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SEBASTIÁN ROBLES

Los años felices

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Una primera versión de este libro fue publicada entre agosto de 2008y noviembre de 2009 en el blog “Los noventa”. Durante ese tiempo–y aún después– muchas personas ayudaron a que esta historia tuvie-ra la forma que hoy finalmente tiene. De este lado del espejo: Lucia-na Ravazzani, Facundo García Valverde, Federico Matías Pailos, ArielIdez, Juan Terranova, Francisco Marzioni, Luciano Lutereau, MarinaGersberg, Leopoldo Brizuela y Casa de Letras, Claudia Bologna, Flo-rencia Franco y Beto Camelli, entre otros. Del otro lado: Directorade Orquesta, Lupe, Figo, Lin, Ava Gardner, Jade, Lord Khyron, Bel,Natxus, Esdian, Libélula, Paula de Bera, Natalia Alabel, Paula la Mal-vada, Tomás Münzer, Minerva, el Lic. Jasper, Lola y todos los que díaa día escribían la dirección del blog en su navegador y se subían con-migo a esta historia. A todos ellos, muchas gracias. Hoy ya no distin-go entre uno y otro lado del espejo.

Diseño de tapa:Yamila Kliczkowski para Estudio Guapabombonwww.guapabombon.com.ar

Ilustración de tapa: Nani [email protected]

[email protected]

Queda hecho el depósito que marca la Ley N˚ 11.723Impreso en Argentina

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Robles, SebastiánLos años felices1˚ ed. Buenos Aires: Pánico el Pánico, 2011248 p.; 13 x 20 cm.

I.S.B.N.: 978-987-27091-1-2

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.CDD A863

Fecha de catalogación: 13/09/2011

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Las cosas más importantes son siempre las más difí-ciles de contar. Son cosas de las que uno se avergüen-za, porque las palabras las degradan. Al formular demanera verbal algo que mentalmente nos parecía ili-mitado, lo reducimos a tamaño natural.

El cuerpoSTEPHEN KING

Y, sin embargo, ¡cuántas cosas dejaba allí para siem-pre! ¡Dejaba mi infancia entera, con las profundas ig-norancias de la vida, con los exquisitos entusiasmos deesa edad sin igual, en la que las alegrías explosivas, elmovimiento nervioso, los pequeños éxitos reemplazanla felicidad, que más tarde se sueña en vano!

JuveniliaMIGUEL CANÉ

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CEMENTO

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En la Biblia, Dios mató a Onán porque eyaculaba sobre la tie-rra. Lejos de temer las consecuencias, los varones de mi curso nosentregamos a esa tradición. La costumbre se inició a los doce, tre-ce años. A comienzos del secundario era un tópico en cualquierconversación masculina, especialmente en las que tenían lugar enel vestuario, después de gimnasia o natación.

–A Marcos no le salta –me informó Rodrigo una vez.–¿Cómo sabés? –le pregunté.–Es obvio –dijo–. Mirá.Marcos era flaco y pálido, se enfermaba cada dos por tres. Lo

observé vistiéndose, con las vértebras marcadas en la espalda. To-sió un par de veces sin parar. Al final se golpeó el pecho con el pu-ño cerrado, para recuperar el aliento. Después se cepilló los dien-tes –era el único que lo hacía en el vestuario– y guardó todas suscosas excepto un tupper con dos sándwiches adentro.

–Che, ¿querés venir a ver una porno con nosotros? –dijo Ro-drigo.

Marcos se dio vuelta, nos miró unos segundos y salió silbandoun tema de Roxette.

–Tenés razón –asentí.Además de las revistas porno, Rodrigo y yo usábamos desodo-

rante Axe, hablábamos de minas y conocíamos las diferentes téc-nicas en profundidad: la mano muerta, la acuática, la arenosa y lade lujo, que incluía la utilización de un preservativo, un elemen-to que sospechábamos importante para nuestro futuro sexual.

Pero el nuevo hábito también trajo otros cambios. En la horadel almuerzo, mientras Marcos y los otros chicos se quedaban enel patio o en el comedor, Rodrigo, Hernán, Diego y yo salíamosa comer a una pizzería que quedaba a unas cuadras. La mayor

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ventaja de comer ahí era que se podía hablar con tranquilidad, sintemor a que algún profesor o compañera escucharan la conversa-ción.

–Siete veces –decía Rodrigo.–¿En un solo día?–Andá a cagar.Dos o tres años después nuestras costumbres –que seguían

siendo las mismas– ya no eran tan fáciles de confesar. Rodrigo erael soldado más fiel a la causa.

–Che –dijo una vez–, mis viejos me dejan solo el fin de sema-na. ¿Alquilamos una porno?

Entendimos de inmediato lo que eso significaba.–Paja colectiva –dijo Hernán.Y suspiró.Llegué a lo de Rodrigo a las cuatro, como habíamos quedado.

La idea era pasar la tarde y la noche ahí. Diego y él ya habían al-quilado dos o tres películas en el videoclub.

–No le dice a mis viejos, el tipo es copado.Pusimos los Simpsons mientras esperábamos a Hernán. Llegó

un rato más tarde, con una remera de Nirvana que le veíamos porprimera vez.

–Estoy harto de la paja –dijo.Nos miramos.–Esta noche vamos a Cemento –agregó.

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Habíamos escuchado muchas leyendas sobre Cemento, queera el lugar donde tocaban algunas bandas que empezaban a gus-tarnos, pero hasta entonces nunca nos habíamos animado a ir. Enrealidad, ni siquiera se nos había cruzado por la cabeza esa posi-bilidad, hasta que Hernán la mencionó.

–Somos pendejos –dijo Diego.–Mi primo es amigo del hijo de un conocido de Chabán –di-

jo Hernán–. Pero igual no pasa nada.El viaje desde Villa Ballester era la primera odisea. Fuimos a la

casa de Juan, el primo de Hernán, que vivía en Almagro y teníados o tres años más que nosotros, y nos quedamos esperando aque se haga la hora. Escuchamos un disco de Sumo y tomamosun poco de cerveza. Yo dejé el vaso por la mitad, porque no megustaba.

–¿Se arma quilombo en la puerta? –preguntó Diego.–De vez en cuando –dijo el primo de Hernán.Llegamos en un taxi, asustados. En la puerta se había juntado

una pequeña multitud de gente. Remeras negras, algún punkie devez en cuando. Aunque éramos los menores, había un par más denuestra edad. Eso nos alivió bastante. La policía pasaba a cada ra-to, nos miraba, pero no hacía nada. Entramos a los empujones,media hora después. Adentro hubo una corrida. Alguien se habíaagarrado a trompadas. Un hombre se subió al escenario.

–Pajeritos –dijo el hombre al micrófono–. ¿Qué hacen, pajeri-tos, acá?

–¿Quién es el boludo ese? –preguntó Rodrigo.–Es Chabán, el dueño –dijo el primo de Hernán.Era como si nos hablara a nosotros. Lo escuchamos un rato sin

entender lo que decía, mientras la gente iba llegando. Después

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pensé que nos hablaba a todos, a los que le prestábamos atencióny a los que no, a los pajeros y a los que no. Parecía enojado. A míme quedó la sensación de que dijo que teníamos una vida demierda, lo cual era bastante cierto, pero no entendí del todo. Enalgún momento empezaron a volar los escupitajos. En lugar de es-quivarlos, él seguía ahí parado, hablándonos. Como si le gustara.

–Es un artista –dijo Hernán.Pensé que eso explicaba las cosas. Miré a mi alrededor. Ce-

mento era una mezcla de boliche y galpón. Chabán había empe-zado en los ochenta, con muy poca plata, y esto era la continua-ción de ese reviente, sólo que ya no habían veinte gatos locos si-no mil, dos mil, quién sabe cuántos. Pero el lugar seguía igual.

Después de un rato, Chabán se fue a las puteadas. El recital ve-nía retrasado. La gente seguía llegando. Hacía calor. Nos queda-mos los cinco apretados, cerca del escenario. Los plomos iban yvenían. Un grupo de chicas se apretaba cerca nuestro. Teníannuestra misma edad, y los ojos delineados. Una con remera deSoundgarden, otra de Pearl Jam. Entonces se apagó la luz. Salie-ron Los Brujos al escenario.

Fin de semana salvajedestapando botellas.

Fin de semana salvajecon el cerebro pisado.

El pogo nos empujó de un lado a otro. Sentí que alguien meagarraba de la mano. Miré de costado. Era la chica de la remerade Pearl Jam, medio petisa, flaca, ahogada entre la multitud. Nosmiramos.

–¿Estás bien? –le pregunté.Ella dijo que no. La ayudé a salir a un costado. Vimos el reci-

tal hasta el final. Después se encendió la luz.–Me separé de mis amigas –dijo.A mí me había pasado lo mismo, pero a ninguno de los dos le

importó.

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Existían desde mucho antes, pero explotaron a comienzos delos noventa, cuando los recitales se multiplicaron por todas par-tes. Lo bueno era que, a diferencia de los pantalones chupines ylas camisas a cuadros, las remeras le gritaban al mundo tu prefe-rencia por una banda o estilo de música, sin que hiciera faltaninguna decodificación. Mi vieja las odiaba porque se estiraban,encogían o se les borraba el estampado en el primer lavado. Yolo aceptaba como parte del asunto. Si destiñe, es rock. Si enco-ge, es rock.

La primera remera de una banda que yo tuve fue una de IronMaiden, comprada en Villa Gesell, con mi nombre estampadodebajo. Yo tenía once, doce años, y nunca había escuchado a Mai-den, pero me gustaba Eddie porque parecía escapado de algunapelícula de terror. En poco tiempo la remera encogió casi hastadejarme el ombligo al aire, así que la dejé de usar. Después mevolví más riguroso. Entendí que la remera me definía ante los ojosde los demás, así que tardé un tiempo en elegir la segunda, que re-sultó ser de Pearl Jam. La compré en un local de Munro donde losvendedores tenían un par de años más que yo y escuchaban laRock & Pop, mientras mi vieja esperaba en la puerta. Cuando vioel estampado –una foto de Eddie Vedder en blanco y negro– y to-có la tela dijo:

–Es una calidad de mierda.Y yo dejé de hablarle por un par de cuadras.Si la noche de Cemento no la llevaba puesta, era porque los

planes habían sido otros. Tenía una de UFO Jeans. Va a pensarque soy un pelotudo, pensé. La chica con la que me había escapa-do del pogo llevaba una remera de Pearl Jam.

–Está buena –dije señalándosela.

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El estampado era de buena calidad. Los colores se veían firmesy no parecía haber encogido nada. Incluso el diseño era mejor. Enla mía, fabricada en algún taller de Once, se veía una foto mal re-cortada de alguna revista. Acá estaban el logo de Pearl Jam en elpecho, y la lista de temas de Ten en la espalda.

–¿Es importada? –pregunté.Ella dudó antes de responder.–Creo que sí –dijo al final.La multitud nos arrastró hasta la salida. Nos quedamos con-

versando mientras esperábamos a nuestros amigos, apoyados con-tra el capot de un auto estacionado. Me dijo que se llamaba Vero.Tenía el pelo castaño atado. Ojos grandes. Estaba en cuarto, igualque yo. Hablaba poco, sonreía de vez en cuando. Era la primeravez que veía a Los Brujos. Vivía en capital. Después de un ratoaparecieron sus amigas. Antes de que se fuera, le pregunté dóndehabía comprado la remera. Ella me anotó su número de teléfonoen un boleto de tren.

–Llamame –dijo– y te paso la dirección del lugar.Mucho después me confesó que su remera era prestada. Una

amiga se la dio porque ella no tenía ninguna, y estaban yendo alrecital.

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A comienzos de los noventa, hubo un breve pero intenso fu-ror por la heráldica y la genealogía, especialmente por parte delos nuevos ricos, quizá para justificar de alguna manera que susapellidos provenían de un linaje –cuyo nivel de vida acababan derecuperar–, y no de las alcantarillas como todos los demás. Losque viajaban a Miami volvían con el escudo de la familia impre-so en láminas de cartulina, una atracción que luego algunos trans-portarían al país. En la exposición de América 92, realizada enPuerto Madero antes de su remodelación, el interesado podíaconsultar en una computadora los datos del barco en que habíanllegado sus antepasados inmigrantes. Me acuerdo de las filas degente, horas y horas esperando. Se confeccionaban árboles genea-lógicos que llegaban hasta la Edad Media, y no faltaron las edicio-nes de autor en las que algún ilustre desconocido, como un Buen-día sin encanto, relataba su historia familiar.

En mi familia también había un escudo, pero descansaba des-de hacía años en el fondo de un baúl. No era muy distinto de losescudos familiares que había visto hasta el momento, y muchomenos vistoso que el que había colgado el padre de Hernán en lapared del quincho, al lado de las herramientas para manejar el car-bón. Un hombre con armadura, dos banderines y el escudo conla imagen de una ciudad medieval.

Vero mencionó el tema cuando la llamé por primera vez, en elcurso de una charla que había arrancado tímida tres cuartos dehora atrás.

–Mi apellido es griego –dijo–. Éramos tejedores en Creta. Pa-pá lo averiguó hace poco, cuando estuvimos allá.

–Nosotros éramos pastores –dije.Nos reímos.

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–En serio –dijo–. A mi viejo le encanta esa pelotudez.Pensé en lo estúpidos que me habían parecido hasta entonces

los árboles genealógicos que llegaban hasta la antigüedad. Peroahora me venían bien, así que le hice un resumen de mi pasadofamiliar. Después le pregunté por el suyo, hasta que junté corajepara invitarla a salir. Quedamos en vernos el fin de semana. Du-rante la cena la interrogué a mi vieja por nuestros antepasadospastores.

–¿De dónde sacaste eso? –preguntó.Y yo no pude responder.

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Fuimos a ver El mundo según Wayne. Durante la película, yo laespiaba de reojo. Ella se reía en algunas partes, en otras se queda-ba seria, como tensa, y yo tenía la sospecha de que había adivina-do que la estaba mirando. Va a pensar que soy un psycho, pensé.Entonces me daba vuelta y volvía a concentrarme en la pantalla,con la sensación de que ahora era ella la que me miraba. Un parde veces me di vuelta de repente, como para sorprenderla, peroentonces me daba cuenta de que me había equivocado. Cerca delfinal me dijo algo al oído. Adiviné que era sobre una escena, perono la escuché. Como ella se reía, me reí también.

–Es verdad –dije.Después salimos a la calle. Todavía era de día y caminamos por

la vereda del sol un rato, sin saber adonde ir. Que Vero me gusta-ra me hacía doler la boca del estómago, como eso si me obligara aalgo que no sabía cómo hacer. Estábamos de jeans y zapatillas, losdos. Yo me había llevado la remera de Pearl Jam. A ella se la veíamás arreglada que en el recital. Sospeché que eso era una buena se-ñal. Si no para qué vino, pensé después. Eso me dio una ligera sen-sación de irrealidad. Hernán me lo había dicho el día anterior:

–Si aceptó, es porque te tiene ganas.Sonaba lógico, pero no se veía tan claro en ese momento,

mientras caminábamos por la vereda de Cabildo esquivando a lagente que se cruzaba con nosotros, de acá para allá.

–¿Vamos a la feria artesanal? –dijo ella.Me pareció bien. Cualquier otra cosa me hubiera parecido

igual de bien.Esa tarde me di cuenta de que Vero no era tan fanática de Pearl

Jam como había pensado al principio, lo cual en el fondo me pa-reció mejor, porque yo en aquel entonces tampoco lo era, y con

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el poco conocimiento que tenía hasta el momento me bastaba pa-ra impresionarla. Iba a un colegio de monjas en Belgrano, cercadel cine donde habíamos visto la película. Dijo que tenía muchosamigos hombres. Después me habló de su mejor amiga.

–¿Y amigos varones, tenés? –pregunté.–Sí –dijo–. Te acabo de decir.Tiene carácter, pensé.Se hacía de noche y las cosas no iban bien, aunque no sabía

por qué. Me imaginé volviendo a casa, con la cabeza baja, sin nin-guna novedad. Le dije de ir a tomar algo en un bar. Ella aceptó.Pedimos dos gaseosas. En la mesa de al lado, había una pareja deviejos conversando. La mujer lo agarraba al hombre de la mano.Hablaban del pasado. Nos quedamos escuchando, en medio delos murmullos del bar. Al principio pensamos que eran un matri-monio. Después que eran dos viejos novios. Ella enviudó, él tam-bién, y ahora se estaban reencontrando.

Vero se sirvió Coca. Yo le rocé la mano. Sonrió.Bueno, pensé. Empecemos otra vez.Le pregunté si había tenido novio. Me dijo que sí, después que

no, después que sí otra vez. Cuando me preguntó a mí le respon-dí con algo críptico. La Coca-Cola se estaba terminando. Los vie-jos de al lado se habían aburrido de su propia conversación. Se ha-cía de noche, en cualquier momento me iba a decir que ya era tar-de y seguíamos igual que al principio, o peor.

–Tengo que volver a casa –dijo mirando el reloj.Quedaba a unas cuadras, me ofrecí a acompañarla. En el ca-

mino me preguntó si me había enamorado alguna vez. Yo meacordé de una compañera de primer año que me había gustado.Después ella me contó una historia sobre un amigo con el que ha-bía pasado algo, que terminó porque él se había mudado –no en-tendí si a otro país o a otro barrio. Pasamos enfrente de una roti-sería, donde un pollo lento giraba al spiedo en la vidriera. Ella do-bló en la esquina y se me adelantó unos pasos. Pensé que estabaapurada por llegar a su casa, llamar a una amiga, encender el tele-visor.

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No se lo reproché: a mí me pasaba igual. Era lógico. Aparte dela remera de Pearl Jam, no teníamos nada en común. A Vero no legustaban los libros, el fútbol, ni la ciencia ficción. Tampoco era unamodelo o una actriz de televisión, aunque tuviera esa mirada. Lopeor de todo era que no la conocía. Más allá de lo que habíamosconversado, yo no sabía que el dulce de frutillas le gustaba más queel dulce de leche, que dormía con la boca apenas entreabierta o queestaba indecisa entre Psicología y Letras, dos carreras que al finalnunca siguió. En algunos casos, ella misma lo ignoraba.

–¿Vos qué opinás? –me preguntó.Me agarró de sorpresa, otra vez.–Creo que tenés razón –dije.Ella asintió.–Llegamos –dijo en la entrada del edificio.Me quedé mirándola. Ahora, pensé.–Te llamo –dije.–Dale.Calculé la distancia.–Podemos salir la semana que viene, si querés.–Me parece bien.Pasó una ambulancia.–Bueno –dijo–. Tengo que subir.Se acercó para despedirse.–Ahora –dije en voz alta sin querer.–¿Qué dijiste? –preguntó.La besé. Nos separamos uno, dos minutos después.–¿Te llamo entonces?–Sí –dijo.Me fui caminando hasta la estación de tren.

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El inalámbrico nunca me vino tan bien como en esos prime-ros tiempos de la relación. Después de la cena, mientras mi fami-lia miraba la serie, yo me encerraba en mi dormitorio para hablarcon Vero:

–¿Qué comiste? –preguntaba.–Tarta de calabaza. Y antes unas Pringles. ¿Vos?Al rato se agotaba la conversación. Entonces pasábamos al en-

torno familiar.–¿Qué hacen tus viejos?–Están mirando a Corky –dijo ella una vez.–Acá también –dije.La música de la tele –Ob La Di Ob La Da, de los Beatles– lle-

gaba desde el comedor. El capítulo había empezado media horaantes, cuando me encerré a hablar. El título original de la serie,Life goes on, se ajustaba más al argumento que su versión en espa-ñol. Era la historia de una familia muy políticamente correcta enlos albores de la era Clinton. En algún capítulo, la hija empieza asalir con un tipo con HIV. Corky, el hijo mayor, tiene síndromede Down. Se pone de novio, va a la escuela y aprende a manejar.No bombardean Irak.

–Mi vieja no se pierde ni un capítulo –dije–. No sé por qué legusta tanto.

–Por ahí se identifica con la madre –dijo Vero.Me quedé pensando. Se rió.–Es un chiste –dijo.Y se volvió a reír.A mí no me gustaba la serie, pero la semana anterior, después de

encontrarme con Vero, había visto un par de escenas de la primeracita de Corky. Primero me emocioné, después cambié de canal.

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–¿Qué quisiste decir con eso?–Es que la semana pasada me hizo acordar a... –se interrum-

pió sobre la marcha– Bueno, nada.–¿Y eso qué tiene de malo?–¿Quién dijo que tiene algo de malo?–No sé, me pareció –dije.–Era un chiste –dijo–. Cortala.Después le pregunté si nos veíamos el fin de semana.–Te dije que sí –me respondió–. Que duermas bien.–Vos también.–¿Colgás vos? –pregunté.–No, vos –dijo.–Vos.Y me colgó.

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Una tarde de verano y Rock & Pop, después de hablar con Ve-ro y con Hernán por teléfono y que ninguno tuviera ganas de ha-cer nada, ni siquiera de moverse un centímetro debajo de sus res-pectivos ventiladores de techo, encontré una pila de revistas quehabían sido de mi viejo en un placard de la casa. Eran ejemplaresde “Primera Plana”, con titulares sobre Onganía y Lanusse en latapa. A quién podían interesarle esas revistas, más de veinte añosdespués. Cuando las volví a guardar, algo se deslizó al suelo. Eraun paquete color verde oscuro, sin abrir, de una marca que yonunca había escuchado mencionar. Tenía un forro adentro.

No sé cómo habrá llegado a ese lugar. Después de darle vuel-tas un rato a la idea de que si yo existía, era porque mi viejo no lohabía encontrado, me fijé en la fecha de vencimiento: 10 de juniode 1983. En esa época yo tenía cuatro y miraba al Coyote y al Co-rrecaminos por televisión. Habían pasado más de diez años. Aho-ra miraba los mismos dibujos animados, pero todo el resto habíacambiado. Iba al secundario, escuchaba a Nirvana y salía con Ve-ro, o al menos tenía la sensación de que estábamos saliendo. Du-rante todo ese tiempo, el forro había permanecido en el mismolugar.

Más allá de la fecha de vencimiento, el paquete parecía reciéncomprado. Y yo que pensaba que los preservativos eran un inven-to reciente. Hasta poco tiempo atrás sólo se conseguían en farma-cias. Ahora habían empezado a venderlos también en los quios-cos. Se hacían campañas publicitarias donde lo señalaban como lamanera más efectiva de prevenir el contagio del HIV. Y en el tri-buto a Freddie Mercury se lo veía por todas partes. Era como sidijeran: “¿Ves? Si hubiera usado forro no estaría muerto”. La pu-blicidad en el rock siempre me llegaba. Era el canal a través del

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cual se comunicaban conmigo las empresas y los organismos esta-tales. Y eso sí era algo bastante reciente, pero funcionaba.

Pensé en tirarlo. Al final me lo guardé. Durante un tiempo lollevé en la billetera a todas partes, como un talismán. Un día, des-pués de invitarla a Vero a comer algo en un McDonald´s, se medeslizó al suelo.

Ella se agachó para levantarlo. –Dámelo –dije con dos pasteles de manzana en las manos. –Está un poco vencido –dijo antes de dármelo. –Ya sé. Nos sentamos a una de las mesas que quedaban libres. Pensé

en cambiar de tema, contarle la verdad. –Comprate unos nuevos –dijo ella–. Dejate de joder.

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Después de Freddie Mercury le tocó a Cobain, cuyo suicidioveíamos venir, a menos que todo en él fuera un invento de laMTV. Hasta la muerte del abuelo de Kevin, de alguna manera,me marcó. Eran historias cerradas, con un comienzo y un final.Pero la de Rodrigo fue, de lejos, la peor.

–No puede ser –le dije a Hernán cuando me contó por teléfo-no.

Empecé a creerle la tercera vez que me lo repitió. Fue en unaccidente de tránsito, cerca de la estación de tren. Él venía en elasiento del acompañante. El padre manejaba. Un colectivo losagarró de costado, en una bocacalle. El padre había quedado in-ternado. Rodrigo no llegó al hospital.

Esa tarde nos juntamos en mi casa. Diego jugaba en la com-putadora. Hernán puso un disco de Pearl Jam.

–¿Qué hacemos? –dijo– ¿Vamos?Nadie respondió.–La madre nos conoce –insistió.–Yo no voy –dijo Diego–. Los velorios me hacen mal.–Es por Rodrigo –dije.Él se encogió de hombros. Yo me acordé de cuando ellos dos

se habían agarrado a trompadas, el año anterior. La pelea se iniciópor una discusión acerca de un capítulo de los Simpsons. No sécómo se les fue a las manos, pero los tuvimos que separar entretres. Después se arreglaron aunque cada vez que uno podía, ha-blaba mal del otro. Era una cuestión de piel, supongo. Ningunode los dos hubiera sabido explicarlo mejor. La última vez que sejuntaron, fuera del colegio, fue en la salida a Cemento. Se lleva-ron bien.

–Sos un hijo de puta –dijo Hernán.

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Diego agachó la cabeza.–Puede ser. Fuimos Hernán y yo. Saludamos a los familiares que conocía-

mos, y a los que no.–Ahí están los amigos –murmuró alguien atrás.Después nos sentamos en el cordón de la vereda.–Se hacía cinco pajas diarias –dijo Hernán.Desde adentro se escuchaban los murmullos de la gente. Ro-

drigo era algo que nos había pasado, y de ahí en más iba a ir apa-gándose. Una foto mal sacada, un papel. Primero pensé que cadauno hablaba de un personaje distinto, y sólo nosotros conocíamosal real. Después pensé que ya no había nada real.

Diego me llamó por teléfono a la noche. Le conté cómo habíasido todo.

–No sé qué me pasa –dijo. Después me llamó Vero. Me gustó escuchar su voz. Parecía le-

jos de todo, y tan cerca a la vez.–No sé qué me pasa –dije.–Estás triste.Le dije que sí. Pero lo que pasaba, en realidad, era algo mucho

más difícil de explicar. Tenía que ver con Rodrigo pero tambiéncon nosotros, y algo que –sin darnos cuenta– estábamos dejandoatrás.

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Antes de que el término empezara a utilizarse con frecuencia,en algún momento de los noventa, el fracaso era una miseria ín-tima, poco propensa a ser compartida con los demás. El loser an-da por la vida dudando de todo, aunque sabe que está condena-do de antemano, cualquiera sea su elección. Su identidad estáfundada en el fracaso. Las cosas le salen mal por un único moti-vo: él. Si eventualmente le va bien en algo, se lo atribuirá a la ca-sualidad o, en la mayoría de los casos, a un error en el funciona-miento del cosmos, que regresará pronto a su estado habitual.

–¿En qué estás pensando? –me preguntó Vero.–En nada –dije.Salíamos del cine. No recuerdo qué habíamos ido a ver, porque

la película no le interesó a ninguno de los dos. Nuestras últimasdos salidas habían consistido en eso: matarnos en un cine y des-pués en alguna plaza o Mc Donald´s, hasta que empezaba a hacer-se de noche y yo la acompañaba hasta la puerta de su casa otra vez.

Mientras caminábamos, yo me preguntaba por cuánto tiempomás podría sostener la situación. Vero me daba la mano, me be-saba en las esquinas, me contaba de su vida y sus amigas como sia mí me importara. Y me importaba, sólo que me parecía raro queella lo hubiera adivinado.

–¿Voy a conocer tu casa uno de estos días? –preguntó.Le dije que sí. La verdad era que no lo tenía decidido. Hasta

el momento, el único que sabía de su existencia era Hernán. Erael menos loser en mi grupo de amistades. Si Vero me dejaba a latercera salida, me iba a resultar difícil explicárselo a los demás. Es-pecialmente a mi familia, que hasta el momento no sabía nada.Hernán, en cambio, sólo me preguntó si Vero tenía amigas parapresentarle. Y eso era lo único que yo podía responder.

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–Mamá se va a enamorar de vos –dijo ella en la plaza.Sonreí.–Claro –dije.–Y papá no es muy simpático pero es buen tipo, le vas a caer

bien.–Gracias –dije.–¿De qué?La besé. Después la acompañé hasta su casa.–¿No querés pasar un rato? –dijo.Le dije que estaba apurado.–Mis viejos no están.El departamento era grande, con largas cortinas blancas y al-

fombras peludas en el suelo. El dormitorio de Vero parecía el lugarmás desordenado, pero el descuido era intencional: los pósters col-gaban torcidos y se veían compacts por todas partes. Attaque 77,Nirvana y Pearl Jam. Había un oso de peluche sobre la cama. Allado del teléfono inalámbrico, un papel con mi número anotado.

Y no había nadie más que nosotros dos.Entonces se abrió la puerta de entrada. Me quedé sin tiempo

para reaccionar.–¿Vero? –dijo una voz desde el pasillo.–Eric –dijo ella–, te presento a mamá.

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–Susana –dijo–, encantada.La madre de Vero se acercó, me besó en la mejilla y después se

quedó parada en frente mío, esperando que dijera algo.–Él es Eric –dijo Vero.–Me imaginaba.Sonrió.–Claro –dije.Me sorprendió lo poco que se parecía a Vero. Era alta, escuá-

lida y con el pelo rubio platinado, bronceada y con arrugas comosurcos que le atravesaban la cara.

–¿La pasaron bien en el cine? –preguntó.Vero dijo algo. Yo asentí, escuchando. La puerta de entrada se

abrió otra vez.–Llegó tu padre –dijo Susana–. Permiso.Y desapareció en el pasillo.El padre entró a saludarme un rato después. Estaba en camisa

y con el nudo de la corbata desajustado. Me apretó la mano.–¿Cómo es tu nombre?–Eric –dije.–¿De qué origen sos?Me miró.–Es alemán, papá –dijo Vero.–¿De qué parte?–Villa Ballester –dije.Sonó una bocina.–¿Te quedás a cenar con nosotros?–Eric está apurado –intervino Vero.El padre se mordió el labio inferior. No me soltaba con la

mirada.

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–Me quedo –dije.Él asintió.–Pasen al living, por favor.Me senté con Vero en el sofá. El padre en frente nuestro, con

un vaso de whisky en la mano.–¿No tenés que avisar en tu casa? –preguntó.En casa ni sabían de la existencia de Vero. Dije que no.Después contó de su trabajo. Era abogado. Me preguntó por

mi familia. Le expliqué lo que pude, sin tartamudear. Cuando nossentamos a la mesa, Vero me apretó la mano. El padre no la vio.La madre nos sonrió. Tengo suegros, pensé. Una novia. Una fami-lia política. Yo estaba contento. Y me agarró acidez.

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La cena con mis nuevos suegros fue tranquila. El padre nodijo nada. La madre me preguntó por la mía, mis estudios, có-mo nos habíamos conocido con Vero, las películas que me gus-taban. Después del postre, el padre me pidió un remis. Llegó unRenault 19 blanco, con los vidrios polarizados. Me despedí deVero, que me había acompañado hasta la puerta, y me sentéatrás. El chofer iba de camisa y corbata. Tenía tres anillos grue-sos y dorados en los dedos de una mano. Le dije la dirección demi casa.

–¿Vos sos el novio de la piba? –preguntó señalándola a travésde la ventanilla del auto.

–Sí –dije.Me miró por el espejo retrovisor.–Te sacaste la grande –dijo.Y me contó su vida, desde el secundario en adelante. De a ra-

tos lo escuchaba, de a ratos no. El aroma del producto de limpie-za que habían usado para lavar el auto me mareaba, pero no meatrevía a bajar las ventanillas por el aire acondicionado. Yo estabaacostumbrado a los autos destartalados de las remiserías de Balles-ter, que habían proliferado en los últimos años. Casi siempre metocaba el mismo remisero, que se quejaba de su suerte hasta el fi-nal del viaje. Éste era todo lo contrario.

–Yo estoy contento de tener este laburo –dijo.–Qué bien.–El remis cumple una función social. Acá en capital hay taxis,

pero en provincia si no tenés auto cómo hacés. Vas caminando,porque los colectivos te dejan en las avenidas nomás. Y si tenésque salir de noche, cagaste. Más con los afanos que hay. Ya no escomo antes.

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Cruzamos la General Paz. Las calles estaban oscuras y plagadasde baches.

–Derecho por la avenida –dije–. En diez minutos llegamos.–Mejor me meto por ésta –dijo–. Parece mejor cuidada.Giró a la derecha, a último momento, por una calle desolada.

Las casas eran bajas, por todas partes se veían galpones y fábricasabandonadas. Yo había estado sólo una vez por esa zona, y de día.No tenía buena fama.

–Yo gano bien. Tengo para mantener a mi familia, y me sobracomo para ahorrar unos mangos. Antes, cuando trabajaba en laoficina, andaba todo el día tensionado. Ahora hago lo que se meda la gana.

–¿No deberíamos volver a la avenida?–La gente que se queja no entiende nada.Se rió. Imposible saber si lo suyo era cinismo o felicidad. El

auto rodaba sobre el asfalto. Cruzamos una calle de tierra. A lo le-jos se oyó un petardo, o un disparo.

Unos perros ladraron.–Me parece que estamos yendo mal por este lado.–Tengo un fierro, pibe –dijo–. No pasa nada.Abrió la guantera, donde asomaba una culata, y me guiñó el

ojo en el espejo retrovisor.Yo cerré los ojos. Me acordé de Betina, la hija de una amiga de

mi vieja, con la que toda mi familia me intentaba hacer ganchodesde un año atrás. Era flaca, estirada y desagradable, Vero le ga-naba en todos los aspectos, pero al menos esto no hubiera pasado.Cerré los ojos y esperé.

Al rato estábamos en la puerta de casa.–¿Cuánto es? –pregunté.El tipo se rió.–Sos el yerno del trompa –dijo–. Vos no pagás.

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Lo bueno de cenar en lo de Hernán era que las papas fritaseran Pringles, la pizza nunca venía de muzzarella sola y el heladoera siempre artesanal, algo que no pasaba en las casas de mis otrosamigos y mucho menos en la mía. La noche después de la expe-riencia con mis nuevos suegros, acababa de comprarse el repro-ductor de laser disc.

–Lo puse en mi cuarto –dijo cuando entré–, con el amplifica-dor y los parlantes. También me compré un televisor.

Vimos algunas escenas de Terminator 2. La película venía enun sobre grande, como el de los discos de vinilo. Ocupaba dosdiscos, grabados de ambos lados, que cada media hora había quedar vuelta o cambiar.

–Mirá la calidad de la imagen –dijo–. Es digital.Más tarde encendió la luz y nos quedamos conversando un ra-

to. Le conté de la cena con los viejos de Vero y el remis que mehabía tomado para volver a casa. Para él yo estaba exagerando elproblema.

–Vos ves demasiadas películas.–Pero tenía un fierro –dije.Después vimos El Padrino. El tiroteo donde muere Sonny hi-

zo temblar los vidrios en las ventanas.–El sonido es en sourround –dijo.Me explicó que George Lucas estaba remasterizando las tres

películas de Star Wars para su lanzamiento en laser disc. Dijo queel formato se iba a estandarizar pronto.

–Dentro de dos años –opinó–, en cada casa va a haber un re-productor de laser disc.

Ver una película ya no sería sinónimo de una imagen empas-tada y con mal sonido, como en las comedias estudiantiles o las

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porno que veíamos en VHS hasta poco tiempo atrás. Lentamen-te, el cine se transformaba en una experiencia real.

–¿Qué hago con Vero? –le pregunté antes de irme.Él se quedó pensando.–¿A vos te gusta la mina?Le dije que sí.–Y dale para adelante –dijo–. ¿Qué puede pasar?Le hice caso. Es un pibe sensato, pensé. Siempre tiene razón.

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Durante un tiempo nuestro punto de encuentro antes de lassalidas fue el minimercado de una estación de servicio, en la es-quina de lo de Vero.

–¿No preferís pasar por casa? –decía ella.Mis respuestas nunca eran convincentes: que no quería moles-

tar, que me había hecho amigo del empleado, que me gustaba elcafé de la máquina. La verdad era que me caía simpático que enlas estaciones de servicio, lugares que hasta uno o dos años atrásyo asociaba con el olor a combustible y los derrames de aceite, hu-biera ahora también un espacio cómodo y más o menos asépticocomo el minimercado. Además, en las últimas semanas habíanpuesto un par de mesas y sillas de plástico que, sumadas al aireacondicionado, ayudaban bastante en mi argumentación.

–¿Vos tenés algún problema con mis viejos? –me preguntó Ve-ro una vez, mientras yo terminaba mi café.

La miré a los ojos que me miraban fijos, delineados por unmaquillaje oscuro y algo recargado.

–¿Qué problema voy a tener? –dije–. Si los vi sólo una vez.–Entonces es conmigo –dijo.Me pregunté si el maquillaje sería resistente a las lágrimas. No

está bueno llorar en un lugar neutral, como un minimercado. Lasluces fluorescentes, los paquetes de snacks, la gente que entra y seva. Pero mucho peor, pensé, era estar en un minimercado con al-guien llorando.

–¿Querés que salgamos a dar una vuelta? –dije.Sacudió la cabeza. Yo levanté la mirada. Del otro lado del vi-

drio del minimercado había un Renault 19 blanco, con los vidriospolarizados. Estaba estacionado a un lado de los surtidores, juntocon otros autos.

