la tarde, el sumario se redacta 12 días después y el
narrador tarda 5 años en rescatar los pliegos salteados del mismo; encuentra a Ángela Vicario
23 años después del drama cuando andaba vendiendo enciclopedias por La Guajira… Por tanto,
es un tiempo complejo, que se amplía.
Además no existe una linealidad temporal, ya que la temporalidad es objeto de una minuciosa
manipulación que ordena el tiempo de la historia en un continuado avance-retorno que
distorsionan la correspondencia lineal entre el tiempo de la historia y el del discurso.Veámoslo
de forma sintética:
En el capítulo primero se narra desde que Santiago Nasar sale de su casa para ir a ver
la llegada del obispo, hasta que emprende el regreso a su casa, aunque ya se anuncia su muerte
:”El día en que lo iban a matar”.
En el segundo se cuenta la boda y cómo Ángela es devuelta a su casa por Santiago
Nasar.
En el tercero se recogen los preparativos de Pedro y Pablo Vicario para vengar la
afrenta de su hermana, y cómo lo cuentan para que alguien se lo impida.
En el cuarto se narra todo lo sucedido después de la muerte de Santiago Nasar: el
encarcelamiento de los hermanos Vicario, la autopsia de Santiago Nasar, la huida del pueblo de
Ángela Vicario y de Bayardo San Román , y el posterior reencuentro de estos y su historia de
amor muchos años después.
En el quinto se plasma la muerte “anunciada” de Santiago Nasar a las puertas de su
casa.
Caracterización de los personajes:
Dada la condición de crónica, no se crean personajes memorables. Hay un abultado
número de personajes (unos ochenta) que dan sus puntos de vista sobre los hechos, diciendo
aquello que únicamente el narrador les deja decir. Para su caracterización se utiliza la técnica
de la visión indirecta a través de una voz interpuesta (narrador u otros personajes); es lo que
llamamos heterocaracterización. A veces se utilizan distintos puntos de vista para
290
presentarnos a un personaje (enfoque multiperspectivista), como ocurre en la plural valoración
de que es objeto Santiago Nasar: “fue el hombre de mi vida” (Plácida Linero), “no ha vuelto
a nacer otro hombre como ese” (Divina Flor), “era idéntico a su padre(…) Un mierda”
(Victoria Guzmán), “era alegre y pacífico, de corazón fácil” (el narrador).
Los personajes se presentan en tres niveles:
- Personajes principales son: Santiago Nasar (ofensor –no probado- y víctima), Ángela
Vicario (ofendida y victimaria), Bayardo San Román (víctima), Los hermanos Vicario (sujetos
de la venganza, víctimas y victimarios), y Cristo Bedoya (defensor solidario).
- Personajes secundarios y testigos, que adquieren voz a través del narrador y son
copartícipes en el crimen por omisión o por otras circunstancias, incluso conscientes de que se
debe vengar ese honor perdido: Lázaro Aponte, Clotilde Armenta, Victoria Guzmán, Divina
Flor, Flora Miguel, Plácida Linero…
- Un tercer nivel de personajes viene dado por el personaje-grupo, anónimo, que es el
pueblo. Son espectadores de la celebración del crimen. Paralelamente, se muestra la
comunidad árabe a la que pertenece Nasar, que muestra solidaridad con la víctima. En este
tercer nivel se manifiesta la pasividad, la indiferencia o la impotencia, y son parte esencial en
el cumplimiento del fatum.
Para su caracterización el autor se vale de distintas técnicas: el retrato, la hiperbolización
de algunos rasgos hasta lo grotesco (como la incontenida diarrea que aqueja a Pablo Vicario),
descripción de sus acciones, aportación de algunos datos concretos sobre su posición social,
entorno familiar…
Temas:
Los dos temas centrales de la obra son el honor y la fatalidad (“fatum”). Ambos
términos son abundantemente utilizados en ella.
El honor de la familia Vicario ha sido “mancillado” y sus hermanos tienen el deber
inexcusable de “lavar la afrenta” ya que su padre, viejo y ciego, no puede hacerlo. Este
sentimiento del honor está arraigado en la colectividad, como avala la sentencia del juez: “fue
un homicidio en legítima defensa del honor”.
Ahora bien, aunque se admitiese la legitimidad de la defensa del honor mancillado, hay
un hecho fundamental en la obra que no se puede perder de vista: no existe en modo alguno la
constancia de que Santiago Nasar fuese el causante del deshonor de Ángela Vicario; más aún,
el narrador se inclina a pensar que Santiago era inocente, como lo indicaría su comportamiento
en las horas previas al crimen.
Esto hace que esta venganza que “limpia el honor” de la familia Vicario resulte de
nuevo un comportamiento irracional, incomprensible. ¿Se ha hecho verdadera justicia o,
simplemente, la venganza deja las conciencias tranquilas, aunque no sea acorde a la verdad?
291
En efecto, uno de los elementos que mantiene la intriga y la tensión en todo momento a
lo largo de la obra, (el asesinato ya sabemos que se va a producir desde la primera línea del
libro, incluso desde el título) es la curiosidad por saber quién fue el verdadero causante de la
“deshonra” de Ángela Vicario y por qué ella dio el nombre de Santiago Nasar. Y uno de los
grandes aciertos de la novela está en que este dato no se desvela nunca; así es la realidad: en
muchas ocasiones no podemos llegar a captarla en su totalidad, se nos escapan muchos
elementos, nos resulta incomprensible, absurda.
El otro gran tema es el de la fatalidad y la otra pregunta que nos mantiene en tensión
toda la obra es: ¿Cómo es posible que la muerte no se haya evitado, cuando todo el pueblo lo
sabía, cuando había sido previamente “tan anunciada”. Desde el principio se producen una serie
de casualidades encadenadas (la visita del obispo que hace que Santiago no salga armado, que
entre en la casa por la puerta principal, que su madre eche la tranca en la puerta por pensar
que su hijo ya está dentro...) como si una fuerza superior (el Fatum) las hubiera concitado para
que la muerte fuera inevitable. Hasta los sueños (que su madre no interpretó en el momento) y
frases de Santiago Nasar adquieren la categoría de presagios tras el crimen.
De nuevo estamos ante una realidad que se nos escapa, ante unos hechos que parecen
movidos por una fuerza superior, incomprensible.
Por último, en la obra se presenta un tercer tema: el amor, que da lugar a la otra “historia”
que recoge la novela y que es también una historia que resulta contradictoria, absurda,
incomprensible: Ángela Vicario, causante de todo lo sucedido, empieza a enamorarse de
Bayardo San Román (que había hecho lo imposible por conquistarla) precisamente cuando este
la rechaza al descubrir que no es virgen. De nuevo es una situación absurda, incomprensible,
disparatada. Las cartas enviadas semanalmente, recibidas por Bayardo, que no las abre, son el
testimonio de un amor extraño e irreal. Más contradictorio resultará cuando este acuda
pasados tantos años en su búsqueda. Por ello decimos, una vez más, que el autor crea un mundo
donde la realidad se percibe como algo que no se puede entender y captar únicamente de
forma racional.
Otros temas que aparecen en la obra son la religión, que se detecta en la expectación
causada por la visita del obispo (Santiago Nasar madruga para verle llegar…). Pero la
religiosidad santurrona y protocolaria se ve contrastada por la intensa presencia del espíritu
supersticioso. La superstición orienta la visión de la realidad, determina el vivir y el morir. Esa
fe fetichista, ceremonial y milagrera es tratada por el autor de forma humorística o paródica,
desde la ironía y la crítica; así, el obispo deja burlados a sus feligreses: “el barco dejó
ensopados a los que estaban más cerca de la orilla”. Se ofrece una visión del mundo en la que
se manifiestan lo onírico, lo telepático, lo sobrenatural, lo fantástico y el más allá.
García Márquez, partiendo de unos hechos reales, crea un mundo que quiere
transmitirnos su propia visión de la realidad como algo disparatado, incomprensible, que no
puede ser comprendido simplemente a través de la razón.
Por otra parte, hay que constatar que la mayoría de los hechos que se recogen en la
obra son verosímiles, y es la concatenación de ellos lo que resulta sorprendente, casi
inverosímil. Pero Márquez no escapa a la tentación de incluir algunos de difícil verosimilitud,
como la capacidad de Plácida Linero de interpretar sueños “siempre que se los contaran en
292
ayunas”, la capacidad de la madre del narrador de conocer las noticias “anticipadas”, la
decisión de Bayardo San Román de casarse con Ángela Vicario después de haberla visto por
primera vez (“Cuando despierte, recuérdeme que me voy a casar con ella”) o algunos más
exagerados como la trayectoria seguida por la bala al disparársele el arma al padre de
Santiago Nasar.
Lenguaje y estilo. El Realismo mágico:
Pese a lo que hay de crónica periodística objetiva en la novela, de investigación y
reconstrucción de hechos, la dimensión de lo fantástico se instala en el mundo cotidiano de los
personajes, y el cronista da cuenta de ella como una parcela más de su historia. La reducción
de lo maravilloso al nivel de lo cotidiano, donde tienen cabida sin limitaciones de la razón los
mitos, las creencias de la gente, las leyendas, presagios, premoniciones y supersticiones; es
decir, el mundo extrasensible. Esto es lo se llama Realismo mágico. Así, lo fantástico se
instala en el viudo Xius y su esposa muerta, que regresa a la que había sido su casa para
llevarse “los cachivaches de su felicidad” y trasladarlos “para su casa de la muerte”; a su
esposo al ser auscultado “se le sentían borboritar las lágrimas dentro de su corazón”…
Por otra parte, se utilizan gran cantidad de figuras literarias encaminadas a crear un
efecto de asombro, de exageración, de extrañeza ante la realidad. Además de
personificaciones (“las veleidades del río”, “los bramidos del buque”), símiles (Santiago Nasar
fue destazado “como un cerdo”), metáforas (“el espejo roto de la memoria”), oxímoron
(“sonámbulos desvelados”), desplazamientos significativos (“talante rechoncho del coronel”,
“pulso fiero de matarife”), destacan especialmente las hipérboles: las balas de la magnum
“podían partir un caballo por la cintura”, “era tan reservado sobre su origen, que hasta el
engendro más demente podía ser cierto”. Es curioso además que en muchas ocasiones utiliza
las oraciones consecutivas intensivas como potenciación de lo hiperbólico: “era de piel tan
delicada que no soportaba el ruido del almidón”.
Las menciones a la sensualidad, el incontenible erotismo de algunos personajes (así a
Ángela Vicario la abrasa el fogaje de su cuerpo en la cama y le escribe a Bayardo sobre la
huella dejada en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana)
son reiterados, así como el afán de precisar datos insignificantes en un intento de
desrealización (así Plácida Linero es experta en interpretar sueños, pero hay que contárselos
en ayunas).
Asimismo se advierten los contrastes entre lo poético y lo macabro y violento;
especialmente en la narración de la práctica de la autopsia.
293
Literatura costarricense Caballos y Venado de Fabián Dobles Rodríguez
El lado oculto del presidente Mora
(Armando Vargas)
Caballos y Venado de Fabián Dobles Rodríguez
(Copias)
Fabián Dobles Rodríguez (San Antonio de Belén, Heredia, 7 de enero de
1918-San José, 22 de marzo de 1997) escritor costarricense. Delicada
sensibilidad social y profundo compromiso ético con los desposeídos, lúdico
294
talento en el manejo del idioma, Dobles es considerado uno de los grandes escritores centroamericanos
del XX, ampliamente señaladas sus virtudes como narrador. En tiempos de la globalización, cuando el
perfil de los distintos pueblos solo lo esbozará su singularidad, la literatura de Dobles es fundamental
en la conformación de una identidad nacional.
Sin su obra sería muy difícil conocer a fondo la esencia del pueblo costarricense, que él, como hombre
bueno que era, pintó generosamente, señalando también con vigor oscuridades, egoísmos e injusticias.
Perteneciente a la emblemática Generación del Cuarenta, dirigió su transparente mirada a las luchas y
faenas del campesinado, hombres y mujeres tozudas y sencillas que forjaron la patria desde abajo,
abriendo montaña virgen: Dobles escribió su épica humana. Se ha dicho que es el geógrafo del espíritu
costarricense, y él lo recorrió en paisajes y personajes de raigambre autóctona y de aliento universal.
Nacido en pueblo rural, el 17 de enero de 1918 en San Antonio de Belén, entre familia numerosa, hijo de
médico andariego, muy pronto su curiosidad e inteligencia lo hicieron escuchar con oído fino el habla
campesina, jugar con el viento, las pozas, los otros chiquillos, y las palabras, en la Atenas calurosa donde
creció.
“La vena literaria no se sabe cuándo aparece. No había en mi casa una biblioteca grande, pero
recuerdo que de niño oía a mis hermanas mayores declamar poemas de Darío y Chocano, y a mí
me gustaban. Compraba unos libritos de literatura universal en la pulpería, en Atenas, y así,
cuando entré a primer grado, ya sabía leer”, contó alguna vez.
No es raro que escribiera su primera novela, Aguas turbias, a los 22 años.
Desde antes venía atreviéndose con la poesía, en sus tiempos de estudiante de Derecho (luego
publicaría los poemarios Tú, voz de sombra, 1944; Verdad del agua y del viento, Premio 15 de setiembre,
Guatemala, 1948; Yerbamar, 1965, en conjunto con el poeta Mario Picado).
Muy pronto dio a conocer sus inquietudes políticas y literarias y su mentor fue Joaquín García Monge.
Sus siguientes novelas: Ese que llaman pueblo (1942), El sitio de las abras (Premio 15 de setiembre,
Guatemala, 1950), Una burbuja en el limbo (1946), Los leños vivientes (1962), En el San Juan hay
tiburón (Premio Aquileo Echeverría, 1967), y los libros de cuentos: La rescoldera (1957), El jaspe
(1955), El maijú y otras Historias de Tata Mundo (1955, integradas en Historias de Tata Mundo en
1966), El violín y la chatarra (1966), se enmarcan en la denominada literatura social, pero la poesía, la
música (a la que amaba, pues se consideraba un músico frustrado) le andaban por dentro: se ha
subrayado la finura de su estilo literario, señalándolo como “maestro en el uso del idioma”, al cual le
conocía los vericuetos para expresar con cuidada belleza situaciones y sentimientos. En Dobles hay una
clara y lograda voluntad de estilo, tanto que Alberto Cañas declaró que no se sabe si los campesinos
hablan como él lo escribió o si él escribió como ellos hablan.
Se ha destacado su oficio y maestría en el género del cuento, especialmente visibles en sus Historias
de Tata Mundo, incluidas en la colección universal de la UNESCO, y traducidas a varios idiomas. Una
característica que diferencia su literatura de la de sus compañeros de generación, son sus personajes
295
femeninos, a menudo mujeres de rompe y rasga. Su novela Ese que llaman pueblo se considera la
primera de la literatura costarricense en abordar la temática urbana.
Fabián Dobles era un hombre sencillo, de gran modestia personal, renuente a viajar y al auto-bombo, lo
que quizás perjudicó su proyección internacional, además de vivir una época difícil, identificado con las
luchas de izquierda. En la coyuntura de 1948 no quiso exiliarse, a pesar de haber sido encarcelado dos
veces. Perteneció al Partido Comunista y aunque en nuestro país se han disimulado las persecuciones
ideológicas, a causa de estas Dobles vivió penurias económicas. Culto y talentoso, inquieto, empero
trabajó en diversos oficios para mantener a su familia, desde repartidor de leche, fabricante de
cobijas y ebanista, hasta profesor de inglés, corrector de pruebas y editor. Alguna vez dijo que nada
quitaba tanto tiempo como la pobreza.
A los 70 años publicó su última novela, Los años pequeños días, elogiada por su prosa vital y
contemporánea estructura, que recibió el Premio Áncora.
De sabrosa e infatigable conversación, su figura de patriarca, gorra y sandalias, era un libro abierto
para quien se le acercara, jovial y magnánimo; en los últimos años vivía muy cerca de la tierra; de su
compañera de vida, Cecilia, madre de sus cuatro hijas; en contacto con flores y frutos y sus nietos; al
decir de algunos, convertido en una “potencia espiritual”, sabio de la vida y su transcurrir.
“El escritor no escribe para las gavetas ni para solazarse, sino para producir efecto conmovedor
en la sociedad, en un sentido positivo de abrir brechas, de ennoblecer la existencia, de mejorar
la sociedad”
El lado oculto del presidente Mora
(Armando Vargas)
296
Biografía de Armando Vargas Araya: Destacado periodista, político
y escritor costarricense, experto en infocomunicaciones. Ha tenido a
su cargo importantes medios noticiosos costarricenses, además ha
sido corresponsal extranjero en los Estados Unidos y editor de
agencias noticiosas en Buenos Aires y en Nueva York.
Fue Ministro de Comunicación e Información durante el cuatrienio
1982-1986. Ha sido director de empresas globales de comunicación en
Londres y en Washington. Ahora es consultor de infocomuncación,
convergencia de la informática y las telecomunicaciones. Es, además,
prolífico autor de obras de carácter histórico, que le permitieron
alcanzar el Premio Nacional de Historia, de la Academia de Geografía
e Historia de Costa Rica. Ha ejercido la docencia universitaria en
Costa Rica y en el exterior. Entre sus principales títulos figuran
Batallas por la neutralidad y la paz (1985), Telestroika y desarrollo
(1989), El siglo de Figueres y otros textos políticos (1993), Idearium
maceísta (2002), La vía costarricense (2005), El Doctor Zambrana:
padre y maestro de la democracia republicana costarricense (2006),
El lado oculto del Presidente Mora (2007), El evangelio de don
Florencio (2008), Costa Rica en Juan Bosch (2009) y Perfiles de
patriotismo en La Vía Costarricense (2011).
2007
El lado oculto del presidente Mora
Este libro plantea los verdaderos alcances del expansionismo estadounidense de aquella época, frenado
por la actitud valerosa, visionera e incontestable del Presidente de Costa Rica, don Juan Rafael Mora
Porras. Sin ser una biografía, destaca el papel estelar que tuvo como protagonista del conflicto. Se
aprecian las importantes gestiones de su Gobierno en procura de defender y conservar la soberanía e
independencia de Costa Rica. Apunta mucho sus gestiones en busca del apoyo de países victimas o
propensos a la acción filibustera.
En forma novedosa, el autor muestra el resultado de una investigación seria, meticulosa, sólida y bien
sustentada en la amplia y variada bibliografía y documentación, respaldada con un aparato referencial
excelente que sirve de soporte científico a esta obra.
“Los contenidos están muy bien sustentados en este libro sobre la personalidad de Mora y la Guerra Patria, así denominada por su autor, el académico y escritor Armando Vargas Araya.
El libro es un aporte singular y enriquece el tratamiento pedagógico de esta gesta nacional. Mediante una elogiable labor de consulta en las más diversas fuentes, el autor fundamenta la personalidad visionaria y tenaz, y los excepcionales dones de liderazgo de Juan Rafael Mora Porras en la década de 1850.
297
Conforme se avanza en la lectura del libro, Mora se torna el eje de esta epopeya que afianza la independencia nacional. Entre otros asuntos relacionados con esta gesta, el libro argumenta:
1) La coyuntura geopolítica que hace, de este hecho histórico, un acontecimiento inserto en la lucha por la expansión del neoimperialismo del siglo XIX.
2) El inusual despliegue diplomático que realiza Costa Rica, república pequeña y en pañales, al ver gravemente amenazada la paz y la independencia de nuestro país, del istmo y más al sur.
3) El gran espíritu patriótico, el profundo sentido de identidad nacional, la previsión, el heroísmo y la lucha por defender los más nobles ideales humanos, como el de la libertad, que caracterizan el accionar político y el liderazgo militar de Juan Rafael Mora, en esos momentos de incertidumbre para Costa Rica, Nicaragua y el istmo. Se visualiza el enfrentamiento como una lucha semejante a la de David contra Goliat.
4) El coraje, la inteligencia y el sentido de hermandad centroamericana que distinguió a la milicia costarricense.
5) La exaltación de los valores que caracterizan a la cultura latina frente a la anglosajona, y el origen del concepto “América Latina” que define a los territorios al sur del río Grande o Bravo.
6) Los errores políticos de Mora, el alto costo que pagó por estos –hasta perder la vida fusilado después de un juicio militar injusto– y el olvido o el escaso reconocimiento de su heroísmo al que lo sometió la clase oligárquica por más de 150 años.”
Fuente: Monge Ureña, Lissette. El libro de Juan Rafael. http://www.nacion.com/2010-11-
07/Ancora/Promocional_1/Ancora2570480.aspx SÁBADO 25 DE FEBRERO DEL 2012.
Ver documentos adjuntos del CD, carpeta
“El lado oculto del presidente Mora”
298
Teatro Adicional Bodas de Sangre de Federico García Lorca
Prohibido suicidarse en primavera
(Alejandro Casona)
Bodas de Sangre de Federico García Lorca
Digitalizado por: René Contreras
Federico García Lorca
BODAS DE SANGRE
TRAGEDIA EN TRES ACTOS
Y SIETE CUADROS
(1933)
PERSONAJES.
LA MADRE..
299
LA NOVIA.
LA SUEGRA.
LA MUJER DE LEONARDO.
LA CRIADA.
LA VECINA.
MUCHACHAS.
LEONARDO.
EL NOVIO.
EL PADRE DE LA NOVIA.
LA LUNA.
LA MUERTE (como mendigo).
LEÑADORES.
MOZOS.
ACTO PRIMERO
CUADRO PRIMERO
Habitación pintada de amarillo.
NOVIO.-(Entrando.) Madre.
MADRE.-¿Qué?
NOVIO.-Me voy.
MADRE.-¿Adónde?
NOVIO.-A la viña. (Va a salir.)
MADRE.-Espera.
300
NOVIO.-¿Quiere algo?
MADRE.-Hijo, el almuerzo.
NOVIO.-Déjelo. Comeré uvas. Deme la navaja.
MADRE.-¿Para qué?
NOVIO.-(Riendo.) Para cortarlas.
MADRE.-(Entre dientes y buscándola.) La navaja, la navaja. .. Malditas sean todas y el bribón que las inventó.
NOVIO.-Vamos a otro asunto.
MADRE.-Y las escopetas y las pistolas y el cuchillo más pequeño, y hasta las azadas y los bieldos de
la era.
NOVIO.-Bueno.
MADRE.-Todo lo que puede cortar el cuerpo de un hombre. Un hombre hermoso, con su flor en la boca, que sale a las
viñas o va a sus olivos propios, porque son de él, heredados...
NOVIO.-(Bajando la cabeza) Calle usted.
MADRE.- ... y ese hombre no vuelve. O si vuelve es para ponerle una palma encima o un plato de sal gorda para que no se
hinche. No sé cómo te atreves a llevar una navaja en tu cuerpo, ni cómo yo dejo a la serpiente dentro del arcón.
NOVIO.-¿Está bueno ya?
MADRE.-Cien años que yo viviera, no hablaría de otra cosa. Primero tu padre; que me olía a clavel y lo disfruté tres
años escasos. Luego tu hermano. ¿Y es justo y puede ser que una cosa pequeña como una pistola o una navaja pueda
acabar con un hombre, que es un toro? No callaría nunca. Pasan los meses y la desesperación me pica en los ojos y hasta
en las puntas del pelo.
NOVIO.-(Fuerte.) ¿Vamos a acabar?
MADRE.-No. No vamos a acabar. ¿Me puede alguien traer a tu padre? ¿Y a tu hermano? Y luego el presidio. ¿Qué es el
presidio? ¡Allí comen, allí fuman, allí tocan los instrumentos! Mis muertos llenos de hierba, sin hablar , hechos polvo; dos
hombres que eran dos geranios. ..Los matadores, en presidio, frescos, viendo los montes. ..
NOVIO.-¿Es que quiere usted que los mate?
MADRE.-No. ..Si hablo es porque. ..¿Cómo no voy a hablar viéndote salir por esa puerta? Es que no
me gusta que lleves navaja. Es que. ..que no quisiera que salieras al campo.
NOVIO.-(Riendo.) ¡Vamos!
MADRE.-Que me gustaría que fueras una mujer. No te irías al arroyo ahora y bordaríamos las
dos cenefas y perritos de lana.
301
NOVIO.-(Coge de un brazo a la MADRE y ríe.) Madre, ¿y si yo la llevara conmigo a las viñas?
MADRE.-¿Qué hace en las viñas una vieja? ¿Me ibas a meter debajo de los pámpanos?
NOVIO.-(Levantándola en sus brazos.) Vieja, revieja, requetevieja.
MADRE.- Tu padre sí que me llevaba. Eso es buena casta. Sangre. Tu abuelo dejó un hijo en cada
esquina. Eso me gusta. Los hombres, hombres; el trigo, trigo.
NOVIO.-¿ Y yo, madre?
MADRE.-¿ Tú, qué?
NOVIO. -¿Necesito decírselo otra vez?
MADRE.-(Seria.) ¡Ah!
NOVIO.-¿Es que le hace mal?
MADRE.-No.
NOVIO.-¿Entonces?
MADRE.-No lo sé yo misma. Así, de pronto, siempre me sorprende. Yo sé que la muchacha es buena. ¿Verdad que sí?
Modosa. Trabajadora. Amasa su pan y cose sus faldas, y siento sin embargo, cuando la nombro, como si me dieran una
pedrada en la frente.
NOVIO.- Tonterías.
MADRE.-Más que tonterías. Es que me quedo sola. Ya no me quedas más que tú y siento que te vayas.
NOVIO.-Pero usted vendrá con nosotros.
MADRE.-No. Yo no puedo dejar aquí solos a tu padre y a tu hermano. Tengo que ir todas las mañanas, y
si me voy es fácil que muera uno de los Félix, uno de la familia de los matadores, y lo entierren al lado.
¡Y eso sí que no! ¡Ca! ¡Eso sí que no! Porque con las uñas los desentierro y yo sola los machaco contra la
tapia.
NOVIO.-(Fuerte.) Vuelta otra vez.
MADRE. -Perdoname. (Pausa.)¿Cuánto tiempo llevas en relaciones?
NOVIO.-Tres años. Ya pude comprar la viña.
MADRE.- Tres años. ¿Ella tuvo un novio, no?
NOVIO.-No sé. Creo que no. Las muchachas tienen que mirar con quién se casan.
MADRE.-Sí. Yo no miré a nadie. Miré a tu padre, y cuando lo mataron miré a la pared de enfrente. Una
mujer con un hombre, y ya está.
NOVIO.-Usted sabe que mi novia es buena.
302
MADRE.-No lo dudo. De todos modos siento no saber cómo fue su madre.
NOVIO.-¿Qué mas da?
MADRE.-¡Que es verdad! ¡Que
tienes razón! ¿Cuándo quieres
que la pida?
NOVIO.-(Alegre) ¿Le parece
bien el domingo?
MADRE.-(Seria.) Le llevaré los pendientes de azófar, que son anti.guos, y tú le
compras. ..
NOVIo.-Usted entiende más. ..
MADRE.-Le compras unas medias caladas, y para ti dos trajes. .. ¡Tres! ¡No te tengo más que a ti!
MADRE.-Sí, sí, y a ver si me alegras con seis nietos, o los que te dé la gana, ya que tu padre no tuvo lugar de
hacérmelos a mí.
NOVIO.-El primero para usted.
MADRE.-Sí, pero que haya niñas. Que yo quiero bordar y hacer encaje y estar tranquila.
NOVIO.-Estoy seguro de que usted querrá a mi novia.
MADRE.-La querré. (Se dirije a besarlo y reacciona.) Anda, ya estás muy grande para besos. Se los das
a tu mujer. (Pausa. Aparte.) Cuando lo sea.
NOVIO.-Me voy.
MADRE.-Que caves bien la parte del molinillo, que la tienes descuidada.
NOVIO.-¡Lo dicho!
MADRE.-Anda con Dios. (Vase el NOVIO. La MADRE queda sentada de espaldas a la puerta. Aparece en la puerta una
VECINA vestida de color oscuro, con pañuelo a la cabeza.) Pasa.
VECINA.-Yo bajé a la tienda y vine a verte. ¡Vivimos tan lejos!. ..
MADRE.-Hace veinte años que no he subido a lo alto de la calle.
MADRE.-¿Lo crees?
VECINA.-Las cosas pasan. Hace dos días trajeron al hijo de mi vecina con los dos brazos cortados por
la máquina. (Se sienta.) MADRE.-¿A Rafael?
VECINA.-Sí. y allí lo tienes. Muchas veces pienso que tu hijo y el mío están mejor donde están,
dormidos, descansando, que no expuestos a quedarse inútiles.
MADRE.-Calla. Todo eso son invensiones, pero no consuelo.
VECINA.-Ahora se casará.
MADRE.-(Como despertando y acercando su silla a la silla de la VECINA.) Oye.
VECINA.-(En plan confidencial.) Dime.
MADRE.-¿Tú conoces a la novia de mi hijo?
VECINA.-¡Buena muchacha!
MADRE.-Sí pero...
VECINA.-Pero quien la conozca a fondo no hay nadie. Vive sola con su padre allí, tan lejos, a diez leguas
de la casa más cercana. Pero es buena. Acostumbrada a la soledad.
MADRE.-(Mirándolo.) Hijo.
NOVIO.-¿Qué quiere usted?
NOVIO.-Me voy. Mañana iré a
verla. VECINA.-¿Cómo estás?
MADRE.-Ya ves.
VECINA.-Tú estás bien. VECINA.-jAy!
MADRE.-¡Ay! (Pausa.)
VECINA.-(Triste.) ¿ y tu hijo?
MADRE.-Salió.
VECINA.-¡Al fin compró la viña! MADRE.- Tuvo suerte.
303
MADRE.-¿Y su madre?
VECINA.-A su madre la conocí.
Hermosa. Le relucía la cara
como a un santo; pero a mí no
me gustó nunca. No quería a su marido.
MADRE. -(Fuerte.) Pero ¡cuántas cosas sabéis las gentes!
VECINA.-Perdona. No quise ofender; pero es verdad. Ahora, si fue decente o no, nadie lo dijo. De esto
no se ha hablado. Ella era orgullosa.
MADRE.-Es que quisiera que ni a la viva ni a la muerta las conociera nadie. Que fueran como dos cardos,
que ninguna persona les nombra y pinchan si llega el momento.
VECINA.-Tienes razón. Tu hijo va le mucho.
MADRE.-Vale. Por eso lo cuido. A mí me habían dicho que la muchacha tuvo novio hace tiempo.
VECINA.- Tendría ella quince años. Él se casó ya hace dos años, con una prima de ella, por cierto.
Nadie se acuerda del noviazgo.
MADRE.-¿Cómo te acuerdas tú?
VECINA.-¡Me haces unas preguntas! ...
MADRE.-A cada uno le gusta enterarse de lo que le duele. ¿Quién fue el novio?
VECINA.-Leonardo.
MADRE.-¿Qué Leonardo?
VECINA.-Leonardo el de los Félix.
MADRE. -(Levantándose.) ¡De losFélix!
VECINA.-Mujer, ¿qué culpa tiene Leonardo de nada? Él tenía ocho años cuando las cuestiones.
MADRE.-Es verdad... Pero oigo eso de Felix que llenárseme de cieno la boca (Escupe) y tengo que
escupir, tengo que escupir por no matar.
VECINA.-Repórtate; ¿qué sacas con eso?
MADRE.-Nada. Pero tú lo comprendes.
VECINA.-No te opongas a la felicidad de tu hijo. No le digas nada. Tú estas vieja. Yo, tambien. A ti y a
mí nos toca callar.
VECINA.-Me voy, que pronto llegará mi gente del campo.
VECINA.-Iban negros los chiquillos que llevan el agua a los segadores. Adiós, mujer.
MADRE.-Adiós (La Madre se dirige a la puerta de la izquierda. En medio del camino se detiene y lentamente se santigua.)
TELÓN
CUADRO SEGUNDO
Habitación pintada de rosa con cobres y ramas de flores populares. En el
Centro, una mesa con mantel. Es la mañana.
MADRE.-¡Siempre igual! VECINA.- Tú me preguntaste.
MADRE.-No le diré nada.
VECINA.-(Besándola.) Nada.
MADRE.-(Serena.) ¡Las cosas!...
MADRE. -¿Has visto qué día de calor?
304
(SUEGRA de LEONARDO con un niño en brazos. Lo mece. La MUJER en la
otra esquina, hace punto de media.)
por su verde sala?
MUJER.- (Bajo)
Duérmete clavel,
Que el caballo no quiere
beber.
más fuerte que el agua.
MUJER.-
Duérmete, clavel,
que el caballo no quiere beber.
SUEGRA.-
Duérmete, rosal.
que el eaballo se pone a llorar.
MUJER..-
No quiso tocar
la orilla mojada
con el río muerto
sobre la garganta,
¡Ay caballo grande
que no quiso el agua!
¡ Ay dolor de nieve,
caballo del alba!
SUEGRA.-
Nana, niño, nana
del caballo grande
que no quiso el agua.
El agua era negra
dentro de las ramas.
Cuando llega al puente
se detiene y canta.
¿Quién dirá, mi niño,
lo que tiene el agua,
con su larga cola
SUEGRA.
Duérmete. rosal,
que el caballo se pone a llorar.
L.as patas heridas,
las crines heladas,
dentro de los ojos
un puñal de plata.
Bajaban al río.
¡Ay, cómo bajaban!
La sangre corría
su belfo caliente
con moscas de plata.
A los montes duros
sólo relinchaba
305
SUEGRA.-
¡No vengas! Detente,
cierra la ventana
con ramas de sueños
y sueños de ramas.
MUJER.-
Mi niño duerme.
SUEGRA.-
Mi niño se calla.
MUJER.-
Caballo, mi niño
Tiene una almohada.
SUEGRA.-
Su cuna de acero.
MUJER.-
Su colcha de holanda.
SUEGRA.-
Nana, niño nana.
MUJER.-
306
¡Ay caballo grande
que no quiso el agua!
SUEGRA.-
¡No vengas, no entres!
Vete de la montaña.
Por los valles grises
Donde está la jaca.
MUJER.-(Mirando.)
Mi niño se duerme.
SUEGRA.-
Mi niño descansa.
MUJER.- (Bajito.)
Duérmete, clavel,
que el caballo no quiere beber.
SUEGRA.- (Levantándose y muy bajito.)
Duérmete rosal,
que el caballo se pone a llorar.
(Entran al niño. Entra LEONARDO.)
LEONARDO.- ¿Y el niño?
MUJER.-Se durmió.
