alejandra pizarnik

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ALEJANDRA PIZARNIK, VIDA Y OBRA. "Todo hace el amor con el silencio. Me habían prometido un silencio como un fuego, una casa de silencio. De pronto el templo es un circo y la luz un tambor". Biografía de Leonardo Scampini. Tomada de Serúmano. Para entender la fina seducción que sigue ejerciendo la poesía de Alejandra Pizarnik, hay que releer su obra, ir tras algunas claves y encontrar ese ánimo coloquial que recorre casi toda su poética en una suerte de confesión, o que establece un intradiálogo con ella misma en sus mil formas y sus variados tiempos. Nacer Flora Pizarnik, hija de inmigrantes rusos, nació en Avellaneda el 29 de abril de 1936. Su madre Rosa Bromiker, a pesar de haber terminado la escuela secundaria (algo inusual para las mujeres de la época), dedicó su vida al cuidado de la familia y las tareas del hogar. Su padre Elías era un hombre refinado y culto, que en el marco de la comunidad centroeuropea establecida en la Avellaneda de entonces, era considerado como alguien de ideas más avanzadas que la mayoría.

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ALEJANDRA PIZARNIK, VIDA Y OBRA.

"Todo hace el amor con el silencio.

Me habían prometido un silencio como un fuego, una casa de silencio.

De pronto el templo es un circo y la luz un tambor".

Biografía de Leonardo Scampini. Tomada de Serúmano.

Para entender la fina seducción que sigue ejerciendo la poesía de Alejandra Pizarnik, hay que releer su obra, ir tras algunas claves y encontrar ese ánimo coloquial que recorre casi toda su poética en una suerte de confesión, o que establece un intradiálogo con ella misma en sus mil formas y sus variados tiempos.

Nacer

Flora Pizarnik, hija de inmigrantes rusos, nació en Avellaneda el 29 de abril de 1936. Su madre Rosa Bromiker, a pesar de haber terminado la escuela secundaria (algo inusual para las mujeres de la época), dedicó su vida al cuidado de la familia y las tareas del hogar. Su padre Elías era un hombre refinado y culto, que en el marco de la comunidad centroeuropea establecida en la Avellaneda de entonces, era considerado como alguien de ideas más avanzadas que la mayoría.

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Entre las dos escuelas judías existentes en la ciudad, optó por desdeñar la ortodoxa enviando a sus hijas a la de ideas progresistas, la Zalman Reizien Schule. Flora y su hermana mayor Myriam, concurrían además a la escuela pública pero iban a la Zalman para aprender iddish, religión e historia del pueblo judío. La casa de dos plantas albergaba a una familia que vivía en armonía y tenía la situación económica resuelta. La infancia era un espacio feliz al que más de una vez se recurriría con nostalgia en los futuros poemas. A pesar de ello, la gordita Flora comenzaría a ser invadida por el asma y la tartamudez.

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Horrores lejanos

Las noticias llegaron. Salvo un hermano de Elías residente en Francia, todos los Pizarnik y los Bromiker que quedaron en Europa oriental, habían caído asesinados por la mano nazi. Una tristeza inmensa tomó a la familia, ensombreciendo, según cuenta Myriam, la infancia de ella y la de Flora. Myriam era flaca, rubia y bonita, una niña modelo que además todo lo hacía bien. Su madre, resaltaba con insistencia esas virtudes en los años de la adolescencia, cuando justamente Flora había ido armando en ella -acaso sin darse cuenta- el extremo opuesto de la perfección. El pelo corto, la cara limpia (poblada por el acné), la ropa que le calzaba enorme, el vocabulario zafado y una sexualidad incipiente. Si algo le preocupaba del aspecto exterior era la gordura y el acné. Debido a ello pasó toda su adolescencia matándose de hambre y tomando medicamentos para bajar de peso (a base de anfetaminas) que en la época eran de venta libre. Con el tiempo iría acostumbrándose a su consumo. La escuela era un ámbito para escapar de esas preocupaciones. Allí propiciaba las clásicas “fumadas” a escondidas en el baño, o se colaba por la ventana de clase cuando llegaba tarde. A instancias de Flora y antes de terminar la escuela, algunas de sus amigas conocieron y comenzaron a leer a Sartre: El existencialismo es un humanismo, El ser y la nada, Los caminos de la libertad. En el secundario, ya leía y “pasaba” libros de Faulkner. En 1954 inicia sus estudios superiores en la Facultad de Filosofía y Letras. Esto le fue de más utilidad para llegar hasta los grupos de escritores y artistas plásticos (que por entonces se reunían en bares, instituciones y talleres) que para colmar sus ansias de conocimientos. De la carrera de Filosofía, saltó a la de Periodismo, después a la de Letras y finalmente cursó pintura con Juan Batlle Planas, hasta dejar de lado el estudio formal y consagrarse de lleno a la escritura. Muestra sus más jóvenes poemas a Juan Jacobo Bajarlía, quien dictaba cátedra de Literatura Moderna en la Escuela de Periodismo y desde ese lugar, la introduce en la lectura de Proust, Gide, los surrealistas franceses y Joyce. El la ayudó a corregir los textos que irían a integrar su primer libro, y en un testimonio de 1984, recordó la gran ansiedad que tenía Flora por publicar.