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–¿De qué labura tu papá?–Ya te dije. Es abogado.Decidí que al menos por el momento, no tenía sentido con-

tarle nada. Tampoco estaba seguro de que fuera importante loque tenía para contar. Las prioridades pasaban por otro lado. Ve-ro estaba a dos minutos de levantarse y dejarme solo en el mini-mercado.

–Tu familia no sabe ni que existo –dijo.Aunque era cierto, lo negué.–Yo los quiero conocer –dijo.Accedí. De alguna manera, tenía razón. Presentarle a mi vieja

también me facilitaría las cosas a mí, que hasta el momento teníaque inventar excusas cada vez que la veía.

Eso la tranquilizó un poco.–¿Querés un pañuelo? –dije.–¿Para qué? –me preguntó.La miré de cerca. No había estado llorando. Era sólo el brillo

que se había puesto en la cara.

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Algunos sábados a la noche, mi vieja y su amiga Ana, tambiénviuda, se gastaban una parte del sueldo en el Bingo que se habíainaugurado en la zona un tiempo atrás. Arrancaban en los traga-monedas y después pedían unos cartones y se quedaban jugandohasta la una, dos de la mañana, a menos que estuvieran con suer-te. En esos casos, el regreso podía demorarse hasta lo que les die-ra el coraje o el sentido del riesgo, bien estimulado por la canti-dad de Pronto Shake que hubieran tomado hasta el momento. Aveces las ganancias eran grandes, especialmente en las máquinastragamonedas, y en ese caso los domingos almorzábamos afuera.Otras veces perdían todo, lo cual se transformaba en un silenciotenso en todos los rincones de la casa. Pero ni mi vieja ni su ami-ga eran jugadoras compulsivas. En general las ganancias no supe-raban las pérdidas y para ellas eso era suficiente, siempre y cuan-do la hubieran pasado bien.

Tanto mi vieja como Ana conocieron a algunas de sus parejasde aquellos años en el Bingo que frecuentaban.

Yo conocí a dos.Uno se llamaba Roberto y era el barman de un sector del Bin-

go. Vivía en Banfield y se quejaba de las horas que perdía en via-jar a su lugar de trabajo. Vino a cenar un par de veces a casa, an-tes de ir a trabajar. Me traía chocolates. Contó que había trabaja-do en Segba hasta unos años atrás. Era medio pelado y bastantemusculoso, decía que levantaba pesas en su casa. Una vez cambiólos tapones en la nuestra, porque habían saltado. Mi vieja le decíaRobi. A mí me costaba tutearlo.

Un día Robi no llamó.–Llamalo vos –le dije a mi vieja.–No tengo el teléfono –dijo.

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Yo no pregunté más.El sábado lo fue a buscar al Bingo. Un camarero le contó que

había renunciado. Ella le pidió el teléfono o la dirección de Ro-berto. El camarero dudó un rato largo y al final, después de idasy vueltas, le contó.

–No pierdas el tiempo –dijo incómodo–. Te lo digo de onda,porque me caés bien. El tipo es casado.

Unos meses más tarde conoció a Juan.Era bastante más simpático que el anterior. Un tipo con suer-

te. Los empleados del Bingo trataban de mantenerlo alejado de lasmáquinas tragamonedas, porque cada dos por tres ganaba. Estabadesocupado, a menos que sus visitas a los Bingos del conurbano,que realizaba cuatro o cinco veces por semana, contaran como untrabajo. Él se las tomaba muy en serio. Estudiaba estadística y as-trología. Pasaba ocho horas jugando, ni más ni menos, y se retira-ba con lo que hubiera perdido o ganado hasta el momento. En ge-neral le iba bien. El problema era cuando las cosas salían mal unpar de días seguidos, y se quedaba sin un centavo en la billetera.Aunque nunca me lo contó, siempre me quedó la sensación de queen esos casos, mi vieja le prestaba. No sé si le habrá devuelto la pla-ta alguna vez. Teniendo en cuenta lo fluctuante de su economía,supongo que no. Un día de la semana mi vieja cayó de sorpresa alBingo, para visitarlo, y lo encontró con otra. Ése fue el final.

–Qué mala suerte –le dije cuando me enteré.–No es tan fácil –suspiró.Cuando Vero la conoció, se puso un vestido que compró con

lo que había ganado en las tragamonedas la semana anterior. To-mó algo con nosotros, conversamos un rato y después se fue.

–Es divina tu mamá –dijo Vero.–La próxima te presento a mis amigos –dije yo.

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El problema era el lugar. Alguien nos había dicho que en los te-los pedían documento y no dejaban pasar a los menores de edad.La casa de Vero estaba descartada. Mis suegros hacían cada tantouna escapada a un country de Tortuguitas, pero la mucama queda-ba firme como última línea de defensa. Además, la sola posibilidad–aunque fuera remota– de que se abriera la puerta y mi suegro meencontrara desnudo en la cama de su hija, alcanzaba para disuadir-me del todo. Mi casa era un lugar un poco más potable, pero des-de su último noviazgo frustrado, mi vieja había limitado las salidas.Incluso cuando iba al bingo, no había manera de saber si volvía alas dos horas o al día siguiente, lo cual nos hubiera transmitido unainquietud que era precisamente lo que buscábamos evitar.

Otra alternativa era pedirle prestada la casa alguien.–Yo tengo una amiga que se queda sola algunos fines de sema-

na –dijo Vero–. Le podría preguntar.–Dale –dije.Al día siguiente trajo la respuesta:–Se puso de novia. Sólo queda libre el dormitorio de los pa-

dres, pero no lo quiere prestar.Como en el programa Peor es Nada, se me fue transformando

en un hábito escuchar los relatos acerca de la primera vez de miscompañeros del colegio. Al principio los protagonistas eran uno odos años mayores que yo. Después, muy de a poco, les empezó atocar a los de mi misma edad. Algunos se los contaban a los doso tres amigos más íntimos, que después eran los encargados de di-fundir la noticia. A otros les gustaban los auditorios, y para eso nohabía mejor lugar que el vestuario después de las clases de gimna-sia. Uno esperó durante meses que los viejos se fueran a Miami.Otro se fue hasta la casa de la abuela de la novia, que dormía co-

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mo un tronco y tenía un dormitorio de más. Los relatos se cen-traban en el antes y el después, como si el pudor los agarrase en lamejor parte. Para saber lo que había sucedido durante el encuen-tro, había que fantasear un poco.

–¿Nunca viste una porno? –dijo Diego–. Bueno, así.Me costaba pensar en Vero y en mí en la misma situación. La ha-

bía imaginado desnuda muchas veces, casi todos los días desde quesalía con ella, pero hasta ahí llegaba. Una vez nos habíamos tiradosobre el pasto de una plaza, ella encima mío, y eso fue lo más pare-cido al sexo que habíamos tenido hasta el momento. Bastante poco,teniendo en cuenta que, al fin y al cabo, el sexo era lo que manteníaunidas a las personas. Y no solamente a las parejas. Ese era mi des-cubrimiento más reciente. ¿Qué otro interés podían tener en comúnuna modelo de la revista Caras, un desocupado, un cartonero, unaminita de Parada Cero, un nuevo rico y yo? ¿Cuál era el secreto delrating y las grillas de programación? Pero ese día, en la plaza, ella meacarició la cara. Podría haber sido otro, pero me había tocado a mí.Y eso nos volvía distintos a todos los demás. A Matías Torelli, quehabía contado su iniciación en el vestuario, la novia le había dichoque lo suyo era una prueba de amor. Vero me decía:

–¿En el cine?–No.–¿En el subte?–No.Una noche soñé con Rodrigo. Tenía la cara llena de barro y de

raíces y seguía haciéndose la paja en el más allá. –No está tan mal –decía y se reía como burlándose de mí.Al día siguiente se me ocurrió la solución. La vi al costado de

la vereda, volviendo del colegio. Todavía no la habían demolido,y a esta altura era probable que no lo hicieran más. Se lo dije a Ve-ro con cuidado, por temor a que me respondiera que no. Ella tor-ció la boca, como siempre cuando se quedaba pensando en algo.El sábado siguiente guardé unas frazadas y unas almohadas en unbolso, compré una caja de forros y la esperé en la estación de tren.Llegó puntual. Entonces fuimos a la casa embrujada.

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Hasta las telarañas parecían viejas. Muebles, sillas rotas, unapava oxidada que me hacía acordar a la que había en la casa de miabuela paterna, que había muerto diez o doce años atrás. Tododesparramado por el suelo, como la utilería en un teatro abando-nado. Entramos por la misma ventana por donde nos habíamosmetido la primera vez, con Diego y Hernán. Había pasado másde un año desde entonces, pero todo seguía igual.

Vero me agarraba fuerte de la mano. Caminaba pisándome los ta-lones, como si temiera que en cualquier momento fuera a pasarle al-go. Había aceptado la idea de la casa embrujada sin vacilaciones, pe-ro ahora estaba asustada. Afuera se había nublado y entraba poca luz.

–¿Trajiste linterna? –preguntó.Yo negué con la cabeza. Había estado pensando en llevarla

hasta último momento, pero al final me la olvidé. La verdad esque nos hubiera hecho falta. El lugar parecía más lúgubre sin luz,con sus retratos mal colgados y las sombras de los árboles sobre lasparedes. Elegimos un lugar en la sala de estar, al otro lado de la es-calera. Tiré las frazadas y los almohadones sobre el suelo. Vero sesobresaltó.

–¿Vos me tocaste? –preguntó.Le dije que no.–¿Quién fue entonces?Nos miramos un rato largo. Me reí.–Qué tarado –dijo.Me acordé de la leyenda que me habían contado una vez so-

bre la casa. Hacía años que no pensaba en eso. Era la típica histo-ria que se cuenta, con alguna que otra variante, en todos los ba-rrios sobre las casas abandonadas. Una pareja se había mudadodespués de casarse. Al principio las cosas iban bien, después no

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tanto. Los vecinos se quejaban de los gritos y los ruidos y algunavez llamaron a la policía. A ella la encontraron golpeada. El tipopasó una noche en la comisaría, pero lo soltaron al día siguienteporque la mujer no quiso hacer la denuncia. Decían que andabacon otro. Dos días después los encontraron muertos a los dos. Eltipo le pegó un tiro y después se suicidó. A partir de entonces lacasa quedó deshabitada y empezaron los rumores sobre gritos a lanoche, luces que se encendían solas y una mujer que aparecía ca-minando en camisón por el jardín. Todavía faltaban unas horaspara la noche, pero las nubes oscurecían el cielo. Pensé en contar-le a Vero la historia de la casa, pero me arrepentí a último mo-mento. Eso es para los amigos, pensé.

Nosotros estábamos ahí por otra razón. Las sombras le caíansobre la cara. Llevaba puesta una remera blanca y un pantalón dejean, y estaba sentada con las piernas cruzadas sobre una frazadade lana. ¿Le voy a tener que sacar la ropa? ¿Se la quitará ella? ¿Y siacabo demasiado pronto?

Hablamos de cualquier cosa. Mi boca se movía sin que yo tu-viera el control. Cada vez que decía algo, me quedaba con la sen-sación de que me estaba enterrando un poco más. Ella me habla-ba con la misma expresión de frustración en la cara. No era a esoa lo que habíamos venido.

Después, el silencio. Ella me besó. Nos dejamos caer sobre lafrazada. Ahora, por lo general, venía la parte en que llegábamos aun límite y nos teníamos que separar, acomodarnos el pelo, respi-rar hondo y hacer de cuenta que no había pasado nada.

–¿Trajiste forros? –preguntó Vero.Estiré la mano y los busqué en el bolso. Había estado practi-

cando en casa como ponérmelos. Nos separamos. Escuché cómola tela del pantalón se deslizaba por sus piernas, hacia abajo. Yome quité el mío. La vi boca arriba, con la remera puesta, sobre lafrazada. No me miraba a mí, sus ojos estaban en el techo, o en lapared, en otra parte. Me pareció escuchar ruidos en la planta altade la casa, pero ella no se movió. Era un grito de mujer, y unospasos que corrían de un lado a otro.

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–¿Estás asustada? –pregunté.–Un poco –dijo.–Yo también.Me acordé de la pareja feliz que había vivido en la casa y de

cómo había terminado. Todo pasó rápido. Ella gritó un poco,aunque después me dijo que no había dolido tanto. Cuando ter-minamos, nos tapamos con la frazada. La besé. Los únicos ruidoseran de los pájaros y de los autos. Teníamos hambre. Nos dolía laespalda. El olor a encierro y humedad era insoportable. Me pare-ció que había demasiada luz.

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Salimos de la casa embrujada con todo el hambre y las con-tracturas encima.

–Vamos al maxiquiosco –dije.Vero asintió. Me apretaba fuerte la mano. Sonreíamos los dos.El maxiquiosco de Luis había empezado como un improvisa-

do expendio de golosinas y cigarrillos en la ventana de su casa,menos de dos años atrás. Luis era el hijo de una conocida de mivieja, nueve o diez años mayor que yo, que se había ganado algu-na fama en el barrio por sus aventuras en moto, sus escapadas dela policía y sus escandalosas relaciones con las mujeres de otros.Más allá de sus criterios siempre divergentes, los vecinos de VillaBallester estaban de acuerdo en algo: a Luis no le gustaba laburar.

Él mismo no lo hubiera negado. Un día empezaron a suceder-se una serie de acontecimientos que, en la versión oficial de la his-toria, ayudaron a cambiarle la cabeza. Lo primero fue que el pa-dre de Luis murió. Era un viejo oficial de la marina que, según secontaba, le había pedido mesura en su lecho de muerte. Y lo se-gundo fue que, en una de sus aventuras nocturnas, dejó embara-zada a Carolina Gaitán, que en aquel entonces todavía era menorde edad. Luis abandonó todo y se fue un par de semanas comomochilero al Norte, de donde volvió cambiado. Se casó con Ca-rolina y abrió el quiosco en la ventana de su casa, que atendía delunes a lunes y empezó a crecer con inusitada velocidad. Al añoalquiló un local, contrató un empleado y abrió un maxiquiosco,que estaba abierto las 24 horas. Fue el primer maxiquiosco de Vi-lla Ballester.

–Ese chico cambió mucho –comentaba mi vieja con admira-ción.

Yo le compraba seguido. No sólo porque me quedaba cerca, si-

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no más que nada porque me gustaba quedarme conversando conLuis. Era uno de esos tipos que la vivieron, y que por eso la tie-nen clara. Siempre tenía una historia distinta para contar. Histo-rias con mujeres, en las que de una forma u otra siempre salía ga-nando.

–¿Y vos? –me preguntaba– ¿Cómo va el levante?Entonces yo le pedía consejo o le inventaba algo, de acuerdo

al humor que tuviera en ese momento.De Vero todavía no le había contado nada. Por eso me pareció

una buena idea que ese día nos diéramos una vuelta por ahí.–Venís bien acompañado –dijo Luis cuando nos vio.Compramos alfajores, galletitas y dos latas de Coca-Cola. Me

pregunté si se nos notaría algo. En los movimientos, la mirada ytal vez incluso en la sonrisa –inocultable– de los dos. Yo actuabade la manera más desenvuelta posible. Señalaba las golosinas, con-sultaba con Vero acerca de la compra y dos o tres veces la besé.Después me susurró algo al oído.

–¿Tenés baño? –le pregunté a Luis.La dejó pasar. Nos quedamos solos, esperando. –¿Qué anduvieron haciendo? –preguntó Luis.Yo me reí.–¿Tanto se nota?–Lo tenés en la cara –dijo–. Ella también.–No se te escapa nada.–¿Dónde fue?–En la casa embrujada.Se rió.–Es un buen lugar.Luis sacó algo de un cajón y me lo apretó en la mano.–Tomá –dijo–. La próxima, comprás acá.Vero salió del baño. Saludamos y salimos a la calle. En la es-

quina abrí la mano. Era una bolsita de celofán, con un poco demarihuana adentro.

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–¿Vamos a tomar unas birras? –preguntó Hernán–. Mirá quetenemos para festejar.

Se refería a lo mío con Vero y a que él había empezado a salircon una mina de cuarto, que le gustaba desde un año atrás.

–No me gusta la cerveza –dije.Una vieja leyenda familiar cuenta que mi bisabuelo inmi-

grante, que trabajó hasta su jubilación en la antigua fábrica dela cervecería Palermo, casi se ahoga en un barril de cerveza. Enaquel entonces cada obrero recibía tres litros diarios durante elhorario de trabajo, a los cuales mi ilustre antepasado sumaba to-do lo que pudiera tomarse de contrabando, cuando el capatazmiraba para otro lado. La cerveza se guardaba en barriles enor-mes, y la mayoría de las veces el procedimiento consistía enhundir la cabeza adentro y tragarse todo lo que fuera posible.Un día resbaló y se hundió hasta el fondo. Lo sacaron de laspiernas, boqueando, dos o tres minutos después. Mi abuelocontaba la anécdota con una mezcla de orgullo y simpatía siem-pre que destapaba una botella, en cada reunión familiar. Que amí no me gustase la cerveza –aunque mi vieja todavía vigilabaque nadie me sirviera un vaso–, me transformaba en una espe-cie de incipiente oveja negra.

Ese día nos juntamos en casa de Hernán, porque los viejos sehabían ido a alguna parte. Empezaba el calor. Nos sentamos en eljardín.

–¿Por qué birra? Se llama cerveza –protesté.–Así le dicen ahora –contestó, tomando el primer sorbo con

una mueca de placer en la cara. A mí me resultó amargo. Por su gesto al empinar el vaso, adi-

viné que a Diego le pasaba algo. Escupió un poco sobre el pasto.

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Después volvió a tomar. Ese día había llegado con la cabeza baja,casi sin hablar.

–La Quilmes es mejor –dijo Hernán.–¿Esta cuál es? –pregunté.–Budweiser –dijo–. No la conocía. Y señaló la botella, que dormía en el pasto.–También está la Heineken.–Son todas iguales –dijo Diego con el vaso casi lleno en la mano.Después de la primera botella Hernán trajo otra, y después

otra más. El sabor amargo empezó a ceder, reemplazado por otromás confuso, y que sólo podría definirse como las ganas de seguirtomando. Ése no estaba mal.

–¿Cómo te fue con Vero? –me preguntó Diego.Le conté del maxiquiosco y de la casa embrujada. Entonces le

preguntó a Hernán, que habló de la chica con la que había empe-zado a salir. Yo me levanté para ir al baño, y me caí de espaldas so-bre el pasto. Hernán se rió. Diego nos miraba, con el vaso toda-vía lleno en la mano.

–Yo estoy solo –murmuró.

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–Probá con el rubro 59 –dijo Hernán.Cada vez que caía un Clarín cerca, leíamos los clasificados. En

el rubro 59 podían leerse avisos tales como:

Colegiala. 22 años. Completa. Bucal s/globito.Paraguayita viciosa te espera en su dpto.

La cantidad de avisos, que cuando estábamos en primero nosuperaba los treinta o cuarenta, había aumentado en los últimosaños.

–Está bien –dijo Diego después de un rato largo.Hicimos una primera clasificación. Elegimos las que estaban

“sola en su dpto”. Nos quedaron unos cincuenta avisos. Habíanmaduritas, colegialas y dominicanas.

–¿Y ahora?Las seleccionamos por barrio, de acuerdo a la característica te-

lefónica. No había ninguna en Ballester. Diego se quedó con lasde Belgrano, Palermo y Barrio Norte. Entonces empezó a llamar.Después de un par de intentos ya conocía la jerga.

–Hola, qué tal –decía–. Vi tu número en el aviso de Clarín.Sí… Ajá… ¿Y el arancel? … Cincuenta pesos… ¿Completo cuán-to me sale?

Se quedó con una que atendía a la vuelta del Alto Palermo. Sellamaba Natalia. En el aviso acusaba veintiún años.

–Tenía voz de mina que está buena –dijo.Nos pidió que lo acompañemos hasta el lugar. Lo espiamos

desde la cuadra de enfrente. Una chica bajó a abrirle en jeans y za-patillas. Era rubia, bastante alta y parecía tres o cuatro años ma-yor que nosotros. A Hernán no le gustó.

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–Es una mina común y corriente –dijo.Lo esperamos a Diego en el patio de comidas del shopping.

Una hora después, apareció con una lata de Coca en la mano.–¿Cómo te fue? –le preguntamos.Empezó por el principio. En el ascensor, la chica le habló del

tiempo. Él dijo algo de las lluvias de verano. Una vez arriba, sesentaron en los sillones del living y ella le ofreció algo para tomar.Diego dijo que no, a ver si le metían algo en el vaso. Habíamosvisto una película donde decían que a las putas había que pagar-les antes, así que le preguntó otra vez cuánto cobraba.

–¿Hace mucho que te dedicás a esto? –dijo.La chica respondió que menos de un año. Le preguntó qué

edad tenía. Él mintió: diecisiete, dijo. Vas al colegio todavía. Esolo aflojó. Hablaron de matemáticas y química. A ninguno de losdos les gustaban. Ella contó que en educación cívica era la mejor,pero que el resto de las materias siempre se las llevaba. Exceptogimnasia, claro.

–¿Querés pasar al baño a higienizarte? –dijo entonces.Después fueron al cuarto. Ella lo esperaba en ropa interior.

Hablaron de las amonestaciones –Diego tenía dos, ella había ter-minado con cinco– mientras él se desnudaba. Todo el resto pasóbastante rápido. En el medio hicieron una pausa. Comentaron elcapítulo de los Simpsons en que Homero le regala a Marge unabola de bowling con su nombre grabado. Después la chica le pre-guntó si tenía novia. Diego estuvo a punto de preguntarle lo mis-mo, pero a último momento se arrepintió. La besó en los labios.

–No tenías que hacer eso –dijo Hernán.Mientras se vestían, ella le preguntó dónde vivía. Ballester, di-

jo, no sé dónde queda. Contó que era de San Fernando, aunqueahora vivía en Capital. Trabajó como manicura en un salón de be-lleza, antes de empezar en el departamento. El salón había cerra-do y en el resto le ofrecían muy poca plata.

–Pero en cualquier momento vuelvo –dijo y se quedaron ahíabajo, mirándose en la puerta del edificio, sin decirse nada máshasta que él se fue.

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–Boludos, me enamoré –dijo Diego con un vaso de birra en lamano.

–Me estás jodiendo –dijo Hernán.Él sacudió la cabeza.–De verdad.Hernán y yo nos miramos. – Contá –dije.–“Cuenta conmigo” –dijo Hernán.–No seas boludo, es algo serio.Y dijo que seguía pensando en la mina.–¿Cómo “pensando”? ¿Te gusta o te la querés coger de vuelta?–Me gusta –dijo–. Me gusta mucho.–No podés enamorarte de esa mina –dijo Hernán.–¿Por qué no?–Ya sabés por qué.–Es una puta –dijo Diego–. Pero qué tiene que ver.Hernán le puso una mano en el hombro.–No tengo nada en contra de ella, al contrario. No es discri-

minación. Pero no podés enamorarte de esa mina.–No te tengo que pedir permiso a vos. Además, ¿por qué no

puedo? –se cruzó de brazos– Explicame.–Qué querés que te explique, boludo, está claro.Yo medié con mi habitual voz narradora:–Lo que quiere decir Hernán –dije–, es que es muy difícil lle-

var adelante una relación con una persona de ese oficio. Nadamás.

Diego respiró hondo.–Imaginate que salís con la mina, sabiendo que se la están gar-

chando otros todo el tiempo.

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Yo pensé inmediatamente en Vero. El día anterior me habíacontado que un compañero del colegio le había elogiado el peina-do, y yo tuve una pesadilla donde iba en carreta por el campo, sa-caba el puño por la ventana y gritaba “lo cago a trompadas”.

–Lo peor de todo es que la mina ni siquiera se debe acordar demí –dijo Diego.

Nos callamos un rato.–Bueno, hay una sola manera de saberlo –dijo Hernán–. Garpá.Destapamos otra botella. En el aire se sentía el olor del pasto

húmedo, unos meses antes del verano. –Es porque te la cogiste –dije.–No creo –dijo Diego.–Será copada, todo lo que quieras…–Ustedes dos me quieren cagar.Se levantó de un salto. –No se bancarían que yo también esté con una mina.Discutir era arriesgar demasiado, aunque tuviéramos razón. Y

Hernán y yo nos decidimos por lo mismo, sin decirnos nada.–¿Queda más cerveza? –pregunté.–Hay otra en el freezer –dijo Hernán–. Andá a buscarla.Cuando volví hablaban de fútbol. Después nos quedamos tira-

dos en el pasto. A las tres o cuatro de la mañana pedimos un remis.

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Se encontraron un sábado a la tarde. Caminaron un rato porFlorida, abajo del sol. Ninguno de los dos hablaba. Al final se me-tieron en un bar de manteles blancos y ventana a la calle. En fren-te tenían un negocio que vendía panchos. “O pancho”, decía elcartel. En el dibujo, dos salchichas: una con minifalda, pelo riza-do y como bailando samba, y la otra con sombrero de mexicano.

El aire acondicionado no funcionaba.–¿Querés que vayamos a otro lado? –dijo Diego.–No, dejá, está bien acá.Ella abrió la cartera y sacó un abanico chino, de esos que se

vendían en los locales de Todo por $2.–Es práctico.–A ver –dijo Diego.Lo examinó un rato y se lo devolvió.–Qué copado.El mozo les ofreció la carta.–¿Querés pedir algo raro? –preguntó Diego.Ella sonrió.–Una lágrima, por favor –le dijo al mozo.Diego soltó una carcajada.–Yo pido siempre lo mismo.Era la primera vez que invitaba a alguien a tomar algo, no so-

lamente a una mujer, sino a alguien en general. Tiempo despuésme contó que, además de eso, era la primera vez que se sentaba–sin la compañía de sus padres o de algún adulto responsable– enun lugar que no fuera de fast food. Le causó gracia que el mozo,un viejo de treinta mil años, lo tratase de usted.

–Está todo bien –dijo–, podés tutearme.El mozo no dijo nada.

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–Me gusta salir al centro de vez en cuando.Ella sonrió.Diego pensó que estaba buena. Más que eso: era un ángel.–Mirá, yo te invité porque quería... Perdoname.Ella abrió fuerte los ojos.–¿Qué cosa? –preguntó.A los veinte minutos, salieron del bar.–Ese lugar tenía algo –dijo ella.Él coincidió.–¿Vos tenías dieciséis, me habías dicho?–Sí.Pasaron por la puerta de un cine que había cerrado. El último

afiche que había en la vitrina era el de la película “Mujer Bonita”.–¿Vos la viste? –preguntó ella–. ¿De qué se trata?Diego no la había visto. Tenía la teoría de que no valía la pe-

na ver películas que no formaran parte de una saga o que noapuntaran a formarla en algún momento.

Se largó a llover. Una lluvia tibia, casi de verano. Se refugiaronen la entrada del cine, con los vendedores ambulantes.

Cuando aflojó la lluvia se metieron en el último Pumper Nicque quedaba. Diego contó que había ido a ese local unos añosatrás, después de ver la película de He-Man.

–¿Esa la viste?Ella negó con la cabeza.Él se quedó pensando unos segundos. Después se rió. Fuerte,

a las carcajadas. A veces le pasaba. Le agarraban ataques de risaque lo recomponían al instante, como si entendiera todo al me-nos por un rato.

–Hoy no la embocamos, ¿eh? No hay caso.–No –coincidió ella–. Ni a palos. Quiero decir cosas pero no

me sale nada.–A mí también me pasa.Charlaron un rato acerca de cómo era el lugar donde vivía ca-

da uno. Ella le contó que convivía con la madre y una hermana.A Diego le pareció que era grande. Cuatro, cinco años eran un

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abismo de diferencia, pero no se notaba tanto. Diego se pregun-tó qué opinaría su madre al respecto.

Anocheció rápido, dentro de todo.–Bueno, nos vemos –dijo él.Se quedaron parados en la esquina, mirándose.Diego se acercó, retrocedió y al final le dio un beso en la me-

jilla. Estuvo pensando en ese momento toda la noche, el día si-guiente y el resto de la semana. La oportunidad desperdiciada. Lasvidrieras, la mugre. El fracaso. Todo se le vino encima de repentecuando se fue caminando por Florida y ella se perdió en Lavalle.De su lado, los cines. Acá, la estación de tren.

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Para los padres de Diego, el estado civil era importante. Elmundo se dividía en personas divorciadas y matrimonios estables.El resto no importaba.

Los días siguientes fueron extraños. Además de ir al colegio,Diego no hacía nada. Faltó a orientación vocacional, no tocabaun libro y ni siquiera miraba televisión. Se quedaba tirado en sucama, mirando el techo. Pensaba en ellos dos viviendo juntos,desnudos todo el tiempo. Se acordó de la propaganda de una mar-ca de colchones. Imaginó que vivían en un country. Ella se pare-cía un poco a Belén Blanco, la de El caso María Soledad. Aunqueera rubia. Y más alta. Y un poco mayor.

A la noche tuvo una cena familiar.–Me voy a casar con una puta –dijo al pasar.El padre se rió. La madre le pidió que se calle. La hermana me-

nor opinó que era un tarado.Al día siguiente la visitó a Natalia. Le dio la plata ni bien en-

tró al departamento. “Eso le debe haber molestado”, reflexionódespués.

Ella le ofreció algo para tomar. Esta vez, él aceptó.–Estuvo lindo el otro día –dijo ella.Diego asintió.–¿Cómo puede ser que no tengas novia?Él balbuceó alguna explicación.–Las chicas de tu edad están en la pavada –dijo ella.Diego trató de imaginársela a esa edad, pero no pudo hacerlo.

Cada vez que la veía, le parecía mayor. O mejor dicho: diferente,como si su memoria y el presente nunca se pusieran de acuerdo.

–¿Y qué te gustaría hacer ahora?A Diego la pregunta le pareció una ingenuidad, hasta que se

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dio cuenta de que la respuesta no era simple. Ya le había dado laplata. Pensó que eso lo habilitaba para decirle: “vamos al dormi-torio”, o alguna frase por el estilo. La otra opción era quedarseahí. Invitarla a dar una vuelta, algo.

–Charlemos un rato –dijo.–Sos divertido.–¿Te parece?Ella asintió.–Pero sos chico.–No soy tan chico.–A mí me parece que sí.–Probame.–Ya lo hice. ¿No te acordás?Estuvo a punto de preguntar “cuándo”, pero entendió antes de

hablar. Entonces le salió contarle lo de la cena.–Lo que pasa es que mis viejos me presionan todo el tiempo

–dijo.–Claro, eso es complicado.–A vos te deben contar cada historia acá.–Lo tuyo no es tan grave.Diego se estiró sobre el sofá, para acercarse un poco.–¿Sos así con todos tus clientes?Casi no terminó de formular la pregunta, por temor a que la

incomodase, pero ella le respondió sin problemas.–No –dijo–, sólo con vos.Pensó que tal vez no fuera cierto, pero no le importaba tanto.–A mí también me gustás –siguió diciendo ella–. Sos un buen

pibe. Pero no sé qué hacer. ¿Entendés lo que digo?–Me pasa lo mismo.–Yo vivo de esto... vos vas al colegio.–Y, entonces, ¿qué hacemos? –preguntó Diego.Sabía muy pocas cosas concretas. Una era que Natalia le gus-

taba. Lo demás había quedado, de repente, oscurecido y en segun-do plano.

Se miraron.

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–No nos vamos a casar.–No vamos a ir al cine juntos.Diego se quedó pensando.–Bueno, de vez en cuando...–No me vas a presentar a tus amigas.–Igual no tengo.Ella se rió.

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En Villa Ballester había una estación de tren. Cuando yo erachico era un lugar de borrachos, delincuentes y vagos. Despuéslo enrejaron. Cerraron los bares de mala muerte, abrieron nue-vas boleterías, pintaron un poco. Lo habían privatizado. El pro-blema era que antes al tren no lo gestionaba nadie (o sea: el Es-tado), y ahora lo hacían unos señores muy ávidos de ganancias,que iban a cuidar de él porque se había transformado en algo ca-si propio.

Yo me lo tomaba para ir al centro. Me bajaba en Retiro, des-de donde me tomaba el subte para ir al cine, porque en Ballesterla única sala se había transformado en una sucursal de alguna igle-sia evangelista, bien al comienzo de los noventa. La primera vezrepartieron un librito con los horarios del tren. Yo perdí el mío ya partir de entonces pregunté, durante años, en diferentes oficinasy boleterías en todas las estaciones por las que pasé, pero nuncavolví a conseguirlo. El librito se transformó en un incunable, co-mo las primeras ediciones del Quijote o de la Biblia.

Era la línea Mitre, Retiro-Suárez. Renovaron los vagones y lospintaron de otro color. Quitaron el vagón fumador. Pusieronasientos de plástico, porque los de cuerina verde con relleno siem-pre terminaban a la miseria. Los guardas controlaban cada tantoque uno tuviera el boleto. En la época de Ferrocarriles Argentinosera muy fácil colarse. En los comienzos de TBA, no tanto.

Después me enteré de que las líneas de trenes se habían mo-dernizado en todo el conurbano. Y las que iban al interior, las ce-rraron. Sólo quedaba el de Mar del Plata, que me tomé un par deveces para ir de vacaciones con Diego y Hernán. El tren era laconstante entre Ballester y capital, Tigre y capital, e innumerablescombinaciones que no se me ocurren en este momento. Era –si-

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gue siendo– algo en común: en todas partes, en el conurbano bo-naerense, hay una estación de tren.

Los vendedores ambulantes empezaron de a poco. Al princi-pio era raro encontrarse con alguno. Después se transformaron enpersonajes habituales. Cuando uno hacía siempre el mismo tra-yecto y en los mismos horarios, se terminaba acostumbrando a lascaras. Estaba el que vendía marcadores, el que repartía estampitasde la virgen, los que repartían flores. Entonces, quizás, le daba porinventarles nombres, o imaginar una mafia de vendedores ambu-lantes que muelen a palos a los nuevos, algo bastante probable.Uno nunca sabía bien por qué las ruedas aceitosas y oscuras deltren estaban manchadas con sangre.

En las estaciones, los alambrados nuevos se fueron oxidando.La iluminación se arruinaba y no la arreglaban. La suciedad au-mentaba. En el programa El otro lado, Polo entrevistaba a un ma-quinista que le contaba de los suicidios. Lo peor, decía el tipo, eraque él los veía unos segundos antes, y no podía hacer nada paraque el tren se detuviera a tiempo. Unos meses después, Polo sesuicidaba en las vías del tren.

La primera vez que el tren se quedó parado entre dos estacio-nes porque alguien se había suicidado, yo me angustié. ¿Quién erael muerto? ¿Por qué había saltado? Pero después se fue transfor-mando en costumbre. Esa inquietud pasó a un segundo plano. Alfinal siempre llegaba tarde.

En algunos trayectos, entre estaciones, volaban piedras desdelos costados. A mí me gustaba el tren, con su aire de progreso grisy deterioro suburbano. Fue el que me tomé para ir al centro, a lode mis tíos, más adelante a la facultad. Y fue el que me tomé pa-ra ir a visitarla a Vero cuando me llamó, dos días antes de Navi-dad, para decirme que tal vez estaba embarazada.

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–Una semana –dijo–. Es mucho.–¿Qué es un atraso?Me explicó.Después dijo que había tenido náuseas. Y que el otro día le ba-

jó la presión.Los dos nos miramos.Cada tanto se escuchaba de alguien. Nunca había sido, hasta

el momento, nadie muy cercano. Pero al sobrino de Marta, unaamiga de mi vieja, le había pasado. Salió con una mina y la dejóembarazada. Después ella abortó. Pero eran mayores que yo. Te-nían diecisiete años. Otro caso había sido mi primo segundo, Pa-blo. Él se casó con la mina. Yo era chico todavía, pero fui al casa-miento. Ella de novia, embarazada. Eran dos términos incompa-tibles que de repente se juntaban. A mis siete, ocho años, yo eramás conservador que los miembros de la Real Academia o el Pa-pa. Ahora el hijo de Pablo tenía esa misma edad. La mitad que yo.Y Pablo era apenas un par de años más grande.

–Compré un Evatest.Miramos el capítulo de los Simpsons donde instalan el mono-

rriel en Springfield. Fue raro, porque no estaba planeado. Yo en-cendí el televisor mientras ella prendía la luz del baño, y cuandovolvió se quedó conmigo, en el sofá blanco.

–¿Viniste en tren? –me preguntó.Dije que sí.–¿Mucho quilombo?–Más o menos.Nos abrazamos un rato.–Si usamos forro –dije–. No entiendo nada.Ella se encogió de hombros.

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–Mis viejos llegan en un rato.Leyó las instrucciones en voz alta. Tiene voz de maestra, pensé.

Clara, concisa y resaltando los momentos importantes. Me tran-quilizaba. Yo asentí un par de veces, con naturalidad.

Mi vieja contaba que la primera noticia que tuvo de mi exis-tencia llegó a través de un análisis de sangre. Ahora, el Evatest.Cinco minutos de espera, nada más.

