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A José Antonio “Txatillo” Altuna, y a los que como él gozaron con la

versión original en euskara de este libro.

Jose Antonio “Txatillo” Altunari, eta bera bezala liburu honen euskarazko

bertsio orijinalarekin gozatu zutenei.

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He Vivido

Josemari Velez de Mendizabal

2008

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FichaTécnica

VÉLEZ DE MENDIZABAL, Josemari

ISBN 84-921707-7-8

© Josemari Vélez de Mendizabal

ARGAZKI ETA MARRAZKIAK:Jesus Trincado Baños, Begoña Garcia Trincado, Jose Mari Vélez de Mendiza-bal, Eusko Ikaskuntza, Arrasate Press, Giuzkoako Kutxa, HondarribikoUdala.

Euskaratik gaztelerara itzulpena: Diego Martiartu Zugasti

Gertu Inprimategia - (Zubillaga - Oñati)

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ARGITARALDI HONETARAKO HITZAURREA

Liburu hau itzulpen baten itzulpena da. Jesús Trincado Baños arrasatearrare-kin urte luzez izandako harremanaren fruitua izan zen “Bizi izan juat” titulatunuena, 2000 urtean argitaratua. Jesúsekin pilatutako gutundegian –ale guztiakgazteleraz, euskarazko aipamen ugarirekin- oinarritu nuen bere biografia, eus-karaz sortua. Jesusek ezagutu egin zuen liburua eta, zailtasunak zailtasun, baitairakurri ere.

Begien bistako arrazoiak tarteko, liburu hark bere publiko mugatua izan zueneta lagun batzuek pentsatu zuten gazteleraz ere argitaratu behar zela. Oraingohau da, beraz, iritzi horren ekarpena. Eta horregatik nioen, gutunetan Jesusekegindako baieztapenei nik egindako interpretazioaren itzulpen batean eraiki delairakurlearen eskuetan dagoen liburu berri hau, gazteleraz.

Baina azpimarratu behar dut, poztasunez, bi itzulpenek Jesusen bizitza etagogoa ederto mugatzen dituztela. Rosa Salvidek – Jesusen emaztea- jakinarazidit bertsio hau irakurri duenean, Jesusek bere ondoan segitzen zuela irudituzaiola. Eta horixe da eskergarriena.

Jesús Trincado Baños 2006ko martxoaren 19an hil zen, Montevideon, 98 urterekin.

JOSEMARI VELEZ DE MENDIZABAL2008ko azaroan

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PROLOGO A ESTA EDICION

Este libro es una traducción de otra traducción. En el año 2000 publiqué “Biziizan juat”, fruto de una larga correspondencia en número de cartas y en el tiempoque sostenía con el mondragonés Jesús Trincado Baños. Basé mi biografía, escritaen euskara, en la citada colección de cartas, la práctica totalidad en español conanotaciones eusquéricas. Jesús conoció el libro y me consta que, aunque con di-ficultad, lo leyó.

Por razones obvias, aquel libro tuvo un público reducido y hubo personas quepensaron que era interesante pensar en una edición en español. Y esta actual esel resultado de aquel parecer. Es por ello que digo que este libro que sostiene ensus manos el lector es una traducción al castellano de otra traducción a la lenguavasca, que yo había realizado sobre la interpretación de las ideas vertidas porJesús en sus misivas.

Pero debo subrayar, con alegría, que las dos traducciones reflejan fielmente lavida y el espíritu de Jesús. Su esposa, Rosa Salvide, me ha confirmado que sen-tía a su lado a Jesús mientras estaba leyendo la versión actual. Y esto es lo másgratificante.

Jesus Trincado Baños falleció en Montevideo el 19 de marzo de 2006, a los 98 años.

JOSEMARI VELEZ DE MENDIZABALNoviembre del 2008

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PRÓLOGO

Noventa y tres años ha durado la preparación de este libro. Toda una vida,una vida larga, que Jesús Trincado Baños nos presenta en las siguientes pá-ginas. Esa ha sido la razón y el eje de Bizi izan Juat – He vivido. Y, por miparte, he querido recoger y mostrar al lector las vivencias de este mondrago-nés afincado en Montevideo y, de paso, tratar de dar una descripción del Mon-dragón familiar de los treinta primeros años del siglo XX. El personaje dellibro es Jesús, de quien en su villa natal pocos son ya los que guardan algúnrecuerdo. Tomó el camino del exilio en 1936 y ya nunca más volvió.

Mis contactos con Jesús Trincado comenzaron en 1975 y desde entoncesnos une una gran amistad, alimentada sobre todo a través de una continuarelación epistolar. Jesús lleva en el corazón su Mondragón natal y lo recuerdacon la perspectiva que le ofrece la distancia geográfica. Las experiencias in-fantiles y juveniles quedaron grabadas en su memoria, donde tambiénguarda con claridad los sucesos de Octubre de 1934 y la guerra civil. Es pre-cisamente en 1936 cuando se produce el doloroso alejamiento entre nuestropersonaje y su pueblo, al que no volverá nunca más, salvo para una breví-sima estancia de tres días en 1981.

Durante veinticinco años nos hemos intercambiado cientos de cartas.Hemos hablado por teléfono con cierta frecuencia y nos hemos visto en dosocasiones. La primera en Mondragón en 1981 y la última en Abril de esteaño 2000, en visita que le hice a su casa de Montevideo. Y si se me pidierauna definición de Jesús, con la seguridad que me da el trato largo y continuocon él, diría que es un hombre idealista, bueno y castizo, jatorra, que du-rante toda su vida ha procurado ser consecuente con su conciencia solidaria.

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A Jesús, como a todos los que aman la utopía, podríamos encuadrarlo enel grupo de los perdedores. Pero eso no ha hecho agotar la fuente del idea-lismo de nuestro amigo, lo que hubiera supuesto la muerte de su espíritu, ypuedo afirmar que todavía hoy Jesús defiende sus postulados con la mismafirmeza que lo hizo en su juventud, anteponiendo la solidaridad para con elprójimo a todo tipo de ortodoxia inflexible. Por otro lado, y para completarla definición, a Jesús le rezuma Mondragón por todo el cuerpo. Las cuali-dades innatas de mondragonés impregnan inconscientemente la vida diariade Trincado.

En este libro Jesús nos lleva por el Mondragón de los años 1908 a 1936.Y como si los recuerdos con que nos obsequia fueran poca cosa, se ha atre-vido a dibujar imágenes que permanecen vivas en su memoria. A través deellas ha vuelto a demostrar que la técnica pictórica que adquirió de niño enlas Escuelas Viteri con el profesor Armengou le sigue proporcionando mo-mentos gozosos, ochenta años más tarde.

A través de estas líneas quiero agradecer públicamente a Jesús Trincado,porque –contestando a mis preguntas y peticiones durante más de un cuartode siglo– me ha permitido preparar la historia que recogen estas páginas.Su historia, porque él es el verdadero protagonista, junto con la sociedadmondragonesa que nos presenta y que cada día nos es más difícil imaginar.A mí me ha tocado el honor de transcribir sus pensamientos.

Y no quisiera terminar sin agradecer al Ayuntamiento de Mondragón, ennombre de Jesús y en el mío propio, la edición de este libro. Creemos que ser-virá para fijar los vacíos existentes en la historia doméstica de la villa. Si esasí, habrá valido la pena.

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DESDE MI BALCÓN

Muchas veces he llegado a pensar, sobre todo cuando mis voces interio-res me transportan a un pasado que respeto sumamente, si no estaré ce-rrando el ciclo de mi pequeña historia, en una especie de huída delvoraginoso presente, refugiándome en el regazo de viejos cantos vividos haceya mucho tiempo; despierto en la cocina familiar y veo a mi madre arrodi-llada ante dos troncos en el fuego, con el fuelle en las manos, con la espe-ranza de hacer revivir unas llamas que parece se le resisten. Cuando inclusoel más pequeño de los detalles del espectáculo va ocupando su lugar en mí,oigo cómo alguien llama desde el portal de nuestra casa de la calle Iturriotz.Se trata de Margarita, la lechera del caserío Uribe; hoy, además del habitualpan, también nos trae pan moreno recién hecho.

De vez en cuando, nos llega un murmullo parlanchín desde la casa de en-frente, la de Mariano Adán de Yarza, señal del trasiego apresurado entre lossirvientes de dicha mansión. Se conoce que en la tienda les guardan las me-jores verduras y frutas. También en la carnicería bajo nuestra casa, dondeBenita, los mejores trozos son para los Yarza. No alcanzo a entender por quémi madre no nos trae a casa comida tan sabrosa. Y nunca he comprendidopor qué en nuestro hogar no contamos con un grifo de agua corriente, comoen el de Dagoberto Resusta.

–¡Ésos son ricos!–¿Y eso qué es? – le pregunto desde mi inocencia.–¡Aparta de aquí, cabeza de chorlito!

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Cada vez mi espíritu está más enojado, ya que mi madre –persona quetodo sabe– se queda tan ancha sabiendo que esa familia –al igual que los Solay los Barrena– nada en la abundancia, mientras en nuestra casa seguimos ne-cesitados.

–¿Y cuánto tiempo falta para que nosotros también seamos ricos?–Aberatsa, infernuko legatza. Pobria, zeruko loria (El rico, merluza in-

fernal. El pobre, flor celestial) – masculla entre dientes.

Como sucede con ciertas respuestas no convincentes –a los niños no seles debe hablar claro–, intuyo en mi madre la actitud de los desgraciados quese han resignado a ceder, y diría que mis padres agachan la cabeza ante losde Yarza. A pesar de todo, en casa disfrutamos de las ventajas de tener padrepanadero, pues no estamos obligados, como en muchas otras y cada vez quese cobra la quincena, a liquidar la deuda contraída por los panes a lamuesca1 adquiridos durante los últimos quince días. No somos ricos, perotampoco pobres de solemnidad.

Como ya os he comentado, vivimos encima de la carnicería de Benita.Son muchos los clientes que acuden al establecimiento, pero el más curiosode todos ellos es el perro “Shol”. El dueño de “Shol” es Jaime Uriarte Viteri,portero del Casino y el perro asoma todos los días a la carnicería llevando uncesto en la boca, en el que porta la lista de compra y el dinero. Abriéndosepaso entre los clientes que guardan cola, “Shol” coloca sus patas delanterassobre el mostrador. Benita se hace con el cesto y coge la nota escrita y el di-nero, y el animal, mientras se prepara el pedido, espera diligentemente aque le señalen cuándo partir hacia casa.

Nuestro balcón da al Ferial. Ahora mismo apoyo mi frente contra el cris-tal mirando al exterior, y me asalta la duda de si volverá a hacer buentiempo, después de varios días de incesante llovizna. Me encuentro en unobservatorio excepcional. Precisamente aquí fue donde comprobé que los

(1) Ogia koxkara (pan a la muesca). Aún a pesar de ser alimento diario se pagaba porquincenas. Para ello, por cada pan se hacía una muesca en una barra de madera. Al li-quidar la deuda se marcaba con la navaja otra muesca por encima de las anteriores.

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mayores, incluida mi madre, son bastante mentirosos. Siendo más pequeño,estaba yo seguro de que mi tío Gabino vivía en el tejado del caserío Altamira.Por lo menos eso era lo que me decía mi madre, al señalarme aquella jorobaque se apreciaba en el tejado. Decía que era su hermano. Pero un día vinoel tío Gabino a casa y la joroba seguía allí, sin moverse un ápice. Por lo tanto,ahora ya sé que aquello que yo creía que era mi tío no era más que una chi-menea que nunca estaba encendida.

La corneta del barrendero Ángel Txaleko Madinabeitia acaba de sacarmede mis pensamientos. El aviso se puede oír desde Kurtze Txiki, Oxiña, SanJosepe e incluso desde Bedoña. Este excelente hombretón camina con su ca-rretilla Portalón abajo recogiendo, además de la porquería de la calle, losviejos enseres de las casas, aceptando propinas por los servicios prestados.El control del agua y las labores de bombero también corresponden a Ángel,que cumple su trabajo con diligencia. El año pasado perdió a su hermano es-tando éste trabajando en la cantera de Etxaluze. Preparaba la dinamita y

Ángel “Txaleko” Madinabeitia era el barrendero municipal en mi infancia, allá por 1910. Ademásse encargaba del control del agua en los lavaderos públicos y ayudaba en labores de bombero.

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cuando tenía listos unos tiros avisaba mediante el toque de corneta, comohace Txaleko. Pero aquella mañana, uno de los barrenos no explotó y el her-mano de Ángel subió al lugar donde había colocado el cartucho, a analizarel problema. El dispositivo explotó con sólo tocarlo y alcanzó de lleno elpecho del pobre hombre. Los detalles del accidente se los relató a mi madreel propio Ángel estando yo presente, por eso sé cómo murió su hermano.

Txaleko cuenta con un ayudante muy trabajador, Tomás Aldape, y mien-tras aquél carga el carro con los trastos de las casas, éste se dedica a limpiarpoco a poco las calles con su escoba. Los lunes se dirigen a los alrededoresde la Plaza de Abastos, donde, provistos de una manguera, limpian la su-ciedad acumulada durante la víspera.

Hoy no los he visto, pero seguramente Julián Zeziaga habrá sacado ya loscaballos para hacer su viaje diario de ida y vuelta a Bergara, con sus pasaje-ros. Guarda los animales en la cuadra situada frente a Olatxo y en cuanto lesabren la puerta se dirigen directamente a beber al abrevadero existente entrela casa de Adán de Yarza y la Plaza. Encarna, la esposa de Julián, es gran

Minga y Gabiña eran dos de los personajes populares que podíamos encontrar en las ca-lles de Mondragón, a cualquier hora del día. Residentes en el Hospital, puede decirse queformaban parte del inventario del pueblo.

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amiga de mi madre y tiene una tienda donde ésta suele comprar hilo de cosery botones. Un día, el año en que los Reyes Magos se olvidaron de mí, el ReyBaltasar remitió una carta a mi madre, comunicándole que podía comprarmeun tambor de piel en la tienda de Encarna, y rogándole por favor le perdo-nara el lapsus. Fuimos allá y Encarna me entregó un tambor muy bonito.Comencé a golpearlo y para cuando salimos de la tienda había hecho trizasla piel del instrumento, dejándolo totalmente inservible. Encarna recomendóotro tambor a mi madre, no tan bonito, al parecer, pero más resistente, puesera de chapa. Me lo compró. Es de buen material y ahora lo utiliza mi madrepara guardar la arena que usa cuando frota las escaleras de casa.

Aquel día, una vez hube salido de la tienda con mi nuevo juguete dechapa, el hijo de Julián Errebaleko kojua Urriategi se burló de mí. Enfure-cido, cogí del suelo una castaña pilonga y se la lancé con todas mis fuerzas,pero erré y la castaña impactó en el cristal de la farmacia de Jesús Segura...provocando el segundo destrozo de la mañana. Huí por Zerka Osteta, másveloz que la propia castaña.

Los muchachotes de Zigarrola se dirigen a la escuela con sus rígidos pa-raguas, llevando bajo el brazo panes de cuatro libras, esos que se venden a12 perras gordas. Enfrente, como todos los días, me encuentro con EvaristoMinga Arana sentado en el mojón del Portal de Abajo2. Es un hombre an-drajoso y vagabundo que vive en el hospital del pueblo y consume jarras devino una tras otra para acortar la prolongada monotonía de los días. No obs-tante, en el pueblo se comenta que su compañero de hospital Periko Gabiñale supera en tal quehacer. Salvo Minga y los vendedores de periódicos, no hayningún adulto en la calle, pues la mayoría están trabajando en la fábrica. Lostenderos y las lecheras aparecerán un poco más tarde.

Periko Gabiña es muy famoso debido a sus ocurrencias. En todo el pue-blo se comentó lo acontecido hace unos días. Don Toribio Agirre venía deAltos Hornos de Bergara en su elegante “Hispano Suiza” cuando se encon-tró con Periko en San Prudencio. Don Toribio preguntó al chófer Félix Heriz:

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(2) La denominación de Portalón es muy reciente. Algunos colocan su uso generalizado tras la lle-

gada de los frailes de San Viator, a principios de la cuarta década del siglo pasado.

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–Ése que viene por ahí, ¿no es Periko Gabiña? –Sí señor...–¡Para! Ese desgraciado se ha perdido...

Detuvieron el coche, y tras bajar la ventanilla el director de Unión Ce-rrajera le dijo:

–Periko, ¿A dónde vas?–¡A Belén!–Por favor ¡sube!

Que sí, que no, tras un rato de discusión D. Toribio pudo convencer a Pe-riko, pero con una condición: una vez llegaran al pueblo, Periko bajaríafrente al bar “Monte”, para envidia de todos los que allí se encontraran. Pe-riko es un fuera de serie, ¡claro que sí!

Como ya he comentado anteriormente, acostumbro a observar los cochesde caballos que parten frente a la tienda de Julián Zeziaga y no pocas veceshe temido que el cochero no pudiera mantener el equilibrio de su medio detransporte, sobre todo en los casos en que llevaba más gente encima quedentro. Cuando el coche empieza a centrarse en medio de la calle mi cora-zón acelera. Son coches de tres y cinco caballos, que realizan el servicio decorreo y también transportan a invitados de las bodas. Los días festivos im-portantes, además del de Julián se utiliza también el carromato de LucianoMargallo Mercader. El de éste suele volver con una col atada de manera apa-rente en la parte delantera, en el lugar donde normalmente se lleva un farolde una única luz. El cochero se sienta en la parte delantera de la carroza, conuna palanca a su derecha, para poder activar si fuera necesario el freno dehierro de la rueda posterior.

¿Pero qué hago yo a estas horas sin ir a la escuela? Pues resulta que he es-tado medio enfermo y el médico Félix Ortiz de Urbina me indicó que debía per-manecer unos días en cama. Pero de hoy no pasa. Apercibida de que el aspectode mi cara ha mejorado, mi madre me ha invitado a acompañarla a por agua ala fuente de La Concepción. Colocará encima de su cabeza la herrada, recipientecónico con asideros de bronce, cubierto con una lámina de madera circular paraque el agua no escape. En cada mano llevará un caldero. Por la mañana ayu-daré a mi madre y por la tarde a la escuela, tal será mi plan para hoy.

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Antes he mencionado al doctor Urbina y no puedo borrar de mi mente elprimer día en que lo vi en mi casa. Es el médico que suele visitar los case-ríos, siempre acompañado de su noble, brillante y excelente caballo. Re-cuerdo como si fuera hoy que mi madre me envió a Zaldibar, a casa dePurificación Chapasesie Azkoaga, y ésta, por su parte, adonde mi abuela, enbusca de una extraña clase de pimentón. La abuela se tomó con total tran-quilidad el pedido y para cuando llegué a casa –no recuerdo si llevaba el pi-mentón o no– me pareció que el doctor Urbina cerraba un trato comercialpor cinco pesetas con mi padre. La Chapasesa estaba en la habitación de mispadres, sonriendo, y sobre la cama al lado de mi madre, mi nueva hermana,a la que a partir de aquel día llamaríamos Amparo.

Pero comencé a estrechar mi relación con el doctor Urbina cuando memandó acudir a María, del caserío Errotatxo, a tomar baños de agua sulfu-rosa. Antes de partir hacia allá, mi madre y yo visitábamos a Periko Arra-sate Mendizábal para que me pesara en una báscula para sacos de harina.Desde la panadería hacia Gesalibar, pasábamos por el caserío de Ignacio Tu-rrubilon Eguren. El primer día me encapriché del perro del citado caserío.Mi madre me prometió que si me portaba bien, a la vuelta el perro sería mío.Se conoce que no fui lo bastante formal, pues me quedé sin perro. Días mástarde quise llevarme un ternero a casa, pero en vano. Ni perro ni ternero.

Errotatxo está situado tras la compuerta del cauce del molino, y es allídonde María, alzándome en brazos como si fuera un perrito, me introduceen un baño de agua bien caliente. Siempre sonriente, he pensado con fre-cuencia que me quiere tanto como mi madre. Y es una idea que me atrae,ya que María tiene cerdos, patos, un montón de gallinas y un perro con losque juego después de salir del baño. A pesar de que en la escuela les llama-mos maskelu (torpes), a mí los muchachos de los caseríos me dan envidia.Visten pantalones hasta media pierna, totalmente arrugada la parte poste-rior de la rodilla y unos parches tremendos en las nalgas; pero la mayoría deellos se queda en casa sin bajar a la escuela, y además tienen cerezas, y gri-llos. Y comen todo el maíz que quieren.

Percatado de que el agua sulfurosa no me curaba del todo, mi padre al-quiló el coche de caballos de Celestino Katutxua Uriarte y me llevaron al mé-dico de Elgeta. Me dio a beber un jarabe. ¡Estaba buenísimo! En la siguiente

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visita me desplacé en el burro del caserío Uribe, y durante la consulta hicetodas las fuerzas que pude para endurecer el vientre y así engañar al médico.¡Quería más jarabe! Aun cuando no cayó en la trampa, el médico me dio otropar de tragos de aquel dulce milagroso.

La mujer del doctor Urbina, María Urbinesie Agirre, suele encargarse deorganizar grupos de niños para actividades eclesiales, junto con AsunciónTxanbosie Basabe. A mí me han metido en uno de esos grupos, parece quepara que haga la primera comunión, y el primer día me dieron un librillo eneuskera para leerlo en una ceremonia religiosa. Se conoce que lo hice muymal, pues enseguida pusieron a otro compañero en mi lugar. Lo que másnos gusta a los niños del grupo es saltar sobre los aromáticos montones dehierba que quedan apilados al terminar la procesión del Corpus Christi.

Como comentaba, hoy por la tarde volveré a la escuela de monjas de los ka-listros, tras unos días de permiso. Allí estarán esperándome Sor Delfina y SorMaría Luisa, naturales de Mondragón y Navarra, respectivamente. Y junto aellas, todos mis compañeros de clase, niñas y niños. Con frecuencia me he pre-guntado para qué valen las niñas, si no es para pegar gritos en sus juegos –como si les hubieran metido una brocheta– o para gesticular con aires degrandeza en sus ostentosas conversaciones. Sin embargo, de vez en cuando medejan totalmente sorprendido con los bordados que realizan. Yo no sería capaz.

Si he de confesar la verdad, las monjas deben de tener una gran vocaciónpara aguantar, sin que les duela la cabeza, una actividad tan inquieta comola nuestra durante todo el día. Vocación y disciplina, si no, no puedo com-prender cómo nos educan en el respeto mutuo, mientras nuestras madrestienen la oportunidad de hacer las labores domésticas. Sor Delfina se mues-tra más ducha que la navarra en el manejo de la vara de avellano.

Hace poco, una mañana en que acababa de comenzar el recreo, nos dis-poníamos mis compañeros y yo a subir al retrete cuando, al superar los dosescalones que allí había, resbalé y pisé en blando. Mis amigos me rescataronde aquella especie de arenas movedizas y partí hacia casa con un oloroso re-galo para mi madre. A pesar de llevar aquella pinta tan sucia, por un mo-mento viví la sensación de ser un héroe al que se aclama y admira por algunaacción, ya que todos lo ojos –por vez primera desde que acudía a las escuela–

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se volvieron hacia mí, aunque nadie se atrevió a abrazarme. Sospecho quemi madre, que estaba en el balcón, esperaba la buena nueva, pues bajó rá-pidamente a ocuparse de mí y me aupó como si fuera una zanahoria hastala fuente de la Plaza de Abastos. Después de los primeros auxilios, me llevóraudamente a casa, con los pantalones y las alpargatas en la mano.

El otro día, aparecieron en el pueblo dos monjas con medio hábito decolor azul. Me indicaron que se trataba de moja lapurrak (monjas ladro-nas), aunque no sé muy bien qué querrá decir eso, quizás sean palabras enclave. Algo así como la manera de hablar del cura Don Pedro dirigiéndosea Inés la amallavesa: “Escucha, Inés, tienes que preparar la perdiz... peromnia secula seculorum”. Eso fue lo que le oí, al pasar delante de ellos. EInés se dirigió velozmente a casa, como si hubiera escuchado la voz del cielo.

A pesar de que sólo tengo seis años, pues nací el 19 de Enero de 1908 alas cinco y media de la mañana, esta escuela es la segunda a la que acudo enmi trayectoria personal. Hasta cumplir los cuatro años me enviaron a la dela Calle del Medio, de la que se encargaba la madre de mi gran amigo FélixLikiniano. La escuela se encuentra frente al Casino Viteri y no puedo decirque aprendiera mucho allí. Ahora bien, Félix, Sabino Lasaga, Andrés Bida-buru y yo solíamos pasar largo tiempo jugando, como ahora, que en cuantopodemos nos reunimos y nos vamos por ahí juntos. El que sí ha demostradoque nos quiere de verdad es el cura Don José Joaquín Arin. Nos pone su manogruesa y cálida sobre la cabeza cada vez que nos topamos con él en la calle yle saludamos con un “Ave María Purísima”. Con la esperanza de recibir esegesto suyo tan amable, solemos permanecer vigilantes a la espera de que salgade la parroquia para dirigirse a la iglesia de San Francisco. No obstante, si al-guna vez cometemos pecado entre todos y tememos que alguien vaya a con-társelo a Don José Joaquín, le decimos “Picutero Barrabás, en el infiernopagarás” y así nos aseguramos que todo quedará en secreto.

La enigmática torre de San Francisco, con el gigante Udalaitz al fondo,anuncia, tras los agradables meses del verano, la llegada del apestoso otoño,incluida la semana para rezar el rosario. Lo he hecho una vez. Las carcaja-das de las mocosas que acuden a la puerta de la iglesia a saltar a la cuerdame provocan pensamientos contrarios a la doctrina cristiana y me preguntouna y otra vez para qué crearía Dios a las niñas. Un domingo, íbamos An-

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drés Bidaburu y yo por la calle cuando pasó frente a nosotros una de esasniñas bonitas con su traje nuevo. Al hacer la niña caso omiso al saludo de unamujer ya entrada en años que caminaba por la misma acera, ésta le espetóenojada: Desde que ha aparecido con ese vestido nuevo, a esta niña se lehan subido los humos. ¡Abistuste! ¡Y no se equivocaba, caramba!

Con frecuencia, según camino hacia las monjas, pienso en la emoción quesentiré cuando den las cuatro de la tarde. Con todo, también hay cosas que meagradan, por ejemplo, el hecho de ser alumno de una escuela que cuenta conun edificio con escudo o el poder escuchar acontecimientos de la historia sa-grada. Se dice que las monjas son más hospitalarias que maestras como DoñaManuela, que ejerce al lado. Doña Manuela, al parecer, es bastante bruja, rí-gida y seria y dicen que amansa a sus alumnos a base de amedrentarles... Nosé hasta qué punto será eso verdad, pero el otro día pararon a Bishente Bediaen plena calle, cuando se dirigía hacia la escuela empuñando el martillo quela Unión Cerrajera había proporcionado a su padre para trabajar en casa:

Mi visión del pueblo durante la primera década del siglo XX estuvo condicionada a miatalaya particular, sita en el balcón del piso segundo del nº3 de la Calle Iturriotz, justoencima de la carnicería de Benita

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–Bishente, ¿a dónde vas con ese martillo?–¡A romperle los dientes a esa maestra del demonio!

De todos modos, también en nuestro caso, los momentos más agradablesde la escuela vienen cuando llega la hora de gritar A casa, a casa, a casa...y nos precipitamos a la libertad. Mi madre me espera a la puerta de la es-cuela con media onza de chocolate y un trozo de pan. Ni qué decir tiene que,como en la de Doña Manuela, también en nuestra escuela existen sitios in-trigantes y secretos, como esos cuartos oscuros para los que se portan mal.Dicen algunos que antiguamente los tuvieron encerrados en salas llenas dehumo donde colgaban chorizos del techo. Pero a los peores los encierran enel rincón de los cachoborrachos que, aunque parezca mentira, siempre man-tienen ese rictus terrible, medio vestidos medio desnudos, flagelando a Jesús,hijo de María, y esperando la próxima procesión de esa curiosa semana santade ausencia musical y lluvia fría.

A mí también me tuvieron preso durante una tarde sin dejarme ir a casa.A través de la ventana pude ver a Fructuoso Kaxo Eraña en su terreno de-bajo de Santamaña, sosteniendo un cesto en un brazo mientras con el otrohacía gestos violentos e incomprensibles. Los hijos de Kaxo son amigos míosy en aquel momento sentí pena por ellos, pues no sabía que su padre estabaloco. El cielo de la tarde comenzaba a tornarse sombrío y decidí que lo mejorsería escapar de allí, puesto que tampoco era descartable que las monjas sehubieran olvidado completamente de mí. Abrí la ventana aunque temía huir,di un salto y pasé por encima de la vieja tapia para llegar a casa a toda ve-locidad. Tan pronto como tropecé con mi padre, quise dejar lo más lejos demí la sombra del pecado, y le indiqué que Kaxo no estaba en su sano juicio,informándole del espectáculo que acababa de presenciar minutos antes. Mipadre quitó hierro a mi descubrimiento y quiso hacerme creer que Kaxo es-taría sembrando trigo. ¡Anda ya!