Nacer otra vez

A sus amistades más íntimas les informó un día: “desde ahora llámenme Alejandra”. Su primer libro (pagado por su padre) aparece bajo la firma de Flora Alejandra Pizarnik, en una ruptura que todavía no es total. Ese libro, La tierra más ajena, es apenas un embrión, un primer intento plagado de ingenuidad y donde la propia voz no se deja oír. Igual que la Facultad, le serviría de puente para tomar contacto con las figuras más importantes del mundo artístico bonaerense y con casi todos los grupos y las corrientes en vigencia. Gracias al editor Arturo Cuadrado, conocería a Oliverio Girondo, Aldo Pellegrini (integrantes del grupo “invencionista” argentino) y Antonio Requeni, también poeta, con quien forjaría una cercanía de mutuas confidencias. Éste le presenta a Antonio Porchia, un poeta de un poder de síntesis y concentración tan profundas que presenta siempre otra lectura posible (“a veces, de noche, enciendo una luz, para no ver”) y que seguramente influiría sobre Alejandra a la hora de escribir (“ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe”). En el bar de San Telmo “La Fantasma”, conoció a Olga Orozco y en su casa tomó contacto con Leda Valladares, Enrique Molina y Elizabeth Azcona Cranwell, con quien surgió esa

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clase de afinidad que se da entre quienes parecen ser el día y la noche y que sin embargo se atraen. Elizabeth integraba el grupo “Poesía Buenos Aires” que se reunía fundamentalmente en el “Palacio do Café” de la calle Corrientes para inventar la poesía entre ríos de vino y ginebra. Sus dos siguientes libros serán publicados por la editorial de este grupo: La última inocencia y Las aventuras perdidas. Con ellos, comienza a aparecer su personalidad poética y el rigor creativo. La primera reseña apareció en el diario “La Gaceta” de Tucumán y la firmaba un tal Roberto Juarroz. La autora, que ya conocía la poesía de Roberto, se comunicó con él para agradecerle e invitarlo a su casa. Juarroz comentó en cierta ocasión su asombro por el inmediato desplazamiento de la conversación hacia la esencia de la poesía y las constantes referencias que Alejandra hacía sobre Rimbaud, denotando un conocimiento profundo del poeta francés. La imagen que conservaba de ella, era la de una muchacha tímida, a la que calificaba de “pajarito asustado”.

Muñeca rota

La terapia psicoanalítica que Alejandra inició entre la aparición de su primer y su segundo libro, la ayudó a adentrarse en su subjetividad (lo que a la larga sería un factor más que importante en su desarrollo como voz poética) y a corto plazo, resolvió el tema de la tartamudez, haciéndola adquirir una particular forma de hablar.

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“Siempre me ha llamado la atención el que entre las muchas semblanzas publicadas en torno a Alejandra -cuenta su amiga Ivonne Bordelois- , no se haya hablado nunca de la extraordinaria voz de Alejandra y de su aún más extraordinaria dicción”. Y agrega: “el ritmo de sus palabras entrecortadas imprevisiblemente, ‘pa-raque-ve-asel-po-e-ma’, producía un cierto hipnotismo…O era como un tren en que cada vagón corriese a distinta velocidad, con ventanas titilando arbitrariamente…” Para alguno de sus amigos, Alejandra no hacía terapia en el afán de curarse sino que sólo intentaba explicarse un poco mejor. Entre ella y la realidad había un abismal divorcio. Nunca trabajó (salvo por contados artículos escritos para pocas revistas y algunas otras tareas ocasionales) siendo solventada casi toda la vida por sus padres; no tenía los mínimos conocimientos sobre cocina y padecía una inmensa ignorancia ante los datos más elementales de lo cotidiano. En su libro La última inocencia, la muerte comenzó a mostrarse (“no más inercia bajo el sol/no más sangre anonadada/no más formar fila para morir”) y según lo cuenta Olga Orozco, ya desde 1959 la atracción por la muerte y el miedo a la locura eran tópicos más que usuales en sus conversaciones. Varias veces, entre la depresión y el temor, Alejandra había llamado a Olga buscando ayuda, y ésta lograba consolarla con simples palabras, hasta que una noche no fueron suficientes. Entonces Olga sacó un recurso de la galera para sosegarla: le dictó telefónicamente un certificado mágico -que Alejandra copió- como protección para que el mal no pudiera penetrar. Era un ritual para conjurar el desamparo de esas noches a solas con sus fantasmas y que aproximadamente rezaba así: “Yo, Gran Cocinero del Rey, mientras miro pasar las nubes, atestiguo por el mismo árbol que da sombra en mi balcón, que Alejandra Pizarnik está perfectamente sana, que no hay nadie que le vaya a pisar siquiera su sombra; que está preparada para salir incólume de cualquier obstáculo…Lo juro por todas las musas.”

Los días felices

Alejandra tenía una personalidad múltiple, lo que hace difícil encajonarla en un papel. Además de los contrastes evidentes entre su vida privada y su vida pública, en éste último ámbito, hay quienes guardan un recuerdo de muchacha tímida y melancólica que con el tiempo iría desarrollando un especial sentido del humor hasta convertirse en una persona cautivante. De allí que de manera tan vertiginosa trabara amistad con los artistas argentinos más renombrados de aquellos años y que desde su llegada a París, siguiera atrapando con su personalidad, a figuras tales como Octavio Paz, Georges Bataille, Italo Calvino, Simone de Beauvoir y Julio Cortázar. Ivonne Bordelois, que también la conoció en París en 1960, rememora: “quien quiera se haya aproximado a Alejandra no podía esquivar esa sensación fulgurante que sólo produce el genio (…); puedo decir que tanto lo que Alejandra sabía en materia de poesía como su manera de transmitir este saber producían una extraña sensación de infalibilidad”. La publicación de la Unesco, Cuadernos para la Libertad de la Cultura, fue el único ámbito laboral en que se desempeñó durante su estadía en París. “Trabajo un poco en Cuadernos -dice Alejandra en una carta a su amigo Antonio Requeni- donde corrijo pruebas de imprenta cuatro horas por día y también colaboro, a veces, en la enciclopedia Larousse. Cuadernos es una revista horrible de manera que mi contacto con ella es exclusivamente administrativo. Apenas consiga algo mejor cambiaré de sitio de trabajo.” Pero lo mejor no apareció, así que escribir con denuedo y esperar lo que sus muchos amigos pudieran aportar, fueron su único sustento. Sin embargo en París, Alejandra se sintió plena por la agitada e interesante vida social y porque por vez primera en su vida, pudo dedicarse a leer y escribir en la absoluta soledad de varios días sin salir de la pieza oscura en que vivía, y que tal como lo cuenta I. Bordelois, era “un navío naufragante a la

