a velazquez ramirez la reconfiguracion de lo publico y su consecuencia en lo politico

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Justificacion de la sociedad civil como un lugar de lo politico en el contexto de la reconfiguración de la esfera pública. Este proceso nos presiona para refinar las definiciones que nos permiten identificar un fenomeno politico y que bordee la distinición Estado-sociedad civil. Se proponen tres criterios analíticos de ubicación de lo político: lo comun, lo propio, el conflicto. A manera de conclusion se indaga sobre el imapacto que esta transformacione tiene sobre algunos elementos clásicos del léxico de la politica: legitimidad, representacion y hegemonia.

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A mis padres.

A la memoria de Francisco Ramírez Govea,mi abuelo, de quien aprendí que la pluma

también puede ser una espada.

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LA RECONFIGURACIÓN

DE LO PÚBLICOY SU CONSECUENCIA

EN LO POLÍTICO

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Centro Universitario Hispano Mexicano

Lic. Mercedes Ramírez Llaca

Rectora

Lic. Francisco Ramírez Llaca

Director General

M.E. Gustavo Huerta Patraca

Director Académico

C.P. 91919E-mail: [email protected]

935-68-22 y 935-57-33

C.P. 7243

Diseño de portada Jaime Issachar VargasCuidado editorial Artefacto EdicionesImpresión Artefacto Ediciones

Primera edición: 2008

D. R. © 2008, Sociedad Educativa de las Américas, S. C.Ernesto Domínguez núm. 111Fracc. ReformaVeracruz, Ver.

Tels.:

Universidad Iberoamericana-PueblaBlvd. del Niño Poblano 2901Unidad Territorial Atlixcáyotl Puebla, México

Impreso en México

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ADRIÁN VELÁZQUEZ RAMÍREZ

LA RECONFIGURACIÓN

DE LO PÚBLICOY SU CONSECUENCIA

EN LO POLÍTICO

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El lector tiene en sus manos un documento verdaderamente notable. Se trata de un análisis sistemático y profundo, de un alto nivel teórico, sobre el problema de las relaciones entre la sociedad y el Estado en el mundo contemporáneo. Con una madurez increíble a su corta edad y con una claridad de pensamiento difícil de encontrar en el mundo académico, Adrián Velázquez Ramírez nos brinda un estudio apasionante sobre uno de los temas centrales del debate actual en los campos de la filosofía política y de la ciencia política.

Adrián nos demuestra en esta pequeña pero sustanciosa obra, cómo el canon clásico de la política, que supone la separación radical entre lo político y lo social, y que la entiende como la mera lucha por el poder, está hoy día en crisis. Adrián reflexiona sobre el significado y las causas de esta crisis, y para ello, en su primer capítulo, analiza las peculiaridades de la modernidad y nos explica cómo en sus principios mismos se ocultaban las contradicciones que explicarían el agotamiento de sus fundamentos, ante todo, la separación fun-cional, legal y simbólica entre el mercado, el Estado y la sociedad. La modernidad aparece en su doble faceta de fuerza destructiva y fuerza expansiva, siendo el contexto de su plena expansión el que apunta, paradójicamente, a su agotamiento.

Nos explica después Adrián, en un segundo capítulo, cómo se experimenta hoy una crisis de explicación del proceso antes men-cionado. Esta crisis tiene que ver con las limitaciones epistemoló-

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gicas de las ciencias sociales, es decir, con la forma en que ellas han constituido su objeto y sus objetivos de investigación, y cómo han de-sarrollado una peculiar forma de construcción del conocimiento. A este respecto Adrián parte de un posicionamiento weberiano clásico, en el cual el desarrollo del pensamiento moderno aparece como oposición a un mundo tradicional, mientras el conocimiento se despliega por medio de la creciente diferenciación de las esferas de la acción social. Este desarrollo de la ciencia por medio de la especia-lización se expresa en el campo de las ciencias sociales como una fragmentación conceptual de los procesos de la vida social, entre otros los procesos políticos, siendo entendidos éstos como los que atañen a los actores, los espacios, las reglas y los resultados de la acción que se orienta a la búsqueda y preservación del poder.

Adrián demuestra cómo las ciencias sociales se han quedado cortas ante los cambios radicales que ha producido la propia moder-nidad en su desarrollo. Especial atención es puesta en la ciencia política, la cual no puede explicar de ninguna manera las nuevas relaciones que se producen entre la sociedad, el Estado y el mercado, y que se caracterizan ante todo por un nuevo protagonismo de lo social en relación con los otros dos ámbitos. Lejos de encontrarse la sociedad en una posición defensiva frente a los sistemas económico y político, que sería la hipótesis de Habermas, Adrián observa una acción ofensiva de la sociedad en una búsqueda incesante por con-trolar los excesos del mercado y del Estado, redefiniendo así el espa-cio de lo público. Es aquí que nos encontramos con la otra dimensión del notable estudio que Adrián nos propone en estas páginas.

¿Cómo puede repensarse la situación actual, en la cual la sociedad asume un creciente protagonismo político-público? El autor recurre a conceptos conocidos, como sociedad civil y espacio público, entendiéndolas como categorías viables, que no sólo explican teó-ricamente los nuevos fenómenos, sino que también proporcionan, en la mejor tradición de las ciencias sociales, orientaciones prácticas que pueden ayudar a dirigir la acción colectiva hacia objetivos demo-cráticos. En efecto, las ciencias sociales no pueden, so pena de caer en el positivismo más ramplón, separar los elementos normativos y analíticos que están contenidos en ellas. Adrián nos demuestra que la ciencia política convencional, pero también las otras ciencias socia-les, han establecido una limitación no solamente epistemológica

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sobre el conocimiento, sino también normativa, al aceptar sin cuestionarlo el principio de la división funcional radical entre los subsistemas sociales. Así, la democracia aparece como un subsis-tema cerrado y que se refiere únicamente a las reglas de acceso al poder, modelo limitativo dentro del cual no caben las prácticas políticas que emanan de la sociedad. Por tanto, es importantísimo repensar la nueva relación entre la sociedad y el Estado a partir de algunas categorías que nos ofrece la propia ciencia social, redefi-niendo sus alcances heurísticos. Para ello, Adrián recurrirá a explicar de una nueva forma lo que es la política y lo que es lo político. El campo de lo político abarca los conflictos de valores, normas e inte-reses que caracterizan la vida social. Lo político no se expresa sola-mente como la relación entre los ciudadanos atomizados y el Estado en el ámbito de la elección y autorización de sus representantes, sino en los múltiples espacios donde se debate, se define y se decide el bien público. Lo propiamente político, nos dirá Adrián, radica precisa-mente en los espacios de conflicto en los que se muestran y negocian no solamente las distintas orientaciones y valores, sino donde se acuerda lo que es común a todos y lo que es lo propio (los elementos fundantes de las identidades colectivas). Esos espacios de debate constituyen precisamente el espacio público, cuyos sujetos son actores de una sociedad civil diversa y plural. De esta manera, la política se refiere al conjunto de acciones colectivas provenientes del campo de lo social, que se orientan a intervenir en la definición, implementación y control de las políticas públicas y de la acción del Estado en general a través no sólo de los mecanismos electorales tradicionales, sino de una compleja y variada serie de prácticas y mecanismos que permiten la intervención social en el campo de las relaciones de poder.

Para poder explicar teóricamente estas nuevas relaciones Adrián recurre a Edgar Morin y su idea de la “dialógica”, que se refiere a un proceso de vinculación y retroalimentación entre conceptos que han estado histórica y teóricamente separados, en este caso, Estado y sociedad. Esta dialógica, entendida como unidad compleja de dos lógicas distintas, nos debe permitir repensar el uso de la política y el concepto mismo de lo político. Esta reconsiderada relación redefine los usos del poder y de la búsqueda del bien común, lo que nos permite leer bajo una nueva luz problemas clásicos de legitimidad,

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representación y hegemonía, como bien lo demuestra Adrián en sus brillantes conclusiones.

No se trata aquí de adelantar el argumento que ustedes muy pronto verán desarrollado frente a sus ojos. Mi intención ha sido resaltar el carácter innovador de la síntesis que el joven Adrián Velázquez presenta de una manera sucinta, sencilla y clara, y al mismo tiempo profunda, inteligente y creativa.

La capacidad autodidáctica de Adrián debe ser reconocida en justicia de sus propios méritos. Esta síntesis no la enseña ninguna escuela, ni sus profesores la hemos sugerido. Se trata de trabajo individual, que demuestra persistencia, inteligencia y aguda capa-cidad crítica. Es el resultado de una voluntad gestada desde el seno familiar y alimentada por una vocación intelectual auténtica. Esperemos que este primer producto sea tan sólo el inicio de una carrera fructífera y de una capacidad creativa que seguramente madurará con el trabajo y el tiempo.

1ALBERTO J. OLVERA

Xalapa, Veracruz, junio de 2008

1 Investigador del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales, Universidad Veracruzana.

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1.1. La modernidad y su dinámica totalizadora

A partir de que la modernidad se instaura como referente cognos-citivo vigente, es decir, que se establece como patrón hegemónico de comprensión de la realidad, se establecen los procesos que instauran este horizonte como un proceso constante de crisis/renovación, que le dotará de una apariencia totalizadora en el sentido que dicha estructura de totalidad permitirá, desde la modernidad y a partir de ella, aprehender y comprender los hechos aislados que se susciten y

1que a su vez le darán forma.Se dice que algo es totalidad cuando su estructura es capaz de

incorporar lo externo, lo ajeno, así como lo diferente y lo nuevo a su propia lógica interna, incorporándolo y refiriéndolo a su propio cuerpo normativo. La dinámica totalizadora siempre se esforzará por atraer para sí las fuerzas más divergentes y hacerlas parte de ella, lo total es omnipresente y se presenta como un punto de referencia que se expande y que continuamente desdibuja las fronteras con lo que le es exterior.

La modernidad se presenta como totalidad alcanzada en dos sentidos. Cuando se muestra como ruptura con el pasado, como una época nueva que le da un valor de obsoleto a su pasado inmediato, desprendiéndose de él y trazando un corte temporal entre lo que hay ahora y lo que había antes de, y que en este primer capítulo quedará representada como la “dimensión destructiva” (1.1.1), en cuanto a

1 “La totalidad concreta cumple por eso la función de ser la estructura pertinente para comprender los hechos

aislados; aunque, por otra, los hechos son a su vez construcciones en función de esa pertinencia”.

(Zelmeman, 1992: 51).

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que ésta procede mediante un movimiento de contraposición con lo anterior establecido. Así, esta apariencia de totalidad estará refor-zada por la propia capacidad de la modernidad de establecer ciertos mecanismos que le permitan incorporar lo nuevo a su estructura interna. Es decir, modernidad como la época abierta al futuro, donde la condición de moderno está en función de la constante apa-rición y apropiación de lo nuevo, de la actualidad que se consume a sí misma para dar paso a nuevas actualidades, y que incorpora a sus propias estructuras, procesos y funciones estos fenómenos de crisis/ renovación y que se harán concretos en esta “dimensión expansiva” (1.1.2), en cuanto a que ésta, precisamente por tener la capacidad de incorporar constantemente lo eventual a lo estructural, tendrá la apariencia de perpetuarse a través de su propio desarrollo.

Comprender los procesos dinámicos, mediante los cuales la moder-nidad se establece como horizonte dominante de comprensión de la realidad, nos pondrá en marcha para entrar al debate de su actual crisis, que, en opinión de no pocos, marca su abandono como refe-rente histórico, para dar un paso más allá de la modernidad, hacia la posmodernidad (1.1.3).

Sin embargo, desde la postura de este trabajo, y considerando que el tránsito de una época a otra radicalmente nueva, de una moderna a una posmoderna, implicaría necesariamente una ruptura y un abandono de los preceptos básicos de nuestra comprensión actual del mundo, y que, aun cuando esto fuera preferible, sería imposible explicar desde el ahora, es decir el horizonte cognitivo vigente, lo que caracterizará la época que le suceda. O como dice Maffesoli: “no se puede medir lo que está naciendo con el mismo patrón de lo establecido”.

Ante este error intrínseco al conocimiento, sin embargo, esta perspectiva no se traducirá a lo largo del presente trabajo en una defensa y anhelo de restauración de la modernidad, lejos de esto, de lo que se trata aquí, es de una revisión y reformulación del referente cognoscitivo actual, que desde la modernidad, nos permita dotar de nueva vitalidad a esos procesos y mecanismos que el proyecto moderno tenía para sí en su relación con lo nuevo, y que deje abierto el panorama ya sea para un fenómeno de crisis/renovación que le de continuidad al proyecto moderno, aunque sin duda con sus matices y

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nuevas conjugaciones, o incluso para que dentro de un fenómeno de 2 crisis/ruptura nos permita transitar sin mayor violencia a un nuevo

referente histórico, ahora sí, posmoderno.

1.1.1. La modernidad como fuerza destructiva

Aunque no es hasta el siglo XVIII que retrospectivamente se entiende la modernidad como la ruptura entre una época y otra, y no es hasta Hegel que como tal adquiere relevancia como problema filosófico (Habermas, 1989), el arribo de la modernidad se vive desde su inicio como una experiencia de totalidad, en el sentido de que, una vez alcanzada ésta, el vínculo de continuidad entre un época y otra se rompe, y la modernidad se instala como único referente cognos-citivo, provocando un sistemático proceso de deconstrucción de las esferas de conocimiento y sentido de la Edad Media —articuladas en la idea de Dios—, y de instauración de formas radicalmente nuevas de entender el mundo, ahora considerado moderno.

La transición/ruptura de una época a otra, de una denominada Edad Media a una Edad Moderna, viene acompañada del abandono del modelo histórico inmediato anterior como referente cognos-citivo, donde aquellas conjugaciones que se originan desde su hori-zonte ya superado son catalogadas bajo el rubro de obsoletas y a veces incluso como contrarias a las impuestas por el nuevo referente. En este sentido Habermas afirma:

[l]as interpretaciones de una etapa superada, cualquiera sea la textura que tenga en lo que atañe a contenido, quedan categorialmente devaluadas en el tránsito a la siguiente. No es ésta o aquélla razón la que ya no convence; es el tipo de razones el que deja de convencer [Habermas, 2001: 101].

Este primer aspecto de la dinámica de la modernidad le dará una dimensión que le proporcionará una clara fuerza destructiva. Con la

2 Los fenómenos de crisis/ruptura vienen acompañados usualmente de manifestaciones de resistencia y

cambio que producen tensiones y que a menudo se traducen en violencia, como por ejemplo en la deno-

minada “época del terror”, donde vieron caer sus cabezas diversos miembros y representantes del modelo

hegemónico anterior, del poder fundado en la tradición, en manos de los representantes sociales del nuevo

horizonte histórico moderno, la burguesía. El tema y concepto de “crisis” se tratará en el capítulo 2, “La crisis

epistemológica de la modernidad”.

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llegada a un nuevo estadio histórico, a una “nueva época”, la totalidad del pasado se cubre bajo un velo oscuro y mítico —y por lo tanto incomprensible desde la óptica del nuevo hombre moderno—, que creará las condiciones para un desdeñoso y aparente abandono de la herencia medieval. Así, la modernidad como totalidad se impondrá límites a sí misma y desconocerá lo que se encuentre fuera de ellos, negándole desde su propio referente el carácter de verda-dero. En la modernidad todo supuesto deberá estar demostrado y expuesto ya no en función de un “orden divino”, sino racionalmente, ya que sólo esto le revestirá con un carácter de certeza.

La modernidad como totalidad alcanzada pretende hacer tabula rasa del mundo del pasado y considera sus argumentos ruinas de un mundo que llega a su fin y deja paso a una nueva época. Afirmará desde su propia lógica interna, es decir, desde los procesos de racionalización de la vida que la modernidad conlleva, que moder-nidad siempre implicará “la destrucción de los vínculos sociales, de los sentimientos, de las costumbres y de las creencias llamadas tradicionales” (Touraine, 1998: 18). Esta dimensión violenta de la modernidad tomará la forma política de revolución burguesa que buscará imponer límites al poder personal justificado en la tradición e intentará imponer un mundo fundado en la razón y el sujeto capaz de acción racional:

[e]l proyecto llevará a los revolucionarios a crear una sociedad nueva y un hom-bre nuevo, a los cuales impondrá, en nombre de la razón, coacciones mayores que las monarquías absolutas [Touraine, 1998: 20].

La modernidad en este primer momento adquiere una fuerza destructiva antes que constructiva, no como la llegada de un nuevo orden sino “como un movimiento, como una destrucción creadora” (Touraine, 1998: 94). Se presenta con una fuerza contundente como oposición al mundo de la tradición, pero débil en cuanto intenta dotarle de un contenido formal a dicha crítica; la modernidad es “fuerza de disolución del antiguo orden antes que de construcción de un orden nuevo” (Touraine, 1998: 26). Será entonces una dinámica dialéctica lo que en su origen pondrá en marcha a la modernidad, en cuanto a que ésta se define por aquello que no es y que le es opuesto, “porque opone al autoritario carácter vinculante de una tradición

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engendrada en la cadena de las generaciones, la coacción sin coacciones que los buenos argumentos ejercen” (Habermas, 1989: 136). Sin embargo, dicha lógica, a lo largo del desarrollo de la modernidad, se presentará como un obstáculo a la hora de establecer las condiciones propias que debieran caracterizar a la época mo-derna, de dotarle de un contenido positivo.

Esta dimensión violenta de la modernidad será bien entendida por Max Weber en su concepto de “desencantamiento del mundo” (Entzauberung der welt), para ejemplificar el proceso de racio-nalización de las “imágenes del mundo”, que significa la ruptura con lo sagrado y lo profano como mecanismos de acceso a los fenómenos y sobre todo, el resquebrajamiento de los vínculos sociales que tenían como fundamento la observancia de un Dios omnipresente.

El concepto de “desencantamiento” utilizado por Weber para hacer referencia a este proceso de racionalización de las imágenes del mundo, que va de la magia a la religión y, por fin, a la ciencia y a la razón “adecuada a fines” que da paso a la modernidad, tiene dos acepciones (Ramos Lara, 2000), ambas en íntima correlación y que serán de gran significación para el posterior desarrollo de las ciencias sociales. Por un lado, Weber se refiere efectivamente a la intelectua-lización de las imágenes del mundo, donde la realidad deja de tener un sentido trascendental y simbólico y se convierte en materia inerte y sin vida y, sobre todo, como una realidad capaz de ser controlada y manipulada mediante la razón y el cálculo. El “polvo eres y polvo serás” cobra un significado literal y profundamente angustiante.

Una segunda dimensión del “desencantamiento” es la que Weber relaciona con la pérdida de significado del mundo, producto a su vez de esta representación del mundo como un “mecanismo causal”, es decir, donde hay acciones y consecuencias causalmente relaciona-das de manera racional y que, por lo tanto, cualquier determinación holista o que se pregunte por los “fines últimos”, queda desplazada hacia lo irracional. El Entzauberung, desde esta última acepción, significa un mundo cuya articulación ya no recae bajo la idea de un Dios o de una religión, sino que es abandonado al libre albedrío de los hombres, al “acontecer intramundano”, en palabras de Weber, dese-chando en el papel cualquier perspectiva trascendental y metafísica del mundo, provocando sin embargo un vacío que se intentará llenar ya sea en la idea de razón, ciencia o de historia.

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En este contexto, Weber liga el proceso del Entzauberung con la renuncia a la búsqueda de un “significado” o “sentido” objetivos de y para unos valores en el mundo de los hechos empíricos, en el mundo revelado por la incesante “intelec-tualización” a que se ha sometido el Occidente moderno [Ramos Lara, 2000: 89].

Otro análisis que retrata bien la naturaleza de la ruptura que sig-nificó la modernidad, se encuentra finamente dibujado en el estudio que Erich Fromm realiza en El miedo a la libertad, donde busca aplicar herramientas del psicoanálisis al diagnóstico de una época histórica. Para Fromm la proporción que guarda la ruptura de los “vínculos primarios” que ofrecían la unidad básica del individuo con su entorno y el creciente sentimiento de soledad y angustia que produce el saberse diferente de lo exterior, era evidente. Esta íntima relación que bien veía Fromm entre modernidad y un constante proceso de individuación generaba a la par una sensación de angustia en el individuo que, al romper con el manto protector de la expli-cación del mundo con base en Dios, era arrojado a un mundo ajeno e indiferente, al mismo tiempo que sus acciones individuales cobraban relevancia y trascendencia mundana en tanto se sabían últimos res-ponsables de sus consecuencias.

Este intenso sentimiento de angustia que provoca el arribo de la modernidad como conciencia de una época, es el mismo que dará pie a un amplio movimiento cultural y filosófico contra moderno, que desde la modernidad señalaría y cuestionaría la “pureza” de esa ruptura que provocaba el encuentro con la razón en la nueva época. La magnitud de tal crítica llega hasta nuestros días representada en forma de estética posmoderna. Sin embargo, este constante malestar de artistas, filósofos y teóricos con la modernidad señalaba ya los puntos débiles de una modernidad que nació bajo el sinónimo de crisis.

Las aportaciones del Romanticismo como reacción y crítica cul-tural y filosófica, tan vigentes hoy como ayer —y que incluso en nuestros días adquiere aún más vitalidad de la que denotaba su ata-que desde la periferia de la modernidad y que hoy se convierte ya en el centro de ella—, comprendían esta visión trágica de la modernidad y ponían en duda la aparente transparencia de la ciencia, así como desenmascaraban a la razón de su supuesta “pureza racional” y la relacionaban con un mecanismo al servicio de la voluntad y el poder;

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así mismo dudarán del carácter lineal y progresivo de la historia y del carácter universal de la modernidad, se mostrarán entusiastas y partidarios de lo oscuro, lo irracional, lo heroico y lo genial. En el arte se pronuncian en contra de la estandarización y las técnicas geomé-tricas modernistas, en cambio, promulgan una visión del arte como un mecanismo de comunicación entre las “almas humanas”. Para Isaiah Berlin, el Romanticismo es el “gran llamamiento de todas las personas que se sienten estranguladas y sofocadas por el nuevo y metódico orden científico que no responde a los problemas más profundos que agitan el alma humana” (Berlin, 2000: 78).

Un movimiento que fue revolucionario dentro de una moder-nidad revolucionaria y cuyos ataques fueron dirigidos y sustentados por las consecuencias del “nuevo materialismo, de la nueva ciencia, de la nueva destrucción de aquello que era espiritual y religioso en la vida” (idem) en donde lo “humano” es atrapado y encapsulado en ecuaciones y proposiciones racionales y por lo tanto se diluye.

Esta primera dimensión de la modernidad se relaciona histó-ricamente con el periodo de la Ilustración, cuyo proyecto, que “pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia” (Horkheimer y Adorno, 1998: 59) culmina hasta finales del siglo XVIII y determinará las características internas esenciales que darán vitalidad a la modernidad. La Ilustración, que erguía en la razón un nuevo fundamento máximo, y en el saber y el conocimiento científico las herramientas privilegiadas para acceder a las “verdades de la naturaleza”, imponía una creciente necesidad de autolegi-timación y autocercioramiento que quedará plasmada en el punto siguiente (1.1.2). Este vacío, este desencanto, soledad o angustia que genera la modernidad como consecuencia de la “muerte de Dios”, de la pérdida de “significado” y de toda visión holista, que implicará también la desarticulación de las esferas cognoscitivas, intentará ser sobrellevado imponiendo referentes objetivos que den acción y sentido al movimiento y que de alguna manera nos orienten en estas interdependencias de los aspectos del vivir que han quedado fragmentadas y que en el siglo XIX tomará la forma de “filosofía de la historia”, que verá sobre todo en el concepto de “progreso” la unidad desde la cual se intentará articular una complejidad y diversidad que será sinónimo del ser moderno.

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1.1.2. La modernidad como fuerza expansiva

Esta dimensión avasalladora de la modernidad —que mediante la fuerza deconstructiva de su crítica al antiguo orden social fundado en la tradición, la fe y el dogma se impone como referente cognosci-tivo—, pierde su capacidad y vitalidad movilizadora en el fin de la Ilustración. La filosofía consecuente del siglo XIX elevará a conciencia de época la modernidad y esto implicará la necesidad de autocer-cioramiento del referente moderno (Habermas, 1989); es decir, que la modernidad como época que se sabe a sí misma deberá enfrentarse a la problemática de buscar dentro de su propio horizonte los meca-nismos y procesos que le permitan conservar vigencia como refe-rente histórico.

Esto nos llevará a una manera específica de entender el tiempo y el devenir histórico en la modernidad y que será una constante en la filosofía del siglo XIX. La concepción del tiempo en la modernidad está caracterizada por la perpetuación de un eterno presente. Éste se entiende como ruptura entre pasado y futuro, que nos arroja a un presente que se distingue por estar siempre abierto al futuro; futuro, por otro lado, que permanecerá siempre en el imaginario ya que cada vez que éste sea alcanzado se convertirá en nuevo presente y por lo tanto habrá de superarse. En este sentido Jürgen Habermas, en su Discurso filosófico de la modernidad, afirma:

[c]omo el mundo nuevo, el mundo moderno se distingue del antiguo por estar abierto al futuro, el inicio que es la nueva época se repite y perpetúa con cada momento de la actualidad que produce algo nuevo [Habermas, 1989: 17].

Este presente extenuado en sus alcances será bien captado por la aportación de las vanguardias estéticas en el análisis de la moder-nidad. Para Baudelaire, así, lo moderno será siempre equiparable con “lo transitorio, lo fugaz, lo contingente”, “aquella mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”. Lo moderno es entonces

3actualidad que se consume a sí misma hasta “superarse” y dar paso a

3 El concepto de “superar” (aufheben) “… significa tanto la idea de conservar, mantener, como, al mismo

tiempo, la de hacer cesar, poner fin [...] de este modo lo que se ha eliminado es a la vez algo conservado, que

ha perdido sólo su inmediación, por esto se halla anulado” (Hegel, 1993: 138 ).

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una nueva condición. Parte del supuesto de que una actualidad que se consume a ella misma es condición necesaria para el surgimiento de nuevas posibilidades de actualidad. Lo moderno es entonces el “ave fénix” al que se refería Hegel en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, capaz de rejuvenecer y renovarse a partir de sus propias cenizas, aquel que “se prepara enteramente su propia pira y se consume sobre ella, de tal suerte que de sus cenizas resurge una nueva vida rejuvenecida y fresca” (Hegel, 1980: 48).

Desde esta perspectiva la modernidad tendrá una apariencia expansiva, en cuanto que tendrá la capacidad de perpetuarse a sí misma a través del tiempo, lo cual no implica de ninguna manera dotarle de un sentido estático, sino, por el contrario, hacer énfasis en el proceso dinámico de su constante autorreproducción como con-tinuo proceso de crisis/renovación.

Esta necesidad de autocercioramiento, propia de una época que se sabe a sí misma, es consecuencia del arribo de la modernidad como totalidad alcanzada, en donde ésta necesariamente deberá “extraer su normatividad de sí misma. La modernidad no tiene otra salida, no tiene más remedio que echar mano de sí misma” (Habermas, 1989: 17). Es decir, si la modernidad como totalidad es capaz de ejercer una distinción entre su propio cuerpo normativo y lo que queda fuera de su referente —donde aquellas explicaciones y soluciones que no partan de su propio horizonte cognoscitivo quedarán por hecho inva-lidadas—, en su interior, sin embargo, contará con una multiplicidad de elementos y conjugaciones que le permitirán solventar esta constante necesidad de autoverificación. La modernidad es totali-dad abierta en cuanto que permite un horizonte categorial interno amplio y complejo de varias combinaciones en su relación con lo que queda fuera de él; pero también es totalidad cerrada en tanto estas combinaciones tendrán siempre un carácter autorreferente.

En este sentido, nos sería útil recurrir a la propuesta metodológica de Niklas Luhmann para entender la dinámica de una modernidad encerrada en sí misma y atrapada en su dinámica totalizadora. Para Luhmann todo sistema es autorreferencial, es decir, que para lograr los mecanismos que le permitan autorreproducirse el sistema tendrá que recurrir a una distinción entre sistema y entorno que le permitirá “identificar una ‘mismicidad’ propia” de cuya complejidad se confi-gure la posible respuesta al estímulo. Por lo que se dice que todo

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contacto o comunicación del sistema con el exterior se dará siempre como “autocontacto operativo” y “cognitivo”. Así mismo, los siste-mas se autoproducirán de manera autopoiética, esto es, que los sistemas serán capaces de producir los elementos o unidades que le constituyen y a los que a su vez recurrirá en su dinámica de auto-producción (Luhmann, 1998[b]).

Siguiendo estos esquemas de análisis y a grandes rasgos, en pri-mer lugar, la modernidad tendría que haberse impuesto para sí una distinción con el entorno, en este caso la ruptura con el mundo del pasado de la que ya se habló; y como segundo proceso simultáneo, el de autoconfiguración de los elementos, procesos y mecanismos que articularán en su interior las diferentes “imágenes de mundo” que le darán sentido a la experiencia moderna.

Esta inercia expansiva característica de la modernidad propiciará las condiciones para el surgimiento de una visión de la historia como un proceso unitario, lineal y de validez universal, y que además transcurrirá siempre en dirección al “progreso”. Esta concepción de la historia se configura como un metarrelato, el cual es posible conocer para así incorporarse a él mediante el uso de la “razón”, ahora convertida en la voluntad política de la modernidad. Esta concepción de la historia conformará un intento moderno de dotar a la modernidad de un referente objetivo que le daría cohesión y sentido a su desenvolvimiento, así como le dotaría de un contenido formal a su proyecto.

La idea de modernidad gestada en el periodo “ilustrado” cobra en el historicismo del siglo XIX una voluntad y, por añadidura, una forma política que le identificará con los procesos de modernización y que le permitirá continuar y renovar la vitalidad de su expansión. Los cambios económicos, sociales y políticos provocados por la Revolución francesa e industrial imprimen en la época un carácter épico, donde el individuo se vuelve ante todo un sujeto histórico y los pueblos expresarán su voluntad de “progreso” en la figura política de la “nación”, y es por medio de este metarrelato que será capaz de movilizar a una naciente sociedad de masas en aras de un “heroico” encuentro con el sentido de la historia.

Para Hegel —de los filósofos más influyentes y representativos de la época—, uno de los problemas fundamentales de la modernidad era el constante proceso de subjetivación que las fuerzas de la moder-

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nidad provocaban; para Hegel, la modernidad se caracterizaba por un modo particular de “relación del sujeto consigo mismo, que él denomina subjetividad” (Habermas, 1989: 24). Una de las conse-cuencias que el filósofo alemán veía en estos procesos de subjeti-vación era su evidente debilidad en cuanto a fundamento de articula-ción del hecho social, debido, entre otras cosas, al abandono casi exclusivo del sujeto a sus deseos e intereses personales. A partir de este momento, uno de los principales objetivos del proyecto filosó-fico de Hegel será el de reconciliar o unificar esta ruptura de la armonía social, cuyo referente veía de manera melancólica en las polis griegas de la antigüedad, y erguía a la razón como el “poder reconciliador contra las positividades de una época desgarrada” por la primacía de lo subjetivo.

Este desafío que Hegel le imponía a la filosofía influirá también en su propia concepción de la historia y lo llevará a ver en ella el “espíritu objetivo” que debiera guiar la acción del sujeto, el cual, con base en la razón, será capaz de descubrir el sentido de ésta. Para Hegel, pues, la relación entre razón e historia era evidente:

[p]ero el único pensamiento que aporta es el simple pensamiento de la razón, de que la razón rige el mundo y de que, por tanto, también la historia universal ha transcurrido racionalmente [Hegel, 1980: 43].

Debemos buscar en la historia un fin universal, el fin último del mundo, no un fin particular del espíritu subjetivo o del ánimo. Y debemos aprehenderlo por la razón, que no puede poner interés en ningún fin particular y finito, y sí sólo en el fin absoluto [Hegel, 1980: 44].

La influencia y el asombro que el avance de las “ciencias de la naturaleza” provocaba en la época también se deja ver en el discurso dominante acerca de las características de la historia. Muchos de los conceptos utilizados por Hegel en las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal nos remontan a una adaptación de la teoría de la evolución de Darwin en términos de las “ciencias del espíritu”. La evolución del devenir histórico, así como los procesos de variación, parecen apuntar hacia un mejoramiento de la condición histórica; el tiempo en la historia moderna navegaba con la “perfectibilidad” como norte y daba la sensación de un constante “progreso”:

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[l]a variación abstracta que se verifica en la historia ha sido concebida, desde hace mucho tiempo, de un modo universal, como implicando un progreso hacia algo mejor y más perfecto […] el hombre tiene una facultad real de variación y además, como queda dicho, esa facultad camina hacia algo mejor y más perfecto, obedece a un impulso de perfectibilidad [Hegel,1980: 127].

De esta concepción de la historia como voluntad política, que busca su camino en la modernidad, se desprenderán grandes meta-rrelatos que orientarán la vida de las naciones:

[l]a idea de progreso ocupa un lugar medio, central, entre la idea de raciona-lización y la de desarrollo. La primera idea otorga la primacía al conocimiento, la segunda a la política; el concepto de progreso afirma la identidad entre medidas de desarrollo y triunfo de la razón, anuncia la aplicación de la ciencia a la política y, por consiguiente, identifica una voluntad política con una necesidad histórica [Touraine, 1998: 68].

Y de ella se desprenderá el auge del espíritu revolucionario en la época, el cual irá siempre en relación con tres elementos funda-mentales: “1) la voluntad de liberar las fuerzas de la modernidad, 2) la lucha contra un antiguo régimen que pone obstáculos a la moder-nización y al triunfo de la razón y, finalmente, 3) la afirmación de una voluntad nacional que se identifica con la modernización” (Touraine, 1998: 68).

Esta concepción del “progreso” y de la “historia” como referentes objetivos materializados en una voluntad política capaz de movilizar a las grandes masas surgidas en la revolución industrial, alimentará grandes revoluciones de carácter liberador, emancipador y de afirmación nacional, que no sin definir a sus enemigos buscarán, incluso, mediante la violencia, un “progreso”, un acceso a una condición mejor que la actual. Sin duda la revolución bolchevique de 1917 inspirada en la lucha de clases como motor de la historia se moverá en esta lógica y buscará mediante la razón y su praxis revolucionaria imponer un régimen donde la explotación del hombre por el hombre se dé por concluida.

Sin embargo, aunque la caracterización de la historia que a grandes rasgos se hizo aquí fue la que dominó el pensamiento social de la época, hubo quienes denunciaban de una u otra manera el carácter “aparente” de esta filosofía de la historia. Será esta crítica de la historia una de las vertientes donde se incubó el planteamiento

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posmoderno actual y que verá en filósofos como Nietzsche, Walter Benjamin e incluso Heidegger referentes muy próximos.

De un lado culturalmente más cercano al nuestro, el maestro Ortega y Gasset también hacía de la crítica a la idea de progreso una de sus “bestias negras” y con su cálido estilo le atacaba reprochándole el haberle quitado el verdadero sentido trágico a la existencia humana y haberla arrojado a una especie de destino histórico previa-mente determinado y configurado en la idea de “progreso”; en este sentido Ortega y Gasset se ufanaba:

[l]a idea progresista consiste en afirmar no sólo que la humanidad —un ente abstracto, irresponsable, inexistente que por entonces se inventó— progresa, lo cual es cierto, sino que, además, progresa necesariamente […] Porque si la humanidad progresa inevitablemente, quiere decirse que podemos abandonar toda alerta, despreocuparnos, irresponsabilizarnos, o como decimos en España, tumbarnos a la bartola y dejar que ella, la humanidad, nos lleve inevitablemente a la perfección y a la delicia. La historia humana queda así deshuesada de todo dramatismo y reducida a un tranquilo viaje turístico organizado por cualquier agencia Cook de rasgo trascendente…. [Ortega y Gasset, 1985: 34].

Estas severas críticas a la concepción de la historia que caracterizó el siglo XIX, y que se alargaría, aunque cada vez mas débil en su vitalidad movilizadora, hasta finales del siglo XX, con el fracaso del proyecto socialista que ponía en evidencia este falso movimiento dialéctico de la historia y que enseñaba, ante la luz de los resultados y los hechos, la evidencia que desenmascaraba al último metarrelato histórico, servirán de entrada al cuestionamiento posmoderno de vigencia de la modernidad como referente histórico. Será el ataque a la “filosofía de la historia” y al concepto de “progreso”, y la ciencia organizada a través de ello, lo que dará pie a una supuesta nueva época, tan indefinida como evidente según dicho planteamiento, y que se situará desde un horizonte posthistórico, más allá de la historia y que a continuación detallaremos.

1.1.3. Modernidad-posmodernidad. ¿Desde dentro o desde fuera?

A partir de mediados del siglo XIX y a lo largo del siguiente siglo, la vitalidad movilizadora de la modernidad —esto es, la capacidad del

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proyecto moderno de generar en su interior las sinergias que le permitieran seguir su desarrollo—, se ve menguada bajo un cons-tante señalamiento de su vigencia como referente histórico válido. Desde diversos frentes teóricos y empíricos los principios funda-cionales de la modernidad son socavados, anulando la potencia de las fuerzas que le pusieron en marcha tornándolo hacia un proyecto inacabado, al cual sólo nos dirigimos ya por pura inercia; de la modernidad, pues, como dicen, sólo quedan sus consecuencias.

Los diversos cambios y sucesos en el último siglo, como consecuencia del propio desarrollo de la modernidad, han significado la confrontación del proyecto moderno con su realidad inmediata, contraposición que ha puesto en entredicho a la modernidad como referente válido, debido, entre otras cosas, a su propia incapacidad para asimilar dicha confrontación. Los conceptos de razón, ciencia, progreso y todas sus implicaciones operativas se encuentran con sus consecuentes contradicciones y no pudiendo hacerles frente las nulifica, mostrándolas incapaces de aprehender esta realidad que, a su vez, los desenmascara como falsas verdades, certezas a medias o incompletas que justifican una voluntad de poder (Nietzsche) y que, por lo tanto, permanecen ajenos a esta realidad que escapa al horizonte moderno.

La tarea de clasificar y trazar aunque sea un bosquejo que nos pueda orientar hacia la comprensión de esta crisis que hoy envuelve a la modernidad no es tarea fácil, y sin duda amerita un trabajo aparte. Labor que se hace más compleja debido a que nuestros elementos cognoscitivos no están lo suficientemente calibrados ante esta discordante crisis. El actual cuestionamiento hacia la modernidad no encuentra un punto que unifique los diversos señalamientos, carece de centro; la crítica actual difícilmente se puede articular en una unidad, por el contrario, se presenta como fragmentación y diso-lución del proyecto moderno, como ruptura de aquellos elementos que mantenían unidad y que la modernidad nunca fue capaz de cohesionar:

[e]l campo cultural y social en el que vivimos desde fines del siglo XIX no tiene unidad: no constituye una nueva etapa de la modernidad sino que representa su descomposición [Touraine, 1998: 101].

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Aunque en esta crisis en forma de descomposición y disolución, en la que sus diversos componentes parecieran marchar hacia distintas direcciones, en un aparente caos, estos elementos se encuentran en una relación constante, aunque su vinculación se presente todavía como opaca y se mueva a través de las sombras del conocimiento; ya que frente a esta fragmentación y dispersión de lo moderno no ha correspondido el surgimiento de nuevos modelos más complejos que nos permitan dar orden a este aparente desorden en el que se ha convertido la realidad, y que significará la pertinencia o no de la ciencia y de la teoría como métodos válidos (aunque no únicos) de conocimiento.

El largo siglo que transcurre desde mediados del siglo XIX hasta mediados de siglo XX y aún más acá, es el siglo en que se disipa el mundo racionalista, que no es reemplazado por ningún otro principio unificador ni por un modelo más complejo [Touraine, 1998: 100].

Sin embargo, para los fines de esta investigación sería pertinente un vistazo de la actual crisis a través de algunas trincheras donde se mezcla lo teórico con lo práctico y que en el sentido de este trabajo resultan particularmente importantes. En nuestra perspectiva acerca de la contemporánea descomposición de la modernidad podemos ubicarnos en cinco ejes que resultan fundamentales para entender el actual debate en torno al tránsito o no de una época moderna a una posmoderna. Estos ejes vienen a establecer, desde diferentes aspectos de la variada cosmovisión moderna, el seña-lamiento de algunos de los principales preceptos que la modernidad había erguido para sí misma: la disolución del sujeto, no ya bajo la coacción de condiciones objetivas, sino en términos de su propia subjetividad; la fragmentación y crisis de la historia producto del derrumbe de su supuesta universalidad, así como una severa crítica a los logros alcanzados en aras del “progreso”; la crítica a la razón que denuncia lo irracional de la voluntad modernizante, y, finalmente, una crisis en la organización y disposición del conocimiento que en el capítulo siguiente se ampliará y nos pondrá ya de frente a nuestro objeto de estudio. Estos cinco ejes forman parte de este retrato, todavía sin movimiento, de nuestro actual contexto como civilización moderna.

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a) Disolución del sujeto en términos de la propia subjetividad

Con el inicio de la modernidad se ponen en marcha dos fuerzas que inmediatamente entran en una tensión que definiría su necesaria relación. Obedeciendo a lógicas diferentes y antagonistas, pero concurriendo dentro de la misma dinámica de la modernidad y, en consecuencia, vinculándose en forma complementaria: tanto la racionalidad objetiva como la subjetiva marcarán sin duda el inicio de una época que, como hemos reiterado, nació bajo el sinónimo de crisis.

