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ENSAYOS ÉTICOS

Dr. Armando Chávez Antúnez

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INTRODUCCIÓN

La filosofía tiene en la Ética su expresión más fructífera y promisoria. Lo más representativo del mundo académico apuesta por una salida ética para la filosofía. Pero, esa actualidad no se circunscribe al gremio de los especialistas; la moral, el objeto de estudio de la Ética, se encuentra entre las prioridades de las grandes masas. La carga que los problemas globales contemporáneos arroja sobre los pueblos resulta insoportable. No sería aventurado afirmar que la Humanidad sólo podrá salir adelante por medio de una cruzada moral que oponga valladares y establezca riberas a las dificultades prevalecientes.

La sucesión histórica de las teorías éticas nos muestra la enorme fecundidad de una disciplina filosófica -la Ética- que ha sabido afrontar los problemas de cada época elaborando nuevos conceptos y diseñando nuevas soluciones. Las teorías éticas han pretendido dar cuenta del fenómeno de la moralidad en circunstancias sociohistóricas diversas, por lo que las respuestas ofrecidas distan mucho de ser unánimes. Cada teoría ética ofrece una determinada versión de la moral y la analiza desde una perspectiva diferente. Todas ellas están construidas prácticamente con las mismas categorías, porque no es posible hablar de moral prescindiendo de valores, virtudes, bienes, deberes, felicidad, libertad, justicia, etc. La diferencia que observamos entre las diversas éticas no viene, por tanto, de las categorías que manejan, sino del modo como las ordenan en cuanto a su prioridad, del contenido que se les adjudica a esas categorías y de los métodos que emplean los discursos éticos para vertebrar las elaboraciones teóricas.

Aunque la historia de la Ética recoja una diversidad de teorías, a menudo contrapuestas, esto no debe llevarnos a la ingenua conclusión de que cualquiera de ellas puede ser válida para nosotros –los seres humanos del siglo XXI- ni tampoco a la desesperanzada inferencia de que ninguna de ellas puede aportar nada a la solución de nuestros problemas. Por el contrario, los principales aportes de las corrientes éticas precedentes constituyen un referente insoslayable para perfilar nuevas teorías éticas que podamos considerar a la altura de nuestro tiempo.

En esta perspectiva, el enfoque de la Ética que necesitamos se inserta en el devenir del pensamiento anterior pero con aportes renovadores que respondan a las exigencias epocales, situadas ante la Humanidad, en los comienzos de un nuevo milenio. Es decir, un pensamiento ético que incorpore la herencia conceptual acopiada en el pasado, teniendo muy

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presente el contexto planetario contemporáneo, para brindarnos así una ética fundamentadora de la moralidad que nuestra especie demanda, a fin de convertir el cosmos terrestre en un mundo verdaderamente humano.

En definitiva, nos encontramos en una etapa histórica en la que el desarrollo de la Humanidad exige una moral universal para las cuestiones de justicia, un universalismo que a partir del respeto a lo plural tenga en cuenta aquellos mínimos esenciales que garanticen la imprescindible comunidad en la diversidad. Este universalismo moral abarca valores como la vida, la libertad, la igualdad, la solidaridad y la tolerancia. Estos valores se fundamentan, en última instancia, en el valor absoluto de las personas y de este reconocimiento de la dignidad de las personas, se derivan los derechos humanos que actualmente consideramos indispensables para alcanzar y mantener una vida personal y social propia de seres racionales.

En la segunda mitad del siglo XX maduran y comienzan a desarrollarse novedosas ideas, que se expresan en:

La superación del reduccionismo como instrumento metodológico privilegiado en la ciencia disciplinaria,

La búsqueda de un método de pensamiento nuevo, El avance hacia la comprensión de los objetos del mundo como

sistema o entidades complejas, irreductibles, imposibles de ser agotadas,

La superación de la idea del objeto dado, La tendencia a comprender de una manera nueva los “objetos” del

mundo y la Naturaleza como totalidad, La comprensión de la artificialidad del mundo del hombre y sus

construcciones cognitivas, El cuestionamiento de la división rígida entre ciencias naturales y

sociales, La transdisciplinariedad e interdisciplinariedad crecientes, La consideración de la subjetividad en el análisis de la objetividad

científica y el planteo de los límites culturales de dicha objetividad.

Estas nuevas ideas, así como las urgencias que movieron al hombre hacia el cuestionamiento moral de la ciencia, la tecnología y sus instrumentaciones prácticas generaron una nueva visión de lo ético –no como reflexión y regulación de lo humano de espaldas al mundo natural, sino de frente a la Naturaleza, considerándola parte de una totalidad integrada-. Es en esta búsqueda de nuevos saberes éticos (que comporta la crítica de la relación instrumental con la Naturaleza, las ideas de la complejidad del mundo, la necesidad de tener en el centro de las

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preocupaciones a la vida en el sentido más amplio y la pertinencia de una concepción ecológica que integre) donde se fragua la aparición de la Bioética, la Ética Ecológica, la Ética Compleja, tres abordajes éticos de obligada referencia para construir la Ética que reclama nuestro proceloso y promisorio siglo XXI.

Estamos urgidos de una Ética que sin echar en saco roto el orden moral que, basado en una racionalidad clásica, heredamos de la Ilustración, se abra a la perspectiva de una racionalidad compleja que tenga en cuenta lo contingente, lo incalculable e inconmensurable; que conjugue la causalidad y la probabilidad, lo universal y lo particular, la lógica y el azar, el cosmos moral y el caos; que se preocupe por las normas correctas y la justicia, pero también por fines, móviles, actitudes y virtudes. Para ello es preciso sobrepasar las unilateralidades hasta ahora vividas, los enfrentamientos entre fines y móviles, deberes y virtudes, normas y vida buena, individualismo y colectivismo, para acceder a un tercer momento que sea la síntesis de los anteriores. Sólo así, la Ética cumplirá su tarea crítica, en lo social y lo individual, expresada en la idea de que debe ser de otro modo, porque nuestro mundo actual no tiene todavía altura humana.

En la medida en que avanzamos por los caminos inexplorados del socialismo acrece la importancia del factor moral y por esta razón, se hace insoslayable el estudio de la teoría ética que constituye el fundamento conceptual de la moralidad que necesitamos.

La dedicación personal a la enseñanza de la Ética me ha convencido de la influencia positiva que ejercen los contenidos de esta disciplina como coadyuvante en la formación moral de un hombre nuevo.

Como se ha recalcado por nuestros pensadores más esclarecidos, el desarrollo moral de las nuevas y viejas generaciones constituye un objetivo básico de ese grandioso proceso que conduce a la forja de un tipo superior de personalidad.Sin embargo, sin instrucción ética la educación moral deviene espontánea y ciega.

La presente compilación recoge una serie de ensayos que constituyen el fruto de reflexiones del autor con respecto a cuestiones básicas de la Ética. Estos ensayos que ponemos a su disposición han sido agrupados en tres capítulos. En el primer capítulo, se desarrollan aspectos conceptuales básicos encaminados a esclarecer la naturaleza de la moral y las especificidades de la Ética como disciplina filosófica. En el segundo capítulo, se brinda un panorama de las principales corrientes de

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pensamiento ético que desde la antigüedad hasta nuestros días han contribuido a la riqueza teórica que caracteriza a la Ética en la contemporaneidad. En el tercer capítulo, se revela el vínculo de la Ética con diferentes disciplinas y esferas del quehacer humano, lo que nos muestra su vocación ecuménica y transdisciplinaria. Si estos ensayos ayudan a esclarecer el objeto de estudio de la Ética y contribuyen a despertar el interés por estas temáticas, el autor se sentirá profundamente satisfecho.

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ENSAYOS ÉTICOS

CAPÍTULO I: ÉTICA Y MORAL

1.-LA ÉTICA EN LA CONTEMPORANEIDAD

La Ética es un saber filosófico cuyas conclusiones atañen, directa o indirectamente, a la práctica social de los seres humanos. La experiencia vital de la humanidad es para ella un referente insoslayable de incesante desarrollo. El decursar de la Ética, a través de los siglos, está indisolublemente vinculado a las necesidades de un mejoramiento humano, a la fundamentación filosófica de las razones que sustentan la prioridad de los ideales morales. Dentro del sistema de fuerzas que impulsan a las personas a la lucha por la libertad y la justicia, el factor moral cumple un importante papel estimulador; a medida que la sociedad avanza, su significación acrece cada vez más. La Ética proporciona el basamento filosófico de la vigencia del factor moral en las distintas condiciones históricas, partiendo de su esencia humana y sobre la base de una proyección altruista de los principios e ideales.

A nivel mundial, la Ética está hoy en auge. La Filosofía tiene en la Ética su expresión más fructífera y promisoria. Lo más representativo del

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mundo académico apuesta por una salida ética para la Filosofía. Pero, esa actualidad no se circunscribe al gremio de los especialistas; la moral, el objeto de estudio de la Ética se encuentra entre las prioridades de las grandes masas. La carga que los problemas globales contemporáneos arroja sobre los pueblos resulta insoportable. No sería aventurado afirmar que la humanidad sólo podrá salir adelante por medio de una cruzada moral que oponga valladares y establezca riberas a las dificultades prevalecientes.

La Ética constituye aquella parte de la Filosofía que se dedica a la reflexión sobre la moral. Como parte de la Filosofía, la Ética es un tipo de saber que intenta construirse racionalmente, utilizando para ello el rigor conceptual y los métodos de análisis y explicación propios de la Filosofía. Como reflexión sobre las cuestiones morales, la Ética pretende desplegar los conceptos y los argumentos que permitan comprender la dimensión moral de las relaciones humanas en cuanto tal dimensión moral, es decir, sin reducirla a sus componentes psicológicos, sociológicos, económicos o de cualquier otro tipo (aunque, por supuesto, la Ética no ignora que tales factores condicionan de hecho el mundo moral).

Desde sus orígenes entre los filósofos de la antigua Grecia, la Ética es un tipo de saber normativo, esto es, un saber que pretende orientar las acciones de los seres humanos. También la moral es un saber que ofrece orientaciones para la acción, pero mientras esta última propone acciones concretas en casos concretos, la Ética –como Filosofía moral- se remonta a la reflexión sobre las distintas morales y sobre los distintos modos de justificar racionalmente la vida moral, de modo que su manera de orientar la acción es indirecta: a lo sumo puede señalar qué concepción moral es más razonable para que, a partir de ella, podamos orientar nuestros comportamientos.

Por tanto, en principio, la Filosofía moral o Ética no tiene por qué tener una incidencia inmediata en la vida cotidiana, dado que su objetivo último es el de esclarecer reflexivamente el campo de lo moral. Pero semejante esclarecimiento sí puede servir de modo indirecto como orientación moral para quienes pretendan obrar racionalmente en el conjunto de la vida entera.

Aristóteles, considerado el padre de la Ética, incluía nuestra disciplina en el entorno de los saberes prácticos que se agrupaban bajo el rótulo de “filosofía práctica”. Los saberes prácticos (del griego praxis) que también son normativos, son aquellos que tratan de orientarnos sobre

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qué debemos hacer para conducir nuestra vida de un modo bueno y justo, cómo debemos actuar, qué decisión es la más correcta en cada caso concreto para que la propia vida sea buena en su conjunto. Tratan sobre lo que debe haber, sobre lo que debería ser (aunque todavía no sea), sobre lo que sería bueno que sucediera (conforme a alguna concepción del bien humano). Intentan mostrarnos cómo obrar bien, cómo conducirnos adecuadamente en el conjunto de nuestra vida.

No cabe duda de que la Ética, entendida al modo aristotélico como saber orientado al esclarecimiento de la vida buena, con la mirada puesta en la realización de la felicidad individual y comunitaria, sigue formando parte de la Filosofía práctica, aunque la cuestión de la felicidad ha dejado de ser el centro de la reflexión para muchas de las teorías éticas contemporáneas, cuya preocupación se centra más bien en el concepto de justicia. Si la pregunta ética para Aristóteles era “¿qué virtudes morales hemos de practicar para lograr una vida feliz, tanto individual como comunitariamente?” en la contemporaneidad, en cambio, la pregunta ética sería más bien esta otra: “¿qué deberes morales básicos deberían regir la vida de los seres humanos para que sea posible una convivencia justa, en paz y en libertad, dado el pluralismo existente en cuanto a los modos de ser feliz?”..

Resulta necesario distinguir entre las doctrinas morales y las teorías éticas. Las doctrinas morales son sistematizaciones de algún conjunto de valores, principios y normas concretos, como es el caso de la moral católica o la protestante, o la moral laicista que establecieron los países socialistas. Tales “sistemas morales” o “doctrinas morales” no son propiamente teorías filosóficas, al menos en el sentido estricto de la palabra “Filosofía”, aunque a veces pueden ser expuestos por los correspondientes moralistas haciendo uso de herramientas de la Filosofía para conseguir cierta coherencia lógica y expositiva.

Las teorías éticas, a diferencia de las morales concretas, no buscan de modo inmediato contestar a preguntas como “¿qué debemos hacer?” o “¿de qué modo debería organizarse una buena sociedad?”, sino más bien a estas otras: “¿por qué hay moral?”, “¿qué razones –si las hay- justifican que sigamos utilizando alguna concepción moral concreta para orientar nuestras vidas?”, “¿qué razones, -si las hay- avalan la elección de una determinada concepción moral frente a otras concepciones rivales?”. Las doctrinas morales se ofrecen como orientación inmediata para la vida moral de las personas, mientras que las teorías éticas pretenden más bien dar cuenta del fenómeno de la moralidad en genera. Como puede suponerse, la respuesta ofrecida por los filósofos a estas

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cuestiones dista mucho de ser unánime. Cada teoría ofrece una determinada visión del fenómeno de la moralidad y lo analiza desde una perspectiva diferente. Todas ellas están construidas prácticamente con los mismos conceptos, porque no es posible hablar de moral prescindiendo de valores, bienes, deberes, conciencia, felicidad, fines de la conducta, libertad, virtudes, etc. La diferencia que observamos entre las diversas teorías éticas no viene, por tanto, de los conceptos que manejan, sino del modo como los ordenan en cuanto a su prioridad y de los métodos filosóficos que emplean.

. La moral desde la perspectiva del pensamiento ético .

El término “moral” se utiliza hoy en día de muy diversas maneras, según los contextos de que se trate. La palabra “moral” se utiliza unas veces como sustantivo y otras como adjetivo, ambos usos encierran, a su vez, distintas significaciones.

El término “moral” se usa a veces como sustantivo (“la moral, con minúscula y artículo determinado), para referirse a un conjunto de principios, preceptos, mandatos, prohibiciones, patrones de conducta, valores e ideales de vida buena que en su conjunto conforman un sistema más o menos coherente, propio de un colectivo humano concreto en una determinada época histórica. En este uso del término, la moral es un sistema de contenidos que refleja una determinada forma de vida. Tal modo de vida no suele coincidir totalmente con las convicciones y hábitos de todos y cada uno de los miembros de la sociedad tomado aisladamente.

También como sustantivo, el término “moral” puede ser usado para hacer referencia al código de conducta personal de alguien, como cuando decimos que “Fulano posee una moral muy estricta o que “Mengano carece de moral”; hablamos entonces del código moral que guía los actos de una persona concreta a lo largo de su vida; se trata de un conjunto de convicciones y pautas de conducta que suelen conformar un sistema más o menos coherente y sirve de base para los juicios morales que cada cual hace sobre los demás y sobre sí mismo.

A menudo se usa también el término “Moral” como sustantivo, pero esta vez con mayúscula, para referirse a una “ciencia que trata del bien en general y de las acciones humanas en orden a su bondad o malicia” (Diccionario de la Lengua Española). Ahora bien, esta supuesta “ciencia

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del bien en general” en rigor no existe. Lo que existe es una variedad de doctrinas morales (“moral católica”, “moral protestante”, “moral comunista”, etc.) y una disciplina filosófica, la Filosofía moral o Ética, que a su vez contiene una variedad de teorías éticas diferentes, e incluso contrapuestas entre sí (“ética aristotélica”, “ética kantiana”, “ética utilitaria”, etc.).

Existe un uso muy hispánico de la palabra “moral” como sustantivo que nos parece extraordinariamente importante para comprender la vida moral: nos referimos a expresiones como “tener la moral muy alta”, “estar alto de moral” y otras semejantes. Aquí la moral es sinónimo de “buena disposición de ánimo”, “tener fuerza suficientes para hacer frente a los retos que nos plantea la vida”.

Cabe la posibilidad, por último, de que utilicemos el término “moral” como sustantivo en género neutro: “lo moral”. De este modo nos estaremos refiriendo a una dimensión de la vida humana: la dimensión moral, es decir, esa faceta compartida por todos que consiste en la necesidad inevitable de tomar decisiones y llevar a cabo acciones de las que tenemos que responder ante nosotros mismos y ante los demás, necesidad que nos impulsa a buscar orientaciones en los valores, principios y preceptos que constituyen la moral.

El término “moral” usado como adjetivo puede adoptar dos significados muy distintos. En el primero, el adjetivo “moral” se utiliza como opuesto a “inmoral”. Por ejemplo, se dice que tal o cual comportamiento ha sido inmoral, mientras que tal otro es un comportamiento realmente moral. En este sentido es usado como término valorativo, porque significa que una determinada conducta es aprobada o reprobada; aquí se está utilizando “moral” e “inmoral” como sinónimo de moralmente “correcto” e “incorrecto”. Este uso presupone la existencia de algún código moral que sirve de referencia para emitir el correspondiente juicio moral.

En su segundo significado como adjetivo, “moral” se emplea como opuesto a “amoral”. Por ejemplo, la conducta de los animales es amoral, este es, no tiene relación alguna con la moralidad, puesto que se supone que los animales no son responsables de sus actos. Menos aún los vegetales, lo minerales o los astros. En cambio, los seres humanos que han alcanzado un desarrollo completo, y en la medida en que se les pueda considerar “dueños de sus actos”, tienen una conducta moral. Sin duda, esta segunda acepción de “moral” como adjetivo es más básica que la primera, puesto que sólo puede ser calificado como “inmoral” o como

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“moral” en el primer sentido aquello que se pueda considerar como “moral” en el segundo sentido.

En los últimos años se ha prestado gran atención al estudio de la estructura de la moral. Esta cuestión reviste un interés relevante desde el punto de vista teórico y también por su trascendencia en el orden práctico. No hace mucho tiempo, los especialistas consideraban que a la moral sólo era procedente estudiarla como fenómeno de conciencia. En la actualidad prima el criterio acerca de que la moral presenta una estructura compleja integrada por la actividad moral, la relación moral y la conciencia moral.

Resulta importante puntualizar que cuando afrontamos el estudio de la moralidad debemos tener presente su integración a partir de los tres componentes señalados; ninguno de ellos puede existir al margen de los demás. La moral es conjuntamente actividad, relación y conciencia. Esta unidad de sus elementos estructurales genera un modo específico de asimilación práctico-espiritual de la realidad. Si esa asimilación en el marco de lo científico es en los términos antitéticos de lo verdadero y lo falso, y en el ámbito de lo artístico mediante la contraposición entre lo bello y lo feo, en lo atinente a lo moral se expresa en el contrapunteo entre lo bueno y lo malo.

Todos adoptamos una determinada concepción moral, y con ella “funcionamos”. Llamamos “concepción moral” en general, a cualquier sistema, más o menos coherente de valores, principios, normas, preceptos, actitudes, etc. Que sirve de orientación para la vida de una persona o grupo. Con esa concepción moral juzgamos lo que hacen los demás y lo que hacemos nosotros mismos, por ella nos sentimos a veces orgullosos de nuestros comportamientos y otras veces también pesarosos y culpables. A lo largo de la vida, las personas pueden adoptar, o bien una sola o bien una sucesión de concepciones morales personales; si no nos satisface lo que teníamos hasta ahora en algún aspecto, podemos apropiarnos de alguna otra en todo o en parte; y esto tantas veces como lo creamos conveniente. Podemos conocer otras tradiciones morales ajenas a la que nos haya legado la propia familia, y a partir de ahí podemos comparar, de modo que la concepción heredada puede verse modificada e incluso abandonada por completo. Porque en realidad no existe una única tradición moral desde la cual edificar la propia concepción del bien y del mal, sino una multiplicidad de tradiciones que se entrecruzan y se renuevan continuamente a lo largo del tiempo y el espacio.

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Cada tradición, cada concepción moral, pretende que su modo de entender la vida humana es el modo más adecuado de hacerlo: su particular manera de orientar a las personas se presenta como el mejor camino para ser plenamente humanos. En este punto es donde surge la pregunta: ¿Es posible que toda concepción moral sea igualmente válida? ¿Existen criterios racionales para escoger, entre distintas concepciones morales, aquellas que pudiéramos considerar como “la mejor”, la más adecuada para servir de orientación a lo largo de toda la vida?.

Para responder a esas preguntas sin caer en una simplificación estéril hemos de tener en cuenta una importante distinción conceptual entre la forma y el contenido de las concepciones morales, de modo que afirmaremos que la universalidad de lo moral pertenece a la forma, mientras que los contenidos están sujetos a variaciones en el espacio y en el tiempo, sin que esto suponga que todas las morales posean la misma validez, puesto que no todas encarnan la forma moral con el mismo grado de adecuación. Asimismo, resulta necesario examinar los criterios racionales que cada filosofía propone para discernir cuáles de las propuestas morales encarna mejor la forma moral, y de este modo estaremos en condiciones de señalar algunos rasgos que debe reunir una concepción moral que aspire a la consideración de razonable, pero sobre todo estaremos en condiciones de mostrar la carencia de validez de muchas concepciones morales que a menudo pretenden presentarse como racionales y deseables.

La sucesión de las concepciones morales transcurre como un proceso complejo y contradictorio. Este decursar está condicionado en el sentido social e histórico, el contenido de la moral expresa el carácter de determinadas relaciones sociales y cambia también cuando se modifican esas relaciones.

El condicionamiento histórico de la moral por las relaciones sociales en desarrollo, no significa en modo alguno que la moral no tenga una independencia relativa, su propio “automovimiento”. Dentro de los límites de la dependencia histórico-social general, se van conformando y actúan en la moral sus tendencias propias, ésta atraviesa fases especiales de desarrollo, acelerando, o por el contrario, frenando, el avance de toda la sociedad.

Sólo apoyándose en el principio del historicismo es posible encarar correctamente la solución de una serie de problemas fundamentales, sin lo cual no se puede comprender la naturaleza de lo moral como fenómeno social, ni el sentido de sus cambios y perspectivas. ¿Qué

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significa el cambio de la moral en la historia?. ¿Tiene la conducta “debida”, fundamentada por una u otra moral, un contenido objetivamente significativo? ¿Existe continuidad en el desarrollo de la moral, y cómo conciliarla con el hecho de que ella tiene singularidad cualitativa en las distintas épocas históricas?. ¿Significa el movimiento histórico de la moral un movimiento de lo inferior a lo superior, es decir, un progreso?. ¿Se pueden comparar las morales de distintas épocas y sociedades, desde el punto de vista del aporte que hicieron al acervo común de la experiencia acopiada por la humanidad?.

Únicamente el historicismo permite encarar correctamente la solución de estos problemas, es decir, la expresión teórica de la moral como proceso. Al reconocer el factor de relatividad en la moral y descubrir la fuente de su desarrollo, el historicismo permite ver una línea de continuidad en el decursar de las diferentes moralidades así como trazar las perspectivas del movimiento de la moral, orientado hacia el futuro.

La axiología moral. El carácter sociohistórico de los valores.

Por valor se entiende la propiedad funcional de los objetos e ideas consistente en su capacidad de satisfacer determinadas necesidades humanas y de servir a la actividad práctica del hombre. Valor es la significación socialmente positiva que adquieren estos objetos, fenómenos, sucesos, tendencias, conductas, ideas, al ser incluidos en el proceso de actividad humana. Por supuesto no se trata de cualquier significación, sino de la significación positiva, no para cualquier individuo tomado aisladamente, sino para las necesidades objetivas del desarrollo progresivo de la sociedad.

Así entendido, el valor adquiere una dimensión social y a la vez objetiva, puesto que él depende no de los gustos, deseos e inclinaciones subjetivas de un individuo aislado, sino de las necesidades objetivas del desarrollo social. Llamaremos “objetivos” a estos valores, y al conjunto de todos ellos, “sistema objetivo de valores”. Este sistema es dinámico, cambiante, dependiente de las condiciones histórico-concretas y estructurado de manera jerárquica.

Un segundo plano de análisis de los valores se refiere a la forma en que esa significación social que constituye el valor objetivo, es reflejada en la conciencia individual o colectiva. Cada sujeto social, como resultado de un proceso de valoración, conforma su propio sistema subjetivo de valores, sistema que puede poseer mayor o menor grado de

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correspondencia con el sistema objetivo de valores, en dependencia ante todo, del nivel de coincidencia de los intereses particulares del sujeto dado con los intereses generales de la sociedad en su conjunto, pero también en dependencia de las influencias culturales y educativas que ese sujeto recibe y de las normas y principios que prevalecen en la sociedad en que vive. Estos valores subjetivos o valores de la conciencia cumplen una importante función como reguladores internos de la actividad humana.

Por otro lado, la sociedad debe siempre organizarse y funcionar en la órbita de un sistema de valores instituido y reconocido oficialmente. Este sistema puede ser el resultado de la generalización de una de las escalas subjetivas existentes en la sociedad o de la combinación de varias de ellas y, por lo tanto, puede también tener un mayor o menor grado de correspondencia con el sistema objetivo de valores. De ese sistema institucionalizado de valores emanan la ideología oficial, la política interna y externa, las normas jurídicas, la educación estatal, etc.

En el ámbito social –y atendiendo a los tres planos de análisis referidos- es posible encontrar, además del sistema objetivo de valores, una gran diversidad de sistemas subjetivos y un sistema socialmente instituido.

El proceso de subjetivación, concientización o de formación de valores en un sujeto determinado no es ajeno a los otros dos. Los valores que en la conciencia individual se forman, son el resultado de la influencia, por un lado, de los valores objetivos de la realidad social, con sus constantes dictados prácticos y, por el otro, de los valores institucionalizados, que llegan al individuo en forma de discurso ideológico, político, pedagógico. Tanto una como otra influencia se realizan a través de diferentes mediaciones: la familia, la escuela, el barrio, los colectivos laborales, la cultura artística, los medios de difusión masiva, las organizaciones e instituciones sociales, etc.

El desarrollo de los valores transcurre como un proceso complejo, contradictorio, que tiene sus etapas, sistemas y estructuras específicas, sus tendencias. Este desarrollo está condicionado en el sentido social e histórico, el contenido de los valores expresa el carácter de determinadas relaciones sociales y cambia también cuando se modifican esas relaciones.

El condicionamiento histórico de los valores por las relaciones sociales en desarrollo, no significa en modo alguno que los valores no tengan una independencia relativa, su propio “automovimiento”. Dentro de los

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límites de la dependencia histórico-social general, se van conformando y actúan en los valores sus tendencias propias, estos atraviesan fases especiales de desarrollo, acelerando, o por el contrario, frenando el avance de toda la sociedad. El destino de la vida valorativa de la personalidad, de este sujeto del valor, no puede separarse del destino histórico de la sociedad. No se puede hacer una evaluación correcta de la estructura de la vida valorativa del hombre contemporáneo al margen de la vinculación con la historia que ha cambiado esa estructura más de una vez.

En su concepción histórica, los valores descubren la enorme experiencia de la humanidad, que ha transitado el camino del progreso valorativo. Para mantenerse firmemente en el terreno de la vida real, la Axiología debe conservar y desarrollar una visión histórica cabal de su objeto. Pero para que el objeto del conocimiento (los valores) sea comprendido históricamente, en desarrollo, es preciso también que el sujeto del conocimiento sea histórico. Ningún saber puede progresar con éxito si en él se menoscaba la idea del desarrollo de su contenido. La aceleración del desarrollo social, la complejización de los procesos de la vida valorativa, exige de la investigación axiológica una visión histórica, tanto de las cambiantes costumbres de la gente como del propio hombre, creador y custodio de ellas, de sus posibilidades y capacidades para transformar la práctica valorativa existente.

Sólo apoyándose en el principio del historicismo es posible encarar correctamente la solución de una serie de problemas fundamentales, sin los cuales no se puede comprender la naturaleza del valor como fenómeno social, ni el sentido de sus cambios y perspectivas. ¿Qué significa el cambio de los valores en la historia? ¿Tiene la conducta “debida”, fundamentada por unos u otros valores, un contenido objetivamente significativo? ¿Existe continuidad en el desarrollo de los valores, y cómo conciliarla con el hecho de que ellos tienen singularidad cualitativa en las distintas épocas históricas? ¿Significa el movimiento histórico de los valores un movimiento de lo inferior a lo superior, es decir, un progreso?.- ¿Se pueden comparar los valores de distintas épocas y sociedades, desde el punto de vista del aporte que hicieron al acervo común de la experiencia vital recogida por la humanidad?

Únicamente el historicismo permite encarar correctamente la solución de estos problemas, es decir, la expresión teórica de los valores como procesos. Al reconocer el factor de relatividad en los valores, destacar los niveles cualitativos de su desarrollo, descubrir la fuente de su autodesarrollo, el historicismo permite ver en el proceso valorativo una

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única línea de sucesión en los estados cualitativos, la continuidad de éstos, la conservación en las etapas superiores de los momentos del movimiento precedente, posibilita trazar las perspectivas y establecer la dinámica del movimiento histórico de los valores orientada hacia el futuro.

En la historia del pensamiento axiológico la alternativa del absolutismo y el relativismo representa soluciones extremas a todos estos problemas. Los partidarios del absolutismo axiológico parten de que los “verdaderos” valores tienen un carácter eterno. En este enfoque el desarrollo histórico de los valores aparece como una lamentable acumulación de “desviaciones” casuales de esos valores, que son los “únicos verdaderos” e inmutables. En resumidas cuentas todos los absolutistas en Axiología, en los hechos comparten un enfoque ahistórico de los valores que los incapacita para entender por qué se producen sus cambios en las variadas circunstancias de tiempo y lugar.

Parecería que los adeptos del relativismo axiológico ocupan posiciones radicalmente distintas a las de los absolutistas. Ellos afirman que los valores tienen sólo una significación relativa que corresponde a las demandas culturales de una u otra sociedad en determinado período. Todos los sistemas valorativos en la historia –tanto los avanzados como los reaccionarios- tienen, inevitablemente, para los relativistas, una misma significación. Voluntaria o involuntariamente esto conduce a justificar prácticas atrasadas y hasta inhumanas. Igual que los absolutistas, los relativistas son incapaces de establecer la connotación objetiva que tiene el desarrollo de los valores, de ver en este proceso una continuidad y de encontrar las leyes que rigen la transición de un sistema valorativo a otro.

Sin utilizar el principio del historicismo en Axiología, en la esencia misma de su metodología, no se pueden solucionar eficientemente las tareas creativas vinculadas con el estudio de los procesos reales de la vida valorativa en el presente, tareas que ante los retos de los problemas globales contemporáneos, tienen una prioridad insoslayable.

Con el desarrollo social, se consolidan en el quehacer humano los valores morales. Estos valores son componentes de la conciencia moral que se caracterizan por expresar las exigencias morales de la manera más generalizada. Ellos tienen una vinculación muy estrecha con las normas morales, pero mientras que las normas prescriben las acciones que concretamente el ser humano debe realizar, los valores revelan de manera global el contenido de un sistema moral determinado. Los

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valores morales juegan un papel decisivo desde el punto de vista orientador y cuando pasan a formar parte de la conciencia individual ejercen una influencia activa en el ámbito de las relaciones y las conductas humanas.

En el decursar del pensamiento universal, son innumerables los valores morales que han sido reconocidos por los estudiosos, desde diversas perspectivas filosóficas. Entre esos valores, los admitidos con mayor frecuencia son los siguientes: el humanismo, la solidaridad, el colectivismo, la justicia, la equidad, la libertad, el patriotismo, el internacionalismo, el bien, el deber, la dignidad, el honor, el ideal, el sentido de la vida y la felicidad. A nuestro modo de ver, si resulta necesario desentrañar la esencia de cada uno de ellos, más trascendente aún es analizar esos valores morales bajo un enfoque sistémico. Hasta hoy, el tratamiento en sistema de los valores ha sido casi inexistente, no obstante la importancia teórica y práctica de tal enfoque. Resulta necesario realizar el estudio de esos valores bajo la óptica sistémica, ya que en el plano social se presentan con tal especificidad.

En la contemporaneidad, resulta muy importante tener presente las posibilidades reales de los valores morales, a fin de orientarnos certeramente en un mundo caracterizado por la multiplicidad y la complejidad de los vínculos entre las personas, entre el individuo y la comunidad. en nuestro tiempo, como resultado de las circunstancias referidas, se impone la realización de una elección efectiva de los modos de conducta sobre la base de los valores morales.

En el proceso de su actividad vital, el ser humano constantemente coloca ante sí diferentes objetivos, tareas, aspiraciones hacia cuya realización se dirige para dar concreción a los valores que se sustentan. A la luz de estas determinaciones, tendrá una madurez mayor aquella conciencia que es capaz de plantearse ante sí los objetivos más significativos desde el punto de vista humano. La existencia de una conciencia moral individual desarrollada adquiere la forma de elevadas exigencias de la persona para consigo mismo. Estas exigencias se concretan ante el individuo en forma de representaciones acerca del deber y la responsabilidad, el honor y la dignidad, expresándose como verdaderas órdenes de su conciencia valorativa.

En la literatura axiológica aparecen referencias con respecto a las crisis de valores. Estas crisis por lo general acompañan a las conmociones sociales que ocurren en los períodos de transición de la sociedad (progresivos, regresivos o de reacomodamiento). Se producen cuando

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ocurre una ruptura significativa entre los sistemas de valores pertenecientes a esas tres esferas o planos a los que nos hemos referido, es decir, entre los valores objetivos de la realidad social, los valores socialmente instituidos y los valores de la conciencia. Es en esta última esfera –en la conciencia- donde con mayor plenitud se manifiesta esta ruptura.

Es necesario tener presente que entre los tres sistemas de valores siempre existe cierto desfasaje, lógico y natural; pero al aumentar notablemente la aceleración de la dinámica social en períodos de cambios abruptos, este desfasaje sobrepasa sus límites normales, genera cambios bruscos en los sistemas subjetivos de valores y provoca la aparición de la crisis.

Entre los síntomas que permiten identificar una situación de crisis de valores están los siguientes: perplejidad e inseguridad de los sujetos sociales acerca de cuál es el verdadero sistema de valores, qué considerar valioso y qué antivalioso; sentimiento de pérdida de validez de aquello que se consideraba valioso y, en consecuencia, atribución de valor a lo que hasta ese momento se consideraba indiferente o antivalioso; cambio de lugar de los valores en el sistema jerárquico subjetivo, otorgándosele mayor prioridad a valores tradicionalmente más bajos. Todo esto provoca en loa práctica conductas esencialmente distintas a las sustentadas con anterioridad. Para afrontar una crisis de valores es necesario entenderla, conocer sus causas y adoptar una estrategia para su superación.

Lo social y lo individual, las dos caras de la moral.

En los últimos tiempos, las investigaciones acerca de la moral han experimentado un significativo avance. Han recibido un notable desarrollo las teorías en torno a la moral social y la moral individual. Estos conceptos, aunque muy vinculados entre sí, n son idénticos. Si la moral social es un conjunto de principios, normas, valores e ideales que constituyen un reflejo de las condiciones materiales de vida que caracterizan a un conglomerado humano en una etapa de su desarrollo histórico; la moral individual es la forma específica e irrepetible en que las concepciones prevalecientes en una sociedad dada se expresan a nivel personal.

El desarrollo moral del individuo discurre como un proceso personal de asimilación de la sociedad, reflejada y consolidada en la moral social. Esta asimilación se realiza en forma de un proceso que está dirigido hacia la consecución de determinados objetivos, cuya concreción se

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logra por medio de la instrucción y la educación. La esencia de este proceso consiste en insuflar en la moral de individuo aquellos valores que se generan por la ideología dominante en la sociedad. Así mismo, juegan su papel en estas circunstancias la influencia de aquellos elementos que en forma de tradiciones dejan su impronta en la mentalidad individual.

La moral del individuo, sobre la base de su biografía personal, no se limita a ser un remedo en pequeño de la moral social. Quiero expresar con esto que la moral individual n consiste simplemente en la asimilación de las adquisiciones de la moral social, sino su reelaboración desde el ángulo de la individualidad. Resulta importante esta precisión conceptual, pues de lo contrario pudiera inferirse que la diferenciación entre la moral social y la moral individual sería sólo un problema de volumen y no de contenido.

La moral individual representa, en primer lugar, el conjunto de sentimientos, conocimientos y convicciones, en los cuales se resume parte de la moral social que asimila y transforma la personalidad sobre la base de su existencia individual La relación. En segundo lugar, la moral individual presupone siempre una determinada relación del ser human hacia el mundo, la sociedad y hacia sí mismo.

La relación de la persona hacia el medio social, en sus manifestaciones extremas, puede expresarse como aceptación o como rechazo de la realidad en que desenvuelve su vida. En el primer caso, el individuo acepta íntegramente el orden existente y la normatividad dominante, los apoya con su conducta, sin pretender modificarlos. En el segundo caso, la persona no acepta el medio en que vive ni su realidad y entonces, contrapone al mundo existente otras representaciones en las que impugna totalmente el sistema prevaleciente. Toda esta situación conflictiva del individuo con respecto a un medio social que no le satisface, está caracterizada por un cuestionamiento que deviene agente de transformación. Si en el primer caso, la persona refleja en su moral el mundo circundante y tiene una actitud de acomodamiento con respecto a él; en el segundo caso, el individuo se identifica con la necesidad de cambiar y rehacer el medio.

Para la formación de la conciencia moral del individuo, resulta insuficiente la experiencia propia. La actividad individual, con sus contradicciones y conflictos, genera un cúmulo de experiencias que impulsan al ser humano a la reflexión acerca del bien, el deber, la justicia y tros problemas morales de semejante importancia. Sin

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embargo, resulta imposible encontrar respuestas idóneas a cuestiones de tal envergadura sin salir de los límites de los conocimientos adquiridos en los ámbitos de la experiencia individual. Para hallar respuesta a esos problemas morales, el individuo debe volverse hacia la experiencia de la sociedad que aparece reflejada en la conciencia social en forma de diferentes teorías éticas y doctrinas morales.

Toda teoría ética acerca del desarrollo moral de la sociedad y del ser humano, presenta una definida tendencia ideológica consistente en abordar el estudio de los problemas desde las posiciones de los intereses grupales. Cada individuo en la sociedad con antagonismos grupales o es miembro de determinado grupo o se encuentra bajo la influencia de la ideología de alguno de los grupos existentes. Ya desde su infancia, cuando comienza el período educativo, el individuo junto a las demás concepciones acerca del mundo circundante, se le inculcan las ideas de aquel grupo en manos del cual se encuentra el sistema de educación e instrucción.

Para comprender ese influjo ideológico a que se ve sometido el individuo, quiero llamar la atención con respecto a que en la vida real la persona no sólo se encuentra bajo la influencia de la ideología del agrupamiento social al cual pertenece, sino que también recibe el impacto ideológico de los grupos contrapuestos. Esta última influencia acrecerá sobre todo cuando se trate de una ideología que refleja de la manera más adecuada la necesidad histórica. En este caso, tal ideología ejerce en el individuo una influencia más fuerte que las ideas emanadas de su propio grupo. Cuando esto sucede, se opera el tránsito del individuo hacia las posiciones más progresistas desde el punto de vista ideológico.

La actividad social del individuo, expresión de su esencia humana, se integra por el conjunto de acciones y conductas, dirigidas a la consecución de determinados objetivos. Ella incluye en sí un complejo de valoraciones que guían a la persona en la elección de sus formas de comportamiento. La actuación conscientemente dirigida que caracteriza al ser humano determina que sólo en muy raros casos el individuo realice una u otra conducta sin plantearse de antemano por qué y para qué se conduce de tal manera. El ser humano opera con una tabla de valores que caracteriza a su conciencia y que cualificas su modo de vida. El sentido de la vida del individuo estará determinado por las peculiaridades de sus orientaciones valorativas.

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Con las orientaciones valorativas se enlaza estrechamente la motivación de la actividad humana. Las acciones individuales en gran medida están predeterminadas por las circunstancias concretas que la persona encuentra en el medio en que se desenvuelve. Sin embargo, lo anterior no quiere decir que el ser human se cruce de brazos ante la realidad circundante, él aspira a realizar cambios en su entorno, en consonancia con sus intereses. El ser humano no es un observador imparcial de su mundo, es el agente activo de las transformaciones que necesita y desea. Este interés que orienta las acciones del individuo, constituye la relación subjetiva que como presupuesto de la conducta deviene motivación de la actividad humana.

En la moral individual se refleja no sólo el mundo subjetivo, sino también la propia vida del sujeto en sus variadas facetas. Este reflejo del micromundo personal abarca la relación del individuo hacia el mundo objetivo, el carácter e integralidad de las relaciones entre lo subjetivo y lo objetivo, el nivel de interés hacia el medio circundante, el grado de influencia activa del individuo con respecto a la realidad material y social. En este marco, como indudable muestra de nivel de desarrollo de la moralidad individual,. Aparece no sólo la unidad de la orientación valorativa y la motivación, sino también la dimensión alcanzada por estos fenómenos, es decir, el grado de importancia de unas u otras motivaciones y la real significación que presentan las orientaciones valorativas para el sujeto.

La elección moral es un proceso práctico-espiritual por medio del cual el individuo, a partir de sus motivaciones, reflexiona y decide sobre la conducta a seguir a fin de concretar un resultado que puede implicar un bien o un mal para sus semejantes. La libertad de elección se basa, en primer término, en la presencia de condiciones objetivas para ella, que residen en la complejidad y diferenciación contradictoria de la realidad social. Esta realidad brinda al hombre la posibilidad de adoptar las más variadas decisiones para elegir actos distintos por su orientación y significado social. En esto radica la base objetiva de la libertad de elección que condiciona su lado subjetivo, caracterizado ante todo en la actitud valorativa del individuo hacia la realidad social que lo circunda.