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Rimbaud, una gruta entreverada de papeles y tabaco, una tienda de campaña donde imperaba un samovar y esa atmósfera especial que habita los lugares donde el silencio crece como una madreselva invasora, nocturna, permanente; el silencio y una concentración estática y vibrante”. En su primer año parisino escribió Árbol de Diana (editado en Buenos Aires por el grupo Sur en 1962) y hasta 1964, comenzaría la escritura de casi todo lo que publicaría luego de su regreso a la Argentina. Roberto Juarroz, que por aquellos años estuvo en Francia, relata que Alejandra ya en 1963 estaba esbozando “La condesa sangrienta”, único relato en prosa basado en la historia de la condesa húngara del siglo XVI, Erzébeth Bathóry, que asesinó y torturó a más de 650 muchachas.

Nombre esenciales

En su libro diario del 2 de junio de 1961, Alejandra escribe: “Hubiera preferido cantar blues en cualquier pequeño sitio lleno de humo en vez de pasarme las noches de mi vida escarbando en el lenguaje como una loca”. Al mismo tiempo, creyó que su decir y su hacer era una forma de asegurar la continuidad de su ser en esencia y existencia. Por esta razón picaba las piedras para hacer aparecer la palabra oculta, y poder descifrar el misterio y quitarle la cáscara a la oscuridad para llegar a su centro. “Alejandra solía hablar de imágenes ciertas e imágenes falsas -cuenta I. Bordelois- y aplicaba el hacha del Juicio Final sin misericordia a estas últimas. (…) Cada palabra era sopesada en sí misma y con respecto al poema como un diamante del cual una sola falla en diez mil facetas bastaría para hacer estallar el texto. Las palabras se volvían animales peligrosos, huidizos, erizados de connotaciones o asonancias involuntarias…” Enamorada de los poetas malditos (Rimbaud, Lautréamont, Baudelaire, Artaud) fue tras sus pasos. De ahí que París fuera la felicidad de hacer realidad la experiencia de la creación en la geografía que conocía de sus lecturas, una creación nacida desde el dolor de esa operación extrema del conocimiento total, entre depresiones cíclicas, las pastillas que tomaba para obtener una mayor lucidez, y la historia de otro amor frustrado que en su libro diario es mencionado apenas con la letra G. Para ese entonces, Alejandra alternaba con compañeros sexuales de uno y otro sexo, que irían definiendo su lesbianismo final.

Volver

Si en 1958, el novelista argentino Héctor Murena, había dicho que Alejandra Pizarnik era la única voz poética de envergadura en su generación, la edición de Árbol de Diana (prologado originalmente por Octavio Paz) la consolidó en su búsqueda estética. El regreso a Buenos Aires se dio en el marco de esa consagración que terminó en reconocimiento abierto cuando en 1966, se le otorga el primer premio municipal de poesía por su siguiente libro, Los trabajos y las noches, donde llevaba a su punto más alto, el camino poético iniciado en su segundo libro. De allí en más la prosa comenzaría a superponerse y un sentido fragmentario ganaría al anterior esquema unificador. Había conseguido expresar todo su dolor de la manera más sublime (“En mi mirada lo he perdido todo. / Es tan lejos pedir. Tan cerca saber que no hay”) pero tenía que ir hasta la parte más honda todavía. En medio de todo eso, el fallecimiento de su padre, en enero de 1967, hizo más real su propia muerte. “Esperanza y terror -escribe en su diario el 15 de abril de 1967-. Terror de estar bien y de que se me castigue por cada momento que no estoy en duelo. Apenas me siento mejor, espero el castigo. Es necesario llegar hasta el fondo. A pesar de los terrores -

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los más grandes que he sentido hasta ahora-, a pesar de ellos tengo que llegar hasta el fondo.” Estaba suspendida en un aluvión de sombras. El día era para la vida social y la concurrencia a ciertos lugares de reunión como el restaurante “Edelweiss”, la galería Bonino, los bares de la calle Florida y la redacción de Sur. Las nuevas amistades eran Enrique Pezzoni, Silvina Ocampo, Manuel Mujica Lainez y todos los jóvenes poetas que se acercaban para mostrar sus trabajos y después terminaban compartiendo ratos de intimidad. Con ellos Alejandra podía compartir sus conocimientos o cooperar en presentaciones de libros. Ese ánimo colaborador no dejaba por el camino el rigor crítico. En cierta ocasión, un muchacho joven le acercó una carpeta con sus poemas para que los leyera y ella, luego de darles una hojeada le comentó: “Lo felicito. Supongo que debe tener usted una máquina muy bonita porque tipea muy bien”. Gracias a la revista Sur, tuvo la posibilidad de conocer a personajes literarios internacionales que llegaban a Buenos Aires, como el poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzenzberger, con quien en una noche de su estadía “desapareció”, igual que con el poeta soviético Evgeni Evtouchenko. “Recuerdo por ejemplo una fiesta que se ofreció en Sur al joven poeta Evtouchenko. Toda la intelligentsia porteña se apretujaba en torno a la estrella, que a la media hora partía en la compañía exclusiva de Alejandra -relata I. Bordelois- rumbo a una noche sin duda mágica, suscitando más de un envidioso comentario o una airada protesta. Recuerdo haberme divertido mucho con el incidente, que a mi modo de ver no sólo confirmaba el deslumbramiento que podía producir Alejandra, espectáculo al que, después de todo, yo ya estaba acostumbrada, sino que me convenció instantáneamente de la genialidad del propio Evtouchenko, quien con lúcida celeridad supo reconocer, por encima de la jauría lisonjera que lo rodeaba, aquella única, pequeña y mal vestida sirena cuya única voz podía arrebatarlo a compartir una soledad hechizante.” En 1968, aparece un libro que traspasa los límites de lo posible: Extracción de la piedra de locura. Las fronteras entre vida personal y oficio poético, habían comenzado a desaparecer.

