ahora o nunca el fin de las...
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AHORA O NUNCA. El fin de las profecías
Novela -
Registrada en la Dirección Nacional del Derecho de Autor.
Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. República Argentina.
Con fecha 18 de octubre del año 2011-
© 2011. Ingrid Mayer. Todos los derechos reservados.
Facebook/Savitri Ingrid Mayer
INDICE DE CAPÍTULOS
Prólogo -
Capítulo 1 - Día uno: viernes
Capítulo 2 - Día dos: sábado
Capítulo 3 - Día tres: domingo
Capítulo 4 - Día cuatro: lunes
Capítulo 5 - Día cinco: martes
Capítulo 6 - Día seis: miércoles
Capítulo 7 - Día siete: jueves
Capítulo 8 - Día ocho: viernes
Capítulo 9 - Día nueve: sábado
Capítulo 10 - Día diez: domingo
Capítulo 11 - Día once: lunes
Capítulo 12 - Día doce: martes
Capítulo 13 - Día trece: miércoles
Capítulo 14 - Día catorce: jueves
Capítulo 15 - Día quince : viernes
Epílogo -
PRÓLOGO
Durante el año 2001, la Argentina sufrió una terrible crisis económica. Después de
una larga recesión, (con desocupación, despidos y suspensiones, cierres y quiebras de
empresas, etc.) la crisis culminó con un corralito financiero, la caída del gobierno,
manifestaciones, estado de sitio y muertos. La crisis afectó a todos los habitantes del
país, en mayor o menor medida, y la pesificación obligatoria hizo perder el valor de sus
ahorros -de la noche a la mañana- a una enorme cantidad de gente.
Fue penoso, y todos los argentinos padecieron sus efectos, aunque no todos de la
misma manera...
Eso pude comprobar varios años más tarde, cuando conocí y traté -en un Centro de
Yoga- a una señora (la directora del Centro) para quien la crisis, después de
perjudicarla como a todos, se había convertido en su oportunidad.
Esta señora me pareció desde el principio una mujer notable, de profunda
espiritualidad y gran sabiduría. Y lo que más me sorprendió de ella, a medida que la
iba conociendo, fue su sencillez, su transparencia, su compromiso y su coherencia.
Ella me contó una curiosa historia: ciertos acontecimientos vividos durante el verano
que siguió a la crisis, los cuales habían transformado su vida.
La historia me atrapó y le pedí permiso para convertirla en una novela, con la
promesa de respetar la intimidad de sus protagonistas. Hubo cambios con ese fin: los
lugares, los nombres, las edades, las profesiones… Y como en toda novela, hubo
imaginación.
Pero la historia es la misma. Lo que significó para sus protagonistas, lo que vivieron
y sintieron, el desenlace: todo eso permaneció igual.
Permaneció la esencia… Y ésta es una historia real.
CAPÍTULO 1
Primer día: viernes
Un bello lugar en un rincón escondido de las sierras de Córdoba: Cerro de la Isla,
hostería naturista. Fernando e Isabel. Llegada de las primeras turistas: Clara. Betti.
1.
Fernando había estado ocupadísimo toda la semana. Dejar todo listo en la hostería
significaba muchísimo trabajo para él e Isabel, aunque a veces venía para ayudarlos
Paola, la hija de uno de los pobladores de la zona. Ya estaban en pleno verano y la crisis
también los había golpeado a ellos: nadie hasta ahora… Pero una semana atrás, la
última de enero, se había comunicado con su operadora turística en Buenos Aires, y
supo con gran alegría que les había conseguido algunas personas, tres mujeres y un
hombre, los cuales viajarían a principios de febrero.
Cerro de la Isla ni siquiera estaba en el mapa. Era una sierra más de las serranías,
rodeada por dos brazos del río, lo cual casi la convertía en isla, de ahí el nombre.
Poquísimos habitantes, cuevas prehistóricas en un cerro cercano, un paisaje de
ensueño... Para llegar había que seguir un camino secundario que salía de una ruta
provincial poco importante y que se abría paso sinuosamente al borde de precipicios.
Con Isabel, su mujer, habían comprado la finca -una antigua casona- a un precio
irrisorio, y la habían convertido en el precioso hotelito que era a fuerza de mucho
trabajo y mucho sacrificio. Pero nunca les había ido demasiado bien: estaban muy
alejados, era una hostería naturista -no para todos- y no habían hecho publicidad, por lo
cual todos los años llegaban a una situación casi límite y ella tenía que pedir prestado a
sus hermanos. Sólo se recuperaban después del verano, aunque siempre raspando y
siempre con la angustia de no llegar al verano siguiente. Recién el último año, a partir
de su asociación con una agencia de viajes de Buenos Aires, las cosas habían
comenzado a cambiar, y habían tenido varias personas alojadas durante las vacaciones
de invierno. Lamentablemente, todas las ganancias de ese mes se habían ido en
inversiones urgentes y en deudas, y estaban como todos los años al límite.
Y ahora, encima, ¡la crisis!
Sin embargo, desde que hablaran por teléfono con la agencia, estaban contentísimos.
¡Cuatro personas! No es demasiado pero es algo, y la chica les había prometido
conseguir más para la siguiente quincena. Así que estaban organizando todo con
entusiasmo y alegría, orgullosos de su pequeño hotel y de lo que iban a ofrecer a los
huéspedes.
2.
El diferencial iba casi vacío. Clara levantó las piernas y las acomodó en el asiento
contiguo al suyo. Estaba cansada. A los setenta y dos el cuerpo ya no responde bien
cuando una viaja, y habían sido muchas las emociones previas a la partida. La cena
como despedida en casa de su hija, todos los nietos, la comida copiosa que le había
caído pesada, el ajetreo del día siguiente, toda la noche en el ómnibus... Y como si
fuera poco, la llegada con demora, perder el diferencial reservado, pasar dos horas más
en la terminal de Córdoba... A su edad todo eso no es un chiste. Sus hijos le habían
ofrecido viajar en avión, pero costaba mucho más y eligió el ómnibus. ¡Muy agotador!,
y ahora en la combi que daba saltos por esa ruta angosta… aunque... lo que veía por la
ventanilla era un resarcimiento, superaba todas sus expectativas.
Siempre le habían gustado las sierras de Córdoba: ¡tenía tantos recuerdos hermosos de
ellas!…. De niña veraneos con sus padres, luego la luna de miel, y también cuando sus
hijos eran pequeños.
Pero en esta zona de las sierras nunca había estado, y la propuesta le había gustado
mucho: un hotel con algo de spa, baños de barro, masajes, paseos…
Necesitaba unas vacaciones así, había sido duramente golpeada por la crisis. Todos
los ahorros de su marido, el sacrificio de muchos años, desaparecidos en pocos días. ¿Y
quién tenía la culpa? : ¿el gobierno, los bancos? No lograba entender lo sucedido, ni
por qué había sucedido… Miles de dólares convertidos en pocas semanas en muchísimo
menos y que, según decía la gente, cuando se los devolvieran iban a ser menos aun, ya
no servirían para casi nada, como años antes, en los tiempos de la hiperinflación. Su
hijo había conseguido retirar algo, pero no todo, y Clara había atravesado infinitas
angustias.
