amo, montserrat - rastro de dios

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Page 1: Amo, Montserrat - Rastro de Dios
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SE LLAMABA Rastro de Dios. Así lo había apuntado San Miguel, capitán de todos los ángeles, al final de su lista. Porque San Miguel tuvo que hacer una lista con los ángeles fieles, y apretar las filas de su ejército, para que no se notase el hueco que habían dejado los ángeles malos.

A todos les puso su nombre, empezando por Gabriel, el ángel que Dios había creado para anunciar al mundo la más importante noticia, y después apuntó a Rafael, que debía acompañar a Tobías, el del viaje, y que desde entonces se cuidaría de conducir, sanos y salvos, a todos los viajeros.

Y así fue poniendo a todos su nombre hasta que sólo quedaba uno: Un ángel chiquitín y torponcillo, que no sabía apenas volar.

San Miguel había encargado a un ángel grande y fuerte, que se llamaba Fortaleza de Dios, que le enseñase; pero todo fue inútil. El sólo sabía volar en el rastro luminoso que dejaba Dios a su paso: como una callecita de luz. Allí sí; allí el ángel chiquitín extendía las alas, y volaba sonriendo feliz; pero en cuanto se descuidaba un poquito y se salía de las huellas de Dios, o se retrasaba demasiado y perdía la luz, sentía un peso de plomo en las alas y empezaba a caer, a caer, hasta que algún ángel lo recogía, y volvía a colocarlo en la callecita, donde el ángel chiquitín volaba feliz, sintiéndose seguro como un niño en su cuna.

Por eso, cuando San Miguel-Capitán hizo su larga lista con el nombre de todos los ángeles, escribió el último: Rastro de Dios, para que así se llamase en adelante el ángel chiquitín.

Y dijo San Miguel:

—Ten cuidado, Rastro de Dios, y no te apartes de sus huellas, porque Dios va a crear el mundo y los hombres nos darán mucho trabajo, y, si te caes, tal vez no podré mandar un ángel para que te recoja.

Y San Miguel miraba compasivo a Rastro de Dios, pensando qué sería del ángel chiquitín, perdido en el espacio. ¡Un ángel tan torpe que ni siquiera sabía volar!

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Rastro de Dios dijo que sí, que tendría cuidado, y desde entonces seguía a Dios a todas partes muy de cerca, sin distraerse un momento, para no perder la calle de luz que dejaba al marchar.

Por eso vio muy bien cómo creó Dios, el primer día, el cielo y la tierra, que sólo eran, al principio, un montón de barro oscuro; y Dios dijo:

—Sea la luz.

Y dividió después la luz de las tinieblas, y a la luz la llamó día y a las tinieblas, noche.

Rastro de Dios miraba todo, muy asombrado, y repetía por lo bajo las nuevas palabras que pronunciaba Dios, y decía bajito:

—Día... día... día... día...

Y después:

—Noche... noche... noche... noche...

Para que no se le olvidasen, porque eran muy bonitas palabras.

Tan ocupado estaba en estas cosas que se quedó un poco retrasado y ya no le alcanzaba del todo la luz de las huellas divinas. Tropezó en el aire, porque se le enredaban las alas torponas. Tuvo miedo de caer; y hubiera sido te-rrible, porque todos los ángeles estaban mirando la creación y nadie se hubiera ocupado de recogerlo. Hizo un esfuerzo y movió las alas.

Cuando llegó junto a Dios, comenzó el día segundo. La voz divina decía:

—Hágase el firmamento en medio del agua.

Al firmamento lo llamó cielo.

Rastro de Dios empezó a decir:

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—Cielo... cielo... cielo...

Pero era ésta una palabra más difícil que las otras. Por eso tuvo que repetirla muchas veces, y sin darse cuenta empezó a decirla en voz alta:

—Cielo... cielo...

Sabiduría de Dios., un ángel muy listo que estaba a su lado, le dijo muy enfadado que se callase, porque estaba molestando a todos, y que no hacía falta repetir tantas veces la palabra cielo porque era muy fácil de aprender.

San Miguel pregunta qué pasaba y aunque hizo callar a Rastro de Dios, no le regañó porque al fin y al cabo era el más pequeño, de todos los ángeles. Había que tener paciencia con él.

Se fue, moviendo las alas lentamente, y pensando lo poco que iba a servir un angelito tan torpón.