Nos agarramos de la mano. Los dos pensábamos en lo queninguno había mencionado. Ese silencio entre los dos quizá teníaforma, y en algún momento habría que ponerle un nombre. Yonunca había saltado con paracaídas, pero me imaginaba una sen-sación bastante similar. Después pensé que no tenía paracaídas.Simplemente no me imaginaba teniendo un bebé. No estaba enlos planes. Y por la manera en que me apretaba la mano, sospe-ché que en los de Vero tampoco estaba.

Levantó la vista.–Ya pasaron los cinco –dijo.No nos movimos por un rato. Después leí la tira a contraluz.–¿Qué era dos rayitas? –pregunté.Pero había una sola.

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A comienzos de los noventa, empecé a sospechar que la Navi-dad no era el evento mágico que yo había creído hasta poco tiem-po atrás. Papá Noel no existía, pero a la mesa navideña se sumóotro invitado rodeado de un misticismo más enigmático, peroigual de particular: el amigo invisible.

Era la solución que había encontrado mi familia –antes del au-ge de los Todo por $2– para que sonara divertido hacer sólo un re-galo, y no diez. Y que nadie se pusiera celoso.

El sorteo se organizaba en algún evento anterior, a comienzosde diciembre, entre mi vieja, mis tíos y tías. Cada uno sacaba unpapelito con el nombre del destinatario de su regalo. El portadorse transformaba en un amigo invisible relativamente inoperanteporque no estaba obligado a escribir cartas con pistas denotandosu identidad, como se hacía en algunas oficinas. Se limitaba acomprar un regalo y entregarlo después de la cena de Navidad.Un amigo invisible de la clase media.

Los chicos no participábamos. Más allá de que esa categoríano me gustaba, yo me sentía aliviado.

Yo nunca iba a ser un amigo invisible.Eso tenía sus ventajas. En primer lugar: siempre ligaba unos

cuantos regalos. Algunos no eran interesantes, pero mi abuelasiempre me daba plata, y una tía vieja también. No eran fortunaspero algo sumaban. Y en segundo lugar, no ser amigo invisibleimplicaba no tener la obligación de regalar nada. Al menos yo loentendía de esa manera. Como yo no era invisible, podía pasardesapercibido. Además no tenía plata, había pasado de año –locual ya era bastante– y no trabajaba.

En las cenas navideñas, no importa en casa de quién se reali-zaran, había dos mesas: la de los grandes, y la de los chicos. Al

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principio nos sentíamos exiliados, después empezamos a formarnuestra propia identidad de mesa. Hablábamos de las mismas co-sas, no nos interesaba la política –por el momento–, y nadie ha-cía preguntas molestas.

En la mesa de los grandes, de vez en cuando se escuchaba:–El nombre de mi amigo invisible no empieza con “J”.Y la gente se reía secándose los labios con la servilleta.Después de las doce se revelaban todas las incógnitas. El mis-

terio se transformaba en un artefacto importado, un libro, un dis-co o algo de ropa.

Ese año, mientras los demás salían a ver los fuegos artificiales,yo me quedé adentro y la llamé a Vero por teléfono. Me atendióella directamente.

–Feliz Navidad –dije.Ella se rió. Atrás se entrechocaban copas.–Gracias –dijo–. Para vos también.–¿Tomaste mucho?–Bastante.Le pregunté si había amigos invisibles en su casa.–Acá son todos invisibles –dijo.

Se rió otra vez, pero no tanto. –Te mando un beso grande.

Nos quedamos en silencio, como esperando algo. –Chau.–Chau.Después salí a la vereda. Algunos seguían con sus copas de si-

dra en la mano. Mi abuela miraba al cielo. Mi tía cantaba en vozbaja. Todavía sonaban los fuegos y los petardos, pero con menosintensidad. Alguno decía:

–¿Entramos?Y en la suave borrachera que venía después, ninguno la pasa-

ba mal.

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–¿Cómo será el futuro? –me preguntó Vero una tarde despuésde la fiesta, mientras mirábamos el ventilador de techo de mi dor-mitorio, que chillaba por la falta de aceite desde por lo menos unaño atrás.

La pregunta me sorprendió un poco. En primer lugar, porqueno era el tipo de cuestiones que uno hablara todos los días. Y ensegundo lugar, porque veníamos de discutir sobre las vacaciones.Vero iba a pasar veinte días de enero en Pinamar, donde los pa-dres tenían una casa y me habían invitado. Mi suegro no iba a es-tar durante la mayor parte del tiempo. La condición era que dur-miéramos en habitaciones separadas. Le dije que lo iba a pensar.A ella no le gustó que se lo dijera. Discutimos sobre qué tan im-portante era extrañarnos. Es horrible, dijo, más todavía teniendola posibilidad de pasarla juntos. Pensé que yo no la extrañaría dela misma manera que ella a mí. O por lo menos, no me parecíatan malo. Pero eso no lo podía decir.

Discutimos y después nos quedamos callados, sin haber llega-do a ningún acuerdo. Los dos un poco enojados con el otro, queno había respondido de la manera deseada. Entonces, sin una no-ta de malhumor en la voz, Vero me hizo la pregunta.

–¿Nuestro futuro? –dije.Ella dudó un segundo.–El futuro en general.La palabra me traía imágenes de la saga de Volver al Futuro.

Había visto la primera siete, ocho años atrás. Casi la mitad de mivida con Marty McFly. Y desde que contratamos el cable la veía,junto con las dos secuelas, todos los fines de semana en un canaldistinto.

–Creo que van a existir los autos voladores –reflexioné en voz alta.

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Ella se agarró la cabeza.–Qué tarado.–Vos me preguntaste –dije.–Pero no estoy hablando de eso.–¿Y de qué estás hablando?Se quedó pensándolo.–Nada, dejá.–No, decime.Vero se levantó de un salto.–No se puede hablar con vos.Pasamos unos días sin vernos. Los viejos de Hernán compra-

ron una casa en Pinamar y nos invitaron a Diego y a mí a irnosunos días allá. La fecha de la estadía, en enero, era dos semanasantes de que Vero viajara. Eso significaba que podía pasar casi to-do el mes en la playa, con mis amigos primero y con ella después.

La llamé para contarle. Le pareció una buena idea.Después hablamos de la fiesta de Año Nuevo. Ella lo iba a pa-

sar en lo de sus viejos, yo en lo de mis tíos que vivían cerca, asíque podíamos vernos después de las doce. Se nos venían encimalas vacaciones. En enero la ciudad se vaciaba. Calor. Después, Pi-namar. Más adelante, volver a clases. Ese año íbamos a empezarun curso de inglés juntos, cerca de la casa de Vero. Había rumo-res de que en junio venía Pearl Jam. También se hablaba de losRamones, otra vez.

El resto del año era un mapa en blanco. Nos quedamos al te-léfono, callados. Porque seguro había algo. Más vacaciones, máscolegio, más salidas de sábado. Pero ese día, a fines de diciembre,ninguno de los dos veía nada.

–No me dejes –dijo ella.Y yo quise tenerla en frente, para apretarle la mano.

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No sé en qué momento me di cuenta de que mi short de ba-ño me dejaba las rodillas demasiado expuestas. Fue antes de via-jar a Pinamar, eso seguro. Antes de año nuevo, porque nos fuimosel 1º de enero. La idea de que necesitaba unas bermudas se meinstaló con tanta fuerza, que me parecía tenerla desde siempre.Usar short de baño me resultaba infantil, como si la adolescenciaviniera con un par de centímetros extra de tela. Además, todo elmundo usaba bermudas.

Las bermudas –supuse– tenían más levante. Hernán había co-nocido a su novia en la pileta de un amigo. Hernán tenía levante.Y un pantalón bermudas negro que usaba hasta cuando no se ba-ñaba.

Yo estaba de novio, claro. Pero seguro que a Vero le gustabanmás las bermudas que mi viejo y desteñido short.

Así que ahí andaba yo, solo, viendo vidrieras en la calle Alvearde Villa Ballester, buscando mi boleto a la adultez. Me entretuveun rato en el local de música, mirando cd´s. Estuve a punto de de-jar mi sueño de lado por el último de los Stone Temple Pilots, pe-ro todavía no había llegado. Me llamó la atención. En MTV ya loestaban promocionando. A Ballester siempre llegaba todo tarde.

Entré en Casa Fernando, el local donde mi vieja me compra-ba ropa. Fernando había muerto un año atrás. Ahora atendían loshijos, uno de pelo corto y el otro de pelo largo, que me caía bienporque no hablaba. Cambiaron el toldo marrón por uno blanco,pusieron más espejos en la vidriera y reforzaron la iluminaciónadentro. Colgaron carteles de publicidad por todas partes. Unono sabía si se estaban fundiendo o la habían pegado.

–Quiero eso –dije señalando unas bermudas azules de la vi-driera.

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–¿Qué talle tenés? –Como para mí –dije. Me miró de arriba abajo. –Ya vengo. Desapareció por un pasillo. En la pared de enfrente, un chico

uno o dos años menor que yo descorría la cortina del probador.La madre lo miraba a un costado. Me hizo acordar a cuando salíaa comprar ropa con mi vieja, hasta poco tiempo atrás. Estaba encueros, vestido con un short de baño color naranja. Debajo de lasvértebras asomaba una leve panza.

–Me aprieta –dijo estirándose la tela de la entrepierna haciaabajo.

La madre lo cubrió con el cuerpo. –Parece que te estás rascando. El vendedor de pelo largo salió del fondo con las bermudas en

la mano. –Pasá por acá –dijo y señaló un probador vacío. La madre intentaba convencer al chico de que se llevara el

short. –¿Qué hay de malo? –dijo– El tío Coco tiene uno igual. Él me miró como pidiendo auxilio. Yo conocía esa mirada. Eran

los ojos del adolescente en frasco chico, embutido en el short a supesar. Durante un segundo, sentí pena por él. Después se me pasó.Las bermudas me quedaban bien. Tenía suficiente aire en la entre-pierna. Ni se las mostré al vendedor, que igual no preguntó nada.

–Me lo llevo –dije. Adelante mío, en la caja, la madre pagaba con tarjeta de crédi-

to. A través del nylon blanco de la bolsa con el logo renovado deCasa Fernando, adiviné la tela anaranjada del short. El chico mededicó otra mirada antes de salir. Paciencia, pensé mientras saca-ba el efectivo de mi billetera. Vas a tener que esperar un año más.

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El primer recuerdo que tengo de los noventa en realidad no esde los noventa. La fiesta se organizó en un club de barrio que pre-sidía mi abuelo. Las mujeres de los socios servían la comida enmesas largas. Pollo a la parrilla y ensalada de papas. Dos nenasbailaban en el centro de la pista, agarradas de la mano. Como de-corado, unos globos de cumpleaños. Un perro se cruzaba entre lagente. Lo echaban y volvía a entrar.

Se iba el ochenta y nueve, y para mí eso significaba varias co-sas: que pasaba a sexto grado, que cumplía años la semana si-guiente y que la década del noventa empezaba un año más tarde,en 1991, como habían explicado en televisión y por la radio has-ta un rato atrás. El locutor había sido claro:

–No existe el año cero –dijo–. Jesucristo nació el primer díadel año uno. Por lo tanto, la década comienza en 1991.

Yo imaginé a los padres de Jesús –ella, embarazada– perdidosen el año cero, que era un ojo ciego donde estaba todo junto. Selo comenté a una prima de mi vieja que se sentó en nuestra mesa.

–Sos muy inteligente –dijo.Y cambió de tema.El salón estaba repleto. Los diálogos se unían y se disgregaban

como en un murmullo permanente, con la música de fondo.–Lo echaron –decía uno–. Está buscando laburo.–…a San Clemente, seguro…–Este año repuntamos bastante, al menos en comparación con

el año pasado.–Parece que el tipo adivinó la fórmula de la Coca-Cola y aho-

ra…–Un infarto. Nadie se lo esperaba.Después de las doce, alguien prendió un globo y lo soltó en la

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vereda. El globo quedó entre las ramas de un árbol. Pensamos quese iba a quemar todo.

Un par de años después, con Vero, vimos otro globo. Se elevódesde un jardín en el fondo de una casa. Había mucha pirotecniaese año. Cañas voladoras más ruidosas y de más colores. Nosotrosnos quedamos mirando al globo un buen rato, esperando que pa-sara algo, hasta que se perdió en alguna parte.

–Por lo menos no se quedó en un árbol.–¿Qué dijiste?Seguimos caminando.Vero se había robado un Fresita de la casa de los padres. La

gente festejaba. En las casas, en los autos, en las discotecas queabrían sus puertas otra vez. Algunos tambaleaban. Nosotros tam-bién. Alguien nos tocó bocina. Le devolvimos el saludo, con labotella en la mano.

–¿Adónde estamos yendo? –pregunté después de algunas cua-dras.

Vero se sentó en el borde de un cantero con plantas.–Acá está bien.Los ojos se le cerraban. Me gustaba su manera de estar borra-

cha, parecida al sueño pero más pesada. Se apoyó contra mí hom-bro. Tenía puesta una vincha negra, y un perfume que no supedistinguir. Al día siguiente yo me iba de viaje con mis amigos.Cambiar de año es como atravesar el espejo de Alicia. Nadie sabelo que hay del otro lado.

Fue el año nuevo de 1995. El año cero había quedado muyatrás, y el próximo seguía tan lejano. Pasaron un par de autos co-rriendo picadas. Después, y por un largo rato, no escuché másnada.

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PINAMAR

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A los catorce, quince años, las vacaciones en familia eran peo-res que el verano en la ciudad. Una solución intermedia hubierasido invitar a algún amigo, pero en el departamento de Villa Ge-sell que nos prestaban unos parientes sólo entrábamos nosotrostres. Había que correr una de las camas para comer, o sentarse di-rectamente sobre el colchón. Dormir hasta el mediodía era impo-sible. A las nueve de la mañana, mi vieja y mi hermana se iban ala playa a tomar sol y me despertaban con el reproche de que es-taba desperdiciando las vacaciones. Después me quedaba dandovueltas en la cama hasta las doce, sin poder dormirme otra vez. Ala tarde iba un rato a la playa, me guardaba en la memoria algu-na que otra cara femenina, y a la noche cenábamos en la JirafaAzul. Después, cuando mi vieja y mi hermana volvían al departa-mento, yo me quedaba dando vueltas por la peatonal. Tiraba unospesos en los fichines y terminaba sentado en un cantero o en al-guna librería que a esa hora empezaba a vaciarse de gente.

Una noche descubrí una librería que hasta entonces no habíavisto, sobre la avenida 3, en la parte donde ya no era peatonal.Adentro estaba el vendedor solo, después entró alguien más. Erauna chica, más o menos de la misma edad que yo, aunque en esemomento me pareció un poco mayor. Estaba vestida como lashippies que vendían artesanías en la plaza, muy distinta de las quehacían cola para entrar en Chamaco o Le Brique. Andábamos porel mismo sector de los anaqueles. La miré un par de veces de reo-jo mientras hojeaba Las venas abiertas de América Latina, que al-guien me había recomendado. Me pareció un libro difícil peroigual lo compré, quizás para hacerle una señal. Después salí y meacomodé en el cantero de la esquina, que se había transformadoen mi lugar en el mundo ese verano.

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–Hola –escuché a mis espaldas–. ¿Me puedo sentar un ratocon vos?

Más que sorpresa, fue terror. Le contesté que sí con la mayornaturalidad de la que fui capaz.

–Vi los libros que mirabas –dijo–. Son muy raros esos gustosen alguien de nuestra edad. Acá, más todavía.

Señaló a un grupo de pibes que saltaban en cueros en direc-ción a la peatonal. Uno revoleaba la remera mientras cantaba“Matador”.

–Claro –dije.No sabía si preguntarle el nombre o esperar. Es linda, pensé. Y

eso me angustió todavía más.Me contó que iba al Nacional Buenos Aires. Vivía en Alma-

gro. Yo le dije que era de Ballester y le expliqué dónde quedaba.Después dimos una vuelta por las calles laterales, que eran menostransitadas.

–¿Qué vas a estudiar cuando termines el colegio? –preguntó.–Sociología –dije–. O algo así.–Es una buena carrera. Pero es difícil decidirse, más en este

país que tiene un cartel enorme que nos dice “andate”.Me llamó la atención esa primera persona del plural. No ha-

blaba sólo de ella y de mí. Hablaba de nosotros. ¿Quiénes? Losque estábamos ahí. Eso incluía a los que hacían cola en los boli-ches, los que tomaban cerveza en la playa, los que recorrían libre-rías y los que saltaban en cueros por la peatonal. También los dePinamar, San Clemente y Mar del Plata, y hasta los que no se ha-bían ido a ningún lado ese verano. Ella hablaba de nosotros comosi hubiera algo en común, aparte de la edad.

–Tengo que volver al departamento –dijo después de unascuadras–. Mañana voy al recital de Charly en el autocine.

Quedamos en encontrarnos en la puerta. Al día siguiente sa-qué mi entrada. Llegué puntual, pero no la vi entre tanta gente.Me la encontré cuando Charly cantaba “Cerca de la revolución”,en medio de la masa que bailaba y saltaba y se empujaba como enun pogo de baja intensidad.

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–Abajo del cartel de Áisenbeck, a la salida –alcanzó a decir.Pero ese día Charly tocó hasta las cuatro de la mañana, y la

gente se iba yendo de a poco. De tres mil personas quedamos cin-cuenta, y yo abajo del cartel. Cuarenta y nueve eran fanáticos re-calcitrantes. Yo no.

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–Frambuesa es de putos –dijo Hernán.Yo me encogí de hombros, con el cucurucho en la mano. El primer día en Pinamar nos agarró la lluvia. Llegamos a la

hora del almuerzo, comimos las milanesas que nos había prepara-do la madre de Hernán y al rato se largó. Esperamos unas horaspero la tormenta no amainaba. Terminamos en la heladería.

–¿Vos qué te pediste?–Frutilla y chocolate.–Ahora se pide frambuesa, papá.Las heladerías habían cambiado. Desaparecieron de la vista los

azulejos y las máquinas que hacían helado artesanal. Las cadenasal estilo de Tucán y Ruta 66, con sus sabores estandarizados y ar-tificiales, empezaron a perder locales. Comenzó la era del ficus, laspuertas de vidrio y el empapelado. En todas partes, pero especial-mente en Pinamar.

Para mí, el gusto a frambuesa tenía otro significado. Era el pre-ferido de Vero, y yo la extrañaba. Empecé a arrepentirme de ha-ber viajado solo. ¿Qué estaría haciendo? ¿Me extrañaba, ella tam-bién? Me acordé de cuando nos pedimos un cuarto de frambuesaen el Freddo que quedaba cerca de su casa. Después la frambuesatambién apareció en la lista de sabores de la heladería Irupé, enVilla Ballester.

Nos sentamos en un banco, debajo de un toldo donde golpea-ba la lluvia, al costado de una palmera artificial. Mi helado era deun color rojo que impresionaba. Diego se lo había pedido sólo delimón. Tenía la teoría de que no había que mezclar los gustos,porque eso confundía al paladar.

–Mirá las minas.Hernán las señaló con la cucharita de plástico. Era un grupo

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de tres. Habían venido corriendo en la lluvia, y tenían las remerasempapadas. Se sentaron enfrente de nosotros, con los helados enla mano.

–Vamos a hablarles –dijo Hernán.–Yo paso –dijo Diego.–Cagón.–Boludo, estoy de novio –dijo y se levantó.Quedamos Hernán y yo.–¿Vos también te vas? –dijo– Es para divertirnos. Un ratito,

nada más.Tenía pensado llamarla a Vero después de la heladería. Imagi-

né mi propio relato: “Nada, está lloviendo, nos comimos un he-lado y ahora vamos a los fichines. No hay mucho más para hacer”.

–Arrancá vos –dije.–¿Qué gustos prefieren, chicas? –preguntó Hernán.–Frambuesa –dijo una.–Frutos del bosque.–Banana split.Se rieron las tres.Hernán tenía una facilidad de la que yo carecía por completo:

con cualquier cosa, iniciaba una conversación. Las chicas se lla-maban Jessica, Solana y Laura. Habían llegado el día anterior. Erala segunda vez que tomaban helado desde entonces. Venían bron-ceadas de Buenos Aires. Habían estado un rato en la playa, a lamañana. Me pareció que Laura me miraba.

–¿Les gusta Pinamar? –preguntó Hernán.Y yo me quedé callado, mientras se me derretía el helado de

frambuesa en la mano.

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Nos metimos en un local de videojuegos un rato después de laheladería. Hernán protestó porque yo no había intervenido en laconversación con las chicas, pero yo me sentía aliviado. Una vezlejos de ellas, todo había vuelto a su lugar. Como represalia me li-quidó al Mortal Kombat. Jugamos tres o cuatro veces más, con elmismo resultado.

Diego las vio venir un rato más tarde, desde el asiento del OutRun. Estaban a unos metros de nosotros, las tres en ronda, espe-rando turno en el Wonder Boy. Ya nos habían visto.

–Haceme la gamba –dijo Hernán.Jugué otro partido en el Out Run. Era un juego viejo ya en

aquel entonces, pero me gustaba. La cabina tenía volante, palan-ca de cambios, freno y acelerador. En pantalla se veía la parte tra-sera de la Ferrari que yo iba manejando, con una rubia en el asien-to de al lado. Mientras tanto, Diego hablaba:

–Él porque no tiene novia –dijo–. A mí me parece bien quevaya. Pero que no nos venga a joder a nosotros. Yo también quie-ro pasarla bien.

Mi Ferrari se fue de la pista y ya no pude encarrilarla otra vez.–Dejame de hinchar las pelotas –dije.Me fui a dar una vuelta solo. Se hacía de noche. Seguía llovien-

do, pero adentro estaba lleno de gente. En el local había un sec-tor de juegos infantiles, otro de pool y tejo y finalmente el de losvideojuegos, que era el más grande de todos. A lo lejos, lo vi aDiego intentando sacar un oso de peluche de una máquina. Lagarra metálica lo tomaba de la cabeza y lo dejaba caer otra vez. Mearrepentí de haberlo mandado a la mierda. Diego tenía muchasteorías. Era, de nosotros, el que más sabía de videojuegos, pero úl-timamente venía diciendo que no valía la pena jugar a algo en lo

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que no se podía ganar. Que los dueños de Sacoa, Center Play ylos otros locales similares se estaban haciendo ricos a costa nues-tra, así que había que sacar algo a cambio. Un peluche, al menos.Desde que la conoció a Natalia, Diego había cambiado bastante.

Hernán jugaba al Pac-Man con una de las chicas de la heladería.Solana, se llamaba. Las otras dos no estaban por ninguna parte.

Mejor, pensé. Total, a mí no me interesaban. Ni la flaca alta nila otra, Laura, que me había mirado.

Me acordé del locutorio que quedaba en frente del local. Eraun buen momento para llamar a Vero. A esa hora, seguro que laencontraba. Imaginar su voz ya era sentirme un poco en casa.Que me pregunte qué había hecho, cómo estaba. Llamé dos ve-ces pero no me atendió nadie. Al final dejé un mensaje en el con-testador.

Me la crucé a Laura cuando volví al local. Tenía los ojos muyazules, y el pelo atado. Estaba haciendo cola en el Bubble Bubble.

–Hola –dijo–. ¿Cómo estás?

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Después de los fichines fuimos a dar una vuelta. Nosotros tresy ellas tres. Había dejado de llover y las calles de Pinamar se lle-naron de gente. Nos sentamos en un cantero, cerca del centro co-mercial. A dos cuadras, en un escenario al aire libre, tocaba unabanda de country. La voz del cantante llegaba en oleadas, cuandoel viento soplaba a favor.

But don’t tell my heart, my achy breaky heartI just don’t think it’d understand.

Diego nos acompañó, pero estaba en otra. Miraba al suelo, ibay venía, no intervenía en la conversación.

–¿Te pasa algo? –pregunté en voz baja.No me dijo nada.Hernán contaba una anécdota del colegio. De cómo habíamos

saboteado el acto del día de la primavera. La historia era real, só-lo que no nos había pasado a nosotros. Los verdaderos protago-nistas eran unos pibes de quinto que conocíamos de los recreos.Habían colgado afiches que decían “Este acto apesta” en el esce-nario, unos minutos antes de que se levantara el telón. Lo cual erabastante cierto, según la opinión secreta –y no tanto– de todo elmundo. Se comieron un par de amonestaciones, pero fue lo me-jor de esa mitad del año escolar.

Laura se rió. Se había sentado al lado mío, al borde de un can-tero de plantas ralas. Hernán y su chica estaban sentados enfren-te, mientras que la restante miraba aburrida a un costado.

–¿Ustedes hasta cuándo se quedan? –Hasta el otro viernes –dijo Laura.–¿Cuándo llega Vero? –preguntó Diego.

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Pensé que lo había dicho por error. Pero me miraba a los ojos,esperando mi respuesta. Pocas veces le había visto esa mirada.

–¿Quién es Vero?Laura estaba de espaldas a un farol de la calle. La luz era ama-

rilla en Pinamar, y las sombras le delineaban la cara. Pensé que eralinda. Estaba vestida con una remera de Hendy. El bronceado sele notaba a través de la oscuridad. La imaginé tirada sobre la are-na, tomando sol en la playa. Mañana, pensé. Podíamos ir al mis-mo balneario. Almorzar juntos, salir a bailar. Las vacaciones, enese momento del verano, me parecían una aventura interminable.Y Vero llegaba el sábado en dos semanas.

No se iban a cruzar.Diego sacudió la cabeza, como si lo anticipara.–Es una amiga –respondí al final.

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Al día siguiente caminamos con Laura hasta los médanos en laentrada de Pinamar. La arena era más fina, más caliente. La úni-ca sombra era de un arbusto medio inclinado por el viento. Con-versamos un rato. Pero hacía calor y en el fondo, ninguno de losdos tenía ganas de hablar. En algún momento, nos besamos. Vol-vimos cuando caía el sol.

–Sos lindo –dijo en el camino.Y a mí me pareció lógico, de alguna manera, que todo hubie-

ra pasado.Al menos por un rato.Esa noche no dormí bien. Soñé que me ahogaba. La corriente

me llevaba mar adentro. Diego me gritaba algo desde la playa. Yole hacía señas. “No puedo volver”, decía. Pero él no me escucha-ba o no quería escuchar. Entonces me desperté y lo vi roncandoen la cama de al lado. Antes de acostarnos, me había preguntadocómo me fue con Laura.

–Te estás mandando una cagada –dijo.Yo no le dije nada. Seguía enojado por su actitud del primer

día, aunque él no se daba por enterado.Hernán estaba saliendo con Solana, la amiga de Laura.–No te des manija, forro –decía–. Estás en Pinamar.Me pareció que tenía razón. Pinamar habilitaba algunos exce-

sos. Cada tanto nos cruzábamos con algún político o personaje dela televisión. Las revistas venían ilustradas con fotos de lugaresdonde habíamos estado. Diego salió de fondo en una tapa de No-ticias, jugando al truco, con Barrionuevo en primer plano. A par-tir de entonces, sin dar explicaciones, le insistí a Laura en ir siem-pre a los médanos.

Nuestras conversaciones no iban más allá de Pinamar. Qué

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íbamos a hacer a la noche, el buen tiempo que nos había tocado.No había mucho más que decir. Ella tampoco mencionaba lo queiba a pasar después.

A ver si nos escracha algún fotógrafo, pensaba yo.La primera vez que hablamos por teléfono, Vero se quejó de que

yo había tardado mucho en llamarla. En otras circunstancias mehubiera parecido lógico, pero actué como si ella no tuviera razón.

Dos días más tarde, la volví a llamar.–¿Vos estás con otra? –preguntó.Me agarró de sorpresa. Tardé dos o tres segundos en contestar.–¿Por qué decís eso?–Me lo imaginaba –dijo y me cortó.

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Los locutorios empezaron a proliferar después de las privatiza-ciones, cuando conseguir una línea telefónica ya no era el trámi-te imposible que había sido hasta entonces. Al principio en la cos-ta, luego en todas partes. Nunca me acostumbré a la intimidadprecaria de las cabinas, donde cada movimiento o palabra subidade tono podían ser registrados por algún otro. Hablar por teléfo-no, hasta entonces, era un acto privado, excepto por los teléfonospúblicos anaranjados de Entel, que casi nunca funcionaban. Conlos locutorios y sus cabinas de vidrio, el llamado telefónico setransformó en una especie de reality show.

Cuando terminé de hablar con Vero, me quedé sentado con elauricular en la mano. Me asombraba la rapidez con la que me ha-bía sacado la verdad. Primero pensé que la culpa era mía. Prácti-camente le había confesado mi infidelidad. ¿O no? ¿Tan evidentehabía sido? Pensándolo mejor, lo de Vero parecía magia. Como sisupiera todo de antemano.

Un tipo entró en la cabina de al lado. Se sentó de espaldas amí, contra el vidrio, como para tener un poco de intimidad. Es-taba muy bronceado. Lo vi de perfil, en el espejo que teníaenfrente. Usaba barba candado. Tenía un rolex en la muñeca iz-quierda, con la que sostenía el auricular.

Diego entró en el locutorio y pidió una cabina. Lo vi desde lamía, mientras yo dudaba en volver a llamar a Vero. Le asignaronla primera, bien adelante. Su mirada estuvo a punto de cruzarsecon la mía, pero no me vio. Parecía nervioso. La última vez queme lo crucé ese día había sido unas horas antes, cuando se fue dela casa para venir al locutorio. Dijo que quería hablar con Nata-lia. Pero eso fue a la mañana. Me llamó la atención que vinieraotra vez.

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Levantó el tubo y marcó. Empezó a hablar al mismo tiempoque mi vecino de cabina.

–Hola linda –dijo.Su voz, apenas amortiguada por el vidrio, se sobreimprimía a

los labios de Diego, como el doblaje de una serie en televisión.–¿Cómo? ¿Y ahora qué hacemos?Me recliné sobre mi asiento. Mis ojos no se apartaban de Die-

go, que hablaba y gesticulaba.–Me va a matar.Una idea se me cruzó por la cabeza. No, no podía ser. Marqué

el número de Vero. Daba ocupado.–Te dije que fuéramos despacio. Es un pelotudo, pero tampo-

co quiero ponerme en contra de él.No puede ser, pensé otra vez. Era una alucinación óptica. Una

alucinación auditiva. El locutorio me traía ideas siniestras. Me ha-cía mal a la salud. Mejor salir de ahí. Cualquier cosa antes de se-guir pensando lo peor.

–Es mi amigo. Pero yo te quiero a vos.Salí de la cabina. Me sentía mareado. Solo. En la cabina de

adelante, Diego cortó la comunicación. Se agarraba la cabeza. To-davía no me había visto. No sé en cuántas cosas pensé durante eltiempo que me llevó caminar hasta su cabina y abrirle la puerta.

–¿Con quién hablabas? –pregunté.–Boludo –dijo–, me dejó.

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La chica del locutorio, que cobró nuestras llamadas, nos diovuelto de más. Tenía encendido un televisor en el que estaban pa-sando las últimas escenas de Apocalipsis Now, donde se intercalanlas imágenes de la matanza ritual de un toro y las del asesinatodel coronel Kurtz. Pero la chica tampoco miraba el televisor. Es-taba evadida, abismada en algo. Las cosas, evidentemente, no leiban bien.

El amor es una matanza, pensé.En la calle, Diego me contó que al mediodía él la había llama-

do a Natalia para decirle que la extrañaba. Ella no le respondió.Hablaron de otras cosas hasta que él le preguntó si le pasaba algo.Natalia dijo que no. Diego pasó varias horas dando vueltas por laplaya. Una desesperación con vista al mar. Volvió al locutorio de-cidido a aclarar las cosas de una buena vez. Si el problema era queél se había ido de vacaciones, entonces estaba dispuesto a volver aBuenos Aires para demostrarle su amor. Natalia recibió la idea conincomodidad. No hace falta, dijo. Eso lo descolocó. Venía prepa-rado para sacar el pasaje, y ella le dijo que tenía que trabajar.

–Decime otra cosa –pidió él–. No me dejes así.–Sos un buen chico –repitió Diego más tarde, en la calle, a

punto de llorar de vuelta–. Pero esto no va.Y cortó.Caminamos un buen rato juntos, sin mirarnos.–El amor es sólo una parte –dijo–. Ella es más grande que yo.

Nos faltó lo demás.La idea sonaba en mi cabeza sin encontrar su lugar, como en

una ruleta donde cualquier cosa podía resultar ganadora: la triste-za, el alivio, la desesperación. Pero no salía nada, aunque yo expe-rimentaba un poco de todas esas sensaciones.

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Era la hora en que la gente salía de sus casas otra vez, despuésde la playa, para ir a cenar. Mucho aroma a perfume importado,shampoo y desodorante en todas partes. Un rugbier iba de la ma-no con su novia. Como en un aviso publicitario, me pareció quesonreían los dos. Un rubio flaco, en musculosa, besaba a una chi-ca en un banco de la plaza. Otra pareja elegía mesa en un restau-rante. Lo hacían como un juego: acá no, acá tampoco, aunque eraobvio que les daba lo mismo. Buscaban el acuerdo: dónde estaba.Al final se sentaron a una mesa en la vereda, al lado de una som-brilla plegada.

La diferencia entre el Eric del presente y el de unos mesesatrás, era que el de ahora conocía lo que añoraba. No tenía fanta-sías incontrastables, como cuando asimilaba el sexo a la pornogra-fía, y el amor a la ciencia ficción. La realidad era algo más despro-lijo, donde las cosas sucedían cuando uno no las notaba. Lástimaque –por mi culpa– ya fuera tarde.

El amor era una sensación de abandono.Llegamos a una callecita de ripio, cerca de la casa de los pa-

dres de Hernán. Soplaba el viento de la playa. Los faroles alum-braban a los bichos que volaban en el aire. Diego los espantabacon la mano.

–Me tienen podrido –les gritó.–Tenías razón –dije.–¿En qué?–Con lo de Laura.–Ah.Parecía más viejo, encorvado. El amor envejecía todo. Pensar

que un rato atrás yo había desconfiado de él. Ahora estábamos losdos en el mismo lugar. ¿O no? No: a mí todavía me quedaba al-guna posibilidad de enderezar las cosas. Después de todo, a Verono le había confesado nada. Una alternativa era negarlo todo, ha-cerme el ofendido, esperar a que volviera sola. La otra era inten-tar reconquistarla. Al fin y al cabo, un par de besos con Laura noeran para tanto. El amor pasaba por otro lado.

La casa estaba iluminada. Hernán nos abrió la puerta con una

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cerveza en la mano. Estaba eufórico. Los viejos se habían ido a pa-sar la noche a Cariló.

–Hoy cogemos –dijo.Miré hacia atrás. Las tres chicas estaban sentadas a la mesa del

fondo. Laura me saludó con la mano.

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–Vayamos al quincho –dijo Hernán.Diego dijo que estaba cansado. Los demás fuimos con él.Uno de los primeros quinchos que conocí fue el que hicieron

mis abuelos en el jardín del fondo, a mediados de los ochenta. Erabastante precario, con techo de chapa, pero alcanzaba para res-guardar a la parrilla y a los comensales de un asado durante unaposible tormenta, como de hecho sucedió unas cuantas veces. EnBallester, años después, a medida que los jardines se iban emproli-jando, florecían las piletas y los quinchos. Por eso tampoco me lla-mó la atención que hubiera uno en la casa de Pinamar. Pasábamosuna gran parte del día ahí, escuchando música o tomando algo.

Esa noche, Hernán había saqueado la heladera de los viejos.Sobre la mesa había cerveza, Coca-Cola y Fernet. Las botellas va-cías se acumulaban en el fondo. Hernán me miraba de reojo por-que yo no hablaba. Laura estaba sentada al lado mío. Mi silenciola volvía distante. De a poco, la bebida y el viento fresco del quin-cho me empezaron a reanimar. Después de un rato, Hernán y suchica se fueron a conversar adentro, la otra amiga se fue y Lauray yo nos quedamos en el quincho, cada uno con su vaso de cer-veza en la mano.

–En realidad yo estoy saliendo con un chico en Buenos Aires–dijo.

Me agarró de sorpresa.–No somos novios –aclaró–. Salimos un par de veces, nomás.

Ni siquiera hablamos desde que llegué a Pinamar. Bueno, sí, unavez.

–¿Y hace mucho que salen? –pregunté.–Dos o tres meses. Pero es amigo de mi hermano. Lo conozco

hace rato.

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¿Por qué me lo estaba contando? Si yo no le había preguntadonada. Hasta un rato antes, ni siquiera tenía ganas de verla esa no-che. Pensé que lo decía para detenerme. Adentro, a través de lascortinas, Hernán y su amiga se estaban matando en el sofá. Ellano quería eso. Mejor así, pensé.

–Yo también estoy saliendo con alguien.–No sabía nada –dijo.–Sí.Y ahí nos quedamos, en el quincho, mitad afuera, mitad aden-

tro, en el viento fresco de la madrugada. Había dos alternativas.Podíamos entrar en la casa, los dos. También podía acompañarlaa la suya, definitivamente.

–Tengo frío –dijo.Corrí la lona, pero no alcanzaba. Temblábamos los dos. La

abracé.–¿Vamos adentro? –dije.Ella asintió.En la casa no se veía a nadie. Los almohadones del sofá esta-

ban desparramados por el suelo, con una botella vacía de cervezaal lado. Diego roncaba con la puerta abierta en uno de los dormi-torios. Era tan estridente y poco acompasado que nos quedamosun rato en silencio, escuchándolo. De vez en cuando decía algo eninglés. Nos reímos. Eso nos quitó la tensión, ahora que estábamossentados en el sofá, con todas las luces encendidas, y se nos habíadisipado el efecto del alcohol.