Una definición

“Escribir es buscar en el tumulto de los quemados el hueso del brazo que corresponda al hueso de la pierna".

Viento violento

El amor llega. Su primera pareja estable es una joven fotógrafa que al parecer, pudo tolerar sus desequilibrios y su exigente manera de querer. Ese mismo año recibe la beca Guggenheim y Alejandra escribe en su diario: “Ayer me enteré de que gané la beca. Mi euforia por el aspecto económico del asunto, es decir: hablar de millones con mi madre sabiendo que esta enorme cantidad de dinero se debe a mi trabajo como poeta. En efecto, es como si algo como el destino me ayudara a enfrentar mi destino como poeta”. La beca, que dilapidó en minucias y regalos para los amigos, la obligaba a hacer un viaje que en 1969 la llevó a Nueva York y su tan amada París. Si Nueva York le pareció una ciudad feroz y muerta donde “el poema debe pedir perdón por su existencia”, París la partió en mil pedazos. Mayo del ‘68 había sido una especie de batalla final perdida para una generación. De allí

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que Alejandra se reencontrara con sus antiguos amigos pero no con la dulce bohemia que envolvió aquellas jornadas de los primeros sesenta. Los más jóvenes se habían “americanizado” y los artistas de su generación estaban entrampados en el engranaje del trabajo. Al retornar a Buenos Aires, cada vez más se atrincheró en su departamento al que algunos amigos le habían puesto el mote de “la farmacia”, debido a la cantidad de medicamentos que saltaban, rodaban o se escondían por todas partes. Pastillas para la clarividencia en las horas de escritura obsesiva o pastillas para poder dormir. Su ánimo era a veces jovial, pero tenía días de estar anclada en un pozo de donde nadie la conseguía sacar. Sus amigos recibían en la madrugada, llamadas telefónicas de auxilio. Era Alejandra que buscaba desesperadamente alguien que la rescatara. Asombra que en el estado en que se hallaba todavía pudiera separar la paja del trigo cuando afloraba el instante de lucidez. Los poseídos entre lilas es un texto teatral que terminó de escribir en esos años y que está lleno de cosas geniales y de delirios olvidables. Hizo a un lado lo que no servía y seleccionó sólo los mejores momentos de dicha obra para incluirlos como poemas en El infierno musical. Uno de esos fragmentos se tituló justamente “Los poseídos entre lilas”: “Yo estaba predestinada a nombrar las cosas con nombres esenciales. Yo ya no existo y lo sé; lo que no sé es qué vive en lugar mío. Pierdo la razón si hablo; pierdo los años si callo. Un viento violento arrasó con todo. Y no haber podido hablar por todos aquellos que olvidaron el canto”. En 1970 hace su primer intento de suicidio. Gente que llega a la casa. Hospital. La sobreluz que acecha.

Residuos

Luego de un largo período de internación con salidas en los fines de semana, volvió a su casa donde retomó el fervor de la escritura y los encuentros con los amigos. En 1971 le otorgan la beca Fulbright pero la rechaza por saberse incapaz de realizar el viaje que se le exigía. Otro amor llega pero se va rápido. La partida con una beca a Estados Unidos de esta mujer que “la llevaba del cielo al infierno”, desata el vértigo de la locura, el páramo nocturno, la idea fija de la muerte, el fuego del único silencio perfecto. La madrugada del 25 de setiembre de 1972, Alejandra partió. Cincuenta pastillas de seconal sódico la llevaron. (Parte de la información de esta nota fue extraída del libro Alejandra Pizarnik, por Cristina Piña, publicada por Planeta en su colección Mujeres Argentinas, Buenos Aires, 1992) ____________________________________________________________________________________________________

Textos y Poemas

Sábado, 25 de agosto [Saint-Tropez, 1962] Por un instante, en la playa, se me presentó la vieja imagen de la adolescente que quise ser: una muchacha de rostro fino y noble, bella tal vez pero de una manera sobria, que lleva por la playa soleada su cuerpo menudo y armonioso, un poco ambiguo sexualmente, pero no demasiado y en todo caso sería una ambigüedad provocada por lo juvenil de ese cuerpo y no por un conflicto sexual. Entonces respiré dichosa —un minuto—: me vi limpia,