Si no fuera por sus hijos, que estaban en buena posición, nunca hubiera podido
permitirse estas vacaciones. Todo su dinero estaba en el Banco y ahora era muchísimo
menos. Su pensión, si bien no era de las peores, tampoco era de privilegio, y lo único
que le había permitido vivir cómodamente, luego de enviudar, había sido ese dinero en
el Banco. Todos los excedentes salían de ahí desde que él muriera: las vacaciones, las
enfermedades (como su operación de vesícula), los arreglos en la casa… Por supuesto
que sus hijos -ante alguna eventualidad- podrían ayudarla, pero nunca quiso ser una
carga para sus hijos, y ahora no quedaría mas remedio. Depender de los hijos después
de años de sacrificios, de años cuidando con su marido lo que gastaban para poder
ahorrar, ¡no era justo!
Este año ni soñaba con tener vacaciones, pero… En la cena de Nochebuena hubo un
sobre para ella a los pies del arbolito.
-Mamá- le dijo su hija entre abrazo y abrazo -te vamos a regalar las vacaciones y van a
ser vacaciones con mimos. Dos semanas en las sierras de Córdoba, en un bonito hotel
(vi las fotos), que también es spa, con masajes y baños de barro para tu reuma.
Lo primero que pensó, cuando su hija le dio la noticia, fue: ¡no estoy sola y Dios no
me abandona! Y además pensó que en la paz de la sierras iba a estar más en contacto
con Dios, y que así a lo mejor se le iban la preocupación y la mala sangre. Clara tenía
una profunda e inalterable fe, iba a misa todos los domingos, y le rezaba a Jesús, a la
Virgen y a ciertos Santos de su devoción todas las noches.
Y ahora, embelesada por el paisaje que era más bello y grandioso a medida que
avanzaban, sentía una creciente alegría.
El chófer detuvo el vehículo junto a una casa bastante sencilla y anunció que había
una parada de quince minutos: podían bajar, beber y comer algo, usar los baños.
Clara descendió y entró al local. Vio unas pocas mesas y un mostrador no muy grande
detrás del cual una mujer sonriente explicaba, a los pocos pasajeros, qué cosas tenía
para ofrecerles.
Se sentó, después de pedir un té y un alfajor, y enseguida se ubicó frente a ella otra de
las pasajeras del diferencial, una señora rubia muy maquillada, vestida con elegancia.
Traía con ella una tacita de café que se iba volcando en el platito.
La señora rubia se tomó el café en dos tragos y luego sacó de su bolso un paquete de
cigarrillos.
-¿Le parece que me dejarán fumar aquí dentro?- le preguntó.
-No lo sé.
La señora rubia prendió el cigarrillo y comenzó a dar una pitada tras otra...
-Me moría de ganas, ¿le molesta?
Clara pensó que un poco le molestaba, pero dijo que no con la cabeza. Entonces la
señora le confesó que el viaje la estaba poniendo nerviosa: demasiados precipicios.
-¿Le dan miedo?
-Y sí, un poco… El chófer va muy rápido.
-Sí, tiene razón, pero se debe conocer la ruta de memoria… ¿Usted adónde va?
-A un hotel con servicio de spa, no recuerdo el nombre.
Clara se sorprendió: así que iban al mismo lado. Pero no se lo dijo. No tenía ganas de
conversar: estaba cansada. Su único deseo era llegar y recostarse un rato.
Terminó el té y se levantó para volver al coche.
3.
Isabel y Paola estaban acomodando una de las habitaciones.
-¡Esta mocosa, que lerda que es!- se quejó Isabel en voz casi inaudible. Paola siempre
hacía las camas de las habitaciones de un modo tan lento que ella se impacientaba.
-¿Ya viene gente hoy, doña Isabel?
-Sí, ya te lo dije, dos señoras. Una es bastante mayor y la otra debe ser como yo.
-¿Y qué cuartos les va a dar?
-Y… Este amarillo es para la mayor, es un color vivificante, y supongo que le van a
gustar la colcha y la cortina floreadas, son de estilo antiguo. Para la otra todavía no sé.
Según la chica de la agencia es una clienta muy exigente.
Isabel pensó con orgullo en la decoración de las habitaciones: todo era creación suya y
ninguna habitación era igual a otra. En cada una el color de las paredes y de la tapicería
hacían juego, predominando algún color; y siempre trataba de acomodar a los huéspedes
en cuartos que sintonizaran con ellos. Sabía, lo había estudiado, que el color tiene
efectos sobre la gente: estimula, armoniza, calma, y si no es el apropiado para esa
persona ocurre todo lo contrario: puede irritar, molestar, deprimir.
Después de alguna reflexión, decidió que a la señora exigente le daría la verde. Era la
habitación más elegante, con algunos detalles de lujo, como las griferías del baño.
Estaba contenta. Habían llegado al borde de la quiebra, como todos los años, pero
ahora todo comenzaría a funcionar mejor, a pesar de la crisis: esas eran sus esperanzas.
¿Cómo no habían pensado desde el principio en una agencia de viajes? Fue sugerencia
de uno de sus hermanos; lástima que no se los hubiera aconsejado antes.
Según la chica de la agencia, a la señora mayor le gustaría recibir shiatzu y baños de
barro. A la otra no, ninguna actividad adicional, aunque… esperaba convencerla: serían
ingresos extras.
4.
Betti se paró junto al vehículo y encendió otro cigarrillo.
Llegó el conductor, la observó, y le preguntó con tono irónico si sabía cómo era el
lugar adonde iba.
-¿Qué quiere decirme?- replicó algo molesta.
El conductor era un morocho bastante joven, y la miraba con una sonrisa burlona.
-Es una hostería naturista, no la van a dejar fumar
-Pero, ¿qué dice? En la agencia me aseguraron que es un spa, así que si no me dejan
fumar me voy a otro lado.
El hombre volvió a sonreír y le avisó que ya salían.
Apagó el cigarrillo y subió al vehículo, bastante contrariada. ¿No se habría
precipitado un poco al elegir este lugar? ¿Y si no le gustaba? El paisaje era atractivo, sin
duda, pero esas declaraciones del chófer… A ver si se arrepentía… ¡Bah!, si no le
gustaba se iría.
A diferencia de la mayoría de los argentinos, para Betti la crisis no había sido un
problema. Con un puesto ejecutivo en el área de marketing de una empresa grande y
sólida, un lujoso departamento de su propiedad en el barrio de Belgrano, un auto que
cambiaba todos los años y muchos dólares guardados en una caja de seguridad en el
Banco (y con las cajas de seguridad no se habían metido): ¡nada de crisis! Ningún
sobresalto, sólo las preocupaciones habituales de los últimos años: la menopausia, su
cutis comenzando a secarse y a caerse, la ausencia de un marido o amante. Después de
separarse del último, seis años atrás, ningún hombre importante había aparecido en su
vida, excepto algún encuentro ocasional que nunca pasaba de eso. Se consolaba
pensando que casi todas sus amigas separadas estaban en la misma situación, excepto
las audaces, que elegían hombres más jóvenes porque los de su edad ya no les hacían
caso. Pero, como solía repetirse, mal de muchos consuelo de tontos, y la perspectiva de
quedarse definitivamente sola le causaba terror. Gastaba sumas enormes en cosméticos
y cosmetólogas, y estaba previendo una cirugía: sus ojos se achicaban, las arrugas en
sus párpados aumentaban, y el mentón ya no era firme. Aparte de eso, su vida era
cómoda, estable, y exitosa a nivel profesional.