El único dormitorio libre era el de los padres de Hernán, el lu-gar más limpio y ordenado de la casa. Tenía una cama grande, consábanas blancas y cortinas haciendo juego. Si lo iba a profanar, te-nía que hacerlo con cuidado. La madre de Hernán era muy pun-tillosa y posiblemente se diera cuenta de todo. Por el padre, encambio, no me preocupé. En caso de que lo notara, no iba a de-cir nada o directamente se pondría de mi lado. Primero, porqueno le importaba. Y segundo, porque era capaz de hacer o decircualquier cosa con tal de llevarle la contra a su mujer. Habían es-tado separados hasta un mes antes de viajar a Pinamar. Hernán no

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hablaba mucho del tema, pero Diego y yo sospechábamos que te-nía o había tenido una amante. Nos la imaginábamos como al-guien más joven, agradable y que le daba siempre la razón. Todolo contrario de su mujer.

–Ellos se entienden –dijo Hernán una vez.De alguna manera, tenía razón. Algo había en común, de otra

forma no se entendía que siguieran juntos. A veces fantaseábamoscon cuentas bancarias compartidas, o razones que se vinculabancon el patrimonio de los dos. Otras veces suponíamos que el se-creto se escondía en el dormitorio. Diego decía que los había es-cuchado una noche, pero es posible que lo soñara o estuviera in-ventándolo.

Con Laura no teníamos mucho en común. A mí me gustabaleer, a ella no. Ella escuchaba la FM Hit, yo la Rock & Pop. De-cía que éramos compatibles en el zodíaco y a mí eso no me inte-resaba. No salíamos a los mismos lugares. Había pocos temas deconversación. Difícilmente nos hubiéramos prestado atención sino nos hubiéramos conocido en el verano. Pero besaba bien. Y enalgún momento dejé de pensar.

–Vamos al dormitorio –dije.Bajé la persiana y encendí el velador, que estaba sobre la mesi-

ta de luz, al lado de un portarretratos con los viejos de Hernán.Nos sentamos en la cama, mirándonos los pies. Con Vero era tandiferente. Todo fluía con naturalidad, como si fuera la continua-ción de lo que nos pasaba.

–¿En qué estás pensando? –preguntó Laura.–En nada –dije.Sonreí.Y nos besamos durante un rato largo, y nos sacamos gradual-

mente la ropa, y de alguna manera nos olvidamos –al menos porun rato– de todas las diferencias que había entre los dos.

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Al día siguiente no vi a Laura. Me pareció prudente esquivar-la por un rato. Aunque la verdad es que ella tampoco me buscó.Llamé un par de veces a Buenos Aires para hablar con Vero, perono la encontré. En el último llamado me atendió la madre.

–No está –me dijo.–¿Cuándo vuelve? –Tarde. No sé.Me pareció escucharla a Vero murmurando detrás. Diego hablaba de volver a Buenos Aires antes de la fecha. Me

buscaba como aliado. Se había puesto insoportable. Iba al locuto-rio cuatro o cinco veces por día. Yo me quedaba despierto hastatarde, dando vueltas en la cama. El único que la pasaba bien, enesos días, era Hernán, que desaparecía temprano y no volvía has-ta la madrugada. El grupo se estaba disgregando. Y mantenerlounido, por el momento, no le interesaba a nadie.

Mi situación, además, era bastante incierta. El plan original,que era pasar dos semanas con mis amigos y una con Vero, pare-cía ahora irrealizable. Ni siquiera estaba seguro de que ella semantuviera firme en su propósito de viajar a Pinamar. En todo ca-so, como mínimo, hacía falta una charla antes.

Y la charla nunca llegaba.A la tarde salía a caminar solo por la playa, tratando de evitar

los balnearios más populares. Sin darme cuenta, me iba siempreen dirección a los médanos, donde había estado con Laura. Megustaba, especialmente, el movimiento del fin de la tarde, cuandola gente empieza a levantar sus cosas para volver a casa. En la are-na se empezaban a ver algunos cuatriciclos y 4x4. Uno de esosdías, me quedé mirando a un tipo que barrenaba las olas con unatabla de body. Las olas lo dieron vuelta unas cuantas veces, pero

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no parecía estar pasándola mal. Visto de lejos, me hacía acordar aun amigo de Vero, que había conocido un tiempo atrás. Se llama-ba Santiago o Esteban, nos habíamos visto en un par de cumplea-ños. Escuchaba Kiss y los primeros discos de Bon Jovi.

Me caía bien. Visto de cerca, cuando salió del agua, me di cuenta de que era él.Nos saludamos con un abrazo. Me confirmó que se llamaba

Esteban. Contó que había llegado el día anterior a Pinamar, conlos padres. Se estaba aburriendo bastante.

–¿Todo bien? –pregunté.Él asintió.–¿Vos?–También.Vivía cerca de Vero. Tenían amigos en común. Me imaginé que

sabía algo, pero no me animaba a preguntar. Las variantes se cru-zaban una a una por mi cabeza: “¿Qué onda Vero? ¿En qué anda?”.

Nos sentamos en la arena. Me miraba con reservas, como siadivinara algo.

–Lindo día –dije.–Ajá.Yo junté coraje. –¿Me prestás la tabla? –dije al final.Conocí el mar a los ocho o nueve años, en San Bernardo. Mi

viejo me llevó a la playa, señaló el horizonte y dijo:–Eso es el mar.–¿Es como el río? –pregunté.–No. Es el mar.Con el tiempo aprendí las diferencias. Del otro lado no estaba

Uruguay sino África y había tiburones, berberechos y aguavivasen lugar de mojarritas y bagres. Pero lo más importante eran lasolas, que te podían arrastrar hasta la playa o llevarte adonde no tevieran nunca más.

A los doce o trece años me regalaron mi primera –y única– ta-bla barrenadora. Era de telgopor y reproducía la forma de una ta-bla de surf. La usé durante un tiempo en Villa Gesell, donde liga-

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ba un cachetazo del agua atrás del otro. Tragaba arena y sal, arenay sal, hasta que me cansé y la olvidé en el fondo de un placard.

En todo eso pensaba cuando me acerqué al agua con la tablade Esteban, que se quedó sentado en un médano, a metros delagua. Me saludó con la mano. Me dieron ganas de ahogarme enel mar.

El secreto, escuché en alguna parte, era agarrar la ola en el mo-mento justo, cuando estaba a punto de romper. Ni un segundoantes ni después. Dejé pasar las primeras. La marea me llevaba ca-da vez más adentro, pero no me importó. En algún momento yano hacía pie. La tabla estaba atada a mi muñeca con un velcro.Dentro de todo, era una seguridad.

Miré en dirección a la playa. Esteban era un punto en la are-na. Pensé que tal vez me viera si le hacía señas con la mano. ¿Y en-tonces qué? Lo imaginé corriendo en busca de un bañero o peor,tirándose en el agua para rescatarme. Lo primero que pensé fueque la anécdota iba a llegar de inmediato a los oídos de Vero.

El boludo que metió los cuernos y casi se ahoga en el mar.Me subí a la tabla y me empujé con los brazos, como había vis-

to que hacían los demás. La tabla obedeció al principio, una olame ayudó durante unos metros, pero después la marea me volvióa arrastrar hacia atrás. Ahora estaba más lejos que antes. El velcrose me soltó de la muñeca. Duró un segundo. Cuando levanté lavista, la tabla se había perdido en el mar.

Los pensamientos más estúpidos tienen lugar en los momen-tos menos convenientes. Mientras tragaba agua, me vinieron a lamente las palabras de mi vieja:

–Basta de ponerle sal a la comida. Cuando seas grande vas atener problemas de presión.

No sé en qué momento llegaron los bañeros para rescatarme.Eran dos, creo, y me agarraron cada uno de un brazo. Me pusie-ron un flotador y me arrastraron a la playa, como una ballena va-rada.

Lo primero que vi fue la silueta de Esteban, que me miraba.Tenía otras personas al lado.

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–Perdón –dije.Y escupí un poco de agua.Costaba respirar hondo. Uno de los bañeros se inclinó al lado

mío y me dio respiración boca a boca. Escupí más agua. Cuandoabrí los ojos, miré las caras que se habían juntado alrededor.

–¿Vero? –dije.Y después no sé qué más pasó.–Lástima la tabla –escuché unos minutos, horas o siglos des-

pués.–¿Y los padres?–Vino con amigos. Yo me lo crucé de casualidad.Abrí los ojos. Un enfermero asentía con la cabeza. Esteban se

había sentado sobre una camilla vacía, al lado de la mía.–Te compro otra –dije.El lugar no era muy grande. Después me enteré de que era la

sala de primeros auxilios del balneario donde me habían rescata-do. El enfermero me auscultó dos veces. Después me tomó el pul-so y la presión. Le dije a Esteban que se fuera, pero me esperó. Sa-limos juntos del lugar.

–En serio, te compro otra.–No importa –dijo.–Che, ¿a Vero la viste últimamente? –pregunté.Se quedó paralizado unos segundos.–El otro día.–¿Cómo estaba?Tragó saliva.–Bien. –¿Me acompañás al locutorio? La quiero llamar.Él se paró en seco. La cara se le puso blanca.–¿Qué... ustedes todavía están saliendo? –preguntó.

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La gente volvía de la playa. Esteban y yo nos quedamos a uncostado, esquivando a las familias que salían en rebaño de las car-pas del balneario. Después de haberlo escuchado hablar, en mi ca-beza se dibujaban unas cuantas posibilidades. Todas terminabancon Vero abandonándome. Y en algunas –en la mayoría– el res-ponsable era él.

Quise preguntarle algo, pero lo vio en mi cara antes de que mesaliera hablar.

–No, no fui yo –dijo.Se lo veía incómodo, mirando hacia todos lados, buscando

una excusa para escaparse de la conversación. Al lado nuestro, untipo de barba candado esperaba a una mujer apoyado contra el ca-pot de un auto. Ella venía de la playa, con un pareo atado a la cin-tura. Parecía sacada de una revista Caras. El barba candado le son-reía mientras la veía llegar. Estaba con la mano en un bolsillo, conla otra se peinaba hacia atrás. Se besaron un largo rato como dosmodelos publicitarios, a la luz del atardecer.

–Contame qué pasó –dije.Dudó un par de veces antes de arrancar.–Hace tiempo que la veía mal a Vero –dijo–. No por tu culpa,

¿eh? No somos muy amigos, pero la conozco bastante. Vos lo sa-bés. Salimos muchas veces, tenemos amigos en común. Antes deempezar a salir con vos, no sé si te lo habrá contado, hubo un parde fiestas donde terminó muy mal, muy borracha, y tuvimos quellevarla entre varios a la casa. Después se calmó, al menos por unrato.

Yo asentía mientras hablaba. Por un lado, me molestaba el to-no de “yo sé más que vos acerca de tu novia” con que se dirigía amí. Por otro lado, no podía creer lo que escuchaba. ¿Vero muy bo-

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rracha? ¿Esteban y sus amigos llevándola a la casa? Nunca imagi-né algo similar. En los meses que salimos, no la había visto másque un poco entonada.

–El problema son los viejos –continuó Esteban–. La persiguenmucho, vos viste como son. El colegio, las clases particulares, elcurso de inglés. Bah, eso es lo que me dijo Carito al menos, quela conoce mejor.

Me vino una imagen a la mente: Vero y yo caminando por lacalle, ella quejándose del curso de inglés, yo alentándola a que si-guiera adelante.

Me arrepentí de no haber hecho exactamente lo contrario.–La semana pasada hubo una fiesta en lo de Juana. Esas fies-

tas que hacen los de quinto, adonde va todo el mundo y nunca sesabe cómo pueden terminar. Yo fui con dos compañeros del cole-gio. Vero cayó después. Y ahí fue donde todo pasó.

Hizo una pausa, como si le gustara mantener el suspenso.–Seguí –dije.No sabía si creerle o no.–La fiesta fue cualquiera. Mucha birra y Fernet por todas par-

tes. A Vero la vi poco. Le pregunté por vos y me dijo que estabasen Pinamar, pero que no le importaba. Por las dudas, no quisepreguntar más.

–¿Cuándo fue esto?–El sábado –dijo.El mismo día de nuestra última conversación telefónica, cuan-

do me cortó.Esteban siguió hablando:–Cayó gente de todas partes. Amigos de Juana, amigos de ami-

gos, y al final ya ni se sabía quién era el que entraba. En una deésas veo a un tipo muy alto, flaco, mayor que nosotros. Tenía elpelo largo y usaba barba candado.

–¿Como aquel de allá? –dije señalando al tipo que se iba consu chica en el auto.

Estaba seguro de que él también lo había visto. Últimamente,todo el mundo usaba barba candado. Si yo no la tenía, era porque

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no me crecía. A medida que avanzaba en su relato, se me iban des-pejando las dudas. Todo era mentira. El culpable de mi desgraciaera él. En toda la costa atlántica, justo vengo a encontrarme conel tipo que se transó a mi novia. A veces la mala suerte es la úni-ca explicación.

–Igual que aquel, sí –asintió Esteban–. Después me enteréque se llamaba Tupac.

–Andá a cagar –dije.–¿Te cuento o no te cuento?–No me mientas –insistí–. Andá a cagar.Amagó con irse. Lo agarré de atrás.–¿Qué me tenés que contar?Cerró los puños.–Se la transó. ¿Qué querés que te diga? Eso pasó.Nos quedamos en silencio.–Después se fueron juntos –agregó–. Al día siguiente la vi a

Juana y me contó que Vero estaba loca. Se quería ir con el tipo aalguna parte. No sé adónde. Nadie sabe ni quién es.

Era como si me estuviera contando una película. No parecíareal.

–Llamá –se encogió de hombros–. A ver si la encontrás.Me fui sin despedirme. En mi cabeza rebotaban sus palabras y

una figura: el de la barba candado. Pasé por el locutorio y me me-tí en una cabina.

Marqué el número de Vero. Me atendió la madre.–Hola… –dije.

–¿Está con vos? –preguntó, desesperada, antes de que yo ter-minase de hablar.

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A través de la madre de Vero, me enteré de que había desapa-recido de la casa tres días atrás, con la excusa de que se iba a dor-mir a lo de Romina, una compañera del colegio. Acostumbradosa sus largas ausencias veraniegas, los padres habían notado su de-saparición recién el día anterior, cuando llamaron a la casa de Ro-mina para hablar con ella. Nunca había estado ahí. En media ho-ra se comunicaron con su agenda completa, sin encontrarla enninguna parte. Algunos –los que habían estado en la fiesta de laque me habló Esteban– mencionaron a Tupac, el misterioso per-sonaje de pelo largo y barba candado. Dos o tres recordaron queyo estaba en Pinamar. Pero nadie creía que Vero hubiese venido avisitarme.

–Mi hija no se deja engatusar por cualquiera –dijo la madre.Dos horas antes, siguió contando, después de salir a buscarla

con su marido por las plazas que solía frecuentar, encontraron unmensaje suyo en el contestador:

“No se preocupen, estoy bien. Me vine a la costa con un ami-go. Vuelvo en un par de días. Besos, chau”.

–Mi marido, imaginate, está como loco. Recién salió para allácon tres coches de la agencia. Esto es un desastre.

Me quedé callado unos segundos.–¿Puedo ayudar en algo? –pregunté.–No te metás, haceme el favor.Me cortó sin darme tiempo de nada.La chica del locutorio tenía una extraña habilidad para acom-

pañar los momentos difíciles. Antes había sido con ApocalipsisNow en el televisor. Esta vez, cuando salí de la cabina, estaba es-cuchando a Radiohead.

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wish i was specialyou’re so fuckin’ specialbut i’m a creep,i’m a weirdo.what the hell am i doing here?i don’t belong here.

No era la primera vez que Radiohead le daba sonido a mi an-gustia con esa canción. Antes había sido Nirvana, pero de unamanera distinta. En el Cobain de principios de los noventa habíarebeldía. Acá, sólo impotencia.

Y era lógico que me gustara. Si yo era un idiota. Ahora Veroestaba en alguna parte con un tipo y todo lo que pasaba, en el fon-do, era por mi culpa. La normalidad, evidentemente, no era lomío. Otros tenían su novia, su familia, iban al colegio, practica-ban algún deporte y en todo les iba más o menos bien. Yo estabacondenado al fracaso. A la apatía. A la marginalidad permanente.Las leyes del universo, de alguna manera, así lo dictaban.

Llegué a la casa sin ganas de hablar con nadie. Diego me ata-jó en la puerta.

–Che, ¿vos sabías que Vero está en Mar del Plata? –dijo–. Nocontaste nada.

–¿Cómo sabés? –pregunté.Me hizo pasar a la casa. Tenían encendido el televisor. Hernán

estaba sentado en el sofá del living.–Qué hacés, chabón –dijo.Parecía más serio que de costumbre. Me apoyó la mano sobre

el hombro. En la tele pasaban un flash informativo donde se veíantres autos estrellados en la ruta. Por un instante, temí lo peor.

–¿Vero? –dije.–La vimos recién –dijo Hernán.Se quedaron callados. Diego suspiró.–En el programa de Mateyko –dijo al final.El flash informativo terminó y la voz de Donald se escuchó

por toda la casa.

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Las olas y el vientoY el frío del mar…

En verano, Mateyko era una fija aunque a nadie le gustaba.Habían encendido el televisor un rato antes, después de la playa,y se quedaron mirando un rato. Alguno de los dos creyó verla pri-mero, en un paneo sobre la playa.

–Che, ¿esa no es Vero? –habrá dicho.–No puede ser.Al rato la enfocaron otra vez. Andaba descalza sobre la arena,

en malla. Llevaba unas planchas con collares y cadenas de colores. Hernán y Diego se quedaron mudos en medio del relato.–¿Y qué pasó? –pregunté aunque ya sabía la respuesta.–Estaba con un tipo.–Pelo largo y barba candado –dije–. Se llama Tupac.Les conté la historia. –Es una hija de puta –dijo Hernán.Diego se quedó callado unos segundos.–Andá a buscarla –dijo al final.El ruido del televisor no me dejaba pensar. Las imágenes de

Mar del Plata pasaban como en un videoclip. Playa, Mateyko,Donald, lobos marinos, mujeres tomando sol.

–No tengo plata –dije.Hernán tiró su billetera sobre la mesa.–Vayamos –dijo–. Acá ya estoy cansado de garchar.

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El plan era perfecto: a los viejos de Hernán y Diego les dijimosque íbamos a visitar a unos tíos míos que veraneaban en Mar delPlata. A mi vieja le conté que iba a visitar a unos tíos de Hernán.En tres o cuatro días estamos de vuelta, dijimos. En mi imagina-ción, la encontrábamos a Vero el primer o segundo día y pasába-mos el resto del tiempo en la playa, reconciliándonos.

La noche anterior no dormí ni una hora. En el micro me des-pertó la voz de Hernán, que se había encarado a dos viejas detreinta que iban sentadas cerca nuestro.

–¿Ustedes también van a Mardel, chicas?Las dos se miraron. La rubia me resultó linda, a su manera. La

otra no.–Sí –dijo alguna de las dos.–¿Dónde van a parar?–En un camping –dijo la rubia.–¿Hay lugar para nosotros en la carpa?Se rieron.–No.Al final les sacó el nombre del camping. Me pareció que a la

rubia no le había costado tanto dárselo. Pero debía ser que en elfondo no le importaba tanto.

Eso nos resolvió el tema del alojamiento, al menos en parte.Hasta ese momento, no teníamos idea de dónde dormir. A lasalida de la terminal nos metimos en una casa de camping. Ele-gimos tres colchonetas, un quemador, un cuchillo, una brújulay una carpa tipo iglú para tres, a pagar con la extensión de latarjeta del viejo de Hernán. A último momento nos pareciómuy caro todo, así que cambiamos la carpa por una de dos.

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–Total yo duermo con la rubia –dijo Hernán.El camping quedaba lejos del centro, cerca de los acantilados,

camino a Miramar. La última carpa que habíamos armado, unacanadiense, fue durante un campamento del colegio. Nos habíandicho que la iglú era más fácil, pero no estaba resultando. Al me-nos era liviana. Cuando terminamos parecía un ovni estrellado.Para dormir los tres, teníamos que entrar en posición fetal. A míno me importaba. Mi idea era bajar a la playa al mediodía y reco-rrerla de punta a punta, preguntar entre los artesanos, en algúnmomento tenían que aparecer Vero o Tupac. Entonces escucha-mos una voz detrás de nosotros:

–La están armando mal.Hernán fue el primero en darse vuelta. Su día estaba a punto

de cambiar.Eran las dos de treinta. La rubia se llamaba Silvia. Marta, la

amiga, tenía la nariz blanca de bronceador. Nos dio un par de in-dicaciones. Hernán se dedicó a Silvia mientras Diego y yo desar-mábamos la carpa.

–¿Vos no ayudás a tus amigos?–Yo soy el dueño de la carpa –dijo Hernán.Ella se rió.–¿A qué te dedicás?–Soy abogada –dijo.–Yo quiero estudiar abogacía.–Sos chico. Todavía te falta.–¿Cuántos años me das?Silvia lo miró de arriba abajo.–Catorce –dijo–. Quince. No más.–Diecisiete. Para dieciocho. ¿Qué tal?–Ah, sos grande.–¿Trabajás en un estudio o sos free lance?La carpa ya estaba casi terminada. Marta nos ayudaba con una

paciencia maternal.–Free lance –dijo Silvia–. Estuve en un estudio hasta el año

pasado, pero no trabajo para otros nunca más.

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Se sentaron sobre unas piedras. La conversación se había dis-tendido de repente. No sé en qué momento pasó.

–¿Te pagaban poco? –dijo Hernán.–No –dijo Silvia–. Pero tenía un jefe complicado.–Claro. Es una cagada trabajar así.Ella se rió otra vez.–¿Y vos cómo podés saber?–Yo sé todo –dijo Hernán.Y la miró.Ella se mordió los labios. Parecía una sonrisa, pero no.La carpa había quedado terminada. Seguía siendo chica, pero

ahora tenía un aspecto mucho más presentable que antes.–¿Vamos? –dijo Marta.Silvia dudó unos segundos. Abrió la boca y la volvió a cerrar.–Vamos –dijo Hernán.

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Hernán se quedó con Silvia en el comedor del camping. Mar-ta, en otra mesa, resolvía crucigramas. Diego y yo bajamos a laplaya. El sol golpeaba fuerte, apenas había pasado el mediodía yla mayoría de la gente se había refugiado debajo de sus sombrillaso en las carpas. Por insistencia de Diego, cada diez o quince mi-nutos nos mojábamos la cabeza en el mar.

–Es por el agujero de ozono –dijo–. Lo que pasa es que el gasfreón...

A lo lejos vi un artesano. Venía caminando en cueros, con lospies metidos en el agua. Se tambaleaba como un borracho o unzombie. Llevaba una plancha con collares en la mano. Toda su ca-ra era una mezcla confusa de melena y barba.

–Disculpá –grité cuando pasó cerca de nosotros.No me escuchó. Corrí detrás de él y le toqué la espalda. Esta-

ba tan caliente y roja, casi violeta, que me sobresaltó. Se dio vuel-ta y me miró con unos ojos vidriosos, desorbitados, que no enfo-caban nada en particular.

–¿Conocés a Tupac? –pregunté.El tipo murmuró algo.–Está insolado –dijo Diego–. Dejá.–¿Lo conocés o no? –insistí.Se señaló la boca con la mano. La voz salía de su garganta co-

mo un murmullo seco, esforzado.–...agua... –dijo.Miré a mi alrededor. Eran las dos de la tarde. La playa estaba

vacía como el desierto del Sahara. Estábamos entre dos balnearios,en las afueras de Mar del Plata. El más cercano quedaba a unosdoscientos metros de distancia. Tenía una barra y unas mesas consombrillas, pero no se veía a nadie.

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–Mi vieja siempre lo dice –dijo Diego–. No hay que tomar sola esta hora, porque la capa de ozono...

El tipo se cayó de rodillas al agua, que a esa altura no tenía másque unos centímetros de profundidad. La plancha con los colla-res salió flotando hasta la arena. Lo miré a Diego.

–¿Qué hacemos?–Mojale la cabeza.Lo agarré de los pelos en la parte de atrás, sobre la nuca, y le

hundí la cabeza en el agua. La primera vez durante no más deunos segundos, por temor a ahogarlo. No hubo reacción.

–De vuelta –dijo Diego.Parecía entusiasmado.Volví a hundirle la cabeza. Esta vez abrió la boca. Tragó un po-

co y tosió para escupir. A la tercera o cuarta vez, reaccionó.–¿Loco, qué pasa? –dijo.Después de explicarle cómo lo habíamos encontrado, le pre-

gunté por Tupac.–No tengo idea de quién es –dijo–, pero tengo unos amigos

que se conocen a todos los artesanos de la playa. Vengan conmigo.Se llamaba Reinaldo. Fuimos con él.

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–Así que abogacía –dijo Silvia–. Vamos a ser colegas.–Mi viejo es abogado –dijo Hernán–. Y mi abuelo también.–Es una linda carrera.–¿Me enseñás?Silvia se rió.–Sos terrible.Entonces le contó su historia.Había entrado a la facultad en el 83’, un poco antes de Alfon-

sín. Estaba entre derecho y odontología, como la mayor parte desu familia. Al final se decidió por derecho. Dijo que quería repre-sentar presos políticos.

–¿Sabés lo que es eso?–¿Los corruptos?Ella le explicó.–Sos zurdita –dijo él–. Me parece bien.Silvia suspiró.–Igual no me dedico a eso. Trabajo para los bancos. Se gana mejor.Por un rato, ninguno habló.–Seguro –dijo Hernán.Lejos, entre los árboles, vieron la figura de un artesano.–Esos la pasan mejor –dijo ella.–Ni en pedo.Hernán se rió.–¿Novia no tenés?Él negó con la cabeza.–Es para quilombos –dijo.Y le contó la historia de Vero y mía.–Yo conozco a un Tupac –dijo–. Pero no debe ser el mismo.

Estudiaba conmigo, en la facultad.

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–¿Presos políticos, también?Ella asintió.El artesano se acercó con la plancha de bijouterie en las manos.–¿Silvia? –dijo–. ¿Sos vos?

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Después de saludarlos, Tupac se sentó a la mesa entre Silvia yHernán. Ninguno de los dos hizo mención a la charla que veníanmanteniendo hasta recién. Hernán escuchaba con atención.

–¿Cómo estás, loca? Tanto tiempo –dijo Tupac.El diálogo se perdió, durante unos minutos, en viejos recuer-

dos de la facultad. Tupac olía a cigarrillos negros, incienso y trans-piración. Pero tenía la barba y el pelo prolijamente recortados,aunque esto sólo pudiera distinguirse desde cerca. Así se diferen-ciaba del resto de los artesanos que Hernán había visto hasta elmomento. Como si todo en él estuviera calculado, hasta la mane-ra de hablar.

–¿Hace mucho que te dedicás a las artesanías? –preguntó Silvia.–Unos años –dijo él–. Tuve una iluminación, ¿sabés? Necesi-

taba volver a las cosas, a lo natural. Tanto saco y corbata, tantoslitigios, tribunales y oficinas, me iban a terminar matando algunavez. Y dije: ¿por qué no? Si total soy joven. ¿Qué me retiene acá?Me fui para el sur, después viajé un poco por Centroamérica. Leía Hesse, a Castaneda, a Saint-Exupéry. Cuando volví me dediquédefinitivamente a esta nueva vida.

–Empezaste a hacer artesanías.Tupac negó con la cabeza.–Soy malo para las manualidades –dijo–. Contraté gente y

abrí un taller.

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Mientras tanto, desde la playa, Reinaldo nos condujo a uncampamento más alejado que el nuestro, detrás de los acantilados.Durante el camino no habló y con el tiempo descubrimos que,más allá de la insolación, era bastante limitado. Sus respuestas másfrecuentes eran “ajá” o “seh”, y ante una pregunta más complejaterminaba siempre remitiéndonos al amigo suyo que estábamos apunto de conocer, como si él no quisiera o no supiera hablar más.Cuando llegamos al campamento nos dijo:

–Acá.Y se alejó dando saltitos cortos sobre el pasto.Nos quedamos parados, esperando. Por todas partes se veían

carpas canadienses y de estilo iglú. Pero lo más llamativo eran lasmesas: largos tablones sobre caballetes, con gente trabajando. Mu-jeres, hombres, chicos. Algunos con martillos, otros tallando ma-dera o doblando alambres. Los hombres con barba, pelo enrula-do, las mujeres con el pelo largo lacio y vestimenta hindú. Casininguno levantó la vista para mirarnos, pero tampoco nos dio lasensación de que nos rechazaran. El repiqueteo de los martillos sefundía con el rumor, más o menos lejano, del mar.

–Bienvenidos –nos dijo una voz detrás nuestro–. ¿Cómo les va?–Buenas –dijo Diego antes que yo.El hombre que se dirigía a nosotros tenía unos cincuenta o se-

senta años. Era más bien petiso, de barba blanca y pelo canoso ylargo, atado por sobre la nuca. Sonreía al hablar.

–¿En qué los puedo ayudar?Le expliqué que buscábamos a una persona.–Un artesano –dijo Diego.–Se llama Tupac.La cara se le oscureció de repente.–Ese hijo de puta no entra acá.

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Contaba Hernán que Tupac encendió un cigarrillo y les ofre-ció. Silvia dijo que no. Él sacó uno del paquete con timidez. Tu-pac se lo encendió.

–Sos chico para fumar –dijo.Hernán amagó con responderle, pero se arrepintió antes de

hablar.–¿Estás en pareja? –preguntó Silvia.Tupac sonrió levemente.–Es difícil, con la vida que tengo. Siempre viajando de acá pa-

ra allá.–Vamos –insistió ella–, te conozco.–Alguna borrega, de vez en cuando.–Cierto que te gustaban más chicas.Tupac se rió.–No soy el único –dijo–. ¿O sí?Hernán se movió incómodo en la silla. Había perdido su sol-

tura anterior. A Silvia no le importó.–Estamos hablando de vos –dijo.Se hizo un silencio entre los tres. Tupac tiró el cigarrillo al sue-

lo y lo apagó con el pie. “Estaba descalzo”, dijo Hernán después.–La verdad es que sí estoy en algo –dijo al final–. Pero no tie-

ne importancia. Además, está por terminar.–Viste. Yo sabía. ¿Una artesana?–Algo así. ¿Por qué tantas preguntas?Silvia se encogió de hombros.–Curiosidad. No sé.–Es una pendeja que...Hernán –al menos eso dijo– no aguantó más.–¿Se llama Verónica, por casualidad?Tupac lo miró.

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Le decían Papá Pitufo. De eso nos enteramos después. Se lla-maba Jorge, y así se presentó cuando nos llevó de recorrida por elcampamento.

–Arrancamos hace poco –dijo–. Acá nadie jode a nadie.Reinaldo pasó corriendo enfrente de nosotros. Un par de chi-

cos los perseguían con bombitas de agua en la mano.Yo me puse ansioso. Papá Pitufo se regodeaba contando acer-

ca de la armonía del campamento. Parecía bastante lejos de res-ponder mi pregunta. Cada vez que pasaba al lado de alguien, losaludaba o le dedicaba al menos una sonrisa benevolente. Me re-cordaba a un predicador que pasaban por televisión.

–Nosotros éramos empleados de Tupac –dijo como al pasar.Entonces nos contó del taller. Habían estado trabajando para

él hasta pocos días atrás. El sueldo era miserable, pero la gota querebalsó el vaso fue el viaje a Mar del Plata, donde les había pro-metido alojamiento y comida, y sólo cumplió con unos paquetesde fideos y un par de carpas en mal estado.

–Yo soy viejo y me las sé todas. Cuando estaba en el ERP...Diego lo interrumpió.–¿Y Verónica? Una chica petisa, pelo castaño. Andaba con Tupac.El viejo lo miró con extrañeza.–¿Quién?Le repetí la pregunta.–La que andaba con él últimamente es Anahí –dijo.–¿Dónde está? –pregunté.–Allá.Señaló una carpa tipo iglú en uno de los bordes del campa-

mento. Me olvidé de él.–¿Vero?

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–¡No entres! –dijo desde adentro de la carpa–. ¿Qué hacés acá?–Vine a buscarte –grité.La tela de la carpa tembló unos segundos.–Te acordaste tarde –dijo ella desde adentro.El repiqueteo de los martillos alrededor nuestro se volvió más

espaciado. Por primera vez, los artesanos levantaron la vista conalgo de curiosidad. Los chicos, más abiertamente, se congregaronen torno a la carpa de Vero.

–¿No se llamaba Anahí? –le preguntó uno a otro en voz baja,mientras yo pensaba qué decir.

–Dejame entrar y hablamos –dije–. Por favor.–Andate, no te quiero ver.Papá Pitufo me agarró del brazo.–Por favor –dijo–, no queremos escándalos acá.A la luz de lo público, algunas cuestiones personales pierden

su tragedia intrínseca. Se transforman en una noticia más, comolas muertes de Monzón y del hijo de Menem. Uno quería sabercuándo, dónde, por qué. Aunque no le interesara el personaje,siempre existía al menos la sospecha de que había una historia de-trás. Otros optaban por mostrar sus casas en revistas, declarar suamor, contar su divorcio, y eso de alguna manera también los vol-vía personajes de un folletín. Para los artesanos del campamento,nosotros nos transformamos en el principal objeto de interés.

–¿Qué pasó? –preguntaban unos a otros.–¿Le metió los cuernos con Tupac?El murmullo se extendía como una peste por todas partes. La

gente venía de las carpas a vernos, y de repente empecé a pregun-tarme qué estaba haciendo ahí.

Mientras yo discutía con Vero, Diego se encargó de contarle lahistoria a todo el mundo. Papá Pitufo insistió con que nos fuéra-mos del campamento.

–Éste es un lugar de paz –dijo.–Ah, bueno –dijo otro, con el martillo en la mano–. Si él tam-

bién le metió los cuernos, que se joda.–¿Cómo me encontraste? –preguntó Vero.

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Le conté.Mientras lo hacía, me dieron ganas de volver a casa. Alguna

vez lo nuestro había sido distinto. No había necesidad de dar ex-plicaciones. Pero lo que más me molestaba era el público.

–¿Diego está con vos? –preguntó ella.–Sí… ¿por?Busqué a Diego con la mirada. Estaba unos metros detrás mío,

entre la gente. Una mujer le hablaba, pero él no la estaba escu-chando. Se había quedado pálido, con los ojos fijos en la carpa.

–Nada –dijo Vero.Y se quedó callada por un rato.–Voy a salir. Y después te vas. ¿Dale?El rumor se apagó de repente en el campamento. Todos esta-

ban a la expectativa. De alguna manera, pensé después, esa au-diencia me beneficiaba. Esperaban el beso del final, la reconcilia-ción. Todos sabíamos que así era.

Vero salió de la carpa. Al principio, no la reconocí. Tenía el peloteñido de rubio y con rastas. Un piercing rojo brillaba a la luz del sol.

–Hola –dijo.Se miraba los pies.Me acerqué hasta ella. Era imposible saber qué quería Vero

que pasara. Probablemente no lo tuviera claro. Podía echarme oquedarse esperándome. En ese momento en sus ojos no había na-da. Yo tampoco estaba convencido de que mi actitud fuera la co-rrecta. Lo más lógico hubiera sido irnos aparte, a conversar. Perola fuerza del público me iba llevando.

La agarré de la mano.–Perdoname –dije.Ella asintió.Como en una telenovela, me miró a la cara. Separó los labios.

El silencio alrededor era abismal.Un grito sacudió los árboles:–Si la tocás, te mato.No hizo falta que me diera vuelta.Era Tupac.

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Detrás de Tupac venían Silvia y Hernán, pero yo los vi reciéndespués, cuando todo había terminado. No me acuerdo, tampo-co, qué pasaba mientras tanto con los artesanos, que se agrupabana mi alrededor. Escuché unos vagos silbidos, vi algunos movi-mientos, pero nada más. El mundo, por unos minutos, se redujoa Vero, Tupac y yo.

Para Tupac, al menos en lo que se refería a su campo de visión,ni siquiera yo entraba. Pasó al lado mío sin mirarme, y se dirigióa Vero que apretaba los puños y miraba al suelo, incómoda por lasituación.

–Vayámonos de acá –dijo él.Aparentemente se habían separado unos días atrás, cuando el

grupo de artesanos se independizó de Tupac. –No quiero –dijo Vero.Tupac se rió.–¿Preferís irte con él?Me señaló. Yo me encogí de hombros.–¿Qué tiene de malo? –pregunté.Tupac se volvió hacia mí.–¿Qué decís?Me quedé callado.Calculé la distancia. Había tres o cuatro metros entre los dos.

Podía saltar encima de él, con suerte tirarlo abajo. Pero después...no había después. Tupac era más alto, más grande y más fuerteque yo. Una sola vez me había agarrado a piñas, en el patio del co-legio, y fue con el gordito Schuster, que tenía mi misma edad yuna contextura un poco más grande que la mía. Terminamos em-patados y nos amigamos al día siguiente. No cabía ni siquiera lacomparación.

