3luis medina hacia el nuevo estado.pdf
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INTRODUCCIÓN
En la historia del México independiente'el Estado ha guardado una posición de prim ordial im portancia para la construcción nacional. Transcurrida la etapa desequilibrada in m ediatam ente posterior a la Independencia, superados la Intervención y el Imperio, se formó el prim er Estado viable. Definido en la Constitución de 1857 por los liberales triun fantes, lo distinguía prim ordialm ente su naturaleza (jurídica) altam ente democrática. Con una fe que rayaba casi en la ingenuidad, los liberales de la prim era hora creyeron que con un Estado mínimo de corte típicamente liberal decim onónico, y disposiciones que fom entaban las relaciones económ icas en la sociedad, bastaba para instaurar la democracia y la felicidad social. No fue así. La arcadia política no pasó nunca de lo que ha dado por llamarse una dem ocracia lim itada, en este caso limitadísima a la estrecha élite liberal de la ciudad de México y algunas capitales de los estados, para aquellos que sabían leer y escribir o habían alcanzado alguna profesión. El resto del "sistema" quedó pronto definido por relaciones y pirám ides de patronazgos, form a en que las sociedades latinas atrasadas resolvían la ausencia del ciudadano. Prim era lección: no bastan las leyes para m odernizar a una sociedad atrasada; se requiere la m ano fuerte, y esa fue no una dictadura (palabra preferida de la propaganda revolucionaria), sino un Estado autoritario de corte tradicional y caciquil.
El Porfiriato, tradicional en lo político, perfeccionó una forma de hacer las cosas que venía perfilándose desde que Benito Juárez restauró la República en 1867. Sin embargo, fue m odernizador en lo económico. Industrialism o y educación fueron las piedras de toque de los gobiernos porfíri- cos, incluido el del presidente Manuel González, creando con ello las condiciones para el surgim iento de los gremios, el fortalecimiento de las clases medias urbanas y el brote de nuevas expectativas sociales. Pero pronto el "sistema" le que-
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dó chico al país, pues no obstante su rostro modernizador, carecía de la flexibilidad necesaria para reconocer, incluir y procesar las demandas provenientes de nuevos y viejos grupos sociales. Ni clases medias y gremios, ni com unidades indígenas y campesinas, los dos extremos sociales de principios del siglo xx, encontraron acomodo en un Estado que se esclerosaba con la edad del patriarca supremo. Que la prim era bandera de la Revolución mexicana fuera la reivindicación política, implica, entre otras circunstancias, el dom inio en la etapa m aderista de un liderazgo ilustrado que percibe en el principio dem ocrático-liberal lesionado por el Porfiriato el mensaje de más amplio llamado. Segunda lección: un Estado autoritario y caciquil, aunque se le acompañe del oropel Tegal-democrático, es insuficiente para m odernizar a la sociedad porque carece de flexibilidad suficiente para incorporar a las fuerzas sociales que crea o despierta.
Con el triunfo de la Revolución en su versión m aderista feneció el prim er Estado nacional, para dar lugar al segundo, el Estado posrevolucionario, hoy por hoy tan criticado en la historiografía de reciente factura. Este empieza por ser definido en la Constitución de 1917, incluye los derechos de las nuevas fuerzas despertadas en la sociedad, y sienta las prim eras bases para la posterior intervención estatal en la economía. A diferencia del Estado liberal anterior, pronto desarrolla una vocación supletoria de la débil iniciativa privada en casi todos los campos del quehacer económico; pero al igual que aquél, al menos tem poralm ente, tiene que recurrir a la reconstitución de las pirám ides tradicionales de poder
-"'locales. La flexibilidad necesaria para resolver las tensiones entre el centro y la periferia, los caciques y el Estado, se alcanza mediante la fundación del partido de la Revolución, que integra nuevas fuerzas sociales, equilibra y disciplina a los grupos políticos y favorece la constitución de un Estado fuerte. Aunque en lo político continúa la tradición posdemo- crática de los liberales decimonónicos, ésta de nuevo se topa con resistencias sociales de consideración. Las antiguas redes caciquiles de poder en el país se reconstituyeron vía los hom-
~ bres fuertes revolución arios. Pero la base para nuevas alianzas, ahora de naturaleza m ás amplia a través de gremios y campesinos, estaba cim entada y era posible, siempre y
INTRODUCCIÓN 17cuando se centralizara el poder. Cosa que sucedió, otorgándole al segundo Estado mexicano los medios para darle un em pujón mayor a la modernización económica, frente a la cual la política quedó postergada para mejores tiempos. Tiempos que habrían, inevitablemente, de llegar. Los primeros rastros de cam bio en esa situación aparecen con las reform as electorales que introducen el concepto de "diputados de partido”, se m anifiestan dram áticam ente en los sucesos de 1968, y culm inan en lo económico con la crisis de 1982, y en lo político con el sacudim iento electoral de 1988.
A p artir de entonces, México vive un periodo deCtransición que apunta hacia el claro surgimiento del tercer Estado mexicano; que se da a la par de un reacom odo de la economía internacional, a principios del decenio de los setenta, y de las relaciones de poder internacionales de la Guerra Fría, cuyo evento más dram ático es el desm oronam iento de la antigua Unión Soviética. El surgim iento del tercer Estado mexicano se encuentra en proceso, hasta ahora determ inado por una redefinición de las relaciones de éste con la sociedad (Estado mínimo), con otros poderes y con los estados federa- > dos (descentralización y gobiernos de oposición); por el reconocimiento de nuevos actores políticos (ciudadanos y movimientos); y por la plena aceptación de las tendencias m undiales de la globalización económica (apertura com ercial, com petencia y productividad).