En esto, empezó el día tercero, porque en el cielo los días pasan tan de prisa como una tarde de vacaciones.

Dios dijo:

—Que se junten en un sitio las aguas reunidas que están debajo del cielo y aparezca lo seco.

A lo seco llamó tierra y al agua reunida, mar. Hizo nacer la hierba y las plantas y los árboles. Puso Dios en todos los frutos las simientes, para que más tarde se pudiera sembrar, y así, cuando se secasen las que había creado, nacieran otras nuevas.

Rastro de Dios estaba maravillado, y pensaba qué más cosas podría crear Dios los otros días, cuando las que había hecho eran tan bonitas. Y volaba impaciente, esperando a que empezase el día cuarto.

Dijo Dios después:

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—Haya luceros en el firmamento del cielo, que distingan el día y la noche, y sirvan de señal a los tiempos y los días y los años. Brillen en el cielo e iluminen la tierra.

Rastro de Dios lo entendía todo muy bien, gracias a que los días anteriores se había aprendido las palabras, y por eso sabía lo que eran la tierra y el cielo, el día y la noche.

Vio cómo creó Dios el sol, tan grande y luminoso que sólo Dios podía mirarlo sin deslumbrarse y tocarlo sin quemarse.

Y después la luna, más chiquita, blanca y juguetona como una pelota, que parece divertirse escondiéndose a veces en la noche. También hizo Dios las estrellas, ¡miles!, que iban saliendo bellísimas de sus manos, llenas de luz. Unas eran blancas, muy blancas y pequeñas. Otras, de colores. Todos los ángeles tuvieron trabajo colocando estrellas donde Dios les decía. Todos volaban de un sitio pa-ra otro, y se podía seguir su vuelo por la raya luminosa que trazaban en la noche las estrellas, que llenaban todo el firmamento, y el cielo parecía la Plaza Mayor en una noche de fuegos artificiales.

Todos los ángeles volaban colocando estrellas, menos Rastro de Dios. Porque San Miguel le había dicho que no se moviera, no se fuera a perder entre tanto jaleo, y que ahora sería muy difícil buscarlo con tantas cosas como había creado Dios.

Allí estaba San Rafael, ocupándose de colocar, de modo bien visible, la Estrella Polar, ésa que siempre señala el Norte, para que guiase a los navegantes.

Allí iba Fortaleza de Dios, con

una estrella tan grande que ningún ángel había podido moverla, mientras que él la llevaba sin ningún esfuerzo.

Sabiduría de Dios, como un guardia de la porra celestial, dirigía el tráfico para que ninguno chocase.

Miles de ángeles iban y venían, y cuando veían a Rastro de Dios con las alas plegadas, sonreían con un poco de

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compasión, pensando: «Nunca valdrá para gran cosa. ¡Un ángel que ni siquiera sabe volar bien!».

Rastro de Dios no se daba cuenta de sus burlas, porque sólo le daba tiempo para mirar, con los ojos muy abiertos, tan fantástica fiesta de luz.

En un momento estuvieron colocadas todas las estrellas. El cielo había quedado precioso.

Todos los ángeles se volvieron a Dios para alabarlo.

Y entonces se dieron cuenta de que no habían terminado todavía, porque aún faltaba una estrella por colocar.

Era una estrella blanca, no muy grande, y Dios la tenía en su mano derecha.

Los ángeles empezaron a preguntarse dónde había que colocar aquella estrella, porque el cielo estaba lleno, y todas tan bien colocadas y dispuestas que parecía im-posible poder meter ninguna otra.

Y un ángel dijo:

—Esa estrella sobra. Habrá que tirarla.

Y otro:

—Seguramente es que ha salido una estrella de más.

Dios, en silencio, bajó la mano derecha. A su lado estaba Rastro de Dios, mirándole embobado. Dios se agachó más aún y le entregó la estrella. Rastro de Dios la cogió con muchísimo cuidado, no se le fuera a caer. Creyó que sólo la tendría un momento, mientras Dios decía a algún ángel mucho más listo, más bello y más forzudo que él, dónde debía colocarla; pero Dios no dijo nada, vio que todo estaba bien, y así terminó el cuarto día.

La estrella no era muy grande, pero Rastro de Dios era tan pequeño que, así, de pie como estaba, casi no la podía sostener.

