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    Luna llena y otros cuentos

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    Luna llena y otros cuentos

     Yasushi Inoue

    Traducción de Gustavo Pita Céspedes

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    Todos los derechos reservados.Ningun a parte de esta publicación puede ser reproducida,

    transmitida o a lmacenada de manera alguna si n el permiso previo del editor.

    Título original:  ある偽作家の生涯

    Copyright © 1951, The Heirs of  Yasushi Inoue  All rights reserved

    Primera edición: 2016

    Imagen de portada Descending Geese at Katada (Katada rakugan), from the series EightViews of O

    -mi (O

    -mi hakkei), Utagawa Hiroshige I, Japanese,

    1797–1858Gift of L. Aaron Lebowich, 53.2054Photo © 2016 Museum of Fine Arts, Boston

    Traducción© Gustavo Pita Céspedes

    Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2016París 35-A Colonia Del Carmen,Coyoacán, C.P. 04100, México, D.F.

    Sexto Piso España, S. L.

    c/ Los Madrazo, 24, semisótano izquierda

    28014, Madrid, España

     www.sextopiso.com

    DiseñoEstudio Joaquín Gallego

     

    ImpresiónKadmos

    ISBN: 978-84-16358-89-2

    Depósito legal: M-795-2016

    Impreso en España

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    ÍNDICE

     Vida de un falsificador 9

    Obasute 73

    Luna llena 101NOTAS DEL TRADUCTOR 131

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     VIDA DE UN FALSIFICADOR

    La labor de compilar la biografía del pintor japonés O-nuki Kei-gaku me fue confiada por la familia O-nuki. Sin embargo, aunquea día de hoy han transcurrido ya casi diez años desde que asumísu encargo, todavía no he podido cumplirlo. En la primavera

    de este año recibí desde Kioto una notificación impresa, en- viada por dicha familia, en la cual se me comunicaba que «enel templo zen “tal” se efectuará una misa para conmemorar lostrece años del fallecimiento de Keigaku». La notificación lle-

     vaba adjunta una tarjeta postal con la respuesta pagada en la quedebía confirmar si me sería posible o no asistir marcando unascasillas; pero, para ser sincero, en ese momento me resultabaincómodo enfrentarme cara a cara con los miembros de la fa-milia O-nuki. Por suerte o por desgracia, en la conmemoraciónde ese decimotercer aniversario no pude participar por razonesde trabajo, pero la realidad es que el pensamiento que vino a mimente al no poder asistir fue más bien el de que estaba salvado.

    Creo que fue alrededor del año decimoséptimo de Sho- wa(1942), cuando por primera vez Takuhiko, el heredero de la casaO-nuki, se me acercó para encargarme el trabajo de compilar la

    biografía de Keigaku. En aquel momento me explicó que, aun-que no había un especial apuro, quería ofrendarla al alma deldifunto en su altar durante la misa conmemorativa del séptimoaniversario de su desaparición y, asimismo, distribuirla entrelos participantes, por lo que me pedía que terminara de escri-birla para que estuviera impresa antes de esa fecha. Ese sépti-mo aniversario coincidió con el mes de abril del año vigésimode Sho- wa (1945), el del final de la guerra. Como para entonces

    nuestras vidas permanecían inmersas en la agitación del perío-do final del conflicto, ni la familia O-nuki ni yo estábamos para

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    ocuparnos de la biografía de Keigaku; por lo tanto, mi labor decompilarla quedó suspendida, de momento e inevitablemente,en la fase de recopilación del material documental, y con ello,

    mi compromiso de escribirla quedó también anulado de ma-nera natural. Sin embargo, tras finalizar la guerra, la familiaO- nuki se me acercó una vez más. En esta ocasión, su petición fueque, como se había instaurado una época de paz y la biografíano podía estar esperando toda la vida, terminara de escribirlasin demora. Y desde entonces hasta hoy, a razón de aproxima-damente una vez al año, he venido recibiendo de Takuhiko unatarjeta en la que muy a su manera, entre líneas, como quien no

    quiere la cosa, me solicita información sobre la marcha de lacompilación biográfica; y yo, por mi parte, en cada ocasión, lehe venido dando como respuesta alguna excusa para arreglar elasunto de momento y salir del apuro.