He aprendido las primeras letras en la escuela de monjas mediante car-tones colgados de unos soportes metálicos puestos en vertical. Las letrasgrandes me han resultado fáciles, pero una vez aprendidas nos han puestounas más pequeñas, que aun siendo totalmente diferentes a las grandes ex-presan lo mismo. ¡Habrá que aprender todo de nuevo! Memorizamos las le-tras pequeñas y las grandes cantando, y por fin empezamos a leer en el

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catón. A veces Sor Delfina nos explica los misterios del universo y así escomo hemos sabido lo que sucedió en el Paraíso. A Adán le tocó una mujermala y debido a una metedura de pata de ésta Dios los echó de aquel her-moso jardín. Lo que no tengo muy claro, empero, es si el Adán de Yarzacuya casa veo desde mi balcón es la misma persona. Por lo tanto, el asuntoes que aquella mujer cabreada se comió la manzana que Dios tenía guardaday de ahí vienen los pecados.

Son escasas las ocasiones en que nos dejan jugar en la escuela y con labuena intención de que aprendamos un castellano mejor las monjas nos en-señan hermosas canciones. Al menos eso es lo que nos dicen. Al parecer, siqueremos llegar a ser hombres y mujeres de provecho no hay más remedioque, por lo menos en la escuela, olvidarnos del euskera y esforzarnos enaprender castellano. A mí la canción que más me gusta es esa en la que nossentamos todos en el suelo y cantamos con las manos sobre la cabeza. “Cri,cri, cri, yo nací...” Así empieza pero todavía no me la sé bien y no me acuerdocómo sigue. También es muy bonito el juego del gato y el ratón: Félix Lasa-gabaster es el ratón y José Arkauz el gato. Félix siempre le da esquinazo.

Las primeras referencias que recuerdo sobre mí mismo son vivencias decuando tenía unos tres años. Se trata de un suceso que ocurrió en el balcónde casa, una mañana de domingo en la que, estando mi madre en la Plazade Abastos, no se me ocurrió otra cosa que meter mi cuerpo entre los barrotesde hierro del balcón. Si bien conseguí traspasar con el cuerpo los barrotes,no pude hacer lo mismo con la cabeza, y allí me quede, ni hacia delante nihacia atrás. Los gritos de la gente que pasaba frente a la casa se podían oírdesde Santamaña. ¿Pero dónde están los padres de ese chiquillo? ¡Otrotanto! Se conoce que mi madre también oyó los alaridos, pues apareció enla puerta de la feria y subió a casa a toda la velocidad que le permitían susciento cinco kilos para rescatarme de aquella trampa de hierro. Al graveaprieto le siguió un buen calentón en el culo, mientras los testigos del es-pectáculo gratuito volvían a la calma.

Tanto mi madre como mi padre –aunque no lo reconozca en alto– mequieren mucho. En cuanto a eso no tengo motivos para quejarme. No sési he comentado antes que mi padre es panadero y mi madre se dedica alas tareas de la casa, lo que no le impide, al contar con una habilidad

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extraordinaria, ocuparse de trabajos que le llegan de fuera, como coserlas blusas a estrenar en días grandes como el de Corpus Christi. Y comodecía antes, muchos días festivos acudimos a Gesalibar, a donde María deErrotatxo, pues el médico me ha recomendado tomar baños de agua sul-furosa, y mis padres dicen que me hacen bien. A mí, en cambio, el olorde ese agua me da asco. De todos modos, creo que mis padres me quie-ren de verdad.

Las aulas de la escuela de monjas están ocupadas por unos quinientos oseiscientos niños. A pesar de que tal montón de niños que yo nunca hubierallegado a sospechar hay en el pueblo no entiende de rectitud –yo entre ellos,por supuesto– esas mujeres raras vestidas de blanco y con la cabeza cubiertanos obligan a sentarnos más o menos en el mismo sitio en horas de clase.Sentados e inmóviles, las manos recogidas atrás y los pies bien emparejados:así es como solemos estar, y las monjas seleccionan vigilantes especiales parahacer de picuteros cuando ellas se ausentan.

Solamente nos queda el recreo como válvula de escape de toda nuestrafuerza interior, si bien es un período que puede llegar a ser peligroso, como eldía que Juanito Venantx Vitoria me propinó un tremendo puñetazo en el es-tómago. Fue una sensación terrible, como si la respiración no hubiera tenidoprisa alguna por retornar. No sé por qué, pero el dolor me trajo a la mente laimagen del instrumentista del bombo de la banda de música: yo era el bomboy Juanito el músico. Si caemos al suelo, miramos alrededor a ver si alguiennos ha visto, y si oímos risas, respondemos: ¡No me duele, no me duele!

Nuestro espacio de recreo son los kalistros, y nos hemos acostumbrado aellos como si de nuestra cárcel particular se tratara. Pero a falta de vigilan-tes, nos acercamos hasta el pórtico de la entrada principal y allí nos encon-tramos, entre adioses tristes y amargos, con el coche de caballos de Atxa ylas personas que, en dolorosa despedida, están a punto de partir hacia Bil-bao. ¿Hasta cuándo? No lo sé, pero para mí Bilbao está en el otro extremodel mundo. Pienso que la distancia física entre mi pueblo y la capital marcaa su vez una diferencia en cuanto a sensibilidades. De no ser así, no podríaentender por qué se rompió la relación entre mis padres y mi tía viuda quevive en Bilbao. Un día enviamos a la hermana de mi padre un cesto lleno demanzanas de una libra y de allí a poco recibimos una carta en la que mi tía,

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visiblemente enfadada, achacaba a mis padres el querer agravar su ya gravesituación económica, pues tuvo que pagar 0,90 pesetas en concepto de ar-bitrio, con la consiguiente merma de su reducida pensión de viudedad. ¡Pa-rece que no se puede ser demasiado bondadoso!

¿Cuánto dinero tendrán que pagar las monjas por los caramelos de la fiestaque nos dedican anualmente? Suele celebrarse un día de esos que amanecemás brillante que el propio sol, con la escuela engalanada y una fila de sillastras la mesa de Sor Delfina, y sobre la mesa cestas relucientes rebosando bol-sitas de bombones y caramelos. Al parecer, ese día se reconoce que somosmerecedores no ya del caramelo solitario que se nos ofrece de vez en cuando,sino de un puñado de ellos, y nos los dan además de todos los colores. Nos-otros esperamos sentados en nuestros asientos habituales, y tras el trasiegoapresurado de las monjas, poco a poco van entrando algunas madres de alum-nos disfrazadas de mujeres serias, y después de realizar algunos gestos a modode cumplidos graciosos, se van sentando en los asientos situados detrás de lamesa. Al poco, otra pequeña ceremonia, y aparece el alcalde acompañado deciertos señores serios e importantes. Nuestro asombro va acrecentándose antetanto lujo. Y el nerviosismo llega a su punto álgido al escuchar nuestro nom-bre, y nos acercamos torpemente hasta la mesa a fin de recoger, de uno enuno, las bolsas de colores, ¡entre los aplausos de todo el mundo! Las madresque han quedado fuera nos esperan con sus verdaderos trajes. ¿Pero por quése preocupan de nosotros, si ya tenemos cinco años?

Otro día memorable en el que casi podemos tocar al alcalde y los edileses el Domingo de Resurrección, cuando todos juntos acuden a la arboledafrente a las oficinas de la Unión Cerrajera. Allí, sobre un cajón de madera conpatas, se coloca la “rana” de hierro fundido y las autoridades comienzan ajugar delante del numeroso público. El día Viernes Santo, en cambio, jue-gan al doke con una onza de oro. ¡Ah! Y algunos días festivos, por la ma-ñana, vemos cómo las autoridades del ayuntamiento van a misa con suscapas y sus largos sombreros, acompañados por los txistularis.

Otro espectáculo –si es que se le puede llamar de esa manera– que sigo conatención desde mi balcón es el traslado del cuerpo del difunto en los fune-rales. Mi padre dice que en los pueblos pequeños vivimos la muerte comoalgo cercano, destacando que la muerte y la vida van de la mano. No le en-

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tiendo muy bien, pues pienso que la una niega a la otra, pero como los pa-dres nos educan en la creencia de que saben más que sus hijos, supongo quela teoría de mi padre será la correcta. Sea como fuere, en los entierros, bajomi balcón transcurre un flujo humano lleno de vida. Ahora bien, no siem-pre son entierros del mismo tamaño y la misma categoría. No sé como de-cirlo... es como si entre los cortejos fúnebres hubiera diferencias.

A veces son las cruces de plata las que abren el cortejo. Otras veces las cru-ces son de madera. En los primeros, ¡a saber por qué!, es mucha más lagente que sigue al féretro. Y los curas, incontables. Tampoco suelen faltar lascofradías con sus banderas. A la cruz humilde, en cambio, sólo le siguenvelas sin ningún tipo de ornamento, y dos curas como mucho. Tras el fére-tro, en fila de a uno, suelen ir los familiares varones del difunto. Los tresprimeros vestidos de capa y sombrero largo. Alguna que otra vez he vistodesaparecer la cabeza del cortejo subiendo por el Portalón mientras que lacola ni siquiera se atisbaba en el Arrabal de Maala. Una de esas ocasionesfue, por ejemplo, el día que sacaron el ataúd de la casa de Adán de Yarza.Tras el féretro iban los hombres del pueblo. Y por último, las mujeres.Cuando la cruz está hecha de madera, el cortejo de amigos es mucho más re-ducido y nunca he visto a ningún cofrade con sombrero largo sosteniendouna vela grande y hermosa. Una mañana, estando con mi madre viendo porla ventana cómo pasaba un cortejo, le escuché decir esto para sus adentros:¡Ése no era patrón!

Pero volviendo a lo de antes, veinticuatro horas después de la entrega deregalos en el colegio de monjas llegan los sanjuanes: carreras, visita de los ca-seros, alegría... Todos los años llega desde Zigarrola un carro tirado por seisu ocho caballos, llevando encima a la banda de música de Bergara y a lostxistularis de Rentería. Así es como estalla la alegría en las calles del pueblo,con los músicos de aquí para allá, primero tocando la marcha de Celedón, yel concierto de la Plaza como colofón. Los balcones de la casa de Adán sue-len estar engalanados. Desde el campanario nos llega el repique de San Juan,ecos agradables de un sonido mágico logrado por el sacristán haciendo tañerdiferentes campanas.

San Juan es época de espectáculos de muchos tipos. Al lado del kiosco dela plaza, por ejemplo, un odre que se utiliza para transportar vino lo llenan

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hasta la mitad de agua, y la otra mitad la inflan con aire. Se requiere fuerzay destreza, ya que se trata de alzar el odre al hombro y sostenerlo sin que secaiga al suelo durante algunos segundos. No creo que nadie lo haya logradonunca, pues el movimiento del agua hace perder el equilibrio.

Exceptuando a los viejos inquilinos del hospital, hoy no se ve a ningúnhombre por la calle, ya que todos, o por lo menos todos los que pueden,están en la fábrica desde primera hora de la mañana. Esta noche, segura-mente porque aún no estoy recuperado del todo de mi enfermedad, la faltade sosiego me ha mantenido despierto y las voces de los serenos me han tra-ído a la mente la lentitud de las horas de la madrugada. “Las dos... y llo-viendo”, acostumbra a decir el viejo Juan Olia Markaide al tiempo quegolpea el suelo con su lanza. Otras veces suele ser el chopo Pedro Salturri Be-rezibar quien, realizando el servicio nocturno imbuido en su capa con ca-puchón, canta con su voz grave las horas y las vicisitudes relacionadas conel tiempo. Una vez terminada la ronda nocturna completa de Olia, ha lle-

Los entierros eran un acontecimiento que reunían a gran parte de los mondragoneses, sibien algunos de aquéllos resultaban, al parecer, más atractivos que otros, atendiendo alnúmero de acompañantes en la conducción del difunto hasta el cementerio de Alday.

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gado, como de costumbre, la llamada a la fábrica, con los encargados de darel aviso tocando la aldaba de puerta en puerta. Son las cinco menos cuarto.Según mi padre, los avisadores reciben unas perras chicas mensuales de los“abonados”, por dar el aviso matinal que despierta a éstos.

Sé que hay compañeros míos de clase que antes de ir a la escuela acudentodas las mañanas a la fábrica de sus padres a llevarles en una pequeña mar-mita sopas de café con leche hechas con pan fot3 seco. Los padres trabajana destajo, es decir, a tantas piezas, tantos reales, y no pueden dedicar muchotiempo al descanso, ya que si no verían su sueldo reducido.

Si no fuera por la llovizna, mi pueblo seria muy hermoso, sobre todo por-que desde el balcón de mi casa tengo la suerte de poder ver espectáculos deltodo agradables y atractivos. Cuando más disfruto es cuando llegan los titi-riteros, pero eso suele ser principalmente en verano. Tras una ruidosa cha-ranga desfilan los artistas que actuarán por la noche en la plaza, y casisiempre presentan a algún que otro mono. Un día trajeron un oso oscuro yjuguetón con bozal y todo. A primera hora de la tarde levantan el suelo depiedra de la plaza para colocar los tensores y montar el trapecio.

Al anochecer, los candiles de carburo dan comienzo a un espectáculo deapariencia fantasmagórica pero, al mismo tiempo y según dicen, digno dever. Los aplausos de los niños y el murmullo de los adultos se adueñan dellugar. Al final de la primera parte, sin embargo, la mayoría de los especta-dores han desaparecido, argumentando que se han dejado la leche olvidadaal fuego. Los fugitivos creen haber ahorrado el real que los titiriteros tienenpor bien ganado. Pero no se librarán, pues los comediantes van de balcón enbalcón con sus anchos embudos enroscados en tubos de zinc, para así poderrecoger las monedas lanzadas al aire por los vecinos, tanto los de la plazacomo los que están en sus casas.

Mi padre dice que utilizan al oso para medir la fuerza de los mocetoneslocales. Yo no lo he presenciado nunca pero por lo que me ha comentado,

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(3) Fota o pampota. Eran panes pequeños, de miga tierna y muy sabrosos para tomarloscon café con leche. Se vendían a veinte céntimos.

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suelen colocar al animal guantes gruesos y un bozal y así es como luchó undía contra Sagasta el barrendero, ambos forcejeando por el suelo sin poderlevantarse, frente al herradero de Julián Olatxo Sagasta. Cuando el animalenfureció, los gritos y chillidos del público llegaron hasta San Cristóbal.

No hace falta que vengan los comediantes para que surjan líos y enredos enel espacio enfrente de casa, sin duda una de las zonas más hermosas del pue-blo. Ciertamente, he sido testigo de sucesos de todo tipo. A la izquierda, su-biendo por donde Xagu hacia Ferrerías, los días soleados podemos contemplara las mujeres mayores sentadas en sus sillas y banquetas, peinándose y qui-tándose los piojos mutuamente. Mi balcón es un lugar excelente para vigilarel trajín de los burros que bajan de los caseríos. Llegan a primera hora de lamañana con las marmitas de leche y cada casera tiene su clientela fija. Van decasa en casa repartiendo la leche “bautizada” antes de salir de cada caserío.Según oí decir a mis padres hace mucho tiempo, los caseros suelen tener siem-pre una vaca más de las que necesitan y ésta se encuentra atada ocultamenteen la fuente de la parte trasera del caserío. No sé si esa afirmación estará re-lacionada o no con el palillo alargado similar a un tubo de cristal que los al-guaciles, a veces, introducen en las marmitas. También he podido observar aaquellos, haciendo caso omiso a los gritos de las caseras, vaciando las marmi-tas en las acequias. A veces el reguero de leche baja, pasando junto a la al-hóndiga, hasta el arrabal de Maala. Día negro para las lecheras.

La vida social tenía su mayor vistosidad alrededor del Portal de Abajo. Aquel era elpunto de partida y llegada de los coches de viajeros a Bergara, Aramaiona y Elorrio, esteúltimo punto intermedio hacia el lejano y enigmático Bilbao.

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Las caseras se enfadan con nosotros, sobre todo los meses de verano,cuando, tras bajar a la calle y a pesar de haber dejado atado el burro, se en-cuentran con que el animal ha desaparecido al haberlo soltado nosotros dela argolla de hierro. Para hacerlo, procuramos mantenernos lejos del campode visión de alguaciles como Eulogio Paigorri Agirre, Gabriel Talo Una-muno, Francisco Plazero Olazagoitia, Luis Cánovas Arana, Simón Arriarany demás. Creo que el que menos me aprecia es Simón. El otro día, en horade asistir a vísperas y estando yo solo en el frontón de Zaldibar jugando a lapelota, lanzó su bastón contra mí. Lo recogí del suelo y huí a toda velocidad,dejando a Simón boquiabierto y sin bastón. ¿Qué se creía, pues? Todavía meestoy riendo de la que le hicimos en agosto del año pasado. Iba yo descen-diendo por la Calle del Medio con el patinete que Andrés Bidaburu y yo te-níamos a medias cuando, justo cuando menos me lo esperaba, Simón mehizo parar y me quitó el patín. Lo guardó en el desván del Ayuntamiento,precisamente en un cuarto junto a la vivienda de Andrés: por la noche ac-cedimos a la habitación y recuperamos el patín.

Con todo, se conoce que los caseros también tienen bastante habilidad parahacer tremendas fechorías. Según cuenta mi madre, los comerciantes de Vito-ria acuden a los caseríos de aquí a comprar pollos y no dejan nada para los ve-cinos del pueblo. Por eso, el Ayuntamiento ha establecido normas estrictas a finde que, por lo menos hasta las diez de la mañana, los pollos estén a la venta enla Plaza de Abastos. Pero por lo visto los comerciantes y los caseros tienen acor-dado el precio con antelación y los vitorianos llegan aquí a las diez de la mañanay adquieren los pollos con el dinero que los pobres vecinos no han podido pagar.Así pues, me quedo un poco más tranquilo al saber este proceder de los case-ros, al que contrapongo el haber librado yo algún burro que otro de su argolla.

Uarkape, Zerkaosteta y la estrada posterior al frontón son los sitios quemenos peligro entrañan a la hora de emprender aventuras asnales. Por elcontrario, nunca aparecemos por la panadería de Sinfo, pues siempre hayalgún municipal al acecho. Además, mi padre trabaja allá, y tengo prohibidohacer barrabasadas por la zona de Iturriotz. Por otra parte, mi madrina Sin-forosa Isasmendi es la que me regala el karapaixo todos los años.

Sin embargo, por lo que he oído decir a mis padres, también existe eneste pueblo gente que ha realizado obras caritativas extraordinarias, gente

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que trata de satisfacer las necesidades de los pobres, y así deben clasificarselas tres damas elegantes que el otro día acudieron a casa del vendedor de pe-rros Pascasio. Llegaron y le ofrecieron un colchón a cambio de su voto. To-davía nadie me ha explicado lo que es un voto, pero debe ser algoimportante, si no, Urbinesie, Txanbosie y la hermana de Don Paco no esta-rían metidas en el asunto.

Antes he traído a colación los candiles de carburo. Y he de confesar quenosotros también usamos el carburo para otros menesteres, como provocarestallidos. Compramos o robamos el carburo, vamos a Uarkape, nos hace-mos con algún bote cerca del río, hacemos un agujero en la base del bote, locolocamos en el suelo rodeado de barro, llevamos un poco de agua en la bocapara dejarla en el bote y el carburo empiece a hervir, tapamos el bote con unpapel y le damos fuego. El resultado está asegurado: el bote sube hacia elcielo a una velocidad tremenda. Los mayores dicen que es peligroso. No creo;además, prefiero eso a jugar al harri-lagun, es decir, a intentar arrimar almáximo una piedra a la pared. No me hace gracia. Y jugar a las tabas comolas chicas, ¿acaso tiene algún mérito?

Si de los mayores dependiera, fuera de la escuela también estaríamos es-tudiando. ¡No hay más que ver cómo se ponen cuando nos sorprenden ju-gando con los cuentos de “Calleja”! ¿Acaso no es más lógico, por ejemplo,utilizar los volúmenes de cuentos como premio en nuestras competicionesque guardarlos para completar una bonita colección? A menudo pienso quelos padres se pasan en su afán de tenernos bien atados.

Menos mal que también tenemos otros juegos que nos ayudan a olvidar-nos de la tozudez de nuestros padres. Jugando al txirikiketan, por ejemplo,soy un artista, a pesar de que hay quien dice que es un juego de chicas. Nopocas veces he propinado buenos golpes en toda la crisma –sin querer, esosí– a muchachos que jugaban a canicas cerca de mí, al lanzar yo mi palohacia arriba y caer de lleno sobre alguna de sus testas.

La otra vez, dejé llorando a un chaval de la calle más joven que yo y la car-nicera Benita, al oír sus lamentos, salió como queriendo exculparme, diciendo:¡Tranquilo niño, que no ha sido nada! Semeikotxo baten pupua eta txakurhaundi baten trapua! (¡Deja de quejarte, que tampoco es para tanto!).

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Sin embargo, temo que, cuando menos me lo espere, ese chaval me va arecibir a pedradas, en pago de lo que yo le hice.

Otro de los juegos que más me gusta es el de las chapas, utilizando lastapas, bien pisadas, de los botes de producto para dar brillo a los zapa-tos. Los lanzamos contra la pared, y el que más se acerca, ¡campeón! Laschicas, en cambio, juegan a las tabas. Las más apreciadas son las de car-nero, ya que valen cuatro veces más que las de oveja. Usan bolsitas detela para guardarlas, pero muchas veces, en lugar de tabas, llevan harri-loradunak, piedras encontradas cerca del puente de la Concepción, y luegopintadas. Los chicos recaudamos suculentos beneficios con las cajetillas decerillas –caso de ganar en el juego, por supuesto–, pues intercambiamoscajas de lujo de entre cinco y quince céntimos. Además, las que llevanimágenes de los futbolistas famosos pueden cotizarse hasta dieciséis vecesmás que las corrientes.

Otras veces nos dedicamos a atrapar murciélagos. A las seis de la tarde en-cienden la luz de la calle. Una hora más tarde todo está oscuro y sólo sepuede ver algo en el pequeño espacio de debajo de la bombilla que cuelgadel cable que cruza la calle. Ahí solemos estar nosotros, con la blusa de la es-cuela en la mano esperando a que aparezcan los murciélagos, para a conti-nuación lanzarla al aire y paralizar así el vuelo del animal. En dicho esfuerzo,los días otoñales de bochorno ofrecemos un espectáculo digno de ver, ¡perocuidado!, el juego puede resultar peligroso caso de que el murciélago muerdaa alguien.

A pesar de que a mí, por ser demasiado joven, aún no me dejan, sé quelos mayores de diez años juegan a guerras. Los de Txorta luchan contra losde la Escuela Vieja, éstos bajo el mando de Bittor Errekalde Berezibar, mien-tras que a aquellos los dirige Lorenzo Eperra Uribetxebarria. El campo debatalla está situado en Santa Bárbara, concretamente en Goikobalu, y unosacuden allá subiendo por el Paseo Arrasate, mientras que otros lo hacen porSan Agustín. Luchan lanzándose piedras unos a otros, hasta que los más dé-biles huyan. En un principio, limpian sus heridas en las fuentes del lava-dero situado en el regazo de Santa Bárbara, y luego cada uno trata de curarseen su casa, alguna vez con una venda mojada con vinagre y sal... y, casisiempre, con la ayuda de una buena azotaina del padre.

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Los amigos a veces vamos a casa de Nicolás Txanton Arregi porque lamadre de su mujer sabe canciones y cuentos muy hermosos, y encima nos losenseña con un cariño del que las monjas carecen. Behin juan nintzan mer-katura... ikusi neban txarri txiki bat... txarri txiki horrek fru, fru, fru... eka-rri neban etxera. Podría cantar muchísimas canciones parecidas, pero me davergüenza.

El balcón es un observatorio magnífico que me aproxima a todo lo que su-cede en el pueblo. Así, me doy cuenta de que los únicos forasteros que reco-rren las calles del pueblo son mendigos que llevan un saco de pan seco alhombro y van visitando las casas piso a piso, excepto las de los ricos y los as-

El Arrabal de Zarugalde conformaba en su extremo noroeste un microcosmos popular espe-cífico, con su convento, panadería, lavadero público y la taberna de Herrarte. El crimen co-metido en los alrededores de Barrenatxo nos conmovió y asustó a todos los mondragoneses.

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pirantes a ricos. Las puertas de entrada de las casas de estos últimos suelenestar cerradas día y noche, como si se tratara de una especie de rechazo haciatodo espíritu de hermandad. Al menos, por lo que he oído en mi casa desdesiempre, con esa gente no se puede contar en caso de necesidad.

La solidaridad se demuestra de diversas maneras; en los incendios, porejemplo, tanto los curiosos como los que están dispuestos a echar una manoaparecen enseguida deseosos de ayudar directamente a la familia que ha su-frido la adversidad. Los accidentes causan honda impresión entre los veci-nos del pueblo, como cuando Francisco Txumeta Zumaeta perdió un brazoen un accidente, o cuando la sierra cortó el del joven de Barrenatxo, a la al-tura del codo. Creo que también se puede demostrar el apoyo a los demásmediante las campanas. Por ejemplo, las campanadas de muerte no soncomo las demás; las mujeres salen a las ventanas para saber quién es el di-funto. A menudo veo a los curas pasar delante de mi casa camino del domi-cilio de algún moribundo para administrarle los últimos sacramentos.

A la mayoría de los vecinos del pueblo, nada más nacer, se nos incorporaa una cofradía creada al objeto de aliviar los gastos que acarrea un falleci-miento. Es como si la muerte nos pasara una factura de forma inmediata;como si quisiera demostrar su autoridad al mismo tiempo que recibimos elsalvoconducto para venir al mundo.

Pero voy a dejar ese camino antes de que la tristeza se apodere de mí. Voyde nuevo a mi balcón, a esa atalaya incomparable que me acerca a todo loque en el pueblo acontece. Ayer, por ejemplo, me convertí en testigo directo deun hermoso suceso. Son las ventajas, sin duda, de quedarse enfermo en casa.

Frente a la Plaza de Abastos, en lugar del coche de caballos de correos,apareció un automóvil con ruedas de goma. Tenía las ruedas cosidas conclavos, se conoce que al objeto de conservar mejor la goma interior del neu-mático. Las carreteras y calles del pueblo acondicionadas por la apisona-dora se llenaron del ruido de un nuevo animal con motor. Los que lo vierondecían que fue un bonito espectáculo presenciar cómo tras dejar la curva deTakolo subía camino al pueblo desprendiendo una juguetona nube de polvo.Venía de Vitoria, ¡ahí es nada! En el pueblo lo acogieron como si fuera unasteroide de otro mundo, y un grupo de mujeres lo siguió hasta el centro, ala espera de ver qué salía de la barriga de aquel armatoste con ruedas. La

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maestra de la Escuela Vieja dio fiesta a sus alumnos y, por lo tanto, no fuiel único testigo de la aparición, pero gracias a la situación privilegiada de mibalcón pude seguir mejor toda la operación.

Oí comentar a ciertos seudo-ilustrados que quedarse atrapado bajo lasruedas del automóvil no reviste mayor gravedad, porque las gomas interio-res están llenas de aire. Según aseguraba una viejita a otras dos, las suelasde las botas del doctor Ubago también son de goma pura, y si así lo deseara,el médico podría saltar desde su ventana a la calle sin sufrir daño alguno. Enlos casos de urgencia parece que las botas le vienen de perlas al galeno, puesno tiene por qué bajar escaleras y así puede llegar antes a casa de los pa-cientes. ¡Son los avances de la ciencia!

Con todo, no pudimos saber si realmente las ruedas del automóvil seadaptan a la forma del cuerpo humano sin causar el más mínimo daño, puesnadie se atrevió siquiera a poner su pie debajo. Y estando el público enzar-zado en tamaña discusión, el auto de correos desapareció por la curva de lacasa de Don Toribio Agirre. Además, justo en aquel momento apareció elfornido muchachote del caserío Loro subiendo por la calle Magdalena con sucarro de bueyes cargado de madera.

Todos los años vivo el día de “San Nicólas” a pie de calle, no desde el bal-cón. Es la fiesta que más gusta a los niños y niñas y vamos de casa en casapidiendo nueces, manzanas y dulces. San Nicólas coronado, arzobispo Ma-riandrés... Tras recoger y meter en la blusa los regalos lanzados sobre nues-tras cabezas desde la primera planta de la casa de Adán de Yarza, elmurmullo de los cantores nos va desplazando hacia el palacete del historia-dor Juan Carlos Guerra; y de allí, al domicilio de Don Toribio. Así, vamos vi-sitando los portales de las casas más importantes del pueblo, antes deproceder al recuento del botín recogido por cada uno.