La conciencia moral tiene decisiva gravitación en la elección de un acto, en la orientación de la conducta individual. Los fines, motivos y orientaciones son los que determinan la elección que responde al nivel de moralidad y aspiraciones personales. En su unidad, esos lados objetivo y subjetivo conforman la libertad de elección, en virtud de la cual el individuo conserva la capacidad de adoptar decisiones y actuar

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sin perder la autonomía, la relativa independencia, en las condiciones de su realidad social. Pero esta interpretación de la libertad de elección no debe ser confundida con la del libre albedrío que presupone la absolutización de la subjetividad individual.

La elección moral por parte de las personas no está exenta de situaciones conflictivas. El conflicto moral es la contradicción que se produce en la conciencia individual cuando la persona debe elegir entre dos o más posibilidades de manera alternativa, lo que comporta siempre el sacrificio de un valor en aras de otro u otros valores. La existencia de conflictos morales es tan vieja como la moralidad misma, por eso el pensamiento ético ha restado atención a tan importante e interesante problema.

La cultura moral del individuo tiene una importancia decisiva en la elección que realiza el sujeto de la moralidad. Cuando la conciencia moral personal está conformada por contenidos que por tener un carácter de avanzada, comportan la priorización de los intereses sociales, la elección del individuo tendrá un sentido profundamente humanista. Por eso, el proceso educativo que tiene como fin la formación moral de la personalidad debe proponerse que los individuos posean sólidas convicciones que les posibiliten elecciones morales de alto valor humano y social.

La regulación moral de la conducta de los hombres es dialéctica en el más alto grado, pues en ella la libertad de elección del individuo aparece como su autolimitación en beneficio de lo social. Se entiende que este tipo de regulación sólo es posible cuando se dan las condiciones para que la contradicción “individuo-sociedad” no tenga un carácter antagónico.

Pero, si la contradicción “individuo-sociedad” se convierte en un antagonismo, surge una situación que podemos denominar de alienación moral, en la cual el mecanismo único de regulación moral se descompone en dos partes aisladas que han perdido la capacidad de interactuar: las normas morales por un lado y la conducta del hombre, su actitud práctica hacia los otros hombres por otro.

La ineficacia social de esta ruptura de la moral, en la cual la personalidad no puede satisfacer sus propios intereses sin infringir los del prójimo y los de la sociedad en su conjunto, genera el predominio de la hipocresía y la falsedad en las interrelaciones humanas. Se crean así las bases sociales para la presencias en la vida cotidiana de la doble moral.

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La doble moral guarda una estrecha relación con la crisis de valores. Se caracteriza porque en determinadas circunstancias la persona piensa y actúa de una forma y en otras, de acuerdo con su conveniencia, se proyecta de manera distinta. La doble moral funciona a partir de un divorcio entre el pensamiento y la conducta, propiciando la simulación, el formalismo y el engaño en todos los ámbitos del quehacer social.

En la moralidad el medio fundamental para asimilar el mundo es la exigencia. El concepto exigencia moral registra de un modo concentrado el hecho de que la moralidad es un medio de reglamentar la actividad humana. La exigencia moral tiene una significación social, pero su cumplimiento o incumplimiento depende directamente de unidades humanas individuales. La exigencia moral cobra realidad, se vuelve realizable sólo cuando es aceptada por el individuo, aprobada por él, cuando ha tomado la forma de deseo suyo. El medio por el cual se concreta la exigencia moral expresa la correlación entre lo objetivo y lo subjetivo, lo social y lo individual en la actividad humana.

La exigencia moral representa la unidad de definiciones contradictorias y divergentes: en primer lugar, estimula y presupone carácter voluntario, de responsabilidad individual de las decisiones adoptadas y, en segundo lugar, orienta hacia los intereses universales, hacia actos que tienen una naturaleza no egoísta, una significación para todos.

La exigencia moral divide la realidad de la existencia humana en dos niveles: el ser (la situación vigente, sancionada por la opinión mayoritaria y la fuerza de la tradición) y el deber ser (aquello que va surgiendo y no ha llegado a tomar la forma de costumbre). La diferencia entre el ser y el deber ser, que constituye el contenido esencial y la particularidad de la exigencia moral, es una expresión de la moral que subyace en el antagonismo de intereses. El deber ser está implicado en aquellos intereses comunes de la sociedad. El ser, por el contrario, aparece como conjunto de intereses privados. Por ello, son dos características de la existencia humana real.

El deber ser existe sólo en su interrelación con el ser. El sentido de la orientación moral consiste en ascender de lo que es a lo que debe ser, en medir la vida real con los criterios del ideal. La exigencia moral no sólo divida la realidad en dos niveles –el empírico, que existe en los hechos y el del deber ser, el idealmente deseable- sino que es en sí un puente, un eslabón de enlace entre ambos, que orienta a superar esta ruptura. Su

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énfasis consiste en elevar el ser empírico al nivel del deber ser ideal y conferir al deber ser ideal la dignidad de modelo de acción real.

La importancia actual de las éticas aplicadas. La ética profesional.

Entre las tareas de la Ética no sólo figura la aclaración de lo que es la moralidad y la fundamentación de la misma, sino la aplicación de sus descubrimientos a los distintos ámbitos de la vida social: a la política, la economía, la empresa, la medicina, la ingeniería genética, la ecología, el periodismo, etc. Si en la tarea de fundamentación se han descubierto unos principios éticos, como el utilitarista (lograr el mayor placer del mayor numero), el kantiano (tratar a las personas como fines en sí mismas, y no como simples medios), o el dialógico (no tomar como correcta una norma si no la deciden todos los afectados por ella, tras un diálogo celebrado en condiciones de simetría), la tareas de aplicación consistirá en averiguar cómo pueden esos principios ayudar a orientar los distintos tipos de actividad.

Sin embargo, no basta con reflexionar sobre cómo aplicar los principios éticos a cada ámbito concreto, sino que es preciso tener en cuenta que cada tipo de actividad tiene sus propias exigencias morales y proporciona sus propios valores específicos. No resulta conveniente hacer una aplicación mecánica de los principios éticos a los distintos campos de acción, sino que es necesario averiguar cuáles son los bienes internos que cada una de esas actividades debe aportar a la sociedad y qué valores y hábitos es preciso incorporar para alcanzarlas. En esta tarea no pueden actuar los éticos en solitario, sino que tienen que desarrollarla cooperativamente con los expertos de cada campo. Por eso, la Ética Aplicada tiene necesariamente un carácter interdisciplinario.

Para diseñar la Ética Aplicada de cada actividad sería necesario recorrer los siguientes pasos:1. Determinar claramente el fin específico, el bien interno por el que cobra su sentido y legitimidad social.2. Averiguar cuáles son los medios adecuados para producir ese bien en una sociedad.3. Indagar qué virtudes y valores es preciso incorporar para alcanzar el bien interno.4. Descubrir cuáles son los valores de la moral cívica de la sociedad en la que se inscribe y qué derechos reconoce esa sociedad a las personas.

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En la actividad laboral se forman entre las personas determinadas relaciones morales. En el conjunto de esos vínculos está incluida la relación con el propio trabajo y con los participantes en el proceso laboral, aquellas relaciones que surgen en el ámbito en que interactúan los intereses de unos grupos de profesionales con otros y con la sociedad como un todo. A este entramado de relaciones se le ha llamado moral profesional. Esta denominación expresa la medida en que la moralidad de los miembros de un determinado grupo profesional se corresponde con los principios y valores imperantes en una sociedad específica. La experiencia histórica testimonia que existe una moral profesional en la actividad médica, jurídica, pedagógica, periodística, militar, artística e ingenieril, así como en otros campos del quehacer laboral.

La ética profesional, como teoría de la moral profesional y tipo específico de ética aplicada, no se reduce a la mera descripción de relaciones y formas de conducta en determinadas esferas laborales, sino por el contrario, supone un deber ser; constituye un medio decisivo para superar las nociones, normas y valoraciones caducas, contribuyendo a afianzar lo progresivo en sentido humano, dentro del contexto de exigencias morales más elevadas y complejas.

Entre las diversas vertientes que integran el objeto de estudio de la ética profesional pueden señalarse las siguientes:

1. Las relaciones que deben establecerse entre los especialistas entre sí, así como entre los grupos profesionales y la sociedad en general.2. Las cualidades morales que deben caracterizar la personalidad del especialista lo que influirá decisivamente en el mejor cumplimiento del deber profesional.3. El carácter específico de las relaciones morales que deben establecerse entre los especialistas y las personas implicadas en el ámbito de su actividad profesional.4. El conjunto de principios, normas y valores que deben caracterizar a la profesión en su especificidad.5. Las particularidades referidas a la educación moral profesional, sus objetivos, métodos, formas y medios correspondientes.

El proceso de surgimiento y desarrollo de la ética profesional puede ser considerado como una evidencia indiscutible del progreso moral, porque refleja la preocupación por aumentar el valor de la personalidad, del humanismo en las relaciones interpersonales en el marco laboral.

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El desarrollo de la economía, la ciencia y la cultura de la sociedad, las crecientes exigencias de calificación y competencias al trabajador impulsan hoy a hablar, cada vez con más frecuencia, sobre el profesionalismo como criterio de las cualidades operativas de un especialista. Pero este concepto de por sí implica una amenazas de empobrecimiento, si se lo limita sólo al conjunto de conocimientos, aptitudes y hábitos puramente profesionales. El auténtico profesionalismo incluye, inevitablemente, la capacidad de comprender a fondo su responsabilidad profesional y de cumplir con su deber profesional. De cuán orgánicamente estén fusionados en el trabajador los principios profesionales y morales depende el éxito de su labor, la integridad del mundo espiritual de la personalidad del especialista y la posibilidad de que se autoexprese de un modo creativo y humano.

Las distintas actividades laborales se caracterizan por los bienes que sólo a través de ellas se consiguen, por los valores que en la persecución de esos fines se descubren y por las virtudes cuyo cultivo exigen. Las distintas éticas profesionales tienen por tarea averiguar qué valores y virtudes permiten alcanzar en cada caso los bienes internos. Asimismo, para alcanzar esos bienes es preciso contar con los mecanismos específicos de la sociedad de que se trate.

Por otra parte, la legitimidad de cualquier actividad social exige atenerse a la legislación vigente, que marca las reglas de juego de cuantas instituciones y actividades tienen metas y efectos sociales y precisan, por tanto, legitimación. En nuestras sociedades, debe atenerse al marco constitucional y a la legislación complementaria vigente.

Sin embargo, cumplir la legislación no basta, porque la legalidad no agota la moralidad. Y no sólo porque el marco legal puede adolecer de lagunas e insuficiencias, sino por dos razones, al menos: porque una constitución democrática es dinámica y tiene que ser reinterpretada históricamente, y porque el ámbito de lo que haya de hacerse no estará nunca totalmente juridificado ni es conveniente que lo esté. ¿Cuáles son entonces, las instancias morales a las que debemos atender?

La primera de ellas es la conciencia moral cívica alcanzada en una sociedad, es decir, su ética civil. Entendemos aquí por ética civil el conjunto de valores que los ciudadanos de una sociedad ya comparten, sean cuales fueran sus concepciones de vida buena. El hecho de que ya los compartan les permite ir construyendo juntos gran parte de su vida en común. En líneas generales, se trata de tomar en serio los valores de libertad, igualdad y solidaridad (que se concretan en el respeto y

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promoción de las tres generaciones de Derechos Humanos) junto con las actitudes de tolerancia activa y predisposición al diálogo.

Para obtener legitimidad social una actividad ha de lograr a la vez producir los bienes que de ella se esperan y respetar los derechos reconocidos por esa sociedad y los valores que tal sociedad ya comparte. De ahí que se produzca una interacción entre los valores que surgen de la actividad correspondiente y los de la sociedad, entre la Ética Profesional de esa actividad y la ética civil, sin que sea posible prescindir de ninguno de los dos polos sin quedar deslegitimada.

Pero, no basta con este nivel de moralidad, porque a menudo intereses espurios pueden ir generando una especie de moralidad difusa, que hace que sean condenados por inmorales precisamente aquellos que más hacen por la justicia y por los derechos de los hombres. Tenemos en esto una larguísima historia de ejemplos. Por eso, para tomar decisiones justas es preciso, como hemos dicho, atender al derecho vigente, a las convicciones morales imperantes, pero además averiguar qué valores y derechos han de ser racionalmente respetados. ¿Por qué la ética cívica mantiene que son tales o cuales los derechos que hay que promover? Esta indagación nos lleva a una moral crítica, que tiene que proporcionarnos algún procedimiento para decidir cuáles son esos valores y derechos.

Esa moral crítica presupone que cualquier actividad o institución que pretenda ser legítima ha de reconocer que los afectados por las normas de ese ámbito son interlocutores válidos. Y esto exige considerar que tales normas serán justas únicamente si pudieran ser aceptadas por todos ellos tras un diálogo racional. Por lo tanto, obliga a tratar a los afectados como seres dotados de un conjunto de derechos, que en cada campo recibirán una especial modulación.

El surgimiento de las diversas profesiones ha comportado la necesidad de elaborar los llamados códigos de ética profesional. Esos documentos, contentivos de lo que se debe hacer en las diversas actividades, se constituyen en un sistema de normas, principios y cánones, dirigidos a regular la conducta de los profesionales en una esfera específica del quehacer laboral.

Esos códigos, con su contenido deontológico, no pueden ser impuestos por decreto. Un código de ética profesional presupone que el especialista o haga suyo mediante un convencimiento persona, de manera que se sienta identificado con los contenidos normados en dicho documento

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Los conocimientos que en el código se perfilan requieren de la convicción, de la persuasión, pero nunca de la imposición. La exigencia que se delimita en estos códigos tiene carácter subjetivo, está centrada en la conciencia individual. En esto se diferencian de los códigos jurídicos en los que la regulación demandada se impone al individuo de manera fundamentalmente externa. De ahí la necesidad de eliminar los formalismos que entorpezcan el significado y razón de ser de los códigos de ética profesional.

Debemos admitir que por ahora sólo nos encontramos en las primeras etapas de desarrollo en lo concerniente a la ética profesional. Partiendo de los logros actuales en los ámbitos de la ética general, es posible suponer que en un futuro inmediato, los puntos fundamentales en que han de centrarse los esfuerzos investigativos, estarán dirigidos a perfilar las tareas que permitan obtener definiciones teóricas precisas de la ética de las profesiones, revelar lo específico de su objeto, asegurar el despliegue de su aparato conceptual, que ponga en evidencia la estructura y funciones de la moral profesional en su conjunto y en sus manifestaciones ramales.

Sólo al concretar esos objetivos, resultará posible eludir las abstracciones aisladas de la vida, en la medida en que las investigaciones sobre ética profesional se apoyen en: 1) un análisis ético-sociológico profundo del sistema real de las relaciones morales a nivel de la actividad de los grupos profesionales de la sociedad, en la revelación de las tendencias rectoras de su desarrollo y en los factores que influyen sobre ellas; 2) un estudio de las exigencias cambiantes que la sociedad plantea al tipo específico de actividad; 3) el establecimiento de la correlación entre la regulación jurídico-administrativa y la regulación moral propiamente dicha, durante el cumplimiento de esas exigencias.

La implementación de las condiciones mencionadas permitirá eliminar los peligros de una moralización de recetario, característica de buena parte de los trabajos sobre Ética Profesional. Esto ayudarás, posteriormente, a erradicar la propensión a la codificación de prescripciones cuidadosamente detalladas, a diversos “juramentos” deontológico, a la “normomanía” basada en intentos poco exitosos de deducir por vía directa principios y reglas de la moral profesional de las tesis normativas de la ética general, con su posterior aplicación al ámbito de las relaciones morales profesionales.

Nuestro punto de vista no aboga por una “normofobia” o prohibición de utilizar los “casos”. Nos referimos a que al hacerlo es preciso apoyarse

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en el saber teórico desarrollado. Indiscutiblemente, es necesario activar la investigación de los conflictos morales típicos en la actividad profesional, destacando en particular el problema de las búsquedas morales. Esta cuestión tiene una relación directa con la esfera profesional, donde se forman complejas colisiones morales en las que no es fácil tomar una decisión acertada ni expresar claramente preferencia por los intereses en conflicto. Es importante prestar atención a las contradicciones que surgen entre las distintas fuentes de la actividad reguladora, a las diversas formas de choque entre la norma y el ideal, a los desencuentros entre el significado exterior de los actos y su sentido interno.

La superación de las mencionadas deficiencias permitirá concentrar la atención en proveer de una orientación profesional ajustada a las condiciones sociohistóricas y fundamentadas en un sentido moral, en resolver los problemas psicológico-morales de la comunicación en la esfera de la actividad profesional, en revelar las peculiaridades en que se forma en ella el temple moral y cívico que debe caracterizar la personalidad del especialista. Gracias a los avances que se logren en las investigaciones sobre ética profesional, resultará posible pasar de cierta suma de descripciones de unas u otras facetas, momentos e incluso episodios de la práctica moral-profesional a la elaboración de una teoría integral de la educación moral de los especialistas.

2. LA MORAL Y LOS VALORES.

El término moral es manejado con mucha profusión. Se caracterizan como morales o inmorales las concepciones, relaciones y acciones de las personas. Pero cuando tratamos de aproximarnos al concepto de moral los resultados son casi infructuosos. Esta dificultad no solamente es válida para la cotidianidad, sino también la encontramos presente en los textos especializados. Comúnmente en las enciclopedias, diccionarios, monografías y manuales se nos dice que la moral está constituida por un conjunto de principios, reglas, normas, valores e ideales que regulan la conducta de las personas en una determinada época histórica. En puridad, la caracterización anterior registra uno de los ángulos principales de expresión de la moralidad, pero no peculiariza esencialmente el fenómeno moral. Se trata de una descripción parcial más que de una definición conceptual.

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La moral y la ética.

Para captar con precisión el concepto de moral hay que tener presente la carencia de sustantividad de la moralidad. Es decir, lo moral no integra una parcela particular de la vida en sociedad, existe como atributo de las múltiples relaciones que dan sentido a la existencia humana. Una misma conducta puede tener una connotación moral o inmoral, según sea la motivación y el resultado que concrete. Regar las plantas ornamentales de un jardín en sí mismo no tiene carácter moral o inmoral, mas si realizamos esa acción movidos por el propósito de mantenerlas vivas ya que significan mucho para una persona enferma que se encuentra en el hospital, entonces la referida conducta adquiere un fundamento moral. Teniendo en cuenta las especificidades aducidas, decimos que la moral es aquella calidad de los fenómenos sociales que se expresa esencialmente en la connotación que tienen para el ser humano las relaciones con sus semejantes.

Por supuesto, la moral no ha sido siempre la misma, ha variado a lo largo de los siglos. Esa transformación ha estado determinada por los cambios acaecidos en las distintas sociedades que ha conocido el decursar de la humanidad. La moral como parte de la totalidad social va a reflejar las características de la estructura económica y los avatares de las luchas políticas. De ahí sus variaciones espacio-temporales.

La moral surge en las sociedades primitivas. Entre los estudiosos se ha discutido y se discute con relación al momento histórico en que surge la moral. Para algunos, la moralidad que está presente en la vida de las primeras colectividades que acusaron signo humano al desprenderse del mundo animal. Contraria a esta opinión se halla la de aquellos autores que argumentan la existencia de lo moral sólo a partir de la aparición, en el seno de la sociedad primitiva, de especializaciones de carácter laboral y por roles desempeñados. Conforme a esta última opinión para poder hablar de moralidad resulta necesario determinado desarrollo de la individualidad, un grado incipiente de desgajamiento del universo personal con respecto a la colectividad.

Con la aparición de las desigualdades sociales, la moral expresa esencialmente la confrontación entre los agrupamiento humanos con intereses económicos y políticos contrapuestos. Los distintos grupos sociales manifiestan a través de la moralidad, en términos de lo bueno y lo malo, lo que resulta favorable o desfavorable a su integridad. En un panorama social caracterizado por la existencia de grupos antagónicos, la

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moral recoge la visión del ser y el deber ser de cada uno de ellos. Debemos tener muy presente que la moral de cada agrupamiento social no existe en forma aislada, sino en un proceso de retroalimentación con respecto a las diferentes moralidades que forman parte del universo ideológico de la sociedad. Quiere esto decir que en las sociedades donde existen grupos sociales con intereses encontrados, la conciencia moral presenta un carácter heterogéneo, pues se integra por el aporte que corresponde a la moralidad de esos conglomerados humanos.

Cuando profundizamos en el estudio de la moral, nos percatamos de que además del componente grupal que la caracteriza, resulta necesario apropiarnos de su referente humano-universal. Al hablar de lo humano-universal en los fenómenos morales, tenemos presente los elementos de continuidad que existen entre los distintos sistemas morales, no obstante su discontinuidad expresada en las diferenciaciones e intereses grupales.

Algunos autores, al referirse a la cuestión de lo humano-universal en la moral, hablan de que su contenido se integra por simples reglas y normas de conducta que se encuentran presentes en los diferentes códigos morales. En este sentido, normas morales tales como “no matar”, “respetar al prójimo”, “dar de comer y beber al necesitado” formarían parte de ese contenido humano universal. A nuestro modo de ver, la cuestión no es tan sencilla, ya que no podemos afirmar que las mencionadas normas sean de obligada observancia en todo tiempo y lugar. Con la variación de las circunstancias sociales, cambia su contenido.

Vemos lo humano-universal en la moral más bien vinculado a aquellas concepciones y relaciones que en la sucesión de las distintas sociedades han tenido como divisa esencial el bienestar del hombre, su elevación en una dimensión verdaderamente humana. Hay que tener en cuenta que lo humano-universal no se presenta en forma pura, sino a través de los intereses grupales de la moralidad. Por eso, la moral de los grupos sociales progresistas ha sido portadora de ese contenido humano-universal. Se ha constatado que cuando un grupo social retrocede históricamente desde las posiciones progresistas a las reaccionarias, la carga humano-universal de su mundo moral se reduce ostensiblemente hasta casi desaparecer.

En los últimos años se ha prestado gran atención al estudio de la estructura de la moral. Este problema revista un interés relevante desde el punto de vista teórico y también por su trascendencia en el orden práctico. No hace mucho tiempo, los especialistas consideraban que a la

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moral sólo era procedente estudiarla como fenómeno de conciencia. En la actualidad prima el criterio acerca de que la moral presenta una estructura compleja integrada por la actividad moral, la relación moral y la conciencia moral.

La actividad moral es la particularidad cualitativa que distingue a los actos humanos por la implicación que tienen para un individuo o una colectividad. En el universo de las acciones humanas, los diversos actos pueden tener una connotación moral, inmoral o extramoral, dependiendo esa especificación del papel que se le conceda al ser humano y a sus intereses vitales por parte del sujeto de la actividad.Para comprender la esencia de la actividad moral hay que tener en cuenta los rasgos fundamentales que la distinguen: la motivación, el resultado y la valoración correspondiente de ambos aspectos. La motivación, como su nombre lo indica, es el motor que impulsa la conducta; mientras que el resultado es la acción moral concretada. La valoración es el proceso evaluativo de la motivación y del resultado que se realiza por la colectividad o por el propio sujeto en forma de autovaloración.

En cuanto a la valoración de la moralidad o inmoralidad de una conducta existen discusiones con relación a si se debe tener en cuenta solamente el resultado o atenernos a la motivación como factor decisivo. Consideramos que es necesario sopesar la importancia de ambos aspectos de la actividad moral y no absolutizar la relevancia de uno de ellos, pues en muchas ocasiones el resultado no coincide con la motivación. En situaciones donde se expresa esa discordancia, se precisa establecer la valoración de la conducta a partir del análisis concreto de todos los componentes de la acción moral.

El segundo componente estructural de la moral como fenómeno social es la relación moral. Para comprender el alcance de este concepto resulta imprescindible referirlo al de relación social. Siendo el ser humano el conjunto de sus relaciones sociales, la relación moral es aquella calidad de ellas que se expresa en el hecho de implicar una afectación favorable o desfavorable con respecto a un individuo o un grupo. O sea, la relación social por sí misma no necesariamente presenta un contenido moral, lo adquiere en la medida en que el vínculo establecido por el sujeto tiene implicaciones para sus semejantes.

Las relaciones morales son tan diversas como distintos son los marcos referenciales en que el ser humano desenvuelve su existencia. Intentar su clasificación sería una tarea inacabable. Pero, teniendo en cuenta que estas relaciones existen como contenido de aquellos vínculos y

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dependencias que contraen las personas en el proceso de su actividad vital, podríamos referirnos a los siguientes tipos fundamentales de relaciones morales: relaciones del individuo con otras personas, con la colectividad, con la comunidad nacional, con la comunidad planetaria (humanidad).

Hacemos hincapié en la comprensión de las relaciones morales como vínculos interpersonales, pues incluso cuando hablamos de la naturaleza como objeto de moralidad, necesariamente tenemos que recurrir a las implicaciones que tiene para el ser humano el cuidado o destrucción del entorno ambiental.

El tercer elemento de la estructura de la moral lo constituye la conciencia moral. Aunque tradicionalmente se le ha caracterizado como el lado ideal de la moralidad, debemos tener presente que la conciencia moral es subjetiva por su forma, pero objetiva por su contenido. Con este criterio nos pronunciamos en contra del punto de vista que tiende a caracterizar la actividad moral como objetiva y la conciencia moral como subjetiva. La actividad moral, la relación moral y la conciencia moral solamente pueden ser aprehendidas en toda su riqueza si se comprenden como resultado de la interrelación dialéctica de lo objetivo y lo subjetivo.

La conciencia moral no existe como una esfera particular del intelecto humano, sino más bien como un contenido especial que lo peculiariza. Por esta razón, la conciencia moral es la especificidad que caracteriza a los fenómenos de la conciencia consistente en reflejar los intereses individuales o colectivos. Está integrada por el conjunto de representaciones mentales que expresan las particularidades de las relaciones sociales y la práctica cotidiana de los seres humanos. La conciencia moral constituye una forma especial de asimilación espiritual de la realidad. Si esa asimilación en el marco de la conciencia científica es en los términos antitéticos de lo verdadero y lo falso, en el ámbito de la conciencia artística atinente a la conciencia moral se expresa en el contrapunteo entre lo bueno y lo malo.

Al hablar de la estructura de la moral, hemos relacionado como sus componentes fundamentales a la actividad moral, la relación moral y la conciencia moral. Algunos estudiosos se han enfrascado en discusiones un tanto bizantinas, tratando de delimitar cual de esos tres elementos tiene carácter primario con relación a los demás. Al respecto, resulta importante puntualizar que cuando afrontamos el estudio de la moralidad debemos tener presente su integración a partir de los tres componentes

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señalados; ninguno de ellos puede existir al margen de los demás ni precederlo ni determinarlo. La moral es conjuntamente actividad, relación y conciencia. Esta unidad de sus elementos estructurales genera un modo específico de asimilación práctico-espiritual de la realidad que se concreta en la actividad social de las personas y se expresa a través de las funciones que cumple la moral.

En torno a las funciones fundamentales de la moral, de manera esencial, puede hablarse de las siguientes: reguladora, valorativa-orientadora, cognoscitiva, educadora e ideológica, consideramos que en estos cinco grandes rubros pueden agruparse la diversidad de roles que la moralidad puede cumplir y cumple en la vida social.

La función reguladora está referida a la influencia que la moral, como forma de la conciencia social, ejerce sobre las personas. El individuo cuando nace no es sujeto moral y es a partir de sus vivencias sociales que va adecuando la conducta a partir de los patrones de exigencia que prevalecen en su medio. Desde esta perspectiva reguladora, la normatividad moral a diferencia de la jurídica, no presupone sanciones pecuniarias o de privación de libertad, sino la aprobación o el rechazo por parte de la opinión pública.

La función valorativa-orientadora que cumple la moral, muy relacionada con su papel regulador, tiene su concreción cuando el individuo estructura una tabla de valoraciones que le sirve de orientación en la complejidad del mundo social. Así como la función reguladora expresa las exigencias sociales hacia la individualidad, la función valorativo-orientadora manifiesta los criterios de las personas con respecto al comportamiento que deben observar en su quehacer en la colectividad. En este caso, la conciencia individual actúa como tribunal moral que absuelve o condena.

La moral cumplimenta también una función cognoscitiva. La necesidad social, objetivamente existente, lleva en sí a la necesidad moral. Cuando la moral, como forma de apropiación práctico-espiritual de la realidad, permite aprehender esa necesidad, el sujeto puede comportarse como agente propulsor del progreso de la moralidad. Los problemas gnoseológicos en este campo, están íntimamente entrelazados con la libertad moral que se conforma por medio de la conjugación del conocimiento de la necesidad moral y la actividad práctica del sujeto, encaminada a transformar el medio a fin de propiciar el desarrollo social y moral.

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A través del tiempo, la moral ha jugado un papel fundamental como medio activo de formación de la personalidad. Su función educadora es innegable. La moral va a incidir sobre la individualidad prescribiéndole por qué y para qué se vive. Es decir, la moral da un sentido a la vida de las personas. La educación moral se realiza a través de diferentes vías y medios, institucionales y espontáneos, en un proceso continuado en que cada integrante de la sociedad resulta simultáneamente sujeto y objeto.

En las sociedades con intereses antagónicos, la moral es un medio de influencia ideológica. La función ideológica de la moral se expresa en su contribución a la defensa de determinados intereses grupales. La lucha ideológica en el ámbito moral es aguda y sutil. Como regla, los grupos dominantes han pretendido argumentar la universalidad de su moralidad. Apelando a este recurso, se ha manifestado que el ataque a la moral dominante representa la impugnación a todo tipo de moralidad. En el mundo globalizado contemporáneo, con la polarización de intereses entre ricos y pobres, la función ideológica de la moral se ha tornado diáfana y expresa. La moral de los desposeídos expresa con claridad que defiende los intereses de los pobres de la Tierra y que por ende, resulta moralmente aceptable todo lo que contribuya a la edificación de un mundo justo y propenda a la elevación humana.

A menudo se utiliza la palabra “ética” como sinónimo de lo que llamamos “la moral”, es decir, ese conjunto de principios, normas, preceptos y valores que rigen la vida de los pueblos y de los individuos. La palabra “ética” procede del griego ethos que significaba originariamente “morada” “lugar en donde vivimos”, pero posteriormente pasó a significar “el carácter”, el “modo de ser”, que una persona o grupo va adquiriendo a lo largo de su vida. Por su parte, el término “moral procede del latín mos, moris, que originariamente significaba “costumbre”, pero que luego pasó a significar también “carácter” o “modo de ser”. De este modo “ética” y “moral” confluyen etimológicamente en un significado casi idéntico: todo aquello que se refiere al carácter o modo de ser adquirido como resultado de poner en práctica unas costumbres o hábitos considerados buenos.

Dadas esas coincidencias etimológicas, no es extraño que los términos “moral” y “ética” aparezcan como intercambiables, en muchos contextos cotidianos se habla por ejemplo, de una “actitud ética” para referirse a una actitud “moralmente correcta” según determinado código moral o se dice de un comportamiento que “ha sido poco ético”, para significar que no se ha ajustado a los patrones habituales de la moral vigente. Este uso de los términos “ética” y “moral” como sinónimos está

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tan extendido en español que no vale la pena intentar impugnarlo. Pero conviene que seamos conscientes de que tal uso denota, en la mayoría de los casos, lo que llamamos “la moral”, es decir, la referencia a algún código moral concreto.

No obstante lo anterior, podemos proponernos reservar –en el contexto académico en que nos movemos aquí- el término “Ética” para referirnos a la Filosofía de la moral y mantener el término “moral” para denotar los distintos códigos morales concretos. Esta distinción es útil, puesto que se trata de dos niveles de reflexión diferentes, dos niveles de pensamiento y lenguaje acerca de la acción moral, y por ello se hace necesario utilizar dos términos distintos si n queremos caer en confusiones. Así, llamamos “moral” a ese conjunto de principios, normas y valores que cada generación a la siguiente en la confianza de que se trata de un buen legado de orientaciones sobre el modo de comportarse para llevar una vida buena y justa. Y llamamos “Ética” a esa disciplina filosófica que constituye una reflexión teórica sobre los problemas morales.- La pregunta básica de la moral sería entonces “qué debemos hacer?”, mientras que la cuestión central de la Ética sería más bien “por qué debemos?”, es decir, “qué argumentos avalan y sostienen el código moral que estamos aceptando como guía de conducta?”.

Corresponde a la Ética una triple función: 1) aclarar qué es la moral, cuáles son sus rasgos específicos, 2) fundamentar la moralidad, es decir, tratar de averiguar cuáles son las razones por las que tiene sentido que los seres humanos se esfuercen en vivir moralmente; y 3) aplicar a los distintos ámbitos de la vida social los resultados obtenidos en las dos primeras funciones, de manera que se adopte en esos ámbitos sociales una moral crítica, (es decir, racionalmente fundamentada), en lugar de un código moral dogmáticamente impuesto o de la ausencia de referentes morales.

A lo largo de la historia de la Filosofía se han ofrecido distintos modelos éticos que tratan de cumplir las tres funciones anteriores: son las teorías éticas. La ética aristotélica, la kantiana, la utilitarista o la discursiva son buenos ejemplos de este tipo de teorías. Son construcciones filosóficas generalmente dotadas de un alto grado de sistematización, que intentan dar cuenta del fenómeno de la moralidad en general y de la preferibilidad de ciertos códigos morales en la medida en que éstos se ajustan a los principios de racionalidad que rigen en el modelo filosófico de que se trate.

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En efecto, aunque la historia de la Ética recoja una diversidad de teorías, a menudo contrapuestas, ello no debe llevarnos a la ingenua conclusión de que cualquiera de ellas puede ser válida para nosotros –los seres humanos de principios del siglo XXI- ni tampoco a la desesperanzada inferencia de que ninguna de ellas puede aportar nada a la resolución de nuestros problemas. Por el contrario, lo que muestra la sucesión histórica de las teorías es la enorme fecundidad de la Ética que ha sabido acercarse a los problemas de cada época elaborando nuevos conceptos y diseñando nuevas soluciones. La cuestión que debería ocupar a los éticos de hoy es la de perfilar nuevas teorías éticas que podamos considerar a la altura de nuestro tiempo Y para ello resulta útil e insoslayable el conocimiento de las principales éticas del pasado.

Entre las tareas de la Éticas, como ya hemos dicho, no sólo figura la aclaración de lo que es la moralidad y la fundamentación de la misma, sino la aplicación de sus descubrimientos a los distintos ámbitos de la vida social: a la política, la economía, la ecología , la medicina, la ingeniería genética, etc.. Si en la tarea de fundamentación se descubren determinados principios éticos, la tarea de aplicación consistirá en averiguar cómo pueden esos principios ayudar a orientar los distintos tipos de actividad.

Sin embargo, no basta con reflexionar sobre cómo aplicar los principios éticos a cada ámbito concreto, sino que es preciso tener en cuenta que cada tipo de actividad tiene sus propias exigencias morales y proporciona sus propios valores específicos. No resulta conveniente hacer una aplicación mecánica de los principios éticos a los distintos campos de acción, sino que es menester averiguar cuáles son los bienes internos que cada una de esas actividades debe aportar a la sociedad y qué valores y hábitos es preciso incorporar para alcanzarlos. En esta tarea no pueden actuar los éticos en solitario, sino que tienen que desarrollarla cooperativamente con los expertos de cada campo. La ética aplicada es necesariamente interdisciplinaria.

Trasladando esa caracterización a las actividades sociales, podríamos decir que el fin específico de la salud pública es el bien del paciente; el de la empresa económica, la satisfacción de necesidades humanas con calidad; el de la política, el bien común de los ciudadanos; el de la docencia, la transmisión de la cultura y la formación de personas educadas y críticas; el de las biotecnologías, la investigación en pro de una humanidad más libre, sana y feliz. Quien ingresa en una de estas actividades no puede proponerse una meta cualquiera, sino que ya le viene dada y es la que presta a su acción sentido y legitimidad social.

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Nuestra tarea consiste en dilucidar qué valores concretos es preciso asumir para alcanzar esos fines. Precisamente, por eso, en las distintas actividades humanas se introduce de nuevo la noción de “excelencia”, porque no todos los que intervienen para alcanzar los bienes internos tienen la misma predisposición, el mismo grado de virtud. Un mínimo sentido de la justicia, nos exige reconocer que en cada actividad unas personas son más virtuosas que otras. Esas personas son las más capacitadas por encarnar los valores necesarios para concretar los bienes internos consustanciales a la actividad social de que se trate.

Las distintas actividades se caracterizan, pues, por los bienes que sólo a través de ellas se consiguen y por los valores que para la concreción de esos fines se exigen. Las distintas éticas aplicadas tienen por tarea, a nuestro juicio, averiguar qué valores permiten alcanzar en cada caso los bienes internos de la actividad respectiva.

El renacer del movimiento de la ética aplicada que se manifiesta al comenzar la década de los 70 del siglo XX, responde a la necesidad que tiene la comunidad planetaria de que la reflexión ética deje de ser general y abstracta y se centre en problemáticas concretas, dilucidando las razones que podrían ser dadas en apoyo de juicios particulares, en controversias específicas.

Los valores morales

Con el desarrollo social, se consolidan en el quehacer humano los valores morales. Los valores son formas de la conciencia moral que se caracterizan por expresar las exigencias morales de la manera mas generalizada. Ellos tienen una vinculación muy estrecha con las normas morales, pero mientras que las normas prescriben las acciones que concretamente el ser humano debe realizar, los valores revelan de manera global el contenido de un sistema moral determinado. Los valores morales juegan un papel decisivo desde el punto de vista orientador y cuando pasan a formar parte de la conciencia individual ejercen una influencia activa en el ámbito de las relaciones y las conductas humanas.

En el decursar del pensamiento universal, son innumerables los valores morales que han sido reconocidos por los estudiosos, desde diversas perspectivas filosóficas. Entre esos valores, los admitidos con mayor

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frecuencia son los siguientes: el humanismo, la solidaridad, el colectivismo, la justicia, la equidad, la libertad, el patriotismo, el internacionalismo, el bien, el deber, la dignidad, el honor, el ideal, el sentido de la vida y la felicidad. A nuestro modo de ver, si resulta necesario desentrañar la esencia de cada uno de ellos, más trascendente aún es analizar esos valores morales bajo un enfoque sistémico. Hasta hoy, el tratamiento en sistema de los valores, ha sido casi inexistente, no obstante la importancia teórica y práctica de tal enfoque. Nos proponemos realizar la exposición de esos valores bajo la óptica sistémica, ya que en el plano social se presentan con tal especificidad.

El humanismo es el valor moral que postula la consideración del ser humano como supremo fin y por lo tanto, merecedor de un desarrollo multilateral. El humanismo constituye el punto de partida del sistema que conforman los valores morales. La moralidad de signo positivo exige que el sujeto moral tenga como motivación fundamental la preocupación por el ser humano en el sentido de posibilitar su desarrollo y lograr la satisfacción de sus necesidades fundamentales.

El humanismo, como valor moral, comporta la convicción ilimitada en las posibilidades del ser humano y en su capacidad de perfeccionamiento; presupone la defensa de la dignidad personal; proclama la concepción de que el individuo tiene derecho a la felicidad y exige validar el criterio acerca de que la satisfacción de las necesidades e intereses del ser humano debe constituir el objetivo esencial de la sociedad, en la búsqueda de un mundo más solidario.

La solidaridad es el valor moral que expresa la necesidad de vincular la existencia individual al objetivo de potenciar la diversidad de relaciones que une a los miembros de la sociedad. La solidaridad demanda la adopción de la causa del humanismo como fundamento primordial de la vida personal; admite el reconocimiento de nuestros semejantes como pariguales, a fin de lograr el necesario entendimiento y comprensión entre todos los miembros de la sociedad; implica la comprensión del humanismo como actitud del sujeto moral encaminada a potenciar a los más débiles; sustenta la igualación de oportunidades como condición del libre desarrollo de cada uno de los seres humanos. El valor moral de la solidaridad constituye un obligado corolario de la lucha por el ser humano, por hacer realidad el valor del humanismo.

El humanismo que sólo puede plasmarse como realidad a través del ejercicio de la solidaridad, se expresa en las relaciones interpersonales en forma de colectivismo. El colectivismo, negación del individualismo

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fomentado por la desigualdad social, promueve la dedicación de la vida personal a ideales y objetivos que comportan la satisfacción de intereses humanos.

En su condición de valor moral, el colectivismo fomenta el desarrollo de capacidades para la ejecución de acciones conjuntas y se caracteriza por la entrega de la existencia individual a fines que tienen una significación colectiva. Si bien es verdad que el colectivismo supone la primacía de los intereses sociales por encima de los intereses personales, esto no significa que el sujeto moral no pueda concretar sus aspiraciones individuales, pues hay que tener presente que todo interés personal racionalmente entendido, tendrá siempre un carácter social.

El colectivismo cumple el rol de aglutinador de todos los demás componentes del sistema de valores morales. La lucha por la solidaridad humana, expresión de partida de la fidelidad al humanismo, no puede concretarse sin un esfuerzo colectivo de singular envergadura. Las generaciones de hombres de buena voluntad que con sus esfuerzos han hecho factible el mejoramiento humano en diversas partes del mundo, brindaron a sus semejantes muestras concluyentes de colectivismo al sacrificarse en aras de los intereses sociales. El desarrollo humano que constituye una necesidad a escala planetaria, sería inconcebible sin derroches cotidianos de actitudes colectivistas, propiciadoras de un entorno social verdaderamente justo.

La justicia, como valor, se refiere a lo que es exigible en el fenómeno moral; exigible a cualquier ser humano que quiera pensar moralmente. Será moralmente justo lo que satisface intereses universalizables en determinada situación histórico-concreta. Cuando conceptuamos algo por justo, podemos exigir que cualquier ser humano lo conciba en esa misma condición, porque estamos ante una alternativa que tiene un referente objetivo.

Desde la perspectiva moral, los criterios de justicia son universalmente intersubjetivos. La controvertida universalidad del fenómeno moral pertenece a la dimensión de justicia, porque no se trata de una invitación a observarla, sino de una exigencia en cuanto a su cumplimiento. La estructuración de una moral universal que establezca un valladar a los subjetivismos, sólo será posible desde aquellas exigencias de justicia que son inapelables, entre las que sobresale el deber de validar el humanismo en la diversidad de sus expresiones grupales y culturales en términos de equidad.