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–Anahí –dijo Tupac–, yo te puedo dar la vida que vos querés.Vero levantó la vista.–¿O preferís volver a tu casa? ¿A tu familia, que no soportás?

Hacelo. Andate con él. Se cornean un par de veces más, despuésse separan y listo. O peor, se casan. Estudiás una carrera. Trabajáscon papá. Eso sí que estaría bueno.

Ella se mordió los labios. Avanzó un paso hacia él.Era el momento de decirle algo. “Vero, no te olvides de lo

nuestro”. O mejor: “Yo te amo”. Pero sólo se me cruzaban estupi-deces por la cabeza. Me quedé ahí, parado entre los dos.

–Pero eso sí –dijo Tupac–. Se terminaron las artesanías. Lapromesa de los viajes. Todo, se terminó.

Le hablaba como un padre enojado. Yo nunca le hablaba así.Más bien me resignaba a que ella me retase, como si ese fuera milugar natural de la relación. Nunca lo hacía en presencia de otragente, eso sí. Fue algo que se dio de a poco, cuando empezamosa salir. Al principio eran quejas solamente, dichas en voz baja,cuando salíamos de un lugar. “Por qué dijiste tal cosa”. Después,el tema del pelo. A Vero no le gustaba que yo me tocase el pelotodo el tiempo. Un amigo me había dicho: “Parecés un maricón”.Ella, con un poco más de tacto pero con igual firmeza, me hacíagestos desde el otro lado de la mesa, cuando estábamos en algunareunión. A veces yo le hacía caso, a veces no. Cuando no lo hacía,sabía que venía una discusión después.

Ma’ sí, pensé. Que se quede con Tupac.Si total había más mujeres en el mundo. No estaban muertas

por mí, pero si Laura y la propia Vero me habían dado bola, esoquería decir que podía intentarlo.

Unos chicos gritaron detrás. Eran los únicos que se movían enel campamento. Seguían persiguiéndolo a Reinaldo, que se esca-paba como de la policía, con bombas de agua y barro húmedo enlas manos.

Vero ni se movió. Me estaba mirando. El sol le caía sobre la ca-ra. Entrecerraba los ojos, molesta por la luz. Siempre lo hacía. De-cía que no le gustaba el sol, como a los vampiros. Igual que yo.

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Entonces me acordé de la vez que salimos de un boliche. Ha-bíamos ido con un grupo de amigos. Durante la conversación, yohabía dicho algo acerca de una chica que bailaba sobre un parlan-te. Vero se mantuvo callada. Más tarde, cuando estábamos solos,me preguntó por qué había dicho eso. Sus celos me gustaban. Ca-si tanto como cuando me retaba porque me tocaba el pelo. Mehacía gestos desde el otro lado de la mesa, cuando estábamos enuna reunión. Yo disfrutaba de no hacerle caso, sólo para ver cómoreaccionaba.

Tupac abrió los brazos. Era el momento de tirarme encima deél. Di un paso en su dirección, uno solo, y entonces pasó.

Reinaldo me empujó a un costado. Venía corriendo, mirandohacia atrás, y se llevó puesto a Tupac, que cayó al suelo bajo supeso.

–Rajemos –dije.La agarré a Vero de la mano. Ella me la apretó. Tupac intenta-

ba liberarse de Reinaldo. Le pateé las costillas a alguno de los dos.Salimos corriendo entre los árboles. Los artesanos se le venían en-cima, gritando. Después me enteré de que esa tarde no la pasóbien. Pero para entonces, ya no estábamos ahí.

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–No pienso volver a casa –dijo Vero.Estaba sentada sobre un tronco, a un costado de nuestra car-

pa. Hernán se había ido con Silvia y Diego miraba las estrellasdesde el borde de un acantilado. Yo estaba arrodillado en el suelo.Tenía la sensación de que si me sentaba al lado de Vero, ella se ibaa correr. Me sentía un extraño o mejor dicho, ella era una extra-ña. Y no sólo por el cambio en su aspecto físico. Había algo más.Estaba distante desde esa tarde, cuando nos escapamos del cam-pamento de los artesanos.

–¿Es por mí? –pregunté.Negó con la cabeza.–¿Es por tus viejos?Volvió a negarlo, aunque con menos convicción.–¿Qué te pasa entonces?Me miró. Tenía los ojos vidriosos, a punto de llorar.–No sé –dijo.Antes, a la gente que desaparecía la mostraban en esos avisos

de televisión que empezaban diciendo “un llamado a la solidari-dad”. Otra palabra clave era “paradero”. Ni siquiera buscaban alque había desaparecido. “Se buscan personas que puedan infor-mar acerca del paradero de...”. Entonces salía en pantalla una fo-to inverosímil, tomada del DNI, y un locutor anunciaba que talpersona había desaparecido tal día en determinado lugar. Másadelante, después de las privatizaciones, los retratos empezaron aaparecer en las boletas de luz y de gas. Una o dos fotos chicas, engeneral en blanco y negro, que mostraban un rostro triste o quesonreía, pero en general triste, porque uno sólo podía verlo de esamanera aunque estuviera sonriendo. Algunos eran ancianos, aun-que últimamente se veían cada vez más chicos y adolescentes. En

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la mayoría de los casos hacía meses, incluso años, que faltaban dela casa. A veces el diario o la tele informaban acerca de alguna apa-rición. Chicos que se escapaban y eran encontrados en algunaprovincia del interior, sometidos en prostíbulos o viviendo en lacalle, sin ganas de volver.

Me resultaba difícil, casi imposible, unir sus imágenes con lade Vero. Y sin embargo, se estaban pareciendo.

–¿Y qué pensás hacer?–Irme –dijo–. Qué sé yo.En un flash, se me cruzó la imagen de Vero impresa en la bo-

leta de luz. Una foto del DNI, bastante reciente, pero diferente asu aspecto actual. Nunca la iban a encontrar.

Diego volvía desde el acantilado. Silbaba bajito. Tenía las ma-nos en los bolsillos del pantalón. Pensé que él también vendría, almenos por un rato. Hernán era más difícil de convencer.

Vero se acostó sobre el tronco.–Voy con vos –dije.Y ella sonrió.

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Fuimos a comprar los pasajes al día siguiente. Como lo habíaprevisto, Diego vino con nosotros. Hernán quería estar una no-che más con Silvia, así que quedó en alcanzarnos dos días más tar-de, en la terminal de Miramar. Pensamos en ese destino porqueera el más cercano y aunque a él no le importaba, nos parecía unabuso estar viviendo de sus tarjetas de crédito. Tenía extensionesde Visa, American Express y Mastercard. La American era plati-no, la Visa dorada. Hernán las guardaba en una billetera negra,sucia y deshilachada, y las sacaba siempre que hacían falta.

–Miramar es un bajón –dijo al llegar a la boletería–. Estoycansado de la playa. Vamos a otro lado.

–¿Y adónde?Recorrimos las boleterías una por una. Los destinos eran de los

más variados, al norte y al sur del país.–El problema es la plata –dijo Vero.–Mi viejo ni controla los resúmenes –insistió Hernán.Algo de efectivo había, pero no era suficiente.–Si pagamos todo con tarjeta nos van a encontrar –suspiró

Vero.Diego, Hernán y yo nos miramos. A ninguno se le había ocu-

rrido. La plata en billete era algo anónimo. Con tarjeta, cualquiercompra quedaría registrada a nombre del padre de Hernán.

–¿Y qué importa? –pregunté.–A mí sí me importa.Enfrente de la terminal de Mar del Plata había un restaurante

con cortinas y manteles blancos hasta el suelo. Hernán nos invitóa comer antes de tomar alguna decisión. El mozo nos miró condistancia, mientras le decía algo al cajero detrás de la barra. Está-bamos sucios, desaliñados y teníamos mal olor. Se acercó a noso-

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tros con determinación. Hernán lo atajó antes de que empezara ahablar.

–¿American platino, aceptás?El mozo asintió, escéptico. Recién cuando Hernán sacó su tar-

jeta, sus labios esbozaron un renuente “sí, señor”.Pedimos milanesas con papas fritas. Vero explicó sus razones

en contra del pago con tarjeta. Si alguien nos buscaba, la primeraestrategia para hacerlo era a través de los gastos que hubiéramosrealizado.

–Y ahí salta todo enseguida –dijo.Diego insistió:–¿Qué tiene de malo?A mí no me hizo falta la explicación. De a poco, iba enten-

diendo adónde apuntaba. En los barcos, se llama línea de flota-ción al nivel que divide la parte que se encuentra arriba y abajodel agua. Para Vero, mientras hubiera manera de ubicarnos, está-bamos por encima de la línea de flotación. A la vista, de algunamanera. Como durante toda nuestra vida de adolescentes. Siem-pre, o casi siempre, había un adulto que sabía dónde estábamos odónde nos podía buscar. Incluso en las peores circunstancias, al-guien sabía que otro sabía dónde encontrarnos.

Debajo de la línea de flotación, es otra cosa. Ahí no se sabe. Yla tarjeta de crédito era nuestra última ancla.

Hernán suspiró.–Puedo sacar plata de un cajero –dijo al final.–Genial –dijo Vero.–¿Y adónde vamos? –dijo Diego.Me pateó debajo de la mesa. Estaba temblando.

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–Mirá ese perro –dijo Diego en la terminal.Era un labrador viejo, casi pelado. Le habían puesto una reme-

ra de Superman, sucia y rota, como vestimenta.Yo me reí un poco. Él se moría a carcajadas.

–No es para tanto –dije.Pero sus ojos estaban en otra parte. Entonces me di cuenta. Le

hablaba a Vero, no a mí.Yo conocía esa risa. Entre principios y mediados de los noven-

ta, desde mis primeras escapadas de Ballester, noté que la gente sereía en voz alta en el cine. Eso no tenía nada de raro ni de malo.Lo que me llamaba la atención era que lo hicieran en escenas quehabitualmente yo no consideraba graciosas. En las películas deciencia ficción, por ejemplo, cuando el héroe ejecutaba una pirue-ta inverosímil pero vital para la trama. Yo me indignaba o me de-jaba llevar, pero no le encontraba la gracia. A Diego le pasaba to-do lo contrario. Una de las razones por las que nos habíamos he-cho amigos en primer año era nuestra raíz cinematográfica co-mún: los Sábados de Súper Acción, de canal 11, donde habíamosvisto películas como Reptilicus, El día de los trífidos y La manchavoraz. Películas que a mí, en su momento, me habían asustado yahora me producían nostalgia. A Diego le causaban gracia. Era unterreno de nuestra amistad donde yo no participaba del todo, esascosas que nos hacían diferentes y se profundizaban a medida quepasaba el tiempo.

Nos subimos al primer micro que salía. El destino era Carhué.Un pueblito al sur de la provincia de Buenos Aires, que se habíainundado un tiempo atrás. Diego lo conocía por la película ElViaje, que había visto por cable unos meses antes de viajar a Pina-mar.

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–Es una mierda –dijo.Hernán nos despidió en la terminal, con la promesa de alcan-

zarnos dos días más tarde. Yo me senté al lado de Vero. Diego, unasiento más adelante, se quedó dormido unos minutos después.Los médanos se iban deshaciendo al otro lado de la ventanilla.

–¿Estás bien? –le pregunté a Vero.Ella asintió.–No hablamos nada.–No quiero hablar.Se acomodó en el asiento, de espaldas a mí. Diego roncaba

adelante. Algunas personas se daban vuelta para mirarlo. Me acor-dé cuando Hernán y yo le decíamos que, durmiendo, parecía elmonstruo de un episodio de la película Creepshow. Aunque no eranada benevolente, a él le encantó la comparación. Tenía cosas queyo no podía entender.

–Quiero decirte algo –le dije a Vero.–¿Qué?–Perdoname por lo que pasó.No dijo nada.–¿Cómo lo supiste? –pregunté.El micro ronroneaba en la ruta. Diego había dejado de roncar.

Me lo imaginé despierto, en el otro asiento, escuchando. Vero memiró por primera vez desde que empezamos a hablar.

–¿Querés que te diga? –dijo.Con cuidado, asentí. –No le digas que te dije –me pidió ella y señaló el asiento de

adelante–. Él me contó.

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–¿Te pasa algo? –me preguntó Diego en la terminal.No le respondí.–Voy al baño –dijo Vero.–¿Qué hacemos? –preguntó Diego–. ¿Buscamos un lugar para

dormir?Eran las dos de la tarde. Había sol.–No –dije.Cuando volvió Vero, salimos a caminar. En la calle se veía po-

ca gente. Alguna 4x4, viejas que caminaban solas, cuatro o cincochicos jugando a la pelota. Llegamos a la plaza principal.

–¿Y ahora?–Tengo hambre –dijo Diego.Me lo imaginé comiendo.–Busquemos un supermercado, un almacén– propuso Vero.–Este lugar es una mierda –suspiré.–Algo te pasa –insistió Diego.–Andá a cagar.Vero me miró de reojo. Yo le corrí la cara.Los almacenes estaban cerrados hasta después de la siesta. Ve-

ro y Diego caminaban adelante mío. Ella le dijo algo. Me pregun-té si el llamado telefónico de la traición habría sido el único ges-to de complicidad entre los dos. “Me llamó para hablar”, me ha-bía dicho Vero en el micro. Y después, cuando mi cara empalide-cía, arrepintiéndose: “Se le escapó”.

Comimos algo en un bar.–Me gusta este pueblo –dijo Vero.Diego asintió.–A mí también.Hipócrita, pensé.

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Vero no me había dejado ni besarla desde que nos reencontra-mos en el campamento de los artesanos. El juego estaba claro: lacompetencia era entre Diego y yo. Lo de Tupac había quedadomuy atrás. La idea me resultaba absurda, pero así eran las cosas yno me quedaba otra alternativa que aceptarlas.

–¿Vamos a recorrer un poco? –dijo Diego después de comer.–Dale.¿Y si me iba? Podía volver a Pinamar con Laura, o a Mar del

Plata con Hernán. Olvidarme de los dos. Dejarlos atrás en su es-cape sin futuro, para que volvieran con la cola entre las patas unoo dos días después.

No era mala idea.Pero los imaginé durmiendo juntos a la noche, en una pensión

oscura de Carhué, felices de haberse liberado de mí.Y no.El pueblo despertaba de a poco de su siesta. Algunas persianas

se habían levantado y se veía un poco más de gente.–¿Vamos al cementerio? –dijo Diego señalando el cartel.–Vamos a la laguna –dije–. Es mejor.Me adelanté unos pasos. Ahora caminaba entre los dos. Fue

mi primer triunfo de esa tarde, el que durante unos minutos medio la impresión de que todavía me quedaban chances de ganar.No era tan malo competir, al fin y al cabo.

Entonces sentí el empujón de atrás.Tardé unos segundos en darme vuelta.–Las zapatillas –dijo una voz–. Y todo lo demás.El que me había empujado tendría nuestra misma edad. El

otro, a unos metros de distancia, parecía un poco mayor. Tenía uncuchillo en la mano.

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–¿Estás bien? –le dije a Vero.La ayudé a levantarse. Era la única que no estaba descalza.–¿Por dónde se fueron? –preguntó Diego.Le señalé los senderos que conducían a la laguna y al pueblo.–Se separaron –dije–. Mejor quedémonos un rato acá.No era la primera vez que nos robaban. En mi caso, el debut

había sido unos años atrás, en Ballester, con unas Nike que me ha-bían traído de Paraguay. El comienzo fue similar: un empujóndesde atrás y luego del desconcierto inicial, el pedido: “las zapati-llas, pibe”. En aquel entonces yo tenía diez u once, y los ladrones–también eran dos– apenas un par de años más. “Tranquilo”, mehabía dicho uno mientras me quitaba el calzado. “No te vamos ahacer nada”. Yo le agradecí sin darme cuenta. Fue como encontrarun amigo donde menos lo esperaba

Esta vez las cosas habían sido diferentes.Diego lloraba. Todo había pasado muy rápido. Lo primero que

hicimos, cuando los vimos, fue quitarnos las zapatillas. Más tardeyo le insinué a Diego la posibilidad de que saliéramos corriendo.

–Tenían una pistola –dijo.–Era un cuchillo –dije yo.Uno era musculoso, alto. (“Un gigante”, afirmó Diego des-

pués). Tenía una remera de los Redondos, rota en varias partes.Nos miraba desde lejos, con el cuchillo en la mano, mientras elotro –un flaquito nervioso y narigón– agarraba nuestras cosas.

–Las mochilas –dijo el alto.–Eso no –dijo Vero.El gigante la miró de arriba abajo.Callate, pensé.–¿Qué dijiste? –preguntó, acercándose a ella.

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Callate, volví a pensar.Alrededor no había nadie. Sólo se veían el campo desprovisto

y a un costado del camino, un alambre de púas oxidado. Las nu-bes se movían proyectando sombra en los trigales. Una vaca mu-gía al fondo, pero no sé dónde estaba. Era uno de esos lugaresdonde cualquier cosa puede pasar, pero en general no pasa nada.

–Que nos dejen las mochilas –dijo Vero–. Por favor.Pronunció el “por favor” con firmeza, como denotando que

estaba haciendo una concesión. El gigante no lo percibió. Le aca-rició las rastas mientras sostenía el cuchillo en la otra mano.

–¿Qué tenés en la mochila? –preguntó.–Ropa –dijo ella–. Nada más.–Ñato –le dijo al otro–. Revisá.Le dice ñato pero es narigón, pensé. Me los imaginé caminando

por el campo, un rato atrás. “Mirá, ñato, vamos a afanar a esos gi-les”. En la película que yo me hice, usaban cada dos palabras eltérmino “afanar”.

Mientras el ñato obedecía, el gigante seguía con Vero sin qui-tarnos el ojo a Diego y a mí.

–Sos linda –dijo–. Y bien yegua. ¿Qué hacés con estos dos pa-vos acá?

–Son mis amigos –dijo ella.El tipo se rió.–Mirá qué bien que te están cuidando –dijo.No sé por qué lo hice. No podía dejarlo así.–La puta que te parió –dije.El ñato se quedó paralizado. El gigante también, unos segun-

dos. Se alejó de Vero y vino hasta mí.–¿Sos gallito vos?Se rió. Eso me relajó unos segundos. Entonces me agarró del

cuello, en la nuca, apretándome.–¿A cuál querés más? –le preguntó a Vero– ¿A éste, o a aquel?Señaló a Diego, que se mordía la lengua a unos metros de dis-

tancia.Vero apretó los dientes.

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–Dejalos –se le quebró la voz–. Por favor.Esta vez sonó sincera. Estaba a punto de llorar. La mano de gi-

gante me apretaba cada vez más fuerte en la nuca.–¡Decime! –gritó de vuelta–. ¿A quién preferís?Ella se dejó caer al suelo, tapándose la cara con la mano.–A ninguno –dijo, llorando–. A ninguno de los dos.El tipo me soltó.–Guardá eso –le dijo al ñato, señalando las mochilas. –Gracias –murmuró Diego.–Y ustedes –gritó el gigante–. En bolas los dos.Nos miramos. Vero había dejado de llorar.–¿Qué? –dije.Me apoyó el cuchillo en la garganta.–En bolas los dos, carajo. ¿Cuántas veces lo tengo que decir?Hasta los calzoncillos, se llevaron. Se escaparon corriendo y

riéndose. Vero pedía ayuda a los gritos y Diego y yo parados, conlas manos como taparrabos y la mirada perdida por ahí.

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Caminamos un largo rato sin encontrar más que vacas y pas-to. Hacía un calor ventoso, que a de a poco se iba poniendo fres-co. Vero iba adelante nuestro y nosotros atrás. Encontramos lasvías del tren, a un costado del camino, y las seguimos un tramo.A lo lejos empezaba a verse la estación.

–Pará –dije–. No podemos caer así.–Me fijo si puedo pedir algo de ropa –dijo Vero–. Qué sé yo.Diego y yo nos quedamos arrodillados entre un par de ar-

bustos.–Hijo de puta –dije.Él me miró extrañado.–¿Por?“Porque me buchoneaste con Vero”, estuve a punto de decir.

Pero nos vi entre los yuyos, en el viento de la pampa, y no me sa-lió. No podía olvidarme de la respuesta que le había dado Vero alpunga un rato atrás, cuando éste le había preguntado a cuál denosotros dos quería más. “Ninguno de los dos”. Y todo el resto yano me importaba tanto.

–Está abandonada –dijo cuando volvió de la estación–. El trenya no pasa por acá.

Me pareció lógico. Excepto por Buenos Aires, el tren ya no pa-saba por ninguna parte.

Nos deslizamos en la sala de espera. Fue como haber encontra-do, al menos por un rato, un hogar. Había polvo por todas par-tes, pero el lugar en general no estaba muy deteriorado, como silo hubiesen usado hasta muy poco tiempo atrás. Sólo algunas co-sas puntuales delataban el abandono: alguna frazada vieja tirada aun costado, botellas vacías que se acumulaban en las vías, el olora viejo, encierro y humedad.

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Vero nos hablaba mirando a los ojos, evitando bajar con la vis-ta, lo cual me parecía bien en el caso de Diego, pero me molesta-ba un poco que tuviera conmigo la misma reserva. La agarré de lamano.

–Mirame –dije.Ella se soltó.–Voy al pueblo a ver si consigo algo de ropa y comida –dijo–.

Faltan dos días para que llegue Hernán.Discutimos unos minutos. Diego quería hacer la denuncia en

la comisaría y volver a Buenos Aires. A mí me parecía la decisiónmás sensata, aunque no lo dije en voz alta. Vero no estaba deacuerdo. Yo adopté una posición intermedia:

–Esperemos a que venga Hernán y vemos –dije–. No quiero ira la policía.

Y eso, de alguna manera, era verdad.Vero se fue y tardó dos o tres horas en volver. Se estaba hacien-

do de noche cuando llegó, cargando con una bolsa donde había dosremeras, pantalones náuticos, salchichas y pan. Le habían fiado to-do en el pueblo, después de rogarles un buen rato y poner su me-jor cara de santa. Comimos las salchichas crudas porque no tenía-mos nada con que encender el fuego. Diego dijo que había apren-dido cuando era chico en los boy scouts, pero no se acordaba.

Después se fue a dormir.Vero y yo nos quedamos sentados en los escalones que lleva-

ban a la boletería.–¿Por qué dijiste eso? ¿Fue para que los chorros nos dejen en

paz? –pregunté.Ella se tomó un tiempo para responder.–Lo dije porque es verdad –dijo al final.Me acuerdo de los grillos en el campo.–¿Cómo?Bajó la vista.–Yo te quiero mucho –dijo–. Pero no sé. Ya no es igual.Quise decir algo, pero esas cosas no se pueden discutir. Un día

se terminan y ya está, no hay nada más que hacer.

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–Perdoname –dijo.Me dio un beso en la mejilla y se metió adentro de la bolete-

ría. Yo me quedé un buen rato ahí sentado, pensando en la nada,mirando las vías del tren que había dejado de pasar.

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–Tengo que volver con mis amigos –dijo Hernán.Silvia lo agarró de la mano.–¿Qué te pasa? ¿No la estás pasando bien acá?Él lo pensó unos segundos.–No es eso. Tuve una corazonada. Algo malo acaba de pasar.Se vistió en la oscuridad, mientras ella suspiraba.–¿Puedo ir con vos? –preguntó.–No –dijo él–. Mejor no.Camino al baño se tropezó con una botella de champagne. El

resto del contenido se derramó sobre la alfombra.–¿Cuándo nos volvemos a ver? –preguntó ella encendiendo un

cigarrillo.–Te llamo –dijo él.Se puso un poco de colonia, sonriendo ante la imagen de su

mochila –rota y sucia– apoyada en un rincón del suelo, contra ellujoso empapelado de la habitación. Se aseguró que ningún pre-servativo usado hubiera quedado dando vueltas por ninguna par-te, y apagó la luz.

–Podés quedarte hasta el mediodía –dijo–. Yo te dejo todo pago.–¿Estás seguro? –preguntó ella.Él asintió.Silvia sonrió, apoyando la mano sobre la cama.–¿Ni siquiera tenés tiempo para uno más?Hernán la besó en los labios.–Ponémelo en la cuenta –dijo–. Para la próxima vez.Salió al pasillo con la mochila al hombro. Por las ventanas se

veía el mar. Una mucama estaba haciendo la limpieza. Él le gui-ñó el ojo. Ella lo registró con una sonrisa y lo acompañó en el as-censor hasta el lobby del hotel.

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–Vengo a pagar –dijo él.El recepcionista lo miró con escepticismo hasta que sacó la

American Platino.–Un momento, por favor.Al rato volvió con la tarjeta en la mano.–Disculpe señor –dijo carraspeando–, la tarjeta fue rechazada.–No puede ser –dijo Hernán–. Probá con éstas.Le dio las otras dos. Por la frente le empezó a correr un hilo de transpiración. Se la

secó con disimulo, con el dorso de la mano.El recepcionista volvió cinco minutos después.–Éstas tampoco, señor –dijo remarcando el “señor”.–Esperame que hago un llamado.Marcó el número del padre desde un teléfono público, en el

mismo lobby del hotel.–¿Se puede saber dónde carajo estás? –le preguntó el viejo ni

bien atendió el llamado.Hernán cortó. Respiró hondo tres veces y se quedó pensando.

Tenía bastante efectivo, pero no el suficiente como para pagar lacuenta y quedarse con un resto para después.

–Hubo un error –le dijo al recepcionista–. Te va a pagar la se-ñorita que está en la habitación.

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Al día siguiente me ofrecí para ir al pueblo a conseguir algo,aunque fuera un pedazo de pan duro, para comer.

–Vamos todos –dijo Vero.Yo me opuse.Fuimos los tres. Diego estaba verborrágico. A veces pasaba.–Yo tendría que llamar a mi vieja –dijo–. Se va a preocupar.–No tenemos ni monedas –dijo Vero.–Él dice cuando venga Hernán.Vero me miró. Yo le corrí la cara.–Claro, cuando venga Hernán –Diego miraba el suelo cuando

caminaba–. Además, creo que tendríamos que ir volviendo a ca-sa. Bah, yo por lo menos. Deben estar por llegar de visita mis pri-mos de Santa Fe y…

–Estaba pensando que podíamos ir a Córdoba o a Rosario –lointerrumpió Vero–. Es más divertido que acá.

Un caballo flaco nos pasó por delante.–Yo también tengo que volver –dije.La cara de Vero no traslucía nada.–Está bien –dijo–. Vuelvan a casa.–Claro que vamos a volver –dije.–Obvio. Si son nenes de mamá.–¿Eso te lo enseñó Tupac?Llegamos al borde de la ruta. A unos cien metros se veían ca-

miones y un grupo de gente alrededor.–Un accidente –dijo Diego–. Vayamos.Yo lo seguí. Vero dudó un rato y al final vino detrás de noso-

tros. La gente se veía alborotada. Después nos enteramos de quela mitad del pueblo estaba ahí. Había un par de camarógrafos. Pe-ro no era un accidente.

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–Mirá –dijo Diego– ¡Leo Sbaraglia! ¿Y ese viejo cómo se lla-maba?

–Héctor Alterio –dijo Vero.Vimos el nombre de la película en una pizarra.–Caballos salvajes. Qué nombre de mierda –comenté.Alguien nos dijo que el argumento giraba en torno a dos tipos

que se iban de viaje por la ruta. Nadie sabía bien adónde.–Qué estupidez –dije.Vero me escuchó.–Es una buena historia –le dijo a uno de los de la producción.–¿Querés que te presente a Leo? –preguntó el tipo.Tenía veinte o veinticinco años. Hasta un rato atrás, había es-

tado desenrollando algunos cables.–Me encantaría –dijo ella.–Vení.La condujo a través de la gente que se agolpaba en el lugar.–Mirala a Cecilia Dopazo –dijo Diego.–Nunca me gustó –dije.A lo lejos, Vero saludaba a Leo Sbaraglia.–Vamos –dije.–¿Adónde? –preguntó Diego.–A casa –respondí–. No sé.–Si no tenemos plata. Además quiero ver si...–Vamos –insistí.Empecé a caminar.–¿Le aviso a Vero?–Hacé lo que quieras –dije.Diego dudó unos segundos, mirando hacia atrás. Lo último

que vi fue a Vero riéndose.–Vamos al sur –escuché desde unos metros atrás–.¿Querés ve-

nir?No sé si lo decía Sbaraglia o el asistente de producción. El ca-

ballo flaco de un rato antes volvió a pasar enfrente mío. Diego co-rrió unos metros

–Hernán viene mañana –dijo.

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Un poco alejados del resto, Alterio y otro tipo discutían con elguión en la mano.

–¡La puta que vale la pena estar vivo! –gritó, indeciso–. ¿Estábien así?

Lo repitió dos o tres veces.Yo me tapé los oídos la última vez.

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Hernán llegó a la terminal un día antes de lo acordado. Teníaplata para el pasaje de vuelta, pero nada más. Comimos agua ypan. Vero no apareció. Volvimos a Buenos Aires dos días después.

Faltaba casi un mes para que empezaran las clases. Algunosamigos estaban en la costa, otros se habían ido a alguna quinta, locierto es que no había mucho para hacer. Diego, Hernán y yo se-guimos juntándonos todos los días, como para creer que las vaca-ciones no se habían terminado tanto. Íbamos al cine, alquilába-mos una película o pasábamos las tardes en la pileta de Hernán.

–Faltan minas acá –decía alguno cada tanto.Los otros dos asentían. Lo bueno era que, al menos, estábamos

los tres.Un domingo Hernán llamó a mi casa:–Se murió el abuelo de Diego. Me acabo de enterar.La casa de sepelios se llamaba “Osvaldo”. Yo había pasado mu-

chas veces por la puerta. En la vidriera, debajo del nombre, unainscripción en rojo aseguraba: “La distinción en Ballester”.

Diego no hablaba mucho de su abuelo. Hablaba poco de sufamilia, en general. Por lo que yo sabía, el abuelo era italiano y ha-bía pasado en un geriátrico los últimos años. La abuela –Diego lallamaba nonna– lucía una tristeza resignada en el velorio.

–Era un gran hombre –dijo sonándose la nariz.No se la veía tan mal, ni de ánimo ni de salud. Por lo que pu-

dimos deducir con Hernán, el desenlace venía esperándose desdeun largo tiempo atrás. Sólo se escuchaba un llanto, intermitente,de mujer.

–Lo siento mucho –le dije a Diego cuando lo vi. No sabía qué otra cosa decir.Él llevaba camisa blanca, zapatos y pantalones negros. Se mo-

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vía despacio y saludaba a todo el mundo con corrección. En otrascircunstancias le hubiera hecho una broma. Pero no me animé.

–Gracias –dijo mirándose los pies.Detrás de nosotros se armó un pequeño tumulto. La mujer

que lloraba se había tirado sobre el cajón, abrazando los pies delabuelo.

–Padre mío. Y ahora qué.Los padres de Diego se acercaron para tranquilizarla. Era la tía

solterona, según me enteré después. –Es una hinchapelotas –dijo Diego–. Que se deje de joder.Salimos un rato. En el hall de entrada, una chica nos ofreció

café.–Gracias –dijo Diego agarrando una taza.Recién entonces la vio. Era colorada, tenía muchas pecas en la

cara y más o menos nuestra misma edad.–¿Azúcar o edulcorante? –preguntó.–Edulcorante –dijo él.La chica le alcanzó un sobrecito. Él lo leyó.–¿No tenés Nutrasweet? –preguntó.Con algo de sorpresa, ella dijo que no. –Éste tiene ciclamato, ¿ves? –dijo Diego señalando el sobre–.

Es cancerígeno. El nutrasweet es mejor.–No sabía –dijo ella–. Le voy a decir a mi papá.Era la hija de Osvaldo, el dueño de la funeraria. Se llamaba Sonia. La conversación siguió su curso unos minutos después. –¿Quién maquilla a los cadáveres? –preguntó él. Ella se rió.Hernán y yo nos fuimos a las ocho, nueve de la noche, cuan-

do toda la gente se empezaba a ir. La tía seguía gimoteando. Lospadres y la viuda miraban, absortos, el cajón. Y en la puerta de en-trada, como un centinela en sus dominios, con el cuello de la ca-misa abierto, Diego aceptaba otro café.

–La noche de los muertos vivos –dijo–. Mirala. En blanco ynegro. Es la mejor.

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Que Diego se estaba volviendo cada día más raro, no era nin-guna novedad. Desde que conoció a Sonia en el velorio, nos em-pezó a abandonar de a poco. Iban al cine, hablaban por teléfonoy él la inició en el mundo de los juegos de rol. Ante la preguntainsistente de alguno de nosotros, aclaraba:

–Somos amigos.Lo cual venía a decir que todavía no se habían besado. Pero las

acusaciones de lento no le importaban. Diego, a su manera, erafeliz. En poco tiempo, todo era Sonia en todas partes. Escuchabala misma música que ella –Bon Jovi, más que nada–, contabaanécdotas de la funeraria como si le hubieran pasado a él, y hastadividía a los programas de televisión en los que le gustaban a ellay los que no. Nunca, ni en su mejor momento con Natalia, lo ha-bíamos visto igual.

–Gracias al hongo –dijo una vez.La pregunta fue obligada:–¿Qué?Entonces, algo renuente, nos explicó. El hongo había llegado

a su casa a través de una amiga de la madre, preocupada por la si-tuación del padre de Diego, que desde hacía tiempo no conseguíaun trabajo fijo y bien remunerado. Su cuidado era simple y noexigía mayores esfuerzos. Había que alimentarlo durante unosdías con té tibio, dos veces al día, formulando en voz baja el de-seo que el hongo debía cumplir. Algunos pedían por la salud,otros un trabajo o que les aumentaran la jubilación. En el caso dela madre de Diego, el deseo era que su marido consiguiera un tra-bajo. A los cuatro o cinco días de repetir la operación, éste recibióun llamado de una empresa donde le habían realizado una entre-vista unas semanas atrás. Le dijeron que estaba contratado.

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Después de una semana, el hongo desprendía un hongo más pe-queño –el hijo– que había que pasar a otra persona. Luego, elhongo matriz se disecaba y se conservaba adentro de un libro, co-mo talismán.

–¿Vos pediste a la pecosa? –pregunté.Diego se encogió de hombros.Esa noche me llamó el padre de Vero. Seguía sin noticias de

ella. Le conté hasta donde yo sabía. Al final cortó sin despedirse,después de decir una vez más que yo tenía la culpa de lo que ha-bía pasado.

Un día lo encaré a Diego:–¿Por qué le contaste a Vero lo mío con Laura?Sin muchas vueltas, empezó por lo que yo ya sabía: la prime-

ra vez que la vio fue en Cemento, al mismo tiempo que yo, esanoche lejana en que habíamos ido con Rodrigo y Hernán. No lehabía parecido nada, dijo, ni linda ni fea, porque estaba conmigoy eso la quitaba automáticamente del horizonte de sus posibilida-des. Eso dijo. Pero en realidad, él no pensaba así. El Diego de en-tonces no actuaba ni pensaba estratégicamente, y dudo que lo ha-ya hecho alguna vez. Se limitó a observar que estaba conmigo, ynada más. En aquel entonces, el solo hecho de que fuera mujer laquitaba del horizonte de las posibilidades.

La primera vez que intercambiaron unas palabras, dijo, fue enuna reunión en casa de Hernán, antes de que él la conociera a Na-talia. Diego había llegado tarde. Ese día había ido a ver la última deFreddy Krueger en 3D, y entró con los anteojos puestos. Se los qui-tó ni bien cruzó la puerta, porque no esperaba que Vero estuvieracon nosotros. Ella le preguntó qué tal había estado la película.

–La primera sigue siendo la mejor –dijo él.Pero en realidad le había gustado.–A mí me gustan todas –dijo Vero.–Son geniales.–Debe ser terrible eso de no poder dormir.Hablaba, creo, de su propio insomnio, que una noche atrás

me había confesado. Diego se quedó pensando.

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–Sí –dijo–. Tenés razón.Más tarde, cuando nos despedimos, él se acercó hasta mí:–Copada tu novia –dijo.Y yo sonreí.A partir de entonces se vieron seguido. A mí me gustaba que

se llevaran bien. Cuando Diego empezó a salir con Natalia, Verofue la primera en enterarse.

–Era mi única amiga –dijo él–. Por eso le conté.Después llegó el viaje a Pinamar.Para entonces, las cosas entre Diego y Natalia no andaban

bien, si es que anduvieron bien alguna vez. Diego no tenía formade saberlo. Se sentía enamorado de Natalia aunque no sabía iden-tificar los síntomas: calentura, miedo, curiosidad, vino todo jun-to y de una sola vez. Cuando se acordaba de ella, la extrañaba. Pe-ro eso podía remediarse o evitarse con una película, un capítulode los Simpsons o un partido de metegol. Diego –dijo más ade-lante– no distinguía entre el amor y la idea del amor. Era un au-todidacta ciego que caminaba como un zombie, siempre haciaadelante y sin retroceder.

–¿La ves seguido? –le había preguntado Vero una vez.–Dos o tres veces al mes –dijo–. Hablamos bastante por telé-

fono, también.No sé qué le habrá dicho Vero, pero lo cierto es que su res-

puesta –no es tan difícil imaginarla– empezó a dar vueltas por sucabeza, como una valija olvidada en una cinta sin fin.