El constante proceso de subjetivación al que se refiere Hegel en la Fenomenología del espíritu, y que se traduce en realidades concretas

4del mundo social, es decir, el aumento del espacio de libertad del individuo, el surgimiento de una esfera privada más allá de la mera reflexión interior religiosa, irá acompañado a lo largo de la moder-nidad por un proceso paralelo de racionalización de la vida y de sus esferas concretas de acción. Esta ambivalencia del discurso y análisis moderno se presentará como una constante tensión entre actor-sujeto y sistema-contexto; tanto racionalidad subjetivante como objetivante influirán en el desarrollo de las ciencias sociales y su

5práctica concreta.Uno de los puntos más álgidos de esta relación antagonista es sin

duda el surgimiento de regímenes totalitarios a principios y mediados del siglo XX, y que tienen en el escabroso recuerdo del campo de concentración nazi su punto culminante. La subjetividad era aquí suprimida violentamente bajo la lógica de una razón instrumentada hacia un fin específico: la eliminación del enemigo, del extranjero. La pérdida de ese ámbito tan privilegiado de la vida moderna en las estructuras omnipresentes de un Estado que todo lo sabe, representó una fuerte crisis en la construcción de la subje-tividad moderna, sin embargo, el actual ataque en contra del sujeto

4 En Derecho, por ejemplo, significó el desarrollo de un amplio Derecho privado que asegurará este espacio

privilegiado del sujeto; en ciencia política influirá decididamente en la concepción liberal de la política y

determinará aquellos arreglos institucionales que tengan como función el proteger al individuo frente al

poder del Estado, etcétera.5

En Max Weber es claro el paralelismo entre el desarrollo de una racionalidad económica y el surgimiento de

una subjetividad propia del capitalista; otro ejemplo podría vislumbrarse en la teoría de élites, organizadas

alrededor de un determinado sistema político donde a su vez surgirán perfiles subjetivos que determinarán,

en cierto caso, la pertenencia o no a aquellas élites.

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se presenta un tanto más sutil y menos evidente, y por lo tanto más difícil de señalar, ya que, en última instancia, la actual crisis del sujeto se dará en sus propios términos, como una subjetividad des-bordada que se devora a sí misma.

El inicio de esta disolución del sujeto en términos de su propia subjetividad tiene sus orígenes en el desarrollo de una crítica gestada en el pensamiento alemán. De Schopenhauer a Nietzsche y, posteriormente, en el psicoanálisis de Freud se dará brecha a una crítica que se encargará de poner el dedo en esta “inocente” concepción del sujeto moderno, que lo identificaba plenamente con su pensamiento de carácter racional y que era coronado por la emergencia de un “Yo” que determinaba la conciencia del individuo y por lo tanto sus acciones.

Por el contrario, para Schopenhauer, tal y como lo retrata El mundo como voluntad y representación, la supuesta “razón” que tanto celebraban sus colegas historicistas no era sino una apariencia que escondía la verdadera “voluptuosidad” del vivir, es decir: la voluntad de querer, que se traducía en el intelecto en una sucesión de “ficciones fenoménicas” y que para los modernos pasaban como certezas inmediatas.

Así mismo, para Nietzsche era suficientemente sospechosa la pre-sunción de que existiera un “Yo” como el que se proponían los moder-nos para iniciar su intempestivo desapego y sistemática descon-fianza de cualquier forma de pensamiento. Puesto que “la falsedad del mundo en el que creemos vivir es lo más cierto y firme que captan los ojos” (Nietzsche, 2003: 258), lo mejor, según el propio Nietzsche, es reconocer y desnudar esta fábula a la que se ha reducido la reali-dad y descubrir la verdadera voluntad de poder que esconde.

Para el autor de Más allá del bien y del mal esta representación sólida y transparente (como la misma razón) del sujeto, implicaba una igualación poco convincente del sujeto con su pensamiento: “Descartes dice, ‘yo pienso’ y aquí el sujeto determina el verbo; hay un yo que piensa. Los modernos piensan a la inversa: ‘piensa’ es determinante, ‘yo’ es lo determinado. ‘Yo’ sería entonces una síntesis operada por el pensamiento mismo”(Nietzsche, 2003: 123). Así mismo, sienta ya el camino para el posterior descubrimiento del inconsciente que con Freud daría al traste con esta concepción de una conciencia pura concretada en el “Yo”:

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¿[n]o estaremos ya en el umbral de un periodo que, dicho en un sentido negativo, habría que empezar a calificar de extramoral? Y digo esto porque hoy, al menos los inmoralistas, sospechamos que el valor decisivo de un acto reside precisa-mente en lo que tiene de no intencionado, y que toda intencionalidad, todo lo que se puede ver, saber y conocer “conscientemente” a través del acto, forma parte de la superficie del mismo, que como todo lo que se ve a flor de piel, revela algo, pero esconde mucho más [Nietzsche, 2003: 258].

Por lo que esta crítica nos sitúa sin duda en una problemática ontológica del sujeto en sus propios términos: es el propio sujeto condición de su disolución. No será ya la supresión violenta de la subjetividad del sujeto mediante mecanismos objetivos, o grandes sistemas totalitarios, por el contrario, la actual crisis de la subje-tividad moderna se dará por el abandono irreflexivo del sujeto a la satisfacción de sus deseos.

En este sentido también se pronunciará Horkheimer al denunciar “la transformación de la razón objetiva degradada en razón subjetiva, es decir, una visión racionalista del mundo convertida en una acción puramente técnica en la cual la racionalidad está puesta al servicio de necesidades” (Touraine, 1998: 94). Es esta opaca racionalidad de los impulsos inconscientes del individuo la que inaugura una época en que la subjetividad se ha vuelto un absoluto (y que en nuestros

6tiempos es bien aprovechada por el mercado).

En este sentido, se puede decir que a la pérdida de referentes objetivos que habían prestado sentido y movimiento al desarrollo de la modernidad, y cuya caída identificaba Horkheimer con la pérdida de la razón objetiva, corresponde una subjetividad que se presenta como abismo para el propio sujeto, en el cual se diluye y se pierde en sí mismo mediante la instrumentación racional de la satisfacción de sus deseos, que presenta al individuo como esclavo de “intereses impersonales” que pasan como propios.

6 Aunque esta crisis de la subjetividad actual se da en términos del propio sujeto, no se puede dejar de señalar

el gran catalizador que ha sido el “mercado” como organización racional de la actividad económica y, por

tanto, un referente objetivo que ha explotado para su propia reproducción este carácter volátil del “Yo” al

generar un desarrollo con base en la creación de nuevas necesidades.

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b) Crisis y fragmentación de la historia

La crisis en la interpretación del concepto de “historia” que se había gestado desde finales del periodo ilustrado al llamado periodo historicista del siglo XIX es producto de diversas críticas y hechos que conmocionarán a dicho referente objetivo que, como ya se vio anteriormente, dotó a la modernidad de una voluntad política que le permitía movilizar a su interior las fuerzas apropiadas para su auto-rreproducción o expansión, identificando dichas fuerzas ya sea como movimientos nacionalistas o reformas de modernización, que, sin embargo, mediante su cada vez más abierta complejidad y el incre-mento de la intensidad de las relaciones sociales a nivel mundial, entran en choque al encontrarse con una realidad un tanto ines-perada.

La visión de un tránsito constante hacia el “progreso”, así como la presunta universalidad de la historia y su proceso lineal e inequívoco, contrastan con la coexistencia de diversas realidades históricas simultáneas, con la insuperable pobreza a nivel mundial y con el incremento de los intercambios entre las diferentes sociedades del mundo, así como el auge de los estudios multiculturales que relati-vizan toda pretensión de universalidad y etnocentrismo, reduciendo el gran relato de las sociedades a su contexto y obligándolas a establecer un diálogo, que a través de la diferencia exalta las particu-laridades.

Hacia este norte se orientará la crítica de la historia emprendida por Walter Benjamin, el cual, por un lado, “invierte el signo de la orientación radical hacia el futuro que caracteriza en general a la mo-dernidad, hasta el punto de trocarla en una orientación aun más radical hacia el pasado” (Habermas, 1989: 23), es decir, que ve esta percepción de ruptura con lo inmediato anterior que encaminaba el presente a un futuro siempre abierto, como una ilusión que encubre y no permite ver la verdadera orientación del presente moderno hacia el pasado, como un continuum que llene el tiempo “homogéneo y vacío”, el cual siempre será interpretado desde el propio presente y que determinará el camino hacia el futuro:

[a]tribuye [Benjamin)] a todas las épocas pasadas un horizonte de expectativas no satisfechas y a la actualidad orientada hacia el futuro la tarea de revivir de tal

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suerte en el recuerdo un pasado que en cada caso se corresponda con ella, que podamos satisfacer las expectativas de ese pasado con nuestra fuerza mesiánica débil [Habermas, 1989: 26].

Por el otro, esta concepción de la historia de Walter Benjamin delata a la propia historia como una narración, como un género lite-rario el cual corresponde a la versión parcial de aquellos con los que “el historiador historicista entra en empatía”, y que sin duda siempre representará la visión de los vencedores: “caso son los herederos de todos aquellos que vencieron alguna vez. Por consiguiente, la empatía con el vencedor resulta en cada caso favorable para el dominador del momento” (Benjamin, Tesis VII: 22-23). De lo anterior deriva, entonces, una interpretación adecuada del pasado para la construcción de una actualidad que se deje ver como “imagen eterna del pasado”:

Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “tal como verdade-ramente fue”. Significa apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro. De lo que se trata para el materialismo histórico es de atrapar una imagen del pasado tal como ésta se le enfoca de repente al sujeto histórico en el instante del peligro. El peligro amenaza tanto a la permanencia de la tradición como a los receptores de la misma. Para ambos es uno y el mismo: el peligro de entregarse como instrumentos de la clase dominante [Benjamin, Tesis VI: 21].

Este cuestionamiento del verdadero carácter de lo “nuevo”, de aquella actualidad que se consume a sí misma y que fungió como el fundamento dinámico de la modernidad, será retomado por el pen-samiento posmoderno, que sugerirá un “fin de la historia” como resultado de esta evidente pérdida de movilidad del referente histórico y que dará la sensación de un estancamiento del tiempo en la modernidad:

…lo posmoderno se caracteriza no sólo como novedad respecto de lo moderno, sino también como disolución de la categoría de lo nuevo, como experiencia del “fin de la historia”, en lugar de presentarse como un estadio diferente [...] de la historia misma [Vattimo, 1985: 12].

Lo que caracteriza en cambio el fin de la historia en la experiencia posmoderna es la circunstancia de que, mientras en la teoría la noción de historicidad se hace cada vez más problemática, en la práctica historiográfica y en su autoconciencia

quienes dominan en cada

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metodológica la idea de una historia como proceso unitario se disuelve y en la existencia concreta se instauran condiciones efectivas […] que dan una especie de inmovilidad realmente no histórica [Vattimo, 1985: 13].

Uno de los fundamentos en los que se apoya el discurso posmo-derno que pone énfasis en esta presunta parálisis de la historia es la consideración, siguiendo a Arnold Gehlen, de que en las sociedades actuales el progreso se ha vuelto rutina, en cuanto a que: “la capa-cidad humana de disponer técnicamente de la naturaleza se ha intensificado y aún continúa intensificándose hasta el punto que, mientras nuevos resultados llegarán a ser accesibles, la capacidad de disponer y de planificar los hará menos nuevos” (Vattimo, 1985: 14). Esta pérdida de vitalidad del concepto de “progreso”, donde “la novedad nada tiene de revolucionario, ni de perturbador, sino que es aquello que permite que las cosas marchen de la misma manera” (Vattimo, 1985: 14), impondrá un fuerte límite a la dinámica expan-siva de la modernidad que, como hemos dicho, hacía de la constante renovación de actualidades, y en este sentido de un constante trán-sito hacia el perfeccionamiento que se concretaba en el concepto de “progreso”, su brújula y motor, y que mediante estas limitaciones se descubría el fracaso del proyecto moderno como constante proceso de emancipación e ilustración, que nos dan la sensación de estar en los últimos días de agonía de una época.

Esta desmitificación del progreso como destino irremediable de la historia que lo reduce a un cambio rutinario de poca significación trascendental, tanto para el sujeto como para las propias estructuras modernas, se ve enfatizada por el fracaso, en lo real, de los meta-rrelatos que se instauraron bajo la promesa de provocar el arribo de un “hombre nuevo”. A finales de los ochenta, con la caída del Estado socialista, caen también las últimas esperanzas depositadas en la razón y su relación con la transformación histórica, y se descubren, por el contrario, grandes crímenes justificados por la persecución del futuro. Así mismo, se descubre a la modernidad como un eficaz potencializador de la técnica y la especialización, pero débil para articular nuevas y mejores formas de convivencia y socialidad. El problema ecológico, las constantes guerras, la pobreza a nivel mundial, enfrentan la idealización de la historia con aquella realidad de la que renegó por mucho tiempo.

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Para finalizar, otro frente desde el cual se señalaba lo aparente de esta concepción de la historia como universal y lineal tendría su origen en el incremento tanto de la comunicación como de la in-fluencia entre las diversas sociedades a nivel mundial, el cual se traduciría en un repentino auge de estudios multiculturales que reve-laban, en distintos grados, la coexistencia de una diversidad cultural que descubría, desde la misma modernidad, su propio carácter etno-céntrico.

La fragmentación de la historia es la contraposición a este entendido lineal y universal de ella, donde, a partir de estos incre-mentos en la intensidad de los contactos entre sociedades (en donde los medios y las tecnologías de comunicación han sido decisivos), sale a la luz la existencia simultánea de diversas concepciones del mundo (Weltanschauungen), cada una válida al interior de sí, y se presenta como una “disolución de los puntos de vista centrales” y que se traducirá en la multiplicación de estos diferentes centros de opinión y, por lo tanto, en la fragmentación de la historia en una mul-tidiversidad de historias.

c) El ocaso de la razón

Aunque la crítica a la razón, como un punto axial en la definición de modernidad, está implícita en los demás ejes que aquí se tratan, constituye, por su importancia y trascendencia, mención aparte.

En su momento más álgido, esta pérdida de confianza en la razón como portadora del proyecto moderno, ya sea en relación con la Ilustración o el Historicismo, la razón hace que ésta se debata entre el fracaso del movimiento emancipatorio obrero y el stalinismo, y el arribo del nazismo y la segunda guerra mundial. Ante este panorama, la luz que prometía la modernidad como proyecto de civilización parece atenuarse al extremo de abogar por su prematuro fracaso. El movimiento que provoca una modernidad inconforme consigo misma se reflejará en una representativa inversión en el papel de los intelectuales respecto del desarrollo de la modernidad, pues empieza a articularse —aunque sea en fragmentos—, una crítica global a la modernidad en su conjunto y sobre todo a la “irracionalidad de la razón”, que anunciaba el doble sentido de la Ilustración, que a la vez

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que libera, destruye. En este sentido, la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, con sus limitaciones, nos muestra un contexto en el que queda reflejado este periodo de desconcierto, de silencio después de la tormenta.

El carácter global de la crítica a la sociedad de la Escuela de Frankfurt, en especial en los trabajos de Max Horkheimer, se con-creta en el hecho de que: “La crítica, al volverse contra la razón como fundamento de la validez de la crítica, se hace total” (Habermas, 1989: 146), es decir, al denunciar la primacía de la razón funcional sobre la razón sustantiva (Weber), de una razón con arreglo a fines,

7de carácter instrumental, sobre una razón articuladora, se confun-den los fines con los medios, y la mezcla entre pretensión de validez y pretensión de poder, gran logro y base de la modernidad, queda eliminada y, por lo tanto, la crítica abarca a la modernidad como un proyecto no realizado:

[c]on el concepto de “razón instrumental” Horkheimer y Adorno pretenden sacar las cuentas a un entendimiento calculante que ha usurpado el puesto de la razón. Este concepto tiene también la función de recordar que la “racionalidad con arreglo a fines” levantada a totalidad borra la distinción entre aquello que reclama validez y aquello que es útil para la auto conservación, echando abajo las barreras entre validez y poder, anulando aquella distinción categorial a la que la comprensión moderna del mundo creía deber una definitiva superación del mito [Habermas, 1989: 149].

Esta premisa central en el trabajo de Horkheimer y Adorno, en la Dialéctica de la Ilustración, es decir, aquella que denuncia a la razón como destructora de la humanidad que ella misma posibilita, y que vincula el proceso emancipatorio de la modernidad con nuevas formas de control y dominación social, y con el surgimiento de nuevos mitos modernos que los procesos de secularización y racionalización de la modernidad pretendieron eliminar, nos arroja a una modernidad expuesta como dominación y de esta manera se empieza a gestar un creciente escepticismo en contra de la razón y, sobre todo, en la confianza que su praxis genera y que veía en los

7 “La Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres. Éste los conoce en la medida en

que puede manipularlos”. Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta,

Madrid, 1998.

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regímenes totalitarios de derecha e izquierda y en la gran violencia del siglo XX sus principales aberraciones.

Esta separación entre acción y pensamiento que caracterizará a la 8Escuela de Frankfurt pondría incluso en entredicho la pertinencia

de la ciencia y de la filosofía como métodos confiables de acceso a la verdad, ante la amenaza de que estas dos actividades que la moder-nidad había, por momentos, casi glorificado, estuvieran también al servicio de la razón instrumental y puestas a la disposición de la con-secución de algún interés de poder.

La distancia del sujeto frente al objeto, presupuesto de la abstracción, se funda en la distancia frente a la cosa que el señor logra mediante el siervo [Horkheimer y Adorno, 1998: 68].

El rompimiento entre la filosofía y la acción política de la Escuela de Frankfurt, como coinciden Habermas y Touraine, se explica también por el fracaso del proletariado como sujeto revolucionario y portador del sentido emancipador de la praxis y, por lo tanto, de una crisis del marxismo, que ante la creciente pluralidad y diversidad de las sociedades postindustriales, que provocaría el surgimiento de nuevos actores y movimientos sociales con características muy diferentes, son irreductibles a la lucha de clases y al marxismo ortodoxo. Sin embargo, en esta ruptura entre teoría y práctica ambas salen perdiendo: mientras el pensamiento, y en concreto la filosofía, corren el riesgo de volverse una experiencia que poco tiene que ver con lo que sucede, sin fundamento en lo concreto, como pura esté-tica, por su propio lado, la práctica sin reflexión se convierte en reproducción de lo dado y nos arroja a un pragmatismo que desco-noce todo vestigio de humanidad.

La antítesis tradicional entre arte y ciencia, que las separa entre sí como ámbitos culturales para convertirlas como tales en administrables, hace que al final, justamente en cuanto opuestas y en virtud de sus propias tendencias, se con-viertan la una en la otra. La ciencia, en su interpretación neopositiva, se convierte en esteticismo, en sistema de signos aislados, carente de toda intención capaz de

8 “La Escuela de Frankfurt parte de la separación que comprueba entre la praxis y el pensamiento, la acción

política y la filosofía” (Touraine, 1998: 152).

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trascender el sistema: en aquel juego, en suma, que los matemáticos hace tiempo declararon ya con orgullo como su actividad. Pero el arte de la reproducción integral se ha entregado, hasta sus técnicas, en manos de la ciencia positivista. En realidad dicho arte se convierte una vez más en mundo, en duplicación ideológica, en dócil reproducción [Horkheimer y Adorno, 1998: 72].

La filosofía que antaño pareció superada, sigue viva porque se dejó pasar el momento de su realización. El juicio sumario de que no ha hecho más que interpretar el mundo y mutilarse a sí misma de pura resignación ante la realidad, se convierte en derrotismo de la razón después de que ha fracasado la transformación del mundo… [Adorno, 1987: p. 48].

De esta manera, una crítica total de la modernidad, es decir, una crítica a la razón creadora y modernizadora, nos arroja a dos caminos posibles, por un lado, el abandono del proyecto moderno como tal, y con ello la necesidad, al menos por ahora sólo teórica, de tránsito hacia una nueva época, posmoderna; por el otro, un camino que considera dicha crítica de carácter global una posibilidad que torna reflexiva a la modernidad sobre sí misma y que permite, mediante la crítica, la redefinición del proyecto moderno, es decir, la reincor-poración de una vitalidad crítica que le permita encontrar vigencia en nuestro tiempo.

d) Crisis de la generación, organización y disposicióndel conocimiento

Otro camino que toma este sagaz señalamiento a la modernidad y a la razón portadora de su proyecto trazado por Horkheimer y Adorno, desemboca en una gran crítica al que fuera, y que actualmente todavía es, el producto más representativo y de más orgullo del referente moderno, en donde ha encontrado la garantía de su desenvolvimiento y su vigencia como referente civilizatorio: la ciencia.

El conocimiento científico nace junto con y por la modernidad como el acceso privilegiado a la verdad; con la guía de la razón y un método, se proclamó como la fuente legítima de interpretación y acción en la realidad. El proyecto moderno basó en el conocimiento científico y en la producción de teorías gran parte de su capacidad

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movilizadora, ya que le permitía, por un lado, un dominio sin precedentes sobre la naturaleza y, por el otro, un medio propicio para justificar diferentes posturas ante el mundo, que, desde la óptica de la Escuela de Frankfurt, extendía este dominio de la naturaleza a la sociedad como realidad objetivada bajo una lógica reproductiva y de autoconservación (Horkheimer):

[e]stos dos aspectos dependen el uno del otro. Los intereses sólo pueden ser satisfechos de modo estable a través de normas de comercio y trato social si se unen con ideas que les sirvan de justificación; y, a su vez, las ideas sólo pueden imponerse empíricamente si se alían con intereses que las doten de fuerza [Habermas, 2001: 251-252].

El punto de partida aquí será nuevamente Weber, que identificaba la racionalización y la consecuente intelectualización de las imágenes del mundo o esferas de saber, con una razón funcionalista (o instru-mental) que mezclaba interés, necesidad y conocimiento:

[l]a intelectualización y racionalización creciente no significan […] un creciente conocimiento general de las condiciones generales de nuestra vida. Su significado es muy distinto; significa que se sabe o que se cree que en cualquier momento que se quiera se puede llegar a saber que, por tanto, no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos e imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión. Esto quiere decir simplemente que se ha excluido lo mágico del mundo [Max Weber, 1991: 198].

La preponderancia en el trabajo de Weber de una razón formal o instrumental en detrimento de una razón sustancial en la conse-cución y satisfacción de los intereses (cfr. Estado y sociedad, p. 64) da pie a la crítica de Horkheimer y Adorno, la cual señala que la razón instrumental se ha vinculado indisolublemente con la modernidad y, por lo tanto, ha permeado incluso a la ciencia, denunciando que esta misma “no tiene conciencia de sí; es un instrumento”, abriendo camino hacia una autorreflexión de la ciencia acerca del sentido en que el conocimiento es organizado y dispuesto. Ciencia, ¿para qué?, se preguntará, si este señalamiento entre voluntad de poder y pretensión de verdad desenmascara una ciencia vuelta ideología, al encubrir estos supuestos nexos que la modernidad había pretendido separar.

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El desencantamiento del mundo quiere decir para Weber el tránsito de una explicación del mundo basado en la magia, donde “los fenómenos percibidos en la superficie quedan ordenados en una red de correspondencias, de relaciones de semejanza y contraste, a conceptos básicos con los que queda categorialmente unido” (Haber-mas, 1989: 144), es decir, donde la interpretación que se hace de la realidad la percibe como un todo, a una comprensión moderna carac-terizada por la separación y racionalización de cada una de las imágenes del mundo o esferas de conocimiento, es decir, donde la religión, el arte, la moral y la política, son esferas autónomas e inde-pendientes entre ellas, cada cual validada por un sentido interno pro-pio. Sin embargo, esta desarticulación implica necesariamente la pérdida de una visión holista de la realidad: “la consideración empí-rica del mundo, y también la matemáticamente orientada, genera por principio el rechazo de toda consideración del mundo que pre-gunte por un ‘significado’ del acontecer intramundano” (Weber, 1987: 553). Esta pérdida de una perspectiva global en la interpre-tación de la realidad en las esferas del saber se traducirá en una realidad a la que sólo se le conoce por medio de “fragmentos”, donde “cada uno de estos fragmentos separados ignora el rostro global del que forma parte” (Morin, 1999[a]: 21).

El desencanto del mundo moderno de que habla Weber no estriba en la desapa-rición de los mitos y lo sagrado, pues éstos eran ya un producto de la razón; lo que se ha perdido es la unidad del mundo [Touraine, 1998: 154].

Esta fragmentación de la realidad que ha propiciado la hiper-racionalización de las esferas del saber, ha ocasionado en lo concreto una parálisis en la manera en que organizamos y disponemos de nuestro conocimiento ante una realidad cada vez más compleja, que sin lugar a dudas le ha rebasado.

Se puede afirmar entonces, que el gran logro de la época, aquel que Weber identificaba con el surgimiento del racionalismo occidental y que daba marcha a la modernidad, y que Habermas identifica como la dignidad inherente al proyecto moderno, es también la causa de su propia crisis. La desarticulación de las esferas del saber, trasladado a la organización de las ciencias, en su afán de validación interna en cada una las parcelas del saber, es decir, donde

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cada una sigue su propia lógica interna y es fundamento de sí misma, ha llegado a un punto en que impide a las diferentes ciencias el conocimiento de lo que pretende conocer, fracasando en su objetivo básico y ahondando la crisis de la modernidad por ser incapaz de incorporarla como variable.

Esta cara de la crisis de la modernidad, servirá como eje transversal en el desarrollo del trabajo, pues su diagnóstico, el cual se extiende en la segunda parte de este capítulo, será valiosamente considerado en la elaboración argumentativa y metodológica del mismo. De esta manera, el presente proyecto asume la respon-sabilidad ante la actual crisis que llega ya a todos los aspectos de la vida humana, de colaborar, aunque sea de manera mínima, en saldar esa deuda con la realidad que por ahora nos parece avasalladora, y que en este sentido, y en particular en las ciencias sociales, deberán poner todo su empeño en calibrar sus aparatos conceptuales ante la diversidad y complejidad del mundo de hoy y colaborar, desde su espacio, con formas de convivencia más justas.

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2.1. Crisis como necesidad de autorreflexiónde las ciencias sociales

El surgimiento del conocimiento científico como una fuente privi-legiada de acceso al saber o a la verdad va de la mano con el arribo de la modernidad como referente vigente. El papel predominante que la nueva época otorga a la razón se va transformando en un cuerpo de conocimiento que por medio de la documentación y de la forma-lización de los procesos de aproximación a la realidad da lugar al surgimiento de la ciencia como una amplia esfera en la cual se esta-blecen maneras de generar, organizar y disponer del conocimiento, hecho que sin duda influirá de manera decisiva en la forma de inter-pretar nuestro tiempo.

El vacío que dejó el proceso que Weber identificó como el desencantamiento del mundo —en cuanto a la ruptura de una explicación del mundo basada en la religión y en la verdad revelada, justificada de acuerdo con el dogma que daba cohesión y unidad al mundo—, explica en parte la importancia que fue adquiriendo la ciencia en nuestra civilización. El tránsito a la modernidad significó el reemplazo de la religión y de Dios como principios explicativos del mundo por la ciencia, debido a sus procesos y premisas basados en la razón cuya radical particularidad consiste en que tanto éstos como aquéllos son capaces de crítica racional, hecho que la hizo ocupar una posición hegemónica en este sentido.

Sin embargo, la gran esperanza de la modernidad, que vinculó la tríada ciencia/técnica/industria (Morin), con una particular con-cepción del “progreso”, también se ha disipado ante una ciencia al servicio del interés, cada vez más ajena a los problemas funda-

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mentales que atañen a nuestras sociedades e incapaz de aprehender la realidad y prestarle sentido.

La ciencia, como una actividad social (Popper, Habermas, Kuhn) —es decir, que parte de un contexto social histórico determinado donde los sujetos que conocen se desenvuelven, y en donde además el proceso científico en su totalidad se da en forma de socialización y con un alto grado de publicación, en cuanto que existen una serie de instituciones, procesos, mecanismos para dar validez al conoci-miento, organizarlo y disponer de él, lo que implica un proceso social—, no puede ser ajena a las condiciones específicas de determi-nada sociedad o tiempo histórico:

…el pensamiento científico, y en particular el pensamiento referente a asuntos sociales y políticos, no se desarrolla en un vacío absoluto sino dentro de una atmósfera socialmente condicionada [Popper, 1991: 382].

Lo mismo que las primeras categorías representaban a la tribu organizada y su poder sobre el individuo singular, así el entero orden lógico —dependencia, conexión, extensión y combinación de los conceptos— está fundado en las correspondientes relaciones de la realidad social, en la división del trabajo. [Horkheimer y Adorno, 1998: 75].

De esta manera, la distinción entre la crisis de la modernidad y la crisis del conocimiento científico se hace casi imposible de trazar, una implica la otra y ambas entran en una constante retroali-mentación. En otras palabras, es posible explicar la crisis del conoci-miento a partir de la crisis del referente moderno y, a su vez, dicha crisis se ahonda y se reproduce ante la incapacidad de la moder-nidad de generar un conocimiento pertinente de esta crisis. Por lo tanto, muchos factores que se mencionaron en el apartado anterior se convertirán en condiciones objetivas que servirán de insumo ante la necesidad de una autorreflexión por parte de la ciencia.

Sin embargo, antes de empezar a caracterizar brevemente estos factores de crisis que se tornan en condiciones objetivas que cual-quier metodología o desarrollo científico debe incorporar (Zemel-man) —y como se había anticipado antes—, debemos esforzarnos por aventurar una comprensión genérica del concepto “crisis”, que nos permita orientarnos dentro del presente trabajo y comprender los fenómenos que de ella deriva.

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2.1.1. La ubicación espacio-temporal del concepto crisis

A partir de Kuhn y en la literatura consecuente, la ciencia toma conciencia de su carácter revolucionario. Su progreso y evolución deriva de ciertos procesos de contrastación entre teorías o principios explicativos que significan cambios estructurales más profundos en la manera de interpretar al mundo; de esta forma, el tránsito de un paradigma a otro re-evoluciona el entramado cognoscitivo científico.

La historia de la ciencia no aparece como un progreso continuo y acumulativo, sino como una serie de revoluciones desracionalizantes, entrañando cada una de ellas una nueva racionalización [Morin, 1984: 303].

A partir de esta premisa se derivan varias consecuencias epis-temológicas. Por un lado, se hace explícita la temporalidad del conocimiento científico en cuanto a que su avance está determinado por el cambio de un paradigma —que mientras esté vigente, da explicación y comprensión a los fenómenos—, a otro que, una vez instituido, se convierte en el nuevo referente explicativo, dotándole al paradigma inmediato anterior el carácter de obsoleto y, por lo tanto, de falso en cuanto aproximación de la realidad.

Este carácter revolucionario del desarrollo científico se hace notar en la metáfora de Hugo Zemelman acerca del “hombre fronterizo que rompe fronteras”, en cuanto refiere del sujeto aquella capacidad de imponerse límites para luego sobrepasarlos e imponer nuevos (Zemelman, 2002). Así mismo, la ciencia ubica fronteras, define límites y alcances y construye dentro de éstos maneras de interpretar y conocer la realidad para que luego los conceptos choquen contra su límite y den paso al establecimiento de nuevos horizontes.

Traspasar los límites para abrirse a lo inédito supone una necesidad de realidad que obliga a colocarse como sujetos pensantes por sobre los contenidos acumulados. Requiere de la conciencia de estar conformados por límites y de luchar contra ellos para no quedar sometidos a lo que es su espacio [Zemelman, 1998, p. 24].

Este constante movimiento de los límites siempre implicará un “afuera”, un más allá de éstos, y significará un excedente de lo “no

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conocido” hacia el que nuevos procesos de desracionalización/racio-nalización se dirigirán en el constante avance de la ciencia. Es, pues, esta condición de lo real que excede siempre a lo racional (Morin, 1984) la gran motivación de la ciencia y erradicarla significaría el fin del conocimiento científico y, más aún, de toda clase de conocimiento.

De esta manera, otra consecuencia epistemológica estará en fun-ción del constante proceso dinámico de la realidad que la ciencia intenta incorporar para sí a través del desarrollo y el progreso cientí-fico y que se traduce por lo tanto en la constante renovación del referente cognoscitivo que lucha por adaptarse a una realidad siempre cambiante. En este sentido, para la ciencia sería un contra-sentido querer conocerlo todo pues esto significaría la suspensión de la actividad científica, ya que, como afirma Popper: “La teoría empieza con problemas y termina con problemas” (Popper, 2005).

Será entonces esta tensión entre “lo que se conoce” y aquello que “puede conocerse” donde los procesos de racionalización/desracio-nalización conllevan un espacio pertinente para ubicar el concepto de “crisis”, en cuanto a que dicha tensión permea toda la estructura en proceso de “desracionalización”, e implica, en consecuencia, tanto un aumento de los flujos de información —en cuanto a la incapacidad del referente todavía vigente de interpretar dicha información—, como un aumento de la incertidumbre que da la proximidad de lo “nuevo” y, por lo tanto, desconocido. En una perspectiva similar, Edgar Morin da cuenta del concepto de “crisis”:

[u]na crisis se manifiesta por el aumento, la generalización incluso de las incertidumbres, por rupturas de regulaciones o feedback negativos (que anulan las desviaciones), por desarrollos de feedback positivos (crecimientos incontro-lados), por el aumento de los peligros y las oportunidades… [Morin, 1993: 112].

Para nuestra interpretación del concepto “crisis”, como se verá a continuación, es de constitutiva importancia (en cuanto representa una parte de la relación en tensión) todo aquello que resida afuera del horizonte cognoscitivo en crisis y que a menudo se le ha dado un

1tratamiento residual e interpretado como contingente: lo extraño, lo

1“Nada absolutamente debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina fuente del miedo”.

(Horkheimer y Adorno, 1998: 70).

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anormal, lo incongruente, lo irracional, de la misma forma que lo nuevo y lo ajeno, son, detrás del límite, la potencialidad del nuevo conocimiento.

Son entonces estas dos características inherentes al conocimiento científico (temporalidad y necesidad de renovación) lo que nos permitirá ubicar el concepto “crisis”, en cuanto a que éste se presenta como un conflicto entre lo que se conoce y las maneras de conocerlo y una realidad que le resiste. De esta manera, todo referente cognos-citivo que se establezca temporalmente, deberá considerar este exce-dente de “lo real” como insumo a su propio desarrollo, y en este sentido un conocimiento pertinente deberá buscar incorporar lo nuevo, lo extraño, lo ajeno, es decir, todo aquello que escapa a sus fronteras actuales, no sólo como contingencia, residuo o vestigio de irracionalidad, sino en su reconocimiento como posibilidad cognos-citiva y como aproximación con lo que está más allá de la frontera actual. Pues lo que hoy es periferia, mañana puede ser centro.

Este movimiento plantea el problema epistemológico y ético de abrirse a nuevas posibilidades, y el sentido que tiene hacerlo, de modo de llegar a encontrar la adecuación más inclusiva, por lo mismo más libre, del esfuerzo por colocarse ante lo inédito. Y de este modo llegar a tener la máxima capacidad, no tanto de construir, sino de reconocer sus opciones y el momento preciso en que son un desafío para la reflexión. Consideramos que es la función de lo indeterminado [Zemelman, 1998: 16].

Sin embargo, como decíamos, esta relación entre lo establecido y lo extraño revolucionario se da siempre a manera de tensión y con-flicto generalizado y por consecuencia deviene en crisis. Será, por lo tanto, nuevamente, éste el momento y el espacio que nos orientará hacia el concepto de “crisis”, que entonces se entiende como un momento álgido en la tensión entre la manera de conocer y lo que se pretende conocer (que siempre lo excede), a manera de desfase o

2desencuentro entre ellas.Se refiere entonces el concepto de “crisis” a la tensión entre los

componentes que conforman el referente cognoscitivo y la conexión

La crisis epistemológica de la modernidad

2 No se pretende aquí que para la relativa estabilidad sea necesario la plena identificación del pensamiento

con lo que se piensa, sin embargo, sí se acepta como necesaria una relación diferenciada, vinculante, entre el

pensamiento con lo pensado.

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entre ellos, en relación a un estímulo que escapa a su comprensión (nueva realidad social). La crisis, así, es este momento en el cual aquello que hasta entonces permanecía latente pero fuera del refe-rente cognoscitivo se hace explícito y por lo tanto se convierte en realidad objetiva y cognoscible, representando un desfase del refe-rente actual en cuanto a que éste no posee las condiciones necesarias

3 para su aprehensión.

En Luhmann, por ejemplo, la crisis en la teoría de sistemas que re-presentó la complejidad de las sociedades actuales, en cuanto a que dicha complejidad se entiende cuando “ya no es posible que cada elemento se relacione en cualquier momento con todos los demás, debido a limitaciones inmanentes a la capacidad de interconectarlos” (Mardones, 1991: 15) y debido a que el sistema carece de “la informa-ción que le falta [...] para poder comprender y describir comple-tamente su entorno [...] o bien a sí mismo”, implicará que dicho sistema compense la inferioridad de complejidad mediante “estra-tegias de selección”. Es decir, la condición objetiva de “lo complejo” y la introducción consecuente de la distinción sistema/entorno hacen entrar en crisis a la teoría tradicional de sistemas (Easton) que mediante una lógica mecanicista (out put/in put), no puede inter-pretar esta complejidad y lleva a Luhman a un cambio paradigmático dentro de la teoría de sistemas:

[m]i argumento es, simplemente, que ambas nociones de complejidad, basadas en la operación y en la observación, respectivamente, apuntan a una selectividad forzosa. La complejidad significa que toda operación es una selección, sea intencional o no, esté controlada o no, sea observada o no. Siendo elemento del sistema, una operación no puede evitar el contacto con otras posibilidades [Luhmann, 1998(b): 27].

Por otro lado, el concepto “crisis”, en esta perspectiva que hace

3 Las crisis personales se dan cuando el modo de vida de la persona se ve cuestionado o incluso agotado ante

ciertas circunstancias, o bien cuando dicho modo de vida se presenta como contrario a la realidad social

imperante. Así, las grandes crisis económicas son resultado del surgimiento de nuevas variables producidas

por los mismos modelos: el modelo económico basado en la producción genera inflación y el que se basa en el

consumo termina por disminuir la capacidad adquisitiva del asalariado. La crisis del sistema político

mexicano se explica en parte debido a una transición incompleta hacia un nuevo régimen, en donde nuevas

condiciones entran en conflicto con viejas estructuras y hábitos, y por lo tanto deviene en crisis. Aunque en

esta generalización del concepto de “crisis” se pierde mucho, nos será útil en un primer acercamiento.

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énfasis en su condición de proceso, puede moverse en consecuencia en dos polos opuestos con posibilidades/peligros diferentes. Por un lado la crisis puede devenir en una adecuación ya sea de conservación o de renovación que, cada cual con sus características, representará la continuidad del referente cognoscitivo en cuanto a que existe una adecuación determinada ante la tensión; por el otro, la crisis puede devenir en ruptura, es decir, en el abandono completo del referente cognoscitivo.

En los fenómenos de crisis/continuidad podemos distinguir dos posibilidades con diferencias cualitativas contrastantes:

1. Por un lado, el proceso de adecuación del referente cognoscitivo se puede dar en forma de conservación, donde el conflicto entre conocimiento y realidad no es reconocido y, por lo tanto, lo nuevo y lo extraño permanece como contingente y se le intentará suprimir o eliminar. En este sentido, lo no-real, que será lo diná-mico y cambiante que no se incorpore a la estructura del referente cognoscitivo, será una falla inherente al sistema y no una parte vital de éste. Como resultado se puede percibir una realidad mutilada o sometida a los esquemas existentes, o al menos mani-pulada y encubierta bajo la sombra de lo irracional. Así, el referente se autoconserva; sin embargo esto sólo puede aplazar la crisis haciéndola más profunda, y siempre se hace en sacrificio de lo real como posibilidad.

2. Por otro lado, la crisis/continuidad puede tomar el aspecto de renovación. En este sentido, la guía cambiante de la realidad llevará a una transformación de los elementos y sus relaciones y procesos entre sí, flexibilizando las estructuras del referente cognitivo y evitando una ruptura, entendida como el surgimiento de un referente cognoscitivo radicalmente nuevo. De esta manera, la continuidad se entiende como expansión y evolución del referente actual, donde se reconoce este conflicto entre las herra-mientas cognoscitivas y lo que se pretende conocer que conlleva a un “calibrar” dichas herramientas que las haga sensibles ante nuevas realidades. Aquí la crisis es temporalmente trascendida por el referente que mediante su transformación vuelve a adqui-rir vigencia.

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En lo que se refiere a fenómenos de crisis/ruptura la incertidumbre se vuelve casi total. Debido a que muy seguramente una vez que hayamos transgredido el límite actual, para nunca poder volver —que significaría el surgimiento de nuevas formas que ya nada tienen que ver con las anteriores—, no podríamos percatarnos de ellas hasta su arribo a la conciencia y significaría el momento

4concreto de ruptura y el arribo a un nuevo referente. Sin embargo, un riesgo latente en estos fenómenos de crisis/ruptura es sin duda el surgimiento de la violencia o de la destrucción como un “empezar de nuevo”.

La emergencia de la violencia en los fenómenos de crisis/ruptura se debe a que la tensión entre lo que se quiere conocer y los medios para conocerlo llegan al clímax y rompen cualquier voluntad de reci-procidad, lo cual significaría el fracaso de cualquier medio de vin-cular dicha tensión (la política, la ciencia, el arte) y abriría paso al fin de lo establecido por medios violentos. En este sentido, y debido al alto grado de incertidumbre en estos procesos, es menester lograr e ir preparando una flexibilización de las estructuras, de tal manera que “lo nuevo” sea reconocido como tal y se pueda transitar hacia él de mejor manera, que en ningún caso querrá decir que sea cómoda.

Por lo que bajo esta perspectiva y este breve modelo, lo único que se puede hacer desde el referente actual es ir flexibilizando y calibrando estos procesos para que en su momento den lugar, ya sea a una transformación renovadora o a una ruptura (el caso de un verdadero

5tránsito a la posmodernidad) que excluya la violencia, un claroscuro en el referente que se prepara para su ocaso.

2.1.2. Condiciones objetivas en la autorreflexiónde las ciencias sociales

Las tensiones que mediante un proceso complejo y conflictivo se hacen explícitas, es decir, que adquieren una cara y un rostro que las

4 “No podemos medir lo que está naciendo con el mismo patrón de lo establecido” (Maffesoli, 1997: 12). “El

surgimiento de lo nuevo no se puede predecir, si no, no sería nuevo. El surgimiento de una creación no se

puede conocer por anticipado, si no, no habría creación” (Morin, 1999 [c]: 40).5 “Hay una impotencia para salir de la crisis de la modernidad de un modo distinto que por un pobre

postmodernismo” (Morin, 1993: 111).

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vuelve obvias, en el sentido de que se tornan evidentes tanto empírica como argumentativamente, dan paso al surgimiento de nuevas condiciones que por lo tanto se vuelven objetivas y que no podrán ser ajenas al proceso de construcción del conocimiento.