LEONARDO.-Ayer no estuvo bien. Lloró por la noche.
MUJER.-(Alegre.) Hoy está como dalia. ¿Y tú? ¿Fuiste a casa del herrador?
LEONARDO.-De allí vengo ¿Querrás creer? Llevo más de dos meses poniendo herraduras nuevas al
caballo y siempre se le caen. Por lo visto se las arranca con las piedras.
MUJER.-¿Y no será que lo usas mucho?
LEONARDO.-No. Casi no lo utilizo.
307
MUJER.-Ayer me dijeron las vecinas que te habían visto al limite de los llanos.
LEONARDO.-¿Quién lo dijo?
MUJER.-Las mujeres que cogen las alcaparras. Por cierto que me sorprendió. ¿Eras tú?
LEONARDO.-No. ¿Qué iba a hacer yo allí, en aquel secano?
MUJER.-Eso dije. Pero el caballo estaba reventando de sudar.
LEONARDO.-¿Lo viste tú?
MUJER.-No. Mi madre.
LEONARDO.-¿Está con el niño?
MUJER.-Sí ¿Quieres un refresco de limón?
LEONARDO.-Con agua bien fría.
MUJER.-¿Cómo no veniste a comer?...
LEONARDO.-Estuve con los medidores del trigo. Siempre entretienen.
MUJER.-(Haciendo el refresco y muy tierna.) ¿Y lo pagan a buen precio?
LEONARDO.-El justo.
MUJER.-Me hace falta un vestido y al niño una gorra de lazos
LEONARDO.- (Levantandose.) Voy a verlo.
MUJER.-Ten cuidado, que está dormido
SUEGRA.-(Saliendo.) Pero ¿quién da esas carreras al caballo? Está abajo tendido, con los ojos
desorbitados como si llegara del fin del mundo.
LEONARDO.-(Agrio.) Yo.
SUEGRA.-Perdona; tuyo es.
MUJER.-(Timida.) Estuvo con los medidores del trigo.
SUEGRA.-Por mí, que reviente. (Se sienta. Pausa.)
MUJER.-El refresco. ¿Está frío?
LEONARDO.-Sí.
MUJER.-¿Sabes que piden a mi prima?
LEONARDO.-¿Cuándo?
MUJER.-Mañana. La boda será dentro de un mes. Espero que vendrán a invitarnos.
LEONARDO.-(Serio.) No sé.
SUEGRA.-La madre de él creo que no estaba muy satisfecha con el casamiento.
LEONARDO.-Y quizá tenga razón. Ella es de cuidado.
MUJER.-No me gusta que penséis mal de una buena muchacha.
SUEGRA.-Pero cuando dice eso es porque la conoce. ¿No ves que fue tres años novia suya? (Con intención.)
308
LEONARDO.-Pero la dejé. (A su MUJER.) ¿Vas a llorar ahora?
MUJER.-¡Quita! (Le aparta bruscamente las manos de la cara.) Vamos a ver al niño.
(Entran abrazados. Aparece la MUCHACHA, alegre. Entra corriendo.)
MUCHACHA.-Señora.
SUEGRA.-¿Qué pasa?
MUCHACHA.-Llegó el novio a la tienda y ha comprado todo lo mejor que había.
SUEGRA.- ¿Vino solo?
MUCHACHA.-No, con su madre. Seria, alta. (La imita.) Pero ¡qué lujo!
SUEGRA.-Ellos tienen dinero.
MUCHACHA.-¡Y compraron unas medias caladas!... ¡Ay, qué medias! ¡El sueño de las mujeres en medias!
Mire usted: una golondrina aquí Señala el tobillo), un barco aquí (Señala la pantorrilla), y aquí una rosa
(Señala el muslo).
SUEGRA.-¡Niña!
MUCHACHA.-¡Una rosa con las semillas y el tallo! ¡Ay! ¡Todo en seda!
SUEGRA.-Se van a juntar dos buenos capitales.
(Aparecen LEONARDO y su MUJER.)
MUCHACHA.-Vengo a deciros lo que están comprando.
LEONARDO.-(Fuerte) No nos importa.
MUJER.-Déjala.
SUEGRA.-Leonardo, no es para tanto.
MUCHACHA.-Usted dispense. (Se va llorando)
SUEGRA.-¿Qué necesidad tienes de poner a mal con las gentes?
LEONARDO.-No le he preguntado su opinión. (Se sienta)
SUEGRA.-Está bien. (Pausa.)
MUJER.-(A LEONARDO.) ¿Qué te pasa? ¿Qué idea te bulle por dentro de la cabeza? No me dejes así
sin saber nada...
LEONARDO.-Quita.
MUJER.-No. Quiero que me mires y me lo digas.
LEONARDO.-Déjame. (se levanta.)
MUJER.-¿Adónde vas, hijo?
309
LEONARDO.-(Agrio.) ¿Te puedes callar?
SUEGRA.- (Enérgica, a su hija.) ¡Callate! (Sale LEONARDO.) ¡El niño!
(Entra y vuelve a salir con él en brazos. La MUJER ha permanecido de pié, inmóvil.)
Las patas heridas,
las crines heladas,
dentro de los ojos
un puñal de plata.
Bajaban al río.
¡Ay, cómo bajaban!
La sangre corría
mas fuerte que el agua.
MUJER..-(Volviéndose lentamente y como soñando.)
Duérmete clavel,
que el caballo se pone a beber.
SUEGRA.-
Duérmete rosal,
que el caballo se pone a llorar.
MUJER.-
Nana, niño nana.
SUEGRA.-
¡Ay caballo grande
que no quiso el agua!
MUJER.-(Dramática.)
¡No vengas, no entres!
¡Vete a la montaña! ¡Ay dolor de nieve,
caballo del alba!
SUEGRA.-(Llorando.)
310
Mi niño duerme...
MUJER.-(Llorando y acercándose lentemente.)
Mi niño descansa...
SUEGRA.-
Duérmete, clavel,
que el caballo se pone a beber.
MUJER.-(Llorando y apoyándose sobre la mesa.)
Duérmete, rosal,
Que el caballo se pone a llorar.
TELÓN
CUADRO TERCERO
Interior de la cueva donde vive la NOVIA. Al fondo, una cruz de grandes
flores rosa. Las puertas redondas con cortinas de encaje y lazos rosa.
Por las paredes de material blanco y duro, abanicos redondos, jarros azules
y pequeños espejos.
CRIADA.- Pasen... (Muy afable, llena de hipocrecía humilde. Entran el NOVIO y su MADRE. La MADRE viste de raso negro y lleva mantilla de encaje. El NOVIO, de pana negra con gran cadena de oro.) ¿Se
quieren sentar? Ahora vienen. (Sale.)
(Quedan madre e hijo sentados, inmóviles como estatuas. Pausa larga.)
MADRE.-¿Traes reloj?
NOVIO.-Sí. (Lo saca y lo mira.)
MADRE.-Tenemos que volver a tiempo. ¡Qué lejos vive esta gente!
NOVIO.-Pero estas tierras son buenas.
MADRE.-Buenas; pero demasiado solas. Cuatro horas de camino y ni una casa ni un árbol.
NOVIO.-Éstos son los secanos.
MADRE.-Tu padre los hubiera cubierto de árboles.
NOVIO.-¿Sin agua?
311
MADRE.-Ya la hubiera buscado. Los tres años que estuvo casado conmigo, plantó diez cerezos.
(Haciendo memoria.) Los tres nogales del molino, toda una viña y una planta que se llama Júpiter, que da
flores encarnadas, y se secó (Pausa.)
NOVIO.-(Por la novia.) Debe estar vistiéndose.
(Entra el PADRE de la novia. Es anciano, con el cabello blanco reluciente. Lleva la cabeza inclinada. La MADRE y el NOVIO se levantan y se dan las manos en silencio.)
PADRE.- ¿Mucho tiempo de viaje?
MADRE.-Cuatro horas. (Se sientan.)
PADRE.-Habéis venido por el camino más largo.
MADRE.-Yo estoy ya vieja para andar por las terreras del río.
NOVIO.-Se marea. (Pausa.)
PADRE.-Buena cosecha de esparto.
NOVIO.-Buena de verdad
PADRE.-En mi tiempo, ni esparto daba esta tierra. Ha sido necesario castigarla y hasta llorarla, para
que nos de algo provechoso.
MADRE.-Pero ahora da. No te quejes. Yo no vengo a pedirte nada.
PADRE.-(Sonriendo.) Tú eres más rica que yo. Las viñas valen un capital. Cada pámpano una moneda de
plata. Lo que siento es que las tierras...¿entiendes?...esten separadas. A mí me gusta todo junto. Una
espina tengo en el corazón, y es la huertecilla ésa metida entre mis tierras, que no me quieren vender
por todo el oro del mundo.
NOVIO.-Eso pasa siempre.
PADRE.-Si pudiéramos con veinte pares de bueyes traer tus viñas aquí y ponerlas en la ladera. ¡Qué
alegría!...
MADRE.-¿Para qué?
PADRE.-Lo mío es de ella y lo tuyo de él. Por eso. Para verlo todo junto. ¡que junto es una hermosura!
NOVIO.-Y sería menos trabajo.
MADRE.- Cuando yo me muera, vendéis aquello y compráis aquí al lado.
PADRE.- Vender, ¡vender!, ¡bah! Comprar, hija, comprarlo todo. Sí yo hubiera tenido hijos hubiera
comprado todo este monte hasta la parte del arroyo. Porque no es buena tierra; pero con brazos se la
hace buena, y como no pasa gente no te roban los frutos y puedes dormir tranquilo. (Pausa.)
MADRE.-Tú sabes a lo que vengo.
PADRE.-Sí.
MADRE.-¿Y qué?
PADRE.-Me parece bien. Ellos lo han hablado.
MADRE.-Mi hijo tiene y puede.
312
PADRE.-Mi hija también.
MADRE.-Mi hijo es hermoso. No ha conocido mujer. La honra más limpia que una sábana puesta al sol.
PADRE.-Qué te digo de la mía. Hace las migas a las tres, cuando el lucero. No habla nunca; suave como
la lana, borda toda clase de bordados y puede cortar una maroma con los dientes.
MADRE.-Dios bendiga su casa
PADRE.-Que Dios la bendiga.
(Aparece la CRIADA con dos bandejas. Una con copas y la otra con dulces.)
MADRE.-(Al hijo.) ¿Cuándo queréis la boda?
NOVIO.-El jueves próximo.
PADRE.-Día en que ella cumple veitidós años justos.
MADRE.-¡Veintidós años! Esa edad tendría mi hijo mayor si viviera. Que viviría caliente y macho como
era, si los hombres no hubieran inventado las navajas.
PADRE.-En eso no hay que pensar.
MADRE.-Cada minuto. Métete la mano en el pecho.
PADRE.-Entonces el jueves. ¿No es así?
NOVIO.-Así es.
PADRE.-Los novios y nosotros iremos en coche hasta la iglesia, que está muy lejos, y el acompañamiento
en los carros y en las caballerías que traigan.
MADRE.-Conformes.
(Pasa la CRIADA.)
PADRE.- Díle que ya puede entrar, (A la MADRE.) Celebraré mucho que te guste.
(Aparece la NOVIA. Trae las manos caídas en actitud modesta y la cabeza baja.)
MADRE.- Acércate. ¿Estás contenta?
NOVIA.-Sí, señora.
PADRE.-No debes estar seria. Al fin y al cabo ella va a ser tu madre.
NOVIA.-Estoy contenta. Cuando he dado el sí es porque quiero darlo.
MADRE.-Naturalmente. (Le coge la barbilla.) Mírame.
PADRE.-Se parece en todo a mi mujer.
313
MADRE.-¿Sí?¡Qué hermoso mirar! ¿Tú sabes lo que es casarse, criatura?
NOVIA.-(Seria.) Lo sé.
MADRE.-Un hombre, unos hijos y una pared de dos varas de ancho para todo lo demás.
NOVIO.-¿Es que falta otra cosa?
MADRE.-No. Que vivan todos, ¡eso! ¡Que vivan!
NOVIA.-Yo sabré cumplir.
MADRE.-Aquí tienes unos regalos.
NOVIA.-Gracias.
PADRE.-¿No tomamos algo?
MADRE.- Yo no quiero. (Al NOVIO.) ¿Y tú?
NOVIO.- Tomaré. (Toma un dulce. La NOVIA toma otro.)
PADRE.-(Al NOVIO.) ¿Vino?
MADRE.-No lo prueba.
PADRE.-¡Mejor! (Pausa. Todos están de pie.)
NOVIO.- (A la NOVIA.) Mañana vendré.
NOVIA.-¿A qué hora?
NOVIO.-A las cinco.
NOVIA.-Yo te espero.
NOVIO.-Cuando me voy de tu lado siento un despego grande y así como un nudo en la garganta.
NOVIA.-Cuando seas mi marido ya no lo tendrás.
NOVIO.-Eso digo yo.
MADRE.-Vamos. El sol no espera. (Al PADRE.) : ¿Conformes en todo?
PADRE.-Conformes.
MADRE. -(A la CRIADA.) Adiós, mujer.
CRIADA.-Vayan ustedes con Dios.
(La MADRE besa a la NOVIA y van saliendo en silencio.)
314
CRIADA.-Niña, hija, ¿qué te pasa? ¿Sientes dejar tu vida de reina? No pienses en cosas agrias. ¿Tienes
motivos? Ninguno. Vamos a ver los regalos. (Coge la caja.)
NOVIA.-Cogiéndola de las muñecas.) Suelta.
CRIADA.-¡Ay, mujer!
NOVIA.-Suelta, he dicho.
CRIADA.- Tienes más fuerza que un hombre.
NOVIA.-¿No he hecho yo trabajos de hombre? ¡Ojalá fuera!
CRIADA.-¡No hables así!
NOVIA.-Calla he dicho. Hablemos de otro asunto.
(La luz va desapareciendo de la escena. Pausa larga.)
CRIADA.-¿Sentiste anoche un caballo?
NOVIA.-¿A qué hora?
CRIADA.-A las tres.
NOVIA.-Sería un caballo suelto de la manada.
CRIADA.-No. Llevaba jinete.
NOVIA.-¿Por qué lo sabes?
CRIADA.-Porque lo vi. Estuvo parado en tu ventana. Me chocó mucho.
MADRE.-(En la puerta.) Adiós, hija. (La NOVIA contesta con la mano.)
PADRE. -Yo salgo con vosotros.
(Salen.)
CRIADA.-Que reviento por ver los regalos.
NOVIA.-(Agria.) Quita.
CRIADA.-¡Ay, niña, enséñamelos!
NOVIA.-No quiero.
CRIADA.-Siquiera las medias. Dicen que son todas caladas. ¡Mujer!
NOVIA.-¡Ea, que no!
CRIADA.-¡Por Dios! Está bien. Parece como si no tuvieras ganas de casarte.
NOVIA.-(Mordiéndose la mano con rabia.) ¡Ay!
315
NOVIA.-¿No sería mi novio? Algunas veces ha pasado a esas horas.
CRIADA.-No.
NOVIA.-¿Tú le viste?
CRIADA.-Sí.
NOVIA.-¿Quién era?
CRIADA.-Era Leonardo.
NOVIA.-(Fuerte.) ¡Mentira! ¡Mentira! ¿A qué viene aquí?
CRIADA.-Vino.
NOVIA.-¡Callate! ¡Maldita sea tu lengua!
(Se siente el ruido de un caballo.)
CRIADA.- (En la ventana.) Mira, asómate. ¿Era?
NOVIA.-¡Era!
TELÓN RÁPIDO
ACTO SEGUNDO
CUADRO PRIMERO
Zaguán de casa de la NOVIA. Portón al fondo. Es de noche. La NOVIA sale
con enaguas blancas encañonadas, llenas de encajes y puntas bordadas y un
corpiño blanco, con los brazos al aire. La CRIADA, lo mismo.
CRIADA.-Aquí te acabaré de peinar.
316
NOVIA.-No se puede estar ahí dentro del calor.
CRIADA.-En estas tierras no refresca ni al amanecer.
(Se sienta la NOVIA en una silla baja y se mira en un espejito de mano. La CRIADA la peina.)
NOVIA.-Mi madre era de un sitio donde había muchos árboles. De tierra rica.
CRIADA.-¡Así era ella de alegre!
NOVIA.-Pero se consumió aquí.
CRIADA.-El sino.
NOVIA.-Como nos consumimos todas. Echan fuego las paredes. ¡Ay! No tires demasiado.
CRIADA.-Es para arreglarte mejor esta onda. Quiero que te caiga sobre la frenté. ( La NOVIA se mira en el espejo.)
¡Qué hermosa estás! ¡Ay! (La besa apasionadamente.)
NOVIA. -(Seria.) Sigue peinándome.
CRIADA. -(Peinándola.) ¡Dichosa tú que vas a abrazar a un hombre, que lo vas a besar, que vas a sentir su peso!
NOVIA.-Calla.
CRIADA.-Y lo mejor es cuando te despiertes y lo sientas al lado y que él te roza los hombros con su aliento, como con una
plumilla de ruiseñor.
NOVIA.-(Fuerte.) ¿Te quieres callar?
CRIADA.-¡Pero niña! ¿Una boda, qué es? Una boda es esto y nada más. ¿Son los dulces? ¿Son los ramos de flores? No. Es
una cama relumbrante y un hombre y una mujer.
NOVIA.-No se debe decir.
CRIADA.-Eso es otra cosa ¡Pero es bien alegre!
NOVIA.-O bien amargo.
CRIADA.-El azahar te lo voy a poner desde aquí hasta aquí, de modo que la corona luzca sobre el peinado. (Le prueba un
ramo de azahar.)
NOVIA. -(Se mira en el espejo.) Trae. (Coge el azahar, lo mira y deja caer la cabeza, abatida.)
CRIADA.-¿Qué es esto?
NOVIA.-Déjame.
CRIADA.-No son horas de ponerse triste. ( Animosa.) Trae el azahar. (La NOVIA tira el azahar.) ¡Niña! ¿Qué castigo
pides tirando al suelo la corona? ¡Levanta esa frente! ¿Es que no te quieres casar? Dilo. Todavía te puedes arrepentir.
(Se levanta.)
317
NOVIA.-Son nublos. Un mal aire en el centro, ¿quién no lo
tiene?
CRIADA.-¿Tú quieres a tu novio?
NOVIA.-Lo quiero.
CRIADA.-Sí, sí, estoy segura.
NOVIA.-Pero éste es un paso muy grande.
CRIADA.-Hay que darlo.
NOVIA.-(Fuerte.) ¿Te quieres callar?
CRIADA.-¡Pero niña! ¿Una boda, qué es? Una boda es esto y nada más. ¿Son los dulces? ¿Son los ramos
de flores? No. Es una cama relumbrante y un hombre y una mujer.
NOVIA.-No se debe decir.
CRIADA.-Eso es otra cosa ¡ Pero es bien alegre!
NOVIA.-O bien amargo.
CRIADA.-El azahar te lo voy a poner desde aquí hasta aquí, de modo que la corona luzca sobre el peinado. (Le prueba un
ramo de azahar.)
NOVIA. -(Se mira en el espejo.) Trae. (Coge el azahar, lo mira y deja caer la cabeza, abatida.)
CRIADA.-¿Qué es esto?
NOVIA.-Déjame.
CRIADA.-No son horas de ponerse triste. (Animosa.) Trae el azahar. (La NOVIA tira el azahar.) ¡Niña! ¿Qué castigo
pides tirando al suelo la corona? ¡Levanta esa frente! ¿Es que no te quieres casar? Dilo. Todavía te puedes arrepentir.
(Se levanta.)
NOVIA.-Son nublos. Un mal aire en el centro, ¿quién no lo tiene?
CRIADA.-¿Tú quieres a tu novio?
NOVIA.-Lo quiero.
CRIADA.-Sí, sí, estoy segura.
NOVIA.-Pero éste es un paso muy grande.
CRIADA.-Hay que darlo.
CRIADA.-Cinco leguas por el arroyo, que por el camino hay el doble.
NOVIA.- Ya me he comprometido.
CRIADA.- Te voy a poner la corona.
NOVIA. -(Se sienta.) Date prisa, que ya deben ir llegando.
CRIADA.-Ya llevarán lo menos dos horas de camino.
NOVIA.-¿Cuánto hay de aquí a la iglesia?
318
(La NOVIA se levanta y la CRIADA se entusiasma al verla.)
Despierte la novia
la mañana de la boda.
¡Qué los ríos del mundo
lleven tu corona!
CRIADA.-(La besa entusiasmada y baila alrededor.)
Que despierte
con el ramo verde
del laurel florido.
¡Que despierte
por el tronco y la rama
de los laureles!
(Se oyen unos aldabonazos.)
NOVIA.-¡Abre! Deben ser los primeros convidados. (Entra. La CRIADA abre sorprendida.)
CRIADA.-¿ Tú?
LEONARDO.-Yo. Buenos días.
CRIADA.-¡El primero!
LEONARDO.-¿No me han convidado?
CRIADA.-Sí.
LEONARDO.-Por eso vengo.
CRIADA.-¿Y tu mujer?
LEONARDO.-Yo vine a caballo. Ella se acerca por el camino.
CRIADA.-¿No te has encontrado a nadie?
LEONARDO.-Los pasé con el caballo.
NOVIA.-(Sonriente.) Vamos.
319
CRIADA.-Vas a matar al animal con tanta carrera.
LEONARDO. -iCuando se muera muerto está! ( Pausa.)
CRIADA.-Siéntate. Todavía no se ha levantado nadie.
LEONARDO.-¿Y la novia?
CRIADA.-Ahora mismo la voy a vestir.
LEONARDO.-¡La novia! ¡Estará contenta!
CRIADA. -(Variando de conversación.) ¿ Y el riiño?
LEONARDO.-¿Cuál?
CRIADA.- Tu hijo.
LEONARDO.- (Recordando como soñoliento.) ¡Ah!
CRIADA.-¿Lo traen?
LEONARDO.-No. (Pausa. Voces cantando muy lejos.)
VOCES.-
¡Despierte la novia
la mañana de la boda!
LEONARDO.-
Despierte la novia
la mañana de la boda.
CRIADA.-Es la gente. Vienen lejos todavía.
LEONARDO.-(Levantándose.) ¿La novia llevará una corona grande, no? No debía ser tan grande. Un poco más pequeña le
sentaría mejor. ¿Y trajo ya el novio el azahar que se tiene que poner en el pecho?
NOVIA. -(Apareciendo todavía en enaguas y con la corona de azahar puesta.) Lo trajo.
CRIADA.-(Fuerte.) No salgas así.
320
NOVIA. -¿Qué más da? ( Seria.) ¿Por qué preguntas si trajeron el azahar? ¿Llevas intención?
I.EONARDO.-Ninguna. ¿Qué inteneión iba a tener? (Acercándose.) Tú, que me conoces, sabes que no la llevo. Dímelo.
¿Quién he sido yo para ti? Abre y refresca tu recuerdo. Pero dos bueyes y una mala choza son casi nada. Ésa es la
espina.
NOVIA.-¿A qué vienes?
LEONARDO.-A ver tu casamiento.
NOVIA.-¡También yo vi el tuyo!
NOVIA.- ( Temblando.) No puedo oírte. No puedo oír tu voz. Es como si me bebiera una botella de anís y me durmiera
en una colcha de rosas. Y me arrastra, y sé que me ahogo, pero voy detrás.
CRIADA. -(Cogiendo a LEONARDO por las solapas.) ¡Debes irte ahora mismo!
LEONARDO.-Es la última vez que voy a hablar con ella. No temas nada.
NOVIA.- Y sé que estoy loca y sé que tengo el pecho podrido de aguantar, y aquí estoy quieta por oírlo, por verlo
menear los brazos.
LEONARDO.-No me quedo tranquilo si no te digo estas cosas. Yo me casé. Cásate tú ahora.
CRIADA.-(A LEONARDO.) ¡Y se casa!
VOCES.-(Cantando más cerca.)
Despierte la novia
la mañana de la boda.
NOVIA.-
¡Despierte la novia!
(Sale corriendo a su cuarto.)
LEONARDO.-Amarrado por ti, hecho con tus dos manos. A mí me pueden matar, pero no me pueden escupir. Y la
plata, que brilla tanto, escupe algunas veces.
NOVIA.-¡Mentira!
LEONARDO.-No quiero hablar, porque soy hombre de sangre y no quiero que todos estos cerros oigan mis
voces.
NOVIA.-Las mías serían más fuertes.
CRIADA.-Estas palabras no pueden seguir. Tú no tienes que hablar de lo pasado. ( La CRIADA mira a las
puertas presa de inquietud.)
NOVIA.-Tiene razón. Yo no debo hablarte siquiera. Pero se me calienta el alma de que vengas a verme y atisbar
mi boda y preguntes con intención por el azahar. Vete y espera a tu mujer en la puerta.
LEONARDO.-¿Es que tú y yo no podemos hablar?
CRIADA.-(Con rabia.) No; no podéis hablar.
LEONARDO.-Después de mi casamiento he pensado noche y día de quién era la culpa, y cada vez que pienso sale
una culpa nueva que se come a la otra; ¡pero siempre hay culpa!
NOVIA.-Un hombre con su caballo sabe mucho y puede mucho para poder estrujar a una muchacha metida en un
desierto. Pero yo tengo orgullo. Por eso me caso. y me encerraré con mi marido, a quien tengo que querer por
encima de todo.
LEONARDO.-El orgullo no te servirá de nada. (Se acerca.)
NOVIA.-¡No te acerques!
LEONARDO.-Callar y quemarse es el castigo más grande que nos podemos echar encima. ¿De qué me sirvió
a mí el orgullo y el no mirarte y el dejarte despierta noches y noches? ¡De nada! ¡Sirvió para echarme fuego
encima! Porque tú crees que el tiempo cura y que las paredes tapan, y no es verdad, no es verdad. ¡Cuando las
cosas llegan a los centros no hay quien las arranque!
321
CRIADA.-Ya está aquí la gente. ( A LEONARDO.) No te vuelvas a acercar a ella.
LEONARDO.-Descuida. (Sale por la izquierda. Empieza áclarear el día.)
MUCHACHA 1ª (Entrando.)
Despierte la novia
la mañana de la boda;
ruede la ronda
y en cada balcón una corona.
VOCES..-
¡Despierte la novia!
CRIADA.-(Moviendo algazara.)
Que despierte
con el ramo verde
del amor florido.
¡Que despierte
por el tronco y la rama de los laureles!
MUCHACHA 2ª (Entrando.)
Que despierte
con el largo pelo,
camisa de nieve,
botas de charol y plata
y jazmines en la frente.
322
CRIADA.-
¡Ay, pastora,
que la luna asoma!
MUCHACHA 1ª.-
¡Ay, galán,
deja su sombrero por el olivar!
Mozo 1.º (Entrando con el sombrero en alto.)
Despierte la novia,
que por los campos viene
rodando la boda,
con bandejas de dalias
y panes de gloria.
VOCES.-
¡Despierte la novia!
MUCHACHA 2ª.-
La novia
se ha puesto su blanca corona,
y el novio
se la prende con lazos de oro.
CRIADA.-
323
Por el toronjil
la novia no puede dormir.
MUCHACHA 3ª.-(Entrando.)
Por el naranjel
el novio le ofrece cuchara y mantel.
(Entran tres CONVIDADOS.)
MOZO 1.º-
¡Despierta, paloma!
El alba despeja
campanas de sombra.
CONVIDADO.-
La novia, la blanca novia,
hoy doncella,
mañana señora.
MUCHACHA 1ª.-
Baja, morena
arrastrando tu cola de seda.
CONVIDADO.-
Baja, morenita,
que llueve rocío la mañana fría
324
MOZO 1.º-
Despertad, señora. despertad,
porque viene el aire lloviendo azahar.
CRIADA.-
Un árbol quiero bordarle
lleno de cintas granates
y en cada cinta un amor
con vivas alrededor.
VOCES.-
Despierte la novia.
MOZO 1.º-
¡La mañana de la boda!
CONVIDADO.-
La mañana de la boda
qué galana vas a estar
pareces, flor de los montes,
la mujer de un capitán.
PADRE.-(Entrando.)
La mujer de un capitán
se lleva el novio
325
¡Ya viene con sus bueyes
por el tesoro!
MUCHACHA 3.º-
El novio
parece la flor del oro;
cuando camina,
a sus plantas se agrupan las clavelinas
CRIADA.-
¡Ay mi niña dichosa!
MOZO 2.º-
Que despierte la novia.
CRIADA.-
¡Ay mi galana!
MUCHACHA 1.ª-
La boda está llamando
por las ventanas.
MUCHACHA 2.ª-
Que salga la novia.
MUCHACHA 1.ª-
326
¡Que salga, que salga!
CRIADA.-
¡Oue toquen y repiquen
las campanas!
MOZO 1.º-
¡Que viene aquí! ¡Que sale ya!
CRIADA.-
¡Como un toro, la boda
levantándose está!
(Aparece la NOVIA. Lleva un traje negro mil novecientos, con caderas y larga cola rodeada de gasas plisadas y encajes
duros. Sobre el peinado de visera lleva la corona de azahar. Suenan las guitarras. Las MUCHACHAS besan a la NOVIA.)
MUCHACHA 3.ª-¿Qué esencia te echaste en el pelo?
NOVIA.-(Riendo.) Ninguna.
MUCHACHA 2.ª-(Mirando el traje ) La tela es de lo que no hay.
MOZO 1.º-¡Aquí está el novio!
NOVIO.-¡Salud!
MUCHACHA 1.ª-(Poniéndole un flor en la oreja.)
El novio
parece la flor del oro.
MUCHACHA 2.ª-¡iAires de sosiego
le manan los ojos!
327
(El Novio se dirige al lado de la NOVIA.)
NOVIA.-¿Por qué te pusiste esos zapatos?
NOVIO.-Son más alegres que los negros.
MUJER DE LEONARDO. -(Entrando y besando a la NOVIA.) ¡Salud!
(Hablan todas con algazara.)
LEONARDO.-(Entrando como quien cumple un deber.)
La mañana de casada
la corona te punemos.
MUJER.-
¡Para que el campo se alegre
con el agua de tu pelo!
MADRE.-(Al PADRE.) ¿También están ésos aquí?
PADRE.-Son familia. ¡Hoy es día de perdones!
MADRE.-Me aguanto, pero no perdono.
NOVIO.-¡Con la corona da alegría mirarte!
NOVIA. -¡Vámonos pronto a la iglesia!
NOVIO.-¿ Tienes prisa?
NOVIA.-Sí. Estoy deseando ser tu mujer y quedarme sola contigo, y no oír más voz que la tuya.
NOVIO.-¡Eso quiero yo!
NOVIA.- Y no ver más que tus ojos.y que me abrazaras tan fuerte, que aunque me llamara mi madre, que está muerta,
no me pudiera despegar de ti.
NOVIO.-Yo tengo fuerza en los brazos. Te voy a abrazar cuarenta años seguidos.
NOVIA. -(Dramática, cogiéndolo del brazo.) ¡Siempre!
PADRE.-Vamos pronto! ¡A coger las caballerías y los carros! Que ya ha salido el sol.
328
MADRE.-¡Que llevéis cuidado! No sea que tengamos mala hora.
(Se abre el gran portón del fondo. Empiezan a salir.)
CRIADA-( Llorando.)
Al salir de tu casa,
blanca doncella,
acuérdate que sales
como una estrella. ..
MUCHACHA.- 1.ª-
Limpia de cuerpo y ropa,
al salir de tu casa para la boda.
(Van saliendo.)
CRIADA.-
¡El aire pone flores
por las arenas!
MUCHACHA.- 3.ª-
¡Ay la blanca niña!
de su mantilla
(Salen. Se oyen guitarras, palillos y panderetas. Quedan solos LEONARDO y su MUJER.)
MUJER.-Vamos.
CRIADA.-
Aire oscuro el encaje
329
LEONARDO.-¿Adónde?
MUJER.-A la iglesia. Pero no vas en el caballo. Vienes conmigo.
LEONARDO.-¿En el carro?
MUJER.-¿Hay otra cosa? ,
LEONARDO. -Yo no soy hombre para ir en carro.
MUJER.-Y yo no soy mujer para ir sin su marido a un casamiento. ¡Que no puedo más!
LEONARDO.-¡Ni yo tampoco!
MUJER.-¿Por qué me miras así? Tienes una espina en cada ojo.
LEONARDO.-¡Vamos!
MUJER.-No sé lo que pasa. Pero pienso y no quiero pensar. Una cosa sé. Yo ya estoy despachada. Pero tengo un hijo. y
otr19 que viene. Vamos andando. El mismo sino tuvo mi madre. Pero de aquí no me muevo. (Voces fuera.)
¡Al salir de tu casa
para la iglesia,
acuérdate que sales
como una estrella!
MUJER.-(Llorando.)
¡Acuerdate que sales
como una estrella!
Así salí yo de mi casa también.
Que me cabía todo el campo en
la boca.
LEONARDO.-(Levantándose.) Vamos.
MUJER.-¡Pero conmigo!
LEONARDO.-Sí. (Pausa.) ¡Echa a andar! (Salen.)
VOCES.-
Al salir de tu casa
VOCES.
330
para la iglesia,
acuérdate que sales
como una estrella.
TELÓN LENTO
CUADRO SEGUNDO
Exterior de la cueva de la NOVIA. Entonación en blancos, grises y azules
fríos. Grandes chumberas. Todos sombríos plateados. Panorama de mesetas
color barquillo, todo endurecido como paisaje de cerámica popular.
CRIADA.-(Arreglando en una mesa copas y bandejas.)
Giraba
giraba la rueda
y el agua pasaba;
porque llega la boda
que se aparten las ramas
y la luna se adorne
por su blanca baranda.
(En voz alta.) ¡Pon los manteles!
(En voz patética) Cantaban,
cantaban los novios
331
Y el agua pasaba.
Porque llega la boda
que relumbre la escarcha
y se llenen de miel
las almendras amargas.
(En voz alta.) ¡Prepara el vino!
(En voz poética.) Galana.
Galana de la tierra,
mira cómo el agua pasa.
Porque llega tu boda
recógete las faldas
y bajo el ala del novio
nunca salgas de to casa.
Porque el novio es un palomo
con todo el pecho de brasa
y espera el campo el rumor
de la sangre derramada.
Giraba,
giraba la rueda
y el água pasaba.
¡Porque llega to boda,
deja que relumbre el agua!
MADRE.-(Entrando.) ¡Por fin!
PADRE.- ¿Somos los primeros?