–¿Vos cada cuánto te ves con Vero? –me preguntó una vez.–Todos los días –dije–. Día por medio. Qué sé yo.La pregunta me pareció tan torpe, que la borré inmediatamen-

te de mi cabeza. Hasta después. Entonces empezó mi historia conLaura. A Diego no le caía ni bien ni mal. Intentó entrar en con-versación un par de veces con una de las amigas, pero no resultó.Una tarde estuvo un par de veces en el locutorio, la llamó a Na-talia, pero no atendió. Entonces la llamó a Vero.

–Necesitaba hablar –dijo.Ella le preguntó por mí.

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–Está bien –dijo–. Pero yo quería contarte que...Vero lo interrumpió:–¿Seguro? ¿Seguro me lo decís?Diego suspiró.–Sí –dijo–. En realidad te llamaba porque necesito hablar

de…En ese momento se escuchó una voz de fondo. Era un hom-

bre. Hasta ese momento, ninguno de nosotros había escuchadoesa voz.

–Decile la verdad –decía Tupac–. Ya fue.Para Diego todo fue un inmenso flashback a partir de enton-

ces. Habrá pensado en Natalia. En Laura. En mí.Eligió la peor la opción.–Está con otra –dijo.Y siguiendo el impulso, le cortó.

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Y así, de a poco, nuestras vidas fueron encaminándose hacia larutina de siempre. De Vero no tuve noticias por un tiempo. Aun-que estaba decidido a no verla, y ni siquiera quería hablarle, cadavez que sonaba el teléfono en casa yo tenía la esperanza de quefuera ella. Necesitaba una explicación, pero esas cosas siempre lle-gaban tarde, o directamente no llegaban.

A febrero le quedaba poco, pronto empezaban las clases otravez. Quinto año había sido el más esperado desde siempre –fies-ta de egresados, viaje de egresados–, pero ahora que llegaba lesentía un gusto amargo, como si las cosas se estuvieran retiran-do en silencio y sin que yo me diera cuenta de su movimiento.En la grilla de materias para el año que empezaba faltaban algu-nas y aparecían otras nuevas, en especial una, la de “orientaciónvocacional”, que resultaba un poco intimidante. El colegio se es-taba metiendo como un ladrón en mi vida privada, donde siem-pre era de noche, y había hecho saltar todas las alarmas. Pero yohacía de cuenta que no las escuchaba. Pasábamos los días jugan-do al pool.

–¿Vos qué querés hacer después? –pregunté una noche en CellBlock, un bar de Olivos donde me juntaba con Diego y Hernán.

Por los parlantes se escuchaba un tema de Los Decadentes:

Porque yono quiero trabajar,no quiero ir a estudiar,no me quiero casar.Quiero tocar la guitarra todo el día,y que la gente se enamore de mi voz.

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–Dicen que comisario de a bordo está bueno –dijo–. Viajás unmontón. O cine. Qué se yo.

Empujó la bola blanca, que rebotó contra el borde de la mesay rodó por el suelo. Hernán fue a buscarla.

–Te toca a vos –dijo Diego, suspirando.Hernán se acomodó en su lugar de la mesa.–Ingeniería en petróleo –dijo.Yo no hubiera sabido qué responder.–¿Nos seguiremos viendo, después?La bola 2 rebotó contra la 9, que pegó en el borde de la mesa

y entró en el hoyo.–Claro, man.–¿Qué tiene que ver?Pero yo los veía como voces que iban desapareciendo, aunque

era más un estado de ánimo que una realidad.Me tocaba a mí. La posición era incómoda. Tuve que trepar-

me sobre la mesa. El taco rozó la espalda de alguien.–Boludo, tené cuidado.Y era Vero, otra vez. Primero pensé que me perseguía. Después

me pregunté qué conjunto de casualidades nos llevaba a frecuen-tar los mismos lugares.

–¿Qué hacés acá? –le pregunté.

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–Empecé terapia –dijo apurando su Coca, en una mesa deCell Block.

Yo tenía una muy vaga idea de qué era eso. Diego me habíacontado que una vez la madre lo llevó al psicólogo, que le mostróunos dibujos medio deformes donde se veían, con mucho esfuer-zo, imágenes de Batman en diferentes situaciones: encadenado aun árbol, prendiéndose fuego y corriendo por una peatonal.

–Qué bueno.Asentí fingiendo desinterés.–Mis viejos me mandaron –dijo–. Pero yo también quería ir.Me crucé de brazos.–¿Cómo te fue con Sbaraglia? –pregunté.–No me estás escuchando.Suspiró.–Volví la semana pasada –dijo al final–. Lo llamé a mi viejo

para pedirle plata, y me obligó a volver.–Una cagada –dije.–Quiero ser actriz.–Te sale bien.Los ojos se le encendieron de rabia.–¿Qué te pasa? –preguntó.Negué con la cabeza.–No importa. Dejémoslo ahí.–Ya no estamos saliendo –dijo–. Ahora me podés hablar.Era la primera vez que me dirigían un reproche genérico. Has-

ta ese momento, los reproches eran por cuestiones particulares.Por qué no hiciste, por qué hiciste tal cosa, por qué dijiste esto olo otro. Me molestaban, aunque yo también solía hacerlos. Peroeran más fáciles de enfrentar, porque exigían respuestas igual de

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concretas: “lo que pasa es esto”. Punto final o seguía la discusión,pero siempre volando bajo, cerca de las cosas, que nunca se per-dían de vista.

Vero había aprendido a generalizar antes que yo.–¿Cómo que no hablo? ¿Y ahora qué estoy haciendo?Ella hizo una mueca con los labios, conteniendo lo que estaba

a punto de decir. Era un gesto poco habitual en ella, acostumbra-da a largar lo primero que le venía a la mente. Pensó la respuestadurante un minuto o dos y luego, más serena, dijo:

–Sos inmaduro.–Vos me cagaste con Tupac.Se levantó de la silla.–Bueno, me voy –dijo–. Si no estamos saliendo. No tiene sen-

tido esta discusión.–La verdad que no.Se fue sin saludar. Yo me quedé mirando los maníes en el pla-

to, sobre la mesa. Les revoleé un par de cáscaras vacías a Diego yHernán, que jugaban al pool a unos metros de donde estaba yo.Se les enredaban en el pelo y se deslizaban hasta el suelo sin quese dieran cuenta. Dos, cuatro, seis. Me empecé a reír solo, comoun loco. Pero tenía ganas de llorar.

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CICLO BÁSICO COMÚN

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–Estoy podrido de la costa de acá –dije.Otros iban a Acapulco o a Cancún. Lo más parecido al Cari-

be, para nosotros, era el sur de Brasil. “Florianópolis”, dijimos acoro. Nos imaginamos las playas, las palmeras, el agua tibia y cla-ra del mar. Allá cogés seguro, le había dicho alguien a Hernán. Yno hubo más que hablar.

Alquilamos una cabaña para los tres. Quedaba en Canasviei-ras. La dueña era argentina y vivía en Villa Ballester, pero pasabael verano allá. Tenía un complejo de cinco o seis cabañas y tresempleados negros que daban vueltas a su alrededor mientras to-maba sol en la reposera. Lo primero que notamos al bajar del mi-cro fue que muchos carteles estaban escritos en español.

Eran nuestras segundas vacaciones juntos. Teníamos una casaentera a nuestra disposición. La primera noche cenamos carne alhorno con papas, batatas, cebolla y morrones. La había prepara-do Hernán. Era el único que sabía cocinar.

–¿Cómo aprendiste? –preguntó Diego cuando nos sentamos acomer.

–Mis viejos son divorciados –respondió él como si no lo supié-ramos, y se calló en mitad de la oración.

Después nos emborrachamos y salimos a la noche de Brasil. Ladiscoteca que nos habían recomendado se llamaba “Shampoo”, yquedaba a unas cuadras de la cabaña. Cuando llegamos estabanpasando “Vení Raquel”. Más tarde empezaron con la música bra-silera. Nos encontramos con un ex compañero del colegio que ha-bía llegado de vacaciones con tres amigos más.

–Esto arde –nos dijo señalando a una chica que bailaba enci-ma de un parlante.

Dijimos que sí.

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Al día siguiente fuimos a la playa. Nos bañamos y a la tarde ju-gamos al fútbol con unos pibes que conocimos ahí. Cinco contracinco, Argentina vs. Brasil. Al segundo gol de ellos, un brasilerole cruzó la pierna a uno de los nuestros, o al revés, y nos metimosa separarlos para evitar las trompadas. Después vino más gente asepararnos a nosotros. Al final ganaron ellos, tres a dos.

Pasaron los días. Hernán se transó a una brasilera en Shampoo,Diego y yo conocimos a dos argentinas de Rosario que nos caíanbien. El desorden de la cabaña aumentaba día a día, a medida queproliferaban las hamburguesas y salchichas en nuestro menú.Compramos algunos compacts de música brasilera. Nos dijeronde otras playas en la isla donde había menos argentinos, así queun día las fuimos a recorrer. Estaban medio desiertas. Quedabandos días para volver. Diego estaba más flaco, yo había engordadoy Hernán se mantenía igual. Nos sacamos fotos en una escollera.El chiste era aparecer señalando un punto cualquiera en la distan-cia, como si hubiera algo allá. Si alguien nos preguntaba, no hu-biéramos sabido explicar cuál era la gracia. Pero nos reíamos igual.

–Este viaje fue especial –dijo Hernán. Entrecerraba los ojos,como forzando la mirada sobre el mar, o quizás fuera el efecto delo que nos habíamos fumado recién.

Quise preguntarle por qué, pero me arrepentí antes de hablar.A la vuelta nos esperaban Buenos Aires, buscar trabajo, el primeraño de la facultad.

Diego hundió la mano en la arena.–Qué bueno está Brasil –dijo alguno de los tres.

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Jack London solía ambientar sus cuentos y novelas en Alaska,durante la fiebre del oro. Sus personajes son hombres duros y ga-nados por la codicia, hombres en estado salvaje que no se diferen-cian de los animales excepto en que a veces hay más nobleza enlos perros y en los lobos que en ellos mismos.

La primera vez que leí algo de London fue a comienzos de losnoventa, en una colección de libros que sacaba Página/12. Elejemplar se llamaba “Diablo” y traía ese cuento y dos o tres más.Trataba sobre un hombre y un perro que se odian y buscan du-rante años el momento para matarse entre sí. Al final el perro ma-ta al hombre y al poco tiempo, también lo matan a él. Terminanlos dos en la nieve, tan parecidos el uno al otro.

A fines de los noventa, salí a buscar un trabajo. Venía dura lamano. No había trabajo para nadie y menos para mí, un estudian-te de Filosofía con un par de días como telemarketer como únicaexperiencia laboral. Dejé curriculums, fui a una entrevista grupaldonde un flaco muy ganador, con el jopo erguido como un cisnede gel, me preguntó por mis ambiciones –le dije que quería tenerun auto– y me habló del telemarketing como vía directa al ascen-so social. Todo eso para justificar que no me pagaban casi nada.El trabajo era enteramente a comisión. Había que vender unastostadoras que hablaban para avisarte cuando estaba listo el pan.Le dije gracias, y me fui.

Me senté en el banco de una plaza, desajustándome el nudode la corbata. No tenía ganas de volver a casa. Saqué un libro yme puse a leer. Al rato se acercó un tipo con un carrito de su-permercado lleno hasta el tope de revistas, diarios y cartonesviejos. Lo empujaba con dificultad a través del césped de la pla-za. Tenía las zapatillas deshechas, y su cara era un remolino de

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barba negra. Sonrió, dejó el carrito a un costado y se sentó allado mío.

–¿Querés un cigarrillo? –preguntó.Iba a negarme, pero al final dije que sí. Sacó dos Chesterfield

de un paquete arrugado y me alcanzó uno. Después se presentó.–Luis Jorge –dijo–. Como Borges, pero al revés.Conversamos un rato. Pensé que iba a contarme su vida, pero

no. Me dijo que a él también le gustaba leer.–El último fue éste –dijo y se puso a revolver en su carrito, de

donde sacó un librito de Página/12, sucio y manchado. Era Dia-blo. Asentí con la cabeza.

–Lo conozco –dije.Él sonrió y me mostró el ejemplar. Las últimas páginas del

cuento habían sido arrancadas como a mordiscones.–No sé cómo termina –dijo–. ¿Me contás el final?Se estaba haciendo de noche. Había varios perros dando vuel-

tas por la plaza, algunos con la soga al cuello, otros eran vagabun-dos, pero ninguno en estado salvaje como Diablo. La gente cru-zaba la plaza sin mirar alrededor. Pensé que ya era hora de volvera casa, sacarme el traje, ponerme a mirar algo de televisión. Le di-je que el cuento terminaba bien. El perro y el hombre se reconci-liaban, o algo así. Después me levanté y le di la mano para despe-dirme. Él se quedó mirándome, fue hasta el carrito y se alejó em-pujándolo en la dirección contraria.

–No soy boludo, pibe –dijo sin mirar atrás.

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A Diego le encantaban los bebés. Hacía muecas, les regalabagolosinas y les hablaba en klingon a los que todavía no sabían ha-blar ni en español. Solía decir que, en su casa, a nadie más le gus-taban los chicos. Eso por sí sólo hubiera explicado el hecho de quenunca encontró fotos de su vieja embarazada, ni siquiera de élmismo antes del año de edad.

–Creo que soy adoptado –dijo una vez.–Puede ser –asentí.Hernán se rascaba el mentón. Había adquirido ese tic desde

que empezó a dejarse la barba a medio crecer.–Imaginate –dijo.Sonia se largó a reír.–Si sos igual a tus viejos.Los tres la miramos con incredulidad.–Los ojos son de tu mamá –dijo–. La boca y la nariz también.

Y la cola es de tu papá.Fue la única vez que Diego mencionó el tema de su posible

adopción.Con Sonia las cosas iban bien. En el primer año de la relación,

que coincidió con el último del secundario, lo vimos poco. Fue,durante ese período, el pollerudo del grupo. Después nos acos-tumbramos a vernos con menos frecuencia. Las clases termina-ron, cada uno siguió con su vida por su lado, y las salidas se redu-jeron a un fin de semana cada tanto. Ese verano nos fuimos lostres a Florianópolis, y después por varias semanas ninguno tuvonoticias del otro.

Después nos enteramos que Diego estuvo unos días con Soniaen San Bernardo. En la playa un grupo de chicas hacía campañacontra el Sida repartiendo preservativos. Él guardó el suyo en la

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billetera y volvió a recordarlo recién en Buenos Aires, una nocheen que se quedó sin Tulipán. Se lo puso sin decirle nada a Sonia.Ya se la imaginaba: “Está viejo, andá a saber de dónde vino”. Y esosignificaba terminar la noche sin sexo, mirando de vuelta la últi-ma de Wes Craven, que a él no le había gustado para nada.

Le temblaba la voz al contarlo.–No lo hice a propósito –insistió.–¿Pinchaste, gil?Diego asintió.–El mes pasado. Y ahora Sonia está…Se interrumpió en la mitad de la frase.–¿Diego? Hernán lo agarró de los hombros.–¿Qué cagada te mandaste? –pregunté.

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–Es un boludo –dijo Hernán, poniendo primera.Le dije que sí.–El problema de Diego –continuó diciendo sin correr la vista

del parabrisas, con las manos firmes en el volante– es que siemprefue muy irresponsable. Ojalá esto lo haga madurar.

–Claro –dije un poco menos convencido que antes.–Yo creo que en el fondo está contento –siguió reflexionan-

do–. Pero esto no es joda, Diego vive en las nubes. Un hijo es unaresponsabilidad grande. Y él ni siquiera busca trabajo.

Dobló en una esquina, en dirección al shopping. Lo hizo miran-do por el espejo retrovisor, con sumo cuidado. Había sacado el re-gistro dos años atrás, pero unos meses antes el viejo le había regala-do un Duna 0 km. para que pudiera ir todos los días a la facultad.

–A mí el auto me hizo crecer de golpe –confesó.Pensé que de alguna manera, tenía razón. Hernán no era el

mismo que antes del auto. Se lo veía más tranquilo, responsable.A veces, en medio de una reunión, se iba porque tenía turno conel mecánico o con el chapista, controlaba los neumáticos y los fre-nos con frecuencia, puteaba enardecido a los que manejaban mal.

–Con un hijo es lo mismo –dijo–. Tenés que mantenerlo, edu-carlo, darle de comer. No podés jugar al Warhammer las veinti-cuatro horas del día.

–Acá está bien –dije, señalando la entrada del shopping.Él siguió de largo.–Te acompaño un rato –dijo–. Tengo un parcial a las seis. Pe-

ro ya estudié, prefiero despejarme un poco antes.Dejamos el Duna en la playa de estacionamiento.–Mejor pagar unos pesos antes que dejarlo en la calle, aunque

sea por media hora nomás.

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Subió conmigo hasta la librería donde yo trabajaba. Lo prime-ro que vi al entrar fue la silueta de Daniela, una clienta frecuente,de espaldas. Después me dijeron que me había estado esperando.

–Hola –dijo Hernán, saludando con la mano.Ella lo miró de arriba abajo. Vaciló.–Hola...Se volvió hacia mí.–¿Tenés algo para recomendarme?El supervisor me llamó desde atrás.–Yo te asesoro –dijo Hernán.Daniela lo miró con desconfianza.–Escribo poesía –insistió él–. Y me gusta leer.Estuvieron casi una hora recorriendo la librería. Yo los veía

yendo y viniendo por los anaqueles, desde atrás del mostrador. Aveces ella se reía. A veces, él. Al final se acercaron a la caja con treso cuatro libros más. Hernán me llevó a un costado.

–¿Es tuya? –preguntó.–Todo bien –dije.–Nos vamos a tomar algo entonces –dijo sacudiendo las llaves

del auto en la mano–. Y la llevo a su casa. Vive por acá.–¿Vos no tenías un parcial?Él me guiñó un ojo.–Recuperatorio, papá.

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Diego y Sonia entraron en crisis con el embarazo. No entreellos, sino con la realidad. No le habían contado la noticia másque a un par de amigos. Una tarde nos llamó a Hernán y a mí pa-ra juntarnos con él, Sonia, y un grupo de amigas de ella que tam-bién estaban al tanto. Nos reunimos en la funeraria de la familiade Sonia, que estaba desocupada. Esa noche no había velorio, pe-ro antes de que llegaran todos, Hernán y yo hablábamos en vozbaja, mirándonos los pies.

–Copada tu amiga Dani –dijo.Me contó que habían salido la noche anterior.–Fuimos a cenar y después a tomar algo. Le reventé la tarjeta

a mi viejo.Los imaginé sentados a la mesa, él haciéndose el galán, con la

camisa de Legacy blanca que se ponía cada vez que quería impre-sionar a alguien. Ella, con algún conjunto recién comprado en al-guna de sus recientes visitas al shopping. Como la cita, segura-mente, no habría tenido lugar en la pizzería de la esquina, lo ima-giné eligiendo un vino de la carta, con gesto de conocedor. Connosotros siempre tomaba cerveza, pero el viejo tenía una bodegaen el sótano de su casa, que él últimamente estaba descubriendo.La claridad con la que se me apareció la escena en la cabeza mehizo sonreír.

–¿Te la cogiste? –pregunté.Él hizo un gesto de incomodidad.–La mina me gusta –dijo.–Es un poco superficial.–¿Y vos quién sos? Andá a cagar.Al rato llegó la amiga de Sonia que faltaba. Era una rubia

gordita, que trajo una Biblia y se la puso a Diego entre las ma-

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nos. Él se la agradeció y la dejó a un costado. Después empezóa hablar.

–Estamos jodidos –dijo.Se sentó sobre una mesa. Los pies le colgaban, sin tocar el sue-

lo. Los movía hacia adelante y hacia atrás. Sonia lo miraba desdeun costado. Él hablaba despacio, eligiendo las palabras, algo muypoco frecuente en él.

–Nos agarró de sorpresa –dijo.Contó que los padres no sabían nada. A los que más temían

era a los de Sonia, que además no se llevaban del todo bien conDiego. Encima, ninguno de los dos tenía trabajo. Sonia estudia-ba medicina. Diego no sabía qué estudiar.

–Estuvimos mirando los clasificados –dijo Sonia–. Pero nohay nada.

Se hizo un silencio. Nadie se atrevía a hablar. Diego respiróhondo.

–Queremos abortar –dijo.La rubia gorda ahogó un grito. Más tarde Hernán dijo que se

había persignado, también.–¿Para qué la invitaron a esa? –preguntó.Diego no se dejó interrumpir. Dijo que no tenían un mango.

Querían hacer una colecta.–No sé cuándo, pero lo vamos a devolver.Se quedó mirando al suelo. Estaba a punto de llorar.–¿Cuánto necesitás? –preguntó Hernán.Diego le dijo el monto.–Yo te puedo dar la mitad.Algunos más ofrecimos otra parte de la plata. No juntaron to-

do el monto, pero ya no les faltaba tanto. Hundida en el silencio,la funeraria tenía un aspecto todavía más deprimente de lo habi-tual. Nos despedimos de Diego con un abrazo. Hernán me llevóhasta mi casa.

–No les queda otra –dijo.Y tenía razón. A nadie le quedaba otra, nunca. Hernán y Da-

niela eran como eran, del mismo modo en que yo tampoco podía

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ser distinto. La gordita rubia, seguramente, no podía pensar deotra manera. Si Sonia y Diego estaban sin un mango y sin las po-sibilidades de conseguirlo, no podían darse el lujo de tener un be-bé. Esa noche me dormí pensando que los que decidían sobrenuestras vidas no éramos nosotros, ni los padres, ni los políticos,ni nadie en particular. Las cosas eran de una sola manera, y lasuerte estaba echada de antemano.

Dos días más tarde me despertó el teléfono. Era Diego.Estaba acelerado.–Estuvimos hablando con Sonia –dijo–. Ya sé que es una lo-

cura.–¿Qué?Juntó aire. Y me lo dijo.–Lo vamos a tener.

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El CBC de Drago era una mole de cemento que desde afueraparecía abandonada, y desde adentro parecía una casa tomada. Lapostal de algunas clases, con el profesor caminando entre cientosde alumnos, sentados y parados en cualquier parte, agolpándose alas puertas de un aula no tan grande y casi derruida, tenía una épi-ca inexplicable, como algunas fotos del mayo francés.

–¿Cómo se llama esta materia? –me preguntó Cristian la pri-mera vez que se sentó al lado mío.

Fue en la cuarta o quinta clase de Sociedad y Estado, y no erala primera vez que lo veía. Era fácil notarlo porque en ese curso,por algún motivo, había una amplia mayoría de mujeres. Siempreocupaba el mismo sector del aula, al fondo y en el centro, igualque yo. Me llamó la atención su pregunta. No podía no saber lamateria, pero al mismo tiempo no entendía por qué tenía interésen entablar una conversación conmigo.

–Sociedad y Estado –dije y me volví a concentrar en mi cua-derno.

–Cierto –dijo él–. Me había olvidado el nombre.Quince minutos más tarde, el profesor seguía sin llegar.–Disculpame –me volvió a interrumpir Cristian–. ¿Vos conse-

guiste las fotocopias del otro día?Se las presté. Nos pusimos a conversar un rato. Vivía cerca de

mi casa, en Villa Ballester. Se había anotado en Letras. Hablamosde libros. Me dijo que le gustaba Hermann Hesse. Ese día volvi-mos juntos en el tren. A partir de entonces, se hizo una costum-bre. Cristian me caía bien. Hablaba poco, nunca perdía la calmay sabía escuchar. En eso no se parecía en nada a Diego y Hernán,que sólo hablaban de sí mismos.

–Sos introspectivo –me dijo una vez.

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–Es cierto –coincidí.–Me pregunto qué te pasará por la cabeza.–Boludeces –dije–. Qué sé yo.Y se quedó un rato largo mirándome.Un día llegó tarde a clase. Yo me senté al lado de dos compa-

ñeras que siempre llegaban juntas. Había estado intentando esta-blecer alguna comunicación hasta ese día, en que finalmente seme dio. Una se llamaba Vicky, la otra Clara. Le guardé un lugar aCristian al lado mío. Se sentó en silencio, casi sin saludar. Tampo-co intervino en la conversación aunque hablamos de Hesse,Nietzsche y otros temas que le interesaban más a él que a mí. Mástarde, en el tren, tampoco habló demasiado.

–¿Estás enojado por algo?No me respondió. Pensé que quizás algo le hubiera molestado

en la conversación.Un día me regaló un cuaderno. Era de tapa dura, anillado y

con doscientas hojas. En el encabezado de cada una de ellas habíaun espacio para poner la fecha y el nombre de la materia corres-pondiente.

–Vendían dos por uno y me acordé que el tuyo estaba hechopelota.

Hasta ese momento no me había dado cuenta. Ya en el cole-gio, mi prolijidad en cuadernos y carpetas duraba lo mismo quemi entusiasmo por haber iniciado las clases, es decir, las prime-ras dos o tres semanas. Después las hojas empezaban a manchar-se, a doblarse y a llenarse de dibujos y formas geométricas entinta azul.

El regalo de Cristian me tomó de sorpresa. Quise pagárselo,pero no lo aceptó. Pensé que en el fondo tenía razón: semejantedesorden en los apuntes no era compatible con mis aspiracionesuniversitarias. Porque al fin y al cabo, a pesar de que el CBC fue-ra sólo un curso de ingreso, yo ya era –o quería ser– un estudian-te con todas las letras. Con Cristian solíamos criticar a algunos denuestros compañeros, que se tomaban las clases con una notorialiviandad, y sin darme cuenta yo me estaba pareciendo a ellos.

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–Estás en todo –le dije a modo de agradecimiento.Él enrojeció.A partir de entonces, Cristian y yo empezamos a usar nuestros

cuadernos gemelos para todas las materias, incluso las que no cur-sábamos juntos. Por primera vez, me esmeré en la letra y en laprolijidad. Cuando alguno faltaba, el otro le pasaba los apuntes.La gente, a veces, nos confundía. A él lo llamaban Eric y unoscuantos me decían Cristian a mí.

Éramos distintos en muchas cosas, pero nos complementába-mos bien. Como toda amistad, la nuestra también tenía sus limi-taciones. Él era más cuidadoso y observador, pero tan tímido queno se llevaba con nadie más que conmigo en las clases. Y nuncame hacía la gamba cuando yo me acercaba a Vicky y a Clara. Lasdos, a su modo, me gustaban. Hubiera sido definitorio que Cris-tian se decida por alguna de ellas –como hubiera hecho Hernánde inmediato, incluso Diego en sus mejores momentos–, así yome quedaba con la otra.

Pero él no se jugaba por ninguna de las dos.–Sos un histérico –me dijo una vez.–Paso a paso –respondí–. No me sale tirar los galgos así no-

más.Una tarde la encontré a Vicky sola a la salida de clases. Era la

oportunidad que estaba esperando. Hubiera sido lo mismo si meencontraba a Clara. Hasta el momento, todas las historias que ha-bía escuchado acerca de las chicas que uno conocía en la facultad,todas las películas universitarias que vi hasta el cansancio por ca-ble, no estaban teniendo lugar. Vicky era más hippie y más alegreque Clara. Definitivamente, el destino la había reservado para mí.

–¿Qué andás haciendo? –preguntó.–Lo estoy esperando a Cristian –dije.–¿Se conocieron acá, ustedes dos? Le dije que sí. Ella se despidió con un beso en la mejilla.–Tienen el mismo cuaderno y todo –dijo–. Son un amor.

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En Villa Ballester, durante mucho tiempo, no hubo hipermer-cado. Estaban, sí, los almacenes, como el que tuvo el abuelo deDiego durante años, los supermercados, algunos bastante gran-des, como el Norte, pero todos a una escala humana, o por lo me-nos eso fue lo que pensé cuando se inauguró el Jumbo, a comien-zos del 96’. Era como ser pigmeo y ver a un elefante por primeravez. Sólo el estacionamiento descubierto, donde una vez al añoorganizaban una fiesta de la cerveza, tenía el tamaño de una can-cha de fútbol. Los pasillos entre las góndolas eran interminables yhabía unos cuantos locales de ropa, un McDonald´s y un Musi-mundo alrededor. Los viejos almacenes y supermercados, con suoferta reducida y sus precios altos, empezaron a liquidar mercade-ría y a cerrar sus puertas. El abuelo de Diego se murió. La era delalmacenero en camiseta había terminado. Llegaron el aire acondi-cionado, la juventud sonriente y la modernidad.

Diego consiguió trabajo en Jumbo al segundo mes de embara-zo de Sonia. Lo mandaron a la fiambrería.

–Me dan la merienda –dijo cuando lo tomaron–. No está mal.El trabajo era simple: había que atender a la gente, fraccionar

el fiambre, reponer las góndolas. Como supervisor le había toca-do un pibe un par de años mayor que nosotros, Tomás, que tam-bién era de Ballester. Diego lo conocía porque cada tanto se jun-taban con unos amigos en común a jugar rol.

–Master –le dijo Diego un día que lo fui a visitar–, ¿qué hagocon esta bondiola?

Tomás apretó los dientes.–Dejala ahí –dijo.Al rato se juntaron diez o doce clientes. Diego estaba solo de-

trás del mostrador.

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–Flota imperial a la vista –dijo–. Necesito refuerzos acá. Tomás le respondió desde el fondo:–Atendelos vos.Diego se rió.–Es macanudo el pibe –dijo.A la vuelta me contó de sus planes de alquilar una casa y com-

prarse un auto usado, en cuotas, porque era práctico con el bebé.Cualquier cosa era posible, si lo ascendían a supervisor.

La semana siguiente me llamó por teléfono.–No sé qué pasó –dijo–. Estaba todo bien con Tomás.No es lo mismo no haber trabajado nunca –la virginidad– que

perder un trabajo por primera vez. A partir de entonces Diego co-noció un nuevo mundo, que su viejo ya conocía pero él no habíaexplorado hasta entonces: el de la desocupación.

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Lo primero que le conté al psicólogo fue la noche en que so-ñé con Vero, a quien no veía desde casi un año atrás. Me desper-té transpirado, sin una imagen concreta, pero con una sensaciónde nostalgia profunda y un poco hiriente, como la que se tiene alpensar en un muerto muy querido. Eran las cinco de la mañana,el sol no había asomado todavía, y a medida que mi habitación sellenaba de sombras la sensación se fue despejando, hasta desapa-recer por completo con la claridad del día.

Demasiado Dostoievski, pensé.Desde que terminé el colegio, mi tiempo había empezado a

organizarse de otra manera. De lunes a sábado, a partir del me-diodía, trabajaba en la librería del shopping. Cuatro veces por se-mana, a la mañana, tenía clases en el CBC. Lo que restaba, queno era mucho, lo usaba para estudiar, para descansar o salir de vezen cuando. Pero esto también se había vuelto difícil. La futura pa-ternidad de Diego, sumada a las idas y vueltas de Hernán y Da-niela, me dejaban más solo que de costumbre. Cristian me caíabien, pero por algún motivo no era lo mismo. Y ni hablar miscompañeros en la librería: después de pasar ocho horas por díacon ellos, no quería verlos ni un segundo más.

–Por eso vine –dije.–¿Viniste porque te sentís solo? –preguntó el psicólogo.Se llamaba Leonardo, tenía un ojo bizco y un bigote que lo ha-

cía parecer más viejo de lo que era en realidad. La madre tenía unlocal de ropa en la calle Alvear.

–Yo no dije eso.Desvié la mirada hacia la calesita de la plaza Roca, donde yo

jugaba cuando era chico, que se veía por la ventana.–¿Y por qué viniste entonces?

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–Te acabo de decir.Apenas terminé de pronunciar la última frase, me arrepentí

de haberlo hecho. Sentí que había sido agresivo, y eso no teníasentido. Además, la madre de Leonardo era conocida de la mía,que a veces le compraba. Yo mismo tenía un par de calzoncillosde ahí.

–Perdón –dije.–¿Por qué pedís perdón?Lo pensé unos segundos.–No importa –dije.–Todo es importante acá.Suspiré.–Contame un poco más de vos.A mí siempre me había llamado la atención que, durante el

secundario, muchos de mis compañeros fueran al psicólogo.Algunos lo decían abiertamente, otros lo murmuraban en vozbaja. Yo no tenía nada que contarle, así que le hablé de lo pri-mero que se me ocurrió. Después de media hora, me callé.

Leonardo tardó un rato en hablar.–Me contaste mucho de tus amigos y de tu ex novia. Un po-

co de tu mamá. Casi nada de tu papá. Parece que lo tenés todomuy claro. Sigo sin entender por qué viniste.

La calesita seguía girando del otro lado de la ventana. Ungrupo de chicos de nueve o diez años, recién llegados del cole-gio, formaban fila para subir. Lo hacían desorganizadamente,gritando y cantando. El único adulto en el horizonte llevabauna sortija en la mano. Me imaginé a mí mismo formando par-te del grupo. Ninguno tenía grandes preocupaciones, o por lomenos las preocupaciones se habían borrado por un rato. Mástarde se irían a sus casas a almorzar, donde alguien –una madre,una abuela– los estaba esperando con la comida en la mesa.Después venía la siesta, los dibujos animados, la tarea para eldía siguiente.

Leonardo se aclaró la garganta.–¿Y? –preguntó.

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Pensé que muchos años antes, él también jugaba en esa plaza.Después estudió en la facultad, tal vez se mudó a capital por unosaños, y volvió a Villa Ballester. El destino de todos los que éramosde ahí.

–Creo que ya sé –dije al final.

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Nunca supe de dónde las conocía Hernán. La primera vez quelas vi fue en casa de Paula, cerca del Alto Palermo, pero todas vi-vían por la misma zona. Los fines de semana, como no tardé enenterarme, los padres se iban al country, así que el piso sobre Co-ronel Díaz era un punto habitual de reunión. En el living, contrala pared, colgaban cuernos de marfil de distinto tamaño. Sobreuna repisa, fotos de Paula cuando era chica, haciendo equitación.La madre coleccionaba floreros y jarrones. Cuando llegué, detrásde Hernán, observé cómo los llevaban de un lado a otro, les qui-taban las flores –que reposaban como desnudas sobre el mármolde la cocina–, los enjuagaban y los llenaban de caipirinha y daiki-ris de distintos sabores.

Paula me ofreció un florero.–Es de melón –dijo–. Probá.El gusto a ron era intenso. La fruta también.–Está bueno –dije.Paula se volvió hacia Hernán.–Me cae bien tu amigo –dijo.Y se rió con ganas.–Acompañame a la cocina –dijo después.Hernán se quedó en el living con las otras tres: Lara, Mechi y

Jazmín. Desde la cocina, yo escuchaba la conversación:–¿Entonces te dejó así nomás, de un día para el otro?–Una yegua.–Su hermana iba con mi prima al San Martín de Tours. Dice

que es jodida, mal.Paula me pidió ayuda para exprimir unos limones.–¿Y vos de dónde lo conocés a Herni? –preguntó.

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–Del colegio –dijeMe senté sobre una banqueta. Ella iba de acá para allá con los

ingredientes para la caipirinha. Era alta y robusta, se movía conautoridad, pero al mismo tiempo había cierta delicadeza en susmovimientos, una delicadeza que ella resguardaba como uno in-tenta atrapar agua con las manos, y se iba escurriendo por los efec-tos del alcohol.

Un rato después estábamos los seis en el living. Las observéuna por una. Mechi hablaba poco y en voz baja. La primera no-che casi no la escuché. Era muy flaca y tenía la piel blanca. Pare-cía de porcelana. Alguien mencionó a un novio suyo que estabatrabajando en Canadá. Era la única que no tomaba alcohol. Lasotras tres eran su antítesis. Lara y Jazmín parecían gemelas. Unacon el pelo corto, la otra con el pelo largo. Eran estudiantes dePsicología. Cantaban en voz alta, se reían mucho y contabananécdotas de sus compañeros de facultad.

–Salí con Marcos –dijo Lara.–¿Y cómo te fue?–Tomamos mucho. No me acuerdo –se rió–. Mirá lo que me

quedó.Se levantó la pollera y mostró un moretón en el muslo izquier-

do. Hernán se recostó sobre el sofá. En una mano sostenía la dePaula.

–A ver –dijo.Y le acarició la pierna a Lara, que le golpeó la mano.–¡Degenerado!–Estoy deprimido –se disculpó Hernán.Alguien encendió la música. Las cuatro empezaron a discutir

acerca de un chico que conocían en común. Yo pensé que no separecían a mis ex compañeras de colegio en Ballester, que se jun-taban a hablar sobre el trabajo y el último disco de Luis Miguel.Pero tampoco me la imaginaba a Vero entre ellas, con su idealis-mo caprichoso y trasnochado. Había una levedad en el aire queme parecía seductora de por sí, como una película de Almodóvardonde, sin serlo, yo era el personaje gay.

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–¿Cuál era la que me querías presentar? –le pregunté en vozbaja a Hernán.

Señaló a las cuatro.–Ahí las tenés.–¿Pero vos no…?Me quedé mudo, sin saber cómo terminar la pregunta. Él son-

rió. Una sonrisa melancólica, de alguien que entiende pero ya es-tá del otro lado.