Así que… ningún problema con la crisis... hasta el día que su hija le comunicó que el
novio se iba a vivir a España y que se iría con él. Debido a la crisis ya no había
posibilidades para los jóvenes, por eso ellos se casarían y emigrarían. El novio de
Lorena era un buen chico, de buena familia, arquitecto recién recibido, y Betti había
estado conforme con el noviazgo. Pero ¡llevársela!, eso no lo hubiera imaginado ni
esperado jamás. Lorena era su única hija (su marido no había querido más hijos y años
después supo que ya estaba con la otra), y era lo más importante en su vida. Siempre
estuvo dispuesta a cualquier sacrificio con tal de ver a Lorena feliz, pero ¿esto?... ¡No!,
no podría soportarlo. Al saberlo sintió que su vida se derrumbaba. Cualquier sacrificio,
siempre lo había pensado, haría cualquier sacrificio por su hija, excepto vivir lejos de
ella.
Pasó un enero terrible, con su psicóloga de vacaciones, e impedida de partir con sus
amigas a Pinamar como casi todos los veranos: había que concluir una campaña de
marketing y apenas dispondría de un par de semanas libres en febrero. La campaña
concluyó con ella nerviosa y agotada, y por eso su psicóloga -quien la asistía por
teléfono- le había sugerido que no fuera al mar sino a las montañas, a algún lugar
tranquilo.
¡Ya vería su psicóloga, mañana mismo la llamaría!… Fue ella incluso quien había
recomendado esa agencia de viajes, donde hábilmente le habían vendido este spa,
ocultando que era naturista. ¿Qué le darían de comer en un spa naturista? ¿Sería cierto
que objetarían el hecho de que fuma?
Encima, la elección del lugar, ¡tan sobre la fecha!, le impidió conseguir pasaje de
avión en horarios normales: sólo había de noche, o sino esperar unos días. Por eso se
había resignado al insoportable viaje en ómnibus, aunque durmió de un tirón gracias al
somnífero.
Mientras pensaba en todas estas cosas, su nerviosismo y sus ganas de fumar
aumentaron. Sacó un cigarrillo y lo puso en su boca sin encenderlo: tenerlo así la
calmaba.
De pronto el vehículo se detuvo. Oyó la voz del conductor: “¡los que van a Cerro de la
Isla!”
Al costado del camino estaba detenido un todoterreno rojo, y a su lado un hombre
barbudo, con sombrero de paja.
El hombre se sacó el sombrero y subió al vehículo. No le gustó su aspecto: el pelo
demasiado largo, la barba desprolija… Parecía un hippie.
-Buenas tardes, soy Fernando, el dueño de la hostería. Vine a buscarlas porque el
diferencial solamente llega hasta aquí. Las voy a ayudar con el equipaje.
La señora de pelo blanco, que compartiera su mesa en el parador, intentó sacar un
bolso del portaequipajes. El dueño del hotel la auxilió y ambos descendieron.
Betti agarró su pequeño bolso y bajó detrás de ellos. Ya estaba sobre el suelo su
valija con ruedas. El hombre le dio la mano, y la invitó a sentarse junto a la señora del
parador.
El todoterreno comenzó a traquetear por un camino angosto que subía junto a
precipicios. Le parecieron de enorme altura, y se puso nerviosa, aunque el paisaje
superaba todo lo visto hasta entonces.
Durante el trayecto, el dueño les fue contando la historia de Cerro de la Isla, cómo era
la hostería, la exquisita comida que preparaba su mujer, las actividades programadas
que incluían paseos a sitios muy especiales, y los servicios adicionales, que esperaba
tuvieran en cuenta.
Finalmente el vehículo dejó los precipicios detrás, lo cual la tranquilizó un poco, y
avanzó por un valle ondulado, junto a un río, con algunas casitas por aquí y por allá.
La señora del pelo blanco no cesaba de exclamar que el paisaje era muy hermoso, y
en algún momento Betti preguntó si era cierto que no podría fumar, como le anticipara
el chófer. El dueño carraspeó un poco y luego, mirándola por el espejo retrovisor:
-Mire, nosotros somos naturistas, pero fuera del edificio puede fumar todo lo que
quiera, aunque… la idea es que nuestros huéspedes se desintoxiquen y que…
Betti no lo dejó terminar:
-¡No pienso dejar de fumar porque su hostería sea naturista!
-Sí, entiendo, no se preocupe… Si quiere puedo darle una cabaña: allí podrá fumar
incluso adentro, aunque va a costarle bastante más que una habitación.
-No sé- respondió Betti, bastante contrariada por las novedades - Cuando lleguemos y
vea ambas opciones le contesto.
5.
Isabel estaba esperando a su marido y a las primeras visitantes sentada en una
reposera. Fernando había pasado toda la mañana yendo y viniendo. Fue a buscarlas en el
horario convenido, pero el minibus llegó sin ellas. Tuvo que bajar al pueblo, hablar por
teléfono a la agencia en Buenos Aires, y enterarse de que el ómnibus que las traía había
llegado con excesiva demora (con la crisis todo estaba patas para arriba), y que las
habían ubicado en el siguiente diferencial.
Había sido una semana agotadora, pero valdría la pena el esfuerzo. Para mañana
esperaban a otros dos: un señor y una señora, también de Buenos Aires. Le gustaban los
turistas de allá, eran gastadores, y ella quería hacer una buena diferencia con las
actividades adicionales: el shiatzu a cargo de Fernando, las clases de nutrición y cocina
naturista, su especialidad, y los baños de barro de los que se ocupaban ambos.
Además estaban las ventas de la pequeña tienda, la cual ya estaba colmada de
productos creados por los artesanos de la región: artesanías en plata y piedras, objetos
de cerámica, ponchos, gorros y guantes tejidos a mano; y también muchos frascos de
verduras en escabeche y de dulces, preparados por ella misma durante el invierno.
Escuchó la bocina familiar y vio al todoterreno asomando por el camino principal. Se
levantó y fue a recibir a las viajeras.
La señora mayor le agradó, con su cabello totalmente blanco, muy corto, y sus gestos
tan amables. No hizo caso de la mano que Isabel le extendía; en vez de eso le dio un
beso en la mejilla, diciendo:
-Yo soy Clara… ¡Qué hermoso lugar!
La otra era una rubia teñida. Se bajó con expresión desagradable, la saludó con un
gesto huraño, y mientras Fernando sacaba los equipajes prendió un cigarrillo. Isabel no
dijo nada pero pensó “ésta va a ser difícil”.
A continuación las invitó a entrar...
La señora Clara elogió la decoración del salón de la entrada:
-¡Qué cálido, cuánta madera, qué buen gusto!
Fernando aclaró que la decoración era obra de Isabel, y después le señaló a la rubia, a
través de la ventana lateral, las cuatro preciosas cabañas de madera.
-Esa es su otra posibilidad: ahí puede fumar tranquila.
La rubia miró por la ventana, y dijo que prefería quedarse allí.
Isabel y Fernando precedieron a las viajeras por el corredor. A la señora Clara le
gustaba todo. Cuando le mostraron su dormitorio, el de tonos amarillos, le pareció
lindísimo. Sólo preguntó a qué hora servían la merienda, pues tenía apetito, y entró en
su habitación con expresión de alegría.
La rubia, en cambio, puso cara de asco al ver el cuarto que le habían destinado,
exclamando: ¡todo en verde! Se asomó al baño y se quejó de que la ducha estaba
demasiado cerca del inodoro, y finalmente dijo con voz autoritaria que tendrían que
hacer una excepción y dejarla fumar en el dormitorio.
Fernando miró a Isabel antes de responder: fue una consulta muda.