Se quiso en esta obra elaborar un esbozo biográfico del Csegundo Estado, el posrevolucionario, partiendo de los tres
grandes problemas que enfrentó en sus inicios —el militar, el político y el económico— que contribuyeron desde el principio a definir su perfil, con la finalidad de ver condicionantes y posibilidades para su transformación. Una transformación que, como durante el Porfiriato, se da ahora en una tensión entre m odernización y participación. A esa transform ación en curso algunos la llaman la reform a de la Revolución mexicana, otros, transición dem ocrática, otros más, la definen como el cambio estructural. Lo singular del surgimiento de este tercer Estado no son sus rasgos, por lo demás com partidos por otros países de sim ilar desarrollo, sino que despunta por la vía de la transform ación pacífica y no la revolucionaria. Pero cualquiera que sea el apelativo, resolverla y
18 INTRODUCCIÓNculminarla pacíficamente es, sin duda, el reto mayor que haya tenido generación alguna de mexicanos.
Deseo m encionar a algunas de las muchas personas que brindaron su colaboración en la composición de este libro. Ante todo cabe m encionar que esta obra no hubiera sido posible sin el apoyo prestado por el director general del Fondo de Cultura Económica, Miguel de la Madrid Hurtado. Rafael Aranda Vollmer coordinó al grupo que colaboró en la revisión de la vasta bibliografía sobre el México contemporáneo, y examinó minuciosamente los borradores aportando ideas e interpretaciones iluminadoras. Alina Bassegoda, María del Carmen Gastélum y Ángeles Mascott auxiliaron en la recopilación del material que da sustento a este libro. Blanca Torres llevó a cabo una lectura crítica del manuscrito final y, además de las precisiones que contribuyeron a mejorarlo, ayudó a perfilar con claridad el punto de vista que le diera congruencia. María Teresa Miaja, Juan Manuel Mondragón y Vicente Cárdenas revisaron el estilo e influyeron para suprim ir incoherencias y evitar dislates. A todos ellos mi profundo agradecimiento. Como siempre, y en su descargo, declaro que las opiniones aquí expresadas son de la exclusiva responsabilidad del autor.
México, D. F., octubre de 1993.L. M.
EPÍLOGO
Ca si 70 años duró el segundo Estado mexicano. En ese lapso contribuyó a crear un sistema político que durante decenios fue la admiración de muchos, incluso receta para otros países latinoamericanos. Fue un Estado que logró resolver el dilema histórico entre estabilidad política y transm isión pacífica del poder, a la vez que desarrollaba una am plia flexibilidad gracias a su naturaleza inclusiva de las fuerzas sociales que iba creando vía la modernización del país. Contó para ello, como piedra fundamental, con un partido que por su pretensión de representar al todo social resultaba hegemónico. No fue el único Estado con partido dominante, pues la segunda posguerra trajo consigo buen número de países de reciente independencia y de partido único y se vio tam bién acompañado por muy respetables naciones democráticas, como fue el caso de Suecia, Israel y Alemania Occidental, en donde un partido dominante primó en la escena política durante decenios. Al igual que en estos últimos, ni siquiera en las épocas de mayor predominio del p n r -p r m -pri se rechazó en México la posibilidad del pluralismo, por otra parte consignado en la Constitución política del país, ni tampoco conoció la suspensión o diferimiento de una sola elección nacional o local. El pluralismo incluso se alentó a veces artificialmente, como fue el caso de varios partidos políticos pequeños, para dar cabida a minorías que en países democráticos ni siquiera son tomadas en cuenta.
Esa configuración hizo posible un Estado fuerte por primera vez en la historia nacional, y además comprometido con la modernización. Un Estado que, bajo circunstancias iniciales penosas, introdujo cambios de tal naturaleza en la realidad física y en la conciencia de los habitantes —carreteras y educación, por ejemplo— que sutilmente al principio, pero con mayor evidencia y alcance después, erosionaron la base social que apoyaba el diseño original. Entre 1938, cuando Cárdenas configura al partido sectorizado, ahora mal llamado
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302 EPÍLOGOcorporativo, y 1988, cuando ese arreglo empieza a dar muestras de ineficacia frente a la nueva realidad, corren exactamente 50 años de empeñosa modernización en todos los órdenes. No extraña que una realidad social cambiada reaccionara políticamente, bajo el impacto de la crisis económica más profunda de esté siglo, en la forma en que lo hizo en 1988, sino que no se hubiera previsto, pues los síntomas estaban presentes al menos dos décadas antes. Pero sea como fuere, el hecho que conviene resaltar aquí es que fue posible establecer un Estado eficaz y con capacidad para solventar casi todos los conflictos que creó la modernización del país, mantener el equilibrio entre los actores políticos y sociales, y propiciar la estabilidad y el crecimiento durante por lo menos cinco décadas.
El diseño mismo del partido implicaba algo mucho más importante: una organización que, si bien no representaba a toda la sociedad (en un principio, los reaccionarios quedaban de lado), pretendía hacerlo, pues la abarcaba casi toda. Y tenía en consecuencia un efecto claro e importante como frente aglutinador de todas las tendencias políticas.1 El agotamiento de ese frente, prolongado más allá de su término natural de vida y utilidad, abrió una serie de perspectivas alternativas de futuro político antes impensadas. Éste es, sin duda alguna, el síntoma más claro del inicio de la configuración del nuevo Estado mexicano. Situación que ha significado, entre otras consecuencias, la conciencia de la necesidad de ajustar las reglas de competencia electoral para igualar a los contendientes.
Ante el peso de las circunstancias resultó apenas natural que se impusiera el cambio del partido de la Revolución, la pieza más importante durante años de lo que los politólogos llaman el sistema político mexicano. La forma de integración del partido, los sectores, que se correspondía perfectamente con las formas asociativas añejas de la sociedad mexicana, premodernas si se quiere, en las cuales el concepto de ciudadano y de individuo encontraba fuertes resistencias para su implantación, entró definitivamente en crisis a fines de los ochenta. Los intentos por adecuarlo mediante la organización geográfica y la definición como partido de ciudadanos, reforma largamente pospuesta, son la expresión de la pérdida del
1 González Pedrero, 1993, p. 7.
EPÍLOGO 303hegemonismo, la disgregación del voto sectorial y el inicio pleno de la competitividad electoral.