El descubrimiento de una nueva objetividad y su consiguiente racionalidad supone la capacidad de liberar al propio método de su ideología, producto de estar identificado con cierto campo de objetos, aunque especialmente con ciertos objetos particulares. Ello ha llevado a que, en un plano más general, la idea de racionalidad científica tienda a formalizarse de acuerdo con los moldes de una propuesta que refleja una determinada práctica científica [ Zemelman, 1998: 91].

En este sentido, la experiencia del marxismo y su consecuente política comunista marca una trayectoria en la que es posible hacer notar estos procesos en los cuales emergen nuevas condiciones objetivas que deben orientar el conocimiento, así como también las consecuencias que tiene el no hacerlo. En este caso, una teoría encauzada hacia determinada praxis política que, debido a la particular manera en que articuló teoría y acción, no fue capaz de aprehender críticamente sus consecuencias prácticas, así como su espacio de acción (es decir, el contexto social, cultural, incluso etno-geográfico), fue transitando cada vez más de ser una teoría crítica consagrada a la transformación de la realidad, a un discurso ideo-lógico justificador de un régimen político.

En la introducción autocrítica agregada en 1971 a sus estudios sobre la mediación entre teoría y praxis, Jürgen Habermas deja ver la organización de la “ilustración”, en cuanto al proceso de aprendizaje que orienta la teoría hacia la praxis, como un proceso en el cual es pertinente diferenciar entre “la formación y perfeccionamiento de teoremas críticos resistentes a los discursos científicos”, “la organi-zación de procesos de ilustración en los que pueden utilizarse tales teoremas” y, finalmente, “la elección de las estrategias adecuadas, la solución de preguntas tácticas, la conducción de la lucha política” (Habermas, 2000: 44).

No obstante, durante la experiencia comunista estos tres aspectos del proceso de ilustración estuvieron unificados bajo la dirección del Partido, que en este caso se erguía como el centro organizador de la emancipación proletaria: “Ahora bien, precisamente porque en la tradición del movimiento obrero europeo estas tres tareas han sido

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atribuidas a la organización de un partido, se han borrado las dife-rencias específicas (Habermas, 2000: 44). Al desaparecer dichas diferencias, el marxismo y el comunismo, es decir, la teoría y su consecuencia política, se entremezclan casi inseparablemente y se concretan en el Partido Comunista, centralizando el proceso de ilustración en torno a él y teniendo consecuencias que a la postre resultarán determinantes en el futuro del movimiento.

Esta centralización del proceso de ilustración impondrá a la teoría marxista un carácter de dogma político, obstaculizando al interior los procesos de reflexión, crítica y transformación sobre sí misma que caracterizan al pensamiento de izquierda (Heller y Fehér, 1985). Así, la teoría crítica sobre la sociedad expuesta en el trabajo de Marx

6deviene en marxismo, es decir, se formaliza a través de una raciona-lización cerrada en un conjunto de estrategias políticas justificadas bajo un modelo teórico cuya pretensión de verdad impide el debate crítico en torno a él.

La problemática aumenta debido al contexto en el que se desa-rrolla. Al exterior, la guerra fría trasladaba el debate y la confron-tación real entre los dos modelos de sociedad antagonistas al plano ideológico; y al interior, la supresión del conflicto social hace que el proletariado pierda su referente antagónico dando paso a una dicta-dura burocrática sobre el proletariado.

Sin embargo, aunque en el corazón del comunismo real la posibilidad de crítica queda bajo la sombra de “la disidencia política”, en la periferia de izquierda se empezaron a gestar diversos señala-mientos que ya indicaban el carácter monolítico del marxismo ortodoxo: la existencia de una diversidad social que rompía con el modelo de clases sociales, así como el evidente carácter autoritario del referente comunista y una incipiente apropiación del debate democrático por parte de la izquierda (Heller, Arendt, Castoriadis), son algunas trincheras de esta crítica marginal. Pese a todo, dicha crítica fue incapaz de permear la estructura del Partido (eje orga-nizador y vinculante entre teoría y praxis) y pronto estas tensiones se fueron agravando y ampliando, deviniendo en crisis.

6 “Por esa vía, pues, cuando una filosofía se convierte en un ‘ismo’, le suceden dos cosas: se institucionaliza, y

una teocracia ideológica establece su ortodoxia.” (Heller y Fehér, 1985: 119). “…la ortodoxia es la muerte del

conocimiento, pues el aumento del conocimiento depende por entero de la existencia del desacuerdo”

(Popper, 2005: 56).

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Como bien establecen Heller y Fehér: “No cabe duda de que el pluralismo es la causa principal de la crisis, pues dada su mera natu-raleza cuestiona la condición de todo ‘ismo’”. En este sentido, será la incapacidad de reconocer la condición objetiva del pluralismo, en-tendido como la existencia de una diversidad inherente a las soci-dades modernas, un factor decisivo en la crisis del marxismo.

Esta incapacidad por aprehender el pluralismo se ve reflejado, por ejemplo, en la propia URSS o en la Yugoslavia de Tito, donde a través de un Estado interventor y autoritario que se identificaba como rector de la sociedad, cuando no como encarnación de la sociedad misma, suprimió del espacio público (muchas veces de manera violenta) conflictos implícitos en la diversidad étnica, religiosa, cultural, etc., que ocultaba. O, así mismo, en la incomprensión por parte del marxismo del surgimiento de nuevos actores y movi-mientos sociales encaminados a la emancipación del sujeto, que escapan por completo a una visión de la sociedad que se reducía a la pugna entre dos clases sociales.

En este sentido, la doble dirección de la relación entre teoría y praxis se deja ver; es decir, no sólo es pertinente, como afirma Haber-mas, diferenciar entre estas tres tareas en los procesos de ilustración (formulación teórica, organización y lucha política), sino que además es necesario establecer su retroalimentación de manera eficaz: entre una teoría capaz de integrar críticamente sus consecuencias prác-ticas y, viceversa, una práctica que se deja orientar a través de la teoría. De esta manera, la crítica por parte de algunos teóricos de izquierda al comunismo real y al marxismo está estrechamente relacionada con el surgimiento de algunos fenómenos políticos y sociales que precipitarían la crisis de la teoría marxista y que nueva-mente ejemplificarían esta constante relación entre teoría y realidad.

Bajo este esquema, el movimiento estudiantil de mayo de 1968 en Francia es un hecho que se presenta como un fuerte cuestiona-miento dirigido no sólo contra las condiciones del capitalismo y sus “universidades burguesas”, sino contra el referente comunista, pues reúne y realiza desde la izquierda algunas de las críticas al régimen soviético, y donde además se gestan nuevas condiciones que recla-man la atención de una teoría incapaz de aprehenderlas. Para Casto-riadis la novedad del movimiento se centraba en dos puntos:

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En primer lugar, tenía un carácter decididamente antiautoritario, razón por la cual los jóvenes contestatarios rechazaron resueltamente la pretensión del Partido Comunista Francés de encabezar la insurrección, lo cual produjo la ira del Partido. En segundo lugar, fue un movimiento con un nuevo sujeto. Tal como lo vio Castoriadis, el proletariado industrial no vuelve ya a desempeñar el papel central y conductor en las luchas de clase del neocapitalismo; más bien es el “asalariado general” el que participa en ellas, el que constituye y maneja su propio movimiento [Heller y Fehér, 1985: 88].

La desilusión de Horkheimer ante la clase trabajadora como portadora o sujeto de la revolución (Habermas, 1985) va siendo reemplazada por la esperanza en el sumergirse de nuevos actores sociales y nuevas formas de organizar dichos movimientos. Por un lado, los movimientos sociales adquieren un ámbito de acción fuera del Estado y de sus estructuras gubernamentales o incluso del partido; por el otro, los intereses que motivan dichos movimientos se diversifican tanto como la sociedad de la que emanan. Estos dos hechos se tornan objetivos a la hora de relacionar acción y conoci-miento, y en la construcción de este último surgen necesariamente como objetos que orientan su autorreflexión, y que el marxismo, como decimos, fue incapaz de incorporar.

La autorreflexión lleva a conciencia aquellos determinantes de un proceso de formación que condicionan ideológicamente una praxis presente de la acción y de la aprehensión del mundo [...]

La autorreflexión conduce a la intelección por medio del hecho de que algo previamente inconsciente se hace consciente de una forma rica en consecuencias desde un punto de vista práctico [Habermas, 2000: 33].

En este sentido, retomando la perspectiva del desarrollo de la ciencia como un constante y conflictivo proceso de desracionaliza-ción/racionalización, el arribo de nuevas condiciones objetivas obedece a un proceso complejo de comunicación entre la teoría y la realidad que le resiste y viceversa. Así, siguiendo a Morin cuando dice que “cada progreso de la racionalidad se ha hecho, pues, como reacción a la racionalización y volviendo a introducir en ella lo apa-rentemente irracional: el hombre-sujeto” (Morin, 1984: 299), pare-cería que las consecuencias epistemológicas de la experiencia del fracaso socialista y, en concreto, en nuestro ejemplo de mayo de 1968, redunda en que, a partir de ahora: toda teoría que busque la eman-

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cipación y liberación del sujeto tendrá que incorporar como variables tanto la diversidad de las sociedades actuales como la necesidad de encontrar mecanismos de ilustración más democráticos y horizon-tales donde se reconozca que “en los procesos de ilustración todos somos participantes” (Habermas, 2000) y, por tanto, deben ser los propios sujetos involucrados la dirección de dicha toma de conciencia; y que es necesaria la pluralización de la pretensión de verdad, en cuanto a que dicha teoría se deberá reconocer como una más entre las diversas teorías en pugna y continuo contraste (Popper):

[e]l sentido de un pluralismo teórico necesario y saludable es equivalente al juicio que sostiene que el objetivo de todas las discusiones teóricas de la iz-quierda, así como de todas las discusiones desde que esta empresa comenzara, es la búsqueda de la verdad, en el sentido hegeliano de “estar en la verdad”. Pero de este simple enunciado se deduce que es necesario elegir entre un sujeto epistemológico diferenciado en tanto portador de la verdad única, y un amplio campo de decisiones posibles de las que varios, o tal vez dos de sus puntos puedan ser satisfechos por sujetos que estén en la verdad (aunque no necesa-riamente en el mismo grado) [Heller y Fehér, 1985: 125].

Este proceso de autorreflexión a partir del surgimiento de nuevas condiciones objetivas, que a raíz del propio desarrollo del referente cognoscitivo vigente se van presentando como tensión entre lo que se conoce y el excedente de lo real, es un largo proceso histórico, social y político que sólo se puede apreciar a distancia.

Así es como se puede constatar que un concepto de racionalidad científica, definida a partir de la revolución científica del siglo XVII [...] consagró una idea de método científico que perdura hasta nuestros días, con base en cierta estructura categorial relacionada con las exigencias de experimentación y de prueba [Zemelman, 1998: 91].

De esta manera, la racionalidad científica debe incorporar a su criterio las condiciones objetivas actuales para así generar un cono-cimiento pertinente y en sintonía con el contexto actual. Además de la consideración que ya se deja ver, a partir del pluralismo, como un hecho cotidiano en nuestras sociedades, un conocimiento que se genera en un contexto de conflicto generalizado (crisis) deberá establecer los mecanismos y procesos dentro de su estructura para instituir un diálogo con el “conflicto”, que no lo catalogue bajo el

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nombre de incongruencia o irracionalidad, sino que, por el contrario, lo considere parte vital de su constitución.

Durante un periodo en el desarrollo científico, lo incongruente fue siempre contingente y las contradicciones permanecían latentes pero sin hacerse explícitas. En este sentido, ha existido un des-prestigio por parte de las ciencias sociales por aprehender cognos-citiva y metodológicamente las consecuencias del conflicto como parte positiva del desarrollo social y humano. Sin embargo, el surgi-miento de la pluralidad como variable metodológica implica un reen-cuentro con el conflicto inherente en él, y así también con la crisis.

La razón cerrada rechaza como inadmisibles aspectos enormes de la realidad, que se convierten entonces en la espuma de las cosas, en puras contingencias [Morin, 1984: 305].

Muchas teorías, desde Platón, interpretarán esta contingencia del conflicto como producto de la irracionalidad humana y les llevará a la motivación teorética de crear un orden civil, que apegado a la razón y su capacidad para descubrir “la naturaleza” de las cosas, encauzará el conflicto fuera de este orden, que se percibe como un ideal de armonía y paz y donde todo aquello que atente contra ello deberá ser eliminado o suprimido (Serrano, 2001).

[D]el conocimiento de un supuesto orden objetivo (a lo largo de la historia ha variado la forma en que se interpreta este orden, natural, divino, histórico, etc.) es posible deducir una noción de justicia con validez universal, la cual debe servir como fundamento del orden civil; según este presupuesto, el conflicto político es un fenómeno anómalo, que tiene su origen en la conducta irracional de los individuos, ya que si éstos asumieran las normas de justicia como guía de acciones, podrían coordinarse sin que apareciera un conflicto entre ellos [Serrano, 2001: 7].

Más allá de eso, y como se considera en el presente trabajo, el con-flicto es ya una forma de socialidad con consecuencias positivas para la conformación del orden social y excluirlo del conocimiento que tenemos de la sociedad no lo niega en la realidad, además de que esto sin duda puede ser peligroso; al contrario, desde la teoría se le debe hacer explícito para su emergencia como variable pertinente en el estudio de lo humano y para que, así, sea capaz de crítica y diálogo.

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[L]os conflictos políticos son una condición necesaria para la formación de los individuos como ciudadanos, ya que en ellos no sólo está en juego el antagonismo de intereses particulares, sino también una lucha por el reconocimiento, la cual se traduce en un proceso de continua ampliación del orden civil, así como de perfeccionamiento de las instituciones y procedimientos que se utilizan en ese orden para procesar los conflictos [Serrano, 2001: 15].

El suelo empírico y simbólico de la sociedad se muestra fértil para el surgimiento de la pluralidad, entendida como la condición exis-tente, de facto, de una diversidad inherente al ser humano, y que además en las sociedades contemporáneas tiende a exacerbarse y hacerse más compleja. También la propia experiencia de la plura-lidad nos enseña que ésta se presenta como un desafío a la propia individualidad (en tanto que en el plano intersubjetivo toda afirma-ción es una negación) y por lo tanto se traduce en conflicto, tanto a nivel privado como a nivel público cuando esta pluralidad de indi-viduos se traduce en una pluralidad explícita de intereses y concep-ciones en el mejor de los casos antagonistas, y a veces incluso incom-patibles, que conforman el espacio público-político.

De lo anterior surge la necesidad de que, si el hecho de la plura-7

lidad ya ha permeado como racionalidad en las ciencias sociales, inmediatamente se tendrá que deducir el “conflicto” como una variable a considerar en todo proceso cognitivo de lo social. Pues la relación pluralidad-conflicto, como se ha dicho, no es de ninguna forma contingente y por el contrario, forma parte vital y consti-tuyente de la propia relación. En este sentido estaríamos a la vez ampliando la flexibilidad del referente cognoscitivo ante la crisis, entendida ésta como un conflicto que llega a ser total.

Entonces, en la crisis epistemológica de la modernidad —en concreto la que se refiere al saber científico social—, la capacidad que

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7 Un principio de racionalidad determina la construcción de modelos, se pueden contrastar los diferentes

modelos, dejando casi intacto el modelo de racionalidad. (“Así una contrastación indica que un determinado

modelo es menos adecuado que otro, puesto que ambos operan con el principio de racionalidad, no tenemos

ocasión de descartar este principio” [Popper, 2005: 213]). Se pueden tener las más diversas y opuestas

construcciones teóricas acerca de la pluralidad, pero ésta permanecerá como constante en todas ellas. Esto

no excluye que el principio de racionalidad pueda cambiar, ni mucho menos criticarse, pues obedece a

diversas condiciones que entran constantemente en tensión, por ejemplo, que la pluralidad sea un hecho

evidente empíricamente y que ésta sea reconocida en todos los ámbitos de la vida, es decir, que goce de un

consenso general entre los sujetos, e incluso que dicha pluralidad se encuentre asegurada a través de un ré-

gimen legal y formalizada en un sistema de gobierno, como el Estado de derecho y la democracia.

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tenga la ciencia para incorporar una “racionalidad abierta” (Morin), que le permita reconocer lo nuevo y señalar el conflicto para asumirlo como vitalidad propia, será fundamental para comprender la actual crisis y emprender una renovación del pensamiento. La “perti-nencia” de las diferentes disciplinas y teorías sociales estará entonces en función de que puedan dar cuenta a través de su método de las nuevas condiciones en las que surgen y que en nuestras sociedades se tornan evidentes: la generalización de la incertidumbre; la comple-jidad real y cognitiva que se eleva al infinito en cuanto a posibilidades de acción y estrategia, una diversidad que no debe llevarnos hacia una relativización de la verdad, ni a un nihilismo pasivo (Vattimo), sino a esfuerzos por establecer nuevos mecanismos y procesos que nos permitan generar consensos y señalar disensos en torno a la coexistencia de distintos aspectos y valoraciones de la verdad; así como la necesidad de emprender caminos hacia una comprensión más profunda de lo humano que asuma al sujeto y su problemática como un objeto/sujeto de estudio que, por sus condiciones, obliga a las ciencias sociales a desarrollar métodos propios que nos permitan comprender mejor nuestro mundo, son algunas consideraciones que toda actividad científica orientada a la explicación del mundo social debe señalar y hacer explícita su postura.

Por otro lado, en esta amplia crisis del conocimiento científico cabe no sólo diferenciar, sino también señalar los puntos de contacto entre generación, organización y disposición del saber. Aunque en la realidad estos tres niveles se encuentran en constantes procesos de interacción y sus fronteras se trastocan continuamente, por perti-nencia analítica y reflexiva consideramos útil emprender tal diferen-ciación. En cuanto a la reflexión sobre condiciones objetivas a las cuales debe “responder” la ciencia, podemos ubicarla dentro de la esfera de “generación del conocimiento”, que como hemos visto a través del ejemplo del marxismo-comunismo, implica no sólo la acti-vidad científica formal, sino y sobre todo su relación con el ámbito práctico (Habermas) y fenomenológico en el que se desarrolla. Evidentemente, ahondar en cada una de estas categorías para la comprensión del conocimiento científico en nuestras sociedades, así como las relaciones entre ellas, da pie a un trabajo y un esfuerzo aparte, sin embargo no deja de ser pertinente mencionarlo con el fin de ubicarnos en el desarrollo del presente texto.

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En este mismo esquema, el punto que sigue se podría ubicar en lo que concierne a la “organización del conocimiento”; sin embargo, y como se verá, la manera en que éste se organiza formalmente está tan ligada a la de producir el conocimiento que hay quien incluso se cuestionará diferenciarlo. Sin embargo, en cuanto se regularizan ciertas prácticas científicas que modifican la manera en que las dife-rentes disciplinas se relacionan, su organización adquiere cierta autonomía en cuanto a que se vuelve una condición formal.

2.2. Fragmentación y necesidad de una dialógicaen las ciencias sociales

El intento teórico histórico de establecer los fundamentos de la identidad de la ciencia —es decir, la caracterización de los criterios que dotan a determinado saber del estatus científico—, a menudo se centra en dos referentes negativos, en cuanto constituyen lo opuesto nos revelan lo que hay de propio en ella y son fundamentales en la comprensión actual de lo que se entiende por ciencia. Ambos referentes marcan las fronteras del conocimiento científico y corres-ponden a dos etapas del desarrollo de la ciencia como actividad moderna. Por un lado, a) la distinción del pensamiento moderno de carácter secular y diferenciado con el pensamiento mítico-mágico considerado como premoderno; y b) respecto de su diferencia con la filosofía, aún considerada moderna pero precientífica.

Sin embargo, en el contexto actual los diferentes supuestos que daban legitimidad al conocimiento científico, tales como la separación de distintas disciplinas y ciencias sociales en exclusivos campos de la realidad, así como el distanciamiento con el saber filosófico que ha significado la pérdida de la capacidad reflexiva de la ciencia, dan pie a un cuestionamiento en cuanto a la pertinencia del conocimiento en nuestras sociedades. Nuevas realidades que requieren un repensar las formas de generar, organizar y disponer del conocimiento, aunado con problemas que cada vez presionan y cuestionan más la legitimidad de nuestras sociedades, al punto de que hay quienes afirman una crisis de civilización, hacen urgente una flexibilización del entramado científico que permita aprehender y adecuarse a nuevas circunstancias históricas.

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En este contexto, la dialógica, tal como la define Edgar Morin, esto es, como la vinculación de distintas lógicas que convergen en una unidad compleja, así como la necesidad de incorporar una raciona-lidad abierta que “dialogue con la realidad que [s]e resiste” a las racionalizaciones actuales, surge como camino posible hacia el tránsito a nuevas maneras de entender la ciencia. En este trabajo se esboza modestamente esta propuesta tomando como campo de acción el conocimiento de los fenómenos de la política/lo político, con lo cual termina el presente capítulo a manera de ponernos a punto con las consideraciones epistemológicas que intentarán trans-versalizar el posterior desarrollo del tema que las motiva.

2.2.1. El pensamiento moderno en oposición al mítico-mágico: diferenciación de las esferas de conocimiento

En las sociedades denominadas arcaicas, el pensamiento mítico-mágico, según Habermas, cumplía “de forma paradigmática la función de fundar unidad”, y lograba, mediante sus procedimientos, integrar al hombre y a su colectividad con la naturaleza, dándole un sentido casi humano con el cual era posible identificarse (pensa-miento animista). Esto es posible debido a que en el pensamiento analogizante, como se define a esta manera de generar y organizar el conocimiento, la particularidad del fenómeno queda disuelta en una amplia cosmovisión integradora:

…esas experiencias [...] en la comprensión mítica están organizadas de forma que cada fenómeno individual se asemeja en sus aspectos típicos a todos los demás fenómenos o contrasta con ellos. A través de estas relaciones de semejanza y contraste la diversidad de las observaciones se combina en una totalidad [Habermas, 2001: 74].

El mito debe su fuerza totalizadora con la que todos los fenómenos percibidos en la superficie quedan ordenados en una red de correspondencias, de relaciones de semejanza y contraste, a conceptos básicos en que queda categorialmente unido lo que la comprensión moderna del mundo no tiene más remedio que separar. [Habermas, 1989: 145].

Esta cohesión y unidad que la comprensión mítica del mundo brindaba al sujeto, le permitía de manera simbólica el control sobre

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la naturaleza y sobre los fenómenos que acontecían en su entorno. De esta manera, el ritual y el sacrificio permitían al hombre en la anti-güedad cierta incidencia sobre su realidad, por lo menos en el plano imaginario.

Tal interpretación, según la cual todo fenómeno está en correspondencia con todos los demás fenómenos por la acción de poderes míticos, no sólo posibilita una teoría que explica y hace plausible narrativamente el mundo, sino también una práctica con la que el mundo puede ser controlado en forma imaginaria [Habermas, 2001: 76].

Como consecuencia de estas consideraciones, en la comprensión mítica del mundo permanecen indisolubles categorías cuya sepa-ración define a la modernidad: la distinción entre naturaleza y cul-tura; la separación entre nexos internos y nexos externos; y la radical diferencia entre objetos manipulables que conforman la naturaleza y los sujetos individuales y colectivos capaces de acción y diálogo que conforman nuestro entorno social o colectivo (diferencia sujeto-objeto). De esta manera, el tránsito del referente cognitivo premo-derno a uno propiamente moderno, está en función, siguiendo a Habermas, de que se dé un proceso de “des-socialización de la natu-raleza y una ‘desnaturalización’ de la sociedad”, es decir, donde se reconozca la diferenciación categorial entre sociedad y naturaleza y que en el pensamiento mítico se encuentran, como decíamos, pro-yectadas en el mismo plano.

En el reconocimiento de esta diferenciación entre ámbitos obje-tuales coexistentes pero diferenciados ya es posible distinguir entre “las causas de los motivos, y los sucesos de las acciones”, que es condición necesaria para otra distinción que será fundamental en el surgimiento de la ciencia moderna, a saber, entre “lenguaje y mundo”, es decir, “entre el medio de comunicación y aquello sobre lo que en una comunicación lingüística puede llegarse a un enten-dimiento” (Habermas, 2000: 78).

En cuanto estas desvinculaciones se empiezan a gestar en el tránsito a la modernidad, es posible diferenciar entre nexos internos, de carácter simbólico (lógica entre premisa y consecuencia) y “nexos externos que se dan entre las entidades que figuran en el mundo” (relación causal entre causa y efecto) (Habermas, 2001). En este sentido sucede un doble fenómeno, por un lado lo real adquiere cierta

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independencia de su ente explicativo en cuanto se diferencia de éste; y, segundo, una vez diferenciados nexos internos de nexos externos, es posible diferenciar distintos ámbitos de la vida en esferas con-cretas que englobarán dentro de sí relaciones significativas para tal o cual conjunto de fenómenos ocurridos en la realidad. Es preci-samente a partir de esta diferenciación que se van creando las con-diciones necesarias para el surgimiento de esferas particulares y autónomas del conocimiento, condición que para Weber definía a la modernidad y que permitiría a la postre un alto grado de especia-lización del saber.

Sólo cuando se han diferenciado las relaciones de sentido y las relaciones objetivas, sólo cuando las relaciones internas y las relaciones externas se han separado; sólo cuando la ciencia, la moral y el arte se han especializado cada una en una pretensión de validez, siguen cada una su propia lógica interna […] quedan depuradas de escorias cosmológicas, teológicas o culturales [...] [Habermas, 1989: 145].

De esta manera, y a partir de aquí, la comprensión moderna del mundo implicará una creciente diferenciación en las esferas del saber; bajo la creencia de que determinados fenómenos en la realidad que contienen características similares son irreductibles en sí mismos, es decir, que se plantean como ámbitos objetivamente diferenciados donde cada uno, de manera endógena, genera su propio conoci-miento, la modernidad irá primero secularizando y luego parcelando el conocimiento, en distintos saberes específicos:

[p]or eso la modernidad implica la creciente diferenciación de los diversos sectores de la vida social: política, economía, vida familiar, religión, arte en particular, pues la racionalidad instrumental se ejerce dentro de un tipo de actividad y excluye la posibilidad de que alguno de esos tipos esté organizado desde el exterior, es decir, en función de su integración en una visión general... [Touraine, 1998: 17].

Otra consideración fundamental del saber de carácter científico, en oposición al saber mítico-mágico, es la manera en que se accede o se genera conocimiento. Mientras que la “verdad” en las sociedades arcaicas, y aun en las sociedades religiosas, es de carácter revelado, es decir, que es accesible a los individuos por medio de la intervención

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de fenómenos supra humanos que les “mostraban” una verdad previamente determinada, en la concepción moderna de la “verdad” ésta es posible de conocer mediante el cálculo y la previsión, es decir, que no obedece los mandatos de ningún ser superior, sino que se rige por leyes causales que además es posible conocer por medios pro-pios, lo anterior significa la liberación del sujeto del manto protector de la explicación mágica y el arribo a un mundo de incertidumbres. En este sentido, el mundo que nos rodea pierde sus cualidades pseudo humanas y divinas y se vuelve objeto de conocimiento capaz de manipularse, materia inerte que a su vez excluye cualquier pre-gunta acerca del sentido de las cosas.

Este proceso de diferenciación entre ámbitos del saber se debe de manera general a dos factores, uno práctico, que deriva de la presión social hacia la generación de conocimiento pertinente, y uno político, que viene a representar la consecuencia de los movimientos de secularización dentro del pensamiento, es decir, que a una distinción en las sociedades entre el ámbito religioso ubicado en la esfera privada del individuo —que permitía la pluralidad de creencias al interior de una misma colectividad ahora llamada sociedad—, y un ámbito que por sus implicaciones era común a los miembros de dicha colectividad, correspondía un proceso similar de secularización entre ámbitos diferenciados del saber, es decir, un pensamiento que dejara de lado la teología y la búsqueda de significados trascendentes para concentrarse en la explicación de los fenómenos tal y como son, “de hechos reales sin tratar de conocer sus causas primeras ni propósitos últimos” (Comte). En este sentido, Maquiavelo es un ejemplo de cómo el conocimiento de cierta actividad se seculariza de connotaciones religiosas o aun morales en cuanto a que éste rehúsa hacer una justificación del poder del príncipe y, por el contrario, establece “reglas” observables y realizables para mantener y acre-centar dicho poder.

En cuanto a dicha presión social, los cambios que significó el arribo a la modernidad —y sobre todo después de la Revolución francesa—, se traducían en la necesidad social de contar con un cono-cimiento pertinente ante los cambios radicales; la exigencia era sobre un conocimiento con alta capacidad de hacerse práctico con la fina-lidad de organizar y racionalizar el cambio. Sin embargo, para inter-actuar cabalmente con este cambio, era necesario primero estudiarlo

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para así conocer y comprender las “leyes” que lo gobernaban, por lo que no sólo “había espacio para lo que hemos llegado a llamar ciencia social, sino que había una profunda necesidad social de ella” (Wallerstein, 1996: 11). Por lo que una de las consecuencias que tuvo esta urgencia de conocimiento fue la parcelación y división de la realidad en múltiples disciplinas que intentaban cubrir dicha función.

La creación de múltiples disciplinas se basaba en la creencia de que la investigación sistemática requería una concentración hábil en las múltiples zonas separadas de la realidad, la cual había sido racionalmente dividida en distintos grupos de conocimientos. Esta división racional prometía ser eficaz, es decir, intelectualmente productiva [Wallerstein, 1996: 9-10].

Sin embargo, como señala la Comisión Gulbenkian para la rees-tructuración de las ciencias sociales, después de 1945 esta supuesta eficacia de la segmentación racional de la realidad empieza a ser cuestionada ante nuevas realidades que por su complejidad superan esta manera de organizar el conocimiento, como a continuación veremos. Otra justificación que conforme el desarrollo de la modernidad dará pie a la defensa de estas fronteras entre diferentes disciplinas y ciencias sociales, se basa en el argumento que identifica este parcelamiento de la realidad como consecuencia de una diferenciación inherente a los distintos “conglomerados estruc-turales humanos” (Sartori), es decir, que la segmentación que ha propiciado el surgimiento de diferentes disciplinas no es de ninguna manera un criterio impuesto o artificial, sino que deriva de la distinción entre diferentes ámbitos objetuales de la acción humana que corresponden a regiones específicas del conocimiento material y empíricamente ubicables en un espacio determinado. En este sentido, en tanto ámbito estructural diferenciado, constituía el terreno propicio para tal o cual ciencia o disciplina social, de esta manera:

[l]os economistas lo hacían insistiendo en la validez de un supuesto ceteris paribus para el estudio de las operaciones del mercado. Los científicos políticos lo hacían restringiendo su interés a las estructuras formales de gobierno. Los sociólogos lo hacían insistiendo en un terreno social emergente ignorado por los economistas y los científicos sociales [Emmerich, 1997: 35].

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Estos tres diferentes conglomerados estructurales darán pie a la tríada que definiría la organización de las ciencias sociales de carácter nomotético (capaces de generar leyes), a saber: economía,

8ciencia política y sociología. Cada una con su respectivo campo delimitado hacían de éste su espacio exclusivo de conocimiento y evitaban a toda costa cualquier intromisión inoportuna.

Sin embargo, nuevas condiciones objetivas obligaron a las ciencias sociales a emprender esfuerzos para ajustarse a ellas; por ejemplo, el auge de los llamados “estudios de área” en la mayoría de las universidades en Estados Unidos, como un antecedente de lo que posteriormente se llamaría “estudios interdisciplinarios”, se debe en gran parte a la urgencia de generar conocimiento acerca de áreas o zonas geográficas con las que Estados Unidos, como gran ganador de la segunda Guerra Mundial y en el contexto de la guerra fría, estaba obligado a relacionarse. De esta manera, los estudios sobre la URSS, China, el Medio Oriente, así como América Latina, que integraban estudios culturales, históricos, antropológicos, así como sociológicos y comparaciones entre distintos sistemas políticos, abundaron en las instituciones de conocimiento (Wallerstein, 1996).

También la teoría de la modernización que intentaba explicar los diferentes grados en que los distintos Estados-nación se aproxi-maban a una supuesta “modernización” de sus sociedades también sería un intento de “agrupar a las múltiples ciencias sociales en pro-yectos comunes y en una posición común frente a las autoridades públicas” (Wallerstein, 1996: 44), que a su vez deriva de un contexto de expansión de Occidente y su democracia a otras partes del mundo, fenómeno que Huntington identificó como la “tercera ola”.

Lo que tienen en común tales “esfuerzos” es un evidente cues-tionamiento que ya señalaba el alto grado de artificialidad de esta separación entre las diferentes ciencias sociales y de esta manera han colaborado a hacer más flexible estas fronteras, aunque en términos formales la estructura organizativa de la ciencia se ha mantenido

8 A esta división habría que agregar las disciplinas ideográficas como la historia y tal vez la antropología, así

como otros ámbitos que han fluctuado su pertenencia a diferentes conjuntos de conocimiento, como la

psicología, el derecho y en algunos momentos la geografía. Así mismo, se deben considerar las nuevas

disciplinas que buscan ubicarse transversalmente en este entramado organizacional: las ciencias de la

comunicación, la ecología, las ciencias del comportamiento, las ciencias administrativas, etc. (cfr.

Wallerstein, 1996).

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igual. Sin embargo, hay otras consideraciones que nos obligan a reflexionar acerca de la manera en que organizamos el conocimiento social, que aunque también están vinculadas a cuestiones políticas —es decir, en este caso que tiene como fondo que lo posibilita la exigencia de un conocimiento crítico de las condiciones que han llevado a más de uno preguntarse si es posible vivir juntos—, aun así y por lo tanto, parten de un lugar muy diferente a las que motivaron los estudios de área y la teoría de la modernización.

La construcción de campos de estudio diferenciados, es decir, de ámbitos objetivos analíticamente separados en los que la ciencia ha basado su desarrollo, se confronta con una realidad compleja en la que dichos objetos de estudio se encuentran en constante super-posición, provocando entre sí una constante retroalimentación en donde lo concerniente a determinado “conglomerado estructural” afecta, a veces de manera decisiva, a otros conglomerados estructu-ralmente cercanos o incluso lejanos y por lo tanto menos evidentes. Si la organización de la ciencia estuvo influida durante largo tiempo por la física newtoniana (Popper), relación lineal causa-efecto, hoy más bien descubre una realidad caótica y relativa en la que todo está interconectado, donde lo real es un fenómeno total en el sentido que abarca la totalidad de las relaciones-mundo en la que nos desenvol-vemos, y que sin embargo son imposibles de conocer de esta manera, en forma total, para el sujeto, por lo que lo motivará a que, a través de una organización de la ciencia que permita a cada una de las disciplinas una visión más amplia y que además permita hacer explícitas las relaciones entre las diferentes disciplinas y las ciencias sociales, le pueda dar sentido a fenómenos que en lo concreto cortan transversalmente esta separación analítica.

De esta manera, la emergencia de diferentes y autónomas esferas que dieron posibilidad al surgimiento de una diversidad de disci-plinas, conforme su hiperespecialización, entendida ésta como: “la especialización que se encierra en sí misma sin permitir su integra-ción en una problemática global o en una concepción de conjunto del objeto del cual no considera sino un aspecto o una parte” (Morin, 2001: 17), fue llevando a las propias disciplinas a ejercer un parcela-miento de la realidad en donde ya no es posible conocer de forma compleja los fenómenos que en este sentido escapan y rebasan a un pensamiento encerrado en sus propias premisas.

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En otras palabras, la “dignidad inherente a la modernidad”, como la llama Habermas, es decir, esta desarticulación de las esferas del conocimiento, ha significado la pérdida de la capacidad cognitiva del entramado científico de aprehender la realidad como un hecho complejo y multifacético, en donde la autonomía de las ciencias se traduce en una incapacidad para establecer entre ellas nexos o pun-tos de unión que permitan la comprensión de fenómenos que repro-ducen esta complejidad de la que surgen, donde “cada uno de estos fragmentos separados ignora el rostro global del que forma parte” (Morin, 1999[a]: 21), y que, por lo tanto, requieren una aproximación de esta índole. Dicha complejidad de la realidad implica un esfuerzo

9 por relacionar lo que ha quedado parcelado y aislado de sí con la intención de aproximarse de una manera más fidedigna a los múl-tiples objetos de estudio.

La incapacidad por parte de la ciencia de darle coherencia a las relaciones entre diferentes ámbitos de la realidad nos lleva a una percepción falseada de ésta que restringe nuestra capacidad de acción en los distintos ámbitos. Aquí, la crisis de la ciencia empata con una crítica ideológica a la manera de Horkheimer y Adorno, los cuales, como ya se ha visto en el capítulo anterior, denuncian a la ciencia como una herramienta al servicio de los poderosos que tiene como fin la reproducción y conservación de las estructuras de poder existentes, y verá precisamente en el auge de la técnica el fin de la ciencia como un conocimiento emancipatorio, donde efectivamente el hombre sólo conoce en la medida que pueda controlar deter-minado fenómeno.

La crítica ideológica trata de mostrar cómo en un plano para el que es esencial una puntillosa distinción entre relaciones de sentido y relaciones objetivas externas, precisamente esas relaciones se enmarañan y se confunden porque las pretensiones de validez vienen determinadas por relaciones de poder [Habermas, 1989: 146].

La técnica es la esencia del tal saber. Éste no aspira a conceptos e imágenes, tampoco a la felicidad del conocimiento, sino al método, a la explotación del trabajo de los otros, al capital [...] Lo que lo hombres quieren aprender de la

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9 “El conocimiento no es insular, es peninsular y, para conocerlo, es necesario volverlo a unir al continente

del que formó parte” (Morin, 1999 [a]: 27).

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naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres. Ninguna otra cosa cuenta. Sin consideración para consigo misma, la Ilustración ha consumido hasta el último resto de su propia conciencia [Horkheimer y Adorno, 1998: 60].

Esta crítica sin duda rompe la “inocencia” de esta particular manera de organizar el conocimiento, que se descubre como cóm-plice del poder en cuanto permanece pasiva a la hora de señalar las relaciones entre diferentes ámbitos de la realidad que a menudo se nos presentan como dominación, que al diluir nuestra capacidad de acción en cada uno de estos fragmentos de regiones de la realidad aisladas nos impiden pensar el conjunto social de manera amplia restringiendo por lo tanto nuestra capacidad de acción estratégica, esto es, acción consiente de sí y de las condiciones de las que surge encaminada a la transformación social.

En este sentido, a manera de ejemplo y para que en el último apartado de esta sección se abra el análisis de estas cuestiones al particular caso de la ciencia política, tenemos el caso de la economía, como ciencia acotada al mercado, y cuyo fracaso, de acuerdo con Adela Cortina, se relaciona con la incapacidad que tiene de acabar con el hambre a nivel mundial. Ciertamente, tenemos un lenguaje formal económico cada vez más especializado y una capacidad teórica para formular abstracciones que nos ayuden a comprender los fenómenos económicos, sin embargo, conforme avanza su espe-cialización se aleja más de sus orígenes y de sus objetivos, sinto-mático es en ese sentido el corrimiento de la economía como ciencia social, heredera de una parte de la “economía política”, a la economía como una ciencia exacta, más cerca de las facultades de matemáticas, ciencia abstracta por naturaleza. Así la economía sufre de lo que Morin llamó hiperespecialización, se ha convertido en una técnica encerrada en sí misma, que no deja ver sus relaciones con el Estado, la sociedad, la política y el poder. Más aún, una ciencia económica sólo enfocada al mercado puede estar dejando de lado fenómenos económicos que escapan a esta ubicación estructural restringida.

Otro referente negativo entrará en juego a continuación, es el que diferencia a la ciencia del conocimiento filosófico, mismo que clasi-fica como subjetivo, valorativo, normativo en oposición a los grandes logros del conocimiento científico: objetivo, descriptivo y empírico,

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capaz de formular leyes observables y un conocimiento acumulable (Sartori). Sin embargo, la diferenciación se ha traducido en ruptura entre estas dos grandes esferas del conocimiento, lo cual ha ahon-dado la crisis de la ciencia en cuanto a que le ha abandonado a un pragmatismo que no profundiza ni reflexiona acerca de la realidad en la que se aplica, así como para una filosofía que a menudo pierde su principio de realidad que le relaciona como una técnica literaria, más cercana a la poesía, que a un conocimiento pertinente, en cuanto a que permita orientar la acción en las condiciones actuales.

2.2.2. La ruptura entre ciencia y filosofía

El tránsito de la filosofía que se originó en la Edad Media, más vinculada aquí a la teología y a la escolástica, a una de carácter moderno, propició conforme su desarrollo y su orientación hacia nuevos problemas una nueva manera de generar conocimiento. La necesidad de hacer de éste un instrumento más práctico, aunado a los procesos de racionalización y secularización de las diferentes esferas del saber que la modernidad conlleva, propició la diferenciación y la posterior ruptura entre ciencia y filosofía. Sin embargo, esta ruptura, consecuencia primero del positivismo y luego de la revolución con-ductista, ha menospreciado, en aras de una supuesta neutralidad y objetividad, la capacidad reflexiva que proporciona la filosofía.

Definir oportunamente sustancia y cualidad, actividad y pasión, ser y existencia, ha sido desde Bacon un objetivo de la filosofía; pero la ciencia pasaba ya sin estas categorías [Horkheimer y Adorno, 1998: 61].

En la conformación de la identidad de la ciencia en cuanto lo

opuesto a la filosofía, Sartori, siguiendo las ideas de Bobbio, iden-tifica una doble distinción entre ambos polos del conocimiento: 1) en cuanto a los temas que trata; y 2) respecto del tratamiento o método que se le da a dichos temas, otorgándole a este segundo una prioridad decisiva:

[l]a línea divisoria reside por lo tanto en el “tratamiento” y, en este sentido, en el método. Siguiendo siempre a Bobbio, el tratamiento filosófico se caracteriza por

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“al menos uno” de los elementos siguientes: 1) un criterio de verdad que no es la comprobación, sino más bien la coherencia deductiva; 2) una tentativa que no es la explicación, sino en todo caso la justificación, y 3) la valoración como presu-puesto y como objetivo. En cuanto a lo primero, el tratamiento filosófico no es empírico; en cuanto a lo segundo, se caracteriza como normativo o prescriptivo; y en el tercero queda precisado como un tratamiento valorativo y axiológico [Sartori, 2002: 232].