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El valor moral de la equidad consiste en dar a cada uno lo que le corresponde por sus méritos o condiciones. La equidad supone no favorecer en el trato a uno, perjudicando a otro. La inequidad es inherente a las sociedades en que impera una polarización entre la riqueza y la pobreza. En esas sociedades, los patrones distributivos y las oportunidades están en función de la estructura de dominación y de la propiedad sobre los medios de producción. Se trata de un mundo de desiguales, en el que la desigualdad lleva a la dominación de unos por otros.

Desde el punto de vista moral, la equidad está muy vinculada al concepto de integración social. El objetivo supremo de la integración social es la creación de una sociedad para todos, basada en el respeto a todos los derechos humanos y libertades fundamentales, la diversidad cultural y religiosa, la justicia social y las necesidades especiales de las personas que se encuentran en desventaja, la participación democrática y el respeto a la ley. La equidad, entendida como búsqueda de la integración social, se expresa como actitud moral dirigida a potenciar a los más débiles, ya que es preciso lograr una igualación, si queremos que todos puedan tener acceso a un desarrollo humano que les permita ejercer su libertad.

La libertad es un valor consustancial a la especificidad de la moral. Se encuentra implicada en la esencia misma de la moralidad como fenómeno social. Si el ser humano carece de libertad para elegir entre alternativas u opciones diferentes no puede elevarse a la categoría de sujeto moral. La persona accederá a esa condición cuando su poder decisorio, con respecto a la conducta a seguir, no sea fruto de la coerción externa sino resultado de la libre elección.

En el ámbito moral, la libertad no puede entenderse como libre albedrío que permitiría a la voluntad humana proyectarse en términos de un subjetivismo extremo. Hay que comprenderla como una complementación de sus referentes individual y social. Desde el ángulo individual, la libertad se configura como el derecho a gozar de un ámbito privado, sin interferencias ajenas, en el que cada quien puede ser feliz a su manera (libertad negativa). Desde la perspectiva social, la libertad comporta el derecho a participar como sujeto en las decisiones que le afectan y conciernen como miembro de la colectividad (libertad positiva). Así entendida, la libertad vendría a ser una conjugación de dos expresiones inseparables de un valor moral que fomenta el humanismo, al dar cauce a las aspiraciones individuales por derroteros de carácter social.

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Cuando ese humanismo que propulsa las ansias libertarias, se proyecta como lucha y sacrificio por los intereses comunitarios, estamos en presencia del patriotismo. El patriotismo es el valor moral que impele al individuo a identificarse con su pueblo. Presupone la preocupación por la historia del país y las tradiciones patrias, el amor al pueblo, la lucha intransigente contra los enemigos de la patria y el sano orgullo por los avances sociales en los ámbitos local y nacional. El verdadero patriotismo se contrapone al patrioterismo que utilizando los sentimientos del pueblo apuntala los intereses de los privilegiados y fomenta el exclusivismo nacional.

Los tiempos que corren exigen rebasar el humanismo comunitario llegando a adoptar una perspectiva de humanismo universalista, desde una conciencia moral que es capaz de ponerse en lugar de cualquier persona en cuanto tal, en cualquier parte del mundo. El internacionalismo es el valor moral que postula la vinculación del individuo con los intereses colectivos en términos de humanidad, como la expresión más elevada del humanismo real. Este valor que constituye el escalón más alto del humanismo se caracteriza por propulsar la igualdad y libertad de todos los pueblos, la intransigencia con el racismo y la xenofobia, la solidaridad mundial en la lucha por objetivos comunes en bien de la humanidad, el interés y respeto por las culturas nacionales.

El valor moral del patriotismo no se contrapone al internacionalismo. Entre ambos existe una estrecha interrelación. Esta inquebrantable ligazón entre el patriotismo y el internacionalismo ha sido puesta en tela de juicio por quienes piensan que no es posible ser internacionalista y patriota al mismo tiempo.

El patriotismo y el internacionalismo tienen un mismo fundamento moral. Ambos valores constituyen la expresión, a distintos niveles, de la defensa de los intereses humanos. En este sentido, el patriotismo que se fundamenta en el amor al pueblo, en los marcos comunitarios, se proyecta a nivel de la humanidad en forma de internacionalismo. Por eso, los internacionalistas más auténticos son los patriotas más consecuentes y los verdaderos patriotas son genuinos internacionalistas.

La realización del humanismo mediante la concreción de la solidaridad, el colectivismo, la justicia, la equidad, la libertad, el patriotismo y el internacionalismo, nos expresa el contenido del bien como valor moral. Tradicionalmente el bien y su contrapartida, el mal, han sido comprendidos como sinónimos de lo moral y lo inmoral. Ahora bien, la

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comprensión de lo bueno y lo malo ha variado de época a época y de pueblo a pueblo, determinando que los hombres caractericen a un mismo acontecer como moral o inmoral según las circunstancias históricas. ¿Significa esta peculiaridad que no tenemos posibilidades de encontrar un criterio objetivo para deslindar lo bueno de lo malo?.

La interrelación entre lo grupal y lo humano-universal en la moral permite resolver el referido problema. Lo humano-universal tiene un sentido concreto en la medida que se expresa a través de lo grupal. Mientras existan grupos sociales con intereses contrapuestos, lo humano-universal sólo tendrá esa forma de manifestación. Cuando el grupo social desenvuelve un rol históricamente progresista, su moral acusa un contenido humano-universal incomparablemente superior al portado en la etapa en que ese mismo grupo transcurre por una fase decadente. De aquí que la verdad acerca de lo bueno y lo malo no la puede dar la conciencia moral del grupo con su carga de subjetividad, sino los componentes humano-universales que objetivamente comporta su moralidad.

Con los presupuestos conceptuales, anteriormente expresados, estamos en condiciones de caracterizar al bien como valor moral. El bien moral es aquella calidad de las relaciones sociales cuya esencia consiste en que el ser humano trata a sus semejantes como fin y no como medio, concibiendo la entrega a sus pariguales con el objetivo supremo de su conducta. Es la carga del humanismo contenida en el quehacer cotidiano de los sujetos lo que identifica objetivamente su proceder como expresión concreta del bien moral.

Estrechamente vinculado al bien y el mal se encuentra el deber, valor moral de innegable trascendencia. El deber se configura por la relación existente entre la práctica moral individual y la orientación normativa-valorativa que impele a su cumplimiento. Como puede apreciarse el código moral prevaleciente deviene fundamento o base del deber. Es necesario tener presente que cuando el individuo nace no es aún sujeto moral. Sólo a partir de su inserción en el conjunto de las relaciones sociales, la individualidad se desarrolla y se conforma la conciencia moral personal. El punto de referencia para la formación del mundo moral individual es la conciencia moral social. La moral como forma de la conciencia social con sus normas, principios e ideales sirve de fundamento objetivo para la estructuración del deber como valor de la moralidad personal.

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El deber puede concatenarse con el bien o con el mal. Cuando el deber individual responde al interés humano, la conducta personal está motivada por el bien moral. Por el contrario, en aquellos casos en que el cumplimiento de lo debido comporta actitudes que denigran al ser humano o impiden su realización multilateral, el deber tiene sus raíces afincadas en el mal moral. Esto quiere decir que la postura del sujeto moral, consciente o inconsciente, de aceptación o rechazo del interés humano determina la vinculación del deber al bien o al mal.

Cuando en las relaciones morales prima lo humano- universal, el deber aparece vinculado al bien y la conciencia individual prescribe al sujeto el respeto a la dignidad del ser humano. La dignidad, como valor, consiste en la apreciación que establece el individuo en relación consigo mismo y con sus semejantes por su condición de seres humanos. Al desentrañar el contenido de este valor, es necesario tener presente su desdoblamiento en la dignidad propia y la dignidad ajena. La dignidad propia presupone la conciencia por parte de la persona de que es parte integrante de la especie humana y como tal merece las consideraciones correspondientes. El reconocimiento de la dignidad ajena sigue esta misma línea de pensamiento, pero en este caso específico, el sujeto moral se vuelve hacia sus semejantes, considerando que toda persona por su condición humana, debe ser objeto del respeto de los demás.

En estrecha relación con la dignidad como valor moral tenemos el valor del honor. El honor es la valoración que alcanza el individuo ante los demás semejantes por su ejecutoria en la vida. Debido a su cercanía conceptual, en ocasiones, se confunden los valores de la dignidad y el honor. Muchas veces, en el lenguaje conversacional, se utilizan como sinónimos y así se habla de la dignidad o del honor mancillados, en términos de equivalencia. No obstante, entre ambos valores existe una diferencia sustancial: la dignidad se otorga, mientras que el honor se gana. Decimos que la dignidad se otorga por cuanto la moral humanista extiende la consideración que ella implica a todas las personas por igual; expresamos que el honor se gana, pues sólo serán acreedores a los reconocimientos que comporta, aquellos individuos que se lo merezcan por su proceder en la vida social, en consonancia con la normatividad moral comunitaria.

Sobre la base de sus concepciones acerca del humanismo, la justicia, el bien, el deber y demás valores que tienen relación con la consideración que le merecen los demás semejantes, el ser humano conforma su ideal moral. El ideal moral es el programa valorativo que el individuo lucha por plasmar en la vida y cuyo objetivo fundamental consiste en conjugar

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los intereses sociales y los personales. Cada persona conforma su ideal en correspondencia con la riqueza de su cultura moral. El ideal moral será más avanzado en la medida que el interés humano prime sobre los intereses individuales, aunque esto no presupone la subestimación de las aspiraciones personales racionalmente comprendidas.

En las sociedades en que existen intereses grupales de carácter antagónico, como tendencia, los ideales morales se fundamentan en el egoísmo. Lo anterior no quiere decir que en el seno de esos conglomerados humanos no surjan ideales de avanzada, basados en la búsqueda del bien moral En la contemporaneidad, esos ideales únicamente pueden alcanzarse en la lucha por lograr una sociedad más justa y la formación de un ser humano verdaderamente solidario. La validación del humanismo constituye el único camino para plasmar el ideal móvil que posibilite sentar las condiciones que hagan factible el desarrollo multilateral de las personas.

En correspondencia con el ideal moral de las personas, la vida humana adquiere sentido. El sentido de la vida es el valor moral que refleja la caracterización esencial que adquiere la existencia individual en el complejo batallar cotidiano por hacer realidad los presupuestos programáticos del ideal moral. Establecemos esta correlación entre los contenidos de ambos valores, porque consideramos que sin un ideal moral humanista resulta imposible que el proceso vital de las personas adquiera un verdadero sentido.

Cuando nos referimos a un verdadero sentido de la vida es en contraposición a un falso sentido de la vida que tiene por fundamento la absolutización del interés personal, postura egocentrista a la que acompañan de manera inevitable el individualismo y el egoísmo. El verdadero sentido de la vida comporta la lucha continuada por la eliminación de las condiciones que fomentan las desigualdades e impiden el establecimiento de un orden social en que la persona sea un auténtico hermano para sus semejantes. De aquí que la batalla por concretar los ideales humanistas sea el fundamento que da sentido a la vida de la persona en la contemporaneidad.

La posibilidad de darle sentido a la vida sienta las bases de la felicidad. Tal vez no exista un valor moral que tenga un contenido más controvertido que el de felicidad. En torno a la felicidad existen las interpretaciones más diversas. Algunos criterios la identifican con la satisfacción de determinadas necesidades materiales, otros puntos de vista la circunscriben a la concreción de aspiraciones de carácter

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espiritual. Así mismo, en el contexto de determinadas interpretaciones se establece una equivalencia entre alegría y felicidad. A partir de este panorama interpretativo tan complejo, pudiera colegirse que cada cual es feliz a su manera, en consonancia con los puntos de vista individuales en torno a la felicidad.

La felicidad como valor implica una opción de carácter subjetivo. Sería irracional exigir que todo el mundo tuviese la misma concepción de lo “felicitante”. Debemos respetar los modelos de felicidad de los distintos individuos o grupos y culturas. Ahora bien, podemos proponer un criterio de felicidad que puede ser compartido de manera intersubjetiva. Nuestro punto de vista acerca de la felicidad parte de concebirla en estrecha interrelación con el humanismo, la solidaridad, la justicia y la libertad. Vemos la felicidad como un ámbito específico de la subjetividad humana, en ligazón estrechas con los componentes esenciales de la vida social. Argumentamos la existencia de una felicidad que consiste en la satisfacción experimentada por el individuo como resultado de la entrega cotidiana a los intereses sociales, lo que daría un elevado sentido a su vida. Desde esta perspectiva, se alcanza la felicidad cuando nuestras fuerzas personales están en función del desarrollo multilateral de los seres humanos.

La conciencia moral.

En los últimos tiempos, las investigaciones acerca de la conciencia moral han experimentado un significativo avance. Han recibido un notable desarrollo las teorías en torno a la conciencia moral social y la conciencia moral individual. Estos conceptos, aunque muy vinculados entre sí, no son idénticos. Si la conciencia moral social es un conjunto de principios, normas, valores e ideales que constituyen un reflejo de las condiciones materiales de vida que caracterizan a un conglomerado humano en una etapa de su desarrollo histórico, la conciencia moral individual es la forma específica e irrepetible en que las concepciones prevalecientes en una sociedad dada se expresan a nivel personal.

El desarrollo moral del individuo discurre como un proceso personal de asimilación de la sociedad, reflejada y consolidada en la conciencia moral social. Esta asimilación está dirigida hacia la consecución de determinados objetivos, cuya concreción se logra por medio de la instrucción y la educación. La esencia de este proceso consiste en insuflar en la conciencia moral del individuo aquellos valores que se generan por la ideología dominante en la sociedad. Asimismo, juegan su papel en estas circunstancias la influencia de aquellos elementos que en

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forma de tradiciones dejan su impronta en la mentalidad individual a partir de la conciencia cotidiano-empírica.

La conciencia moral del individuo, sobre la base de su biografía personal, no se limita a ser un remedo en pequeño de la conciencia moral social. Queremos expresar con esto que la conciencia moral individual no consiste simplemente en la asimilación de las adquisiciones de la conciencia moral social, sino su reelaboración desde el ángulo de la individualidad. Resulta importante esta precisión conceptual, pues de lo contrario pudiera inferirse que la diferenciación entre la conciencia moral social y la conciencia moral individual sería sólo un problema de volumen y no de contenido.

La conciencia moral individual representa, en primer lugar, el conjunto de sentimientos, conocimientos y convicciones, en los cuales se resume parte de la conciencia moral social que asimila y transforma la personalidad sobre la base de su existencia individual. En segundo lugar, la conciencia moral individual presupone siempre una determinada relación del ser humano hacia el mundo, la sociedad y hacia sí mismo.

La relación de la persona hacia el medio social en sus manifestaciones extremas, puede expresarse como aceptación o como rechazo de la realidad en que desenvuelve su vida. En el primer caso, el individuo acepta integralmente el orden existente y la normatividad dominante, los apoya con su conducta, sin pretender modificarlos. En el segundo caso, la persona no acepta el medio en que vive ni su realidad y entonces contrapone al mundo existente otras representaciones en las que impugna totalmente el sistema prevaleciente. Toda esta situación conflictiva del individuo, con respecto a un medio social que no le satisface, está caracterizada por un cuestionamiento que deviene agente de transformación. Si en el primer caso, la persona refleja en su conciencia moral el mundo circundante y tiene una actitud de acomodamiento con respecto a él, en el segundo caso el individuo se identifica con la necesidad de cambiar y rehacer el medio.

La conciencia moral individual es una estructura compleja que para su estudio puede ser examinada teniendo en cuenta sus aspectos gnoseológico y sociológico. El análisis de la conciencia del individuo a partir del estudio de los dos aspectos anteriormente referidos nos permite profundizar en el conocimiento de la formación y funcionamiento de la personalidad en su conjunto.

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El aspecto gnoseológico comporta el nivel empírico y el nivel racional. El nivel empírico caracteriza aquel ámbito de la conciencia moral individual en el cual las representaciones de la persona se han formado fundamentalmente sobre la base de sus propias experiencias espontáneo-empíricas. En el nivel racional, el proceso de formación de la conciencia moral individual tiene lugar bajo la influencia de los puntos de vista, ideas y teorías que surgen fuera de la conciencia del individuo y llegan a ella desde la conciencia moral social. En este nivel se estructuran los fundamentos de la concepción del mundo del individuo.

En el aspecto sociológico, la conciencia moral individual opera en los niveles de la conciencia cotidiana y de la teórica. En el nivel cotidiano, la conciencia moral individual refleja de manera aparencial las relaciones entre las personas. En este nivel no existe una penetración en lo esencial que caracteriza a la vida y al desarrollo social, aquí no se examinan vínculos íntimos que rigen los procesos sociales.

En conjunto, la conciencia moral individual, en su nivel cotidiano, se fundamenta en hechos únicos que sólo de manera aproximada expresan la verdadera realidad de las relaciones interpersonales, de los vínculos entre el individuo y la sociedad. Esta forma de operar que caracteriza a la conciencia moral individual, en su cotidianidad, propicia frecuentemente el surgimiento de rumores y juicios que, pretendiendo reflejar la esencia de las motivaciones y actitudes de las personas, tergiversan el carácter de las conductas individuales. La posibilidad de una distorsión valorativa tiene su fundamento en que la conciencia cotidiana se apoya esencialmente en lo casual, en lo que yace en la superficie de los hechos, propiciando así la apreciación inexacta del contenido de las actitudes personales.

En el nivel cotidiano, la conciencia moral del individuo no rebasa el marco de los fenómenos que caracterizan a su medio más inmediato. Evidentemente que para un conocimiento profundo de la realidad social, resultan insuficientes las posibilidades que brindan los conocimientos empíricos y los sentimientos. Para la consecución de este fin, se hacen necesarios conocimientos en los cuales se generalice la experiencia de los grupos sociales, de la sociedad en su conjunto. Estos conocimientos sólo pueden ser adquiridos mediante la instrucción y la educación que se afincan en la batalla diaria por alcanzar los grandes objetivos sociales.

Resulta conveniente precisar que a la conciencia cotidiana no sólo le son inherentes los conocimientos empíricos y los sentimientos, sino que también ella opera igualmente con formas racionales. Es decir, se

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fundamenta en determinadas ideas y principios, pero estas ideas existen en la conciencia cotidiana no en forma teórica, sino a nivel de juicios, creencias, costumbres que se generan en los límites de la experiencia diaria. En su quehacer diario, el individuo puede realizar el bien y luchar por la justicia, no solamente movido por los sentimientos, sino también por las costumbres, las tradiciones y además, con una elección reflexiva, consciente.

La cotidianidad de la conciencia moral no consiste en si es racional o empírica, sino en su incapacidad para decidir los problemas fundamentales con conocimiento de causa. Problemas de ese tenor, tales como el de la legitimidad del orden social existente, desde el punto de vista del humanismo y la justicia, del ideal social, el del sentido de la vida y otros semejantes, requieren para ser abordados y resueltos eficazmente de la existencia de una conciencia teórica en el individuo.

Para la formación de la conciencia teórica del individuo, resulta insuficiente la experiencia propia. La actividad individual, con sus contradicciones y conflictos, genera un cúmulo de experiencias que impulsan al ser humano a la reflexión acerca del bien, el deber, la justicia y otros problemas morales de semejante importancia. Sin embargo, resulta imposible encontrar respuestas idóneas a cuestiones de tal envergadura sin salir de los límites de los conocimientos adquiridos en los ámbitos de la experiencia individual. Para hallar respuesta a esos problemas morales, el individuo debe volverse hacia la experiencia de la sociedad que aparece reflejada en la conciencia social en forma de diferentes teorías éticas y doctrinas morales.

Toda teoría ética acerca del desarrollo moral de la sociedad y del ser humano, presenta una definida tendencia ideológica consistente en abordar el estudio de los problemas desde las posiciones de los intereses grupales. Cada individuo en la sociedad antagónica o es miembro de determinado grupo o se encuentra bajo la influencia de la ideología de alguno de los conglomerados humanos existentes. Ya desde su infancia, cuando comienza el período educativo, al individuo, junto a las demás concepciones acerca del mundo circundante, se le inoculan las ideas de aquel grupo en manos del cual se encuentra el sistema de educación e instrucción.

Para comprender ese influjo ideológico a que se ve sometido el individuo, queremos llamar la atención con respecto a que en la vida real la persona no sólo se encuentra bajo la influencia de la ideología del agrupamiento social al cual pertenece, sino que también recibe el

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impacto ideológico de los grupos contrapuestos. Esta última influencia acrecerá sobre todo cuando se trate de una ideología que refleja de la manera más adecuada la necesidad histórica. En este caso, tal ideología ejerce en el individuo una influencia más fuerte que las ideas emanadas de su propio grupo. Cuando esto sucede, se opera el tránsito del individuo hacia las posiciones más progresistas desde el punto de vista ideológico.

La ideología que representa el progreso constituye una forma específica de reflejo del acontecer social. En sus comienzos, esta ideología prende en la conciencia moral de individuos aislados a los cuales no les satisfacen las representaciones prevalecientes, las valoraciones dominantes ni las prescripciones que tienen carácter normativo. Estas nuevas ideas, enunciadas en forma de hipótesis y teorías, transitan hacia la conciencia moral social y adquieren carácter de valores sociales. Resulta importante aclarar que no todas las ideas elaboradas por los teóricos penetran en la conciencia social como valores.

Desde el punto de vista social, aparecen como valores aquellas ideas en las cuales está reflejada la necesidad del desarrollo progresivo de la sociedad. Precisamente, esas ideas constituyen la fuerza que activamente influye sobre la sociedad y la cambia.

La conciencia teórica del individuo constituye un nivel más alto que su conciencia cotidiana. Cuando el nivel teórico alcanza un rango apreciable, la persona no sólo adecua su conducta a determinados parámetros conceptuales, sino que en su actividad realiza lo que exige la necesidad social en un determinado momento histórico. De esta manera, el individuo pasa a engrosar las filas de los luchadores por el progreso social de la humanidad.

La actividad de la conciencia moral individual se realiza en forma sensorial y en forma racional. Los sentimientos morales constituyen una reacción interna del individuo hacia las acciones realizadas por él mismo, así como las concretadas por otras personas. Como expresión de esta reacción, en el individuo surge determinada relación con respecto a las acciones referidas que puede expresarse en forma de sufrimientos internos: sentimientos de vergüenza, arrepentimiento, remordimientos, satisfacción o en forma de reacciones emocionales dirigidas al exterior: compasión, odio, amor, indiferencia.

La naturaleza de los sentimientos morales resulta doblemente social. Su carácter, en gran medida, depende del grupo al que pertenece el

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individuo y de aquellos fenómenos sociales que han participado en calidad de orientaciones valorativas del sujeto en el proceso de su educación. En cada individuo, la experiencia vital resulta peculiar e irrepetible, condicionada por las múltiples y variadas circunstancias en las cuales desenvuelve su existencia. Esta experiencia en unión con la naturaleza emocional del individuo engendra diferentes sentimientos, tanto positivos como negativos.

En la vida cotidiana, cuando no existe la posibilidad de meditar detenidamente acerca de las acciones a realizar, debido a la necesidad de tomar una rápida decisión, el sentimiento ayuda al ser humano a efectuar una elección correcta. En este caso, el sentimiento interviene como motivación de la conducta.

Los sentimientos se encuentran en el escalón inicial del conocimiento humano. Esta peculiaridad determina que no siempre a través de ellos puedan reflejarse adecuadamente las situaciones existenciales que comportan un determinado nivel de complejidad o de situación conflictiva. Por esta razón, en muchos casos, se habla de que los sentimientos son ciegos.

En la contemporaneidad, resulta muy importante tener presente las posibilidades reales de los sentimientos morales a fin de orientarnos certeramente en un mundo caracterizado por la multiplicidad y la complejidad de los vínculos entre las personas, entre el individuo y la comunidad. En nuestro tiempo, como resultado de las circunstancias referidas, en muchas ocasiones se impone la realización de una elección efectiva de los modos de conducta sobre la base de los sentimientos. Por eso, los sentimientos morales del individuo deben ser completados con los conocimientos morales. Conocimientos que permitan a la persona comprender acertadamente valores morales tales como el bien, el deber, la solidaridad, la justicia, la libertad; conocimientos acerca de las normas, principios e ideales sociales.

Sin embargo, los conocimientos, por sí solos, aún no garantizan la efectividad de la conducta. El individuo puede conocer en qué consiste su deber, cuales son los valores a los que debe atenerse, pero en la vida real no actuar en correspondencia con estos conocimientos. En el proceso educativo es necesario lograr que los conocimientos no sean para la persona sólo meras abstracciones. Se necesita que esos conocimientos acompañen sus sentimientos y guíen su conducta individual.

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La unión de los conocimientos y los sentimientos sirve de base a las convicciones morales que constituyen elementos importantes de la conciencia moral individual. El individuo que no posee sólidas convicciones se proyecta en la vida con una endeblez manifiesta y en los momentos decisivos no suele ocupar las posiciones que demandan las circunstancias. Fundamentando su modo de vida en convicciones que poseen un valor insignificante, este individuo jamás podrá elevarse hasta la comprensión del verdadero sentido de la existencia humana. El circunscribe su razón de existir al logro de objetivos secundarios, cuya realización nunca le permitirá constituirse en una personalidad capaz de revelar en forma plena la genuina esencia de los valores humanos.

Las convicciones morales se forman en cada individuo como resultado de su participación en la vida social. Este proceso presupone la influencia de todo el sistema de educación social a fin de forjar en el individuo un sistema de convicciones. Así mismo se precisa que estas convicciones orienten al individuo hacia la lucha por el progreso humano y por la existencia de relaciones justas y solidarias entre las personas.

La actividad social del individuo, expresión de su esencia humana, se integra por el conjunto de acciones y conductas, dirigidas a la consecución de determinados objetivos. Ella incluye en sí un complejo de valoraciones que guían a la persona en la elección de sus formas de comportamiento. La actuación conscientemente dirigida que caracteriza al ser humano determina que sólo en muy raros casos el individuo realice una u otra conducta sin plantearse de antemano por qué y para qué se conduce de tal manera. El ser humano opera con una tabla de valores que caracteriza a su conciencia y cualifica su modo de vida. El sentido de la vida del individuo estará determinado por las peculiaridades de sus orientaciones valorativas.

Con las orientaciones valorativas se enlaza estrechamente la motivación de la actividad humana. Las acciones individuales en gran medida están predeterminadas por las circunstancias concretas que la persona encuentra en el medio en que se desenvuelve. Sin embargo, lo anterior no quiere decir que el ser humano se cruce de brazos ante la realidad circundante, él aspira a realizar cambios en su entorno, en consonancia con sus intereses. El ser humano no es un observador imparcial de su mundo, es el agente activo de las transformaciones que necesita y desea. Este interés que orienta las acciones del individuo, constituye la relación subjetiva que como presupuesto de la conducta deviene motivación de la actividad humana.

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En la conciencia moral individual se refleja no sólo el mundo subjetivo, sino también la propia vida del sujeto en sus variadas facetas. Este reflejo del micromundo personal abarca la relación del individuo hacia el mundo objetivo, el carácter e integralidad de las relaciones entre lo subjetivo y lo objetivo, el nivel de interés hacia el medio circundante, el grado de influencia activa del individuo con respecto a la realidad natural y social. En este marco, como indudable muestra del nivel de desarrollo de la conciencia moral individual, aparece no sólo la unidad de la orientación valorativa y la motivación, sino también la dimensión alcanzada por estos fenómenos, es decir, el grado de importancia de unas u otras motivaciones y la real significación que presentan las orientaciones valorativas para el sujeto.

En el proceso de su actividad vital, el ser humano constantemente coloca ante sí diferentes objetivos, tareas, aspiraciones hacia cuya realización se dirige para dar sentido a su vida. A la luz de estas determinaciones, tendrá una madurez mayor aquella conciencia que es capaz de plantearse ante sí los objetivos más significativos, supeditando su alcance a los esfuerzos personales y que examina los asuntos presentes desde el punto de vista del futuro.

La existencia de una conciencia moral individual desarrollada adquiere la forma de elevadas exigencias de la persona para consigo mismo. Estas exigencias se concretan ante el individuo en forma de representaciones acerca del deber personal y la responsabilidad, el honor y la dignidad, expresándose como verdaderas órdenes de su conciencia valorativa.

3. "LA ETICA, ALGUNAS CLAVES PARA SU COMPRENSION"

Ética y moral se utilizan como sinónimos o al menos, como palabras que tienen mucha cercanía. Tal vez, esa equivalencia provenga de que ambos vocablos tienen sus raíces en términos que significan "costumbre"; ética proviene del griego "ethos" y moral constituye una derivación del latín "mores". Algunas veces, la palabra ética es utilizada para designar el conjunto de principios, normas y formas de pensamiento que guían, o reclaman autoridad para dirigir, las acciones de un determinado agrupamiento humano; en otras ocasiones, el término ética se refiere al estudio sistemático de las argumentaciones acerca de cómo nosotros debemos actuar. En el primero de estos sentidos, podemos interrogarnos

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acerca de la ética laboral de los campesinos en Cuba o hablar acerca de la manera en que la ética médica en Holanda acepta la eutanasia voluntaria. En el segundo sentido, ética es el nombre de un campo de estudio y, a menudo, de una materia que se imparte por los departamentos de Filosofía de las universidades. Usualmente, el contexto esclarece con qué connotación se está utilizando el término.

Algunos escritores utilizan el término moral para el primer sentido, descriptivo, en el que usamos la palabra ética. Ellos hablarían de la moral de los habitantes de Cuba cuando quieren describir lo que los cubanos asumen por correcto o incorrecto, y reservarían ética (o en ocasiones "filosofía de la moral") para el campo de estudio o la materia que se enseña por los departamentos de Filosofía. El autor de este artículo se inclina a establecer la distinción terminológica entre ética y moral siempre que sea posible, aunque hay circunstancias en que la precisión conceptual resulta muy difícil porque, en realidad, lo ético y lo moral se identifican y confunden.

Los orígenes de la moral

¿De dónde viene la moral? Es esta una interrogante que se han planteado pensadores de diferentes tradiciones a lo largo de miles de años. En Atenas, hace 2,500 años, el sofista Trasímaco argumentó que la moral es algo impuesto por el fuerte sobre el débil. En el diálogo entre Trasímaco y Sócrates, éste rápidamente se propone amarrar al desdichado Trasímaco con nudos argumentativos, de esta forma es como Platón, discípulo de Sócrates, describe la escena. Pero, para todos, tanto la habilidad discursiva de Sócrates como su victoria pueden ser consideradas como algo vacío, carentes de una fundamentación de peso. Sócrates aduce que el soberano, como soberano, no está preocupado por sus propios intereses, pero sí por los intereses de sus súbditos. Sin embargo, si eso es lo que hace el soberano como soberano, entonces puede ser, simplemente, que no haya soberanos como tales en la realidad. El punto de vista escéptico de Trasímaco acerca de la naturaleza de la moral se mantiene como una posibilidad.

Más de 2000 años más tarde, bajo la sombra de la Guerra Civil Inglesa, Thomas Hobbes tuvo una semejante aproximación escéptica hacia la interrogante referida al origen de la moral, pero concretó una respuesta diferente. La moral, desde el punto de vista de Hobbes, otorga al soberano un derecho para mandar y ser obedecido, pero eso es en interés de todos, no solamente en interés del soberano que tendría tal potestad. Si a nuestro entender la vida sin un soberano es "solitaria, pobre, fea, brutal e

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insuficiente", nosotros podemos colegir que la moral tal como la concebimos solamente puede existir si todos concordamos en la necesidad de una suerte de contrato social que requeriría la existencia de un soberano para hacerlo cumplir.

El debate sobre si los seres humanos son buenos por naturaleza o por la ejercitación es bastante antiguo. Aristóteles, cuya obra se concreta inmediatamente después de Platón, pensó que la virtud tiene que ser enseñada y entonces practicada, sólo así ella puede convertirse en un hábito. El filósofo chino Mencio, quien vivió en la misma época que Aristóteles, debatió esta cuestión con los sabios de su tiempo. Al igual que Aristóteles, ellos argumentaron que la naturaleza humana puede ser entrenada para hacer el bien así como un tronco de sauce puede ser tallado para hacer una copa. Sin embargo, Mencio vio a los seres humanos como dotados de una compasión natural y con un innato sentido acerca de lo correcto y lo incorrecto. Cuando ellos hacen mal es porque condiciones adversas han desempeñado un papel corruptor de su naturaleza. Aquí Mencio anticipa la visión dieciochesca del filósofo francés Rousseau quien nos presenta con el clásico retrato del "buen salvaje", un ser humano cuyas necesidades simples son satisfechas por la generosidad de la naturaleza y que no tiene motivos para pelear con los otros habitantes del bosque. En realidad, estos salvajes son, para Rousseau, humanos pero salvajes; sus innatos sentimientos de compasión hacen de ellos seres naturalmente morales. Según el criterio rousseauniano, es la civilización y, particularmente, la introducción de la propiedad, la que genera el mal en el mundo.

Rousseau, Hume y Kant forman una especie de tríada del siglo XVIII: cada uno entre los grandes pensadores de sus países y, asimismo, cada uno con una concepción distinta acerca del origen de la moral. Hume compartió con Rousseau la convicción de que el origen de la moral se encuentra en determinados sentimientos naturales, pero él prestó una menor atención a la consideración de la naturaleza humana como bien. Nosotros estamos fragmentados, él pensó, entre nuestros sentimientos de humanidad y nuestra avaricia y ambición; por eso, la función de la moral es reforzar aquellos sentimientos que encuentran la aprobación general de todos y asegurar que nuestros deseos egoístas permanezcan bajo control.Kant rechazó completamente la vinculación entre la moral y los sentimientos, sobre lo cual Rousseau y Hume estuvieron de acuerdo. Para Kant, el origen de la moral no descansa para nada en emociones o sentimientos. En cambio, la "ley moral pura" es algo completamente independiente de todo deseo o sentimiento, algo que nosotros podemos reconocer solamente porque, en nuestra condición de seres racionales,

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podemos librarnos de la necesidad causal del ordinario mundo de los sentimientos y las emociones, y seguir la "ley moral pura" que nos es dada sólo por la razón.

Cuando se habla del origen de la moral resulta importante analizar los puntos de vista al respecto de Marx, Darwin, Nietzsche y Freud, los más influyentes pensadores del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX. Para Marx y su compañero de ideales, Engels, la respuesta a la pregunta acerca de los orígenes de la moral está dada por la concepción materialista de la historia, la que constituye, probablemente, su más grande contribución al pensamiento universal. Ellos rechazaron la idea, abrazada muy claramente por Kant pero asumida también por otros muchos filósofos de la moral, acerca de que la moralidad en cierto sentido resulta independiente de las circunstancias materiales de la vida humana. En cambio, Marx y Engels ven la moralidad, a semejanza de como ven la religión y otras realizaciones del intelecto humano, como causada y determinada por las condiciones económicas y sociales bajo las cuales los seres humanos viven. Considero que es una simplificación comparar los puntos de vista de Marx con aquellos expuestos por Trasímaco, muchos siglos antes. Mas, si nosotros presentamos a Trasímaco como argumentando que los conceptos imperantes de justicia e injusticia han sido conformados para servir al dominio de los poderosos, no resulta difícil verlo como un precursor de Marx.

Por su parte, Charles Darwin dedicó un capítulo entero de "El Origen del Hombre" a la génesis del sentido moral. Para él, resultaba importante no sólo mostrar que la anatomía humana brinda amplias evidencias de nuestra descendencia con respecto a otros animales, sino también que nuestras capacidades mentales, incluyendo el sentido moral, son compatibles con estas hipótesis. De no ser así, entonces sus oponentes tendrían la posibilidad de argumentar que nosotros, después de todo, debemos suponer un acto de creación separado -presumiblemente divino- para los seres humanos. El enfoque de Darwin, si no su estilo, es extraordinariamente moderno. Él reunió muchos datos como resultado de sus observaciones en el mundo animal para mostrar que esos seres vivos tienen instintos "sociales" que los conducen a tener conductas que -si ellos fueran seres humanos- podrían, ciertamente, ser caracterizadas como morales. De este modo, él describe la gradual evolución de la moral desde las conductas instintivas, en nuestros antecesores animales, hasta las concepciones éticas más avanzadas, como las argumentadas por filósofos como Kant.

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Nietzsche no está más favorablemente inclinado que Marx hacia las prevalecientes concepciones de la moral, pero él quiere ir "más allá del bien y del mal" mediante el enfrentamiento a la razón. Para Nietzsche, la moral es la creación de "el rebaño", la gran masa de gente ordinaria, guiada más por sus temores que por sus esperanzas, temerosa de diferenciarse de la muchedumbre. La moral es el medio por el cual el rebaño restringe al superior e independiente espíritu humano, de quien sólo (piensa Nietzsche) puede venir la grandeza, y lo arrastra hacia abajo hasta su propio nivel.Freud, el padre del psicoanálisis, escribe principalmente acerca de los conflictos al interior de las mentes de los seres individuales; sin embargo, en "La Civilización y sus Insatisfacciones" toma a la sociedad humana en su conjunto y diagnostica una enfermedad consustancial a ella. Las insatisfacciones de la civilización provienen del conflicto entre la agresividad que, según él, es innata en el ser humano y el "super-ego cultural", o sea, la autoridad colectiva de la comunidad. En esta situación, según Freud, la moral surge como "una tentativa terapéutica" para resolver el conflicto. Dado que Freud postula una natural agresividad en la naturaleza humana, su análisis tal vez puede ser entendido -si obviamos su metáfora médica- como una variante moderna de la posición expuesta por Thomas Hobbes.

¿La búsqueda en torno a los orígenes de la moral nos ha proporcionado suficientes elementos? ¿Nos encontramos en un momento en que esta temática lo que necesita es el perfeccionamiento y desarrollo del acervo cognoscitivo acopiado? En cierto sentido, la respuesta es sí. El enfoque científico y moderno acerca de la génesis de la moral que se inició con "El origen del Hombre" y la concepción materialista de la historia se ha tornado mucho más elaborado en las últimas décadas. Nosotros estamos comenzando a entender el alcance del punto de vista según el cual los humanos somos morales por nuestra esencia social. Por naturaleza, no somos ni puramente buenos ni puramente malos, todo dependerá de las circunstancias sociales. Si bien Darwin y Marx no aclararon todos los "misterios" en torno a los orígenes de la moral, nos proveyeron de un esbozo general a partir del cual y de manera segura, podemos encontrar las respuestas acertadas a las interrogantes que suscita el surgimiento de la moral.

El papel de la razón en la moral

La determinación de la importancia de la razón en el ámbito de la moralidad constituye uno de los problemas claves en la reflexión ética. Si el mundo moral tiene una peculiaridad que lo distingue, debe ser a causa

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del papel que la razón juega en su controvertido entorno. Si no existe este papel para la razón en la moral o se disminuye su trascendencia, entonces no será posible resolver las disputas morales entre personas con posiciones emocionales contrapuestas o diferentes valores y costumbres. Pudiéramos pensar que como esa es la realidad que nosotros encaramos, simplemente deberíamos aceptarla. Ciertamente no es fácil concebir cómo pueden resolver sus diferencias, oponentes con posiciones encontradas, con respecto a temas polémicos como la eutanasia. Pero en muchos de nosotros anida el deseo de encontrar soluciones y existe el criterio de que, al menos en principio, hay una salida para tales desacuerdos. Esta posibilidad sería factible si los que están a favor y los que se oponen a la eutanasia entendiesen la naturaleza y las bases racionales de la moral; sólo así podrían concordar acerca de todos los hechos relevantes de la vida y llegar a alcanzar las mismas conclusiones acerca de la justificabilidad de la eutanasia. Por supuesto, resulta difícil poner a prueba este deseo ya que el acuerdo acerca de todos los hechos relevantes es prácticamente imposible de obtener, especialmente cuando, como en el caso del ejemplo, se parte de criterios que se consideran verdades inconmovibles como la consideración de que el límite de la vida humana es competencia de entidades sobrenaturales.

Con relación a este medular tema acerca del rol de la racionalidad en el mundo moral, Hume tiene el mérito de iniciar el debate moderno al plantear que la razón sólo desempeña un papel muy limitado, poco influyente, a la hora de decidir qué hacer, en términos de conducta humana. Según él, no es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo entero antes que un rasguño al dedo meñique de uno, o a la inversa, elegir la ruina personal para lograr algún pequeño beneficio en favor de un semejante totalmente desconocido. A partir de que la racionalidad juega un papel limitado en nuestras decisiones prácticas, Hume argumenta que no es posible para la razón determinar qué es bueno o malo. Así, Hume concluye que la distinción entre el bien y el mal debe derivar de nuestros sentimientos y no de nuestra capacidad de razonar. A esto, él añade un comentario acerca de la dificultad de derivar un juicio de deber de una serie de afirmaciones sobre lo que es. Esta concisa exposición de la falacia de deducir valores de hechos, deviene uno de los pasajes más frecuentemente citado por la moderna Metaética.

Kant es, indudablemente, el más grande oponente del punto de vista de Hume en lo referente al papel de la razón en la moral. En "Los fundamentos de la Metafísica de la Moral", él explica el alcance que otorga a su propuesta de exclusión de todos los sentimientos como motivaciones morales. Ayudar a otros porque uno tiene sentimientos

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bondadosos hacia esas personas, afirma Kant, no configura un valor moral. Un acto tiene valor moral, únicamente, si está motivado por el sentido del deber que a su vez explica la ley moral pura en sí misma. Él argumenta que cuando nos abstraemos de todo sentimiento, nosotros nos quedamos sólo con la forma pura de la ley moral racional que es patrimonio de todos los seres racionales y que debe ser universalizada. De este modo, Kant llega a su famoso imperativo categórico: "Actúa de forma tal que la máxima de tu conducta pueda convertirse en una ley universal".