Pero el rasgo más importante de la transformación que apunta al surgimiento del tercer Estado se ubica al nivel del Estado mismo. Superado el modelo estatista de crecimiento, se ha iniciado la puesta en marcha de un nuevo modelo para avenir el libre mercado con la vocación social del Estado mexicano, pero que supone adelgazar a éste y redefinir sus compromisos y relaciones con la sociedad. El nuevo modelo, al que se ha llamado liberalismo social, se echó a andar con la idea de continuar la modernización y el crecimiento del país aunque por medios diferentes, pero sin dejar de lado la atención a rezagos y desigualdades sociales. ¿Vino nuevo en odres viejos? Puede ser que así sea. Sin embargo, en la medida en que el nuevo modelo ha significado la reducción en las dimensiones del Estado mexicano, lo cual contradice las justificaciones ideológicas que habían legitimado su quehacer por decenios, sí puede afirmarse que la reforma estructural de la economía ha repercutido ampliamente en el ámbito político, y subraya que México se encuentra en vías de la configuración de un tercer Estado. De esta suerte, también puede hablarse de una reforma estructural política que se inició en el periodo de ruptura y transición, de tiempos más lentos que la económica, y que aún no termina. Es de suponerse, si no prevalecen actitudes maxi- malistas y de ruptura de algunos actores políticos, que la serie de procesos así desatados conduzcan a un nivel superior de acomodos y arreglos negociados, a una democracia ampliada que sustituya a la limitada democracia funcional anterior y supere los límites a la participación que se han puesto en evidencia desde los años ochenta. Aquí la cuestión crucial es: ¿Estamos o no en vísperas de una ampliación en la participación de tal naturaleza que conduzca a un sistema político más democrático? ¿Están en aptitud los principales actores políticos para lograrlo? Porque una cosa es el surgimiento de un electorado más consciente e informado que cataliza las tendencias sociales a la participación presente hace tiempo en la sociedad. Pero otra muy diferente es la capacidad de los actores políticos principales, los partidos y sus dirigentes, para entender esa realidad y conducirla adecuadamente para lograr una nueva estabilidad política.
304 EPÍLOGOUn inicio de respuesta a estas preguntas se encuentra en los
nuevos temas que se debaten ahora en el país. El primer tema, central a todos, es el de la democracia. Tema, por otro lado, que en el caso de México requiere de un deslinde previo. Ante todo hay que tom ar en cuenta que ésta ha sido y sigue siendo predominantemente una preocupación de las élites políticas más que objeto de una amplia dem anda popular. Salvo casos locales de movimientos ad hoc organizados por la oposición para exigir respeto al voto, no se han visto movilizaciones a nivel nacional como las de Europa del este o en los países del Cono Sur. Tener presente esta circunstancia aclara mucho el panoram a de la discusión del tem a democrático mexicano, pues se trata de los actores políticos principales, y sólo los actores, poniéndose de acuerdo sobre las reglas de juego, y de intelectuales e ideólogos discutiendo transiciones a la democracia y sus alcances. Sin embargo, se trata de un debate novedoso, y tratándose del primero a fondo después del que provocó el maderismo, trasciende en la medida que ha impactado ya a la legislación electoral e incorporado, al menos en sus expresiones más académicas, corrientes de pensamiento político extranjeras.
La primera evidencia de la naturaleza distinta de este debate reside en el hecho de que el sistema de partidos ha cambiado en forma notable en pocos años. Si antes ese sistema de partidos estaba compuesto por un partido dom inante y varios pequeños, un pluripartidismo claramente desequilibrado, ahora despunta en el horizonte un tripartidismo, como lo confirman los resultados de las elecciones federales de 1991 y de 1994, y se aceleran las tendencias a la desaparición de los pequeños partidos. Las secuelas de las crisis económicas, en particular la que se inició en 1987-1988, repercutieron en el ámbito político partidista configurando dos fuertes formaciones en los flancos del partido en el gobierno. En tanto el debate sobre la suerte del modelo estatista alentó una escisión en el pri que al unirse con la vieja guardia com unista conformó una opción en el flanco izquierdo de ese partido, la afluencia de empresarios y un aum ento en la militancia, sobre todo entre los votantes jóvenes, vigorizaron la opción siempre presente en su flanco derecho.
Las negociaciones sobre las reglas del juego han pasado
EPÍLOGO 305por dos etapas muy bien definidas. La primera cubre de 1946 a 1987, en la cual los cambios fueron otorgados, y se caracterizaron por abrir espacios a la oposición desde el poder. Esa etapa incluye la centralización del proceso electoral federal, la disminución de requisitos para registrar partidos y la introducción de los sistemas proporcionales, a fin de propiciar la presencia de otros partidos políticos en la cámara baja del Congreso de la Unión. Esa etapa corresponde también a la época culminante del hegemonismo del partido de la Revolución y el apogeo del proyecto estatista. La segunda fase se inició tras las elecciones de 1988, y se caracteriza por reformas electorales pactadas, que se orientan a poner en igualdad de circunstancias a los partidos en la liza electoral, abrir el Senado a la representación proporcional y cerrarle el camino a cualquier acción ilegítima en la búsqueda del voto. Ambas etapas responden a criterios de legitimación, aunque con sentidos diferentes. En la primera etapa, la legitimación iba por los caminos de alentar una oposición que matizara la hegem onía priísta; en la segunda, el objetivo consiste en llegar a tener elecciones nacionales cuyos resultados sean aceptados por todos los actores políticos.
Los pactos, en resumen, se perfilan ahora como la forma para que los actores políticos logren acuerdos sobre las reglas del juego democrático. De aquí que en menos de seis años hayamos atestiguado cinco reformas electorales. De aquí, tam bién, que atrajeran la atención los análisis teóricos, ahora en boga en Estados Unidos y la Europa mediterránea, sobre la transición a la democracia.2 A no pocos analistas y a muchos políticos priístas repele parte de este incipiente cuerpo teórico, ya que supone el tránsito de un estadio autoritario a otro democrático, basándose en lo que se llama la tercera ola de democratización que comprende los casos de España y las dictaduras militares latinoamericanas.3 Pero la tercera ola, salvo el caso exitoso de España, Chile y Argentina, en los demás países acusa rasgos hacia la regresión, como lo atestigua el Perú de Fujimori, o bien tendencias a una democracia delega-
2 Véase, por ejemplo, Sánchez Susarrey, 1991, passim , y Cambio XXI, 1993, passim.
5 Véase la reseña a la ponencia del autor en el Coloquio sobre Transiciones a la Democracia en Cambio XXL 1993, pp. 333-334.