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Era preciso tenerla más segura. ¿Qué diría San Miguel si la dejaba caer? Se fue agachando, agachando, hasta quedarse sentado, con las piernas estiradas y la estrella sobre las rodillas. ¡Así! ¡Muy bien! Sentía un calorcito muy agradable y una gran luz. Apenas podía ver nada porque se lo tapaba la estrella, pero no le importaba, porque estaba cumpliendo un encargo de Dios.

El día quinto, Dios se fue a crear los peces, y Rastro de Dios no pudo seguirlo porque la estrella pesaba mucho y le fue imposible levantarse.

A la noche, los ángeles vinieron a contarle cómo eran los peces y las aves y, al otro día, los animales.

Por último, le dijeron cómo era el hombre, a imagen y semejanza de Dios, pero por más que se lo explicaron, Rastro de Dios no pudo imaginárselo.

El día séptimo del mundo fue de descanso para todos, y Rastro de Dios echó la siesta, con la cabeza apoyada en la estrella.

Tenía razón San Miguel-Capitán. En seguida los hombres empezaron a dar mucho trabajo. Eran rebeldes, y desobedecieron a Dios; orgullosos, y quisieron igualarle. Como esto no era posible, Dios, con mucha pena porque les había cogido cariño, tuvo que castigarlos; pero en seguida les prometió un Salvador, que había de nacer, vivir y morir entre ellos, para redimirlos.

Para que los hombres no se olvidasen de la promesa, les mandaba de vez en cuando a sus ángeles a que se la recordaran, y también, en muchas ocasiones, para ayu-darles.

Y dio a cada hombre un Ángel de la Guarda, mensajero entre Dios y el hombre.

San Miguel sacó su lista e hizo una cruz al lado de todos los ángeles que habían sido nombrados guardianes de los hombres. Y al lado de la cruz, puso el día y la hora en que debían ser enviados a la tierra. Una copia de esa lista se la

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dio al ángel llamado Providencia de Dios, para que recordara a cada uno cuándo debía echar a volar.

Con esto se armó un continuo ir y venir del cielo a la tierra y de la tierra al cielo, y podía oírse a todas horas el vuelo de los santos ángeles.

Todos andaban muy ocupados y nadie hacía caso de Rastro de Dios, que estaba ahí, sentado desde el principio del mundo, con la estrella entre los brazos, muy quietecito, no la fuera a perder.

Rastro de Dios no se aburría. Miraba lo que podía por encima de su estrella y escuchaba las palabras que decían los ángeles al pasar.

A fuerza de verle así años y años, ya nadie le llamaba Rastro de Dios sino El Sentao. Tanto que llegaron a olvidar su verdadero nombre.

Un día, un ángel había ido a la tierra por encargo de Dios, para pintar, por primera vez, el Arco Iris. Era un encargo muy importante, pues lo pintó sin regla ni compás, en medio de la lluvia, cuidando de que no se le mancharan los colores mezclándose unos con otros, y terminándolo muy bien, hasta rozar los árboles. Resultó que, cuando el ángel que se llamaba Belleza de Dios estaba dando los últimos toques, un pajarito se le enredó en las alas, y como Belleza de Dios tenía mucha prisa en acabar el Arco Iris y ver cómo había quedado, no se ocupó del pájaro, que subió en las alas del ángel hasta los cielos.

Belleza de Dios pasó junto al Sentao que nunca había visto un pájaro. El ángel le dijo al verlo:

—Belleza de Dios, que flor más bonita has traído de la tierra.

Belleza de Dios le explicó que no era una flor sino un pájaro de los que había creado Dios en el quinto día, y que podía volar, como los ángeles, y que también sabía cantar. Desenredó al pajarito de entre las plumas de sus alas y se lo dio al Sentao.

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—Toma.

El Sentao, con mucho cuidadito, retiró una sola mano de la estrella y sintió sobre la palma al pajarito, que en seguida echó a volar. Y el Sentao quedó maravillado de lo bien que volaba.

Belleza de Dios le contó entonces muchas cosas de lo que había visto en la tierra, y hasta pintó para él un Arco Iris chiquitín con los colores que le habían sobrado.

El Sentao escuchaba con tanta atención que daba gusto contarle historias; y desde entonces los ángeles que llegaban de la tierra se acostumbraron a detenerse un momento a su lado.

Así supo cómo salió de Egipto el pueblo de Dios, y cómo fue conducido por el desierto hasta la Tierra Prometida, y cómo sonaba, profunda y grave, la voz de los profetas.

