alicia
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Fragmento de la novela "El Desencantador" de Jose Alberto Arias (Ediciones en Huida, 2015)TRANSCRIPT
“La petite Alice”, Jose Alberto Arias
(El Desencantador, Ediciones en Huida)
―Soy el mendigo de los sueños. Ese soy yo. Pero, ¿y ahora? ¿Ahora qué? ¿Me
cruzo de brazos? ¿Me enfado? ¿Me desespero? ¿Ahora qué...?
Nadie le hacía caso. Recuerdo un viaje a Varsovia, hará al menos
veinte años. Veinte años... cómo pasa el tiempo. Pues recuerdo que en ese viaje
nos pateamos la ciudad una y otra vez, nos empapamos de ella. Aún guardo
alguna fotografía de todos delante del Vístula. Y bueno, Polonia no era lo que es
hoy en día, aunque por lo que me cuentan aún queda algo de lo que era. Lo que
era no era muy bueno, para qué engañarnos. Cuando vi a ese tipo gritando y
mendigando sueños me recordó a los vagabundos polacos que, aun a riesgo de
que suene contradictorio, poblaban las calles. Las poblaban y las perfumaban a
alcohol. Antes los sueños no importaban tanto; media Europa estaba tratando de
asomar la cabeza y escapar de la crisis. Tal vez lo que más había en esos
momentos, aparte de licor y cerveza, eran sueños; a falta de realidades, ya se
sabe.
Pues por lo visto el supuesto loco era uno de los míos aunque de
esto me di cuenta más tarde. Estaba esa tarde, a la hora de comer, sentado en un
banco negro con un bombín negro y sus pantalones negros. En el banco de
enfrente descansaba una mujer de edad media, pelo rubio cortado a la altura del
hombro, botas de piel y un jersey de lana de colores que al oír las voces del
hombre se limitó a prestar atención con mirada curiosa, allí, en la distancia,
separada de él por la gente que pasa entre ambos al ritmo estresante de la ciudad.
La ciudad bulló de nuevo con la salida de los niños de varios
colegios cercanos. Uno, el de la calle de arriba, era el típico colegio público en el
que cada niño llevaba una ropa distinta, ellas las coletas desechas y ellos las
rodilleras destrozadas. En el otro, el de abajo, que era un colegio concertado, las
coletas lucían impecables y todas las rodillas estaban hechas con la misma sarga
negra. La marabunta de padres y abuelos inundó la intersección donde se
encontraba la plazoleta.
―¡Pero si no pido dinero, solo pido sueños! ―desistió el hombre
con gesto derrotado.
Y nadie le hizo caso. Al igual que vinieron se fueron, sin prestar la
más mínima atención al hombre del sombrero negro. En la plaza solo quedamos
él, la mujer, una niña pequeña y yo. No me gusta participar o inmiscuirme en los
hechos, me gusta dejar que transcurran, pero en este caso el que menos importa
soy yo. Tenemos, pues, al hombre, a la niña y a la mujer. La niña era rubia, muy
pequeña y con los ojos muy grandes, y llevaba en la mano un dibujo arrugado.
Vestía con una bata a rayas azules y blancas y el nombre bordado en el pecho
con hilo negro. Se acercó al hombre, se descolgó su mochila roja y sacó un trozo
de bocadillo cuidadosamente envuelto en papel de plástico. Se lo acercó, pero él
rio y negó con la cabeza.
―No tengo hambre, pero gracias. ¿Cómo te llamas?
―Alicia.
―¡Alicia! Vaya, una vez conocí a una Alicia... estaba casada con
un capullo. Me pregunto qué habrá sido de ella. ¡Ups, perdona! No quería decir
capullo, aunque hoy en día los niños conocéis palabras peores.
Alicia lo miró con la misma cara seria mientras guardaba el
bocadillo.
―¿Cómo te llamas tú? ―preguntó.
―Ufff, hace tanto que no uso mi nombre... Llámame como quieras.
Ya que voy mendigando sueños, ¿por qué no mendigar nombres?
―Luis.
―¿Quién es Luis?
―Es mi amigo del colegio. Él dice que soy su novia y que cuando
seamos mayores nos vamos a casar.
―¿Y tú qué le dices?
―Que no. Que él no es mi novio y que yo no me quiero casar.
―Eso está bien. La gente le tiene un miedo horrible a la verdad.
Bendita inocencia la tuya que aún dices la verdad. En cuanto crezcas un poco te
pedirán que mientas por todas partes: tendrás que decir que ya no te gustan las
muñecas aunque te sigan gustando porque serás demasiado mayor para jugar con
ellas, o tendrás que admitir que dejaste de pintar porque no se te daba bien
aunque el motivo es que tu novio decía que te quitaba mucho tiempo, o tendrás
que decir lo guapa que está tu madre aunque en realidad nunca haya sido guapa,
cosas así.
―Mi madre es guapa ―garantizó la niña.
―¿Eres de aquí, pequeña?
Alicia afirmó con la cabeza.
―Tienes cara de granaína, ya decía yo.