De esta manera, se deja ver por sí sólo lo que la ciencia sí es; en este sentido y a diferencia del conocimiento filosófico, los criterios del método científico se encuentran “en 1) el principio de comprobación; 2) en la comprobación; 3) en la no valoratividad” (Sartori, 2002).

Otras distinciones que hace Bobbio, de carácter secundario pero igualmente vitales para la conformación de la identidad de la ciencia, giran en torno a: la diferencia entre el estudio de las “esencias”, propio de la filosofía de tono metafísico, y el conocimiento de las “existencias”, correspondiente al conocimiento científico de voca-ción empírica y experimental; así como en la supuesta “acumula-bilidad y transmisibilidad del saber científico” y la vinculación de la ciencia como pensamiento operante y operativo, es decir, con una alta factibilidad de hacerse práctico, en contraste con el saber especu-lativo y meditativo de los filósofos.

Sin embargo, las tajantes distinciones que aquí se bosquejan entre estas dos grandes esferas del conocimiento se encuentran también bajo cuestionamiento, donde más allá de una ruptura entre ambas, “ciencia y filosofía podrían mostrársenos como dos caras diferentes y complementarias de lo mismo: el pensamiento” (Morin, 1984). De esta manera, el diálogo entre filosofía y ciencia debe recobrarse con el fin de aprovechar las cualidades diferenciadas de ambas en la gene-ración de conocimiento pertinente, más aún en un contexto de crisis donde despreciar cualquier tipo de conocimiento es un lujo, pues de lo que se trata precisamente es de interpretar cognitivamente dicha tensión generalizada.

Vista la multidimensionalidad de los caracteres del conocimiento y la comple-jidad de los problemas que éste plantea, es necesario efectuar el difícil diálogo entre la reflexión subjetiva y el conocimiento objetivo [Morin, 1999 (a): 29].

A reserva del análisis que del particular caso de la ciencia política

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se haga a continuación para dejar suficientemente clara la perti-nencia de un diálogo entre ciencia y filosofía, que aquí apresurada-mente se ha manifestado, basta con tocar algunos puntos al respecto. Los cambios y discordantes dinámicas que se pusieron en marcha con la modernidad, requerían al mismo tiempo, como recién se vio, un cuerpo lógico que les diera coherencia y los interpretara en tér-minos formales, lo más apegado a los hechos y que le permitiera un mayor control sobre ellos. Así mismo, la ciencia surge como un medio propicio para tales cometidos ya que, a diferencia de la filosofía, y como ya hemos visto con Sartori y Bobbio, su método, es decir, la ma-nera en la que se aproxima al conocimiento de los fenómenos, le permitía resultados altamente eficaces y que a la larga produciría un gran avance tecnológico que, sin embargo, no siempre ha estado acompañado de mejores condiciones sociales.

La vertiginosidad del cambio social después de la Revolución francesa motivó a los positivistas a perfeccionar un método que le proporcionaría a la ciencia la capacidad de despojarse de todo aquello que despreció de la metafísica. Así mismo, esta concepción de la ciencia, abocada a descubrir las leyes de la sociedad, de la política y de la economía que regían a los individuos miembros de una colectividad, permitía un mayor control y organización de dicho cambio social. Así, Touraine opone a los positivistas, melancólicos del viejo orden social, a los revolucionarios, cuyo objetivo era precisamente la destrucción de los viejos privilegios, en cuanto a la movilidad social que permitían dentro de sus entes explicativos. Al contrario de la corriente revolucionaria con amplia capacidad de movilización social, en cuanto adopta un discurso altamente incluyente que toma la forma de “pueblo” o “nación”, en los positi-vistas “esa movilización se reduce al mínimo; tienen confianza en los dirigentes de la modernización con la condición de que estos sepan alentar la religión de la humanidad” (Touraine, 1998), que de esta manera determinaba el fin de las revoluciones por el surgimiento de “un pequeño número de inteligencias de élite”. De esta manera, siguiendo a Wallerstein:

[p]olíticamente el concepto de leyes deterministas parecía ser mucho más útil para los intentos de control tecnocrático de movimientos potencialmente anarquistas por el cambio, y políticamente la defensa de lo particular, lo no

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determinado y lo imaginativo parecía ser más útil, no sólo para los que se resistían al cambio tecnocrático en nombre de la conservación de las instituciones y tradiciones existentes, sino también para los que luchaban por posibilidades más espon-táneas y radicales de introducir la acción humana en la esfera sociopolítica [Wallerstein, 1996: 13].

Así, los intentos del positivismo de reemplazar acción por conducta encontraron en las máquinas de otra revolución, la indus-trial, un modelo lógico pertinente (Morin). De esta manera, la buro-cratización y la industrialización permearon las ciencias con una lógica o razón instrumental, producto de las racionalizaciones conse-cuentes de la expansión del capitalismo, en donde “eficacia y rendi-miento parecen portar la consecución de la racionalidad social”, proceso que coincide con el auge de la ya autónoma disciplina económica (antes parte de la economía política), la cual ve en el mercado un mecanismo espontáneo que funciona de manera autode-terminada con base en leyes naturales denominadas conforme su componente estructural: “leyes del mercado”, “argumento que a continuación podía utilizarse para afirmar la naturalidad de los principios de laissez-faire” (Wallerstein, 1996: 20).

Al eliminar el adjetivo “política”, los economistas podían sostener que el com-portamiento económico era el reflejo de una psicología individual universal, y no de instituciones socialmente construidas… [Wallerstein, 1996: 20].

Esta transferencia de la racionalidad económica a otros ámbitos de la vida social (y aun individual), como la política, ha dominado hegemónicamente durante mediados del siglo pasado a lo que va de éste y ha tenido como consecuencia la obstaculización del debate en torno a otros criterios de racionalidad, pertinente para cada uno de los “conglomerados estructurales”. En este sentido, cabe mencionar que el propio concepto de “sociedad”, como en los liberales clásicos, es consecuencia de la instauración de un mercado libre que deja espacio para el desarrollo de los individuos, a una distancia prudente del Estado, concepción que no ha dejado de influir en los análisis sociológicos y que explica la incapacidad de la disciplina de explicar los procesos de “socialidad” de manera diferente. Así, lo mismo se puede hablar de la ciencia política y su consecuente administración pública, en donde el énfasis está en el binomio eficacia-eficiencia y

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donde los criterios “racionales” de sus clientes están en función de un análisis costo/beneficio, volviendo a la política una técnica absolu-tamente pragmática de administración de asuntos públicos y por tanto apolítica, a menudo conocida como tecnocracia. Sin embargo, dicha tecnificación de la política, como se ahondará a continuación, nos dirige a un conflicto inherente a ella, pues las decisiones técnico-burocráticas no pueden darse al margen de un discurso que las justifique y busque legitimarlas (Habermas, 2000), que a la vez se complica pues el discurso técnico es a menudo excluyente de la discu-sión pública sobre ellas y las decisiones apegadas a criterios econó-micos siempre conllevan, como les llama Charles Lindblom, “exter-nalidades”, con consecuencias casi siempre negativas, producto de que las condiciones sociales, políticas e incluso ecológicas no siempre armonizan con la “mano invisible” del mercado.

Es en este contexto que surge el fenómeno que Morin ha deno-minado como de hiperespecialización que, como ya se vio, hace referencia a un proceso de tecnificación del saber que, cerrado en sí mismo, pierde la percepción global de la que forma parte, pierde por así decirlo, su para qué y de ello la importancia de recuperar el dialogo filosófico-científico. En este sentido, uno de los procedi-mientos formales que comúnmente, si no es que en su totalidad, va a adquirir este proceso de tecnificación es el énfasis en los estudios

10 cuantitativos, al recurso de la matemática como un criterio de cientificidad per se y que es por lo mismo la más alejada de la filosofía. Sin embargo, esta cuantificación que las ciencias hacen de la realidad termina por tornarla incomprensible en el sentido de que tenga coherencia en un conocimiento profundo y esclarecedor de ésta. En palabras de Karl Popper:

[l]a situación es trágica cuando no desesperada. Y es probable que la actual tendencia a la sociología de las ciencias naturales en las llamadas investigaciones empíricas contribuya a la decadencia de la ciencia. Pero a este peligro se superpone otro, cuyo origen se encuentra en la Ciencia Grande: su imperiosa necesidad de técnicos científicos. Cada vez son más los aspirantes al doctorado que sólo reciben formación en ciertas técnicas de medición. No se los inicia en la

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10 Consecuencia, en parte, de que el conocimiento, durante un lapso considerable de tiempo, fue generado

casi exclusivamente en las universidades de Estados Unidos, de larga tradición empirista, y un tanto al

margen del debate filosófico europeo.

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tradición científica, en la tradición crítica del cuestionamiento, de sentirse tentados y orientados por grandes enigmas aparentemente sin solución, antes que por la resolución de pequeños quebraderos de cabeza [Popper, 2005: 99].

De esta manera, la revolución conductista de después de 1945 interpretaba la conducta social bajo una lógica mecánica (acción-reacción), suprimiendo el proceso subjetivo que los lleva a adoptar tal o cual conducta, y que por lo tanto concebía al sujeto como un papel en blanco determinado por las condiciones objetivas de las que partía, a las cuales simplemente reaccionaba. La consolidación de la sociedad de masas haría pertinente esta forma de acercarse al estudio de lo real, pues, siguiendo a Hannah Arendt, a un incremento de la población siempre proseguirá una “incrementada validez y una marcada disminución de error”, y esto determinará, por ejemplo, el auge de los estudios estadísticos como medio propicio de inves-tigación social, ya que, en una sociedad de masas, la acción (la elección consciente y libre de determinada estrategia) se vuelve escasa ante un conformismo que la transforma en pura conducta (Arendt, 2005), energía social canalizada y dispersada en los múltiples caminos de la racionalización técnico-burocrática. Así, para Arendt, el transfondo político de semejantes estudios era ya evidente:

[l]a uniformidad estadística no es en modo alguno un ideal científico inofensivo, sino el ya no secreto ideal político de una sociedad que, sumergida por entero en la rutina del vivir cotidiano, se halla en paz con la perspectiva científica a su propia existencia [...] La conducta uniforme [...] se presta a la determinación estadística y, por lo tanto, a la predicción científicamente correcta [Arendt, 2005: 66].

Se puede afirmar entonces, sin premura, que una tendencia científica a disminuir la capacidad de acción ha permeado el actual desarrollo de las ciencias sociales, noción que corresponde a una concepción organicista de la modernidad que la relacionaba con la capacidad de crear orden, la cual, sin embargo, por la rigidez de sus estructuras, se ha vuelto ajena a la realidad que intenta ordenar, dando paso a un caos que se le presenta como incognoscible puesto que es imposible de ordenar. De esta manera, uno de los objetivos ulteriores del presente trabajo es irse aproximando a nuevas

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maneras de conocer e interpretar las diferentes racionalidades con las que operan y pueden operar diferentes ámbitos de la acción humana, en concreto, propondremos en última instancia una racio-nalidad del quehacer político acorde con el contexto actual, es decir, que parta de condiciones objetivas identificables y reconstruya teóri-camente la posibilidad de dicha racionalidad, que no se presenta como un criterio previamente determinado, sino como un modelo que permite precisamente coordinar las acciones que hagan posibles los consensos/disensos a la vez que asegura la cohesión social y la posibilidad de acción de los sujetos partícipes, que a menudo se contraponen, así como la legitimidad de dichas acciones en el marco de la relación Estado-sociedad.

Así pues, el caso de la ciencia política nos pondrá por fin a tono con el siguiente desarrollo del tema y de los objetivos que aquí se han mencionado, pues a partir de aquí nos enfocaremos en dilucidar la actual crisis de civilización que vivimos, en la parte que concierne a la crisis de la política/lo político, que por su amplitud y complejidad resulta vital en las salidas posibles a esta crisis, directamente influida por la manera en que estudiamos dichos fenómenos en nuestras sociedades.

2.3. El caso de la ciencia política

La ciencia política nace como tal, según Giovanni Sartori, en cuanto es capaz de identificase como un conocimiento pertinente a una actividad humana específica y ubica un espacio estructural determinado donde se desarrolla dicha actividad y que le permite construir un objeto de estudio en torno a él; es decir, que identifica elementos y relaciones que cobran relevancia para el estudio de los fenómenos políticos, objeto de estudio que le pertenece como tal y lo diferencia de otras ciencias y disciplinas sociales. A su vez, en cuanto se asume como una ciencia y adopta un método empírico y verifi-cable, rompe con la tradición filosófica de la que parte y por lo tanto se dedica al análisis de los hechos tal y como son, sin más valoración que su existencia fáctica y con base en ello intenta generalizar y establecer leyes que rijan los comportamientos y fenómenos estudiados.

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De esta manera, Sartori considera a la política como un ámbito propicio para la generación de conocimiento científico en tanto que es, para él, un fenómeno a) diferente, en cuanto distinto de otros y, en este sentido, b) independiente en la medida en que es capaz de gene-rar sus propias leyes, llevándola así a ser c) autosuficiente, autár-quica en el sentido que es fundamento de sí misma y en última instancia d) condición primera en cuanto tiene cierta supremacía como explicación de otros fenómenos “secundarios” (Sartori, 2002: 208). Sin embargo, la caracterización de Sartori se basa en criterios derivados de una manera de generar y organizar el conocimiento que aquí se cuestiona y que a la postre le impedirá, según esta tesis, aprehender conceptualmente la complejidad y el dinamismo de los fenómenos políticos y sus importantísimas relaciones con otros ám-bitos del mundo de relaciones entre sujetos, básicas en la compren-sión de la dimensión política en nuestras sociedades.

La ciencia política es considerada como la ciencia social más joven, pues su institucionalización en centros de estudio y universi-dades no se da hasta finales del siglo XIX en Estados Unidos y ya en el siglo XX se desprendería de las facultades de derecho en Europa; sin embargo, el estudio de lo político se extiende a través del tiempo en la civilización occidental, desde los griegos, para después sufrir un cambio de sentido que dará forma a la concepción moderna, que no niega los intentos de diversos autores de darle un sentido más amplio, pero que sí fue y ha sido, desde Maquiavelo, la que ha domi-nado y la que ha determinado el carácter de la actual ciencia política.

El propio Sartori acepta que: “la noción de ciencia política varía en función de qué se entienda por ciencia y qué por política” (Sartori, 2002: 201), dando paso, no tanto a una relativización de los términos como en primera instancia se podría apreciar, sino a un debate que torne flexible las estructuras de dicha ciencia a bien de incorporar en un mismo cuerpo cognitivo —siempre desde lo político— las distintas caras de un mismo fenómeno. Sin embargo, esta posibilidad parece perderse en el posterior desarrollo de Sartori y termina justificando su posición ante una concepción de la ciencia política que actual-mente domina el discurso científico, pero que ante nuevas condi-ciones de lo social parece insuficiente.

Siguiendo a Sartori, el término “político”, en el transcurso de la Edad Media y en el momento del arribo a la modernidad, sufre una

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transformación radical de sentido que rompe con la concepción aristotélica de la política, que denomina horizontal, para imponer una propiamente moderna que identifica como vertical. Mientras que para Aristóteles la politika era la actividad propia de la polis, actividad realizada por los ciudadanos ocupados de los asuntos públicos dentro de ésta, ya en la literatura medieval y renacentista el término politicum reaparece como dominium (Sartori, 2002), es decir, lo refiere como una acción encaminada a subordinar la voluntad de otros, dándole un vuelco a la significación de “lo político” en nuestras sociedades y que posteriormente lo vincularía casi indisolublemente con el Estado y con la búsqueda de poder dentro de sus estructuras.

Esta transformación coincide con la evolución de la filosofía política moderna que posibilitará posteriormente el surgimiento de la ciencia política y que a menudo se traza en una línea cronológica (Duverger, 1983; Sartori, 2002) que va desde Maquiavelo, quien se desprendería de toda implicación moral de la política y que, con base

11en la observación empírica, establecería las reglas con las que el príncipe gobernaría para conservar, mantener o acrecentar su poder, pasando por Bodino y Montesquieu que desarrollarán y mejorarán el método de observación, rompiendo con el razonamiento deductivo (Montesquieu en particular define las leyes como “relaciones necesarias que surgen de la naturaleza de las cosas” y orienta la incipiente ciencia social al descubrimiento, primero de aquellas naturalezas y luego de sus leyes derivadas, que la pondría a punto para el posterior surgimiento del positivismo de Comte), para así llegar a Michels, Pareto y Mosca, cuyos trabajos reúnen ya los requisitos para ser reconocidos como propios de la ciencia política. Sin embargo, en este recorrido el énfasis se da en tres sentidos: por un lado a) busca mediante los métodos que adopta una supuesta neutralidad que la despoja de su herencia filosófica; así como b) re-produce la visión de la política como actividad encaminada a la búsqueda ya sea de “dominio”, como primero aparece, ya sea poder en filosofía política moderna; y c) ubica al Estado como el espacio lógico donde se dan estos fenómenos de poder.

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11 “Juzgo más conveniente irme derecho a la verdad efectiva de las cosas, que a como se las imagina”

(Maquiavelo, 1992: 55).

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En lo que concierne a la búsqueda de esta neutralidad que ha marcado la ruptura entre ciencia y filosofía, ha tenido como conse-cuencia una ciencia más a manera de técnica y le ha llevado a perder su capacidad reflexiva e interpretativa de lo global, es decir, de forma que haga congruencia con su contexto y con el “todo” que constituye su ámbito objetual y de relaciones; implicación que preocupa más al tratarse de una ciencia que estudia lo político, actividad, como dice Charles Taylor, plenamente intencionada, es decir, consciente y dirigida a establecer y coordinar diferentes proyectos de cómo vivir juntos y que por supuesto implicará siempre una toma de postura y la elección/desecho de ciertos valores que orientan su estrategia.

Podemos reconstruir la ciencia política en la matriz de una “ciencia política”, como la ingeniería y la medicina, que nos muestre cómo poder alcanzar nuestras metas. Pero las finalidades todavía proceden de alguna otra parte: se basan en elecciones cuyos fundamentos permanecen oscuros [Taylor, 1976: 222].

Esta concepción de la ciencia política favorece en el análisis un encubrimiento de las intencionalidades, que permanecen latentes pero sin hacerse explícitas, y puesto que la política y la ciencia que la estudia no pueden desprenderse de éstas, más vale identificarlas y señalarlas, o podemos caer en un “silencio cómplice” de determi-nadas concepciones y tendencias, que en un contexto de crisis sólo colabora a la confusión reinante en la tensión entre lo establecido y lo nuevo.

Sobre todo en momentos de crisis o de rápida transformación de los sistemas políticos o de turbulencia de las fuerzas ideológicas que los operan, el científico político “neutral” termina, en consecuencia, por constreñirse a la impotencia intelectual y al silencio [Zolo, 2007: 49-59].

Esta autonegación de la política por parte de la ciencia que la estudia, en cuanto se presenta como un saber apolítico que ignora las propias condiciones políticas de la generación, organización y dispo-sición del conocimiento de la que es parte, impide la reflexión en torno a cuestiones vitales en la comprensión de esta importante dimensión humana. Mientras que a la filosofía política se le reduce a la especulación de diversos temas, tales como la mejor forma de gobierno, el porqué y para qué de la política, así como las caracterís-

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ticas que debiera tener cierto cuerpo político, la ciencia política pasa ya sin estos puntos reflexivos y se convierte en una herramienta prag-mática al servicio del poder, en alto grado reproductora de lo ya esta-blecido y por ello inoperante ante nuevas condiciones y realidades sociales.

Una “ciencia” que en honor a un ideal abstracto de rigor metodológico expulsa de su propio ámbito la discusión sobre los “valores” de la política, para ocuparse de manera exclusiva de los “hechos”, termina por no estar en condiciones de ubicar, y mucho menos de contribuir a resolver los problemas de la política, pues éstos implican siempre una decisión sobre los límites y el sentido de la vida política [Zolo, 2007: 49-59].

Por otro lado, también por ser la política una actividad inten-cionada pero que a su vez se justifica mediante discursos que dan coherencia a determinada estrategia o proyecto político, la ciencia que la estudia debe hacer un esfuerzo por contrastar los diversos dis-cursos con elementos empíricos, pues las más de las veces estos discursos interpretan de lo que se habla de manera que sirva a dicha intencionalidad; así, la ciencia política tampoco debe limitarse al análisis de la retórica, sino a la implicación empírica de dichos discursos, es decir, cómo la realidad afirma o desmiente dichos dis-cursos. Una ciencia política pertinente, entonces, deberá contar con capacidad reflexiva ante los valores y sentidos que los diferentes actores le dan a la política, así como las herramientas que le permitan verificar dichos valores y sentidos en prácticas sociales concretas.

Si efectivamente la filosofía trata del “deber ser” y la ciencia de “lo que es”, el complemento de ambas nos resultará fundamental al orientar la acción con el fin de interactuar con la realidad de forma correspondiente y, en todo caso, sin pretensión de absoluto, transfor-marla hacia nuevas maneras de convivencia humana (que originarán a su vez nuevas problemáticas), movimiento en el cual el conoci-miento no es sino una parte en un conjunto de procesos diversos, contrastantes y antagonistas, en donde surgen a su vez diferentes actores o sujetos con distintas concepciones y donde, por lo tanto, el conocimiento sólo puede fungir como mecanismo de mediación, vinculación y reconocimiento de la pluralidad de las partes. Un concepto que puede servir para ejemplificar esta posible articulación entre filosofía y ciencia es el de “utopía”, valiosa no en el sentido que

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le otorga Manhiem, en oposición a un conocimiento racional y como parte de la fantasía y la imaginación, sino como establecen Agnes Heller y Ferenc Fehér (1985: 142), es decir: “en la medida en que tanto idea reguladora, sirve para guiar una acción presente en con-cordancia con sus metas establecidas y su dinámica real”, es decir, rompe con la equivalencia cartesiana entre lo real y lo racional, para establecer la potencialidad de lo existente, es decir, lo real como potencia, lo que implica, a la vez, un análisis y un reconocimiento de las condiciones actuales de existencia y de las posibilidades racio-nales de cambio que ya en ella se hallan, es decir, en las propias palabras de Heller y Fehér: “las acciones relacionadas con una utopía son racionales si la utopía está relacionada con una acción y depende de una acción”, y esta acción deberá su pertinencia y eficacia en la medida en que cuente con un conocimiento empírico y verificable del

12contexto del que es parte:

…la transformación de la historia en experiencia plantea trascender sus límites cuando de lo que se trata es de luchar en contra de la inercia, pero siempre partiendo del presente. Viaje a lo desconocido basándose en una necesidad de realidad nueva, de ahí la razón de la utopía [Zemelman, 1998: 7].

Volviendo a la transformación de raíz que sufre el sentido de la política en el tránsito a la modernidad, que marca una ruptura con el pensamiento clásico que se gesta en la Edad Media, de una con-cepción horizontal a una vertical como sugiere Sartori, y conforme al propio desarrollo histórico de la nueva ciencia social, ésta llevará a identificarla con un conglomerado humano particular —es decir, el Estado—, como espacio material donde se ubica el fenómeno de la política. Si bien el añejo debate entre si el objeto de estudio de la cien-cia política debiera ser el Estado como forma “soberana” de poder y por lo tanto acreedora de una disciplina aparte —que para Duverger representa una concepción restringida—, o bien, partiendo de una concepción amplia, debiera considerarse al “poder” como objeto de estudio y al Estado como ámbito hegemónico pero no exclusivo de los fenómenos de poder (Duverger, 1983: 529), parece contar con un

12 Una técnica analítica como la prospectiva política bien puede representar estos incipientes contactos entre

estas dos grandes áreas del conocimiento.

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consenso a favor de la segunda postura, que por lo tanto coloca al “poder” en el centro. El resultado, en última instancia, es el mismo, pues sigue siendo el Estado el ámbito central de la ciencia política, ya que es ahí, dentro de sus propias estructuras, donde se contiene al “poder”. Aunque para fines de lo que aquí se propone, sí representa un avance sustancial, pero no definitivo en el posterior desarrollo de la ciencia.

Para Duverger la “definición amplia de ciencia política es la única que puede ser mantenida: es la ciencia del poder, en todas sus formas”, afirmando la tendencia que establece el sentido de la polí-

13tica como dominio, es decir, como actividad encaminada al poder. Sin embargo, esta “definición amplia” aún deja de lado importan-tísimas regiones del conocimiento y por lo tanto de lo político y su complejidad le parece todavía lejana. Para el mismo autor, por ejemplo, el concepto de “legitimidad” se le presenta como un fenómeno derivado y de carácter relativo, en cuanto que establece que el poder siempre estará referido a un sistema de creencias que lo legitime, y de ahí que el tema de la legitimidad parezca para él más próximo a la sociología política o a una ciencia política “sociologista”, como es la postura del propio Sartori, que un tema propio de la ciencia política como tal; de esta manera:

[l]a noción de “legitimidad” es, pues, una de las llaves del problema del poder. En un grupo social dado, la mayor parte de los hombres creen que el poder debe tener cierta naturaleza, descansar en ciertos principios, revestir cierta forma, fundarse en cierto origen: es legítimo el poder que corresponde a esta creencia dominante. La legitimidad, tal como nosotros la entendemos, es una noción sociológica, esencialmente relativa y contingente [Duverger, 1983: 523].

Sin embargo, en el contexto de las sociedades actuales, la legiti-midad viene a ser un problema central de la ciencia política —más aún en cuanto se adopta una forma de gobierno que basa su legitimidad en una supuesta subordinación del poder a la sociedad de la que emana—, pues viene a convertirse en uno de los pilares que sostienen los fenómenos de poder en la actualidad. Así, el principio de legitimidad no sólo es un principio valorativo o normativo del poder,

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13 Así lo veía, de manera por demás amplificada, Bakunin cuando dice: “Explotar y gobernar significan la

misma cosa” (Bakunin, 1978).

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es un criterio de racionalidad de lo político (que en el desarrollo del presente trabajo se intentará trazar), que incluso se interpretará ope-rativamente en el diseño institucional de la relación Estado-sociedad vía gobierno.

Otros autores, como Sartori, mantendrán una concepción de la ciencia política más apegada a su espacio obvio de acción, es decir, el Estado, y justificarán su surgimiento a partir de la distinción estruc-tural entre mercado, sociedad y Estado. Cabe recordar que por un tiempo economía y política —ya como conocimiento referente al

14Estado—, estaban fundidas en una misma disciplina denominada economía política. A partir de la teoría económica clásica, la cual justifica la existencia de un ente autorganizativo para el intercambio de bienes regido por una supuesta “mano invisible” y autorregulado en forma natural, es decir, el mercado —lo que hacía no sólo posible, sino necesaria, su autonomía respecto del control estatal—, se hace posible el surgimiento de un vacío cognitivo que la ciencia política se apresuró a llenar. Así, siguiendo a Wallerstein:

[l]a ciencia política como disciplina separada respondía a un objetivo ulterior: el de legitimar a la economía como disciplina separada. La economía política había sido rechazada como tema con el argumento de que el Estado y el mercado operaban y debían operar según lógicas distintas. Y esta lógica requería, como garantía a largo plazo, el establecimiento de un estudio científico separado del espacio político [Wallerstein, 1996: 23].

Así mismo, siguiendo a Sartori, una vez diferenciado mercado de

Estado, es posible diferenciar Estado de sociedad, que también identifica como producto de la teoría liberal clásica, pues “son los economistas —Smith, Ricardo y en general los liberales— los que muestran cómo la vida en sociedad prospera y se desarrolla cuando el Estado no interviene; los primeros en mostrar cómo la vida en sociedad encuentra en la división del trabajo su propio principio de organización y, por lo tanto, en mostrar también cuántos sectores de la vida social son extraños al Estado y no se regulan ni por las leyes ni

15por el derecho” (Sartori, 2002: 213), y es así que la sociedad, según

14 Un antecedente de la ciencia política está en la llamada Staatwissenschaften (“ciencias del Estado”) en el

siglo XIX en Alemania (Cfr. Wallerstein, 1996).15

Sin embargo, de esta concepción se deriva una racionalidad social subordinada a una racionalidad

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Sartori, toma conciencia de sí misma y se diferencia como ámbito de acción del Estado y llega a constituir un espacio estructural diferente con su propia ciencia social: la sociología.

La relación poder-política-Estado justifica, según Sartori, a la ciencia política como una ciencia autónoma, diferente, capaz de generar su propio cuerpo conceptual y de enunciar sus propias leyes. Es decir, primero, que la política será la actividad encaminada a la búsqueda del poder, y segundo, que ésta se dará de manera predo-minante en el marco de un Estado —de ahí que se constituya en el objeto de estudio de la ciencia política—. Sin embargo, como el pro-pio Sartori reconoce, una crisis de ubicación de la política signi-ficaría una crisis de la ciencia política como se acaba de caracterizar y, en este caso, la crisis de la ciencia política estará relacionada directa-mente con la crisis de la política y del Estado, misma que se acentuará durante la década de los ochenta.

Como señala el propio Wallerstein, ha sido una constante en la manera de generar conocimiento —proveniente de las condiciones de donde surge—, un amplio carácter Estado-céntrico en lo que respecta a las tres ciencias sociales nomotéticas. Esto se explica en parte debido a que hasta finales de la década de los setenta, el Estado había fungido como el ente rector y organizador del desarrollo, es decir, que la responsabilidad de la dirección hacia el “progreso”, primero, y, posteriormente, al “desarrollo”, estaba centrada en la acción de los diferentes Estado-nación, que para esto contaban con una amplia burocracia que les permitía intervenir en la sociedad y en la economía; sin embargo, con la caída del Estado interventor y la adopción de un modelo de Estado correspondiente a la tendencia económica imperante, su predominio en cuanto a la búsqueda de desarrollo social parece haberse diluido, relativizándose. Situación que tendrá un impacto trascendente en la autoconcepción que la

16ciencia política haga de ella misma:

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económica de tipo (costo/beneficio), restringiendo un análisis en torno a diferentes formas de socialidad que

se adoptan y que escapan a una racionalidad de este tipo.16

Otro pertinente señalamiento de Wallerstein, en cuanto a la tendencia estadocentrista de las diferentes

ciencias y disciplinas sociales, está en la incapacidad de una disciplina como las relaciones internacionales

ante el surgimiento de nuevos fenómenos que rebasan las fronteras de los Estado-nación y que fueron

retomadas en cambio por la sociología y otras disciplinas más recientes como la ecología, tales como la

migración, los conflictos étnicos, el problema ambiental, etcétera.

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[u]na vez que abandonamos el supuesto estadocéntrico, que ha sido funda-mental para la historia y las ciencias sociales nomotéticas en el pasado, y acep-tamos que esta perspectiva puede ser a menudo un obstáculo para hacer inteli-gible al mundo, inevitablemente nos planteamos cuestiones sobre la estructura misma de las divisiones disciplinarias que crecieron en torno a ese supuesto y que en realidad se basaban en él [Wallerstein, 1996: 23].

De esta manera, la concepción vertical de la política se separa aún más de la horizontal, en cuanto a que el Estado no será ya el escenario predominante para la búsqueda de mejores y más justas maneras de convivencia, y quedará reducido al entramado institucional que soporta y da lugar a la búsqueda del poder y que actualmente significa el gran desencanto por gran parte de la población mundial y de casi todos los jóvenes hacia la política y sus gobiernos.

Sin embargo, y a consecuencia de que las estructuras sociales han cambiado, transformando así la relación Estado-mercado-socie-dad, la ubicación, así como el sentido de los fenómenos de lo polí-tico/política lo ha hecho también, aumentando su complejidad, por lo que ello debe implicar una transformación en la propia ciencia social, abocada a dar coherencia a los fenómenos de esta índole, y la incorporación de estas nuevas condiciones a su cuerpo cognitivo. Para ello atenderemos a la distinción introducida por Carl Smith en su estudio sobre el concepto de “lo político”, así como estableceremos que las propias condiciones en las que se relacionan los diferentes conglomerados estructurales limitan progresivamente la pretendida desvinculación de una concepción de la política horizontal, como búsqueda del poder político, y de una vertical, como actividad enca-minada al tratamiento de los asuntos públicos, donde surge la noción de “ciudadano”, no desde una perspectiva jurídica, sino propiamente política, es decir, capaz de influir en decisiones colectivas.

Para Sartori, en un tono que recuerda las consideraciones que tiene Duverger respecto de la diferencia entre sociología y ciencia política: “la dimensión horizontal pasa a ser asumida por la socio-logía, y correlativamente la esfera de la política se restringe en el sentido de que se reduce a una actividad de gobierno, y en sustancia a la esfera del Estado” (Sartori, 2002: 219). En este sentido, Sartori ve en los procesos de democratización un fenómeno de masificación de la política que, reconoce, se da en términos estructurales, y lo define como la incursión de las masas en la política, de donde: “siempre

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estuvieron alejadas o excluidas [...] o presentes sólo muy de tanto en tanto[,] ahora entran en la política; y entran con intenciones de estabilidad, para quedarse” (idem). Sin embargo, a partir del surgimiento de la llamada “sociedad de masas”, éstas han estado involucradas, como actor pasivo o como mero sujeto de discurso, en la política desde siempre (como en el fascismo o en el comunismo que eran regímenes de élite pero que en el discurso se legitimaban haciendo referencia a grandes colectividades humanas), lo que cambia, sin embargo, y éste es el sentido de la observación de Sartori, es la dirección de la relación entre élite y la así denominada “masa” —que puede ser sustituida aquí, si se permite y de manera provisoria, por el término “sociedad civil”, con sus consecuentes implicacio-

17nes—, en el sentido de que ahora dicha masa cuenta con los arreglos

18y procesos estructurales de incidir, de manera independiente, es decir, desde fuera de la estructura gubernamental, en las decisiones políticas y en el tratamiento de los asuntos públicos.

Sin embargo, para Sartori estas nuevas condiciones implican un gran riesgo para la consideración de la ciencia política que el mismo autor argumenta y que aquí ya hemos mencionado (diferente, independiente, autosuficiente y explicación primaria), en cuanto supone una “sociologización” de la política y una subordinación de la visión vertical de la política, es decir, del poder político, a la así llamada dimensión horizontal de la política, fundada en una raciona-lidad que actualmente pasa inadvertida como parte central de la actual ciencia política.

La nueva ciencia de la sociedad —la sociología— tiende a reabsorber en su propio ámbito a la ciencia política y por lo tanto a la política misma. El reduc-cionismo sociológico o la sociologización de la política va indudablemente unida a la democratización de la política y encuentra en esta referencia tanto su fuerza como su límite [...]

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17 “

A la ubicación vertical se une ahora una expansión y ubicación horizontal, lo que vuelve a subvertir de nuevo todo el discurso…” (Sartori, 2000: 220).18

Un caso interesante, aquí y muy cercano a México, es el del corporativismo, que consistía en la organi-

zación de la sociedad en términos del Estado; en este sentido, así como la sociedad se mezclaba con lo estatal,

el Estado se socializaba en cuanto incorporaba en sus redes de poder a sectores sociales para así negociar con

ellos. Sin embargo, la diferencia esencial en estos procesos de democratización a los que Sartori identifica

con otro tipo de relación entre lo social y lo estatal, es efectivamente su diferenciación estructural en donde

los ámbitos se encuentran analíticamente diferenciados.

La democratización o masificación de la política supone no sólo su difusión, sino sobre todo su ubicuidad.

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En suma, la reducción a términos sociológicos “restringe” la política en el sentido de que su verticalidad resulta una variable dependiente, dependiente precisamente del sistema social y de las estructuras socioeconómicas… [Sartori, 2002: 222].

Y he aquí el foco de tensión en la actual crisis de la ciencia política, crisis que el propio Sartori reconoce pero que termina por escapár-sele; es decir, la condición objetiva de que el “poder” en nuestras sociedades es un concepto hueco, en la medida en que éste sólo se define a partir de su ejecución y en el sentido de su utilización, que nos lleva a una imposibilidad conceptual de definir el poder por el poder mismo, o lo que es lo mismo y como dice Sartori, que “la polí-tica es la política”, definición de carácter tautológico, que contrasta con la opinión de Gödel, según el cual, un sistema formalizado complejo no puede encontrar en sí mismo la prueba de su validez; o, así mismo, con la de Tarski, quien afirma que un sistema semántico no puede explicarse totalmente a sí mismo; o con la conlusión del propio Morin, en el sentido de que: “ningún sistema cognitivo podría conocerse exhaustivamente ni validarse por completo a partir de sus propios instrumentos de conocimiento”, es decir, podemos afirmar que el poder y la política no podrán explicarse en su totalidad de manera endógena, sino por —y cada vez será una parte más sustancial del análisis politológico—, las consecuencias que en lo social y en lo económico tenga la política, así como la relación que se dé entre estos tres componentes estructurales, análisis que siempre se hará desde la perspectiva de la ciencia política y que no equivale a borrar las distinciones pertinentes ni las fronteras entre las res-pectivas ciencias y disciplinas, ni a incurrir en un hacer funcionar la política en lo social, sino a reconocer en estas fronteras los puntos de contacto que se dan entre ellas, así como la manera en que incor-poran a su propio “campo semántico” estos puntos de contacto. El no reconocerlo, por el contrario, representa varios riesgos, como aquí se intentará ejemplificar a través de su desarrollo en torno al concepto “poder” y que terminará por significar una doble imposibilidad cog-nitiva que enseguida se expondrá.

Otra distinción que hace Sartori en su justificación de la ciencia política actual, y a la cual considera determinante, es la que señala que: “condicionar o influir sobre el poder político no es lo mismo que

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ejercerlo”, es decir, que “no debemos confundir los resortes del poder, o la influencia sobre el poder, con tener poder”; en este sentido un nuevo recorte de la realidad surge de la construcción del objeto de estudio de la ciencia política, pues impide interpretar cognitiva-mente las relaciones “reales” que se dan entre el poder político y otros tipos de poder, como el militar y el económico o, en un ámbito dife-rente, cómo los múltiples movimientos sociales modifican la estruc-tura de poder existente; ya que si bien estas relaciones fluyen de otros lados, terminan por influir y materializarse en el sistema político y, en ocasiones, acaban por dominarlo. Dicha materialización, en última instancia, está sustentada en el monopolio de la fuerza legí-tima, pero sin duda sólo es una parte del análisis, y excluirlo de éste no niega su existencia, sólo puede aspirar a ocultarla.

Por más que las corporaciones gigantes, o también los poderes sindicales, lleguen a ser influyentes, ello no quiere decir que su poder sea soberano, que esté sobrepuesto al poder político. En la medida en que un sistema político funciona, los órdenes predominantes y vinculadores erga omnes son y siguen siendo los dictados que emanan del propio dominio político. Solamente las decisiones políticas —ya sea bajo forma de leyes o disposiciones de otra índole— se aplican con la fuerza coercitiva a la generalidad de los ciudadanos [Sartori, 2002: 221].

Ante tal consideración, la pregunta acerca de las intenciona-lidades que adopta determinado “sistema político” permanece en la sombra. De manera que podemos trazar una imposibilidad cog-nitiva de la que se hablaba en dos sentidos, es decir, como la imposi-bilidad de la ciencia política de aprehender cognitivamente:

a) Una finalidad del poder. En nuestras sociedades actuales el poder colectivo es de carácter público y por ello tiene una finalidad pública; más aún, en las formas de gobierno actuales, el poder debe ser utilizado en la construcción del bien común (tendencia rectificada estructural y procesalmente), debe provocar un impacto positivo en la sociedad de la que emana. En este sentido como ya se vio: el poder en la actualidad no puede ser funda-mento de sí mismo, el poder no se explica por el poder, sino por sus repercusiones en la sociedad y de ahí la importancia del concepto de “legitimidad”. En la mayoría de las formas de gobierno actuales hay un acuerdo bastante definido acerca del

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acceso-renovación (elecciones democráticas, límite temporal del ejercicio del poder, etc.) y su organización (equilibrio de poderes, descentralización, etc.), sin embargo, su correcto uso sigue siendo asignatura pendiente, tanto así que hemos asistido a una gran crisis del Estado como actor hegemónico en la construcción del bien común.

b) Las relaciones del poder con otros ámbitos de la vida social. Un problema particular aquí sería la imposibilidad de interpretar teóricamente la relación entre mercado y poder político. El discurso del “libre mercado” viene acompañado de una despolitización del Estado en la generación y distribución de la riqueza; al denunciar la intervención del Estado, y aun la política en general, como extraña y contraria a las “leyes del mercado”, ha limitado las herramientas mediante las cuales la sociedad, a través del Estado, puede encarar las así llamadas “externalidades” negativas del mercado. Sin embargo, este discurso lejos de despolitizar a las organizaciones humanas traslada el poder a otras instituciones, mecanismos, etc. De esta manera, la relati-vización del poder del Estado implica la revaloración del poder del libre mercado. Otro caso claro de esta imposibilidad se encuentra en el hecho de que la ciencia política ha renegado del estudio serio de los diferentes movimientos sociales y de la manera en que éstos repercuten en el modo de ejercer el poder, es decir, en qué forma tienen como consecuencia una alteración de los principios de legitimidad hasta la fecha existentes.

Cabe hacer algunas precisiones. En cuanto a la incapacidad cognos-citiva de la ciencia política en su relación con otros ámbitos sociales, al abordar la manera en que se vincula “la política” con la actividad económica —en específico en lo que atañe a un sistema económico basado en el libre mercado— no implica caer, sin embargo, en una perspectiva marxista donde la política y, en ese sentido, el Estado, son considerados como una “superestructura” consecuente con el

19interés del capital y así derivar en una “negación de la política”; de

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proviene de la filosofía marxista. En esta perspectiva no se llega sólo a la heteronimia de la política sino más drásticamente a la “negación de la política”. En la concepción económico-materialista de la historia, la

“La forma extrema de negación de la autonomía de la política no es de todos modos la sociológica; más bien

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hecho, no se trata de recalcar alguna supuesta subordinación de un sistema a otro, en este caso uno político a uno económico, sino sim-plemente señalar que el “poder” aunque se ejerza de manera coer-citiva en el sistema político, está influido por múltiples factores que no necesariamente se encuentran dentro de su propio sistema, o, desde esta misma perspectiva, debemos plantear no el aniquila-miento de uno sobre el otro, sino no de qué manera pueden inter-actuar de forma complementaria, no sólo lo estatal y lo económico, sino también lo social, para aminorar las consecuencias de las

20llamadas “externalidades” del mercado, como se ha dicho, y para lo que es necesario primero una distinción entre los diferentes espacios estructurales involucrados.