Un espectáculo hermoso es, qué duda cabe, el de Santo Tomás, el día dela feria. Los caseros vienen vestidos con la blusa festiva, boina y abarcasnuevas y calcetines blancos confeccionados en casa y, sinceramente, creoque con su presencia elevan la categoría del pueblo. Los que no vienen apie, se acercan en coche de caballos: Los carros son los de Zeziaga, pro-vistos de faroles de luz brillante, o los de Luciano Margallo Mercader, que

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llevan coles en vez de faroles. Con sus idas y venidas unen Bergara, Oñati,Zumarraga y Aramaio.

No suelen faltar los acordeonistas ruidosos que en compañía del pande-retero vienen sobre el techo de los coches de caballos, dando alegre bienve-nida a las fiestas previas a Navidades. Desde el Portalón a la curva deZerkaosteta acuden los vendedores bullangueros golpeando sartenes y gua-dañas, metiendo el mayor ruido posible. Camino a Uarkape, en cambio, sevenden burros, gallinas, capones, gansos y patos.

La acera del Ferial, desde la peluquería de Olia hasta la casa vieja de losResusta, se convierte en avenida de jóvenes sudorosos que bailan al son delos trikitilaris. Más allá, si subimos a las paredes de Kale Barri4 escuchare-mos a algún dulzainero. Y frente a la escuela de niñas de Viteri, una manoanónima no deja de hacer girar a la manivela del pianillo de Las Columnas,como todos los años.

Debajo de mi balcón hay un sacamuelas gritando las maravillas de un lí-quido rojo que supuestamente hace milagros para quitar el dolor de muelas,y asegurando que vende dicho líquido a veinticinco céntimos el frasco. A sulado, otro charlatán presenta una fórmula mágica de los indios americanos;se trata de grasa de serpiente, según él, apropiada tanto para picaduras ymordiscos venenosos como para el reuma. Lo veo rodeado de hombres y mu-jeres ansiosos por hacerse con una cajita. Los fuertes contrastes climatoló-gicos que padecemos por estos pagos deben de tener influencia directa ennuestra salud y, al parecer, mi padre también padece de reuma, ya que el añopasado adquirió una de esas cajitas. Aquella misma tarde me pareció que miprogenitor había montado en cólera, como si lo hubieran engañado, y por loque decía entre dientes a mi madre, el contenido de la caja no era más queviruta de madera.

El sacamuelas, como su nombre indica, también ejerce su oficio habitualarrancándolas de raíz, siempre que el sufridor le compre un botecito de grasade serpiente. En el momento de la operación se puede oír el estruendo de cha-

(4) Ahora Calle Garibay.

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pas, bombos y bombardinos. Aun así, un día los terribles gritos y puñetazosde una casera lograron imponerse a la resistencia del médico y a la potenciade los músicos, que se quedaron solos ante la estampida colectiva del público.

Justo al lado del cartel situado en la esquina derecha del arco del Portalde Abajo se escucha unas campanillas. Es el famoso charlatán León Salva-dor, vendiendo algunas joyas de brillantes relucientes, un reloj y una monedaoculta en la mano... por un duro. Más abajo, justo frente al portal de Adánde Yarza se encuentra un vendedor muy parlanchín, Kerexeta, con su ofertaespecial de cada año. La churrería de Mancebo y el puesto de quien clama“Al rico pirulí de Bergara” son los que más nos gustan a los niños.

A pesar de que con la vista me es imposible seguirlo, el espectáculo con-tinúa calle arriba hasta la Plaza, llena de chabolas de madera, totalmentetransformada, sobre todo con vendedores de zapatos. El cojo vitoriano quevende zapatos negros de piel fina y la caseta de José Catalán Fernández,con sus ásperas botas de monte, son los puestos con más compradores. El po-sible cliente hace cantidad de preguntas antes de decidirse, pues sabe desobra que el zapato barato, si es malo, sale caro. Las paredes del Kontzejupeestán adornadas con artículos de todo tipo: mantas, chales de lana sin man-gas para la cocina, pañuelos para la cabeza negros y de colores claros. En elsuelo hay tambores para asar castañas y herramientas que ayudan a reali-zar los duros trabajos del caserío: hachas, hoces, guadañas, muelas de afi-lar y muchas más.

Al castañero que grita “Txakur txiki batian, txakur txiki batian...” (¡Auna perra chica, a una perra chica...!) no le faltan niños alrededor pero, noobstante, nuestros ojos están clavados en el escaparate de la tienda de Lo-renza, seducidos por una grande y tentadora serpiente de mazapán. No sécuántas veces al año, con la nariz pegada al cristal, leo el papelito que dice“Se RIFA por AÑO NUEVO”, sin poder quitar el ojo a los bombones multi-color que rodean la caja del dulce animal. Me da a mí que esos dulces de ma-zapán y membrillo han tenido influencia directa en el crecimiento denuestros dientes y muelas, sin necesidad de dar masaje a las encías.

Al final de la fiesta los coches de caballos ofrecen un espectáculo ex-traordinario, cada uno de ellos preparado con cinco o seis animales. Primero

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se llenan de viajeros los espacios interiores, antes de pasar a los dos bancosdobles con respaldo situados sobre el techo, y por fin se invita a sentarse allado del conductor trotamundos. El frío invernal no presagia un feliz retornoa los que ya tienen elegido ese medio de transporte para la vuelta a casa.Ser testigo de su partida me produce un escalofrío que me recorre la espinadorsal. Pero más temibles son los vaivenes de los coches de caballos una vezpuestos en marcha y a través de las calles y estradas, pues da la sensaciónde que en cualquier momento pueden venirse al suelo. La resaca de SantoTomás la llevan mejor los que se quedan a pasar la Noche Buena y la Nati-vidad en casa de algún pariente del pueblo, sin tener que retornar a sus lu-gares de origen.

Cuando muchos niños y niñas de mi edad aún no han salido del pueblo,yo ya he estado en La Rioja alavesa. Fue el año pasado, en una excursión in-olvidable que hice con mi tío. Él es propietario de un hermoso carro de mulosque trae vino a Gipuzkoa y así es como hice este viaje de alrededor de cienkilómetros. Nos alojamos en un hostal de carretera y mi tío se levantó a lascuatro de la mañana para lavar y dar de comer a los animales. Una vez hu-bimos llegado a la casa de mi familia, el hermano de mi madre unció losbueyes y me llevó a conocer el Ebro. Vi las gabarras que cruzan el río deuna orilla a otra, así como las enormes poleas utilizadas para que aquéllaspasen de un lado a otro. El lenguaje de la gente del lugar nada tenía que vercon el nuestro. Sólo hablaban español, con una entonación y una pronun-ciación limpias. De los balcones de las casas colgaban ristras de guindillasverdes y rojizas, junto a higos y frutos de muchos tipos.

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HE VUELTO PARA TRES DÍAS

Han pasado los años y la transformación habida en el pueblo desde mi in-fancia está bien a la vista. Dicen que la memoria es la base del carácter delos hombres, mientras que la tradición sería la base del de los pueblos. Adecir verdad, la definición me parece correcta, aunque a veces me cuestaadmitirlo. Me estoy haciendo viejo y mi espíritu querría recorrer caminos delibertad; me gustaría vivir cielos más amplios. A menudo me siento como unpájaro deseoso de volar, como si las calles y rincones se hubieran vuelto de-masiado estrechos. Pero hay momentos de silencio en los que, al sentir lasangre caliente de mis venas llegando al corazón, el temblor de las raíces meindica que soy de aquí, que no debo dejar la casa de mi madre. Y surge enmí el conflicto, como si lo local y lo universal fueran enemigos acérrimos. Sonincontables las ocasiones en las que he recordado a mi padre diciendo re-franes tan plenos de significado como Auzoko beixak esne geixau –La vacadel vecino siempre da más leche– o Urriñeko ederra baño, inguruko eskasaobe –Mejor que lo hermoso lejano es lo escaso cercano.

Aquí estoy de nuevo. Han pasado cincuenta años desde aquel duro día enque tuve que dejar atrás mi lugar de origen. Y mi mente, como si de un radarde giro lento se tratara, me dice que está preparada para captar incluso losdetalles más nimios, para marcar, en cada movimiento, aquellos antiguosedificios, para recuperar a las personas que allí vivían con sus circunstancias,y después, si fuera posible, valorar todo eso al objeto de saber si he ido pro-

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gresando o retrocediendo. Pero creo que no merece la pena, pues ese ejerci-cio no nos llevaría a nada. ¿Guardan acaso los hermosos edificios de ce-mento, aquellos valores intocables del ayer? Sin duda, nuestra vida deentonces era mucho más dura que la de ahora, y la comodidad de hoy su-pera con creces a la que disfrutaban los ricos de aquella época. De no ser así,los Resusta hubieran comprado muebles nuevos cuando se mudaron de casa,tal y como haría en la actualidad cualquier trabajador. Pero el caso es queno fue así, ya que como se pudo comprobar años más tarde al ser asaltadaaquella mansión, los muebles que se lanzaron por la ventana a la calle eranlos mismos que yo conocí en la edificación anterior. Mas, perdonen, pues ésees un ejemplo pequeño y nimio. Como decía, el ambiente, las costumbres, losamigos... ¡Todo ha cambiado! El vacío es de por sí insustituible.

Pero he vuelto. He vuelto a las calles que vieron cómo pasé de los panta-lones cortos a los largos, tras conocer infinidad de paisajes a lo largo y anchodel mundo. Sin embargo, poca gente de aquí se acuerda de que un día tuveque salir del pueblo y olvidar por mucho tiempo a mis padres, a mi hermanay a mis amigos. Y me pregunto si el precio pagado ha merecido la pena, asabiendas de que está claro que nunca llegará la respuesta. Y pese a que mimemoria sigue viva, el solo hecho de pensar que alguna vez pude traicionara la tradición hace revivir en mí el fantasma del pecado mortal.

De todos modos, dudo de que después de los siete años haya tenido con-ciencia de ser pecador –desde que me sacaron de la escuela de monjas, con-cretamente– y menos aún una vez mis padres hubieron hablado con elalcalde e hice mi nido en la llamada Escuela Vieja, pues allí no había muchoambiente religioso. Teníamos que formar grupos, para que, de esa manera,cumpliéramos el programa marcado por el ayuntamiento. Corría el año 1915y el asistente del maestro, Marcelino Uribesalgo, hacía lo indecible para gra-bar en nuestras mentes la interminable letanía de la doctrina. Sólo con elpaso del tiempo acerté a ordenar aquellos nombres y largas series de pala-bras. Ahora bien, atrás quedaron los refranes que ni el propio cura que veníaa visitarnos los sábados era capaz de explicar bien. Es más, al parecer, ni si-quiera mi padre se veía capaz de dar con la explicación correcta. ¡Y mira quemi padre sabía sobre religión! Es por lo que durante unos años pensé que enel sistema de enseñanza se utilizaban palabras y expresiones extranjeras. Porejemplo, “No fornicar” o “No hurtar”. ¡Menudas palabrejas!

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Conforme avanzaba en los estu-dios, fueron surgiendo complicacio-nes tan difíciles que me llevaron acompadecerme de mí mismo e in-cluso llegué a pensar que podríaestar condenándome al fuegoeterno del infierno. Por ejemplo, yonunca sentí el “dolor de contri-ción”. Entre otras cosas, porquenadie se encargó de enseñarnos enqué parte del cuerpo se encontrabala “contrición”, si bien yo sospe-chaba que se trataba de un órganoal lado del estómago. Sor Delfina,por su parte, me enseñó a rezar “Je-susito de mi vida...” y cosas así. Laencantadora monjita decía que alpoco de cerrar los ojos podríamosver al niñito Jesús. Yo no notabanada, a pesar de cerrar los ojos. Por

el contrario, tres compañeros de clase confesaron un día que a ellos sí que seles aparecía la criatura celestial, para envidia de todos los demás. Pero no sepuede dar por seguro que algo así ocurriera, ya que los tres alumnos hicieronuna descripción del milagro totalmente diferente. Así, mientras a uno de ellosJesús se le apareció descalzo, a los otros dos lo hizo en alpargatas.

Cierta tarde, Sor Delfina nos explicó otro misterio: los niños sin bautizarvan al limbo. Y eso no me pareció nada justo. Pero peor me parecía aún lacreación de la mujer, pues para moldear a la mujer Dios tuvo que arrancarleuna costilla al hombre, y soplar para, finalmente, darle vida. Yo no com-prendía cómo el Gran Arquitecto podía pasar tanto tiempo soplando, ya quetanto en Mondragón como en los pueblos y caseríos cercanos nacía un mon-tón de niños a diario.

De todos modos, con dudas o sin ellas, me tocó hacer la primera comu-nión con siete años, y después de la ceremonia mi madre me envió a casa deDagoberto Dago Resusta. Me recibió francamente bien y me dijo que le gus-

Así me retrataron cuando volví por tresdías a mi pueblo natal, después de más decuarenta años sin haber pisado sus calles.

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taba mucho el traje que llevaba puesto, con cuello firme y almidonado, bolasdoradas en las mangas y sosteniendo un libro con tapas hechas de piel dealgún animal digno de lástima. Me hizo una foto.

De pequeño pasé momentos muy duros debido a mi dolor de muelas cró-nico. Todos los viernes venía a Mondragón desde Bergara el famoso dentistaPeña y a menudo me enviaban a su consulta. No obstante, mis muelas no en-tendían de calendarios y una tarde que tenía dolores horribles mi madre memandó a dar un paseo con una prima mía. Tras caminar por la fuente deagua ferruginosa de Santamaña llegamos hasta la iglesia de Uribarri ycuando nos dirigíamos a visitar a la Virgen de Santutxu nos encontramoscon un mocoso con aspecto de ser de caserío que, utilizando una vara larga,se hacía con las perras chicas que la gente había arrojado frente al altar, sinque nadie le reprendiera por ello. La propia Virgen no se inmutó: ni una son-risa, ni una mueca de enfado. Más tarde, en casa, y con el dolor de muelasya olvidado, me pregunté cómo era posible que la Virgen tuviera que pasardía y noche tras la red metálica de Santutxu, a cambio de unas monedas quepor lo visto le importaban bien poco. Es más, ¿para qué desearía el dinerosi en el cielo podía comerse todos los pasteles que quisiera sin pagar nada?

En la escuela estábamos sujetos a una disciplina tremenda y ni siquierapodíamos esperar que nuestros padres nos ayudaran, pues ellos mismos ha-bían sido educados bajo métodos aún más terribles. Yo tuve un poco desuerte, ya que, tal y como ocurre con los reclutas de cuota, todas las maña-nas, hacia las diez, el maestro Don Máximo de Nicolás me enviaba a com-prar el diario “La Gaceta del Norte”. Aunque el pueblo no era muy grande,a veces “oía” bastante tarde las voces del vendedor, y esa sordera mía mepermitía vagabundear tranquilo, sobre todo cuando hacía buen tiempo. Asíme enteré de que a mi maestro, que vivía en la pensión “Las Columnas”, sele disparó la pistola que escondía bajo la almohada y eso le causó una graveherida en la pierna. Cuando dicho maestro se fue, Lucio Portillo se incorporócomo guía del centro escolar.

De la Escuela Vieja pasamos a la de Txorta, la escuela dirigida por ElíasTxorta Aspiazu, pero para cuando yo ingresé el nuevo responsable era Fran-cisco Urrutia. No parece que hice ningún progreso notable, pues mi padrehabló con D. Félix Arano, de la Escuela Viteri, para que me admitiera en su

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centro. Don Félix era,sin duda, el profesormás célebre. Nos hacíaleer el Quijote de Cer-vantes, así como las fá-bulas de Samaniego eIriarte. Y él se sentabaentre nosotros, como sifuera uno más, al ob-jeto de que todos jun-tos reflexionáramossobre las moralejas deaquellas historias. “Lazorra y las uvas”, “Elburro y el tesoro”,“Los animales conpeste”... De todas ellasextraíamos algo posi-tivo, como cuandoacusaron al pobreburro de haber exten-dido la peste, sin haberrealizado el interroga-torio indispensable ydecisivo al león y lapantera. “¿Vosotroscreéis que a los pode-rosos se les acusa dealgo?” preguntaba elagudo Don Félix. Su-pongo que, a fin deevitar disgustos, ésteactuaría con prudenciaa la hora de utilizar

tales métodos de enseñanza, pues los ojos de numerosos vecinos estaban pues-tos en el maestro liberal, esperando a que algún día diera un patinazo. Tam-poco mi padre estaba muy de acuerdo con la metodología de Arano, ya que

En los jardines de Viteri, a los que acudíamos en losratos de recreo en la escuela, se erigió en 1911 el mo-numento en honor al filántropo mondragonés. Pero elgran maestro por aquel entonces en nuestra villa eraD. Felix Arano, alavés de Salvatierra, que dejo huellaen nosotros por sus adelantados métodos docentes

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para él lo mejor era prolongar al máximo mi inocencia respecto al lado ocultode la vida, sabedor de que siempre me quedaría tiempo para hacer fechorías.

Quizás por eso, o porque los verbos en pasado o en pluscuamperfecto nome tiraban demasiado, hice la solicitud para entrar en la fábrica. Siempre hetenido la duda respecto al tipo de verbo irregular que surgiría de mezclar elpretérito imperfecto, el pretérito perfecto y el pluscuamperfecto. ¿Qué fun-ción tendría? Y si en vez de escribir “verbo” escribiéramos “berbo”, ¿alte-raría eso el tono del significado? Se puede coger manía a cualquiergramática, como aquel día en que, en la taberna que abrieron los hermanosModesto y Casimiro Leibar por San Juan, justo en el punto donde confluyenlas calles Iturriotz y del Medio, vimos un cartel que rezaba: “Benta de ville-tes, para la corrida de esta tarde”. ¿Se podía hacer negocio a pesar de pro-pinarle una patada infame a la gramática? Menos mal que el maestro D.Félix, una mañana que nos llevaba a Misa Mayor, se plantó frente al bar y,visiblemente enojado, exigió a Casimiro que corrigiera lo escrito en el cartel,por respeto hacia la escuela. Pero creo que el bar habría recaudado el mismodineral, independientemente de que el cartel estuviera bien o mal escrito.

En la escuela de Arano, solíamos tener fiesta el jueves de la primera se-mana en que llegaban las golondrinas. El maestro nos decía que era unarazón para estar contentos y dicho día recitábamos cantos y poesías parahonrar a la naturaleza. En mi opinión, aquel señor sabio abrió una ventanaa la sensibilidad en nuestro interior.

Siempre he pensado que aquellos momentos fueron decisivos para mi fu-turo. Toda la libertad que había disfrutado hasta entonces, la pelota, la co-meta, el monte, los amigos... habría de olvidarlos, pues me disponía aincorporarme al mundo de los adultos. Empecé a estudiar solfeo con Gui-llermo Lasagabaster, aunque yo no estaba dotado de ningún tipo de habili-dad para ello.

Mi padre tenía un grueso libro de música lleno de pentagramas, y yo es-taba convencido de que la Banda de Música de Vitoria tocaba en sanjua-nes gracias a dichos pentagramas. Mi madre, por su parte, me apuntó enla escuela de Artes y Oficios, al objeto de que aprendiera a dibujar conDon Luis Armengou. Me decanté por la especialidad artística, para deses-

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peración de mis padres, ya que ellos pensaban que los temas relacionadoscon la delineación me vendrían mucho mejor para poder comenzar a tra-bajar inmediatamente.

En dibujo hice progresos espectaculares. Mi profesor me presentó comoalumno modelo en diversos círculos locales y eso, tanto a mí como a mis pa-dres, nos llevó a pensar que también podría realizar avances en mis estudiosnormales. Cuando murió Don Luis tuve como profesor a su hijo Antonio.Este último fue el que impulsó mi candidatura para un Concurso de Traba-jos en Bilbao, con un dibujo que mostraba las caracterizaciones de noventapersonas, titulado “La guerra consagrando la supremacía de las arte indus-triales”. Con dicha obra logré el primer premio del Concurso. Pero sobreesto ya hablaré más adelante.

Desde aquel casi olvidado Ferial, trasladado en 1926 a un nuevo emplazamiento, partíala Avenida Viteri que nos conducía hasta la Unión Cerrajera. Aquel tramo se poblaba demanera espectacular a las horas de entrada y salida de fábrica. Desde 1921 fue tambiénel tren el que reguló el tránsito de personas y mercancias.

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Así pues, cuando con dieciocho años partí a Bilbao a recoger aquel pre-mio de dibujo, supe que los niños no los traía el doctor Urbina ni de París nide Vitoria. Los razonamientos “absurdos” escuchados a mis amigos hasta en-tonces tenían más visos de ser verdad que las explicaciones de curas, frailesy monjas. Y éstos tampoco se libraban de orinar alzándose el hábito o la so-tana, tal y como hacía el carbonero Nicolás Kamiñero Altuna.

No sé si la inocencia y el desarrollo prudente deben de ir de la mano, nisi alguna vez llegaron a ser sinónimos. Pero el acercamiento a la ciencia pro-vocaba un significativo gesto de rechazo en mi difunto padre, así como en lamayoría de la gente de su edad. Nacido en el último cuarto del siglo XIX,consideraban una maldad diabólica la loca osadía por favorecer el progresode hombres y mujeres, como si la sociedad que ha olvidado los consejos re-ligiosos estuviera abocada a la perdición. Mi padre –a las madres se les su-ponía sumisión– pregonaba el rechazo al cientificismo, por el daño que éstepodía causar en el alma.

Así las cosas, recuerdo que una vez, siendo yo aún muy joven, ocurrióalgo que, con la ayuda de los periódicos de la época, vino a consolidar la feciega de mi padre en su base supersticiosa. Ocurrió que un aviador llamado“El berlinés” desapareció con su avión para siempre dentro de una voráginede nubes negras. Mi padre decía que Dios creó al hombre para vivir en la tie-rra y no para estar continuamente hostigando al creador con la magia de labrujería. Manteniendo el respeto debido a mis padres, el miedo hacia diosesconocidos esculpió la totalidad de mis vivencias de aquellos tiernos años.

No obstante, tampoco faltaban los que despreciaban olímpicamente la irade Dios y el respeto hacia el prójimo, o por lo menos eso era lo que recalcabami padre; ahora bien, aquellos nunca adolecieron de falta de humor y abiertoespíritu bromista. Con el paso de los años he podido comprender que su ac-titud osada tampoco era de tanta gravedad, si bien hay que aceptar que amenudo se pasaban de la raya. Valga como ejemplo lo acaecido una mañanade domingo a una señora elegantemente vestida que se disponía a entrar enla Plaza de Abastos. Resulta que un amigo mío se acercó a esta señora gorday de culo inmenso y, con gran disimulo, le pegó un cartón en la parte infe-rior de la espalda, que decía: “Se alquila el cuarto trasero”. ¡Menudo jaleose armó en las inmediaciones del Portalón!

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Acostumbrábamos a gastar muchas bromas en la Unión Cerrajera, sobretodo dirigidas a los principiantes, e incluso los oficiales más serios partici-paban con entusiasmo en estos juegos. Alguien de nosotros se acercaba alpobre joven y lo mandaba a otra Sección, diciéndole: Vete a donde JuanTxantxote y dile que te dé la plantilla del fuelle. ¡Aquel embrollo era el pre-cio que el nuevo trabajador debía pagar por su inocencia!

Con frecuencia veía el coche de Atxa a punto de partir hacia Elorrio, pre-parándose para subir hasta lo alto de Kanpanzar tirado por cinco caballos.Al parecer, se trataba de una enorme aventura, ya que en la estación de Elo-rrio había que coger el tren para llegar hasta Bilbao. Nunca olvidaré losabrazos interminables entre los viajeros y los que se quedaban en el pueblo.¡Era como si se despidieran para siempre! Pocos mencionaban la alternativade enviar cartas... pues no todos sabían escribir. Bilbao era un gran vacío,un gran fantasma ciego e inimaginable. Decían que los tranvías recorrían

Desde muy joven me atrajo la fotografía y una muestra de ello es este retrato que le hicea Guillermo Lasagabaster en pleno esfuerzo dirigiendo la banda de música municipal, amediados de los años 20.

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las calles a cualquier hora. No había ni “Ángelus”, ni repique de campanasque delimitara las horas del día según la doctrina. Se comentaba que a lasfiestas nocturnas asistían bailarinas mostrando la parte superior de la rodi-lla... Y todo eso, para mi difunto padre, era pecado mortal, provocado porla subordinación al desarrollo, algo que en un pueblo pequeño como el nues-tro todavía se podía evitar.

Bilbao estaba lejos, y no eran pocos los que, en vez de ir allá, esperabanalgo especial en el pueblo. Calentaron los cascos al paisano Cristóbal Bedia,a fin de que llenara su cine con mujeres alegres. Cristóbal, que era prudenteen sus decisiones, primeramente trajo malabaristas. Se conoce que queríatantear el ambiente. Y aquel primer intento abrió las puertas a la contrata-ción de un pequeño grupo de bailarinas, que nada más salir al escenario co-sechó un éxito abrumador. Todas eran hermosas, vestidas con medias negrasy faldas en abanico que salpicaban el baile de artística magia. Charlestón,can-can... Un espectáculo maravilloso para aquellos espectadores ruidosos,para los que Bilbao quedaba demasiado lejos.

A Cristóbal Bedia no tardó en salirle un competidor en el trinquete deMaalako Errebala. Y se organizó un segundo acto, esta vez con entradasque daban derecho a un refresco. El trinquete se llenó hasta la bandera. Sinembargo, al alcalde Goñi no le hizo ninguna gracia tanta alegría y tanta las-civia, por lo que envió a Simón el alguacil, provisto de un sombrero sucio tipocarcelero y un grueso bastón, con la orden de cerrar el frontón caso de quelas bailarinas levantaran sus faldas más allá de la parte superior de la rodi-lla. Allí permaneció Simón, tratando de medir la emoción que provocaba elbaile en el público; emoción producida por un tipo de baile desconocido parael noventa y nueve y medio por ciento de los habitantes de un pueblo formaly católico. Simón aguantó el tipo, Dios mediante, hasta el final del espectá-culo, y el pobre municipal no fue aplastado por la juventud enloquecida ytampoco el alcalde Goñi presentó su dimisión. Pero allí terminaron las re-presentaciones públicas de los pecadores... aunque tuvieron su continuaciónen privado, por ejemplo, en las exhibiciones del Casino Viteri.

Aun siendo un pueblo religioso, algunos sólo acudían a la iglesia una vezal año, y había quien no entraba a la iglesia para nada. Recuerdo lo que ledijo mi madre a una amiga suya sobre un vecino que a duras penas cumplía

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con sus obligaciones cristianas: “Ahí va con el ternero del año. Si algún díala iglesia se cae, difícilmente atrapará a ése debajo”.

Los carnavales eran fiestas bonitas. Para adentrarse en la seriedad de laCuaresma, cada uno debía de cargar con su mochila como fuera y se lanzabaa la juerga con los excesos propios de la tradición. El martes solíamos tenerfiesta el día entero. Mañana y tarde salía el toro ensogado recorriendo elpueblo calle a calle. Y al mediodía solía haber bailes en la Plaza, primeropara los niños –que bailaban la dantza txikixa– y a continuación el aurreskude los mayores. Para entonces mucha gente vestía ya de Kukumarru. Cuandola Banda de Música no era todavía municipal, actuaban grupos de aficiona-dos y el sistema de financiación de gastos consistía en hacer una recolecta dedinero entre los oyentes. Para ello, todavía recuerdo una pieza alegre quetocaban una y otra vez y que todo el pueblo sabía cantar:

Emongo boizu emoizubestela ezetz esaizuaizia ere otza dago tanere lagunak irritu.

Atso zahar begi urdiñasutan erre da sorgiñabeinguan etxonau jangoik emondako sardiña

Bekoki illun balendriñaZiztriñ, erkiñ ta sorgiñabeinguan etxonau jangoik emondako sardiña.

Camino por las casas edificadas en el antiguo jardín de Sola y oigo gritosde niños provenientes del frontón de Zaldibar. Juegan al fútbol, y siento enmi interior un dolor sordo, como si el hecho de que practiquen ese deporteviniera a confirmar la pérdida sintomática de ciertas costumbres. ¿Dóndehan quedado aquellos magníficos pelotaris como Bixente Ale Uribe, Eusta-sio Olia Markaide, Tomás Ezkerra Balanzategi, Ricardo Napoleón I Etxeba-rria, Faustino Vivillo Velez de Mendizábal, Juan Bautista Mondragonés

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Azkarate, Juan Juanillo Arenaza, Venancio Venanch Vitoria, Dámaso Gar-bantso Azkoaga, Ricardo Axal Azkoaga y tantos otros? Me he quedado unrato bastante largo mirando al txorimalo situado sobre la iglesia de SanFrancisco intentando saber si estará llorando por la desaparición parasiempre de tanta gente. Pero parece que no, yo diría que sigue tan fríocomo siempre.