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tranquila, sin preocupaciones poéticas ni económicas, sin este sentir trágico y humorístico que me hace ser, entre los otros, un personaje genial o un horror erguido en dos piernas nada fácil de aguantar. Creo que mi aspecto físico es una de las razones por las que escribo: tal vez me creo fea y por ello mismo eximida del exiguo rol que toda muchacha soltera debe jugar antes de alcanzar un lugar en el mundo, un marido, una casa, hijos. Pero a veces, mirándome bien, veo lúcidamente que no soy nada fea y que mi cuerpo, aunque no intachable, es muy bello. Pero yo amo tanto la belleza que cualquier aproximación a ella, en tanto no sea su consumación perfecta, me enerva. Y que mi rostro sea interesante no me consuela. Además me molesta mi carencia de edad visible: a veces me dan catorce años y a veces diez años más que la edad que tengo, lo que me angustia mucho no por miedo a la vejez ni a la muerte (las llamo a gritos) sino porque sé que necesito de un cuerpo adolescente para que mi mentalidad infantil no sienta la penosa impresión de ser una niña perdida dentro de un cuerpo maduro y ya afligido por el tiempo. Por eso mi perpetuo régimen alimenticio y mi forzada resistencia al alcohol —sé prefectamente que si no me suicido pronto, me daré a la bebida. Pero debiera, por una vez, ser más accesible y, digamos, "normal": estoy en Saint-Tropez, es decir a 3 km de Saint-Tropez. En vez de quedarme encerrada en la pieza debiera ir a visitar el pueblo, conocer las viejas callecitas, mirar la gente. En mí, volver de un sitio sin haberlo visto es un motivo de orgullo. Decir "no" en vez de "sí" me emociona. Hoy, conversando (sin mucha facilidad) con [m.l.] me dijo a propósito de alguien: "Tiene algo que admiro profundamente: un interés por todas las cosas, un vivir a fondo todo lo que le sucede". Sentí angustia en ese instante: Soy todo lo contrario. Y ahora que lo escribo mi angustia aumenta porque siento que soy nada, que nada hice, que nada haré y que la literatura es la pobre excusa que doy y que me doy para poder quedarme encerrada en una pieza llena de libros y papeles, en un desorden muy intelectual. No obstante, cuado leo y escribo con ganas, mi vida no me parece pobre. Todo lo contrario. Lo que me hace sentir pobre e idiota es compartir el ritmo de la llamada "gente normal", como ahora, por ejemplo, en que los otros nadan, navegan, toman sol, hablan de cosas intrascendentes, comen y beben a gusto... Otra cosa que me dolió fue encontrarme ayer con Marguerite Duras, feliz con sus cuatro baños diarios en el mar, hablándome de sus amigos, de su hijo, de su perro, de comida, de autos sport, y todo comentado sin angustia, sin frases definitivas, sin literatura, como lo hace alguien que pertenece a este mundo y participa plenamente de él. Y yo siempre tan lejana, tan al borde del abismo, sintiendo un dolor agudo cuando me baño en el mar, sufriendo bajo los rayos del sol, sintiendo con todas mis fuerzas que no puedo vivir, que estoy tensa y deshecha, un despojo humano, una depresiva ni siquiera maníaca pero inapta para todo. Vida frágil, absurda, cómica, triste. Hagas lo que hagas, aunque escribas la Divina Comedia, seguirás siendo alguien muy ridícula, muy melancólica, pintoresca y graciosa durante unos minutos, fatigante y atrozmente aburrida en la convivecia diaria.

Diarios. Alejandra Pizarnik.

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La luz mala se ha avecinado y nada es cierto. Y si pienso en todo lo que leí acerca del espíritu... Cerré los ojos, vi cuerpos luminosos que giraban en la niebla, en el lugar de las ambiguas vecindades. No temas, nada te sobrevendrá, ya no hay violadores de tumbas. El silencio, el silencio siempre, las monedas de oro del sueño. Hablo como en mí se habla. No mi voz obstinada en parecer una voz humana sino la otra que atestigua que no he cesado de morar en el bosque. Si vieras a la que en mí sin ti duerme en un jardín en ruinas en la memoria. Allí yo, ebria de mil muertes, hablo de mí conmigo sólo por saber si es verdad que estoy debajo de la hierba. No sé los nombres. ¿A quién le dirás que no sabes? Te deseas otra. La otra que eres se desea otra. ¿Qué pasa en la verde alameda? Pasa que no es verde y ni siquiera hay una alameda. Y ahora juegas a ser esclava para ocultar tu corona ¿otorgada por quién? ¿quién te ha ungido? ¿quién te ha consagrado? El invisible pueblo de la memoria más vieja. Perdida por propio designio, has renunciado a tu reino por las cenizas. Quien te hace doler te recuerda antiguos homenajes. No obstante, lloras funestamente y evocas tu locura y hasta quisieras extraerla de ti como su fuese una piedra, a ella, tu solo privilegio. En un muro blanco dibujas las alegorías del reposo, y es siempre una reina loca que yace bajo la luna sobre la triste hierba del viejo jardín. Pero no hables de los jardines, no hables de la luna, no hables de la rosa, no hables del mar. Habla de lo que sabes. Habla de lo que vibra en tu médula y hace luces y sombras en tu mirada, habla del dolor incesante de tus huesos, habla del vértigo, habla de tu respiración, de tu desolación, de tu traición. Es tan oscuro, tan en silencio el proceso a que me obligo. Oh habla del silencio.

Fragmento de "Extracción de la Piedra de locura" de Alejandra Pizarnik.

Niña entre azucenas. Obscenidad en algunos pequeños instantes del día compartido, no de la noche que es sólo mía. Algo tan modesto como una mano abrió mi ardiente memoria. Un gesto tenue al doblar los dedos cuando cerró la mano en forma de azucena. El execrado color de la azucena subió a mi cerebro con todo el peso fatal de su triste y delicado perfume. Instada por la visión de esta mano recogida por sí misma con dedos como cinco falos, hablé de la doble memoria. Evoqué las azucenas detrás de las cuales una vez me escondí, minúscula salvaje, para comer hormigas y cazar moscas de colores. El gesto de la mano dio una significación procaz a la figurita del memorial, la escondida entre azucenas. Comencé a asfixiarme entre paredes viscosas (y sólo debo escribir desde adentro de estas paredes). Tan ofensiva apareció la imagen de mi niñez que me hubiera retorcido el cuello como a un cisne, yo sola a mi sola. (Y luchas por abrir tu expresión, por librarte de las paredes.)