Este extenso debate, por otro lado, sólo se tratará de manera circunstancial en el posterior desarrollo del tema; sin embargo, en lo que respecta a la relación que se hace entre determinados fenómenos sociales y sus repercusiones en los fenómenos de “poder”, será un eje fundamental, y en este sentido el concepto de “legitimidad” será el concepto vinculante entre los fenómenos estatales y sociales en los que media “lo político”, pues se parte de que, ante las condiciones estructurales actuales, se hace más posible, desde la sociedad civil en sus diferentes manifestaciones, como ciudadanía organizada o como movimiento social, incidir en las decisiones colectivas así como influir considerablemente en la manera en que se ejerce el poder en determinada colectividad. En este sentido cabe volver a mencionar la experiencia de mayo de 1968 en Francia, o el movimiento estudiantil del mismo año en México, que no buscaban reemplazar u ocupar el poder en sus Estados, pero que, sin embargo, trajeron consecuencias vitales en cuanto a la manera en que el Estado se legitimaba ante la sociedad y que a la postre significaría un cambio de régimen, que, no sin sus dosis de violencia —producto de la incapacidad de un Estado

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política es una “superestructura”, no sólo en el sentido de que refleja las fuerzas y las formas de producción, sino también en el sentido de que es un epifenómeno destinado a extinguirse…” (Sartori, 1993: 223). “En efecto, la anacrónica persistencia de la izquierda marxista en la explicación de lo político como mera ‘superestructura’ de la base económica, que durante muchas décadas obstaculizó el desarrollo de todo análisis serio de la esencia, función y perspectiva del Estado, parece ya definitivamente relegada al pasado” (Heller y Fehér, 1985: 128).20

En este sentido, por ejemplo, los diversos casos en que un determinado tipo de sociabilidad sirve como alternativa a una racionalidad estrecha de carácter económico (costo/beneficio), que va desde las cooperativas y sindicatos, a redes de comercio “informal”, de mercado justo o directo, a otras más radicales. Así también el tono de las políticas públicas al intentar conjugar a diferentes actores (gobierno-iniciativa privada-sociedad-sujeto de política pública) en una acción determinada.

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altamente centralizado de interpretar un creciente descontento social—, lo canalizaría fuera de los movimientos revolucionarios tradicionales que se venían dando hasta esa fecha, donde la toma del Estado y del poder político se consideraban un aspecto central de la lucha.

En este sentido, entonces, la distinción de Sartori entre “los resortes del poder” y “tener poder”, parece hacerse relativa y da pie a una expansión del campo de conocimiento de la ciencia política, lo cual no implica, como se ha venido diciendo, una pérdida del centro de dicha ciencia social, sino, por el contrario, un reforzamiento de éste, en cuanto seguirá siendo el “poder” el punto de referencia de la ciencia política, pero será también capaz de cubrir, a través de él, un horizonte más amplio a fin de aprehender la complejidad de los fenómenos de esta índole. En este sentido, la ciencia política será capaz de compartir campos de conocimiento con las diferentes ciencias y disciplina sociales y podrá seguir siendo ciencia política; ejerciendo algo similar a lo que Luhmann identifica como “descrip-ciones referenciadas”, es decir, “descripciones en las que se indique explícitamente desde qué sistema son hechas, para así poder saber cuál es la perspectiva desde la que son vistos el mundo y la sociedad” (Luhmann, 1998[a]:16).

De esta manera, respondiendo a la predicción de Sartori en cuanto a la equivalencia entre una crisis de ubicación de la política y una crisis de la ciencia política, podemos afirmar que el concepto de “política” ha tendido, conforme a condiciones estructurales especí-ficas, a un desdoblamiento con el fin de abarcar las diferentes dimen-siones de los fenómenos políticos en nuestras sociedades; así, la política entendida como dominium, rasgo adquirido en la moder-nidad, y lo político como actividad que tiene lugar en la polis y entre iguales que deciden sobre la res publica, quedan comprendidos, aunque diferenciados, en una unidad compleja que tiende a abarcar la relación entre Estado y sociedad y que por lo tanto viene a romper con la posición Estado-céntrica que había caracterizado a la ciencia política, pues dicha unidad compleja relaciona ejercer el poder con sus consecuencias, finalidades e influencias e implica, por lo tanto, una concepción descentrada del Estado.

Otra consideración que nos ayudará a explicar este desdobla-miento de lo político/la política, es la efectuada por Carl Schmitt en

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su libro El concepto de lo político, donde efectivamente prevé esta incapacidad de reducir lo político a lo gubernamental puro o al ámbito estatal y lo lleva a profundizar acerca de un criterio propio para distinguir la dimensión de lo político, y es en este sentido que realiza su famosa distinción entre amigo/enemigo, donde se hace evidente la relación de los fenómenos políticos con el “conflicto” —que identifica con el término polemos—, y que otra vez escapa a un reduccionismo en términos de lucha por el poder. En este sentido, para Schmitt, lo político es una esfera indeterminada en cuanto a que cualquier tema, ya sea económico, cultural, social o moral, en la me-dida en que logre generar un conflicto tal que sea capaz de ocasionar una tensión entre amigo/enemigo podrá ser ubicado en una dimen-sión de lo político.

Desde esta perspectiva surgen diversas ópticas en relación con el “conflicto” como fundamento de lo político. Por un lado, la tendencia que desde Hobbes, y en particular en Hegel, concibe —ya sea en una situación de guerra de todos contra todos en un hipotético estado de naturaleza, o en la sociedad civil identificada como reino de las particularidades, donde lo que predomina es el interés propio, ambas en estrecha relación con el “conflicto”—, al Estado como gran Leviatán o Espíritu Absoluto donde el conflicto se dirime, coronando así la unidad social y negando, así mismo, el conflicto. Por otro lado, hay una perspectiva más cercana a Plessner y al análisis de Schmitt de la contemporaneidad, donde el conflicto es una parte “insupe-rable” proveniente del pluralismo del mundo humano y en la que a partir de la caída del “Estado clásico europeo” —cuando el Estado absolutista a la vez que pierde el monopolio de lo político pierde la facultad de regular y encauzar los conflictos sociales—, “lo político” se hace irreductible al Estado.

En este sentido, la sociedad civil, tanto por su propia dinámica como por ser el lugar donde la creciente diversidad de nuestras sociedades se expresa de manera inmediata, y por lo tanto donde el conflicto inherente a esta situación de coexistencia se origina, surge como un lugar propicio para la aparición de los fenómenos políticos y, en este sentido, la acción política será la propicia para mediar dichos conflictos donde, de nuevo, el Estado puede llegar a ser un actor. Sin embargo, debido a que la complejidad rebasa por mucho una concepción encerrada en sí misma, nos muestra de manera

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directa la relación de otros conglomerados con los fenómenos políti-cos y de la política.

Estas consideraciones, que del particular caso de la ciencia polí-tica se han hecho, servirán como criterios que en el posterior desa-rrollo del tema no se podrán obviar y lo acompañarán transversal-mente, por lo que, como conclusión del presente trabajo, y a fin de dar una orientación más completa al lector, a continuación se expo-nen mediante un modelo mínimo que cerrará este capítulo.

2.4. Consideraciones finales. Modelo mínimo del trabajo

Éste así llamado modelo mínimo de trabajo, además de presentar una visión general de la investigación que favorezca la articulación de los diferentes temas con el sentido de los mismos, pretende terminar por hacer explícitas las intenciones en cuanto a concepción meto-dológica, que en este caso resultará fundamental pues determina la lógica interna a seguir.

Es sin duda una problemática del conocimiento lo que motiva, tras telones, esta investigación. Hemos identificado, y así lo inten-tamos demostrar en este capítulo, que los modelos de racionalización de las diferentes esferas de desempeño del sujeto o conglomerados estructurales, como lo hemos señalado a través de las ideas de Sartori, se encuentran en una gran crisis, consecuencia de los pro-fundos y radicales cambios que se han venido sucediendo y que terminan por romper con los conceptos que tradicionalmente habían explicado la vida moderna —lo cual no implica necesariamente un abandono del referente moderno, como también lo hemos dicho—. Hemos rescatado aquí una característica fundamental y es el desafío al que epistemológicamente, conocedora de sus propias limitantes, este trabajo intenta responder: que los modelos de racionalización se nos presentan de manera cerrada, autoproducidos y de carácter endógeno, y por lo tanto insuficientes en tanto incompletos para comprender la complejidad de la vida en las sociedades contem-poráneas.

Es así que este trabajo nos lleva a hacer un ejercicio que intenta romper con estas racionalizaciones de carácter cerrado, tal como Edgar Morin las define, en su diferencia con una racionalidad com-

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pleja de carácter fundamentalmente dialógico (Morin, 1984, 1994). Este trabajo, por lo tanto, pretende ofrecer un marco conceptual mínimo que sirva como una perspectiva plausible para aprehender la complejidad de los fenómenos actuales, no pretendiendo dar expli-cación suficiente de la realidad, sino sirviendo como punto de referencia pertinente para entrever el conjunto de relaciones e inter-dependencias donde los diferentes sujetos como actores principales están inmersos.

De esta manera, Morin identifica los procesos de racionalización como “la construcción de una visión coherente del universo a partir de datos parciales, de una visión parcial o de un principio único”, donde por lo tanto amplias regiones del conocimiento que se presenten en algún nivel, contradictorias ante este principio único, son excluidas y señaladas como contingentes; así, la racionalización se interpreta como “una visión del mundo que comporta identidad de lo real, lo racional, lo calculable, y donde se ha eliminado todo desorden, toda subjetividad” y, por lo tanto, en la que el sujeto queda reducido a un engrane que funciona según esta racionalidad basada en principios parciales, identificados ya sea con el Estado, con la utilidad social o con una “racionalización ‘instrumental’, donde eficacia y rendimiento parecen portar la consecución de la raciona-lidad social” (Morin, 1984: 293-296).

Ante esta razón simplificadora que permanece acrítica sobre sí misma, Morin propone una racionalidad abierta que no se presente como represión de la realidad que le resiste, sino que, por el contrario, dialogue con ésta y reconozca en lo contingente, en lo ajeno, en lo extraño, una relación de interdependencia y le permita salir de la cerrazón de sí misma:

[l]a racionalidad es el juego, el diálogo incesante, entre nuestro espíritu, que crea estructuras lógicas, que las aplica al mundo, y que dialoga con ese mundo real. Cuando ese mundo no está de acuerdo con nuestro sistema lógico, hay que ad-mitir que nuestro sistema lógico es insuficiente, que no se encuentra más que con una parte de lo real. La racionalidad, de algún modo, no tiene jamás la pretensión de englobar la totalidad de lo real dentro de un sistema lógico, pero tiene la voluntad de dialogar con aquello que le resiste [Morin, 1984: 102].

En este sentido consideraremos dos racionalizaciones que, aunque cerradas en sí mismas, se ubican dentro de un conjunto social y que,

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aun obedeciendo a lógicas diferentes que de un tiempo a la fecha las más de las veces se definen como antagonistas—, guardan una rela-ción de complementariedad (que sin embargo sigue siendo parcial, pues hay fenómenos que escapan a su relación). Así, junto con la oposición que definió inicialmente la modernidad, entre Estado y religión, debe considerarse la escisión plenamente moderna tal como es identificada por Bovero, de lo estatal y lo social, entendida como un momento positivo de la modernidad, es decir, donde cabe la posi-bilidad de darle un contenido, no por oposición al “mundo basado en la tradición”, sino propiamente moderno.

Estas esferas de lo estatal, por un lado, y lo social, por el otro, encuentran desde hace algún tiempo las condiciones estructurales para establecer una relación efectiva que se manifiesta en gran medida en la noción de legitimidad, que en este modelo servirá como concepto vinculante entre ambas esferas ya que será interpretada como un canal de comunicación entre el Estado y su gobierno y la sociedad de la que emana. En este sentido, la legitimidad, entendida como parte de una racionalidad propiamente política (donde el otro polo de esta racionalidad estará en función de la búsqueda del poder), supondrá la capacidad del sujeto de intervenir de forma directa en el poder.

Por otra parte, esta legitimidad como vínculo entre el Estado y una definición de sociedad que rompe con lo que Touraine llama “la representación social de lo social” (Touraine, 2005), no se ubicará en el vacío, como si entre Estado y sociedad no existiera nada, por el contrario, ésta se encontrará enraizada en un espacio público defi-nido más allá de lo puramente estatal, surgido de la constante inter-acción entre sujetos y donde el propio Estado es un participante importante, pero no exclusivo, y que formará un cúmulo de comuni-caciones, relaciones e interacciones que servirán como insumo en la constante construcción de legitimidad.

Es este espacio público también el escenario donde se repre-sentará gran parte del conflicto inherente a las sociedades actuales. Partimos en principio de que la llamada “búsqueda” del sujeto, en un matiz a la interpretación expuesta por Touraine, no se da sólo “en términos de relaciones con uno mismo” (Touraine, 2005: 120), si no que, y sobre todo, la construcción del sujeto se da en términos de su relación con “el otro”, pues, como dice Bajtin, “la correlación entre el

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yo y el otro es irreversible” (Bajtin, 2000: 34), y es en este sentido que si bien el “fin de lo social” da paso a la posibilidad del surgimiento del sujeto como lucha contra las “fuerzas impersonales”, la relación entre el sujeto y su colectividad queda, de alguna manera, en un nivel inferior o derivativo de la relación del sujeto consigo mismo.

Estas consideraciones, que en su respectivo lugar serán abor-dadas propiamente, nos llevarán a acercarnos a una visión de socie-dad civil fundada en una dimensión propiamente política del sujeto, manifestada sobre todo en la noción de ciudadanía. Será a su vez esta interpretación de la sociedad civil como un conjunto discordante, multifacético y antagonista, la que nos lleve a ubicar a partir de la noción de coexistencia —que implica, a la vez que una diferenciación entre las partes, una necesaria correlación—, un principio que nos permita aproximarnos a esta dimensión política del sujeto, pues son en estas relaciones de coexistencia en las cuales los diversos sujetos luchan por su reconocimiento como tales, lo que obligará a ver en el conflicto una condición primaria de socialidad y de ahí su relación con lo político, tal como es definido por Carl Schmitt en su sentido polémico.

Es así que este trabajo pretende abordar varios niveles, identi-ficados estructuralmente incluso, para aportar una perspectiva general en que los diferentes llámense subsistemas, conglomerados, etc., entrarán en relación unos con otros e incorporarán estas rela-ciones a su propio núcleo semántico, poniendo especial énfasis en el papel del sujeto y su capacidad para desempeñarse como tal, único punto de partida válido para nuestros propósitos.

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3.1. Lo político en lo humano

A lo largo de la modernidad diferentes maneras de interpretar la dimensión política de nuestra vida colectiva han surgido, sin embargo, estas interpretaciones estuvieron fuertemente arraigadas al desarrollo teórico y práctico del Estado, lo cual, actualmente, como bien apuntan Cohen y Arato, “ha oscurecido una dimensión impor-tante de lo que es nuevo en las discusiones políticas y en lo que está en juego en las contiendas sociales” (Cohen y Arato, 2000: 21). Estas distintas y hasta divergentes explicaciones del fenómeno político, que a lo largo de la modernidad han surgido, sobre todo a partir de finales del siglo XVIII y principios del XIX, se han caracterizado aun en su oposición—, por una serie de elementos que hacen referencia a un modelo específico de modernidad.

Tal como se ha visto que ocurre en otros campos del conocimiento, el desarrollo conceptual de “lo político” ha seguido un creciente pro-ceso de diferenciación y especialización que es particularmente visible en el ya clásico análisis que Norberto Bobbio y Michelangelo Bovero hacen acerca de la relación entre Estado y sociedad a partir del estudio de los modelos iusnaturalista y el que es señalado como

1“hegeliano-marxista”. En su análisis del primer modelo, denomi-nado “iusnaturalista”, característico de las teorías del contrato social, la sociedad civil es a la vez civil y política, debido a que se efectúa una oposición del conjunto social con un momento anterior a éste, es decir, el “estado de naturaleza”, estadio previo a la convención (con-trato) que da surgimiento al Estado y a la sociedad como tal; el

3. La reconfiguración de lo públicoy su consecuencia en lo político

1 “Hegeliano-marxiano” en el original.

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momento social así sólo es explicable en concordancia con el mo-2mento político. Es decir, aquí lo civil y lo político coinciden en la

sociedad organizada en contraposición con el “estado de naturaleza”.En la medida en que sigamos el análisis de dichos autores veremos que el tránsito del modelo iusnaturalista al denominado hegeliano-marxista implica dos aspectos fundamentales que se recuperan para los fines de esta investigación: por un lado, a) como lo señala Bovero, el tránsito de un modelo a otro implica “una concep-tualización de lo político fuera de lo social y, recíprocamente, de lo social fuera de lo político, que parece poder resumirse en dos opera-ciones simples: remoción del estado de naturaleza en cuanto a ins-trumento conceptual inadecuado para representar el lugar ‘anterior a lo político’ y degradación de la sociedad civil de momento político y superior al momento no-político e inferior” (Bobbio y Bovero, 1986: 193-200); así como que b) la consideración de la sociedad civil como espacio diferente al Estado deriva en la interpretación de ésta como un conglomerado colectivo capaz de producir en sí misma ciertas condiciones de estabilidad y autonomía, lo cual, sin embargo, y como ya se verá, hace debatible la aparente exclusión de lo político en lo social y viceversa.

A partir de esta progresiva diferenciación entre la esfera social y la estatal, que culmina en el modelo hegeliano-marxista, la ruptura entre “lo político” y “lo social” se convertiría en una condición histó-rica plenamente moderna que, como tal, compartirían los más antagonistas modelos de interpretación de la dimensión política en nuestras sociedades y que, por lo tanto, sería capaz de relacionar concepciones tan divergentes como lo son el liberalismo de corte económico, el marxismo clásico o, incluso, en una perspectiva más radical, como el anarquismo propuesto por Bakunin. Sin embargo, este modelo al cual nos referimos nos resulta hoy insuficiente ante la emergencia de una categoría nueva de fenómenos que se ubican precisamente en la relación entre estos dos aspectos/espacios funda-mentales del ser humano, es decir, la facultad de generar vida colec-tiva (sociedad) y la capacidad de relacionarse con ésta para trans-

2 “... en el enfoque iusnaturalista la sociedad no tiene otra figura real más que la política [...] por lo tanto, la

sociedad civil es al mismo tiempo sociedad y Estado [...] Ésta es la conclusión necesaria del punto de partida

iusnaturalista” (Bobbio y Bovero, 1986: 204-205).

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formarla (política/Estado). Tal como lo planteaba J. Freund, cabe preguntarse hoy ante nuevos fenómenos concretos, la pertinencia de estas dos características que definieron por mucho tiempo el cono-cimiento de lo político en la modernidad:

[l]a disyunción entre sociedad y política tiene su fuente en la creencia en la es-pontaneidad ordenadora de la sociedad, ya sea bajo el aspecto liberal de la acción armónica de las leyes naturales, o bien bajo el aspecto marxista del hombre inmediatamente social, productor de sí mismo por el libre desarrollo. La política sería, pues, una actividad que contrariaría la autodeterminación de la sociedad. Esta creencia, ¿está fundada? Los mentís de la experiencia son suficientemente elocuentes como para dispensarnos de rehacer a nuestra cuenta el camino, ya que vale más mostrar por qué y cómo lo político es intrínseco a la sociedad [Velasco, 1993: 179] [Las cursivas son mías].

Así pues, a partir de la caracterización que Bovero y Bobbio hacen del modelo “hegeliano-marxista”, y de las específicas lecturas que tanto Marx como Hegel realizan de la relación entre Estado y sociedad, se intentará mostrar cómo esta conceptualización de “lo político” fuera de “lo social” y, viceversa, influyó en las más diver-gentes y antagónicas posturas teóricas, tal como se verá en el caso del liberalismo económico, del marxismo clásico e incluso, como ya se anticipó, en una visión radical como la del anarquismo revolu-cionario. Vinculadas históricamente a una metaconstrucción social-mente compartida y empíricamente aceptada, estas diferentes pers-pectivas que en su momento se definieron como modernas y que coincidían en una ruptura con la tradición aristotélica de la política y su relación con el hombre —como — y su capacidad para entablar relaciones con su colectividad (la polis), la ubicaron en cambio en un plano contingente y desde una perspectiva que la identificaba como actividad orientada hacia el “dominio” o la “hege-monía”, monopolizada por el Estado, y hacia las relaciones que se establecen en torno a la búsqueda del poder, ubicadas en el mismo plano estructural (Estado/gobierno/partidos), y no como construc-ción y transformación del tejido social en términos del sujeto.

zoon politikon

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3.1.1. La exclusión recíproca de lo social y lo político

El descubrimiento de una esfera social con ciertas condiciones de estabilidad generó —a partir de esta visión en la que lo social era relativamente suficiente en sí mismo, es decir, que era capaz de asegurarse, a sí mismo, un campo de acciones y relaciones propio, diferente al Estado— una interpretación mutuamente excluyente de lo social y de lo político. En este sentido, el descubrimiento de la relación entre dos colectivos, a saber, Estado y sociedad, llevó a “reconocer en la separación recíproca y la autonomía relativa de lo social y de lo político la estructura fundamental de la formación social moderna” (Bobbio y Bovero, 1986: 202), característica que, como hemos dicho, se reproduciría durante todo el siglo XIX y gran parte del XX.

En términos generales, el modelo hegeliano-marxista “interpreta la realidad de las formaciones sociales modernas sobre la base de la contraposición fundamental entre una esfera social contradictoria y una esfera política en la que las contradicciones se median” (Bobbio y Bovero, 1986: 151). Es decir, la esfera social representada en el término sociedad civil, aunque ya cuenta con un tejido enlazador estable, es caracterizada predominantemente como escenario de conflicto entre intereses privados, que aun cuando estén inmersos, tal como planteaba Marx, en una relación de “mutua y general dependencia de los individuos, recíprocamente indiferente [...] que [...] constituye su vínculo social” (Marx, 1968: 74), sólo cobra una verdadera y completa articulación en su referencia al Estado. Tal es la lectura de Hegel y su “eterno retorno al Estado” (que, como se verá, deja un espacio teórico abierto para entrever la mediación entre Estado y sociedad, pero que la solución que da a su sistema termina por despreciar), no obstante ésta también, aunque con sus dife-rencias, es la perspectiva de Marx, que sin embargo se hace un tanto difusa pues plantea, por un lado, “la dictadura del proletariado” y, por el otro, una transición a una sociedad sin Estado, que según Bovero inaugura una nueva etapa de la filosofía política (la sociedad sin Estado que posteriormente orientará el trabajo de Gramsci). Sin embargo, lo fundamental aquí es que Marx, que relaciona exclusi-vamente sociedad civil con el “sistema de necesidades” hegeliano, es decir, con el mercado, a la vez que considera al Estado como una

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superestructura subordinada al interés de la clase dominante, ubicada a nivel societal, en su estrategia lo considera como parte fun-damental del arribo de la sociedad sin clases. Esto implica un doble efecto, pues, por un lado, la sociedad de clases sociales es incapaz en sí misma de dirimir el conflicto —y, por ello, recurre a la conquista del Estado por el proletariado para suprimirlo— y, por el otro, considera al Estado —que siempre coincide con el momento político— como un momento histórico contingente y destinado a desaparecer una vez arribada la sociedad sin clases, eliminando de tajo la dimensión política de la sociedad, producto de una visión “maléfica” de la polí-tica que fue adoptada por diferentes corrientes.

Debido a su radicalismo, una de las formas en que se manifiesta más directamente esta profunda transformación que conceptualiza “lo político” fuera de “lo social” es el anarquismo propuesto por Bakunin, que retoma en términos generales el esquema de Marx, pero que conforme se agudiza en precisiones se va diferenciado de éste y llega incluso a ser crítico de esta contradicción entre “una sociedad sin Estado” por la vía de una “dictadura del proletariado”, que tanto reprochó a Marx. Bakunin, quien efectivamente lleva a cabo una negación de la autoridad y del poder político que, en su concepción, son la sustancia de la política, “reside en su convicción de que lo político y la política son absolutamente superestructurales y contingentes y pueden borrarse para siempre, si se da un acto verdaderamente revolucionario” (Velasco, 1993: 176). Sin embargo, lo significativo del planteamiento de Bakunin es el carácter eminen-temente social del acto revolucionario en contraste con la revolución que busca la apropiación y conquista del Estado; es decir, la revo-lución anarquista parte de la condición “natural y libre” de la sociedad hacia el derrocamiento de un Estado esclavizador, contin-

3 4gente y arbitrario fundando el mero “dominio”. Así, para el autor, mientras que una revolución contra el Estado es necesaria, una revo-lución contra lo social y su capacidad autorreproductiva es atentar contra el hombre mismo:

3

(Bakunin, 1978: 169).

“El Estado no es la sociedad; es sólo una de sus forma históricas, tan brutal como abstracta en su carácter”

4 “…y el Estado, perdiendo todo su carácter político, es decir, de dominación, se transformará en una

organización absolutamente libre de los intereses económicos de las comunas” (Bakunin, 1976: 267).

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[u]na rebelión contra la sociedad es inconcebible [...] un individuo que quisiera rebelarse contra la sociedad —es decir, contra la naturaleza en general y su propia naturaleza en particular— se situará más allá de la existencia real, se sumergirá en la nada, en un vacío absoluto, en una abstracción sin vida, en Dios[…]

La rebelión contra el Estado es mucho más fácil porque hay algo en su naturaleza que provoca la rebelión. El Estado es autoridad, es fuerza, es el despliegue ostentoso y engreído del poder [Bakunin, 1978: 169.]

Tan es así que el anarquismo puede, de alguna manera, consi-derarse como un punto medio y en extremo radical entre el libe-ralismo fincado en la autorregulación del mercado de carácter capi-talista, guiado por la “mano invisible”, y la crítica marxista al capitalismo que implica señalar la subordinación del Estado y de lo político (superestructurales) al sistema de producción (estructura), proponiendo de esta forma como proyecto político-estratégico finalmente “una organización absolutamente libre de los intereses económicos de las comunas”, ya no de carácter capitalista sino socia-lista, y ya no mediante la conquista del Estado por el proletariado, sino por medio de una organización social y económica a manera de confederación: “organizándose de abajo arriba por medio de aso-ciaciones independientes y absolutamente libres y al margen de toda tutela oficial”, lo cual recrea de nuevo tanto esta separación de lo político y lo social, que en este sentido es cercano a lo económico, así como esta concepción de lo político identificado exclusivamente con el Estado y, por lo tanto, señalado como algo contingente y por ello perecedero.

En lo que respecta al liberalismo clásico, que como bien lo han señalado sus más diversos críticos, entre ellos Carl Schmitt, implica en su cuerpo teórico-justificativo una profunda despolitización de la sociedad en torno a dos característica: 1) una supuesta e hipotética armonía del mercado, lo cual dirime el conflicto en la sociedad, y aun del Estado, pues en su concepción más pura le identifica como un agente de protección del mercado, de corte esencialmente policial y administrativo; y 2) que al utilizar al individuo abstracto desprovisto de sus relaciones sociales como unidad conceptual, evidentemente “lo político”, como una dimensión que se da entre-hombres, es inconcebible en esta abstracción del sujeto autodeterminado, que diluye cualquier dimensión colectiva que no sea la organización de

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esta multiplicidad de individuos abstractos con base en sus intereses privados y egoístas a través del mercado.

Sin embargo, además de que esta metafísica fundada en la “mano invisible” ha mostrado evidencias suficientes para decir que la armonía conquistada a través de las leyes inmutables del mercado es en gran medida falsa, ha llevado, dentro del liberalismo económico de mercado, a introducir a manera de “remedo” la noción de “exter-nalidad negativa de mercado” (en Lindblom, por ejemplo). Cabe aquí mencionar un señalamiento que Gramsci se hacía y que desenmas-caraba la relación entre política/Estado y liberalismo, es decir que: “es necesario convenir que el liberalismo es también una ‘reglamen-tación’ de carácter estatal, introducida y mantenida por vía legisla-tiva coercitiva. Es un acto de voluntad consciente de los propios fines y no la expresión espontánea, automática del hecho económico” (Gramsci,1981: 30), es decir, finalmente, el liberalismo, para impo-nerse, requiere de una dimensión política.

Por otro lado, como a su vez apunta Schmitt: “la negación de lo político que contiene todo individualismo consecuente lleva desde luego a una práctica política, la de la desconfianza contra todo poder político y forma del Estado imaginable” (Schmitt, 1991: 97); de esta manera, para el alemán, el liberalismo se podría definir como una práctica política antipolítica ya que, pese a que persigue una despo-litización de la sociedad, también tiene un sentido polémico en la medida en que enfrenta los “obstáculos” del Estado y la política insti-tucionalizada. De la siguiente manera:

[e]xiste pues una política liberal, en el sentido de una contrapropuesta polémica a las limitaciones estatales, eclesiástica, educativa o cultural. Pero lo que no hay es una política liberal de carácter general, sino siempre únicamente una crítica liberal a la política. [...]

Pero es evidente que sus negaciones del Estado y de lo político, sus neu-tralizaciones, despolitizaciones y declaraciones de libertades poseen también un sentido político determinado y se orienta polémicamente, en el marco de una situación, contra un determinado Estado y su poder político [Schmitt, 1991: 89-97].

De esta manera, a través del análisis de estas diferentes y hasta antagonistas y divergentes interpretaciones de lo político y su relación con lo social, podemos identificar un marco conceptual-

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interpretativo común, a partir del cual incorporan sus correspon-dientes elementos constitutivos que les diferencian, pero sin alterar esta base compartida, lo que, como se ha ido argumentando, ha venido a determinar durante un largo periodo de la modernidad lo que sabemos de lo político y que actualmente se nos presenta como una dificultad al intentar interpretar fenómenos que precisamente se despliegan en un campo de contacto entre lo social y lo político, ya que, como dice Freund, “lo político no se incorporó a una sociedad ya formada, puesto que se trata de uno de los elementos constitutivos sin los que no hay sociedad” (Molina, 2000: 41).

3.1.2. La emergencia de lo social como espacioestable de relaciones

Aun cuando este “descubrimiento” de lo social como un espacio propio y suficiente de relaciones determina en última instancia la conceptualización de lo político fuera de lo social, debido a que “la base de la socialidad ya no es identificable con la conclusión-inte-gración de las libres voluntades de los hombres, que constituyen la voluntad colectiva o general que se manifiesta en el poder común” (Bobbio y Bovero, 1986: 216), hemos dejado su exposición para un segundo momento ya que será aquí donde se intentará demostrar que un espacio social, como el que hemos dicho, implica en su marco una dimensión eminentemente política que además prepara, sobre

5todo a partir de la lectura del modelo hegeliano que efectúa Marx, el posterior desarrollo conceptual de la relación Estado-sociedad civil que en Gramsci logra su primera formulación como tal y que se caracteriza por la inversión del sentido de dicha relación, es decir, “ya no se entiende como el movimiento de la sociedad al Estado, sino, inversamente, del Estado a la sociedad” (Bobbio, 1976: 24).

Para comprender “lo social” como una esfera propia, distinta a la estatal, es necesario remontarnos al sistema hegeliano tal como es expuesto por Hegel en su filosofía del Derecho, sin embargo, hare-

5 “…el modelo marxista es la imagen transformada del modelo hegeliano, y que por ello aquél inaugura una

nueva filosofía de la historia —del Estado a la sociedad sin Estado, mientras en Hegel se concluye la anterior”

(Bobbio y Bovero, 1986: 195).

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mos una diferenciación entre la conceptualización de su sistema que hace Hegel y la conclusión o respuesta que termina dando a dicho sistema, que implica siempre la culminación de la sociedad civil en el Estado, esto sin dejar de considerar que, como apunta Habermas, la “formulación de Hegel caracteriza el problema de la mediación entre Estado y sociedad, pero también caracteriza ya la tendenciosa solución que Hegel propone” (Habermas, 1989: 55). Sin embargo, la razón por la que hemos decidido enfocarnos en su exposición (y no en la solución) se encuentra en que es ahí donde se abre un campo de mediación entre los dos conceptos utilizados, a saber, Estado y socie-dad, que implican desde luego una diferenciación y una concepción de lo social con cierta estabilidad respecto de lo político, pero que en última instancia es despreciada por el propio Hegel en términos de una visión estatista que caracterizó buena parte de la modernidad.

De esta forma, si bien Hegel concebía a la sociedad civil como el ámbito donde el fragmento —esto es, el sujeto— persigue su interés privado, y la definía en su contraposición con lo estatal como el “reino de la particularidad”, en el propio sistema hegeliano la sociedad se presenta a su vez como un primer momento de “eticidad”, es decir, aun en su negatividad en referencia al Estado, se muestra como momento necesario de esta eticidad, donde los individuos experi-mentan un primer modo de “sociación” o “socialidad” (Vergesell-schaftung), que en comparación con la explicación iusnaturalista ya presenta una estabilidad en las relaciones que de ella surgen, es decir, sociedad civil no coincide con el “estado de naturaleza”, pero

6tampoco con el Estado como tal, abriendo un espacio nuevo de rela-ciones.

En este sentido, la sociedad civil en Hegel no se explica como un conjunto de relaciones precarias y accidentales, donde solamente hay relaciones interindividuales, es decir, sin mediación a través de instancias e instituciones que regulan la relación entre sujetos, sino precisamente por la existencia de “relaciones sociales, tejido enla-zador” (Bovio y Bobbero, 1986: 206). En su sistema, entonces,

6 “... la societas naturalis alcanza la condición de socialidad completa y perfecta transformándose en societas

cive política, y solamente en cuanto sociedad política es unión o sociabilidad asegurada y fundada sobre sus

bases sólidas; mientras la bugerliche Gesellschaft se presenta como momento de socialidad acabada en su

separación y contraposición del politischer Staat” (Bobbio y Bovero, 1986: 203).

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surgen una serie de mediaciones tanto entre sociedad civil y Estado, así como exclusivamente societales, que hacen posible la emergencia de lo social como una esfera de lo colectivo válida en sí misma.

Así, Hegel identifica tres instancias o “momentos” de la sociedad civil que median entre los sujetos y terminan por darle un sentido propio a la esfera social. En su modelo, pues, tanto el “sistema de necesidades” como la “administración de la justicia” y la “corpo-ración” (FD §188) (Hegel, 1985) que incluyen en sí otro tipo de mediaciones, tales como el “derecho”, la “opinión pública” y la propia “educación”, llevan a Hegel a articular a la sociedad civil como “fun-damento y forma necesaria de la particularidad”.

De interés para los fines de esta investigación es el momento de la “corporación”, como mediación de la sociedad civil, a la que atribuía tareas de socialización y educación e indicaba modos de asociación no estatales que inevitablemente representan un interés particular, ya sea ante otras “corporaciones” o entre los sujetos que no están organizados en la sociedad civil a través de las corporaciones (FD §253) (Hegel, 1985). Sin embargo, esta mediación de la sociedad civil identificada en el concepto de “corporación” cobra en el análisis de “la asamblea de estamentos” un carácter político en lo fundamental al negar coherentemente que la sociedad civil estuviera “dispersa en unidades atomísticas”, antes de su representación en dicha asam-blea, sino, por el contrario, los diputados de la sociedad civil son “los diputados de las varias corporaciones” (Cohen y Arato, 2000: 134), lo cual permite trazar un continuo entre la sociedad civil organizada vía corporaciones (mediación societal) y la “asamblea de esta-mentos” (mediación estatal).

Además de estas instancias mediadoras que aquí hemos iden-tificado en Hegel, existen otras que nos muestran un campo extenso de mediaciones entre Estado y sociedad y que Cohen y Arato agrupan en dos series diferentes que van del Estado a la sociedad y de la socie-dad al Estado: “funcionarios/policía/ejecutivo/corona y corpora-ción/asamblea de los estamentos/opinión pública” por lo que, efec-tivamente, si dejamos a un lado la solución estatista de Hegel, su modelo se nos presenta ya como un modelo dual o antinómico en ambos niveles (el social y estatal) que, finalmente, con la caída del pensamiento estatista, es la que permearía el posterior desarrollo teórico de la relación entre sociedad civil y Estado.

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Cabe recordar que en el sistema hegeliano, elaborado a partir de su dialéctica, el énfasis siempre estará, tal como se establece en la Fenomenología del espíritu, en su disposición hacia el “movi-miento”, es decir, hacia el “desarrollo”, por el cual tesis y antítesis se hacen síntesis, lo que resulta en una clara “disposición” implícita en los términos hacia este movimiento. En este caso, se puede decir que tanto la sociedad civil implica ya una tendencia hacia el Estado, como éste se encuentra preparado para elevar a espíritu objetivo el momento ético de la sociedad civil. Éste es precisamente el espacio conceptual donde se dan las mediaciones y se presenta al sistema hegeliano como un sistema dual. Así, tal como lo recuerda Raúl Hernández Vega:

…la sociedad civil y el Estado forman momentos de una totalidad sumamente compleja; pues no obstante que hay una evolución continuada del primero al último momento, tal evolución no implica la cancelación de los momentos anteriores, sino que implica su sublimación en el sentido de progresión, de esta suerte los momentos o niveles ya superados continúan existiendo y funcionando en la totalidad [Hernández, 1995: 55].

Esta interpretación del modelo hegeliano que hace énfasis en su exposición y no en la solución estatista del mismo, nos sirve como un primer acercamiento a la dimensión política de la sociedad civil en cuanto a que, si bien es cierto que representa una esfera distinta del Estado, el mismo modelo la presenta también como una esfera referida a éste, donde por consecuencia los puntos de encuentro difícilmente se acomodan a una recíproca exclusión tajante entre lo social y lo político, y más bien nos dejan ver su intrínseca relación. Sin embargo, debido al propio desarrollo práctico y teórico de la vida colectiva en la época de Hegel, utilizar su modelo para hacer explícitas estas relaciones sería forzarlo demasiado, por lo que un siguiente paso será necesario. En este sentido, en el siguiente apartado, introduciremos de nuevo la noción de “socialidad” —que de alguna manera ya se encuentra presente en Hegel en su noción de Vergesellschaftung, pero que es más cercana a la expuesta por Freund—, como una manera de vincular tanto la dimensión política como la dimensión propiamente social del sujeto a un espacio más cercano a él.

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3.2. Desarrollo, límites y horizontes del conceptode “lo político”

Una de las consecuencias que se derivan de esta manera de inter-pretar lo político, que marcó buena parte del desarrollo moderno y que aquí hemos apenas bosquejado, es que la conceptualización que relaciona Estado/lo político, en contraste con la sociedad civil/lo social, distinción mutuamente excluyente, termina por ubicar la dimensión política en una esfera que se encuentra estructuralmente más alejada del sujeto, y además la presenta como una actividad históricamente relacionada con el Estado y por lo tanto como un aspecto contingente de la vida colectiva, cuya validez sólo está deter-minada por la existencia del mismo Estado.

Esta dimensión política, que estructuralmente se le presenta acce-sible al sujeto sólo a través de mediaciones (de carácter excluyente), a través del acceso limitado a ciertas instituciones propias del “sistema político” (como los partidos políticos y en general todo el entramado “representativo”), ha provocado una despolitización —en apa-riencia—, tanto de la sociedad como del sujeto inmerso en ella. Sin embargo, cabe adelantarse a aclarar, como ya en algún lugar se dijo, que la relación intrínseca entre lo político y lo social que aquí se intentará caracterizar a través de la noción de “socialidad” —desa-rrollada a partir de la interpretación que de ella da J. Freund y que finamente detalla J. Molina—, no implica necesariamente derivar en un sociologismo de la política, ni en una politización absoluta de lo social, sino que, por el contrario, implica enraizar lo político a una “condición existencial” del ser humano que nos llevará a ubicar cierta especificidad de lo político en una instancia más cercana al sujeto y a sus relaciones colectivas más inmediatas.

Habrá que empezar diciendo que el concepto de “lo político”, tal como es expuesto por Carl Schmitt, “fue primariamente una res-puesta a la despolitización del Estado, incluso de la misma política” (Molina, 2000: 34), pues según el argumento de Schmitt el asalto pluralista al Estado, donde éste era interpretado como una organi-zación más, inmersa en una pluralidad de organizaciones, implicaba la necesidad de una conceptualización de lo político que no se redujera al Estado —tal como lo explica en la sentencia con la cual abre un nuevo horizonte en la filosofía política y en la que establece

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que, si bien lo político implica al Estado, éste es irreductible a aquél, para así posteriormente verificar esta disección de lo político en tér-minos de la distinción entre amigo/enemigo dentro de los márgenes del propio Estado, en términos de una “teoría de la decisión” que solventaba el ya mencionado asalto pluralista—; así, el Estado es soberano (en relación con otras organizaciones) en cuanto tiene la “decisión última” de establecer, precisamente, la distinción entre amigo/enemigo y, por lo tanto, el lugar hegemónico de lo político.

Sin embargo, aunque la intención de Schmitt implique en última instancia un “rescate” de la despolitización del Estado en los térmi-nos de un pluralismo social, su conceptualización de lo político como una esfera más allá de lo estatal abre un marco de categorías radical-mente nuevas —que al menos se encontraban ahí de forma latente aún sin hacerse explícitas—, y que en una reducción de lo político a lo estatal terminaban sofocándose.

El concepto de lo político fue el fruto postrero de un modo del pensamiento estatal que casi había dejado de serlo. Carl Schmitt estaba espiritualmente orientado por el Estado [...] sin embargo, también encarnó al pensador de transición, innovador de representaciones diversas de una política sin Estado [Molina, 2000: 35].

El planteamiento de Schmitt estuvo “estrechamente relacionado con la transformación de la realidad política y con los primeros sín-tomas del desfallecimiento del modo de pensamiento político-estatal” (Molina, 2000: 34) y anunciaba ya la emergencia de un claroscuro entre distintas esferas del conocimiento humano que habían seguido un proceso de hiperracionalización (ver capítulo anterior).