-Está bien, fume dentro del dormitorio, pero por favor: abra de vez en cuando la ventana
para que se ventile y el humo no quede dentro del edificio.
La rubia les dedicó una sonrisa de triunfo, anunciando enseguida que ella únicamente
tomaba café y que suponía que a pesar del naturismo tendrían café, ya que no soportaba
ni el té ni los yuyos.
Isabel asintió:
-Tenemos de todo, y puedo hacerle un menú especial si no le gusta lo que yo preparo,
aunque… espero que no quiera comer carne.
La rubia histérica torció la boca y farfulló que aguantaría unos días sin carne. Después
investigó el cuarto con la mirada y, de nuevo con voz autoritaria y expresión disgustada,
exclamó que no veía el televisor.
Isabel, muy divertida aunque tratando que no se notara, le dijo que no podría ver
televisión:
-Intentamos que los que vengan a este lugar se desenchufen de las noticias, y más ahora
que son todas malas, con los problemas que tenemos en el país, y con los continuos
robos y asesinatos de siempre… Pero si quiere puedo prestarle una radio.
-¿Una radio? - replicó la histérica con desdén - ¡Jamás escucho radio!
Fernando, mientras se alejaba, casi rugió que tenían un equipo de música y uno para
ver películas, que él bajaba al pueblo casi todos los días y que en el pueblo se podían
conseguir películas para todos los gustos, y hasta encargar, porque el videoclub traía
nuevos filmes si se los encargaban. Finalmente, ya desde el comedor, gritó:
-¡También tenemos una biblioteca con buenos libros, espero que con todo eso pueda
entretenerse!
Después de oír a Fernando, la rubia no dijo más nada y cerró la puerta del dormitorio
con un portazo.
Isabel volvió a pensar que era una mujer desagradable y que le iba a dar mucho
trabajo.
6.
Dentro del galpón, Fernando intenta arrancar la moto sierra, sin conseguirlo.
-¡De nuevo problemas con la moto sierra!- protesta, mirando al gran pastor Hércules
tirado a sus pies.
Siempre demora en arrancar, sólo que ahora no tiene paciencia: demasiadas cosas por
hacer y no hay leña cortada. “A los turistas les encanta un pequeño fuego en la
chimenea al atardecer, aunque sea verano; las noches en Cerro de la Isla son frescas y el
fuego tiene algo que embruja” piensa.
Finalmente lo consigue, y los pequeños troncos se van apilando en un rincón del
galpón. Mientras los corta, programa una actividad para alguno de los próximos días.
No va a permitir que se aburran: los va a llevar a las cuevas antes que ninguna otra
cosa… Mañana vienen otros dos; el lunes ya es un buen momento para el primer paseo
aventura.
Las cuevas también son su orgullo, como si le pertenecieran: ¡un verdadero lugar de
poder! Una de sus motivaciones -cuando decidieron comprar la casona en un sitio tan
alejado, tan inaccesible- fueron las cuevas. En aquellos días, antes de la decisión, había
bajado a la cueva mayor, y regresó hechizado (eso decía Isabel). Es un fanático de las
cuevas, y a cada turista que viene lo invita a descender, aunque no todos acceden.
Cuando la gente va a las cuevas le pasan cosas, en todos hay alguna sacudida. Para él,
quedarse un poco allí dentro es siempre movilizador, lo desbloquea. Invariablemente
regresa distinto, con alguna vivencia interna o alguna percepción o más claridad acerca
de su vida.
Y la última vez... La última vez fue una experiencia muy esclarecedora.
Después de una terrible discusión con Isabel -discuten mucho y casi siempre acerca
del dinero- se fue a las cuevas, pasando una noche entera en la cueva mayor.
Resultó ser una noche muy intensa. Pasó toda la noche sentado, meditando… Y al
amanecer estallaron muchas comprensiones. Entre otras, que su pareja ya no
funcionaba, que ya no estaba enamorado de Isabel, que únicamente quedaba afecto, y el
hecho de vivir juntos y llevar juntos una hostería. Pero también comprendió que ese
motivo era más fuerte que su enfriamiento amoroso y que le resultaba impensable
destruir todo por no sentirse más enamorado.
Al regresar, con el transcurso de los días, fue perdiendo esa lucidez. Pasó varias
semanas deprimido, y al recuperarse pensó que podía ser una crisis pasajera, que tal
vez volvería a enamorarse, y que no se imaginaba viviendo sin Isabel.
“Pero la verdad es que hay cosas de Isa que ya no soporto… A lo mejor sería bueno
separarnos por algún tiempo” reflexiona, mientras los leños siguen apilándose en el
rincón. Y fantasea con viajar a Rosario, su ciudad natal, y con quedarse ahí todo el
invierno, en casa de sus padres, sin ella. Pero enseguida se da cuenta que no puede hacer
eso: un hombre es necesario en la hostería también durante el invierno.
¡Qué terrible: quiere y no quiere separarse! Es que... ¿cómo hará para vivir sin ella?
Él, tan torpe e inútil para las cuestiones materiales, y ella con tanta habilidad para
resolverlas. Sin Isabel a su lado nunca se hubiera atrevido a comprar la casona, a
refaccionarla, a construir las cabañas, y a llevar todo el asunto adelante.
Separarse cuando se tiene un emprendimiento en común del cual se vive no es fácil,
así que está intentando mejorar la relación. Pero no consigue demasiado: sus
sentimientos son lo que son y… ¿cómo cambiar lo que se siente?
Mira la pila bastante alta de pequeños troncos y ramas: si pone algo más se va a venir
todo abajo. Ríe, con alguna amargura: “como nuestra pareja, cualquier día de éstos se
va a desmoronar…”
7.
El día transcurrió apaciblemente para Clara: acomodó sus cosas, paseó por la hermosa
y antigua finca, empezó a tejer medias para sus nietos.
Por la noche disfrutó de la cena: ¡nada le haría mal, era todo tan sano! Conversó
animadamente con los dueños, hizo muchas preguntas acerca de la vida allí, de lo que
hacían para no aburrirse (porque le parecía muy raro que hubiese gente que no mira
televisión), de cómo pasaban el invierno, y de cómo era el pueblo, al cual Fernando
prometió llevarla.
Lo único que le molestó fueron las actitudes de la otra veraneante, Betti, quien no
paró de criticar todo y quejarse. Clara notó que los dueños de la hostería trataban de
complacerla, pero no parecía fácil: nada le venía bien.
Después de la cena se fue a su dormitorio y, como todas las noches, se arrodilló junto
a la cama, sobre un almohadón, y rezó todo un rosario. A veces le costaba levantarse
después de sus oraciones: rígidas, entumecidas, las piernas y las rodillas, dolientes.
Podría orar sentada (eso le decía el cura de su parroquia), pero siempre había rezado de
rodillas, desde que era una niña, y el dolor no era un motivo para cambiar eso. Mejor
así, como si hiciera un pequeño sacrificio. No le parecía bien rezar cómodamente
sentada, aunque después el reuma se hiciera sentir.
Al terminar sus oraciones se acostó, pero demoró en dormirse. Estaba contenta, quizás
un poco excitada: desde su viudez sólo había veraneado en lugares para jubilados, y este
sitio era diferente.
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CAPÍTULO 2
Segundo día: sábado
La llegada de Luis y Mariana, sus historias. El paseo al pueblo. El arribo de una
pareja que se ha perdido.
1.