Sin embargo, el argumento de Kant acerca del imperativo categórico deja sin responder una importante cuestión. Para Kant, aunque los seres humanos toman parte en el mundo de la razón, a través de sus capacidades intelectuales, ellos deben actuar en el mundo físico, regido por la causa y el efecto. Incluso, reconociendo que la razón nos guía hacia el imperativo categórico como el patrón por el cual toda acción moral debe ser juzgada, quedaría un misterio acerca de cómo este juicio de la razón puede siempre dirigir a los seres humanos en su actuación. ¿Es la razón sólo un motivo, o puede ella -como argumentó Hume- únicamente originar la acción si nos muestra cómo alcanzar lo que nosotros queremos? En "La crítica de la Razón Práctica", Kant trata de superar este problema sugiriendo que nuestro reconocimiento de la ley moral necesariamente implica a un sentimiento especial de respeto que sirve como un incentivo para que nosotros sigamos la referida ley. Por lo tanto, un sentimiento sirve como base de nuestras acciones, uno que todos los seres racionales deben tener. El intento de Kant para mostrar que sólo la razón es capaz de guiarnos a fin de concretar lo que es correcto o debido ha tenido un enorme impacto en los pensadores posteriores. Pero, ya en las primeras décadas del siglo XIX, se multiplicaron las dudas acerca de los éxitos de Kant en el campo de la ética. En ese sentido, Hegel, el más grande de los filósofos alemanes postkantianos, entiende que la moralidad del deber de Kant resulta abstracta ya que ella no tiene un contenido real. Aunque, en Hegel, está presente la referencia a una Idea Absoluta, su comprensión de la moral tiene indudablemente ribetes sociales. "El deber por el deber" es una fórmula vacía que no puede aportarnos nada si no se llena con principios morales sustantivos que, según Hegel, provienen de nuestra inclusión en la vida moral real de nuestra comunidad. Hegel intentó reconciliar la moralidad de Kant, basada en la razón universal abstracta, con los más sustantivos patrones morales dados por nuestra comunidad. La dificultad radica en mostrar como esta reconciliación es posible sin abandonar la razón en favor de la obediencia ciega a la costumbre.

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En la filosofía posthegeliana se muestra una variedad de posiciones acerca del papel de la razón en la moral. Henry Sidgwick, el último de los grandes utilitaristas ingleses del siglo XIX, busca axiomas que sirvan de base a su filosofía de la moral. Él llamó a estos axiomas "intuiciones", pero no esa clase de intuición para la cual nosotros necesitamos algún sentido especial. Más bien, ellos son principios que pueden ser captados cuando los examinamos cuidadosamente, por ser verdades evidentes en sí mismas. Edward Westermarck da a conocer su enciclopédico estudio "El origen y desarrollo de las ideas morales", poco tiempo después que Sidgwick publicó "Los métodos de la Ética". Westermarck tiene la certeza de que la gente de diferentes culturas no compartirían el criterio de Sidgwick de que esos axiomas son verdades evidentes en sí mismas. Para él, no hay una verdad moral objetiva. La verdad es sólo la costumbre compartida como expresión de algunos patrones de desenvolvimiento, basada en la emoción y que experimenta variaciones de una sociedad a otra.

Ya en pleno siglo XX, resulta importante hacer referencia al positivismo lógico y sus implicaciones para la ética. Un postulado central de esta corriente filosófica, de tanta influencia en la primera mitad de la centuria, resulta la perfilada distinción entre las afirmaciones científicas que describen el estado del mundo y son, en principio, verificables y otras declaraciones que no nos dicen nada acerca del mundo. Estas últimas no llegan a integrar verdades lógicas, en cuyo caso son tautologías o meras experiencias verbales que no tienen sentido. Esto significa para Wittgenstein que ellas no pueden ser expresadas inteligiblemente y, por eso, acerca de los tópicos como los de índole moral es mejor permanecer en silencio. Por otra, Ayer interpreta los juicios morales como expresiones emotivas al estilo de "¡viva!" y "¡uh!". Desde estas posiciones no es posible encontrar un papel para la razón en la moral.

La ética emotivista de Ayer vino a convertirse en la concepción filosófica dominante en el mundo angloparlante después de la Segunda Guerra Mundial. En Francia, durante este período, tuvo lugar el apogeo del existencialismo que arribó a conclusiones escépticas semejantes acerca del papel de la razón. En "El existencialismo es un humanismo", Jean Paul Sartre explica que si no hay Dios, nosotros no estamos hechos de acuerdo con plan alguno ni existen principios objetivos que hayan sido establecidos para guiar nuestra acción. Nosotros somos libres para elegir, y no hay normas que nos ayuden en nuestras dudas. Este punto Sartre lo desarrolló con el apoyo de un ejemplo en el que un joven francés, durante la guerra, tuvo que elegir entre unirse a las fuerzas de la Francia Libre en Inglaterra o permanecer junto a su madre que había vivido únicamente para él. Este

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ejemplo ha ganado celebridad por la frecuencia con que ha sido citado, sin embargo, su eficacia demostrativa no está a la altura de lo que pensó Sartre. Incluso, aquellos que parten del criterio de que la moral tiene una base objetiva, podrían aceptar, fácilmente, la dificultad de tomar decisiones en tales circunstancias, cuando el resultado probable de cada línea de acción se presenta con tan poca claridad.

Thomas Nagel es un filósofo norteamericano contemporáneo que por muchos años ha venido desarrollando argumentos contra el punto de vista de Hume acerca del limitado papel que la razón puede jugar en nuestras decisiones prácticas. En "Las bases objetivas de la moralidad", nos brinda una visión panorámica de uno de los esos argumentos. Nagel trata de mostrar que los sufrimientos de los otros son malos y que, desde un punto de vista general, ellos importan, independientemente de como nosotros los sintamos en el orden personal. Si Nagel está en lo cierto, entonces Hume debe estar equivocado cuando dice que no es contrario a la razón elegir la destrucción del mundo entero para evitar un daño a nuestro dedo meñique. Desde la visión de Nagel, tal elección es errónea porque no da ningún peso a los sufrimientos de los demás y, por lo tanto, sería contraria a la razón. La idea de Nagel acerca de la razón, aquí expresada, está más cerca del imperativo categórico de Kant que de la concepción de Hume acerca de la razón como esclava de las pasiones.

Sin embargo, para J. L. Mackie hay algo "raro", inexplicable en la argumentación de Nagel. Mackie toma el partido de Hume y estructura un soporte a su posición cuando apunta que si hay algo que es bueno en un sentido objetivo, la manera en que cada persona lo interioriza resulta diferente. Y, justamente, en este campo de la individualización de lo común hay en el mundo muchas cuestiones que nos resultan incomprensibles. En "La estructura de la Ética y la Moral", R. M. Hare presenta un conjunto de razonamientos éticos que conduce a una forma de utilitarismo. La concepción ética que Hare defiende resulta más atractiva que la de Nagel, porque la hace depender de las especificidades que él considera inherentes a los conceptos morales más que de cualquier noción acerca de una razón objetiva. Hare elude las dificultades con respecto a la posibilidad de una bondad objetiva o su universalización. La cuestión radica en saber si él limita la aplicación de su punto de vista a aquellas personas que aceptan de manera común un conjunto de conceptos morales.

Colin McGinn forma parte de un pequeño número de filósofos que ha tratado de utilizar nuestros crecientes conocimientos acerca de la evolución social para proporcionar un mejor entendimiento de la naturaleza de la moral. En "Evolución y bases de la moralidad", él expone un novedoso

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argumento contra Hume y sus partidarios. ¿Cómo -pregunta McGinn- pudiéramos explicar el proceder altruista que implica el ayudar a personas desconocidas cuando no existe ninguna perspectiva de reciprocidad? El considera que sólo es posible una respuesta coherente si se asume que la moral tiene bases racionales. En este sentido, nosotros podríamos argumentar que la evolución social comporta el desarrollo de nuestros poderes racionales y, desde luego, la moral forma parte de esa totalidad.

El ensayo "Realismo" de Michael Smith trae hasta los momentos actuales la discusión en torno al papel de la razón en la moral. Hoy, en los departamentos de Filosofía, estos temas aparecen en forma de un debate acerca del "realismo moral" o como lo expresa Smith, sobre "el criterio metafísico de que existen hechos morales". En contraposición al argumento de Mackie de lo extraño o lo raro en el ámbito de la moralidad, los realistas morales modernos como Smith, ven sólo hechos morales cuyo misterio radica en que son deseos generados bajo el influjo de circunstancias particulares. El ensayo de Smith resulta como especie de una conclusión al debate entre Hume y Kant, porque su noción de los deseos idealizados como razones para la acción, sugiere una posible convergencia entre las teorías basadas en los deseos y las fundamentadas en la razón.

El bien supremo

Las búsquedas conceptuales sobre la naturaleza de la vida buena, moralmente entendida, caen de lleno en el campo de la ética; esas indagaciones están basadas en puntos de vista referidos al valor intrínseco o máximo de la existencia humana. Hay muchas cosas que nosotros priorizamos, pero son pocas las que nosotros valoramos por ellas mismas. Vamos a suponer que nosotros valoramos el dinero como lo más preciado. ¿Por qué lo valoramos? A menos que seamos unos avaros, nosotros no queremos tener dinero con el único fin de recrearnos con su posesión. ¿Queremos tener dinero con el propósito de construir una casa o comprar un automóvil? Puede ser esa nuestra intención, pero ¿por qué nosotros queremos esas cosas? ¿Por qué nosotros creemos que dichos objetos nos harán felices? Pero, ¿son los bienes materiales el camino de la felicidad? Y, ¿es la felicidad realmente el bien supremo? Si no, ¿cuál otro podría serlo?

Esas interrogantes fundamentales son parte de la eterna búsqueda por encontrar el mejor camino para vivir, el verdadero sentido a la existencia humana. Hoy, tenemos dos razones especiales para examinar las ideas acerca de qué clase de vida es realmente valiosa. La primera razón es la

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necesidad de enfrentar la suposición dominante de que la vida buena requiere siempre de niveles crecientes de riqueza material. Este criterio está en oposición a lo sostenido por la inmensa mayoría de los pensadores de más valía, del pasado y del presente, en diferentes partes del mundo. Eso no demuestra que la suposición sea errónea, pero nos da una variedad de argumentos para la reflexión y el análisis, particularmente cuando no hay evidencias de que, una vez que se tienen satisfechas las necesidades básicas, el incremento de riquezas nos hace mas felices. La pertinencia para tal reflexión es grandemente reforzada por la segunda razón que fundamenta la necesidad de revivir la discusión sobre este tópico. Nuestro planeta está llegando a los límites de su capacidad para absorber los deshechos producidos por el derrochador estilo de vida de los seres humanos. Si deseamos evitar un drástico cambio en el clima global, tenemos la necesidad de encontrar un nuevo ideal de vida buena que dependa menos de un alto nivel de consumo material.

Los pensadores antiguos nos legaron ideas muy ingeniosas acerca de la vida buena. Buda la describe como un término medio entre la búsqueda del placer físico y la mortificación del cuerpo. Como meta suprema él sitúa "el cese de la desgracia" que es un estado más allá de toda pasión, anhelo y deseo. Aristóteles tiene un ideal más positivo. Para el estagirita, la felicidad es el objetivo fundamental que se encuentra y se concreta en el desarrollo de una vida activa que supone la búsqueda de la sabiduría filosófica. Esta es la más valiosa vida para una persona, la única que merece la pena desde el punto de vista de la existencia humana. Epicuro plantea que el placer es el fin supremo, pero aquellos que sólo tienen una referencia suya a partir del término "epicureísmo", derivado de su nombre, se sorprenderán al encontrar en su carta a Meneceo un firme repudio a las personas que viven para los placeres del comer y el beber. Epicuro se pronuncia por una vida sencilla en la cual nosotros controlamos nuestros deseos a fin de lograr un máximo de placer durante un largo período de tiempo.

Los estoicos, rivales de los epicúreos en la Antigua Roma, fueron todavía más lejos en la subordinación de los deseos a los dictados de la razón. Epícteto, esclavo de nacimiento, sugiere que en lugar de desear que la realidad sea diferente, nosotros debemos cambiar nuestros deseos para querer lo que realmente ocurre. Sin embargo, a uno le asalta la duda cuando nos interrogamos acerca de cuántos estoicos fueron capaces de restar importancia a la pérdida de los miembros de sus familias, tal como recomendaba Epícteto.

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Entre las enseñanzas antiguas acerca de los ideales superiores, encontramos al Sermón de la Montaña. Su importancia, con relación a esta temática, se fundamenta en dos razones. La primera consiste en que ese fragmento bíblico muestra las distintas virtudes que Jesús elogiaba, las que han configurado una especie de patrón moral sobre cómo debemos vivir en esta vida. La segunda estriba en que este pasaje ofrece un tipo diferente de justificación para vivir de acuerdo con la virtud. Jesús no dice nada con respecto a vincular su lista de virtudes con una noción de una vida intrínsecamente buena o con cualquier otro beneficio en este mundo. En cambio, su énfasis está en la virtud como el único camino para entrar en "el reino de los cielos". Este criterio contrasta con los puntos de vista de los pensadores griegos y romanos para quienes, en su mayoría, el vivir virtuosamente lleva en sí su propia recompensa o constituye un camino para la mejor vida en este mundo.

El predominio de la enseñanza cristiana en la Ética Occidental bien puede haber tenido la responsabilidad por la declinación del criterio de que el vivir bien, moralmente, trae su propia recompensa en esta vida. Las actitudes extremas de algunos santos cristianos de los primeros tiempos, quienes llevaron a la práctica la idea del sacrificio de los placeres terrenales en aras del mundo por venir, son vívidamente descritas en la obra "La historia de la Moral Europea de Augusto a Carlomagno" de W. E. H. Lecky, uno de los grandes trabajos académicos de la última etapa de la era victoriana. En esa obra, nosotros podemos encontrar un vivo retrato de lo que, según Lecky, resulta un asombroso "ideal de excelencia" que estuvo vigente alrededor de dos siglos en la civilización europea.

Con la encantadora "Historia de un buen Brahmán" de Voltaire, nosotros nos movemos en el escenario de la era moderna en lo referente a la discusión de los fines de la vida. Aquí el debate gira alrededor del hedonismo, la idea de que el placer o la felicidad es el bien supremo. Aunque este punto no ha gozado de una aceptación universal, la persistencia de su atracción se pone de manifiesto en el hecho de que casi todos los criterios alternativos se autodefinen por su oposición al hedonismo. La historia de Voltaire se pregunta acerca de si la sabiduría es susceptible de ser valorada y si nosotros somos más felices cuando somos ignorantes. Jeremías Bentham, el padre fundador del moderno utilitarismo, no tiene dudas con relación a que la felicidad es el criterio básico para determinar la vida buena. ¿Podríamos estar de acuerdo con Bentham acerca de que un simple juego de mesa es tan bueno como la poesía, en cuanto a las cantidades de placer que ambos proporcionan? ¿O estaremos al lado del ahijado de Bentham, John Stuart Mill, y sostendremos que es mejor ser un Sócrates insatisfecho que un tonto

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satisfecho? ¿Y es la posición de Mill realmente compatible con el tratamiento del placer como único bien, como él sostiene? Henry Sidgwick, a no dudarlo, resulta más cuidadoso que Bentham y Mill al tratar de establecer que la "conciencia deseable" (que tiene mucha cercanía con relación al placer, pero no está limitada solamente por él) es el único valor supremo.

Los retos a la posición hedonística han venido de diversas direcciones. G. E. Moore, el filósofo de Cambridge que tuvo una profunda influencia del grupo de Bloomsbury de escritores y artistas, rechaza la insistencia de Sidgwick acerca de que solamente la conciencia puede ser intrínsecamente buena. Él concede un lugar destacado, en su jerarquía de cosas valiosas en sí mismas, a las experiencias conscientes, especialmente las experiencias de la belleza y la amistad. Pero él también piensa que la belleza es lo único intrínsecamente bueno, aún cuando no haya posibilidad de que alguien pueda experimentarla. Lo que aquí es particularmente interesante (y algo deprimente) no es solamente el desacuerdo entre Sidgwick y Moore, sino el hecho de que cada uno insiste en que, por la cuidadosa reflexión llevada a cabo, su punto de vista es evidentemente correcto por sí mismo. Quizás esto es así porque, si tales verdades no son evidentes por sí mismas, parece que nadie puede impedir que cualquiera pueda argumentar en favor de ellas.

Las discusiones acerca del valor supremo no están limitadas a los trabajos en los campos de la filosofía o la religión. En la conclusion de su autobiografía, Gandhi retoma un antiguo tema de la traición hindú y postula la meta humana como verdad y ahimsa o el no dañar como fin. El debate entre el controlador y el salvaje que aparece en "El valiente Nuevo Mundo" de Aldous Huxley es una expresión, en el ámbito de la literatura clásica, de las confrontaciones entre el hedonismo y un ideal de vida, basado en la lucha y el conflicto. Albert Camus al concebir un paradógico retrato de Sísifo como héroe existencialista, en su ensayo "El mito de Sísifo", toma este ideal de una vida de lucha y lo lleva aún más lejos.

En la actualidad, ¿qué situación presenta el debate acerca del bien supremo? En general, hay tres posibilidades principales. Una es, en términos amplios, el punto de los utilitaristas clásicos: únicamente alguna forma de conciencia deseable puede configurar intrínsecamente el bien. Roberto Nozick argumenta que la conciencia no puede tener un monopolio sobre el valor intrínseco, porque nosotros queremos no solamente tener ciertas experiencias, sino también hacer ciertas cosas, para vivir nuestras vidas en contacto con la realidad.

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La segunda posibilidad toma en cuenta ese tipo de objeción: ella está basada en el punto de vista de que nosotros no estamos en posición de decir a otros qué ellos deben considerar como ser deseable y que, por esa sola razón, debemos aceptar cualquier preferencia que con respecto al ser del valor alguien pueda tener a partir de su criterio personal. Este enfoque ha dado origen a una forma moderna de utilitarismo que se diferencia de su expresión clásica ya que en lugar de tratar de maximizar la felicidad, busca producir una satisfacción de las preferencias. Este criterio es expresado por William James en su ensayo "El bien como satisfacción de las demandas".

La tercera posibilidad trata de conformar un listado objetivo de bienes intrínsecos, una relación que puede incluir formas deseables de conciencia, pero que indudablemente va más allá. Una expresión de este tercer tipo de teoría es la tradicional ley moral natural, cuyas raíces se proyectan hacia el pasado por medio de Tomás de Aquino hasta carenar en Aristóteles. Contemporáneamente, John Finis, en su obra "Ley natural y derechos naturales", ofrece una moderna versión de esta tercera variante en la búsqueda de los valores supremos. Derek Parfit, en "Razones y personas", considera los méritos de cada una de estas tres posibilidades y las expresiones diferentes que ellas pueden tomar. Cuando comparamos el estado actual de los debates con las opiniones más antiguas referidas al tema, la discusión muestra lo rigurosa y precisa que se ha tornado la indagación concerniente a los bienes supremos.

La acción correcta

En la Ética existe una gran línea divisoria entre los que consideran que un acto humano es correcto o incorrecto sobre la base de las consecuencias que de él se derivan y aquellos que juzgan lo correcto y lo incorrecto teniendo en cuenta algún principio o norma.

Los que valoran los actos por sus resultados son conocidos como consecuencialistas. El utilitarismo constituye un tipo específico de consecuencialismo, aquel que juzga las acciones por la cantidad neta de placer o felicidad que ellas producen. Teniendo en cuenta que la felicidad no es el único bien intrínsecamente posible, pueden existir otros consecuencialistas que no sean utilitaristas. Los oponentes del consecuencialismo sostienen una diversidad de concepciones. Entre ellas, las más conocidas son las teoría del derecho natural, la proyección de Kant y la perspectiva ética del contrato social.

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La teoría de la ley natural y los derechos naturales tiene un genuino representante en Tomás de Aquino, el escolástico medieval, cuyo trabajo de por vida se encaminó a armonizar la filosofía de Aristóteles con las enseñanzas cristianas. El resultado de esta labor de Santo Tomás llega hasta nuestros días como filosofía semioficial de la Iglesia Católica y la mayoría de los partidarios de la ley natural en ética son católicos romanos.

Como John Stuart Mill señaló, apelar a la "naturaleza" como base del juicio moral a menudo nos lleva por mal camino. La idea que subyace en la ley natural en ética es que los seres humanos tenemos, dentro de nuestra propia naturaleza, una guía que nos indica lo que es bueno para nosotros. Si seguimos nuestra propia naturaleza, tendremos éxito desde el punto de vista moral. El problema consiste en conocer qué es lo que nuestra naturaleza nos indica que es necesario hacer, porque no hay una vía objetiva o de total coincidencia para decidir lo que es nuestra naturaleza. Los materiales que poseemos, como herencia conceptual de los teóricos de la ley natural, nos sirven como punto de partida, aunque debemos tener presente que esos pensadores nunca tomaron parte en una investigación empírica encaminada a conocer la naturaleza humana realmente existente. Si ellos hubieran emprendido esa tarea, se hubieran encontrado, a no dudarlo, con que la naturaleza humana es compatible con una variedad de interpretaciones o lecturas, algunas muy diferentes de los presupuestos teóricos por ellos defendidos.

El sistema de la ley natural, desarrollado durante muchos siglos por los filósofos y teólogos católicos, resulta de gran interés porque revela más claramente que ninguna otra concepción de la moralidad, las dificultades que comporta la adhesión a una ética basada en normas que no deben ser violadas. "Las cartas de Provincia" de Blas Pascal, escritas en 1656-57 en la forma de cartas imaginarias, a su casa, de un estudiante de teología, constituyen una devastadora crítica del camino seguido por los jesuítas de su tiempo al interpretar las normas -por ejemplo, no matar o no mentir- a fin de regirse por ellas.

Pudiera pensarse que tales argumentos morales jesuíticos sólo existieron en el siglo XVII, lo que no es cierto. Para demostrar su actualidad, refirámonos a dos aplicaciones modernas de la ley natural. Una, es la afirmación del Vaticano que lucha por distinguir la eutanasia que según su criterio debe ser rechazada, de otras formas de tratamiento humanitario a pacientes en fase terminal que la máxima autoridad católica no desea prohibir. La otra, está referida a un criterio sobre la moralidad de la obtención de semen para pruebas de esterilidad (argumentado por Gerald Kelly, un jesuíta del siglo XX) que aparece en un manual de Ética Médica.

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No queremos sugerir que los jesuítas son más propensos que otros en lo referente a idear distinciones y buscar matices. Por el contrario, nuestro punto de vista es que cuando partimos de normas inviolables como fundamentos de la moral, tenemos que ser muy precisos acerca de los límites de las normas; de manera tal que al perfilar esos límites, las normas sean interpretadas en el sentido que nos permitan alcanzar los fines que nosotros juzgamos deseables. La única alternativa viable consiste en abandonar la ética de las reglas absolutas.

Existen algunos trabajos sobre derecho que tienen su referente en la ley natural, moralmente entendida. En "Ley natural y derechos naturales", John Finnis defiende la procedencia de derechos absolutos a partir de una ética fundada en la ley natural y la contrasta con enfoques éticos alternativos. John Locke representa un caso muy diferente dentro de la tradición que se adscribe a la ley natural. Él comienza refiriéndose a los derechos que existen en un estado de naturaleza y argumenta que esos derechos son conservados por los ciudadanos aún cuando el estado de naturaleza sea cosa del pasado. Este punto de vista, acerca de los derechos, ha tenido mucha influencia en el desarrollo de la constitución norteamericana, así como sobre el pensamiento ético en los Estados Unidos donde existe una tendencia, más grande que en cualquier otro país, a formular argumentaciones en términos de derechos naturales. Robert Nozick, en "Anarquía, estado y utopía", examina la vía a través de la cual los derechos pueden ser parte de una teoría de la moral que es estructurada de forma diferente a una ética consecuencialista. Jeremy Bentham toma el punto de vista opuesto; en su examen de la Declaración de Derechos promulgada por la Asamblea Nacional Francesa en 1791, él denuncia las sublimes apelaciones a "los derechos naturales e imprescriptibles" que realizan los revolucionarios franceses como "lenguaje terrorista" y "fundamentaciones disparatadas".

Kant presentó su propia forma de ética no consecuencialista en varios trabajos. En "Los fundamentos de la Metafísica de la Moral", su principal trabajo sobre la moralidad, aparecen algunos ejemplos de aplicación del imperativo categórico y de la ética kantiana del deber. El breve ensayo "Sobre un supuesto derecho a mentir por motivos altruístas", muestra como Kant rechaza con firmeza cualquier consideración de las consecuencias, incluso cuando está en juego la vida misma.

Rae Langton explora, críticamente, aspectos de la ética de Kant a la luz de su impacto sobre la vida de una persona. Este profesor incursiona en una correspondencia poco conocida, entre Kant y una mujer joven, para mostrar como el filósofo alemán falla al proponer una respuesta

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inadecuada ante un problema moral real. Asimismo, argumenta como una solución diferente a la de Kant, más abierta en lo concerniente a la consideración de las consecuencias de las acciones, podría haber dado una respuesta más adecuada. El ensayo de Jonathan Bennet, "La conciencia de Huckleberry Finn", no está referido solamente a lo que su título sugiere, el conocido personaje de ficción, sino que trata también acerca de individuos reales, el tristemente célebre Heinrich Himmler y el teólogo calvinista Jonathan Edwards. Este ensayo es una denuncia contra las éticas que basadas en la idea kantiana de que nuestras acciones deben ser gobernadas por el sentido del deber, hacen dejación de la sensibilidad humana como guía de nuestra conducta.

El consecuencialismo más ortodoxo tiene una expresión paradigmática en la clara afirmación de Jeremy Bentham acerca del principio de la utilidad, formulada en el capítulo inicial de su obra principal en el campo de la ética, "Introducción a la teoría de la Moral y la Legislación". William Godwin en su ensayo "La justicia política", nos ofrece un trabajo basado en los fundamentos del utilitarismo. En este texto, Godwin aparece aplicando el principio que aboga porque nuestra conducta tenga como objetivo la concreción del bien mayor a un caso en que debemos elegir entre salvar la vida de un hombre importante o la de su criada, que ha cumplido funciones de madre con respecto al referido señor. Desde la aparición de "La justicia política" en 1793, la decisión de Godwin en este caso hipotético, siempre ha sido evaluada por los críticos del utilitarismo como una ilustración de las tendencias inhumanas de esta doctrina.

En su libro "Los métodos de la Ética", Henry Sidgwick considera algunos problemas difíciles para los utilitaristas. Este autor se interroga acerca del ámbito de competencia del principio de la utilidad. ¿Debemos tratar de producir la mayor cantidad de felicidad para los seres humanos o para todas las criaturas? ¿Es solamente bueno incrementar la felicidad a seres que son actualmente felices o es también bueno traerla a otros que pueden ser felices? A la primera interrogante, virtualmente cada utilitarista ha dado la más afirmativa respuesta, como hace Sidgwick; pero en la segunda (como plantea Sidgwick aquí, por primera vez) hay un continuo desacuerdo y cierta cantidad de desconcierto ante la dificultad de encontrar una respuesta convincente que no introduzca la violencia como agente de cambio para alcanzar la felicidad futura.

Con respecto a la violencia, Sidgwick estima que puede aceptarse su posibilidad desde la perspectiva del utilitarismo. Es decir, el utilitarismo puede cohonestar la violencia en cierto sentido, pero no abogar abiertamente para que la gente se conduzca por ese camino. En otras

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palabras, los utilitaristas (y otros consecuencialistas) pueden ser compelidos, por sus propios principios, a hacer el bien en secreto. Esta consideración tan paradójica al afrontar este problema, les da la oportunidad a algunos críticos del utilitarismo de valorarla como causal de rechazo a esta corriente de pensamiento; sin embargo, para Sidgwick, ello es meramente una consecuencia del hecho de que no vivimos en "una comunidad ideal de utilitaristas comprensivos".

R. M. Hare ha hecho más que ningún otro filósofo del siglo XX a fin de proporcionar el basamento teórico para una forma moderna de consecuencialismo. En su artículo "La estructura de la Ética y la Moral", nos da una versión condensada de su posición, desarrollada a lo largo de cuarenta años en "El lenguaje de la Moral", "Libertad y Razón" y "El pensamiento moral", así como también en numerosas publicaciones. Si el argumento de Hare alcanza resonancia se debe a tres resultados fundamentales: la vindicación del consecuencialismo como una teoría ética, la reconciliación del consecuencialismo con el método de Kant y la demostración de que la razón juega un papel sustancial en los ámbitos de la moralidad.

Entre las más reiteradas objeciones, viejas y nuevas, al consecuencialismo, tenemos las siguientes: el desafío planteado por Dostoievski en "Los hermanos Karamazov", la propuesta de W. D. Ross referida a las intuiciones del "hombre sencillo" acerca del carácter específico de nuestros deberes, la aseveración de John Rawls con respecto a que el utilitarismo falla en lo concerniente a la individualidad de las personas y la reclamación de Bernard Williams de que en el utilitarismo no hay lugar para el valor de la honestidad.

El contrato social irrumpe en los predios de la ética como una explicación para fundamentar el origen de la moral. Sin embargo, el resurgimiento del interés de lo contractual para la ética, en el siglo XX, no se debe a ninguna creencia acerca de que la moralidad ha tenido su origen en un contrato social, explícito o tácito. En cambio, el interés es debido al deseo de que el modelo de contrato social pueda ayudarnos a la aprehensión de los principios básicos de un justificable sistema moral y, además, porque la idea del contrato al partir de la necesidad de alcanzar un acuerdo entre individuos independientes, puede proporcionar una alternativa a las teorías consecuencialistas que desatienden lo concerniente a la individualidad de las personas. En este sentido, demostrar que un conjunto particular de principios morales podría ser acordado por sujetos independientes, negociando desde una posición inicial de igualdad, daría a esos principios una especial significación. No obstante, los sujetos independientes en esa

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situación podrían elegir cualesquiera principios que tiendan a maximizar sus expectativas de alcanzar lo que ellos quieren. En ese caso, el contrato moral se encaminaría rectamente hacia un forma de consecuencialismo, pero una variante caracterizada por el propósito fundamental de proporcionar el mayor bien a las partes contratantes. Por lo tanto, no es sorprendente que algunos autores sostengan que el modelo del contrato puede dejar de tomar en cuenta aspectos importantes de carácter moral. En el decursar del pensamiento ético se han producido intentos encaminados a llenar el vacío entre aquellos que juzgan lo correcto y lo incorrecto sobre la base de los principios y aquellos que prestan atención solamente a las consecuencias de acciones. Con ese propósito, algunos defensores de una moral basada en reglas han reconocido la necesidad de las excepciones, cuando el seguimiento de los principios puede comportar consecuencias catastróficas; otros están preparados para ir más allá y enfocar las reglas o principios como quien lleva un peso, pero no precisamente un peso que aplasta, de ahí que la consideración de las consecuencias de nuestros actos es siempre parte del proceso de formación de un juicio moral. Al mismo tiempo, los consecuencialistas han insistido en que ellos pueden reconocer los buenos resultados que comporta el tratamiento de algunos derechos básicos y reglas morales como si ellos fueran inviolables, para todos los propósitos prácticos. Aunque los pasos de avance resultan todavía muy modestos, nos muestran la necesidad de una Ética que necesariamente debe ser una conjugación, sin exclusiones, de los aportes más valiosos del pensamiento universal desde la antigüedad hasta nuestros días.

CAPÍTULO II. EL DECURSAR ÉTICO. DE LA ANTIGÜEDAD A NUESTROS DÍAS.

1. LA VERDADERA CULPA DE SÓCRATES

Sócrates fue una figura en extremo polémica. Se vio enfrentado por los conservadores que empleaban un vocabulario incoherente como si estuvieran seguros de su significado, y por los sofistas, cuyas innovaciones Sócrates consideró igualmente sospechosas. Por consiguiente, no sorprende mucho que muestre un rostro distinto desde diferentes puntos de vista. En los escritos de Jenofonte aparece como si

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fuera meramente un sosegado doctor del siglo V A.N.E.; en los de Aristófanes puede mostrarse como un sofista particularmente penoso, en Platón es muchas cosas y, sobre todo, un vocero de Platón. Es evidente, por lo tanto, que la tarea de delinear al Sócrates histórico está abierta a una controversia intrínseca. Pero, quizás se pueda no resolver, sino evitar el problema mediante el intento de pintar un retrato de Sócrates a partir de dos referencias básicas. La primera es la exposición de Aristóteles en la Metafísica, donde el autor, a diferencia de Platón, Jenofonte o Aristófanes, parece no tener fines interesados. La segunda es el conjunto de diálogos platónicos que se aceptan como cronológicamente primeros y en los que las propias doctrinas metafísicas de Platón sobre el alma y las formas aún no han sido elaboradas.

La personalidad extraordinaria, fascinante y enigmática de Sócrates debe ser estudiada dentro de su marco epocal. Nacido hacia el 470 A.N.E. en la misma Atenas, era unos quince años más joven que Eurípides y unos diez mayor que Tucídides, por situarlo entre dos compatriotas significativos. Ese rasgo de su ciudadanía ateniense, y su firme enraizamiento en la ciudad, es uno de los trazos determinantes de su biografía. Sócrates vivió su juventud en una época de esplendor, cuando en la política se había afirmado el gobierno de Pericles, y cuando Atenas se había convertido ya en la metrópolis cultural de Grecia. Allí pudo escuchar a los grandes sofistas –a Protágoras, a Gorgias, a Pródico, (de quien, quizás con cierta ironía, se decía alumno) y a Hipias, entre otros –y allí leyó el tratado famoso de Anaxágoras, y pudo asistir a las grandes representaciones trágicas, a apasionados debates oratorios.

En su madurez y senectud, Sócrates fue testigo de las turbulencias cívicas en los años de la guerra del Peloponeso. Peleó como buen soldado, y a no ser por motivo de alguna expedición vivió siempre en su ciudad. Sobrevivió a los rigores de la guerra y al gobierno despótico de los Treinta; y fue condenado a muerte por un tribunal popular en unos momentos de restauración democrática, reo en un proceso de impiedad. Lo escandaloso de esa muerte pone un colofón heroico en el perfil biográfico de este personaje, revelando así la trágica tensión de su relación con Atenas.

Para muchos atenienses, Sócrates les resultaría un tipo familiar, de trazos físicos bien conocidos: grueso, con cabeza grande, con amplia frente y nariz chata, ojos abultados de miope, manto tosco y pies descalzos; sabio e inquieto, resultaba un tanto pintoresco en algún rasgo, como ese de tratar gratis con discípulos un tanto inclasificables. Callejeador incesante, frecuentaba los gimnasios y otros lugares de reunión de los

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jóvenes. Y dialogaba con todos, preguntando e inquietando en sus cuestiones a sus contertulios. Era, como él mismo decía, como un tábano que aguijoneaba a los demás. “Una vida sin examen no es digna de ser vivida para un ser humano”, nos dice en la Apología platónica. Había convertido la suya en una constante indagación en torno a la condición humana y sus conocimientos.

Después de haber sido condenado, declaró a sus jueces que ni siquiera si le perdonaran la vida a condición de abandonar esa tarea inquisitiva, se avendría a ello, porque esa era la misión que se había impuesto en beneficio de sus ciudadanos. La lealtad hacia ese destino filosófico la llevó a su extremo rigor, y bebió la cicuta, tal como legalmente se lo impusieron sus mismos conciudadanos atenienses.

El periplo intelectual de Sócrates está en sintonía con su época. Después de una etapa en que se interesó por temas de Física –según atestigua el Fedón- centró su investigación en las cuestiones de ética y, en un cierto afán metodológico, de “lógica”. Pero lo que singulariza la enseñanza de Sócrates es su actitud radical de buscador de la verdad, su posición radicalmente crítica. Y no sólo frente a los postulados tradicionales, sino también frente a las respuestas con las que otros pensadores se satisfacían después de un intento teorizador nuevo e ingenuo. Con su método interrogatorio que conduce a la aporía, Sócrates conmueve a sus interlocutores y les obliga a seguir buscando la verdad, y la precisión conceptual y la adecuación de sus vidas a lo racional. Sin dudas, un arduo y difícil camino.

Es por esa actitud por lo que Sócrates se define. Implacable, sin aceptar excusas ni compromisos, Sócrates pregunta y muestra cuán insuficientes son las respuestas. A diferencia de los sofistas, Sócrates no cobra por sus enseñanzas y desprecia esa habilidad comercial de quienes venden sus conocimientos. Pero, ¿qué enseñaba Sócrates?. “Esta es la sabiduría de Sócrates: no estar dispuesto a enseñar, sino a aprender de los demás yendo de un lado a otro”, le reprocha agriamente Trasímaco (Rep, 338b). Sócrates busca el saber, mediante la dialéctica; de ahí su divergencia metódica frente a los sofistas. Por ese empeñado cuestionarse y cuestionar a los demás, se define como philosophos, calificación a la par modesta y orgullosa. Con su actitud va más allá de la sabiduría admitida como válida, y pone a la filosofía, tal vez sin saber adónde iba, en una nueva dirección.

Ese “sólo sé que no sé nada”, docta ignorancia, se acompaña con un precepto que no es nuevo, sino que recoge una máxima délfica:

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“conócete a ti mismo”. Frente al saber del mundo, Sócrates insiste en lo esencial y auténtico del conocimiento propio. Y, ya en este enfoque, propone una respuesta: la tarea del hombre consiste en velar por su alma.

La duda metódica que él combinaba con su irónica ignorancia concluía, acaso provisionalmente, en muchos casos, en esa fase de perplejidad ante la ausencia de solución, cuando ya las respuestas ensayadas se habían mostrado inválidas y había que pensar en volver a plantear la cuestión para intentar algún camino nuevo. La aporía en que concluyen tantos diálogos es, en el método socrático, ya una ganancia y un primer peldaño hacia el conocimiento verdadero. Sólo tras un cauteloso viaje discursivo cabe arribar a un puerto seguro; pero Sócrates está interesado no sólo en la llegada, sino en el mismo viaje.

El “cuidado del alma” es para Sócrates el objetivo fundamental del hombre. En tal sentido “hacer mejores a los ciudadanos”, como es su propósito, resulta algo muy distinto de lo que han intentado los políticos, incluso los mejores según el aprecio general, como Pericles.

La educación tal como Sócrates la entiende, es algo notablemente distinto de lo que practican los sofistas. Lo que estos maestros de areté ofrecen a sus discípulos es una formación para el éxito, aceptando las valoraciones consolidadas. Los sofistas se mueven en el mundo de las opiniones admitidas y el triunfo que prometen a sus clientes está sometido a la aceptación de los valores vigentes. Sócrates va más allá de las valoraciones aceptadas, discute todos los conceptos heredados o forjados de acuerdo con una opinión, muchas veces, asimilada acríticamente.

Sócrates se proyecta como defensor de la autonomía individual al interiorizar el criterio valorativo. En más de un significativo texto platónico, Sócrates nos viene a decir: “¿Qué nos importan las opiniones de los otros, aunque sean la mayoría? Lo importante es lo que tú y yo en nuestro coloquio razonado concluyamos”. Todo está sometido a discusión y crítica. No debemos aceptar las valoraciones tradicionales ni someternos a la opinión establecida. Sócrates predicó con el ejemplo. Sus discursos en la Apología son una muestra de esa independencia de pensamiento y actuación en el individuo.

La lección moral de Sócrates –que es a la vez lección cívica, y en ese sentido política- se expresa en su vida, de manera ejemplar. El hecho de que Sócrates no escribiera nada resulta muy fácil de entender. Estaba interesado en una acción educativa inmediata, en sus conciudadanos, de

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una manera directa y personal. No es extraño que desconfiara de la escritura, donde el diálogo del lector con el autor del texto queda truncado por la incapacidad de éste para responder a las preguntas y críticas. Por otro lado, la doctrina de Sócrates no estaba fijada, ni podía fijarse en unas fórmulas enseñables; consistía ante todo en un método de cuestionar las opiniones admitidas y en una inquietud intelectual sin límites.

La condena de Sócrates constituye el último gesto aleccionador en su vida. Con la aceptación resuelta, tras una apología que tiene mucho de provocación, ofrece el viejo filósofo su última lección ética. Resulta paradójico que la justicia de una democracia haya sentenciado a muerte al más justo de los hombres de la época. ¿Qué mejor acicate podía legar el filósofo a sus discípulos que el mostrarles cómo un jurado democrático decidía, por mayoría, el aniquilamiento de un hombre justo que, fundamentalmente, había querido ser una llamada a la reflexión sobre la vida auténtica?.

En el Critón, Sócrates expone sus motivos para acatar la pena capital y no huir de la cárcel y de Atenas. Sócrates, siempre ejemplar, quiere ser fiel a las leyes de su ciudad, aun cuando en ello le va la vida. A diferencia de los sofistas, viajeros y extranjeros, Sócrates es, esencialmente, un ateniense; este inveterado crítico está ligado a su polis y no podría, afirma, vivir en otra parte, traicionando esa consuetudinaria lealtad. Desde este punto de vista, el gesto arrogante del acatamiento de la pena máxima es un estupendo colofón a la tarea de toda una vida. Es el mejor ejemplo de la valentía del hombre sabio que no se deja apartar de su misión por presiones externas.

Han transcurrido 24 siglos de la condena a muerte de Sócrates. Hoy como ayer, resulta pertinente preguntarse acerca de su inocencia o culpabilidad. En este sentido Hegel en sus Lecciones sobre la historia de la filosofía, nos dice: “El destino de Sócrates es, pues, el de la suprema tragedia. Su muerte puede aparecer como una suprema injusticia, puesto que había cumplido perfectamente sus deberes para con la patria y había abierto a su pueblo un mundo interior. Mas, por otro lado, también el pueblo ateniense tenía perfecta razón, al sentir la profunda conciencia de que esta interioridad debilitaba la autoridad de la ley del Estado y minaba el Estado ateniense”.

El quehacer socrático devino subversivo y Sócrates resultó culpable por traer a la conciencia la necesidad y posibilidad de la subjetividad, potenciar el mundo interior de la individualidad, elevar a primer plano la

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libertad de elección, complementar el concepto de persona con la autonomía individual, comprender la identidad ciudadana como ejercicio consciente del individuo, conmover con sus preguntas el fundamento de la autoridad de la polis y poner en tela de juicio la asimilación acrítica de las tradiciones comunitaristas. He ahí la verdadera culpa de Sócrates: descubrir a sus semejantes la dimensión espiritual de la existencia humana.