–La que quieras –dijo–. Van a elegir ellas, al final.Paula se volcó un poco de daikiri sobre el pecho. El líquido le

chorreaba desde la comisura de los labios hasta los pies. El flore-ro se estrelló contra el suelo.

–¡Qué boluda! –gritaron Lara y Jazmín a dúo. Se retorcían derisa sobre un sofá.

–Eric, ¿venís con nosotras? –dijo Paula tambaleando– Vamosa Ananá.

Abajo, en la vereda, se dedicó a la organización:–Ustedes vayan en taxi –les dijo a sus amigas–, Eric y yo en el

auto de Hernán.Hernán me llamó aparte.–Andá vos con ellas –dijo–. Yo tengo que pasar por otro lado

antes.–Pero...Se perdió en la neblina sin dejarme terminar.Al final conseguimos un taxi que nos llevase a los cinco. Lara

y Jazmín viajaban adelante. Yo me senté atrás, con Mechi de unlado y Paula del otro. El tachero, un pibe de pelo largo y anillosen los dedos de la mano, se rió.

–¿Adónde las llevamos, flaco?Y encendió la radio. Paula le dio la dirección de Ananá. El ta-

xi se transformó en una fiesta rodante.–Señor –dijo Jazmín–, ¿para qué sirven esas pelotitas de ma-

dera?Señalaba el asiento del conductor.–Son bolitas masajeadoras –respondió el tachero en tono di-

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dáctico, como si estuviera hablando con un chico de cinco años–.¿Sabés lo que son las bolitas masajeadoras?

Se rieron los dos.–¿Y Hernán? –preguntó Mechi–. ¿Dónde está?Le dije que no sabía.–Nos espera en Ananá.Paula suspiró con fastidio.–Me parece que Fito también va –dijo.–¿Quién es Fito? –pregunté.–Mi novio –dijo.–Ah, ¿tenés novio?Se hizo un breve silencio en el taxi. Después, las cuatro rom-

pieron a reír. Lara se dio vuelta y me agarró una mano.–Vos no te preocupes –dijo en tono consolador. –¡Callate yegua! –gritó Paula–. Que va a pensar cualquiera...Era el momento de decir algo.–Yo no pienso nada –dije.Y me arrepentí de no haber tomado más alcohol.El tachero manejaba por calles oscuras, laterales.–¿Adónde nos estás llevando? –preguntó Jazmín.Me dio la impresión de que alargaba el camino a propósito.–En cinco minutos estamos allá.–Me da miedo –dijo.El tachero sonrió. Jazmín miraba hacia adelante.–No puedo confiar en alguien con un asiento de bolitas masa-

jeadoras –dijo.–Es cómodo. Si querés, te dejo probar.Paula me susurró al oído:–Es una trola.Por un segundo nos quedamos frente a frente, con los labios

tan cerca que casi se podían tocar.El taxi estacionó en frente del boliche. Paula bajó en seguida.

Yo amagué con sacar la billetera.–Dejen chicos –dijo Jazmín–. Yo pago. Ustedes vayan ba-

jando.

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Nos quedamos un rato en la vereda. Lara cerró la puerta. Des-de afuera vimos cómo conversaba con el tachero. Se rieron una odos veces. Después el auto arrancó y se perdió en la noche.

–Era obvio –dijo Paula.–Un tachero... –dijo Lara.–¿Entramos? –dijo Paula.Estaba más sobria que cuando salimos de su casa. Le dije que

sí. De repente, nos dejaron de importar las otras dos.–Hola mi amor –dijo alguien atrás.Me di vuelta enseguida. Era flaco, casi escuálido, con el pelo lar-

go y una remera de Lennon. En la cintura se adivinaba una riñone-ra abultada. Adiviné quién era antes de que me lo presentaran.

–Fito –dijo Paula–. Mi vida... ¡qué sorpresa verte acá!

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–Es un amigo –nos presentó Paula con fastidio apenas disimu-lado–. Fito, Eric, Eric, Fito.

Nos pusimos en la cola para entrar al boliche. Hernán no apa-recía por ninguna parte.

–¿Pasás vos con la riñonera? –dijo Fito–. Tengo una petacaadentro, y a ustedes no las revisan tanto.

Paula suspiró.–Dame.Alargó la correa de la riñonera –Fito era muy flaco y más pe-

tiso que ella– y se la ató a la cintura. Yo me puse a conversar conMechi y Lara, mientras Fito intentaba besar a Paula en los labios.Ella lo apartó de un manotazo.

–¿Y a éste de dónde lo sacaron? –preguntó él en voz no muybaja, señalándome.

–Es un amigo de Hernán. Y no es ningún boludo.–Yo no dije que lo fuera.–Sí dijiste.–No.La cola avanzaba. Dos enormes patovicas custodiaban la entra-

da. Primero pasaron Mechi y Lara. A mí me miraron de arribaabajo, me palparon y me dejaron pasar. Paula se unió a nosotrosen la boletería. Entonces se armó un pequeño tumulto en la en-trada.

Desde afuera, se escuchó la voz de Fito:–¿Qué tiene de malo? –dijo–. ¡Mi novia está adentro! ¿Por qué

no puedo pasar?No era la primera vez que me tocaba estar en esa situación. Al-

guna vez, también, del lado de Fito, cuando el patovica de lapuerta decidía que la ropa o la cara no eran adecuadas para el lu-

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gar, o directamente no tenía ganas de dejar pasar a alguien porqueno le caía bien. En esos casos, si uno del grupo no podía entrar,los demás salíamos, discutíamos un rato y terminábamos yendo aotra parte. Fito no me caía bien, y para colmo no había señales deHernán, pero de todas maneras estaba dispuesto a hacerlo.

–¡Paula! –gritó del otro lado de la puerta.Ella pagó su entrada. Mechi y Lara ya habían entrado. Dudó

un instante antes de guardar la plata en la billetera.–Vamos –dijo.Yo me quedé mirándola.–¿Estás segura?Hizo un chasquido con la lengua.–En dos días se le pasa –dijo.Me agarró de la mano y entramos en la discoteca. Una vez

adentro, antes de ir al baño, me alcanzó la riñonera.–Fijate si tiene porro.La abrí bajo la luz que proyectaba la bola de espejos. Adentro

había dos preservativos, una petaca de Bolskaya de banana, un pa-quete de Parisiennes con una foto carnet de Paula debajo del ny-lon, encendedor, papel para armar y un poco de marihuana en-vuelta en papel de aluminio.

–Genial –dijo Paula y me pidió la petaca–. Guardá lo otro,que es para después.

Cómo me voy a olvidarDe aquel encuentroDe esa salida

Bailamos un rato en el centro de la pista. Lara conversaba conun tipo contra una de las columnas de atrás. Mechi, a unos me-tros, consultaba la hora y miraba insistentemente la puerta de en-trada. Tenía un vestido negro que le llegaba hasta las rodillas, ajus-tado al cuerpo. Cada tanto alguno se le acercaba a hablar y ella ne-gaba con la cabeza sin decir nada. Había visto la misma situaciónmuchas veces en otras partes: una chica sola, ajena a la música,

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miraba la nada, espantaba a las moscas que daban vueltas de acápara allá. La diferencia era que esta vez sabía –creía saber– a quiénesperaba. Y me daba lástima por ella, pero también por él.

–¿En qué pensás? –preguntó Paula.–Nada –dije–. Me preocupa Hernán.Pedimos un whiscola y un destornillador. Después encontra-

mos un sillón libre donde entramos, muy apretados, los dos.–Es incómodo –dijo Paula. La lengua se le enredaba al ha-

blar–. Esperá.Se sentó encima de mis rodillas.–¿Así está bien? –preguntó.–Sí –dije.Pensé que el lugar estaba lleno de gente.–Si esto se prende fuego, nos morimos todos –comenté.Paula me besó. Tenía sabor a frutilla, tabaco y alcohol. No sé

cuánto tiempo pasó. Se movía encima mío como una actriz enplena función. Alguna gente se reía alrededor. Al rato, un patovi-ca me tocó el hombro.

–Flaco –dijo–. Pará la mano.Nos separamos de inmediato.–¿Vamos a otro lado? –dijo Paula.Me acordé del telo que había visto a dos cuadras, cuando ve-

níamos en taxi.–Vamos –contesté.Con mi suerte imaginé que nos íbamos a encontrar con Fito a

la salida.

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–Fito es el amor de mi vida –dijo Paula mientras esperábamosturno en el telo–. Lo que pasa es que nos conocimos demasiadopronto.

–Claro –dije.–No podés desperdiciar tu juventud.–No, seguro.Estábamos sentados en un banco al costado de la ventanilla

del conserje. Paula me agarró de un brazo para no caerse a un cos-tado. Nos habían dicho “quince minutos, a lo sumo”. Pero ya ha-bía pasado media hora y no había novedad.

La puerta se abrió. Esperé la figura de Vero de la mano conalguien, pero era una pareja de ricoteros. Se sentaron en un ban-co en frente del nuestro, luego de consultar con el conserje en laventanilla. Nos miramos los cuatro con una inconfesable compli-cidad. Después nos ignoramos a conciencia. Cinco minutos des-pués bajó una pareja, entregó las llaves y se fue. El conserje mellamó.

–La única libre es la suite Emperador.Conté la plata que llevaba en la billetera. No me alcanzaba. No

me hagas esto, pensé como si hablara con Dios. Entonces me acor-dé de la extensión de la tarjeta de mi vieja. Nunca la había usadohasta entonces. Ni siquiera en Europa. Todavía recordaba el mo-mento solemne en que mi vieja la depositó en mis manos. “Es só-lo para emergencias”, había dicho esa vez. Así que la usé mientraspensaba en cómo hacerle creer, cuando llegara el resumen de cuen-ta, que La fusta era una sala de primeros auxilios o un hospital.

La habitación era enorme. Lo primero que vimos fue un com-plejo aparato, mezcla de silla e instrumento de tortura medieval.Había espejos en las paredes y en el techo.

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–¿Y a Fito cuándo lo conociste? –pregunté mientras me saca-ba las medias.

Paula hizo memoria.–En el noventa y dos, noventa y tres... –dijo.Se quitó una bota, después la otra, y se tiró panza arriba sobre

la cama.–Qué pedo tengo, Dios...Suspiró.–Se nota que se quieren mucho –dije sin ironía.Me sorprendía la convicción con que Paula, un rato atrás, ha-

bía hablado de su amor por él.–Sí –dijo–. Es algo especial.Nos besamos un rato.–¿Pongo música? –dije.Lo único escuchable era un tema de Richard Marx.–Paso al baño.Caminó hasta el baño apoyando la mano contra los espejos de

la pared. La imaginé desnuda. Después pensé que estaba derro-chando energía. Sólo tenía que esperar. Me pregunté qué hubierahecho Hernán en ese momento. Irrumpir en el baño no parecíauna buena opción. Como había pagado con tarjeta me quedabanunos pesos en la billetera. Pedí una botella de champagne a la re-cepción. Me la trajeron unos minutos después.

Tomamos dos o tres copas cada uno. Era difícil hablar.–Parece buen tipo –dije.–¿Quién?Y no recuerdo nada más.

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En esa época empecé la facultad. Filosofía, en la sede de Puán.El primer compañero que conocí se llamaba Pablo. Dejaba las fra-ses a medio terminar:

–El otro día leí un libro donde… –decía.O si no:–Creo que el problema de la izquierda es…Y se hundía en un silencio pensativo, como si se hubiera dado

cuenta de que la realidad era mucho más compleja que lo que ha-bía estado a punto de decir. Más adelante me enteré de que algu-nos opinaban que lo hacía para parecer más inteligente de lo queera. Yo no lo veía tan calculador, pero me aburría su silencio.Cualquier conversación corría el riesgo de extinguirse de repente.Además sabía muy poco de él: dónde vivía, por qué estudiaba, sile gustaban las mujeres, los Simpsons, el grunge o el cine gore. Lainformación más importante siempre venía en la segunda parte dela oración. Nos habíamos anotado en las mismas materias: Lógi-ca y Filosofía Antigua. Secretamente, yo anhelaba conocer a al-guien más –una compañera, por qué no– para sacármelo de enci-ma. Después de una semana podían distinguirse, a simple vista,tres clases diferentes de personas: los solitarios, que no hablabancon nadie, los que iban a todos lados en pareja, como Pablo y yo,y los que se aglutinaban en grupos grandes y vociferantes, comosi se conocieran de toda la vida.

Y en el primer teórico, también lo conocí a Mariano.Tenía un par de años más que la mayoría de los ingresantes. Reme-ra de arquero, anteojos culo de botella y el pelo en torbellino ha-cia arriba, como un Astroboy de Liniers. Se reía a carcajadas en losmomentos más inoportunos, sin ningún motivo en particular. Al-gunos –como yo– iban con camisas deshechas, otros optaban por

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la remera holgada o la campera de jean. Los estudiantes más avan-zados que nosotros se distinguían por su aire más pensativo, me-nos gregario, y por las poleras de lana. Al menos en algo, Pablo seles parecía bastante: hablaban como si las palabras fueran un cris-tal que podía romperse por cualquier exceso de verborragia.

Todo lo contrario de Mariano.El teórico de Filosofía Antigua se dictaba en el aula más gran-

de de la facultad. El tema de la clase era la transmisión de la filo-sofía griega antigua hasta nuestros días.

Mariano levantó la mano.–Usted mencionó El nombre de la rosa –le dijo a la profesora–.

¿Qué le gustó más: la película o el libro?Un rumor se extendió entre los presentes. Alguno se rió. La

profesora se tomó unos segundos para responder.–El libro, por supuesto –dijo al final.Dos o tres más se rieron. Después, como si nada hubiera pa-

sado, la clase siguió su curso habitual.Esta misma tarde, mientras Pablo y yo tomábamos un café en

el bar de enfrente, entró Mariano. Se dirigió hasta una mesa al la-do de nosotros. Recio, impasible, pidió un vaso de leche tibia, co-mo el protagonista de un western imposible, mientras la gente–nosotros mismos– hablaban de él alrededor.

–¿… del teórico de Antigua? –dijo alguno en voz apenas baja.–... el boludo que preguntó...–... la remera...Mariano apuró el vaso de un trago. Se limpió los labios con el

antebrazo.–Bueno, ¿qué pasa? –dijo en voz alta.Por unos segundos, la gente hizo de cuenta que no pasaba na-

da. Fue un brevísimo período de gracia. Si se callaba la boca, pe-día la cuenta y se iba, no lo señalarían con el dedo. Seguirían ha-blando de él, pero en privado. Como un secreto culposo. Si sequedaba, si volvía a hablar, su fama de loco quedaría establecidapara siempre. Y Mariano lo sabía mejor que nadie.

–¿Qué pasa? –insistió, casi gritando.

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Ahora sí, los integrantes de las mesas empezaron a quedarse ensilencio. Primero los que estaban más cerca, como Pablo y yo.Después, al cabo de uno o dos minutos, todo el bar se había ca-llado.

–Mozo –dijo Mariano.El mozo no se acercó.–¡Mozo! –gritó otra vez.El mozo dio unos pasos adelante. Mariano le alcanzó el vaso.–Otra, por favor.El ambiente seguía tenso. Nadie salió. Dos o tres personas en-

traron al bar y se quedaron paradas en la puerta, sin entender loque pasaba. Mariano miraba hacia abajo, evitando las miradas delos demás.

–¿Qué miran? –preguntó Mariano en voz muy baja. Levantóla vista, miró alrededor y la clavó sobre Pablo.

–Vos –dijo–. ¿Por qué me mirás?Pablo tartamudeó.–Nada –dijo–. Lo que pasa es que…Y se hundió otra vez en el silencio.–¿Qué? ¿Qué pasa? –insistió Mariano–. Pregunté una boludez.

¿Es eso?Pablo acarició el lomo del libro que había sobre la mesa. To-

dos los ojos del bar estaban puestos sobre él, y lo sabía. Se secó latranspiración de la frente.

–Es que...Se quedó mirando. Los ojos de Mariano flameaban. Estaba lo-

co. Como todos, había llegado a la facultad buscando un lugar.Pero se lo veía desencajado, un paso afuera de la realidad. Comoyo mismo, como todos, pero de una manera mucho más radical.Pablo tragó saliva. Por fin –pensé– iba a saber qué le pasaba porla cabeza cuando no hablaba.

–Nada –dijo al final–, no pasa nada.Y se calló.Esa fue mi primera semana en la facultad. El sábado, Diego

me contó que se quería casar.

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El casamiento se hizo en el jardín de un tío de Diego, en el no-veno mes de embarazo de Sonia. Tenían fecha para una semanadespués, pero todos en algún momento nos preguntamos qué pa-saba si nacía esa noche. A nadie le hubiera extrañado, ni siquieraun poco, que Sonia aflojara con la tarantela, lo mirase a Diegocon espanto y le dijera: “Creo que rompí bolsa”. La fiesta, surgi-da del apuro, sin la típica parafernalia de los casamientos –máspor necesidad que por deseo–, se transformó en la más comenta-da por el barrio en mucho tiempo.

Diego había venido con la noticia unas semanas antes:–Me caso.Hasta ese momento ni siquiera se me había ocurrido la posi-

bilidad. Pero tampoco caía en la idea que Diego iba a ser padre,aunque ya era inminente. Tenía, sí, el concepto, pero era algo unpoco abstracto, como el otoño o la convertibilidad. Podía ver susefectos: las hojas secas, la plata. La panza de Sonia, que crecía y seacomodaba despacio hacia abajo. Lo que no veía era el significa-do, las razones de lo que pasaba.

–¿Estás seguro? –pregunté.Diego se mordió los labios.–¿Qué diferencia habría? –preguntó.Me contó que desde la semana anterior estaban viviendo jun-

tos, en el dormitorio de Sonia, que era grande y tenía una relati-va independencia con respecto al resto de la casa, donde vivían loshermanos y los padres de ella. La relación había tenido sus idas ysus vueltas. Cuando volvió de Europa, Diego le prometió que nose iba a ir más a ninguna parte. Ella le dijo que eso no era sufi-ciente.

Me la imagino sentada en la cama, tocándose la panza.

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–¿Vos sos consciente que vas a tener un hijo? –preguntó.Le dijo que sí. Después me confesó que recién en ese momen-

to, cuando ella pronunció la palabra “hijo”, con el tono que po-nía cuando hablaba de algún tema serio, se dio cuenta. “¿Y ahoraqué hago?”, pensó. La desaparición de Hernán lo ayudó a no pen-sar por uno o dos días, pero la idea volvía de vez en cuando: “Pa-dre”. No tenía sentido. Y no por Sonia. Si había una persona enel mundo con la que Diego hubiera querido tener hijos en esemomento, era ella. Con sus peleas, y su risa, y su costado oscuroque lo desconcertaba de vez en cuando. Pero entonces pensaba:“Voy a tener un hijo con ella en este momento”. Y las piernas sele aflojaban. Justo ahora, que estaba por nacer.

La noche anterior al civil nos quedamos despiertos hasta tar-de, tomando cerveza, como hacíamos desde algunos años atrás, enel jardín de Hernán. Aunque era la primera de la que formábamosparte, habíamos escuchado muchas anécdotas sobre despedidas desolteros. Las ideas se multiplicaron en nuestras cabezas antes de iral encuentro: Diego desnudo, atado a una estatua, o con algúndisfraz. Pero esa misma tarde me llamó para cancelar. Lloraba.

–Estoy cagado –dijo.Lo convencí de que fuera a lo de Hernán, con la condición de

no invitar a nadie más. La noche estaba fresca. A la segunda o ter-cera botella Diego empezó a hablar de sus viejos. No lo hacía muyseguido. Me di cuenta en ese momento, cuando las palabras em-pezaron a salir, extrañas, de su boca.

–No sé por qué se casaron –dijo–. Si se llevan mal.Hernán y yo nos miramos.–Podrían estar separados tranquilamente. Sería todo igual.Silencio.–¿Y los tuyos? –me preguntó– ¿Por qué se casaron?Yo mismo me lo había preguntado muchas veces antes.–Quién sabe –dije.Me acordé de mi vieja llorando cuando enviudó.Los viejos de Hernán estaban separados.–Fue un error –dijo–. Se equivocaron.

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Y se quedó callado.–¿Te agarró miedo? –pregunté–. ¿Qué pasa?Tardó en responder.–No sé –dijo al final.–¿Es por el bebé? –dijo Hernán–. No hace falta que te cases, si

es por eso.Diego lo fulminó con la mirada. Pero Hernán hablaba por ex-

periencia, y se notaba.–¿Estás seguro? –insistí.No sé por qué hablaba yo.–Nunca estoy seguro –dijo Diego–. De nada.Eso sí lo podíamos entender. En el fondo, nadie estaba seguro

de nada. Pensé que era una de las últimas veces que nos juntába-mos en ese jardín. Diego se casaba, Hernán se estaba a punto demudar.

Parecían borrosos los helechos, hundidos en la neblina de lamadrugada.

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La primera imagen que tengo de la fiesta es el tío abuelo deDiego, con tiradores, camisa y pantalón blanco, sentado a la me-sa sin hablar. Bastaba que alguien le dirigiera la palabra para quesoltara una catarata de anécdotas sin fin. Yo lo conocía desde queéramos chicos. Sus historias no habían variado desde entonces.Todas transcurrían en épocas de la Segunda Guerra Mundial.Con Diego, años atrás, nos reíamos al pensar en lo mucho que separecía al abuelo de los Simpsons. Después, hasta el casamiento,me fui olvidando de él. Ahora lo notaba más estático, desmejora-do, como una momia de lo que fue. Lo saludé como si fuéramosparientes, pero no se acordaba de mí.

La noche estaba despejada. Cualquier lluvia hubiera arruinadotodo. Las mesas estaban ubicadas en el centro del jardín, que te-nía una pileta con velas flotantes, antorchas espantabichos y alcostado, contra la medianera, las parrillas con el asado. El asadorera el hijo de un vecino de Diego, que a veces jugaba al fútbol connosotros. Se llamaba Cristian. El acné le llegaba hasta el cuello yno había señales de que estuviera retirándose. Lo saludé con lamano.

–Miralo vos al boludo, ¿eh? –dijo señalando a Diego, que en-traba al jardín con Sonia del brazo.

La ceremonia en el Civil había sido al mediodía, en San Mar-tín. Hernán y yo fuimos los testigos de su parte. Diego parecía de-sorientado, perdido entre las hombreras del saco. Miraba a loscostados, saludando parientes como si no los reconociera del to-do. Sonia estaba radiante. Hasta el momento yo había tenido po-ca relación con ella. Nos veíamos de vez en cuando, con muchagente de por medio. Tanto a Hernán como a mí nos resultabasimpática pero un poco celosa de Diego, que desde su aparición

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–y especialmente desde la vuelta de Europa– hablaba menos connosotros, como si una parte de su vida nos hubiera dejado de per-tenecer. Pero en ese momento, cuando la jueza les dio la bienve-nida, y ella sonrió y casi lloraba, sentada en la silla y con la manosobre la panza, me pareció que estaba todo bien.

La jueza les preguntó dónde se habían conocido y cuándo te-nían fecha para el parto –“la semana que viene”, contestó Soniamientras Diego balbuceaba. Hernán y yo lo mirábamos con aten-ción. Tenía la vista fija en sus zapatos. Movía los pies. El tembloraumentó cuando la jueza les leyó sus derechos y obligaciones.Después pareció calmarse un poco. Hernán y yo dijimos unas pa-labras. Sonaron escuetas al lado de lo que dijeron las amigas deSonia. Diego la ayudó a levantarse cuando tuvo que firmar. En lafila de atrás las dos madres suspiraron de ternura. Eso le dio áni-mos. De repente, era otro. Se paró derecho y contestó las últimaspreguntas de la jueza con más soltura y seguridad. Al final de laceremonia se besaron como en el cine. Se los veía felices cuandola gente se acercó a saludar.

–¡Viva los novios! –gritó una vieja atrás.El jardín era grande. Los invitados no llegaban a cincuenta,

pero circulaban con comodidad. Hernán y yo escuchábamos losdiálogos a un costado, tomando Fernet, como lo hubiera hechoDiego en nuestro lugar.

–… muy agradable la jueza…–… ella está divina…–… lástima que no hay salón…Diego se acercó a nosotros después del vals.–¿Cómo están? –preguntó.–Bien –dije.–¿Y vos? –preguntó Hernán.–Contento –dijo y sonrió.Hernán le puso una mano en el hombro.–Me alegro –dijo–. De verdad.Marta, la madre de Diego, se acercó hasta nosotros.–¿Y ustedes, chicos? –dijo exultante– ¿Para cuándo?

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–Nosotros no tenemos tanta suerte –dijo Hernán, que era elpreferido de las madres.

–Más adelante –dije–. No se sabe.Pensé que estaba un poco loca. Que todos lo estábamos, en

parte. Pero al fin y al cabo, Diego y Sonia no eran los primeros nilos últimos que se casaban a los diecinueve años, con un bebé encamino, sin la menor idea de cómo iban a subsistir. Había pasa-do en todas las épocas. La seguridad económica llegaba con eltiempo. Siempre había sido así. ¿Por qué ahora, en los noventa, noiba a ser igual? La pregunta habitaba hasta los labios más conser-vadores de las dos familias, que ya habían pasado la etapa del es-cepticismo, habían tomado alcohol y –exceptuando algunos ca-sos, que siempre los hay– les deseaban lo mejor.

Un tumulto se armó en el otro extremo del jardín.–¿Qué pasa? –preguntó.Diego se encogió de hombros, sin curiosidad.–Andá a saber.Marta volvió corriendo hasta nosotros.–¡Rompió bolsa! –dijo.Y lo arrancó a Diego del brazo.Partieron a la clínica en varios autos. Hernán y yo nos queda-

mos. La carne seguía en la parrilla, a punto. Cristian nos ofreció dos

choripanes. Después nos contó un partido de fútbol en el queDiego había participado.

Mientras hablaba, se rascaba la cara.

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–Es como tener una secuela –dijo Diego.Yo lo miré a Lucas, que pateaba suave en la cuna, siempre a

punto de dormirse y no. La madre de Diego decía que se parecíaa él. La madre de Sonia opinaba que no. Lo miré a Diego otra vez.

–La secuela –dije–, es mejor que la original.Él se rió.–Batman Returns –dijo.Lo imaginé vestido de Batman, como el gordo Casero, con el

bebé en brazos.Un reloj de péndulo, en el piso de abajo, dio las cinco. El dor-

mitorio de Sonia parecía una tienda de campaña: sonajeros, li-bros, pañales, un microondas, ropa de ella, de Diego y de Lucaspor todas partes y colgando de una pared, un poster viejo y raídode los New Kids on The Block, con uno más chico de Type O Ne-gative pegado encima. Había olor a bebé y a humedad. Sonia ha-bía salido a tomar algo con unas amigas. Cada quince minutos,llamaba por teléfono para ver cómo seguían las cosas. Diego laatendía siempre con la misma paciencia. “Está bien”, decía.“Duerme tranquilo”. O: “recién eructó”.

–¿Hablaste con Hernán? –me preguntó después.Le dije que no. Lo había llamado a la casa para avisarle que iba

a lo de Diego, pero no lo encontré.–¿Vos lo viste? –pregunté.–Me llamó a la clínica... y después no supe más nada.

Habían pasado casi dos meses desde entonces. Lucas empezó allorar.

–Perdido no está, seguro –dije–. La vieja me contó que fue ala facultad.

–¿Vos creés que se enojó por algo? –dijo Diego.

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De una heladerita –esas que se llevan a la playa– sacó una bo-tella de vidrio con leche y vació una parte del contenido en la ma-madera, que tenía un sticker con el escudo de Superman.

–No sé –dije–. ¿Por qué se va a enojar?Metió la mamadera unos segundos en el microondas.–Andá a saber...El timbre sonó unos minutos después. Era Hernán. Se lo veía

un poco tenso.–Ahí lo tenés a tu sobrino –dije.Lo miró desde lejos, cuando Diego lo alzaba, con un rictus en

los labios, a mitad de camino entre la sonrisa y el espanto.–¿Querés darle la mema? –preguntó Diego.Hernán retrocedió unos pasos. Lo miraba a Diego como a un

animal raro. Diego le alcanzó a Lucas, que berreaba un poco. Éllo tomó entre los brazos con cierta distancia. Le dio la mamaderaapretándola como un pomo de carnaval.

Lucas ahogó un grito. La leche le embadurnó la cara.–Tomá –le dijo a Diego devolviéndole a Lucas–. Dale vos,

mejor.–Conocí a una mina –dije–. De la facultad. Es maestra jardi-

nera –dije–. Se llama Angie. Estudia Ciencias de la Educación.–¿Y te gusta? –preguntó Diego.–Mucho.–Me alegro por vos –dijo con la mamadera en la mano.Su cara irradiaba paz. Todo lo contrario de Hernán.–¿Te dio bola? –preguntó.–Sí –dije–. Bueno, más o menos. Me invitó a una fiesta en su

casa. Mañana a la noche.–Vamos –dijo Diego.Lucas eructó. Hernán y yo lo miramos.–Lo puede cuidar Sonia –dijo.

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Mantelitos bordados, fotos familiares y retratos de caballos ofruteras con manzanas, duraznos y bananas adentro. Todo muylimpio y ordenado. La casa de Angie, en frente de la quinta pre-sidencial, parecía ajena a la intensa vida nocturna que ahí se desa-rrollaba. En plena madrugada, con mucho silencio y viento a fa-vor, se escuchaba el sonido de una pelota rebotando contra un pi-so de cemento. Los vecinos decían que era Menem, desvelado, ju-gando al básquet con algún asesor. También se contaban historiasacerca de camiones cargados de vedettes que entraban y salían dela quinta y las personalidades que, noche a noche, transitaban laneblina con anteojos de sol: empresarios, modelos, sindicalistas,conductores de televisión. Una vez vi un programa donde habíanhecho un informe especial sobre el tema. Ponían música misterio-sa, un periodista con sobretodo negro, títulos enormes que decían“la seducción del poder” y después no contaban nada.

Llegamos temprano. Nos recibió la hermana menor de Angie,que se quedó conversando con Hernán. Diego y yo fuimos direc-to al jardín, donde la fiesta iba a tener lugar. El pasto parecía unaalfombra verde y al fondo, en el quincho, alguna gente bailaba.Angie nos vino a saludar. Tenía una pollera hindú.

–Linda fiesta –dije.–Aproveché que mis viejos se fueron de viaje.–¿Cuándo vuelven? –pregunté.–La semana que viene –dijo–. ¿Por?Miré a mi alrededor. Había unas veinte o treinta personas, pe-

ro seguía llegando gente. Todos tenían un vaso en la mano.–Para ordenar tenés tiempo –dije–. Menos mal. Te va a que-

dar flor de quilombo acá.La sonrisa se le congeló en el aire.–No es para tanto –dijo Diego.

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–Por mi viejo no hay problema –dijo ella–. La hinchapelotases mi vieja, pero todo bien.

Un gordito muy perfumado, con camisa de Armani, entró ges-ticulando por la puerta.

–¡Laurita! –gritó–. ¡Yegua! ¿Cómo estás?Se abrazaron efusivamente. El gordito nos miró.–¿Y estos dos churros? –dijo–. ¿Quiénes son?Angie nos presentó. El gordo se llamaba Nacho. Nos abrazó a

nosotros también. Después se acomodó la bragueta. Angie se rió.–¿Qué hacés? –dijo.–Vengo de coger.Contó que había estado en una orgía.–Había de todo –dijo con entusiasmo–. Jueces, diplomáticos,

no sabés... Me fui más temprano porque venía para acá…–Te hubieras quedado –dijo Angie.Nacho la ignoró.–¿Cuándo vas a dejar que te haga la cola? –dijo mirándole la

espalda–. Guacha, venís cada vez mejor.Angie se ruborizó.–No le den bola... –nos dijo a Diego y a mí.Diego se fue a un costado. Yo me miré los pies.–¿Qué pasa? –dijo Nacho–. ¿No cogieron todavía?Nos señalaba a Angie y a mí.–Basta, te lo pido por favor... –murmuró ella.–¿Qué tiene de malo? –dijo él–. Es algo natural.Me encogí de hombros.Nacho me apoyó la mano sobre la espalda y la dejó ahí un rato.–¿La tenés grande? –preguntó.Yo tragué saliva.–Más o menos –dije.El gordo hizo un gesto pensativo.–Bueno... –dijo–. “Más o menos” es mejor que nada.Nos dio una palmada en los hombros a los dos y se fue a to-

mar algo.–¿Te puso incómodo Nacho?

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–Más o menos –dije.Ella se rió.–Yo lo re quiero –dijo–. Pero es muy especial.–Claro.–No, en serio –dijo–, imaginate. Yo vengo de una familia don-

de mi viejo opina que los milicos hicieron todo bien, que Menemes lo mejor que pudo haberle pasado al país, que a los putos hayque matarlos a todos... Y mi vieja le dice que sí a todo. Desde losquince, dieciséis años, lo escucho a Nacho que me cuenta cual-quier cosa: que se acuesta con un cura, con un milico, que hacenfiestas... A mí me abrió la cabeza.

–No, seguro –asentí.–Pero el problema fue que hasta hace un tiempo, yo ya no sa-

bía ni dónde estaba parada.Encendió un cigarrillo.–Ahora estoy más tranquila –dijo.Me soltó el humo en la cara.–Se nota.Ella se rió.–Vos siempre decís la verdad, ¿no?–Bueno, no siempre... –dije, por las dudas.–¿Es una estrategia?–Sí.Nos quedamos en silencio.–Al final, no soy tan distinta de mi vieja –dijo–. A veces me da

miedo pensarlo. La facultad, Nacho, todo eso me abrió la cabeza.Pero el resto es igual.

Miré el jardín. En el fondo, a través de los barrotes del lavade-ro, ladraba un perro. Al lado, medio escondido entre las cortinasde lona, había un tender con ropa colgando. Una parrilla, el quin-cho, una Venus de Milo de yeso, en medio de una fuente, con elagua que brotaba alrededor. Angie fumaba con una calma impre-cisa, como si estuviera disimulando algo. Eso, en el fondo, megustaba.

–Lo que me gustaba de Tomás –dijo Angie–, es que me cuida-

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ba. Estaba todo el tiempo pendiente de mí. Era el preferido de miviejo. Se volvía insoportable a veces. Pero me hacía bien. Era loque necesitaba entonces.

–¿Cuántos años tenías? –pregunté.Ella lo pensó.–Quince –dijo–. Dieciséis. No sé. Salimos un año. Después

nos peleamos. Entonces lo conocí a Germán. Tocaba el bajo enuna banda. Hacían recitales en el patio de un colegio en Martí-nez. Todas las minas estaban atrás de él. Yo pensé que nunca meiba a dar bola.

–¿Por qué pensaste eso?–No sé… Era insegura, qué sé yo. Salimos poco igual. Yo era

una boluda. Me metía los cuernos con todo el mundo. Cuando lodejé, se puso a llorar. Casi vuelvo con él otra vez.

Se quedó pensativa.–A Martín lo traté como el culo. No se lo merecía. Lo que me

molestaba era que siempre hubiera algo más importante que yo.Mi viejo lo odiaba, a mamá le caía bien. Íbamos mucho al cine,al teatro... yo empecé a escribir con él.

–¿Y cómo terminaron?–Conocí a Darío, un boludo del CBC, y lo dejé. Después me

arrepentí. Pero en realidad ya no quería estar más con él. Fue bue-no mientras duró.

Hablaba y se quedaba callada, como si las imágenes aparecie-ran en su memoria de repente y tuvieran sentido por esa milési-ma de segundo, antes de disolverse otra vez. Mencionó a uno odos más. Pensé que de algunos no hablaba porque ni siquiera te-nían nombre para figurar en una lista. Me pregunté si yo podíahablar de la misma manera acerca de mí. Todo en mi vida resul-taba más confuso, accidentado. Personas, nombres, cosas. Todomezclado. Había llegado a los tropezones hasta Angie. Y ahoraquería formar parte de su lista.

Quise besarla. –Seamos amigos –dijo.

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En vacaciones de invierno mi rutina consistía en dormir hastatarde, revisar los clasificados del diario (“no hay un carajo”), miraralguna película y después salir o volver a dormir hasta el día si-guiente. Las visitas a Diego me aburrían. Terminábamos en frentedel televisor, con Lucas dormido en el medio, mirando algún vi-deo de Birdman o el Fantasma del Espacio porque Diego opinabaque eran ideales para esa edad. De Hernán no se sabía mucho, ex-cepto que tenía nuevos amigos que se vestían con camiseta blancamuy pegada al cuerpo, y que organizaban fiestas electrónicas a lasque a mí no me interesaba ir. Igual tampoco me invitaban. Yo eraun marginal en todas partes, incluso en la facultad. La posibilidadde cruzarme de vuelta con Angie me hacía estremecer.

–Idiota –me decía, golpeándome la frente, mientras iba por lacalle o elegía una película en el videoclub–. Pelotudo. Infeliz.