La mujer los observaba con pavorosa curiosidad, como si no le
molestara ser descubierta en cualquier instante espiando vidas ajenas. Unos
gorriones se posaron en medio de la plazoleta y Alicia salió a correr detrás de
ellos hasta que alzaron el vuelo asustados por su risa viva. El mendigo reinició su
petición con la esperanza de alguna respuesta y el cansancio que provoca el verse
a punto de desistir en la súplica.
―¡Sueños, sueños! ¡Es lo único que pido!
La niña se acercó de nuevo, se puso frente a él y le pasó la mano
por la cara. La niña preguntó que por qué era un mendigo si no tenía pinta de
mendigo. Y él se quedó por un momento completamente desconcertado sin saber
qué responder.
―¿Cómo es un mendigo?
―Con barba y ropas viejas, y un perro y un cartón y una gorra.
El hombre se echó a reír; incluso la mujer del banco miraba la
conversación divertida. Hasta yo me descubrí con la sonrisa de lado que se me
queda muy a menudo y me deja cara de estúpido, de esas pocas cosas que no
cambian ni con el tiempo, ni por mucho que tratemos de evitarlas porque las
llevamos muy atadas a nuestra forma de ser.
―Pero Alicia, es que yo no pido dinero o comida. Solo pido
sueños.
―¿Para qué quieres sueños?
―Porque soy escritor y... si te lo cuento tal vez no lo comprendas,
o tal vez sí, y puesto que lo preguntas, te lo cuento. Tenía veinte años cuando
empecé a considerarme un escritor, y a los veinte años se es, sobre todo, muy
soñador, pero también muy estúpido. Perdona la interrupción, pero tengo que
decirte que eres una niña excepcional, cualquier otro niño de tu edad ni siquiera
me prestaría atención. ―Alicia se sentó en el suelo con las piernas cruzadas―.
Pues nada, sigo. Veinte años y veinte mil sueños, y veinte mil amigos y veinte
mil amores. Tenía otros amigos que también escribían por todas partes, y lo
mismo nos reuníamos en Sevilla junto al río, en las callejas blancas de Córdoba o
subíamos al mirador de San Nicolás aquí en Granada y nos quedábamos hasta ver
anochecer. Cada uno tenía su manera de escribir, su forma de inspiración... Un
día me di cuenta de que nada de lo que había escrito hasta el momento me
gustaba. Algunas cosas me daban tanta, tantísima rabia que cogí todos los
cuadernos que había llenado hasta el momento y los destrocé en una fiesta a la
que invité a todos mis amigos, los mismos escritores que, aunque se mostraron
reticentes a lo que iba a hacer, comprendieron y respetaron mi dudosa decisión.
Es en momentos como ese en los que es necesario alguien que te pare los pies,
pero no lo hubo. Les prendimos fuego a los restos de los cuadernos y estuvimos
toda la noche bailando, bebiendo vino y recitando poemas de Bukowski. ¿Sabes
por qué decidí deshacerme de todo? Porque no me gustaban las historias que
contaba, no eran buenas. Después vendría el viaje a Varsovia, donde me enamoré
de una chica que se llamaba Clementine, y me enseñó más que ningún profesor o
escuela de escritura en mi vida. Me enseñó que me podía abastecer de los sueños
de las personas para tener mis historias. De hecho, lo primero que escribí tras esa
crisis fue a partir de su sueño. No volví a Varsovia, ninguno de nosotros
volvimos, y no supe nunca nada más de Clementine. Realmente curioso, la
persona que más ha marcado toda mi vida y solo estuve con ella unos días en una
ciudad a la que ni siquiera he vuelto. Para que veas lo raros que nos volvemos
cuando crecemos... Y mira ahora, ¿qué hago, Alicia? ¿Qué hago ahora que no
hay sueños?
―Yo sueño ―dijo Alicia.
―Nadie sueña ya ―se lamentó él―. Se han acabado los sueños y
no tengo nada que escribir.
―Yo sí sueño. Ayer se lo dije a la seño Inma y me dijo que no
puedo decir mentiras, pero es verdad.
Él la miró muy adentro, como solo sabe hacer Ana Torrent con sus
ojos negros como un pozo, y la creyó.
―Yo te creo.
Y quiso conocer sus sueños.
―¿Qué has soñado?
Ella le entregó el dibujo que comenzaba a arrugarse entre sus
manos. La mujer del banco alzó la cabeza para tratar de distinguir lo que era,
pero el mendigo lo observaba en un ángulo que impedía que los demás lo
pudiéramos ver.
―¿Y este niño qué hace entre tantos perros? ―preguntó.
―No son perros, son los leones de la Alhambra.
―¿Y cómo se llama el niño?
―Me dijo que se llamaba Damián.
―¿Por qué está solo?
Alicia se encogió de hombros y se volvió a poner en pie.
―Muchas gracias, Alicia. Espero que tu señorita te crea, porque es
realmente importante que tú seas la única persona que aún sueña.
La mujer se levantó y llamó con voz suave: «Alicia, vamos a casa
que la comida se va a enfriar». La niña salió corriendo a los brazos de su madre
sin volver a hacerle caso al hombre, pero este aún tenía algo que decir:
―Y Alicia, aún tienes más suerte porque no tendrás que mentir. Tu
mamá es guapa de verdad.
Nos quedamos solos en la plaza, él con una libreta en una mano y
yo con la mía, él escribiendo sobre un tal Damián y yo escribiendo sobre él.