CRIADA.-No. Hace rato llegó Leonardo con su mujer. Corrieron como demonios. La mujer llegó muerta
de miedo. Hicieron el camino como si hubieran venido a caballo.
PADRE.-Ése busca la desgracia. No tiene buena sangre.
MADRE. ¿Qué sangre va a tener? La de toda su familia. Mana de su bisabuelo, que empezó matando, y sigue en toda la
mala ralea, manejadores de cuchillos y gente de falsa sonrisa.
332
PADRE.-¡Vamos a dejarlo!
CRIADA.- ¿Cómo lo va a dejar?
MADRE.-Me duele hasta la punta de las venas. En la frente de todos ellos yo no veo más que la mano con que mataron a
lo que era mío. ¿Tú me ves a mí? ¿No to parezco loca? Pues es loca de no haber gritado todo lo que mi pecho necesita.
Tengo en mi pecho un grito siempre puesto de pie a quien tengo que castigar y meter entre los mantos. Pero se llevan a
los muertos y hay que callar. Luego la gente critica. (Se quita el manto.)
PADRE.-Hoy no es día de que to acuerdes de esas cosas.
MADRE.-Cuando sale la conversación, tengo que hablar. Y hoy más. Porque hoy me quedo sola en mi casa.
PADRE.-En espera de estar acompañada.
MADRE. - Ésa es mi iilusión: los nietos. (Se sientan.)
PADRE.-Yo quiero que tengan muchos. Esta tierra necesita brazos que no sean pagados. Hay que
sostener una batalla con las malas hierbas, con los cardos, con los pedruscos que salen no se sabe
dónde. Y estos brazos tienen que ser de los dueños, que castiguen y que dominen, que hagan brotar las
simientes. Se necesitan muchos hijos.
MADRE.-¡Y alguna hija! ¡Los varones son del viento! Tienen por fuerza que manejar armas. Las niñas no salen jamás a la
calle.
PADRE.-(Alegre.) Yo creo que tendrán de todo.
MADRE.-Mi hijo la cubrirá bien. Es de buena simiente. Su padre pudo haber tenido conmigo muchos hijos.
PADRE.-Lo que yo quisiera es que esto fuera cosa de un día. Que en seguida tuvieran dos o tres hombres.
MADRE.-Pero no es así. Se tarda mucho. Por eso es tan terrible ver la sangre de una derramada por el suelo. Una
fuente que corre un minuto y a nosotros nos ha costado años. Cuando yo llegué a ver a mi hijo, estaba tumbado en mitad
de la calle. Me mojé las manos de sangre y me las lamí con la lengua. Porque era mía. Tú no sabes lo que es eso. En una
custodia de cristal y topacios pondría yo la tierra empapada por ella.
PADRE.-Ahora tienes que esperar. Mi hija es ancha y tu hijo es fuerte.
MADRE.-Así espero. (Se levantan.)
PADRE. - Prepara las bandejas de trigo.
CRIADA.-Están preparadas.
MUTER DE LEONARDO.-(Entrando.) ¡Que sea para bien!
MADRE.-Gracias.
LEONARDO. ¿Va a haber fiesta?
PADRE.-Poca. La gente no puede entretenerse.
333
CRIADA.-¡Ya están aquí!
(Van entrando invitados en alegres grupos. Entran los novios cogidos del brazo. Sale LEONARDO.)
NOVIO.- En ninguna boda se vio tanta gente.
NOVIA.-(Sombría.) En ninguna.
PADRE.-Fue lucida.
MADRE.-Ramas enteras de familias han venido.
NOVIO.-Gente que no salía de su casa.
MADRE.-Tu padre sembró mucho y ahora lo recoges tú.
NOVIO.-Hubo primos míos que yo ya no conocía.
MADRE.-Toda la gente de la costa.
NOVIA.- (Alegre.) Se espantaban de los caballos. (Hablan.)
MADRE.-(A la NOVIA.) ¿Qué piensas?
NOVIA.-No pienso en nada.
MADRE.-Las bendiciones pesan mucho. (Se oyen guitarras.)
NOVIA-Como plomo.
MADRE.-(Fuerte.) Pero no han de pesar. Ligera como paloma debes ser.
NOVIA. ¿Se queda usted aquí esta noche?
MADRE.-No. Mi casa está sola.
NOVIA.-¡Debía usted quedarse!
PADRE.- (A la MADRE.) Mira el baile que tienen formado. Bailes de allá de la orilla del mar.
(Sale LEONARDO y se sienta. Su MUJER detrás de él, en actitud rígida.)
MADRE.-Son los primos de mi marido. Duros como piedras para la danza.
PADRE. - Me alegra verlos. ¡Qué cambio para esta casa! (Se va.)
Novio.-(A la NovIA.) ¿Te gustó el azahar?
334
NOVIA.-(Mirándole fija.) Sí.
NOVIO. - Es todo de cera. Dura siempre. Me hubierá gustado que llevaras en todo el vestido.
NOVIA.-No hace falta. (Mutis LEONARDO por la derecha.)
MUCHACHA 1ª.-Vamos a quitarte los alfileres.
NOVIA.-(Al NOVIO.) Ahora vuelvo.
MUJER.-¡Que seas feliz con mi prima!
NOVIO.-Tengo seguridad.
MUJER.-Aquí los dos; sin salir nunca y a levantar la casa. ¡Ojalá yo viviera también así de lejos!
NOVIO. ¿Por qué no compráis tierras? El monte es barato y los hijos se crían mejor.
MUJER.-No tenemos dinero. ¡Y con el camino que llevamos!
NOVIO.-Tu marido es un buen trabajador.
MUJER.-Sí, pero le gusta volar demasiado. Ir de una cosa a otra. No es hombre tranquilo.
CRIADA. ¿No tomáis nada? Te voy a envolver unos roscos de vino para to madre, que a ella le gustan mucho.
NOVIO.-Ponle tres docenas.
MUJER.-No, no. Con media tiene bastante.
NOVIO.-Un día es un día.
MUJER.-(A la CRIADA.) ¿Y Leonardo?
CRIADA.-No lo vi.
NOVIO.-Debe estar con la gente.
MU JER.-¡Voy a ver! (Se va.)
CRIADA.-Aquello está hermoso.
NOVIO.- ¿Y tú no bailas?
CRIADA.-No hay quien me saque.
(Pasan al fondo dos MUCHACHAS; durante todo este acto el fondo será un animado cruce de figuras.)
NOVIO.-(Alegre.) Eso se llama no entender. Las viejas frescas como tú bailan mejor que las jóvenes.
CRIADA.-Pero ¿vas a echarme requiebros, niño? ¡Qué familia la tuya! ¡Machos entre los machos!
335
Siendo niña vi la boda de tu abuelo. ¡Qué figura! Parecía como si se casara un monte.
NOVIO-Yo tengo menos estatura.
CRIADA.-Pero el mismo brillo en los ojos. ¿Y la niña?
NOVIA.-Quitándose la toca.
CRIADA.-¡Ah! Mira. Para la medianoche, como no dormiréis, os he preparado jamón, y unas copas grandes de vino
antiguo. En la parte baja de la alacena. Por si lo necesitáis.
NOVIO. - (Sonriente.) No como a media noche.
CRIADA.-(Con malicia.) Si tú no, la novia. (Se va.)
Mozo 1°-(Entrando.) ¡Tienes que beber con nosotros!
NOVIO. Estoy esperando a la novia.
Mozo 2°-¡Ya la tendrás en la madrugada!
Mozo 1°-¡Que es cuando más gusta!
Mozo 2°-Un momento.
NOVIO.-Vamos.
(Salen. Se oye gran algazara. Sale la NOVIA. Por el lado opuesto salen dos MUCHACHAS corriendo a encontrarla.)
MUCHACHA 1.ª-¿A quién diste el primer alfiler, a mí o a ésta?
NOVIA.-No me acuerdo.
MUCHACHA 1-ª -A mí me lo diste aquí.
MUCHACHA. 2ª -A mí delante del altar.
NOVIA.-(Inquieta y con una gran lucha interior.) No sé nada.
MUCHACHA 1ª -Es que yo quisiera que tú . . .
NOVIA.-(Interrumpiendo.) Ni me importa. Tengo mucho que pensar.
MUCHACHA 2ª - Perdona. (LEONARDO Cruza al fondo.)
NOVIA.- (Ve a LEONARDO.) Y estos momentos son agitados.
MUCHACHA 1ª -¡Nosotras no sabemos nada!
NOVIA.-Ya lo sabréis cuando os llegue la hora. Estos pasos son pasos que cuestan mucho.
MUCHACHA 1ª -¿Te has disgustado?
NOVIA.-No. Perdonad vosotras.
MUCHACHA 2ª -¿De qué? Pero los dos alfileres sirven para casarse, ¿verdad?
336
NOVIA.-Los dos.
MUCHACHA 1ª -Ahora, que una se casa antes que otra.
NOVIA.-¿Tantas ganas tenéis?
MUCHACHA 2ª -(Vergonzosa.) Sí.
NOVIA. ¿Para qué?
MUCHACHA 1ª -Pues... (Abrazando a la segunda.)
(Echan a correr las dos. Llega el NOVIO y muy despacio abraza a la NOVIA por detrás.)
NOVIA.- (Con gran sobresalto.) ¡Quita!
NOVI-¿Te asustas de mí?
NOVIA-¡Ay! ¿Eras tú?
NOVIO.-¿Quién iba a ser? (Pausa.) Tu padre o yo.
NOVIA.-¡Es verdad!
NOVIO.-Ahora que tu padre te hubiera abrazado más blando.
NOVIA.-(Sombría.) ¡Claro!
NOVIO.-(La abraza fuertemente de modo un poco brusco.) Porque es viejo.
NOVIA.-(Seca.) ¡Déjame!
NOVIO. ¿Por qué? (La deja.) NOVIA.-Pues. .. la gente. Pueden vernos. (Vuelve a cruzar al fondo la CRIADA, que no mira a los novios.)
NOVIO. ¿Y qué? Ya es sagrado.
NOVIA.-Sí, pero déjame.... Luego.
NOVIO.-¿Qué tienes? ¡Estás como asustada!
NOVIA.-No tengo nada. No te vayas. (Sale la mujer de LEONARDO.)
MUJER.-No quiero interrumpir...
NOVIO.-Dime.
MUJER. ¿Paso por aquí mi marido?
NOVIO.-No.
337
MUJER.-Es que no lo encuentro, y el caballo no está tampoco en el establo.
NOVIO.-(Alegre.) Debe estar dándole una carrera. (Se va la MUJER inquieta. Sale la CRIADA.)
CRIADA. ¿No andáis satisfechos de tanto saludo?
NOVIO.-Ya estoy deseando que esto acabe. La novia está un poco cansada.
CRIADA.-¿Qué es eso, niña?
NOVIA.-¡Tengo como un golpe en las sienes!
CRIADA.-Una novia de estos montes debe ser fuerte. (AI Novio.) Tú eres el único que la puedes. curar, porque tuya es.
(Sale corriendo.)
NOVIO.-(Abrazándola.) Vamos un rato al baile. (La besa.) NOVIA.-(Angustiada.) No. Quiero echarme en la cama un poco.
NOVIO.-Yo to haré compañía.
NOVIA.-¡Nunca! ¿Con toda la gente aquí? ¿Qué dirían? Déjame sosegar un momento.
NOVIO.-¡Lo que quieras! ¡Pero no estés así por la noche!
NOVIA.-(En la puerta.) A la noche estaré mejor.
NOVIO.-¡Que es lo que yo quiero!
(Aparece la MADRE.)
MADRE.-Hijo.
NOVIO. ¿Dónde anda usted?
MADRE. En todo ese ruido. ¿Estás contento?
NOVIO.-Sí.
MADRE. ¿Y tu mujer?
NOVIO. - Descansa un poco. ¡Mal día para las novias!
MADRE. ¿Mal día? El único bueno. Para mí fue como una herencia. (Entra la CRIADA y se dirige al cuarto de la NOVIA.)
Es la roturación de las tierras, la plantación de árboles nuevos.
NOVIO.-¿Usted se va a ir?
MADRE.-Sí. Yo tengo que estar en mi casa.
NOVIO.-Sola.
338
MADRE.-Sola no. Que tengo la cabeza llena de cosas y de hombres y luchas.
NOVIO.-Pero luchas que ya no son luchas.
(Sale la CRIADA rápidamente; desaparece corriendo por el f ondo.)
MADRE.-Mientras una vive, lucha.
NOVIO.-¡Siempre la obedezco!
MADRE.-Con tu mujer procura estar cariñoso, y si la notaras infatuada o arisca, hazle una caricia que le
produzca un poco de daño, un abrazo fuerte, un mordisco y luego un beso suave. Que ella no pueda
disgustarse, pero que sienta que tú eres el macho, el amo, el que manda. Así aprendí de tu padre. Y
como no to tienes, tengo que ser yo la que te enseñe estas fortalezas.
NOVIO.-Yo siempre haré lo que usted mande.
PADRE.-(Entrando.) ¿Y mi hija?
NOVIO.-Está dentro.
MUCHACHA lª - ¡Vengan los novios, que vamos a bailar la rueda!
MOZO 1°-(Al Novio.) Tú la vas a dirigir.
PADRE.-(Saliendo.) ¡Aquí no está!
NOVIO. ¿No?
PADRE.-Debe haber salido a la baranda.
NOVIO.-¡Voy a ver! (Entra.)
(Se oye algazara y guitarras.)
MUCHACHA 1ª-¡Ya han empezado! (Sale.)
NOVIO.-(Saliendo.) No está.
MADRE.-(Inquieta.) ¿No?
PADRE.-¿Y dónde pudo haber ido?
CRIADA.-(Entrando.) ¿Y la niña, dónde está?
MADRE.-(Seria.) No lo sabemos.
(Sale el NOVIO. Entran tres invitados.)
339
PADRE.-(Dramático.) Pero ¿no está en el baile?
CRIADA.-En el baile no está.
PADRE.-(Con arranque.) Hay mucha gente. ¡Mirad!
CRIADA.-¡Ya he mirado!
PADRE. - (Trágico.) ¿Pues dónde está?
NOVIO.-(Entrando.) Nada. En ningún sitio.
MADRE.-(Al PADRE.) ¿Qué es esto? ¿Dónde está tu hija?
(Entra la mujer de LEONARDO.)
MUJER.-¡Han huido! ¡Han huido! Ella y Leonardo. En el caballo. ¡Iban abrazados, como una exha-lación!
PADRE.-¡No es verdad! ¡Mi hija. no!
MADRE.-¡Tu hija, sí! Planta de mala madre, y él, también él. ¡Pero ya es la mujer de mi hijo!
NOVIO.- (Entrando.) ¡Vamos detrás! ¿Quién tiene un caballo?
MADRE. ¿Quién tiene un caballo ahora mismo, quién tiene un caballo? Que le daré todo lo que tengo, mis ojos y hasta
mi lengua...
VOZ.-Aquí hay uno.
MADRE. - (Al hijo.) ¡Anda! ¡Detrás! (Sale con dos mozos.) No. No vayas. Esa gente mata pronto y bien...; ¡pero sí, corre,
y yo detrás!
PADRE.-No será ella. Quizá se haya tirado al aljibe.
MADRE.-Al agua se tiran las honradas, las limpias; ¡ésa, no! Pero ya es mujer de mi hijo. Dos bandos. Aquí hay dos
bandos. (Entran todos.) Mi familia y la tuya. Salid todos de aquí. Limpiarse el polvo de los zapatos. Vamos a ayudar a mi
hijo. (La gente se separa en dos grupos.) Porque tiene gente; que son sus primos del mar y todos los que llegan de tierra
adentro. ¡Fuera de aquí! Por todos los caminos. Ha llegado otra vez la hora de la sangre. Dos bandos. Tú con el tuyo y yo
con el mío. ¡Atrás! ¡Atrás!
TELÓN
340
ACTO TERCERO
CUADRO PRIMERO
Bosque. Es de noche. Grandes troncos húmedos. Ambiente oscuro. Se oyen dos violines.
(Salen tres LEÑADORES.)
LEÑADOR 1º-¿Y los han encontrado?
LEÑADOR 2°-No. Pero los buscan por todas partes.
LEÑADOR 3º-Ya darán con ellos.
LEÑADOR 2°.-¡Chisss!
LEÑADOR 3°-¿Qué?
LEÑADOR 2°-Parece que se acercan por todos los caminos a la vez.
LEÑADOR 1º-Cuando salga la luna los verán.
LEÑADOR 2°-Debían dejarlos.
LEÑADOR 1º-El mundo es grande. Todos pueden vivir en él.
LEÑADOR 3°-Pero los matarán.
LEÑADOR 2º-Hay que seguir la inclinación; han hecho bien en huir.
LEÑADOR 1°-Se estaban engañando uno a otro y al final la sangre pudo más.
LEÑADOR 3º-¡La sangre!
LEÑADOR 1°-Hay que seguir el camino de la sangre.
LEÑADOR 2º-Pero sangre que ve la luz se la bebe la tierra.
LEÑADOR 1°-¿Y qué? Vale más ser muerto desangrado que vivo con ella podrida.
LEÑADOR 3°-Callar.
LEÑADOR 1°-¿Qué? ¿Oyes algo?
341
LEÑADOR 3º-Oigo los grillos, las ranas, el acecho de la noche.
LEÑADOR 1º-Pero el caballo no se siente.
LEÑADOR 3°.-No.
LEÑADOR 1°-Ahora la estará queriendo.
LEÑADOR 2º-El cuerpo de ella era para él y el cuerpo de él para ella.
LEÑADOR 3°-Los buscan y los matarán.
LEÑADOR 1°-Pero ya habrán mezclado sus sangres y serán como dos cántaros vacíos, como dos arroyos secos.
LEÑADOR 2°-Hay muchas nubes y será fácil que la luna no salga.
LEÑADOR 3°-El novio los encontrará con luna o sin luna. Yo lo vi salir. Como una estrella furiosa. La cara color ceniza.
Expresaba el sino de su casta.
LEÑADOR 1°-Su casta de muertos en mitad de la calle.
LEÑADOR 2°-¡Eso es!
LEÑADOR 3°-¿Crees que ellos lograrán romper el cerco?
LEÑADOR 2°-Es difícil. Hay cuchillos y escopetas a diez leguas a la redonda.
LEÑADOR 3°-Él lleva un buen caballo.
LEÑADOR 2°-Pero lleva una mujer.
LEÑADOR 1°-Ya estamos cerca.
LEÑADOR 2°-Un árbol de cuarenta ramas. Lo cortaremos pronto.
LEÑADOR 3°-Ahora sale la luna. Vamos a darnos prisa.
(Por la izquierda surge una claridad.)
LEÑADOR 1°.-
¡Ay luna que sales!
Luna de las hojas grandes.
LEÑADOR 2°.-
¡Llena de jazmines la sangre!
342
LEÑADOR 1°-
¡Ay luna sola!
¡Luna de las verdes hojas!
LEÑADOR 2°-
Plata en la cara de la novia.
LEÑADOR 3°.
¡Ay luna mala!
Deja para el amor la oscura rama.
LEÑADOR 1°
¡Ay triste luna!
¡Deja para el amor la rama oscura!
(Salen. Por la claridad de la izquierda aparece la LUNA. La LUNA es un leñador joven con la cara blanca. La escena
adquiera un vivo resplandor azul.)
LUNA.-
Cisne redondo en el río,
ojo de las catedrales,
alba fingida en las hojas
soy; ¡no podrán escaparse!
¿Quién se oculta? ¿Quién solloza
por la maleza del valle?
La luna deja un cuchillo
abandonado en el aire,
que siendo acecho de plomo
quiere ser dolor de sangre.
343
¡Dejadme entrar! ¡Vengo helada
por paredes y cristales!
¡Abrir tejados y pechos
donde pueda calentarme!
¡Tengo frío! Mis cenizas
de soñolientos metales,
buscan la cresta del fuego
por los montes y las calles.
Pero me lleva la nieve
sobre, su espalda de jaspe,
y me anega, dura y fría,
el agua de los estanques.
Pues esta noche tendrán
mis mejillas roja sangre,
y los juncos agrupados
en los anchos pies del aire.
¡No haya sombra ni emboscada,
que no puedan escaparse!
¡Que quiero entrar en un pecho
para poder calentarme!
¡Un corazón para mí!
¡Caliente, que se derrame
por los montes de mi pecho;
dejadme entrar, ¡ay, dejadme!
(A las ramas.)
344
No quiero sombras. Mis rayos
han de entrar en todas partes,
y haya en los troncos oscuros
un rumor de claridades,
para que esta noche tengan
mis mejillas dulce sangre,
y los juncos agrupados
en los anchos pies del aire.
¿Quién se oculta? ¡Afuera digo!
¡No! ¡No podrán escaparse!
Yo haré lucir al caballo
una fiebre de diamante.
(Desaparece entre los troncos, y vuelve la escena a su luz oscura. Sale una anciana totalmente cubierta por tenues
paños verdeoscuros. Lleva los pies descalzos. Apenas si se !e verá el rostro entre los pliegues. Este personaje no figura
en el reparto.)
MENDIGA.-
Esa luna se va y ellos se acercan.
De aquí no pasan. El rumor del río
apagará con el rumor de troncos
el desgarrado vuelo de los gritos.
Aquí ha de ser, y pronto. Estoy cansada.
Abren los cofres, y los blancos hilos
aguardan por el suelo de la alcoba
cuerpos pesados con el cuello herido.
345
No se despierte un pájaro y la brisa,
recogiendo en su falda los gemidos,
huya con ellos por las negras copas
o los entierre por el blando limo.
(Impaciente.)
¡Esa luna, esa luna!
(Aparece la LUNA. Vuelve la luz azul intensa.)
LUNA.-
Ya se acercan.
Unos por la cañada y otros por el río.
Voy a alumbrar las piedras. ¿Qué necesitas?
MENDIGA.-
Nada.
LUNA.-
El aire va llegando duro, con doble filo.
MENDIGA.-
Ilumina el chaleco y aparta los botones,
que después las navajas ya saben el camino.
LUNA.-
346
Pero que tarden mucho en morir. Que la sangre
me ponga entre los dedos su delicado silbo.
¡Mira que ya mis valles de ceniza despiertan
en ansia de esta fuente de chorro estremecido!
MENDIGA.-
No dejemos que pasen el arroyo. ¡Silencio!
LUNA.-
¡Allí vienen! (Se va. Queda la escena oscura.)
MENDIGA.-
De prisa. Mucha luz. ¿Me has oído? ¡No pLieden escaparse!
(Entran el Novio y Mozo 1° La MENDIGA se sienta y se tapa con el manto.)
NOVIO.-Por aquí.
Mozo 1º-No los encontrarás.
NOVIO (Enérgico.) ¡Sí los encontraré!
MOZO 1°-Creo que se han ido por otra vereda.
NOVIO.-No. Yo sentí hace un momento el galope.
MOZO 1°-Sería otro caballo.
NOVIO.-(Dramático.) Oye. No hay más que un caballo en el mundo, y es éste. ¿Te has enterado? Si me sigues, sígueme
sin hablar.
MOZO. 1°-Es que quisiera...
NOVIO.-Calla. Estoy seguro de encontrármelos aquí. ¿Ves este brazo? Pues no es mi brazo. Es el brazo
de mi hermano y el de mi padre y el de toda mi familia que está muerta. Y tiene tanto poderío, que
347
puede arrancar este árbol de raíz si quiere. Y vamos pronto, que siento los dientes de todos los míos
clavados aquí de una manera que se me hace imposible respirar tranquilo.
MENDIGA.-(Quejándose.) ¡Ay!
MOZO 1°-¿Has oído?
NOVIO. - Vete por ahí y da la vuelta.
MOZO 1°-Esto es una caza.
NOVIO.-Una caza. La más grande que se puede hacer.
(Se va el Mozo. El Novio se dirige rápidamente hacia la izquierda y tropieza con la MENDIGA, la Muerte.)
MENDIGA.-¡Ay!
NOVIO. ¿Qué quieres?
MENDIGA.-Tengo frío.
NOVIO.-¿Adónde to diriges?
MENDIGA. - (Siempre quejándose como una mendiga.) Allá lejos. . .
NOVIO.-¿De dónde vienes?
MENDIGA.-De allí . . . , de muy lejos.
NOVIO. ¿Viste un hombre y una mujer que corrían montados en un caballo?
MENDIGA.-(Despertándose.) Espera. . . (Lo mira.) Hermoso galán. (Se levanta.) Pero mucho más hermoso si estuviera
dormido.
NOVIO.-Dime, contesta, ¿los viste?
MENDIGA.-Espera... ¡Qué espaldas más anchas! ¿Cómo no to gusta estar tendido sobre ellas y no andar sobre las
plantas de los pies que son tan chicas?
NOVIO.-(Zamarreándola.) ¡Te digo si los viste! ¿Han pasado por aquí?
MENDIGA.-(Enérgica.) No han pasado; pero están saliendo de la colina. ¿No to oyes?
Novio-No.
MENDIGA. ¿Tú no conoces el camino?
NOVIO.-¡Iré sea como sea!
MENDIGA.-Te acompañaré. Conozco esta tierra.
NOVIO. - (Impaciente.) ¡Pues vamos! ¿Por dónde?
348
MENDIGA.-(Dramática.) ¡Por allí!
(Salen rápidos. Se pyen lejanos dos violines que expresan el bosque. Vuelven los LEÑADORES. Llevan las hachas al
hombro. Pasan lentos entre los troncos.)
LEÑADOR 1°.-
¡Ay muerte que sales!
Muerte de las hojas grandes.
LEÑADOR 2°.-
¡No abras el chorro de la sangre!
LEÑADOR 1°.-
¡Ay muerte sola!
Muerte de las secas hojas.
LEÑADOR 3°-
¡No cubras de flores la boda!
LEÑADOR 2°-
¡Ay triste muerte!
Deja para el amor la rama verde.
LEÑADOR 1°.-
¡Ay muerte mala!
¡Deja para el amor la verde rama!
349
(Van saliendo mientras hablan. Aparecen LEONARDO y la NOVIA.)
LEONARDO.-
¡Calla!
NOVIA.-
Desde aquí yo me iré sola.
¡Vete! Quiero que to vuelvas.
LEONARDO.-
¡Calla, digo!
NOVIA.-
Con los dientes,
con las manos, como puedas,
quita de mi cuello honrado
el metal de esta cadena,
dejándome arrinconada
allá en mi casa de tierra.
Y si no quieres matarme
como a víbora pequeña,
pon en mis manos de novia
el cañón de la escopeta.
¡Ay, qué lamento, qué fuego
me sube por la cabeza!
¡Qué vidrios se me clavan en la lengua!
350
LEONARDO.-
Ya dimos el paso; ¡calla!
porque nos persiguen cerca
y to he de llevar conmigo.
NOVIA.-
¡Pero ha de ser a la fuerza!
LEONARDO.-
¿A la fuerza? ¿Quién bajó primero las escaleras?
NOVIA.-
Yo las bajé.
LEONARDO.-
¿Quién le puso al caballo bridas nuevas?
NOVIA.-
Yo misma. Verdá.
LEONARDO.-
¿Y qué manos me calzaron las espuelas?
NOVIA.-
Estas manos, que son tuyas,
pero que al verte quisieran
quebrar las ramas azules
351
y el murmullo de tus venas.
¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Aparta!
Que si matarte pudiera,
te pondría una mortaja con los filos de violetas.
¡Ay, qué lamento, qué fuego
me sube por la cabeza!
LEONARDO.-
¡Qué vidrios se me clavan en la lengua!
Porque yo quise olvidar
y puse un muro de piedra
entre tu casa y la mía.
Es verdad. ¿No to recuerdas?
Y cuando te vi de lejos
me eché en los ojos arena.
Pero montaba a caballo
y el caballo iba a tu puerta.
Con alfileres de plata
mi sangre se puso negra,
y el sueño me fue llenando
las carnes de mala hierba.
Que yo no tengo la culpa,
que la culpa es de la tierra
y de ese olor que te sale
de los pechos y las trenzas.
352
NOVIA.-
¡Ay qué sinrazón! No quiero
contigo cama ni cena,
y no hay minuto del día
que estar contigo no quiera,
porque me arrastras y voy,
y me dices que me vuelva
y te sigo por el aire
como una brizna de hierba.
He dejado a un hombre duro
y a toda su descendencia
en la mitad de la boda
y con la corona puesta.
Para ti será el castigo
y no quiero que lo sea.
¡Déjame sola! ¡Huye tú!
No hay nadie que te defienda.
LEONARDO.-
Pájaros de la mañana
por los árboles se quiebran.
La noche se está muriendo
en el filo de la piedra.
Vamos al rincón oscuro
donde yo siempre te quiera,
que no me importa la gente
353
ni el veneno que nos echa.
(La abraza f uertemente.)
NOVIA.-
Y yo dormiré a tus pies
para guardar lo que sueñas.
Desnuda, mirando al campo,
(Dramática.)
como si fuera una perra,
¡porque eso soy! Que te miro
y tu hermosura me quema.
LEONARDO.-
Se abrasa lumbre con lumbre.
La misma llama pequeña
mata dos espigas juntas.
¡Vamos!
(La arrastra.)
NOVIA.-
¿Adónde me llevas?
LEONARDO.-
Adonde no puedan ir
354
estos hombres que nos cercan.
¡Donde yo pueda mirarte!
NOVIA.-(Sarcástica.)
Llévame de feria en feria,
dolor de mujer honrada,
a que las gentes me vean
con las sábanas de boda
al aire, como banderas.
LEONARDO.-
También yo quiero dejarte
si pienso como se piensa.
Pero voy donde tú vas.
Tú también. Da un paso. Prueba.
Clavos de luna nos funden
mi cintura y tus caderas.
(Toda esta escena es violenta, llena de gran sensualidad.)
NOVIA.-
¿Oyes?
LEONARDO. -
Viene gente.
355
NOVIA:
¡Húye!
Es justo que yo aquí muera
con los pies dentro del agua
y espinas en la cabeza.
Y que me lloren las hojas,
mujer perdida y doncella.
LEONARDO.-
Cállate. Ya suben.
NOVIA.-
¡Vete!
LEONARDO.-
Silencio. Que no nos sientan.
Tú delante. ¡Vamos, digo!
(Vacila la NOVIA.)
NOVIA.-
¡Los dos juntos!
LEONARDO.-(Abrazándola.)
¡Como quieras!
Si nos separan, será
356
porque esté muerto.
NOVIA.-
Y yo muerta.
(Salen abrazados.)
(Aparece la LUNA muy despacio. La escena adquiere una fuerte luz azul. Se oyen los dos violines. Bruscamente se oyen
dos largos gritos desgarrados, y se corta la música de los violines. Al segundo grito aparece la MENDIGA y queda de
espaldas. Abre el manto y queda en el centro como un gran pájaro de alas inmensas. La LUNA se detiene. El telón baja
en medio de un silencio absoluto.)
TELÓN
CUADRO ULTIMO
Habitación blanca con arcos y gruesos muros. A la derecha y a la izquierda escaleras blancas. Gran arco al fondo y
pared del mismo color. El suelo será también de un blanco reluciente. Esta habitación simple tendrá un sentido
monumental de iglesia. No habrá ni un gris, ni una sombra, ni siquiera to preciso para la perspectiva.
(Dos MUCHACHAS vestidas de azul oscuro están devanando una madeja roja.)
MUCHACHA 1ª-
Madeja, madeja,
¿qué quieres hacer?
MUCHACHA 2ª-
Jazmín de vestido,
cristal de papel.
Nacer a las cuatro,
357
morir a las diez.
Ser hilo de lana,
cadena a tus pies
y nudo que apriete
amargo laurel.
NIÑA.- (Cantando)
¿Fuisteis a la boda?
MUCHACHA lª-
No.
NIÑA.-
¡Tampoco fui yo!
¿Qué pasaría
por los tallos de las viñas?
¿Qué pasaría
por el ramo de la oliva?
¿Qué pasó
que nadie volvió?
¿Fuisteis a la boda?
MUCHACHA 2ª-
Hemos dicho que no.
NIÑA (Yéndose.)
¡Tampoco fui yo!
358
MUCHACHA 2ª-
Madeja, madeja,
¿qué quieres cantar?
MUCHACHA 1ª-
Heridas de cera,
dolor de arrayán.
Dormir la mañano
de noche velar.
NIÑA. (En la puerta.)
El hilo tropieza
con el pedernal.
Los montes azules
lo dejan pasar.
Corre, corre, corre,
y al fin llegará
a poner cuchillo
y quitar el pan.
(Se va)
MUCHACHA 2ª-
Madeja, madeja,
¿qué quieres decir?
MUCHACHA 1ª-
359
Amante sin habla.
Novio carmesí.
Por la orilla muda
Tendidos los vi.
(Se detiene mirando madeja.)
NIÑA (Asomandose a la puerta.)
el hilo hasta aquí.
Cubiertos de barro
los siento venir.
¡Cuerpos estirados,
paños de marfil!
(Se va.)
(Aparecen la MUJER y la SUEGRA de LEONARDO. Llegan angustiadas.)
MUCHACHA 1ª-
¿Vienen ya?
S U EGRA.- (Agria. )
No sabemos.
MUCHACHA 2ª-
¿Qué contáis de la boda?
360
MUCHACHA 1ª-
Dime.
SUEGRA.- (Seca.)
Nada.
MUJER.-
Quiero volver para saberlo todo.
S U EGRA.- (Enérgica.)
Tú, a to casa.
Valiente y sola en tu casa.
A envejecer y a llorar.
Pero la puerta cerrada.
Nunca. Ni muerto ni vivo.
Clavaremos las ventanas.
Y vengan lluvias y noches
sobre las hierbas amargas.
MUJER.-
¿Qué habrá pasado?
S UEGRA.-
No importa.
Échate un velo en la cara.
361
Tus hijos son hijos tuyos
nada más. Sobre la cama
pon una cruz de ceniza
donde estuvo su almohada.
(Salen.)
MENDIGA.-(A la puerta.)
Un pedazo de pan, muchachas.
NIÑA.-
¡Vete!
(Las MUCHACHAS se agrupan.)
MENDIGA.-
¿Por qué?
NIÑA.-
Porque tú gimes: vete.
MUCHACHA 1ª-
¡Niña!
MENDIGA.-
¡Pude pedir tus ojos! Una nube
de pájaros me sigue; ¿quieres uno?
362
NIÑA.-
¡Yo me quiero marchar!
MUCHACHA 2ª- (A la MENDIGA.)
¡No le hagas caso!
MUCHACHA.1ª-¿Vienes por el camino del arroyo?