El deseo de la palabra. La noche, de nuevo, la noche, la magistral sapiencia de lo oscuro, el cálido roce de la muerte, un instante de éxtasis para mí, heredera de todo jardín prohibido. Pasos y voces del lado sombrío del jardín. Risas en el interior de las paredes. No vayas a creer que están vivos. No vayas a creer que no están vivos. En cualquier momento la fisura en la pared y el súbito desbandarse de las niñas que fui. Caen niñas de papel de variados colores. ¿Hablan los colores? ¿Hablan las imágenes de

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papel? Solamente hablan las doradas y de ésas no hay ninguna por aquí. Voy entre muros que se acercan, que se juntan. Toda la noche hasta la aurora salmodiaba: Si no vino es porque no vino. Pregunto. ¿A quién? Dice que pregunta, quiere saber a quién pregunta. Tú ya no hablas con nadie. Extranjera a muerte está muriéndose. Otro es el lenguaje de los agonizantes. He malgastado el don de transfigurar a los prohibidos (los siento respirar adentro de las paredes). Imposible narrar mi día, mi vía. Pero contempla absolutamente sola la desnudez de estos muros. Ninguna flor crece ni crecerá del milagro. A pan y agua toda la vida. En la cima de la alegría he declarado acerca de una música jamás oída. ¿Y qué? Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir. Violario. De un antiguo parecido mental con caperucita provendría, no lo sé, el hechizo que involuntariamente despierto en las viejas de cara de lobo. Y pienso en una que me quiso violar en un velorio mientras yo miraba las flores en las manos del muerto. Había incrustado su apolillada humanidad en la capital de mi persona y me tenía aferrada de los hombros y me decía: mire las flores... qué lindas le quedan las flores... Nadie hubiera podido conjeturar, viendo mi estampa adolescente, que la vetusta femme de lettres hacía otra cosa que llorar en mi cuello. Abrazándose estrechamente a mí, que a mi vez temblaba de risa y de terror. Y así permanecimos unos instantes, sacudidos los cuerpos por distintos estremecimientos, hasta que me quedó muy poco de risa y mucho de terror. Seguí mirando las flores, seguí mirando las flores...Yo estaba escandalizada por el adulterado decadentismo que ella pretendía reavivar con ese ardor a lo Renée Vivien, con ese brío a lo Nathalie Clifford Barney, con esa sáfica unción al decir flores, con ese solemne respeto greco-romano por los chivos emisarios de sus sonetos... Entonces decreté no escribir un solo poema más con flores.

Pizarnik, Alejandra. Prosa completa. (1965) La caída A. empezaba a cansarse de estar cansada sin nada que hacer. No hace nada pero lo hace mal, recordó. Un hombrecillo de antifaz azul paso corriendo junto a ella. A. no considero extraordinario que el hombrecillo exclamara: -los años pasan; voy a llegar tarde. Sin embargo, cuando el enmascarado saco de un bolsillo una pistola, y después de consultarla como a un reloj acelero el paso, A. se incorporo, y ardiendo de curiosidad, corrió detrás del ocultado, llegando con el tiempo justo de verlo desaparecer por una madriguera disimulada. Inmediatamente, entró detrás el. La madriguera parecía recta como un túnel, pero de pronto, y esto era del todo inesperado, torcía hacia abajo tan bruscamente que A. se encontró cayendo -como aspirada por la boca del espacio- por lo que parecía ser un pozo. O el pozo era muy hondo o ella caía con la lentitud de un pájaro, pues tuvo tiempo, durante la caída, de mirar atentamente a su alrededor y preguntarse que iba a suceder a

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continuación (¿a caso el encuentro del suelo con su cabeza?). Primero trato de mirar hacia abajo, para informarse del sitio donde iba a caer, pero la oscuridad era demasiado intensa; después miro a los lados y observo que las paredes del pozo estaban cubiertas de armarios llenas de objetos. Vio, entre otras cosas, mapas, bastones de caramelos, manos de plata asidas a un piano, monóculos, bracitos de muñecos, guantes de damas antiguas, un astrolabio, un chupete, un cañón, un caballo pequeñísimo espoleado por un San Jorge de juguete embistiendo a un dragón de plexiglás, un escarabajo de oro, un caballo de calesita, un dibujo de la palma de la mano de Lord Chandos, una salamandra, un niña llorando a su propio retrato, una lámpara para no alumbrar, una jaula disfrazada de pájaro... En fin, tomó de uno de los estantes una caja negra de vidrio pero comprobó, no sin decepción, que estaba vacía. No queriendo tirar la caja por miedo de matar a alguien que estuviera más abajo, la tiró igual. -Después de una caída así, rodar por una escalera no tendría ninguna importancia- pensó. Evocó escaleras, las más desgastadas, a fin de convocar muertos y otros motivos de miedos nocturnos. Pero se sentía valiente y no podía no recordar este verso: La caída sin fin de muerte en muerte. ¿Es que no terminaría nunca la caída? Seguía cayendo, cayendo. No le era dado hacer otra cosa. Recordó: ...Caen los hombres resignados ciegamente, de hora en hora, como agua de una peña arrojada a otra peña, a través de los años, en lo incierto, hacia abajo. A. Comenzaba a sentir sueño; mientras seguía cayendo se escucho preguntar: -¿Y qué pasa si uno no se muere? ¿Y qué muere si uno no se pasa? Como no podía contestarse a ninguna de las preguntas, tanto daba formular una que otra. Sus ojos se cerraron y soñó que conducía un camión de transporte de antifaces. De repente, se estrello contra un colchón. La caída había terminado. El centro del mundo A. miró hacia arriba: todo estaba muy oscuro. Ante ella había otro túnel con el hombrecillo corriendo. Tuvo tiempo de oírlo exclamar: -¡Por mi verga alegre, es tardísimo! Un segundo después, el enmascarado había desaparecido. A. se encontró, de súbito, en una habitación llena de puertas, pero todas cerradas, como lo supo cuando las hubo probado una tras otra. De pronto descubrió en su mano una llave de oro. Su intento de abrir con ella alguna puerta resultó vano. Sin embargo, al volver a recorrer la habitación, advirtió otra puerta verde de unos cincuenta centímetros de altura. Con alegría, a caso con incredulidad, notó que la llavecita entraba en la cerradura (...cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura, recordó). Abrió la puerta verde y vio un pasillo no mayor que una bañera para pájaros. Por un hueco en forma de ojo, miró el bosque en miniatura más hermoso que pueda ser imaginado (teniendo en cuenta los poderes supremos de la imaginación). Nada deseo más que introducirse por aquel hueco y llegar hasta esas estatuas de colores junto a la fuente de fresca agua prenatal, pero como no era posible, A. deseó reducirse de tamaño. -Estoy segura de que hay algún medio -dijo.