El Sentao escuchaba maravillado las historias de la Tierra, y le parecía que los otros ángeles eran muy listos y muy valientes. Nunca se hubiera atrevido él a entrar en un horno ardiendo para refrescar con el viento de sus alas a los tres jóvenes que ese Rey Nabucodonosor —de nombre tan difícil— había arrojado allí por no adorar la estatua de su ídolo.

Y menos aún se hubiera atrevido a bajar a la cueva de los leones y cerrarles la boca con sus propias manos, para que no hicieran ningún daño al profeta Daniel.

Era una suerte que Dios le hubiera dado un encargo tan fácil como ése de guardar una estrella; porque así, sentado como estaba, no había peligro de que se le cayese, y cuando Dios quisiera la podía venir a recoger.

El Sentao estaba contento.

Fueron pasando los siglos y llegó al fin el tiempo de la Gran Promesa.

Todo estaba muy bien preparado. San Miguel-Capitán había mandado un ángel para que cuidase del musgo y de

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las pajas que estarían en la cunita del Niño Jesús; para que las pajas fueran creciendo muy finas y doradas y el musgo muy verde y fresco.

También había buscado el buey y la mulita que calentarían con su aliento el portal; la muía fue elegida toda gris, como la plata, y el buey marrón, como el chocolate.

Los ángeles que debían cantar «Gloria a Dios en las Alturas», llevaban meses ensayando, y desde todos los rincones del cielo se podía oír tan bonita canción.

Así fue cómo el Sentao se enteró de lo que iba a pasar. Porque en los últimos tiempos andaban los ángeles tan ocupados que ya no se paraban a contarle nada, pensando que no podían perder su tiempo en charlas con aquel ange-lito bobalicón, del que parecía haberse olvidado Dios.

Al fin llegó el 24 de diciembre y aquella había de ser la primera Nochebuena del mundo.

Una larga fila de ángeles cantores estaba preparada para echar a volar, con sus alas llenas de luz y la boca llena de alegría, y ya no podían estar callados por más tiempo. Como pasa cuando queremos dar una sorpresa a mamá, que sólo se puede callar un poquito, pero que en seguida se tiene que decir, porque se escapa.

Así estaban los ángeles esperando la señal de Dios, porque la noticia que ellos llevaban al mundo era la mejor de todos los tiempos, y se les escapaba la alegría en su canción. Y San Miguel-Capitán tenía que estar mandándolos callar todo el rato.

Porque todos esos ángeles eran los que debían anunciar a los pastores que había nacido el Hijo de Dios.

Dios vio que todo eso estaba muy bien, pero dijo que faltaba algo.

San Miguel-Capitán, se puso colorado, porque todos los ángeles lo miraban con reproche. ¿Cómo había podido olvidar algo en una noche tan importante? Escondiendo la mano, contó con los dedos: el pesebre, la paja, la muía y el

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buey, los ángeles cantores... Cuatro cosas. ¿Qué más podía faltar?

¡Faltaba la estrella! ¡La Estrella de los Reyes Magos! ¡Esa estrella que había que enviar muy lejos, para que guiase a los Santos Reyes hasta el Portal! San Miguel-Capitán lo organizó todo en un momento: llamó a Belleza de Dios para que eligiera la estrella más bonita de todas, a Sabiduría de Dios para que pensase qué camino había de seguir para ir a cogerla, y a Fortaleza de Dios para que la llevase.

Pero lo cierto era que Dios, hacía ya mucho tiempo, había creado una estrella especial para este momento.

—¿Una estrella sin usar?

Sí, eso era: ¡Una estrella nueva del todo! San Miguel, guiado por Rafael y seguido por los tres ángeles, Belleza de Dios, Sabiduría de Dios y Fortaleza de Dios, se fue al sitio donde se guardaban las cosas nuevas.

Había muchas plantas, fuego, nubes y luces preciosas, pero no había ninguna estrella.

Volvieron cabizbajos delante de Dios. Sí, El había creado una estrella para que se estrenase en este momento, y se la había dado a guardar a un ángel.

—¿A un ángel? ¿A qué ángel?

San Miguel buscó su lista. La llevaba siempre guardada entre la armadura y el cinturón de la espada. Tan apurado estaba que no la encontró. Siguió buscando en todos los bolsillos... ¡pero nada! Se le había caído en el sitio de las cosas nuevas, cuando levantaba, ayudado por Fortaleza de Dios, una nube muy grande para ver si estaba la estrella debajo.