    Originalmente, el hecho de que se me designara para rea-lizar el molesto trabajo de redactar la biografía de Keigaku obe-decía, por lo visto, a varias razones. En aquella época yo eraperiodista cultural para cierto periódico de Osaka y, por motivosde trabajo, conocía al difunto pintor, con quien había coincididoen varias ocasiones. Además, al parecer, el propio pintor sim-patizaba más conmigo que con el resto de periodistas de otraspublicaciones. Estas circunstancias resultaban relativamenteconvenientes para la recopilación de la información, pero a ellasse sumaba también el hecho de que yo tenía, como periodis-ta, cierto conocimiento del mundillo pictórico, lo cual influía,

    por lo visto, en el grado de reconocimiento del que gozaban misopiniones. Así fue como resulté elegido como la persona idóneapara escribir su biografía tanto por los familiares del difuntoO-nuki como por sus discípulos.

    Cuando recibí esta petición, la razón por la que acepté debuena gana un trabajo molesto como ése fue porque conside-ré que tanto la personalidad de O-nuki Keigaku como sus obraseran de mi gusto; pero también lo hice, más que nada, porque

    pensé que reunir la biografía de Keigaku sería como escribir lahistoria del círculo de pintores de Kioto o, más bien, la historia

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    de los círculos pictóricos de Japón tomando como eje la figuradel fallecido pintor; y que me daría, como periodista cultural,la oportunidad de estudiar por fin las vicisitudes y la evolución

    de los círculos pictóricos de Japón a partir de la época Meiji, locual no estaría nada mal.Sin embargo, si bien aceptarlo fue sencillo para mí, el tra-

    bajo como tal no resultó tan simple como yo lo había imaginado.Lo primero que hice fue ponerme manos a la obra y empezar apreparar una lista cronológica de los principales acontecimien-tos de la vida del pintor; pero resultó que antes de construir enKioto la suntuosa mansión en la que vivió sus últimos años, Kei-

    gaku había estado trasladándose una y otra vez de un sitio a otro,en función de su estado de ánimo; que apenas en la ciudad deKioto y sus cercanías había cambiado más de diez veces de resi-dencia; y que cerca de la mitad del año lo había pasado viajandoadonde lo guiara su sentir, de manera que era extremadamentedifícil precisar incluso datos tales como cuándo y en qué tallerhabía producido sus obras maestras y sus creaciones más monu-mentales, aquellas que más impresión causaron entre la gente.Eso sin hablar de que para seguir las huellas de su actuación a lolargo de sus más de sesenta años de vida, no había otro remedioque tratar de sintetizar lo que me dijeran algunos pintores, dis-cípulos, comerciantes, enmarcadores y propietarios de cuadros,cuyas respectivas opiniones, encima, llegaban a divergir; así queno era una labor tan sencilla como había imaginado desde fueraantes de emprenderla.

     A esto hay que agregar que a los cincuenta años Keigakuhabía perdido a Mitsujo, la abnegada esposa que lo había acom-pañado desde los tiempos de sufrimientos y penurias, y en losucesivo había vivido con una anciana sirvienta, fallecida dosaños después que él, y un joven estudiante que lo ayudaba enlas labores domésticas. Para colmo, como Keigaku era un hom-bre de carácter difícil, los estudiantes no permanecían con éldurante mucho tiempo, y los reemplazaba constantemente.