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Tantas cosas habían ocurrido desde que nació, que A. no creía ya que hubiese nada imposible ni, tampoco, nada posible. Esperar frente a la puerta verde era inútil. Volvió junto a la mesa, esperando encontrar en ella alguna mano (o un guante, aunque fuera) que le estuviese tendido un papel con instrucciones de cómo se hace para que la gente empequeñezca y pueda entrar en un bosque. Pero solo encontró una botella que un poco antes no estaba allí y que tenía una etiqueta con estas palabras: Bébeme y serás la otra que temes ser. -Sí -dijo, Y bebió largamente hasta vaciar la botella. -¡Qué sensación psicodélica! -exclamo A.-. Debo de estar achicándome como un toro observado desde muy lejos por un pajarito miope que se quito los anteojos. La estatura de A. se había reducido a unos veinte centímetros. El corazón se le iluminó al pensar que el tamaño de su cuerpo era el necesario para llegar al bosque. Y es un pequeño lugar perfecto aunque vedado. Y es un lugar peligroso. El peligro consistiría en su carácter esencialmente ingenuo y fluido, sinónimo de las más imprevistas metamorfosis, puesto que el espacio deseado, así como los objetos que encierra, están sometidos a una incesante serie de mutaciones inesperadas y rapidísimas. A. estaba segura de que su estado de pequeñez actual valía la pena. Sabía que los caminos que llevan al centro son variadamente arduos: rodeos, vueltas, peregrinaciones, extravíos de laberintos. Por eso el centro (que en este cuento es un bosque en miniatura) configura un espacio cualitativamente distinto del espacio profano. En cuanto al tiempo... pero aquí dejó de pensar porque se dio cuenta de que se había olvidado la llave. Al volver a la mesa en su busca no le fue posible alcanzarla. Intento encaramarse por una de las patas pero cuando se hubo cansado de hacer pruebas inútiles y de compararse con Gregorio Samsa, se sentó en el suelo y se echo a llorar. A orillas del Lemán me senté y lloré... -Pero si no hay ante quién llorar... -dijo. De pronto su mirada se detuvo en una botella que yacía debajo de la mesa con una etiqueta sobre la cual estaba escrito: Bébeme y verás cosas cuyo nombre no es sonido ni silencio. -Si esto me hace crecer -dijo A.- alcanzaré la llave y si me empequeñece, podré pasar por debajo de la puerta. Con tal de llegar al bosque no me importa lo que me pase. Bebió un sorbo. Sorprendida, noto que su cuerpo permanecía igual a sí mismo. ¿Cómo era posible? Ella esperaba cosas tan maravillosas que lo habitual le resultaba extraño y hasta grotesco. Decidió arriesgarse del todo y bebió enteramente el contenido de la botellita. Pensó que el destino aprecia la monotonía puesto que la dicha o el infortunio del hombre a menudo cabe en una botella. Cuando nada pasa -Me estoy alargando como un poema dedicado al océano -dijo-. Ignoro adónde van mis pies (los vio alejarse hasta perderse de vista). Simultáneamente, su cabeza rompió el techo y tropezó con la copa de un árbol. Ya media tres metros. Fiel a su deseo más profundo, se adueñó de la llave y abrió la puerta verde.