MENDIGA.-
¡Por allí vine!
MUCHACHA 1ª- (Tímida.)
¿Puedo preguntarte?
MENDIGA.-
Yo los vi; pronto llegan: dos torrentes
quietos al fin entre piedras grandes,
dos hombres en las patas del caballo.
Muertos en la hermosura de la noche.
(Con delectación.)
Muertos, sí, muertos.
MUCHACHA 1ª-
¡Calla, vieja, calla!
MENDIGA.-
Flores rotas los ojos, y sus dientes
dos puñados de nieve endurecida.
Los dos cayeron, y la novia vuelve
363
teñida en sangre falda y cabellera.
Cubiertos con dos mantas ellos vienen
sobre los hombros de los mozos altos.
Así fue, nada más. Era lo justo.
Sobre la flor del oro, sucia arena.
(Se va. Las MUCHACHAS inclinan la cabeza y rítmicamente van saliendo.)
MUCHACHA 1ª-
Sucia arena.
MUCHACHA 2ª-
Sobre la flor del oro.
NIÑA.-
Sobre la flor del oro
traen a los muertos del arroyo.
Morenito el uno,
morenito el otro.
¡Qué ruiseñor de sombra vuela y gime
sobre la flor del oro!
(Se va. Queda la escena sola. Aparece la MADRE con una VECINA. La VECINA viene llorando.)
MADRE.-Calla.
VECINA.-No puedo.
364
MADRE.-Calla, he dicho. (En la puerta.) ¿No hay nadie aquí? (Se lleva las manos a la frente.) Debía contestarme mi hijo.
Pero mi hijo es ya un brazado de flores secas. Mi hijo es ya una voz oscura detrás de los montes. (Con rabia a la
VECINA.) ¿Te quieres callar? No quiero llantos en esta casa. Vuestras lágrimas son lágrimas de los ojos nada más, y las
mías vendrán cuando yo esté sola, de las plantas de los pies, de mis raíces, y serán más ardientes que la sangre.
VECINA.-Vente a mi casa; no te quedes aquí.
MADRE. Aquí. Aquí quiero estar. Y tranquila. Ya todos están muertos. A medianoche dormiré, dormiré sin que ya me
aterren la escopeta o el cuchillo. Otras madres se asomarán a las ventanas, azotadas por la lluvia, para ver el rostro de
sus hijos. Yo no. Yo haré con mi sueño una fría paloma de marfil que lleve camelias de escarcha sobre el camposanto.
Pero no; camposanto no, camposanto no: lecho de tierra, cama que los cobija y que los mece por el cielo. (Entra una
mujer de negro que se dirige a la derecha y allí se arrodilla. A la VECINA.) Quítate las manos de la cara. Hemos de
pasar días terribles. No quiero ver a nadie. La tierra y yo. Mi llanto y yo. Y estas cuatro paredes. ¡Ay! ¡Ay! (Se sienta
transida.)
VECINA.-Ten caridad de ti misma.
MADRE.-(Echándose el pelo hacia atrás.) He de estar serena. (Se sienta.) Porque vendrán las vecinas y no quiero que
me vean tan pobre. ¡Tan pobre! Una mujer que no tiene un hijo siquiera que poderse llevar a los labios.
(Aparece la NOVIA. Viene sin azahar y con un manto negro.) VECINA.-(Viendo a la NOVIA con rabia.) ¿Dónde vas?
NOVIA.-Aquí vengo.
MADRE.-(A la vecina.) ¿Quién es?
VECINA.-¿No la reconoces?
MADRE.-Por eso pregunto quién es. Porque tengo que no reconocerla, para no clavarla mis dientes en el cuello. ¡Víbora!
(Se dirige hacia la NOVIA con ademán fulminante; se detiene. A la VECINA.) ¿La ves? Está ahí y está llorando, y yo
quieta sin arrancarle los ojos. No me entiendo. ¿Será que yo no quería a mi hijo? Pero ¿y su honra? ¿Dónde está su
honra? (Golpea a la NOVIA. Esta cae al suelo.)
VECINA-¡Por Dios! (Trata de separarlas.)
NOVIA.-(A la VECINA.) Déjala; he venido para que me mate y que me lleven con ellos. (A la MADRE.) Pero no con las
manos; con garfios de alambre, con una hoz, y con fuerza, hasta que se rompa en mis huesos. ¡Déjala! Que quiero que
sepa que yo soy limpia, que estaré loca, pero que me pueden enterrar sin que ningún hombre se haya mirado en la
blancura de mis pechos:
MADRE.-Calla, calla; ¿qué me importa eso a mí?
365
NOVIA.-¡Porque yo me fui con el otro, me fui! (Con angustia.) Tú también te hubieras ido. Yo era una mujer quemada,
llena de llagas por dentro y por fuera,y tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, salud; pero el
otro era un río oscuro, lleno de ramas, que acercaba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría
con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y
que dejaban escarcha sobre mis heridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería,
¡óyelo bien!, yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un golpe
de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, aun que hubiera sido vieja y
todos los hijos de tu hijo me hubiesen agarrado de los cabellos. (Entra una vecina.)
MADRE.-Ella no tiene la culpa, ¡ni yo! (Sarcástica.) ¿Quién la tiene, pues? ¡Floja, delicada, mujer de mal dormir es quien
tira una corona de azahar para buscar un pedazo de cama calentado por otra mujer!
NOVIA.-¡Calla, calla! Véngate de mí; ¡aquí estoy! Mira que mi cuello es blando; te costará menos trabajo que segar una
dalia de tu huerto. Pero ¡eso no! Honrada, honrada como una niña recién nacida. Y fuerte para demostrártelo. Enciende
la lumbre. Vamos a meter las manos: tú, por tu hijo; yo, por mi cuerpo. Las retirarás antes tú. (Entra otra vecina.)
MADRE.-Pero ¿qué me importa a mí tu honradez? ¿Qué me importa tu muerte? ¿Qué me importa a mí nada de nada?
Benditos sean los trigos, porque mis hijos están debajo de ellos; bendita sea la lluvia, porque moja la cara de los
muertos. Bendito sea Dios, que nos tiende juntos para descansar. (Entra otra vecina.)
NOVIA.-Déjame llorar contigo.
MADRE.-Llora. Pero en la puerta.
(Entra la NIÑA. La NOVIA queda en la puerta. La MADRE, en el centro de la escena.)
MUJER.-(Entrando y dirigiéndose a la izquierda.)
Era hermoso jinete,
y ahora montón de nieve.
Corría ferias y montes
y brazos de mujeres.
Ahora, musgo de noche
le corona la frente.
MADRE.-
366
Girasol de tu madre,
espejo de la tierra.
Que te pongan al pecho
cruz de amargas adelfas;
sábana que te cubra
de reluciente seda.
y el agua forme un llanto
entre tus manos quietas.
MU JER.-
¡Ay, que cuatro muchachos
llegan con hombros cansados!
NOVIA.-
¡Ay, qué cuatro galanes
traen a la muerte por el aire!
MADRE.-
Vecinas.
NIÑa.-(En la puerta)
Ya los traen.
MADRE.-
Es to mismo.
La cruz, la cruz.
367
MUJERES.-
Dulces clavos,
dulce cruz.
dulce nombre
de Jesús.
NOVIA.-
Que la cruz ampare a muertos y vivos.
MADRE.-
Vecinas, con un cuchillo,
Con un cuchillito,
en un día señalado, entre las dos y las tres,
se mataron los dos hombres del amor.
Con un cuchillo,
con un cuchillito
que apenas cabe en la mano,
pero que penetra fino
por las carnes asombradas,
y que se para en el sitio
donde tiembla enmarañada
la oscura raíz del grito.
NOVIA.-
Y esto es un cuchillo,
un cuchillito
368
que apenas cabe en la mano;
pez sin escamas ni río,
para que un día señalado, entre las dos y las tres,
con este cuchillo,
se queden dos hombres duros
con los labios amarillos.
MADRE.-
Y apenas cabe en la mano,
pero que penetra frío
por las carnes asombradas
y allí se para, en el sitio
donde tiembla enmarañada
la oscura raíz del grito.
(Las vecinas, arrodilladas en el suelo, lloran.)
TELÓN
FIN DE “BODAS DE SANGRE”
Prohibido suicidarse en primavera
(Alejandro Casona)
369
370
PRÓLOGO
La médula del teatro de Casona está constituida por dos características esenciales: la realidad y la
fantasía que, aunque parezcan oponerse de modo absoluto, logran, en este dramaturgo, una
complementariedad que las engloba y que caracteriza sus piezas con la idealización del mundo y de los
conflictos y tensiones del ser humano. Porque la mayoría de sus piezas se articulan en torno a esos dos
núcleos que, mezclándose, refrenándose, contradiciéndose y negándose, terminan por configurar la
unidad de pensamiento —aunque quizá fuera mejor utilizar el desfasado término de mensaje— de este
autor dramático, para cuya comprensión perfecta hemos de situarnos como espectadores en una butaca
de teatro a partir de los años treinta —La Sirena varada, primera pieza de Casona, se estrena en
1934— cuando por toda Europa se había difundido la vieja pretensión de Rimbaud y de Karl Marx de
«cambiar la vida», aireada como consigna en la década de los veinte por los surrealistas. Evidentemente,
el cambio «poético» que pedía Rimbaud se diferenciaba mucho del cambio «sociopolítico» que
preconizaba Marx, pero en la década de los veinte hasta los propios surrealistas vieron ambos cambios
como complementarios.
El teatro de finales del siglo diecinueve, tras romper con los románticos, había consagrado la escena
como cátedra laica de educación —aunque todos ponían un fanático fuego religioso en su empleo: el gran
teatro de Ibsen y de Strindberg había abierto con hondura esa vía que los dramaturgos naturalistas
recorrerían con desigual fortuna. En España, Benavente, con un pie en ese pasado naturalista y otro en
el modernista, avanzando un paso sobre las endebles tramas y las aguadas consejas morales de
Echegaray, sólo consiguió sentar las bases de un teatro de ideas escasamente válido para sus
herederos. Valle-In-clán, gran roturador de nuevos caminos escénicos, quedó al margen de la evolución,
precisamente por su fuerza creadora: apenas si influyó en su momento, porque no fue claramente
comprendido y apenas si logró ser representado. Su fuerza expresiva, su arrollador lenguaje, su
diferente concepción de lo teatral, del juego escénico, eran tan propios que obturaban la vía a toda
posibilidad de herederos. El tercer dramaturgo, más cercano ya en el tiempo y en la visión del mundo, a
Casona, Federico García Lorca, tampoco haría mayor caso a la vía didáctica: D'Annunzio y Synge, sobre
todo, le habían dado las pautas de un teatro distinto, eminentemente poético, brotado de un
surgimiento trágico de la emoción que no tenía por qué conllevar superficialmente lección magistral ni
moraleja: su enfoque era otro como otra su meta. Pero Lorca sí había de dejar en Casona —pese a la
coetaneidad— una huella parcial: la poetización estilizada de los elementos, un lenguaje sembrado de
metáforas, los movimientos de coro de un pueblo en fiesta, la simbolización de los personajes fueron
modelos que Casona utilizó en parte, sobre todo en la obra mejor, según el propio autor de todas las
suyas: La Dama del Alba. Aunque en ésta esos elementos se dan concentrados, no puede olvidarse que
en la primera época del teatro de Casona ya hay rasgos significativos de un teatro distinto al
benaventino, con un lenguaje cuidado donde la metáfora aparece de modo sorpresivo en los ambientes
menos propicios incluso para ello.
Hay más datos diferenciadores entre el teatro de Casona y los últimos dramaturgos del modernismo,
Benavente, Marquina, etc., aunque la base sea semejante y esté afincada en las premisas de la
generación del 98, ese intentó por cambiar España que no era sino la sombra tardía de aquel fantasma
de «cambiar de vida» que también recorría Europa. Un teatro de tesis, de ideas, que sembrara
371
educación, formas de vida, formas de pensamiento. En Casona ese didactismo no se da de forma
grosera, sino que subyace envuelto en el magma de su idealización poética: en la pieza en que aparece
con mayor nitidez, y con mayor descaro, Nuestra Natacha, teatro plenamente de ideas en medio de una
España acelerada en ese momento histórico hacia un programa redentorista, la envoltura no deja de
llevar el sello casoniano: el toque levemente poético, levemente fantasioso y armónico de la base teatral
que sirve de cuerpo, de encarnadura a la tesis.
En 1935, y en Barcelona, Alejandro Casona había conseguido el mayor éxito de público de toda su
carrera teatral con Nuestra Natacha, refrendado al año siguiente al ser presentada en Madrid. La
pieza tenía un claro fondo doctrinal en medio de una España convulsa en la que se fraguaba el
enfremamiento civil: la reforma de la pedagogía española, anclada en métodos anticuados que tenían por
base el autoritarismo y la dureza. Y la obra casoniana, aunque idílica, —tan idílica que en el tercer acto
nos encontramos a los protagonistas en una comuna campestre haciendo vida geórgica, con trigos
sembrados por sus propias manos, harina molida también por ellas, y pan cocido en un horno rústico
calentado por leña que ellos mismos han cortado— ponía en evidencia otro mundo: un mundo reprobable
que de hecho no aparece más que hasta el segundo acto: el del reformatorio autoritario y traumático.
Pero a través de un dibujo excesivamente rosa —algo que el propio Casona reconocía—, el dramaturgo
va poniendo en boca de los jóvenes estudiantes ideas que entroncan nítidamente con el núcleo más
denso de su ideología: la necesidad de una existencia nueva, de un contacto directo con la vida.
En Nuestra Natacha, Casona lleva al extremo sus ideas de la época, porque la protagonista pone de
relieve la responsabilidad social de la existencia del individuo: «Vivir es trabajar para el mundo», llega a
decir. Pero, en última instancia, la pieza termina deslizándose hacia una ejemplificación de la vida
individual entregada al trabajo social y a la creación de una existencia nueva donde todo sea alegría,
libertad, comprensión de los demás, amor: el desenlace concluye con las emociones satisfechas en los
protagonistas, a quienes no tensa un núcleo dramático sino la afirmación de un programa vital propio,
individual, pero volcado hacia el entorno.
La época histórica en que se produjo el estreno no podía dejar de ser sensible a los planteamientos
ideológicos; más que a los teatrales, tal vez. Y fueron ésos los aplaudidos, hasta el punto de ver en
Natacha una heroína, pese a que el autor, a muchos años vista del éxito, la descalificara en tal sentido:
«De Nuestra Natacha se han escrito muchas tonterías, se ha hecho bandera de acá y allá. ¡No es
bandera!... era simplemente una obra joven, llena de fe. Quizá un poco evangélica, un poco inocente, un
poco romántica, pero de cosas muy auténticas y verdaderas; donde está el teatro de los estudiantes, la
residencia, los problemas de la coeducación, esas especies de penitenciarías que eran los
reformatorios... ¡En fin! Todo ello estaba hecho con un nobilísimo afán, no de hacer demagogia ni buscar
ovaciones, sino de tocar una llaga de la pedagogía española, que es evidente que estaba al alcance de
todo el mundo y que nadie había tocado.»
Pero 1936 avanza y se produce un hecho clave: la guerra civil. Casona sale a Francia y pasa a América
como director artístico de la Compañía Díaz de Artigas-Collado para realizar una gira por distintos
372
países: el 12 de junio de 1937 estrena en México Prohibido suicidarse en primavera que, siguiendo los
métodos teatrales ya probados en La Dama del Alba, en Otra vez el Diablo, e incluso en Nuestra
Natacha, idealiza el conflicto dramático desde la presentación: es más, desde las propias acotaciones
escénicas. La escenografía del «sanatorio de almas» —esa definición ya resulta sintomática— es la de
un cuento de hadas, con vistas a montañas nevadas, lago, jardín de sauces, etc. Pero paradójicamente no
domina el rosa, sino el negro, porque ese sanatorio está presidido por cuadros con las escenas de la
muerte de los grandes suicidas, desde Sócrates a Cleopatra, desde Séneca a Larra.
Nos hallamos ante un mundo típicamente casoniano: el drama no es simple, sino complejo; el marco, los
personajes secundarios forman parte del drama: o mejor, los dramas menores o mayores —dado que
estamos hablando siempre de individuos—, acompañan a otro que por su ocupación de la escena podemos
considerar el principal, y sobre el que parece centrarse el núcleo de la acción. De cualquier modo, todo
sirve a una idea central: la exaltación de la vida, el rechazo del suicidio que para Casona es algo
aberrante: no hay nada que lo justifique porque fuera está la naturaleza, encarnada en la primavera, con
toda su potencia, con toda su savia que reanima los deseos de gozar. Canto jubiloso, a través de su
envés, esa retahíla de desheredados de la fortuna, del amor, de la afectividad o de la fama que van
llegando al sanatorio del doctor Ariel con ánimo de poner fin a sus días.
Como ocurre en otras piezas «de abanico» de Casona, el dramaturgo ha tratado de enumerar, a través
de personajes, los males principales de la sociedad civilizada, del mundo urbano, sobre el que se insiste
de forma particular mediante comparaciones: en la ciudad, la primavera no llega nunca, mientras que en
medio de la naturaleza, en las montañas recónditas en las que el doctor Ariel buscó su refugio, los
almendros en flor, la tierra renaciendo en brotes, los árboles con sus pujantes capullos son un golpetazo
espasmódico en la sangre. Y entre esos personajes encontramos arquetipos del teatro casoniano: el
primero es, por supuesto, ese doctor-salvador, el ser que parece encarnación de Dios o del padre, que lo
dispone todo para la salvación de sus hijos, pero no por la fuerza: abre los caminos, pule las sendas para
que por ellas se deslicen los desdichados hacia la felicidad, simbolizada en este caso por el simple
respirar el aire cotidiano, por el simple alentar en este mundo.
El doctor Roda es discípulo del doctor Ariel, fundador también de la agencia de felicidad que constituye
el telón de fondo de Los árboles mueren de pie, donde se le define como «un hombre de gran fortuna y
una imaginación generosa, que pretende llegar a la caridad por el camino de la poesía. Desde que el
mundo es mundo en todos los países hay organizada una diferencia pública. Unos tratan de revestirla de
justicia, otros la aceptan como una necesidad, y algunos hasta la explotan como una industria. Pero
hasta el doctor Ariel nadie había pensado que pudiera ser un arte».
En Prohibido suicidarse en primavera, el doctor Ariel ya ha muerto, pero sus ideas y su fortuna han
encontrado utilidad. Miembro de una familia acosada por la fatalidad del suicidio, se entregó a estudiar
la biología y la psicología del suicida, logrando morir, una vez retirado a las montañas de la escena, a los
setenta años, tras haber fundado ese sanatorio de almas que «aparentemente [...] no es más que el Club
del perfecto suicida. Todo en ello está previsto para una muerte voluntaria, estética y confortable; los
mejores venenos, los baños con rosas y música...». Pero todo este aparato no tiene otro sentido que
disuadir al presunto suicida.
373
El primero de los suicidas, Alicia, tendrá luego su equivalente en la Isabel de Los árboles mueren de pie:
el mismo frío, la misma hambre, arrinconan a las dos contra la soledad:
«Estaba sin trabajo hacía quince días. Tenía hambre: un hambre dolorosa y sucia; un hambre tan cruel
que me producía vómitos. En una calle oscura me asaltó un hombre; me dijo una grosería atroz
enseñándome una moneda... y era tan brutal aquello que yo rompí a reír como una loca, hasta que caí sin
fuerzas sobre el asfalto, llorando de asco, de vergüenza, de hambre insultada. [...] En un momento de
desesperación, una se mata en cualquier parte. Pero yo, que he vivido siempre sola, ¡no quería morir sola
también! ¿Lo entiende ahora? Pensé que en este refugio encontraría otros dispuestos a morir, y que
alguno me tendería su mano...»
Si Isabel prefiere su anterior soledad a la mentira de la ficción, Alicia asume la dureza de la salida
final, pero no tiene valor para materializarla; al doctor Roda le basta, para curarla de su espanto, con
darle una misión e indicarle un sentido y unos brazos amistosos: se quedará en la casa como personaje
secundario del drama principal. También son anecdóticos el resto de los suicidas: desde la Dama Triste
hasta el Amante Imaginario y el padre de la otra Alicia, caldo dramático todos ellos donde va a
desarrollarse el nudo principal. Ni Fernando ni Chole tienen interés alguno en el suicidio: viven en medio
de la felicidad de su amor, sus reportajes periodísticos y sus viajes: la vida discurre feliz para ellos, y
no tienen siquiera la sombra de una duda. Cuando poco a poco van entrando en escena, es decir, cuando
van dándose cuenta de la clase de «hospital» al que han llegado y quieren irse, el doctor Roda les
convence para que hagan el papel de su realidad dichosa y feliz frente a los desesperados de la fortuna
que quieren suicidarse. A cambio del reportaje, los periodistas aceptan, y van entrando en la psicología
de cada uno de los pretendientes al suicidio.
El primero que se lo cuenta es el Amante Imaginario —alguno de cuyos parlamentos debe compararse
con las fantasías de viajes que también tiene la protagonista de La Casa de los siete balcones—: su amor
está hecho de imaginación, de lecturas románticas sin correspondencia con la realidad: «De mi sueño
sólo quedaba la pobre verdad de mi desfalco, y un ramo de orquídeas pisadas...» La Dama Triste también
pertenece a esa farándula amorosa: odia lo grosero, la carne, la tiranía de los músculos y la sangre, y
por tanto su idealización amorosa también ha de carecer de realidad; Fernando, el periodista, está casi
a punto de lograr que se suicide cuando científicamente le demuestra que «el cuerpo es una realidad
insobornable» y que a la edad que tiene, la Dama Triste es un compuesto de «ochocientos decalitros de
leche, tres vagones de fruta, ocho hectáreas de guisantes ¡y diecisiete terneros!».
Pero sólo uno de los pretendientes a suicida parece ir en serio: Juan, cuyo disparo a la sien ha logrado
ser desviado por uno de los ayudantes del doctor Roda: y cuenta los motivos para intentar poner fin a
su vida: el enfrentamiento, nunca declarado, con su hermano: Juan ha sido desposeído de todo por el
otro: infeliz frente al feliz, perdedor frente al eterno ganador, Juan se ha visto despojado de todo,
incluso de la mujer del otro, a la que siempre amó en silencio. Por eso pretende suicidarse: para no
matarle. Casona ha jugado bien el recurso teatral, porque, a renglón seguido sabemos quién es el
374
hermano: precisamente el reportero feliz que respiraba dicha por los cuatro costados junto a su mujer,
Chole, manzana de la discordia entre ambos.
El triángulo está armado y, evidentemente, los disparos han de salir por alguna parte. Fernando, el
dichoso, no hace sino compadecer a su hermano, pero en Chole la realidad del despojamiento se impone:
sintiéndose injusta con Juan, no tendrá ya paz, su felicidad se escapa entre los dedos, y la risa termina
por convertirse en mueca. Mientras el Amante Imaginario encuentra a su amada —Cora Yako, una vieja
actriz que recurre al sanatorio de suicidas como truco publicitario—, el dramaturgo va preparando la
sorpresa: la que antes reía feliz, siente ahora ¡a necesidad de «un paño frío sobre el alma»: los dos
hermanos sólo podrán reconciliarse en la desgracia y es lo que Chole va a prepararles con su suicidio: la
reconciliación en su propia muerte. Será Juan quien la salve y quien, en última instancia, con la voluntad
de Chole en sus manos, se la entregue a Fernando para siempre, mientras el Amante Imaginario rompe
con su amada: la idealización era mejor que la realidad de Cora Yako, una especie de furia sexual
posesora que poco tiene que ver con lo que el poeta imaginaba.
La prédica casoniana en favor de la vida, de la felicidad y del amor se cierra con este beatífico
desenlace que necesariamente acaba con la existencia del sanatorio para suicidas. Los puntos endebles
de la trama están precisamente en la idealización excesiva, en esa búsqueda de una «poesía» de la
existencia que poco tenía que ver con la realidad española de 1937 —aunque hemos de presumirla
escrita con anterioridad— y que más bien parece fruto de una reflexión dramática sobre las relaciones
humanas, pues, en última instancia, el tema del suicidio queda como telón de fondo al enfrentamiento
clave: la felicidad e infelicidad en dos hermanos, en dos seres a quien el destino se muestra con doble
faz, como Jano. La justicia o injusticia nada tienen que ver con el corazón ni con los sentimientos que
presiden las relaciones entre los humanos.
La casa de los siete halcones
Estrenada en Buenos Aires, en 1957, La casa de los siete halcones nos lleva de nuevo a la Asturias rural
—aunque Casona sólo especifique «una pequeña villa del norte español»— de La. Dama del Alba. Pero en
esta ocasión no nos hallamos ante un poema legendario ni a un drama de estirpe poemática: los
personajes de la pieza están arrancados del drama rural español, con fuertes pasiones enfrentadas en
torno al tema clave: el dinero. Hay varios personajes que entroncan con el mundo galdosiano, y por eso
la acción se sitúa en el siglo XIX, con rivalidades familiares y ambiciones progresivas que llaman a la
violencia y a la muerte. Sin embargo, tras este planteamiento de lucha por el tesoro familiar, reaparece
el eco de la mejor tradición romántica en el personaje de Genoveva, la mujer que «enloqueció» de amor
para sobrevivir a la injuria de un olvido, y que se refugia en una irrealidad inventada. Pero no está ajena
a la realidad: esas locuras de trastocar los días de la semana, de pasearse por el malecón en una ciudad
donde no hay puerto, de ir los viernes a la misa del domingo, tienen un sentido defensivo: debe
defender sus recuerdos, pero también la vida de su sobrino Uriel: el pobre mudo no tiene más salvación
que la riqueza familiar dejada por la madre: mientras el tesoro de monedas antiguas y joyas esté en
375
manos de la tía Genoveva, Uriel vivirá en la casa de su padre y no será enviado a poblar las soledades de
los muros blancos y fríos de un orfanato o un colegio especial para lisiados.
Si el personaje de Genoveva resulta quizá la mezcla de idealidad y realidad más lograda de Casona,
frente a ella, Amanda, es otro carácter bien perfilado, que parece salido de una novela galdosiana por
su fuerza: luchando entre la dignidad y el amor, entre la ambición y la crueldad que ha de ejercer para
imponerse, es una mujer fuerte, de cuerpo entero, que no soporta la desigualdad de su condición: por el
día criada, y por la noche ama del cuerpo de su amo. Luchará con él y contra él, hasta conseguir todo: el
dinero, el hombre y la dignidad como mujer.
Ramón, el padre de Uriel, amo y amante de Amanda, es, pese a su aparente dureza de carácter, un
fantoche en manos de las mujeres: la partida se juega entre el ser débil, Genoveva, y el ser fuerte;
Amanda; Ramón es la disculpa, el campo de batalla del que tironean ambas hasta que una de ellas cae:
cuando todo está perdido, Genoveva acepta como realidad la mentira que le ofrecen: nuevamente se
refugia, ya derrotada, en su ilusión de la esperada carta de América. Sabe de sobra que no puede ser
cierto, pero no le queda más que buscar un lugar para caer: Uriel está perdido porque Genoveva
reconoce la fuerza de Amanda y la debilidad de su cuñado. Casona recurre a la fábula y a lo poemático:
Uriel debe morir e irse con sus antepasados, con aquellos que se erguían en el «no» y preferirían morir
antes que dar el brazo a torcer. Esa época pasó ya: ahora los principios se someten al vaivén de las
pasiones, a los intereses. Sobre la escena sólo queda la fuerza de Amanda que ha conseguido todo lo que
«era» suyo: y lo peor por encima de las leyes y las viejas costumbres: su cuerpo contra todo lo del
hombre que la posee: familia, casa, nombre, dignidad. Los viejos respetos al lecho matrimonial de la
muerta tienen que desaparecer e imponerse el hecho real de su amor: si para ello ha de desaparecer
todo el mundo que religaba a Ramón con el pasado, basta con reclamar de forma insistente lo que le
pertenece.
Pero este planteamiento subyace más que aflora en La casa, de los siete balcones: Casona ha preferido
poner de relieve y centrar su mirada en los elementos poemáticos, en esa loca y ese niño mudo que no
aceptan la realidad. Y ha embellecido esos caracteres, idealizándolos hasta en la muerte, con un
desenlace que si en La Dama del Alba era coherente por la propia enjundia del drama, en La casa de los
siete balcones no agota todas las posibilidades que el dramaturgo tenía: huyó, a conciencia, del
naturalismo de Amanda para refugiarse también él, en esta pieza que pertenece a su última etapa, en
una lección de respeto a valores que hacía tiempo habían muerto.
Como en el resto de sus obras, Casona ofrece una «moralidad» con este drama: no es aquí una «teología
sin theos», como lo era en Los árboles mueren de pie, pero el sentido es prácticamente semejante:
Casona cree en unos valores «humanos» que deben estar por encima de las pasiones y de las ambiciones:
la poesía tenía que invadir la vida cotidiana —aunque la poesía quede encarnada aquí por esa especie de
«loca de Chaillot» que es Genoveva—, las fuerzas del bien deben retroceder y refugiarse casi en la
locura para resistir el ataque brutal de las fuerzas del mal. Pero, estas fuerzas del mal, ¿no habían sido
en Galdos, por ejemplo, las fuerzas más expresivas de la vida? ¿No peca Casona de «angelismo» al hacer
semejante propuesta?
376
Tal vez; tal vez su visión del mundo era demasiado blanda y estaba mediatizada en exceso por su
voluntarismo que pretendía un mundo sin disonancias, sin luchas, sin ambiciones apasionadas, sin
conflictos enseñoreados por la muerte. Tal vez, también, ante la brutalidad de la existencia se propuso
entregar a los espectadores propuestas de amor, de fidelidad a unos principios «humanistas» que el
amor y los deseos de paz y fraternidad presidieran.
Mauro ARMIÑO
ALEJANDRO CASONA
Alejandro Rodríguez Álvarez, verdadero nombre de Alejandro Casona, nació en 1903 en Besullo
(Asturias). Estudió Filosofía y letras y se graduó en la Escuela superior de magisterio, ejerciendo como
maestro rural en el Valle de Arán. Director del «Teatro del Pueblo», que formaba parte de las Misiones
Pedagógicas de la segunda República española, obtendría en 1933 el Premio Lope de Vega de Teatro por
su obra La sirena, varada, y el Premio Nacional de Literatura por Flor de Leyendas. Exilado en 1937, se
afincaría en Buenos Aires dos años más tarde. A su regreso a España (1962), dio a las tablas una nueva
pieza teatral, de carácter histórico, El caballero de las espuelas de oro, donde aprovecha el personaje
de Quevedo para exponer sus ideas sobre España. Murió en 1965.
377
BIBLIOGRAFÍA DE ALEJANDRO CASONA*
a) Obras
La sirena varada, Madrid, 1934.
Otra vez el diablo, Madrid, 1935.
Nuestra Natacha, Madrid, 1936.
Prohibido suicidarse en primavera, México, 1937.
Romance en tres noches, Caracas, 1938.
Sinfonía inacabada, Montevideo, 1940.
Las tres perfectas casadas, Buenos Aires, 1941.
La dama del alba, Buenos Aires, 1944.
La barca sin pescador, Buenos Aires, 1945.
La molinera de Arcos, Buenos Aires, 1947. * La fecha es la de su estreno, en la ciudad citada. Para completar su
bibliografía teatral habría que citar adaptaciones como Carta de una
desconocida, refundiciones del teatro español (El anzuelo de Fenisa, Peribáñez, de
Lope de Vega; El burlador de Sevilla, de Tirso; La Celestina, de Rojas; El sueño de
una noche de verano, de Shakespeare, y las piezas cortas escritas para el Teatro
del Pueblo o Ambulante, de cuya dirección se hizo cargo en 1931 Casona, y
que forman el Retablo jovial: Sancho Panza en la ínsula; Entremés del mancebo que
casó con mujer brava; Farsa del cornudo apaleado; Fabula del secreto bien guardado;
Farsa y justicia del corregidor; además de piezas infantiles como El lindo don
Cato y ¡A Belén, pastores! Por último, hay que citar la pieza Marie Curie, escrita
en colaboración con Francisco Madrid (La Habana, 1940).
378
Los árboles mueren de pie, Buenos Aires, 1949.
La llave en el desván, Buenos Aires, 1951.
Siete gritos en el mar, Buenos Aires, 1952.
La tercera palabra, Buenos Aires, 1953.
Corona de amor y muerte, Buenos Aires, 1955.
La casa de los siete balcones, Buenos Aires, 1957.
Tres diamantes y una mujer, Buenos Aires, 1961.
El caballero de las espuelas de oro, Madrid, 1964.
b) Estudios
J. RODRÍGUEZ RICHART, Vida y teatro de Alejandro Casona, Oviedo, 1963.
Esperanza Gurza, La realidad calidoscópica de Alejandro Casona, Oviedo, 1968.
Federico Carlos SAINZ DE ROBLES, «Prólogo» a Obras completas, de Alejandro Casona, Madrid, 1954.
José A. BALSEIRO y J. Riis OWRE, «Introducción» a la edición de La barca, sin pescador, New York, 1960.
Juan RODRÍGUEZ CASTELLANOS, «Introducción» a la edición de Los árboles mueren de pie, New
York, 1961.
H. LEIGHTON, «Alejandro Casona and the significance of Dreams», en Híspania, XLIV, 1962, pp, 697-
703.
Mauro ARMIÑO, «Prólogo» a la edición de La Dama del Alba, La Sirena Varada, Nuestra Natacha,
Madrid, 1982.
Mauro ARMIÑO, «Prólogo» a la edición de £05 árboles mueren de pie, Madrid, 1983.
Mauro ARMIÑO, «Prólogo» a la edición de La Barca sin pescador, Siete gritos en el mar, Madrid, 1983.
379
PROHIBIDO SUICIDARSE EN PRIMAVERA
COMEDIA EN TRES ACTOS
PERSONAJES:
CHOLE
ALICIA
LA DAMA TRISTE
CORA YAKO
FERNANDO
JUAN
DOCTOR RODA
HANS
EL AMANTE IMAGINARIO
EL PADRE DE LA OTRA ALICIA
Estrenada en el Teatro Arbeu, de México, el 12 de junio de 1937, por la Compañía Josefina Díaz-Manuel
Collado.