El reencuentro con mis convecinos, además de una sensación emocio-nante, me ha producido también cierto desasosiego. Mis conocidos han en-vejecido, y la mayoría ya no está aquí. Llevaron sus cuerpos a la tierra santadel enterrador Lasa y ya no me queda más que su recuerdo, como la ima-gen borrosa de las fiestas que se celebraban en los aledaños del pueblo. Des-aparecieron para siempre las romerías a pie de carretera, como la de SanPrudencio o la de Santa Águeda, entre otras, arrinconadas por un despre-ciable real decreto. La vuelta a casa era digna de ver, largas hileras de jóve-

La plaza del Ayuntamiento con su kiosco fue nuestro lugar de cita, tanto en los años in-fantiles para jugar a chorro-morro, chiriquilas, canicas o tabas, como una vez desper-tado en nostros el deseo de acercamiento hacia el sexo opuesto. Allí bailábamos al sonimpuesto por la batuta de Guillermo Lasagabaster a su Banda de Música.

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nes y no tan jóvenes, con el bastón al hombro ensartado en dulces rosquillas.¡Sabrosas rosquillas que se vendían en cestos elegantes!

He llegado a la plaza y ni rastro del kiosco. Ha desaparecido aquel kioscoque nos posibilitó acercarnos a las chiquillas que antaño, en sus juegos de in-fancia, nos agasajaban con unos gritos aborrecibles. Los gusanos se convir-tieron en mariposas y nosotros, fanfarrones tramposos, comenzamos aacercarnos a disfrutar de su hermosura y amabilidad, aunque la música nonos dijera gran cosa. No pocas veces me pregunté qué podían ver de atrac-tivo aquellas chicas esbeltas en estar torpemente atadas a unos tipos des-garbados que en vez de manos poseían grandes tenazas, como si quisieranenseñarles a bailar. ¿De qué podían hablar con aquellos chicos que sólo sa-bían decir gansadas de taberna? ¿Y yo? ¿Qué era yo dentro de aquel albo-roto chirriante? ¿Mejor? ¡Ni por asomo!

Ante Dios guardábamos un comportamiento falso, y gracias a la confesiónanual –la época de Pascua era la más propicia–, con sesenta credos y cienavemarías nos daban el beneplácito celestial para seguir siendo sucios pe-cadores. A pesar de que perdí mi fe en Dios, creía que unas criaturas tanpreciosas como las chicas sólo podían ser obra de aquél. El kiosco guardabamuchas promesas de amor, cantidad de acuerdos de matrimonio que pro-vocaron la evolución milagrosa de numerosos toros bravos a mansos. Muchasparejas debían su felicidad al kiosco, que nos convirtió en niñeros dócilescon aspecto de grandes gorilas.

Pasamos, vaya que sí pasamos, del txorro morro, alebi, pote-pote y las tabasde las niñas al descubrimiento de nuevas estrellas y galaxias. Las lanzadorasde carburo se convirtieron en experimentos para el futuro. Después de la gue-rra, cuando salimos de los campos de concentración, utilizamos esas cienciaspara construir candiles de cocina, con sus leyes de tolerancia inclusive. Mar-cos Vitoria pagó caro su valor, pues olvidó las reglas básicas –como la que diceque el tubo de salida del gas debe ser estrecho y largo– aprendidas en los lu-gares secretos del pueblo. El candil le estalló y perdió parte de la vista.

En primavera las calles se vestían de diferentes colores y los jardines deViteri estaban realmente hermosos. Los trabajadores del Ayuntamiento es-tarían cerca, intentando cubrir los agujeros de la carretera con brea y guija-

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rros. Era impresionante ver las salidas de los bomberos –Pedro Arotza Bi-daburu, Patxi Yarza y el jefe de barrenderos Ángel Txaleko Madinabeitia–, con sus mangueras multirriego a cuyas bocas a menudo ni siquiera llegabael agua, debido a los múltiples agujeros que tenían en todo su largo. Sin em-bargo, las mangueras cortas daban mejor resultado y Txaleko era todo unartista a la hora de refrescar los alrededores de la Plaza de Abastos. Losniños más rápidos y hábiles solían estar cerca, tentando al barrendero consus provocadores O...na!, O...na!

Eso ocurría si algún alguacil no nos echaba de allí, por supuesto. No an-daría lejos el diligente guardia municipal Luis Cánovas Arana, intentandodemostrar su autoridad con gestos ridículos. En aquella época sufrimos unaepidemia de viruela y fumigaban a todos los visitantes que venían de fuera,después de desnudarlos. Aquel trabajo correspondía a los municipales. Undía, Cánovas tuvo que acudir a la casa de Hierro de Zigarrola, donde teníanun enfermo, y lo hizo sin tomar las precauciones que requería la visita, peroeso sí, cumpliendo con el deber que correspondía a su cargo. El caso es quese contagió y de allí en adelante el rostro del alguacil quedó adornado porunos agujeros del tamaño del que abrigaba el arco del Portalón.

De todos modos, lo que a la sazón yo más apreciaba era el cine. Tendríatres años, cuando mi padre me llevó en brazos a mi primera sesión de cine-matógrafo. Fue en la calle del Medio, en la bajera de la casa de Macario Za-barte, que luego se convertiría en el Círculo Tradicionalista, junto al estancode Lorenza. Y ya que he mencionado a Lorenza, añadiré que entre nosotrosera más conocida que el propio alcalde, mayormente por poseer botes llenosde caramelos. Lo único que puedo recordar de aquel día cinematográfico esel silencio del gentío allí reunido. Aquella emoción quedó grabada en mimente. Por lo que pude saber años más tarde, Luis Txomin Txiki Ibáñez fueel encargado, como acostumbraba a hacer siempre que se proyectaba una pe-lícula en el salón de actos municipal, de comentarnos los pormenores de lapelícula antes de iniciarse su proyección.

Más adelante, tuve ocasión de presenciar una sesión de cine más seria.La película se proyectó sobre un telón colgado en una pared de la Plaza deAbastos. Seguimos la sesión sentados, después de poner de costado los ban-cos de madera que se utilizaban para colocar las cestas de verduras a la

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venta. Esperamos ardiendo en deseos de que todo se hiciera oscuro, y cuandoel silencio se adueñó del lugar, un foco de luz hizo emerger en la pantalla lasimágenes rígidas de los personajes de aventuras.

Al poco, se abrió el cine de Benito Mardo Abarrategi en la calle Olarte. Lasala de Mardo era muy pequeña, por lo que la proyección se realizaba desdeel otro lado del telón, metiendo la cinta del revés, para que la imagen apa-reciera correctamente sobre la tela transparente. Para ello, se construyó unacolumna de piedra sobre el río Aramaio, unida a la parte posterior de la salamediante un puente de madera. Colocaron una caseta en la columna y desdeallí Mardo proyectaba las películas. Un día, una inundación se llevó por de-lante la columna y posteriormente no hubo más sesiones cinematográficas.

En primer lugar proyectaban dos películas cómicas y a continuación co-menzaba el programa serio. Uno de los organizadores se esforzaba en pre-sentarnos adecuadamente el guión de lo que estábamos viendo. Así mismo,en su esfuerzo por seducir nuestras sensaciones, nos ofrecía oportunamentesus comentarios más sabrosos. Y doy fe de que lo conseguía. Valga como

El Mondragón de mi niñez ya nos permitía gozar de espectáculos circenses, cenematográficosy teatrales, atractivo singular para una sociedad anclada aún en usos y costumbres rurales.

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ejemplo, aquella película en la que un hombre malvado dio fuego al puentedel pueblo valiéndose de una gran lupa; aquel individuo se ganó todo nues-tro odio. Al ver aquella escena me di cuenta de lo terrible que podía llegar aser el mundo caso de toparse uno con malhechores de la talla de “Puñales”o “Veneno”. Para la mayoría de los que nos encontrábamos allí, no cabíaduda de que era mejor vivir en las calles estrechas pero seguras cercanas anuestra parroquia que en cualquier lugar abierto y lleno de desconocidos.

La primera vez que vi moverse a los actores y actrices fue el día de SanLuis Gonzaga; yo tendría unos diez años. Fue en el Centro Católico. Doshoras antes de comenzar la proyección yo ya estaba allí, lo más cerca posi-ble del telón, por derecho propio. Una vez la sala se hubo llenado de espec-tadores, el cura Don Paco se situó tras el proyector. Al apagarse la bombilla,aparecieron las imágenes. ¡Menudo espectáculo! Se veían prados soleadosllenos de rosas. Aquellas llanuras se contraponían a nuestros valles monta-ñosos. Luego aparecieron los rostros alegres de unas muchachas. De repenteuna de ellas dejó el grupo y se dirigió a un chico que acababa de aparecerpor primera vez. Pensé que serían parientes, ya que el chico empezó a aca-riciar con la mano la cara de la chica. A continuación nos quedamos a os-curas. Y, debido a aquella avería inesperada, se oyeron pitidos en la sala.Para cuando retornaron las imágenes, los dos jóvenes que habíamos vistosegundos atrás habían desaparecido. Nos quedamos sin luz en dos ocasiones.Al terminar la proyección algunos decían que Don Paco era el único culpa-ble de los dos cortes y achacaban la razón a un beso que no se vio entre losdos jóvenes. Yo no di crédito a lo que decían, porque, ¿cómo rayos iban a em-pezar a besarse dos personas que se acababan de ver por vez primera?

Las películas se anunciaban mediante fotos expuestas en el arco del Por-tal de Abajo. El cine nos acercó el mundo y así conocimos los trenes inmen-sos de Bilbao o Barcelona. Vivimos los dramas misteriosos de la líneaParis-Lyon-Mediterranée casi en directo, a través de artistas que nos emo-cionaban sumamente. Las entradas de a perra gorda daban derecho a sen-tarse en los bancos. Los novios, por su parte, pagaban un real por las sillas.Las películas constaban de dieciséis episodios proyectados en cuatro do-mingos, y en la última parte de cada bloque los malvados dejaban atado alpobre protagonista en las vías del tren, mientras el tren se acercaba. “Fin del4º episodio. ¿Se salvará William Duncan? No dejen de ver el 5º episodio”.

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Y nos quedábamos esperando la llegada del siguiente domingo, haciendotodo tipo de predicciones sobre la suerte que correrían Duncan y su prome-tida Bárbara. Más de una vez llegamos a cuestionar la aportación pasiva deDios, pues parecía que éste estaba aliado con los malos, ya que no entendía-mos cómo podía dejar al protagonista atado a la vía del tren y abandonadoa su suerte durante otros siete días. Al cabo de la semana allí estábamos todosde nuevo mirando a la pantalla atentamente. Con sólo aparecer la maquinadel tren humeante se nos hacía un nudo en la garganta..., mientras el con-ductor frenaba la gran máquina a un metro escaso de William. ¡Aplausos!

Como el cine era de pago, el público tenía la opción de demostrar su en-fado a través de pitadas, y así es como se logró –sin llegar a pataleos ydemás– que Usabiaga tocara el piano en películas como “La bolas de Kar-lague”, “Las dos huerfanitas de París” y alguna que otra más. Pensábamosque ni en el cielo podía haber tanto nivel, porque allí, al parecer, no echanpelículas de cabaret ni de malhechores. Según los que saben del tema, en elcielo los santos de capa larga cumplen los roles de protagonista... y comoson entes espirituales, en las salas de cine de allá no se distribuyen ni gase-osa ni cacahuetes. Debo confesar, empero, que todavía conservo vivas lasemociones de los momentos de peligro que nos ofrecían las películas del másacá del cielo, y lo hago un poco avergonzado, pues creo que debería ser unpoco más serio, quizás manteniendo el nivel de seriedad que se suponía a losviejos que, mientras nosotros asistíamos al cine, se sentaban en los bancosdel Ferial y nunca asistían a los espectáculos de titiriteros, bajo candiles decarburo más potentes que la lámpara eléctrica de Argi Errota.

El teatro, en cambio, no me gustaba tanto, aunque acudía puntualmente,si no había nada mejor. De todos modos, me dejó un buen recuerdo el re-presentado por el hijo del doctor Urbina, el matrimonio Krisis y otros parti-cipantes en el Centro Católico. A pesar de que intenté que no ocurriera,también aquella tarde salí de la sala con las tablas del escenario clavadas enel pecho, pues permanecí de pie en primera fila durante toda la función. Elporqué es el siguiente: Rosa Aranburu, la que sería esposa del hojalatero dela Calle del Medio Victor Arriaran y que desempeñaba el papel de Garbiñe,me causó una impresión inenarrable. Su semblante pálido, pañuelo elegantey hermoso, falda de casera roja y bien planchada y, sobre todo, aquellos ges-tos sutiles suyos que sobresalían sobre los majaderos que tenía al lado, fue-

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ron demasiado para mi es-píritu infantil. Y me pare-ció haber vivido lasensación de la felicidadpersonificada. Quizás algosimilar a lo que sintió San-cho Panza cuando dijo aDon Quijote que allá dondeesté la música no habrálugar ni para la tristeza nipara la desgracia.

Ya que he mencionado alsacristán Eugenio KrisisElorza, no he olvidado quecierto día, estando Eugeniocon el cura Don Lorenzo enla sacristía, éste le hizo la si-guiente apuesta al sacristáncon fama de charlatán: ¡Aver si era capaz de estarquince minutos sin decirnada a nadie! Apostaron unduro. La única condiciónera que Krisis debía cami-nar sin parar de un lado aotro de la sacristía, repi-tiendo esta frase: “Hemen-dik hara eta handik hona”(De allá a acá y de acá aallá). El sacristán inició laprueba y el cura se fue enbusca de Krisisesia paraanunciarle que a su marido

le había pasado algo y se encontraba en la sacristía murmurando cosas in-comprensibles y caminando de un lado a otro; dicho lo cual, suplicó a Krisi-sesia que fuera a la sacristía cuanto antes. La mujer acudió y nada más verlo

¿Hay algo más entrañable para un mondragonésqie la visión de su magnífico ayuntamiento? DesdeMontevideo no dejo de contemplarlo, en mi re-cuerdo.

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se plantó frente a su marido y, sujetándolo del brazo con el propósito de in-terrumpir aquel extraño ir y venir, le dijo: Pero Eugenio, ¿qué te pasa? El en-fado del sacristán fue en aumento debido a la actitud de su esposa, mientrasD. Lorenzo, en una esquina, no podía aguantar la risa. Eugenio no podía per-der las cinco pesetas de la apuesta... pero su mujer no le dejaba ni respirar.Al final el pobre Krisis explotó: “¡Mierda...! ¡Has hecho que pierda cinco pe-setas...! ¡Fuera de mi vista... he perdido por tu culpa, sí, por tu culpa!” Al verel jaleo que se montó, el cura perdonó la deuda al pobre Eugenio.

Pero un poco más arriba he hablado sobre Garbiñe, y recuerdo que mu-chos años más tarde, un mediodía que me dirigía a casa con un compañerode trabajo, que también era grabador, le hice parar frente a la tienda de Víc-tor Arriaran y proyecté las excelencias de la ex-actriz teatral en la que podíaser la mitificación de Garbiñe. Mi compañero me miró asombrado, con lamisma rara sensación con la que se mira a un loco. La marea humana quenos seguía nos empujó calle arriba y aquel poeta frustrado en que me habíaconvertido por un momento se prometió a sí mismo que en las veniderasfiestas de Santo Tomás bailaría con alguien del estilo de aquel ángel. Comodecía mi padre, para perder una cosa no hay nada mejor que tener dema-siado interés por ella. Y eso mismo fue lo que me sucedió a mí, pues aque-lla en quien personifiqué el ideal de Garbiñe no demostró ningún interés pormí, y aunque lo intenté durante años, nunca conseguí arrancarle ni el másmínimo signo amable. Era como si Mondragón me estuviera vedado a todaaventura amorosa.

Diez años más tarde conocí en Toulouse a una chica que tenía un aire aGarbiñe. Viendo que la fortuna arremetía con fuerza en mi corazón, no quisedejar pasar la oportunidad y le pedí que fuera mi esposa. Desde entonces vi-vimos juntos y felices, en la medida en que uno puede ser feliz habiendo sidoun trabajador durante toda su vida. En Toulose, sin embargo, no hubo ce-remonia del carro para los recién casados, como solía producirse en nuestroscaseríos. En la zona de Mondragón, fui varias veces testigo de dicho acto: uncarro que va camino de la casa del nuevo matrimonio, anunciando su pasocon el ruido seco y chirriante de los ejes, llevando, entre otras cosas, gran-des armarios de castaño para la habitación, espejos, sillas, escaños hermo-sos y calderas de cobre para la cocina. El chirrido del carro siempreprovocaba la envidia de alguna chica vieja. ¡Asombroso! ¡En las nalgas del

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par de bueyes no había ni rastro de estiércol! Tanta limpieza sólo era con-cebible en este tipo de ceremonias. Cuando nacía el primer hijo, padre yabuelo se dirigían al monte en busca del mejor árbol, y sería el tronco cen-tral del mismo el que se utilizaría como madera de la viga principal de la casaa construir para la boda del vástago recién nacido.

Las calles de aquel lejano Arrasate ejercían una atracción especial en nos-otros, pues era allí donde pasábamos infinidad de horas, de un lado paraotro, jugando y haciendo todo tipo de fechorías. En el número 12 de la calleMagdalena estaba el herradero de Olatxo y a menudo íbamos allá a ver cómoponían zapatos nuevos a las vacas, después de colgarlas de las tripas. Másarriba, de derecha a izquierda, teníamos el negocio de Nicolás Kamiñero Al-tuna, que subía el carbón vegetal hasta los camarotes, la tienda de DomingoTxomin Azkargorta, la taberna de Txosa y la peluquería de Julián Erraba-leko Kojua Urriategi, y justo enfrente de mi casa estaba la tienda de telas deJulián Zeziaga, que criaba los caballos que iban a beber agua al abrevaderocercano a la casa de Adán de Yarza y la Plaza de Abastos.

Junto al Portalón se encontraba la tienda de Fermín Katutxua Eguren,que luego se trasladaría a la calle Olarte, concretamente a donde Mardo.Subiendo por la calle del Medio estaban el establecimiento del vendedor demetales Casimiro Calderero Pradera, el de Víctor Hojalatero Arriaran y elestanco, y frente a éste, la zapatería de Ramón Catalán Fernández. Tambiénexistía una tienda de alpargatas regentada por Antonio Goiru Ugarte y, porúltimo, antes de llegar a la Alhóndiga teníamos Txikisena –Francisco Gon-zález– una de las tiendas más famosas del pueblo. Por los alrededores solíanestar Isidro Heriz y Andrés Tonto Viteri, que trabajaban bajo el mando deCruz Madinabeitia, sosteniendo odres de cien kilos e incluso más bajo elbrazo y sobre los hombros para cargarlos al carro tirado por los mulos de Isi-dro, antes de distribuir el vino por los bares.

Antes de llegar a los bajos del Ayuntamiento, en el mismo lado de la Al-hóndiga, abrieron la Oficina de Correos, y posteriormente la inspección delos municipales, bajo el mando de un ex guardia civil. Al otro lado, siguiendocalle arriba, aparecía la taberna de Benito Txotxo Riviere, un hombre demucho genio y muy bromista. Ya en el cantón de la plaza estaba el Café Uni-versal, sin duda el más famoso del pueblo. Después nos encontrábamos con

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la casa de Mendia. El siguiente establecimiento era el que nosotros, de niños,más apreciábamos, es decir, la tienda de dulces y golosinas de Lorenza. Allado, la zapatería de Murgoitio.

A continuación estaban la peluquería bajo el Círculo Tradicionalista y lacooperativa de los carlistas. En esta última se vendía el pan más delicioso quehacían donde Concon, en la calle Zarugalde. Justamente allí estuvo escon-dido, los primeros días nada más estallar la guerra, el famoso Alberto Per-der Aranburuzabala. Más arriba, a la derecha, teníamos el establecimientode telas de Luko, y una vez pasado el cantón, frente al pórtico de la iglesia,la tienda de comestibles de la Unión Cerrajera. Un poco más arriba, la her-mosa ferretería de Cipriano Karrikiri Resusta, que colocó las vidrieras decolores de la parroquia. A la izquierda teníamos el hostal-bar de Cayo. Alfinal de la calle, a la derecha, el Casino Viteri, la perfumería de Zarraoa yla casa del cochero Margallo y, en lo más alto de la cuesta, la casa de InésTxantxote Mercader.

El Jurado del Concurso de Pintura de Bilbao de1927 otorgó el primer premio a mi obra “La guerraconsagrando la supremacia de las artes industria-les”. Había dedicado dos años a su preparación,trabajando a plumilla y con tinta china.

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En la parte alta, en los números 56, 58, 60 y 62 de la calle Ferrerías,había unas casas que pertenecieron a la familia Sola. El ayuntamiento las de-rruyó y construyó un centro escolar en el solar. Aunque el proyecto era de1928, no pudieron llevarlo a cabo hasta 1932, justo en la época de la Re-pública. El alcalde del pueblo era Eugenio Karrikiri Resusta y creyó que lomás apropiado sería dar a aquel complejo escolar el nombre de algún mon-dragonés reputado. Una vez hecha la consulta a Juan Carlos Guerra y trasconocer su opinión, el Ayuntamiento tramitó el expediente por el que se so-licitaba al Ministerio permiso para poner a la nueva escuela el nombre “Doctor Zaraa Bolibar”, personaje del siglo XVI, afamado rector de Sala-manca. Al parecer, Juan Carlos Guerra no dio a conocer a los miembros dela corporación que el mondragonés Zaraa Bolibar había sido teólogo domi-nico y al percatarse de ello las autoridades del pueblo, decidieron no ponerleningún nombre al complejo escolar. Cuando los Viatoristas llegaron a Arra-sate, dieron al centro el nombre de San José.

Bajando de Gazteluondo hacia Zurgin Kale pero sin dejar la zona alta, nosencontrábamos con el cuartel de la Guardia Civil. Allí vivía un guardia al queyo consideraba como a un tío. Al tener gran amistad con mi padre, me aco-gía cariñosamente siempre que iba a visitarlo. Aunque estaba casado, notenía hijos. En aquella época se conoce que había en el cuartel un coman-dante de carácter muy violento y cierta tarde se produjo un altercado entremi tío y su superior. Aquél le pegó al comandante con su fusil, por lo que fuearrestado. Fue condenado a muerte pero mi padre logró la intermediaciónde D. Félix Arano y le conmutaron la pena capital por 20 años de presidio.Cumplió la pena en las cárceles de Cercedilla y Ocaña. Lo dejaron en liber-tad en 1935 y se fue a vivir a Vitoria. Al producirse el alzamiento de 1936,el comandante interpuso una falsa acusación en contra del guardia, y éstetuvo que hacer frente a un nuevo juicio. Tuvo mala suerte y lo ajusticiaronmediante garrote vil. ¡Sólo de pensarlo me entran escalofríos!

Subiendo por la calle Iturriotz, el primer establecimiento con el que nos en-contrábamos era el de Olia, de los Markaide, y luego la zapatería de FidelTxoroka Azkonaga. En el portal situado entre estos dos establecimientos vivíanuestra familia, justo encima de la carnicería de Benita. Más arriba estaba lacasa de Fermín Maixor Resusta. Uno de los Resusta5 fue el que luego dionombre a la calle, pero no llegué a conocer a dicho personaje. Los edificios

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de al lado eran la casa de Manolo Kafekua Otaduy, la farmacia y el Batzo ki.Una vez pasado el portal de Cruz Madinabeitia nos topábamos con el del al-calde Juan Goñi y a continuación estaban la tienda de Pío Azkarate y la pa-nadería donde mi difunto padre trabajó durante más de treinta años. Despuésvenían la casa de Arkauz y la del doctor Urbina, y tras pasar el cantón de laConcepción, se accedía a los bajos donde vivía el párroco D. José JoaquínArin. Encima lo hacia la familia Errasti. Una frente a la otra se encontrabanla tienda de dulces de Antonio Bixkai Eizaguirre, hombre de mucho genio, yel portal de Melkiades Jauregibarria, que años más tarde llegaría a ser al-calde. La esposa de éste último, Rosario Lopardixena Etxebarria, fue du-rante muchos años la amortajadora de la localidad. Frente al Centro Católicovivía Evaristo Gixau Axpe.

En el lugar donde confluyen la calle Iturriotz y la cuesta de Arrasate es-taba el herradero de Otaduy, que posteriormente Eusebio Kapelatxo Pagal-day transformaría en carpintería. Un día, el anciano de Takolo hizo unaapuesta a ciertas personas de la calle. La apuesta consistía en que paracuando un corredor –fuera quien fuera–, partiendo desde la acequia del otrolado de la cuesta del Paseo Arrasate, llegara al herradero, él ya se habría co-mido dos kilos de pan y bebido dos litros de leche. La apuesta fue aceptada.El casero hizo sopas de pan con uno de dos kilos y antes de que el corredorhubiera llegado a Etxetxo el de Takolo ya se había tragado todo.

Tan pronto como he indicado que la mujer de Melkiades Jauregibarria erala amortajadora local, me ha venido a la memoria el misterio y el rito queguardábamos ante la muerte. Antes de vestirlo, aquella mujer debía lavar elcuerpo del finado. ¡Y de qué manera! Los hombres debían ser vestidos con elhábito de San Francisco de Asís y las mujeres, en cambio, de negro, como loestaba la Virgen del Calvario. Una vez vestido el difunto, se llamaba al rosa-rio y la gente acudía a casa del fallecido. He tenido que velar cuerpos y rezarrosarios en muchas casas vecinas y en numerosas ocasiones, mientras mi padreestaba trabajando en la panadería y, a menudo, estando mi madre medio en-ferma.

(5) José María Resusta Altuna, uno de los fundadores de UCEM.

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Y al día siguiente, entierro. Entierros de primera, segunda y tercera ca-tegoría. Las diferencias en vida también eran evidentes a la hora de lamuerte, tal y como sucede hoy día. Se celebraban por la mañana. Los de losmás pobres a primera hora. Los de primera y segunda, a media mañanapara, nada más enterrar al muerto, poder celebrar las honras, es decir, la co-mida con los familiares y amigos lejanos. En aquella época se comentabaque estando a punto de morir el viejo abuelo de un caserío, mataron un ter-nero para poder dar de comer a los asistentes a las honras. Aunque el abuelodel caserío yacía moribundo, su nuera le dio en presencia del hijo una tazade caldo de carne del ternero. Al anciano le sentó magníficamente aquello ydespués de suspirar profundamente dijo:

–¡Si hubiera tomado yo este caldo a tiempo, no estaría tan enfermo!–¡Pues mire, padre, ahora que ya hemos hecho el gasto se tendrá que

morir! –le contestó el hijo.

¿Costumbres de otro tipo de sociedad? Quizás. Cierto es que el progresoha aportado grandes ventajas al pueblo, ventajas que ni siquiera llegamos asospechar en nuestra infancia. Todavía recuerdo perfectamente que en lastiendas los panes de dos kilos se medían mediante una muesca realizada en-cima de un listón. Y las telas se medían por codos y por palmos. En dichaempresa, el tendero bracicorto conseguía mayores beneficios. Junto a los sis-temas de medida de la época, me vienen a la memoria los humildes recur-sos técnicos de que disponíamos en mi juventud, por ejemplo, los que utilicéen las clases de dibujo de Viteri para realizar los trabajos titulados “Jesucristocurando al paralítico” y “La guerra consagrando la primacía de las artes in-dustriales”. Tardé en terminarlos dos y tres años respectivamente, traba-jando con plumilla y tinta china, con una dedicación de hora y media diaria.¡Con los recursos gráficos que hay hoy, hubiera sido suficiente con la dé-cima parte del tiempo!

Como ya he señalado, presenté mi trabajo al Concurso de Dibujo de Bil-bao el 22 de Junio de 1927. Fue entonces cuando conocí la capital de Biz-kaia. El inmenso movimiento tanto de día como de noche me dejómaravillado. Incluso contando con días de cuarenta y ocho horas no habríapodido llegar a saborear todo lo que yo hubiera deseado. La primera tardefuimos a ver una obra de teatro cómica. No conseguí reírme, ya que el sueñome arrancó de raíz la capacidad de prestar atención. Por fin, una vez acos-

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tado en casa de mi tía, las picaduras de millones de chinches me invitaron avestir la indumentaria de Adán y salí al balcón medio desnudo. Desde allítuve oportunidad de escuchar, prolongada y nítidamente y con una emociónpropia de un niño, el ruido transparente de los tranvías, característica de lamodernidad de las grandes capitales.

Me encontraba en Bilbao y se estaba transformando en realidad aquelmundo onírico e irreal que comenzaba a tomar cuerpo en mí tan prontocomo el coche de caballos de Atxa acometía la subida a Kanpanzar. Allí es-taban las calles anchas y bulliciosas. En uno de aquellos tranvías llegué hastaAlgorta. ¡Vi carteles multicolores de cabaret! Ya tenía qué contar a mis com-pañeros de trabajo y amigos, a pesar de que hubiera preferido comprobar lascualidades de aquellas bailarinas en directo, aun a riesgo de que en el pue-blo mi osadía hubiera sido considerada pecaminosa. Pero decían que en Bil-bao la libertad era total.