    Incluso el que mejor debía de conocer la vida del difunto, tantoen sus momentos de actividad como de pasividad, su heredero

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    Takuhiko, había vivido a su vez durante mucho tiempo en Fran-cia. Bien es verdad que unos cinco años antes del fallecimientodel pintor había regresado a Japón, pero tenía su propia casa en

    Tokio, y como para llevar la contraria a los caprichos tan típicosde su padre, no había mantenido ningún contacto con él en vida. Así que bien podía decirse que no había prácticamente nadie queconociera los pormenores de la vida privada de Keigaku. A estose sumaba algo más, que se debía a su carácter libre y bohemiode hombre rústico, y era que entre sus rasgos estaba el de mi-rar siempre con frialdad al llamado mundillo pictórico, de mo-do que podía decirse que, desde la perspectiva de éste, Keigaku

    fue de principio a fin un solitario incorregible e inclasificable,por lo que la recopilación del material para su biografía conlle-

     vaba grandes dificultades e impedimentos por doquier.Por una u otra razón, incluso lo que debía ser la base de

    la biografía del pintor, la confección de la lista cronológica delos principales episodios de su vida, no avanzaba con soltura.Para ver sus obras del período más temprano de su producción,

     visité diversas ciudades del litoral del mar interior de Seto,1 próximas al lugar de su nacimiento. Asimismo, para saber có-mo eran las obras que había creado en los últimos años de su

     vida —obras maestras muy apreciadas (y vendidas)—, acudí a verlas a una pequeña ciudad famosa por sus tejidos, ubicada enla región de Hokuriku,2 en la que inexplicablemente se congre-gaban los amantes de la obra de Keigaku. Había llenado apenasdos o tres cuadernos de notas, cuando en medio de todo esto,

    con la intensificación de la guerra, la labor de compilación dela biografía de Keigaku quedó inoportunamente suspendidaen sus pesquisas iniciales.

    Después de la guerra, lo que más empecé a sentir fue la alucinan-te pesadez de esta labor que había quebrantado mi entusiasmo.Mientras que, por un lado, pensaba que, ya que había aceptado

    el trabajo, tenía que ponerme manos a la obra, por otro, jus-to porque conocía sus particulares y onerosas complicaciones,

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    de casi diez ensayos y, después de revisar los relatos de sus ex-cursiones, acabé también por llevar al papel los viajes que habíapodido confirmar, al igual que las principales obras que Kei-

    gaku había creado durante esos años. Así, aunque de un modoburdo y confuso, por fin terminé la cronología de los princi-pales acontecimientos en la vida del pintor. Luego, a partir deagosto, con la determinación de evitar escribir basándome enmeras conjeturas, puse en orden sólo aquellos hechos de losque podía tener la mayor certeza posible. Tras consultar vie-

     jos apuntes, terminé de redactar la parte de la biografía queabarcaba desde la infancia del pintor hasta sus años juveniles.

    Escribí que en Kioto había sido discípulo de maestros comoKatakura Isso- y Yoshimizu Gaho-, sucesivamente; que en el añotrigésimo de Meiji (1897) había presentado en la ExposiciónColectiva de Pintura3 su obra Desazón ( Shitsuraku), con la quehabía obtenido un diploma de honor; que por este motivo habíadespuntado como un creador genial, de brillo acaso iniguala-ble. De esta manera, continué redactando más o menos hastael período en el que Keigaku expuso, una tras otra, obras maes-tras como las tituladas Sol de medianoche, Zorro viejo, Leve neva-da, pertenecientes a la primera etapa de su creación; pero derepente, al llegar a este punto, mi pluma acabó por detenerse.

     Al describir el período de florecimiento del joven Keigakucomo un artista brillante, inserté en diversos lugares del texto,tal y como estaba en el original, el contenido del que bien pue-de llamarse su único documento autógrafo: el diario que escri-

    bió en ese período y que no se había publicado. Ese diario me lohabían entregado después de la guerra, cuando hice mi prime-ra visita a la casa de los O- nuki. En aquella ocasión, O- nuki Taku-hiko me dijo: «He hallado algo bastante curioso. Puede que teresulte de alguna utilidad como fuente de consulta», dicho locual, puso el diario en mis manos. Se trataba de un cuadernode papel washi* en el que, con letra fina y a modo de apuntes

    * Papel manufacturado japonés. [Ésta y todas las notas al pie son del tra-ductor, a menos que se especifique lo contrario].