380
ACTO PRIMERO
En el Hogar del Suicida, sanatorio de almas del doctor Ariel. Vestíbulo como de hotel de montaña,
recordando esos paradores de turismo construidos sobre ruinas de antiguos monasterios y
artísticamente remozados por un gusto nuevo. Todo es aquí extraño, sugeridor y confortable: el
mobiliario, la plástica, el trazado de las arquerías, la disposición indirecta de las luces acristaladas. En
las paredes, bien visibles, óleos de suicidas famosos reproduciendo las escenas de su muerte: Sócrates
Cleopatra, Séneca, Larra. Sobre un arco, tallados en piedra, los versos de Santa Teresa: «Ven, Muerte,
tan escondida —que no te sienta venir— porque el placer de morir —no me vuelva a dar la vida.
Amplia verja al fondo, sobre un claro jardín de sauces y rosales. El jardín tiene un lago, visible en parte,
un fondo lejano de cielo azul y montañas jóvenes nevadas. En ángulo, a la derecha, arranca una galena
oscura, en arco, con pesada puerta de herrajes, practicable; sobre el dintel, una inscripción que dice:
«Galería del Silencio». En frente, otra semejante, pero clara y sin puertas: «Jardín de la Meditación».
En escena, el Doctor Roda y Hans, su ayudante, con bata de enfermero. El primero, de aspecto
inteligente y bondadoso; el segundo, de rostro y palabra mortalmente serios. El doctor, al lado de una
mesa volante de trabajo, revisa sus ficheros.
DOCTOR.—Desengaños de amor, 8. Pelagra, 2. Vidas sin rumbo, 4. Catástrofe económica... cocaína... ¿No
tenemos ningún caso nuevo?
HANS.—El joven que llegó anoche. Está paseando por el parque de los sauces, hablando a solas.
DOCTOR.—¿Diagnóstico?
HANS.—Dudoso. Problema de amor. Parece de esos curiosos de la muerte que tienen miedo cuando la
ven de cerca.
DOCTOR.—¿Ha hablado usted con él?
HANS.—Yo sí, pero no me ha contestado. Sólo quiere estar solo.
DOCTOR.—¿ Decidido ?
HANS.—No creo: muy pálido, temblándole las manos. Al dejarle en el jardín he roto detrás de él una
rama seca, y se volvió sobresaltado, con cara de espanto.
DOCTOR.—Miedo nervioso. Muy bien; entonces hay peligro todavía. ¿Su ficha?
381
HANS.—Aquí está.
DOCTOR (Leyendo).—«Sin nombre. Empleado de banca. Veinticinco años. Sueldo, doscientas pesetas.
Desengaño de amor. Tiene un libro de poemas inédito». Ah, un romántico; no creo que sea peligroso. De
todos modos vigílelo sin que él se dé cuenta. Y avise a los violines: que toquen algo de Chopin en el
bosque al caer la tarde. Eso le hará bien. ¿Ha vuelto a ver a la señora del pabellón verde?
HANS.—¿La Dama Triste? Está en el jardín de Werther.
DOCTOR.—¿Vigilada?
HANS.—¿Para qué? La he venido observando estos días; ha visitado todas nuestras instalaciones: el
lago de los ahogados, el bosque de suspensiones, la sala de gas perfumado... Todo le parece excelente en
principio, pero no acaba de decidirse por nada. Sólo le gusta llorar.
DOCTOR.—Déjala. El llanto es tan saludable como el sudor, y más poético. Hay que aplicarlo siempre
que sea posible como la medicina antigua aplicaba la sangría.
HANS.—Pero es que igual le ocurre al profesor de Filosofía. Ya se ha tirado tres veces al lago, y las
tres veces ha vuelto a salir nadando. Perdóneme el doctor, pero creo que ninguno de nuestros
huéspedes hasta ahora tiene el propósito serio de morir. Temo que estamos fracasando.
DOCTOR.—Paciencia, Hans, nada se debe atropellar. La Casa del Suicida está basada en un absoluto
respeto a sus acogidos, y en el culto filosófico y estético de la muerte. Esperemos.
HANS.—Esperemos (Señalando con un gesto). La Dama Triste. (La Dama Triste llega al jardín de la
meditación.)
DAMA.—Perdóneme, doctor...
DOCTOR.—Señora...
DAMA.—He seguido sus consejos con la mejor voluntad: he llorado toda la mañana, me he sentado bajo
un sauce mirando fijamente el agua... Y nada. Cada vez me siento más cobarde.
HANS (Animándola).—¿Ha visto usted nuestro muestrario último de venenos?
DAMA.—Sí, los colores son preciosos, pero el sabor debe ser horrible.
HANS.—Puede añadirle un poco de menta, espliego...
DAMA.—No sé... El lago también me gustaría, pero está tan frío. No sé, no sé qué hacer... ¿Qué pensará
usted de mí, doctor?
DOCTOR.—Por Dios, señora; le aseguro que no tenemos prisa alguna.
DAMA.—Gracias. ¡ Ah, morir es hermoso, pero matarse!... Dígame, doctor: al pasar por el jardín he
sentido un mareo extraño. Esas plantas, ¿no estarán envenenadas?
382
DOCTOR.—No; todavía no hemos descubierto la manera de envenenar un perfume.
DAMA.—Lástima, ¡sería tan bonito! ¿Por qué no lo ensayan ustedes?
DOCTOR.—Es difícil.
DAMA.—Inténtelo. Yo tampoco tengo prisa: puedo esperar.
DOCTOR.—Siendo así, lo ensayaremos.
DAMA.—Gracias, doctor, es usted muy amable conmigo.
(Va a salir. Se detiene a ver entrar al Amante Imaginario. Es un joven de aspecto romántico y
enfermizo. Vive ensimismado. Suena detrás de él una campana, y se vuelve sobresaltado. Se recobra.
Saluda turbado.)
AMANTE.—Buenos días...
DOCTOR.—¿Ha elegido usted ya su... procedimiento?
AMANTE.—No, todavía no. Pensaba.
HANS (Ofreciendo la. mercancía como en un bazar).—Tenemos un sauce especial para enamorados, un
lago de leyenda... Si le gustan los clásicos, podemos ofrecerle el ramo de rosas con áspid, modelo
Cleopatra, el baño tibio, la cicuta socrática...
AMANTE.—¿Para qué tanto? Cuando la vida pesa basta con un árbol cualquiera.
HANS (Apresurándose a tomar nota en su cuaderno).—Ah, muy bien. «Suspensión». Perfectamente.
¿Número de cuello?
AMANTE.—Treinta y siete, largo.
HANS.—Treinta y siete. ¿Tiene preferencia por algún árbol?
AMANTE (En una reacción brusca).—¡Oh, cállese, no puedo oírle! Tiene usted la frialdad de un
funcionario. Es odioso oír hablar así de la Muerte. (Transición.) Perdón... (Va a salir por la Galería del
Silencio.)
DOCTOR.—Un momento. Si no se ha decidido aún... esa Galería no debe atravesarse más que en la hora
decisiva. Al jardín de la Meditación, por aquí.
AMANTE.—Gracias.
DOCTOR.—¿Necesita alguna cosa? ¿Libro, licores, música...?
383
AMANTE.—Nada, gracias... (Sale. Saluda a la Dama Triste con una inclinación de cabeza.)
DAMA.—¿Otro desesperado? ¡Qué pena, tan joven...! ¿Algún desengaño de amor?
DOCTOR.—Así parece.
DAMA.—¡Pero si es un niño! De todos modos, dichoso él. ¡Si yo tuviera al menos una historia de amor
para recordarla! (Sale.)
HANS.—Y así todos. Mucho llanto, mucha tristeza poética; pero matar no se mata ninguno.
DOCTOR.—Esperemos, Hans.
HANS (Sin gran ilusión).—Esperemos. ¿Alguna orden para hoy?
DOCTOR.—Sí, hágame el favor de revisar la instalación eléctrica. La última vez que el profesor de
Filosofía se tiró al agua no funcionaron los timbres de alarma.
(Sale Hans. El Doctor se dispone a tomar unas notas. Se oye de pronto un grito de mujer. Por la Galería
del Silencio sale corriendo Alicia; una muchacha, apenas mujer, de dulce aspecto. Viste con una sencillez
humilde y limpia. Viene espantada, como huyendo de un peligro inmediato.)
ALICIA Y EL DOCTOR
ALICIA.—¡No! ¡No quiero morir..., no quiero morir!... (Al ver al Doctor, que acude a ella.) ¡Paso! ¡Déjeme
salir de aquí!
DOCTOR.—Calma, muchacha. ¿Adonde va usted?
ALICIA.—No sé: ¡al aire libre!..., ¡a la vida otra vez!... ¡Déjeme! (Volviéndose sobresaltada.) ¿Quién anda
ahí?
DOCTOR.—Nadie.
ALICIA.—He visto una sombra. La he oído reír...
DOCTOR.—Vamos, vamos, alucinaciones.
ALICIA (Empieza a sentirse aliviada. Se pasa una mano por la frente).—¿Quién es usted?
384
DOCTOR.—El doctor Roda, director de la Casa. Tranquilícese.
ALICIA.—¿Por qué hacen ustedes esto? Esos árboles extraños, con cuerdas colgadas, esa música
invisible, esa Galería negra que da vueltas y vueltas... ¡Es horrible!
DOCTOR.—No lo crea. Está usted dominada por un miedo pueril. Pero le aseguro que nada de eso es
verdad. ¿Quiere usted volver conmigo?
ALICIA.—¡No! ¡Volver, no! Quiero salir de aquí.
DOCTOR.—Nadie la detiene. No sé quién es usted, ni por dónde ha entrado, ni por qué ha venido aquí;
pero no importa. Ahí está el parque; bordeando el lago saldrá a la carretera; al otro lado de las
montañas se ve, lejos, la ciudad. Es usted libre.
ALICIA (Con una amargura infinita).—La ciudad...
La ciudad otra vez... (Se deja caer llorando en un asiento. El Doctor la contempla, conmovido. Pausa.)
DOCTOR.—¿Por qué ha venido aquí? ¿Sabe usted dónde está?
ALICIA.—Sí, fue un momento de desesperación. Había oído hablar de una Casa de Suicidas, y no podía
más. El hambre..., la soledad...
DOCTOR.—¿Ha vivido siempre sola?
ALICIA.—Siempre. Nunca he conocido amigos, ni hermanos, ni amor.
DOCTOR.—¿Trabajaba usted?
ALICIA.—Más de lo que podía resistir. ¡Y en tantas cosas! Primero fui enfermera; pero no servía: les
tomaba demasiado cariño a mis enfermos, ponía toda mi alma en ellos. Y era tan amargo después verlos
morir... o verles curar, y marchar, también para siempre.
DOCTOR.—¿No volvió a ver a ninguno?
ALICIA.—A ninguno. La salud es demasiado egoísta. Sólo uno me escribió una vez, pero ¡desde tan lejos!
Había ido al Canadá, a cortar árboles para hacerse una casa... y meterse dentro con otra mujer.
DOCTOR.—¿Qué fue lo que la decidió a venir aquí?
ALICIA.—Fue anoche. No podía más. Estaba sin trabajo hacía quince días. Tenía hambre: un hambre
dolo-rosa y sucia; un hambre tan cruel que me producía vómitos. En una calle oscura me asaltó un
hombre; me dijo una grosería atroz enseñándome una moneda... Y era tan brutal aquello que yo rompí a
reír como una loca, hasta que caí sin fuerzas sobre el asfalto, llorando de asco, de vergüenza, de
hambre, insultada...
DOCTOR.—Comprendo.
385
ALICIA.—No, no lo comprende usted. Aquí, entre los árboles y las montañas, no pueden comprenderse
esas cosas. El hambre y la soledad verdaderos sólo existen en la ciudad. ¡Allí sí que se siente uno solo
entre millones de seres indiferentes y de ventanas iluminadas! ¡Allí sí que se sabe lo que es el hambre,
delante de los escaparates y los restaurantes de lujo!... Yo he sido modelo en una casa de modas. Nunca
había sabido hasta entonces lo triste que es después dormir en una casa fría, desnuda de cien vestidos,
y con los dedos llenos de recuerdos de pieles.
DOCTOR.—Espero que no sea la envidia del lujo lo que ha causado su desesperación.
ALICIA.—Oh, no. Nunca le he pedido demasiado a la vida. ¡Pero es que la vida no ha querido darme nada!
Al hambre se la vence; ya la he vencido otras veces. Pero... ¿y la soledad? ¿Sabe usted por qué he
venido aquí?
DOCTOR.—Eso es lo que no acabo de comprender.
ALICIA.—Es natural; en un momento de desesperación, una se mata en cualquier parte. Pero yo, que he
vivido siempre sola, ¡no quería morir sola también! ¿Lo entiende ahora? Pensé que en este refugio
encontraría otros desdichados dispuestos a morir, y que alguno me tendería su mano... Y llegué a soñar
como una felicidad con esta locura de morir abrazada a alguien; de entrar al fin en una vida nueva por
un compañero de viaje. Es una idea ridícula, ¿verdad?
DOCTOR (Interesado).—De ninguna manera. ¿Trató usted de buscar a ese compañero?
ALICIA.—¿Para qué? Cuando llegué aquí ya no sentía más que el miedo. Me perdí por esas galerías, me
pareció ver una sombra extraña que me buscaba... y eché a correr, gritando, hacia la luz. Fue como una
llamada de toda mi sangre. Entonces comprendí mi tremenda equivocación; venía huyendo de la soledad...
y la muerte es la soledad absoluta.
DOCTOR.—Magnífico, muchacha. Su juventud la ha salvado. Usted ya no me necesita, pero acaso yo la
necesite a usted. Dígame, ¿tiene mucho interés en volver a esa ciudad donde nadie la espera?
ALICIA.—¿Adonde voy a ir?
DOCTOR.—¿Querría usted quedarse en esta casa?
ALICIA (Con miedo aún).—¡Aquí!
DOCTOR.—No tenga miedo. Aparentemente esto no es más que un extravagante Club de Suicidas. Pero,
en el fondo, intenta ser un sanatorio. Usted, que sólo le pide a la vida una mano amiga y un rincón
caliente, tiene mucho que enseñar aquí a otros que tienen la fortuna y el amor, y se creen desgraciados.
Ayúdenos usted a salvarlos.
ALICIA.—Pero, ¿qué puedo yo hacer?
386
DOCTOR.—Usted ha curado heridos; sea aquí nuestra enfermera de almas. Ya hablaremos. Por lo tanto,
olvide su desesperación de anoche. Mi mesa está siempre dispuesta. ¿Quiere aceptar también mi mano
de amigo?
ALICIA (Estrechándola conmovida).—Gracias...
DOCTOR.—Por aquí. Y no pierda su fe. No le pida nunca nada a la vida. Espere... y algún día la vida le
dará una sorpresa maravillosa. (Sale con ella. La escena sola un momento.)
(Estalla fuera una alegre risa de mujer. Entra corriendo Chole: una juventud impetuosa y sana. Asomada
a la verja, llama con el grito jubiloso de los montañeros.)
CHOLE.—¡Ohoh! (Abre la verja de par en par. Penetra en escena. Mira agradablemente sorprendida en
torno, y vuelve a llamar hacia el exterior.) ¡Ohoh! (Contesta fuera, la voz de Fernando.)
VOZ.—¡Ohoh!
(Entra Fernando, joven también, alegre y decidido como ella. Traje de viaje, equipaje de mano, cámara
fotográfica en bandolera.)
FERNANDO Y CHOLE. Después, la DAMA TRISTE
FERNANDO.—¿Tierra firme?
CHOLE.—¡Y qué tierra! Montañas con sol y nieve, un lago, un hotel confortable, ¡y nosotros! Mira qué
nombres tan bonitos: «Galería del Silencio»... «Jardín de la Meditación»... Y en el parque, ¿has visto?
«Sauce de los enamorados», con cuerdas colgadas... para los columpios. Dame las gracias ahora mismo,
Fernando.
FERNANDO.—Gracias, Chole... ¡Qué aspecto extraño tiene todo esto!
CHOLE.—¡Encantador!
FERNANDO.—Encantador, pero extraño. Seguramente uno de esos paradores de turismo para ingleses
y enamorados.
387
CHOLE.—Lo que nos hacía falta. ¡Ay, qué vacaciones, Fernando! ¿Ves? Siempre debías dejarme conducir
a mí. Te vuelves de espaldas a los mapas, te metes por las carreteras por donde no va nadie, cierras los
ojos en los cruces apretando el acelerador... y siempre sales a algún sitio inesperado y maravilloso. La
primera vez que me dejaste el volante descubrimos así unas ruinas góticas, ¿te acuerdas? La segunda...
FERNANDO.—La segunda nos fuimos contra un castaño de Indias.
CHOLE.—Pero no se destrozó más que el coche. ¿Y aquella cabaña de pescadores donde nos recogieron?
¿Y aquella herida, tan bonita, que te hiciste en el hombro?
¡Qué bien te sentaba aquel gesto triste, Fernando! No te lo había visto nunca. ¿Dónde fue?
FERNANDO.—En una costa: el Cantábrico..., el Báltico... Ya no me acuerdo.
CHOLE.—Yo tampoco; pero era un mar auténtico; sin bañistas, sin casino. ¡Con unos hombres rubios y
grandes, que cantaban a coro! Y ahora, ¿qué me dices ahora? ¿He sido un buen timonel?
FERNANDO.—; Magnífico!
CHOLE.—Me dijiste: tenemos una semana de vacaciones en el periódico; vámonos a guarecer nuestro
amor en cualquier rincón tranquilo y feliz... Aquí lo tienes.
FERNANDO.—Decididamente, ¿nos quedamos aquí?
CHOLE.—¿Dónde mejor? Además, no podríamos seguir aunque quisiéramos. ¡Si todo ha sido providencial
en este viaje! Tomé esta carretera porque no figura en la guía; justo al llegar se nos acabó la gasolina. Y
en cuanto nos apeamos saltó una alondra a la derecha. ¡Buen augurio!
FERNANDO.—Así sea. Pero ¿es qué no hay nadie en este hotel? (Llamando a gritos hacia un lado.)
¡Ohoh! (Pausa.)
CHOLE (Hacia el otro).—¡Ohoh! (Pausa.)
FERNANDO.—Nadie.
CHOLE.—Mejor. ¡La montaña y nosotros! ¿Qué más nos hace falta? (Solemne.) En nombre de España,
tomamos posesión de esta isla desierta. ¡Hurra, capitán!
FERNANDO.—¡Hurra timonel!
CHOLE (Abriendo los brazos).—¿Cómo llamaremos a este rincón feliz?
FERNANDO.—¿Cómo se llaman todos los rincones de la tierra donde estemos tú y yo?
CHOLE.—¡El paraíso!
FERNANDO.—El paraíso... (Se besan riendo, dichosos de amor y juventud. Entra la Dama Triste. Los
contempla con una ternura llena de lástima. Fernando se aparta al verla.) ¡La serpiente!
388
DAMA.—Pobres... ¿Ustedes también?
FERNANDO.—Señora...
DAMA.—¡Qué pena! Tan jóvenes, con toda una vida por delante y queriéndose así... Novios, ¿verdad?...
¡Qué pena, Señor, qué pena!... (Cruza la escena y sale).
FERNANDO.—¿Por qué le dará pena a esa señora que seamos tan jóvenes?
CHOLE.—No lo habrá sido nunca. ¿Has visto qué aire melancólico?
FERNANDO.—Enferma del hígado, seguro. Lo siento por ti, Chole: me habías prometido llevarme al
paraíso, pero creo que me has metido en un balneario.
CHOLE (Que se ha quedado mirando los cuadros, extrañada).—Pues tampoco es un balneario.
FERNANDO.—¿ No ?
CHOLE.—Mira...
FERNANDO (Leyendo las inscripciones de los cuadros que ella señala).—«Sócrates. Siglo quinto de
Grecia. Cicuta»... «Séneca. Siglo primero de Roma. Sangría»...
CHOLE.—«Larra. Siglo romántico de España. Pistola»...
FERNANDO (Comenzando a inquietarse.)—Huy, huy, huy...
CHOLE.—¿Y aquí? Sobre el arco: (Lee.) «Ven, Muerte, tan escondida —que no te sienta venir porque el
placer de morir— no me vuelva a dar la vida». Santa Teresa. (Pausa. Se miran desconcertados.)
FERNANDO.—¡A que nos hemos metido en un convento!
CHOLE.—¡Un convento! No digas... El claustro de mirtos, con un surtidor, las filas de hábitos blancos
por las galerías, los maitines... ¡Sería magnífico!
FERNANDO.—Para el turismo. Pero no me parece lo más indicado para dos novios en vacaciones.
CHOLE.—Dos novios, dos novios... Dicho así, parecemos dos novios como los demás. ¡Y no! (Con fuego.)
¡Los novios! ¡Los únicos! ¿Quién se ha querido en el mundo antes que nosotros?
FERNANDO.—¡Nadie!
CHOLE.—¿Quién se atreverá a quererse después? FERNANDO.—¡Nadie!
CHOLE (Abriendo nuevamente los brazos).—¡Capitán!
FERNANDO.—¡Timonel!
389
(Rompiendo el abrazo, pasa Hans por el arco del jardín. Va tocando una campanilla. Se asoma a escena y
grita.)
HANS.—Sala de la cicuta... ¡libre!
(Sigue con su campanilla. Pausa. Chole y femando se miran inmóviles.)
CHOLE (Aterrada).—¿Ha dicho sala de la cicuta?
FERNANDO.—Huy, huy, huy... (Toma un libro sobre la mesa del Doctor.) ¡Demonio!
CHOLE.—¿Qué?
FERNANDO.—¡Este libro!... «El suicidio considerado como una de las Bellas Artes». (Suelta el libro.) Me
parece, Chole, que no te vuelvo a dejar el volante.
CHOLE (Disponiéndose a huir).—¿Dónde pusiste el maletín?
FERNANDO.—¡Eh, alto! ¡Huir, no! Somos periodistas. Chole. Cuando un periodista se tropieza con algo
sensacional, no retrocede aunque lo que tenga delante sea un rinoceronte. Antes morir. Deja ese
maletín.
(Entra el Doctor. Va hacia su mesa. Se detiene al verlos.)
FERNANDO, CHOLE Y EL DOCTOR
DOCTOR.—¿Les atienden a ustedes?
CHOLE.—No, gracias. Sólo entramos a dar un vistazo. Muy interesante, muy interesante... Fernando...
FERNANDO.—¡Chole!... Calma. (Ella se rehace. Deja el maletín. Avanza heroicamente.) Desconocido
señor, permítame que me presente, Fernando Zara, periodista; especializado en reportajes
sensacionales.
DOCTOR.—Mucho gusto.
390
FERNANDO.—Gracias. Chole, mi compañera, mi novia, mi ninfa Egeria y mi estrella polar. La pareja más
feliz de la tierra.
DOCTOR.—Enhorabuena. Doctor Roda, director de la Casa. Pero... si son ustedes una pareja feliz, ¿qué
diablos vienen a hacer aquí? ¿Han llegado ustedes voluntariamente?
CHOLE.—Hemos llegado fatalmente. Conducía yo.
DOCTOR.—¿Y saben ustedes dónde están?
FERNANDO.—Todavía no, pero lo sabremos en seguida. Es nuestra profesión.
DOCTOR.—Será si yo no me opongo.
FERNANDO.—Inútil oponerse. Somos periodistas: si nos echa usted por la puerta, volveremos por la
ventana. Disfrazados de jardineros, de inspectores de teléfonos, de vendedores de frutas, nos tendría
usted aquí irremediablemente. No hay nada que hacer, doctor.
CHOLE (Avanzando hacia él).—Nosotros no retrocedemos aunque tengamos delante un rinoceronte...
¡Oh, perdón!...
FERNANDO.—¿Su respuesta?
DOCTOR (Los mira entre severo y sonriente).—¿Me perdonarían ustedes si les advierto que como todos
los seres felices... y como todos los periodistas, son ustedes un poco impertinentes?
FERNANDO.—Perdonado. Pero compréndanos, doctor: el sensacionalismo es de cultivo muy difícil. El
mundo produce cada vez menos cosas interesantes, y el público, en cambio, tiene cada vez más hambre
de ellas. Usted no puede imaginarse nuestra angustia de exploradores en busca de lo extraordinario;
nuestro gozo profesional cuando tropezamos con una banda de secuestradores, con un adulterio
bonito...
CHOLE.—¡Ah, la tiranía del público! Y luego la tiranía del director. Todo le parece poco. Para el mes que
viene nos ha encargado un naufragio, un evadido de la Guayana, un parto quíntuple y una aurora boreal.
No es trabajo fácil, no.
FERNANDO.—No sabe usted lo que es recorrer un mundo de temas agotados para encontrar esa veta
sensacional que el público espera siempre. «La serpiente de mar», que llamamos en los periódicos.
DOCTOR.—¿Y creen ustedes haber encontrado aquí su «serpiente de mar»?
FERNANDO.—Le hemos visto la cola.
CHOLE.—No nos cierre las puertas. ¡Ayúdenos, doctor!
DOCTOR (Con una sonrisa de simpatía).—Está bien, veamos. ¿Son ustedes, en efecto, una pareja feliz?
FERNANDO (Posando la mano sobre el hombro de ella).—¡Cómo no ha habido otra!
391
DOCTOR.—¿ Enfermedad ?
CHOLE.—Ninguna.
DOCTOR.—¿Problemas espirituales?
FERNANDO.—No existen.
DOCTOR.—¿Amor?
CHOLE.—¡Torrencial!
DOCTOR.—¿ Dificultades materiales ?
FERNANDO.—¿Nosotros? A nosotros nos deja usted esta noche en una selva del centro de África, y
mañana por la mañana tomamos café con leche.
DOCTOR.—Es envidiable. En ese caso, yo puedo facilitarles su trabajo. Pero ustedes, en cambio, pueden
prestarme a mí un gran servicio.
LOS DOS.—A sus órdenes.
DOCTOR.—Para la buena marcha de esta casa necesitaba yo encontrar los dos extremos opuestos de la
fortuna: una vida en derrota, sin amores, sin pasado y sin porvenir. Y una vida en plenitud, audaz,
enamorada, llena de esperanzas y de horizontes. Lo primero, lo he encontrado hace un momento.
¿Quieren ustedes ser aquí la vida feliz?
CHOLE.—A sus órdenes, doctor; estamos de vacaciones.
DOCTOR.—Pues siendo así, como colaboradores y amigos, escuchen ustedes.
(Se sientan)
.
FERNANDO.—¡ Chole!
(Chole prepara lápiz y cuaderno.)
DOCTOR.—No; prométanme que no escribirán una sola línea hasta que no conozcan a fondo la
institución.
(Chole guarda lápiz y cuaderno.)
392
DOCTOR.—¿Conocieron ustedes al doctor Ariel?
FERNANDO.—El doctor Ariel..., sí...
CHOLE.—Sí, sí..., el doctor Ariel.
DOCTOR.—Bien; no le conocieron ustedes. El doctor Ariel fue mi maestro. Su familia, desde varias
generaciones, era víctima de una extraña fatalidad: su padre, su abuelo, su bisabuelo, todos morían
suicidándose en la plenitud de la vida, cuando empezaban a perder la juventud. El doctor Ariel vivió
torturado por esta idea. Todos sus estudios los dedicó a la biología y la psicología del suicida,
penetrando hasta lo más hondo en este sector desconcertante del alma. Cuando creyó que su hora fatal
se acercaba, se retiró a estas montañas. Aquí cambió sus amigos, sus alimentos y sus libros. Aquí leía a
los poetas, se bañaba en las cascadas frías, paseaba sus dos leguas a pie durante el día y escuchaba a
Beethoven por las noches. Y aquí murió, vencedor de su destino, de una muerte noble y serena, a los
setenta años de felicidad.
CHOLE (Entusiasmada).—¡Pero muy bonito!
FERNANDO.—Muy periodístico. Este prólogo queda formidable para señoras.
DOCTOR.—El doctor dejó escrito un libro maravilloso.
(Lo toma de la mesa.)
FERNANDO.—Sí. «El suicidio considerado como una de las Bellas Artes».
DOCTOR.—¡Ah!, ¿lo conocía usted?
FERNANDO.—No hace mucho; pero lo conocía.
DOCTOR.—Este libro está lleno de ciencia; pero también de comprensión humana y de ternura. Vea la
dedicatoria: «A mis pobres amigos los suicidas». (Fernando toma el libro, que hojea de vez en cuando,
interesado en sus mapas y estadísticas.) A estos pobres amigos dejó también el doctor Ariel toda su
fortuna. Con ella se fundó el Hogar del Suicida, cuya dirección me confió el maestro... y donde tienen
ustedes su casa.
FERNANDO.—Gracias.
CHOLE.—Hasta aquí, todo va bien. Pero si el doctor Ariel murió feliz al fin, ¿por qué la fundación de
esta Casa?
393
DOCTOR.—Ahí empieza el secreto. El doctor Ariel no se limitó a hacer una extravagancia. Fundó,
sagazmente, un Sanatorio de Almas. Aparentemente, esta casa no es más que el Club del perfecto
suicida. Todo en ella está previsto para una muerte voluntaria, estética y confortable; los mejores
venenos, los baños con rosas y música... Tenemos un lago de leyenda, celdas individuales y colectivas,
festines Borgia y tañederos de arpa. Y el más bello paisaje del mundo. La primera reacción del
desesperado, al entrar aquí, es el aplazamiento. Su sentido heroico de la muerte se ve defraudado.
¡Todo se le presenta aquí tan natural! Es el efecto moral de una ducha fría. Esa noche algunos aceptan
alimentos, otros llegan a dormir, e invariablemente todos rompen a llorar. Es la primera etapa. CHOLE
(Echando mano a su lápiz).—Magnífico. Segunda etapa.
(Fernando la detiene con un gesto.)
DOCTOR.—Etapa de la meditación. El enfermo pasa largas horas en silencio y soledad. Luego, pide
libros. Después busca compañía. Va interesándose por los casos de sus compañeros. Llega a sentir una
piadosa ternura por el dolor hermano. Y acaba por salir al campo. El aire libre y el paisaje empiezan a
operar en él. Un día se sorprende a sí mismo acariciando a una rosa...
FERNANDO.—Y empieza la tercera etapa.
DOCTOR.—La última. El alma se tonifica al compás de los músculos. El pasado va perdiendo sombras y
fuerza; cien pequeños caminos se van abriendo hacia el porvenir, se van ensanchando, floreciendo... Un
día ve las manzanas nuevas estallar en el árbol, al labrador que canta sudando al sol, dos novios que se
besan mordiéndose la risa... ¡Y un ansia caliente de vivir se le abraza a las entrañas como un grito! Ese
día el enfermo abandona la casa, y en cuanto traspasa el jardín, echa a correr sin volver la cabeza. ¡Está
salvado!
CHOLE.—Precioso. Parece una balada escocesa.
FERNANDO.—No está mal. Periodísticamente era más interesante que se matasen. Pero dígame: ese
sistema ¿no está excesivamente confiado en la buena disposición del cliente? ¿No han tropezado
ustedes nunca con el suicida auténtico, con el desesperado irremediable?
DOCTOR.—Aquí sólo llegan los vacilantes. Desdichadamente, el desesperado profundo se mata en
cualquier parte, sin el menor respeto a la técnica ni al doctor Ariel. (Levantándose.) ¿Puedo contar con
ustedes?
CHOLE.—Desde ahora mismo.
DOCTOR.—Voy a encargar que dispongan sus habitaciones.
FERNANDO.—Gracias. ¿Nos permite, entre tanto, hacer alguna interviú a sus pacientes?
394
DOCTOR.—Bien, pero con tiento. Generalmente son desconfiados y no abren fácilmente su corazón a un
extraño.
CHOLE.—Aquel joven que se acerca, ¿es un enfermo?
DOCTOR.—Ah, sí: un muchacho romántico. Le llamamos aquí el Amante Imaginario. Vean su ficha... Ha
llegado anoche...
FERNANDO.—Entonces, etapa de la ducha fría.
DOCTOR.—Exactamente. No le lleven demasiado la contraria. Y sobre todo, naturalidad. (Sale.)
CHOLE.—Naturalidad, Fernando.
(Entra, siempre ensimismado, el Amante Imaginario. Se acerca al verlos, con un rayo de esperanza.)
CHOLE, FERNANDO Y EL AMANTE
AMANTE.—Perdón... ¿Compañeros?
CHOLE.—Funcionarios...
AMANTE.—Ah, funcionarios... (Va a seguir, desilusionado.)
FERNANDO.—Quédese un momento. ¿Por qué no se sienta? Tiene usted un aspecto muy fatigado.
CHOLE.—¿Quiere usted tomar alguna cosa?
AMANTE.—Gracias. Quiero terminar cuanto antes. (Señalando, solemne, la Galería del Silencio.) Hoy
mismo traspasaré esa última puerta.
FERNANDO.—¿Ha elegido usted ya su procedimiento?
CHOLE.—No se decida sin consultarnos: tenemos los mejores venenos, un lago de leyenda, celdas
individuales y...
AMANTE (Brusco).—¡Ah, ustedes también! ¡Cállense! Todo es frío aquí..., odiosamente frío. Yo esperaba
encontrar un corazón amigo.
CHOLE.—Cuente usted con ese corazón. Hemos visto su ficha. «Desengaño de amor». Nos gustaría
tanto conocer su historia.
395
AMANTE (Con ganas de contarla).—¿De veras? ¿La oirían ustedes? No sé si valdría la pena...
CHOLE.—¿Cómo no? ¿Quiere usted contárnosla?
AMANTE.—Gracias... (Pausa.) Yo era un empleado en una casa de banca. Hacía números por el día y
versos por la noche. Siempre había soñado aventuras y viajes, pero nunca había realizado ninguno. Una
noche fui a la Opera. Cantaba Cora Yako el papel de Margarita. ¡Una mujer espléndida!
FERNANDO.—La conozco. Ha dado mucho que hacer al huecograbado.
AMANTE.—Cora Yako cantó toda la noche para mí. No era ilusión, no; sus ojos se clavaban en los míos,
en lo más alto de la galería. ¡Cantaba y lloraba y moría para mí solo! Aquella noche no pude dormir. Al día
siguiente equivoqué todas las operaciones en el banco. Y volví al teatro, temblando, dos horas antes de
empezar.
CHOLE.—¿Repetían el «Fausto»?
AMANTE.—No, era «Madame Butterfly». Pero el fenómeno volvió a repetirse. La noche anterior eran
dos ojos azules y unas trenzas rubias; ahora eran dos ojos de almendra negra y un kimono de estrellas.
Pero el mismo brazo de luz entre los dos... En el banco, todo el dinero pasaba por mis manos. Cogí una
cantidad, mi sueldo de dos meses. Y le envié un ramo de orquídeas y una tarjeta. Después... (Vacila. Se
calla.)