Volví al pueblo intentando ahuyentar el sueño acumulado en la macro-ciudad y, sobre todo, con la esperanza de volver al buen camino, sin caer ententación alguna. Ya conocía Bilbao y eso no era moco de pavo en mi brevecurriculum. Entonces comprendí a la perfección la reacción del hijo másjoven del caserío Txaeta que, dirigiéndose a cumplir el servicio militar,cuando el tren pasaba por Deba comenzó a gritar que entre los árboles se vis-lumbraba un río inmenso.

Transcurridos unos días desde que llegué de Bilbao, Don Ricardo AxalAzkoaga me llamó a su oficina y me enseñó recortes de prensa de ciertos pe-riódicos bilbaínos. En aquellos papeles se podía leer mi nombre, informandode que había recibido el primer premio del concurso. En aquel instante mevino a la mente la imagen de Don Félix Arano, preguntándose en alto cómoera posible que yo, siendo un alumno tan malo en su escuela, me hubiera de-senvuelto tan bien en un trabajo de dibujo. Dicha imagen borrosa del pasadome animó a tomarme más en serio los estudios, sobre todo porque sentía lanecesidad de dar un soporte teórico a mi práctica fabril.

El dibujo presentado en el Concurso de Bilbao, así como otros más de laépoca, me los trajo mi madre en su único viaje a Montevideo. Fue una sor-presa para mí y no me hizo mucha gracia, ya que me pareció que el templo

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familiar dejado atrás en mi huida se empezaba a resquebrajar con el saltode los dibujos al otro lado del océano.

–¡Pues, hijo mío... el dibujo es tuyo y he pensado que debería estar en tu casa!–Mi casa siempre estará donde estés tú...

A decir verdad, nunca dejé de pensar que mi aventura del exilio sería pa-sajera. Cuando falleció mi madre me di cuenta que la situación se podríaprolongar por siempre.

El éxito cosechado en Bilbao me facilitó el camino en la fábrica. El jefede personal José Añibarro me llamó a su despacho y me preguntó por el ofi-cio que yo más desearía. Existía la posibilidad de trabajar con madera, yeso fue lo que le pedí: había que tener a punto la estructura de las máqui-nas para luego poder preparar los moldes. Como ejercicio, me encargaron re-alizar la unión de unas flores de fantasía. Los años dedicados al dibujo meaportaron un resultado semejante al que hubiera logrado siendo profesional.Vistas mis habilidades, me pusieron a grabar sellos de acero. Los preparabaen escayola y a partir de ahí lograba hacer moldes de bronce.

Disponía de dos ayudantes que cobraban 10´50 pesetas al día. Yo cobraba5´50. Transcurridos unos meses, Bonifacio Potaje Maidagan me persuadió deque podía aspirar a un sueldo mejor y presenté una reclamación, pero PacoMaixor Resusta impidió que cobrara la quincena argumentando que mi tra-bajo lo podía hacer una mujer. “¿Y qué? –le contesté– ¿Acaso las mujeres tie-nen menos derechos que los hombres?”. Don Paco, que tenía el título deingeniero que le compró su padre, me echó de su despacho. Ante eso, notuve más remedio que presentar una denuncia en el sindicato. Así comenzómi calvario en la Unión Cerrajera, pues en la fábrica no querían trabajado-res revoltosos. Y mi dignidad tampoco estaba en venta. Al menos creía quepodía luchar.

Los sueldos de los trabajadores eran bajos, reducidos, y el cabeza de fa-milia tenía que trabajar a destajo para sacar su familia adelante, incluso lle-vándose trabajo a casa una vez terminada la jornada en la fábrica, a fin deconseguir el dinero necesario para pasar el mes. Y si algún día enfermaba,era bastante normal verlo a la puerta del bar de Cristóbal, con una silla y una

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bandeja sacadas del mismo bar, rogando a sus compañeros de trabajo la“voluntad” de la liquidación de la quincena.

El pueblo ha progresado en muchos aspectos. Pero dentro del peaje pa-gado por ello está el haber dejado en el camino, para siempre, numerososmatices humanos. Me viene a la mente Teodoro Larrañaga, un heladero en-cantador que no representa un pasado tan lejano. Cuando nevaba, iba desdesu casa de la calle del Medio a Kurtze Txiki, concretamente hasta la Nevera.Una vez allí, introducía toda la nieve que podía en un profundo agujero,antes de cubrirlo de helecho. Y le estábamos sumamente agradecidos por eltrabajo del invierno cuando, en los días de bochorno de verano, aparecía enla plaza del pueblo con su carrito de mano ofreciendo, para nuestro deleite,los excelentes helados creados con ayuda de aquella nieve o el agua frescasin kezka preparada con medio limón y un porrón de agua. ¡Qué momentosmás entrañables!

“De chavales, los amigos de siempre de la calle, casi todas los días alanochecer nos metíamos en algún portal a contar cuentos” escribía hacemucho tiempo a un amigo mío, intentando resaltar las diferencias entreaquella época y la actual. Hoy en día es muy difícil, por no decir imposible,detectar afición alguna a narrar cuentos dentro de los juegos de niños, comoocurría en nuestros tiempos. Recuerdo lo que, según contaban, acaeció a uncasero andrajoso y tacaño y a su mujer, quien, incluso después de morir sumarido seguía aterrorizada, pues no podía olvidar los azotes que aquél, envida, le propinaba con una vara fina. Cuatro hombres sacaron a hombros elataúd del caserío cuando, al parecer, golpearon involuntariamente una ramadel avellano situado frente a la casa, lo que produjo un pequeño enredo, te-niendo que dejar la caja de nuevo en el suelo. ¡Tened cuidado! ¡Y lleváoslocuanto antes, por Dios... que incluso ahora está buscando ése el látigo...! –rogó la viuda del difunto a los que transportaban el féretro, incapaz de ahu-yentar su miedo.

El sucedido histórico protagonizado por Agustín Tambor Aranzabal lo es-cuché también por primera vez en una de aquellas tertulias, en una conver-sación habitual en la que la alegría y la tristeza pueden ir unidas de la mano.Correría el año 1906 cuando Aranzabal regresó de Cuba enriquecido, con eseaspecto tremendamente extraño que le daba el dinero. Vistiendo ropa blanca,

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sombrero de paja y sosteniendo un bastón, gustaba de observar la entradade los trabajadores de la Unión Cerrajera, y disfrutaba con las carreras delos que se apresuraban para llegar justo antes de que el portero Patxi Yarza,haciendo caso a la sirena de la fábrica, cerrara la puerta. Una mañana de do-mingo, Tambor entró en una taberna donde se encontraba un grupo de ami-gos y con gesto ostentoso dijo al tabernero que él pagaría toda laconsumición. Los allá reunidos tributaron un gran aplauso al fanfarrón, peroVenancio Sandios Aranburu, que estaba sentado en una mesa, se fue incor-porando poco a poco para acercarse a Tambor:

–¡Chico, cómete el huevo de la gallina, pero jamás te comas la gallina!–¿Qué pues?–¡Ya lo verás!

Tras aquella breve conversación y habiéndose hecho un silencio sepulcral,Venancio le dirigió a Tambor unas rotundas palabras que todos pudieron oír:

–Agustín, te voy a echar una maldición... ¡Ojalá vivas muchos años!

En aquel momento pocos pudieron comprender la amargura que ence-rraban tanto el serio consejo como la ridícula maldición proferida por Ve-nancio. A los pocos años a Tambor se le acabó la gallina de los huevos de oroy tuvo que presentarse en la Unión Cerrajera para poder ganar unas pese-tas. Lo colocaron de portero en la zona de la Concepción.

A mi juicio, el seudo-progreso ha aflorado el mal. En mi viaje de vueltano he encontrado la estación de tren ya que, en nombre de la modernidad,el servicio quedó suspendido hace unos quince años, tras ofrecer a los veci-nos del pueblo falsas explicaciones sobre rentabilidad. Excusas baratas. Lasrazones que llevaron a la desaparición de los coches de caballos y las que pro-vocaron el fin del ferrocarril son harina de diferentes costales, por mucho quese diga. Por otro lado, el tren no podía hacernos olvidar el peligro que en-trañaban las carreteras modernas. En la zona de Muxibar, una bicicletaacabó con la vida de Diego Maala Txiki Lizarralde, que venía de Aretxaba-leta caminando con unos amigos. Aquel día se cumplieron los más oscurosaugurios de la modernidad. Recuerdo que la primera aparición pública delautomóvil también se dio en aquella época. Fue entonces cuando, contando

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yo con unos cuatro años de edad, vi el primer modelo de marca Ford, cuyopropietario era el ex cochero Milikua. Y fue este mismo quien, convertido enmi maestro a pie de calle, me inició en la tecnología del automóvil, una tardeque, saliendo nosotros de los kalistros, esparció las piezas más importantesdel automóvil en la acera frente a la tienda de Zigarrero, se conoce que conintención de limpiarlas.

El tren trajo prosperidad al pueblo. Y nosotros nos convertimos en testi-gos asombrados de la pesada infraestructura organizativa. ¿Cómo diablospodía aquel cacharro de tremendas ruedas circular sobre dos raíles sin sa-lirse, incluso de noche? Una tras otra, llegaron cuatro locomotoras, deno-minadas Guipúzcoa, Mondragón, Vitoria y Laurak Bat. El eco profundo delpitido de la primera aún se mantiene vivo en mi mente. Su cubierta de latónle daba el aspecto de una tarta de cerezas.

Vivimos un suceso inolvidable relacionado con la locomotora “Mondra-gón”. Mientras construían la estación, ese servicio estaba situado en la casadel listero de la fábrica. Este tenía un gran perro al que llamábamos “Lup”,y el maquinista de la locomotora y “Lup” se hicieron grandes amigos. Unamañana, el perro estaba acostado en la entrada de la fábrica y a pesar de queel maquinista le dirigió prolongados pitidos el animal permaneció tranqui-lamente sobre la vía, como diciendo: “Este sitio es mío”. Los trabajadores si-tuados al lado de las ventanas que daban a la vía se quedaron mirando,atentos al enorme trasto de hierro sobre ruedas que parecía iba a atropellara “Lup”. Mas el conductor pisó el freno y paró a un metro del can. Bajó deltren y, armado de gran paciencia, pudo convencer al amigo dormilón y tes-tarudo para que dejara libre la vía.

Antes de que el tren se convirtiera en una realidad gloriosa, los domingospor la mañana y una vez cumplido el deber de asistir a misa, las familias par-tían hacia los prados, montes y bosques próximos en busca de soledad y si-lencio. Sin embargo, al llegar el tren los objetivos se tornaron másambiciosos, pues el hecho de volver a casa montado en un vagón era señalde un mejor modo de vida. El tren era algo así como un moderno héroe me-canizado, que no disminuía su velocidad ni para entrar en la boca negra deun túnel. Por fin, aquellos trenes de magnífica factura que sólo conocíamospor los libros de escuela también pasaban por nuestra localidad.

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El tren nos traía a la Banda de Música militar de Vitoria por sanjuanes,con el director-capitán Genaro Rey a la cabeza. Un músico con dones espe-ciales que consiguió la dirección de la Banda de Alabarderos de Madrid...pero que, debido a un problema físico, tuvo que renunciar al cargo obtenidopor meritos propios. El concierto dirigido por Genaro Rey era uno de losplatos fuertes de la festividad patronal. Mas no parece que San Juan se por-tara tan bien con él, pues no creo que nuestro patrón realizara ningún tipode intermediación para que Don Genaro ocupara la dirección en Madrid, sibien tanto el susodicho como su banda interpretaban todos los años el con-movedor himno Ez dau inun... con gran emoción.

En tren nos desplazábamos a las fiestas de los pueblos de alrededor, aun-que podía resultar peligroso, pues el gallo del lugar no gusta de la compe-tencia externa a su territorio. A menudo sufrimos trampas nocturnastendidas por bergareses y atxabaltarras que nos atacaban a pedradas. Peroeso no era inconveniente para que, un año sí y el siguiente también, acudié-ramos a la estación elegantemente vestidos como extranjeros y nos despla-záramos hasta Bergara, Aretxabaleta, Oñati o Eskoriatza con la esperanzade conocer alguna chica. No eran pocos los que, en la estación, percatadosde nuestras escapadas, nos dedicaban flores como “Sólo Dios sabe en buscade quién saldrán del pueblo... No tiene el aspecto de dar mucha leche...”

En uno de aquellos viajes León Telón Mendizabal se cayó del tren. Apoyósu cuerpo contra el balcón de hierro de la plataforma del coche y aquél sesoltó, con lo que León se precipitó a la vía. Se dio la alarma nada más lle-gar a la estación de Arrasate. Justo en el momento en que la locomotora par-tía hacia Bergara en busca de Telón, vieron en la curva a lo lejos al pobrehombre caminando por la vía, ¡trayendo el balcón a hombros!

El tren hizo que olvidáramos los heroicos viajes en el autobús “Titanic”.A los niños mondragoneses de hoy en día seguro que no les resulta sorpren-dente que sus padres vayan a comer a Bilbao, San Sebastián o Madrid. Ennuestra época eso era impensable y el nombre que más fascinación causabaentre los niños era el de Deba. El Ayuntamiento organizaba excursiones paralos niños elegidos por el médico, y los metían a todos en el “Titanic” parapasar siete días en aquella localidad costera. La tarde del regreso, se veía ungran gentío en Legargain esperando asomara el autobús, para acompañarlo

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hasta el Portalón entre vítores y sonoros aplausos, como si de una marchatriunfal se tratara. En nuestra infancia Deba era el símbolo del bienestar ysegún un fraile que dirigía los ejercicios espirituales de los obreros de laUnión Cerrajera, en una de sus terroríficas homilías desde el púlpito de la pa-rroquia, mejor habrían hecho los trabajadores en olvidar el lujo de los via-jes a Deba en vez de convocar huelgas.

El tren facilitó los desplazamientos, y tanto el “Titanic” como los cochesde caballos fueron desapareciendo poco a poco. Con todo, yo he podido dis-poner, alguna que otra vez, de medios de transporte más sofisticados, comoel día que, junto con mi amigo Luis Arrieta, realizamos una excursión deensueño subidos a una alfombra mágica que nos regalaron en Bagdad. Gra-cias a la máquina del tiempo, retornamos al hermoso Mondragón de 1915bajo el aspecto de unos chiquillos. Tomando Udalaitz como punto de refe-rencia, sobrevolamos Santutxu, en Uribarri, y la carretera de Santa Águeda,antes de tomar tierra en las plantaciones de nabos del caserío Uribe. Quiseabrazar a la señora de la casa, Margarita, pero Luis no me dejó, pues segúnél, nos encontrábamos a las puertas de numerosos descubrimientos. En opi-

Cuántas veces he soñado con aterrizar algún día en los alrededores de Uribarri, y llegarhasta el casrío Uribe y preguntar por Margarita, quien, cuando yo era un chaval, nostraía cada día a casa la leche y aquel pan tan rico, que llamábamos pasallora.

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nión de mi compañero de viaje, no estábamos como para perder el tiempoen exhibiciones emocionales. Por lo tanto, hicimos una rápida visita a la Vir-gen de Santutxu al objeto de darle las gracias por la diligencia que siemprehabía demostrado, desde el otro lado de la red metálica de su pequeña er-mita, respecto al cuidado de la seguridad del barrio. Y subiéndonos de nuevoa la alfombra, partimos hacia el pueblo.

El silencio era total. Íbamos asidos de la mano, como queriendo darnosmutuamente seguridad, observando los parajes que discurrían bajo la al-fombra. Una vez dejamos atrás el caserío Turrubilon, a un lado podíamos verel camino que conducía al barrio de Udala, y al otro el de Muru. Allí co-menzaba la vereda hasta la taberna de Herrarte, tramo que atravesaba el ríoAramaiona. En la puerta roja de la taberna brillaba tenuemente una pe-queña luz, justo en el punto donde comienza el camino de subida a Kan-panzar. Luis y yo dirigimos la mirada hacia Barrenatxo intentandoseguramente encontrar algún rastro del asesinato que se produjo en la zonatres o cuatro años atrás. Pero la alfombra siguió adelante y dejamos el puentede San Agustín sobre nosotros, ya que atravesamos bajo la pasarela que uníala casa del capellán y el convento.

Una vez llegados al caminito de San Cristóbal, vimos la panadería deConcon. Estaban trabajando, preparando el sabroso pan del día que co-menzaba a despuntar. ¡Un pan delicioso! Tal y como le conté a Luis unosaños más tarde, al acometer mis primeros intentos de emancipación, uno delos primeros guiños que hice a mi padre fue el hecho de poder comer el pande Concon que se vendía en la cooperativa San José, sita en los bajos delCírculo Tradicionalista, en lugar del que preparaba él donde Sinfo. Luis serió y me apretó la mano. A la derecha, nos topamos con una casa vieja de lacual no recordaba que estuviera allá. En aquel edificio vivía un hombre ha-rapiento y sin fundamento llamado Pascasio, cabeza de una familia bastantemás numerosa de lo que él era capaz de alimentar, y que no dudaba en criarperros y venderlos si eso le procuraba algún dinero.

Desde la parroquia recibimos el aviso de cuatro campanadas. Lloviznaba.El sereno cantó “Las cuatro y lloviendo” desde alguna esquina. Para en-tonces nos encontrábamos en Kondekua, tras pasar por el sendero del río. Ala izquierda, una luz débil destacaba el perfil de la alta red metálica situadafrente al palacio del conde de Monterrón. Oímos un ladrido que posible-

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mente provenía del jardín y acontinuación se abrió lapuerta y apareció el guardaLuis Artetatxo Heriz6, enbusca de algún extraño.Nunca podría imaginar quenosotros estábamos alláarriba, en nuestra alfombramágica. Al no ver nada raro,cerró de nuevo la pesada ychirriante puerta. El perro deArtetatxo murió cuando sudueño tenía los noventa añoscumplidos, y Artetatxo com-pró otro. Informó esperan-zado a sus amigos sobre laadquisición recién hecha: ¡Aver si el nuevo me da tanbuen juego durante otrosveinte años!

Al otro lado del puente di-visamos el cantón que vadesde la taberna de Canutohasta Kanpantorpe. En el es-pacio entre Zurgin Kale yKondekua atisbamos la cho-colatería de José Azkoaga, aúncerrada, igual que la peluque-ría adyacente de Artorotz. Nohabía nadie, ni siquiera en el

La calle Zarugalde vista desde Kondekua, nosofrecía en primer plano la casa de Pascasio,un pobre hombre sin arte ni oficio, que criabaperros para poder venderlos y dar de comer asu familia. Más tarde Pascasio caería enmanos de las catequistas, que le prometieronsolucionar su problema.

(6) En esta nota parece que Trincado no acierta ya que los Artetatxo tenían por apellidoErzilla. De todos modos, es la única referencia que he encontrado que puede estar equi-vocada.

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camino de Santa Bárbara. Sin embargo, de repente una tenue luz proyectóuna sombra aún más débil sobre el suelo mojado. Alguien cruzaba el puente.Agucé la vista y me di cuenta de que se trataba de Askin, el hombre quevivía en la primera casa del camino de Santamaña. Seguramente vendría dela fábrica “La Cucharera”, situada al borde del río. Recuerdo perfectamentecómo, siendo yo todavía un chiquillo, encontré, en un hoyo lleno de restosoxidados junto a la fábrica, el modelo-desarrollo troquelado de una cucharaque posteriormente utilizaría para fabricar cucharas de arcilla en mis juegos.

Tras pasar junto al palacio de Hierro, condujimos nuestra alfombra endirección a la taberna Las Columnas, justamente hasta la casa donde viviómi primer maestro. Si bien todavía faltaba un poco para las cinco de la ma-ñana, había luz en el bar. A continuación sobrevolamos la casa de Gomix yla de Mardo, en cuyos bajos se ofrecían sesiones de cine cada domingo. Enfrente, el cantón que daba a Zurgin Kale. Y un poco más adelante el edifi-cio de Erregetxo, con acceso directo al río. Como siempre, el dueño del lugarera uno de los vecinos más tempraneros, pues también aquel día ya estabaen la acera frente a la casa de Don Toribio, sacudiendo gavillas de trigo. In-mediatamente me di cuenta de que el pueblo comenzaba a despertar: el relojde la parroquia señaló las cinco de la mañana, el gallo de Florentino PotxoArana cantó y los miembros de la Cofradía de la Adoración Nocturna salie-ron de la iglesia de San Francisco, después de pasar las últimas horas re-zando. Ataviados con sus habituales capas largas y negras de cuello ancho,se dirigían a sus casas, al objeto de poder estar en el trabajo para las seis dela mañana.

Nos encontrábamos frente a la Plaza de Abastos, que es, sin duda alguna,una de las zonas predilectas del pueblo. La Plaza de Abastos fue para nos-otros testigo directo de muchísimos momentos gozosos e innumerables su-cesos, un lugar insustituible que los mondragoneses llevamos en lo másprofundo de nuestro corazón. ¡Allá, al frente, el balcón de mi casa! Una ata-laya sin parangón. Estaban abriendo el bar Monte. Muchos sentían la nece-sidad de calentarse por dentro antes de acometer la jornada de trabajo diaria,como si ésta los fuera a dejar hechos polvo. Cada cual a su estilo y como sifueran competidores en tratar la salud, justo al lado de la taberna estaba si-tuada la farmacia de Segura. Y tras la farmacia, la Caja de Ahorros. Un tríomágico, se mire por donde se mire. ¿Recuerdas cómo jugábamos en aquel

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hierro?, me preguntó mi com-pañero de viaje señalando untubo largo horizontal en el Fe-rial, bajo mi antigua casa.¡Claro que lo recordaba! Joa-quín, el hijo de ErrebalekoKojua, era capaz de dar más dequince vueltas utilizando eltubo bajo el brazo como eje, ycolgándose del mismo.

Pero la alfombra seguíaadelante y llegamos a la Es-cuela Viteri. El perro delmaestro, “Zeinek”, estaba a lapuerta, dispuesto a saltar a lospies de los obreros que se diri-gían a la fábrica. Tambiénapareció por la estrada el car-nicero Eusebio Olatxo Sa-gasta, bromeando con un tra -ba jador del matadero acercadel becerro que se le escapó almatarife Juan Bolante Aro-zena la semana anterior. Meacordé de la hija de Olatxo,una chica que, si Dios se hu-biera dado cuenta a tiempo,hubiera regalado a Adán enlugar de Eva en el paraíso.¡Era realmente hermosa! Oí- mos la sirena de la fábrica. Eso

me trajo a la mente la llamada de las campanas que la modernidad habíaarrinconado y, prueba de que la cadena no se rompe, igualmente podría-mos considerar como algo comple mentario a las campanas la tarea matu-tina de las personas que, a cambio de algunos céntimos, iban despertandoa los vecinos de portal en portal.

La plaza de Abastos, de magnífica arquitec-tura, se utilizaba también para proyeccionescinematográficas. Alli, podíamos ver películasde cristal, con un operador que pasaba loscuadros y un narrador que explicaba el ar-gumento. Los únicos problemas del incómodolocal eran las corrientes de aire.

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Con el día despuntado, atravesamos el caserío Ale, tras el frontón, paraasí llegar al matadero. Y volando por encima del puente de madera de Ur-bixa, nuestro medio de transporte mágico nos condujo al camino de Maala.Allí, en la huerta bajo el camposanto, vimos a Severiano Samperio traba-jando al parecer en los preparativos de la cosecha de verano. Siendo niños,los nísperos, moras... ¡y las peras de una libra! de Samperio eran para nos-otros tentaciones del paraíso.

A la izquierda está Villa Amparo, la casa de Dagoberto Resusta. Y antesde llegar al palacio de Sola, dejamos allá abajo la presa de Maala, llena hastaarriba gracias al agua del río Aramaiona, sobre todo en la curva donde em-pieza el canal cubierto que conduce al molino de Ale. En ese lugar se podíaver de vez en cuando al tabernero Errekalde lanzándose al agua en busca decangrejos. Ciertas noches templadas de verano, sus prolongadas desapari-ciones bajo el agua dejaban a más de uno sin aliento.

En casa mi madre cosía para poder aportar un poco de ayuda a la exigua economía fa-miliar. Y en Mondragón se hacía lo propio en muchos otros hogares, exisitiendo centrosde aprendizaje de confección. De vez en cuando se organizaban pequeñas fiestas a lasque me gustaba asistir.

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En la boca de Errebal, oímos claramente el golpeteo sobre el yunque deOlatxo, el herrero. Y un poco más adelante, el carbonero Kamiñero sacó sucarretilla repleta de sacos para iniciar el reparto casa por casa. Así mismo,el chatarrero Madina llegó con unas canaleras. Y observando desde nuestraprivilegiada atalaya aquel conjunto de diferentes profesiones, nos dieron lasocho y media de la mañana sin haber caído en cuenta de ello. Vimos a mu-chos niños por la calle; algunos iban a la escuela; otros, en cambio, llevabanpequeñas marmitas que contenían el almuerzo de sus padres, quienes tra-bajaban a destajo o estaban en la fábrica desde las seis de la mañana. Frentea la tienda de Zeziaga, el pregonero se preparaba para iniciar su ronda dia-ria. Por lo que pudimos escuchar, aquella mañana se vendían sardinas y bo-nito donde Ines Txantxote.

También entonces, como hoy, existía una gran perspicacia a la hora deidentificar personas y sucedidos. Ya he comentado alguna vez, hablandosobre los apodos del pueblo, que nuestra generación fue harto fecunda en lainvención de motes. En aquellos tiempos el carácter del caserío era el quepredominaba y, a falta del influjo de medios como la televisión, se daban lascondiciones óptimas para que la chispa popular se encendiera a todos losniveles. Y de eso sí que sé algo, pues podría hablar sobre el origen de cien-tos de motes del pueblo, siendo éste un pasatiempos que siempre me ha com-placido. Tanto mérito tiene la frase “El que caga y mea fuerte, vivirá hastala muerte”, aparecida en los servicios del taller de cerrajería de la Unión Ce-rrajera, como la ocurrencia del profesor de la Escuela Viteri el día que, trasadvertir que alguien había cagado fuera de sitio, hizo a los alumnos que vol-vían a clase la celebre pregunta: ¿Quién de aquí tiene el agujero de atrástorcido? Dos estilos diferentes, pero dotados de una agudeza similar. Y, sindarnos cuenta, convivíamos con ambos estilos.

En todo caso, también existen aspectos en los que la transformación hasido total. Por ejemplo, ¿se viven igual el Viernes Santo de entonces y el deahora? En aquella época, tan pronto como la Banda de Música entonaba laMarcha Fúnebre, los curas provocaban en nosotros una sensación terrorí-fica. Las principales características del fervor que causaba en nosotros aquelhimno eran el escalofrío y la carne de gallina. Para que en aquel tétrico es-cenario no nos faltara de nada, contábamos también con guardias civilessosteniendo sus tricornios entre las manos, contagiados de aquella ridícula

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solemnidad marcial. Desde el punto de vista actual, aquel conjunto pareceuna mezcla de arroz con leche con petróleo, si bien los cachoborrachos con-tinúan presos. Los guardias civiles –protectores de nuestros explotadores– asícomo las procesiones multitudinarias, son páginas de la historia.

No puedo decir que la vida me haya premiado en demasía. Tuve que dejarmi pueblo natal y al volver al cabo de medio siglo tampoco puedo decir quemi corazón salta rebosante de emoción. Cierto es que he venido con un pocode ilusión, pero más que nada por tener la oportunidad de destruir los últi-mos rescoldos de algún mito que todavía queda en pie dentro de mí. He vi-vido la historia de la manera que puede vivirla un sencillo trabajador, conmás interés que capacidad. Desde 1931 he vivido como perdido en una vo-rágine de locura, con poca calma y menos ayuda. Mandamos al exilio a Al-fonso XIII y creímos que teníamos el mundo en nuestras manos. Salimosvencedores de la dictadura de Primo de Rivera y creímos en el liderazgo delos partidos políticos y los sindicatos. ¡Pobres hombres!

Anarquistas y católicos, socialistas y ateos, a todos nos unía la esperanza deque el mundo se iba a arreglar, o eso era lo que, por lo menos yo, creía. Con-vocatoria de huelga de la UGT. Fracaso. Llegó octubre de 1934 y fuimos lla-mados a coger las armas para hacer frente a la nueva dictadura proclamadapor la derecha. Desastre. Marcelino Oreja, Dagoberto Resusta y los demás.