En esta misma línea de pensamiento, el sociólogo francés Julien Freund retomaría el camino empezado por Schmitt y en La esencia

7de lo político se dedicaría a realizar una clarificación de lo político en términos de a) una naturaleza humana y b) una teoría de las esencias. En este sentido, la amplitud y alcance del pensador francés supera por mucho a su antecesor y se presenta como un desarrollo maduro del concepto de “lo político” que lo pone en el umbral de una completa desestatización de dicho concepto. Sin embargo, la noción

7 La esencia de lo político se tradujo al español en 1968. (La esencia de lo político, Nacional, Madrid, 1968.)

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de “orden”, que tal como lo ha expresado J. Molina en su completo estudio sobre Freund representa la dialéctica fundamental para la comprensión de lo político y media entre el presupuesto mando/

8obediencia, pareciera tener todavía un orientación que apunta en su verificación hacia el Estado, visible sobre todo en la articulación de la noción de “orden” (mando/obediencia), como jerarquía necesaria, es decir, como “articulación de las distintas actividades humanas según la posición que adopten por el reconocimiento o imputación de su significación” (Molina, 2000):

[s]i bien [Freund] seguro que pasará por ser, en el siglo XX, el “teórico de las esencias”, lo cierto es que centrar la riqueza de su pensamiento social-filosófico en el único aspecto que describe esta célebre teoría resulta en parte insuficiente. La razón es que su cierre teórico se obedece en el seno de un marco referencial mayor a ella misma, constituido sobre todo por otros dos aspectos: la centralidad de la categoría del “orden” y la doctrina (nunca sistemáticamente elaborada por Freund, mas sí anunciada) de la “jerarquía” [Valderrama, 2004: 17-34].

Es decir, en la interpretación que da Freund del concepto de “orden social” entendido como la “red de referencias nacida del

9entrelazamiento de los diversos órdenes imperativos esenciales” (Valderrama, 2004: 31) —como el orden político—, la jerarquía servirá como un criterio decisivo en la vertebración de las esencias en el plano histórico. Así, en palabras de J. Molina:

[s]egún Freund, la concurrencia del mando y la obediencia configuran jerár-quicamente el orden político, por una doble razón: 1) donde hay mando y obediencia existe también una relación de superior e inferior, así mismo 2) la garantía del orden significa a veces la represión de los deseos o aspiraciones de

8 “El orden tiene, pues, una importancia superlativa para llegar al fondo de la idea de lo político y la política en

la obra de Freund; no en vano se trata de la dialéctica privativa de la relación mando-obediencia, el

presupuesto más político de cuantos formaliza el autor” (Molina, 2000: 169).9

Freund distingue dos tipos generales de orden: a) órdenes imperiosos (impérieux), que define como “ese

orden determinante en última instancia —en cuanto orden en sentido propio”; y b) órdenes imperativos, es

decir, “al orden propio de cada esencia o dialéctica que lo domina”, así pues, el “orden político” es un orden

imperativo primario y por ello es considerado como esencia, mientras que el “orden social” es considerado

secundario y como una dialéctica en primer grado (Molina, 2000: 176); tal como se puede observar en la

siguiente afirmación: “Vistas bajo este ángulo, es incontestable que las condiciones de prosperidad depen-

den del tipo de organización social escogido por lo político y por este hecho pertenecen a la definición del bien

común” (Freund, 2003: 49). Así, la jerarquía, por la cual es articulada la dialéctica orden (mando/

obediencia), implica una relación determinante del orden político al orden social.

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los miembros de la colectividad “por la necesidad de zanjar, según su prioridad, los problemas más urgentes, lo que significa, prosigue el autor, una subor-dinación de intereses y en consecuencia una jerarquía” [Molina, 2000: 177].

Sin embargo, las consecuencias del modelo de las esencias de Freund, que pensamos tienen su raíz en la perspectiva unilateral de la dialéctica que propone, no dejan ver la relación recíproca entre los términos dicotómicos que forman parte del que es, para el autor, el presupuesto fundamental de lo político, es decir mando/obediencia —y al cual aquí nos enfocamos principalmente—; en otras palabras, que la articulación de estos aspectos mediados por el orden en la noción de jerarquía impiden ver que no sólo el mando determina la obediencia, sino que, del otro extremo de la díada, la obediencia también tiene una profunda consecuencia en el mando. Sin em-bargo, antes de esclarecer este punto, que nos pondrá al borde para señalar una dimensión política propia del elemento “obediente” en su relación con el mando, y que de alguna manera coincide con el topos de la sociedad civil, hay que esclarecer algunas consideraciones respecto de la lógica con la que opera el modelo de Freund, es decir, su particular modelo de “dialéctica”, para así establecer la perti-nencia de una dialéctica de corte dialógico como la que aquí se pro-pone y que se caracteriza por una lógica circular, esto es, que se retroalimenta mutuamente.

Si bien la dialéctica de Freund no es la de Hegel, sí arrastra un sesgo que ha caracterizado el desarrollo moderno de esta lógica y es su carácter “unilateral”. En este sentido, aunque en esta versión de la dialéctica no hay lugar para la síntesis hegeliana en cuanto a que “no hay [...] esperanza de reconciliación para los opuestos” (Molina, 2000: 167), hay una marcada preponderancia o hegemonía de cada uno de los términos que entran en relación dialéctica en el modelo del francés, es decir, del mando sobre la obediencia, de lo público sobre lo privado, del enemigo sobre el amigo. Tal como lo afirma J. Molina:

Ciertamente, cada uno de los elementos del presupuesto tiende a preponderar sobre el otro. Según la estructura general de cada presupuesto, el enfrentamiento es natural o constitutivo. Freund veía en la intención de exclusión recíproca y absoluta “la fuente de la dialéctica práctica y sin término que da su significación a la actividad humana en general” [Molina, 2000: 168].

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Esta característica que la dialéctica de Freund comparte con otras interpretaciones de la dialéctica de su época, es decir, la tendencia a establecer un concepto fuerte y hegemónico en relación con uno débil y subordinado, se reflejará en el presupuesto mando/obediencia, como una subordinación, hasta cierto punto obvia, del mando a la obediencia, ya que, a primera vista, el mando considerado como “relación jerárquica, establecida en el seno de un grupo por la po-tencia de una voluntad particular ejercida sobre otras voluntades particulares [...] moldea la cohesión de grupo” (Molina, 2000: 108) y

10presupone de hecho la obediencia, en palabras de Freund: “en po-lítica no se elige obedecer, obedecer siempre se impone de suyo” (Molina, 2000: 97):

[e]l fundamento político de la obediencia es, como se ha dicho, el puro reconocimiento de la necesidad de obedecer. Ese reconocimiento no sólo da potencia al mando, sino que constituye uno de los pilares del orden [Molina, 2000: 98].

Asimismo, podemos observar aquí que el modelo de Freund también arrastra todavía la referencia al Estado en cuanto verifica la posición de mando —elemento determinante de lo político—, con la soberanía del Estado en cuanto a “decidor”: “la soberanía, escribe Freund, no nació con el Estado moderno ni está destinada a desaparecer con él. La soberanía es inherente al ejercicio del mando político” (Molina, 2000: 90), lo cual resulta un tanto autorreferente en la medida en que se ha establecido previamente que “soberano es quien decide sobre la situación extraordinaria” (Molina, 2000: 91), y ni duda cabe de que el Estado es el campo que hoy estructuralmente

11cuenta con posibilidad de imponer la soberanía de su decisión.Por lo que aquí, aunque en el modelo expuesto por el sociólogo

francés se encuentran ya distintos elementos para entrever este desdoblamiento de lo político, el sesgo de la dialéctica utilizada todavía lo hace cercano a una identificación de lo político con el Es-tado, en cuanto lugar hegemónico del mando, que es finalmente la parte propiamente política del presupuesto mando/obediencia, y a

10 “Fácticamente, la obediencia es el reconocimiento de la necesidad de la obediencia” (Molina, 2000: 99).

11 “Únicamente podrá mandar quien posea los medios para hacerse obedecer” (Molina, 2000: 98).

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una identificación del término “obediente” con el campo social, diferente al Estado, pero referido en forma subordinada a él.

Esta posibilidad de abrir la esfera de lo político hacia el campo de relaciones más cercano al término “obediencia” se deja entrever en algunas consideraciones que Freund hace en torno a dos temas: a) por un lado, en la posibilidad inherente a lo político de desobedecer; y b) por el otro, en la relación del poder socialmente estructurado y la noción de legitimidad. Tal como consideraba Freund, y así es recu-perado por J. Molina: “la desobediencia, real o potencial, no es un accidente del orden político sino uno de sus elementos constitu-tivos. Sin desobediencia el acto de obediencia se vuelve ininteligible” (Molina, 2000: 99); y como elemento constitutivo de lo político, el término subordinado, a través de la desobediencia, es capaz de influir en el mando, tal como se entrevé en el siguiente párrafo:

Freund ha definido la desobediencia como lo que nace de “la falta de adecuación entre la significación y la intención, reales o supuestas, del mando y las que los ejecutantes quieran dar a un acto de obediencia, lo cual les lleva a atribuir una finalidad propia a la obediencia, al menos temporalmente, hasta que se establezca un poder, en principio, conforme a sus deseos” [EP 169]* [Molina, 2000: 99] .

Es esta “falta de adecuación” un campo eminentemente de con-frontación y conflicto y por ello propiamente político. Sin embargo, como decíamos, esta posibilidad se cancela en cuanto a que consi-dera la mediación entre orden (mando/obediencia) como articulada mediante la “jerarquía” que, como ya hemos visto, presupone que donde hay mando/obediencia existe también una relación de supe-rior a inferior, lo cual hace casi imposible establecer la relación en el sentido contrario, es decir, desde inferior a lo superior.

En lo que respecta al poder y su vinculación con el mando y la relación de éstos con la noción de “legitimidad”, podemos advertir también esta apertura de lo político de la “obediencia”. Así, el pri-mero es definido como la realidad sociológica que presupone el mando, es decir:

* Las citas de Julien Freund que aparecen señaladas con las siglas EP pertenecen a Esencia de lo político,

pero fueron tomadas de Jerónimo Molina, Julien Freund, lo político y la política, Sequitur, Madrid, 2000.

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[l]a relación del poder con el mando es, sin embargo, muy distinta. Para Freund, el poder es el aparato que organiza la fuerza para su utilización en diversas circunstancias, previsibles o no. El papel del poder es producir y gobernar las fuerzas, velar por su disponibilidad y arbitrar los medios necesarios que faciliten una cohabitación equilibrada de intereses en el seno de una colectividad. Dicho de otra manera, el poder es el mando socialmente estructurado [Molina, 2000: 89][Las cursivas son mías].

En este orden de ideas, si bien “el mando no es el precipitado del poder social”, éste sólo encuentra su sentido en cuanto está enrai-zado en una base social que le constituye y lo acepta como tal. Así pues, en palabras de Freund, “sólo es efectivo el mando reconocido por los otros” [EP 114] y es esta concepción del “poder” como mando socialmente estructurado la que se vincula estrechamente con la noción de legitimidad:

[e]l poder no se deja imponer arbitrariamente, pues en sí mismo es sólo posibilidad de que sus dictados sean obedecidos. En este sentido, todo poder nace del consentimiento concreto a una jerarquía, por lo que la legitimidad depende de la base social del mando [Molina, 2000: 82][Las cursivas son mías].

Sin embargo, una articulación de la dialéctica del orden (mando/ obediencia) en términos de una “jerarquía” restringe la ubicación de la noción de legitimidad como una articulación probable, pero en sentido opuesto de dicha dialéctica; es decir, que “legitimidad” puede entenderse no sólo como un juicio relativo a la calidad de deter-

12minado orden político, o la aceptación de dicha jerarquía, sino como la posibilidad del topos más cercano al elemento “obediencia” de influir, modificar o incluso rechazar el contenido de la decisión del “mando”. En este sentido, si es posible trazar un continuo entre “orden/jerarquía/mando/poder”, que efectivamente se verifica en el Estado, así también existe la posibilidad de trazar un continuo en sentido inverso a partir de la noción de legitimidad, es decir: “legitimidad/(obediencia/desobediencia)”, podría llevarnos a una comprensión más amplia de lo político cuyo énfasis ya no estará en la

12 “Una vez liberado el saber político del problema del orden justo resultaba ya posible enjuiciar la calidad de

un orden de conciencia humano según el criterio público de la mera seguridad personal y patrimonial”

(Molina, 2000: 180).

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supuesta subordinación de un término a otro, sino en su relación polémica, lo cual implica un desdoblamiento de lo político que abarca sustancialmente a ambos términos y no sólo pone énfasis en la dimensión de “mando” y la manera en que impone su decisión.

Uno de los aspectos donde —en la perspectiva que se ha intentado forjar en esta investigación— es más visible esta rigidez de la dia-léctica empleada por Freund, en un sentido “unilateral”, como se ha indicado también aquí, está en su análisis, compartido por su maestro Raymond Aron, de los sucesos de mayo de 1968 en Francia, y de los que aquí ya se ha hablado con anterioridad (ver capítulo 2). En este sentido, en el análisis se ve reflejado el aparente menosprecio hacia la dimensión polémica de la posibilidad de desobediencia, así como también impide ver cómo esta potencia (logró o no) modificar la estructura del poder “socialmente estructurado”, es decir, cómo modificó este movimiento los principios de legitimidad que definían el tipo de mando que se venía dando, lo cual el propio argumento nos restringe a, por lo menos, plantearlo como incógnita:

[l]a revolución inexistente del mítico París, en lo que se refiere a las instituciones, resume con insólita precisión el carácter antipolítico del utopismo de nuestros días. Este último, como aquélla, mezcla en proporciones variables estados mentales, opiniones y creencias contrarios a la ordenada continuidad de la vida política basada en la obediencia, siendo ésta el presupuesto de lo político que da potencia al mando [Molina, 2000: 92].

Sin embargo, nuestra lectura del asunto apunta para otro lado. La estrategia del mayo de 1968 parisino, que abiertamente excluía la toma del poder, se encaminaba más bien a señalar y a fortalecer un nuevo escenario del conflicto político, que traslada su objetivo del ámbito exclusivamente estatal (estrategia que los movimientos revolucionarios de adscripción historicista habían planteado hasta la fecha) al de la sociedad civil. La revuelta del 68 en Francia señalaba así un nuevo horizonte de lo político. Una nueva “instancia” donde se

13manifiesta la “sustancia” de lo político y en este sentido sólo excluye

13 Freund recurría a la distinción de “instancia” como marco donde se desenvolvía una “sustancia”; así “El

Estado, que sería una instancia, constituye el marco jurídico e institucional en cuyo seno se desenvuelve la

vida política” (Molina, 2000: 39).

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al poder en su formalización en el Estado, reubicándolo indirecta-mente en un nuevo escenario capaz no sólo de oponerse, de resistir a la decisión política del Estado “ilegítima”, sino también de influir, modificar y alterar el contenido de dichas decisiones. Por el con-trario, Freund atribuía la capacidad de transformar los principios de legitimidad sólo a la revolución política tradicional:

[s]egún Freund, sólo una verdadera revolución política, operada tanto en la base social del mando, es capaz de producir una verdadera sucesión de los principios de legitimidad en una comunidad política [Molina, 2000: 186].

En este sentido, ya en términos más generales, los movimientos sociales, aunque no buscan poseer o conquistar el poder, sí pueden llegar a modificar la manera en que éste es ejercido; esto se aprecia en la capacidad de los movimientos sociales de modificar los principios de “legitimidad” en los que se sostiene el sistema político, o el poder formalizado en el Estado, y es por ello que la relación dialéctica se invierte y se transita a una relación de tipo dialógica. Es decir, en la relación “mando-obediencia”, presupuesto de lo político, como ya se vio, no sólo el mando determina la obediencia, sino que también la “obediencia”, en este caso a través de la “desobediencia”, se vuelve un aspecto positivo de lo político que ubica a la sociedad civil como su espacio propio. Así, la frase de Freund acerca de que “la resistencia no es un derecho, sino una voluntad política enfrentada a otra volun-tad política”, no implica que el lugar estructural donde se enfrentan dichas voluntades sea necesariamente el Estado o que el enfrenta-miento de estas voluntades devenga en la conquista del Estado por una de ellas. Es por ello que decimos que existe un desdoblamiento del concepto de “lo político”, que se hace complejo en la relación entre Estado y sociedad como consecuencia de la emergencia de un plano social, con incidencia política, que viene a reubicar y redimen-sionar el espacio abarcado por dicho concepto. Así, por ejemplo, en términos de lucha por la democracia lo considera Alberto Olvera:

[e]l Estado ya no representa el monopolio de la política y el único espacio viable en la lucha por la democracia, sino sólo es una de las instancias en la que se busca la transformación social, cuyo locus principal pasa a ser la sociedad misma [Olvera, 2001: 39].

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Sin embargo, la cancelación de esta posibilidad en la exploración del concepto de “lo político” realizada por Freund puede encontrar su explicación —además de por la lógica dialéctica utilizada—, en ciertas posturas críticas frente a algunas tendencias que contribuían al “in-digenismo intelectual”, tal como se refiere J. Molina al contexto histórico de Freund; críticas que, por otro lado, son pertinentes, ade-cuadas y justificadas, pero que, sin embargo, cabe mencionar aquí, pues el estudio e interpretación que del modelo de dicho autor que aquí se ejerce para señalar esta apertura del concepto de “lo político”, más allá del Estado (aunque un más allá/junto de él), no constituye una respuesta a dichas críticas, de tal manera que este trabajo se ads-cribiera abiertamente a alguna de las posturas a las que Freund hace frente; al contrario, el acento está puesto en que las consideraciones aquí expuestas implican una lectura que ya está presente como posi-bilidad en dicho modelo y, en ese sentido —a lo mejor desde el límite—, se evitará caer en una lectura a partir de los movimientos denominados por el autor como “democratismo” y las teorías anti-decisionistas particularmente. Al contrario, argumentamos que la lectura que aquí se ha hecho implica un desarrollo hacia otro vector del pensamiento, diferente a estas propuestas, y que se intentará aterrizar en el siguiente capítulo, caracterizado por la coexistencia y la recíproca relación del Estado y la sociedad civil que implica, como se ha venido anunciando, un desdoblamiento de lo político que abarca de forma compleja y diferenciada al conjunto colectivo globalmente.

Tanto Schmitt como Freund comparten un malestar en torno a perspectivas que diluyen la capacidad de decisión del mando político. En el caso de Schmitt, como ya se mencionó, el lugar de las “teorías antidecisionistas” lo ocupa tanto el pluralismo como el liberalismo, mientras que en Freund toman forma de democratismo, definido como una “ideología igualitaria de las relaciones sociales que diluye, al menos en concepto, las categorías de responsabilidad política y de la decisión política”. Así, la ampliación exacerbada de la democracia en términos de participación y precisamente de una “ideología

14secular de la sociedad civil”, tienden, en la perspectiva de Freund, a obstaculizar la verdadera dimensión de la decisión política:

14 “La sociedad, que segregó su propia ideología —la teología secular de la sociedad civil—, terminó por

imponer un nuevo modo de pensar. El asalto pluralista del Estado debe verse, así pues, como el resultado de

este giro mental” (Molina, 2000: 33) .

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[l]a ideología de la no-decisión ha adoptado en las democracias occidentales la forma del consensualismo, se habla así, según los países, de gobernabilidad, de estabilidad, de consenso, terminología propia de las situaciones políticas. Mas con esta retórica “se diluye la decisión en el igualitarismo de una multiplicidad abusiva de instancias, decisorias, en perjuicio de la necesaria jerarquía”. Sobreviene entonces la incertidumbre: ¿cuándo procede una verdadera decisión política? [Molina, 2000: 86].

Sin embargo, la perspectiva que aquí se maneja se intenta des-marcar de posturas excesivamente optimistas de la sociedad civil en al menos tres aspectos: 1) este señalamiento de la dimensión política propia de la sociedad civil no implica el fin del Estado, por el contrario, se afirma que si la sociedad civil encuentra en sí rasgos que le permitan definirse como un escenario posible de manifestación de lo político —como al final de este capítulo se intentará mostrar—, es porque existe un Estado que posibilita estos claroscuros, pues, finalmente, la manera más eficaz con la que cuenta la sociedad para transformarse a sí misma está en su relación con el Estado; 2) el hecho de que la sociedad civil aparezca como un horizonte político no implica el desdibujamiento de la diferenciación entre Estado y sociedad (como lo muestra el análisis del parlamentarismo de Schmitt), en términos de una “absorción” del Estado por parte de la sociedad, de tal manera que diluyera la capacidad de decisión de éste, sino, por el contrario, si es posible señalar estos puntos de contacto es porque existe tal diferenciación y relativa autonomía entre estas dos esferas. De tal manera que este desdoblamiento de lo político no implica reubicar el momento de procedencia de una “verdadera decisión política”, pues efectivamente será el Estado la única instancia capaz de hacerla cumplir (mediante coacción), sino de señalar que el origen de esta decisión no se traza únicamente desde el mando y que el horizonte político de la sociedad civil puede influir mucho en el contenido de dicha decisión. Además, en un análisis que nos muestre cómo se han venido trasformando los principios de “legitimidad”, criterios que, en última instancia, determinan el

15margen de error y acción del mando para imponer su decisión, vere-

15 “El poder legítimo tiene un cierto margen de acción, incluso de error, de ahí que el poder, escribe Freund en

el mismo lugar, pueda hacerse perdonar por eventuales yerros en los que todo mando incurre” (Molina,

2000: 182) .

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mos que más vale señalar correctamente estos circuitos de decisión política que aunque culminan en el Estado no se reducen a él, pues, como se ha dicho, en cierto grado la eficacia del mando depende de ello; por último, 3) el reconocimiento de un horizonte de lo político cercano al espacio que se venía señalando bajo el concepto de “so-ciedad civil” no implica una visión homogénea ni armónica de ésta, que en una supuesta “resistencia” al Estado encontrara su unidad, por el contrario, significa resaltar su condición polémica, como un espacio propio de manifestación del conflicto diferente del Estado.

Aun así, la clarificación de la esencia de “lo político” realizada por Freund, que como bien se ha dicho obedece al ocaso del monopolio político del Estado, pues con el “fin de la estatalidad se desmanteló la superestructura conceptual vinculada a la labor histórica del Estado” (Molina, 2000: 28), genera un marco referencial lo suficientemente amplio para permitir ver las posibilidades de desarrollo del concepto de “lo político”. Una de las consecuencias del modelo de Freund es que revierte esta separación tajante entre lo social y lo político, fomulando una noción de “socialidad” donde se identifican las raíces de lo político en cuanto a “condición existencial de ser”, lo cual es una aportación que el presente trabajo retoma, pues es la identificación de lo político como una posibilidad inherente al ser humano lo que nos permitirá ubicarlo en un plano cercano a él.

3.2.1. La socialidad como movimiento dialógico

El término Vergesellschaftung —que a menudo es traducido como “socialidad”, “sociación” o “societarización”—, forma parte de una tradición del pensamiento sociológico que se puede rastrear hasta la voz latina sociabilitas, utilizada por el pensamiento de tradición cris-tiana “para designar tanto la disposición genérica de los seres humanos a establecer con los demás un tipo cualquiera de relación social” (Gallino, 1995: 45), acepción que sigue permeando el uso mo-derno y que se encuentra ya en Hegel, y como tal es recuperada en el análisis del modelo hegeliano-marxista de Bobbio y Bovero que aquí se ha venido utilizando. Así, los autores se refieren al término de socialidad en el sentido de “una relación que abarca la entera mul-titud de los individuos: es en este sentido que se ha hablado de

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organización social acabada” (Bobbio y Bovero, 1986: 201), sin embargo, y debido al contexto de la utilización dentro del modelo hegeliano-marxista de dicho término, en cuanto a fundamento de la existencia de una esfera social diferente al Estado, es decir, como “socialidad completa”, excluye la intrínseca relación de la socialidad con lo político.

Freund se refiere al término “socialidad” como una “condición existencial del ser humano” y argumenta que si bien la naturaleza de la sociedad no está determinada, el hecho social es ante todo un hecho natural, es decir, “que por naturaleza el hombre vive en socie-dad, en trato con otros hombres, en tanto que la manera específica

16que adopta esta sociedad, es decir, la manera en como se organiza, permanece mediada por la noción de “orden”, ya que “lo político, instalado au coeur du social [EP 32], se percibe en su inmediatez como un principio de orden, puesto que la sociedad no presupone relaciones de igualdad o jerarquía” (Molina, 2000: 45). En este sentido lo político está presente, como posibilidad al menos, en la “socialidad”, pues la necesidad de organizar a la sociedad resultante de esta condición existencial lo hace imperativo. Así mismo, ya en su época, Freund, como muchos otros, percibía la confusión causada y la deficiencia analítica del uso del concepto de “sociedad” para señalar la dinámica colectiva moderna y encontraba en la noción de “sociabilidad”, al igual que Simmel, una manera de solventar esta

17dificultad inherente al concepto tradicional de “sociedad”, el cual es definido por Freund como el “tejido de relaciones que la actividad humana transforma incesantemente” (Molina, 2000: 44).

Para Simmel, así mismo, una sociedad sólo ha encontrado su razón de existencia cuando se percibe como un espacio en el que las múltiples “relaciones recíprocas” adquieren unidad, que, de esta manera: “en sentido empírico no es más que acción recíproca de elementos: un cuerpo orgánico es una unidad, porque sus órganos se encuentran en un cambio mutuo de energías, mucho más íntimo que

16 “La sociedad es un hecho natural. No se trata de crearla o de construirla, sino de organizarla” (Molina,

2000: 44).17 Tal problemática persiste en nuestros días, una muestra reciente es el ejercicio emprendido por Alain

Touraine, donde anuncia el fin de la explicación social de lo social, por la emergencia de nuevas formas

culturales. (Touraine, 2005). Sin embargo, aún no queda claro ahí, ante el fin de la sociedad, el marco de

acción colectiva del sujeto.

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[d]e las tres dimensiones institucionales del mundo de la vida, las nociones de lo público y de lo privado, tal como se las usa aquí, activan sólo las de reproducción de la cultura y de la personalidad. Las instituciones de la integración social, los grupos institucionalizados, colectivos y asociaciones son omitidos en esta forma de tratar el tema, a pesar de su obvia importancia política y económica. En su ausencia, la posibilidad de que las instituciones del mundo de la vida puedan influir en “los dominios de la acción organizada formalmente” no es tratada realmente como un tema; la idea de que la comunicación entre el mundo de la vida y el sistema de vida pueden usar canales diferentes a los medios del dinero y el poder ni siquiera se presenta [Cohen y Arato, 2000: 485].

De esta manera, se plantea introducir una noción de sociabilidad que permita ver las posibilidades de emer-gencia de lo político, más allá del Estado, al menos como posibilidad, afianzado sobre todo en la característica polémica de las distintas formas de “socialidad” (y a las relaciones de éstas entre sí), es decir, una concepción amplia de la “socialidad” que incluya al “conflicto” como una de sus posibles expresiones. Un ejemplo que puede ilustrar la importancia de comprender lo político como posible socialidad, y que resulta de fundamental importancia en un contexto de crisis, está en lo que se refiere a las “socialidades emergentes”, es decir, las formas de acción recíproca alternativas a las que se habían venido desarrollando, que generan un conjunto de símbolos, creencias y prácticas, que a menudo entran en conflicto con lo previamente establecido y que, por lo tanto, tienen inminentemente una dimen-sión política que, en cuanto estas socialidades emergentes son incor-poradas al propio sistema (aceptadas y toleradas), flexibilizando al mismo, va disminuyendo dicha dimensión política para volverse meramente cultural o societal. Lo cual revierte en cierto modo pers-pectivas posmodernistas que relacionan estas socialidades emer-gentes con la creciente apatía y desencanto de la juventud hacia la política institucional, sin entender que lo político existe más allá de los partidos políticos y del Estado, y que, si no atendemos a esta dimensión política que las nuevas prácticas sociales implican, jamás entenderemos la manera en que fracasan, se transforman o llegan a constituirse en nuevos modelos de acción social.

Desde esta perspectiva, retomaremos una concepción de “socia-lidad” cercana a la empleada por Simmel, en cuanto que se establece como un concepto que intenta señalar las diversas maneras en que

en esta investigación

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movimiento del todo a la parte, la “socialidad” implica no sólo este momento, sino también el retorno de la parte al todo.

De esta manera, por ejemplo, la concepción tradicional de “rela-ción social” —con marcado origen positivista—, denota la existencia de un orden social objetivo y determinable científicamente y a menudo es definida como “vínculo, interdependencia entre dos o más sujetos individuales o colectivos [...] por cuya causa las partes son inducidas o forzadas a actuar de determinados modos con ex-clusión de otros, independientemente de sus preferencias y del hecho que tengan o no conciencia de las condiciones que las vinculan” (Gallino, 1995: 752).

Entonces, mientras la “relación social” se nos ha presentado como condición objetiva externa al individuo, “la socialidad” depende en gran medida de las prácticas cotidianas realizadas entre sujetos (de manera directa o mediatizada), e incluso puede llegar a decirse que se mueve a través de estas relaciones objetivas, reinterpretándolas, modificándolas y transformándolas en su cotidiano desenvolvi-miento. Lo cual, por lo tanto, no lleva a considerar la “socialidad” en detrimento de la “relación social”, por el contrario, su relación complementaria parte del señalamiento de condicionantes colectivas no inmediatas al sujeto en términos de una Soziale Verhältnis, y de la necesidad de interpretar cómo éstas condiciones son experimentadas, transformadas, rechazadas o ampliadas por los sujetos involucrados en una supuesta relación social. Puede decirse que el movimiento emprendido por la “socialidad” es comple-mentario en cuanto es contrario al implícito en el término “relación social”, pues no se define, como hemos dicho, como el movimiento de un presunto orden colectivo al sujeto, determinándolo, sino por el contrario, como un movimiento del sujeto al orden colectivo, esto es, de las maneras en que las relaciones entre sujetos van modificando el marco colectivo en el que se desenvuelven y será precisamente en este sentido que el concepto de “socialidad” represente una noción pertinente en un contexto de crisis.

La “socialidad”, de esta manera, pretende romper con lo anónimo de la noción de “relación social” y con su apariencia estática. Así, por ejemplo, una relación objetiva ya señalada por Marx, como las que se generan a partir de determinado modo de producción para la bús-queda de satisfacción de la vida material que se establecen en la

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20 sociedad, es una condición objetiva de nuestra colectividad; sin embargo, esto sólo nos señala un espacio posible de relación recí-proca, pero en realidad nos dice poco acerca de la manera en que los sujetos que se desenvuelven bajo esta lógica expresan su socialidad.

Para ejemplificar lo anteriormente dicho, y en una cuestión que finalmente deriva en un problema político a partir del propio Marx, podemos decir que, en primera instancia, el autor de El capital plantea el conflicto a través de la “lucha de clases”, relación social impuesta por la identificación de un sistema de explotación del hombre por el hombre de carácter capitalista. En este planteamiento, Marx politiza al extremo una consecuencia derivada del análisis de las condiciones económicas imperantes; en este sentido, la relación proletario/burgués adquiere un significado eminentemente político en cuanto les confiere un sentido polémico, de confrontación, de antagonismo. A partir de esta interpretación del conflicto social en términos de “lucha de clases”, la teoría marxista clásica impone como estrategia derivada de este antagonismo la famosa “dictadura del proletariado”. Entonces, Marx ejerce una sobreobjetivación de las posibles salidas del conflicto bajo el aspecto de una dialéctica de la historia que marcaría el arribo a la sociedad sin clases, es decir, por medio de la identificación de relaciones sociales ajenas al sujeto (enajenantes) y determinantes de su conciencia de clase, marcando el camino hacia una estrategia igualmente objetiva y ajena a las dinámicas recíprocas que se dan en el interior de estas clases sociales y en su relación; bajo esta lógica, la identificación de estas condi-ciones objetivas de la relación proletario/burgués marca la estrategia a la inversa, es decir, la inversión de la relación a través de la apro-piación de los medios de producción a partir de la conquista el Estado.

Sin embargo, desde la perspectiva de este trabajo, la identificación de estas relaciones entre clases sociales sólo sienta el primer paso hacia una estrategia política para dirimir el conflicto en cuanto enmarca dichas relaciones en un espacio específico pero impide ver, al interior de este supuesto espacio, la manera en que estas condi-ciones son experimentadas y constantemente transformadas a través

20 “La mutua y general dependencia de los individuos, recíprocamente indiferente, constituye su vínculo

social” (Marx, 1968: 74).

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de los implicados en este antagonismo. En este sentido, la identi-ficación de las condiciones objetivas no marca por sí sola las estrate-gias pertinentes ante este conflicto, sino que es necesario el comple-mento, a través de la noción de “socialidad”, para que el movimiento que se da en torno a estas condiciones surja y a través de ello se nos muestre un abanico amplio de posibles estrategias que partan pre-cisamente de la identificación de estas específicas socialidades y que, por lo tanto, anclarán estas estrategias en un contexto propio de los implicados sin estar definidas externamente, como lo estarían si fuesen sugeridas estrictamente por las élites intelectuales o por los dirigentes del partido. Por el contrario, se definirán internamente, conforme a las posibilidades ya reales en cuanto potencia, presentes en el espacio señalado bajo el rubro de “relación social”.

Era precisamente en este sentido que giraba la vieja disputa entre anarquistas y socialistas, que con el tránsito de las revoluciones proletarias a regímenes totalitarios, ampliamente violentos, resurge como una perspectiva pertinente para entrever este fracaso y que nutrirá en gran medida esta noción de “socialidad” como una tensión entre las formas sociales establecidas objetivamente y su relación con la vida compartida intersubjetivamente. En este sentido, basta prestar atención a las observaciones que hacía Bakunin a los revo-lucionarios socialistas:

[l]a única diferencia que existe entre la dictadura revolucionaria y el estatismo no está más que en la forma exterior. En cuanto al fondo, representan ambos el mismo principio de la administración de la mayoría por la minoría en nombre de la pretendida estupidez de la primera y de la pretendida inteligencia de la última […]

De acuerdo con esa convicción nosotros no tenemos la intención o el menor deseo de imponer a nuestro pueblo o a cualquier otro pueblo tal o cual ideal de organización social, leído en los libros o inventado por nosotros mismos, sino que, convencidos de que las masas del pueblo llevan en sí mismas, en sus instintos más o menos desarrollados por la historia, en sus necesidades cotidianas y en sus aspiraciones conscientes o inconscientes, todos los elementos de su organización normal del porvenir, buscamos este ideal en el seno mismo del pueblo; y como todo poder estatista, todo gobierno debe por su esencia misma y por su situación al margen del pueblo, y sobre él, aspirar inevitable-mente a subordinarlo a una organización y a fines que le son extraños, nos declaramos enemigos de toda organización estatista en general y consideramos que el pueblo no podrá ser feliz ni libre más que cuando, organizándose de abajo

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arriba por medio de asociaciones independientes y absolutamente libres y al margen de toda tutela oficial, pero no al margen de las influencias diferentes e igualmente libres de hombres y de partidos, cree él mismo su propia vida [Bakunin, 1976: 216-217].

Por otro lado, la “socialidad” (Vergesellschaftung) es también diferente a la noción de “socialización” (sozialisation), en el mismo sentido contrario que respecto del término “relación social”. Es decir, si por socialización se entiende el “conjunto de los procesos a través de los cuales un individuo desarrolla a lo largo de todo el arco de la vida, en el curso de la interacción social [….] el grado mínimo y en ciertas condiciones grados cada vez más elevados de competencia comunicativa o de capacidad de prestación, compatible con las exigencias de su supervivencia dentro de una determinada cultura” (Gallino, 1995: 799) —en otras palabras, cómo el individuo va internalizando los diferentes valores, principios, normas producidas socialmente que le van a permitir “funcionar” en la sociedad—, por el contrario, y como hemos recalcado aquí, la “socialidad” estaría avocada a señalar también el fenómeno contrario, a saber: cómo la sociedad va incorporando diversas y distintas formas de relaciones recíprocas entre sujetos, es decir, y con esto se señala un problema fundamental, cómo la sociedad va incorporando al sujeto, permi-tiéndole el libre desarrollo de sus capacidades y, sobre todo, cómo esta constante lucha de los sujetos por ser reconocidos por las “insti-tuciones sociales” reproductoras de la sociedad (como la familia, la escuela, etc.) van modificando y rehaciendo estos valores, normas, principios que hacen funcionar a la sociedad, en el entendido de que, una sociedad que va en contra de los sujetos que la conforman está destinada a la violencia, esto es, a su desintegración y, por lo tanto, a su fracaso como colectividad pertinente.

De esta manera, en el apartado siguiente se proponen tres criterios para intentar señalar lo específicamente político de la socialidad, es decir, aquellos elementos que nos permitirán ubicar una dimensión de lo político que, actualmente, como veremos al final de este apartado, coincide (incorporándolo) con un espacio analítico al que se intenta dar cuenta a través del concepto de “sociedad civil”.

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3.2.2. Lo propiamente político

Tomando en cuenta entonces que la socialización, como parte existencial del ser humano, acepta dentro de sus múltiples y complejas posibilidades una dimensión que puede ser definida como política, es nuestro deber, a continuación, hacer un esfuerzo por clarificar el carácter de esta dimensión que nos lleve a identificar, dentro de la multiplicidad de formas posibles que las relaciones recíprocas adoptan entre ellas, aquellas que mantengan un rasgo eminentemente político y que nos permitan entrever una concep-tualización de lo político que haga emerger un campo categórico capaz de aprehender la compleja relación entre la esfera social y la política, y de esta manera poner en evidencia los circuitos políticos que recorren la amplitud de las sociedades contemporáneas.

Para este efecto, hemos establecido una serie de conjuntos semán-ticos con la finalidad de resaltar tres aspectos de lo político que a nuestro juicio están siempre presentes, al menos como posibilidad en las relaciones que se establecen con la colectividad, y que pueden ayudarnos a identificar fenómenos eminentemente políticos. Cabe aclarar, por supuesto, que las formas históricamente determinadas que adoptan estos criterios varían y que sus cambios forman parte fundamental de la transformación social. Sin embargo, si los cri-terios aquí propuestos son suficientemente válidos, se conformarán por señalar un eje analítico pertinente para explicar dichas varia-ciones.

Estos conjuntos semánticos, en los que se pretende agrupar, en cada uno de ellos, nociones o conceptos que a menudo están pre-sentes en el estudio de lo político, están aquí articulados bajo tres criterios que definirán la interrelación de estos elementos, que colaborarán para formar una perspectiva que nos permita aprehen-der la complejidad de lo político. Dichos criterios se representan a través de: a) el conflicto, que señala la relación entre el binomio diversidad/coexistencia y el antagonismo que dicha situación puede generar; b) lo común, que señala un espacio simbólicamente com-partido, que designa ese lugar de interacciones y consecuencias recíprocas que toda colectividad, conforme es puesta en marcha, empieza a producir, y que aquí se escenifica como lo público, y c) lo propio, que tiene íntima relación con el criterio anterior, pues está

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Figura 1. Conjuntos semánticos para identificación de lo político

Lo propio

(Voluntad/Decisión)

Poder

ligado con el reconocimiento de lo compartido (lo nuestro) y lo que no es, pero que abarca sobre todo la voluntad y capacidad de decisión sobre este campo, es decir, sobre lo que es propio de la colectividad y quién y cómo decide esta fundamental cuestión, misma que eviden-temente se relaciona con la noción de “poder”.

Estos tres conjuntos pueden agruparse semánticamente de la manera siguiente:

a) El conflicto

A menudo las distintas formas de abordar la problemática del conflicto nos han impedido darle a este fenómeno una interpretación positiva, que lo considere como una forma específica de socialidad y por ello constructora/reconstructora de tejido social. Aquí, a diferencia de perspectivas teóricas que consideran el conflicto como una especie de “desequilibrio” o “falla del sistema”, como conse-cuencia de una falta de apego a un marco normativo validado por sí mismo, el tratamiento que se da a la noción de “conflicto” pondrá en el centro la capacidad intrínseca de éste para generar relaciones recíprocas que posibilitarán hablar de una dimensión política; en este sentido, el conflicto no es concebido como un fenómeno contin-gentemente determinado, sino como un fenómeno constructor de tejido social y de ampliación del orden civil, al poner precisamente en juego la validez de dicho orden. Así, se hará énfasis tanto en la capacidad del conflicto para generar un modelo específico de rela-ciones entre sujetos o actores implicados —es decir, la capacidad inherente del conflicto para implicar a sujetos que de otra manera estarían dispersos—, como en la posibilidad de transformar y orien-tar dicho marco normativo, que ya no podrá ser concebido como

(Diversidad/Coexistencia)

Antagonismo

Conflicto

(Espacio de interacciones

recíprocas/Cohesión)

Lo público

Lo común

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validado en sí mismo, sino como condicionado por los conflictos que irá generando y las posibilidades de resolución que permita.

A través de un análisis de las diferentes interpretaciones que se han hecho del conflicto en el marco de la dinámica colectiva, Enrique Serrano parte de dos presupuestos que agrupan distintas tradiciones del pensamiento y que en consecuencia llevan a dos definiciones de la política y lo político abismalmente distintas. Así, el criterio funda-mental para dividir estas dos tradiciones está en el hecho de que se parta o no de una interpretación del orden civil validado en sí mismo, esto es, que se crea en la existencia de un orden objetivo y deter-minante que, mediante ciertas formas de acceso a él (la razón, la fe, etc.), permitirá el conocimiento y la aceptación de este orden superior por parte de los sujetos que la integran. Éste es el sentido de diversas interpretaciones que parten ya sea de un orden determinado por “Dios”, la “ciencia”, la “historia” o el “espíritu objetivo”, al consi-derar la existencia de un orden ideal ontológicamente alcanzable, y que como tal confieren al conflicto un sentido contingente, revestido de cierta irracionalidad, al desconocer o al tener una visión parcial de dicho orden. Según este presupuesto entonces:

…el conflicto político es un fenómeno anómalo, que tiene su origen en la conducta irracional de los individuos, ya que si éstos asumieran las normas de justicia como guía de acciones, podrían coordinarse sin que apareciera un conflicto entre ellos [Serrano, 1996: 7].

Ante la interpretación del “conflicto” como la falta de adecuación a un orden determinado y validado en sí mismo, surge una visión de qué es lo político y la política (que manifiesta la íntima relación de dichos términos), pues si se considera lo irracional del conflicto, la tarea fundamental de la política estaría determinada en cuanto “se le asigna la función de guardián del orden, mediante la represión de las conductas anómicas” (Serrano, 1996: 47), pues una organización social que haya alcanzado tal orden ideal, suprimiendo de su interior el conflicto por la armonía lograda por el conocimiento y la acepta-ción de dicho orden, implicaría la extinción de la política y su susti-tución por la acción gubernamental, es decir, “la administración téc-nica-científica de los asuntos humanos”, que representaría una visión tecnificada de la política que la pondría al borde de su desaparición.