CHOLE.—Después, ¿qué?... Diga.
AMANTE.—Después... Después ¡fue la felicidad!... Los barcos y los grandes hoteles. Viena, El Cairo,
Shanghai. Nos besábamos un día en el desierto, entre los sicómoros, y al día siguiente en un jardín de
lotos. ¡Yo, miserable empleado de una banca española, he abrazado en todos los idiomas a Margarita y a
Madame Butterfly, a Brunilda, a Scherezada!...
FERNANDO.—Enhorabuena. ¿Y qué más?
AMANTE (Seco).—Nada más.
CHOLE.—¿Nada más? ¿Entonces?
AMANTE.—¿Qué? ¿Por qué me miran así? ¿No me creen? ¡Les juro que es verdad! Yo he sido el gran
amor de Cora Yako. ¡Es verdad, es verdad!
FERNANDO (Cambia una mirada con Chole).—No es verdad.
AMANTE.—¡Les juro que sí! ¿Por qué no había de serlo? ¿Qué tengo yo para que no me quiera una
mujer?
FERNANDO.—No es por usted. Seguramente es un gran muchacho. Pero ha contado su historia de un
modo tan extraño...
CHOLE.—¿Por qué ha mentido usted? Háblenos sin miedo, como a dos amigos.
396
AMANTE (Vencido por el tono cordial de Chole).—Tiene usted razón. Para qué mentir, si nadie me
cree... Y sin embargo sólo he mentido a medias. Es verdad que he destrozado mi juventud sobre el
pupitre de una casa de banca. Es verdad que Cora Yako me miraba cantando. Y es verdad que robé por
ella. Pero el amor y los viajes... sólo los he soñado. Al día siguiente, cuando volví al teatro con mi corbata
nueva, el vestíbulo estaba lleno de baúles y decorados sucios. Mi ramo estaba tirado en un rincón, y la
tarjeta sin abrir. De mi sueño sólo quedaba la pobre verdad de mi desfalco, y un ramo de orquídeas
pisadas... Pero eso no debe saberlo nadie. Déjenme contar esta historia a todo el mundo. Necesito que la
crean todos. Necesito creerla yo también... y después morir feliz. (Volviéndose rápido.) El doctor viene.
No le digan ustedes nada; él es ya viejo y no puede comprender estas cosas... No le digan ustedes nada.
(Sale de puntillas. Entra el Doctor.)
DOCTOR.—Sus habitaciones están dispuestas. ¿Quieren pasar a verlas?
CHOLE.—Yo voy. Saca tú las maletas del coche, Fernando. Cuando usted quiera, doctor.
(Sale con él, ¡levándose el maletín. Femando, a solas, da unos pasos en la dirección en que saltó el
Amante Imaginario. Se vuelve al ver entrar a la Dama Triste.)
FERNANDO Y LA DAMA TRISTE
FERNANDO.—Señora...
DAMA.—¿Es usted nuevo en la casa?
FERNANDO.—Soy... el nuevo ayudante del doctor.
DAMA.—Me pareció verle aquí hace un momento, besando a una señorita.
FERNANDO.—Ah, sí... Se había pintado los labios con arsénico, y quería hacer una experiencia.
DAMA.—Qué interesante, ¡morir en un beso! Algo así buscaba yo.
FERNANDO.—¿No ha encontrado todavía su procedimiento?
DAMA.—Son todos demasiado brutales.
FERNANDO.—Sin embargo, siempre pueden encontrarse matices.
DAMA.—He pedido al doctor que probara a envenenar una rosa. Me gustaría morir aspirando un
perfume.
397
FERNANDO.—La felicito: esa tendencia a morir por las nances es del más delicado romanticismo. Pero
no es cosa fácil.
DAMA.—Yo he leído alguna vez que Leonardo da Vinci hizo un experimento de envenenamiento de
árboles.
FERNANDO.—Sí, parece ser que trató de envenenar los frutos de un melocotonero a través de la savia.
Pero aquel verano los melocotones se desarrollaron más sanos que nunca. Yo, en cambio, de pequeño,
tenía un manzano enfermo en mi huerto. Para reanimarlo se me ocurrió darle en las raíces una inyección
de aceite de hígado de bacalao ¡y se cayó muerto de repente! Los árboles tienen unas reacciones
extrañas.
DAMA.—Lástima...
FERNANDO.—Puede encontrarse otra cosa. ¿Conoce usted el libro del doctor Ariel? ¿No? Ah, es un
manual perfecto. Vea en el apéndice la distribución geográfica de los suicidios. (Extiende la, hoja de un
mapa.) Cada raza tiene sus predilecciones y sus fatalidades. En la zona del naranjo —España, Italia,
Rumania— predomina la muerte por amor. En la zona del nogal —Francia, Inglaterra, Alemania— el
suicidio político y económico. En la zona del abeto —Suecia, Noruega, Dinamarca— la muerte voluntaria
disminuye, al mismo tiempo que aumenta el nivel de los salarios y la democracia. ¡Es la Europa civilizada!
DAMA.—¿Dónde está señalado el suicidio pasional?
FERNANDO.—Aquí: la franja encarnada. Vea, al margen, la gráfica estadística: «índice anual de
suicidios por amor: Inglaterra, 14; Francia, 28; Alemania, 41; Italia, 63; España, 480... Estados Unidos,
2.»
DAMA.—¿Dos solamente?
FERNANDO.—Dos. Eran mejicanos nacionalizados. (Deja el libro.)
DAMA.—Ah, qué bien ha hecho usted en leerme esos datos. Esa estadística me señala el camino de mi
raza. ¡Me gustaría tanto morir por amor! Desgraciadamente, para eso no basta una voluntad; hacen falta
dos... ¿Usted me ayudaría?
FERNANDO.—Honradísimo, señora, pero... estoy comprometido ya. Tengo que suicidarme mañana con
una pianista polaca.
DAMA.—Siempre llego tarde.
FERNANDO.—Perdón.
DAMA.—¡Y cuántas veces lo he soñado! ¡Esas parejas japonesas que se lanzan cogidas de las manos y
coronadas de crisantemos, al cráter del Fusi-Yama!
398
FERNANDO.—Una muerte bellísima. Desdichadamente, España es un país arruinado: no nos queda ni un
miserable volcán para estos casos. (Leí Dama. Triste se sienta. Suspira desolada,.) Y ahora, si me hace
usted el honor de una confidencia, ¿por qué quiere morir?
DAMA.—¡Por tantas cosas!
FERNANDO.—¿Puede decirme alguna?
DAMA.—Desilusión absoluta. Este mundo de la materia no es el mío. Odio todo lo grosero: la carne, la
tiranía de los músculos y la sangre. Quisiera haber nacido planta, agua de torrente, ¡alma sola! Tengo
lástima de este pobre cuerpo mío, que no me ha proporcionado nunca más que dolor.
FERNANDO.—¿Y por lástima de su cuerpo ha decidido usted quitárselo de en medio? Me parece
excesivo. Es lo que llaman los alemanes, tirar el agua del baño con el niño dentro.
DAMA.—¿Para qué conservar lo que de nada sirve? Mi carne no existe. Sólo mi alma ha vivido.
FERNANDO.—¿Está usted segura? ¿Me permite una sencilla experiencia? (Saca lápiz y cuaderno.)
Dígame, ¿qué desayuna usted?
DAMA.—¿Y qué importa eso?
FERNANDO.—Se lo ruego; es por su tranquilidad. ¿Qué desayuna usted?
DAMA.—Un vaso de leche. A veces, alguna fruta...
FERNANDO.—¿Almuerzo?
DAMA.—Apenas; ternera, legumbres... guisantes, generalmente.
FERNANDO.—Y más fruta, ¿verdad? ¿Suele cenar?
DAMA.—Lo mismo. ¿Por qué me lo pregunta?
FERNANDO.—Se lo diré en seguida. ¿Qué cosas interesantes recuerda de su vida? ¿Ha viajado usted?
DAMA.—Poco; conozco París, Londres, Florencia.
FERNANDO.—¿Ha cultivado aficiones artísticas?
DAMA.—Toco el piano.
FERNANDO.—¿Ha leído mucho?
DAMA.—Románticos casi siempre. Toda la obra de Víctor Hugo me es familiar.
FERNANDO.—¿Ha tenido amores?
DAMA.—Amor... sólo una vez. Yo era una niña casi: él era teniente de navío. Nos besamos en el puente
del barco, y zarpó rumbo a Filipinas. No le volví a ver.
399
FERNANDO (Que ha ido tomando notas y trazando números rápidamente).—Magnífico. Pues bien,
señora: calculándole sólo media vida; y raciones discretas, resulta: que para hacer tres viajes cortos,
aprender a tocar el piano, leer obras completas de Víctor Hugo y besar a un teniente de navío... ha
necesitado usted tomarse ochocientos decalitros de leche, tres vagones de fruta ocho hectáreas de
guisantes ¡Y diecisiete terneros! El cuerpo, señora, es una realidad insobornable.
DAMA (Horrorizada).—¡No! ¡No es posible!
FERNANDO.—Aritméticamente exacto.
DAMA.—¡Qué vergüenza!
FERNANDO.—Pero no lo lamente demasiado. Al fin y al cabo el cuerpo es de origen tan divino como el
alma; y hay que dar al César lo que es del César. No se ponga triste. Reconcilíese usted consigo misma.
¿Quiere que la acompañe a dar una vuelta por el parque? Hace un sol espléndido.
DAMA.—Gracias... (Acepta su brazo. Se justifica.) Puede usted pensar de mí lo que quiera. No seré un
gran espíritu; seguramente soy una pobre mujer vulgar... ¡Pero le juro que yo no me he comido esos
diecisiete terneros!
(Salen. La escena sola. Suenan de pronto —uno, dos, varios— timbres y campanas de alarma. Sale
corriendo Alicia. Grita llorando.)
ALICIA.—¡Doctor..., doctor!
(Acude el Doctor.)
DOCTOR.—¿Qué ocurre?
ALICIA.—¡Allí (Señala la Galena del Silencio.) DOCTOR.—Pronto... ¡Hans! ¡Deténgalo!...
(Suena dentro un disparo. Callan los timbres. Alicia se tapa la cara con las manos. Entra Hans
forcejeando con Juan, que lucha desesperadamente por desasirse y recobrar su arma.)
JUAN.—¡Déjeme! ¡Suelte!...
DOCTOR.—¿Qué ha sido?
400
HANS.—Nada ya. He conseguido desviarle la pistola a tiempo. Aquí está.
DOCTOR.—Traiga.
JUAN.—¡Suelte! (Se desprende violentamente.)
DOCTOR.—Pronto, Hans, calme a los demás. Que no acuda nadie.
(Sale Hans. Alicia queda al fondo y escucha sin hablar toda la escena. Juan traía ahora de arrebatarle la
pistola al Doctor.)
JUAN.—¡Déjeme! ¡Es mía!
DOCTOR.—¡Quieto!
JUAN.—¡Es mía!
DOCTOR.—¡No! (Lo rechaza.. Juan cae sin fuerzas en una butaca; esconde la cabeza entre los brazos,
sollozando convulsivo. El Doctor se acerca lentamente a su escritorio. Guarda el arma.) ¡Qué iba usted a
hacer!
JUAN.—Morir. Necesito morir. ¡Mañana puede ser tarde!
DOCTOR.—¿Y por qué?
JUAN.—Si no me muero yo, acabaré matando. Lo sé... ¡Y no quiero matar!
DOCTOR.—Vamos, serénese. ¿Por qué había de matar usted a nadie?
JUAN.—Mataré. Ya he sentido la tentación una vez. La siento mordiéndome la sangre ahora mismo. Y es
horrible, porque él es bueno. Porque él me quiere... ¡y no sabe siquiera todo el daño que me hace!
DOCTOR.—¿Quién es él?
JUAN.—Es mi hermano... Todo lo que yo hubiera querido, todo me lo ha quitado él sin saberlo. Primero
me robó el cariño de mi madre. Me robó la inteligencia y la salud que yo hubiera querido tener. Me robó
la única mujer que podía haberme hecho feliz. Él ha conseguido sin esfuerzo, riendo, todo lo que yo he
deseado dolorosamente, en silencio, y trabajando. Ha pasado siempre por encima de mis entrañas sin
darse cuenta... ¡y siempre me ha sonreído! Pero él no tiene la culpa, él es bueno. ¡Es además mi hermano!
Líbreme de esta pesadilla, doctor... No quiero matarlo... ¡no quiero matarlo!
(Entran precipitadamente Chole y Femando.)
401
CHOLE.—¿Ha ocurrido algo, doctor? (Sorprendida de verle.) ¡Juan!
JUAN.—¿Vosotros?
DOCTOR.—¿Se conocían ustedes?... FERNANDO.—Es mi hermano... (Avanza hacia él tendiéndole las
manos.)
Telón
402
ACTO SEGUNDO
En el mismo lugar, tres días después. Luz de tarde. Han desaparecido los cuadros de muerte, y en su
lugar Chole acaba de colgar un solo cuadro nuevo: «La Primavera», de Botticelli. Alicia viste bata blanca
de enfermera, con una cruz azul al brazo.
CHOLE Y ALICIA
CHOLE.—¿Queda bien así?
ALICIA.—Sí, muy bien. Los otros cuadros eran tan tristes...
CHOLE (Disponiendo un cacharro de flores).—¿Y estas flores? ¿Le gustan?
ALICIA.—Mucho. Huelen como si vinieran de lejos. ¿De dónde son?
CHOLE.—Del sur.
ALICIA.—Las nuestras no han florecido aún.
CHOLE.—Ya no tardarán; mañana es el primer día de primavera. Cuando florezcan habrá que ponerlas
también en todas las habitaciones.
ALICIA.—Gracias.
CHOLE.—¿Por qué me da usted las gracias?
ALICIA.—Porque es una idea bonita. Aunque no sea para mí... Los otros cuadros, ¿adonde se han de
llevar?
CHOLE.—Al sótano; con muchísimo respeto, pero al sótano. (Quedan mirándose.) Está usted hoy muy
sonriente, Alicia.
ALICIA.—Estoy contenta.
CHOLE.—¿Por qué?
403
ALICIA.—No sé..., se ha reído usted toda la mañana. No había tenido nunca a nadie que se riera junto a
mí.
CHOLE (Riendo).—Es gracioso. ¡Está usted contenta porque me río yo!
ALICIA.—Hace mucho bien oír reír. Tampoco había tenido nunca una amiga. Y usted me dio la mano
mirándome a los ojos, tan hondo y tan claro... ¿Quiere usted darme la mano otra vez?
CHOLE (Estrechándosela cariñosamente).—¿Amiga siempre?
ALICIA.—¡ Siempre!
CHOLE.—Y no diga usted «gracias». Déjeme decirlo a mí. Usted lo dice siempre, a todo. Se lo diría a un
pájaro que viniera a cantar a su ventana.
ALICIA.—¿Por qué se ríe usted ahora? ¡Se ríe de mí!
CHOLE.—Sí. ¡Es usted tan chiquilla!
ALICIA (La oye feliz. Sonríe también).—Gracias. (Sale. Entra el Doctor.)
CHOLE Y EL DOCTOR
DOCTOR.—Señorita Chole...
CHOLE.—Buenas tardes, doctor. ¿Nota usted algo nuevo aquí?
DOCTOR.—No sé... ¿Esas flores? (Volviéndose.) ¡Los cuadros! Por fin los ha arrancado usted.
CHOLE.—Eran demasiado sombríos. No hacían ningún bien a esta pobre gente.
DOCTOR.—Sin embargo, tenían un prestigio solemne. En fin... (Contempla el cuadro.) «La Primavera» de
Botticelli.
CHOLE.—¿He elegido bien?
DOCTOR.—Sí, es luminoso, tranquilo... Veo que empieza usted a interesarse de veras por mis enfermos.
CHOLE.—Mucho. Nunca había imaginado un espectáculo humano tan desconcertante, tan comedia y
tragedia al mismo tiempo.
DOCTOR.—Es curioso. Y está usted atravesando las mismas etapas que ellos. El primer día entró aquí
como un golpe de viento, ansiosa de encontrar algo original para lanzarlo a la publicidad. Después, ha ido
404
penetrando en las almas, buscando su verdad en el silencio. Está usted en plena etapa de meditación y
de ternura.
CHOLE.—Algunas de estas historias íntimas, me han llegado muy hondo.
DOCTOR.—¿Entonces, aquel reportaje sensacional?
CHOLE.—No lo escribiré ya.
DOCTOR.—Lo hará Fernando.
CHOLE.—Quizá. El es hombre y fuerte. Yo, hoy, no me atrevería a desnudar en público estos pequeños
dolores para satisfacer una curiosidad bien sentada y bien alimentada.
DOCTOR.—Ya apareció la mujer.
CHOLE.—¡Esa chiquilla, siempre sola, que da las gracias a todo lo que es hermoso, como si fuera un
regalo! Ese pobre empleado de banca, que nunca ha salido de su oficina y su casa de huéspedes, y se
sueña héroe de amores y viajes extraordinarios...
DOCTOR.—Además, trabaja usted seriamente. Anoche sé que ha estado encerrada en mi biblioteca
hasta la madrugada.
CHOLE.—Me interesan sus libros, sus estadísticas. He descubierto en ellos cosas que no hubiera
imaginado nunca.
DOCTOR.—¿Cuáles?
CHOLE.—Esa contradicción constante del suicida con la lógica de la vida. ¿Por qué se matan más los
triunfadores que los fracasados? ¿Por qué se matan más los hombres en la juventud que en la vejez?
¿Por qué se matan más los enamorados que los que no han conocido amores?... ¿Y por qué se matan al
amanecer más que, de noche, y en la primavera más que en el invierno?
DOCTOR.—Difícil de explicar para una mujer feliz.
Pero la observación es científicamente exacta.
CHOLE.—Matarse es siempre una negación brutal. Pero matarse en plena juventud, en la hora del amor
y la primavera es un insulto a la naturaleza.
DOCTOR.—Quizá.
CHOLE.—¡Es, además, tan contrario a todos los instintos! Los animales no se suicidan.
DOCTOR.—A veces, también. El alacrán, cuando se siente rodeado de fuego, se clava su aguijón
venenoso.
405
CHOLE.—Pero eso no es buscar la muerte voluntariamente. Es adelantarla un momento, para evitar el
dolor.
DOCTOR.—El dolor... He aquí el motivo supremo. Me parece que, sin darse cuenta, acaba usted de
contestar a sus dudas de antes. ¿No cree usted que el dolor es cien veces más intolerable cuando nos
rodea el amor y el triunfo, cuando la sangre es joven, y todo a nuestro alrededor se viste de rosas?
CHOLE.—No, doctor, no me haga usted dudar. La vida no es solamente un derecho. Es, sobre todo, un
deber.
DOCTOR.—Ojalá piense usted siempre así.
(Pausa. En el umbral del jardín aparece el Padre de la otra Alicia; una noble cabeza blanca agobiada de
dolor. Vacila. Se adelanta al fin, con una voz humilde y roía.}
CHOLE, EL DOCTOR Y EL PADRE DE LA OTRA ALICIA
PADRE.—Perdón... ¿El doctor Roda?... DOCTOR.—A sus órdenes.
PADRE.—Tengo algo que pedirle... Algo muy íntimo, muy difícil... Pero necesario.
CHOLE.—¿ Estorbo ?
DOCTOR.—De ningún modo. La señorita es persona de mi absoluta confianza.
PADRE.—Doctor... DOCTOR.—Diga.
PADRE.—Doctor... ¡Hágame usted morir!
DOCTOR.—¿Yo?
PADRE.—Sí..., comprendo que es una petición extraña. Pero es que usted no sabe... Yo también soy
médico. He pedido esto mismo a otros compañeros: todos me compadecen, pero ninguno ha querido
ayudarme. ¡Usted puede hacerlo! Por compasión, doctor. También yo lo he hecho una vez. ¡Le juro que es
absolutamente necesario!
DOCTOR.—¿Por qué?
PADRE.—Porque es .monstruoso seguir viviendo así. Nunca he tenido grandes motivos para desear la
vida. Pero antes la tenía a ella. Tenía un deber: unos ojos y una voz que me necesitaban.
406
DOCTOR.—¿Quién era ella?
PADRE.—Era mi hija... Estaba paralítica desde la niñez. Tendida siempre en una hamaca. Nada se movía
en su cuerpo; sólo los ojos... y aquella voz de música, que era una vida entera. Yo le leía los poemas de
Tennyson; ella me escuchaba mirándome. Y hablábamos a veces... muy poco, muy bajito, pero bastante
para los dos. Hasta que un día yo empecé a sentirme enfermo. No podía engañarme; era uno de esos
males lentos y seguros, que no perdonan. Entonces sólo sentí el terror de dejarla sola. ¡Pobre carne
quieta! ¿Qué iba a ser su vida sin mí? No pude resignarme a esta idea. Tenía a mi alcance la morfina... Y
la fui durmiendo suavemente..., sin dolor... hasta que no despertó más. ¿Comprenden ustedes? Era mi
hija y mi vida. La he matado yo mismo. ¡Y yo estoy todavía aquí! Estoy sintiendo con espanto que mi mal
se aleja, que acabaré por curarme... Y no tengo fuerzas para acabar conmigo... ¡Cobarde..., cobarde!
(Cae desfallecido en un asiento. Pausa. El Doctor aprieta angustiado las manos de Chole.)
DOCTOR.—Sí, la vida es un deber. Pero es, a veces, un deber bien penoso.
CHOLE (Llama en voz alta).—¡Alicia!
PADRE (Sobresaltado).—¡Alicia! ¿Quién se llama aquí Alicia?
CHOLE.—Es nuestra enfermera.
PADRE.—...También ella se llamaba Alicia.
(Entra Alicia. Trae un libro bajo el brazo. El Padre avanza lento hacia ella, mirándola con una intensa
emoción.)
PADRE.—Es... extraordinario..., cómo se parecen... Los mismos ojos; pero en «ella» más tristes.
Permítame... Las mismas manos. (Amargo, como si fuera una injusticia.) Pero éstas están sanas,
calientes... ¿Y la voz? ¿Quiere usted decir algo, señorita?
ALICIA (Sin saber qué decir, sonriendo).—Gracias...
PADRE.—Ah..., no... La voz, no. Perdone; tiene usted una voz muy agradable. Pero ella..., cuando ella decía
«gracias», todo callaba alrededor. ¿Qué leía usted?... Versos... ¿Conoce los poemas de Tennyson? Si no
le molesta, yo se los leeré en voz alta. ¿Puede ser, doctor?... En el jardín, ¿quiere? Usted tendida en una
hamaca, quieta; yo a su lado... ¿Me permite que la trate de tú?
ALICIA.—Se lo agradezco.
407
PADRE.—No..., míreme, si quiere... Pero hablar, no... No digas nada... Alicia. ¡Alicia! (Sale con ella.)
DOCTOR.—¿Cree usted que podremos salvarle?
CHOLE.—Me parece que está salvado ya. (Pausa. Se oye fuera el grito montañero de Fernando.)
LA VOZ.—¡Ohoh!
CHOLE.—¡Ohoh! Corriendo a él, al verle aparecer.) ¡ Capitán!
FERNANDO.—¡Timonel! Perdón, doctor. (La besa en los labios.)
EL DOCTOR, CHOLE Y FERNANDO
CHOLE.—¡Has estado fuera todo el día!
FERNANDO.—En la montaña, desde el amanecer. El doctor se ha empeñado en hacerme sufrir los
encantos de la Naturaleza.
CHOLE.—Y has salido sin despedirte.
FERNANDO.—Estabas dormida como un tronco... Como un tronco de sándalo.
CHOLE.—¿Te has acordado de mí?
FERNANDO.—Todo el día.
CHOLE.—¿Por qué no me has escrito?
FERNANDO.—Te escribiré a la noche.
CHOLE.—¿Has visto salir el sol?
FERNANDO.—Sí, tiene gracia. ¡Sale con una cara de sueño el pobre! Y en cuanto asoma, hace más frío
que antes.
CHOLE.—¿Y es verdad que hay escarcha... y pastores con zamarra, y rebaños de ovejas?
FERNANDO.—Sí, hay ovejas. Y unos pastores muy brutos, con zamarras, que les tiran piedras a las
ovejas.
CHOLE.—A María Antonieta le gustaba siempre vestirse de pastora.
408
FERNANDO.—Y le cortaron la cabeza. Con permiso, doctor. (Se deja caer deshecho en una. butaca.)
Vengo chorreando salud.
CHOLE.—¿No me has traído nada?
FERNANDO.—Ah, sí; una rosa de los Alpes, blanca. De esas que sólo florecen entre la nieve y sobre los
abismos. La he dejado en tu cuarto.
CHOLE.—¿Por qué has hecho eso? Dicen que se deshojan al bajar al llano. ¡Pobre rosa!... (Sale.)
FERNANDO Y EL DOCTOR. Luego HANS
FERNANDO.—Ah, las mujeres. He podido matarme por alcanzarla, y nada. Pero la rosa se deshoja...
¡Pobre rosa!
DOCTOR.—No parece muy feliz con su día de campo.
FERNANDO.—Decididamente soy un salvaje urbano.
DOCTOR.—Ese aire cargado de manzanillas, ese bosque de abetos, esas crestas de nieve, ¿no le han
dicho nada?
FERNANDO.—Nada. Es lo mismo que le ha ocurrido a ese monte el año anterior y el otro, y hace
cuarenta siglos. Ni un atrevimiento, ni una originalidad. El crepúsculo, la primavera, la caída de las
hojas... ¡Siempre los mismos trucos!
DOCTOR.—A usted la gustaría una naturaleza anárquica, llena de sorpresas.
FERNANDO.—¡Con imaginación! Ah, si no le ayudáramos nosotros... Ella produce todos los alimentos;
pero todos crudos. Y no digamos ya que no se le haya ocurrido inventar el ascensor, la máquina de
escribir, el simple tornillo. ¡Es que ha tenido a su cargo los árboles desde el principio del mundo, y no se
le ha ocurrido ni pensar en el injerto! Ya me gustaría ver a esa pobre Naturaleza ingresar en un
periódico.
DOCTOR.—Y sin embargo, la Naturaleza es más de la mitad del arte.
FERNANDO.—Eso sí; literalmente no tengo nada que reprocharle. El paisaje agreste es el ambiente
natural de las cabras y de los poetas. Pero periodísticamente, no tiene la menor emoción. Sólo el
hombre interesa. (Entra Hans.)
DOCTOR.—¿Alguna novedad, Hans?
HANS.—Ninguna. El profesor de Filosofía se ha tirado al estanque, como todas las mañanas. Y ha vuelto
a salir nadando, como todas las mañanas también. Se está secando.
409
DOCTOR.—¿El empleado de banca?
HANS.—En la alameda de Werther. Le sigue contando la historia de Cora Yako a todo el mundo. Nadie
se la cree, y llora al atardecer.
DOCTOR.—¿Y la señora del pabellón verde?
HANS.—¿La Dama Triste? No sé qué le ocurre; desde hace tres días se niega sistemáticamente a
comer. (Fernando ríe recordando.)
DOCTOR.—Hay que evitar eso a todo trance.
HANS.—Ya lo he intentado. Le he insistido: señora, que esto no puede ser; por la seriedad de la casa...
Un vaso de leche, un trocito de ternera... En cuanto le he dicho eso se ha puesto a llorar como un
caimán. No la entiendo.
FERNANDO.—Yo sí.
HANS.—Parece como si quisiera morirse de hambre. ¡Y decía que buscaba un procedimiento original! No
lo entiendo. (Severo a Fernando.) ¿Se ríe usted? ¡Yo, no!
DOCTOR.—No está de muy buen humor hoy, Hans.
HANS.—Perdóneme el doctor, pero hay cosas que no van a mi carácter. Yo soy un hombre serio. He
venido a una casa seria. A cumplir una función seria. Y desde hace unos días esto no marcha.
FERNANDO.—¿Desde que llegamos nosotros?
HANS.—Exactamente. ¿Por qué se ríe usted? Nadie se había reído nunca aquí. La señorita Chole se ha
estado riendo también toda la mañana. Y todo se contagia: al profesor de Filosofía yo le he sorprendido
anoche silbando el «Danubio Azul». ¿Adonde vamos a parar?
DOCTOR.—Calma, Hans. Todo llegará.
HANS (Sin gran fe).—Esperemos. (Va a salir. Se detiene aterrado.) Oh, doctor... ¡Los cuadros!
DOCTOR.—Ha sido idea de la señorita Chole. Los otros le parecían demasiado sombríos.
HANS.—Pero estaban en su casa. Aquel Séneca desangrándose era de una seriedad alentadora. ¡Aquel
Larra desmelenado y romántico! (Se queda contemplando el Botticelli con un desprecio infinito.) ¡La
Primavera! ¡Qué tendrá que hacer aquí la primavera! No es serio esto. No es serio... (Sale.)
FERNANDO.-—Es un tipo curioso su ayudante.
DOCTOR.—Mutilado de la Gran Guerra.
FERNANDO.—¿ Mutilado ?
410
DOCTOR.—Sí, del alma. La guerra deja marcados a todos; a los que caen y a los que se salvan. Ese
hombre tenía una cervecería en una aldea de Lieja. Era un muchacho alegre, cantaba las viejas
canciones; tenía amigos, hijos y mujer. Durante la guerra sirvió cuatro años en un hospital de sangre.
¡Cuatro años viendo y palpando la muerte a todas horas! Después del armisticio, cuando volvió a su
tierra, sus amigos, su mujer y sus hijos habían desaparecido. Y la cervecería también. Y el sitio de la
cervecería. Hans era un hombre acabado. Ya no servía más que para rondar a la Muerte. Anduvo
buscando trabajo por sanatorios y hospitales, y así vino a dar aquí. Ya no sé si lo tengo como ayudante o
como enfermo.
FERNANDO (Entusiasmado, echando mano a su cuaderno).—¡Pero eso está muy bien! ¿Cómo no me lo
había contado antes?
DOCTOR.—Interés periodístico, ¿verdad? Escriba. Y cuando termine, venga a buscarme a mi despacho.
A usted, hombre feliz, tengo otra historia que contarle. Una historia de dos hermanos... que acaso le
interese más. Escriba, escriba. (Sale. Fernando, a solas, toma sus notas.)
FERNANDO.—«El enamorado de la Muerte... Lieja..., cervecería..., 1914...
(Entra Cora Yako, espléndida mujer, sin edad, espectacular y trivial. Mira curiosa a su alrededor.
Después avanza hacia Fernando.)
FERNANDO.—Señora... (Se pone rápidamente su americana, que ha traído al brazo.)
CORA.—¿Es usted empleado de la casa?
FERNANDO.—Secretario y cronista.
CORA.—Espero que no me habré equivocado. Es aquí la...
FERNANDO.—La fundación del doctor Ariel.
CORA.—Exactamente. ¿De modo que es verdad? ¡Estupendo! Yo tenía miedo de que fuera una broma.
¿Tienen ustedes un sitio libre?
FERNANDO.—Siempre. Aquí no se pregunta a nadie de dónde viene ni a dónde va. Puede usted contar
con el Pabellón Azul. ¿Caso muy urgente?
CORA.—No..., le diré. Desde luego, debo confesarle que yo no traigo el menor propósito de matarme.
FERNANDO.—Ah, ¿no?
CORA.—Soy artista, ¿sabe? He triunfado en cien países; desdichadamente los años van pasando, las
facultades disminuyen... Y cuando disminuyen las facultades no hay más remedio que aumentar la
propaganda. No sé si me comprende.
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FERNANDO.—Creo que sí. Usted necesita un suicidio-propaganda con negritas del doce y fotografías a
tres colores en las revistas. Y desde luego, sin peligro.
CORA.—Exacto, exacto. Es usted muy inteligente.
FERNANDO.—Psé, me defiendo.
CORA.—Me parece que nos vamos a entender perfectamente. En cuanto al precio, no me importa.
FERNANDO.—Ni a mí; ya le haremos una cosa que esté bien. ¿Me permite tomar unos datos para abrir
la ficha? (Toma, una del fichero y anota,.) Profesión: artista.
CORA.—Cantante de ópera.
FERNANDO.—Cantante. ¿Española?
CORA.—Internacional; nací en un barco.
FERNANDO.—Edad... ¿Le parece bien veinticuatro años?
CORA.—Gracias.
FERNANDO.—Veinticuatro. ¿Su nombre?
CORA.—Cora Yako.
FERNANDO.—Cora Yako. (Recordando de pronto.) ¡Cora Yako!... Pero... ¿es usted Cora Yako en persona?
¡Oh, déjeme estrechar esas manos!
CORA.—¿Me ha oído usted cantar?
FERNANDO.—¡Nunca! Pero es lo mismo. ¡Qué gran idea la suya de venir aquí!
CORA.—¿Qué quiere? Es de lo poco que me faltaba por intentar. He tenido en mi carrera duelos,
escándalos, un naufragio...
FERNANDO.—Ha estado usted casada con un raja indio. Se divorciaron en California.
CORA.—Ah, ¿lo sabía usted?
FERNANDO.—Soy periodista. Los periodistas nos enteramos de todo por los periódicos.
(Contemplándola encantado.) ¡Cora Yako! ¿Me perdona que la deje sola un momento? Hay alguien en la
casa que tendrá el mayor gusto en atenderla. Voy por él. ¡Cora Yako, Cora Yako! (Sale.)
CORA (Mirándole ir).—Simpático muchacho. (Curiosea en torno con la mirada. Se fija en el Amante
Imaginario, que llega por el extremo opuesto como una sombra romántica sin rumbo. Viene deshojando
una margarita. Se sienta. Suspira.)
412
CORA YAKO Y EL AMANTE
CORA.—Perdón... ¿Es usted empleado de la casa? (Él la mira vagamente. Niega con la cabeza.) Ah,
entonces es un... un... (Él afirma del mismo modo.) ¡Qué interesante! Da escalofríos... ¿Y por qué?
AMANTE.—¡Amor! He amado mucho; he sido todo lo feliz que puede ser un hombre. ¿Para qué vivir
más? Yo he tenido en mis brazos a Margarita, a Brunilda, a Scherazada...
CORA (Le mira con inquietud).—Ya...
AMANTE.—¿Por qué me mira así? Cree que estoy loco, ¿verdad? Como todos. Ah, no es fácil
comprenderme. ¡Tendría usted que haberla conocido a ella! Yo la vi por primera vez en el «Fausto».
CORA.—¿Era cantante?