Todavía estoy viendo al ingenieroLafitte menospreciado por Oreja yChacón, por apostar por los nuevosingenieros de la Unión Cerrajera. Loecharon de la fábrica como si fueraun perro sarnoso, por haber queridoensalzar el espíritu humano por en-cima de cualquier otro valor. Peroaparte del desprecio de los de arriba,también tuvo que sufrir el desdén detécnicos que él había preparado tanmagníficamente. Sólo Marcos Vitoriay yo solicitamos un sencillo gesto deagradecimiento para Lafitte. Fuimos

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a su casa a entregarleunas pocas firmas re-cogidas entre sus exalumnos y a presen-tarle nuestro respetode corazón. Era Abrilde 1934. Lo despedi-mos con un “Vendrántiempos mejores”. Alsalir de allí, según nosconfesó el profesor dedibujo Antonio Ar-mengou, que fue tes-tigo de nuestra visita,él y la propia madrede Lafitte escondie-ron la pistola del in-geniero por miedo aque éste se suicidara.Era una tarde de jue-ves y la banda de mú-

sica tocaba, en la plaza del pueblo, una melodía que aún no he olvidado. Eldrama de aquella casa era ajeno a los danzantes.

Seis meses más tarde, el 5 de Octubre, ciento diez jóvenes del pueblo fui-mos detenidos y llevados al penal de Guadalupe, acusados de tentativa de re-volución. El movimiento se veía venir desde la víspera. Yo volvía del cineacompañando a la chica a la que quería convencer para que fuera mi novia.En el camino nos cruzamos con mi ayudante de la fábrica y otros miembrosde UGT. A las seis de la mañana del día siguiente oí las primeras explosio-nes. Estaban lanzando artefactos hechos a mano desde el tejado de una casacercana al cuartel de la guardia civil. Fui a la Casa del Pueblo. Para enton-ces tenían presos a un montón de carlistas a fin de que no cogieran las armas.Antes de llegar a la sede socialista oí un tiro y nada más entrar me encontrécon Celestino Uriarte hablando con un compañero acerca de que se le habíadisparado la escopeta por no saber manejarla. Uriarte puso la escopeta enmis manos y me envió a la Plaza del Pueblo.

Como consecuencia de la revuelta de octubre de 1934conocí la cárcel, primero en el Fuerte de Guadalupe ymás tarde en Ondarreta. La guerra de 1936 me abrió lapuerta, no deseada, del exilio, del que no he vuelto más.Como todos los exilios, ha supuesto un quebranto físicoy espiritual.

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Yo no tenía enemigos, o por lo menos eso era lo que creía. Estando en laPlaza, vi a un amigo de los tiempos de la escuela de Txorta, Pedro Azka-rraga, dirigiéndose al Círculo, siendo carlista como era. Me acerqué a él y leinformé en el portal de la situación del momento. Le aconsejé que se fueraa casa. Y eso fue lo que mi amigo hizo, después de despedirnos con unabrazo. Cuando a las ocho de la mañana enviaron el relevo, me dirigí a laCasa del Pueblo y una vez allí me remitieron junto a otros a detener a Mar-celino Oreja, el “jabalí”.

Fui con precaución, pues pensaba que estaría con sus guardaespaldas.Semanas atrás, Oreja había dicho que los de UGT íbamos a comer hierba,y desde entonces las cosas no pintaban muy bien para él. Pero cuál fue nues-tra sorpresa cuando lo vimos bajar por las escaleras con su mujer... y casi nosconvenció de que era un ángel gordo y sin ningún peligro.

Poco más tarde supe que, junto a Oreja también se encontraban en la se-cretaría Dagoberto Resusta y Ricardo Azkoaga. El hecho de mezclar a estosdos últimos con el director de la fábrica me causó estupor, pues allí podíaocurrir cualquier cosa. Hablé con Celestino Uriarte y le di razones para nomantener a los tres juntos. Tras escuchar mis palabras Uriarte me ordenó quetrasladara a Dagoberto y Ricardo a otro lugar. Justamente iba a hacerlocuando apareció Juanito Sanverde avisando que desde Vitoria se acercabantres camiones de soldados.

Alborotados por tal aviso, en la puerta del Trinquete se organizó una es-pecie de representación teatral de resistencia disparatada, y entre algunosvolcaron un camión para escudarse tras él y organizar la defensa de la Casade Pueblo. No se dieron cuenta de que con aquella acción estaban constru-yendo una ratonera para todos nosotros. Entonces apareció el peligroso fa-nático, trayéndose con él a los tres detenidos, y preguntó a Celestino:

–¿Qué vamos a hacer con éstos?

–Llévalos de nuevo y...

Celes no sabía nada de estrategia militar, ni siquiera había hecho el ser-vicio militar.

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Ante el repugnante crimen, quedé sumido en la desesperación, sin pala-bras, pues la ola me había pillado en medio de la intervención armada y apesar de que quise actuar como un hombre, mi esfuerzo no sirvió de nada.Sentí profundamente la muerte de Dagoberto; el recuerdo de Dago me trans-portaba al día de mi primera comunión, pues fue el autor de la única fotoque me hicieron en la celebración. La muerte de Oreja no me resultó tandura, ya que siempre había arremetido contra los trabajadores y yo, desdemi afiliación a UGT, no podía aceptar una actitud tan despreciable. El des-pido de Lafitte había que achacárselo a Oreja. En cambio, al saber que Ri-cardo Azkoaga había podido escapar, me embargó la alegría. Creo queAzkoaga me apreciaba y, si mal no recuerdo, fue él quien habló bien de míen el Consejo de Administración diciendo que tenía capacidad para desem-peñar nuevas y mejores tareas. Dos muertes y, ante todo, una frustración: es-taba claro que el camino de la violencia no nos llevaría a ninguna parte.

Al parecer, aquel desgraciado día de Octubre, y mientras yo hacía guar-dia, estuvieron vigilándome desde las ventanas y balcones de Erdiko Kale eIturriotz. Tres personas presentaron denuncia contra mí, diciendo habermevisto armado con un fusil. Uno de ellos, cuyo nombre no voy a citar pero sídiré que quedó exento del servicio militar por ser el único soporte familiar,no sabía distinguir entre un fusil y una escopeta de caza de dos cañones delcalibre 12. El segundo, que por entonces era un muchacho, confundió unMauser y una escopeta.

El tercero era Ignacio Chacón, ingeniero de la fábrica. Era católico y apos-tólico y nunca hubiera pensado que podría reaccionar tan ciegamente en micontra. Vino a la cárcel de Guadalupe a preguntarme si cierto plano que ha-bían requisado a alguien del pueblo era obra mía. Al parecer, según el pro-fesor de dibujo, exceptuándome a mí, en el pueblo no había nadie capaz dehacer un plano tan exacto, y eso era lo que quería comprobar. Así las cosas,debido a mi paternidad sobre un plano, algo que nunca pudieron demos-trar, me clasificaron entre las nueve personas más peligrosas del pueblo.

Después de aquella descabellada acción del 5 de Octubre, huimos almonte, temerosos de los soldados que llegaban desde Vitoria. Pero al día si-guiente, al no contar con infraestructura alguna para resistir, nos entrega-mos, pues los incidentes se habían desbordado repentinamente. Antes de

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enviarnos al fuerte de Guadalupe, nos retuvieron unos días en la cárcel delpueblo. Al mismo tiempo, llevaron al fuerte desde Bilbao a un buen númerode presos comunes, con la intención de mezclarlos entre nosotros y hacernosla estancia lo más dura posible.

El interrogatorio fue iniciado bajo la dirección del general Amorós, jefe dela Sexta División del Ejército de Burgos, y nos responsabilizaron de una largalista de delitos. Ante tal abundancia de acusaciones, el propio juez confesóque nunca hubiera sospechado que en un pueblo pequeño como el nuestropudiera brotar tanto odio. Todos quisieron distinguirse por su actitud acu-sadora y como consecuencia de aquel terrible ambiente nos tuvieron encar-celados durante dieciocho meses, primero en Guadalupe y por último enOndarreta, San Sebastián.

Los primeros días éramos bastante optimistas en cuanto a nuestro futuro.Pero la política giró hacia la derecha y la situación se deterioró. El sistema

De la cárcel de Ondarreta salimos el 17 de febrero de 1936, justo al día siguiente deltriunfo en las elecciones del Frente Popular. En la cárcel había preparado una radio degalena, que durante el tiempo que estuve encarcelado supe mantenerla oculta, y que nostrajo la noticia del triunfo de la izquierda.

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sanitario en la cárcel en nada ayudaba a mantener el ánimo y, además, pa-recía que a los presos de Mondragón nos querían dar una lección especial,pues la sentencia no hacía sino demorarse. Los domingos, las visitas del ex-terior nos traían el contacto fresco con la vida allende los muros. Un día pu-dimos leer en un periódico que según las declaraciones de cierto reputadoastrólogo, la izquierda ganaría por una pequeña diferencia pero al pocotiempo la derecha tomaría de nuevo el poder para gobernar durante más deveinte años.

Poco a poco, la disciplina del fuerte fue relajándose y de vez en cuandonos sacaban a caminar por el monte. Es más, incluso me ofrecieron traba-jar a través de una manera un tanto peculiar. Antes del 5 de Octubre yo es-taba preparando una pequeña máquina semiautomática que habría servidopara fabricar las pinzas que utilizaba la mujer del mondragonés Bedia en supeluquería. Quién sabe cómo y por qué medios, Bedia posibilitó que la má-quina acabara en la cárcel, y me trajeron limas y otras herramientas. Por otraparte, el hecho de cohabitar con presos tan “profesionales” nos facilitó laformación en ciertos trabajos manuales. Así, me especialicé en la confecciónde estuches de papel lacado, cinturones trenzados y flores de miga de pan co-loreadas con anilina, entre otros artículos.

Nuestra vida estaba organizada al son del toque militar. Entre nosotros fui-mos formando grupos, para que, el que así lo quisiera, pudiera adentrase en elaprendizaje de las asignaturas básicas. De vez en cuando cometíamos tambiénalguna travesura o se descubría un cantante tenor que nos dejaba con sus in-terpretaciones el corazón y el espíritu completamente tocados. Había dema-siado tiempo para acordarse de los padres, novias, esposas y amigos lejanos.

Una mañana vinieron unos camiones y nos llevaron a la cárcel de Onda-rreta. Nos metieron en las celdas de cuatro en cuatro. Entre los presos tam-bién había personalidades de alto nivel, como Torrijos, ex alcalde deDonostia, y varios ediles. Torrijos me dejó un grueso libro sobre Historia delArte para que realizara el diseño de una caja de lujo a elaborar en maderaque quería regalar a mi novia de Mondragón. A la hora de trabajar la tapa,tomé como modelo las imágenes existentes en el techo de la Ópera de París.Torrijos fue gran amigo mío e hizo gestiones con las autoridades carcelariaspara que yo pudiera comenzar a trabajar.

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La dirección que había tomado la política en nada favorecía nuestros in-tereses. La derecha marcaba un círculo cada vez más estrecho en torno a laizquierda. Las noticias que nos llegaban a la cárcel eran bastante confusasy día a día nuestro nerviosismo iba en aumento. Los últimos detenidos tra-taban de explicar el ambiente de fuera y por lo que decían los recortes deprensa que de vez en cuando algún familiar nos hacía llegar dentro de unatarta, había motivos de sobra para estar preocupados.

Así pues, nos quedaba la vía clandestina, y empecé a pensar que, al igualque recortes de prensa, también podíamos pasar algo más. Así fue cómo fuirecopilando material de interés. Me enviaron unos finos hilos de cobre den-tro de un pastel. En un envío posterior obtuve trozos de piedra galena. Condichos componentes y una caja de puros vacía ya tenía preparado un apa-rato receptor de radio. En un nuevo envío de mercancía, me pasaron tresauriculares camuflados en cazuelas llenas de morcillas y con ellos pude es-cuchar con claridad los programas de radio del Monte Igeldo.

Por lo visto, escondí correctamente aquel aparato que, por lo menos, valíapara ponerme en contacto con el exterior, si bien sólo actuaba como recep-tor. A pesar de haber sufrido varios registros, jamás dieron con mi radio.Animado por el éxito tecnológico, me pareció que podía tratar de mantenerpor la noche la bombilla de nuestra celda encendida y urdí un plan. Unamañana de limpieza general, logré introducir a través de las rendijas delsuelo del corredor interior unos hilos de cobre hasta mi celda y apliqué elpolo negativo a las tuberías del agua. El polo positivo lo sujeté en la lámparasituada sobre la puerta de la celda y de allí deslicé el cable de la electricidadhasta mi cama. Gracias a la luz podía permanecer más horas escribiendo odibujando. Por si acaso, al objeto de que el vigilante no me pillara con la luzencendida, preparé un puente de corriente, con una aguja sujeta a la puertamediante hilo negro de coser. Si alguien abría la puerta la luz se apagaba au-tomáticamente y el responsable de la vigilancia me pillaba escribiendo o le-yendo... ¡a oscuras!

En el recinto donde estábamos nos custodiaban cuatro carceleros y a unode ellos yo le llamaba “Tuntún”, por su parecido con Nicolás Tuntun Madi-nabeitia, compañero mío de Sección en la Unión Cerrajera. Aquel carceleroera tremendamente desconfiado y severo. Un día vio mis dibujos y me pidió

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que le grabara sus iniciales... ¡en la pistola! Lo hice. A partir de entonces sellevó mejor conmigo. Sucedió también que unos compañeros de la cárcel mepidieron que preparara algún tipo de cartel publicitario solicitando nuestraamnistía y me puse manos a la obra. A los dos días acabé de diseñar un pan-fleto que decía: “Ayudad a la liberación de vuestros padres, hermanos, no-vios y amigos que arriesgaron su libertad”. Acompañando a la frase se podíaver dibujada una gran masa de gente, representando un largo brazo esti-rado y con la mano arrancando de raíz las rejas de una ventana del presi-dio, desde donde asomaban rostros delgados y pálidos. Nuestro abogadosacó de la cárcel el cartel y pronto aparecieron copias en numerosos lugaresde Gipuzkoa.

Tan pronto como supo de la existencia del cartel, “Tuntun” el carcelerono albergó ninguna duda sobre la autoría del mismo y vino a mí raudo yveloz, afirmando que estaba jugando con su autoridad y criticando mi acti-tud demasiado confiada. “Aunque lo hubiera hecho yo, ¿no habrías proce-dido de la misma manera si se tratara de conseguir tu libertad?” le contesté.

La radio me procuró gran ayuda para mantener el ánimo, pese a que lasnoticias del exterior no nos eran favorables. Por lo que parecía, la derechaespañola dominaba el espectro político y nuestra esperanza de libertad eracada vez menor. Así, llegaron las elecciones del 16 de Febrero de 1936.Aquella tarde muchos amigos en la cárcel esperaban recibir una señal desdemi celda. Habíamos acordado que tres golpes pausados en la tubería metá-lica del baño anunciarían el triunfo de la derecha. Por el contrario, tres gol-pes rápidos significarían el triunfo de la izquierda y, con ello, nuestrainmediata puesta en libertad.

A las diez de la noche la derecha vencía con holgada ventaja. Pero a lasdoce, una vez computados los votos de las principales ciudades, el triunfoera, sin ninguna duda, del llamado Frente Popular. Di los golpes acordados.¡Vaya jaleo se armó! Los carceleros se escondieron, se conoce que de miedo.Y los guardias de asalto no estaban a aquellas horas preparados para ha-cernos frente de ninguna manera. Seguramente estarían cumplimentandolos papeles para solicitar nuevo destino en alguna gran ciudad donde no lesconocieran. Aquella noche nadie de nosotros durmió y a la mañana siguienteestábamos reclamando nuestra libertad ante los representantes del Gobierno

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Llegué –o me llevaron– al campo de concentración de Gürs, en Francia, donde trabajé alas órdenes de Julián Etxebarria, antiguo director de la Escuela de Armería de Eibar. Milabor consistía en examinar la capacidad técnica de miles de prisioneros que iban a serutilizados en la industria de guerra francesa.

Civil. Se nos pidió paciencia. Pero se puede decir que a primera hora deaquella mañana todo San Sebastián se agolpaba a la entrada de nuestra cár-cel. Banderas, bandas de música, dirigentes de partidos políticos... y un mon-tón de taxis esperándonos.

Primeramente, dieron la orden de ponernos en libertad a los que aún nohabíamos sido juzgados. ¡Qué gritos de emoción! Pero antes de salir meacerqué a “Tuntun” y le invité a subir a mi celda, en el segundo piso, parahacerle partícipe de mi secreto. Así, le mostré las comodidades del cubículoque estaba a punto de abandonar para siempre: mi electricidad particular ymi radio. Nos dimos la mano. En la calle predominaba la alegría y la alga-rabía. Nos llevaron a comer a la Parte Vieja y para el anochecer yo ya estabarendido, sumamente cansado, y me dirigí al Paseo Nuevo en busca de unpoco de tranquilidad. Una mujer se me acercó desde la oscuridad. Cuandome di cuenta a qué venía, le informé, sonriendo, de dónde había salido y delestado lastimoso de mis bolsillos. Me deseó buena suerte.

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Partí hacia Mondragón al día siguiente. El hecho de encontrarme denuevo con los lugares y paisajes que dejé atrás año y medio antes no me pro-ducía una sensación tan agradable como el de poder abrazar a mis padresy, quizás antes, a mi novia. Sin embargo, cuando me encontré delante de lachica que había estado conmigo en el cine aquel 4 de Octubre de 1934, mepreguntó con metálica frialdad: ¿A qué has venido?.

Uno de los primeros a los que visité con mi libertad recién recuperada fueal ingeniero Chacón. Fui a verlo a la fábrica y le confesé que no le guardabarencor, aunque él pensara lo contrario. “Ah!... Aquel plano lo hice yo, síseñor, pero sin ningún detalle alusivo” le remarqué, queriendo dejar claroque el producto surgido de mis manos no era más que un croquis.

El sistema democráticamente elegido duró cinco meses. Recordé conmiedo lo presagiado por el astrólogo estando yo en el fuerte de Guadalupe.Creamos las milicias y nos enviaron a vigilar los alrededores del pueblo pro-vistos de escopetas de caza, al objeto de que las tropas que pudieran venirde Vitoria no nos sorprendieran en la cama. Más tarde me destinaron a lacentral telefónica. Mientras tanto reunieron a los carlistas en la escuela deniñas de Viteri. Pero la victoria de los franquistas en Vitoria trajo el frentehasta Arlaban y desde el 19 de Julio Mondragón se convirtió en el cuartel delos “rojos”.

¿Qué hizo entonces el “izquierdista desalmado” Jesús Trincado? ¡Aja!Leí en los periódicos artículos sobre la heroica resistencia de los asturianos,explicando que los cartuchos de dinamita lanzados mediante honda podíanllegar a veinte o treinta metros de distancia. Tomando como base esa idea,comuniqué a los que estaban al mando de la defensa del pueblo que yo es-taba dispuesto a preparar un lanzabombas que arrojaría artefactos manua-les a cien metros de distancia. Cuando me dieron su aprobación, inicié elestudio técnico y de allí a poco tiempo diseñé unos morteros que, por lomenos en teoría, podían alcanzar los 60, 80, 120 e incluso 230 metros. Lle-varon los planos a Babcok Wilcox de Bilbao. Mas jamás supe si les hicieronalgún caso o no.

Perdimos Mondragón y partimos hacia Elorrio. Pero no quisiera hacermención de los recuerdos clasificados en los distintos anaqueles de mi me-

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moria, pues los abusos de las dos partes ya se han remarcado en muchasocasiones, aunque creo que las palabras nunca tendrán la capacidad sufi-ciente como para exponer la crudeza de lo acontecido.

Cuando cayó el norte de España algunos pudimos huir a Francia enbarca. En el puerto de Santander nos encontrábamos miles de personas es-perando a unos pequeños botes que apenas podían moverse con nuestro peso.La gente estaba nerviosa, ya que el puerto era objetivo de la artillería fran-quista. Un chofer que iba conmigo pudo arreglar el motor de una chalupaabandonada y subimos a ella nueve personas, la mayoría mondragoneses.Pasamos la noche en el mar, mientras el motor, que se paraba a menudo, nosempujaba a Francia. Los gendarmes ordenaron parar nuestra embarcacióny tras permanecer un par de días sin permiso para descender a tierra, pudetomar rumbo a Barcelona. De allí me enviaron a Alicante a trabajar en la em-presa Hispano Suiza, en el diseño de aviones. Permanecí en ese trabajo du-rante un año, hasta que supe que mis padres estaban refugiados en LaEscala, un pueblo cercano a Barcelona.

El enemigo avanzaba por doquier y ante aquella situación decidí que notenía mucho sentido seguir trabajando en la aviación. Así las cosas, solicitéun destino en el frente. Sin embargo, estando en una situación tan mala pocopodíamos hacer para poner freno al incesante empuje de los fascistas. Y re-gresamos a Francia atravesando un paso cercano a Andorra. Una vez mástuvimos que ser objeto de las zarpas de aquellos gendarmes odiosos que nosquitaban toda pertenencia de valor que lleváramos encima. Ni siquiera nospermitían coger agua. Por si acaso, preferí aplastar la pistola que llevabaconmigo bajo una gran piedra, antes de dejarla en manos de alguno de aque-llos gorilas.

Llegué al campo de concentración el 9 de Febrero de 1939. Enseguida mepercaté de lo terrible que era la vida en aquel lugar. ¡Cuánta gente! Y nadiepodía esperar un buen trato por parte de nadie. La propaganda que en con-tra nuestra llegaba desde España no hacía sino empeorar la situación, pues losdelitos que nos imputaban a los fugitivos recién llegados a la Francia católicaeran indescriptibles. E imperdonables, por supuesto, a los ojos de la mayoríade los franceses. El viento frío que enviaban las montañas del entorno se metíahasta los huesos, a pesar de que habíamos preparado tiendas de campaña uti-

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lizando mantas de escasa calidad. Miles de personas deambulábamos de acápara allá sin saber muy bien en busca de qué. Y al objeto de que la enormeoleada humana no se les fuera de las manos, los franceses cercaron el gigan-tesco campo con red metálica. No obstante, por primera vez en mucho tiempopudimos dormir a salvo de los ataques de los aviones fascistas.

Estábamos bajo la vigilancia de los terroríficos “swai”, miembros de latropa africana al servicio de Francia, que nos cuidaban con sus espadas y suslátigos; gente despiadada, capaz de propinar palizas a mujeres o a niños,sólo por el hecho de estar buscando un trozo de leña para hacer fuego. Parala quinta noche pudimos organizar mejor nuestra nueva casa. Y cierto ano-checer, como queriéndonos transmitir energía los unos a los otros, organi-zamos una enorme y sonora tamborrada, provistos de botes y cazuelas viejas.En la estación de tren cercana al pueblo habían adecuado un lugar paraatender a heridos y enfermos, pero la paja que cubría el suelo provocó unaeclosión de piojos que inmediatamente propagó la epidemia por todo elcampo. Trajeron ataúdes a un almacén de la estación, ya que diariamentehabía necesidad para siete u ocho cadáveres.

En los gélidos amaneceres, como bestias de la selva profunda, ocupába-mos todos los rincones del campamento, pero no con el objetivo de cazarpresas, sino a fin de realizar nuestras necesidades fisiológicas. Era algo quehabía de hacerse en algún momento y parecía que, con la complicidad de laoscuridad, las idas y venidas de los refugiados eran más veloces. Está claroque la sabia naturaleza facilita los mecanismos adecuados para la adapta-ción de las especies a cada lugar y a cada momento.

Sin embargo, los momentos más agradables –¡si es que se puede hablarde momentos agradables!– eran aquellos en los que el sol nos acariciaba consus rayos dorados. Es más, en aquellos instantes parecía que, incluso, éra-mos capaces de pensar y percibíamos las sonrisas en nuestros semblantes,como si al huir del infierno al otro lado de los Pirineos hubiéramos alcanzadola gloria celestial. Uno de los primeros días de mi estancia allá, perdí una ma-leta fabricada por mí en una carpintería, cuando en tiempo de guerra me hi-rieron en el tobillo. La cerradura de letras de madera tenía más de cuatro milcombinaciones, fruto de la aplicación directa de la tecnología aprendida enla Unión Cerrajera.

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En Toulouse era normal que nos reuniéramos un grupo de mondragoneses, exiliadoscomo yo, que intentaban rehacer sus vidas, aunque todos manteníamos la esperanza deregresar en breve a nuestro pueblo. Contemplando esta foto me doy cuenta de lo impre-decible que resulta la vida de los hombres…

Tras permanecer dos meses en aquella situación, nos condujeron a Car-bere, una localidad a dos kilómetros en dirección a Perpignan y se nos co-municó que algunos de nosotros tendríamos la oportunidad de pasar la nocheen los vagones de la estación. ¡Eran dignas de ver las carreras hasta aque-llos vagones vacíos, tan pronto partía el último tren de las seis de la tarde!Cierto día, unos españoles franquistas que viajaban en el primer vagón deun tren que pasaba por allá arrojaron monedas al lugar donde nos encon-trábamos esperando. Al momento se desató una cerrada disputa entre variosrefugiados por hacerse con las monedas del suelo, mientras fotógrafos quevenían en el último vagón nos retrataban. En fechas posteriores, las imáge-nes fueron publicadas por el diario ABC.

Cada vez que se abría la barrera era impresionante ver aquella marea hu-mana compitiendo por alcanzar los vagones. Los jóvenes se afanaban por serlos primeros por encima de los viejos y un nutrido grupo de gendarmes inten-

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taba poner orden. Todas las noches sacaban a alguna persona de debajo de losvagones, escondido entre ruedas y ejes e inmerso en el lícito sueño de escaparen pos de un futuro mejor a partir de la mañana siguiente. Ahora sólo nosqueda reírnos de todo aquello, reírnos de los inolvidables recuerdos que per-duran como brasas candentes bajo la ceniza gris del tiempo transcurrido.

Nuestra próxima meta, el nuevo campo de concentración, se situaba allado de Oloron Sainte Marie. Tras viajar en tren durante aproximadamentetres horas, nos trasladaron a un pueblo donde nos miraban como si fuéra-mos raros personajes de circo. Pasamos frente a una panadería y los panesde Sinfo resucitaron dentro de mí. No podría asegurar si el panadero quesalió a la calle con un montón de panes de flauta bajo el brazo me propor-cionó alguno. No estoy seguro y puede que desde entonces la recurrente apa-rición de aquellos panes en mis recuerdos provoque en mí una idea falsa,hasta el punto de creer que me comí alguno.

Recorrimos a pie alrededor de ocho kilómetros, cada uno con nuestras per-tenencias. Al borde del camino quedaron abandonados utensilios y herra-mientas de todo tipo, motivado por la extrema debilidad de sus dueños.Seguro que a los gendarmes y africanos que vigilaban nuestra penosa cami-nata les vinieron de perlas todos aquellos bienes. Por fin llegamos a un am-plio espacio rodeado con red metálica. Allí no había nada. Puro campo ybarro. Me eché a dormir en una ciénaga de diez centímetros de espesor, cu-bierto con una manta. Se trataba del campamento de Judés. Días más tardetrajeron tablas para que construyéramos barracones. Pero la paja para el suelohizo que los piojos se multiplicaran, lo cual supuso la sarna. En el barracón,cada uno de nosotros disponía de unos treinta y nueve centímetros para dor-mir. ¡Estábamos hacinados! Dicha estrechez nos obligaba por la noche a tum-barnos todos sobre el mismo lado y, claro, era imposible salir de allí.

Una mañana, un oficial militar pidió voluntarios para trabajar en la reciéniniciada industrialización de Méjico. Si bien quise apuntarme, me informaronde que, por otro lado, iban a necesitar expertos en temas industriales para elnuevo campo de concentración que estaban preparando en Gurs, y firmé lasolicitud para que me trasladaran allá. En las fábricas de guerra seríamos lossustitutos de los jóvenes soldados franceses que se disponían a luchar contralos alemanes. Mi solicitud fue aceptada y me trasladé a Gurs inmediatamente.

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Me nombraron asistente del responsable de preparar las pruebas de capaci-tación para la industria. El responsable era Julián Etxebarria, ex director dela Escuela de Armería, un mecánico excelente al que conocía de un viaje deestudios que habíamos hecho de Mondragón a Eibar.

Mi labor consistía en medir la capacidad de los dibujantes, para lo cualtuve que inventarme una fórmula, a fin de que la subjetividad del momentono me jugara malas pasadas. El hecho de disponer de un sistema tan metó-dico me libró de aprietos comprometedores, pues los que no conseguían lacalificación mínima eran enviados al Tercio Extranjero o, en el peor de loscasos, a las cárceles de España. Entre Mayo y Noviembre de 1939, unas diezmil personas sufrieron aquellos exámenes. Cuando terminamos nuestro co-metido, me dieron trabajo en la fábrica de aviones de Toulouse. Para enton-ces mis padres estaban en un campo de concentración al norte de Burdeos.

La tranquilidad y la felicidad relativa desaparecieron al poco, ya que aldecidir los alemanes invadir Francia entera, la velocidad de penetración delejército nazi fue de veinte kilómetros al día. Querían acabar con Franciacuanto antes, para a continuación ensanchar las fronteras del imperio ale-mán. Por lo que veía en la fábrica de Toulouse, estaba claro que la defensafrancesa era débil, siendo muy notoria la diferencia entre el armamento delos dos ejércitos. El ser extranjeros no beneficiaba en nada nuestra situa-ción. Al contrario, nos vigilaban estrechamente y cada vez nos ponían másdificultades para renovar los permisos de residencia en Francia. Con todo,aquella libertad relativa y el poder ir de vez en cuando al cine o a bailar eranregalos nada despreciables.

