adela celorio correo-e: [email protected] … · no quiero ver más el dedo erecto que...

1
14 SIGLO NUEVO OPINIÓN Menos mal que nunca me ha gustado obedecer, que detesto alimentarme sanamente y no me da la gana hacer ejercicio. Mi rebeldía debe ser por los años en que me mangonearon los adultos. Una oda a la desobediencia Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda. Martin Luther King ¡ Ay, yo ya no! Me niego a seguir soportando el dedo auto- ritario con que me señala toda esa gente que nace para hacer el bien: tú lo que debes de…, tú lo que tienes que… No quiero ver más el dedo erecto que advierte: de hoy en adelante…; que acusa: tú hiciste, tú no debiste…; que apre- tado sobre los labios me manda callar. El dedo artrítico de mi abuela, “date a deseo y olerás a poleo”. El amenazante de mi padre, “¡porque aquí mando yo, y si me equivoco vuelvo a mandar!”. El dedo santo de una monja que me apuntaba al ordenar “sal de mi clase”. El maldito dedo que señala la dirección única, eso que nuestros partidos políticos llaman disciplina y que los ha llevado a la degradación moral en que se encuentran “porque aquí no hay de dos sopas, o le entras a la corrupción y somos socios, o te largas”. El dedo todopo- deroso que impone su capricho inexorable: “¡Voy a construir un muro y lo van a pagar ustedes!”. ¡Dios! Qué ganas de tener unas tijeras para descuartizar pollos y ¡plaf,!, un tije- retazo y que salga volando el maldito dedo o por lo menos la falange de los ‘señaladores’. “Quítese los anteojos y guarde su teléfono”, me ordena un gendarme en el banco. En el ae- ropuerto hasta sin zapatos me dejan, todo por mi seguridad. Ahora resulta que el mundo sabe mejor que yo lo que me conviene: “usted debe beber dos litros de agua, desayunar un abominable licuado de espinacas y jengibre y caminar al menos tres kilómetros diarios”, ordena mi bariatra. “Suba al segundo piso, tome un número y espere. Cuando la llamen pide su factura”, me manda la empleada de cualquier tienda departamental. Ahora resulta que soy yo quien debe obe- decer. “Prudencia”, mandatan mis hijos y siempre que hago algo sensato me da mala suerte. Menos mal que nunca me ha gustado obedecer, que detesto alimentarme sanamente y no me da la gana hacer ejercicio. Mi rebeldía debe ser por los años en que me mangonearon los adultos. Nunca tuve el arrojo de mis nietos. A sus escasos cinco y seis años, toma- ditos de la mano -supongo que para validarse- se pararon frente a mí para informarme: “Abuela, queremos decirte que ya no te vamos a obedecer”. “Bah, par de tontos”, les respondí con poquísima convicción. En el fondo envidié su osadía. También es cierto que semejante atrevimiento a mí me hubiera costado dos dientes. Tal vez habría valido la pena considerando el alto precio que he tenido que pagar a causa de los errores cometidos por obedecer a tantas per- sonas que querían mi bien. Nunca ha dejado de asombrar- me el hecho de que los militares ignoren el mandato de su consciencia para acatar sin el menor cuestionamiento las órdenes de un superior. Por esa vía, pilotos militares, buena gente sin duda, arrojaron la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki. La renuncia al libre albedrío que hacen los re- ligiosos con el voto de “obediencia” y que es, por cierto, la última decisión que toman en su vida. Su existencia, queda sujeta a la voluntad de sus superiores. Por obediencia y, des- de luego, por terror al dedo flamígero de la Inquisición, Sor Juana renunció a las letras. Hannah Arendt, estudiosa de la banalidad del mal metida a periodista del New York Times reportó desde Jerusalén las novedades en el juicio de Adolf Eichmann, oficial nazi que operaba los trenes que llevaron a millones de personas a los hornos crematorios de los campos de concentración. Según Arendt, el nazi Eichmann era un pusilánime que sólo seguía órdenes. Confieso que he vivido y he obedecido. Ahora, apuntándolos con mi dedo, advier- to: que nadie nunca más me ordene nada porque no pienso obedecer. Adela Celorio / / / / Correo-e: [email protected] MISCELÁNEA

Upload: vuongkhue

Post on 19-Sep-2018

221 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

14 • S I G L O N U E V O

OP

INIÓ

N

Menos mal que nunca me ha gustado obedecer, que detesto alimentarme sanamente y no me da la gana hacer ejercicio. Mi rebeldía debe ser por los años en que me mangonearon los adultos.