Con la trágica muerte de Sócrates quedan evidenciadas las contradicciones del Estado ateniense. La polis, en pleno uso de sus atribuciones democráticas, ha destruido al más noble de sus ciudadanos, como en un acto de venganza. Sócrates en su búsqueda de respuestas firmes y argumentadas a las cuestiones existenciales ha resultado tan perturbador o aún más que los enemigos jurados de la polis. Sólo el individuo, autónomamente, puede dar razón de su conducta, y esa apelación a su razón como juez definitivo es una liberación de todos los vínculos tradicionales. La actuación de Sócrates preludia, pues, con siglos de anticipación, la crítica ilustrada que caracteriza a la Modernidad.

2. LA ÉTICA ARISTOTÉLICA

Los aportes de Aristóteles (384-322 a.n.e.) al acervo ético universal son de tal valía que se le considera el padre de la Ética. Nadie, antes que él, tuvo resultados tan relevantes en lo referente a la constitución de la Ética como disciplina filosófica. Sus esfuerzos por sistematizar el conocimiento del fenómeno moral, contenidos en la “Ética a Nicómaco”, nos asombran aún en la contemporaneidad.

El mensaje ético aristotélico nos llega en tres obras: la Ética Eudemia, la Ética a Nicómaco y la Gran Ética o Magna Moralia. La Ética a Nicómaco recoge las concepciones éticas del Aristóteles maduro; esta obra resulta inobjetablemente superior a las otras dos por lo acabado de la construcción, la claridad del estilo y la profundidad del pensamiento. Por estas razones es que desde la antigüedad se consideró por los estudiosos que la comprensión del pensamiento ético del estagirita decididamente hay que buscarlo en la Ética a Nicómaco.

La Ética a Nicómaco consta de 10 libros y 112 capítulos breves. En sus páginas se abordan temáticas tales como la teoría del bien y la felicidad,

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la teoría de la virtud, acerca del valor y la templanza, el análisis de las diferentes virtudes, la teoría de la justicia, la teoría de las virtudes intelectuales, la teoría de la intemperancia y del placer, la teoría de la amistad y sobre el placer y la verdadera felicidad. La aparición de este trabajo, dedicado íntegra y directamente al estudio de la moralidad, constituyó en justicia el acta de nacimiento de la Ética.

Aristóteles desarrolla y sigue de modo consecuente la idea de que el saber ético posee un carácter eminentemente práctico. La Ética, según el criterio aristotélico, prescribe qué se debe hacer y de qué es preciso abstenerse. Esto engendra la necesidad de dar una fundamentación moral al bien supremo, con el cual los hombres deben cotejar sus aspiraciones personales.

Asimismo, el contenido de la Ética a Nicómaco indica que la teoría ética se forma como disciplina normativa. En la obra se expone un sistema de normas que el autor recomienda utilizar a fin de alcanzar el bien. Lo característico estriba en que el hecho de guiarse por normas se hace depender de la razón y de la voluntad del hombre, como sujeto de la actividad moral. En este aspecto, la teoría de las virtudes pone en claro la naturaleza específica de la Ética que no impone sus recomendaciones a los hombres, sino que las dirige a la razón y a la voluntad humanas. La consiguiente voluntariedad de las acciones humanas, basadas en la libre elección y orientadas al logro del bien, caracteriza la especificidad de la moral.

En la ética aristotélica el principio de partida es el bien moral. Según Aristóteles cada cosa, sobre todo cada instrumento, tiene su peculiar ser y sentido cuando llena su misión y cumple su cometido, entonces la cosa es buena. De igual manera ocurre con el hombre. Si se comporta según su naturaleza y cumple los cometidos fundados en su esencia, llenando así el sentido de su ser, llamamos al hombre bueno. El hombre bueno es el que concreta el bien moral al actuar en consonancia con la naturaleza humana general, es decir, la naturaleza humana ideal. Aristóteles analiza el contenido de la naturaleza humana ideal y explota

ese análisis para trazar conceptualmente el camino de las virtudes éticas. Lo bueno coincidirá con lo virtuoso. Bajo el nombre de virtud comprende Aristóteles lo que designamos hoy con el nombre de valores. Su concepción del hombre se ilumina al confrontarla con la tabla de valores de su cuadro teórico de virtudes. Esta tabla de valores constituye un componente clave en la ética aristotélica porque de no existir, el

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principio moral se convertirá en una mera norma formalista, genérica y vacía.

La virtud es para Aristóteles aquella actividad en nuestro querer que se decide por el recto medio, y determina este recto medio tal como suele entenderlo el hombre inteligente y juicioso. Dicho en forma más breve, la virtud es el natural obrar del hombre en la vía de su perfección. Y puesto que la naturaleza específica del hombre consiste en su ser racional, y este ser racional se escinde en pensar y querer, tenemos, según Aristóteles, los dos grandes grupos de virtudes: las virtudes dianoéticas y las virtudes éticas. Las virtudes dianoéticas son las perfecciones del puro entendimiento, tal

como se dan en la sabiduría, en la razón y en el saber. El concepto de virtud ética persigue expresamente el fin de hacer justicia al hecho del querer, como peculiar facultad espiritual fundamentalmente distinta del mero saber. Las virtudes éticas tienen efectivamente su campo de acción en el sometimiento del cuerpo y de sus apetitos al dominio del alma. Le cabe a Aristóteles el mérito personal de haber enfocado esta realidad, dirigiendo su mirada al campo de las virtudes éticas las que describe en sus específicas propiedades, caracterizando así con mano maestra la valentía, el dominio de sí, la liberalidad, la magnanimidad, la grandeza de alma, el pundonor, la mansedumbre, la veracidad, la cortesía, la justicia y la amistad.

La moralidad, según Aristóteles, se asienta en un trípode conceptual constituido por el bien, la virtud y la felicidad. La observancia de una vida virtuosa hace al hombre bueno y dichoso. Claro está que la felicidad, en sentido aristotélico, no puede consistir en el placer y el gozo corporales, pues esto estaría también al alcance del animal y nuestro bien no pasaría de un bienestar corpóreo. SI la felicidad se fundamenta en el placer corporal, tendríamos que proclamar con encomio la dicha del buey que pace a su satisfacción en un campo de guisantes, había dicho ya Heráclito.

Aristóteles no condena de manera absoluta al placer. Cuando se trata del placer, hay que distinguir entre placer equivalente a deseo, concupiscencia, y placer en el sentido de dicha beatificante sobre algo. El placer, en el segundo sentido, está vinculado a la perfección moral y a la felicidad. Aristóteles llega a una jerarquización de los placeres. En la cima está el placer vinculado al puro pensar, le sigue el placer enlazado con las virtudes éticas; y en ínfimo grado están los placeres sensibles corpóreos, en la medida que éstos se hacen necesarios, es decir, corren por los cauces y según la medida prescritos por la naturaleza misma.

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La consideración de Aristóteles acerca de la moral como un fenómeno humano, se pone de manifiesto al tocar el tema del nacimiento y desarrollo de la virtud. En este sentido, el estagirita tiene en alta estima el conocimiento de las virtudes como prerrequisito para orientarse moralmente en la vida; hace especial hincapié en el consciente esfuerzo personal hacia el bien; considera muy importante la aportación al perfeccionamiento moral que significa una buena educación, y apunta sobre todo a la ejercitación de las virtudes y a los hábitos adquiridos en este campo como factores decisivos. Aristóteles pensaba que así como un hombre se hace constructor de casas construyendo y se hace buen constructor construyendo bien, igualmente se hará un hombre justo pensando y obrando rectamente, ejercitándose prácticamente en el cultivo cotidiano de la justicia.

Un aporte relevante de Aristóteles al pensamiento ético estriba en la consideración de la virtud no solamente como un saber, sino también como un acto de voluntad, un proceder, una conducta. Este punto de vista que permitió la comprensión del fenómeno moral como conjugación de conciencia y actividad significó un considerable paso de avance en la consecución de la Ética como disciplina filosófica. En la ética aristotélica habrá un nuevo capítulo, el que desarrolla la doctrina del querer. Querer, entendido como actuación voluntaria del sujeto de la moralidad.

Para Aristóteles, el acto moral exige en su tipificación no solamente la actuación de la voluntad, sino que esa voluntad esté avalada por la libre elección. En los niños sin uso de razón y en los mayores en acciones que realizamos a la fuerza está presente la voluntad en el obrar, pero hay ausencia de libertad de elección. El acto moral debe ser una acción específicamente humana, es decir, una acción del hombre mentalmente sano que concreta una conducta de libre elección. La voluntad libre es algo superior a la mera actuación de la voluntad. El principio del obrar de tal manera está en nosotros, que podemos con dominio del acto disponer sobre nuestro obrar o no obrar. Aristóteles suscribe, pues, la libertad de la voluntad como sello distintivo que matiza moralmente a la conducta humana.

Aristóteles consideraba que la virtud superior es la justicia, que reúne en sí a todas las demás y mediante la cual se logra la armonía entre el bienestar personal y el general. Esta peculiaridad se aprecia en las dos vertientes de la justicia que distinguía Aristóteles, es decir, la conmutativa y la distributiva. La justicia conmutativa establece que

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todos los ciudadanos del Estado, por el hecho de serlos, se encuentran en igualdad de condiciones, merecimientos y oportunidades. Y la justicia distributiva postula que aquellos ciudadanos que brindaron servicios especiales al Estado o se distinguieron por sus capacidades excepcionales y virtudes fuera de lo común, deben ser objeto de reconocimientos y grandes honores. Si bien el concepto aristotélico de justicia se nos presenta más que como virtud del ser humano como virtud del Estado, no debe pasarse por alto el fondo humano-universal que comporta el reconocimiento de la igualdad por la igualdad, y de lo desigual para los méritos desiguales. Otra particularidad de la ética aristotélica consistió en que no estableció

una contraposición absoluta entre las virtudes y los vicios. Veía la relatividad de sus respectivos límites, y la posibilidad de que las virtudes y los vicios se transformasen recíprocamente bajo el influjo de determinadas circunstancias. El original pensamiento de Aristóteles estriba en que él analizó la virtud y el vicio como dos partes de una misma determinación cualitativa, sólo expresadas con diferencias cuantitativas. La virtud es la medida, el vicio la misma cualidad sólo en su extremo, es decir, en una forma exagerada o por el contrario en una forma atenuada.

Con el concepto de medida incorpora Aristóteles a su doctrina ética un elemento que era corriente, desde mucho antes, en el pensamiento griego. Él lo reelabora inteligentemente, mostrando que las virtudes se sitúan en un cierto medio entre dos extremos. Aunque es justo consignar que para el estagirita no se trataba de un medio mecánico o geométrico, sino de un medio concretamente proporcionado a las especificidades de cada caso. Así, por ejemplo, la valentía no está enteramente en el medio entre la cobardía y la temeridad, sino está un poco más cerca de la temeridad, como al revés la parsimonia está un poco más cerca de la avaricia que de la prodigalidad. Aristóteles exaltaba la medida, el término medio como ideal de conducta del hombre sabio, y condenaba los extremos, el exceso y el defecto.

La ética aristotélica es esencialmente eudemonística. Pero este eudemonismo es de tipo racionalista y a la vez social. El estagirita se planteó la cuestión de cómo el individuo puede alcanzar la felicidad viviendo en la sociedad y sin entrar en antagonismo con el bienestar público. Aristóteles consideraba el bien común como el bien del estado y al ser humano sólo un ciudadano del estado esclavista; los esclavos no se tomaban en consideración debido a que ellos no eran ciudadanos de la antigua polis. De esta forma, la moral estaba subordinada a la política y la ética devenía la ciencia de la conducta correcta del ciudadano en el

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estado lo que implicaba conjugar acertadamente la felicidad personal con el bienestar estatal. Así, Aristóteles se convierte en uno de los primeros filósofos en considerar que el camino a la felicidad del individuo se encontraba en la comprensión de los objetivos e intereses de toda la sociedad.

Visto con una perspectiva actual, el eudemonismo racionalista de Aristóteles con toda su carga social, padeció de una ostensible limitación clasista. La ética aristotélica tenía como objetivo la moralidad del heleno libre, del esclavista. Los esclavos, así como los “bárbaros” no eran considerados como sujetos de la referida moralidad. Aunque en las concepciones aristotélicas se destacaba la naturaleza social del hombre, que el estagirita denominaba “animal político”, lo cierto es que Aristóteles entendía esta naturaleza muy unilateralmente, como un conjunto de características inherentes a un miembro idealizado del estado esclavista de la antigua Grecia. El esfuerzo aristotélico en el estudio de la moral dejó un saldo para la

posteridad que resulta insoslayable e imperecedero. La ética de Aristóteles se esforzó por hacer predominar el sentido de lo real en la moralidad. Quiso mostrar que el sujeto moral es el hombre de carne y hueso, que las ideas morales no están separadas de los seres humanos, y que la virtud debe encontrar su regla y su recompensa en el mundo de los hombres. Por sus esfuerzos sistematizadores, por los avances que logró en la concreción del aparato conceptual de la Ética y por la connotación humana que le insufló a la moralidad, Aristóteles deviene una de las figuras cimeras en el pensamiento ético universal.

3. LA ÉTICA KANTIANA

Kant (1724-1804) constituye una de las figuras cumbres de la historia de la ética. Según él, la naturaleza es completamente impersonal y no moral. Por eso, tenemos que buscar el reino de la moral fuera del reino de la naturaleza. La moral tiene que ser independiente de lo que sucede en el mundo natural, porque lo que sucede en el mundo natural es ajeno a la moral. Además, el procedimiento de Kant no consiste nunca en buscar una base para el conocimiento, es decir, un conjunto de primeros principios o datos sólidos, con el fin de reivindicar nuestra pretensión de conocimiento contra algún hipotético escepticismo. Kant da por supuesta la existencia de una conciencia moral ordinaria. Esta conciencia de la naturaleza humana ordinaria proporciona al filósofo un objeto de

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análisis, y la tarea del filósofo no es buscar una base o una reivindicación, sino averiguar cuál debe ser el carácter de nuestros conceptos y preceptos morales para que la moralidad sea posible tal como es.

Kant se ubica, por lo tanto, entre los filósofos que consideran que su tarea es un análisis post eventum: la moralidad es lo que es, y nada puede hacerse al respecto. Pero mucho más importante es el hecho de que Kant concibió su tarea como el aislamiento de los elementos a priori –y, por lo tanto, inmutables- de la moralidad. En diferentes sociedades quizás haya diferentes esquemas morales, y Kant insistió en que sus propios estudiantes se familiarizaran con el estudio empírico de la naturaleza humana. Pero, ¿qué es lo que convierte en morales a estos esquemas? ¿Qué forma debe tener un precepto para que sea reconocido como precepto moral?

Kant emprende el examen de esta cuestión a partir de la aseveración inicial de que no hay nada incondicionalmente bueno, excepto una buena voluntad. La salud, la riqueza o el intelecto son buenos sólo en la medida en que son bien empleados. Pero la buena voluntad es buena y “resplandece como una piedra preciosa” aun cuando “por la mezquindad de una naturaleza madrastra” el agente no tenga la fuerza, la riqueza o la habilidad suficientes para producir el estado de cosas deseable. Así, la atención se centra desde el comienzo en la voluntad del agente, en sus móviles o intenciones, y no en lo que realmente hace. ¿Qué móviles o intenciones hacen buena a la buena voluntad? El único móvil de la buena voluntad es el cumplimiento de su deber por amor al cumplimiento de su deber. Todo lo que intenta hacer obedece a la intención de cumplir con su deber.

En el ámbito moral, desde la perspectiva kantiana, el punto de partida para la reflexión es un hecho de razón, el hecho de que todos los humanos tenemos conciencia de ciertos mandatos que experimentamos como incondicionados; todos somos conscientes del deber de cumplir algún conjunto de reglas por más que no siempre nos acompañen las ganas de cumplirlas; las inclinaciones naturales, como todos sabemos por propia experiencia, pueden ser tanto un buen aliado como un obstáculo, según los casos, para cumplir aquello que la razón nos presenta como un deber. En esto consiste el “giro copernicano” de Kant en el ámbito moral, el punto de partida de su ética no es el bien que apetecemos como criaturas naturales, sino el deber que reconocemos interiormente como criaturas racionales; porque el deber no es deducible

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del bien, sino que el bien propio y específico de la moral no consiste en otra cosa que el cumplimiento del deber. Los rasgos fundamentales de la ética kantiana son el formalismo, el

rigorismo, el apriorismo y la autonomía. Nada expresa mejor el formalismo de la ética kantiana que la “ley fundamental de la pura razón práctica”. Dice así: “Obra de modo que la máxima de tu voluntad pueda siempre valer como principio de una legislación general”. No señala Kant una serie de virtudes o de valores de determinado contenido, como la fidelidad, la veracidad, la honradez, etc. Sino que nos da como regla para saber qué es bueno o malo, el preguntarnos simplemente ante cualquier acción: ¿puedes querer que tu máxima (juicio práctico determinado) se convierta en ley general?

En la ética de Kant, el rigorismo se expresa cuando lo moral nos sale al encuentro como ley, como imperativo, y el imperativo es categórico, no tolera ningún “si” ni ningún “pero”, ni consideración alguna con las naturales inclinaciones e intereses personales; pues en estos casos dependería el precepto de una inclinación o de fines particulares o intereses, y entonces no tendríamos un imperativo categórico, incondicionado, sino sólo un imperativo hipotético. Con ello, la ética de Kant se convierte declaradamente en una ética del deber. Toda la moral descansa única y exclusivamente en el obrar por el deber. Sólo cuando nuestra acción nace “del deber” y se ejecuta “por amor al deber” es nuestro obrar moral.

El formalismo racional está enlazado con el apriorismo. La razón impera por sí misma y al margen de toda experiencia relativa a lo que ha de acaecer, es decir, acciones de las que el mundo posiblemente no ha dado ningún ejemplo. Aun cuando no se hubiera dado hasta ahora en la vida un solo amigo honrado, no obstante, la honradez como deber existiría “antes de toda experiencia, en la idea de una razón determinante de la voluntad por motivos a priori”. Lo que persigue Kant con el apriorismo de la razón es el seguro de intemporalidad para la ley moral.

El hombre se da a sí mismo la ley moral, como suele decirse; es él mismo la ley moral con su pura razón práctica. La autonomía, en la ética kantiana, no es en realidad más que puro formalismo. Dado que el principio de la moralidad descansa en la pura legislabilidad universalmente valedera, la razón es por sí misma práctica y, con ello, esa razón se convierte en ley para todos los seres racionales. A esta ética autónoma, se opone la ética heterónoma en la que la moralidad del

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hombre cae en dependencia respecto de algún referente de carácter externo.

Según Kant, el “faktum” de lo moral consta de dos elementos específicos que lo diferencian perfectamente de toda otra clase de fenómenos. Estos elementos son el deber y la libertad. En la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres se nos revela, ya en el Prefacio, que ese “faktum” del deber fue la piedra angular y punto de arranque de la ética kantiana. Kant nos dice allí que su intención es darnos una filosofía moral “pura”, totalmente limpia de todo lo meramente empírico; “pues que deba darse tal (filosofía moral pura) resulta evidente por la común idea del deber y de las leyes morales”. Todo el mundo reconocerá, asevera Kant en la obra referida, que una

ley moral tiene que llevar consigo una necesidad absoluta y “que consiguientemente, el fundamento de esta obligación (absoluta) no puede buscarse en la naturaleza del hombre o en las circunstancias del mundo en que se encuentra metido, sino que se ha de buscar a priori únicamente en los conceptos de la razón pura. De manera parecida, la Crítica de la Razón Práctica empieza comprobando la existencia de leyes que son válidas para todo ser racional, como imperativos “categóricos” absolutamente incondicionados.

Al igual que el deber, la libertad, entendida como libertad moral de elección, es también para Kant un “hecho” de la razón práctica. Libertad y ley incondicionada del deber se implican mutuamente. Y, de modo semejante al deber, esta libertad tiene, como característica suya, la incondicionalidad. No sacamos la idea de la libertad del mundo de la experiencia; nunca la podríamos descubrir allí, pues en ese mundo impera el determinismo causal; la libertad moral es un “faktum a priori” de la razón misma, que, al igual que la ley del deber, se enfrenta con la realidad espacio-temporal, como algo absoluto. Podrá el hombre desoír la voz de su conciencia, podrá adormecerla, hasta podrá ser que el mundo entero no nos dé ejemplo alguno de lo que debe ser; a pesar de todo, el hombre debe y puede lo que debe; pues el deber y la libertad no se los procura el hombre, simplemente los tiene; están incorporados a la esencia del hombre.

La dignidad del hombre es el vértice al que apunta Kant en su doctrina sobre la autonomía. Según su criterio, la autonomía es el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional. Sólo así se salvan la libertad y el deber, los dos hechos fundamentales de la moralidad. De no darse el hombre la ley a sí mismo, se haría esclavo de la materia del mundo sensible o del querer arbitrario de un Dios

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trascendente. Con ello se anularía a sí mismo. Según Kant, el hombre no debe jamás ser utilizado como medio, es decir subordinado a un ulterior fin extraño; ha de ser siempre un “fin en sí”. Esto puede resumir para Kant toda la moralidad.

Así entendemos la segunda fórmula que propone Kant para expresar la ley fundamental de la razón práctica: “obra de tal suerte que siempre tomes a la humanidad como fin y jamás la utilices como simple medio, ya en tu persona, ya en la persona de cualquier otro”.

Kant advierte que los imperativos morales se hallan ya presentes en la vida cotidiana, no son un invento de los filósofos. La misión de la Ética es descubrir los rasgos formales que dichos imperativos han de poseer para que percibamos en ellos la forma de la razón y que, por tanto, son normas morales. Para descubrir dichos rasgos formales propone Kant un procedimiento que expone a través de lo que él denomina “las formulaciones del imperativo categórico”. De acuerdo con ese procedimiento cada vez que queramos saber si una máxima puede considerarse “ley moral”, habremos de preguntarnos si reúne los siguientes rasgos, propios de la razón: 1) Universalidad. Será ley moral aquella que todos deberíamos cumplir

2) Referirse a seres que son fines en sí mismos.3) Valer como norma para una legislación universal en un reino de los fines.

“Dos cosas hay que llenan el ánimo de admiración y respeto siempre nuevos y siempre crecientes cuanto más veces y con más detenimiento se consideran: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”, escribe Kant al cerrar la Crítica de la Razón Práctica. La vista del cielo tachonado de estrellas le recuerda al hombre que es una parte de este mundo material y sensible, con cuya grandeza comparado no es más que un pequeño e insignificante fragmento. Pero la ley moral dentro de nosotros arranca de nuestra interioridad y mismidad, y ensalza infinitamente el valor de nuestro ser dotado de inteligencia mediante nuestra personalidad, pues esa ley revela una vida independiente del mundo entero.

Todo el enorme esfuerzo de reflexión que llevó a cabo Kant en su obra filosófica tuvo siempre el objetivo de estudiar por separado dos ámbitos que ya había distinguido Aristóteles siglos atrás: el ámbito teórico, correspondiente a lo que ocurre de hecho en el universo conforme a su propia dinámica, y el ámbito de lo práctico, correspondiente a lo que puede ocurrir por obra de la voluntad libre de los seres humanos. El

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quehacer ético kantiano tuvo como propósito coadyuvar a que la razón saliera de la ignorancia proponiendo medidas para disciplinar la reflexión moral de sus semejantes. En Kant, el deber no sólo ocupa una posición central, sino que absorbe

todo lo demás. La palabra deber no sólo se separa por completo de su conexión básica con el cumplimiento de un papel determinado o la realización de las funciones de algo particular. Se vuelve singular más bien que plural, y se define en términos de la obediencia a los imperativos morales categóricos, es decir, en términos de mandatos contenidos en el deber respectivo. Esta misma separación del imperativo categórico de acontecimientos y necesidades contingentes y de las circunstancias sociales lo convierte al menos en dos sentidos en una forma aceptable de precepto moral para la emergente sociedad liberal e individualista. Hace ese imperativo que el individuo sea moralmente soberano, y le

permite rechazar todas las autoridades exteriores. Y le da la libertad de perseguir lo que quiere sin insinuar que debe hacer otra cosa. Esto último quizás sea menos obvio que lo primero. Los ejemplos típicos dados por Kant de pretendidos imperativos categóricos nos dicen lo que no debemos hacer: no violar promesas, no mentir, no suicidarse, etc. Pero en lo que se refiere a las actividades a las que debemos dedicarnos y a los fines que debemos perseguir, el imperativo categórico parece quedarse en silencio. La moralidad limita las formas en que conducimos nuestras vidas y los medios con que lo hacemos, pero no les da una dirección. Así, la moralidad sanciona, al parecer, cualquier forma de vida que sea compatible con el mantenimiento de las promesas, la expresión de la verdad, etc.

Puesto que la noción kantiana de deber es tan formal que puede dársele casi cualquier contenido, queda a nuestra disposición para proporcionar una sanción y un móvil a los deberes específicos que pueda proponer cualquier tradición social y moral particular. Puesto que separa la noción de deber de los fines, propósitos, deseos y necesidades, sugiere que sólo puedo preguntar al seguir un curso de acción propuesto, si es posible querer consistentemente que sea universalizado, y no a qué fines o propósitos sirve. Hasta aquí, cualquiera que haya sido educado en la noción kantiana del deber habrá sido educado en un fácil conformismo con la autoridad. Nada podría estar más lejos, por cierto, de las intenciones y del espíritu

de Kant. Su deseo es exhibir al individuo moral como si fuera un punto

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de vista y un criterio superior y exterior a cualquier orden social real. Kant simpatiza con la Revolución Francesa. Odia el servilismo y valora la independencia de espíritu. Según él, el paternalismo es la forma más grosera de despotismo. Pero las consecuencias de su doctrina hacen pensar que el intento de encontrar un punto de vista moral completamente independiente del orden social puede identificarse con la búsqueda de una ilusión, y con una búsqueda que nos convierte en meros servidores conformistas del orden social en mucho mayor grado que la moralidad de aquellos que reconocen la imposibilidad de un código que no exprese, por lo menos en alguna medida, los deseos y las necesidades de los hombres en circunstancias sociales particulares.

4. LA ÉTICA UTILITARIA

El utilitarismo además de ser una teoría teleológica de la ética, que pone su acento en los fines a perseguir, y de constituir una de las múltiples variantes del consecuencialismo, que pone el énfasis en las consecuencias de las acciones más que en las motivaciones que las llevaron a cabo, presenta en su formulación clásica de Bentham (1748-1832) y Mill (1806-1873) una voluntad transformadora de la sociedad, un ánimo de proseguir y completar la tarea de los ilustrados, colocando al hombre como individuo como fin último de la reforma y transformación de la sociedad.

Por utilitarismo se entiende la doctrina que considera como correcto lo que proporciona la mayor felicidad general e incorrecto lo que va en detrimento de ella (“la mayor felicidad del mayor número”). Bentham es el primer utilitarista importante de la historia al haber identificado, precisamente, el “principio de utilidad” con el “principio de la mayor felicidad”, es decir el principio que, según él, establece que la mayor felicidad de todos aquellos cuyos intereses están en cuestión es el fin correcto y adecuado, y por añadidura el único correcto, adecuado y universalmente deseable de toda acción humana.

En el capítulo I de su obra ética más acabada, An Introduction to the Principles of Moral and Legislation, Bentham indica que un hombre es partidario del utilitarismo “cuando la aprobación o desaprobación que adjudica a cualquier acción, o a cualquier medida, está determinada por, y proporcionada a, la tendencia que él considera que tiene que aumentar o disminuir la felicidad de la comunidad” o, como indica en el mismo

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capítulo: “Se dice que una acción es conforme con el principio de la utilidad, o, para abreviar, con la utilidad,... cuando la tendencia que tiene a aumentar la felicidad de la comunidad es mayor que la de disminuirla”.

Los rasgos fundamentales de la ética utilitaria son: a) el teleologismo. No hay ningún deber imperativo, nada es bueno o justo en sí mismo y para todos los tiempos, sino aquello que contribuye a ciertos fines generales; b) el consecuencialismo. El énfasis se pone en las consecuencias de las acciones más que en las motivaciones; c) el hedonismo. La búsqueda de lo placentero como fundamento de la felicidad; d) la calculabilidad del bien. El bienestar humano hay que maximizarlo (cuantificarlo) a fin de alcanzar “la mayor felicidad del mayor número”.

Bentham se había marcado dos claros objetivos: asegurar la máxima felicidad de cada individuo y garantizar, al propio tiempo, la máxima felicidad colectiva; por lo que cabría preguntarse si se trataba de dos objetivos contrapuestos y distintos, o simplemente complementarios. En el referido capítulo I de An Introduction to Principles of Moral and Legislation, Bentham reduce a sus justos términos el sentido y significado de los “intereses generales” o “intereses de la comunidad”, al asegurar: “El interés de la comunidad es una de las expresiones más generales que puedan darse en el vocabulario moral, por lo cual no es de extrañarse que a menudo pierda su sentido. Cuando posee sentido es éste: la comunidad es un cuerpo ficticio, compuesto por las personas individuales que se consideran miembros suyos. Entonces ¿qué es el interés de la comunidad?: la suma de los intereses de los diversos individuos que la componen”.

Resulta palmario el interés por parte de Bentham de preservar al individuo libre de las exigencias derivadas de entidades superpuestas y ficticias, distintas de las personas particulares y reales. Hasta tal punto llega Bentham a estimar los derechos inalienables de todo individuo a perseguir sus propios fines y buscar la felicidad por sus propios medios, que hace de ello una de las metas inexcusables de la ética. Lo cual, no obstante, no significa poner el “egoísmo” en lugar del altruismo o el universalismo, sino sustituir o suprimir el paternalismo en la medida de lo posible. En este sentido, afirmará Bentham que nadie sabe como uno mismo lo que le hace feliz, por lo que nadie como uno mismo puede buscar y asegurar su propia felicidad.

Ahora bien, ¿significa esto que en la persecución de la propia felicidad uno pueda lícita y moralmente desestimar, obstaculizar u obstruir la

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felicidad de los demás, y que sea sólo tarea del legislador, no de la ética, ocuparse de la armonización de los intereses generales? Al respecto Bentham plantea: “La ética puede ser denominada el arte de cumplir con los deberes para con uno mismo, y la cualidad que un hombre manifiesta mediante el cumplimiento de esta rama del deber (si deber puede llamársele) es la de la prudencia. En la medida en que su felicidad y la de cualquier otra persona o personas cuyos intereses se consideren dependa de formas de conducta que puedan afectar a quienes le rodean, puede decirse que tiene un deber para con los demás o, por usar una expresión un tanto anticuada, un deber para con el prójimo. La ética, pues, en la medida en que es el arte de dirigir las acciones del hombre en este sentido, puede ser denominada el arte de cumplir nuestros deberes para con nuestro prójimo. (Bentham, An Introduction to the Principles of Moral and Legislation).

John Stuart Mill ha de ser considerado como el perfeccionador de la filosofía utilitarista. De sus obras, El utilitarismo (1863) constituye con toda seguridad su obra más importante desde el punto de vista de la filosofía moral, seguida muy de cerca por Sobre la libertad (1859) y un poco más lejos por Consideraciones sobre el gobierno representativo (1861), Tres ensayos sobre la religión (1874), Principios de economía política (1848), Capítulos sobre el socialismo (1876), etc.

Para comprender el pensamiento ético de Mill es necesario percatarse de qué tipo de felicidad está hablando cuando la propone como criterio último a tenor del cual han de ser juzgadas las acciones. El capítulo II de El utilitarismo nos pone en la pista sobre ello. Allí afirma: “El credo que acepta como fundamento la utilidad, o principio de la mayor felicidad, mantiene que las acciones son correctas en la medida en que tienden a promover la felicidad, incorrectas en cuanto tienden a producir lo contrario a la felicidad”.

Habrá que tener en cuenta que no se habla, como puntualizó Mill, de la felicidad de los “puercos” sino de la felicidad de los humanos. Así, quienes han criticado a Epicuro, o pudieran criticar a Mill, como postuladores de una doctrina rastrera propia para puercos yerran totalmente: “Resulta degradante la comparación de la vida epicúrea con la de las bestias precisamente porque los placeres de una bestia no satisfacen la concepción de felicidad de un ser humano. Los seres humanos poseen facultades más elevadas que los apetitos animales y una vez que son conscientes de su existencia no consideran como felicidad nada que no incluya la gratificación de aquellas facultades” (Mill, El utilitarismo).

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Los seres humanos para Mill son seres que poseen un sentido de la dignidad en mayor o menor grado. Para muchos críticos de Mill, este sentido de la dignidad o de autorrespeto parecería suponer precisamente la renuncia a la felicidad. Mill, por el contrario, está tan deseoso de afirmar que la felicidad del hombre es una felicidad peculiar, propia de un ser autodesarrollado, ilustrado, libre, en pleno ejercicio de sus facultades intelectuales, con sentido de su dignidad, como de afirmar que esos ingredientes, precisamente: autodesarrollo, autorrespeto, sentido de la dignidad propia, etc., constituyen la parte más valiosa de la felicidad; es decir, no la acompañan, no la suponen, no se derivan de la felicidad, son la felicidad.

Se le ha imputado al utilitarismo la “no distinción entre personas”, debido a que supuestamente para el utilitarismo sólo existe un enorme montón de deseos cuya maximización ha de ser conseguida, cuando desde el punto de vista que Mill postula, por el contrario, la exigencia del componente de la dignidad a fin de ser felices incluye el respeto por los demás y por uno mismo. Son significativos en este sentido dos aspectos de la doctrina contenida en El utilitarismo: a) su distinción entre felicidad y contento y b) su introducción de la noción de la calidad de los placeres.

La felicidad supone el goce solidario experimentado por personas autodesarrolladas, libres y dignas, mientras que el contento no exige sino la mera conformidad, la aceptación de cualquier estado de cosas en alguna medida “gratificante”, por degradante o humillante que resulte para el ser humano de que se trate, o para sus semejantes. El contento sería algo semejante al goce experimentado por las personas que no hubieran alcanzado el grado de autonomía, de libertad, personas que no fueran enteramente “morales”, en una palabra. Vendría a resultar el contrapunto no moral de la felicidad: algo no semejante a ella, sino su opuesto y contrario.

La distinción entre la diversa calidad de los placeres abunda en este supuesto que expresa Mill de modo tajante: “Es del todo compatible con el principio de utilidad el reconocer el hecho de que algunos tipos de placer son más deseables y valiosos que otros” (Mill, El utilitarismo). Por lo tanto, no es el placer considerado indiscriminadamente el objetivo a perseguir por el utilitarismo en la versión que Mill ofrece, sino un placer “cualificado” que produzca individuos autosatisfechos, autorrespetados y con sentido de la dignidad propia.

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Un aspecto de carácter polémico entre los especialistas está referido al tema de hasta qué punto cometió Mill la falacia naturalista como Moore pretende. Para dilucidar esta cuestión abordaremos la relación entre lo deseado y lo deseable. En ética, lo deseado podría considerarse como perteneciente al mundo de los hechos y las descripciones, mientras que lo deseable se inscribe en el mundo de los valores y las prescripciones. Mill buscó un tipo de puente entre deseado y deseable. Desde su punto de vista, la felicidad deseable no es sino la felicidad deseada por los individuos autónomos, libres y autodesarrollados que él toma como modelo de la naturaleza humana educada y madura. La “felicidad” aparece como sinónimo de “felicidad moral”, la felicidad

deseada es el fundamento de la felicidad deseable, pues el mundo de los valores no puede proceder de un mundo de nociones apriorísticas, ni equivalen a cualidades “no naturales”, sino generarse o emerger directamente de las actitudes cualificadas de los seres humanos. Así, la idea del ser humano como ser en progreso y desarrollo hace que Mill encuentre en el es de la facticidad el nexo adecuado que enlaza el mundo de los hechos con el debe de la prescriptividad. Lo que los seres humanos llegan a ser cuando se desarrollan libre e ilustradamente, eso es lo que los seres humanos deben llegar a ser.

El gran reto que se le presentaba a John Stuart Mill era el de conciliar el desarrollo de la autonomía individual con la solidaridad en el disfrute de los bienes producidos por todos. Habría que afirmar que para Mill no solamente la mayor felicidad de cada persona radica en la mayor felicidad de todo el mundo sino que la felicidad de todo el conjunto sólo es posible si cada persona en particular es tratada como un ser libre, autónomo e irrepetible.

La tensión minorías-mayorías, individuo-sociedad, libertad-solidaridad, constituye el tema recurrente de la filosofía moral y política de Mill. El intento de hacer justicia a las demandas de ambas partes realizado por Mill, sin sacrificar ni los intereses individuales a los del conjunto, ni los del conjunto a los caprichos o intereses puramente individuales, constituye uno de los mayores esfuerzos históricos por ser justo con las exigencias de las partes en litigio. Por todo lo cual, no alcanza a Mill, la mayor parte de las críticas contemporáneas que prefieren elegir, como fácilmente refutable oponente, un utilitarismo primitivo y sin matizaciones que Mill nunca defendió, y que ofende a la más elemental sensibilidad respecto a los derechos individuales de las personas.

Mill postuló la defensa de los derechos de todos los seres humanos relativos a tener una opinión propia, que pudieran difundir y defender, a

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ser dueños de sus vidas, sus cuerpos y sus mentes sin que ningún Estado o institución social puedan arrogarse la función paternalista de velar por la felicidad particular de los individuos, limitando las restricciones de la libertad a aquellos casos en que vaya en detrimento de las libertades o el bienestar ajeno, al tiempo que postulaba una propuesta original en favor del goce solidario, o libertad solidaria, consistente en afianzar las relaciones de solidaridad de tal suerte que, mediante un proceso de educación de los pueblos, logremos de ellos que se desarrollen libremente los movimientos espontáneos de cooperación, que generen a la larga una sociedad solidaria y libre. La religión de la humanidad, propuesta por Mill, intenta fomentar el

sentido de unidad con el género humano y un profundo sentimiento por el bien común, inculcándose así una “moralidad fundamentada en amplias y prudentes opiniones sobre el bien común, sin sacrificar totalmente los derechos del individuo en favor de la comunidad, ni los de la comunidad en favor del individuo: una moralidad que reconozca, de una parte, los compromisos del deber y, de otra, los de la libertad y la espontaneidad, ejercería su poder en las naturalezas mejor dotadas, despertando en ellas las virtudes de la generosidad y de la benevolencia, además de la pasión por alcanzar altísimos ideales” (Mill, La utilidad de la religión).

5. LA ÉTICA ANALÍTICA.

La filosofía moral analítica comienza con G. E. Moore (1873-1958). Comienza, concretamente, en 1903 con sus Principia Ethica. Dicha filosofía moral es una especie de un género filosófico más amplio: el del “análisis” o la “filosofía analítica”. La filosofía analítica es, ante todo, una tendencia y una continuidad con una manera de hacer filosofía. La tendencia es la de orientarse partiendo de datos simples y construir, paso a paso desde ellos, mediante el instrumental lógico-lingüístico. Es una continuidad de la tradición empirista en cuanto que desconfía de las generalizaciones, las totalizaciones rápidas o poco detalladas y del valor constructivo de lo apriorístico.

Moore aplicó el análisis a la moral. Así rompía con la escuela metafísica que le era contemporánea y que disolvía la ética en la metafísica. La moral, para ésta, no sería sino una parte de la metafísica: la realización de un bien por medio del ajuste al mundo. Moore, por tanto, comenzará su ética atacando directamente al naturalismo ético en el que se incluye no sólo la metafísica clásica sino el empirismo no menos clásico. Al naturalismo ético le acusará de haber cometido la “falacia naturalista”.

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Falacia que consiste en intentar deducir proposiciones morales de otras que se supone que no son morales.

La falacia naturalista, de manera más concreta, no es sino definir lo que es bueno en términos de propiedades naturales (“lo que da placer”, “lo que aprueba la mayoría”, “lo que reporta más utilidad”, etc.). Dicho de otra manera: confunde el es atributivo con el es de la identidad. Porque el placer sea bueno (es atributivo) no se sigue que lo bueno sea (es de identidad) lo placentero. Necesitamos, primero, según Moore, saber qué es lo bueno. En su intento de definición, Moore llegará a la conclusión de que lo bueno no es definible sino que se trata de una cualidad simple, que no es natural y que se conoce de modo directo a modo de intuición.

La ética de Moore, en consecuencia, no es naturalista puesto que la bondad, que es objeto principal de la ética, no es cualidad natural; es decir, no existe en el tiempo ni se encuentra en la experiencia sensible. Pero tampoco se puede definir en términos de cualidades no naturales, lo cual sería caer en un error metafísico. No queda, por tanto, más alternativa que la intuición de una cualidad que no es, sin embargo, natural. El emotivismo sucederá al intuicionismo. Tiene el emotivismo, a su vez,

un antecedente decisivo en el Tractatus de L. Wittgenstein (1889-1951), propagador de los ecos de Moore en el campo de la ética. En la referida obra, Wittgenstein proclama lo siguiente. “Es claro que la ética no se puede expresar. La ética es trascendental. (Ética y estética son lo mismo)”. Dicho en otras palabras: las proposiciones sobre el mundo no nos permiten hablar sobre la ética puesto que no son valorativas sino fácticas. La ética, además, atañe al sujeto y no a los objetos del mundo, incluye todo lo valorativo. Wittgenstein ha puesto las bases no sólo para evitar caer en la falacia naturalista sino para mucho más: para convertirla en el eje de lo que distingue lo que es la moral de lo que no lo es.

Resulta procedente hablar de dos períodos en la filosofía wittgensteiniana. A cada uno de dichos períodos le correspondería una diversa concepción de la ética. La primera época, la que excluye la ética del lenguaje, será la que mayor influencia ejercerá por lo que, paradógicamente, la eliminación wittgensteiniana del lenguaje moral será la raíz de no poco lenguaje sobre la moral. De ética, efectivamente, bien poco habló Wittgenstein I. Sólo algunas frases en el Tractatus y la impartición de una breve conferencia sobre ética. Por distintas que sean las dos épocas en cuestión hay, sin embargo, aspectos que son comunes. Wittgenstein nunca estableció tesis alguna sobre la moral. Primero,

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porque en Wittgenstein I la moral es indecible y en Wittgenstein II porque sólo es discernible como un juego de lenguaje que hay que jugar. Y, segundo, porque en ninguno de “los” Wittgenstein hay filosofía en el sentido sustantivo de la palabra. Quiere Wittgenstein que las cosas se muestren por sí mismas.