Durante el viaje en avión tuvo mareos, pero mucho peor hubiera sido en ómnibus:
toda la noche en un asiento, con sus efectos estresantes… Y él tenía que evitar el
estrés… Bueno, eso decían los médicos.
En el aeropuerto de Córdoba, después de recoger su valija, divisó entre las numerosas
personas que aguardaban a un hombre joven sosteniendo una pancarta. En la misma
estaba su nombre, claramente escrito con grandes letras, y debajo del suyo un nombre
de mujer.
Se acercó, y señalándose a sí mismo señaló el cartel. El joven dijo que tenían que
esperar unos minutos: había otra pasajera que viajaría con ellos.
Al rato salió, por la puerta de desembarque, una señora muy despeinada, quien al ver
la pancarta levantó el brazo. El joven se acercó a ella y se ocupó de su valija.
A continuación, el joven les anunció que ambos iban al mismo lugar de las sierras, al
mismo hotel, y que él los llevaría en su remise hasta la terminal de Córdoba.
Afuera, entre una hilera de automóviles, estaba el remise, de color verde manzana.
Después de ubicarse en el asiento, la señora de pelo revuelto le destinó una agradable
sonrisa y se presentó:
-Me llamo Mariana.
-Yo soy Luis.
Era una mujer de su edad, o tal vez un poco menos, de rostro amable y mirada
tranquila. Luis le dio la mano, se acomodó mejor, y se dedicó a mirar por la ventanilla.
Recién estaba amaneciendo... Cuando se alejaron del aeropuerto vio muchos campos
cultivados, que se sucedían monótonamente, y de tanto en tanto algunos countries poco
poblados.
2.
Para Mariana la crisis había sido un verdadero drama, y no porque tuviera mucho
dinero en el Banco, sino por las consecuencias de la crisis en su realidad laboral.
Separada de su marido, vivía con su hijo adolescente y su madre anciana; y aunque el
sueldo de una profesora de colegio secundario no es nada del otro mundo, hasta ahora
les había alcanzado. Contaban también con la pequeña jubilación de su madre y la
ayuda -no demasiado generosa- de su ex marido: no era mucho, sin embargo era
suficiente. Pero ahora: ¡querían jubilarla diez años antes de tiempo!, con la excusa de un
pequeño problema de salud que para nada entorpecía su labor docente.
Mariana estaba enojada, indignada y aterrorizada. Jubilarse a los cuarenta y nueve
años, con Andresito solamente de quince, y su madre que vivía en lo del médico y se
gastaba casi toda la jubilación en medicamentos era nefasto. De ningún modo se las
arreglarían si la jubilaban, estaba verdaderamente alarmada. ¡Y todo por culpa de la
crisis! Trabajaba en escuelas privadas, y en todas era ya indudable que parte del
alumnado emigraría a escuelas públicas. Tenían que reducir personal y cualquier
excusa servía.
Pero… había venido a las sierras para relajarse, meditar, pensar en soluciones. Y el
primer paso era parar la mente, olvidarse de las preocupaciones, disfrutar del presente...
Así que dejó de pensar en la crisis, en el dinero, en la jubilación: se puso a mirar por la
ventanilla, como hacía su compañero de viaje.
Estaban llegando a la ciudad de Córdoba. En el auto, con aire acondicionado, no se
notaba el calor, pero era indudable que afuera abrasaba, a pesar de que era muy
temprano: vio muchísima gente con los rostros transpirados y caminando
apresuradamente.
-Vaya- comentó - Córdoba parece Buenos Aires: la misma locura de gente y de autos.
-¿Y qué imaginaba? … Las ciudades son todas iguales - respondió su compañero de
viaje.
Enseguida llegaron a la terminal de ómnibus, al lugar donde estaban los diferenciales.
El remisero les señaló al minibús, el que los llevaría a la zona de las sierras que era su
destino.
3.
Para Luis también había sido un año pésimo: los meses previos al corralito su negocio
de electrodomésticos fue decayendo a ritmo acelerado. Peleó tanto como pudo, pero las
cosas fueron cada vez peor, hasta que le vino el patatús. Prefería llamarlo patatús, le
sonaba mejor que pre-infarto. Varios días internado y después, entre su familia y los
médicos, intentaron alejarlo del negocio. Y como alejarlo del negocio había resul tado
difícil (¡era su negocio!), tramaron esto de mandarlo a las sierras por un par de
semanas.
-Tendrías que dejar de pensar en los electrodomésticos, en la amenaza de quiebra, en
los empleados y lo que les va a pasar… Para eso está mi hermano, ¿o no es tu socio?
En sus manos todo va a estar bien, o tan bien como se pueda… Vos trata de mejorarte,
sos más importante para nosotras que todo el dinero y todos los negocios del mundo- le
decía su mujer, repetidamente, con las chicas haciendo coro.
Al principio se negó: ¿vacaciones sin su mujer, sin sus hijas? Pero entre todos lo
habían convencido: el dinero no alcanzaba para veranear con ellas y era imprescindible,
decían, que se alejara de los problemas para recuperar la salud. Su médico había
insistido: algún lugar tranquilo, lejos del ruido y de las noticias, con aire puro, comida
sana, largas caminatas, y olvidarse por algunos días del negocio y de la crisis.
Había accedido porque de todas maneras quedarse en casa sin hacer nada era
terriblemente aburrido. Lo único que hacía era pensar en su corazón, en su salud, y
espiar algún descuido de ellas para escaparse e ir hasta el local, que estaba apenas a
cuatro cuadras. Y claro, después se hacía mala sangre. Por eso había aceptado: quizás
unas vacaciones le hicieran bien.
Y fue su mujer quien encontró este hotelito naturista en las sierras... Entre ella y las
chicas le organizaron el viaje: la reserva, la ropa en la valija, los pequeños detalles…
todo entre su mujer y las chicas.
Sus dos chiquitas… Todavía las llamaba así, aunque la mayor estaba por cumplir
diecisiete… Solamente unas horas desde la partida y ya las extrañaba… ¿Cómo podía
ser que las extrañara así, recién empezadas sus vacaciones…?
Con un suspiro, volvió a mirar por la ventanilla: ya estaban dejando la ciudad de
Córdoba.
4.
Mariana intentaba leer el periódico, casi imposible debido a los movimientos del
vehículo, pero se esforzaba porque era un periódico cordobés y estaba muy interesada
en saber cómo se vivía la crisis en Córdoba: una profesora de historia tiene que estar
informada.
Su compañero de viaje le pidió una parte del diario:
-Mejor si me presta la página de cultura y deportes, porque tengo prohibido leer las
noticias, sobre todo las de economía y política.
Lo miró con curiosidad. Estaban sentados en asientos contiguos, los reservados para
ellos, y lo que veía era un hombre de su edad, tal vez un poco más, con cara redonda de
nene bueno, pero algo demacrado.
-¿Prohibido, por qué? Disculpe que le pregunte.
-Es que ando con problemas cardíacos, y según el médico las noticias me pueden hacer
mal.
-¿A quién no?- comentó Mariana riéndose -Pero... cuénteme qué le pasa. Si vamos a
compartir algunos días en el mismo hotel, mejor que nos vayamos conociendo.
Escuchó las desventuras del pobre hombre con su negocio, sus problemas de salud, y
el cómo y por qué de estas vacaciones obligadas, sin la familia.
El contestó todas sus preguntas, y cuando Mariana dejó de hacer preguntas, se quedó
callado.
Iban por una ruta poco transitada, al borde de campos verdes, y ya asomaban, en todo
su esplendor, las primeras serranías.