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    fragmentarios, se hallaban anotados los acontecimientos co-tidianos de la vida que Keigaku había llevado desde finales delaño trigésimo (1897) hasta el verano del trigésimo segundo de

    Meiji (1899) y constituía un valioso documento, puede decir-se que único, para conocer su vida de entonces. Resulta que lohabían descubierto en la casa de los O- nuki durante una evacua-ción, guardado con diversos borradores desechados, dentro deun maletín chino4 que se hallaba en el almacén.

    Lo que más interés despertó en mí del contenido del diariofue descubrir que este pintor, quien, insolente y arrogante en sugenialidad, no había tenido en su vida ni siquiera lo que se dice

    un amigo en el verdadero sentido de la palabra, sí que tuvo en es-te período, no obstante, un compañero llamado Shinozaki. Estenombre, Shinozaki, aparecía mencionado en el diario en tres lu-gares diferentes. Y lo que era más significativo: era el único queaparecía en él, aparte de los nombres de los familiares del pintor.

    «Con mi medalla de plata fui a Kitano a visitar a Shinozaki.Estuvimos toda la noche sin pegar ojo, bebiendo sake y disfru-tando de nuestra animada conversación», se leía en uno de esospasajes. A juzgar por el contenido de las líneas anteriores y si-guientes del texto, era casi seguro que esto había ocurrido cuan-do Keigaku recibió un premio especial con diploma de honoren la exposición de la Asociación de Pintura de Kioto por haberpintado su obra  Dibujo de pavo real. Era probable que Keigakuhubiera llevado consigo su medalla de plata, y que, para compar-tir su alegría con su compañero, hubiera pasado toda la noche

    en vela compartiendo copas de sake con él. No era difícil ima-ginar que el joven pintor se hubiera sentido de lo más orgullo-so aquella noche y, a juzgar por la naturalidad con la que habíacompartido su alegría, saltaba a la vista que el tal Shinozaki ha-bía sido alguien con quien mantenía relaciones muy amistosas.

    En el siguiente pasaje se leía: « A propósito de la cele-bración, recibí de Shinozaki, como regalo, un besugo. Deinmediato acudí a visitarlo a Shimodachiuri,* pero resultó

    * Calle que atraviesa la ciudad de Kioto de este a oeste.

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    que estaba ausente. Tras escribir en las  fusumas* de su habi-tación una gran caligrafía, regresé a casa». También en estecaso era probable que, por haber ganado algún premio en una

    exposición o cualquier otro evento, Keigaku hubiera recibi-do de Shimozaki un besugo como obsequio para celebrarlo yque, impulsado por su sentimiento de amistad hacia él, hubieraacudido rápidamente a visitarlo a su casa o a alguna pensión.En cuanto a lo de que «tras escribir en las fusumas una grancaligrafía, había regresado a casa», no quedaba claro qué eralo que había escrito, pero o bien le comunicaba la razón de quehubiera ido a visitarlo, o tal vez le expresaba su agradecimiento

    mediante un poema chino5 improvisado de los que en lo su-cesivo compondría con frecuencia. Aquello había sido un ac-to burdo en extremo, pero para mí resultaba muy interesanteporque en realidad caracterizaba vivamente cómo había sidoel genial pintor Keigaku en los días de su juventud. Sobre estehecho no había constancia escrita ni del día ni del mes en quehabía tenido lugar.