306 EPÍLOGOtiva más que liberal. México, se arguye, no es parangonable a los países que sirvieron de modelo para el apoyo empírico de ese cuerpo teórico, pues el hecho de haber pasado por una revolución al principio de este siglo estableció las bases para una evolución por caminos distintos a los países que sirven de ejemplo a las teorías sobre la transición a la democracia. La Revolución, por necesidad política, centralizó el poder y creó un Estado fuerte y protagónico del desarrollo, a la vez que formalmente asumía la democracia representativa. En esa medida, México ha contado con una estructura jurídico-institu- cional que obliga a elecciones periódicas, conoce de un sistema de partidos en evolución desde los años treinta y tiene un ejército profesional sujeto al mando civil y al margen de la política desde los años cuarenta. De 1918 a la fecha se han realizado numerosas reformas electorales, las ultimas dos pactadas; desde 1920 ninguna elección federal o local se ha suspendido. No es casualidad, por ello, que el retiro reciente del Estado de tantos terrenos de la vida social y económica del país coincida con la plena aparición de fuerzas políticas nacionales en la lucha electoral y que hoy más de un tercio de los habitantes se encuentren gobernados por la oposición.
Muchas veces se exige a los países en desarrollo quemar etapas que a los industrializados llevaron mucho tiempo cumplir, corriendo el riesgo de rom per la cohesión social, provocando una crisis política contraproducente. A las así llamadas democracias occidentales les llevó la mitad del siglo xix y casi la mitad del xx arribar al sufragio universal y eliminar las prácticas corruptas en las elecciones.4 Inglaterra antes que nadie inventó el sistema de com pra de votos en dinero o en especie, los agentes electorales encargados de hacerlo y las manipulaciones clientelares por parte de los barones de la tierra. En Francia y España, países centralistas, los gobiernos ejercían la influencia política sobre el electorado a través de los alcaldes y gobernadores, respectivamente. España, de paso, aportó a la historia electoral el término "cacique”, que previamente había importado de sus colonias, para designar a los personajes encargados de conseguir el voto en poblados
4 O’Leary, 1962, pp. 11 y ss; Zeldin, 1978, pp. 373-378; Varela Ortega, 1977, pp. 401 y ss; McCook, 1978, pp. 411-421; Speed, 1978, pp. 422-426, y Rogow et al., 1978, pp. 427-433.
EPILOGO 307y regiones. Estados Unidos, país federal, tiene la distinción de haber creado las maquinarias electorales más eficaces que se hayan conocido para la compra de votos mediante numerario o cargos municipales. La maquinaria demócrata de Chicago aún funciona hoy con precisión de relojería, para no hablar de las manipulaciones al padrón por parte de vicegobernadores y jefes municipales de policía en los estados sureños.
Pero en términos generales esas democracias han avanzado a lo largo de 100 años en su democratización, al punto de convertirse por designio propio en paradigmas para los mundos segundo, tercero y cuarto. (Hoy por hoy, los organizadores de las democracias ajenas han encontrado en los organismos internacionales instrumento, justificación y medio para realizar intervenciones, incluso armadas, en nombre de la democracia.) ¿Qué elementos, qué fuerzas, se encuentran detrás de esta evolución? Son pocos los que se han dedicado a escudriñar tan interesante tema, y casi nadie en nuestro país. Pero en general los estudios, de carácter histórico casi todos, coinciden en apuntar dos elementos centrales. El primero se refiere al crecimiento, tanto demográfico como de la industrialización y la urbanización, que trajeron consigo la secularización de la política, la aparición del concepto contemporáneo de ciudadano y la organización de movimientos por la ampliación del sufragio y la eliminación de las prácticas corruptas. El segundo consiste de periodos más o menos largos de estabilidad política para dar tiempo al surgimiento de esas novedades sociales y oportunidad para que ejerzan su influencia sobre la clase política y la legislación. Se trata de una evolución cuyo punto culminante ha llevado a algún escéptico a afirmar que, si antes se compraban votos con dinero o en especie, ahora se compran con palabras, lo que tiene el mérito de ahorrarles gastos a los candidatos y a sus seguidores.5
¿Cuándo se cumplió en el pasado de México la conjunción de esos elementos? Durante la vigencia del primer Estado, particularmente durante el porfiriato, se dieron el largo periodo de estabilidad (que le fue posteriormente reprochada) y una incipiente industrialización. La urbanización y el crecimiento demográfico, sin embargo, se quedaron a la zaga de
5 Gwyn, 1978, p. 403.
308 EPÍLOGOlos ritmos alcanzados por las potencias de entonces. El movimiento maderista fue el primero en favor del sufragio efectivo digno de tomarse en cuenta; su éxito, sin embargo, resultó efímero al tratar de solventar su recurso a las armas mediante una legalidad democrática conciliatoria y tolerante. Fue el segundo Estado, el posrevolucionario, con la búsqueda obsesiva de la estabilidad y el crecimiento, el que sentó las bases para la aparición de los elementos estructurales necesarios para la evolución política, ahora tan ansiosamente exigida por algunos sectores de las élites políticas e intelectuales.
Sin negar la existencia de la violencia electoral en los primeros decenios posrevolucionarios, o fraudes electorales posteriores, es preciso tener presente que los revolucionarios que triunfaron y tomaron el poder en 1920 partían de una profunda convicción: la democracia que había querido Francisco I. Madero lo condujo a la muerte, a la destrucción de su gobierno y a ocho años adicionales de guerra civil. Madero quiso la reconciliación nacional, la independencia de los poderes y la libertad de prensa. Madero veía su revolución como la culminación, el perfeccionamiento, del Estado liberal, del cual deseaba su estabilidad pero no los métodos para mantenerla. Para ello conservó el ejército porfirista, no apoyó a los suyos para llegar a las cámaras y dejó que la prensa lo atacara hasta ridiculizarlo, todo en aras de su compromiso democrático. Después del golpe huertista, cuando Carranza señaló que “revolución que transa, revolución que se pierde”, sólo expresaba el convencimiento profundamente arraigado entre los revolucionarios de la segunda ola de la necesidad de eliminar al contrario por las armas y políticamente. La larga etapa armada revolucionaria contribuyó, a su vez, a crear otra serie de obstáculos para restaurar el ideal democrático maderista. Los ciudadanos armados, el surgimiento de una nueva clase política en los estados y la paralización de la economía, por si solos eran elementos más que suficientes para que los triunfadores, distraídos en tareas de sobrevivencia política, prefirieran la búsqueda de la estabilidad al experimento democrático inmediato, en una sociedad a la que veían impreparada para sobrellevarlo. Con estos elementos se fundó en 1917 el segundo Estado, aunque conservando el ideal democrático.