-Creo que vamos al lugar ideal para usted- afirmó Mariana -Está lejos de todo y
especialmente ideado para que uno se armonice. Allí vamos a olvidarnos de la crisis…
5.
Isabel aguardaba, sentada en la reposera y con su gata negra en el regazo. Fernando
había ido hasta el cruce a buscar a los nuevos huéspedes.
Ya estaban listas las habitaciones: la de color lila para la señora, y para el hombre la
de tonos anaranjados, la única con puerta al jardín.
Los vio bajando del todoterreno, y pensó que la elección de los cuartos había sido
acertada. El hombre parecía estar muy cansado: naranja era un color apropiado.
Fue a recibirlos. Ambos le cayeron bien, sobre todo la señora: simpática y amable,
nada que ver con la empresaria fumadora.
Después de mostrarles los espacios comunes (el salón de la entrada, el comedor, la
salita), les preguntó si necesitaban una dieta especial. No era una pregunta habitual, sus
huéspedes solían simpatizar con el naturismo. Pero desde la asociación con la agencia
venía toda clase de gente, y el aspecto enfermo del hombre le sugirió tener eso en
cuenta.
La señora respondió que todo estaría bien: ella también era naturista. El señor le contó
que había tenido un pre-infarto y que sus médicos habían indicado comida sin sal y con
poca grasa, aunque no quería ser un trastorno.
Con su mejor sonrisa, le aseguró que todo lo que preparaba era muy sano; que casi no
usaba elementos grasos y ¡jamás fritos!; que los aceites eran naturales, de primera
calidad; y en cuanto a la sal podía resolverlo poniendo la sal y los condimentos fuertes
a último momento, y reservando de ese modo porciones sin condimentar para él. Casi
le gustaba que alguien necesitara una dieta en particular: la cocina era su especialidad y
en pocos lugares de las sierras había menús tan sanos y preparados con tanto amor como
los de ella.
Luego los acompañó a sus habitaciones, precedida por Fernando con las valijas. El
señor enfermo sólo preguntó si el agua salía caliente a cualquier hora, y entró en su
cuarto dando las gracias. A la señora le gustaron mucho los colores, los delicados tonos
lilas y violetas. ¡Es uno de mis colores preferidos!, declaró.
Isabel se fue a la cocina, exultante. Exceptuando a la empresaria histérica, los demás
huéspedes eran personas agradables y parecía gustarles la hostería. Estaba casi segura
que todos querrían alguna actividad adicional, y que comprarían muchos regalos en su
pequeña tienda antes de partir.
Al entrar en la cocina encontró a Paola lavando los platos y las cacerolas de la cena.
Casi la abrazó.
-¡Ay, Paola, estoy contentísima, creo que a partir de ahora nos va a empezar a ir bien,
con crisis y todo.
Su empleada le respondió con excesivo desparpajo.
-¡Qué bueno Doña Isabel, entonces va a poder pagarme más!
Lamentó haber hecho ese comentario: todavía no estaba en condiciones de dar
aumentos.
-No te quejes- le dijo con fastidio - Ya sabemos que casi no hay trabajo en la región,
para un buen sueldo hay que irse a la ciudad, aunque ahora con la crisis tampoco vas a
conseguir nada bueno allí.
La chica no replicó, apenas masculló algo por lo bajo. Entonces le ordenó que
terminara rápidamente con los platos y se fuera a limpiar el comedor. Tenía que
preparar el almuerzo y prefería cocinar sin Paola dando vueltas por ahí, charlando y
distrayéndola. Le gustaba preparar sus especialidades con gran concentración.
6.
Luis se desplomó sobre la cama: necesitaba descansar. El dormitorio era cómodo y
elegante, con muebles de madera de algarrobo y una puerta vidriada que daba a un
jardín con plantas: algunos rosales y unas enredaderas con flores amarillas.
Miró hacia todos lados en busca del televisor y comprobó, con una mezcla de alivio
y decepción, que no había ninguno. “Está lindo, pero me voy a aburrir” pensó.
Al cabo de un rato decidió levantarse y salir a indagar. Caminó por el pasillo hasta el
comedor, el cual era una continuación del salón de la entrada. El conjunto resultaba en
un ambiente amplio, con vigas de madera en el techo, sillas y sillones recubiertos de tela
florida, y varios ventanales por los cuales asomaba el paisaje: pequeñas lomas, árboles
frondosos, y las altas cumbres detrás.
Se acomodó en un sillón mullido junto a una ventana, esperando que viniera alguien.
Al fin apareció una chica muy joven, con un escobillón en la mano.
-Disculpe...
-Me llamo Paola- dijo la chica, muy sonriente.
-¿Hay alguna posibilidad de que me pongan un televisor en la pieza?
La chica puso cara de pena.
-¡Ay, pobre!, aquí no se puede ver televisión.
-¿No se puede ver televisión?- preguntó asombrado.
-No, el cable aquí no llega. Se podría poner una de esas antenas especiales que hay
ahora ¿vio?, en mi casa la van a poner, y también están los canales de aire, pero los
señores no quieren que haya televisión en la hostería. Es naturista, ¿vio?
La chica dijo esto casi lamentándose: seguro que para ella era un poco absurdo que no
se pudiera ver la tele, y Luis volvió a sentir desencanto y satisfacción a la vez. Sin
duda, su mujer se había informado muy bien: era el lugar perfecto para que él no se
estresara, pero ¡cómo iba a aburrirse!
Paola se fue por el pasillo y regresó a los pocos minutos:
-¿A usted le gustan las películas?- inquirió - Porque si le gustan las películas, eso sí
puede ver.
Y señalándole una bonita arcada al final del comedor:
-Allí está la salita, donde están todas las cosas para divertirse.
Luis se levantó y atravesó el comedor. La arcada estaba cerca de un amplio hogar y
daba a una sala pequeña y acogedora, con sillones y sillas de alegres tapizados, y un
par de ventanas que daban a un bosque.
Sobre una mesita había un televisor, probablemente el único de la hostería.
Estuvo curioseando largo rato. Descubrió un equipo de música, un proyector de
videos, y en las estanterías: una colección de discos y casetes con música para todos los
gustos, videos, y una bien surtida biblioteca.
Luis no solía leer -excepto diarios y revistas de actualidad, o de economía y negocios-
pero sí ver películas. Revisó todas minuciosamente y encontró varias de cowboys, sus
preferidas.
Se alegró: ya tenía con qué entretenerse.
Y estaba intentando poner un video que había elegido, cuando apareció el dueño de la
hostería.
-Mejor lo deja para después del almuerzo, ya está la mesa servida.
7.
Poco después de haber llegado, Mariana fue invitada por Fernando a conocer el lugar.
Era un sitio de gran belleza: muchos árboles y plantas, con diferentes tonos de verde y
flores multicolores; un horizonte de altas cumbres, y un río que lo rodeaba por todos
lados, haciendo que pareciera una isla. El nombre se ajustaba al paisaje: Cerro de la Isla,
y la blanca casa de aspecto colonial era soberbia, con su corredor de antiguas baldosas
rojas y el magnífico parque.
En el parque había una fuente, bastante antigua, y en la fuente un angelito vertiendo
agua con un cántaro. Vio rosas amarillas, sonrosadas, purpúreas; enredaderas y
arbustos de diferentes tamaños. Y también, un poco más lejos, parras e higueras.