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Por otro lado, y siguiendo el estudio de Serrano, la segunda tradición teórica —que se debate entre el realismo y el pesimismo—, da un sentido diferente a la noción de “conflicto” y, por lo tanto, con-lleva a otra definición de la política y lo político, en este caso, ya no como contingente sino como algo que es inherente a lo humano, de nuevo, como una condición existencial de él. En el mismo sentido que el presupuesto pasado, se pone énfasis en la relación del conflicto con el orden civil que tiene como marco, sin embargo, a diferencia de aquella primera tradición, esta concibe como inexistente un orden validado en sí mismo, por lo cual no hay un referente objetivo abso-luto hacia el cual encaminar las diversas conductas y, sobre todo, nos impide juzgar a priori lo racional y lo irracional, lo conveniente y perjudicial para dicho orden. Así:

…el segundo presupuesto sostiene que no existe una noción de justicia universal; por lo que considera al conflicto no como un fenómeno irracional, sino como una consecuencia necesaria de la falta de un principio normativo común a los seres humanos y capaz de integrar sus acciones [Serrano, 2001: 7].

En este sentido, la imposibilidad de la existencia de un orden normativo determinado en sí mismo, esto es, capaz de imponerse por sus propias razones a una colectividad dada, siendo aceptado y reconocido por la totalidad como válido, conveniente, justo, etc., en un proceso que supuestamente tendría que ser automático pues proviene de lo indiscutible de dicho marco normativo, genera la emergencia de diversos contenidos o sentidos posibles que preten-derán influir en un marco normativo ya no autoimpuesto, sino comúnmente compartido y, por lo tanto, modificable, penable a la incorporación, casi siempre parcial, de dicha diversidad de sentidos. Por ello, el “conflicto” aquí no será producto de la irracionalidad o del desconocimiento de los principios normativos, sino que será la expresión de la voluntad de los distintos contenidos o proyectos de influir en el marco normativo común, que reflejará intereses, deseos, aspiraciones, y como tal son portadores de futuro para la colectividad de la que emanan. Es por ello que aquí el “conflicto” se presenta no sólo como insuperable, sino también como un aspecto positivo en el desarrollo de nuestra sociedad, pues es mediante el conflicto que se podrá poner en cuestión, ampliar, transformar y

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apropiar dicho marco normativo, lo que hará interpretar “lo político” y “la política” no como una técnica, sino como una parte vital —en cuanto es capaz de generar cambios—, de nuestras sociedades.

Desde esta perspectiva, el conflicto político no es una manifestación de la irracionalidad o imperfección del hombre, sino un dato fundamental, ante el cual los individuos se ven impulsados a desarrollar su racionalidad [Serrano, 1996: 47].

Algo que surge inmediatamente aquí es que el “conflicto” tiene

como condición que lo hace posible la existencia de una diversidad o pluralidad de sentidos sobre una vinculación necesaria o de coexis-tencia. En el sentido del análisis anterior se puede afirmar entonces que la posibilidad de emergencia de un conflicto tiene como base la existencia, necesariamente, de una diversidad o pluralidad enten-dida como la múltiple manifestación de las diferencias intrínsecas de lo humano; sin embargo, esta existencia de diversidad no es sufi-ciente para la emergencia del conflicto, por lo que nos hace falta señalar una condición que ponga en juego estas diferencias, que pre-cisamente las vincule en un entramado común y compartido que permita manifestar la invariable colisión de dicha multiplicidad y diversidad. En este sentido, nos será de gran utilidad la noción de coexistencia como una unidad compleja que relaciona diversos actores o elementos y que determina sus acciones recíprocas, donde el énfasis estará en las condiciones de interdependencia que constan-temente se forman a partir de la propia dinámica social, y que como unidad compleja tendrá una dimensión invariablemente dialógica, pues pretende establecer la relación necesaria, se esté consciente o no, de dos actores a través de un espacio común. Tal es el sentido que se le otorga al término en la ya clásica “Lección X” de Ortega y Gasset y que se refleja en el siguiente párrafo:

[s]i existo yo que pienso, existe el mundo que pienso. Por tanto: la verdad radical es la coexistencia de mí con el mundo. Existir es primordialmente coexistir [...] El modo de dependencia en que las cosas están en mí no es, pues, la dependencia unilateral que el idealismo creyó hallar, no es sólo que ellas sean mi pensar y sentir, sino también la dependencia inversa, también yo dependo de ellas, del mundo. Se trata, pues, de una interdependencia, de una correlación, en suma, de coexistencia [Ortega y Gasset, 2004: 78].

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carácter fundamentalmente dialógico, en cuanto relacionará en una unidad compleja a distintos actores o sujetos que establecen entre sí una relación retroalimentativa. Así, por un lado coexistencia sig-nifica reconocer en la diferencia con el “otro” la identidad propia, a manera de un “constitutivo exterior”; y, por otro, “coexistencia” sig-nifica también la afirmación de la identidad propia frente al “otro”, que como tal es percibida como negación del mismo, ya que, como bien se apunta, “toda determinación siempre es, al mismo tiempo, una negación” (Serrano, 2001: 28). Y es debido a esta doble dimen-sión a la que el concepto de “coexistencia” hace referencia que se considera que está ampliamente ligado al de conflicto, entendido éste como una relación de coexistencia que ha devenido problemática.

Es desde esta misma perspectiva que se considera al “conflicto” como una forma específica de socialidad, pues, por contradictorio que parezca, la oposición y el antagonismo que representa el

21encuentro con el “otro”, —implícito ya en el “sí mismo” a través de la noción de coexistencia—, es ya una forma de tejido social en la me-dida que dicho antagonismo va a implicar una constante y mutua referencia entre los términos coexistentes, en este sentido, toda acción efectuada por cada uno de los sujetos relacionados recípro-camente afectará de manera sustancial al otro. Así, el conflicto es capaz de generar un entramado social en la medida en que cada una de las partes orienta sus acciones a través de ciertos medios hacia

22ciertos fines, en “referencia” a la conducta de los otros, lo cual implica ya un primer reconocimiento del “otro” y un modelo espe-cífico de socialidad:

[q]ue los conflictos políticos son una condición necesaria para la formación de los individuos como ciudadanos, ya que en ellos no sólo está en juego el anta-gonismo de intereses particulares, sino también una lucha por el recono-cimiento, la cual se traduce en un proceso de continua ampliación del orden civil, así como de perfeccionamiento de las instituciones y procedimientos que se utilizan en ese orden para procesar los conflictos [Serrano, 2001: 15].

21 “Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que sea existencialmente

distinto y extraño en un sentido particularmente intensivo” (Schmitt, 1991: 57).22 “Por relación social debe entenderse una conducta plural —de varios— que, por el sentido que encierra se

presenta como recíprocamente referida, orientándose por esa reciprocidad. La relación social consiste, pues,

plena y exclusivamente, en la probabilidad de que se actuará socialmente en una forma (con sentido)

indicable; siendo indiferente, por ahora, aquello en que la probabilidad descansa [...] No toda clase de

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Así, el reconocimiento del conflicto como una parte vital en nuestras colectividades nos permite señalar una serie de dinámicas y procesos, e incluso un entramado institucional, donde el conflicto es expresado y manifestado, así como los medios precisos por el cual éste es solucionado o dirimido, lo cual resulta esencial en la compren-sión de lo político en nuestras sociedades.

b) Lo común

Si el conflicto de alguna manera representa la vitalidad que lo político significa para las colectividades humanas, el señalamiento de lo “común” como un criterio pertinente para distinguir lo propiamente político nos permitirá reflexionar sobre el espacio que hace posible dicha dimensión. Es pues “lo común” aquel espacio que ya Hannah Arendt ubicaba “en medio de los hombres”, como aquella “trama”

23intangible que definía la esfera de los asuntos humanos y a la cual lo político debe su razón de ser; pues es la identificación de este espacio entre los sujetos que conforman una colectividad y que es aceptado como compartido, es decir, la capacidad de discernir entre un nosotros —cuya vinculación varía en factores— de un ellos, un pro-blema que también compete a lo político, así como representa su contexto inmediato y el lugar donde toman significación las conse-cuencias de las decisiones que la colectividad asume para sí. Así mismo, este lugar que se define “común” en cuanto representa el conjunto de condiciones que comparte una unidad colectiva, que precisamente establece su frontera a partir de lo que le pertenece y sobre lo cual tiene capacidad de decisión y responsabilidad de la misma (que se verá en el último de los criterios), está también mediado por el conflicto y la distinción entre amigos y enemigos que conlleva, como bien apunta Enrique Serrano:

[e]l acto básico por el cual un conjunto de hombres llega a reconocerse como Nosotros, creando con ello los cimientos del espacio público, es la diferenciación

contacto entre los hombres tiene carácter social; sino sólo una acción con sentido propio dirigida a la acción

de otros” (Weber, 1984: 19-21).23

“La esfera de los asuntos humanos, estrictamente hablando, está formada por la trama de relaciones

humanas que existe donde quiera que los hombre viven juntos” (Arendt, 2005: 21).

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respecto de un Ellos. Dicho con sus propios términos, la formación de la identidad de un pueblo se encuentra cuando éste adquiere la aptitud de distin-guir entre amigos y enemigos [Serrano, 2001: 28].

Se puede argumentar, de manera un tanto apresurada, que la con-formación de un espacio socialmente compartido que, como a continuación se verá, es caracterizado en forma primaria por las con-secuencias experimentadas en común a partir de la vida en colectivo, no es un asunto político en lo fundamental y que más bien es un asunto exclusivamente societal o, en todo caso, cultural; sin em-bargo, y como se pretende demostrar aquí, la conformación de un espacio común a los miembros es un asunto político en cuanto presupone la identificación de un patrimonio que como tal permite la interpretación de la colectividad como un conjunto unitario, deli-mitado, como decíamos, por la idea de un nosotros, y que permite la toma de decisiones conjuntas, es decir, aquel espacio que le permitirá a determinada colectividad actuar sobre sí misma. Este autorrecono-cimiento de la colectividad sobre sí misma está en la base de toda unidad política y se establece en principio como mutuamente conve-niente; en este sentido, afirma Freund:

[e]n efecto, si los hombres continúan viviendo en colectividades políticas, es que encuentran en ello un interés, ya que descubren en ello un bien que les parece como razón de ser de la colectividad y de su vida en común [Freund, 2003: 37].

Sin embargo, esta conveniencia mutua que se presume se encuentra detrás de toda colectividad no representa de ninguna manera una visión armónica de la misma, pues junto con esta conveniencia y conforme las propias dinámicas que vaya adqui-riendo, este espacio común a los miembros de una colectividad se definirá, como se ha dicho, por la libre circulación de las conse-cuencias, tanto negativas como positivas, que definirán lo común como vinculación necesaria entre los miembros de la colectividad. Para tal fin, nos servirá la discusión de John Dewey acerca de lo público y su capacidad para relacionar y unir las partes de una colectividad, a la luz del “eclipse de lo público”, como el autor se refiere a la crisis de dicho concepto, para lo cual será necesario precisar algunas cuestiones que le impedían llegar a Dewey a la

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cuestión fundamental de dicha crisis, a saber, el fin del monopolio estatista de lo público.

Para el autor de La opinión pública y sus problemas, el funda-mento del Estado había que buscarlo en la distinción entre público y privado, distinción que en última instancia debiera “trazarse sobre la base de la amplitud y el alcance de las consecuencias de aquellos actos que son tan importantes que se deben controlar, sea a través de su constricción o de su promoción” (Dewey, 2004: 65). Siguiendo la argumentación, el reconocimiento de las consecuencias vinculantes, es decir, precisamente de este espacio común a una colectividad, nos acerca como tal al origen del Estado, pues “del reconocimiento de las consecuencias perniciosas nace un interés común, cuya atención exige ciertas medidas y ciertas normas, además de la selección de unas personas que se conviertan en sus guardianes, sus intérpretes y, de ser necesario, sus ejecutores” (Dewey, 2004: 66). Efectivamente, Dewey habla ya aquí del Estado y de su función representativa, en cuanto a que, a través de sus funcionarios, se le considera guardián,

24regulador y ordenador de la vida pública. Sin embargo, conforme se hace compleja la vida colectiva y la multiplicación exponencial de los públicos —entendidos efectivamente como los conjuntos com-puestos por “todos aquellos que se ven afectados por las conse-cuencias indirectas de las transacciones, hasta el punto en el que resulta necesario ocuparse sistemáticamente de esas consecuencias” (Dewey, 2004: 65)—, eclipsa el análisis de lo público a través del Estado, que no puede superar su propia confusión ante un público actuante, incapaz de ser homogéneo y, por lo tanto, hace impensable aquello con lo que el autor identificaba al Estado, es decir, con el “esfuerzo de control de la acción para asegurar unas consecuencias y evitar otras”(Dewey, 2004: 65), que ante tal contexto resulta imposible.

Pero la era mecánica ha extendido, multiplicado, intensificado y complicado tan enormemente el alcance de las consecuencias indirectas, ha creado conexiones y

24 “El nombre escogido es el público. Este público se organiza y se hace efectivo mediante los representantes

que, como guardianes de las costumbres, como legisladores, como ejecutivos, jueces, etc., se ocupan de sus

intereses específicos, utilizando para ello unos métodos con los que se pretende regular las acciones conjun-

tas de los individuos y los grupos. Entonces, y en ese sentido, la asociación se procura a sí misma una organi-

zación política y nace como algo que viene a constituir el gobierno: el público se constituye como un Estado”

(Dewey, 2004: 75).

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esferas de acción tan inmensas e integradas, sobre una base impersonal más que comunitaria, que el público no puede identificarse ni distinguirse a sí mismo [Dewey, 2004: 124].

De esta manera, lo que caracteriza este “eclipse” es la pérdida de centralidad de lo público, que conlleva, como bien lo percibe Dewey, una incapacidad para definirse a sí mismo, pues en su interior da juego a una multiplicidad de distintos espacios públicos en constante retroalimentación, que implican conflictos/tensiones y en donde coexisten diferentes actores. Se pierde de esta manera la referencia por parte del Estado y de sus instituciones a un público “nacional”, considerado como tal, y surge la problemática de una diversificación de los públicos, a su vez que una acentuación en la complejidad de su relación de coexistencia.

Así pues, lo que resulta problemático aquí no es el público en sí mismo, sino su relación con el entramado representativo del Estado, pues efectivamente “hay demasiados públicos y demasiados intere-ses públicos implicados en los recursos existentes como para poder abarcarlos” (Dewey, 2004: 125), rompiendo así la relación que iden-

25tificaba lo público con el Estado representativo. Sin embargo, en el mismo texto, esta ruptura consecuente con un público incapaz de acomodarse a la estructura representativa es bien captada como una tensión entre las formas políticas existentes y la emergencia de

26nuevas condiciones e, incluso, se puede sugerir, de nuevos actores. Así afirma sin tapujos que “para formarse, la vida pública ha de romper las formas políticas existentes”, señalando así el inicio de un conflicto que más adelante se detallará, a saber, de la sociedad contra el Estado.

Estos cambios son extrínsecos a las formas políticas que, una vez establecidas, se mantienen por su propia inercia. El nuevo público que se genera permanece muy embrionario, inorganizado porque no puede utilizar las instituciones políticas

25 “El público, en cuanto organizado mediante los funcionarios y las instituciones materiales que se ocupan

de las consecuencias indirectas extensivas y duraderas de las transacciones entre personas, constituye el

populus” (Dewey, 2004: 65).26 “La apatía política, que es un producto natural de las discrepancias entre las prácticas reales y los

mecanismos tradicionales, surge de la incapacidad del individuo para identificarse con problemas definidos.

Éstos son difíciles de encontrar y localizar dentro de las inmensas complejidades de la vida actual” (Dewey,

2004: 123).

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heredadas. Estas últimas, si son demasiado complejas y están demasiado institucionalizadas, obstruyen la organización del nuevo público. Impiden el desarrollo de nuevas formas de Estado que podrían crecer rápidamente si la vida social fuera más fluida, si se condensara menos en unos moldes políticos y legales fijos [Dewey, 2004: 73].

La relación entre el espacio común compartido por los miembros de una colectividad y la noción de lo público, como un lugar que significa, en palabras de Arendt, dos fenómenos estrechamente rela-cionados, es decir, en tanto que designa aquel espacio donde “todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplia publicidad posible”, así como aquello que lo relaciona con el “propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y dife-renciado de nuestro lugar poseído privadamente en él” (Arendt, 2005: 71-73). Dicha relación, decíamos, nos parece, desde la pers-pectiva de este trabajo, una vinculación semántica pertinente a la hora de hacer esta revisión de los criterios que definen lo político como socialidad determinada.

Sin embargo, surge aquí una aparente problemática, pues mientras “lo común” puede con facilidad verse como una constante que permea las más distintas colectividades, “lo público”, como tal, es más bien identificado con ciertas condiciones estructurales deter-minadas históricamente. Tal es el caso del análisis de Habermas en la Historia de la opinión pública (Habermas, 1999), donde “el espacio público” es considerado “un desarrollo histórico creado por ciertos sectores de las burguesías europeas en los tiempos de la Ilustración: se trata de la apertura de espacios donde se debaten asuntos públicos, es decir, del interés colectivo, cuestionando así el derecho de los gobernantes a monopolizar las decisiones y abriendo un espacio para la crítica” (Olvera, 2006: 28). Cabe diferenciar aquí entre un modelo específico de institucionalización y de reproducción del espacio público, y un fenómeno que ocurre a partir de las diná-micas propias de cada colectividad y que tiene la capacidad de generar una atmósfera de símbolos, significaciones, valores, creen-cias que nutren y sirven como catalizador de dicha colectividad. En este sentido, el arribo del espacio público como consecuencia del desarrollo de cierto tipo de prácticas sociales, apoyadas y susten-tadas sobre todo en un conjunto de derechos y garantías que

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permiten el libre tránsito de ideas y de discusiones, como lo son los derechos de expresión y asamblea, por ejemplo, representa una forma específica y plenamente moderna de asegurar dicha esfera pública, muy vinculada al desarrollo democrático del Estado-nación. De esta manera, podemos decir que si bien lo público forma parte siempre de una colectividad, como un espacio donde son experi-mentadas en común las consecuencias de la vida colectiva, las maneras como se accede, se influye y se incorpora a la cotidianidad de los individuos esta esfera pública, varía históricamente.

Por otro lado, la noción de “lo común” resulta pertinente a la hora del análisis político que se haga de nuestras sociedades, pues se manifiesta como un campo que determina los límites y alcances de las decisiones políticas (asunto que se tratará más adelante), es decir, representa un margen mínimo en el que la colectividad puede operar sobre sí misma, pues se considera como un momento fundador en cuanto establece que “a pesar de nuestras diferencias, hemos des-cubierto, reafirmado o creado algo en común que corresponde a una identidad social general (que a su vez está abierta al cambio)” (Cohen y Arato, 2000: 417), lo cual permite un espacio común capaz de solventar la manifestación del conflicto. De esta manera, Cohen y Arato —a partir de una reconstrucción de la teoría de la sociedad civil, sobre todo a través de la ética del discurso de Habermas—, consideran el concepto de “identidad colectiva” como estrategia para señalar este campo inter-est que se conforma en una colectividad, pues, efectivamente, “…no serían sociedades si no existieran principios compartidos que regularan su interacción y si no hubiera ninguna identidad común (política) compartida por sus miembros, sin importar lo diferentes que pueden ser entre sí” (Cohen y Arato, 2000: 421). Así pues, la pregunta que busca conocer e interpretar este espacio es fundamental a la hora del análisis de lo político:

la identidad colectiva de una comunidad puede entonces proporcionar el criterio mínimo, respecto del contenido, de la legitimidad de las normas en el sentido negativo, como aquello que no puede ser violado [Cohen y Arato, 2000: 425].

De esta manera, la clarificación de, por así decirlo, la elasticidad que este espacio comúnmente compartido puede manifestar a la hora de un conflicto, nos proporciona un indicador vital al analizar

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las posibles consecuencias de dicho conflicto, pues este marco común, como se ha dicho, nos ayudará a establecer límites y hori-zontes a la hora de tratar con la dimensión política de nuestras socie-dades. Por otro lado, el establecimiento y la formalización de este lugar que se define por “común”, será fundamental a la hora de la manifestación del conflicto, pues a través del acuerdo mutuo que define la vida colectiva se empiezan a gestar los medios y meca-nismos para que el conflicto no llegue a un nivel de intensidad tal que termine por romper la unidad de la colectividad. De esta manera, y como se decía aquí al principio, el conflicto como tal cobra relevancia en la medida en que éste surge en el contexto de un espacio compar-tido, permeable por lo tanto al cambio que le identifica con procesos donde la ampliación del orden social y la lucha por el reconocimiento forman parte fundamental.

Ciertamente, tanto las identidades colectivas como individuales establecidas por medio de los procesos de socialización necesitan ser reafirmadas, puesto que requieren un reconocimiento mutuo permanente y están continuamente abiertas al desafío y al cambio [Cohen y Arato, 2000: 425].

La unidad del bien común no es, sin embargo, la de una uniformidad o una armonía total, sino más bien la de una cohesión. Al igual que la unidad política de la colectividad, el bien público no está exento de tensiones, conflictos, intereses y de ideas, y hasta de contradicciones… [Freund, 2003: 56].

Por último, y antes de pasar a la discusión sobre el tercer y último criterio que nos permitirá acceder al abanico de posibles prácticas políticas como un modelo específico de socialidad, recurriremos a un ejemplo que nos ayudará a justificar la importancia que tiene “lo común” como problema político, según se ve en el caso de ciertos fenómenos que tienen lugar en la actualidad y que están relacionados con los procesos migratorios que se han incrementado en los últimos decenios. Desde esta perspectiva, el arribo de una cantidad consi-derable de migrantes a otros países —sin entrar de lleno en las causas que propician dicho fenómeno—, es estimada como una paulatina ampliación de lo común, donde en primera instancia el migrante es considerado como “el extraño”, el “otro” o, lo que es lo mismo para muchos, el enemigo. Pero a partir del desarrollo cotidiano en la vida colectiva de la nación que recibe estos constantes flujos, los

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migrantes empiezan a formar parte del desenvolvimiento común de la colectividad y, por tanto, a cobrar un peso específico en diversos ámbitos, ya sea culturales (imprimiendo su propio “ser común” y creando barrios de reproducción cultural), económicos (mediante el incremento de su poder adquisitivo y la consolidación en algunos sectores productivos como la agricultura o el de los servicios), o incluso de prestigio (ocupando puestos de influencia como por ejemplo en medios de comunicación) y otros. Consecuentemente con esta ampliación del marco común modificado por el desenvol-vimiento cotidiano de los migrantes, se transitará —o al menos se intentará— a una formalización de esta pertenencia a dicho marco común, es decir, a la legalización de la pertenencia, que en un contexto de un régimen democrático (como ya se verá en el siguiente criterio), invariablemente vendrá acompañado de un incremento de lo “propio”, esto es, la capacidad reconocida de intervenir en esta esfera común en la que ya participan.

Aunque “lo común” ciertamente nos ayude a definir este espacio políticamente relevante donde adquiere significación la acción sobre la colectividad, dicha acción requiere mención aparte. A través de la clarificación de estos tres criterios, que nos ayudarán a identificar las posibles manifestaciones de lo político como socialidad específica en nuestras colectividades y que, así mismo, contribuirán a precisar un campo de relaciones que omiten toda referencia a una separación tajante entre Estado y sociedad —y que, en cambio, se mueven en su relación—, hemos podido observar que entre ellos hay una profunda interconexión y relación, y vale decir que si es pertinente separarlos analíticamente sólo es para unirlos comprensivamente. Sin embargo, el próximo y último criterio que señalaremos parece tener una cierta hegemonía —en cuanto criterio articulador—, respecto de los otros dos que, sin abarcarlos completamente, se encuentran al menos aludidos en él. Así pues, “lo propio” hará referencia a la capacidad inherente a toda colectividad de hacerse cargo de aquello que se ha definido por común y que, mediante la acción (colectiva) sobre la colectividad, la hace suya. En otras palabras, mientras “lo común” se aboca a señalar aquel espacio de interacciones que hace extensible las consecuencias de la acción recíproca a múltiples terceros, lo “propio” viene a señalar la capacidad de decisión sobre este espacio común y los canales que adopta esta apropiación.

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c) Lo propio

Como último criterio entonces hemos de señalar “lo propio” como aquella relación semántica que ha dominado hegemónicamente el desarrollo de la ciencia política, esto es, la que tiene que ver con la capacidad de tomar decisiones en una colectividad, de orientar los

27propios medios hacia objetivos determinados y que evidentemente se relaciona con la noción de “poder” que, como hemos dicho anteriormente, se ha convertido para muchos en el objeto de estudio

28de la ciencia política, tal como lo afirma Duverger, y que hemos mencionado, así mismo, en otra parte. Sin embargo, también será necesario hacer algunas precisiones a la luz de la presente pers-pectiva, pues no interesa aquí el simple compendio de las temáticas abarcadas en el estudio de lo político; por el contrario, lo que se pretende es dar una forma coherente a estos criterios para que así nos permitan señalar un horizonte comprensivo que no se acomoda a una definición de la ciencia política como “ciencia del Estado”, o ni siquiera como “ciencia de los poderosos”, por lo que el énfasis, nuevamente, estará aquí en lo abarcadoras y complejas que resultan las decisiones sobre la colectividad o, a la manera de Weber, en la “acción de la asociación”, que no se limita ni por mucho a la acción burocrática, lo cual aquí se pretende demostrar.

Son muchos los autores que relacionan el fenómeno del poder (y con ello la política) a la existencia de gobernantes y gobernados, de capaces y súbditos, de mando y obediencia; se afirma entonces que esta relación asimétrica se encuentra en el centro mismo de la po-lítica como tal, de la siguiente manera: “la existencia de relaciones políticas o de dominio político supone el establecimiento previo del fenómeno del mando y obediencia” (Ortiz, 1986: 182). Así pues, se subordina la validez de la política a la distinción entre gobernantes y gobernados. Por otro lado, no son menos los autores que desde Aristóteles achacan dicha asimetría a las diferentes capacidades humanas, como si ya se supiera de antemano que el lugar que se

27 “(dif. fuerza/potencia) “…la potencia, que es la utilización de esas fuerzas en circunstancias determinadas

y con vista a objetivos determinados” (Aron, 1985: 80).28

“La palabra poder designa a la vez el grupo de los gobernantes y el poder que ejercen. La ciencia política así

como la ciencia de los gobernantes, de los jefes” (Duverger, 1983: 517-569).

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ocupa en la relación y el medio de selección para ello con el que se cuente sea perfecto. A propósito, citemos a Bordeau, en su Tratado de ciencia política:

…la naturaleza ha creado en ella dos partes distintas: la una destinada a mandar, la otra a obedecer, siendo sus cualidades bien diversas, pues que la una esté dotada de razón y privada de ella la otra. Esta relación se extiende evidentemente a los otros seres, y respecto de los más de ellos la naturaleza ha establecido el mando y la obediencia [...] el ser que manda debe poseer la virtud moral en toda su perfección [Bordeau, 1982: 81].

Desde la presente perspectiva, sin embargo, las cosas resultan de otra manera. Si bien la existencia de gobernados y gobernantes es una constante en nuestras colectividades —variando históricamente las formas que dicha relación adopta—, ello se debe a una cuestión ulterior que sí se acerca, al menos, al centro de la política, es decir: la necesidad de una colectividad de actuar como conjunto, que bien percibía Baruch Spinoza y representaba en su distinción entre potencia y potestas (poder) y que aquí retomaremos, con especial énfasis, en la relectura que Antoni Negri hace del maestro holandés.

Para Spinoza, la existencia del “estado civil” —que como se verá, es a la vez Estado político y sociedad civil— y, por tanto, la presencia de la relación entre gobernantes y gobernados que regula dicho status colectivo, no es de ninguna manera, y muy a pesar de la época desde donde piensa el autor, un asunto de falta o carencia de razón frente a la capacidad de mando de otros; aquí la razón como mistificación del Estado (es decir, el Estado como máxima expresión de la razón, expresado en aquellos tiempos bajo un hipotético “contrato social”)

29no forma parte sustancial del Estado, por el contrario, es la potencia inherente a la condición natural humana de la cual todos los individuos somos partícipes, pero con la peculiar forma de “multi-tud”, es decir en su dimensión colectiva, aquello que se encuentra detrás del Estado.

Puesto que todos los hombres, bárbaros o desarrollados, entran en relación y dan origen a un estado civil, a un ordenamiento político, “el origen del Estado y su

29 “Pero los hombres se rigen más por el deseo ciego que por la razón, y por ello su potencia o derecho natural

debe ser definido no por la razón, sino por cualquier apetito que los determine a la acción y que les ofrezca un

medio de conservación” (Antonio Negri, 1993: 321).

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razón (ex rationis documentis) no deben buscarse en los datos de la razón, sino que deben deducirse de la común naturaleza o condición de los hombres” [Negri, 1993: 314].

Es decir, el Estado, y con ello su manera específica de formalizar la relación entre gobernantes y gobernados, debe su existencia a una determinada socialidad que aquí se presenta como lo político y que en este particular criterio se define como “lo propio”. Retomando el argumento de Spinoza, más allá de la razón se encuentra esta inclinación natural que él define como “tendencia universal de todos los hombres a la propia conservación” y, como tal, se concibe como

30derecho natural, es decir, como la voluntad de cada individuo de ser según su naturaleza mediante sus propias capacidades. Y he aquí lo fundamental en Spinoza, a saber, la vinculación entre derecho y potencia tal como se refleja en la sentencia del autor que tanto inspiró a Negri: “el derecho de cada uno se extiende hasta donde alcanza su poder”, y es en este sentido que el holandés se alejaba tanto del positivismo jurídico como de las teorías del contrato social.

Así, entonces, el argumento es simple pero a la vez profundo, este derecho como voluntad de conservarse que todo individuo tiene se ve radicalmente amplificado a través de la conjunción de los individuos en una multitud de ellos, es decir, en la imbricación por el acuerdo de los diversos hombres de entablar relaciones recíprocas (de formar “lo común”) y funciona de la siguiente manera: “si dos hombres con-cuerdan y conjugan sus fuerzas, aumentan su potencia y, por consi-guiente, también su derecho sobre la naturaleza más que perma-neciendo cada uno por su propia cuenta”; entonces, “cuantos más hombres son los que se estrechen en tal relación, tanto mayor será el derecho que todos juntos adquirirán” (Negri, 1993: 323). Y es así que la multitud pasa a ser “la premisa positiva de la constitución del derecho [que] no es tal por ser fuerza de la mayoría, sino porque es

31constitución de la mayoría,” es decir, potencia de la colectividad.

Sin embargo, desde la perspectiva de Spinoza —en especial en la relectura de Negri—, y en contraste con los supuestos de sus contem-

30 “… cada individuo tiene el derecho absoluto de conservarse”.

31 “Pero la ‘multitud’ misma es una condición humana. La condición es una modalidad, es ser determinado.

Pero el ser es dinámico y constitutivo. La condición humana es por ello constitución humana” (Negri, 1993:

331).

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poráneos, el modelo del filósofo no representa ningún quiebre entre Estado y sociedad, no existe ahí transferencia alguna mediada por un contrato que determine quién detente el poder y quién la disciplina, que marque la distinción entre gobernantes y gobernados. Por el contrario, al ser la multitud lo que se encuentra detrás del Estado como potencia, se establece una continuidad entre estos ámbitos que en Spinoza no se encuentran diferenciados, así, “el límite funda-mental de la acción del Estado consiste, como se ha demostrado, en la extensión y en la continuidad infraestatal de los derechos naturales” (Negri, 1993: 330). Es decir, la capacidad o la voluntad de cada individuo de buscar su conservación se mantiene pese a la emer-gencia de la multitud y el consecuente surgimiento del Estado. Entonces el supuesto contrato social contiene cláusulas que le dan otra dimensión al planteamiento:

[a]sí pues, preciso es convenir en que cada uno se reserva pleno poder en deter-minadas cosas que se escapan a las decisiones del soberano, no dependiendo sino de la propia voluntad del ciudadano [Spinoza, 1975: 268] .

[...] ningún pacto tiene valor sino en razón de su utilidad; si la utilidad desaparece, el pacto se disipa con ella y pierde su autoridad por completo. [Spinoza, 1975: 251].

Podemos observar cómo en el segundo párrafo de Baruch Spinoza —aquí reproducido— se da una aproximación directa a la noción de “legitimidad”, tal como se ha ido configurando en el presente trabajo y como más adelante se detallará, es decir, como aquella “cláusula” en la que se establece que si el Estado no es ya el reflejo de la potencia de la multitud éste tenderá a disminuir su autoridad y aquél pacto podría ser desechado o, al menos, reformulado. Y a través de la pri-mera cita referida, y en relación con lo ya dicho, podemos hacer una inferencia en cuanto a que, a la hora de la pérdida de la utilidad de dicho pacto, las facultades reservadas para el ciudadano aumentan en cuanto ya no ve asegurado su derecho a conservarse; es decir, en términos actuales: ante la pérdida de legitimidad de un régimen político, las facultades de la ciudadanía tienden a aumentar. Pre-misa que, por otro lado, nos será de gran utilidad para ubicar el contexto dentro del cual se mueve el presente trabajo.

Entonces, “el Estado, la soberanía, lo ilimitado del poder son,

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pues, filtrados por el antagonismo esencial del proceso constitutivo, de la potencia” (Negri, 1993: 331), es decir, se ubica una relación antagónica entre la potencia como inherencia a toda multitud y el poder actual que se ejerce, se trata, como efectivamente apunta Antoni Negri, de “potencia contra poder”:

[e]sto significa, y éste es el signo paradójico de la argumentación, que cuanto más lo ilimitado (lo absoluto) del poder soberano se desarrolla en la continuidad de las necesidades sociales y políticas de la “multitud”, tanto más el Estado es limitado y condicionado a la determinación del consenso [Negri, 1993: 330].

Así llegamos a la distinción central del planteamiento político de Spinoza, a saber, la diferencia y oposición entre poder y potencia. Mientras potencia es entendida como “inherencia dinámica y constitutiva de lo singular y de la multiplicidad”, el término potestas señala ahí “donde el poder es un proyecto para subordinar a la multiplicidad” (Negri, 1993: 315) y es entendido finalmente como “función subordinada a la potencia del ser, elemento [...] del todo determinado y sometido al continuo desplazamiento, a la continua actualización que el ser potencial determina” (Negri, 1993: 319), y esta continua actualización entre uno y otro término es lo que genera dicho antagonismo.

En esta inversión consiste la verificación de la utopía humanista misma, pero reconducida al horizonte del materialismo. “Potestas”, poder desde este punto de vista no puede significar más que “potencia” hacia constitución —un refuer- zo que el poder no representa, sino al que sólo alude, que la potencia del ser lo fija o lo destruye, lo plantea o sobrepasa dentro de un proceso de constitución real [Negri, 1993: 319].

La política no se presenta de manera alguna subordinada a la dis-tinción entre gobernados y gobernantes, al contrario, dicha distin-ción está determinada por lo político, pues, al final: “Lo político es el tejido sobre el que centralmente se despliega la actividad consti-tutiva del hombre” (Negri, 1993: 310), socialidad constructora y creadora de orden social, determinadora y no determinada.

Esta perspectiva que reincide en la necesidad cognitiva de abrir el concepto de “lo político” más allá del Estado-nación moderno, y de su aparato burocrático, y que en los otros dos criterios se ha mantenido,

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nos permite romper con esa otra tradición que confunde realismo con cinismo, y que enfatiza, tal como Weber lo proponía, el compo-nente de “dominio” que se materializa en el Estado. En este sentido, para el sociólogo alemán, mientras el concepto “poder” se manifes-taba “sociológicamente amorfo”, en cuanto a que presentaba ciertas dificultades para aprehenderlo de manera científica, la noción de “dominación” delimitaba el fenómeno a su ejercicio efectivo, prác-tico, material, fundado y mantenido en el efectivo “monopolio de la coacción legítima”:

[e]l concepto de poder es sociológicamente amorfo. Todas las cualidades de un hombre y toda suerte de constelaciones posibles pueden colocar a alguien en la posición de imponer su voluntad en una situación dada. El concepto de domi-nación tiene, por eso, que ser más preciso y sólo puede significar la probabilidad de que un mandato sea obedecido [Weber, 1984: 43].

Para Weber, “la dominación debe entenderse [como] la proba-bilidad de encontrar obediencia a un mandato determinado con-tenido entre personas dadas”, es decir, que se establezca efectiva-

32mente una relación entre gobernados y gobernantes, esto en “virtud de un orden vigente” con capacidad de contener estas “relaciones de dominación” (mediante un cuerpo administrativo que mantenga el monopolio de la fuerza legítima). Siguiendo entonces la lógica argumentativa se deriva la definición de “asociación de dominación”, es decir, del Estado político y que tanto ha influido en el desarrollo de la ciencia política:

[u]na asociación de dominación debe llamarse asociación política cuando y en la medida en que su existencia y la validez de sus ordenaciones, dentro de un ámbito geográfico determinado, estén garantizados de un modo continuo por la amenaza y la aplicación de la fuerza física por parte de su cuadro administrativo. [...]

Por Estado debe entenderse un instituto político de actividad continuada, cuando y en la medida en que su cuadro administrativo mantenga con éxito la pretensión al monopolio legítimo de la coacción física para el mantenimiento del orden vigente [Weber, 1984: 44].

32 “La situación de dominación está unida a la presencia actual de alguien mandando eficazmente a otro”

(Weber, 1984: 44).

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De esta manera se consolida una identificación altamente reduc-tiva entre “poder” como “dominación” y Estado como “instrumento de dominación”, lo cual nos revela una visión no tan realista como interesada, pues dicha reducción nos impide aprehender la gran complejidad del universo político de nuestras colectividades, así como el papel del Estado como un actor predominante en la bús-queda de mejores maneras de convivencia e, incluso, se puede decir de una comprensión positiva del poder; tal como se aprecia en el mismo Duverger:

[e]l poder instituido en una sociedad es al mismo tiempo, siempre y en todas partes, el instrumento de dominación de ciertas clases sobre otras utilizadas por las primeras para su beneficio, con desventaja de las segundas, y un medio de asegurar un cierto orden social, una cierta integración de todos los individuos de la comunidad con miras al bien común [Duverger, 1978: 16].

Así, mientras que cierto orden social y la incierta integración de los individuos de una colectividad se presentan como una concesión a favor de mantener el beneficio de ciertas clases, el dominio, el interés de tener poder, es lo que se encuentra en el centro de la ciencia política. Una definición tal del poder y de la ciencia que lo estudia no podría así dejar de generar un profundo resentimiento hacia el poder y los que lo ejercen, el cual se vislumbra en el fantasma del “absten-cionismo” que hoy tanto asusta a la democracia electoral.

Sin embargo, siguiendo con Weber y su definición de Estado político como asociación de dominación, se deriva una cuestión fundamental que aquí nos interesa recalcar y que se refiere a la “acción de la asociación” de dominación, es decir, la manera o los canales con los que la acción social, regulada y limitada dentro de la asociación (Verband), se orienta hacia la participación del dominio. En este sentido, la reducción vuelve a darse ahora en términos de una identificación entre la acción de la asociación, tal como fue referida, y el cuadro administrativo (burocracia) encargado del mantenimiento de la fuerza legítima. Así, entonces, la participación del dominio es de manera efectiva “el ejercicio de la dirección o la participación en la acción del cuadro administrativo” (Weber, 1984: 39) que tiene como consecuencia inmediata la disciplina que mantengan sus miembros respecto del ordenamiento de dicha burocracia:

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[l]a acción de la asociación consiste en: a) la conducta legítima del cuadro administrativo mismo que, en méritos de los poderes de gobierno o de representación, se dirige a la realización del orden de la misma; b) las conductas de los partícipes en la asociación en cuanto dirigida por las ordenanzas de ese cuadro administrativo [Weber, 1984: 39].

De esta manera, más adelante, en el texto de Economía y socie-dad, Weber, aunque da cuenta de la existencia de otras asociaciones menores que pretenden influir en la colectividad, establece que sólo puede llamarse propiamente “acción de la asociación” la ejercida por el cuadro administrativo mismo y, además, toda otra que, siendo para la asociación, esté dirigida y plenamente planeada por el cuadro administrativo” (Weber, 1984: 40). Por lo tanto, respecto de aquellos clubs o partidos que se plantean influir en el Estado, “debe separarse esta clase de acción social como “políticamente orientada” de la auténtica acción política de la asociación” (Weber, 1984: 45), que es, nuevamente, la acción de la burocracia y en concreto de aquellos que detentan el poder en las colectividades. Aquí, entonces, Weber está hablando de un tipo específico de dominación, es decir, “la domi-nación legal con administración burocrática”, la cual, como hemos visto, es lo que mantiene al Estado como institución política legítima.

Nos encontramos aquí ante un nuevo acotamiento de lo político, esta vez en la forma de una vinculación absoluta que señala a la burocracia como “única forma posible de racionalización inherente a las instituciones democráticas contemporáneas” (Heller y Fehér, 1985: 132). En este sentido, la burocracia y su racionalidad instru-mental (relación fines-medios) se presentan en el marco del Estado como único escenario posible de manifestación de lo político, lo cual contrasta radicalmente con la postura que aquí se ha manejado y que pone énfasis en lo complejo e intrincado de los circuitos políticos en las colectividades contemporáneas que, sin excluir al Estado, encuen-tra su horizonte comprensivo más allá de él / junto con él.

Retomando la perspectiva de la presente investigación, hemos de señalar como “lo propio” aquella capacidad inherente a toda colec-tividad de hacerse cargo de su propia condición. La necesidad y la voluntad de organizar las condiciones de coexistencia, de disponer de los recursos materiales para la vida organizada es aquí la mi- sión de lo político. En este sentido, podemos decir que “lo político” se puede considerar como un reforzamiento de “lo común” en términos

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de potencia, es decir, si en lo común dominan las comunicaciones, en lo propio domina la decisión sobre ellas (Olvera, 2001: 32). La colectividad señala como propio aquello acerca de lo que se decide como colectividad. Y es, pues, la “decisión”, es decir, la potencia de la colectividad (o multitud, para Spinoza y Negri), expresada como mandato, parte esencial en este grupo semántico que se ha denomi-nado como “propio”.