EPÍLOGO 309La Revolución mexicana se explica así, más que por las dis
quisiciones sobre su naturaleza, por las peculiaridades del Estado que destruye. Es ya bien sabido que el porfiriato, form alm ente adscrito a los principios del liberalismo político, fue incapaz de darles forma porque partía de una realidad política sustentada en clientelas locales, a las cuales integró respetándoles sus esferas de influencia a cambio del reconocimiento del arbitraje presidencial. Al régimen anterior, la Revolución planteó el doble reto de la democracia ciudadana y, a la vez, la cuestión de la representación de los gremios ascendentes y de las comunidades tradicionales. De ahí el afán surgido con la Revolución por encontrar interlocutores en todos los ámbitos, fueran el sector privado, el obrero o el campesino. De ahí que un partido, al articular a los gremios de trabajadores y crear el sector campesino por decreto presidencial, pretenda representar al vasto conjunto de la sociedad de acuerdo con la lógica de toda revolución. Pero con ello hicieron algo que no había logrado el primer Estado durante el porfiriato: institucionalizar el presidencialismo, vía la constitución de un partido como mecanismo de arbitraje de las cuestiones álgidas del conflicto de clases en un marco de rectoría económica y social. La inclusión de la no reelección permitió superar las limitaciones impuestas por la permanencia de una sola persona al frente del poder arbitral, legitimando al presidencialismo más allá de los límites más aventurados ideados por los ideólogos positivistas. Por ello no es de extrañar que ahora, en el debate sobre la democracia, las élites de las oposiciones y los intelectuales centren sus baterías en el partido y el presidencialismo, o como se expresa corrientemente en esos círculos, en el binomio PR{-gobiemo.
¿Pero acaso subsiste el tipo de relación y ascendencia política que implica esa crítica? No puede negarse que subsisten conductas propias de los años del hegemonismo priísta, propias de la transformación política en que coinciden viejas y nuevas actitudes. Sin embargo, juegan elementos de la mayor importancia que apuntan hacia nuevos estadios en la conducción política del país. El primero, y más evidente, es la presión de cuadros y bases del pri por transformar el partido, como reacción a la mayor competitividad electoral y la actualidad de la democracia en el ámbito internacional. Se trata de
310 EPÍLOGOun proceso que, no obstante avances y retrocesos, se orienta a buscar las formas para conciliar la participación interna de los militantes con la conservación de la unidad. Dilema propio, por otra parte, de cualquier partido en el mundo. Conducir adecuadamente ese proceso de transformación partidista será la tarea fundamental de ese partido en los años por venir. El segundo, menos evidente, es el cambio en la relación entre la presidencia y los poderes estatales, que empieza a verse modificada por las gubem aturas en manos de la oposición. Como no cabe una doble conducta, esta novedad favorece una mayor autonomía de los poderes locales que, iniciada con las políticas de descentralización, lleva a perfilar un presidencialismo más democrático y menos tradicional.
Algo preocupante, sin embargo, parece ocurrir ahora en el nivel de la cultura política. En tanto la población en general parece seguir evidenciando ese patrón de orientaciones políticas señaladas por Almond y Verba hace tres decenios, de fuertes tendencias a la participación, aunado a un acentuado orgullo por sus instituciones políticas, la de los actores del sistema, las élites políticas, se encuentran en diversos grados de discordancia con ella. La más evidente se ubica entre la izquierda perredista que, alentada por su éxito electoral de 1988, se fue por los caminos del maximalismo, con un mensaje ambiguo sobre el uso de la violencia, el diálogo y la negociación. Lo cual refleja de paso que el pr d no ha superado las viejas concepciones marxistas sobre la utilidad de la violencia ni el faccionalismo interno que sólo permite la unidad orgánica elemental en la medida en que se sujeta al caudillismo providencial de su líder. El maximalismo del p r d supone siempre la descalificación del pri y frecuentemente la de otros actores; la movilización constante como sustituto a su falta de organicidad, y la violencia electoral para después negociar la desobediencia y obtener así ganancias políticas. La violencia como forma de presión se relaciona estrechamente con el abuso que ahora se hace del concepto de sociedad civil. El pr d , de acuerdo con la tradición marxista, presenta a la sociedad civil como distinta y contrapuesta al Estado porque así resulta conveniente a sus intereses, pues en cualquier momento puede recurrir a la ruptura con el Estado y justificarla como un regreso a la sociedad, tal y como lo hacían los jus-
EPÍLOGO 311naturalistas que, contra Leviatán, oponían el regreso a la sociedad natural.6 En beneficio del país, es de esperarse que ese partido supere las lim itaciones que le impuso la circunstancia de nacimiento para que pueda dar articulación adecuada a la representación que quieren sus votantes, y para quienes los demás partidos no son opciones aceptables.
En cambio el p a n , renuente por principio a la violencia, cuenta con capacidad institucional y cuadros capaces de asim ilar la afluencia de nuevos militantes y dedicarlos al trabajo político y electoral, y así lo ha hecho. Pero aún más, al darse cuenta los directivos de ese partido del nuevo significado de la legitimidad, aceptaron de inmediato las alianzas tácticas convirtiéndose en el principal interlocutor del pri y el gobierno, obteniendo con ello un protagonismo inusitado en todos los terrenos, además del reconocimiento a sus triunfos electorales en las regiones donde tiene fuerte presencia. De hecho, el pan se ha transformado rápidamente en un partido de oposición leal, que lucha por sus intereses sin vulnerar al régimen ni al sistema político. Aun así, no son pocas las veces que candidatos y militantes del p a n , con motivo de elecciones locales, descalifican de antem ano el proceso electoral, sembrando así la incertidumbre y la duda antes del acto comicial.