Cerca de las cuatro cabañas, todas iguales y de madera rojiza, había una vertiente de
agua pura.
-De aquí sacamos el agua que bebemos, es agua purísima- le explicó Fernando, con
evidente satisfacción.
Después hicieron una visita a Isabel, quien ya estaba preparando el almuerzo. Mariana
admiró la cocina: grande, pulcra, luminosa, con numerosos cacharros de barro y
cerámica, y un sinfín de cacerolas, algunas de cobre.
Concluido el recorrido, regresó a su habitación para ordenar sus cosas. Vació la
pequeña valija y distribuyó la ropa en el antiguo ropero de madera oscura.
Continuamente dejaba de acomodar para asomarse por la ventana: el paisaje la
magnetizaba. Inspiraba profundamente el aire puro y fresco, de aromas mezclados, y
sentía contento. Estaba totalmente allí, disfrutando… se había olvidado por completo de
sus problemas.
En algún momento golpearon a la puerta y una voz femenina, juvenil, le anunció que
en media hora servirían el almuerzo y que estuviera atenta al sonido de la campanilla.
Se apresuró: quería darse una ducha y cambiarse.
El baño era tan primoroso como todo lo demás: limpísimo y oloroso a pino.
Después de una placentera ducha, se vistió con ropa cómoda y fue al comedor.
Los grandes ventanales convertían al paisaje en una presencia que encandilaba. El
comedor tenía pocas mesas, todas grandes, y confortables sillas tapizadas.
Ya estaban, alrededor de una mesa, su compañero de viaje y dos señoras. La mayor,
de mejillas sonrosadas, la saludó muy amablemente con un beso y la invitó a sentarse a
su lado. La otra no encajaba muy bien en ese ambiente. Muy maquillada, nerviosa,
arrogante, todo en ella expresaba insatisfacción y desdén.
Hubo presentaciones, y algunos comentarios sobre la belleza del lugar, hasta que
vinieron los anfitriones.
-Nuestra costumbre- explicó Isabel -es comer con nuestros huéspedes… ¿Quieren saber
el menú de hoy?
A Mariana le encantó: ensaladas, empanadas vegetarianas, tarta de espinaca y queso.
La señora mayor, Clara, estuvo sonriente durante todo el almuerzo y alabó cada plato
que le sirvieron. Por lo general no comía ese tipo de comida, pero todo era muy sano y
además estaba delicioso, decía una y otra vez. La rubia maquillada, Betti, estuvo casi
muda y con cara de amargada durante todo el almuerzo, y comió muy poco.
Fernando aclaró que para ese día no había ninguna actividad programada:
-Pueden pasear por los jardines, o ir hasta el río. Es muy cerca, después les muestro el
camino... O pueden seleccionar alguna actividad adicional...
-Las cuales se pagan aparte- añadió Isabel.
La señora Clara, mientras saboreaba el postre, una crema deliciosa de algarroba,
comentó que ya había recibido una primera sesión de shiatzu, el cual era muy
placentero: una se sentía mejor, como si se le hubiese aflojado todo. Luis pidió que le
contaran acerca de esas actividades adicionales, y dijo que tal vez se animaría con el
shiatzu y con los baños de barro.
8.
Betti dejó de escuchar las explicaciones de los dueños. Estaba muy arrepentida de
haber venido: éste no era un lugar para ella, y la culpa era de su psicóloga, quien le
había recomendado esa agencia de turismo en la cual le aseguraron que Cerro de la Is la
era un spa y que ofrecían tratamientos de belleza. ¡Tratamientos de belleza!: a lo mejor
para los de la agencia los baños de barro eran un tratamiento de belleza. Se tendría que
haber ido a Pinamar, como todos los veranos, ¡con lo que le gustaba el mar! Este sitio
era un reducto hippie, la comida era insípida, no había nada para hacer ni nadie para
conversar… ¿Con quién iba a conversar?... ¿Con la profesora, de pelo canoso y ropa
hindú? ¿Qué podía tener en común con ella? ¿O con el comerciante de los
electrodomésticos, que sólo hablaba de su salud y de la crisis? ¿O con la viejecita
viuda y jubilada?
“¡No voy a resistir dos semanas aquí, mañana me voy!” pensaba, mientras intentaba
comer un poco, aunque nada le gustaba. Sentía fastidio, enojo, incomodidad.
-Tengo que hablar por teléfono a Buenos Aires, ¿dónde está el teléfono?- preguntó
cuando estaban por el postre, lo único que pudo comer con placer.
Los dueños se miraron y fue ella la que respondió:
-No tenemos teléfono, en todos estos años no pudimos conseguir que la compañía nos
lo instale…Y no solamente nos ocurre a nosotros: también a los pocos vecinos
cercanos.
Los demás recibieron con el mismo asombro que ella esa noticia: iban a tener que
llamar a sus familiares en algún momento, quizás hoy mismo, ¿cómo harían?
El dueño les ofreció llevarlos por la tarde al pueblo: había cabinas telefónicas, y de
paso lo conocían. Era un simpático pueblo serrano, y podrían elegir o encargar
películas en el videoclub, hacer compras si necesitaban algo, etc., etc.
Betti tenía celular: ¿llegaba la señal a la hostería?
No, tampoco había señal allí, contestó la dueña, pero cruzando el vado, una
bifurcación del camino llevaba a una capilla (por otra parte, un hermoso paseo), y en la
capilla solía haber señal.
-¿Suele haber señal?- preguntó Betti indignada - O sea, ¿no siempre?
El comerciante se unió a ella en el reclamo: él también tenía celular.
-Lamentablemente no, no es algo seguro, aunque casi siempre hay.
Betti sintió furia. Un lugar sin televisores, sin teléfono, sin señal para el celular…
Tampoco había piscina, ¿cómo era posible un spa sin piscina?... Y eso de bañarse en el
río… A ella no le gustaba bañarse en un río, sólo le gustaba el mar, o las piscinas... Lo
único bueno es que bajaría los dos kilitos de más que tenía...
Se iría mañana mismo… Hoy en el pueblo llamaría a su amiga de Pinamar, y si ella
la invitaba -lo cual era casi seguro- viajaría hasta Córdoba. Desde allí intentaría una
combinación de aviones o de ómnibus.
Sin embargo, había en ella cierta apatía: acababa de llegar, su habitación (a pesar de
la ducha mal ubicada) no era fea, estaba cansada y de mal humor… ¡Quién sabe si
tendría ganas de viajar nuevamente mañana!
9.
Por la tarde, Fernando les recordó que bajaba al pueblo y que en su todoterreno había
lugar para todos.
Nadie se rehusó al paseo.
Y el pueblo les gustó. Se trataba de un pueblo pequeño, con algunos negocios, pocas
calles asfaltadas, y casas bastante antiguas que se repartían en algunas manzanas.
Fernando les mostró lo más importante: la pequeña iglesia del siglo XIX, las oficinas
del correo y de la municipalidad (en una casa antigua recientemente pintada), y los
pocos comercios y bares. Casi todo estaba alrededor de la plaza, llena de árboles y muy
cuidada, y también había algunos locales en las calles adyacentes.
En el almacén más grande, de ramos generales, había tres cabinas telefónicas, un
video-club y mercadería de muchas clases.
Todos llamaron a sus familiares, y eso los dejó más tranquilos.