La ética estará presente en Wittgenstein II como juego de lenguaje distinto a otros como podría ser, por ejemplo, el científico. La obra de Wittgenstein fue un excelente punto de partida para el emotivismo. Wittgenstein ofrecía al emotivismo una teoría del lenguaje que dejaba la moral fuera del campo de los hechos. Y era ésta, justamente, una doctrina pronta a ser recibida por el neopositivismo en general y por el Círculo de Viena en particular. La moral, así, no sería ni verdadera ni falsa al no estar en el terreno de los hechos. De esta manera, el emotivismo tendrá en Wittgenstein el esquema central que forma parte de su esquema conceptual. El emotivismo tiene en Wittgenstein un punto de apoyo innegable.

¿Qué es el emotivismo? Emotivismo viene de emoción y a pesar de que emoción, sentimiento o pasión son palabras con significados distintos no es raro verlas usadas como sinónimos en la tradición. Para la teoría ética conocida con el nombre de emotivismo, se trata de preguntarse qué relación guardan las palabras con las acciones morales y responder, si se es emotivista, que la relación es esencialmente emotiva. Y por tal se entiende que no es una relación intelectual, es decir, cognoscitiva. R. Carnap y B. Russell se encuentran entre los representantes más destacados del emotivismo, aunque fueron A. Ayer y Ch. Stevenson los que formularon con mayor claridad los presupuestos de esta corriente. Ayer, en su célebre “Lenguaje, verdad y lógica”, expone con sencillez y convicción su tesis emotivista. Su dilema se puede exponer así: los juicios aparentes de valor si son significativos (cognoscitivos) son proposiciones reales y si no son proposiciones científicas son expresiones de sentimientos o emociones que, en cuanto tales, no son susceptibles de verdad o falsedad. Desde esta perspectiva analiza Ayer los términos éticos de los que constan los juicios éticos. El resultado, para Ayer, consistirá en afirmar que no existen, en verdad, tales juicios o proposiciones. En realidad, se trata de pseudojuicios y pseudoproposiciones.

La teoría de Ayer es quizás la formulación más simple y cruda del emotivismo, partiendo de la noción neopositivista de las proposiciones

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significativas. Estas o son analíticas o son empíricas. Como las evaluaciones morales no caerían en ninguno de los dos campos, serían literalmente, carentes de significado cognoscitivo. Las llamadas proposiciones éticas serían, por un lado, autoexpresivas y, por otro, persuasivas en el sentido de influenciar la conducta de los demás.

Se cita a Ch. Stevenson como el punto culminante del emotivismo. Este alcanzaría, con Stevenson, su cenit en cuanto a perfección y sofisticación. En una primera aproximación habrá que decir que la noción fundamental de Stevenson es que la valoración no se reduce a los conocimientos. Que no hay, en suma, hilación lógica entre las emociones o actitudes morales y las expresiones cognoscitivas. Esto era esencial al emotivismo. Y esto lo defenderá pacientemente Stevenson. Asimismo, la delimitación cuidadosa entre la ética y la metaética es terminante. Desde su perspectiva, aunque las cuestiones de tipo normativo constituyen, sin duda, la parte más importante de la ética y ocupan gran parte del quehacer profesional de los legisladores, editorialistas, novelistas, sacerdotes y filósofos morales, tales cuestiones deben quedar, para el emotivismo, sin respuesta. Al igual que en Ayer, la neutralidad del análisis ha de ser salvaguardada contra toda interferencia subjetiva.

El emotivismo es el esfuerzo metaético que busca explicar la acción moral sin caer en los supuestos fallos del cognitivismo, tanto del que afirma que los predicados morales son cualidades naturales como del que afirma que son no naturales. R. Hare marcará con su prescriptivismo una nueva época más allá del emotivismo. Con éste comparte la idea de que hay que rechazar el descriptivismo como insuficiente para explicar el comportamiento moral. Si quisiéramos dar, rápidamente, una visión de las ideas de Hare tendríamos que decir lo siguiente: los juicios de valor implican imperativos y son universales. Y, por otra parte, son racionales en cuanto que hay principios que proveen una razón al juicio moral en cuestión. Todo ello preservando la autonomía de la moral y evitando, así, caer en la falacia señalada por Moore. La moral es autónoma, puesto que no se derivan conclusiones morales desde premisas fácticas.

En 1952, R. Hare publicó su primer y decisivo libro “El Lenguaje de la Moral”. Desde su aparición, este texto se convirtió en punto de referencia en la filosofía moral. En ese trabajo aparecen los tres rasgos

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que constituyen la base del sistema de Hare. Son estos supuestos fundamentales los siguientes: Los juicios morales son una especie de un género mayor y que no es otro sino el de los juicios prescriptivos. En segundo lugar, la característica que diferenciará a los juicios morales del resto de los juicios prescriptivos es que los morales son universalizables de una singular manera. Y, finalmente, es posible el razonamiento o argumentación moral dado que es posible la relación lógica en los juicios prescriptivos.

La ética analítica constituye una tendencia formalista en la filosofía moral del siglo XX que reduce el campo de lo ético al análisis lógico del lenguaje moral. Examinando este último como una construcción “neutral”, significativa por sí misma y fuera de la correlación con el lado objetivo de la moralidad, la ética analítica desemboca en el punto de vista del subjetivismo. Desde esta perspectiva, la moralidad realmente existente cae fuera de los marcos de la competencia científica por no someterse a la descripción rigurosa, a la generalización. Ella se relaciona con la esfera de los gustos, de las inclinaciones y preferencias personales. Para la ética analítica, las cuestiones propiamente morales han sido declaradas asuntos del arbitrio individual de las personas.

En la ética analítica, el interés teórico fundamental se concentra en torno a la correlación de los valores morales y los hechos. Pese a todas las diferencias entre sus distintas tendencias y representantes, la ética analítica postula de manera unánime la imposibilidad de reducir a hechos los juicios morales. La esfera de “los hechos” y la esfera de “los valores” están separadas entre sí de un modo absoluto, las transiciones aquí son imposibles. Este planteamiento metodológico que considera al conocimiento verdadero como carente de significación valorativa y a los problemas morales como no susceptibles de ser objeto de análisis científico, abre en la Ética el camino al relativismo, el escepticismo y el nihilismo.

En el decursar de la ética analítica, el emotivismo se planteó la tarea de hacer el análisis “científico” del lenguaje moral. Las conclusiones a que llegaron sus partidarios resultaron profundamente negativas: los juicios morales no se pueden verificar en el sentido científico de la palabra, para ellos son inaplicables los conceptos de veracidad y falsedad. Los juicios morales, por su propia naturaleza, se diferencian de los conceptos y proposiciones de la ciencia. Sobre esta base, ellos fueron declarados “pseudoconceptos” y “pseudoproposiciones”.

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Los emotivistas, en su afán de aplicar el rasero del lenguaje científico al campo de la moralidad, no repararon en que si la moral y la ciencia son diferentes formas de asimilación del mundo, sus lenguajes tienen peculiaridades distintas y son irreductibles entre sí. Mas, no hay fundamento para sacar de esta diversidad conclusiones nihilistas en relación con la moral y condenarla simplemente porque ella no es ciencia. Para esta corriente de la ética analítica, los juicios morales encierran en sí solamente una significación emotiva, expresan las tendencias emocionales, los estados de ánimo y los sentimientos del hablante. Están llamados a influir en el estado emocional del oyente, a propiciar en él determinados sentimientos y a impulsarlo a la consecución de los correspondientes actos. Desde la perspectiva emotivista, el análisis del lenguaje conduce al individualismo y el relativismo en la filosofía moral. La elección de tal o cual valor se considera justificada y las decisiones morales serán legítimas, si corresponden a determinado estado emocional. El complejo problema de la transformación de la idea en convicción y acción queda reducido a la sugestión personal.

La orientación relativista que caracterizó al intuicionismo y al emotivismo fue perdiendo popularidad. Su inutilidad e incapacidad para hacer el análisis de los procesos morales reales puso en evidencia la esterilidad de esta tendencia. Las concepciones de la ética analítica experimentaron determinada evolución, fue así que el lugar del emotivismo pasó a ser ocupado por el prescriptivismo. Los partidarios del prescriptivismo se plantearon la tarea de superar la ruptura entre la moral real y la filosofía moral, así como crear una metodología de análisis ético que pudiera asegurar el nexo con la vida. Ellos tomaron como punto de partida el lenguaje cotidiano de la moral y, a diferencia de los emotivistas, que habían reparado en él a través del prisma del lenguaje de la ciencia, se propusieron sacar a la luz la especificidad del mismo lenguaje moral.

La orientación hacia la revelación de la lógica propia del lenguaje moral permitió hasta cierto punto aliviar el extremismo de los esquemas lógico-formales del emotivismo. El prescriptivismo cambia el tono, el acento y la formulación; pero el espíritu teórico general y las conclusiones finales continuaron siendo los mismos de toda la ética analítica. El prescriptivismo permite la posibilidad de fundamentar los juicios morales. En este sentido, los razonamientos de sus partidarios se reducen a los siguientes: en los marcos de determinado medio cultural existen

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fundamentos tradicionales aceptados para las valoraciones y prescripciones morales; las prescripciones particulares pueden deducirse de principios más generales que son mutuamente admisibles; los enunciados normativos-valorativos se pueden fundamentar por medio de hechos, pero a condición de que estos mismos hechos hayan sido ya interpretados con determinada significación valorativa.

En los razonamientos anteriores está incluido no sólo el contenido básico, sino también el vicio fundamental del prescriptivismo. Sus concepciones se quedan en el terreno de la metodología característica de la ética analítica. Como realidad única y superior se reconoce el lenguaje de la propia moral, y todos los problemas se reducen al esclarecimiento de sus significados en la misma conciencia moral. Los enunciados morales se reconocen como el único dato, como el mundo auténtico de la moral. Sin embargo, la realidad social que sirve de fundamento a los juicios y los conceptos morales se desconoce o se considera como un pseudoproblema.

Si bien es verdad que desde las posiciones prescriptivistas se reconoce, dentro de ciertos límites, la significación general de los juicios morales, también resulta necesario puntualizar su inefectividad para explicar científicamente el referente objetivo de los sujetos morales y la pertinencia sociohistórica de los sistemas morales. El programa del prescriptivismo, encaminado a superar el divorcio entre la ética analítica y la moral real, no fue cumplido.

6. LA ÉTICA DE LA JUSTICIA DE JOHN RAWLS

La aparición del libro Una teoría de la justicia en 1971, causó un impacto extraordinario en el panorama editorial de teoría moral y política. Ya desde su aparición fue aclamado como la mayor aportación a la tradición anglosajona de filosofía moral y política desde J. S. Mill. El autor de este libro, John Rawls, con sede académica en la universidad de Harvard, culmina así un largo esfuerzo, esparcido en numerosos artículos anteriores, por buscarle una salida a la filosofía moral utilitarista. Salida que sólo encontraría su consumación tras una ruptura frontal con la misma: mediante la revitalización y reinterpretación de la teoría clásica del Contrato Social.

El punto de partida básico desde el que Rawls comienza a elaborar su teoría, consiste en establecer la “prioridad absoluta” de la justicia como primera virtud de las instituciones sociales. En el fondo de esta

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afirmación yace otra de las ideas básicas de su teoría: la visión de la sociedad como sistema de cooperación dirigido a la satisfacción óptima de los intereses de todos y cada uno de sus miembros.

Rawls siempre ha preferido seguir trabajando con el mismo ritmo pausado y paciente que le condujera a la sistematización de su teoría de la justicia. Puede afirmarse que todos los trabajos de Ralws posteriores a Una teoría de la justicia permiten, a modo de plantilla hermenéutica, una “nueva” lectura de tan complejo libro capaz de extraer del mismo consecuencias o desarrollos que allí apenas se dejaban entrever, no eran llevados hasta sus últimos efectos o parecían incongruentes con argumentaciones anteriores. El mérito esencial de la obra de Rawls radica en haber sabido establecer

y desarrollar con claridad meridiana lo que sin duda constituye el problema básico de la filosofía moral y política en los momentos actuales. Este no es otro que el relativo a la fundamentación racional delas bases de la convivencia social y política. O, si se quiere el tan traído y llevado problema de la legitimación del orden político.

El problema a que aquí estamos haciendo referencia gira alrededor de la clásica cuestión de la filosofía moral y política: ¿cuáles son los límites y las condiciones de posibilidad de la justificación racional de las teorías políticas y de los presupuestos normativos sobre los que se asientan? Para responder a esta pregunta, Rawls recurre a la teoría del Contrato Social. Con ello no hace sino revivir y abundar en lo que constituye el mismo origen del problema que acabamos de formular. Fue Hobbes, efectivamente, quien por primera vez suscitó el problema de legitimación y la fundamentación racional del poder de un modo moderno. La legitimación del poder y de las normas entra así, por definición, en el enunciado de toda teoría contractual, y desde Hobbes ofrece un buen conjunto de formulaciones distintas. Permanece, eso sí, el problema de ver hasta qué punto tales formulaciones son, como diría Rawls, “racionalmente aceptables y racionalmente aceptadas”. Ahí reside precisamente la originalidad de este autor: en haber intentado buscar un mecanismo de justificación de los principios básicos que regulan las instituciones sociales recurriendo a un esquema de argumentación “clásico y bien conocido”. Rawls se enmarca dentro de una determinada tradición que descansa sobre determinados presupuestos a los que él trata de dotar de una nueva fuerza argumentativa.

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Según Rawls, dado que se trata de ordenar la vida en sociedad, hemos de llegar a una concepción pública de la justicia, esto es, a una concepción que pueda ser reconocida como mutuamente aceptable por todos sus miembros, cualesquiera que sean sus posiciones sociales o intereses particulares. El problema fundamental de una teoría de la justicia reside así en la necesidad de “buscar los principios más adecuados para realizar la libertad y la igualdad, una vez que la sociedad es concebida como un sistema de cooperación entre personas libres e iguales”.1

En algunos de sus trabajos de los años ochenta, Rawls se encarga de subrayar que se trata de una teoría de justicia política, no metafísica; es decir, la pretensión de la teoría es práctica y no metafísica o epistemológica. No se busca aplicar al orden político ninguna teoría moral “general y comprehensiva”, sino una teoría moral que sea congruente con “una comprensión más profunda de nosotros mismos y de nuestras aspiraciones” y nos permita determinar que “dadas nuestra historia y las tradiciones arraigadas en nuestra vida pública, es la doctrina más razonable para nosotros”.2 No en vano se trata de una teoría diseñada para un tipo de objeto específico: la estructura básica de la sociedad, las instituciones sociales, políticas y económicas de una democracia constitucional moderna.3

Desde luego que no es John Rawls el primero ni el único que elabora una teoría en torno a la justicia. Mucho tiempo antes que él ya los jurisconsultos romanos habían definido el principio general de la justicia como “Dar a cada uno lo suyo”. Se actúa justamente cuando se da a cada uno lo suyo, e injustamente en caso contrario. Las distintas teorías de la justicia coinciden en cuanto a esa fórmula abstracta, pero tal criterio convencional no da respuesta concreta a qué es realmente lo que se debe dar. Las teorías de la justicia tratan de especificar lo que le corresponde a cada cual; es decir, intentan impartir especificidad y contenido al principio formal, agregando concreciones a ese referente abstracto.

A lo largo de la historia de Occidente ha habido tres concepciones

principales, distintas y contrapuestas, que han interpretado la justicia de manera respectiva como propiedad natural, libertad individual e igualdad social. Procedamos a caracterizarlas del modo más esencial posible.

1 ? Rawls, J. Teoría de la Justicia. Fondo de Cultura Económica, México, 1978, p. 235.2 ? “El constructivismo kantiano en la Teoría Moral”. Revista de Filosofía, 77 (1980), p. 5193 ? “La estructura básica como sujeto”. Revista trimestral de filosofía americana, XIV, (1977).

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La concepción naturalista de la justicia la entiende como proporcionalidad natural. Según ella, la justicia es una propiedad natural de las cosas que el hombre no tiene más que conocer y respetar. En tanto que naturales, las cosas son justas, y cualquier tipo de desajuste constituye una desnaturalización. Iniciada esta concepción naturalista de la justicia por los pensadores griegos hacia el siglo VI a.n.e., no conoció rival hasta bien entrado el siglo XVII.

La concepción libertaria de la justicia es fruto de la modernidad. Esta concepción introdujo novedades fundamentales en el tema de la justicia al insistir cada vez más en la importancia de la libertad como base de todos los deberes al respecto. De este modo, la justicia concebida como mero ajuste natural, pasó a convertirse en una estricta decisión moral. El hombre está por encima de la naturaleza y es la única fuente de derechos.

Si para la concepción libertaria, la justicia es esencialmente la protección de la autonomía personal, para la concepción igualitaria la justicia es esencialmente igualdad. Se hace justicia cuando se asignan recursos a las personas que más lo necesitan, con el fin de acabar las disparidades y de lograr la máxima igualdad posible. Mientras que las teorías libertarias se basan en las visiones individualistas de la vida, los igualitaristas tienden a compartir una visión más solidaria, que pide a las personas algo más que reconocer la dimensión de sorteo que tiene la vida al distribuir los beneficios y los cargos en forma desigual. La tarea de la justicia se centra en trabajar para vencer las desigualdades naturales y sociales mediante políticas altruistas racionales. John Rawls hereda todo ese acervo conceptual aportado por las diferentes teorías de la justicia y propone una construcción teórica diseñada para un tipo de objeto específico: la estructura básica de la sociedad, las instituciones sociales, políticas y económicas de una democracia constitucional moderna. El mérito esencial de la obra de Rawls radica en haber fijado su atención en lo que sin duda constituye el problema básico de la filosofía moral y política en los momentos actuales. Este no es otro que el relativo a la fundamentación racional de las bases de una convivencia social y política basada en la justicia. Rawls elabora una teoría que pretende fundamentar los principios de justicia de toda sociedad “bien ordenada”, es decir de toda sociedad que quiera actuar justamente. Para ello reconstruye la clásica teoría del contrato social postulando, como hicieran en su tiempo Hobbes, Locke o Rousseau, un supuesto y previo estado de naturaleza.

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En el referido estado o “situación originaria” los futuros ciudadanos se hallan cubiertos por un “velo de ignorancia” que les impide saber cuál será su suerte o su condición en la sociedad en que van a vivir. Tal situación de ignorancia es la garantía que les permitirá escoger imparcialmente los principios que deberán servir de guía a la sociedad justa. La argumentación de Rawls, dirigida a demostrar porqué a partir de esos supuestos, acabaríamos aceptando sus principios de la justicia, sigue dos pasos, o, si se quiere, dos estrategias metodológicas distintas. Una busca afianzar la idea de que tales principios serían “elegidos” unánimemente desde una situación heurística o posición original sujeta a determinados condicionamientos formales. Y la otra está destinada a justificar, a su vez, los condicionamientos y demás circunstancias procedimentales que se dan en la posición original y conducen casi inexorablemente a la elección de tales principios.

La posición original es una mera situación hipotética o construcción heurística, muy en la línea del “estado de naturaleza” del contractualismo clásico. Este esquema conceptual de la posición original se puede simplificar de la siguiente manera: las partes aparecen motivadas para promover su concepción del bien, pero sometidas a una serie de condicionantes formales que les fuerzan a mantenerse en el umbral de la imparcialidad. Se les presenta entonces una serie de alternativas entre distintas concepciones de la justicia, y de entre estas han de seleccionar unánimemente una de ellas.

Vamos a obviar aquí ahora todo el elenco de restricciones que operan en esta situación electiva, para fijarnos en el elemento que quizás sea más decisivo y polémico, aquel que limita el "conocimiento” y la información de las partes. Nos referimos al velo de la ignorancia, que hace posible la unánime elección de una determinada concepción de la justicia, al dejar fuera de su consideración evaluativa todos los aspectos particulares que afectan a las partes: el lugar social que ocupan, sus habilidades y dotes naturales, su concepción del bien y las particularidades de sus planes de vida, los distintos aspectos de su psicología,etc.

De lo que se trata fundamentalmente es de que toda persona, por el hecho de ubicarse detrás de las restricciones de la posición original,

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pueda hacer suyos los principios elegidos en la misma, manifestando así su autonomía plena dentro de una sociedad bien ordenada. La razón de ser del “velo de la ignorancia” no estriba sólo en representar a las partes como seres “noumenales” reducidos a su naturaleza de puros seres racionales libres e iguales, sino en poner de manifiesto también el carácter práctico y el papel social que debe cumplir toda concepción de la justicia social: constituir un punto de vista compartido por todos los ciudadanos de una determinada sociedad a pesar de las distintas convicciones morales, filosóficas o religiosas y las diversas concepciones del bien que puedan sostener en cada momento.

Ante las limitaciones que se imponen sobre el conocimiento, es difícil imaginar cómo puede operar el elemento motivacional. ¿Cómo son capaces de decidir realmente qué concepción de la justicia les es más ventajosa? No hay que olvidar que dentro de esas restricciones cada cual intenta avanzar su propio interés. Para hacer frente a esta dificultad, Rawls diseña su teoría de los bienes primarios, que son todos aquellos bienes que cabe presumir que son deseados más por exceso que por defecto, y ello como consecuencia de su instrumentalidad para satisfacer la consecución de las distintas metas o proyectos básicos, los “planes de vida”, que dotan de sentido a la existencia en sociedad y dentro de los cuales se encauza la armoniosa satisfacción de los intereses de las personas. Estos bienes primarios serían los derechos y libertades, las oportunidades y poderes, los ingresos y las riquezas, así como el autorrespeto o la autoestima.

Al decir de Rawls, los participantes en la posición original se encuentran en un típico supuesto de decisión bajo incertidumbre que favorece la maximización del mínimo; o si se quiere, la minimización del perjuicio derivado de encontrarse en la situación más desfavorable.

Esto se traduce en la preferencia por una distribución de los bienes primarios que, de hecho, tome como punto de referencia el interés de los menos aventajados (ante el temor por parte de los “contratantes” de acabar encontrándose dentro de este grupo). Otro tema son ya los ingresos y la riqueza u otros bienes socioeconómicos, respecto a los cuales se acepta una regla de distribución desigualitaria sólo si ello va en beneficio de los menos aventajados. Se presume que el estímulo de mayores ingresos y riquezas no sólo incrementaría la producción sin perjudicar a nadie, sino que saldrían todos beneficiados. De no ser así tal admisión carecería de sentido.

El resultado se concretaría, pues, en los siguientes principios:Primer principio: toda persona debe tener igual derecho al más extenso sistema total de libertades básicas iguales, compatible con un sistema similar de libertad para todos.

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Segundo principio: las desigualdades sociales y económicas deben estar ordenadas de tal forma que ambas estén:

a) dirigidas hacia el mayor beneficio del menos aventajado.b) vinculadas a cargos y posiciones abiertos a todos bajo las condiciones de una equitativa igualdad de oportunidades.

A estos principios van unidas algunas reglas de prioridad, que casi constituyen un tercer principio. Se manifiestan en la prioridad del primer principio sobre el segundo, y de la segunda parte del segundo principio, la igualdad de oportunidades, sobre la primera parte del mismo. Este orden significa que ningún principio puede intervenir a menos que los colocados previamente hayan sido satisfechos o vayan a ser aplicables. Es decir, que hasta que no se consiga el nivel adecuado en uno de los principios, el siguiente no entra en juego. Con ello la jerarquización entre distintos bienes primarios se hace evidente.

Como puede apreciarse, de hecho, los principios son tres: 1) libertad igual para todos; 2) igualdad de oportunidades; 3) el llamado “principio de la diferencia”, que ordena distribuir los bienes básicos desigualmente, de forma que los individuos menos aventajados acaben siendo los más favorecidos por el reparto. Dichos principios que configuran una concepción pública de la justicia, necesariamente acordada por los individuos reunidos en la situación originaria, deberán regir la actuación de las instituciones democráticas –legislativa, ejecutiva y judicial-. Son los mínimos que hay que aceptar como criterios de redistribución de los bienes básicos, a fin de que, a partir de esa base, los individuos puedan escoger la forma de vida que más les agrade.Queda por abordar el espinoso y debatido problema del tipo de sociedad y sistema político capaz de honrar estos principios. Rawls es tremendamente ambiguo al respecto y da pie a todo tipo de posibilidades y combinaciones entre los regímenes políticos existentes. En esencia, lo que Rawls viene a decir es, pura y simplemente, que cualquier sistema político que acepte las libertades contenidas en el primer principio y aplique una política socioeconómica dirigida a propiciar la igualdad de oportunidades y la preservación de un mínimo vital para todos los sectores sociales, podría encajar en sus criterios de la justicia.

Una vez elegidos los principios, estamos en condiciones de abordar la segunda estrategia metodológica. De lo que se trata es de buscar argumentos convincentes que nos permitan aceptar como válidos, tanto el procedimiento como los principios derivados de él. A estos efectos, Rawls introduce un elemento justificador que consiste en lo siguiente: toda persona tiene una idea intuitiva sobre la justicia que, confrontada y añadida a la de los demás,

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nos permite definirnos sobre ella. De la abstracción de estas ideas y representaciones de lo que común y cotidianamente entendemos por justicia deducimos algunos principios vagos y generales que podemos contrastar con los principios elegidos en la posición original, así como con los principales elementos que la configuran. Esta confrontación se entiende como un proceso de ajuste y reajuste continuo hasta que se logra una perfecta concordancia o conformidad entre todos ellos. En esto estriba el equilibrio reflexivo.

Con este mecanismo, Rawls no pretende, sin embargo, que estemos todos de acuerdo con todas y cada una de sus premisas, sino, simplemente, que seamos capaces de “razonar conjuntamente” sobre determinados problemas morales dentro de un determinado procedimiento donde han de ponerse a prueba los juicios éticos que intuitivamente consideramos como más razonables, ya sea porque los hemos heredado de una determinada tradición histórica, o porque son los más congruentes con un orden moral concreto del que todos participamos por una común educación, o por otro motivo. Lo que Rawls hace es proponer un modelo en el que se avanza ya un esquema que compartimos todos nosotros a la hora de razonar sobre la moral, o que, al menos podemos ser persuadidos de compartir tras una reflexión crítica.

Rawls cree que su teoría de la justicia tiene la doble virtud de respetar las opciones individuales de felicidad –algo que no debe ser regulado- y poner, al mismo tiempo, las condiciones necesarias para que estas opciones sean reales y no abstractas o formales. Piensa que las concepciones de la felicidad deben depender de preferencias individuales y no puede imponerlas ningún poder político, mientras que la concepción de la justicia debe ser la misma para todos, pues sin ella los bienes preferidos podrían ser inalcanzables para muchos, dada la desigualdad existente de hecho.

En los Estados Unidos de Norteamérica, los seguidores de un liberalismo como el que se deriva de la teoría de Rawls no son multitud. De ahí que la reacción contra sus ideas no se hiciera esperar. Vino de la misma Universidad de Harvard, la universidad donde también enseña Rawls, y de la mano de Robert Nozick, quien diseña la estructura moral del neoliberalismo.En los años transcurridos desde la aparición de “Una teoría de la justicia”, Rawls ha recibido críticas desde las más diversas tendencias de pensamiento. Sin embargo, su propuesta sobre la justicia ha tenido el mérito de haber animado hasta extremos insospechados la filosofía moral y política de nuestro tiempo, al punto que cabría hablar en la historia de las concepciones sobre la justicia de un antes y después de John Rawls.

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7. LA ÉTICA DISCURSIVA

Esta ética, surgida a comienzos de los años setenta del pasado siglo en Alemania, bajo el liderazgo intelectual de K. O. Apel y J. Habermas, se propone encarnar los valores de libertad, solidaridad y justicia a través del diálogo, como único procedimiento capaz de respetar la individualidad de las personas y, a su insoslayable dimensión solidaria. Este diálogo nos permitirá poner a prueba las normas vigentes en una sociedad y distinguir cuáles son moralmente válidas, porque realmente humanizan las relaciones interpersonales.

Apel y Habermas han designado a esta ética con diversos nombres: ética dialógica”, “ética comunicativa”, “ética de la responsabilidad solidaria”, “ética discursiva”. El primero de ellos pretende expresar el hecho de que esta ética conceda a un principio dialógico el puesto de principio moral, mientras que con la denominación “ética comunicativa” se refleja el intento de formular de nuevo la teoría moral kantiana sobre la fundamentación de normas, utilizando para ello elementos de la teoría de la comunicación. Con la expresión “ética de la responsabilidad solidaria” se sitúa esta ética en las filas de la weberiana ética de la responsabilidad que descubre en esa forma de comportamiento la actitud racional propia del logos humano.

Sin embargo, aun siendo esos nombres adecuados para la ética que nos ocupa, se ha impuesto en los últimos tiempos el de “ética discursiva”. Con él, se hace referencia a una fundamentación de la ética que recurre a una razón práctica en términos de una racionalidad consensual-comunicativa, presupuesta en el uso del lenguaje –y por tanto del pensamiento- y que accede a la reflexión a través de la racionalidad discursiva. En definitiva, el principio de esta ética se mostrará en la estructura del discurso racional, que prolonga reflexivamente el acto del habla.

Autonomía, igualdad y solidaridad son claves de la ética discursiva, que tiene sus orígenes en Kant, pero asume la idea de reconocimiento recíproco de otros pensadores (Hegel, por ejemplo). Por eso, la idea kantiana de persona, como individuo autolegislador que comprueba monológicamente la capacidad universalizadora de sus máximas, se transforma en la ética discursiva, en la idea de un ser dotado de competencia comunicativa, a quien nadie puede privar racionalmente de su derecho a defender sus pretensiones racionales mediante el diálogo.

La ética discursiva constituye una construcción filosófica que se basa en principios éticos universales y adopta una perspectiva procedimental. Desde

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ella es posible reconstruir un concepto de razón práctica que, al decir de sus partidarios, permite afrontar solidaria y universalmente las consecuencias planetarias que hoy tiene el desarrollo científico-técnico, pero también asegurar la intersubjetividad humana y hacer efectivamente posible el respeto a la diversidad.

Asimismo, la ética discursiva prolonga un proyecto ilustrado propio de la Modernidad Crítica, que no se resigna a admitir el giro instrumentalista dado fácticamente por la razón ilustrada, sino que se pronuncia a favor de la razón moral como clave para construir la historia. A tal proyecto pertenecen ideales de libertad, igualdad y fraternidad, que van a expresarse de la manera siguiente: La libertad se revelará como autonomía por parte de cuantos elevan pretensiones de validez a través de los actos de habla y están legitimados para defenderlas argumentativamente; la igualdad se fundará en el hecho de que no haya justificación trascendental alguna para establecer desigualdades entre los afectados por las decisiones de un discurso a la hora de contar efectivamente con ellos; y la fraternidad se entenderá como potenciación de las redes sociales, sin las que es imposible proteger a los individuos, porque, como recuerda Habermas, “somos lo que somos gracias a nuestra relación con otros”.

Prolongar el proyecto ilustrado en la línea descrita supone reconstruir nociones como las de racionalidad, universalidad, unidad e incondicionalidad, y la ética discursiva asume esta tarea, aunque no ya desde la filosofía del ser o de la conciencia, sino desde la pragmática del lenguaje. Desde tales ideas, así concebidas, no sólo es capaz de rechazar con fundamento cualquier acusación de dogmatismo, sino también de convertirse en uno de los pocos antídotos que hoy existen contra el dogmatismo. “Dogmático” es cualquier enunciado o mandato que se inmuniza frente a la crítica racional, y por ello el ejercicio de la crítica exige un criterio. Y es desde una racionalidad práctica –no estratégica- desde la unidad de tal razón, implícita en el mundo de la vida, desde la incondicionalidad del principio ético en ella entrañado, desde donde la ética discursiva podrá oponerse a todo dogmatismo, ofreciendo un criterio de validez que permita superar la mera vigencia fáctica. Por otra parte, el recurso a la dimensión pragmática del lenguaje posibilita evitar las unilateralidades abstractas que surgen por olvidar tal dimensión.

Según los propugnadores de la ética discursiva, frente al cientificismo, que reserva la racionalidad para el saber científico-técnico, amplía esta ética la capacidad de argumentar el ámbito ético; frente al solipsismo metódico, propio de la filosofía de la conciencia de Descartes a Husserl, que entiende la formación del juicio y la voluntad abstractamente como producto de la conciencia individual, descubre la reflexión pragmática el carácter dialógico

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de la formación de la conciencia; frente al liberalismo contractualista –expresión política del solipsismo metódico-, que entiende la justicia desde un pacto de individuos egoístas, defensores de sus derechos subjetivos, y se muestra incapaz de reconstruir las nociones de racionalidad práctica y solidaridad, revela el “socialismo pragmático” que el télos del lenguaje es el consenso y no el pacto; frente al racionalismo crítico, que desemboca en el decisionismo al negar toda posibilidad de fundamentar el conocimiento y la decisión, por tener una idea abstracta de fundamentación, muestra la pragmática formal que el método propio de la filosofía es la reflexión trascendental; frente al pensar postmoderno, que disuelve la unidad de la razón en las diferencias, abriendo la puerta al poder de cualquier fuerza que no sea la del mejor argumento, proporciona la ética comunicativa una noción de racionalidad que exige la pluralidad de formas de vida y desautoriza por irracional la violencia no argumentativa.

Entre las tareas que le corresponden a la ética discursiva se encuentra la de dirigir indirectamente la acción mediante la aplicación del principio moral. Una ética de la responsabilidad, que pretenda superar el utopismo de las éticas de la intención, debe diseñar los principios mediadores, a cuya luz han de transformarse las condiciones sociales para que el cumplimiento del principio moral sea responsablemente exigible. De esta manera, la razón moral presupone una teleología, que es menester realizar solidariamente en la historia.

En consecuencia con lo apuntado anteriormente, Apel insiste en la necesidad de dividir su ética en dos parte: la parte A tiene por objeto fundamentar racionalmente el principio ético, mientras que la parte B se ocupa en bosquejar el marco formal necesario para aplicar a la acción tal principio. Si la clave de la parte A es la fundamentación racional, la de la parte B es la responsabilidad al exigir su cumplimiento. Si la parte A nos revela el télos del lenguaje, la parte B nos exige mediar la razón moral con la estratégica al hilo de una teleología moral. Por eso la ética discursiva ordena su tarea en dos partes: una dedicada a la fundamentación (al descubrimiento del principio ético) y otra, a la aplicación del mismo a la vida cotidiana.

En su parte A, fundamentación del principio ético, la ética discursiva se esfuerza en descubrir los presupuestos que hacen racional la argumentación sobre normas, de manera que el diálogo tenga sentido, como una búsqueda cooperativa de la justicia y la corrección. En esa búsqueda, esta ética llega a conclusiones en las que postula que cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas tiene que presuponer:

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1) Que todos los seres capaces de comunicarse son interlocutores válidos –es decir, personas- y que, por tanto, cuando se dialoga sobre normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y defendidos, de ser posible, por ellos mismos. Excluir del diálogo a cualquier afectado por la norma desvirtúa el presunto diálogo y lo convierte en una farsa.2) Que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta, sino sólo el que se atenga a unas reglas determinadas, que permitan celebrarlo en condiciones de simetría entre los interlocutores. A este diálogo llamamos "discurso” .

Las reglas del discurso son fundamentalmente las siguientes:- “Cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el discurso”.- “Cualquiera puede problematizar cualquier afirmación”.- “Cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades”.- “No puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos, establecidos en las reglas anteriores, mediante coacción interna o externa al discurso”. (1)3) Ahora bien, para comprobar, tras el discurso, si la norma es correcta, habrá de atenerse a dos principios:- El principio de la universalización, que es una reformulación dialógica del imperativo kantiano de la universalidad, y dice así:“Una norma será válida cuando todos los afectados por ella puedan aceptar libremente las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían, previsiblemente, de su cumplimiento general para la satisfacción de los intereses de cada uno”.- El principio de la ética del discurso, según el cual:“Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico”. (2)Por lo tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por ella están de acuerdo en darle su consentimiento, porque satisface, no los intereses de un grupo o de un individuo, sino intereses universalizables. Con lo cual, el acuerdo o consenso al que lleguemos diferiría totalmente de los pactos estratégicos, de las negociaciones. Porque en una negociación los interlocutores se instrumentalizan recíprocamente para alcanzar cada uno de sus metas individuales, mientras que en un diálogo se aprecian recíprocamente como interlocutores igualmente facultados, y tratan de llegar a un acuerdo que satisfaga intereses universalizables. La meta de la negociación es el pacto de intereses particulares; la meta del diálogo, la satisfacción de intereses universalizables, y por eso la racionalidad de los pactos es instrumental, mientras que la racionalidad presente en los diálogos es comunicativa.

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La parte B de la ética discursiva se concreta como ética aplicada. A fin de entender la especificidad de esa aplicación, tengamos presente que el discurso referido con anterioridad tiene un carácter ideal, bastante distinto de los diálogos reales, que suelen darse en condiciones de asimetría y coacción. En ellos, los participantes no buscan satisfacer intereses universalizables, sino individuales y grupales. Sin embargo, cualquiera que argumenta en serio sobre la corrección de normas morales presupone que ese discurso ideal es posible y necesario, y por eso la situación ideal de habla a la que nos hemos referido es una idea regulativa, es decir, una meta para nuestros diálogos reales y un (1) J.Habermas. Conciencia moral y acción comunicativa. Pp.112 y 113).(2) Idem. Pp. 116 y 117. criterio para criticarlos cuando no se ajustan al ideal.

Urge, pues, tomar en serio en las distintas esferas de la vida social la idea de que todas las personas son interlocutores válidos, que han de ser tenidas en cuenta en las decisiones que les afectan, de modo que puedan participar en ellas tras un diálogo celebrado en las condiciones más próximas posible a la simetría, y que serán decisiones moralmente correctas, no las que se tomen por mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de los afectados están dispuestos a dar su consentimiento, porque satisfacen intereses universalizables. Una aplicación semejante da lugar a las llamadas éticas aplicadas que hoy en día cubren diversidad de ámbitos referidos a la economía, la política, la ciencia, la tecnología, la ecología, la ingeniería genética, la información y las profesiones.

La ética discursiva se presenta como deontológica, en la medida en que se ocupa de la vertiente normativa del fenómeno moral y prescinde de las cuestiones referentes a la felicidad y la vida buena. Los enunciados normativos constituyen su objeto –no los evaluativos- porque componen la dimensión universalizable del fenómeno moral: proyectar ideales de vida buena es cosa de los individuos y los grupos –de la eticidad concreta-, porque las formas de vida son inconmensurables, pero precisamente la defensa de un pluralismo semejante exige eludir el relativismo, el contextualismo o el irracionalismo ético, fundamentando racionalmente principios universales de la justicia; un mínimo normativo universal es necesario para posibilitar el pluralismo de las formas de vida. Sin embargo, el deontologismo de la ética discursiva no la alinea en las filas de la kantiana ética de la intención, ajena a las consecuencias, porque en el mismo principio de esta ética aparece entrañado el consecuencialismo.

El presupuesto de una teleología moral que debe realizarse en la historia permite a la ética discursiva repasar las pretensiones de una ética que se limita

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a ofrecer un procedimiento para la legitimación de normas y le capacita para construir una filosofía moral, apta para hablar de valores, de móviles y de actitudes. La ética discursiva será deontológica por teleológica y desde esta perspectiva se difuminarán los límites entre éticas deontológicas y teleológicas, sustancialistas y procedimentalistas, de normas y de virtudes.

La ética discursiva es una ética universalista, pero en ella el principio de universalización –de igual modo que en Kant- no es el principio moral, sino una regla de la argumentación, mediante la que comprobamos que el principio ético se aplica correctamente. Sin embargo, frente a la formulación kantiana del imperativo de la universalización, el principio de esta ética llevará incorporado el consecuencialismo en su mismo seno, al postular que cada norma válida habrá de satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se seguirían de su acatamiento universal para la satisfacción de los intereses de cada uno puedan resultar aceptados por todos los afectados.

Nos encontramos, pues, con una reformulación del imperativo kantiano de la universalización, en la que se expresa una razón dialógica, y cuya prueba de fuego no es la contradicción con el pensamiento, sino con el querer las consecuencias que se seguirían en el caso de que la norma entrara en vigor. La voluntad racional, lo que “todos podrían querer”, sigue siendo el criterio para legitimizar normas morales, pero desde el diálogo real y el cálculo de las consecuencias. Semejante norma nos dirá quienes son todos los incluidos en el concepto de voluntad racional que no serán todos los seres racionales y no serán todos los participantes de facto en el diálogo, sino todos los afectados por la entrada en vigor de la norma.

La ética discursiva se autoinserta en la taxonomía ética como cognitivista, deontológica, formal y universalista. Desde las posiciones de esta ética, el cognitivismo enraizará como argumentación racional acerca de la corrección de las normas prácticas, el deontologismo estará preñado de teleologismo, el formalismo dará lugar a una ética de actitudes y el universalismo no pretenderá en modo alguno homogeneidad. La ética discursiva sabe que no es lo suyo prescribir formas concretas de vida, ideales de felicidad, modelos de virtud, sino proporcionar aquellos procedimientos que nos permiten legitimar normas y, por tanto, prescribirlas con una validez universal. La ética discursiva, adentrándose en los vericuetos de la lógica del discurso práctico, descubre reglas necesarias de reconocimiento recíproco entre los interlocutores, e incluso la configuración contrafácticamente presupuesta, de una situación ideal de habla, que diseña las condiciones ideales de la racionalidad. Asimismo, el principio de la ética discursiva hace depender la

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validez de toda norma del consenso racional entre los afectados por ella, un consenso en que se muestra la coincidencia entre los intereses individuales y los universales.

8. LA ÉTICA COMUNITARIA

A partir de la década de los ochenta del pasado siglo, se extiende el uso del término “comunitarismo” entre los estudiosos de la Ética, especialmente en el ámbito anglosajón. Algunos filósofos de la moral y de la política como A. MacIntyre, Ch. Taylor, M. Sandel y M. Walzer son a menudo calificados como comunitaristas, sin que ellos mismos hayan aceptado explícitamente una calificación semejante. Son autores muy distintos en muchos aspectos, pero todos coinciden en una idea básica: la filosofía moral y política de nuestro tiempo debe romper con el esquema universalista de la ilustración. Nuestras raíces morales son más diversas de lo que prejuzgan los valores racionalistas ilustrados –libertad, igualdad y fraternidad- o el cómputo de derechos humanos. Esos principios abstractos y universales, por otra parte, no consiguen movernos a actuar, cuando la acción es el objetivo último de la moral. Conviene pues, cambiar de modelo y pensar o reconstruir “nuestra” Moral, descubrir sus raíces concretas y los vínculos que realmente nos unen con los otros.