En realidad, lo que sucede es que la cultura de las élites políticas se encuentra permeada por el síndrome del triunfo a toda costa; en otras palabras, que no se sabe perder en una liza política, vicio muy anterior a la práctica electoral de los años inmediatamente posteriores a la etapa armada de la Revolución mexicana, pero recrudecido con posterioridad a ella. Aun así, y limitado por el hecho de que tiene que contender con las opiniones de su vieja guardia, el pri fue el primero que ha reconocido una derrota en una elección local
6 Véase la entrada "sociedad civil” en Bobbio et al., 1984, pp. 1570-1576. El "descubrimiento” de la sociedad civil como instancia distinta y supletoria del Estado se originó en los sismos de 1985 cuando, ante la magnitud de los daños en la ciudad de México, habitantes y damnificados se movilizaron para el rescate de víctimas. Ejemplo: "De entre las ruinas y el dolor, las ganas de tener asideros ante las múltiples tristezas propiciaron que un término antaño sólo académico ganara presencia pública: la sociedad civil, como concepto y como aspiración generalizadas, nacía del desastre en los días posteriores a aquel 19 de septiembre de 1985.” Trejo Delarbre, 1991, p. 381.
312 EPÍLOGOmayor, la gubem atura de Baja California, en julio de 1989. En febrero de 1993, tras una elección apretada, el pan reconoció el triunfo del PRI en las elecciones para gobernador en Baja California Sur. En febrero de 1995, de nueva cuenta el pri reconoció el triunfo del pan en las elecciones locales de Jalisco. Estos hechos contribuyen sin duda a crear los cimientos de la nueva cultura de la competencia, pero es todavía insuficiente. Las reglas de juego electoral podrán reformarse hasta el infinito, incluso al grado de otorgar desde el Diario Oficial el triunfo adelantado a un partido de oposición como parecen quererlo algunos, pero la cuestión democrática en México no quedará resuelta en tanto no des-aparezca el síndrome funesto. Tras pactos, negociaciones y retórica sobre la democratización de México, la prueba de fuego real, cuando sabremos si México llegará o no a esa democracia tan preconizada, será cuando el pri gane a otro partido una guber- natura y la oposición conceda. Y esa prueba quizá llegue más pronto de lo que se cree.
En tanto el político priísta se debate en contra de su cultura heredada de los tiempos del hegemonismo para tratar de acomodar su conducta y actitudes a las novedades de la negociación política y el pactismo, el ascenso político de la tecnocracia lo ha llevado a proponer la gobemabilidad como la nueva panacea de la estabilidad. El concepto se originó en la época en que las democracias occidentales aparecían abrumadas tanto por el número de participantes como por las demandas que éstos les planteaban.7 El tema quedaba reducido a la idea de la sobrecarga en los sistemas políticos democráticos que, ante la incapacidad de los partidos para plantearse objetivos sociales viables y sensatos, llevaron a yuxtaponer el concepto de incapacidad en las respuestas con el de amenaza, y a acuñar el antónimo de la gobemabilidad, la ingobemabilidad. Como la ingobernabilidad es indeseable por principio, la receta que produjo el razonamiento se adecuó perfectamente a las implicaciones ideológicas del neoli- beralismo emergente: era aconsejable reducir los alcances de los procesos democráticos acortando la participación y acostum brando a los cuerpos de intermediación social a presentar
7 Crozier et al., 1975, passim.
EPÍLOGO 313demandas posibles y tolerables. La prim er ministro Margaret Thatcher fue la que llevó a extremos de excelsitud las políticas destinadas al logro de la gobernabilidad en el Reino Unido, desarticulando la fuerza y capacidad de los otrora poderosos sindicatos británicos.
En nuestro medio el binomio gobemabilidad-ingobemabi- lidad adquiere otra dimensión. Si en los países avanzados se dan crisis de gobernabilidad por exceso de la demanda social, en los países pobres pueden presentarse por la carencia de lo más elemental.8 Lo cual nos lleva de plano a otro terreno, ya que la ampliación de la participación y la articulación de las demandas deben ser objetivos simultáneos y no excluyentes. Por lo pronto, cualquier demanda social, provenga del ámbito trabajador o de los marginados que sufren de pobreza extrema, es por principio, y salvo prueba evidente en contrario, justa y razonable. Pero para que la formulación y satisfacción de las demandas se logren a la vez que una adecuada participación social, se requiere un tipo distinto de intermediación social al conocido hasta ahora. Se precisa que las corporaciones existentes replanteen su papel en una sociedad que avanza rápidamente por la vía del pluralismo, pero que aún tiene grandes carencias. Y se necesita también de la formación de agrupaciones y asociaciones con arraigo geográfico en las comunidades, capaces de presionar y llevar adelante sus demandas.
Entiéndase por intermediación tanto la política, a cargo de los partidos, como la social, por cuenta de otras asociaciones distintas a los partidos, incluidas las corporaciones cupulares. En el terreno partidista, la gran paradoja es que en México nos encontramos empeñados en crear un sistema de partidos que dé sentido y dirección a la participación política, cuando su eficacia como formas institucionales de intermediación entre el Estado y la sociedad se encuentra en entredicho en otras latitudes. Después de todo, hay que tom ar en cuenta que el partido político es una invención que data del siglo xvni y que, no obstante las diversas variantes que ha tenido desde entonces, aumenta su incapacidad para asum ir las demandas de una sociedad y procesarlas con eficacia. La gran crisis ideológica, patente en la virtual desaparición del socialismo real y
8 González Pedrero, 1993, passim .
314 EPÍLOGOla aceptación generalizada del dominio del mercado, que ha provocado una profunda crisis de identidad a los partidos democráticos de izquierda, ha llevado al surgimiento de movimientos políticos y sociales de la más diversa naturaleza. La aparición de los nuevos movimientos sociales, empeñados en un solo objetivo, corresponde al surgimiento, en países como México, de movimientos reivindicatoríos motivados por la marginalidad urbana y rural. Cierto que los movimientos reivindicadores puedan tom ar la opción violenta, principalmente en el campo. Es el caso del EZLN, que aúna a un liderazgo de origen urbano y universitario una base campesina indígena con motivaciones disímbolas pero planteamientos comunes. Esos movimientos, sean pacíficos o violentos, aún no han alcanzado ni la extensión o influencia para que los partidos se vean en entredicho frente al Estado y la sociedad, lo cual representa una ventaja tanto para el sistema político, que puede seguir contando con la posibilidad de un sistema de partidos, como para los partidos mismos, que pueden echar mano de esos movimientos para reforzar sus filas.