Luego se dedicaron a comprar… Mariana y Clara: sombreros de paja para el sol;
Luis: unas pantuflas (su mujer había olvidado ponerlas); Betti: medicamentos en la
pequeña farmacia. Fue la única en quejarse, y varias veces, porque no pudo conseguir
cigarrillos de su marca. En un kiosco le aseguraron que si los encargaba se los traerían
en algunos días, pero ella no quiso.
También eligieron películas en el video-club, y después se sentaron a beber algo
fresco en uno de los bares.
-¡Qué lindos son estos pueblecitos de provincia, es como volver al pasado!- exclamó
Mariana, visiblemente encantada.
-Nunca pensé que existieran pueblos como éste- se asombró Luis.
-¡Uh!, está llenos de pueblos así en nuestro país, se ve que usted no viaja- explicó
Fernando, mientras bebía cerveza y comía maníes.
-Deben vivir tranquilos, ¿aquí no hay robos, no?- Luis compartía la cerveza, aunque
confesó que el médico se lo había prohibido.
-De eso puede estar seguro, todo el mundo se conoce.
-¡Y qué apacible!: nadie camina apurado, la gente se saluda al cruzarse- comentó
Mariana, tomando de a pequeños sorbos un agua mineral.
-Y miren a esos niños pequeños cruzando solos la calle…- agregó Clara, quien ya iba
por el segundo alfajor.
-¿La gente no cierra sus autos con llave al estacionarlos?- preguntó Luis con extrañeza.
-Por lo general, no - respondió Fernando, muy divertido ante el asombro de sus
huéspedes.
-Pero no hay cigarrillos de mi marca- declaró Betti, mientras se tomaba un aperitivo
con alcohol.
-Mejor, así fuma menos- le dijo Mariana riéndose.
10.
Al regresar del paseo, cuando ya estaba anocheciendo, Fernando fue al galpó n para
cortar más leña. Se anunciaban lluvias, es probable que refrescara, y entonces prender
el hogar no sería solamente un placer sino también una necesidad: tendría que
encenderlo desde más temprano.
Estaba comenzando a trabajar cuando creyó escuchar la campana. Detuvo la moto
sierra y prestó atención. Esta vez oyó claramente la campana, la que estaba junto al
portón de la entrada.
Se dirigió hacia allí y vio un golf azul oscuro estacionado, un hombre y una chica.
Sobre todo vio a la chica. Ya de lejos le pareció hermosa, y a medida que se acercaba a
ellos esa impresión se reafirmó. Tenía el estilo de las modelos: un cuerpo delgado y
sinuoso, largo cabello negro y rasgos de muñeca.
-Estamos perdidos- dijo el hombre cuando llegó junto a ellos.
También era joven, con evidente acento cordobés, y aun más evidente expresión de
fastidio.
-Hay pocos carteles indicadores en el camino…
-Es verdad- contestó.
La chica le dijo que estaban yendo para otro lado, pero como se perdieron y se había n
cansado de dar vueltas, y ya era tarde y eso era una hostería, estaban pensando en
quedarse:
-¿Hay lugar?- preguntó con mirada seductora.
Por supuesto que había, y les ofreció una cabaña, la más alejada de todas, imaginando
que deseaban intimidad.
La cabaña estaba equipada con todo lo necesario para cocinar. La chica revisó lo que
había y después le explicó, con voz susurrante y destellos dorados en sus ojos castaños,
que traían poca comida: para hoy les alcanzaría pero no para el día siguiente, ¿daban de
comer en la hostería?
-Sí, pero es comida naturista y no sé si ustedes...
-Por mí no hay problema, ¿y vos?- preguntó ella a su acompañante.
“Hace poco que se conocen” pensó Fernando.
El muchacho hizo un gesto ambiguo y comentó que no tenía importancia: su idea era
marcharse por la mañana. La chica lo miró con desaprobación y dijo que le encantaba el
lugar, que el paisaje era increíble, y que al menos se quedarían un día.
Entonces el chico, con voz resignada, preguntó si servían huevos y papas fritas.
A Fernando le costó imaginar a Isabel cocinando papas fritas, pero los tiempos no
estaban para remilgos.
-Sí, claro, podemos hacer comidas de ese tipo, siempre que no sean con carne.
Mientras los recién llegados sacaban bolsos y paquetes del vehículo, inspeccionó la
cabaña para asegurarse que todo estaba en orden. Las camas estaban hechas, había
jabón y papel higiénico, toallas, fósforos, y hasta esos detalles de Isabel que
habitualmente no se encuentran en las cabañas de alquiler, como aceite, vinagre, sal,
azúcar, y sobrecitos con variedades de té.
Cuando terminaron de traer sus cosas, les mostró cómo funcionaba el calefón, el
armario donde había más frazadas, y algunos detalles más.
Luego les tomó los datos. Normalmente no lo hacía, ni le pareció que fueran a irse sin
pagar, pero sentía curiosidad: nunca había sucedido que alguien llegara hasta allí porque
estuviese perdido, si bien era algo posible y comprensible ya que los carteles
escaseaban.
Por último les dijo que el desayuno era de nueve a diez, y les mostró como llegar al
edificio principal.
-Sigan ese camino, ese bordeado por álamos… Por ahí se llega, son unos cien metros.
Se despidió, y fue rápidamente a contarle a Isabel las buenas noticias: ¡dos turistas
más, y en cabaña!... Su mujer se iba a poner muy contenta.
11.
Verónica y Diego, los jóvenes cordobeses, estaban en los comienzos de su relación, y
al invitarla él a pasar unos días en la sierra, ella no había dudado en aceptar, y con
entusiasmo. Irse por unos días de su casa, dejar de escuchar el mono tema “la crisis”
(porque en su casa no se hablaba de otra cosa): nada podía parecerle mejor.
Habían salido de Córdoba al mediodía, rumbo a una ciudad turística de Traslasierra,
pero al entrar en la zona serrana empezaron a dar vueltas, y al cabo de un par de horas
se dieron cuenta de que estaban perdidos. Diego que conducía algo distraído, pocos
carteles indicadores, ninguna casa ni gente a la vista para preguntar, y de pronto se
hallaron en medio de la nada, subiendo y subiendo por un camino angosto de
pedregullo.
Cruzaron un vado, y enseguida llegaron a ese lugar de ensueño, en una loma, a los
pies de un pico serrano bastante alto.
Allí terminaba el camino: tuvieron que detenerse. Y salieron del auto para mirar
mejor. La loma estaba rodeada por dos brazos de río, era casi como una isla, y el paisaje
era increíble. Verónica se enamoró del lugar.
Un cartel muy bonito, al costado de una reja abierta, decía: “Cerro de la Isla. Hostería.
Cabañas”. Al fondo, rodeada por árboles altísimos, divisaron una casa colonial, grande
y elegante.
Diego le propuso desandar el camino, pero ella estaba deslumbrada, y palmoteando
insistía: le encantaba el lugar, quería quedarse. El aceptó a regañadientes: ya tenía la
reserva hecha en un hotel. Sin embargo, reconoció que estaba cansado de manejar y
que probablemente estaban algo lejos del lugar donde había reservado.
Y ahora, Verónica se alegraba por su decisión. La cabaña era linda y cómoda, el
paisaje hermoso. Secretamente resolvió que se quedarían aquí más tiempo del que
Diego proponía. El había reservado en una ciudad turística, donde comerían en
restaurantes y se bañarían en balnearios atestados de gente.
Este lugar era distinto: simpático, tranquilo, y eso del naturismo… Y el dueño, con
ese pelo largo y esa barba...
Ya lo iba a convencer a Diego para quedarse unos días más.
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