AMANTE.—¡Era una voz de plata enredada a un alma! Yo era un muchacho pobre, pero tenía juventud,
hacía versos... Cora no necesitaba más.
CORA.—¿Se llamaba Cora?
AMANTE.—Cora Yako.
CORA.—Ah, Cora Yako... ¡Qué interesante!
AMANTE.—Yo estaba en lo más alto de la galería; pero toda la noche cantó para mí.
CORA.—¿Para usted sólo?
AMANTE.—Me lo decían sus ojos, que no me dejaban un momento. Volví al día siguiente. Le envié un
ramo de orquídeas. Aquellas flores costaban más de lo que yo ganaba para comer. Pero no podía
negárselas... Robé el dinero.
CORA (Interesada).—¿Robó usted?
AMANTE.—¿Qué no hubiera hecho por ella?
CORA.—¿Tanto llegó a quererla en una noche?
AMANTE.—A veces cabe toda la vida en una hora.
CORA.—¿Y ella?
AMANTE.—Ella comprendió. Besó las flores despacio, despacio, mirándome... Y así empezó el amor. Una
semana en Viena... El Danubio, el barco... Salimos para El Cairo.
413
CORA.—El Cairo..., ya recuerdo. ¿Es aquel pueblo grande, tan sucio, que tiene el hotel frente al
teatro?...
AMANTE.—No recuerdo el hotel.
CORA.—Sí. Y que riegan las calles con un odre.
AMANTE.—No sé. Yo sólo recuerdo una tarde en camello por la arena roja, las orillas del Nilo, los
tambores del desierto... ¡Y luego, las pirámides!
CORA.—Ah, ¿pero hay unas pirámides por allí cerca?
AMANTE.—¿No conoce usted Egipto?
CORA.—Sí, he estado tres veces; pero en el teatro, en el casino.
AMANTE.—Cora buscaba conmigo el paisaje; el gesto y la canción de las razas. Una noche, en Atenas...
CORA.—¡Atenas! También recuerdo yo Atenas. Es viniendo de Montevideo, ¿no?
AMANTE.—A veces, sí.
CORA.—Sí, un pueblo de terrazas frente al mar..., con unos hoteles sin baño, unas comidas muy
picantes... (Encontrando al fin la metáfora exacta.) ¡Había un empresario rubio que hablaba español!
AMANTE.—Es posible. Lo que yo recuerdo es aquella noche en el Partenón. Cora quería cantar la
«Thais» de Massenet, desnuda sobre las gradas de Fidias... Y luego, la India: los dioses de la jungla, con
siete brazos, como candelabros. El Japón de los dragones y los samurais... ¿Conoce usted Oriente?
CORA.—No sé..., he estado allá; pero creo que no me he enterado bien. Dígame... ¿Usted ha estado de
verdad? ¿De verdad, de verdad?
(Según las posibilidades del diálogo, ha ido acercándose a él, atraída por una curiosidad entre divertida
y sentimental, hasta terminar juntos.)
AMANTE.—¿Por qué me lo pregunta?
CORA.—Porque ahora me doy cuenta de que yo no he visto nada. Me gustaría que volviéramos juntos.
También yo sé cantar... y vestirme la túnica de Brunilda, de Scherazada...
AMANTE (con una emoción violenta, casi de miedo, cogiéndole las manos.)—¿Por qué me mira así? Esos
ojos... esos..., esos ojos... ¿Quién es usted?
CORA (tranquila).—Cora Yako.
414
AMANTE.—¡No! ¡No es posible!
CORA.—No apriete tanto. Tiene usted que contarme despacio todos esos viajes que hemos hecho
juntos. Estoy en el Pabellón Azul. Tendré un placer verdadero en recibir allí sus flores..., aunque no sean
orquídeas.
AMANTE.—¡Cora!... ¡Cora!... (Sale detrás de ella, deslumbrado, atragantada la voz.)
(Entra Juan, sin camino. Se hunde en un sillón. Silencio. Vuelve Chole. Su mirada resbala sobre Juan
como si encontrara la escena desierta.)
CHOLE Y JUAN
CHOLE.—No está aquí. ¿Has visto a Fernando?
JUAN (Con un vago acento de reproche).—Buenas tardes, Chole.
CHOLE.—Buenas tardes... ¿Le has visto?
JUAN (Áspero).—No creo que se vaya a perder.
CHOLE (Sorprendida).—¿Por qué me hablas con ese tono? Te pregunto por tu hermano y me contestas
como si te hubiera hecho daño.
JUAN.—Era yo el que estaba aquí.
CHOLE.—Ya. Pero yo le buscaba a él.
JUAN.—Sí, ya sé; a él, siempre a él. Vas hacia él con los ojos cerrados, como si nadie más existiese a tu
alrededor. Y si al pasar me tropiezas y me apartas sin mirarme, y yo te digo «buenas tardes, Chole»,
todavía soy yo el áspero, la ortiga. ¡Eres de un egoísmo admirable!
CHOLE.—Perdona...
JUAN.—De nada. Ya estoy acostumbrado. (Va a salir. Chole le detiene, imperativa.)
CHOLE.—¡Juan!... No acabaré de entenderte nunca. Nos hemos criado casi como hermanos, te quiero
como algo mío, y nunca he conseguido saber qué llevas dentro. ¿Qué guardas ahí contigo, que te está
royendo siempre?
415
JUAN.—Nada.
CHOLE.—¿Por qué te escondes de tu hermano? Desde que estamos aquí no ha conseguido verte ni una
vez. Si te hablo de él...
JUAN.—¡Basta, Chole! Háblame de ti o del mundo... o calla. ¡Deja ya a Fernando!
CHOLE.—Es tu hermano.
JUAN.—¿Y para qué lo ha sido? ¡Para que se viera más mi miseria a su lado! El nació sano y fuerte; yo
nací enfermo. Él era el orgullo de la casa; yo, el torpe y el inútil, el eterno segundón. Él no estudiaba
nunca. ¿Para qué? Tenía gracia y talento; yo, tenía que matarme encima de los libros para conseguir
dolorosamente la mitad de lo que él conseguía sin trabajo. Yo le copiaba los mapas y los problemas
mientras él jugaba en los jardines, ¡y sus notas eran siempre mejores que las mías!
CHOLE.—Pero eso no significa nada, Juan. Fernando no puede ser culpable de lo que no está en su
voluntad.
JUAN.—Sí, mientras era la infancia y estas pequeñas cosas, nada significaba. Pero es que esta angustia
ha ido creciendo conmigo hasta envenenarme toda la vida. Tú sabes cómo he querido yo a mi madre: la
he adorado de rodillas; he pasado mis años de niño contemplándola en silencio como una cosa sagrada.
Pero ella no podía quererme a mí del mismo modo. Estaba Fernando entre los dos, y donde él estaba
todo era para él... Cuando se puso grave y los médicos pidieron una transfusión de sangre, yo fui el
primero en ofrecer la mía. Pero los médicos la rechazaron. No servía... ¡No he servido nunca!
CHOLE.—Pero Juan...
JUAN.—¡La de Fernando sí sirvió! ¿Por qué? ¿No éramos hermanos? ¡Por qué había de tener él una
sangre mejor que la mía!... Y después... yo la velé semanas y semanas. Él seguía jugando feliz en los
jardines. No llegó hasta el último momento. ¡Y sin embargo..., mi madre murió vuelta hacia él!
CHOLE.—No recuerdes ahora esas cosas. No eres justo.
JUAN.—¿Yo? ¡Yo soy el que no es justo! ¡La vida sí lo ha sido!, ¿verdad? Y Fernando también. ¡Y tú!
CHOLE.—¿Yo?
JUAN.—¡Tú!... Pero, ¿es que no lo has visto? ¿Es que no sabes que, después de mi madre, no ha existido
en mi vida otra mujer que tú?
CHOLE.—¡Juan!
JUAN.—¿Es que no sabes que has sido para mí tan ciega como todos? ¿Que te he querido lo mismo que
a ella, que te he contemplado de rodillas lo mismo que a ella... y que tampoco he sabido decírtelo?
CHOLE.—¡Oh, calla!...
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JUAN.—Si te gustaba los tulipanes y un día encontrabas un ramo sobre tu mesa, sólo se te ocurría
pensar; ¡cómo me quiere Fernando! Y era yo el que los había cortado. Si te vencía el sueño en medio del
trabajo y al día siguiente lo encontrabas hecho, sólo se te ocurría pensar: ¡pobre Fernando! Y Fernando
había dormido toda la noche. Ese Fernando se me ha atravesado siempre en el camino. El no tiene la
culpa, ya lo sé. ¡Ah, si la tuviera! Si la tuviera, este drama mío podría resolverse...
CHOLE.—¿Qué estás diciendo? ¡Juan!
JUAN.—Pero no la tiene; pero lo más amargo es que él es bueno. ¡Es odiosamente bueno! Y por eso yo
tengo que morderme las lágrimas, y ver cómo él es feliz robándome todo lo mío; mientras que yo, ¡el
despojado!, sigo siendo para todos el egoísta, el miserable y el mal hermano.
CHOLE (Con un grito desesperado).—¡Calla! ¡Por el recuerdo de tu madre, Juan!...
JUAN.—¡No callo más! Ya he callado toda la vida. Ahora quiero que me conozcas entero. Que sepas todo
lo desesperadamente que te quiero, todo lo que has sido para mí..., ¡todo lo que estás ayudando a
desgarrarme, sin saberlo, cuando ríes con él, cuando le besas a él!
CHOLE (Suplicante).—¡Por lo que más quieras! ¿No ves que es odioso lo que estás diciendo? ¿Que te
estás destrozando a ti mismo, y estás haciendo imposible nuestra felicidad?
JUAN (Amargo).—Vuestra felicidad... ¡Cómo la defiendes! Pero, óyeme un consejo, Chole: si eres feliz,
escóndete. No se puede andar cargado de joyas por un barrio de mendigos. ¡No se puede pasear una
felicidad como la vuestra por un mundo de desgraciados! (Pausa. Chole, derrumbada por dentro, llora en
silencio. Juan, aliviado por su confesión, acude a su tristeza.) Perdóname, Chole. Es muy amargo todo
esto; pero te juro que no soy malo. Yo también quiero a Fernando. ¡Si no fuera tan feliz!
CHOLE.—Si Fernando no fuera feliz... ¿qué?
JUAN.—Si un día le viera desgraciado acudiría a él con toda el alma. ¡Entonces sí que seríamos
hermanos!... Chole, te he hecho sufrir, pero tenía que decírtelo. Se me estaba pudriendo aquí dentro. Él
no lo sabrá nunca... Perdóname.
CHOLE.—Perdónanos tú, Juan. Perdónanos a los dos... Pero, déjame.
JUAN.—Adiós, Chole... (Sale Juan. Ha ido oscureciendo, y la escena está ahora en penumbra. Brilla
fuera el lago iluminado. Chole se debate en una lucha interior de silencios crueles.)
CHOLE.—Imposible, imposible... «Si un día Fernando fuera desgraciado, entonces sí que seríamos
hermanos...» Volveréis a serlo, pobre Juan. Yo estaba en medio de vosotros dos sin saberlo... pero ya no
lo estaré más. ¿Huir? No basta. Esa Galería va también al lago... Dicen que la muerte en el agua es dulce,
como olvidar. Toda la vida se recuerda en un momento y después nada: un paño frío sobre el alma. (Mira
fijamente al lago que, iluminado en la noche, adquiere ahora presencia escénica, como un «personaje»
más. Se acerca a la Calería del Silencio.) Morir..., olvidar... (Retrocede sin fuerzas. Al fondo de la
Galería empieza a oírse el violín melancólico de Grieg en «La muerte de Asse». Chole, como atraída por
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la melodía avanza al fin, en una actitud de ofrenda. La escena sola un momento. Hans entra de puntillas.
Mira hacia la Galería, sinceramente emocionado.)
HANS.—¡Al fin tenemos uno! Y ella precisamente; la de la risa y la primavera. ¡Valiente muchacha!
(Se apaga la voz del violín. Entran el Doctor y femando.)
HANS, EL DOCTOR Y FERNANDO
DOCTOR.—¡Hans! Esas luces...
(Hans enciende y va a situarse a la entrada de la Galería, cruzado de brazos.)
DOCTOR.—¿Espera usted algo? HANS.—Espero.
DOCTOR (Va hacia, su mesa).—¿Usted, Fernando? ¿Piensa trabajar esta noche?
FERNANDO.—No.
DOCTOR.—Parece usted preocupado.
FERNANDO.—Sí, doctor, lo estoy. Esa historia de los dos hermanos que acaba usted de contarme...
¿qué quiere decir?
DOCTOR.—Oh, nada; es una historia vulgar: el hermano sano y triunfador; el hermano enfermo y
fracasado...
FERNANDO.—Sí, pero... ¿por qué me lo ha contado usted sin mirarme?
DOCTOR.—No hacía más que explicarle científicamente un caso que hemos tenido aquí. A esa torcedura
morbosa del alma en los débiles, en los niños odiados, en los insuficientes, le ha dado la ciencia un
nombre bastante estúpido: «complejo de inferioridad». El nombre es relativamente nuevo; pero el
drama es viejo como el mundo. Según esta nomenclatura el drama de Caín sería el primer complejo de
inferioridad en la historia del hombre.
FERNANDO.—Bien, pero... ¿por qué me la ha contado usted sin mirarme? ¿Quiénes son esos hermanos?
DOCTOR.—Cualquiera.
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FERNANDO.—No, no son cualquiera... ¡Uno soy yo!
DOCTOR.—Tal vez.
DICHOS Y ALICIA. LUEGO JUAN Y CHOLE
(Entra Alicia, aterrada, a gritos.)
ALICIA.—¡Doctor, doctor..., Fernando! DOCTOR.—¿Qué ocurre?
ALICIA.—Ha sido la señorita Chole... ¡En el lago! FERNANDO.—¿Chole?
DOCTOR.—¿Cómo? ¿Qué quieres decir? ¿Qué significa esto, Hans?
(Se oye dentro la voz de Juan llamando angustiado.)
JUAN.—¡Chole!... ¡Chole!... (Entra, ¡rayéndola en brazos, húmedos los vestidos de los dos. La conduce
desmayada hasta un asiento. Hans queda en el umbral.) ¡Pronto, doctor..., pronto!
DOCTOR.—¿Qué ha sido?
JUAN.—No tiene pulso... no la oigo respirar... ¡Doctor!
(El Doctor la examina.)
419
FERNANDO.—Pero ¿qué ha sido?
JUAN.—La vi caer. No sé si he llegado a tiempo.
FERNANDO (Al Doctor).—¿Vive? DOCTOR.—Silencio... (Pausa. Chole entreabre los labios con un gemido.)
Está salvada.
FERNANDO.—¡Chole!... ¡Mírame, Chole!
(Chole vuelve en si lentamente. Sonríe al ver a Fernando a su-lado: le busca las manos, que aprieta
emocionadamente.)
CHOLE.—¿... Has sido... tú...? Gracias, Fernando... JUAN (Ha quedado aparte. Repite como un eco
amargo).—Fernando... ¡Siempre Fernando!
Telón
ACTO TERCERO
En el mismo lugar, al día siguiente. Es el primer día de la primavera. Luz fuerte de mañana. Se
oye en el jardín el «Himno a la Naturaleza» de Beethoven, mientras va subiendo el telón,
lentamente. Alicia, inmóvil en el umbral del fondo, escucha. Entra Chole, fatigada y débil. Alicia
va a acudir a ella. Chole le hace un gesto de silencio. Y escuchan las dos hasta que el himno
termina.
CHOLE.—¿Qué música era ésa, Alicia? ¿Beethoven?
ALICIA.—El «Himno a la Naturaleza».
CHOLE.—Qué solemnidad tiene. Y qué sensación de consuelo, de serenidad. Parece un canto
religioso.
ALICIA.—Sí, el doctor me lo ha explicado. Beethoven quiso cantar en esos acordes la primera
primavera del mundo; la emoción religiosa del hombre ante el despertar de la Naturaleza. Un
canto de vida y de fecundidad.
CHOLE.—Y de esperanza.
ALICIA.—También. El maestro Ariel lo hacía tocar siempre que se sentía atormentado por la
idea de su destino. Y siempre también, como un deber, al llegar el día de hoy.
CHOLE.—¡Hoy! ¿Pues qué día es hoy?
ALICIA.—¡Es el primer día de la primavera! (Pausa.) ¿Estás mejor?
CHOLE.—¡Si no ha sido nada! ¿Y tú, Alicia? ¿Te pasa algo a ti? Tienes los ojos muy cansados.
ALICIA.—No he podido dormir en toda la noche.
CHOLE.—¿Por mí?
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ALICIA.—Por ti. Tú eras la risa, el amor, la juventud... ¡Pensar que todo eso ha podido
desaparecer en un momento! Cuando te vi con los ojos y las manos apretados, tan fría y tan
blanca...
CHOLE (Angustiada por el recuerdo).—¡Calla!
ALICIA.—No podía creerlo; se me rebelaba el corazón y me dolía como si me lo estrujaran.
CHOLE.—¿Por qué te lo dijeron?
ALICIA.—No me lo dijo nadie; lo vi. Yo estaba buscando tréboles a la orilla cuando te caíste.
CHOLE.—...¿Y por qué dices «cuando te caíste»?
ALICIA.—Porque fue así. ¡No pudo ser de otra manera, Chole! Tú venías andando por la orilla,
con los ojos altos. Creía que venías a buscarme. Y de pronto, diste un grito..., resbalaste en la
yerba... ¿Verdad que fue así, Chole?
CHOLE (Le aprieta las manos con gratitud).—Sí... así fue.
ALICIA.—Al oír aquel grito, yo me quedé sin sangre, quieta, como si estuviera atada. ¡Tú
estabas allí, a mi lado, luchando con la muerte, y yo no podía moverme! Fue entonces cuando
llegó él.
CHOLE.—Él... ¿Tú le viste? ALICIA.—Sí.
CHOLE.—Dime, Alicia, hay una cosa que necesito saber...
ALICIA.—Di.
CHOLE.—Quería saber... (5e detiene con miedo.) No, no me digas nada. Tengo miedo a que no
sea.
ALICIA.—¿Qué?
CHOLE.—Nada. (Desvía el tono y le pregunta.) ¿Qué libro llevas ahí?
ALICIA.—Los poemas de Tennyson. Son para el viejo, ¿te acuerdas? Para el padre de la otra
Alicia. Me está esperando.
CHOLE.—¿Está más tranquilo?
ALICIA.—Cuando leemos, sí.
CHOLE.—¿Habláis?
ALICIA.—A veces; muy poco, muy bajito... Ya se va acostumbrando a mi voz.
422
CHOLE.—Ve con él; no le hagas esperar más.
ALICIA.—¿No me necesitas? CHOLE.—Te necesita él.
(Entra el Doctor, trae un ramo de flores. Alicia sale.)
CHOLE Y EL DOCTOR
DOCTOR.—¿Qué tal van esas fuerzas?
CHOLE.—Bien ya; del todo.
DOCTOR.—He ido a buscarla a su cuarto; creí que no se habría levantado hoy. Le llevaba estas
flores.
CHOLE.—Preciosas. Gracias, doctor.
DOCTOR.—De nada. No son mías.
CHOLE.—¿De Fernando?
DOCTOR (Vacila).—Tampoco.
CHOLE.—Ya..., ya sé. Juan.
DOCTOR.—No se ha atrevido a traérselas él mismo. Pobre muchacho; toda la noche la ha
pasado detrás de su puerta, temblando como un niño, escuchando su aliento. ¿Respira usted ya
bien?
CHOLE.—Todavía me cuesta un poco. Parece espeso el aire.
DOCTOR.—Cargado, sí. Es la llegada de la primavera. Abajo, en las ciudades, no se siente eso.
Se va notando poco a poco; se sabe por los calendarios, y porque las muchachas cambian de
sombrero. Pero aquí, ¡qué fuerza tiene! Llega de repente; sube por esas laderas, a gritos,
cargada de menta y de resinas, retumba en las montañas... ¡Es como si resonara una llamada
desde las entrañas de la tierra, y todo el campo se pusiera de pie! ¿No se siente usted como
aturdida?
CHOLE.—Sí, un poco.
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DOCTOR.—Es la tierra que nos está llamando desde dentro. La civilización nos va cegando los
sentidos a estas cosas. Pero cuando la savia estalla blanca en los almendros, cuando los brezos
se calientan, cuando respiramos el olor de la tierra mojada... ¡Cómo sentimos entonces que
estamos hechos de ese mismo barro! ¿Se sonríe usted?
CHOLE.—Le admiro, doctor. Tiene usted una fe sin límites en la Naturaleza.
DOCTOR.—¿Usted no?
CHOLE.—La tenía. ¿Recuerda lo que hablábamos aquí mismo ayer? Decía yo que matarse en
plena juventud, en la hora del amor y de la primavera, era un insulto. Yo tenía la juventud, yo
tenía el amor, la primavera estaba ya a la puerta... Y sin embargo, aquella misma tarde...
DOCTOR.—¿Por qué, Chole, por qué?
CHOLE.—Qué importa ya; fue un arrebato sin sentido. Me vi situada de pronto como un
obstáculo entre dos hermanos que se quieren y que se huyen. Y pensé que apartándome yo, se
acercarían. ¡Qué locura!
DOCTOR.—Todo se arreglará por sí mismo. La vida está llena de caminos.
CHOLE.—Para algunos. Hay otros que los encuentran todos cerrados.
DOCTOR.—Entonces, ¿sigue usted pensando?
CHOLE.—No, no tenga miedo por mí. Yo me he acercado a la muerte, y he visto ya que no
resuelve nada; que todos los problemas hay que resolverlos de pie.
DOCTOR.—¿Se siente usted más fuerte ahora?
CHOLE.—Procuraré serlo. La vida me ha abierto de pronto una interrogación bien amarga. Y no
hay más remedio que darle una respuesta. No sé cuándo ni cómo; pero le juro que no será aquí.
DOCTOR.—¿No está a gusto entre nosotros?
CHOLE.—No, sinceramente. Perdóneme, doctor; usted es un gran corazón y un gran amigo; pero
me parece que el maestro Ariel y usted se han equivocado con la mejor buena fe. Han ideado un
refugio para almas vacilantes, pero no han sospechado lo que un ambiente así puede contagiar a
los otros. Coquetean ustedes con la idea de la muerte, burlándose ingeniosamente. Pero la
muerte es más hábil que ustedes; y hay momentos débiles en que se presenta tan hermosa, tan
fácil... Es un juego peligroso.
DOCTOR.—Tal vez.
CHOLE.—Yo le aseguro que en mi casa y entre las cosas que me son amigas, no hubiera sentido
nunca esa negra tentación de anoche. ¿Por qué la sentí aquí? Piénselo doctor: si me hubiera
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matado ayer, yo sería una gran culpable, pero el doctor Ariel y usted tampoco podrían mirarme
muy tranquilos.
DOCTOR.—Perdón...
CHOLE.—Cierre esta casa, amigo Roda. Emplee su talento y la fortuna del maestro Ariel allí
donde los hombres viven y trabajan. Pero hoy que la vida del mundo está empezando otra vez,
cierre esa Galería con cadenas. ¿Lo hará usted?
DOCTOR.—Acaso.
CHOLE.—Hágalo por mí, por todos... Hoy es el primer día de la primavera. ¡Hoy es un delito
morir! (Sale. El Doctor queda ensimismado. Repite casi inconscientemente.)
DOCTOR.—Tal vez, tal vez... (Entra Hans.)
EL DOCTOR Y HANS
DOCTOR.—¿Qué hay de nuevo, Hans? ¿Por qué se ha quitado usted su bata?
HANS.—Lo he buscado despacio. El doctor no puede dudar de mi lealtad; pero yo no sirvo para
ciertas cosas. Vengo a despedirme.
DOCTOR.—¿Nos deja usted?
HANS.—Sí, doctor. Lo siento; había tomado cariño a la casa, tenía esperanzas en ella. Pero
esto no marcha.
DOCTOR.—No está usted contento.
HANS.—¿Y cómo voy a estarlo? Yo vine lleno de ilusiones a su servicio; usted lo sabe. He
puesto de mi parte cuanto he podido, he cumplido fielmente todas mis obligaciones. ¡Y para qué!
Desde que estoy en esta casa, sólo el perro del jardinero se ha decidido a morirse. Y se murió
de viejo. No..., no hay porvenir aquí.
DOCTOR.—¿Ha encontrado usted otro puesto?
HANS.—Ayer me han hablado del Hospital General. ¡Aquello sí que está bien organizado! Allí se
muere la gente todos los días como Dios manda, sin literatura. Perdóneme el doctor, pero cada
hombre tiene su destino.
425
DOCTOR.—Comprendo, Hans. Y no he de ser yo quien estorbe el suyo.
HANS.—He vacilado mucho, se lo aseguro. He esperado un día y otro día. Anoche, con la
señorita Chole, llegué a tener un rayo de esperanza. ¡Ilusiones! Hoy, ya lo habrá visto usted,
tiene más ansias de vivir que nunca. Y no digamos de los otros. Esta mañana el profesor de la
Filosofía ¡ya ni siquiera se ha tirado al agua! La cantante de ópera anda por ahí, entre los
sauces, besando furiosamente a ese pobre muchacho. La misma Dama Triste, usted lo sabe, no
está triste ya. Esto se hunde...
DOCTOR.—Está bien, Hans, está bien. Pase usted cuando quiera por mi despacho a arreglar su
cuenta.
HANS.—Oh, no vale la pena. Estas cosas no se hacen por dinero. Yo soy un idealista. Adiós,
señor Roda.
DOCTOR (Tendiéndole la mano).—Adiós, Hans... Buena suerte.
HANS (Saliendo).—Y créame, doctor; si esto no toma otro rumbo ya puede usted cerrar la
casa. No hay nada que hacer. (Sale.)
DOCTOR.—Cerrar... Quizá tenga razón. (Llama:) Alicia... ¡Alicia!
(Sale en su busca. Viniendo del jardín entra el Amante Imaginario. Mira en tomo desde la
puerta, como si se sintiera perseguido. Se deja caer desfallecido en una butaca con un suspiro
de alivio. Llega en seguida Cora.)
CORA YAKO Y EL AMANTE
CORA.—¿Dónde se esconde mi cachorro?
AMANTE (Sobresaltado).—¡Tú!
CORA.—Mi héroe, mi lobezno. Alégrate, corazón: salta, grita, aúlla. ¡Ya me tienes aquí!
AMANTE.—Te esperaba.
CORA.—Nadie lo diría; con esa cara... Parece que me huyes.
AMANTE.—¡Yo! Te he estado buscando toda la mañana.
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CORA.—¿Por dónde, mi jilguero? Me he levantado cantando, he corrido por esas montañas
gritando tu nombre, me he bañado en el torrente... Después he estado tirando piedras a tu
ventana. ¿Tan dormido estabas?
AMANTE.—¡Pero si estoy despierto desde el amanecer!
CORA.—¿Y no me oías? Te tiré piedras primero, hasta que rompí los cristales. Después te tiré
ramos de violetas. ¿Tampoco las violetas te llegaron?
AMANTE.—Tampoco.
CORA.—¡Ah, cruel; estabas dormido! Y Cora, a tu puerta esperando como una alondra. Cora, que
te buscaba; Cora, que te necesitaba. ¡Cora Yako, lobezno, Cora Yako! (Se sienta en el brazo de
su butaca. Lo arrulla con caricias y palabras) ¿Eres feliz? ¿Has pensado en mí? ¿Soy como tú
me soñabas?... (Él contesta con unas exclamaciones guturales en superlativo. Ella le imita.)
¡Hum, hum! ¿Es qué no sabes hablar?
AMANTE.—¡Es que no me dejas!
CORA.—¿Qué es lo que te gusta de mí? No, todo no; siempre hay algo... ¿El cuello? ¿Las
manos?...
AMANTE.—Los ojos. Los ojos sobre todo. ¡Son los de aquella noche!
CORA.—¡Aquella noche que estuve cantando para ti solo sin darme cuenta! Mira esos ojos,
lobezno; aquí los tienes, son tuyos... ¿No me besas?
AMANTE.—Sí.
CORA.—¿Por qué estás temblando? ¿Te doy miedo? Ay, qué pobre muchacho eres, mi héroe, mi
poeta..., mi pobre poeta pequeño. ¿Estás triste? Yo te imaginaba vibrante, apasionado...
¡Subiéndote por las paredes al verme, arrancando las retamas al correr, saltándome a los
hombros!...
AMANTE.—Tú te imaginabas un cruce de jabalí y orangután.
CORA.—Algo así. Pero no importa. No estés triste tú, mi jilguero mojado, mi poeta de bolsillo.
Te quiero como eres: pequeño, acobardado, soñador... ¿Por qué has leído tanto, pobrecito mío?
Tú no sabes cómo debilita eso. No lo volverás a hacer, ¿verdad? (Voluble, persiguiendo sus
propias palabras por la escena.) ¡Ahora vamos a vivir!, a correr el mundo juntos, ¡abrazados!
AMANTE (Con ilusión).—¡Cora!
CORA.—Ahora vas a tener conmigo todo lo que soñaste: Egipto, y el desierto, y las selvas, y las
islas de jardines...
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AMANTE.—¡Los lotos y los elefantes blancos! ¡Las pagodas budistas con sus tejadillos en forma
de zueco, colgados de campanillas!
CORA.—Y tantas cosas más que tú no sabes, que no están en los libros. Pero hay que hacerse
fuerte, mi lobezno: en cuanto sales de Europa, ya no hay más que mosquitos.
AMANTE.—¿Mosquitos?'
CORA.—Unos mosquitos verdes, venenosos y pequeños, que se cuelgan por todas partes. Y que
dan la fiebre, y el sueño... y a veces, la locura. Pero no te asustes tú, mi héroe..., también hay
mosquiteros, y cremas especiales para la piel. ¡Y luego, la ciencia! Por cada mosquito que
produce Dios, producen una inyección los alemanes.
AMANTE.—Menos mal.
CORA.—¿No te hace ilusión visitar conmigo la India?
AMANTE.—¡Oh, sí; los dioses del Ramayana, el Ganges sagrado de las tres corrientes!...
CORA.—Mira, el Ganges es mejor dejarlo. Hay serpientes, ¿sabes?, y cocodrilos. Y luego, las
fiebres gástricas, que te van poniendo amarillo, amarillo... (De pronto.) ¿Tú me quieres? ¿Me
quieres, me quieres?
AMANTE (Irguiéndose gallardamente).—¡Te quiero como un cosaco!
CORA.—¿Dispuesto a todo?
AMANTE.—¡A todo!
CORA.—¿Por qué no nos vamos ahora mismo?
AMANTE (Aterrado al verla tan cerca).—¿Ahora?
CORA.—Ahora, ahora... ¿A qué esperamos? (Consulta su reloj.) El coche está dispuesto en un
momento. ¿Tú sabes conducir?
AMANTE.—No.
CORA.—Bien, conduciré yo. Pero te advierto que yo no sé conducir a menos de ciento veinte.
Son las once menos cuarto; saliendo a las once en punto, a las cuatro estamos de sobra en
Venecia; y todavía podemos tomar el avión de la tarde. Ya está. Esta noche cenamos en
Marsella. ¿Hecho? Un momento. Voy a preparar el coche.
AMANTE.—Pero, Cora..., espérate un poco, mujer.
CORA.—¿Qué?
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AMANTE.—Vamos a salir así... ¿sin despedirnos?
CORA.—¿De quién? Yo no me he despedido nunca.
AMANTE.—Del doctor, de los compañeros... Y luego, hay que pensar en todo. Hace falta dinero.
CORA.—Bah, para empezar... ¿no tendrás encima treinta mil pesetas?
AMANTE.—¿Yo?
CORA.—Quince mil..., diez mil siquiera...
AMANTE.—Yo no tengo un céntimo.
CORA.—Entonces... ¿el robo del banco?
AMANTE.—No robé más que para las orquídeas.
CORA.—¡Nada más!... Bueno, es lo mismo. Ya encontraremos un caballo blanco.
AMANTE.—¿Y adonde vamos con un caballo blanco? Necesitaremos por lo menos dos.
CORA.—¡Dios! (Ríe divertida.) ¡Eres un héroe! ¿Ves cómo ya te vas soltando? (Deja de reír.)
Oye, ¿de verdad no sabes lo que es un caballo blanco?
AMANTE.—No sé..., cuando yo estudiaba, un caballo blanco era... un caballo blanco.
CORA.—Ay, niño mío... Pero ¿qué os enseñan a vosotros en esa Universidad? Cuánto te queda
que aprender. ¡Anda! A preparar tus cosas.
AMANTE (Indeciso).—Entonces... ¿nos vamos?
CORA.—Nos vamos.
AMANTE.—Es que... no tengo pasaporte.
CORA.—Sin él; ya se arreglará eso en el camino. Todos los cónsules del mundo son amigos míos.
Los ingleses son los peores, y cuando se sabe sonreír, también se ablandan. ¿Tú sabes inglés?
AMANTE.—No.
CORA.—Es lo mismo. Todos hablan francés.
AMANTE.—Es que tampoco hablo francés.
CORA.—Pues te callas; te callas en todos los idiomas. ¿Vamos, qué esperas?
AMANTE.—Voy... Voy (Vacilante.) ¿A Marsella, verdad?
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CORA.—A Marsella.
AMANTE.—¿En avión?
CORA.—En avión. ¿Por qué?
AMANTE.—Es que... es la primera vez que voy a tomar un avión. Creo que eso marea mucho.
CORA.—Historias. Menos que el barco.
AMANTE.—Es que tampoco me he embarcado nunca.
CORA (Impaciente).—¡Hay píldoras!
AMANTE.—Ah..., hay píldoras. Entonces... ¿resuelto?
CORA.—Resuelto. ¿Cuánto tardas en preparar tu equipaje?
AMANTE (Apunto de sollozar).—Cora, Cora...
CORA.—¿Qué?
AMANTE.—¡Si es que tampoco tengo equipaje!
CORA.—¿Nada? ¿Ni un smoking?
AMANTE.—Tengo dos camisas... y un libro.
CORA.—Pues anda, coge las camisas.
AMANTE.—El libro es un manuscrito mío... inédito. Poemas.
CORA.—Aunque sea tuyo. Libros, nunca más o estamos perdidos. Si no hubieras leído tanto no
te pasarían ahora estas cosas. ¿A las once en punto?
AMANTE.—A las once.
CORA.—Faltan diez minutos. ¿Tienes reloj por lo menos?