Pero la crítica más tupida a los arreglos del segundo Estado se ha circunscrito a los aspectos políticos inmediatos de lo que ha dado por llamarse el corporativismo, es decir, los mecanismos cupulares de los sindicatos afiliados al pr i. El corporativismo oficial de corte tradicional ha sido enjuiciado desde el punto de vista marxista (porque no resuelve conflictos de clase) o de interés político partidista (porque su militancia priísta evita el cambio democrático). Los primeros pretenden ignorar que en el pasado sirvió para acrecentar la conciencia de clase y los segundos, que el pluralismo, como ya ha quedado demostrado en estudios sobre la intermediación de intereses en países industrializados, no liquida el corporativismo, sino que amplía sus posibilidades de articulación y de influencia.9 En México prevalecen, sin embargo, los argumentos de interés político, y tanto el pan como el PRD han insistido tozudamente en la inclusión de disposiciones en las leyes electorales que prohíban el corporativismo en los partidos. Sin embargo, esos críticos han perdido de vista que el tipo de sociedad hacia la que se encamina rápidamente el país requerirá más, no menos, in-
9 Schmitter, 1981, passim .
EPÍLOGO 315termediación, y que la de naturaleza corporativa será cada vez más necesaria. Considérense los pactos de solidaridad económica iniciados a fines del gobierno del presidente De la Madrid. Tras el derrumbe del proyecto estatista, en el periodo de transición y ruptura, el antiguo tripartismo diseñado para resolver las disputas obrero-patronales se transformó mediante esos pactos en una forma de tom ar acuerdos en beneficio de la sociedad y no sólo de los sectores involucrados en ellos.
El corporativismo cumplió un papel cardinal en la democracia funcional y en la viabilidad del proyecto estatista. Hace ya tiempo que el corporativismo ideado por Lázaro Cárdenas daba signos de agotamiento y parecía haber excedido los límites de su utilidad. De darse en las nuevas circunstancias la democratización por todos tan deseada, y ante las perspectivas de la creciente pluralidad en la sociedad, las corporaciones podrán cum plir un papel más social, menos político y jurisdiccional, que antes. Después de todo, la necesidad de instancias agregadoras de intereses no desaparece porque prevalezcan más el mercado y la sociedad que el Estado.
Pero no cambian sólo las formas y los objetivos de la relación tripartita, sino que también han cambiado los actores. El Estado, cada vez más reducido en sus dimensiones, accede a los imperativos de la globalización, la competitividad y la productividad, a la vez que contrae su vasta capacidad protectora a empresarios y a sindicatos. Por su parte, la absorción de nuevas tecnologías, imprescindibles para mantener la competitividad, afectan no sólo las decisiones del empresario sino también el papel del sindicato y llegan al terreno de las relaciones laborales. Ante la globalización y la competitividad internacional se desvanece el conflicto nacional de clases para dar paso al principio de la cooperación entre empresa y sindicato para enfrentar a los competidores de fuera. Los requerimientos de preparación técnica que exige la introducción de las tecnologías de punta conducen invariablemente a la aparición de un trabajador más calificado, capaz de lidiar con la electrónica y los robots, y necesariamente con una actitud distinta frente a la agremiación y los intereses del obrero-masa propios del proceso de producción en serie.10 Productividad y
10 Sobre los problemas que acarrean a sindicatos, obreros y mercado de
316 EPÍLOGOtecnología se unen para alentar un tipo de relación y negociación obrero-patronal por empresa, que debilita la fortaleza negociadora típica de las cúpulas obreras, pero alienta la flexi- bilización de las relaciones laborales y los premios por productividad. Aparece así un tipo de organización sindical distinto, la Federación de Sindicatos de Empresas de Bienes y Servicios (Fesebes), que plantea un nuevo sindicalismo más democrático, plural y consciente de las necesidades impuestas por la productividad y la modernización. Es de esperarse que no sea el único intento en ese sentido. De paso hay que señalar que todo lo anterior modificará tarde o temprano la naturaleza tutelar que el Estado ejerce sobre la fuerza de trabajo, quizá no eliminándola pero sí reduciéndola a lo verdaderamente esencial.
Las privatizaciones también han afectado al movimiento obrero tradicional; algunos de los sindicatos más importantes del país, al transitar del sector público al privado, han tenido que soportar, no sin protestas, ajustes de personal y de prestaciones que reclam aba la viabilidad de esas empresas. Sin embargo, la actitud de estos sindicatos ha cambiado en virtud precisamente del tránsito que afrontan en sus relaciones obrero-patronales. Si antes, tratándose de paraestatales, obtenían concesiones por razones políticas, ahora esas negociaciones se ven sujetas al criterio de la productividad. Todo ello ha afectado a los gremios oficialistas y a las disidencias sindicales por igual, contribuyendo de paso a borrar paulatinamente las diferencias (de origen político) que aún separan a ambas corrientes.
El cambio de actitudes que traen consigo la competitividad y las nuevas tecnologías concierne no sólo a obreros y sindicatos, atañe tam bién a los empresarios. Al igual que se ha complicado la administración pública, al grado de m arcar el ascenso de las tecnocracias, la dirección de las empresas requiere cada vez más de personal calificado para adm inistrarlas. Conocimientos de los mercados, del estado del arte de las tecnologías e incluso de idiomas son ya requisitos indispensables para empresarios y ejecutivos. El hecho de que Méxicotrabajo la introducción de nuevas tecnologías, véase Gutiérrez Garza, 1989, passim. Sobre las perspectivas del nuevo sindicalismo, véase Hernández Juárez, 1993, passim.
EPÍLOGO 317se cuente entre los países con más altos salarios para los ejecutivos calificados es una muestra palpable de la tendencia, además de síntoma de la escasez de ese tipo de personal. El peso que adquieren los conocimientos a nivel obrero y de dirección empresarial es un nuevo elemento que cambia las viejas concepciones de lucha de clases decimonónicas, para dar lugar a un principio de comunidad de intereses definidos por la viabilidad económica de la empresa.