Una oda a la desobediencia

Nadie se nos montará encima si no doblamos la espalda.

Martin Luther King

¡Ay, yo ya no! Me niego a seguir soportando el dedo auto-ritario con que me señala toda esa gente que nace para hacer el bien: tú lo que debes de…, tú lo que tienes que…

No quiero ver más el dedo erecto que advierte: de hoy en adelante…; que acusa: tú hiciste, tú no debiste…; que apre-tado sobre los labios me manda callar. El dedo artrítico de mi abuela, “date a deseo y olerás a poleo”. El amenazante de mi padre, “¡porque aquí mando yo, y si me equivoco vuelvo a mandar!”. El dedo santo de una monja que me apuntaba al ordenar “sal de mi clase”. El maldito dedo que señala la dirección única, eso que nuestros partidos políticos llaman disciplina y que los ha llevado a la degradación moral en que se encuentran “porque aquí no hay de dos sopas, o le entras a la corrupción y somos socios, o te largas”. El dedo todopo-deroso que impone su capricho inexorable: “¡Voy a construir un muro y lo van a pagar ustedes!”. ¡Dios! Qué ganas de tener unas tijeras para descuartizar pollos y ¡plaf,!, un tije-retazo y que salga volando el maldito dedo o por lo menos la falange de los ‘señaladores’. “Quítese los anteojos y guarde su teléfono”, me ordena un gendarme en el banco. En el ae-ropuerto hasta sin zapatos me dejan, todo por mi seguridad. Ahora resulta que el mundo sabe mejor que yo lo que me conviene: “usted debe beber dos litros de agua, desayunar un abominable licuado de espinacas y jengibre y caminar al menos tres kilómetros diarios”, ordena mi bariatra. “Suba al segundo piso, tome un número y espere. Cuando la llamen pide su factura”, me manda la empleada de cualquier tienda departamental. Ahora resulta que soy yo quien debe obe-decer. “Prudencia”, mandatan mis hijos y siempre que hago

algo sensato me da mala suerte. Menos mal que nunca me ha gustado obedecer, que detesto alimentarme sanamente y no me da la gana hacer ejercicio. Mi rebeldía debe ser por los años en que me mangonearon los adultos. Nunca tuve el arrojo de mis nietos. A sus escasos cinco y seis años, toma-ditos de la mano -supongo que para validarse- se pararon frente a mí para informarme: “Abuela, queremos decirte que ya no te vamos a obedecer”. “Bah, par de tontos”, les respondí con poquísima convicción. En el fondo envidié su osadía. También es cierto que semejante atrevimiento a mí me hubiera costado dos dientes. Tal vez habría valido la pena considerando el alto precio que he tenido que pagar a causa de los errores cometidos por obedecer a tantas per-sonas que querían mi bien. Nunca ha dejado de asombrar-me el hecho de que los militares ignoren el mandato de su consciencia para acatar sin el menor cuestionamiento las órdenes de un superior. Por esa vía, pilotos militares, buena gente sin duda, arrojaron la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki. La renuncia al libre albedrío que hacen los re-ligiosos con el voto de “obediencia” y que es, por cierto, la última decisión que toman en su vida. Su existencia, queda sujeta a la voluntad de sus superiores. Por obediencia y, des-de luego, por terror al dedo fl amígero de la Inquisición, Sor Juana renunció a las letras. Hannah Arendt, estudiosa de la banalidad del mal metida a periodista del New York Times reportó desde Jerusalén las novedades en el juicio de Adolf Eichmann, ofi cial nazi que operaba los trenes que llevaron a millones de personas a los hornos crematorios de los campos de concentración. Según Arendt, el nazi Eichmann era un pusilánime que sólo seguía órdenes. Confi eso que he vivido y he obedecido. Ahora, apuntándolos con mi dedo, advier-to: que nadie nunca más me ordene nada porque no pienso obedecer.

Adela Celorio ///// / / Correo-e: [email protected]

MISCELÁNEA MISCELÁNEA