Entre los muchos y variados comunitaristas se puede encontrar cierto “aire de familia”, en cuanto a que ellos han elaborado críticas al individualismo contemporáneo y han insistido en el valor de los vínculos comunitarios como fuente de la identidad personal. Estamos, por consiguiente, ante una denominación genérica que abarca en su seno a autores muy heterogéneos, tanto en lo que se refiere a las fuentes de inspiración- en unos casos es Aristóteles, en otros es Hegel-como en lo referente a las propuestas políticas de transformación de la sociedad, unos son conservadores, otros reformistas y otros radicales. En principio, el comunitarismo ético contemporáneo constituye una réplica al liberalismo, o al menos a ciertas variantes del mismo que producen efectos considerados como indeseables: individualismo, desarraigo afectivo, devaluación de los lazos interpersonales y pérdida de la identidad cultural.

En el libro Tras la virtud, MacIntyre no se anda con rodeos: El proyecto ilustrado ha sido un fracaso porque dependía de un supuesto falso, el supuesto de que teníamos una concepción definida y clara de la persona. No era así. A diferencia de los griegos que entendieron al hombre libre como

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ciudadano, o de los filósofos cristianos que lo concebían como criatura divina, los modernos partieron de un individualismo en el que el único atributo de la persona era su libertad para poseer y escoger su propia vida. Desde tal perspectiva es difícil construir una noción común de justicia convincente, satisfactoria y racional. MacIntyre entiende que hace falta algo más que el supuesto y enigmático “Estado de naturaleza” para justificar las obligaciones morales. Ese algo más puede proporcionarlo una religión, una ideología, algo que provoque la adhesión y la agregación de las voluntades humanas. Los derechos fundamentales, porque pretender valer para toda la humanidad, no cumplen desgraciadamente esa función.

De un modo similar discurre Sandel, en una crítica profunda a las concepciones de Rawls, en su libro Liberalism and the Limits of Justice. También aquí lo que centra las críticas es la idea de persona. Aunque Rawls dice partir de una concepción de la persona en la que confluyen el individualismo y el altruismo, en realidad –le objeta Sandel su punto de partida es “liberal e individualista”: el desinterés mutuo y la ausencia de sentimientos comunitarios como la benevolencia y el altruismo es lo que caracteriza a las personas que deben decidir sobre los criterios de la justicia. Es esa concepción individualista y liberal la que lleva a pensar en la justicia distributiva como la virtud fundamental de la sociedad. Tampoco la concepción de Nozick es acertada. Si Rawls parte de un sujeto desposeído, sin otros bienes que aquellos que por justicia le corresponde, Nozick, por su parte, es víctima de una concepción del sujeto, en la que éste y sus méritos son una misma cosa. ¿No sería más sencillo –concluye Sandel- si en lugar de contemplarnos como sujetos individuales, lo hiciéramos como participantes de una identidad: familia, clase, nación, religión? Sabemos qué significa defender intereses sociales concretos. No sabemos, en cambio, qué es servir al interés social en general.

En suma, el individuo que actúa con vistas a unos fines, no puede ser visto independientemente de la comunidad a la que pertenece. Para saber qué fines tengo o debo tener, debo saber antes quién soy, de dónde vengo, cómo han ido calando en mí las valoraciones que constituyen mi cultura moral. Los comunitaristas no aceptan que el problema moral se solvente definiendo lo justo, pues no hay forma de descubrir qué es justo sin saber de antemano, o al mismo tiempo, qué es bueno para nosotros. El liberalismo proyecta un supuesto Estado de naturaleza para deducir de él los contenidos de la justicia. El comunitarismo invierte los términos: cree que la justicia no es deducible de hipótesis imaginarias, sino de nuestras concepciones reales del bien. Dicho hegelianamente: sin “eticidad” no hay “moralidad”.

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Por ese camino transita Charles Taylor que ve con escepticismo que los conceptos universales sirvan para orientarnos moralmente. Sólo el intercambio social, la relación con los otros, el choque incluso de distintas concepciones del bien, nos permiten entender el significado moral. Pues los valores superiores que compartimos no son nada desligados de los valores de la comunidad en que vivimos y en la que adquiere uso nuestro bagaje valorativo. Dicho de otra forma: Kant queda incompleto sin Aristóteles. No sólo hacen falta principios, también son necesarias las virtudes. Sin las llamadas virtudes cívicas o virtudes republicanas no podrá lograrse la cohesión social y moral indispensable para convivir pacífica y justamente. Michael Walzer, a su vez, relativiza la noción de justicia. Aduce que no todos los bienes son iguales ni todos merecen una igual distribución. La igualdad que buscamos es una igualdad compleja, para alcanzarla hay que compartir antes el sentido de lo que es bueno para la comunidad. Para los comunitaristas, la noción de lo bueno es condición para decidir lo justo.

Más allá del liberalismo, el comunitarismo ofrece, en ocasiones, una crítica o incluso un complemento a teorías excesivamente especulativas y abstractas, y un tanto anacrónicas por el prejuicio individualista que las sustenta. Pero el sesgo que proponen hacia la comunidad puede ser conservador. En efecto, el individuo comunitario está hecho de tradiciones, tiene una identidad cultural o religiosa, es inseparable del territorio. No es que toda tendencia a conservar el pasado sea desechable sin más, pero lo es si ese pasado sólo vale por su capacidad para unir a los individuos. Por otra parte, y ése es el lado bueno del comunitarismo, la insistencia en la necesidad de compartir concepciones de lo bueno pone de relieve el papel de la socialización y de la educación hacia unos fines mínimamente claros para que la ética no se nutra sólo de conceptos vacíos.

Las críticas comunitaristas al pensamiento liberal pueden resumirse en cinco puntos: 1) Los liberales devalúan, descuidan y socavan los compromisos con la propia comunidad, no obstante que la comunidad es un ingrediente irremplazable en la vida buena de los seres humanos. 2) El liberalismo minusvalora la vida política, puesto que contempla la asociación política como un bien puramente instrumental, y por ello ignora la importancia fundamental de la participación plena en la comunidad política para la vida buena de las personas. 3) El pensamiento liberal no da cuenta de la importancia de ciertas obligaciones y compromisos –aquellos que no son elegidos o contraídos explícitamente por un contrato o por una promesa- tales como las obligaciones familiares y las de apoyo a la propia comunidad o país.

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4) El liberalismo presupone una concepción defectuosa de la persona, porque no es capaz de reconocer que el ser humano está “instalado” en los compromisos y en los valores comunitarios, que le constituyen parcialmente a él mismo, y que no son objeto de elección alguna. 5) La filosofía política liberal exalta erróneamente la virtud de la justicia como la primera virtud de las instituciones sociales y no se da cuenta de que, en el mejor de los casos, la justicia es una virtud reparadora, sólo necesaria en circunstancias en las que ha hecho quiebra la virtud más elevada de la comunidad.

Estas críticas que los comunitaristas han venido haciendo a las teorías liberales han sido atendidas en gran medida por los más relevantes teóricos del liberalismo de los últimos años, como J. Rawls, R. Dworkin, R. Rorty y J. Paz, entre otros. De hecho, la evolución interna del pensamiento de algunos de ellos –particularmente del de Rawls, a quien se considera generalmente como el paradigma del nuevo liberalismo ético- se puede interpretar como un intento de asumir las críticas comunitaristas rectificando algunos puntos de sus propuestas anteriores. No obstante, un análisis detallado de los textos comunitaristas muestra que la mayor parte de las ideas que se rechazan en ellos también serían rechazados por la mayor parte de los liberales.Los argumentos críticos que esgrimen los autores considerados comunitaristas frente al liberalismo contemporáneo son, en realidad, argumentos recurrentes, que no dejan de ponerse sobre el tapete periódicamente (bajo una u otra denominación) para expresar el descontento que aparece en las sociedades liberales cuando se alcanza en ellas cierto grado de desarraigo de las personas respecto a las comunidades familiares y locales. El comunitarismo no sería otra cosa que un rasgo intermitente del propio liberalismo, una señal de alarma que se dispara de tarde en tarde para corregir ciertas consecuencias indeseables que aparecen inevitablemente en la larga marcha de la humanidad en pos de un mundo menos alienante.

Los comunitaristas tienen parte de razón cuando exponen los dos principales argumentos que poseen en contra del liberalismo. El primero defiende que la teoría política liberal representa exactamente la práctica social liberal, es decir, consagra en la teoría un modelo asocial de sociedad, una sociedad en la que viven individuos radicalmente aislados, egoístas racionales, hombres y mujeres protegidos y divididos por sus derechos inalienables que buscan asegurar su propio egoísmo. Este argumento es repetido con diversas variantes por todos los comunitarismos contemporáneos.

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El segundo argumento mantiene que la teoría liberal desfigura la vida real. El mundo no es ni puede ser como los liberales dicen que es: hombres y mujeres desligados de todo tipo de lazos sociales, literalmente sin compromisos, cada cual el solo y único inventor de su propia vida, sin criterios ni patrones comunes para guiar la invención. No hay tales figuras míticas, cada uno nace de unos padres; y luego tiene amigos, parientes, vecinos, compañeros de trabajo y conciudadanos; todos esos vínculos, de hecho, más bien no se eligen, sino que se trasmiten y se heredan; en consecuencia, los individuos reales son seres comunitarios, que nada tienen que ver con la imagen que de ellos nos presenta el liberalismo.

El primer argumento es verdad, en buena medida, en sociedades como las occidentales en donde los individuos están continuamente separándose unos de otros, moviéndose en una o en varias de las cuatro movilidades siguientes: 1) La movilidad geográfica (nos mudamos con tanta frecuencia que la comunidad de lugar se hace más difícil, el desarraigo más fácil). 2) La movilidad social (por ejemplo, la mayoría de los hijos no están en la misma situación social que tuvieron los padres, con todo lo que ello implica de pérdida de costumbres, normas y modos de vida). 3) La movilidad matrimonial (altísimas tasas de separaciones, divorcios y nuevas nupcias, con sus consecuencias de deterioro de la comunidad familiar). Y 4) la movilidad política (continuos cambios en el seguimiento a líderes, a partidos y a ideologías políticas, con el consiguiente riesgo de inestabilidad institucional). Además, los efectos atomizadores de esas cuatro movilidades serían potenciados por otros factores, como el avance de los conocimientos y el desarrollo tecnológico. El liberalismo, visto de la forma más simple, sería el respaldo teórico y la justificación de todo ese continuo movimiento. En la visión liberal, las cuatro movilidades representan la consagración de la libertad, y la búsqueda de la felicidad (privada o personal).

Sin embargo, estas movilidades tienen otra cara de maldad y descontento que se expresa de modo articulado periódicamente, y el comunitarismo es, visto del modo más simple, esa intermitente articulación de los sentimientos de protesta que se generan al cobrar conciencia del desarraigo. Refleja un sentimiento de pérdida de los vínculos comunales, y esa perdida es real. Las personas no siempre dejan su vecindario o su pueblo natal de un modo voluntario y feliz. Moverse puede ser una aventura personal, pero a menudo es un trauma en la vida real.

El segundo argumento (en su versión más simple: que todos nosotros somos realmente, en última instancia, criaturas comunitarias) resulta verdadero. La vida demuestra que los vínculos de lugar, de familia, de clase social o de estatus, e incluso las simpatías políticas, sobreviven en cierta medida a las

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cuatro movilidades. Además, parece claro que esas movilidades no nos apartan tanto unos de otros como para que ya no podamos hablarnos y entendernos. Sin embargo, el liberalismo nos impide contraer o consolidar los vínculos que nos mantienen unidos, porque es una doctrina que parece socavarse a sí misma continuamente, que desprecia sus propias tradiciones, y que produce en cada generación renovadas esperanzas de una libertad absoluta, tanto en la sociedad como en la historia. Existe cierto ideal liberal de un sujeto enteramente trasgresor, y en la medida en que triunfa ese ideal, lo comunicativo retrocede. Porque, si el comunitarismo es la antítesis de algo, es la antítesis de la trasgresión. Y el yo trasgresor es antitético incluso de la comunidad liberal que ha creado y patrocina. El liberalismo es una doctrina autosubversiva; por esa razón requiere de veras la periódica corrección comunitarista.Por otra parte, la crítica comunitarista no debe olvidar que estamos insertados en una tradición liberal, que utiliza un bagaje de derechos individuales –asociación voluntaria, pluralismo, tolerancia, privacidad, libertad de expresión, oportunidades abiertas a los talentos, etc.- que ya consideramos ineludible. La corrección comunitarista del liberalismo no puede echar en saco roto esa tradición, por el contrario debe favorecer un reforzamiento selectivo de esos mismos valores, dado que ningún modelo de comunidad preliberal o antiliberal posee el atractivo suficiente como para aspirar a sustituir a ese mundo ideal de individuos portadores de derechos, que se asocian voluntariamente y que se expresan libremente. Sería algo positivo que el correctivo comunitarista nos enseñara a todos a vernos a nosotros mismos como seres sociales, como productos históricos de los valores liberales y como constituidos en parte por esos mismos valores.

La polémica entre comunitaristas y liberales muestra la necesidad de alejarse de ciertos extremismos si se desea hacer justicia a la realidad de las personas y a los proyectos de liberación que éstas mantienen. Un extremo rechazable estaría constituido por ciertas versiones del liberalismo que presentan una visión de la persona como un ser concebible al margen de todo tipo de compromisos con la comunidad que le rodea, como si fuese posible conformar una identidad personal sin la solidaridad continuada de quienes nos ayudan a crecer desde la más tierna infancia, proporcionándonos todo el bagaje material y cultural que se necesita para alcanzar una vida humana que merezca ese nombre.

El otro extremo igualmente detestable lo constituyen dos tipos de colectivismo. Por una parte, aquellas posiciones etnocéntricas que confunden el hecho de que toda persona crezca en una determinada comunidad concreta (familia, etnia, nación, clase social, etc.) con el imperativo de servir incondicionalmente los intereses de tal comunidad so pena de perder todo

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tipo de identidad personal. Por otra parte, aquellas otras posiciones colectivistas que consagran una determinada visión excluyente del mundo social y político como única alternativa al denostado individualismo burgués. Tanto unos como otros simplifican excesivamente las cosas, ignorando aspectos fundamentales de la vida humana. Porque si bien es cierto que contraemos una deuda de gratitud con las comunidades en las que nacemos, también es cierto que esa deuda no debería hipotecarnos hasta el punto de no poder elegir racionalmente otros modos de identificación personal que podamos llegar a considerar más adecuados. Y aunque también es cierto –por otro lado que el concepto liberal de persona puede, en algunos casos, dar lugar a cierto tipo de individualismo, no parece que un colectivismo absolutizador sea mejor remedio que esa enfermedad.En resumen, podemos decir que el comunitarismo contemporáneo nos ayuda, en general, a reflexionar sobre los riesgos que lleva consigo la aceptación acrítica de la visión liberal de la vida humana. Por otra parte, la insistencia del comunitarismo en la necesidad de compartir concepciones de lo bueno pone de relieve el papel de la socialización y de la educación hacia unos fines mínimamente claros para que la ética no se nutra sólo de conceptos vacíos. Teniendo en cuenta los aportes e insuficiencias respectivos, resulta encomiable y atractivo el punto de vista que se desmarca de unos y otros para apostar por una síntesis de liberalismo y comunitarismo

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9. LA ÉTICA ECOLÓGICA. POBLEMAS Y PERSPECTIVAS.

Asistimos en la actualidad a una situación crítica desde el punto de vista medioambiental. La interacción entre la sociedad y la naturaleza ha generado, en la condición de problema global, la denominada crisis ecológica. Esta crisis tiene como expresiones alarmantes las siguientes:

Empeoramiento de la calidad del medio ambiente Agotamiento de los recursos energéticos y materias primas Destrucción de los mecanismos de autorregulación de la

Biosfera Desaparición de especies animales y vegetales.

La utilización intensiva de los recursos naturales como resultado del progreso científico-técnico ha creado una situación explosiva en la interacción entre la sociedad y la naturaleza. Al transformar la naturaleza, el hombre debilitó los fundamentos naturales del quehacer humano, dando lugar al denominado problema ambiental.

El progreso ilimitado como esencia del crecimiento y desarrollo económicos, característico del modo de producción capitalista, ha comportado la dominación despótica de la naturaleza. Este estilo o modelo de desarrollo tiene como lógico corolario la destrucción del medio ambiente y el agotamiento de los recursos no renovables.

En nuestros días, son numerosas las señales indicadoras de que la actividad humana excede los límites de la autogeneración de la biosfera. Entre ellas podemos relacionar las siguientes:

Los ritmos decrecientes de las áreas agrícolas, la destrucción de los bosques y el aumento de la desertificación

La contaminación de las aguas subterráneas y superficiales, de los mares y las zonas costeras

El agotamiento de los recursos pesqueros con estancamiento de las capturas

Los cambios climáticos y daños a la salud debidos a la contaminación de la atmósfera

Los conceptos dominantes de desarrollo siempre tuvieron como base la abundancia de los recursos, lo cual ha sido una de las causas fundamentales del deterioro ambiental. El desarrollo

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científico-técnico ha estado dirigido, principalmente, a la búsqueda de beneficios coyunturales a corto y mediano plazo sin que fueran creadas las condiciones necesarias para que ese propio desarrollo no derivara en un problema mayor a largo plazo. Justamente eso es lo que ha ocurrido.

Desde los años sesenta del pasado siglo se ha venido apreciando un deterioro ambiental progresivo, lo cual ha sido reflejado con gran claridad en diversos estudios efectuados al respecto donde fueron mostrados los límites de tal concepción de desarrollo.

Resulta evidente hoy día la necesidad de establecer modelos de desarrollo que tengan como base la sustentabilidad ambiental. Esto significa que la problemática medioambiental debe convertirse en un objetivo prioritario para toda la humanidad. En los marcos de los grandes esfuerzos que hay que realizar para evitar o detener el deterioro ambiental, el referente moral debe desempeñar un papel de primer orden, pues el desarrollo que necesitamos tendrá un carácter humano, vale decir ético, o no habrá desarrollo ni sobrevivencia para nuestra especie.

En los últimos años, el pensamiento ecologista ha contribuido sustancialmente a la toma de conciencia a nivel mundial acerca de la magnitud del problema ambiental y sus consecuencias actuales y futuras si los sistemas productivos vigentes y la sociedad humana, en su conjunto, no cambian su modo de relacionarse con la naturaleza. Sin embargo, la labor de los partidarios de esta corriente de pensamiento, no puede concluir con la formulación de la nueva idea; entenderla y hacerla culturalmente dominante es parte de su compromiso social actual.

Al abandonarse, a finales del siglo XX, las estrategias de “reparación” del daño causado y dirigir la atención hacia la eliminación del modelo de relación con la naturaleza, se ha planteado la prioridad de un nuevo estilo de desarrollo que aborde coherentemente las dimensiones económica, social y ambiental, o lo que es lo mismo, un desarrollo que satisfaga las necesidades de la generación presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades.

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La idea de un desarrollo sostenible vulnera el fundamento espiritual del capitalismo. Como fenómeno espiritual, el capitalismo ha producido modos de concebir la vida y ha dotado al hombre moderno de una eticidad incompatible con el modelo de solución del problema ambiental que se propone ahora como técnicamente viable. Contrarrestar estos puntos de vista, constituye el asunto medular para la educación ambiental de las nuevas y viejas generaciones.

Emprender el camino del desarrollo sostenible no sólo depende de directrices o acuerdos en el campo económico o político, sino esencialmente de profundos cambios sociales y culturales a escala planetaria que permitan asumir un modelo de progreso esencialmente humano. Esto requiere de una nueva ética que teniendo por fundamento la justicia, la solidaridad y la responsabilidad, destierre el individualismo y el egoísmo. En esta trascendental tarea para los destinos de la Humanidad, la ética ecológica con su sentido ambientalista y saber de la supervivencia, debe aportar su contribución. En este sentido, la ética ecológica puede participar de forma efectiva, con sus resultados investigativos, en el complejo proceso de consolidación de nuevos presupuestos conceptuales que tributen a la necesaria educación ambiental.

El nuevo enfoque que comporta la ética ecológica, se fundamenta en argumentos como los siguientes:

1) Existe interdependencia entre todos los seres del planeta, de suerte que no pueden abordarse los problemas de la naturaleza de manera unilateral sino de forma global, holística.2) Los seres humanos pertenecemos a una comunidad natural junto con el suelo, el agua, las plantas y las especies animales. Cada persona es ciudadana, no sólo de una comunidad político-social, sino de una comunidad natural, cuya integridad y belleza debe defender.3) La naturaleza no existe para ser usada y disfrutada arbitrariamente por el hombre. Los fenómenos naturales deben ser objeto de admiración y respeto y, por tanto, han de utilizarse de forma responsable.4) Naturaleza y ser humano tienen un referente común, en términos de universalidad, es necesaria una comunión del hombre con la naturaleza.

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5) La naturaleza evoluciona y el ser humano tiene el poder de ayudar a orientar el curso de esa evolución, Las biotecnologías abren caminos insospechados en este sentido.6) Es necesario regresar a un fundamento objetivo de la ética, porque la Modernidad con el triunfo de la razón instrumental, ha provocado el triunfo de la subjetividad en el panorama ético de los últimos siglos.7) El marco interpersonal que ha caracterizado a las éticas hasta nuestros días debe ampliarse, integrando las relaciones con las generaciones futuras, con los animales, las plantas y los seres inanimados.8) El desarrollo sostenible a escala global requiere una educación orientada a la naturaleza, de manera que las personas se sientan obligadas a respetar el entorno natural por la alegría y el gozo que produce salvaguardar aquello a lo que se tiene aprecio profundo.9) Es preciso lograr que las personas estén dispuestas a defender su “yo ecológico” y no sólo su “yo social”, de tal suerte que la defensa de su yo ecológico se constituya en un deber moral prioritario10) El desarrollo de un país no es sostenible si no es ecológicamente sostenible.11) Resulta necesario esforzarse por mantener la riqueza y diversidad de la naturaleza más que invertir energías en reparar el mal hecho.12) Es imprescindible transitar a una ética de la responsabilidad y el cuidado por lo vulnerable y necesitado de ayuda: la Tierra, los débiles, las generaciones futuras.13) Para el auténtico desarrollo es fundamental la autocrítica de la producción y el consumo de los países desarrollados, que confunde el desarrollo con un irreflexivo e imparable incremento tecnológico a favor del consumo de una quinta parte de la humanidad.

La ética ecológica es una ética de la responsabilidad por las consecuencias de nuestras acciones, incluso las imprevisibles; una ética que cuida del futuro, de proteger a nuestros descendientes frente a las acciones actuales. Ante el débil e inerme, se sienten responsables los que tienen poder para protegerlo; ante algo que es bueno y, por tanto, debe ser, el que tiene el poder de conservarlo se siente abochornado de su egoísmo si no lo hace. Al comprobar que algo es bueno y además vulnerable, quien tiene poder para protegerlo, para

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cuidar de ello, debe hacerlo, debe hacerse responsable de su suerte.

Por consiguiente, dos factores son indispensables para una ética ecológica: que la existencia de la naturaleza y la especie humana sean valoradas como buenas, y que nos sintamos motivados por nuestro sentimiento de responsabilidad a protegerlas, al percatarnos de que podemos hacerlo. El ser humano, moralmente responsable, es el que vive cuidando lo que precisa cuidado, en este caso de la Tierra que ha de conservarse en su integridad.

El principio de responsabilidad, como presupuesto esencial de la ética ecológica, proponer preservar la integridad del mundo. Esta situación comporta imperativos morales, incondicionales y fundamentados objetivamente, que se expresan a través de formulaciones como las siguientes:

Condúcete de tal modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la existencia de una vida verdaderamente humana en nuestro planeta. Considera como un deber legar a las futuras generaciones el universo en condiciones no peores a como lo hemos encontrado. Incorpora a tu actividad actual, como objetivo también de tu querer, la integridad futura del ser humano. Procede de tal manera que los resultados de tu quehacer no sean destructivos para la futura posibilidad de la vida humana en la Tierra.

Existe un amplio consenso en que el problema ecológico, como ocurre con los demás problemas globales, no es un problema técnico, sino moral. Se sabe en gran medida todo lo que hace falta saber para evitar la contaminación ambiental, pero no se han puesto aún, al nivel requerido, los medios adecuados para hacerlo. La conciencia moral más lúcida, en las sociedades contemporáneas, incluye el imperativo de avanzar en el reconocimiento efectivo del derecho a gozar de un medio ambiente sano que forma parte de los llamados derechos humanos de la tercera generación. Sin embargo, ha faltado la voluntad política de los máximos responsables del deterioro ambiental para llevar a vías de hecho el referido imperativo moral.

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Como se sabe, la cuestión de fondo de los problemas ambientales es la situación de injusticia que padece la mayor parte de la humanidad. Por ello es preciso insistir en que, si se toma en serio el reconocimiento de la dignidad humana, las cuestiones ecológicas han de ser enfocadas como cuestiones en las que están en juego, en realidad, los derechos elementales de millones de personas a las que no se les trata como seres humanos, Solo en la medida en que se haga efectiva la justicia y la solidaridad, tanto a nivel planetario como en el interior de cada sociedad, puede haber una verdadera solución al gravísimo problema del deterioro ambiental.

10. LA BIOÉTICA

A partir de la segunda mitad del siglo XX comienzan a expresarse, de manera reiterada, voces de alarma sobre el hecho innegable de que es preciso poner límites a la explotación indiscriminada de la naturaleza. En el año de 1972 el Club de Roma dio a conocer su célebre informe sobre “Los límites del crecimiento”, en el que auguraba que, si se mantenían las tendencias del consumo, antes del año 2100 el mundo se colapsaría por haberse agotado los recursos renovables.

Los datos son escalofriantes. “Desde el 1956 el consumo se ha multiplicado por seis, en los últimos cincuenta años el consumo de combustibles fósiles se ha multiplicado por cinco, las capturas marinas se han cuadruplicado, el consumo de madera y de agua dulce se ha duplicado, mientras que las emisiones de desecho se han triplicado en los países industrializados” (1).

Como señala el Informe del Fondo Mundial de la Naturaleza, el nivel de consumo de los países ricos es insostenible, pero además tampoco es generalizable: si el mundo en su conjunto consumiera como lo hace el 20 por ciento de la población más favorecida, necesitaríamos tres planetas Tierra para dar abasto.

Ante datos como éstos buena parte de los expertos, movimientos sociales, partidos y responsables de instituciones internacionales y nacionales pronuncian el “basta ya”. El deterioro actual del medio ambiente es innegable y las generaciones futuras encontrarán un planeta exhausto, contaminado, en condiciones muy inferiores a aquellas en que

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lo hemos recibido nosotros. De ahí que sea necesario forjar un auténtico ethos, un carácter personal y social predispuesto a no expoliar la naturaleza, sino a colaborar en su desarrollo.

En ese sentido, desde los años cincuenta de la pasada centuria han ido surgiendo diferentes movimientos teóricos para una acción ecológica. Todos ellos convergen en un punto de suma importancia: para resolver los problemas medioambientales no basta con buscar nuevas soluciones tecnológicas en una desesperada huida hacia delante; la tecnología resuelve unos problemas creando otros nuevos. Lo que urge es cultivar una nueva actitud en las personas y en los grupos, una nueva forma de acercarse a la naturaleza, no expoliadora, no manipuladora y además, explicitar públicamente los rasgos de esa actitud.

En el conjunto de las éticas que se ocupan de estos problemas, la perspectiva que ha adquirido mayor predicamento es aquella que postula la necesidad de una ética radicalmente nueva, no centrada en los seres humanos, sino en la naturaleza. Fue Aldo Leopold quien dio voz a esta nueva ética al afirmar que “necesitamos una land ethics, que amplíe los miembros de la comunidad moral, incluyendo a todos los elementos de la naturaleza” (2). Desde esta concepción, es correcto lo que tiende a preservar la integridad, estabilidad y belleza de la comunidad bioética; es incorrecto lo que tiende a lo contrario . Esta perspectiva “comporta un nuevo marco de interpretación y comprensión del mundo que tiene por centro la vida y no a los seres humanos.”(3).

Son esas circunstancias sociohistóricas y teóricas las que sirven de referente a los aportes de Van Rensselaert Potter, fundador de la Bioética y creador del término. La Bioética se formula como una ética de la vida, orientada hacia el futuro y hacia el entorno natural de lo humano. Las razones de su surgimiento las explicita Potter en 1998, al afirmar: “En nuestros días, al acercarnos al nuevo milenio, no existe una ética establecida en la filosofía clásica que pueda proporcionar orientaciones para la solución ética de las preocupaciones para la solución ética de las preocupaciones actuales sobre el futuro”. (4). Es en esta suerte de “vacío teórico” donde aparece la propuesta conceptual de este oncólogo devenido fundador de una corriente ética contemporánea.

Algunos autores como John Passmore han argumentado que no es necesario crear una nueva ética para abordar los problemas bioéticos, sino que basta con las tradicionales. Según su criterio, “lo que se necesita no es una ética nueva, sino una mayor adhesión a una ética muy familiar, porque la mayor parte de las causas de nuestros desastres en

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relación con la naturaleza, además de la ignorancia, son la avaricia y la miopía, y no es nuevo afirmar que la avaricia es mala, no necesitamos una ética nueva que nos lo diga”(5).

En contraposición a este criterio, considero que la pertinencia de una nueva ética viene dada por la necesidad de percatarse de que lo que “ocurre” en la naturaleza es debido a las acciones humanas y que, por tanto, los seres humanos son responsables de prevenir y controlar sus actuaciones para evitar daños irreversibles, que a menudo son imprevisibles. El concepto de responsabilidad es el centro, y se amplía a lo no intencionado, que puede llevar a la extinción de especies, la destrucción de bosques y distintos recursos naturales, y a la destrucción del ecosistema. Una ética responsable debe tener en cuenta las consecuencias de las acciones, tanto las intencionadas como las no intencionadas, para el ecosistema y para las generaciones futuras. La necesidad de una nueva ética que afrontase esas demandas epocales estaba en el orden del día. El pensamiento ético tradicional no satisfizo ese imperativo y vino la Bioética, gestada en sus riberas conceptuales, a dar respuesta a esos problemas golpeantes de la moralidad contemporánea.

El pensamiento bioético de Potter se destaca por su sentido abierto y en permanente desarrollo. El periplo de maduración que discurre desde la Bioética Puente, pasando por la Bioética Global, hasta la Bioética Profunda, expresa la frescura de un cuerpo de ideas que se enriquece paulatinamente con los aportes provenientes de diversas tendencias. Al respecto, Potter expresa: “...les pido que piensen en la Bioética como una nueva ética científica que combina la humildad, las responsabilidad y la competencia, que es interdisciplinaria e intercultural, y que intensifica el sentido de la humanidad”.(6). Esa vocación antisectaria es lo que le permite a la Bioética de Potter desembocar de manera definitiva en el ecologismo de forma tal que actualmente es prácticamente imposible establecer límites separadores entre su ética y la ética ambiental.

Esta nueva perspectiva ética, propia de una Bioética Profunda, contiene elementos como los siguientes:

1) El “holismo” que postula la interdependencia entre todos los seres y lugares del planeta, de manera que no pueden abordarse los problemas de la naturaleza de manera unilateral, como ha hecho la técnica, sino de forma global, holística.

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2) El “biocentrismo” que argumenta la necesidad de respetar a la vida y a la naturaleza por derecho propio. En este sentido es en el que se habla de la “comunidad biótica” a la que pertenecemos, junto con el suelo, el agua, las plantas y las especies animales; cada persona es ciudadana, no sólo de una comunidad política, sino de una comunidad biótica, cuya integridad y belleza debe defender.

3) La naturaleza no existe para ser usada y disfrutada por el hombre, sino que es valiosa en sí misma: los fenómenos naturales son objeto de admiración y respeto y, por tanto, han de manipularse de forma responsable.

4) La naturaleza y los seres humanos están penetrados de un espíritu común, es necesaria una experiencia de unión del hombre con la naturaleza.

5) Es necesario regresar a un fundamento ontológico de la ética, recuperar el elemento “objetivo”, ya que la Modernidad ha comportado el triunfo de la razón instrumental en este campo.

6) El marco de las éticas “interpersonales” debe ampliarse, integrando las relaciones con las generaciones futuras, con los animales, las plantas y los seres inanimados. Con la naturaleza en su conjunto.

7) Es preciso esforzarse por mantener la riqueza y diversidad de la vida más que invertir energías en “reparar” el mal hecho.

8) Las éticas de los “derechos” y “deberes” nacidos de un “contrato” entre “iguales”, que pactan en una supuesta situación de “simetría”, son insuficientes. Es preciso transitar a una ética de la “responsabilidad” y el “cuidado” por lo vulnerable, necesitado de ayuda: la Tierra, los débiles, las generaciones futuras.

9) El desarrollo auténtico a escala global requiere una “educación orientada a la vida”, de suerte que las personas se sientan inclinadas a respetar la naturaleza por su valor mismo, por la alegría y el gozo que produce salvaguardar aquello a lo que se tiene aprecio profundo.

Las argumentaciones y sugerencias de la Bioética tienen gran poder de convicción y atraen la atención de la opinión académica especializada, sobre todo en su conclusión de que no son las nuevas tecnologías las que resuelven los problemas medioambientales, sino un “cambio de actitud”, un nuevo ethos que priorice la responsabilidad por las consecuencias de nuestras acciones, incluso las imprevisibles, una ética que cuida al futuro, protegiendo a los descendientes frente a las acciones actuales.

No obstante, la Bioética plantea un problema que convoca a la polémica, que es el de sustituir una ética antropocéntrica por una ética biocéntrica. Porque una cosa es afirmar que también los seres naturales no humanos tienen un valor y, por tanto, no se les debe maltratar, y otra bien diferente

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declarar que lo valioso es el fenómeno de la vida en todas sus manifestaciones, y que la vida humana lo es por ser un a de esas manifestaciones.

Pudiera pensarse que el antropocentrismo ha fracasado cuando en realidad nunca ha podido implementarse. El proyecto moral de la Ilustración que comportaba construir un mundo en el que todos los seres humanos fueran tratados con la dignidad que les corresponde por ser fines en sí mismos, y en cuidar de los restantes seres naturales, nunca fue llevado a feliz término. Ese proyecto moral no vio la luz porque la razón técnica progresó extraordinariamente, mientras que la moral quedó totalmente rezagada.

No es el antropocentrismo moral la causa de los problemas ambientales, sino el “oligarquismo”, el poner la capacidad técnica al servicio del bienestar de unos pocos. Pero el oligarquismo no se supera transitando al biocentrismo, de forma que la preocupación la constituyan todos los seres humanos, y además los animales y las plantas. ¿Dónde queda la preocupación por esa mayoría de seres humanos a la que nunca le llega la hora, ni con el supuesto fracaso del antropocentrismo ni con la proclamación del biocentrismo?

A mi modo de ver, las propuestas de un cambio de forma de vida “en el reino de este mundo”, no deben obviar en lo ético, la centralidad de los seres humanos en el universo. Podemos, sin duda, pedir cuidado y responsabilidad por cuanto es vulnerable y nos está encomendado, animales, plantas naturaleza inerte, pero sólo el ser humano posee la condición de sujeto moral… Las posiciones biocentristas han realizado aportes muy valiosos al pensamiento ético en los últimos tiempos, pero la Ética para ser considerada como tal debe tener un referente esencialmente humano, vale decir antropocéntrico.

Como he apuntado anteriormente, el término bioética empezó a utilizarse a comienzos de los años setenta del pasado siglo, para referirse a una serie de trabajos científicos que tienen por objeto la reflexión sobre una variada gama de fenómenos vitales: desde las cuestiones ecológicas a las clínicas, desde el problema de la investigación en humanos a la pregunta por los presuntos derechos de los animales. De aquí que para algunos la bioética sería una ética que interpreta todo el saber ético desde la perspectiva de la vida amenazada. Otros, acotando con más concreción los diversos ámbitos de problemas, han llevado a reservar el término bioética para las cuestiones relacionadas con las ciencias de la salud y las biotecnologías. Estos dos enfoques han comportado que, unas veces, se considere a la Bioética como un saber ético y en otras, como una ética aplicada.

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Desde mi punto de vista, caracterizar a la Bioética de Potter como una ética aplicada sería desacertado, ya que la misma confluye en el caudal de aportes que a lo largo de la historia han ofrecidos distintos modelos éticos que tratan de fundamentar la moralidad. La Bioética de Potter con sus propósitos de establecer un nexo entre la revolución biológica, la tecnológica, el medio ambiente y la conducta humana vertebra con las construcciones conceptuales de carácter ético que intentan dar cuenta del fenómeno moral. En este caso, no se trata de aplicar a los distintos ámbitos de la vida social los referentes éticos, sino más bien fundamentar la moralidad, es decir, argumentar las razones por las que tiene sentido que los seres humanos se esfuercen en vivir moralmente.

En sus orígenes, la Bioética surgió como pensamiento ético. El sustrato holista con que Potter caracterizó a sus reflexiones nos permiten otorgarle esa dimensión. Pero muy rápidamente, la Bioética alcanzó su mayor popularidad en los marcos de los planteos y soluciones de los problemas clínicos. Es por estas circunstancias que para muchos la bioética médica o clínica es la Bioética, cuando en realidad se trata de éticas aplicadas que no tienen ni pueden tener la pretensión universalista de la Bioética holista de Potter.

En el contexto académico en que nos encontramos aquí, podemos proponernos reservar el término “bioética” para referirnos a una reflexión ética abarcadora que integre la ciencia y la vida, así como los problemas vitales del hombre con perspectiva de presente y futuro, y mantener el término “bioética médica o clínica” para denotar un ámbito concreto de aplicación bioética.

Esa distinción es útil, puesto que se trata de dos niveles de reflexión diferentes, dos niveles de pensamiento acerca de los problemas bioéticos. La pregunta básica de la bioética aplicada sería entonces: “¿qué debemos hacer?”, mientras que la cuestión central de la Bioética sería más bien: “¿por qué debemos?”, es decir, “¿qué argumentos avalan y sostienen los presupuestos morales que estamos aceptando como guía de conducta?”.

Para contribuir modestamente a resolver el diferendo existente entre el creador de la Bioética y el desarrollo ulterior de los bioeticistas “profesionales”, así como las diversas interpretaciones al respecto, sería muy saludable que se comprendiese la interrelación entre la Bioética como pensamiento ético en general, y sus diversas expresiones particulares como éticas aplicadas.

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RELACIÓN DE CITAS

1) Temas para el Debate (2001). “Los límites del crecimiento y la ética del consumo”. No. 76,3.

2) Leopold, Aldo (1966). A Sand County Almanac. Nueva York, Oxford University Press, 240.

3) Gafo, Javier (1999). Diez palabras claves en Ecología, Estella, V. D., 347-381.

4) Potter, V. (1998). Bioética Puente, Bioética Global y Bioética Profunda. En Cuadernos del Programa Regional de Bioética, No. 7, diciembre de 1998, 27.

5) Passmore, John (1974). Man s Responsability for Nature, Londres, Duckworth, 187.

6) Potter, V. (1998). Bioética Puente, Bioética Global y Bioética Profunda. En Cuadernos del Programa Regional de Bioética, No. 7, diciembre de 1998, 32.

11. LA ÉTICA DESDE LA COMPLEJIDAD.

La sucesión histórica de las teorías éticas nos muestra la enorme fecundidad de una disciplina filosófica –la Ética- que ha sabido adaptarse a los problemas de cada época elaborando nuevos conceptos y diseñando nuevas soluciones. Las teorías éticas han pretendido dar cuenta del fenómeno de la moralidad en circunstancias sociohistóricas diversas, por lo que las respuestas ofrecidas distan mucho de ser unánimes. Cada teoría ética ofrece una determinada visión del fenómeno de la moralidad y lo analiza desde una perspectiva diferente. Todas ellas están construidas prácticamente con los mismos conceptos, porque no es posible hablar de moral prescindiendo de valores, virtudes, bienes, deberes, felicidad, libertad, conciencia, fines de la conducta, etc. La diferencia que observamos entre las diversas éticas no viene, por tanto, de los conceptos que manejan, sino

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del modo como los ordenan en cuanto a su prioridad y de los métodos que emplean para vertebrar las elaboraciones teóricas.

Aunque la historia de la Ética recoja una diversidad de teorías, a menudo contrapuestas, ella no debe llevarnos a la ingenua conclusión de que cualquiera de ellos puede ser válida para nosotros –los seres humanos de principios del siglo XXI-ni tampoco a la desesperanzada inferencia de que ninguna de ellas puede aportar nada a la solución de nuestros problemas. Por el contrario, los principales aportes de las corrientes éticas precedentes constituyen un referente insoslayable para perfilar nuevas teorías éticas que podamos considerar a la altura de nuestro tiempo.

En esta perspectiva, el enfoque de la complejidad se inserta en el devenir del pensamiento ético con aportes renovadores que responden a las exigencias epocales, situadas ante la Humanidad, en los comienzos de un nuevo milenio. El pensamiento complejo incorpora la herencia conceptual acopiada en el pasado, teniendo muy presente el contexto planetario contemporáneo, para brindarnos así una ética fundamentadora de la moralidad que nuestra especie necesita, a fin de convertir al cosmos terrestre en un mundo verdaderamente humano.

Presupuestos éticos del pensamiento complejo

La ética propugnada por el pensamiento complejo tiene como referencia básica al género humano, lo que presupone reconocernos en nuestra humanidad común y, al mismo tiempo, reconocer la diversidad inherente a todo cuanto es humano. Conocer lo humano es, principalmente, situarlo en el universo y a la vez separarlos de él. Interrogar nuestra condición humana es, entonces, interrogar primero nuestra situación en el mundo.

Postula el pensamiento complejo que debemos reconocer nuestro doble arraigamiento en el cosmos físico y en la esfera viviente. Nosotros, vivientes, constituimos una partícula de la diáspora cósmica, unas migajas de la existencia solar, un menudo brote de la existencia terrenal. Somos a la vez seres cósmicos y terrestres. Como seres vivos de este planeta, dependemos vitalmente de la

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biosfera terrestre; debemos reconocer nuestra muy física y muy biológica identidad terrenal.