AMANTE (Nervioso, se lleva las manos a los bolsillos. Sonríe feliz al encontrarlo.)—Sí, reloj sí.
Y de plata. Es un recuerdo de mi padre. (Se lo lleva al oído con espanto.) ¡Parado!
CORA.—Pues pon en punto el reloj de tu padre. ¡Y no vayas a hacerme esperar, eh! Eso sí que no
se lo he consentido nunca a ningún hombre. Si no estás a las once daré tres bocinazos. Pero al
tercero arranco.
AMANTE.—Estaré.
430
CORA.—Hasta en seguida, mi héroe, mi lobezno bonito. (Lo empuja a besos. Sale el Amante.
Femando ha entrado a tiempo para ver y oír el final de la escena.)
FERNANDO.—¿Se marchan ustedes?
CORA.—Dentro de diez minutos. A Marsella. Y si hay barco mañana, a la India. Dígale adiós a
Chole de mi parte; yo no tengo tiempo. Le pondremos un cable desde El Cairo. ¡Adiós, Fernando!
FERNANDO.—¡Feliz viaje! (Sale Cora. Fernando juega dolorido los dedos de la mano que ella ha
estrechado con fuerza, y mira con lástima hacia donde salió el Amante.) Pobre muchacho...
(Entra Hans con su humilde equipaje: un portamantas con su paraguas.)
FERNANDO Y HANS. Luego, LA DAMA TRISTE
FERNANDO.—¿También usted se va?
HANS.—También.
FERNANDO (Fijándose en su equipaje).—¿A El Cairo?
HANS.—A la ciudad. Me han ofrecido un puesto en el Hospital General.
FERNANDO.—¡Ah!, enhorabuena.
HANS.—Aquello es otra cosa: hay ambiente. Acabo de leer un resumen en la «Gaceta Médica»:
solamente en una semana; ¡veinticinco casos!
FERNANDO.—Espléndido.
HANS.—Aquí, en cambio, ya ve. Al principio la cosa prometía; acudía la gente, hubo varios
intentos. En fin, para empezar no estaba mal. ¡Pero ahora! Esa Cora Yako ha acabado por
ponerme fuera de mí. ¿La ha oído usted reír? ¡Es insultante! ¿Y besar?
FERNANDO.—Tiene mucha vida esa mujer.
HANS.—Demasiada. (Confidencial.) ¿Sabe usted que ha intentado seducirme?
FERNANDO.—¡A usted!
HANS.—A mí. Esta mañana. Estaba yo afeitándome tranquilamente a la ventana y, así como
jugando, ha empezado a tirarme piedras. Tuve que refugiarme en el interior. Cuatro piedras
431
como nueces metió por los cristales. Y después un ramo de violetas. Lo de las piedras pase,
pero un ramo de violetas a mí... ¡Un poco de formalidad, señora! ¿Y el caso de la Dama Triste?
Es espantoso. Imagínese usted que anoche, en ese césped, entre las acacias... (Viéndola llegar.)
¡Ella! (Entra la Dama Triste, cantando entre dientes el «Danubio Azul». Viene sonriente,
vestida de colores claros; graciosamente rejuvenecida, pero sin bordear en ningún momento el
grotesco.)
DICHOS Y LA DAMA TRISTE
DAMA.—Buenos días, Hans. Buenos días, Fernando.
FERNANDO.—¿Han visto qué mañana tan hermosa? Todo está blanco de narcisos; huele a
corazón el campo... ¡Ay, cómo retumba aquí esa primavera local! ¿Les gusta este vestido?
FERNANDO.—Es muy alegre.
DAMA.—¿Discreto, verdad? Y le advierto que no es nada: un nansú gracioso, unos godés, el clip
de plata..., nada. Perdonen ustedes que no me entretenga..., me están esperando. ¿Por qué tiene
usted ese aire tan triste Fernando? ¡Un día como hoy! ¿Se siente mal? Arriba ese corazón,
amigo mío. ¿Por qué no se viene usted a comer con nosotros?
FERNANDO (Asombrado).—¿A comer?
DAMA.—Comemos arriba, junto a la fuente. Habrá de todo: carnes blandas y de monte, truchas
del torrente, frutas nuevas y vinos rubios andaluces, de esos que hacen cosquillas en el alma.
¿Le esperamos? Anímese, Fernando; hasta luego. ¡Buenos días, Hans! (Hace un gracioso gesto
de despedida, agitando los dedos, y se va feliz tarareando, marcando inconsciente el paso del
vals. Fernando mira a Hans desconcertado.)
FERNANDO.—Pero, ¿es que se ha vuelto loca esa mujer?
HANS.—Peor. ¿No la ha oído usted tararear el «Danubio Azul»?
FERNANDO.—Sí, parecía.
HANS.—¿Y no lo recuerda eso nada?
FERNANDO.—¡El profesor de Filosofía!...
HANS.—El mismo. Anoche los sorprendí juntos, al claro de luna, entre las acacias. (Filosófico.)
¿Se ha fijado usted alguna vez en los ojos de las vacas?
432
FERNANDO.—Sí: son la imagen de la ternura húmeda.
HANS.—Pues bien: anoche el Profesor tenía ojos de vaca. Estaban sentados en un ribazo. Él,
miraba la luna; después la miraba a ella. Y suspiraba. Cuando un profesor de Filosofía se
arriesga a suspirar, está perdido.
FERNANDO.—¿Los vio usted?
HANS.—¿Qué no habré visto yo en esta vida? Estaban muy juntos, cogidos de las manos. El se
reclinaba sobre su hombro, y le reclinaba su hombro, y le recitaba al oído una cosa íntima y
lenta.
FERNANDO.—¿Versos?
HANS.—Seguro. No pude coger más que una estrofa suelta. Decía: (Recita líricamente.) «Todo
cuerpo sumergido en el agua, pierde su peso una cantidad igual al peso del líquido que desaloja.»
¿Le parece a usted?
FERNANDO.—¡Pero eso es tremendo!
HANS.—Tremendo. Es la primavera; no hay nada que hacer. Ya se han despedido del doctor. Se
marchan esta tarde ¡juntos! (Pausa. Tono de confidencia.) Sólo queda una esperanza... lejana.
¿Recuerda usted la afición del Profesor a tirarse a los lagos? (Se acerca, acentuando el
secreto.) Se van a Suiza. (Se hacen ambos un gesto de silencio cómplice, llevándose un dedo a
los labios.) ¡A Suiza! (Sale Hans. Fernando queda solo, ensimismado, con un gesto triste que
lucha por arrancarse. Enciende un pitillo. Vuelve el Amante, mirando furtivamente a todos
lados.)
AMANTE.—¿No está?
FERNANDO.—¿Cora?... En el jardín; preparando el coche.
AMANTE.—Qué mujer, Fernando..., es terrible. ¿Por qué habrá venido? ¡Tan bella como yo la
soñaba!
FERNANDO.—Y sin embargo es la verdadera. La que cantaba para usted aquella noche del
«Fausto».
AMANTE.—Ah, no; la mía es otra cosa: una ilusión, un poema sin palabras. Los ojos, sí: son los
mismos de aquella noche.
FERNANDO.—Puede ser para usted la gran aventura.
AMANTE.—Una aventura peligrosa. Usted no la conoce: esa mujer me mata en quince años.
FERNANDO.—Es el amor.
433
AMANTE.—¡Pero qué amor! Yo soñaba los besos de mujer como una caricia suave; como un
repicar de pétalos en la piel. Cora no es eso.
FERNANDO.—¡Besa fuerte, eh!
AMANTE.—¡Muerde! Trepida..., estalla. Ahora ya me voy acostumbrando un poco. Pero ayer...
del primer beso que me dio, me tiró al suelo. ¡Y abrazando! Se enrolla, rechina, solloza unas
cosas guturales que ponen los pelos de punta. ¡Es un temblor de tierra, Fernando, es un
temblor!
FERNANDO.—Le ha tomado usted miedo.
AMANTE.—Miedo, miedo, no. La quiero, me gustaría verla siempre. Pero un poco desde lejos.
FERNANDO.—Desde lo alto de la galería.
AMANTE.—Eso, así: desde lo alto.
FERNANDO.—¿No se iban a marchar ustedes juntos?
AMANTE.—Ahí está, que sí..., que no tengo más remedio que marchar con ella, que los minutos
van pasando. ¡Y que no sé qué hacer!
FERNANDO.—La gran aventura no se presenta más que una vez en la vida. Usted la tiene ahora
en sus manos. Piénselo bien.
AMANTE.—¡Si pudiera quedarme solamente con los ojos!
FERNANDO.—Pero, ¿no era este momento lo que usted soñaba?
AMANTE.—Ah, soñar es otra cosa.
FERNANDO.—¡Cora Yako es el amor, los barcos, los países lejanos!...
AMANTE.—Pero, qué países, Fernando. Llenos de peligros horribles: los mosquitos verdes..., las
fiebres intestinales..., ¡los cónsules!
FERNANDO.—¡Es la India de los dioses! ¡El Japón de los héroes y los amantes!
AMANTE.—No puedo..., no puedo... (Se sienta, desfallecido.)
FERNANDO.—En ese caso, hay otra solución. Renuncie a la Cora Yako auténtica. Quédese con
la que usted ha soñado. Y dedíquese a escribir.
AMANTE.—¿A escribir?
434
FERNANDO.—Sí: es otra forma de heroísmo. Las novelas nunca las han escrito más que los que
son incapaces de vivirlas. ¿Qué sueldo tenía usted en el banco?
AMANTE.—Nada; doscientas cincuenta pesetas.
FERNANDO.—Yo puedo ofrecerle quinientas en el periódico, y vacaciones pagadas. ¿Quiere
usted encargarse de la página de viajes y aventuras?
AMANTE (Ilusionado).—¿Cree usted que serviré?
FERNANDO.—¿Por qué no?
AMANTE.—Es que yo no he salido nunca de mi casa de huéspedes.
FERNANDO.—¿Y qué importa eso? El arte no es cosa de experiencia; es cosa de imaginación.
Javier de Maiestre hacía viajes maravillosos alrededor de su cuarto; Beethoven era sordo;
Milton cuando escribió el canto a la luz, estaba ciego.
AMANTE.—Si valiera la pena..., yo tengo un libro de versos.
FERNANDO.—Rómpalo usted en seguida. Y no se atreva a confesar eso entre los compañeros;
le perderán el respeto. (Suena en el jardín el primer bocinazo.)
AMANTE.—¡Ahí está ya! (Sin acertar con su reloj.) ¿Qué hora es?
FERNANDO.—¡Las once en punto!
AMANTE.—Al tercer bocinazo, arranca. ¿Qué hago, Fernando, qué hago?
FERNANDO.—¡Va uno! No lo piense más. (Señalando alternativamente al jardín y al interior.) O
se va usted por ahí a vivir aventuras... o se va por ahí a escribirlas.
AMANTE.—Es que no tengo un céntimo..., estoy seguro de que me mareo en el avión...
FERNANDO.—¡Pero es una mujer la que le está llamando!
AMANTE.—No tengo más que dos camisas...
FERNANDO.—¡Es Cora Yako!
AMANTE.—Los mosquitos verdes...
FERNANDO.—¡Es el amor!
AMANTE.—Los cocodrilos... (Suena otro bocinazo.)
FERNANDO.—¡Dos!
435
AMANTE (A gritos.)—¡Voy! (Corre hacia el jardín. Se detiene en el umbral. Se vuelve, nervioso
y urgente.) Fernando..., ¿qué es un caballo blanco?
FERNANDO.—¡A estas horas!
AMANTE.—Por su alma, que es un problema de vida o muerte.
FERNANDO.—Según. Científicamente, es un simple equino monodáctilo de cuatro patas y
pigmento claro.
AMANTE.—¿Y artísticamente?
FERNANDO.—Ah, artísticamente... es un viejo que pasa
AMANTE (Aniquilado).—El viejo... que paga (Reacciona con violencia.) Y era eso lo que me
proponía... ¡A mí! (A gritos otra vez.) ¡No voy! (Suena la tercera llamada.)
FERNANDO.—¡Y tres! (Se asoma al jardín. Se le ve hacer un gesto de despedida.)
AMANTE (Contemplando melancólicamente su reloj). —Las once. A las cuatro en Valencia..., al
anochecer en Marsella..., el mar... (En un impulso repentino) Cora... ¡Cora!
FERNANDO.—Ya se fue.
AMANTE.—Soy un pobre hombre...
FERNANDO.—¡Es usted un héroe! Déjela marchar en paz y recuérdela. Es mejor. Son dos vidas
que no podrían fundirse nunca. Y ahora, a escribir el reportaje para la semana que viene. Título:
«Una noche con Cora Yako en el Japón.»
AMANTE.—¿En el Japón?
FERNANDO.—Sí. Las fotografías ya las haremos en el estudio, como siempre.
AMANTE.—¿Me dejará usted poner algo de las gheisas?
FERNANDO.—Y de los petirrojos también; y de los cerezos en flor. Pero con cuidado, eh, con
cuidado.
AMANTE.—¿Una cosa así? «Habíamos tomado al amanecer el avión de Yokohama...»
FERNANDO.—Así, muy bien.
AMANTE.—«Cora reía junto a mí, a tres mil pies sobre las islas blancas de crisantemos...»
(Saliendo.)
FERNANDO.—Así. Así... Tenemos hombre.
436
FERNANDO Y CHOLE
FERNANDO (Acudiendo a ella al verla llegar).—¡Oh, Chole! ¿Estás mejor? ¿Te sientes débil
todavía? CHOLE.—Ya pasó todo. FERNANDO.—¿ Todo ?
CHOLE.—El dolor, el peligro... Lo otro, habrá que resolverlo también tarde o temprano. (Pausa.
Con un tierno reproche.) ¿Por qué te escondes, Fernando? No te he visto desde ayer. ¿Crees
que puede adelantarse algo así? Hay delante de nosotros una verdad cruel que no se borra con
cerrar los ojos.
FERNANDO.—No pienses ahora en eso. No te he visto porque el doctor me lo prohibió. Tenías
fiebre; necesitabas reposo y soledad.
CHOLE.—¿No me viste anoche?
FERNANDO.—Sí. No respirabas todavía. Cuando te caíste al lago...
CHOLE.—¿También tú? ¿También tú dices «cuando te caíste»?... ¿Por qué quieres engañarte a
ti mismo? No me caí: lo quise yo. Iba a buscar la muerte.
FERNANDO.—¡No, Chole, no es posible!
CHOLE.—También me lo parece a mí ahora. Pero ayer... Dime, Fernando; hay una cosa que
necesito saber, que no he querido preguntar a nadie porque tengo miedo a la verdad. Pero que
no se puede callar más. Dime, anoche..., cuando me caí..., hubo un hombre que arriesgó su vida
por la mía. Lo vi entre sueños... ¿Eras tú, verdad? (Le mira angustiada, esperando.)
FERNANDO.—No.
CHOLE.—No eras tú...
FERNANDO.—Hubiera querido serlo. Pero fue Juan. Él te vio caer; yo no lo supe hasta
después, cuando te trajeron aquí.
CHOLE (Acariciando inconscientemente las flores del hermano).—Pobre Juan... Toda la noche
ha estado sin sueño, con el oído pegado a mi puerta, oyéndome respirar. Ha sufrido más que yo
misma. Tú no sabes, Fernando, qué bueno..., qué bueno y qué desgraciado es tu hermano.
FERNANDO.—Lo sé todo.
CHOLE.—¿Todo?... ¿Has hablado con él?
437
FERNANDO.—Con el doctor. El no me lo diría nunca. Yo tampoco me atrevo a hablarle. Nos
estamos huyendo como dos lobos heridos que se tienen miedo.
CHOLE.—¡Hasta cuándo!
FERNANDO.—¡Hasta ahora mismo! No puedo más. Compréndelo, Chole: hasta para ser
desgraciado hace falta un poco de costumbre. Yo no puedo, no resisto.
CHOLE.—¿Has pensado alguna solución?
FERNANDO.—¡Salir de aquí..., huir!
CHOLE.—¿Y adonde? ¿Dónde podríamos escondernos que el recuerdo de Juan no estuviera con
nosotros? No, Fernando..., no hay ya felicidad posible. La sombra de tu hermano se metería
entre nuestros besos, enfriándonos los labios.
FERNANDO.—¿Y qué podemos hacer? ¿Era solución lo que tú pensaste anoche? ¿Creías que
desapareciendo tú, íbamos a aproximarnos él y yo? Tu muerte nos hubiera separado todavía
más, convirtiendo en odio lo que hasta ahora no ha sido más que dolor.
CHOLE.—Es posible. Pero desde anoche no he dejado de pensar.
FERNANDO.—¿Y qué has pensado?
CHOLE.—Juan no ha tenido nunca nada suyo. Ha estado siempre solo entre todos nosotros,
contemplando nuestra felicidad con sus ojos hambrientos, como un niño pobre delante de un
escaparate. ¡No puede seguir solo! Vete tú si puedes. Yo me quedo.
FERNANDO.—¿Con él?
CHOLE.—Yo seré a su lado la madre que no le supo comprende, la hermana que no tuvo. ¡Que
haya por lo menos en su vida una ilusión de mujer!
FERNANDO.—¡Pero eso no puede ser, Chole! ¡No es así como te quiere Juan!
CHOLE.—Lo sé; se lo oí ayer a él mismo. Y todavía ayer fui injusta una vez más. Tenía a mi lado
un corazón sangrando desesperado, y sólo sentí miedo, casi repugnancia..., como si un mendigo
me asaltara en la calle.
FERNANDO.—No puede ser, Chole. Ahora es cuando estás ciega, atormentada de
remordimientos por culpas que no existen.
CHOLE.—No; ciegos estábamos antes; cuando no había en la tierra otra cosa que nuestra
felicidad. Ni una vez se nos ocurrió mirar alrededor nuestro. ¡Y allí estaba siempre Juan,
tiritando como un perro a la puerta!
438
FERNANDO.—Pero, ¿es que crees que no lo siento yo?
¿Crees que el corazón de mi hermano no me duele a mí también? Si yo pudiera hacerle feliz,
todo lo daría por él. Pero es que nada podemos hacer que no sea engañarle. No te atormentes
más. Salgamos de aquí. Nunca podrás ser feliz con él.
CHOLE.—No se trata de que yo sea feliz. ¡Lo he sido tanto! Ahora lo que importa es él.
FERNANDO (nervioso, cogiéndola de los brazos.)—No, Chole, no pretendas jugar con tus
sentimientos. Mira que el corazón tiene sorpresas peligrosas... ¡Mira que mañana puede ser
tarde!
CHOLE.—No es tiempo de pensar. Mi puesto ahora está aquí, a su lado.
FERNANDO.—¿Porque te salvó la vida?
CHOLE.—Porque me ha entregado toda la suya.
FERNANDO.—Pero entonces... (Le levanta el rostro.) Mírame bien. ¿Qué está empezando a
nacer dentro de ti? ¡Contesta!
CHOLE (Se suelta suplicante pero resuelta).—¡Por lo que más quieras..., déjame!
FERNANDO.—No, no es posible. Es tu piedad de mujer que te está tendiendo una trampa. Y
Juan mismo tiene que impedirte caer en ella. Que nos perdone o que nos mate juntos..., ¡pero
engañarle, no! (Va hada el interior llamando.) ¡Juan..., Juan!
(Juan aparece en el umbral del fondo. Chole, pálida al verle, lanza una rápida mirada de súplica
a Fernando, y se dirige a él.)
CHOLE.—¡No le escuches, Juan, no le escuches!...
Juan, con los ojos fijos en el hermano, avanza apartando a Chole sin mirarla, con suave
energía.)
JUAN.—¿Para qué me llamas con tanto grito? ¿Hay algo tuyo en peligro y necesitas, como
siempre, que te lo defienda yo?
439
FERNANDO.—No. Lo único que quiero es que ¡cueste lo que cueste! no quede nada oscuro entre
nosotros. Ahora necesito toda la verdad.
JUAN.—¿No la has oído ya? ¿O crees que Chole, por gratitud, iba a representar esta vieja
farsa cruel? Ella, tan leal, tan entera, ¿te la imaginas tratando de pagar un verdadero amor con
unas migajas de esa felicidad que os sobra a los dos?
FERNANDO (Retrocede sin voz al comprender que Juan ha oído).—Juan...
JUAN.—No, Fernando, no; ni yo acepto limosnas ni ella caería en la torpeza de una mentira
piadosa. ¿Quieres la prueba? Ahora mismo te la va a dar... ¡y con los ojos de frente! ¿Verdad,
Chole? (Chole, situada entre ambos, retrocede también.) Vamos, ¿qué esperas? Ahí tienes a
Fernando. El hombre feliz, el que no ha tenido que luchar jamás porque la vida se lo ha dado
todo; el que podía jugar en los jardines cuando se moría su madre... Ahí lo tienes. Él no ha
sabido nunca que había dolor en el mundo. Con él están la alegría y la salud, y todas las gracias
de la vida. Aquí sólo está el pobre Juan, con su miseria y con su amor. Elige, Chole. ¡Para
siempre! (Chole vacila. Suplica a Fernando con el gesto y avanza dolorosamente hacia Juan.)
CHOLE.—Juan...
JUAN (La recoge en sus brazos con una emoción desbordada. Sus palabras tiemblan llenas de
fiebre).—¡La ves, Fernando! ¡En mis brazos! Ya no eres tú solo. También Juan puede triunfar
¡por una vez! (Levanta en sus manos el rostro de ella, lleno de lágrimas.) Pero también... por una
vez..., tengo el orgullo de ser más fuerte que tú, más generoso que tú... Llévatela lejos. Ahora
ya podéis ser felices sin remordimientos. Porque también yo, ¡por una vez siquiera!, he sido
bueno como tú y feliz como tú... y te he visto llorar.
FERNANDO (En un impulso fraternal).—¡Juan!
JUAN.—¡Hermano! (Vuelcan en un abrazo toda su ternura contenida.) Gracias, Chole... Ya sabía
yo que no podía ser, que te engañabas a ti misma. Pero gracias por lo que has querido hacer.
Llévatela, Fernando. Sólo os pido que os vayáis a vivir lejos. Dejadme a mí gozar solo el único
día feliz que ha habido en mi vida...
(Chole, sin encontrar palabras de despedida, estrecha conmovida las manos de Juan. Recoge
luego sus flores, apretándolas contra el pecho, y sale reclinada en el hombro de Femando. Juan,
agotado por el enorme esfuerzo, desfallece un momento. Se domina. Tiene ahora una expresión
de frialdad fatal. Va al escritorio, lo abre y toma una pistola. Pasa Alicia. Al verla, esconde el
arma, volviéndose.)
440
ALICIA Y JUAN
ALICIA.—Buenos días, Juan... (Corre el cerrojo de la Galería del silencio, y coloca en lugar bien
visible un cartel que dice: «Prohibido suicidarse en Primavera». En el jardín pianísimo —cuerda
sola—, comienza a oírse de nuevo el himno de Beethoven.) Es una orden de Chole... ¿Le ocurre
algo, Juan?
JUAN.—Nada...
ALICIA.—Está usted temblando.
JUAN.—Un poco de fiebre, quizá.
ALICIA.—Es el día... ¿Oye usted esa música?
JUAN.—¿Qué es?
ALICIA.—Beethoven: un himno de gracias a la primavera. También él estaba solo y con fiebre
cuando lo escribió. Pero él sabía que la primavera trae siempre una flor y una promesa para
todos.
JUAN.—¿Lo cree usted así?
ALICIA.—El doctor me lo dijo un día: «No pidas nunca nada a la vida. Y algún día la vida te dará
una sorpresa maravillosa.»
JUAN.—¿Y espera usted?
ALICIA.—Siempre... ¿Quiere hacerme el favor, Juan? Hoy es día de vida y de esperanza. Es
preciso que desaparezca de aquí todo lo que recuerde la muerte... ¿Quiere darme eso que
esconde ahí?
JUAN (Turbado, entregando su pistola).—Perdón...
ALICIA.—Voy a tirarla al estanque. En el mismo sitio donde Chole resbaló ayer. (Va a salir.)
JUAN.—Alicia... Espere..., tengo miedo de quedarme solo. ¿Me permite que la acompañe, Alicia?
ALICIA.—Gracias... (Le ofrece su brazo. Avanzan juntos hacia el jardín. El himno de Beethoven
suena ahora —cuerda y viento—fortísimo y solemne. Va cayendo lentamente el telón.)
Telón
FIN DE «PROHIBIDO SUICIDARSE EN PRIMAVERA»
441
Ensayo ¡Alerta, ustedes! De Fabián Dobles
¡Alerta, ustedes! De Fabián Dobles
“ Si ves pan o comida dentro del horno o sobre l cocina, no trates de cogerlos. ¡Podrás
quemarte! Mejor pedile a un adulto que los alcance”. ( El subrayado es mío ).
442
Ese consejo aparece así escrito en el suplemento Aprendamos Nº 29, del martes 7 de
setiembre de 1993, del diario La República, y lo la Consejito, personaje infantil graciosamente
concebido y dibujado para los niños.
Curiosa casualidad que la “desconcordada” coexistencia de la forma verbal “trates” y “pedíle”(
que tildo en la i por ser inclítica y así debe ser) aparezca a continuación de un artículo titulado
¿Qué significa independencia?, publicado a propósito de la conmemoración cercana del 15 de
setiembre y donde acababa de leer entre otros valiosos pensamientos uno que dice:
“Igualmente, nuestra cultura es mancillada día a día a través de la pérdida de nuestra
identidad cultural”.
El artículo todo, por cierto, merece leerse: es un vibrante llamado a comprender a fondo por
qué la decadencia de la identidad nacional y la necesidad de atajarla y luchar por una verdadera
patria soberana en todos sus aspectos. Y si ahora prosigo con la discordancia entre trates y
pedíle, síntoma de “débil conciencia nacional”, de la que precisamente se lamenta el artículo
citado, idiomáticamente en este caso, no se debe a voluntad de afear ni deslucir el aludido
Suplemento y menos la muy eficaz intención del artículo donde se quiere sacudir a mentes y
arrebatar a corazones para fortalecer esa conciencia de identidad e independencia, sino para
contribuir a este “¡Alerta, ustedes los todavía costarricenses de cepa!” , desde mi posición de
escritor centinela que ha intentado escudriñar la vida de sus paisanos y la suya propia como uno
de ellos, incluida como prioridad vital su parla de todos los días-indivisible en cada ser humano
de su pensar, sentir, recordar y soñar-, donde la función y presencia del verbo predominan
sobre todo los demás porque es el movimiento y la acción.
En el “consejo” antes apuntado trates es forma de tuteo y decíle del voseo. La confusión que
aquí se evidencia puede parecer-en la actualidad y no sé si para todavía pocos o ya muchos
compatriotas-inofensiva o intrascendente, sobre todo a los ya aplanados por la infracultura del
“portamí. Más como acuse de recibido de cuanto puede estar sucediendo psicosocialmente en
nuestro país y, peor aún, dentro de su alma profunda nacional, me parece grave corrosión
interna demostrativa de que, al par de suplantaciones, despojos, arrinconamientos, robos
descarados, aplastamientos, domesticaciones y tantas otras calamidades en los campos
económicos, social, político, ecológico, moral y religioso, también nos están arrastrando desde
fuera a ser y sentirnos al conjugarnos los unos parlandos con los otros, extraños y ajenos a lo
que somos y traemos del pasado.
¿ no le ha sucedido a usted que al atendérselo en alguna tienda del centro comercial de San
José o de Alajuela alguna vendedora de origen probablemente campesiono lo tutee lisa y
llanamente ( ¿ Quieres que te la alcance?, fíjate qué tela más fina…), como en las telenovelas
443
cotidianas? A mí sí. Y me he quedado tartamudo. Quizá se llame Yorleni, Evelyn o Jennifer y
pertenezca a la legión de nueva nomenclatura inglesa que viene del Registro Civil y los libros
parroquiales de unos decenios a esta parte como otro síntoma-plaga de la enajenación de la
cultura de nuestro asediado y casi indefenso país, cuyos habitantes últimamente se
caracterizan en proporción cada día mayor por su falta de personalidad cultural e idiomática.
Se me ocurre aquí preguntar si habrá todavía periodistas que no escriban, al modo ríoplantese,,
ese ajeno recién que “ recién en los últimos años” nos ha llovido desde el cono sur y que a lo
mejor debe de parecerles una novedad estilística que ignoraban y “recién descubren”; o bien
cuántos estarán enterrados de que iniciar nunca fue verbo intransitivo, como sí lo son
empezar, comenzar, por lo que no se debe escribir “el partido inició a las once”, sino
obligadamente “se inició”, ya que no hablamos inglés; todavía hablamos el español dialectal
costarricense, donde aún podemos solazarnos con nuestras venerables formas reflejas o
cuasirreflejas, riqueza de que no disponen algunas otras lenguas. Y aunque estos últimos
apuntamientos parecen desviarse del meollo de mi artículo, los menciono-al igual que podría
hacerse con otros similares casos-como hincapié en nuestra flojera colectiva para sostenernos
en lo que nos pertenece y caracteriza, sin doblegar la cerviz ante cualesquiera novedades
forasteras, a las que con tan siniesca debilidad se tiende a imitar.
En un cuento muy conocido y muy costarricense, pero también iberoamericano y universal,
leemos:
“-Pues te me quitás de aquí ya, ya, si no querés que salga de vos ahora mismo; y cuidadito con
volver a asomar la nariz por aquí, porque te va a saber feo. Este yurro es mío y pedile a Dios
que no me arrepienta de dejarte ir.
Tío Tigre se las pintó sin esperar…”
¿Pueden ustedes imaginarse a Tío Conejo diciendo “quitas”, “quieres”, “salga de ti”, “pídele a
Dios”?
Sueñen por unos momentos con una conchería de Aquileo romanceada en “tú” y en “ti”, o con los
bananeros de Fallas o el palmitero de Max Jiménez diciendo “entiendes” por “entendés” o
“dinos” por “decínos” y, bueno, se sentirán en cualquier país menos Costa Rica.
Mas no es sólo asunto de pueblo llano, sino cosa de arriba abajo y abajo arriba. Vayan si no y se
lo preguntan al maestro de la novela Juan Varela pero asimismo a don Federico, el muy señor
burgués bananero de Murámonos Federico, y también a la Tía Tula y los cafetaleros “levas” de
Los Molinos de Dios, por citar narraciones de las más sobresalientes y conocidas de antes y de
444
ahora donde, como en otras tantas a su vez renombradas, sehace vivir literariamente a nuestra
gente en diversas circunstancias y tiempos y zonas sociales. Si no se tratan de “usted”, en
relación de confianza entre amigos o cariñosamente lo corriente y normal es tratarse de vos,
como de padres a hijos o entre hermanos; a veces, hasta entre desconocidos que al
relacionarse se sienten iguales. De ese modo son como son y si no no son, es decir, no somos. Su
lenguaje natural espontáneo así se lo manda para expresarse, como cifra y suma que este
constituye de cultura histórica y memoria colectiva integrada, porque el voseo es signo que nos
identifica y diferencia, por de fuera, en la forma, mas, desde muy adentro, en la sustancia
psicológica.
Ah, pero sin embargo ahora está conteciendo que hasta la Virgen de Sarapiquí, a juzgar por el
rosario de ingenuidades y rarezas que se pueden leer o escuchar eb diversas informaciones
públicas, no trata de “vos” a su iluminado mensajero. Por lo visto, en las alturas celestiales
están mal enterados de que nuestro país, fraguado históricamente por pobres y pobretones
pobladores-hidalgüelos, por Ley de Indias ”caballeros”, campeó y se impulso el tratamiento de
segunda persona en plural ficticio, como aconteció en el inglés con el you y en el francés con el
vous, claro indicio histórico-lingüístico según autorizadas opiniones de una movilización social
clasista de tendencia niveladora con trasfondo democrático o democratizador, en sentido
adverso al espíritu servil y al dominio noble sobre los plebeyos.
Y ya que de Vírgenes y Sarapiquíes decirnos, pensemos si este novedoso o novelero fenómeno
recién aparecido en Costa Rica ( del que sociólogos, teólogos y hasta llanos sacristanes
escribientes se hallan muy ocupados discutiendo) en clara competencia de clientela para con la
costarricense Señora de los Angeles, que tanto nos significa a los aquí bien nacidos y criados
por humildosita y popular, no será en el fondo también ostentosa y bien publicitada muestra
más de la que califiqué débil personalidad nacional, en este caso reflejada en el campo
religioso, tan susceptible a supercherías e influjos disolventes que provienen de presiones
ajenas a lo que nos autentica o autenticaba como conglomerado humano. Obsérvese cómo
nuestra Virgen de extracción popular, oscura piedra plebeya y connotación indígena y mestiza,
se le enfrenta de buenas a primeras otra, pero solemne y de aparente poder solar, producto de
la que podría catalogarse “transnacional de las apariciones marianas”, estas siempre de atuendo
celeste y semblante caucástico-eurocéntrico, clara señal de aculturación no ajena en la
psicología social a tantos otros fenómenos colectivos a menudo sicóticos que se dan y repiten
en la gama de los grandes espectáculos modernos, llenos de estímulos multiplicadores
productos de efectos especiales donde no faltan los alucinantes juegos de luces y escarcha
luminotécnicas.
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Bueno, es verdad: el desarrollo cultural se nutre globalmente de un irrefrenable toma y daca
histórico en movimientos continuo, donde se supone que unos y otros pueblos, estas y aquellas
regiones de la tierra, trasladándose de un modo y de otro en el tiempo y el espacio, se influyen
recíprocamente e intercambian sus grandes y pequeños hallazgos culturales ( hablando a
macrohistórico rasgos y sin excluir lo negativo junto a lo positivo), de manera, y pese a tantos
desgraciados encontronazos y pérdidas a la corta de los unos o los otros, que es la humanidad
toda quien acumula, suma, multiplica y gana, a la larga, y así se enriquece culturalmente.
Sólo que las naciones como la nuestra, especialmente en estos acelerados tiempos de los
enromes saltos científicos y tecnológicos y las intercomunicaciones ensordecedoras en poder
de los grandes imperios dominantes, llevan por pequeñas y débiles las de perder, al igual que lo
arrastran en los mezquinos y sucios campos de la economía y las finanzas internacionales, si no
adquieren conciencia plena de sí misma y defienden su personería profunda en este perenne
proceso de asimilación e intercambio cultural, en el fondo necesario y fructífero considerado
como totalidad en marcha hacia el futuro, mas también capaz de borrarnos de la faz del
planeta como ser nacional con nombre auténtico propio.
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