En Abril de 1940, hacíamos números a diario sobre el mapa de Francia,con el fin de calcular lo que tardarían los alemanes en llegar a Toulouse. Almismo tiempo, solicitamos entrevistarnos con ciertos miembros del EstadoMayor de aquella ciudad, pues temíamos que los nazis nos enviaran de vueltaa España y nos urgía conseguir el permiso para poder marchar de Francia.Los franceses nos concedieron la oportunidad de salir de allí.

Me despedí de mis padres, a los que había llevado conmigo a Toulousedesde Burdeos, y a las 8 de la tarde del 23 de Junio –un día muy significa-tivo para un mondragonés, ¿verdad?– nos condujeron en tren a la costa de

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Argeles sur Mer, para embarcar rumbo a Argelia. No obstante, el día 25entró en vigor el armisticio firmado en aquel famoso vagón. El gobiernofrancés cedió ante los alemanes y, por orden de éstos, todo permiso para salira cualquier parte quedó invalidado.

Nos internaron en el campo de concentración de Argeles sur Mer, el cualhabía llegado a acoger a doscientas mil personas. Allí topamos nuevamentecon nuestros custodios africanos que, en consonancia con los nuevos tiem-pos, estaban al servicio de alemanes y franceses. De vez en cuando, apre-miados por la necesidad, venían hacia nosotros en tropel, en busca de algo queles pudiéramos vender, pues ellos eran los beneficiados de nuestra desgracia.Los odiábamos. Una mañana, uno de los “swai” adquirió un objeto metálicoque, aun siendo militar, le resultó sumamente extraño. A la tarde escuchamosuna gran explosión y corrió el rumor de que el comprador y dos compañerossuyos habían fallecido en accidente, al tirar de la anilla de un extraño y fríoartefacto. Aquella bomba de mano supuso una especie de liquidación de ladeuda que aquellos desalmados tenían contraída con nosotros.

En Toulouse recibí la visita de mi familia, que me animaba a no desfallecer en un am-biente diferente y contrario a nuestros ideales de libertad. A los que por cierto nunca herenunciado.

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El tiempo cálido de Junio y Julio avivó en todos nosotros el sueño de dar-nos un chapuzón en el mar, pero las autoridades del campo no estaban dis-puestas a concedernos el permiso para ello, pese a que sólo una red metálicanos separaba de la playa. Aun así, los miembros de la Brigada Internacionalpresentaron reclamaciones una y otra vez ante la jefatura del campo. Comono les hacían caso, una mañana provocaron una enorme trifulca en la queincluso hubo tiros, y los franceses tuvieron que desplazar una unidad de gue-rra flotante para vigilarnos. Como consecuencia de todo ello, a la mañana si-guiente quitaron la red metálica y nos pudimos bañar en el mar.

Los miembros de la Brigada Internacional eran idealistas y, en muchasocasiones, tanto su audacia como su habilidad para organizarse nos resulta-ron de gran ayuda. Por ejemplo, estando en Gurs, los franceses quisieron ex-traditarnos a España e incluso prepararon camiones para hacerlo. Pero losbrigadistas hicieron frente a gendarmes y soldados y lograron hacerles desis-tir. Los brigadistas organizaron escuelas en el campo de concentración de Ar-geles sur Mer y muchos de nosotros tuvimos la oportunidad de asistir a lasclases. ¡Sí señor, los brigadistas se portaron fenomenalmente con nosotros!

Los meses sin esperanza alguna resultaban demasiado largos para los queno podíamos dejar de pensar que quizás algún día seríamos abandonados enla frontera con España. Dentro de aquel ambiente angustioso, recibí unacarta de unos amigos de Toulouse en la que me pedían que guardara calma,pues estaban tramitando mi traslado a un cuartel cercano a Marsella. Sinembargo, en una nueva misiva que recibí días después, me hicieron saber quehabían fracasado en su propósito. No obstante, mis amigos también expli-caban que estaban planeando una fuga para mí, y que sería un visitante do-minical quien me informaría sobre el asunto.

Aquella misma semana infligieron terrible castigo a algunos que habíantratado de huir. Un gitano fue atado a la red metálica y sus guardianes lo es-tuvieron golpeando durante toda una noche. Los gritos de aquel pobre hom-bre me llegaron a lo más profundo del corazón. Eso ocurrió un jueves y,según el plan, mi fuga sería tres días más tarde.

El domingo por la mañana un hombre vino a buscarme y me proporcionóun falso pasaporte. Salí del campo a las diez y media. Los vigilantes a ca-

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ballo me hicieron parar y me pidieron los papeles. “¿Nombre?”, me pre-guntó uno de ellos. “Messeguer Mondragón” le respondí en lo que fue el es-treno público de mi nueva identidad. Me dejaron ir, y tras recorrer unoskilómetros a pie llegué hasta un bar. Mientras esperaba que llegara el trende Toulouse pude comer algo, gracias a unas palabras en francés aprendi-das en las clases de los brigadistas. Aunque el moreno que me propició la es-tancia de cinco largos meses en Argeles sur Mer me delataba, parece que miactitud decidida y seria no dio lugar a duda y me dejaron en paz.

Gracias al recuento de juntas de vía que avanzábamos por minuto, no meresultó difícil calcular la velocidad del tren: 108 kilómetros por hora. El con-voy iba lleno hasta los topes, mis compañeros de viaje eran campesinos y lle-gué a Toulouse sin sufrir percance alguno. En esa ciudad volví a tenerproblemas, ya que no era fácil encontrar trabajo, sobre todo para alguien sinpapeles como yo. Sólo una cédula de apellido catalán validaba mi identidad.Podía caer preso en cualquier momento, en cualquier registro de los gendar-mes en la calle u otro lugar público. Por si acaso, compré una de esas cuerdasgruesas utilizadas en albañilería, con su gancho incorporado, y durante variosmeses por la noche la tuve preparada, pues podían venir a por mí cuandomenos me lo esperara, y en ese caso la cuerda me habría sido de gran ayudapara una hipotética fuga desde mi ventana, que daba al río Garona.

Mientras permanecí en el campo de concentración de Argeles sur Mer, alque denominábamos “El Arca de Noé”, mis padres regresaron a Mondragón.Por lo tanto, al no conocer a nadie en Toulouse, mi situación fue empeo-rando día a día. Tenía que hacer algo, inventar algo, y aprovechando mi ha-bilidad para el dibujo artístico, comencé en labores de retoque de fotografías,en mi habitación de la casa que tenía alquilada. Me puse a trabajar apoyadoen la publicidad “boca a boca” y enseguida empezaron los encargos. Así fuecomo me convertí en un verdadero maestro en arreglos de negativos foto-gráficos. Gracias a la blusa de trabajo y a una pequeña boina adquirí aspectofrancés. Eso y el llevar conmigo a todas partes una carpeta de cartón hicie-ron que nunca levantara sospechas ante la policía, por lo que pude dedi-carme a aquel seudo-oficio con tranquilidad.

Con todo, no logré dar la vuelta a mi situación calamitosa. A finales demes las solía pasar canutas para conseguir bonos alimenticios... ¿Dónde?...

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En el mercado negro, por supuesto. Un día, en un registro, los gendarmes nosllevaron con ellos a mí y a todos los que habitaban la casa. Mi situación secomplicó aún más, pues yo era el único extranjero en todo el edificio y penséque en adelante recibiría la visita de la policía cada vez con más frecuencia.Por temor a eso, me trasladé a casa de un compañero de la época de la fá-brica de aviones. Pero mi compañero tuvo que desplazarse a Burdeos porrazones laborales y me llevó con él. Viví con su familia hasta el desembarcode los aliados.

Las guerras ofrecen la ocasión de contemplar el horror provocado por lasexplosiones con más frecuencia de lo deseado. Cada uno se aferra a la lógicadel momento y afronta la desgracia con energía, de la mejor manera quepuede y como las circunstancias aconsejan hacerlo. No obstante, la energíadel hombre tiembla ante el sufrimiento cercano. Y eso es así porque la per-sona, al fin y al cabo, es algo más que un trozo de carne. A mí también metocó vivir de cerca el dolor, cuando las bombas de los americanos –comosiempre, efecto colateral de los objetivos militares– destruyeron nuestra casa.Mi amigo resultó herido gravemente en dos ocasiones, a su hija le tuvieronque amputar una pierna y su mujer apareció muerta.

De pequeño los cuentos de miedo me aterrorizaban. Siempre había al-guien que, en nuestros juegos nocturnos, contaba historias sobre cementeriosy, camino a casa, yo llamaba a mi madre a gritos, al objeto de que abrierala puerta y pudiera subir las escaleras con la luz de la cocina. Además, al as-cender solía decirle algo en voz más alta de lo normal, para que pusiera aten-ción, intentando ocultar con ello que mi verdadero propósito era llegar hastaella protegido por la luz, sin que se me apareciera ningún muerto de loscuentos. Pero, como ya he comentado, las circunstancias de cada momentopueden llegar a transformar totalmente la energía de las personas.

Ocurrió que tras el bombardeo tuvieron que enterrar una gran cantidadde cuerpos sin haber sido previamente identificados. Eso fue lo que sucediócon la esposa de mi amigo quien, desde el hospital donde se encontraba, merogó buscase el cadáver. ¡Llevaba un mes entero enterrado! Pero no podíanegarme a ayudar a mi amigo y llegué a un acuerdo con el enterrador del ce-menterio para revisar ataúdes. Los registros los efectuaba desde las tres dela madrugada hasta el amanecer. A la tercera noche reconocí los restos de la

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esposa de mi amigo por el pelo y las ropas que llevaba. La lógica ahuyentóde mí el miedo pero desde aquel día me viene a menudo a la mente la ima-gen de Lasa, el enterrador del cementerio de Mondragón, sacando huesosde las tumbas y, como en los cuentos de aquellos tiempos, tengo la sensaciónde que una mano me agarra del tobillo. “Opera enim illorum sequunturillos” se puede leer a la entrada del camposanto de nuestro pueblo, dando aentender que de allí sólo pasan las obras. Muchas veces, sobre todo en tiem-pos de guerra, diría que eso no es cierto, ya que ¡Cualquiera sabe dóndequedan los cuerpos y las obras!

Después de la guerra había que sacar la vida adelante de alguna maneray seguí trabajando por mi cuenta en la recuperación de fotos antiguas. Sibien aún no tenía legalizada mi situación de refugiado, tres o cuatro tiendasde fotografía contrataron mis servicios e hice algún dinero. Al poco conocí ala que sería mi esposa, que se dedicaba a la fotografía y había estudiado en

Me casé el 17 de abril de 1948, con la donostiarra Rosa Salvide, exiliada en Inglaterra yfotógrafa de profesión. Dos años más tarde, y en vista de que la dictadura franquista seconsolidaba, decidimos dar el salto a América y nos establecimos en Montevideo.

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Glasgow. Era natural de Donostia y después de un noviazgo de un par deaños nos prometimos, y cumplimos nuestra promesa el 17 de Abril de 1948.

Por tanto, he vuelto al pueblo de mi infancia y de mi juventud. La luchafrustrada contra el sistema de desigualdades me llevó al exilio. Me alcé encontra de la subordinación asfixiante porque creía en la hermandad. Arries-gamos nuestras vidas en numerosas ocasiones pero no sé si se nos compren-día. Y recuerdo las atroces imágenes de la guerra con la misma claridad conque recuerdo el sonido del chistu y el tamboril de la plaza de Eibar mientrasnos machacaban a golpes en la cárcel del pueblo, como si el espectro de losjóvenes detenidos importara un bledo a la mayor parte de la ciudadanía.Nos posicionamos en contra de una normativa legal equivocada y a favor deotros ciudadanos en peor situación que la nuestra, y –contradicciones amar-gas de la vida– en la plaza de Eibar no sabían nada de nosotros; estábamosolvidados en la desgracia, mientras de nuestros cuerpos destrozados manabasangre roja. Pero había que seguir adelante. Se trataba de una misión dignay honorable, reservada sobre todo a los solteros, a menudo dispuestos a cum-plir adecuadamente las injusticias provocadas por el clero. Soy de los quepiensan que los soldados de aquella misión tenían mayor mérito que los decualquier congregación contemplativa.

La guerra me alejó de mis raíces, y desde entonces he vivido como hojallevada por el viento, de acá para allá, sin construir nada estable en ningunaparte. Desde 1934 hasta 1945; fueron demasiados años dedicados a unosintereses que no prometían nada. Tras otros cinco años de pelea, deseandoya olvidar todo tipo de carencias y restricciones, emprendí una nueva vidacon mi esposa, Rosa Salvide Beratarbide. La Asociación Internacional IROse encargó de pagarnos el viaje a Montevideo, en el barco “Protea”. Atrásquedaba mi estancia francesa. Corría Mayo de 1950.

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DESDE LA LEJANA ATALAYA

No voy a ocultarte la escalofriante emoción que sentí el otro día cuandome hablaste de un hipotético viaje a mi pueblo natal. De repente, todo tipode imágenes de ensueño –mis más hermosos recuerdos– afloraron en esteviejo de noventa y dos años, y he de confesarte sin sonrojo que estuve a puntode caer en la absurda tentación. Las referencias del pasado eclipsaban elmandato de la razón y el conflicto interno desencadenó la crisis. Con lamente semi-nublada, pregunté a mi viejo espíritu si tendría capacidad sufi-ciente para deshacer semejante enredo. Le rogué que me ayudara.

Mi afable espíritu estudió el problema en todas sus dimensiones. Y, se co-noce que basando su decisión en la prudencia, en principio me recomendórealizar un viaje onírico. Regresaría a Mondragón como si nada hubiera su-cedido. Lo hice, y una noche, de repente, me encontré en el Portalón, cami-nando de un lado a otro deseoso de topar con algún conocido. Perdida laesperanza, fui a casa de Amparo pero allí sólo encontré caras extrañas. Mi

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sobrina Begoña, por lo que me comentaron, vivía en un barrio que yo ni si-quiera sabía dónde estaba. Salí de nuevo a la calle y, caminando sin rumboy desengañado, llegué hasta el cementerio. Una vez allí, comencé a gritardesde el otro lado de la valla metálica, sollozando, rogando estar entre todosmis amigos que allá reposaban.

Alguien debió llamar a los municipales, pues estando yo llorando se apro-ximaron dos uniformados que me preguntaron qué hacía allí y quién era. Mesentí sorprendido en aquella rara operación, totalmente avergonzado, y lesdije que era el acreedor de una persona allá enterrada, la cual murió de-biéndome mucho dinero y dejándome en la indigencia más absoluta. Uno delos guardias le susurró al otro algo sobre Santa Águeda. Y, por si acaso, de-cidí alejarme. Pregunté a los municipales por el paradero del taxista FermínBidaburu y me respondieron que entre los taxistas no había nadie con aquelnombre. ¡Tampoco sabían nada sobre el coche de caballos para ir a Ara-maiona! ¿Pero dónde me encontraba? Nervioso... desperté en mi casa deMontevideo, y aparté de mí la tentación de regresar a mi pueblo natal.

Nunca volveré, por tanto, al sitio que un día dejé atrás para escapar haciaBizkaia. En la huida fui testigo directo del bombardeo de Gernika, desde elmismo lugar de la masacre, ya que me encontraba visitando la fábrica dearmas “Astra”. Los aviones comenzaron a soltar bombas, y según éstas ibancogiendo velocidad, daba la impresión de tratarse de panfletos de papel.Luego el infierno surgió ante nosotros. Por lo que había podido escuchar aalguien durante la visita matinal a la fábrica, los fascistas no se iban a atre-ver a bombardear la villa, ya que, al parecer, en Gernika vivían muchos car-cas. Los adivinos se equivocaron. Una demoledora bomba cayó en una callea la altura del Árbol de Gernika e hizo un agujero de ocho metros de diá-metro. La casa de al lado se desplomó completamente. La gente corría haciael refugio situado junto a la fábrica de armas, pensando que así estaríanmejor protegidos.

Pero no, prefiero hacer un viaje en sueños desde mi cálida cama de Mon-tevideo y, tras arribar al puerto de Bilbo, caminar a pie hasta mi lejano y ex-traño Mondragón. Quizás subiré hasta la campa de San Cristóbal parasosegadamente degustar el pueblo entero desde allí. Y recrearé en mi inte-rior aquellas órdenes de la época de Primo de Rivera, por las cuales en caso

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de avistarse en el horizonte una inesperada tempestad, era necesario avisara tiempo a los vecinos. Y como, generalmente, para cuando el responsablede San Cristóbal se percataba de la tempestad las calles ya solían estar blan-cas de granizo, se extendía toda suerte de rumores y bromas acerca del cam-panero dormilón.

¿O quizás debería retrotraerme hasta el catorce de Abril de la época dela República, al objeto de revivir los momentos en que, una vez terminadala manifestación, izadas las banderas en el balcón del Ayuntamiento e ini-ciado el concierto de la banda de música, nos dirigíamos a requisar las boi-nas de los carlistas del Círculo? Se las encasquetaban hasta las orejas parademostrar así su desacuerdo político. ¡Qué jaleo se montaba! La Repúblicafomentó la asistencia de los vecinos a las juntas municipales. En una deaquellas reuniones, el concejal Isidoro Gil Robles Etxeberria solicitó colocarel cuadro de Santiago en la sala y el alcalde, Eugenio Karrikiri Resusta, lepreguntó si en dicho cuadro Santiago debería aparecer de pie o a caballo.¡Otro lío! ¡Vaya bulla! ¡Qué gritos!

La guerra me alejó de mis raíces, pero no he olvidado Mondragón. En mi casa de Monte-video vivo rodeado de recuerdos de aquel pueblo pequeño, recoleto, donde nos conocía-mos por los apodos, de los que recuerdo más de cien.

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No me negarás que toda guerra estalla en torno al dinero y las ansiasde poder. La riqueza desmesurada ha complicado sumamente la vida. Enuna época, el término “caja de bienes” podía dejar mudo a todo interlo-cutor, al igual que lo podía hacer la lectura notarial sobre una herenciapaterna. Ahora, el hijo de cualquier desaliñado puede ser escribano. Ydesde la atalaya de mis noventa y dos años, resulta más interesante mirarhacia atrás que a la televisión, sumergirme en el pasado para revivir lasexperiencias lejanas.

Despierto en la punta de Udalaitz y desde aquí puedo ver el pequeño nú-cleo del Portalón, llevando en mi mochila todo tipo de pormenores ligadosa las experiencias vividas. En la cumbre me he topado con una enorme es-tatua, concretamente la imagen que todo el mundo ya conoce del humanosentado, con la cabeza apoyada en el puño del fuerte brazo que parte de surodilla. Es, por tanto, la estatua que lleva marcado en el rostro ese ceño quesólo está reservado a los hombres y mujeres que han disfrutado profunda-mente de las interioridades de la vida.

Tengo claro que a mi edad sólo puedo ser dueño del vacío dejado por mispadres así como del derivado de la falta de ayuda de mis amigos, que entretodos dieron forma a mi personalidad y, a su vez, valor a la vida, además deproveer de sinceridad a mi evolución vital dentro de un intervalo genera-cional tan breve. Tal y como, al menos a primera vista, parece indicar sugesto, la estatua pensativa gusta de oír el chirrido de las ruedas del carrotransportando a la casa nueva los muebles que constituyen la aportación delos padres a la dote de sus hijos recién casados.

Desde el magnífico observatorio de Udalaitz, el imaginario hombre pen-sativo también divisa un carro tirado por unos bueyes de fuerza extraordi-naria portando flejes de chapa laminada desde Altos Hornos de Bergara a lostalleres de la Unión Cerrajera. Y la estatua ha reconocido la cara de algunaspersonas que tras salir de la fábrica se dirigen hacia sus casas subiendo porla Avenida Viteri. Si bien algunos tejados obstaculizan la visión, no le cuestamucho adivinar la vestimenta humilde de los trabajadores que caminan conla chaqueta al hombro. Los propietarios de ligeras alpargatas recosidas milveces son el contrapunto de los oficinistas de cuello blanco. Pero todos sir-ven al mismo dueño.

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¿Te he dicho enalguna ocasiónque he llegado asoñar que estabaal otro lado delmundo en compa-ñía de otras almascándidas como yo,y que nos pregun-tábamos unos aotros por quérazón tuvimos quenacer tan egoís-tas? ¿Acaso eraimposible cons-truir el verdaderoreino de la her-mandad en lugarde tanta calami-dad y tanta infle-xibilidad? ¿Acasono se podía supe-rar el distancia-miento queprovoca la riquezadesmedida? Y,como si de una pe-lícula se tratara,en el techo celestese me aparecieronimágenes de nues-tra época. En pri-mer lugar, divisé aSantos TxaparroAltuna, con el

brazo apoyado en el hombro de D. Toribio Agirre. Mientras paseaban, Txa-parro le explicaba a su acompañante el origen del mundo. Disertaba sobre

Han sido años de duro trabajo, no siempre compensadospor un bienestar material. Aunque no me puedo quejar. Y,he de confesarlo, mi preparación técnica se la debo, en granmedida, a lo que aprendí en la Unión Cerrajera. Empresaque me dio la formación y trabajo, y en la que despertaronen mis sentimientos de solidaridad internacionalsita

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la influencia del polvo cósmico y las partículas electromagnéticas, argu-mentando que una vez alcanzada una enorme densidad se produjo una granexplosión, y aquellos repentinos y pequeños mundos se convirtieron en tre-mendas e incontroladas bolas de fuego que cada vez se van alejando más enel espacio infinito.

Don Toribio, mirando a su amigo Txaparro a los ojos, le respondió quesiempre solucionaba los problemas ocultos a base de explosiones, y que élmás se inclinaba por la versión de Etxaurre, según la cual el mundo se creóen siete días. Altuna, por fin, percatado de que aquella conversación no lesllevaría a ninguna parte, contestó: ¡Allá cuidados! Será lo que tenga que ser.¿Tampoco estamos tan mal, verdad? Tenemos casa y no nos falta de comer...No estaban de acuerdo, pero ambos mostraron voluntad de querer enten-derse y seguir en calma.

No obstante, y aunque podría parecer que no guarda relación alguna conlo anterior, querría subrayar que lo que le hizo D. Toribio a tu bisabuelo Ni-colás no tiene perdón. Cuando en 1923 tu abuelo Román y su hermano de-jaron la Unión Cerrajera para fundar Elma, la dirección cerrajera echó de lafábrica al padre de éstos, un anciano de 67 años. En la reacción de D. Tori-bio no se apreció ni rastro del liberalismo que se le suponía. Al contrario,mostró su verdadero rostro. Desde siempre, el poderoso ha cargado el pesode la desesperación sobre el trabajador. Y si observas la historia de nuestropueblo en aquellos años, apreciarás mucha confusión, ya que los ricos po-dían llegar a ser insoportables y, así y todo, nosotros –los pobres desgracia-dos– no nos quejábamos ni una pizca. Nos enseñaron que la vida era unregalo de Dios y el único consuelo que nos quedaba era el premio eterno dela vida sobrenatural. Y como decían los parientes riojanos de mi difuntopadre, “la misa y el pimiento, poco alimento”.

El pasado 19 de Enero fueron 92. No existe testigo directo alguno quecertifique que tal día me trajeron al mundo. Y aunque la dama de la gua-daña me ha visitado en numerosas ocasiones, hasta ahora he podido esqui-varla, demostrando una habilidad encomiable. La última vez, por cierto, lepedí otra prorroga por estar esperando tu carta. “Si es por eso, ¡está bien!”,me respondió, y nos despedimos hasta la próxima. Siempre había pensadoque los mayores de sesenta estaban de sobra, pues opinan que todo está mal

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y, además, no paran dequejarse. ¿Y ahora?¿Por qué tanta prisapara llegar al otro lado?¿De hecho, para qué mequieren a mí en el cielo?

No me sorprenderíanada el comprobar queal otro lado no sabennada de mí. Y fácil-mente podría encon-trarme en medio de unaenorme romería de mi-llones de almas, quizásen compañía de InésTxantxote Mercader, lachica más atractiva, ypodría ser que nadie su-piera nada sobre el úl-timo y más importanteveredicto a fallar por elArquitecto Mayor. Elmiedo se apodera de mícada vez que miro haciaatrás y veo a mis seresqueridos mezclados conpolíticos mentirosos quenos quieren vender ga-seosa sin gas. Yo mismo,en este rincón de Monte-

video desde donde te escribo, estoy a punto de romper a llorar, al revivir elrecuerdo de varios amigos desaparecidos mientras jugábamos a la guerra...y aunque parezca mentira, querría unirlos a todos en un mismo abrazo: Ca-milo Basterretxea, José Añibarro, Paco Maixor Resusta, Gregorio Ayala, Ma-nuel Sopas Agirre, mis familiares, Bonifacio Maidagan, el sordo de LaConcepción, Ramón Artorotz Erguin, José Gorosabel...

Cuando en 1954 mi madre vino a Montevideo a visi-tarnos comprendí por primera vez que aquel exilioprovisional iba a convertirse en definitivo. No sepuede describir con palabras la angustia que sesiente en esos momentos.

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Previo a atravesar el puente de los noventa y dos años, celebré las fiestasde Noche Buena y Natividad en lejana soledad, en el solsticio de verano deestos parajes, y quise hacer un esfuerzo especial, dando un salto de ochentaaños, para disfrutar de los días memorables con los familiares del pueblo deaquella época. El humo oloroso de la cazuela llena de manzanas con arán-danos llenaba la cocina. Resguardados del frío ambiente de las nieves deUdalaitz y Anboto, el calor invitaba a la dulce placidez, para deleite de sa-bañones y oídos.

Quise charlar contigo, pero mi abuela Ramona –Ramona Ayastuy, madrede mi madre– apercibida de mi preocupación, me miró a los ojos y me dijo:Pero Jesús... Josemari está de camino... Aparecerá dentro de unos años... Ytú no estarás en casa... Y al objeto de aliviar mi tristeza, me contó sobre losgritos y el estrépito de aquella familia que recibió una serpiente descomunalde mazapán de casa Lorenza. Una vez terminados los postres, los más jóve-nes se dirigieron a misa de gallo. Yo estaba seguro de que nada más salir decasa tomarían caminos diferentes, ¡quién sabe hacia dónde!

Ya sabes que de joven perdí la fe. En mi caso, los consejos y lecciones deSor Delfina fueron baldíos. Mi mente no podía comprender lo que dictabael corazón. Tampoco he sido creyente en otros ámbitos, como, por ejemplo,el de la lengua, y nunca entenderé por qué te empeñas tanto en escribir eneuskera. En mi opinión, tu esfuerzo es un paso hacia atrás. El resultado nojustifica el esfuerzo. La velocidad del mundo exige diferentes dimensiones.¿No deberíamos dirigirnos todos hacia un único idioma? ¿Qué ocurrió enBabel? ¿Acaso la vanidad del hombre fue la que nos llevó a la eterna peni-tencia? ¡Quién sabe!

Con todo, si trasladáramos polémicas como ésa a un escenario, frente alpúblico, creo que haríamos el ridículo, pues no sabemos nada ni sobre el gé-nero humano ni sobre la naturaleza. Nos creemos los reyes de la creación.¡Pobres de nosotros! Todos los días tenemos que transformar historias quealguna vez se inventaron; debemos actualizarlas, porque nos avergonzamosel escuchar una y otra vez que Dios creó el mundo en seis días: Y al séptimo–digo yo– ¡se fue a la romería de San Prudencio! Mi difunto abuelo murióentre terribles lamentos por el mal funcionamiento de su próstata. Cuandovinieron a administrarle la extremaunción, salí al balcón con intención de pe-

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dirles que se marcharan, pero me detuvo el posible disgusto que aquella re-acción podía acarrear a mis padres. ¿Dónde estaba la recompensa para elque un día rezó “ Una palabra tuya bastará para sanarme”? El personajemás destacable entre todos los que hicieron mal a Jesucristo fue Judas, puesse ahorcó por sinceridad consigo mismo. Hoy en día un buen abogado lo ha-bría salvado y pondría en aprietos a Pilatos, por haber hecho caso de los gri-tos de los judíos para liberar a Barrabás. Me parece que Dios me tiene unpoco de miedo, porque considero mis amigos tanto a Jesús como a Judas, apesar de ser tan diferentes.