    Por último, el tercer pasaje en el que volvía a aparecer elnombre de Shinozaki era el siguiente: «Shinozaki partió tem-prano por la mañana de Sho- yama6 y vino a Kioto». Este pasa-

     je estaba al final del diario y estaba fechado: « Verano del añotrigésimo segundo de Meiji (1899), 3 de agosto». Únicamen-te esto era lo que aparecía insertado en una línea que no teníaninguna relación ni con la anterior ni con la siguiente, pe-ro no parecía que en ello hubiera ningún significado especial.

    No obstante, justo en el momento en que leí los caracteres deSho- yama, la imagen de aquel tal Shinozaki, quien al parecerhabía sido el amigo íntimo de Keigaku, de repente, por pri-mera vez, se presentó en mi mente con total claridad como ladel falsificador Hara Ho-sen.

    Sobre la figura de Hara Ho-sen, quien había llevado una vida oscura y desdichada falsificando las obras de Keigaku, yo tenía por entonces alguna información; pero cuando supe

    * Puertas correderas de papel.

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    que justo este personaje, al que hasta ese preciso instante ca-si había olvidado, era sin lugar a dudas el tal Shinozaki, aqueldel que podía decirse que había sido prácticamente el único

    amigo cercano que Keigaku tuvo en los días de su juventud,sentí el impacto de una emoción profunda y singular, que mees imposible trasmitir con palabras.

    Por supuesto, también fue justo en ese momento cuandorecordé haber oído que Hara Ho-sen había sido, por cierto, hijoadoptivo, y aunque no había preguntado cuál era su nombre deorigen, junto con ese detalle rememoré que en medio de unamontaña perteneciente a la cordillera de Chu-goku, tierra na-

    tal de Hara Ho-sen, existía una pequeña aldehuela ubicada a lolargo de la rivera del río Hinogawa,7 en la que había una des-mesurada cantidad de personas de apellido Shinozaki, y fueentonces cuando acepté como un hecho incontrovertible queel tal Shinozaki y Hara Ho-sen eran la misma persona.

    Durante un par de días tiré la pluma con la que escribía labiografía de O- nuki Keigaku. Los pasé sin hacer absolutamentenada, sentado en una silla de rejilla en la galería que daba alsur, con la mirada puesta en la superficie del monte Amagi,iluminada por los rayos de un sol de finales de estío que derepente se había vuelto muy débil. Más que la brillante ima-gen del genial pintor Keigaku en los días de su juventud erala desventurada vida de Hara Ho-sen la que tendía a adueñar-se de mi pensamiento. Por supuesto, fue entonces cuandopor primera vez mis fragmentarios conocimientos sobre él

    adquirieron coherencia y acabaron por aflorar en mi mentecomo la imagen real de la vida de una persona. Con el rostro vuelto hacia la superficie del monte Amagi, sentía un fuer-te impulso que me obligaba a pensar en él. Al parecer, algohabía en la vida de Hara Ho-sen que me obligaba a pensar enhacer algo a su favor.

    La primera vez que oí el nombre de Hara Ho-sen fue en el oto-ño del año decimoctavo de Sho- wa (1943), cuando en compañía

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    de O- nuki Takuhiko salí de viaje con la intención de ver variasobras representativas del primer período de Keigaku que sehallaban dispersas por las ciudades y los pueblos próximos al

    mar interior de Seto, en las prefecturas de Hyo-

    go y Okayama,cerca de su lugar de nacimiento.En aquella ocasión, durante unos cinco días visitamos en

     Akashi, Kakogawa, Takasago, Himeji, Shikama, Aioi,8 Wake ySaidaiji9 — justo en ese orden— cada una de las casas de las fa-milias que atesoraban las obras de Keigaku. Takuhiko les habíacomunicado de antemano el objeto de nuestra visita, de modoque en la mayoría de ellas fuimos acogidos con total cordiali-

    dad; y así fue como pudimos ver y guardar en nuestra memorialas imágenes de varias de las obras que había pintado Keigakucuando aún no había cumplido los treinta años y cuyos nom-bres conocíamos de oídas, si bien hasta ese momento no te-níamos idea del aspecto que tendrían.