Todas estas circunstancias tendrán, como es de esperarse, un impacto decisivo en las formas y objetivos de las asociaciones cupulares empresariales. Las confederaciones de cámaras, organizadas casi a principios de siglo por el Estado posrevolucionario para contar con interlocutores y medios de consulta en el ámbito privado de la economía, han perdido parte, no toda, de su utilidad al esfumarse el proyecto estatista. Es concebible una rápida evolución hacia formas de asociación voluntaria, no obligatoria como en la actualidad, por ramas de industria concentradas más en el servicio a los agremiados en materia de mercados, tecnologías y prácticas de comercio desleales. Ni qué decir que la politización que acusaron algunas corporaciones, Coparmex y Consejo Coordinador Empresarial, por ejemplo, tenderá a diluirse con el tiempo en la medida en que se impongan nuevas tendencias y realidades. Ello no quiere decir que las cúpulas empresariales abandonen la actividad política; significa que ésta cambiará de naturaleza. ¿Acaso no es ya evidente el interés de algunas de ellas por escuchar y analizar los programas de gobierno de los candidatos que contienden en las elecciones nacionales y locales?
¿Y el nuevo Estado? Domina en este momento la retórica triunfalista de los neoliberales, cuya ala más radical quisiera verlo reducido a su mínima expresión. Sin embargo, se ha impuesto la tesis de que el Estado se reform a para llevar a cabo sus objetivos sociales con mayor eficacia, no para declinarlos. Por lo pronto, además de la reforma política del Estado, son tres los terrenos en los cuales se antoja necesaria una intervención estatal de acuerdo con las nuevas circunstancias económicas por las que atraviesa el país. Éstas son la rectoría económica, la desigualdad social y el estado de los conocimientos de la sociedad.
318 EPÍLOGOLa rectoría económica ha sufrido diversos grados de pre
cisión, que empezaron en 1983 con las reformas al artículo 25 constitucional, para definir las competencias de los sectores público, privado y social, y que han culminado concentrando la actividad económica estatal en los terrenos prioritarios y estratégicos. En esta evolución, la planeación quedó de lado dada la naturaleza propia de la transición y porque tal y como estaba definida respondía más al proyecto estatista que a las nuevas circunstancias. Sin embargo, la planeación tendrá que regresar, quizá no con las pretensiones plenipotenciarias de antes, pero sí orientada a norm ar los criterios generales de las políticas industrial y social. Ambas son terrenos que exigen y requieren enfoque y aproximación integrales. Hay que tener presente, también, que la apertura económica al exterior, la adhesión al gatt y la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio, otorgan al Estado una nueva función en los mecanismos previstos en esos instrumentos sobre la resolución de disputas comerciales, en los cuales aquél asume la representación de los intereses económicos nacionales.
Sería ingenuo negar que la población no se vio afectada por los años de austeridad que han marcado la transición económica del país. Son abundantes los estudios que comprueban la erosión de los salarios reales de los trabajadores a lo largo de los años contados a partir de la crisis de 1982. Ya en 1991, el Consejo Consultivo del Programa Nacional de Solidaridad reconocía 41 millones de personas que no lograban satisfacer sus necesidades mínimas, de las cuales 17 millones vivían en la pobreza extrema." Ese amplio grupo de mexicanos, poco más de la mitad de la población, constituye una deuda social que llevará años pagar adecuadamente. En este sentido, los programas sociales del nuevo Estado apenas comienzan con las diversas variantes del Programa Nacional de Solidaridad y la creación de la Secretaría de Desarrollo Social. En este terreno, sin embargo, será necesario evitar las tentaciones de políticas asistencialistas y desplegar políticas de inversión en capital humano, después de todo el capital más valioso con que cuenta el país.
La educación es con toda probabilidad el aspecto más11 Consejo Consultivo, 1991, p. 54.
EPÍLOGO 319importante para darle contenido a cualquier modelo económico nuevo. Hoy por hoy nadie duda de la importancia que guarda la educación para la productividad y la competitividad. La generación y transmisión de conocimientos en la escuela, la investigación científica y tecnológica, y la vinculación con las actividades productivas son las áreas sensibles para el replanteamiento de las políticas educativas. Con la descentralización educativa se cierra en México la etapa, iniciada en los años veinte por José Vasconcelos, orientada a expandir los servicios .y proporcionar la educación básica a todos los demandantes. Ahora el futuro de la competividad mexicana se ubica en el terreno de los conocimientos; sin ella, inversiones y tecnologías no podrán fructificar o lo harán mediante la importación de recursos humanos calificados, lo cual resultaría desastroso políticamente. Por ello, el meollo del asunto se ubica en tom o a una doble cuestión. Por un lado, la necesidad de reformular planes y programas a fin de brindar el tipo de conocimientos en la educación escolarizada a todos sus niveles que exige la absorción de nuevas tecnologías. Y por otro, tarea que tendrá que acometer de inicio el gobierno federal, brindar la educación no escolarizada para un tercio de la población con educación incompleta. Pero no una educación extraescolar como complemento de la escolarizada, sino un sistema autónomo y completo que reconozca y parta de la idea de que se cuenta con un amplio capital humano semipreparado, al cual hay que reconocerle los conocimientos prácticos adquiridos y construir sobre ellos.
Pero para enfrentar esas tareas, la reforma del Estado es aún insuficiente. Hasta ahora, este tema se ha visto dom inado por el triunfo de las tesis neoliberales que, en forma tangencial, suponen una ineficacia innata del Estado. Sin em bargo, la reforma del Estado no supone la desaparición de la gobernación, pues hay ámbitos que no puede asum ir la iniciativa privada y algunos otros que el Estado puede com partirlos con ella sin abandonarlos del todo. La reforma del Estado habrá de consistir en dotarlo de las formas y medios, tipos de organización y procedimientos de acción, que lo hagan efú caz y competitivo en sus funciones. Los ámbitos concurrentes son, con todo, los que presentan los desafíos más interesantes. Seguridad social, educación, comunicaciones y tantos otros son
320 EPÍLOGOterrenos en los cuales el Estado tiene que desarrollar sus propias capacidades para la competencia en el mercado. Pero estas capacidades no podrán desarrollarse si las antiguas paraestatales —necesarias para atender lo estratégico y prioritario— y las nuevas empresas paraestatales que sea necesario crear en los ámbitos concurrentes continúan sujetas a estrechas normas dictadas por burocracias centrales que poco o nada saben de competencia y de mercados. Estado reducido no quiere decir Estado marginado, sino más eficaz. Ese, sin duda, es otro de los rasgos distintivos del tercer Estado mexicano. A la mano invisible, a las ciegas fuerzas del mercado, no compete resolver todo en una sociedad. En esa medida, tenemos Estado para rato.
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