–¿Te pasa algo? –me preguntaba mi vieja.Como estudiaba filosofía, todas mis preocupaciones derivaban

en una angustia existencial profunda. Yo no estaba hecho para lasveleidades de este mundo. Era un ermitaño, un ente espiritual. Laposibilidad de recluirme en un monasterio me resultó atractivaotra vez. En particular, lo que me atormentaba era que todo elmundo en la facultad se hubiera enterado de mi triste papel conAngie. Después pensé que igual iba a pasar desapercibido, porqueno me conocía nadie.

Sólo Mariano, que adoptó la costumbre de llamarme todas lastardes.

–Qué hacés, querido –preguntaba.Algunos días arrastraba las palabras más que de costumbre.

Una vez dijo que estaba medicado. Después me recitó un poemaque había escrito:

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–“Yo era inmortal/ Mi esperma ardiente/ Yo leía a Unamunoen la cancha de Huracán”.

–Está bueno –dije.–Boludo, las minas no me dan bola –se lamentó.Mariano era la suma de todos mis temores. Nadie encarnaba

como él al marginal, el desclasado, al que todos miraban de cos-tado, murmurando. Pero a diferencia de mí, él no se daba cuentade que la remera de arquero que usaba, los anteojos culo de bote-lla, el desenfreno creativo y la euforia sexual no disimulada podíanresultar difíciles de digerir en la facultad. Tanto en mi ropa comoen mi actitud, yo era un himno a la discreción. Eso me hizo pen-sar que hasta entre los marginales, yo era un marginal.

–¿Cuál fue la última con la que saliste? –pregunté.Me contó de una chica a la que había conocido a través de un

llamado en un programa de la FM Hit. –Vivía en Ezeiza –dijo–. Tenía un hijo de seis. Era hermosa,

boludo. Me la apreté en un andén.Me los imaginé contra una reja, con una panchería al lado. Al

fondo, un interminable paisaje suburbano.–¿Y qué pasó después?–La llamé diez veces. Nunca estaba y al final me sacó cagando.–Qué raro.–Las minas están locas, eso es lo que pasa. No se bancan que

uno sea un ser extraordinario. Necesitan a un pelotudo al lado, deesos que se peinan, se bañan todos los días, laburan en una ofici-na de mierda, como ratones, y levantan la mano en la facultad:“profesora esto, profesora lo otro”. Que se vayan a cagar.

Me reí.–Tenés razón –dije.–Salgamos, boludo. Vamos a bailar.–¿Para qué?–Para levantar minas –dijo–. Para qué va a ser. Hay un boliche

de salsa en Liniers...Al final quedamos en ir a La Negra. Nos encontramos en una

esquina de Callao y Santa Fe.

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–Vamos a Liniers, boludo –insistió Mariano.Yo ni sabía dónde era.–Queda en la loma del orto –dije–. Además, está bueno La

Negra.–¿Fuiste alguna vez?Le dije que sí. En realidad, había escuchado hablar del lugar

en la radio porque esa noche tocaba una banda que se llamabaCarne Para Cerdos (C.P.C.) y hacía música industrial como NineInch Nails (N.I.N.). Yo los había visto en el Headbangers Ball deMTV. A mí me parecía horrible la música industrial, pero comosonaba enfermiza y decadente pensé que a la larga me iba a termi-nar gustando, como me había pasado antes con la cerveza, elwhisky y algunas bandas de trash. Pero esos argumentos no hu-bieran convencido a Mariano.

–Yo voy siempre –dije–. Está bueno, vas a ver.–¡Yo COGÍ en Liniers! –gritó Mariano en medio de la calle–.

Por eso te digo, boludo. Vamos para allá.Yo me reí.–¿En serio? ¿Cuándo?–No sé, hace un montón. Con una mina que ni sabía cómo se

llamaba. Tenía un pedo para diez. Le pedí el teléfono, llamé al díasiguiente y era una casa de empanadas. ¿Te das cuenta cómo son?A las minas lo único que les interesa es el sexo, aunque digan locontrario. Se creen que el amor es verso. No lo sienten igual quenosotros. Es de la boca para afuera, nomás. Yo me tatué el culocon la cara de mi vieja, boludo, eso es amor.

–Llegamos –dije.Era temprano. Había cola en la puerta. Se veían remeras de

Nirvana, Ramones, Pantera, los Redondos, los Stones. Mariano suspiró.–Mirá la manga de pelotudos que hay acá.–¿Qué música escuchás en tu casa? –pregunté.–Tanturi, D´Arienzo, Troilo –dijo–. Toda la música que esté

hecha con sentimiento, me gusta. Lo otro es una boludez.Nos paramos al final de la cola. Un grupo de chicas conversa-

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ba en frente nuestro. Yo le pregunté a Mariano si se había anota-do en alguna materia el cuatrimestre siguiente. Él hizo un gestode desprecio.

–La facultad es una boludez. Es una verdulería la facultad. Lafacultad no es nada. Está llena de boludos. Lo que pasa es que re-luce tanto porque supuestamente un lugar de estudio estar tan lle-no de boludos, profesores, pibes, todo.... Es patético. No voy avolver.

–¿Nunca? –dije–. ¿Estás seguro?La cola avanzaba de a poco. Una de las chicas de adelante re-

trocedió unos pasos para escuchar mejor el discurso de Mariano.–El día que digan (si me lo dicen, no me importa que me lo

digan o no): “Mariano B., venga y enséñenos toda la sabiduríaque tiene adentro”, entonces voy. No como profesor. Como un ti-po que vivió y que puede transmitir lo que vivió. Nada más. Pe-ro estoy seguro de que no va a pasar. Lo que va a pasar va a ser losiguiente: yo voy a formar mi propia escuela y voy a enseñar yo yvoy a hacer lo que se me cante el culo. Eso va a pasar.

–Me parece bien –dije.La chica que nos escuchaba ahogó una risa. Me hacía acordar

a Angie, con su pollera hindú. Mariano la encaró:–¿Alguna vez te dijeron que tenés una belleza exótica? –pre-

guntó.–Gracias –murmuró ella.–No, gracias no –dijo Mariano algo molesto–. Te lo digo de

corazón.Ella lo miró con desconcierto.–Bueno... y yo te dije “gracias” –insistió.–¿Ves lo que te digo? –Mariano se dirigía a mí– No les impor-

ta nada.Un auto nos tocó bocina.–¡Taffarel! –gritaron desde adentro.Mariano se agarró la remera, a la altura del pecho.–¡Aguante! –gritó.Entramos al boliche cinco minutos después. En la pista gran-

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de pasaban un tema de los Piojos. En la más chica, arriba, empe-zó el recital de Carne para Cerdos.

–Me voy abajo –dijo Mariano a los dos minutos–. No me lobanco más.

Lo volví a encontrar abajo, media hora después.–Este lugar es una mierda, boludo, ya reboté diez veces. Va-

mos a Liniers.–Ya es tarde –dije.El DJ anunció un concurso de striptease. La gente se subía so-

bre la barra, bailaba al ritmo de la música y se sacaba hasta don-de se animase la ropa. El premio era un whiscola. Una chica se su-bió, bailó un rato y mostró el ombligo. La gente silbó. Después sesubió otra y dejó su corpiño al descubierto. Algunos aplaudieron.Mariano me dijo:

–Voy yo.Se subió a la barra sin esperar el turno. Bailó unos minutos,

amagando con bajarse el pantalón.–¿Es tu amigo? –me preguntó la chica de la cola, que me re-

cordaba a Angie, mientras tomaba una cerveza cerca de donde es-taba yo.

Le dije que sí.–Está jodiendo –aclaré–. No se va a animar.Y entonces lo vi a Mariano darse vuelta, con el pantalón por

las rodillas, y mostrar el culo blanco con la cara de la madre com-pungida en una nalga.

Suspendieron el concurso y lo bajaron de la barra entre tres,un poco bruscamente, pero él se subió los pantalones con tran-quilidad. Después reclamó el whiscola que ofrecían como premio.Una chica en la barra se lo dio.

–La gente nos mira –dije.–Que se vayan todos a la puta que los parió.–¿Por qué? Si se cagaron de risa…Mariano gruñó algo.–¿No te gusta estar entre la gente? –pregunté.Se quedó pensando un rato en la respuesta.

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–Qué sé yo, boludo… –dijo al final–. Tengo impulsos socialespor momentos y soy solitario en otros momentos. Y a veces secontradicen los dos impulsos. ¿Entendés? Pero el mejor hombrees el que puede tener esa armonía, o esa guerra, entre el impulsosocial y el impulso solitario. Si vive en la guerra y acepta que estáen la guerra y se da cuenta, y lo toma con naturalidad, “es la gue-rra y se acabó, puedo morir y ya está”, ahí tiene paz. La paz de laguerra, por supuesto. La única paz que existe.

–Claro.–Mirá a esa piba por ejemplo.Se refería a una chica con remera de los Stones. Lo miraba de

reojo. Cuando él la señaló, se volvió abiertamente hacia nosotros.Usaba flequillo. Del cuello, en una cadenita dorada, le colgabauna pequeña cruz.

–Se viste igual que todas las minas y los flacos de acá, hace lomismo que hacen todos... En mi barrio también está lleno. ¿Y pa-ra qué? En el fondo es porque tienen un queso encima que no seaguantan, relojean a todo el mundo, quieren coger y nada más.

–Bueno –balbuceé–, no necesariamente...–¿Qué decís vos? –nos interrumpió la chica.–¿Tengo razón o no? –dijo Mariano, con absoluta calma– ¿Por

qué te cortaste el pelo así?–Porque me gusta –dijo ella–. ¿Qué problema hay?–Y... –dijo Mariano–, el problema es que es una boludez. Hay

gente muy copada, pero hay gente muy enferma también. No di-go que vos lo seas, ¿eh? Eso se llama bovarismo. Madame Bovarycreía que era una cosa que no era.

La chica se acercó un poco más. Mariano había adoptado el ai-re solemne de un titular de cátedra. Nos hablaba a los dos:

–Existe el bovarismo ascendente, descendente y el igualitario. Elascendente es creerse una cosa superior a lo que uno es. Es la mayo-ría de la gente, yo incluido, por supuesto. El descendente es creerseuna cosa inferior a lo que uno es. En lo cual yo también me incluyo,porque yo también me creo inferior a lo que soy. Y el igualitario escreerse que uno es otra cosa igual a lo que es, pero otra cosa distinta.

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–¿Por eso te tatuaste el orto? –preguntó la chica.–No –respondió él sin alterarse–. Me tatué el orto porque es

la cara de mi vieja y yo la amo y hace unos ravioles de la San Pu-ta. Y porque soy único. ¿Entendés?

Ella se rió.–Si vos lo decís...–¿Vos la querés a tu vieja?–Sí... –respondió ella–. Pero nos peleamos bastante.–Lógico... –suspiró él–. Uno siempre se pelea con la vieja. Es

el amor en la lucha. Pero lo importante es que la querés. Y ella tequiere, también.

–Qué sé yo... Es que a veces me parece que...Se quedaron unos segundos en silencio. Ella pensaba algo. Él

la miraba con calma, de arriba abajo, como si acabase de verla porprimera vez.

–Vos sos distinta –dijo Mariano–. No sos como esa manga deboludas que se visten y se peinan igual. ¿Por qué hacés eso?

Ella sonrió con incomodidad.–¿Escuchaste al Polaco? –insistió él–. ¿Escuchaste a Gardel?–Me tengo que ir –dijo ella.–¿Me das tu teléfono?–Mis amigos me están esperando. Chau.Desapareció entre la gente sin mirar hacia atrás. Mariano apo-

yó los codos sobre la barra. Tenía la mirada hundida en el vaso dewhiscola que no se terminaba más.

–¿Querés que nos vayamos? –pregunté.Dio un largo suspiro.–Vamos a Liniers, boludo –dijo–. Vamos a Liniers.Miré la hora. Eran las cuatro menos cuarto. Demasiado tem-

prano, todavía, para tomar el tren hasta Ballester. Mariano se se-có una lágrima. Me dio pena verlo así, como un gigante derrota-do. Lo pensé un rato más.

–Vamos –dije al final.

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A la casa de Mariano la imaginaba más bien chica, con los te-chos bajos y olor a humedad. Un televisor nuevo en la cocina, unamesa con mantel de hule, en el living una araña de caireles rota.Acá y allá muebles oscuros de roble y otros de pino, pálidos y sinbarniz, empapelado beige.

–Mi vieja plancha en la cocina –decía Mariano–. Yo le pongoun tango por la radio. Cantamos los dos.

Y también:–Una vez me llevé a una mina a casa. Quería que deje la luz

apagada de mi habitación. Igual sólo tengo un velador, que andade vez en cuando.

Algunas personas no hablan casi nada de su propia casa, qui-zás porque no pasan muchas horas adentro. Pero yo apenas habla-ba de la mía y al menos en las vacaciones de invierno, era el lugardonde estaba durante la mayor parte del día. Dormía, jugaba conla computadora, miraba televisión, pero todo con la sensación deque la vida real pasaba por una imprecisa otra parte. Quedarmeen casa era estar al margen, dejarla pasar. Para Mariano, en cam-bio, no había otra parte. Casi todas las postales de su vida, las queno dolían, las que no tenían que ver con el fracaso, ocurrían en elmismo lugar. Vivía en Liniers o cerca de Liniers, y mientras el ta-xi avanzaba por calles oscuras, yo tenía la sensación de que Maria-no recuperaba su vitalidad.

–Es por la estación de tren –le indicó al tachero cuando ya fal-taban unas pocas cuadras.

–¿Qué calle? ¿No sabés?–Es un boliche de salsa, muy conocido. Se llena de gente en la

puerta.–¿Y dónde queda? –insistió el tachero.

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Mariano dudó unos segundos.–Por la estación de tren.Bajamos en la estación. La iluminación era mala. Los colecti-

vos que salían de la terminal, los taxis vacíos, pasaban por la ca-lle al lado nuestro. Las bolsas de nylon, los papeles de diario, vo-laban en remolino alrededor. Cada tanto pasaba algún tipo, conlas manos en los bolsillos y la mirada al suelo, rápido, como es-capándose.

–Apurémonos –dije.–Tranquilo –dijo Mariano–, no pasa nada. ¿Sabés las veces que

yo vine de noche acá?Respiró hondo, como si quisiera llenarse del ambiente.Algunos lugares, de noche, me generaban intranquilidad. No

Ballester, donde ya conocía hasta el último rincón de asfalto, nitampoco San Martín, porque quedaba cerca, ni una gran parte dela capital que conocía de haber ido y venido a trabajar y a la fa-cultad. Pero el horizonte se había ampliado en los últimos años.Había zonas de brillo y luz, con shoppings, cines y restaurantes.Otras, más en calma, se parecían de una forma u otra a la cuadrade mi casa. A medida que yo me alejaba, Mariano se acercaba aalgún lugar. Pero después de dos o tres vueltas a una manzana, decuatro o cinco calles donde no había nadie, quedó claro que éltampoco sabía dónde estaba.

–Era por acá, boludo, estoy seguro de que era acá.A lo lejos, cerca de la esquina, vimos una luz. Era un bar con

vidriera la calle. Adentro unos tipos tomaban cerveza sobre unasmesas de plástico blanco. Sonaba la cumbia. Un televisor emitía,en silencio, un trasnochado combate de box.

–¡El veintidós! –gritó uno desde adentro.Mariano se dio vuelta. El tipo, con bigotes largos y gorra de la-

na, venía hacia él con los brazos abiertos.–¡Qué hacés, papá!–¡Luisito! –dijo Mariano.Se abrazaron un rato. El tipo se reía. Me dio la mano.–Pasen –dijo–. Hay lugar.

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Además de Luisito y el mozo, un gallego de boina, adentro ha-bía cuatro tipos más.

–¿Qué hacen por acá? –preguntó uno.Mariano explicó que buscábamos el boliche de salsa, donde se

había levantado a una mina una vez.–Che –le dijo Luisito al mozo, que se acercaba con dos vasos

de cerveza–. ¿Vos sabés dónde queda el boliche donde cogió elveintidós?

–Ni idea –contestó el mozo.Mariano suspiró con desaliento.–Quédense acá –dijo el mozo–. Hace frío, es tarde. Y es la pri-

mera vez que conocemos a un amigo del veintidós.Guiñó un ojo. Nosotros nos sentamos a tomar una cerveza.–Me interesa ser famoso –decía Mariano–. No me interesa la

fama, pero me interesa ser famoso. Hay que estar arriba. Tenésque estar arriba. La vida es un movimiento: o vas para arriba o vaspara abajo. Yo tengo que ir para arriba. Estoy arriba y ya está. Sies lo mismo estar abajo o estar arriba. No hay diferencia. Pero me-jor estar arriba. Jesús tuvo que bajar al infierno. Tuvo que saber loque era el infierno para después resucitar.

Me fui del bar un rato más tarde. En el segundo colectivo, medormí. Cuando desperté ya era de día.

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Una vez leí una nota sobre la llegada del hombre a la luna. Es-taba en una revista vieja del diario La Nación, de comienzos delos ochenta. Había sido escrita con una retórica solemne y pasadade moda. Decía que Neil Armstrong “había cumplido el sueño demillones de jóvenes en el mundo, a lo largo de todas las épocas”.Yo leía eso y me imaginaba a los jóvenes soñadores con los ojos enla luna. Los veía entusiastas, rubios, sonrientes. No me podía con-tar entre ellos por varios motivos.

En primer lugar, porque la Nasa queda en Estados Unidos, esdecir que los astronautas son yanquis. A mí me parecían gentesimpática, pero seguramente no lo eran. En el colegio, el gordoSchindler me había mostrado los folletos de la Nasa que le llega-ban todos los meses por correo. Había fotos de la luna, de satéli-tes artificiales y cohetes que despegaban.

–Escribís una carta y te los mandan –dijo.Yo le pedí la dirección, pero al final no mandé nada.El gordo era uno de los jóvenes que soñaba con llegar a la lu-

na, pero Neil Armstrong ya lo había hecho veinticinco años an-tes. La meta ahora era pegar algún vuelo de rutina en la Nasa. Hi-zo un curso de astronomía en quinto año, se compró la colecciónde Sagan y al final estudió abogacía como el padre.

Otra razón por la que yo jamás llegaría a la luna, era que losastronautas eran –seguramente– personas más sólidas que yo, quecambiaba de opinión a cada rato. Creían en algo, por ejemplo: “laciencia y técnica”, “la Nación” (ellos no decían “patria”), “el pro-greso”, “la luna”. Después actuaban en consecuencia. Al menoslos viejos astronautas yanquis, como Neil Armstrong, quizá tam-bién los rusos, que cayeron en desgracia. Pero a los astronautas deahora no los conocía nadie.

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Esto último quizá volvía un poco más viable el proyecto de losjóvenes soñadores de antaño. Neil Armstrong y Yuri Gagarin fue-ron personalidades por haber sido los primeros. Si ahora habíaque buscar un poco para enterarse de quiénes estaban en el espa-cio, era porque la práctica se había vuelto habitual. Ya no era cues-tión de ser un prócer. Con una educación correcta y un poco desuerte, alcanzaba.

En algún momento imaginé mi carrera como astronauta: ga-naba una beca, me entrenaba en la Nasa, al final quedaba selec-cionado para un vuelo espacial. Pero no como capitán de una na-ve. Era una especie de grumete que veía lo mismo que todos, aun-que con menos responsabilidad. Después de muchas turbulen-cias, esquivando meteoritos, llegábamos a la luna. Parecía un bal-dío suburbano: absolutamente desolado. La nota salía en un re-cuadro pequeño en algunos diarios. El capitán, que era igual aMorgan Freeman, me decía que ahora sólo les daban bola a las es-trellas de televisión.

En la época de Angie, a los veinte años, ya se me habían recor-tado las posibilidades. El futuro era algo tan incierto como siem-pre, pero al menos ya tenía la certeza de que no iba a ser astronau-ta, ni bombero, ni estrella de rock. La luna era la luna, algo inal-canzable, como una araña en un techo alto. Y además había escu-chado que lo de Neil Armstrong fue un montaje de los yanquispara ganarles la carrera espacial a los rusos, lo cual me resultabamuy posible. Diego lo relativizaba:

–Llegaron –aseguraba–, pero más adelante. A Angie no le importaba.–La luna es otra cosa –dijo un día–. A veces me habla.–¿Y qué te dice? –pregunté.Ella entrecerró los ojos.–Habla con la voz de mi tía Marta, que murió hace unos años.

Dice que me tengo que casar.–¿Con quién?–Me voy a dar cuenta cuando lo vea.–¿Y si ya lo conocés? –dije.

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Lo pensó un rato.–No creo. Mi tía me lo hubiera dicho.A mí me resultaba pintoresco que dijera eso. Al menos, Angie

tenía un norte en su vida, algo de lo que yo carecía. Pero era difí-cil competir con una certeza de esas características. Escribí unpoema: “Angie es más imposible que la luna”. Después pensé queme la tenía que sacar de la cabeza. Que había que vivir la solteríapor un rato. Tenía que aprovechar ahora, que estaba desocupado.Más adelante, cuando consiguiera trabajo, iba a ser todo más di-fícil. Además, en el fondo, no estaba mal tener una amiga comoAngie. Nos conocíamos bien, hablábamos de todo y los dos sabía-mos que había pasado algo, pero tenía su encanto fingir que nohabía pasado nada.

Un día Angie me contó de su angustia porque un novio la ha-bía dejado.

–Soy un desastre –dijo–. Siempre elijo mal.–Tu tía Marta tiene razón. –¿Qué?–No vas a estar sola siempre –dije–. Cuando lo conozcas, te

vas a dar cuenta en seguida de que es él. Nos besamos dos o tres botellas de cerveza más tarde, y empe-

zamos a salir una semana después.

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Las desgracias les llegan a todo el mundo, en algún momen-to: un muerto, un robo, un desocupado en la familia. Algunagente lo tomaba como un aprendizaje, se adaptaba bien. Fabri-caba velas artesanales, hacía teatro con los vecinos, se volvía asi-duo de alguna religión o filosofía oriental. Otros, en cambio,no se reponían más. Cada vez que uno los veía estaban un po-co peor, como si la carrera hacia abajo no tuviera fin. Yo sospe-chaba que se habían vuelto así sin darse cuenta, lo cual me in-quietaba.

A mí me iba bien, por el momento. Salía con Angie, en la fa-cultad cursaba pocas materias y mientras tanto buscaba trabajo.Sin desesperación pero sin entusiasmo, leía los clasificados delClarín los domingos, los lunes y martes salía a repartir curricu-lums o hacer entrevistas, y a partir del miércoles descansaba has-ta la semana siguiente. Cada vez que algún adulto decía:

–Yo laburo desde los trece años.A mí me daban ganas de esconderme abajo de una piedra.

Diego había conseguido trabajo de cajero en un Carrefour.–Es una mierda, man –decía–. No lo soporto más.–Buscá otra cosa –le recomendó Hernán–. No vendas tu dig-

nidad.Lucas empezó a llorar. Diego le dio la mamadera.–No me deja en paz.–¿Y Sonia?–Tiene más paciencia, qué sé yo.Yo pensé que lo peor que podía pasarle a Diego era perder el

trabajo. Pero un día Lucas se enfermó y tuvieron que llevarlo alhospital, donde quedó internado. No fue nada, algo del intestino,a los dos días estaba de vuelta en casa. Por un tiempo, Diego no

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se quejó del Carrefour. Como estaba en blanco, la obra social lecubrió todo. Y lo dejaron faltar un par de días.

–Sólo me descontaron el presentismo.Yo me alegré. Todos nos alegramos. Y Lucas estaba bien.–Zafó –pensamos.Hernán también zafaba. Después de un primer flechazo fulmi-

nante con la cocaína, se había tranquilizado. Ahora tomaba sólocuando salía, se encerraba como un vampiro los domingos y en lasemana no consumía nada.

–Ya conocí mi límite –dijo una vez, a las seis de la mañana, conuna cerveza en la mano–. Ahora quiero ponerme las pilas con algo.

Juntó todos sus ahorros, tomó un crédito –no quiso aceptar laplata que le ofreció el padre– y puso un local en Palermo dondevendía jabones, sahumerios y velas que les compraba a los artesa-nos.

–Boludo, me va bien –decía.La primera franquicia se la compró el padre, que abrió otra su-

cursal del negocio. Pero sólo en los papeles, porque también lamanejaba Hernán. En un par de meses, ya tenían cuatro locales.Uno en Pilar.

A Hernán, lo peor que podía pasarle era que le tocasen la pla-ta en el banco. Por eso, cada tanto, viajaba a Uruguay.

–Mi viejo dice que por las dudas. Y él sabe.Me invitó al Buquebus un par de veces. Pasábamos por un

banco en Montevideo, Hernán alquilaba un auto y de ahí al casi-no del Conrad de Punta del Este. Jugábamos algunas fichas y des-pués nos íbamos a bailar. Yo me aburría un poco. En uno de esosviajes, Hernán conoció a una chica que apostaba fuerte en la ru-leta. Era brasilera, de San Pablo. Se llamaba Iara. Fue su últimoviaje de soltero.

El mío también, por un tiempo. Con Angie perdimos bastan-te pronto la emoción del comienzo, pero ganamos algunas cosas.Angie me hacía sentir normal. Era desequilibrada, pero no tantocomo para que yo tambaleara. Lo suyo eran detalles de color quela volvían más interesante.

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Mientras tanto amplié mi círculo, algunas noches no me vol-ví solo a casa. Nada mal para los estándares que venía manejandohasta poco tiempo atrás. El aburrimiento era lo menos importan-te. Habían muchas fiestas en la ciudad: ochentosas, temáticas, dedisfraces, en boliches, casas, facultades o en sótanos de malamuerte, donde a las tres ya no entraba ni un soplo de aire.

Un día pensé que lo peor que me podía pasar era que Angieme metiese los cuernos. Pero cada vez que me representaba la si-tuación, me importaba un poco menos. Después pensé en algunatragedia familiar, de esas que ocurrían a veces, aunque desde lamuerte de mi abuelo –que igual tampoco había sido tragedia, si-no un suceso triste y dominical– reinaba la tranquilidad.

Me hice amigo de un trosko que organizaba fiestas para recau-dar fondos. Se llamaba Juan.

–Se viene la revolución –decía.Algunas noches me dejaba convencer. Al fin y al cabo, yo era

clase media. No podía creer mucho en nada. Pero si la revoluciónla hacían otros, me sumaba. Una vez me pidió que lo acompañea pegar afiches. Éramos cinco o seis borrachos por San Telmo, conlos papeles y un balde de cola vinílica en la mano. El texto en losafiches, muy largo para mi gusto, estaba tomado de unas revistasviejas que Juan encontró en lo del padre. Hablaba del someti-miento de la clase obrera y de la clase media. Esto último era unagregado de Juan.

–Por eso fracasaron antes –dijo.Un día me llamó por teléfono.–Estoy enamorado –dijo.Una noche me presentó a su novia. La reconocí en seguida.–No lo puedo creer –dijo Vero.

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La invité al cine. Me habían dado entradas gratis para un do-cumental sobre la globalización, con los auspicios de Coca-Cola,Microsoft y la Shell. Pensé que le podía interesar. Por las dudas,no les avisamos a Angie y a Juan.

–La Tierra es redonda –decía una voz en off al comienzo.Lo estableció Colón en la práctica. Antes que él lo habían sos-

pechado algunos científicos que se peleaban con la iglesia o seocultaban de ella, y un par de griegos ignorados en su momento.Colón quería llegar a las Indias por el camino menos imaginablepara sus contemporáneos, porque contaba en su ruta de viaje conla redondez de la Tierra. Lo que no podía saber era que en el me-dio estaba eso que después se llamó América, pero en aquel en-tonces era un misterio de infieles y riquezas.

Colón partió de Europa inspirado por las aventuras de MarcoPolo. Otros, más adelante, lo hicieron alentados por las de Colón.Todavía quedaba mucho por descubrir: archipiélagos, montañas,ciudades secretas de los indios. Con el paso de los siglos, todas lasregiones fueron saqueadas, colonizadas o al menos, cartografiadas.Aparecieron las naciones, que durante un tiempo comerciaron enpaz. Entonces llegaron las guerras, las revoluciones sociales, laamenaza nuclear latente…

El documental cerraba con un cowboy, un palestino, un can-tante de hip hop y un rabino bailando en ronda.

–¿Cómo me traés a ver esta mierda? –dijo Vero al salir.–Yo pensé que…–Nunca me conociste. En realidad, no me extraña.Fuimos a un bar.–Como vos siempre estuviste medio metida en política y eso,

yo creí que…

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Pidió un café, indignada.–Ese documental está pagado por la CIA. Es evidente.Sentí que un mundo de conspiraciones se abría bajo mis pies.–Pero si es pacifista –dije.Se golpeó la frente con un puño.–¿Lo decís para enojarme?Dudé un segundo.–Sí.Mientras Vero me explicaba su pensamiento, yo me pregunta-

ba cómo habría llegado hasta ahí. Ni siquiera su ropa era la mis-ma de años atrás. Yo todavía usaba un suéter que ella me regalócuando cumplí dieciséis. No lo llevaba puesto de pura casualidad.

–La revolución es necesaria –concluyó después de un largodiscurso.

Me acordé de las imágenes del viejo Kremlin en el documental.–Pero eso ya fue –dije.Vero me miró con desprecio.–Lo que fue, puede volver.Me acordé de su ropa interior.Ella tomó un sorbo de café.–¿Y en qué andás, además de ser un burgués reaccionario?Le conté que quería aprender a tocar algún instrumento.–Guitarra, piano… algo.–Andá al conservatorio –dijo.–Si, lo estaba pensando, es que…Intenté explicar por qué, hasta el momento, no había hecho

nada al respecto. Ella bostezó. Me callé, un poco avergonzado.–Tenía ganas de verte –dije al final.–Yo también –dijo con cautela.Conversamos sobre los viejos tiempos. Nos acordamos de las

salidas a la noche, cuando íbamos en remis y en taxi a todas par-tes porque no sabíamos dónde quedaban las calles. De los amigosque no volvimos a ver. De los que seguíamos viendo, cada unopor su lado.

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Mis amigos se iban de Ballester. Diego y Sonia, los últimosque quedaban, habían conseguido un departamento prestado enCapital. La estación de tren, que un par de años atrás había sidorenovada, se había transformado en un terreno baldío otra vez, es-pecialmente de noche, cuando yo volvía de la facultad. Algunaspersonas dormían en los bancos. A veces, cuando los veía venir,me parecía que se tambaleaban.

Hernán exprimió una naranja.–Iara viene este fin de semana –dijo–. Se queda a vivir acá.Era su novia brasilera. Me alcanzó el trago que había prepa-

rado.–Lo inventé yo –dijo.–¿Cómo se llama?Se encogió de hombros.Iara, pensé.–“Cacerolazo” –dijo al final.Nos sentamos en un sofá.–Está lindo el departamento –dije.Pidió sushi por teléfono.–Amo Palermo –dijo.–¿Hay birra? –pregunté.Él descorchó un Syrah.–Esta uva es increíble –me sirvió en una copa grande–. Probá.Infló el pecho, alzando la copa. Atravesado por la luz de los

spots, el vino arrojó una sombra rosa, informe y móvil, sobre lapared.

–El vino no envejece –dijo–. Al contrario. Mejora el sabor.Se quedó en silencio unos minutos, meditando sus palabras,

como si acabase de decir una gran verdad.

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El departamento que yo alquilaba era de un ambiente, pocoluminoso y con humedad por todas partes. Pero esa podredum-bre, al menos en teoría, me gustaba. Quedaba a una cuadra deCorrientes, en el piso once de un edificio bastante grande, bastan-te gris, donde convivían estudios jurídicos, escribanías, putas, viu-das y solteros con olor a bife que me cruzaba en el ascensor. Du-rante los días de semana, los pasillos estaban superpoblados degente. Los sábados y domingos sólo se escuchaban cañerías.

De noche, Corrientes se parecía un poco a la estación de Ba-llester. Yo daba una vuelta por la pizzería Ugi´s del Obelisco, com-praba cigarrillos y me iba a dormir.

Una noche Angie me vino a visitar.–Me voy a Europa –dijo–. No aguanto más acá.Nos miramos.–¿Y vos? ¿Qué vas a hacer de tu vida?En el cielorraso había una mancha de humedad.

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Amanecía. Nos besamos en la calle. –¿Qué estamos haciendo? –dijo Vero.–No sé –murmuré con los labios a mitad de camino entre se-

guir besando y cerrarse.–Esto es muy malo.Me apartó con el brazo.–Vero…–Me voy a casa –dijo buscando un taxi con la mirada.Toda la noche había sido una deriva lenta de bares, restauran-

tes, en los que no dejábamos de recordar el pasado. El alcoholtambién hizo su parte. Habían pasado unas cuantas horas desdeque nuestro estar juntos dejó de ser prudente, pero ninguno delos dos –ella tampoco, más allá de su negativa actual– había que-rido interrumpir esa conversación de recuerdos divergentes, acu-saciones y carcajadas.

–Vamos en colectivo –dije–. Te acompaño.Se dio vuelta y gritó hasta que se le fue la voz:–Estoy harta de salir con adolescentes. Dejame en paz.Me quedé mirándola. Ella rompió a llorar.–Dejame en paz –insistió.Pensé que estaba borracha, o loca.–Vení –dije–. Vayamos a tomar algo. Hablemos con tranqui-

lidad.–Vos fuiste el primero –me apoyó un dedo en el pecho–. Los

otros también me cagaron.Nos quedamos frente a frente, en la vereda, mirándonos. So-

plaba un viento fresco. La avenida estaba en calma.–No hagamos esto –dijo alguno de los dos.La acompañé a buscar un taxi. Pasamos por una plaza donde

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dormía una familia. El padre estaba acostado de espaldas, con laboca abierta. Los tres hijos debajo de un árbol. La madre, ya des-pierta, masticaba un pedazo de pan.

–Yo no quería que pase esto –dijo Vero.–Yo tampoco –dije–. Nadie quería.–¿Y ahora? Yo no… –se interrumpió unos instantes, suspiró–

No sé si quiero volver a verte.Habíamos visto miles de taxis durante la noche. Esa madruga-

da no apareció ninguno. Después de un rato nos metimos en unbar con medialunas gordas que brillaban en el mostrador.

–Es raro –dije.Ella revolvía la cucharita en el café.–El lugar –señalé a nuestro alrededor–. Las luces, las plantas,

los manteles… es como si estuviéramos cinco, diez años atrás.Del otro lado de la vidriera, el padre de familia había desper-

tado y miraba de un lugar a otro, buscando un lugar para mear.–¿Qué pensás? –preguntó Vero.Pensaba que los dos estábamos heridos, y esa herida tenía re-

lación con el pasado.–Nada es para siempre –dije.Y me quedé mirando una palmera artificial.

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–¿Cómo? –preguntó Diego–. ¿Así termina todo?Yo me encogí de hombros.Ni yo salí a buscarla, ni vino ella; ni la reemplacé por otra.

Entramos más livianos en el nuevo milenio. Unos con menosplata, otros sin trabajo, muchos sin un rumbo. Algunos no en-traron. Vero me dejó a mí en la puerta. Yo dejé la facultad. Soniadejó a Diego, Hernán dejó a Iara y muchos más dejaron cosasatrás antes de haber empezado otras. Una historia se terminaba ycomo no acabábamos de entender lo que había pasado, cada unole ponía su significado, como una ofrenda para seguir adelante.Para Diego y para mí, de alguna manera, funcionó. Al menos porun rato.

Hernán se fue del país. Mandaba mails, de vez en cuando. Alfinal, sólo para los cumpleaños. Sonaban todos muy parecidos. Yolos imaginaba redactados por una secretaria, hasta que me dicuenta que los míos se parecían bastante. En algún momento nosdejamos de escribir, pero seguimos viendo las fotos del otro en al-guna red social por un largo tiempo más.

Diego anduvo sin saber qué hacer por un buen rato, hasta quehace dos años abrió una comiquería en el sur, en un local que lamadre heredó de un tío olvidado. Quedaba en una zona pocotransitada y todo el mundo le sugirió venderlo e invertir la plataen otra cosa. Pero Diego no se imaginaba en semejante movida:era la comiquería en ese local, o nada. No había otra parecida enel barrio, donde el sector comercial consistía en un supermercadochino, una pollería y una peluquería que se llamaba “Gladys”.

La comiquería funcionó bien de entrada. Diego inventó unjuego de rol con zombies y policías bonaerenses que fotocopió yrepartió con éxito entre sus clientes, casi todos bastante meno-

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res que él. El local se transformó en el refugio de los comique-ros del sur.

–Cuántas boludeces que hicimos –dijo Diego–. Cuánta genteconocimos. Acordate.

Tenía una remera de los Simpsons y una mochila negra conpins de DC Comics, Marvel, Superman. Cuando era chico, aDiego lo miraban raro. Hablaba como un dibujo animado.

–No todo fue tan malo –dijo.Parecía un Quijote, flaco y alargado, frente al tanque de agua

de la estación de tren.

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Índice

Cemento / 7

Pinamar / 73

Ciclo Básico Común / 163

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PRÓXIMOS TÍTULOS

Colección: Potlach2. Cómo no pensar en mí, Matías Pailos3. La última de César Aira, Ariel Idez4. Literatura argentina, Pablo Farrés

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Este libro se terminó de imprimiren el mes de octubre de 2011

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Tel/Fax: 4371-0029 / 0212e-mail: [email protected]

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