Antes te he hablado de Sor Delfina. ¿Sabes cómo recuerdo a la hermanade tu abuelo? ¡Metida en un montón de ropa! ¿Y quién iba a decir que aque-lla monja que usaba tan hábilmente la vara de avellano no era más que unachiquilla de dieciséis o dieciocho años? Setenta años más tarde le confeséque a duras penas podía yo creer en el mundo que ella había intentado des-cubrirme. Le dije que el Ser Supremo –yo podría incluso creer en su exis-tencia– no puede ser el dibujado desde la mente humana. Le argumenté quecon el paso de los años los errores de hombres y mujeres van saliendo a lasuperficie y las equivocaciones habidas desde la Inquisición hasta las pri-meras manifestaciones del universo y el origen de la vida han quedado aldescubierto. Sor Delfina no hizo ademán de desdén ante mi confesión peca-minosa. Incluso en eso demostró su categoría, pese a que pudiera estar su-friendo en su interior, al ver que aquel alumno suyo que consideraba comomodélico le estaba decepcionando en las postrimerías de su trayectoria vital.Dios cedió al ver que unos insustanciales iban a matar a su hijo; aceptó sumuerte de la misma manera que miró hacia otro lado 1936 años más tarde,cuando los derechistas fusilaron a nuestro querido párroco D. José JoaquínArin, Don Leonardo Guridi, Don José Markiegi y otros treinta inocentes,entre ellos cuatro mujeres.

En tu última carta me reprendías por considerar que en algunas pala-bras mías notabas cierto pesimismo. Quizás sea cierto. Han pasado muchosaños desde que me trajeron al mundo y mi escepticismo tocó techo hacetiempo. Pero no pienses que dicha actitud mía es de ayer. No sé si te hecontado alguna vez lo que me ocurrió siendo un mocoso de once años. Yoera amigo de Andrés Bidaburu y Félix Likiniano, que solían hacer las vecesde monaguillo. Un día Andrés no pudo presentarse y Félix me pidió acom-

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pañarle en una urgencia. De allí a poco tiempo iba yo bajando por ErdikoKale vestido de mariquita roja, sosteniendo un gran farol en la mano,mientras mi amigo, a través del sonido anunciador de una campanilla,pedía a los transeúntes una oración por un enfermo. Yo sentía vergüenzadentro de aquel traje de colores. Los niños que se encontraban en la callesalían huyendo nada más vernos y los mayores, en cambio, se arrodillabana nuestro paso.

Nunca antes se había arrodillado nadie ante mí, y aquella emocionantesensación me trajo a la mente la fábula del burro altivo que pensaba que lospétalos de rosa y suaves alfombras que pisaba los habían colocado en suhonor, olvidando totalmente al caballero que llevaba encima. Sin tener unaidea clara del lugar adonde nos dirigíamos y con el sonoro tañido de la cam-pana de Félix, confundido con la devoción de la gente y la imagen fantas-mal del burro, llevé muy mal el tramo que quedaba hasta nuestro destino.

Una vez pasado por delante de mi casa, entramos en el portal contiguo ala peluquería de Errabaleko Kojua y subiendo por unas escaleras empina-das y torcidas llegamos con el viático hasta la cama del difunto dulzaineroGregorio Pitt Etxebarria. Vimos al paciente jadeando. Frente a él se encon-traba Don Paco, rezando en latín. Nos arrodillamos. Al terminar las oracio-nes, el cura quiso administrar la comunión a Pitt, pero era evidente que elhábil músico no podía tragar nada. Me quedé mirándolos a la luz del farol,nervioso por ver en qué quedaría el esfuerzo de Don Paco y, a su vez, con laesperanza de que se produjera un milagro. Estaba como clavado al suelo, sinpoder moverme, alzando el farol tan alto como alcanzaba la longitud de mibrazo. Mas no sucedió nada. El intento de Don Paco para introducir la hos-tia en la boca del paciente resultó baldío.

¿Dónde estaba Dios –me preguntaba– en los momentos en que podía ofre-cer ayuda a su hijo que probablemente se encontraba al borde de la muerte?¿Cómo pudo olvidarlo? En eso, recibimos la orden de Don Paco: ¡Vamos!Y a falta de la luz de mi farol, se hizo la oscuridad total en la habitación. Des-pués de lo sucedido, tuve sentimientos contrapuestos y camino a la iglesia meentraron ganas de ir a los que se arrodillaban al vernos y decirles que todoaquello no era más que una gran farsa, en la que nosotros éramos unos ex-traordinarios actores y que el resultado no valía la pena.

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Aquel Jesusito de la época de mi maestra Sor Delfina ha vivido muchísi-mas aventuras, y dudo que ella me pudiese reconocer ahora, pues me heconvertido en un agnóstico práctico de los pies a la cabeza, aunque una vez,hace unos veinticinco años, le escribí una carta al objeto de exponerle misdudas respecto a la fe. Le expliqué con sentimiento mi fuego interior, nopara que me aclarara las dudas, por supuesto, sino para que comparara laimagen que tenía de mí con la del verdadero Jesús. Me desnudé ante su fe.“Si Jesucristo nació hace unos 2000 años –le decía en la carta–, ¿quién pro-tegió a los que vivieron con anterioridad? Mis opiniones sobre Dios podríanponer en cuestión su sabiduría y su poder si tuviera que rezarle para que hi-ciera las cosas tal y como nosotros queremos. Dios nos tendría que gobernarpor encima de eso... pero, entonces, ¿para qué nacimos?”.

Pero mira, Josemari, ¿sabes qué estoy pensando? Como diríamos en elpueblo, ¡Venga hombre! ¡Ya vale de cuentos! En cualquier caso, recuerdoque un día me tiraste de la lengua cuando hablábamos sobre mis ideales.Ocurrió cuando regresé al pueblo por tres días, en 1981. José Letona fuetestigo de ello, mientras cenábamos en el bar de Agustín Bueno Arregi. Noestoy muy seguro pero aquella noche noté que los cimientos de nuestra amis-tad se tambaleaban de manera preocupante, como si nuestra relación hastaentonces hubiera comenzado a resquebrajarse. Los hombres nos complica-mos la vida demasiado, ¿no crees? Por fortuna, han transcurrido varios añosdesde entonces y el eclipse momentáneo se tornó en luz.

Acabo de mencionar a José Letona. ¿Te he contado alguna vez que hici-mos juntos la mili en el cuartel de Loyola en 1929? Recuerdo que le enviéuna carta desde el exilio, pero nunca recibí contestación alguna. Por lo visto,tenía miedo a la censura. No me sorprendería. En cambio, el otro gran his-toriador de Mondragón, José Mari Uranga, me envió su libro. Tendría younos 15 años cuando conocí a José Mari en la Unión Cerrajera, pues solíavenir por la mañana a la fábrica a traer la pequeña marmita a su padre.Trabajaron conmigo éste, sus dos tíos, José y Ángel, y su abuelo Eusebio.Un día el padre de José Mari se hizo daño en los dedos de la mano y yo mequedé mirándole, sin saber cómo debía reaccionar. Se conoce que el hombre–a la sazón tendría unos treinta años– me vio sonreír y acercándose a mí, meespetó: ¿De qué te ríes?... ¡Ándate con cuidado que tengo mal genio, eh! Porfortuna, el enfado no llegó a más.

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Siempre he tratado de mantener en pie mis sueños e ideales de cuando erajoven. En general, y especialmente en los pueblos pequeños, la gente estádividida conforme a sus ideas políticas y, casi siempre, las posturas inter-medias no suelen valer de mucho. A algunos les mueve el convencimiento ylos ideales. A otros, en cambio, los amigos. Dentro de la clasificación prin-cipal tenemos a los políticos, subordinados a los intereses económicos; luegoestán los empresarios, los patrones, que constituyen el apoyo necesario de lospolíticos. El tercer grupo, el más numeroso, es el más utilizado por parte deunos y otros. El último grupo lo conformamos los que ponemos el bienestardel ser humano a la cabeza de los ideales. Para nosotros, las patrias son lanegación de la solidaridad; a nuestro entender, la distribución de los bene-ficios ha de hacerse entre todos los agentes sociales; reivindicamos la liber-tad de las personas a través de la cultura que le es sistemáticamente negada;nos parece que las lenguas acentúan las diferencias entre los hombres; de-nunciamos que los ejércitos destruyen la hermandad; y proclamamos bienalto que el último objetivo de la vida es el propio hombre.

La República prendió una antorcha de esperanza en mucha gente. Una le-gislación más humana mejoró las condiciones en las fábricas y el número demilitares decreció. Parecía que aquel mundo soñado se estaba materiali-zando. Pero era una imagen falsa, pues el enemigo se movía a escondidas.El odio afloró en pueblos pequeños como el nuestro. Asimismo, el clero evi-denció su postura. Cuando las fuentes de ingresos y prebendas del Estado co-menzaron a disminuir, no tuvieron ningún escrúpulo para, por ejemplo, sacara votar a las monjas de clausura de La Concepción, tal y como hicieron enlas escuelas de Viteri para las elecciones de Febrero de 1936.

¿Y cómo olvidar el juego sucio de aquellas señoras que, bajo la excusa dela caridad, acudían a casa de los pobres en busca del voto político, a cam-bio de un colchón o un hipotético trabajo? Las tres elegantes damas salíande una casa contigua a la panadería del Paseo Arrasate, sin sentir vergüenzaalguna, a comprar la voluntad de los que vivían en la más absoluta miseria.

Desde siempre, iglesia y política han ido de la mano. Recuerdo bien aquel3 de Septiembre de 1919 en que el Jefe de Estado Eduardo Dato vino a in-augurar el ferrocarril. Nos llevaron a darle la bienvenida, cada uno con subanderita, cantando “Salve bandera...”, acompañados por la banda de mú-

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sica y rebosantes de la emoción que nos producía el alegre repique de cam-panas. Años más tarde, en 1927, saludamos a Primo de Rivera. En aquellaocasión, el pueblo entero se reunió en Zaldibar mientras, desde el balcón dela Unión Cerrajera, las autoridades civiles y religiosas alababan la dócil sub-ordinación de los ciudadanos trabajadores. Asimismo, en época de somatén,el Padre Basabe aplaudió desde el balcón del Ayuntamiento la Entronizaciónde la Figura del Sagrado Corazón, al tiempo que nos pedía mantener a salvola fe cristiana para que dicha figura nunca fuera sacada de allí. ¡Antes lamuerte!, exclamaron muchos de los cientos de mondragoneses que estabanconmigo en la Plaza.

Me invitaste a regresar al pueblo y te agradecí de corazón el detalle. Perono me sentí capaz. ¿Me creerás si te digo que durante años mi único apoyoen la vida fue la esperanza de reunirme de nuevo con mi novia los domin-gos por la tarde? Así es, pues yo tenía mis sentimientos puestos en aquellachica que, al volver a Mondragón desde la cárcel de Ondarreta, me recibiócon un incisivo y frío ¿A qué has venido? ¡Tonto de mí! ¡Ni en el frente deguerra ni en los duros años de Francia pude deshacerme del dulce sueño dela época en que paseaba con ella por la arboleda de la estación del tren! Ya esa hora de la tarde la tristeza se apoderaba de mí, pues cada vez veía máslejano que el sueño se pudiera convertir en realidad. Sin embargo, estuvieradonde estuviera, imaginaba en el espacio la dirección a mi pueblo natal y,como si estuviera en soledad y rezando el Ángelus, me sumergía en mis re-flexiones intentando calcular cuántas horas me harían falta para llegar aMondragón a pie. En aquellas horas de impotencia nostálgica, un día, des-pués de comer, me sorprendió un sueño en el que yo estaba muerto y la mú-sica fúnebre proveniente del kiosco de la plaza me hacía temblar. Traté deliberarme de la pesadilla y una vez hube despertado me dirigí raudo a micita mental de las tardes dominicales. Desde entonces, los muertos no meproducen miedo sino compasión, ya que ningún partido político les ha po-dido ofrecer esperanza de amnistía.

Pues mira por dónde, Josemari, incluso aquel recuerdo nostálgico es yapasado. A menudo, aunque intento divisar el camino a Goikobalu o SanCristóbal, el ejercicio se vuelve baldío. ¡Mi cielo interior está tan nublado!Por eso, ahora que ya he cumplido los noventa y dos, me embarcaré en unviaje de vuelta onírico y recuperaré mis recuerdos, como si volviera con mis

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padres y amigos, pese a que ni siquiera me quedan fuerzas para entonar el“Hor konpon...”. Luego ya veremos lo que pasa... pues el otro día leí a uncura que decía que el diablo no existe. Por otro lado... Pero... ¡Basta ya!

Con todo, no me sorprendería saber que en el otro mundo existan con-flictos entre españoles, vascos, norteamericanos o chinos. Pero será agrada-ble encontrarse con un tamborilero como Nicolás Polico Pol. ¿Sabías queera de Aramaiona, como tú? Tocaba el tamboril magníficamente. Aparte dela música, supongo que podremos ir al cine; sin embargo, pienso que pasarla eternidad entre santones de barba larga y paso lento puede resultar bas-tante aburrido. Pero es casi seguro que los acordeonistas que tocaban en SanPrudencio y Kale Barrixa no acudirán a la cita.

Entretanto, mientras no dé el salto eterno al otro lado de la línea, seguiréaquí, a pesar de que no volveré a ver la brillante imagen de Lázaro ChurreroMancebo en la cuesta de Gazteluondo, ni podré saborear los helados de Te-odoro Larrañaga en Erdiko Kale, ni las tartas de Biskai ni las enormes ser-pientes de mazapán de Lorenza. Hablando en términos doctrinales, estospersonajes iluminaban más que el propio sol en aquel Mondragón pequeñoy encantador. Fue una época que no volverá, una infancia golosa sin muchosmedios pero con una pasión total por la vida, en la que, los domingos por latarde, a falta de una cometa para despertar la curiosidad de nuestros ami-gos del cielo, satisfacíamos esa necesidad mediante la amistad mutua.

Cambiando de tema, te informo de que recibí el libro sobre las costum-bres medicinales de nuestros antepasados, para que no pienses que se per-dió en el vasto océano. ¿Te he comentado alguna vez que en 1950 nos costóveintiún días llegar desde Génova hasta aquí en barco? El libro tardó cincodías desde Mondragón a Montevideo. O “De Mon a Mon”, como dice la ex-presión que solemos utilizar bromeando en nuestras cartas. Sobre todo meha gustado el capítulo dedicado al velatorio mortuorio, pues me ha recordadola costumbre que conocí en el pueblo, con las mujeres respondiendo a las le-tanías –¿A qué se debe tanto ora pro nobis... acaso Dios está sordo?– mien-tras los hombres jugaban a cartas en la cocina. El libro me ha hecho recordara los médicos de mis tiempos, entre otros a Labajos, que supuestamente es-taba medio loco. Loco o no, en opinión de todo el mundo era el médico máshábil de todos los que había en el pueblo. Un día le llamaron de un caserío

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de Zigarrola, porque al parecer la señora de la casa se encontraba enferma.Labajos se presentó raudo y, tras quitar con su bastón la figura de un santobarbudo que colgaba de una pared, apagó todas las velas de cera que habíaen la habitación de la paciente y abrió de par en par las ventanas, a fin deque la pobre mujer respirara aire fresco. Al objeto de que los ignorantes comonosotros aprendiéramos, Labajos solía exponer en el escaparate de ciertatienda de comestibles de la Calle del Medio, en frascos de cristal, los quistesque extirpaba en las operaciones que realizaba.

Ya que acabo de mencionar a un barbudo, he de informarte que el pasadojueves apareciste en el programa “Ventana al mundo” de la televisión uru-guaya. Hablaste sobre la industria de Mondragón. Te vi cierto parecido conSabino Arana, concretamente con un retrato suyo que aparecía en el libro“Euskal Herriko Historia”, que obtuve cuando tendría unos ocho años en elBatzoki frente a la fuente de la Plaza. No te lo tomes a mal, por favor, peropor si acaso te envío una pequeña lista con mis apellidos, para que me acla-res si dispondré de alguna opción de acceso a la gloria celestial. Mira, porparte paterna, son apellidos alaveses: Trincado, Fernández, Gainzarain,Guza. Y éstos son los correspondientes a mi madre: Baños, Ayastuy, Oro-bengoa, Lasagabaster. El escudo de buen linaje lo teníamos en el caseríoArtzubi. ¿Crees que es suficiente, o me tendréis que ofrecer una misa parapoder pasar el fielato?

Anoche, a punto de despuntar el amanecer, mi mujer se quejaba en lacama por el ruido que producían los gorriones en los árboles de afuera. Yasabes, los ancianos de nuestra edad no podemos pedirle demasiado a nues-tro reloj biológico, y la falta de sueño nos desequilibra para todo el día, puesya hace mucho que perdimos la flexibilidad para reanimarnos. Estamos enDiciembre, inicio del verano aquí, mientras ahí acabáis de dar la bienvenidaal invierno. En Arrasate, Diciembre es un mes que me trae a la memoriareuniones familiares, cenas especiales, castañas asadas en el tambor pen-dido del llar del fuego bajo... Parece mentira pero deberíamos analizar cadaépoca según las peculiaridades de cada entorno para poder valorarla en sutotalidad. Ahí, las fiestas de Navidad se caracterizan por las reuniones defamiliares en torno a una mesa, las bromas, tertulias, canciones y altas voces.En cambio, en estas latitudes la gente se decanta por la práctica frialdad de

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los restaurantes situados en la cálida costa, donde el baile erótico de bellísi-mas mujeres aviva la alegría de los comensales en la mágica noche, símbolode paz y amor para la humanidad. Siento muy lejos el eco del triki tiki de lapandereta triple, así como las risas de las chicas con algún nudo de alpar-gata desatado y peinado a lo hor konpon... mezcladas con las risas de lasvendedoras de verdaderas castañas asadas.

Igual alguna vez te he contado por escrito que un día, entre mis papeles,encontré la foto que le saqué, siendo yo joven, a Guillermo Lasagabaster,director de la Banda de Música de Arrasate. Te adjunto una copia para quese la entregues a algún pariente de Guillermo, cuya familia, en aquellos tiem-pos, vivía en Iturriotz 23-2º, encima de la panadería de Pío Azkarate. Creoque les agradará ver el retrato. Guillermo el casamentero, que durante treintalargos años con su Banda de Música repartió gotas de felicidad a muchos jó-venes. Pero... ¡oye!, me hace gracia pensar que cuando saqué la foto tú aúneras un proyecto de futuro. Y yo, en mi pasado florido, celebro la acogida quete pudieran hacer los descendientes de Guillermo. ¡Inocente de mí!

Llegados hasta aquí, creo que tú también eres merecedor de un premiopor el esfuerzo realizado descifrando mi letra, cada vez más pequeña y rá-pida. Estoy seguro de que cada letra te mirará desde el lugar donde la he co-locado en el papel, con el mismo respeto con que mirábamos a la estatua deD. Pedro Viteri en la celebración anual en su honor. Ahora, en silencio y conlos ojos cerrados, cantaré el Agur Jaunak, más o menos de la misma sutil ma-nera que nos enseñó Gabriel Olaizola, hermano del autor de la pieza, en elcampo de concentración de Gurs.

Acabo de releer las fotocopias de lo que te he enviado anteriormente con fechade hoy mismo y he sentido un poco de vergüenza a causa de mi letra mediocre.Por eso te escribo esto, a fin de no agotar tu habitual paciencia, y con la espe-ranza de que consideres lo anterior como un boceto, aun siendo una carta dediez páginas. Espero que tu destreza sea merecedora de una calificación supe-rior al Erdipurdi-On que solía concedernos el maestro Arano en la escuela Viteri.La confirmación de mi torpeza ha subido varios enteros al apercibirme del aviónque hace nada acaba de pasar por encima de mi casa rumbo a la península. Contodo, la rabia me ha hecho recordar un hecho que aconteció en mi infancia.

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Fue algo que, a principios de la década de los años treinta, sucedió en lafamilia Letamendi, que ocupaba la casa contigua a la nuestra. El caso esque la madre de la dueña, Salustiana, vivía también allí con la familia y undía la sorprendieron subiendo desde el desván al tejado empuñando una es-coba en una mano y la escopeta de su yerno en la otra, después de haber oídogritos alegres de niños provenientes de la calle dando el aviso de a...reo...pla-nua! a...reo...planua! Ni qué decir tiene que Salustiana había subido con laintención de derribar aquel aparato pequeño y ruidoso que cruzaba el cielo.Tal y como hizo aquella abuela, momentáneamente yo también he estado apunto de subir al tejado al objeto de obstaculizar la marcha del avión, aver-gonzado por haberte escrito una carta con tan mala letra.

En la misiva que viaja en el avión te comentaba, respondiendo a la pre-gunta que una vez me hiciste, que el Ferial fue trasladado de enfrente de micasa a Uarkape en 1926, tras haberse cubierto un tramo del río Aramaionay obtener una hermosa explanada en lo que había sido basurero municipal.También por aquellas fechas los terrenos colindantes de Kaxo se convirtie-ron pocos menos que en minas de oro, pues una vez los hubo vendido pudoreparar la deuda contraída al quemársele la casa de Zurgin Kale. Todavía re-cuerdo perfectamente las grandes llamas que, desde aquel viejo edificio demadera, se elevaban plácidamente hacia el cielo, casi-casi hasta calentar eltrono de Dios.

Antes de que se me olvide, he de decirte que le estoy sacando brillo alplano que me enviaste junto a tu última carta. ¡Los límites de nuestro pue-blo, en 1917! Pero a pesar de que lo intento, no encuentro ni rastro de Eu-logio Paigorri Agirre, el alguacil que, siendo yo todavía un mocoso quejugaba en Goikobalu de Santa Bárbara, me preguntó cómo se llamaban mispadres. “Pues aitxa y ama”, le contesté orgulloso. ¡Menudas risas echó!Luego me preguntó dónde trabajaba mi padre, como si pretendiera jugar alas adivinanzas conmigo.

–Donde Sinfo.

–Entonces ya sé quién es tu padre: Valentín; y tu madre, Ramona,¿verdad?

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Su sabiduría me dejó asombrado y nada más llegar a casa le conté a mimadre –mi padre aún no había vuelto de la panadería– toda la historia, con-firmando que Paigorri era un hombre muy inteligente.

Y ahora, pese a buscarlo en el plano, me ha resultado imposible encon-trar algún rastro suyo. Quizás sea él quien me esté observando desde algúnlugar más alto, y si es así, seré yo quien ría, pues difícilmente me encontrarásentado en el banco de piedra de Santa Bárbara que da hacia San Agustín,ya que ignora que estoy en Montevideo. ¡Ah! Y aprovechando la mención aSan Agustín, ¿sabes lo que decía un amigo mío nacido en Zarugalde ha-blando de los patrones de las calles del pueblo? ¿Pero qué van a hacer Lo-entxo de Avenida de Navarra y Bartolo de Uribarri, frente a nuestro granSan Auxtin? Bonita ocurrencia, ¿no te parece?

Llevo 25 años carteándome con quien ha hecho posible este libro. Reconozco que ha sidouna hermosa vía para recorrer desde la memoria los años en que se forjó mi personalidadmondragonesa. Ojalá que lo que para mi ha sido un agradable ejercicio voluntario valgapara fijar, un poco más, la pequeña historia de nuestro pueblo.

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Un día se me presentó en sueños el txorimalo situado en lo alto de la igle-sia de San Francisco, que me echó una buena reprimenda por haberle acu-sado, hace unos años, de dejadez. “Te quivocas –me dijo– si piensas que nosiento dolor por la desaparición definitiva de los hijos del pueblo”. A decirverdad, no esperaba recibir su visita y creo que me habló con total sinceri-dad. Me dejó ver que no estaba en sus manos evitar la muerte de los amigosy familiares queridos, y le creí.

Ya te he dicho anteriormente que los sucesos de 1934 cambiaron total-mente mi vida. ¡Quién lo iba a decir! Y he tenido que vivir en Montevideodesde 1950. He vivido aquí más años que en Mondragón. Pero pese a habertenido la mente en la principal ciudad de Uruguay, mi corazón se quedó enmi pueblo natal, enraizado en los años de mi infancia, adolescencia y ju-ventud. De haber podido, hubiera traído aquí a mis padres, pues de ellosrecibí el toque mágico de mi ser. Pero si los hubiera arrancado de su entornonatural, es posible que hubiera advertido en ellos la misma resignación quetan a menudo me afecta a mí, y eso es algo que no podría haberme perdo-nado. Dejemos, pues, las cosas tal y como están. Corresponde a cada uno elhacerse cargo de sus errores y sus virtudes con todas las consecuencias, tantobuenas como malas.

Pese a que alguien pudiera pensar que soy una especie de hijo desnatu-ralizado, me quedé totalmente conmocionado ante la noticia que me hicistesaber el otro día. ¿Están derribando la Unión Cerrajera? Estoy seguro quede haberme tocado a mí, no habría sido capaz de dar el primer golpe depico, porque para mí habría sido algo así como derribar mi propia casa.Aquella fábrica, nuestra fábrica, fue capaz de sacar adelante la vida de va-rias generaciones. Por tanto, ¡adiós para siempre a la fundición, a la torni-llería, a la cerrajería y a infinidad de hermosos recuerdos! Desde mi nido deMontevideo me resulta difícil hacerme una idea clara del nuevo aspecto quetomará el lugar donde se ubicaban los edificios industriales. A fin de podercomprender la terrible decadencia de la empresa en los últimos años, en tucarta mencionabas la despreciable postura amarillenta tomada por ciertosindicato. Yo diría que la historia se repite. ¡Si supieras cómo doblaban lacerviz algunos delegados de los trabajadores ante nuestros patrones! ¡Habíasindicalistas que vivían a cuenta de los trabajadores! Tal y como sucedeahora, por lo visto.

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La Unión Cerrajera ha desaparecido para siempre y se hace difícil pen-sar que los vigorosos y poderosos edificios no funcionarán ya por más tiempo.Quizás el hacerme a la idea me resulta tan duro que prefiero rescatar imá-genes de los anaqueles de mi mente y revivir en mi interior la terrible ex-plosión que mató al padre de mi amigo Jesús Leibar en la fundición; o volvera recordar cómo solíamos apagar los habituales incendios de la sección detemple, bajo la dirección del incapaz ingeniero Paco Maixor Resusta. Pueséstos son recuerdos vivos, mientras que las tuyas son noticias referidas a lamuerte... y en estos últimos días la muerte me ha asediado en demasía...

Lo último ha sido la pérdida de mi gran amigo Marcos Vitoria. Un com-pañero de la infancia y, en verdad, un magnífico apoyo en mi exilio. Desdeque en 1950 partí desde Toulouse rumbo a Uruguay, la relación epistolarentre Marcos y yo ha servido de soporte para mantener mis ideales de ju-ventud, por encima de todo tipo de fraudes políticos y profesionales. AhoraMarcos me estará mirando desde el espacio infinito del cosmos y, como siquisiera avisarme que espera reunirse pronto conmigo para siempre, me es-tará haciendo alguna señal. Seguramente, me anticipará que el hipotéticoDios nos convertirá en flores, añadiendo a continuación que seremos felicesobservando nuestro pueblo natal desde la pendiente de Kurtze Txiki.

El otro día me preguntaste por teléfono cuáles serían los recuerdos quemás destacaría yo. Y te respondí que eso era hacer trampa, ya que los re-cuerdos pueden convertirse en afiladas espadas de doble filo que se vuelvencontra uno. Al final, junto al premio del dulce viaje a los orígenes, la amargacertidumbre de la destrucción total resurge en la inevitable comparaciónentre las distintas épocas. La mayoría de los compañeros de mis recuerdosestán en el cementerio, por tanto, tendría que acudir allá y hablar con misviejos amigos para revivir los momentos en que jugábamos a pelota o lan-zábamos nuestras cometas. Momentos lejanos ya fenecidos.

Me llamaste para comunicarme que habías llegado bien. Te agradezcomucho que vinieras a visitarme a Montevideo en Abril. Y te comunico queya he recibido las fotos que me enviaste por correo urgente. Mi mujer estásumamente emocionada desde que supo que mi pueblo –el viejo Mondra-gón– me quiere dedicar un libro. Ella ignoraba –y yo también– que tuvieraun marido tan importante. Con todo, te repito que, a pesar de que te es-

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fuerces por conseguirlo, nunca más volveré a mi pueblo natal. Es inútil quelo intentes.

Si hubiera aceptado tu invitación y me hubiera presentado ahí, me habríafaltado el kiosco de la plaza, así como el alegre pasacalle de los tamborile-ros. Loro no habría volcado su carro lleno de maderas y tampoco habríavisto a Errekalde zambulléndose en el pozo de Uarkape. Hace tiempo quequitaron del Portalón el mojón de Minga y hasta el trazo más diminuto dela sombra de Periko Gabiña desapareció junto a aquellos borrosos tiempospretéritos. También se esfumaron las colas de gente que acudía a por tabacoa la tienda de Lorenza y los ediles de ahora ya no visten sombrero largo parair a la misa mayor.

Y recordando que al final de las películas de nuestra infancia surgían lasletras KOK invitando a irnos a casa hasta la próxima semana, te comunicoque este escrito también ha llegado a su fin. En adelante intentaré seguirenriqueciendo nuestra correspondencia. Me has dado la oportunidad de ex-playarme a gusto y, como hijo de Mondragón que soy, me ha venido muybien para exponer mis sentimientos con añoranza. Así pues, Josemari, hastapronto. Un gran abrazo.