La problemática de la “decisión” es aquí la de solventar a la vez eficacia y legitimidad en el mandato, pues si bien en diferentes teorías y perspectivas se corre el riesgo de caer en un pluralismo exacerbado, que termina por diluir la capacidad de decisión de la

33colectividad, tal como lo veía Schmitt, representada materialmente en el Estado y sus instituciones, muchas otras excluyen de antemano que la “decisión” no sólo es ejecución (mandato puesto en marcha), sino que implica un proceso que define los contenidos pertinentes (legítimos) de dicho mandato, sin los cuales tampoco contará con dicha eficacia de aplicación pues no serán reconocidos como propios por la colectividad de la que emanan en forma de potencia.

La intención aquí es, como se había adelantado en el desarrollo conceptual de “lo político”, no una negación o refutación del Estado en términos de una teoría secular de la sociedad civil, sino señalar ese espacio que por ahora permanece en la penumbra del conocimiento político y que relaciona y vincula ciertos espacios en nuestras colec-tividades contemporáneas que escapan a una reducción de la “deci-sión” a la relación entre gobernantes y gobernados, que ponen así énfasis exclusivo en la acción de la élite, como si este grupo selecto se definiera autónomamente y sus intereses estuvieran de facto vin-culados con el conjunto social, cuando, de otra manera, dicha élite sólo se entiende como sector especializado en referencia con el resto del conjunto colectivo y, como tal, su vinculación está mediada por

33 “Su pluralismo (G. D. H. Cole y Harold J. Laski) consiste en negar la unidad soberana del Estado, esto es, la

unidad política y poner una y otra vez en relieve que cada individuo desarrolla su vida en el marco de

numerosas vinculaciones y asociaciones sociales [...] que lo determinan en cada caso con intensidad variable

y lo vinculan a una pluralidad de ‘oblaciones y lealtades’, sin que quepa decir de alguna de estas asociaciones

que es la incondicionalmente decisiva soberana.” (Schmitt, 1991: 71.) “Una teoría pluralista es, o la teoría de

un Estado que alcanza su unidad en virtud de un federalismo de relaciones sociales, o bien simplemente una

teoría de la disolución o refutación del Estado…” (Schmitt, 1991: 73.) “El Estado se transforma simplemente

en una asociación en competencia con otras; viene a ser una sociedad junto a y entre otras, que se desen-

vuelven dentro y fuera del Estado.” (Schmitt, 1991: 73.)

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diversos mecanismos, procesos e instituciones que pueden o no encontrarse dentro del ámbito estatal-gubernamental.

Lo que sí es claro, en palabras de Julien Freund, y respondiendo a esta falta de claridad a la hora de tratar de abrir el campo de decisión a otros espacios fuera del Estado, es que “la potencia puede ser mala, pero la impotencia es aún peor” (Molina, 2000: 86). Es decir, el conjunto social necesita las estructuras adecuadas para tener la po-tencia necesaria para asumir sus problemas comunes, pues éste es, precisamente, un factor vital para que se considere una colectividad como tal.

Por último, cabe precisar aquí que “lo común” y “lo propio” no siempre coinciden, ya que, como hemos visto, mientras que “lo común” se define por este espacio de interrelaciones donde las consecuencias de las relaciones recíprocas son compartidas por múltiples terceros, esto no implica necesariamente el control y la capacidad de acción ante dichas consecuencias. Por el contrario, a menudo se establecen tensiones (conflicto) entre “lo común” y “lo propio” que van transformando el orden social. En este caso, por ejemplo, se podría caracterizar al movimiento democrático como un proceso por el cual se busca hacer coincidir dichos aspectos de lo político, es decir, que en todo aquello que sea de interés común se tenga la posibilidad, asegurada institucionalmente, de participar en los asuntos públicos y en la facultad reconocida al ciudadano de colaborar en la decisión democrática.

Así pues, los criterios aquí detallados pretenden forjarnos un panorama amplio de “lo político” como socialidad específica que logre centrar en el fondo de la ciencia que le atañe, es decir, en su objeto de estudio, una conceptualización de “lo político” en las colectividades que le permita reajustarse e interpretar fenómenos que hoy, a la luz de una ciencia política que es incapaz de generar el conocimiento comprensivo de nuestra realidad, que tanta falta hace, permanecen ocultos. Y debido a esto podemos afirmar que la manera en que actualmente se construye el conocimiento de lo político no sólo no colabora a salir de la crisis actual, sino, por el contrario, contribuye a la confusión al reproducir, a nivel epistémico, las circunstancias de dicha crisis.

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4.1. Consideraciones finales

A lo largo de este trabajo hemos recorrido el sinuoso camino de nuestra época, mismo que hemos caracterizado por la incertidumbre generalizada y el cual nos lleva a pensar incluso en una crisis del referente moderno de comprensión de la realidad. Se ha intentado llevar a cabo, a través de las diferentes vías de acceso (y que han dado lugar a cada uno de los tres capítulos que forman la investigación aquí presentada), un estudio comprensivo de los tiempos actuales que va de lo más general de la crisis, desde el estudio de la moder-nidad, a su particular manifestación en la interpretación que de lo político se había forjado en la modernidad y que hoy, ante nuevas condiciones objetivas, se nos presenta como insuficiente para apre-hender la complejidad de los fenómenos políticos contemporáneos. Así, desde el capítulo primero, donde se abordan las dinámicas generales que dan forma a la modernidad y que la constituyen como referente hegemónico de comprensión de la realidad y que le con-fieren también una apariencia de totalidad alcanzada —en cuanto es capaz de extraer de sí misma los contenidos que le permiten explicar la realidad, así como de renovarse constantemente en una continua persecución entre lo que se sabe y lo nuevo emergente, que perma-nece latente, pero sin conocer—; pasando por el capítulo dos, que retoma uno de los aspectos que, desde la óptica de este trabajo, es más significativo de la actual crisis, es decir, su dimensión episte-mológica-cognitiva, la cual nos lleva a la consideración de la necesidad de flexibilizar las herramientas y aparatos conceptuales que nos permiten conocer, interpretar y por fin actuar en concor-dancia con nuestros tiempos; hasta, finalmente, un estudio de la

4. Conclusiones: legitimidad, representacióny hegemonía

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conceptualización que de lo político se ha venido construyendo en la modernidad y que, como se ha dicho, se enfrenta con nuevos fenó-menos que terminan por poner en entre dicho muchos de los con-ceptos fundamentales del estudio de lo político, y que por lo tanto deriva, como ya se había anunciado en el capítulo anterior, en una reconsideración acerca de la definición del objeto de estudio de la ciencia política, ante las sospechas previamente fundamentadas de que muchos de estos fenómenos, lejos de ser residuales o contin-gentes forman parte sustantiva de lo político. Así, estos tres capítulos se van entrelazando y van precisando sus consideraciones dentro de un plano cada vez más específico de la actual crisis, para por fin hacer una clarificación del objeto de estudio de la ciencia política en términos de tres criterios semánticos que se proponen como perti-nentes para identificar lo político en las colectividades humanas. De esta manera, “lo común”, “lo propio” y el “conflicto” pondrán en juego distintas y hasta antagónicas nociones —o conceptos— que con frecuencia han estado dispersas en el estudio de los fenómenos políticos.

La reconfiguración de lo público, que tiene como detonante estructural las posibilidades inexploradas que los regímenes demo-cráticos permiten, replantea la forma en que se configura la relación entre Estado, economía y sociedad, lo cual a su vez tiene una impor-tantísima repercusión en la interpretación y conceptualización de lo político. De esta manera, decimos, una ciencia política que nace en un contexto eminentemente Estado-céntrico (Wallerstein, 1996), entra en tensión con un espacio público que ya no es equiparable con lo estatal/gubernamental, y ya que lo público es siempre el lugar exclusivo del surgimiento de lo político, en esta nueva configuración provoca también un problema de ubicuidad de la política y lo político (Sartori, 2002), donde los fenómenos políticos ya no obedecen, como en la época más fructífera de la modernidad, a una clara y recíproca exclusión de lo político y lo social, como dos campos autónomos de la realidad de los sujetos, sino, por el contrario, dichos fenómenos políticos se establecen en aquellos cruces o intersecciones que surgen de la necesaria complementariedad de estos planos estructurales y, por lo tanto, nos llevan a una reconceptualización de lo político, que, desde la perspectiva de este trabajo, se resuelve en la consideración de lo político como un modelo específico de socialidad centrado en la

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capacidad que tiene el sujeto de construir el tejido social que los define como miembros de una misma colectividad (lo común), de decidir el rumbo de dichas colectividades (lo propio) y de manejar el conflicto, como parte positiva de la creación de orden social (Serrano).

De esta manera se deja formular una racionalidad de lo político que confiere a su objeto de estudio, así como a su actividad funda-mental en forma de política, un sentido de construcción y reorde-nación de orden social, que efectivamente rompe con la ciencia política tradicional, focalizada en los conceptos de Estado y poder y que, sin romper con el Estado como una herramienta fundamental en la transformación y dirección de nuestras sociedades, desdo-blando de alguna manera nuestra noción de lo político, ahora abarca los complejos circuitos que van del Estado a la sociedad y, viceversa, de la sociedad al Estado.

Otra aportación que este trabajo pretende hacer consiste, en el sentido de lo anteriormente dicho, en utilizar una lógica de carácter dialógico, entendida como la vinculación necesaria entre los anta-gónicos y opuestos y que, a diferencia de las dialécticas modernistas, no se concluye en la supresión de los opuestos en una síntesis superior, ni tampoco en la subordinación de uno de los dos términos al otro considerado como hegemónico o fuerte (Morin). Por el con-trario, la dialógica, que aquí es empleada como un método que relaciona los campos estructurales denominados social y político (que en la realidad concreta se nos presentan unidos e indiferen-ciados), es concebida como pura interrelación, donde los conceptos a tratar entran en una necesaria dependencia uno del otro, contra-yendo una dinámica retroalimentativa-comunicativa, que ante las nuevas condiciones de complejidad e incertidumbre nos resulta pertinente para el análisis del hecho social. Otra de las cuestiones en las que se percibe esta metodología dialógica es en la necesidad de establecer puentes y conexiones, no azarosos, entre conceptos, pos-turas e incluso autores que en primera instancia parecen contrarios u opuestos, pero que, sin embargo, en el descubrimiento de elementos comunes, así como en la explicitación de sus diferencias, nos per-miten abarcar un espectro mucho más amplio y profundo de la reali-dad que se quiere conocer.

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4.2. El impacto de la transformación de lo político

A lo largo del esfuerzo que este trabajo realiza respecto de la nece-sidad de flexibilizar los instrumentos conceptuales que tenemos para aprehender los fenómenos políticos —que, como se ha venido reite-rando, se ven puestos en entredicho por nuevos fenómenos y condi-ciones—, se presenta una relación que se torna evidente y que para este trabajo es fundamental y es la que se da en la configuración entre la manera en que se genera, se organiza y se dispone el conocimiento; en otras palabras, la relación entre conocimiento y realidad, relación que así mismo se da en más de un sentido.

Se parte entonces de una premisa básica: que el mundo es sólo mundo cognoscible, mundo conocido o por conocer que se nos hace accesible a través de diversos medios (religión, filosofía, arte, ciencia) y que la calidad de estos medios está definida por la capa-cidad de éstos de generar una versión del mundo que nos permita interactuar de mejor manera con nuestro entorno individual, colec-tivo, humano, natural. El conocimiento, en general, ahí en sus más diversas formas, en sus más increíbles manifestaciones, es el instru-mento fundamental con el cual esta especie cuenta para mediar su relación con el exterior. El tipo de conocimiento que se tenga deter-minará el tipo de relación que tengamos con eso que llamamos realidad.

De esta inquietud se deriva una preocupación en forma de advertencia y que hace de la ciencia política el sujeto de su reflexión. ¿Qué tan pertinente resulta la actual manera en que se genera, se organiza y se dispone el conocimiento político?, y en este sentido, y debido a la gran responsabilidad que tiene la política como actividad de construcción colectiva, ¿qué tanto el conocimiento actual de lo político nos permite interactuar con un entorno siempre cambiante y complejo? Pues lo que está en juego no es otra cosa que la cordura epistemológica, es decir, el contacto de la ciencia social con su objeto de estudio, en este caso, lo político.

De esta manera y persiguiendo estos objetivos, una nueva ubica-ción de los fenómenos políticos que ya no se corresponde con su materialización en el Estado nos llevará a una reflexibilización del entramado conceptual (la redefinición de lo que se entiende por lo político en este caso), que generará no sólo nuevas y más adecuadas

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interpretaciones de lo real, sino también nuevas prácticas y modelos de acción. Para cambiar la realidad, para prestarnos a esa penosa y muchas veces mal recibida tarea de transformar el mundo en el que vivimos, es necesario primero cambiar la manera en que la compren-demos, nuevas comprensiones darán pie a nuevas estrategias y las acciones realizadas en este sentido darán luz sobre nuevas dimen-siones del conocimiento humano.

Por otro lado, pero en esa misma línea, una reinterpretación de lo político en base a nuevas condiciones nos lleva necesariamente a replantear casi todos los conceptos que alguna vez sirvieron para la comprensión de esta importante dimensión humana. La tarea es ardua y por lo tanto gradual, pero la verdadera apuesta del presente trabajo se pone en una hipótesis aventurada: que estamos en la cornisa del cambio, lo cual sin embargo no implica nada más que el reconocimiento de las condiciones para que se dé una transforma-ción sustancial en las sociedades contemporáneas, ya sea para un lado o para el otro.

En este sentido delinearemos algunas consideraciones que se desprenden del presente trabajo y que, con fortuna, en algún otro momento se puedan desarrollar a plenitud y que harán referencia a tres conceptos fundamentales: legitimidad, representación y hege-monía.

4.2.1. Legitimidad

Hemos asistido paulatinamente a un fenómeno paralelo que implica tanto una revaloración del concepto de “legitimidad” —insertado sobre todo en el enclave democrático y que plantea un modelo específico de relación entre el Estado y su ciudadanía impactando directamente en dicho término—, como, en lo práctico, el surgi-miento de nuevas maneras en las que esta noción de legitimidad es llevada a cabo, es decir, cómo este concepto es transformado por nuevas prácticas que vienen a ser caracterizadas por el abandono del referente Estado-céntrico.

El concepto de “legitimidad”, como en otro espacio de este trabajo se ha dicho, ha pasado de ser una noción sociológica contingente (Duverger), fincada sobre todo en las creencias que la población tenía

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respecto de lo que debía ser o hacer el poder político, a un concepto pilar de la ciencia política y criterio fundamental a la hora de entender los fenómenos políticos. En este sentido, la legitimidad es una especie de “concepto vínculo” cuya importancia está dada en cuanto es capaz de enlazar, de establecer una comunicación entre dos o más ámbitos estructurales del quehacer humano. Para quienes ven en el constante distanciamiento entre las élites gobernantes y los ciudadanos un signo de la crisis actual, encuentran en el concepto de legitimidad una posibilidad de vincular nuevamente a estos actores y evitar la ruptura.

Decíamos entonces que más allá de ser un concepto relacionado con las distintas creencias que se tienen respecto del poder político, actualmente dicha noción se ha convertido en un bien público fundamental que ya no sólo es producido por la acción guberna-mental a través de la burocracia, y que incluso ya no es exclusi-vamente un medio para la estrategia política sino que se transforma en un fin en sí mismo para los distintos ámbitos gubernamentales, en un requisito para su supervivencia, que incluso se extiende al ámbito social, en especial en lo que se refiere a movimientos sociales.

Sin embargo, la legitimidad, como todo “concepto vínculo”, está incubada en un tipo específico de relación, lo cual equivale a decir que las actuales transformaciones en la relación entre Estado y sociedad, y que han sido aquí tema central, tienen una consecuencia directa en dicho término. De esta manera, y como lo menciona Alberto Olvera, “la ampliación del concepto de política a través de la participación ciudadana y de la deliberación en los espacios pú-blicos” (Olvera, 2006), nos deberá llevar a pensar en un concepto de “legitimidad” más amplio y relacional, cuya construcción se deja ver como inminentemente comunicativa. La legitimidad, pues, ante esta ampliación de la política, se construirá ahí en el claroscuro tejido social e institución política.

Volvamos al caso dado de Freund y su presupuesto mando/ obediencia (capítulo 3), donde fácilmente podemos insertar el con-cepto de legitimidad como una relación entre las partes. Mientras para el sociólogo francés la obediencia era casi un producto de facto derivado de la necesidad de orden y jerarquía en las distintas colec-tividades, hemos visto, y la experiencia así nos lo ha hecho saber, que la obediencia se torna a menudo obediencia condicionada a ciertos

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parámetros y criterios, a ciertos procedimientos y expectativas; hemos visto, así mismo, cómo la desobediencia es capaz de generar un cambio en la manera en que el mando es ejercido y que esta posibilidad de desobediencia se mueve entre lo legítimo y lo ilegí-timo. Posibilidad que se ve catalizada con el enclave democrático, como bien lo afirma Agnes Heller al presentar al Estado fuerte no como un Estado represor de la inconformidad de la que él mismo es parte, sino como aquel que permite la expresión de la inconformidad y la aprovecha para modificar su acción, para transformar precisa-mente los criterios de legitimación que hasta el momento se venían efectuando.

Por otro lado, la noción de legitimidad no es una receta mágica que por sí sola vaya a llenar este espacio que se ha venido agrandando entre el Estado y su ciudadanía; por el contrario, la legitimidad (que como todo concepto vigente es capaz de generar polémica) se presenta problemática pues se enfrenta con condiciones y conside-raciones nuevas y diferentes que todavía tiene que asumir para su revalorización. De esta manera, se identifican dos grandes direc-ciones en este camino: por un lado, la legitimidad conceptualizada como reflejo de la unidad o identidad colectiva tiene que ser repen-sada en términos de una gran multiplicidad de intereses y actores sociales, a veces, con fortuna, antagonistas y en otras simplemente incompatibles; y, por el otro, que dicha legitimidad ha estado fun-dada, como bien lo afirma Jean-Marc Coicaud, en la “justificación de la diferenciación política”, en la división entre representantes y representados, noción ésta de “representación” que merece ser revi-sada ante las nuevas condiciones emergentes.

De esta manera, para J. M. Coicaud, “la función política de coor-dinación y dirección de la sociedad es legítima tan solo cuando expresa su identidad” (Coicaud, 2000: 28), lo cual estaría muy en concordancia con lo establecido aquí en cuanto a la construcción de lo común (donde una parte integrante de esto es la identidad) como un criterio determinante de lo político, pero que sin embargo no hay que dejar de matizar a través del conflicto inherente a las colecti-vidades actuales, en las que la identidad no se presenta ya como un máximo a alcanzar a través de la completa integración social armo-niosa, sino como un mínimo a descubrir que enlace y permita, a la vez que conservar la pluralidad y la diferencia, establecer los canales de

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comunicación entre partes tan divergentes y así poder actuar como un todo diferenciado, como una unidad compleja de claro talante dialógico. Así, en palabras de J. M. Coicaud, vemos cómo se refleja esta tensión:

[e]n otros términos, la legitimidad tiene la función de responder a la necesidad de integración social que caracteriza a la identidad de una sociedad. Se trata de mostrar cómo y por qué las instituciones, existentes o propuestas, poseen la capacidad de organizar el poder político de modo tal que los valores constitutivos de la identidad social estructuren efectivamente la realidad [Coicaud, 2000: 29].

Sin embargo, esta consideración es apenas el inicio de los problemas pues inmediatamente surge la pregunta acerca de cuáles son estos valores y sobre todo si estos valores representan a la totalidad de la población en un contexto de colectividades mega diversas. Y aquí volvemos a la necesidad de, una vez que ha caído en referente conceptual centrado en el Estado como único escenario político válido, revisar a través de estas consideraciones los conceptos por los que se ha intentado explicar lo político y lo verificaremos en un ejemplo muy cercano. La construcción y consolidación del Estado mexicano, como producto del fin de la Revolución mexicana y de la institucionalización de los valores sociales que reflejaban, dio como resultado un Estado rector centralizado y altamente interventor (mediante corporaciones). Las instituciones de dicho Estado reflejaban de manera bastante eficaz los valores de una determinada identidad colectiva, pero esto no era precisamente porque tenían un conocimiento muy perspicaz de aquella ciudadanía, por el contrario, era porque dicho Estado contaba con la burocracia, los enclaves y las negociaciones necesarios para promover dichos valores; era un Estado, pues, capaz de generar por sí mismo, a través de sus múltiples instituciones y corporaciones, los valores que decía representar y que los representados asumían desde la educación primaria en su incorporación a los sindicatos satélites del partido oficial, hasta su ocasional afiliación al partido. Veamos que aquí el concepto de “legitimidad” era un subproducto de la hemegonía casi total del Estado desarrollista o interventor; el apego de las instituciones, como lo expone Coicaud, efectivamente estaba en concordancia con la identidad colectiva y los valores de ella

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derivada, pero dicha identidad y dichos valores estaban dirigidos y determinados por la burocracia del Estado. La situación, bien que mal, se mantiene, sin embargo, ante un cambio en la configuración de la relación entre Estado, economía y sociedad, que termina por (semi) desmantelar aquel Estado centralizado, la cuestión de la vinculación entre las instituciones políticas y la identidad colectiva y los valores empieza a ser confusa. El corporativismo poco a poco da paso a la disgregación y fragmentación social y el fin de la burocracia, a la vez producto y productor de complejidad, deja abierto el camino de la diversificación social, rompiendo el espacio-tiempo nacional (De Sousa, 2005) y abriéndose a la influencia de nuevos factores que escapan a la frontera del Estado centralizado.

De esta manera, la problemática abierta por J. M. Coicaud adquiere un nuevo sentido en cuanto a la búsqueda de “cómo se establece una relación política justa, es decir, cómo las instituciones políticas expresan y garantizan los valores constitutivos de la identidad social” (Coicaud, 2000: 41), pues pareciera deducirse de las consideraciones apenas bosquejadas aquí, que lejos de que las instituciones políticas basaran su legitimidad en su identificación con ciertos valores, lo que tendrían que hacer, ante la dificultad en apariencia insorteable de la complejidad y diversidad de valores coexistentes en la sociedad, es diferenciarse o poner distancia ante éstos y no asumir una posición de selección y descarte, sino, por el contrario, de darles, mediante el cauce institucional, los canales y mecanismos para que estos valores, muchas veces disgregados en pequeñas islas sociales, entraran en una dinámica social integradora, que además se ve favorecida por el ya mencionado enclave demo-crático. Es en este sentido que las instituciones políticas ya no aspiran a su identificación con máximos identitarios, sino a la cons-trucción plural de un mínimo de condiciones que permitan a esta multiplicidad de valores coexistir, dialogar, generar alternativas, señalar disensos e incompatibilidades, en pocas palabras, entrar al juego democrático.

Por último, está la cuestión del tipo de relación política en la que había estado fundada la noción de legitimidad, es decir, aquella consideración que establece que “para que sea legítima la diferen-ciación política, los gobernantes deben poder alcanzar el nivel de representación de la comunidad” (Coicaud, 2000: 41). Si, como

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intentaremos mostrar enseguida, hay un cambio sustancial en las nuevas relaciones políticas que se establecen como consecuencia de esta ampliación del espacio público, y si en estos cambios resulta que la crisis de la representación que muestran los sistemas políticos contemporáneos es en realidad el inicio de un nuevo tipo de relación política entre Estado y ciudadano, esto no sería poca cosa desde el punto de vista de lo que entendemos como legitimidad. De esta manera, si la legitimidad era entendida, como apunta Coicaud, como la justificación de la diferenciación política con base en la represen-tación, al modificarse dicho concepto se deberá buscar qué nueva relación política resulta legítima ante estas nuevas condiciones.

Cabe decir, antes de entrar de lleno en el análisis de la repre-sentación, que una posible pista ante esta problemática a la que el concepto de “legitimidad” se enfrenta, está en la estrategia pro-puesta anteriormente para el caso de los valores y su relación con las instituciones sociales, es decir, que ante la incapacidad de un con-cepto de imponerse como pertinente en la comprensión de la reali-dad en un periodo de crisis posiblemente venga un periodo de desuso y es que, si como se ha venido manejando, la sociedad civil se pre-senta como un conglomerado de relaciones estables, constructoras de tejido enlazador —y, en este sentido, los distintos grupos que la conforman son capaces de mediar entre su realidad y otros actores sociales y políticos, entre ellos el Estado—, la noción de repre-sentación queda por completo rebasada, pues se caería en cuenta de que la sociedad tiene la posibilidad —misma que tendría que ser asegurada institucionalmente— de representarse a ella sola y que todo intento de representarla sería tomado como un atrevimiento político y, por lo tanto, de dudosa legitimidad al menos. Por lo que, no obstante, se deja la pregunta abierta, ¿qué tipo de relación política emerge ante los cambios estructurales que se han venido expe-rimentando?

4.2.2. Representación

El término representación, que conforme la modernidad va entrando en años, se va modificando y precisando a la luz de nuevas trans-formaciones, se encuentra hoy también en crisis. En casi todo país

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occidental se habla de una crisis de la representación, relación política que había determinado la constitución del Estado moderno y legitimaba su poder sobre la sociedad. En este sentido se pueden identificar algunas problemáticas respecto de este concepto. En primer lugar, hemos asistido a un incremento sin precedentes de la diversidad social, lo cual tiene un impacto deficitario en la repre-sentación del producto y es responsable de la caída del referente marxista de la lucha entre clases sociales. Por otro lado, los actuales alcances de la democracia en la esfera no estatal, implican o, al menos, irán implicando, una transformación en el sentido y medida de lo que se entiende como representación y con ello van a modi-ficarse sustancialmente los objetivos y funciones del Estado, tema que nos lleva directamente a la llamada reforma del Estado.

Respecto del primer fenómeno, la distinción entre clases sociales basada en la versión marxista del hecho social, ha venido a perder la gran eficacia y convencimiento que tenía para organizar y movilizar políticamente a la sociedad, causa y consecuencia a la vez de la incorporación de una gran cantidad de grupos y movimientos sociales que desafían dicha distinción y que tienen el efecto (democrático) de aumentar exponencialmente el número de voces y causas en el escenario democrático. Esta pérdida de eficacia de la lucha de clases en cuanto a movilización y organización de las demandas y luchas sociales ha trastocado también todo el engranaje político que se había construido con base en estas consideraciones; hoy, incluso, hay quienes abogan por la súbita desaparición de la

1distinción entre izquierda y derecha, pues aquellos partidos que se ensalzaban como máxima (y única) representación de la clase proletaria han adoptado, cuando menos, posiciones difusas en lo que había venido siendo el programa político de izquierda, cuando no lo han abandonado de manera evidente. Cabe afirmar, que ante la caída del mundo socialista al final de la década de los ochenta, el referente o

1 Cabe decir aquí, desde este particular punto de vista, que a lo mejor una pista sobre el paradero de esta

distinción entre izquierda y derecha es que ésta sólo se vuelva obsoleta en el marco de la democracia

organizada por partidos, es decir, en el ámbito electoral; precisamente es por la imposibildiad de los partidos

tanto de derecha como de izquierda de llevar a cabo su función de representación que dicha distinción se ve

comprometida. Sin embargo desde esta óptica sólo asistimos a un cambio de ubicación en esta distinción,

pues nos permite todavía trazar un espectro identitario en donde se puedan adscribir los más distintos

movimientos sociales y ciudadanos.

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imaginario de la izquierda queda en una especie de limbo (Mouffe, 1999), pues todo el engranaje ideológico/conceptual en el que se basó se encuentra de frente ante el fin del mundo bipolar, con la conquista mundial de la democracia y la reorganización internacional en manos del capital y del poder hegemónico. Ante este contexto, los distintos partidos laborales, comunistas y socialistas, pierden el referente cognoscitivo hacia el cual consagrar su programa político, se quedan pues, sin la versión del mundo que les proporcionaba el marxismo clásico y que les significaba un campo concreto de acción política. Así, los distintos partidos de izquierda se muestran inca-paces de identificar a su población objetivo que se empieza a diversi-ficar y a hacer compleja y exacerba la ya tardía crisis de la represen-tación, pues da la impresión de que sin su enclave social, los partidos políticos de masas pierden su carácter afiliatorio y por lo tanto se desvirtúa el contacto con los representados y, más bien, empiezan a generar su propio programa basado en el pragmatismo del juego electoral.

En este sentido, la pérdida de la organización y movilización de la lucha de clases da paso al surgimiento de nuevas formas de organi-zación que en la noción de ciudadanía encuentran su denominador común. Así, a partir de ahora, la ciudadanía política y no sólo jurídica, es decir, no sólo la protección del ámbito privado del ciudadano de la intervención del Estado, sino también en lo que se refiere a la credencial de intervención en el espacio público que la ciudadanía da a la totalidad de miembros de una colectividad, sustituye a la clásica distinción entre luchas sociales; sin embargo, dicha ciudadanía es, en primera instancia, puramente formalista, es decir, no implica la adherencia a ningún proyecto político en espe-cífico, lo cual trastoca de forma definitiva la problemática de la representación pues no están ya claros, ni son ya permanentes ni identificables por el hecho de contar o no con acceso a los medios de producción, los intereses de dicha ciudadanía, lo cual lleva, como se ha dicho, a incrementar exponencialmente las voces y causas que se dirigen a los distintos partidos políticos. En otras palabras, la ciuda-danía si bien permite, tal como lo hacía la lucha de clases sociales (a lo mejor sin tanta eficacia), la movilización social en torno a ciertos objetivos, ésta se nos presenta como poco eficaz a la hora de orga-nizar la naturaleza y el sentido de dichos objetivos, por lo tanto hace

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difícil canalizar dichas demandas a los partidos representativos. De esta manera, se puede verificar empíricamente la diversidad de demandas sociales que existen en la actualidad —de carácter incluso segmentarias y ya no incluyentes— y que es correlativa a un déficit en la representación de estos intereses por parte de los partidos políticos.

Siguiendo esta argumentación, pasemos ahora al segundo rasgo que queremos identificar, ya que tiene consecuencias radicales para el término de representación y tiene que ver con la democratización de la esfera no estatal, englobada actualmente bajo el término sociedad civil. En este orden de ideas, retomemos la postura que define el proceso de desmantelamiento del Estado centralizado con un proceso de progresiva diferenciación entre Estado y sociedad civil, que tiene como consecuencia también el surgimiento de nuevos actores y escenarios de lo político que viene (o vendrá) a modificar, sustancialmente, la actividad del Estado edificado bajo la relación política de la representación.

De esta manera, la multiplicidad de voces y recursos a la que hemos asistido viene acompañada también, como ya se ha visto, de un desdoblamiento del campo de lo político que tiende a abarcar dos ámbitos estructurales diferenciados, a saber, Estado y sociedad civil; en este sentido no sólo hay más actores en el espacio público, sino que este espacio donde ahora interactúan llevando sus más diversos intereses es radicalmente nuevo, y en él los términos y nociones que nos ayudan a comprender lo político “pasan a ejercerse en red dentro de un ámbito político mucho más amplio y conflictivo donde los bienes públicos hasta ahora producidos por el Estado (legitimidad, bienestar económico y social, seguridad e identidad cultural) son objeto de luchas y negociaciones permanentes que el Estado coordina desde distintos niveles de superordenamiento” (De Sousa, 2005: 366).

Para Bonaventura de Sousa Santos la nueva configuración del espacio público, donde el Estado es un actor importante pero no el único y tal vez no el hegemónico —como se podrá deducir en el último apartado de este trabajo—, implica un cambio sustancial en la actividad del Estado, pues éste no podrá ya emerger como el portador de una verdad nacional, de un determinada versión o composición de los intereses sociales, a veces denominado “interés general”, pues no

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cuenta ya ni con la estructura necesaria, ni con las condiciones sociales pertinentes (mayor diversificación y complejidad), por el contrario y en acuerdo con De Sousa, las funciones del Estado pasarán a ser más de coordinación y vinculación que de imposición de un modelo específico de sociedad; en este sentido, la función del Estado deberá “tratar sobre todo con intereses divergentes y hasta contradictorios” (De Sousa, 2005: 366) que un enclave democrático por definición produce, lo cual inminentemente afecta la noción de representación, pues en un espacio público en el que el Estado convive con intereses y organizaciones no estatales y cuyas actua-ciones coordina, la acción política “no puede quedar confinada dentro de una democracia representativa concebida para la acción política en el marco del Estado” (De Sousa, 2005: 366). Y no estamos hablando aquí de cosas menores, pues es esta noción de repre-sentación la que ha marcado la relación política fundamental que ha dado lugar al Estado moderno.

De esta manera y de acuerdo también con De Sousa retomamos el planteamiento que cerraba el apartado anterior: si se habla entonces de una sociedad civil suficientemente estable, donde además y debido a los cambios estructurales ocasionados por la ampliación de la democracia se convierte en un escenario político válido en su relación con un Estado que se transforma, en la que surgen diversos actores políticos no estatales con capacidad de traducir, ahora en el marco de la sociedad civil y ya no en la representación política llevada a cabo por los partidos políticos, el interés particular y de grupo, en demandas específicas de carácter general, en versiones o alternativas en la definición del bien común, estamos hablando, tal vez, del fin de la relación política basada en la representación a cambio de una que postula al Estado como un centro imaginario pero estratégico en la coordinación, gestión, vinculación y, finalmente, decisión consen-sada sobre este espacio público.

Sin embargo, aquí vale hacer una precisión que nos concatenará con el siguiente y último de los elementos en los que tiene conse-cuencia este impacto de una redefinición de lo político en nuestras colectividades, pues pareciera que nos estamos acercando a una visión armónica de la sociedad civil, donde los distintos intereses encuentran una equilibrada relación de coexistencia. Al contrario, se reitera la perspectiva en la que, al ser señalada como un espacio

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político, la sociedad civil es atravesada por una inminente relación de conflicto. De esta manera, siguiendo a Alberto Olvera, no podemos dejar de decir que:

…la sociedad civil no es una actor colectivo y homogéneo [...] es un conjunto heterogéneo de múltiples actores sociales con frecuencia opuestos entre sí, que actúan en diferentes espacios públicos y que por regla tienen sus propios canales de articulación con los sistemas político y económico. Esto quiere decir que la sociedad civil está entrecruzada por múltiples conflictos, que es en todo caso una arena de arenas y no un territorio de convivencia pacífica y no conflictiva [Olvera, Dagnino, Panfichi, 2006: 26].

Por lo tanto, al hablar de participación ciudadana no podemos ignorar que ésta siempre es una participación diferenciada, en la que se reproduce y se recrea el contexto social, cultural y político de donde parte dicha participación y que, por sí misma, no es factor para una convivencia más justa e igualitaria, sino, por el contrario, puede exacerbar la desigualdad y consolidar los poderes fácticos que dominan la sociedad civil y cuentan con mejores medios políticos para imponer sus intereses y condiciones al resto de la población. Es por ello que varios autores llevan a identificar a la sociedad civil como la arena de arenas con alto índice de inferencia en las transfor-maciones actuales del Estado, como el escenario de batalla entre quienes quieren un Estado privativo a manera de una extensión de sus influencias en la sociedad civil y quienes se empeñan en construir y consolidar un espacio público de carácter democrático (De Sousa, 2005). De esta manera, y para concluir este camino, cerraremos con una somera revisión del concepto de “hegemonía” que tiende, preci-samente, a señalar este espacio de lucha en la que se ha convertido la sociedad civil y su ámbito público.

4.2.3. Hegemonía

En este último apartado sería pertinente ampliar un poco las consideraciones que conlleva definir a la sociedad civil como un escenario de lo político, pues esto nos debe orientar hacia una búsqueda de la forma que adoptan las nuevas estrategias políticas, y los medios con los que se imponen, en este nuevo campo político. En

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este sentido será fundacional la aportación realizada por Gramsci al invertir el momento estructural y superestructural de la teoría marxista.

El esquema de la relación entre Estado y sociedad que lleva a cabo Antoni Gramsci representa una inversión que da luz a los nuevos cambios en la relación entre estos dos términos que se venían ges-tando desde tiempo atrás. Para Gramsci el concepto de la “sociedad civil” es un término bisagra entre el momento estructural y el super- estructural. Para dicho autor:

[s]e pueden establecer dos grandes niveles superestructurales; el que se puede calificar de sociedad civil, o conjunto de organismos que habitualmente llama-mos privados, y el de la sociedad política o Estado, que corresponden a la función de hegemonía que el grupo dominante ejerce en toda la sociedad, y al dominio directo o de auto jurídico [Bobbio, 1976: 35].

En este sentido, el dominio para Gramsci comprende no sólo el momento de la dirección política, esto es, de la coacción del Estado, sino que además abarca la “dirección cultural”, que incluye no sólo al partido o al Estado como portadora de la hegemonía, “sino a todas las demás instituciones de la sociedad civil [...] que tienen algún nexo con la elaboración y la difusión de la cultura” (Bobbio, 1976: 53). De esta manera se ubica a la sociedad civil como un enclave estratégico en la definición de la hegemonía en las colectividades contem-poráneas, pues es ahí donde la coacción ejercida a través del derecho por parte del Estado adquiere una nueva referencia en la dimensión de la sociedad civil, esto es, el consenso.

La hegemonía es el momento de compenetración entre determinadas condi-ciones objetivas y el dominio de hecho de un determinado grupo dirigente. Esta compenetración se produce en la sociedad civil [Bobbio, 1976: 53].

De Gramsci y su modelo de la relación entre sociedad civil y Estado se puede hablar mucho más, sin embargo, lo fundamental aquí es que descubre el ámbito de la sociedad civil como una extensión del dominio mediante coacción del Estado, instrumento en poder de una clase dominante que es capaz de reproducir su dominio culturalmente. En este sentido podemos afirmar que hoy,

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más que nunca, la sociedad civil es el momento estructural del domi-nio y el Estado un instrumento a su favor.

Si, como en los apartados anteriores, se ha hablado de este espacio público formado por diversas y complejas redes de interacción, hay que identificar que en esta complejidad de relaciones hay grupos e intereses que, debido a esta condición política de la sociedad, pueden valerse de diferentes medios de los tradicionalmente utilizados para ejercer un dominio sobre las demás clases sociales.

Otro ejemplo de esta cuestión se nos da nuevamente con Bona-ventura de Sousa Santos en su estudio sobre la crisis que se da en este metarrelato que venía a reconstruir en la modernidad la relación entre obligación y libertad política, es decir, el contrato social. Para dicho autor, en las circunstancias presentes el actual contrato social pasa a manera de subcontratación debido a las condiciones des-iguales en las que se finca:

[p]or todas estas razones, la nueva contractualización no es, en cuanto con-tractualización social, sino un falso contrato: la apariencia engañosa de un compromiso basado de hecho en unas condiciones impuestas sin discusión a la parte más débil, unas condiciones tan onerosas como ineludibles [De Sousa, 2005: 348].

Esto, una vez más, nos presenta nuevas problemáticas que se dejarán aquí abiertas para otra ocasión, pues si se postula al Estado como coordinador de los distintos intereses expresables en un amplio espacio público democrático, ¿cuál es su responsabilidad respecto de esta participación diferenciada en el espacio público que puede reproducir y exacerbar las condiciones desiguales de las que parte? Y en un contexto donde dominan el mercado y los intereses del capital, y ante un Estado que se ha dado por bien servido respecto de sus responsabilidades sociales, asistimos a un fenómeno que debe formar parte fundamental del programa político de nuestros tiem-pos. En este sentido, escuchamos nuevamente a De Sousa:

…el Estado pierde centralidad y el derecho oficial se desorganiza por un derecho no oficial dictado por múltiples legisladores fácticos que, gracias a su poder económico, acaban transformando lo fáctico en norma, disputándole al Estado el monopolio de la violencia y del derecho [De Sousa, 2005: 345].

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En fin, basta señalar aquí los retos del futuro, pues hoy en día el ámbito que recae bajo el concepto de “sociedad civil” parece mucho menos democrático que muchas de las instituciones políticas, sin embargo, parece que el referente próximo será el intento de demo-cratizar esos ámbitos que sirven como cotos de poder de ciertos poderes establecidos.

Hasta aquí el trabajo, en esta primera parte. No puedo dejar de agradecer a todos los que de una manera u otra han aportado a este proyecto que me ha dado tantas satisfacciones y en el cual tengo tantas esperanzas. Ellos y ellas saben quiénes son. A todos, gracias.

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Bibliografía

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Prólogo

1. La modernidad y su crisis1.1. La modernidad y su dinámica totalizadora

1.1.1. La modernidad como fuerza destructiva1.1.2. La modernidad como fuerza expansiva1.1.3. Modernidad-posmodernidad. ¿Desde dentro o desde fuera?

a) Disolución del sujeto en términos de la propia subjetividadb) Crisis y fragmentación de la historiac) El ocaso de la razónd) Crisis de la generación, organización y disposición

del conocimiento

2. La crisis epistemológica de la modernidad2.1. Crisis como necesidad de autorreflexión de las ciencias sociales

2.1.1. La ubicación espacio-temporal del concepto crisis2.1.2. Condiciones objetivas en la autorreflexión

de las ciencias sociales2.2. Fragmentación y necesidad de una dialógica

en las ciencias sociales2.2.1. El pensamiento moderno en oposición al mítico-mágico:

diferenciación de las esferas de conocimiento2.2.2. La ruptura entre ciencia y filosofía

2.3. El caso de la ciencia política2.4. Consideraciones finales. Modelo mínimo del trabajo

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3. La reconfiguración de lo públicoy su consecuencia en lo político3.1. Lo político en lo humano

3.1.1. La exclusión recíproca de lo social y lo político3.1.2. La emergencia de lo social como espacio estable de relaciones

3.2. Desarrollo, límites y horizontes del concepto de “lo político”3.2.1. La socialidad como movimiento dialógico3.2.2. Lo propiamente político

a) El conflictob) Lo comúnc) Lo propio

4. Conclusiones: legitimidad, representación y hegemonía4.1. Consideraciones finales4.2. El impacto de la transformación de lo político

4.2.1. Legitimidad4.2.2. Representación4.2.3. Hegemonía

Bibliografía

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La reconfiguración de lo público y su consecuencia en lo político,

de Adrián Velázquez Ramírez,

se terminó de imprimir en septiembre de 2008

en los talleres de Artefacto Ediciones,

[email protected].

La edición consta de 80 ejemplares.

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