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Pero todo lo que pudo hacer fue mirar el pasillo. En cuanto a atravesarlo ¿qué más difícil para una giganta? De nuevo se echó a llorar. (Lloro porque no puedo satisfacer mi pasión..., recordó.) Prosiguió derramando lágrimas hasta que a su alrededor se formo una laguna. -Puesto a que se formó por culpa de mi falta de armonía con el suceder de las cosas, la llamare: Laguna de la Disonancia. Dijo, y se le ocurrió este poema: Tendremos un buque fantasma Para ir al campo Y tendremos un sueño para el invierno Y otro para el verano Lo cual suma dos sueños. Nadie escuchaba sus versos. -Sucede que una se cansa de estar sola -dijo-. Quisiera ver otras personas, aunque fuera gente sin cara. Relaciones sociales A. se acariciaba la mano derecha con la mano izquierda, lo que la obligó a mirarlas y a descubrir que estaba reduciéndose. Otra vez dueña de un cuerpo minúsculo, corrió a la puertita: otra vez se encontró con que estaba cerrada y la llave, como antes, sobre la mesa. Al pensar en Nietzsche y en el tiempo circular, resbalo y se hundió en agua salada. Creyó haber caído en el mar; poco duro en saber que se hallaba en la Laguna de la Disonancia. Se puso a andar en busca de una playa. Dijo: -Este será mi castigo: ahogarme en mis propias lágrimas. ¿Por qué lloré? (J'ai tant cherché á lire dans mes ruisseaux des larmes,recordó.) Oyó caer algo en el charco, y nadó hacia allí; creyó que sería un submarino o una ballena, pero recordó a tiempo lo pequeña que era. Así, comprobó que se trataba de una muñeca. Acercándose a ella, le pregunto: -¿Sabría usted decirme la manera de salir de este charco? La muñeca le dirigió una mirada llena de reproches pero no contestó. Segura de que había ofendido misteriosamente a la muñeca, A. se apresuró a disculparse. -Si lo prefiere, no hablemos más. -¿Hablemos? -dijo la muñeca-. ¡Como si yo hubiese hablado! Sepa que en mi familia se odia a los que hacen preguntas. A. se apresuro a decir: -¿Te... te... gustan las muñecas? ¡Oh! me parece que he vuelto a preguntarte. Y es que la muñeca se alejaba de ella nadando con todas sus fuerzas. A. la llamó:

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-Querida muñeca, por favor vuelve y no hablaremos más. La muñeca pareció meditar; luego dio media vuelta y nadó hacia A. Al llegar junto a ella le dijo: -Nademos hacia la orilla, en donde hablaremos, aun si no se debe ni se puede.

Alejandra Pizarnik. Prosa completa. Editorial Lumen.

POEMA Tú eliges el lugar de la herida en donde hablamos nuestro silencio. Tú haces de mi vida esta ceremonia demasiado pura. EN TU ANIVERSARIO Recibe este rostro mío, mudo, mendigo. Recibe este amor que te pido Recibe lo que hay en mí que eres tú. PRESENCIA Tu voz en este no poder salirse las cosas de mi mirada ellas se desposeen hacen de mí un barco sobre un río de piedras si no es tu voz lluvia sola en mi silencio de fiebres tú me desatas los ojos

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y por favor que me hables siempre. LOS TRABAJOS Y LAS NOCHES para reconocer en la sed mi emblema para significar el único sueño para no sustentarme nunca de nuevo en el amor. he sido toda ofrenda en puro errar de loba en el bosque en la noche de los cuerpos para decir la palabra inocente CANTORA NOCTURNA Joe, macht die Musik von damals nacht... La que murió de su vestido azul está cantando. Cantada imbuida de muerte al sol de su ebriedad. Adentro de su canción hay un vestido azul, hay un caballo blanco, hay un corazón verde tatuado con los ecos de los latidos de su corazón muerto. Expuesta a todas las perdiciones, ella canta junto a una niña extraviada que es ella: su amuleto de la buena suerte. Y a pesar de la niebla verde en los labios y del frío gris en los ojos, su voz corroe la distancia que se abre entre la sed y la mano que busca el vaso. Ella canta. A Olga Orozco VÉRTIGOS O CONTEMPLACIÓN DE ALGO QUE TERMINA Esta lila se deshoja. Desde sí misma cae y oculta su antigua sombra. He de morir de cosas así. FRAGMENTOS PARA DOMINAR EL SILENCIO I Las fuerzas del lenguaje son las damas solitarias, desoladas, que cantan a través de mi voz que escucho a lo lejos. Y lejos, en la negra arena, yace una niña densa de música ancestral. ¿Dónde la verdadera muerte? He querido iluminarme a la luz de mi falda de luz. Los ramos se mueren en la memoria. La yacente anida en mí con su máscara de loba. La que no pudo más e imploró llamas y ardimos. II Cuando hablo a la casa del lenguaje se le vuela el tejado y las palabras no guarecen, yo hablo. Las damas de rojo se extraviaron dentro de sus máscaras aunque regresarán para sollozar entre flores.

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No es muda la muerte. Escucho el canto de los enlutados sellar las hendiduras del silencio. Escucho tu dulcísimo llanto florecer mi silencio gris. III La muerte ha restituido al silencio su prestigio hechizante. Y yo no diré mi poema y yo he decirlo. Aun si el poema (aquí, ahora) no tiene sentido, no tiene destino. COLD IN HAND BLUES y qué es lo que vas a decir voy a decir solamente algo y qué es lo que vas hacer voy a ocultarme en el lenguaje y por qué tengo miedo

"(...) Sucede en la noche, cuando rodar, caer, lágrimas tiritando bajo los puentes cerca del

agua donde fluyen casas iluminadas y seres sin cabeza y horas sin relojes y mi corazón en

una pira, en una piragua letal, mi corazón disuelto en pequeños soles negros palpita y

naufraga hacia donde no hay olvido. No hay olvido y el esfuerzo de ser es muy grande, el

esfuerzo de vestirse de sí misma cada día y remontarse como a una ciénaga, arrastrarse

como a un duro cadáver, bolsa compacta de chillidos y maldiciones y cosas muertas y

puños cortados amenazando el suelo y el cielo. La vía alcohólica del cielo percute en mi

cerebro iluminado como una galería de espanto en la que alguien busca con ardor. Viviera

en otro mundo, viviera en algo más pequeño, sin nombre, sin lenguaje, no llamado y cuya

única característica consiste en su silencio lujurioso".