    Subíamos y bajábamos de los trenes con considerableprecipitación. La luz del sol otoñal caía sobre la tierra blan-quecina y arenosa tan propia de Harima10 y Bizen,11 donde dealgún modo se siente la proximidad del mar. Tras descenderdel tren en cada una de las pequeñas estaciones de la región,recorríamos una por una las casas de las familias con solera

     y dinero que en vida de Keigaku habían sido, por así decirlo,sus mecenas, y cuyos datos llevábamos anotados en un cua-derno. Por razones de agenda apenas podíamos dedicar a estaactividad una o dos horas y, por si esto fuera poco, al carácter

    impaciente de O-

    nuki Takuhiko venían a sumarse el largo ca-mino a través de bosques de pinos y los interminables murostechados de adobe que se sucedían barrio tras barrio, así queavanzábamos casi a la carrera; pero el clima era el ideal paraun viaje como éste, pues finalizaba el otoño y el tiempo no erani caluroso ni frío, sino el justo para que el cuerpo se cubrierade una leve sudoración.

    El principal objetivo de este viaje para mí era el de po-

    der ver las obras, pero Takuhiko, bajo el pretexto de pasar apresentar sus respetos y agradecimientos a cada una de las

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    poderosas familias que habían patrocinado a su padre, pedíaen cada una de las casas que le contaran una o dos anécdotassobre los días juveniles de Keigaku; y a veces le solicitaban a

    él que reescribiera, sobre las cajas que contenían las obras,las notas identificativas que faltaban. En esos casos, en la caracejuda de Takuhiko, bajo el rapado de su cabeza, afloraba unaexpresión que dejaba ver un temperamento competitivo comoel de su padre, a quien no le gustaba nada perder. Tras deciralgo como «Permítame hacerlo», se remangaba la camisa y,dejando al descubierto unos brazos huesudos que, según suspalabras, no parecían ser los de «un hombre famoso por sus

    aventuras amorosas que había hecho en París todo lo que le ha-bía dado la gana», escribía la correspondiente nota con una le-tra que era asombrosamente parecida a la de su padre Keigaku.

    Cosa extraña: desde la primera vez que me entrevisté coneste hombre, quien era aproximadamente de mi edad y de lageneración que siguió a la de Keigaku, sentí un inexplicableafecto por él, de manera que, en poco tiempo, establecimosuna relación de franca amistad. Según me contó, en su vidahabía cosas paradójicas: si bien en el extranjero se había per-mitido todo tipo imaginable de libertinaje, tras regresar a Ja-pón, en cambio, la diversión había empezado a parecerle unatontería; como si de pronto otra persona lo hubiera sustituido,se había vuelto indiferente a su apariencia y reputación, al mis-mo tiempo que, como un extranjero más, miraba de soslayo alagitado Japón de la época de la guerra. De este modo, cual tí-

    pico descendiente de genio de segunda generación, combina-ba la insolencia del que acostumbra a tratar a los demás comotontos con la bondad propia de un señorito hijo de buena fa-milia. Entre lo que él era en realidad y los rumores que habíanllegado a mis oídos antes de conocerle, había una distanciaasombrosa. Por lo visto, le acompañaban los malentendidosque suelen rodear a los descendientes de segunda generaciónde un célebre pintor.

    Había heredado de su padre un extraordinario talento ar-tístico, pero la gente le había creado fama de perezoso e inútil,

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     y aunque no tenía ni pizca de interés en vestir a la moda ni legustaban las poses, corrían rumores de que era afectado y li-bertino. Sin embargo, no era menos cierto que de su padre ha-

    bía recibido en herencia, además de una enorme fortuna, unaresidencia y una villa suntuosas; y aunque pudiera decirse queera escultor de profesión, ni hacía nada, ni tenía, en realidad,necesidad alguna de hacerlo. Diríase que la labor de encargaruna biografía y de crear algo como una fastuosa colección pós-tuma de las obras de su padre era, al parecer, el trabajo que sesentía obligado a hacer de momento, antes de que Japón re-sultara definitivamente derrotado en la guerra.