Orden de Dios, un ángel que estaba encargado de que todo estuviera siempre muy limpio y ordenado, acababa de encontrar la lista y vino en un vuelo a dársela a San Miguel.

La lista estaba bastante vieja, muy gastada por los dobleces, de tanto sacarla y volverla a guardar.

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¿Cómo se llamaba el ángel?

Dios todo lo sabe. Se llamaba Rastro de Dios.

San Miguel empezó a mirar la lista, señalando con el dedo, pero tardó mucho en encontrarle, porque estaba el último de todos.

Ponía: «Rastro de Dios». Y al lado no había ninguna señal; así que se trataba de un ángel que jamás había bajado a la tierra. Pensó:

¿Dónde estará metido este Rastro de Dios que yo no me acuerdo de él?

Todavía estaba tratando de recordar, cuando Sabiduría de Dios se acercó y le dijo al oído unas palabras y a San Miguel se le alegró la cara y contestó:

—¡Ah, sí! Ya me acuerdo. ¡Es el Sentao!

Y Dios al oírle sonrió.

Se dirigieron todos adonde estaba Rastro de Dios sentado con su estrella sobre las rodillas, desde el principio del mundo.

Primero iban los ángeles cantores y detrás todos los demás ángeles. Después iban Miguel, Gabriel y Rafael, que son como príncipes de los ángeles. Como era una ocasión muy solemne, San Miguel-Capitán había desenvainado su espada, que brillaba llena de luz. Y el último, iba Dios.

El Sentao, mirando por encima de la estrella, los vio venir y pensó que ya había llegado la Gran No-che, y que era una suerte que fueran a pasar por aquel lado, porque así lo podría ver todo, sin perder detalle. Lo que no se imaginaba era que todos los ángeles y Dios mismo venían en su busca. Creyó que allí sentado estorbaba el paso del desfile, e intentó correrse. Pero por poco se le cae la estrella, así que no se movió y siguió como siempre, quieto, con la estrella sobre las rodillas.

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Llegaron los cantores, y todos los ángeles y se pararon rodeándolo. Rastro de Dios estaba cada vez más asombrado. Cuando llegó Dios se le quedó mirando y le sonrió, lo mismo que el día cuarto de la Creación, cuando le dio la estrella con su mano derecha.

San Miguel le dijo:

—Oye, Sentao.

Pero se calló enseguida muy apurado, porque no le parecía bien llamarle por el mote delante de Dios, y empezó de nuevo: —Escucha, Rastro de Dios: esa estrella que tú guardas está hecha para anunciar a los Santos Reyes el Nacimiento del Niño Jesús. Tienes que marchar esta noche al Oriente llevando la estrella...

En ese momento, Rafael lo interrumpió y empezó a explicarle a Rastro de Dios en un mapa muy grande por dónde debía ir, y en seguida Fortaleza de Dios le dijo cómo debía llevar la estrella, y Belleza de Dios cómo tenía que volar para que el trazo de la luz, en la noche, quedara bonito.

Rastro de Dios no entendía ni palabra. No sabría hacer el encargo. Además —San Miguel se acordaba ahora— apenas había aprendido a volar, y como llevaba tanto tiempo sentado, lo haría peor aún... Sería mejor mandar a otro.

Dios se había acercado al ángel chiquitín, y lo miraba. Rastro de Dios sintió que ya no le pesaba la estrella. Se levantó. Dios hizo una seña con la mano, y Rastro de Dios vio que se abría una calle de luz en el espacio. Movió las alas. Primero torpemente. Después con fuerza. ¡ Volaba!

Como llevaba miles de siglos sentado, sin moverse, le había caído encima todo el polvo del cielo, que es un polvo de luz, y ahora, al batir las alas lo soltaba en la noche, dibujando un trazo luminoso.

Los ángeles estaban maravillados.

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Así fue, volando, volando, por el camino que le había señalado Dios. Llevaba la estrella en las manos extendidas y dejaba a su paso una cola de luz.

Los Santos Reyes, en su palacio, miraban las estrellas y uno de ellos dijo, señalando la que llevaba Rastro de Dios.

¡Mira! ¡La señal! Ha nacido el Hijo de Dios!

Rastro de Dios, lleno de alegría, se echó a reír.

Escrito en Madrid, con el pensamiento puesto en el espectáculo al que me hubiera gustado asistir.

Primavera de 1958