    Fue justo durante ese viaje de cinco días en compañía deO- nuki Takuhiko cuando ambos topamos con un hecho de su-mo interés que ni siquiera habíamos imaginado: como si sehubiesen puesto de acuerdo, todas las familias que visitamosatesoraban al menos una obra de Keigaku que era falsa.

    La primera vez que nos tropezamos con una de estas falsifi-caciones fue en la residencia de una adinerada familia de Kako-gawa apellidada M., cuyo cabeza de familia ya había fallecido.

    En un zashiki* del fondo de la residencia, que daba a unpatio muy bien cuidado, nos mostraron varias obras de Kei-gaku. Entre ellas había una caja en la que se leía: «Paisajeotoñal en Rakuhoku»,12 la cual contenía un pequeño rollo deltipo de los que suelen colgarse en los cuartos destinados a lasceremonias del té. Yo lo comprendí enseguida, en el instan-te en el que lo desenrollamos; pero Takuhiko, quien con ojos

    escrutadores observaba desde el costado, también dirigió deinmediato su mirada hacia mí. Involuntariamente, nuestrasmiradas chocaron, y se mantuvieron así, como entrelazadas,por un momento.

    — Y esto, ¿qué te parece? —me decían sus ojos.Por lo que a mí respecta, sabía que una familia de Kioto

    atesoraba una obra que era exactamente igual que aquélla, pero

    * Salón de estilo japonés con tatami (esteras) y tokonoma (especie dehornacina).

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    Takuhiko había caído en la cuenta por una razón completa-mente distinta a la mía, y era que a la imagen le faltaba algocomo su peculiar cualidad o carácter. Así fue como me explicó

    después lo que había percibido entonces. De cualquier mane-ra, era evidente que aquélla era una obra que había sido pin-tada a imitación de una pintura de Keigaku, a partir de algunafoto o del catálogo de una exposición. Por si acaso, abrimosen el acto la parte de la obra en la que aparecían los sellos paracomprobarlo, pero parecía evidente que Tekishintei,* el nom-bre artístico de Keigaku, había sido estampado con un cuño demadera, también a imitación del sello de piedra que usaba el

    pintor; y, aunque a primera vista había sido imitado con destre-za, cuando se comparaban las dos estampas había entre ambasuna clara diferencia. Además, el pigmento de la almohadillaque se había usado era también diferente al de Keigaku, y sibien hasta la nota explicativa de la obra estaba impecablemen-te escrita, no había duda de que era a su vez una falsificación.

    Cuando preguntamos, la viuda nos dijo que esta obra habíasido adquirida por el ya fallecido cabeza de familia de manos deun pintor japonista,13 amigo de Keigaku, llamado Hara Hosen,cuyo actual paradero desconocía, pero que en aquella época vi- vía temporalmente en Kakogawa y era vendedor ambulante deantigüedades. A esto agregó que también ella lo había conocido.Takuhiko, tras escuchar estas palabras, dijo entonces:

    —¿Hara Ho-sen? Pues yo también conozco a ese hombre.No recuerdo cuándo fue, pero, en todo caso, sí tengo memoria

    de haber coincidido con él dos o tres veces en mi niñez. Eracon certeza amigo de mi padre y frecuentaba nuestra casa, perodespués, según oí decir, había hecho falsificaciones de su obra

     y mi padre le había prohibido que volviera a visitarnos. Ahorapuedo confirmar que lo que oí comentar entonces era cierto.

    * De tekishin, «corazón que gotea», «corazón que chorrea» —al parecer, en

    alusión a los colores y la tinta como vehículo de expresión del alma en lasartes plásticas, y a su identificación en el proceso de creación artística— ytei, sufijo que suele añadirse a los nombres de los artistas.