Desde la perspectiva de la complejidad, la hominización es muy importante para la comprensión de la humana condición, porque ella nos muestra como la animalidad y la humanidad constituyen juntas nuestra condición humana. La hominización es una aventura de millones de años que desemboca en un nuevo comienzo. El homínido se humaniza. Desde allí, el concepto de hombre tiene un doble principio: un principio biofísico y uno psico-socio-cultural, ambos principios se remiten el uno al otro. Somos resultado del cosmos, de la naturaleza, de la vida. Como si fuera un punto de un holograma, llevamos en el seno de nuestra singularidad, no solamente toda la humanidad, toda la vida, sino también casi todo el cosmos. Sin embargo, debido a nuestra humanidad misma, a nuestra cultura, a nuestra mente, a nuestra conciencia, nos hemos vuelto extraños a este cosmos que nos es raigalmente íntimo.

Al discernir lo humano del humano, el pensamiento complejo sostiene que el hombre es un ser plenamente biológico y plenamente cultural que lleva en sí esta unidualidad originaria. El humano es pues un ser plenamente biológico, pero si no dispusiera plenamente de la cultura sería un primate del más bajo rango. La cultura acumula en sí lo que se aprende, conserva y transmite. El hombre sólo se completa como ser plenamente humano por y en la cultura.

Como criterio clave en su concepción de la condición humana, punto de partida de su reflexión ética, el pensamiento complejo plantea que hay una relación de triada individuo-sociedad-especie. Las interacciones entre individuos producen la sociedad y ésta, que certifica el surgimiento de la cultura, tiene efecto retroactivo sobre los individuos por la misma cultura. Asimismo, nos dice que no se puede absolutizar a la sociedad o a la especie. En el ámbito antropológico, la sociedad vive para el individuo, el cual vive para la sociedad; la sociedad y el individuo viven para la especie la cual vive para el individuo y la sociedad.

Al adentrarnos en la especificidad de esta tríada, el pensamiento complejo argumenta que cada uno de sus términos es a la vez medio y fin: son la cultura y la sociedad las que permiten la

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realización de los individuos y son las interacciones entre los individuos las que permiten la p0erpetuidad de la cultura y la auto-organización de la sociedad. La complejidad humana no se comprendería separada de estos elementos triádicos que la constituyen, argumentando en ese sentido, el pensamiento complejo expresa que todo desarrollo verdaderamente humano significa desarrollo conjunto de las autonomías individuales, de las participaciones comunitarias y del sentido ded pertenencia a la especie humana.

Con singular énfasis, el pensamiento complejo puntualiza que a los ciudadanos del nuevo milenio nos hace falta comprender tanto la condición humana en el mundo, como la condición del mundo humano que a través de la historia moderna se ha vuelto la de la era planetaria. La exigencia de la era planetaria es pensar la globalidad, la relación todo-partes, su multidimensionalidad, su complejidad. Es lo que nos lleva a la reforma de pensamiento necesaria para concebir el contexto, lo global, lo multidimensional, lo complejo. Necesitamos, desde ahora, concebir la complejidad del mundo en el sentido en que hay que considerar tanto la unidad como la diversidad del proceso planetario, sus complementariedades y también sus antagonismos.

Sobre la base de esa complejidad, se afirma que nuestro planeta necesita un pensamiento policéntrico capaz de apuntar a un universalismo no abstracto sino consciente de la unidad/diversidad de la humana condición; un pensamiento policéntrico alimentado de las culturas del mundo. Educar para este pensamiento es la finalidad de la educación del futuro que debe trabajar en la era planetaria para la identidad y la conciencia terrenal.

En las concepciones éticas de la complejidad, la identidad terrenal y su conciencia respectiva juegan un papel articulador de la moral universal que necesitamos. En esta línea de pensamiento nos dice que la unión planetaria es la exigencia racional mínima de un mundo limitado e interdependiente. Subraya que tal unión necesita de una conciencia y de un sentido de pertenencia mutuo que nos ligue a nuestra Tierra considerada como primera y última Patria. Nos hace falta ahora aprender a ser, vivir, compartir, comulgar también como humanos del

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Planeta Tierra. No solamente ser de una cultura sino también ser habitantes de la Tierra.

Con el ánimo de explicitarnos, aún más, las especificidades de esa conciencia terrenal, el pensamiento complejo nos sitúa que debemos inscribir en nosotros la conciencia antropológica que reconoce nuestra unidad en nuestra diversidad; la conciencia ecológica, es decir, la conciencia de habitar con todos los seres mortales una misma esfera viviente (biosfera); la conciencia cívica terrenal de la responsabilidad y de la solidaridad para los hijos de la Tierra y la conciencia espiritual de la humana condición, que viene del ejercicio complejo del pensamiento y que nos permite a la vez criticarnos mutuamente, auto-criticarnos y comprendernos entre nosotros. Es necesario enseñar ya no a oponer el universo a las partes sino a ligar de manera concéntrica nuestras patrias familiares, regionales, nacionales y a integrarlas en el universo concreto de la patria terrenal.

En lo concerniente a esa urgente identidad terrenal, el pensamiento complejo puntualiza que los estados pueden jugar un papel decisivo con la condición de aceptar, en su propio beneficio, el abandono de su soberanía absoluta sobre todos los grandes problemas de interés común, sobre todo los problemas de vida o de muerte que sobrepasan su competencia aislada. Se subraya desde la complejidad que la era de la fecundidad de los Estados-nación dotados de un poder absoluto está revaluada, lo que significa que es necesario, no desintegrarlos, sino respetarlos integrándolos en conjunto y haciéndoles respetar el conjunto del cual hacen parte. El mundo confederado debe ser policéntrico y acéntrico, no sólo en el ámbito cultural sino también político.

Apunta el enfoque complejo que la unidad, el mestizaje y la diversidad deben desarrollarse en contra de la homogeneización y el hermetismo. En realidad, cada uno puede y debe, en la era planetaria, cultivar su poli-identidad permitiendo la integración de la identidad familiar, de la identidad regional, de la identidad étnica, de la identidad nacional, religiosa o filosófica, de la identidad continental y de la identidad terrenal. El doble imperativo antropológico se impone: salvar la unidad humana y salvar la diversidad humana. Desarrollar nuestras identidades

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concéntricas y plurales; la de nuestra patria, la de nuestra comunidad de civilización, en fin, la de ciudadanos terrestres.

Al resumir los criterios en torno a la moralidad universal sustentados por el pensamiento complejo, su proyección ecuménica precisa que estamos comprometidos con la humanidad planetaria y en la obra esencial de la vida que consiste en resistir a la muerte. Civilizar y solidarizar la Tierra; transformar la especie humana en verdadera humanidad se vuelve el objetivo fundamental y global de toda educación, aspirando no sólo al progreso sino a la supervivencia de la humanidad, la conciencia de nuestra humanidad en esta era planetaria nos debería conducir a una solidaridad y a una conmiseración del uno para el otro, de todos para todos. La educación del futuro debería aprender una ética de la comprensión planetaria.

La comprensión se constituye así en uno de los ejes fundamentales del pensamiento ético de la complejidad. En su afán por explicitar una ética de la comprensión, el pensamiento complejo afirma que la situación en nuestra Tierra es paradójica ya que si bien es verdad la multiplicación de las interdependencias y el triunfo de la comunicación, sin embargo, la incomprensión sigue siendo general. Nos enseña que hay grandes y múltiples progresos de la comprensión, pero los progresos de la incomprensión parecen aún más grandes. Así el problema de la comprensión se ha vuelto crucial para los humanos por lo que enseñar la comprensión entre las personas como condición y garantía de la solidaridad moral de la humanidad se ha convertido en una misión insoslayable.

Según el pensamiento complejo, la ética de la comprensión es un arte de vivir que nos pide, en primer lugar, comprender de manera desinteresada. Pide un gran esfuerzo ya que no puede esperar ninguna reciprocidad: aquel que está amenazado de muerte por un fanático comprende por que el fanático quiere matarlo, sabiendo que éste no lo comprenderá jamás. Comprender al fanático que es incapaz de comprendernos, es comprender las raíces, las formas y las manifestaciones del fanatismo humano. Es comprender por qué y cómo se odia o se desprecia. La ética de la comprensión nos pide comprender la incomprensión, pide argumentar y refutar en vez de excomulgar

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y anatematizar, nos pide evitar la condena perentoria e irremediable. Proclama el pensamiento complejo que si sabemos comprender antes de condenar estaremos en la vía de la humanización de las relaciones humanas.

La comprensión hacia los demás necesita la conciencia de la complejidad humana, nos expresa rotundamente el pensamiento complejo. Y enfatiza que reducir el conocimiento de lo complejo al de uno de sus elementos, considerado como el más significativo, tiene consecuencias peores en ética que en estudios de física. El modo de pensar dominante, reductor y simplificador aliado a los mecanismos de incomprensión es el que determina la reducción de una personalidad múltiple por naturaleza a uno solo de sus rasgos. Si el rasgo es favorable, habrá desconocimiento de los aspectos negativos de esta personalidad. Si es desfavorable, habrá desconocimiento de sus rasgos positivos. En ambos casos habrá incomprensión.

El pensamiento complejo puntualiza que las incomprensiones constituyen obstáculos mayores para el mejoramiento de las relaciones entre los individuos, grupos, pueblos y naciones. No son solamente las vías económicas, jurídicas, sociales, culturales las que facilitarán las vías de la comprensión, también son necesarias vías éticas, las cuales podrán desarrollar la comprensión humana.

La comprensión tiene en la tolerancia uno de sus pilares fundamentales. Desde la perspectiva de la complejidad, la verdadera tolerancia no es indiferente a las ideas o escepticismos generalizados; ésta supone una convicción, una fe, una elección moral y al mismo tiempo loa aceptación de la expresión de las ideas, convicciones, elecciones contrarias a las nuestras. La tolerancia supone un sufrimiento al soportar la expresión de ideas negativas o nefastas y una voluntad de asumir este sufrimiento. La tolerancia vale, claro está, para las ideas no para los insultos, agresiones o actos homicidas.

Debemos ligar la ética de la comprensión entre las personas, propone el pensamiento complejo, con la ética de la era planetaria que no cesa de mundializar la comprensión. La única y verdadera mundialización que estaría al servicio del género humano es la de la comprensión, de la solidaridad intelectual y moral de la humanidad.

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El enfoque complejo justiprecia la importancia de la comprensión para la ética planetaria, así señala que las culturas deben aprender las unas de las otras y en este sentido, la orgullosa cultura occidental que se estableció como cultura formadora debe también volverse una cultura que aprenda. Comprender es también aprender y re-aprender de manera permanente. Occidente también debe integrar en él las virtudes de las otras culturas con el fin de corregir el pragmatismo, el cuentativismo, el consumismo desenfrenado que ha desencadenado dentro y fuera de él. Pero también debe salvaguardar, regenerar y propagar lo mejor de su cultura que ha producido la democracia, los derechos humanos, la protección de la esfera privada del ciudadano. Indica el pensamiento complejo de la comprensión es a la vez medio y fin de la comunicación humana y que el planeta necesita comprensiones mutuas en todos los sentidos.

Como hemos expuesto anteriormente, la concepción compleja del género humano comprende la tríada individuo-sociedad-especie. Así, individuo-sociedad-especie son no solamente inseparables sino coproductos el uno del otro. Cada uno de estos términos es a la vez medio y fin de los otros. Estos elementos no se podrían comprender de manera disociada: toda concepción del género humano significa desarrollo conjunto de las autonomías individuales, de las participaciones comunitarias y del sentido de pertenencia a la especie humana. Plantea el pensamiento complejo que una ética propiamente humana, es decir, una antropo-ética de be considerarse como una ética fundamentada en los tres términos individuo-sociedad-especie, de donde surge nuestra conciencia propiamente humana. Esa es la base de la ética del género humano.

La antropo-ética que nos propone el pensamiento complejo, supone la decisión consciente y clara de asimilar la humana condición (individuo-sociedad-especie) en la complejidad prevaleciente en nuestra era, de lograr la humanidad en nosotros mismos, de asumir el destino humano en sus antinomias y su plenitud. Esta antropo-ética nos pide asumir la misión antropológica del milenio que consiste en trabajar para la humanización de la humanidad, obedecer y guiar la vida, lograr la unidad planetaria en la diversidad, respetar en el otro tanto la diferencia como la identidad consigo mismo, desarrollar la ética

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de la solidaridad, propulsar la ética de la comprensión y enseñar la ética del género humano. Además, la antropo-ética comporta la esperanza de lograr la humanidad como conciencia y ciudadanía planetaria. Por consiguiente, comprende como toda ética una aspiración y una voluntad, pero también una apuesta a lo incierto.

La antropo-ética de la complejidad propende a que la especie humana se desarrolle con la participación de los individuos y de las sociedades, dando nacimiento a la Humanidad como conciencia común y solidaridad planetaria del género humano. Expresa el pensamiento complejo que la Humanidad dejó de ser una noción meramente biológica debiendo ser plenamente reconocida con su inclusión indisociable en la biósfera; la Humanidad dejó de ser una noción sin raíces; ella se enraizó en una “Patria”, la Tierra y la Tierra es una Patria en peligro. La Humanidad dejó de ser una noción abstracta: es una realidad vital ya que desde ahora está amenazada de muerte por primera vez. La Humanidad ha dejado de ser una noción solamente ideal, se ha vuelto una comunidad de destino y sólo la conciencia de esta comunidad la puede conducir a una comunidad de vida; en fin, la Humanidad ha devenido noción ética: ella es lo que debe ser realizado por todos y en cada uno.

Mientras que la especie humana continúa su aventura bajo la amenaza de la autodestrucción, nos aclara el pensamiento complejo que el imperativo es: salvar a la Humanidad realizándola. En realidad, la dominación, la opresión, las barbaries humanas permanecen en el planeta y se agravan. Ante este panorama, se plantea que una política del hombre, una política de civilización, una reforma de pensamiento, la atropo-ética, el verdadero humanismo, la conciencia de Tierra-Patria reducirían la ignominia en el mundo. Ello supone a la vez el desarrollo de la relación individuo-sociedad en el sentido democrático, y el desarrollo de la relación individuo-especie en el sentido de la realización de la Humanidad, así los individuos permanecen integrados en el desarrollo mutuo de los términos de la tríada individuo-sociedad-especie.

Finalmente, como colofón de su propuesta ética, el pensamiento complejo no se considera poseedor de las llaves que abran las puertas de un futuro mejor, pues no conocemos un camino trazado. Pero sugiere que con esta estrategia podemos

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comprender nuestras finalidades: la continuación de la hominización en humanización, por la vía ascensional de la ciudadanía terrestre, a fin de alcanzar una comunidad planetaria organizada, como aspiración cenital de la ética del género humano.

Ilusión y razón en la moral. Hacia una ética de la complejidad.

La victoria de la justicia, el triunfo de los buenos y la eficacia de la lógica prudencial pertenecen a esas ilusiones morales útiles que la humanidad ha ido creando para sobrevivir. Tal parecería que ningún ser humano puede soportar la riqueza de lo real y necesita reducir su complejidad para seguir viviendo. Con ese propósito, los hombres hemos creado esas ilusiones útiles desde una lógica identificadora que prescinde de las diferencias, una lógica universalizadora que ignora lo particular, una lógica abstracta que es ajena a lo concreto. Esa lógica resulta encubridora de un secreto interés: crear la confianza de que en nuestro mundo triunfan a la postre la justicia y la bondad.

Creadores de tales ilusiones –según Nietzsche- son los filósofos que desde Zaratrusta, se han empeñado en la tarea de fingir un orden moral del mundo. Desde Zaratrusta, pasando por Sócrates y Platón, caracterizando la religión judía y cristiana, y prolongándose en esas éticas de la justicia, que intentan consolar a cuantos no pueden dirigir lo caótico de nuestro mundo con la promesa de algún Juicio Final, en que se pronuncia el veredicto justo, seguido del justo premio o el justo castigo. Todas esas éticas que, junto a nuestro mundo de hombres desiguales, pretenden la existencia de otro “realmente real” en el que se muestran como iguales: como hijos de Zeus (dirán los estoicos), como hijos de Dios (dirán judíos y cristianos), como seres nouménicos (en versión kantiana), como productores y autolegisladores (completarán el marxismo y el liberalismo), como sujetos de derechos que, por corresponder a todos, debe calificar de humanos, como iguales ante la ley, rezará el dogma democrático.

Ilusiones, todo ilusiones para ordenar mediante leyes necesarias un mundo caótico en que reinan el azar y la contingencia, un mundo en que la desigualdad es la mayor de las evidencias

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antropológicas. Bien supo ver Kant (apreciaría Nietzsche) que, a fin de cuentas, es todo cuestión de perspectiva: los hombres podemos asumir la perspectiva unificadora del mundo nouménico, desde la que aparecemos como iguales y capaces de superar el egoísmo, pero también la perspectiva del mundo fenoménico, en la que son patentes desigualdad y egoísmo. Desde la primera, avistamos el mundo como si fuéramos libres e iguales, y entonces cobran sentido la moral autónoma, el derecho moderno, que restringe la libertad externa para que cada quien pueda ejercer su libertad interna, y el Estado de derecho encaminado a proteger la libertad de todos.

Cierto que esa perspectiva sería tachada más tarde de visión deformada y deformante de la realidad, que la clase burguesa esgrime para justificar unilateralmente la moral, el derecho y el Estado burgués, cuadros para defender de un modo abstracto la moral que realmente les caracteriza: la del individualismo posesivo. El orden moral legado por la Modernidad –dirá el marxismo- es una ilusión clasista que desfigura unilateral e interesadamente la realidad.

Y ciertamente, ¿quién negará hoy que todo conocimiento viene movido por un interés? Sin embargo, sin olvidar que cualquier perspectiva puede ser perspectiva adoptada desde un interés racional adecuado tiene sentido incluso la crítica de las elaboraciones ideológicas. En buena ley, sólo cabe denunciar el individualismo posesivo como moral ilegítima desde la convicción racionalmente justificada de que una moral, un derecho y un Estado racionales no tienen por misión defender el derecho de los propietarios, sino el de todo hombre al ejercicio de su autonomía. Sólo la perspectiva de la igual libertad y del derecho igual rompe el esquema de cualquier individualismo posesivo. Pero ¿es ésta una perspectiva racional o únicamente una ilusión?.

Para Kant y sus seguidores, quien adopta moral y políticamente la perspectiva de la libertad y la igualdad se sitúa en el punto de vista racional, mientras que Nietzsche ve en ella una ilusión que demiurgos fraudulentos se han empeñado en identificar con la realidad. Y a fe que hasta ahora ha cumplido su misión, porque los hombres han asumido los deberes que desde tal ilusión les han impuesto: deberes morales, jurídicos, políticos y religiosos. A cambio de su sumisión han recibido la garantía de una justicia

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última y un final feliz. Y vaya lo uno por lo otro en un mundo en que, más que felicidad, importa encontrar sentido.

Ese sentido antaño lo proporcionaron las religiones, regalando a las sociedades una cosmovisión en que la justicia acabaría abriéndose paso. La necesidad de una justicia, que juzga desde la imparcialidad que ningún hombre puede encarnar, se revela en aquel sentimiento moral del que Kant daba cuenta en la tercera Crítica, y que incitaba a la razón a disolver el absurdo lógico-moral que se seguiría si no hubiera más justicia que la humana. Es el sentimiento de rebelión ante el absurdo de que los virtuosos sean desgraciados el que ha ido labrando la idea de una justicia radicalmente imparcial y por eso trascendente.

Las religiones nacieron del afán de inmortalidad, decía Unamuno. Pero también es cierto que la idea de que no puede acabar todo en este mundo, nació de la exigencia moral de que en algún lugar –ya que no aquí- el bienhacer se vea reconocido y recompensado, y el mal obrar, sentenciado y castigado. Como sabemos, esta conexión con una trascendencia imparcial, insobornable en sus veredictos, eterna en sus castigos y premios, prestó sus servicios a la moral. Buenos servicios prestaron, pues, las religiones al mundo moral, al darle, no sólo un legislador sino también un juez interior, que lee en lo íntimo de los corazones y premia o castiga con poder y sin error.

Ya desde el alboreo de la Modernidad, un buen número de filósofos fue aprestándose a la tarea de humanizar el referente racionalista en detrimento de su perspectiva religiosa. En estas circunstancias, el legislador infalible vino a identificarse con la razón humana, y el juez insobornable de nuestros actos, con la conciencia personal. Todo un mundo de “infalibilidad”, que señalaba los hitos del orden religioso-moral, pierde su hogar trascendente y trata de buscar su lugar racional en la inmanencia. Y ante tal traducción de un orden divino a un orden humano, es necesario intentar responder desde la ética al gran reto legado por Nietzsche: averiguar si el orden moral desde el que cobran sentido la autonomía personal, la igualdad entre los semejantes y la forma de vida solidaria tiene realidad o es un orden ilusorio.

Ciertamente, las éticas de nuestro momento, con mayor o menor conciencia de ello, han tomado postura ante tal

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disyuntiva. Prolongadores de la Modernidad, como kantianos y utilitaristas, emplean sus fuerzas en mostrar la racionalidad –clásica- del “punto de vista moral”, aunque el eje de su ética sea, en principio, distinto. Pero, frente a ellos es sin duda uno de los tópicos más llevados y traídos denunciar el fracaso de la Modernidad.

Postmodernos, ahítos de grandes metarrelatos, intentan reconciliarse –tras la huella de Nietzsche y Heidegger- con un mundo fragmentario. Premodernos, insatisfechos con el rumbo dado a la historia por la Modernidad moral, convencidos de que no ha sido capaz de crear más que ilusiones, propugnan el retorno a una racionalidad anterior a ella, no acuñada por deberes y derechos iguales.

Por otra parte, un indeterminado género de filósofos se enfrenta a un incómodo dilema: les resulta molesta la Modernidad moral por su afán fundamentador y, sin embargo, no pueden prescindir del orden jurídico y político por ella fundamentado, porque a fin de cuentas el público no parece dispuesto a liquidarlo. Se trata entonces de oficiar de equilibrista y subir a la cuerda floja ensayando el difícil equilibrio de exhortar a las masas a guardar el orden moral, aunque sea ilusorio, a encarnar la tolerancia y demás virtudes cívicas, aunque no exista para ello ningún fundamento en la razón.

La pobre ética ha ido perdiendo sus antiguos supuestos y ahora se está viendo privada de su objeto. Por “pre”, por “post”, por pragmatismo o por afán de desorientada originalidad, nos estamos quedando sin moral. Y, lo que es todavía peor, posiblemente las mismas éticas contemporáneas estén contribuyendo a liquidarla.

Entusiasmados los utilitaristas con la idea de dar a la moral una base científica piden en préstamo a la psicología un fin con el que adquirir un cierto barniz de cientificidad y también a la economía algún procedimiento calculador con el que computar utilidades. Pertrechados de su ábaco y de su fin, terminan en una especie de economía psicológica, que calcula ávidamente utilidades y recibe un fresco hálito de moralidad al tomar sigilosamente de las éticas de la justicia principios como el de imparcialidad.

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Por su parte, las éticas kantianas de la justicia, gozosas de poder dar razón, estructural y trascendentalmente, de la corrección de normas y del sentido de la justicia desde la imparcialidad de lo que todos podrían querer, presenten ya visos de reducir lo moral a derecho y política, como no intenten ir más allá de sus actuales ofertas. Que no en vano son éticas kantianas y llevan incorporado ese esquema –más jurídico que moral o religioso- de la ley y la justicia, para seguir ordenando el mundo práctico y social. Si bien es cierto que Kant lo trascendió con creces las éticas kantianas han supuesto un retroceso en este punto.

En efecto, Rawls reconoce abiertamente que su teoría moral versa únicamente sobre la virtud de la justicia, aplicada al ámbito político, si bien no niega que la esfera moral sea más amplia que la de la justicia. Sin embargo, Kohlberg, Apel y Habermas hacen de la norma y la justicia el tema exclusivo de la ética, con lo cual invitan al lector a preguntarse si los principios de las éticas kantianas, que se precian de reconstruir de algún modo el imperativo categórico, no reconstruyen más bien el también kantiano –y rousseauniano- principio del Derecho político.

No sería en tal caso ningún misterio que las éticas kantianas resultaran idóneas para fundamentar el derecho moderno y las formas de vida política: el misterio sería más bien qué queda de la moral en tales principios legitimadores de normas. ¿O es la nuestra una época “postmoral”, a la que bastan el derecho y la política para resolver conflictos humanos? ¿Han absorbido las razones jurídica y política las tareas que antaño desempeñara la razón moral?.

Ciertamente así parece en sobradas ocasiones, al considerar no sólo actitudes cotidianas, sino también trabajos de filosofía moral. Por citar, en principio, éticas que creen aun posible dar razón de lo moral, se tiene en ellas lo moral por economía psicológica, como sucede con los utilitaristas, por teoría de la justicia en las éticas kantianas, por doctrina comunitaria de las virtudes que ha de ser tabla rasa del orden moral contemporáneo en textos neoaristotélicos. Mientras que el resto trata a la moral o con la convicción de que no existe, o con la circunspección de quien, sabedor de que carece de raíces racionales, tiene por

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prudente inculcarla cívicamente sin indagar sus fundamentos, no sea cosa que se desvanezca entre los dedos.

Sin embargo, mientras los hombres sigamos viéndonos obligados a justificar nuestras elecciones, porque el ajustamiento a la realidad no nos viene dado; mientras sigamos calificando a determinadas justificaciones de “justas” o buenas” frente a otras, no importa ahora cuáles sean unas y otras y si en tiempos distintos y en diferentes lugares podemos calificar de diverso modo justificaciones semejantes; mientras “esto es justo” o “esto es bueno” siga significando algo diferente de “apruebo esto, haga usted lo mismo” o de “a mí me agrada”; mientras unas formas de vida sigan pareciéndonos más humanas que otras, seguirá habiendo una dimensión del hombre, de su conciencia y de su lenguaje, que merecerá por su especificidad el nombre de “moral”. Y será necesaria para legitimar el derecho y la política, que no son autosuficientes en menesteres de legitimidad.

Genético-estructuralmente, el orden moral legado por las generaciones precedentes ha quedado incorporado a nuestros esquemas cognitivos, de modo que sabemos moralmente a través de ellos. Trascendentalmente, en alguna versión determinada, tiene su sede en la razón. Porque las sociedades aprenden no sólo a nivel científico, técnico o artístico, sino también a nivel moral. El reconocimiento de la autonomía personal, la dignidad que, en consecuencia, a todo hombre compete, la búsqueda de la igualdad entre los semejantes, la necesidad de la solidaridad se han incorporado a nuestro saber moral en un proceso que resulta ya irreversible, de modo que renunciar a todo ello significa ya renunciar a nuestra propia humanidad.

Pero para dar razón de todo ello es insuficiente la ética tal como se nos presenta en la contemporaneidad, porque en la versión formal de corte kantiano termina por reducir la razón moral a razón jurídica y política, y las restantes éticas, como hemos referido, no dan cuenta satisfactoria de la moralidad.

Estamos urgidos de una ética que sin echar en saco roto el orden moral que, basado en una racionalidad clásica, heredamos de la Ilustración, se abra a la perspectiva de una racionalidad compleja que tenga en cuenta lo contingente, lo incalculable y lo

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inconmensurable; que conjugue la causalidad y la probabilidad, lo universal y lo particular, la lógica y el azar, el cosmos moral y el caos; que se preocupe por las normas correctas y la justicia, pero también por fines, móviles, actitudes y virtudes. Para ello, es preciso sobrepasar las unilateralidades hasta ahora vividas, los enfrentamientos entre fines y móviles, deberes y virtudes, normas y vida buena, individualismo y colectivismo, para acceder a un tercer momento que sea la síntesis de los anteriores. Sólo así, la ética cumplirá su tarea crítica, en lo social y lo individual, expresada en la idea de que debe ser de otro modo, porque nuestro mundo práctico no tiene todavía altura humana.

CAPÍTULO III. REFLEXIONES ÉTICAS EN TORNO A PROBLEMAS ACTUALES.

1. UNA ÉTICA PARA LA POLÍTICA

Un problema de inocultable actualidad consiste en delimitar el campo de una posible reflexión ética sobre una expresión cualquiera de índole política, o lo que es igual, la investigación sobre la posibilidad de una moralización de la política. Se ha de advertir aquí que el término “ética” abarca, desde luego, mucho más de lo que por él se entiende comúnmente, orientándose más bien hacia la reflexión de aquellos valores que, como los de libertad, solidaridad, dignidad humana, justicia, etc., sostienen o pueden sostener una cosmovisión política.

De esa manera la posibilidad de una reflexión ética sobre la política sólo quiere decir, en este contexto, la explicitación de los valores fundamentales hacia los que tiende la acción política inmediata. De lo contrario la suposición de lo ético como un elemento subjetivo, íntimo, sin mediaciones con la objetividad de la política, sólo representa precisamente la victoria del punto de vista abstracto para el que es absolutamente fundamental o bien la anulación de la reflexión política por ser ineficaz, o bien su relativización y por tanto su supresión como instancia radical objetiva.

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¿Cuál es el papel que hoy día puede llegar a jugar una vinculación fructífera entre ética y política en el seno de los procesos sociales que caracterizan a nuestra época? ¿Puede seguir considerándose a la ética como un elemento meramente subjetivo, espiritualista, rechazable sin más por abstracto e ineficaz? ¿o más bien será necesario concederle el sitio que merece en cuanto instancia vinculada al deber ser, como exigencia constante de superación de lo existente en nombre de la razón? ¿Qué otro elemento que no sea el referente ético puede actuar como vigorizador eficaz del quehacer político en la contemporaneidad?

Respuestas atinadas a las interrogantes anteriores, nos llevan a la conclusión de que no hay avance social ni humano en nuestro tiempo, sin el promisorio vínculo entre ética y política, sólo que éste para ser viable, ha de alejarse tanto del mundo sobrenatural del misticismo como del mundo natural de la mera existencia en su devenir mecánico y sin espíritu. Ni evasión hacia el cielo ni reconciliación con la tierra: he aquí el tenso equilibrio en que se ha de sostener la interrelación entre ética y política como exigencia insoslayable de nuestros días.

Desde el amanecer de las sociedades clasistas las relaciones entre ética y política han sido constantes y necesarias. En el orden histórico toda política ha supuesto cierta moral y toda moral una política. Doctrinalmente, toda ética ha implicado cierta concepción de la política y toda teoría política ha comportado una ética. Tanto la ética como la política tienen su engarce con las necesidades e intereses sociales. La ética como peculiar regulación normativa de las relaciones entre los hombres; la política como vínculo social específico con relación entre las clases.

Los puntos de vista en torno a las relaciones entre ética y política han variado de acuerdo con los referentes doctrinales y las circunstancias sociohistóricas. Estas relaciones se han concebido, unas veces, en términos extremos, como política sin ética y como ética sin política; otras veces, argumentando la incuestionable interdependencia entre la ética y la política. La eticidad de lo político constituye un prerrequisito de la política en la modernidad. La no observancia de este presupuesto ha comportado resultados funestos en la historia más reciente. Por regla general, en las experiencias sociales contemporáneas, la

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ética ha sido sierva de la política. Esta supeditación unilateral ha acarreado daños irreparables por lo que se impone que los hombres de buena voluntad, en estos años finiseculares, tomemos conciencia de tal problema que nos amenaza constantemente.

La ética por sí misma, a espaldas de la política, resulta totalmente ineficaz en el orden práctico. La elevación de la condición humana requiere, ante todo, de la actividad política. La extensión social de la dimensión moral entre los hombres pasa necesariamente por la política. En consonancia con esta especificidad se justifica el que la ética esté al servicio de la política. Abundando en esta característica digamos que la ética en ninguna circunstancia ha tenido un fin en sí misma (no existe la ética por la ética) si esto es válido en general, necesariamente debe serlo para una ética, como la que exige la contemporaneidad, que debe servir a objetivos radicales en lo social y en lo humano. He aquí el fundamento objetivo que nos muestra por qué la ética debe estar en función de la política. Ahora bien, servicio no es servidumbre. Cuando la ética, como sistema normativo, se le exige atender sólo al interés clasista y no al interés humano, su servicio degenera en servidumbre. La ética se convierte en sierva de la política cuando pierde su especificidad.

En el decursar histórico de todos los países puede constatarse la referida tergiversación de las relaciones entre la ética y la política, así como un generalizado desconocimiento de sus respectivas posibilidades y perspectivas. Aunque ética y política, basadas en presupuestos humanos y sociales, sirven a un mismo fin liberador, el destino de una y otra es distinto en el procedimiento histórico-concreto que conduce a los objetivos más elevados. La mejor política es la que prepara las condiciones para su propia desaparición o sea la que tiende a su propia negación; la que empezando por sus propias organizaciones impide, en el interior de ellas, la reproducción de las relaciones de dominación y subordinación. La mejor ética es la que contribuye desde su especificidad fundamentalmente normativa, a que la sociedad se transforme en un entorno verdaderamente humano, propiciando en su más alto grado el comportamiento consciente, libre y responsable de los individuos. La mejor ética es aquella que al afirmase hace que la moral gane terreno en la vida social a otros modos de

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comportamiento (político, jurídico) al desaparecer gradualmente la necesidad social de estos modos de comportamiento.

Aunque la autonomía de la ética es relativa, tiene su ámbito propio, específico. No puede reducirse, por ello, a la política ni abdicar ante ella. Si bien es cierto que por sí misma no transforma instituciones ni relaciones sociales y que, por tanto, el ético no puede sustituir al político, también lo es que la ética como ética, es decir, por su naturaleza específica, sirve a la política. Esa relación de servicio la concreta ejerciendo su función crítica sobre la actividad política cuando ésta, en nombre de las exigencias tácticas, recurre a medios que entran en contradicción con los fines liberadores que la ética no pude dejar de tener presentes. Una política puede ser condenada moralmente cuando recurre a ciertos medios que no pueden ser justificados por los fines. Y es condenada, precisamente, para ponerla en la relación adecuada con el fin al que deben servir en la actualidad tanto la ética como la política: el mejoramiento humano.

La visión estereotipada y tradicional que ha existido de la política es la concerniente a un mundo pedestre donde todo tiene un carácter muy instrumental, un mundo donde vale todo. Y aunque muchas políticas, que en el mundo han sido se caracterizaron por esta sordidez, lo cierto es que también ha habido esfuerzos, en este campo, encaminados a ver la política como un medio para hacer más felices a los hombres.

Al enfatizar la necesidad de hacer prevalecer la dimensión ética de la política, nos hacemos herederos de una tradición de pensamiento que ha tenido como objetivo garantizar la realización de los intereses y aspiraciones individuales en su correlación necesaria con la indeclinable búsqueda del bienestar colectivo. Tradición que, asimismo, ha recalcado que esos propósitos humanistas sólo podrán alcanzarse en la medida en que el poder político sea la expresión de la voluntad del pueblo lo que garantizará una organización social “con todos y para el bien de todos”. En la medida en que seamos creativos en la defensa de esta tradición de pensamiento, estaremos contribuyendo a que frente a los desafíos presentes y por venir, no inclinemos jamás las banderas del humanismo que deben ser las enseñas caracterizadoras de la ética y la política.

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2. ÉTICA-DERECHO, UN VÍNCULO URGENTE Y NECESARIO.

Analicemos ahora, cómo se ha visto la relación entre Ética y Derecho en la contemporaneidad. Resulta ilustrativo en este sentido, apoyarnos en el criterio de Oliver Wendell Holmes (1841-1935), un juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, quien en 1897, en su libro “La senda del Derecho” hacía una advertencia que refleja con mucha nitidez la opinión prevaleciente con respecto a esa relación en el ámbito jurídico. Decía: “El Derecho está lleno de fraseología tomada a préstamo de la Moral, y por la simple fuerza del lenguaje nos invita continuamente a pasar de un dominio al otro sin percibirlo, invitación que no sabremos resistir a menos que tengamos permanentemente en cuenta la línea fronteriza entre ambos conceptos”. El juez norteamericano registraba algo que es, en efecto, evidente. El Derecho utiliza profusamente términos como deber, obligación, responsabilidad, culpa, malicia, etc., que son, sin duda, muy característicos del lenguaje moral. Y no sólo eso. El Derecho tiene también la costumbre secular de apelar a nociones como justicia, libertad o bienestar general que, por su propia naturaleza, parecen pertenecer igualmente al ámbito de la ética.

Lo que llama la atención en la advertencia de Holmes es que de hecho nos inste a rechazar todo ello y a tener buen cuidado en deslindar con claridad una presunta “línea fronteriza” entre la Ética y el Derecho. Esa prevención del juez norteamericano con relación a mantener en forma aséptica el campo del Derecho, sin permitir su contaminación con influencias morales, nos revela la posición que ha sido dominante durante los últimos siglos entre los profesionales del quehacer jurídico.

A mi modo de ver, nosotros desde una perspectiva contrapuesta a la de Wendell Holmes, pudiéramos formular las siguientes interrogantes; ¿ por qué resistir esa invitación de la Moral al Derecho?. ¿Se trata en realidad de una invitación? ¿Es ese lenguaje de connotación moral un “préstamo” terminológico o es, por el contrario, algo consustancial al propio Derecho?. ¿Está el Derecho constituido por componentes morales que le sirven de fundamento y de los que ni su lenguaje ni su mismo fin

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pueden prescindir? Responder a estas y otras cuestiones cercanas a ellas resulta vitalmente importante para esclarecernos en torno a problemas medulares acerca del vínculo entre Ética y Derecho que el pensamiento jurídico contemporáneo debate constantemente.

Partiendo del criterio de que la reflexión jurídica y la reflexión moral pueden caminar ignorándose mutuamente, porque tienen en común asuntos de máxima trascendencia, afirmamos que la Ética debería ser una de las principales dimensiones del Derecho contemporáneo. La tragedia -porque no ha sido menos que una tragedia para el destino de ambos- es que a menudo se proponga hoy al Derecho como lo contrario de la moral o como algo que carece de toda relación con la Ética.

Suelen concebirse las Ciencias Jurídicas como Ciencias Sociales que han logrado hacer superflua a la Ética. Para muchos aparecen como disciplinas amorales y, para aquellos que se sienten todavía amenazados por las incursiones considerables de las Ciencias Jurídicas en el entorno cultural, son también disciplinas particularmente inmorales. Hasta se dice que las Ciencias Jurídicas proponen una visión cínica de los asuntos humanos que reduce la moralidad a mero subproducto de las fuerzas sociales y la sujeta a las poderosas servidumbres de situación, momento y lugar. Gran número de cientistas jurídicos, al buscar legitimación en una concepción errónea de la investigación empírica y la ciencia natural, concurren con esta visión. Afirman que los lazos que otrora ligaban sus disciplinas a las preocupaciones de la Ética se cortaron irremediablemente hace tiempo: los cientistas jurídicos están ya libres de sus exigencias agobiantes.

Hasta el cientista jurídico más escéptico y empíricamente inclinado debe enfrentarse con las evaluaciones de las gentes sobre la acción y la conducta, la conciencia y las actitudes. Los científicos sociales las identifican, miden, clasifican y describen rutinariamente como parte de su tarea. Algunos de ellos pretenden que no emiten juicios sobre los pronunciamientos morales de sus sujetos y que no están comprometidos con las posibles implicaciones morales de sus propios hallazgos y pesquisas. Mas es ésta precisamente la cuestión que da origen a las presentes reflexiones. El agnosticismo moral de una cierta Ciencia Jurídica es parte de una mitología confortable sobre

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algo que normalmente se denomina problema de la “neutralidad ética” o de “valoración”. Desde esta posición, la aplicación de normas morales, la invocación de principios, la atribución de culpas y la concesión de alabanzas son cosas que suceden fuera de la tarea científico- jurídica y no deberían nunca enturbiar su ámbito sagrado. Además, los cientistas jurídicos de este parecer tienden a sostener que la Ética es irrelevante para la orientación teórica asumida. Así uno puede pertenecer a cualquier escuela de pensamiento y afirmar simultáneamente la propia independencia teórica respecto de cualquier concepción o posición ética. Más todo esto es erróneo. Se funda en la Falacia de la Objetividad Amoral.

La Falacia de la Objetividad Amoral consiste en la confusión del ideal metodológico de la neutralidad ética de la ciencia con el desinterés cínico acerca de las intenciones humanas en el proceso de investigación o acerca de las consecuencias morales cognoscibles o probables de sus descubrimientos, es decir, acerca de la responsabilidad de cada cual. La falacia es, pues, una de las facetas usuales del cientismo como ideología. La degradación de la neutralidad ética en objetividad amoral está fuera de lugar y es innecesaria. Tal degradación es un síntoma más de uno de los aspectos más bárbaros de nuestra civilización: la "emancipación" de las actividades que tienen pretensiones científicas de todo fundamento en la esfera de la moral y el confinamiento de la Ética al trabajo profesional de cierto número de analistas académicos con un público completamente especializado y restringido.

En el terreno que nos ocupa, ese divorcio debería superarse mediante un acercamiento fructífero entre las Ciencias Jurídicas y la Ética. Pero la invitación a tal acercamiento no debe entenderse en el sentido trivial de que las Ciencias Jurídicas deban aceptar las condiciones de trabajo que les dicte la Ética, es decir, que los cientistas jurídicos deban estar al tanto de las implicaciones morales de su actividad. Lo que se requiere es más que esto: las Ciencias Jurídicas deben consolidar una comunión estable con las metas y empeños de la Ética como disciplina acerca de la moralidad. Sin embargo, la Ética ha tenido sus propios problemas en tiempos recientes. Tanto es así que no es infrecuente ver como algunos éticos afirman que su disciplina "ha perdido el norte". Tales problemas han surgido, en buena medida, del hecho de que una parte sustancial de la Ética

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contemporánea ha venido a ser jurídicamente analfabeta. (Hasta puede llegar a afirmarse que así se ha querido a sí misma). Se han juntado, de ese modo, dos suertes de analfabetismo, dos ignorancias, que han imposibilitado el diálogo. Podría darse aún el caso, no obstante, de que por aproximación y reconciliación mutuas, los dos equivocados adversarios pudieran salvarse entre sí de los males que los asedian desde otros flancos. Y es que si no aprenden a encontrarse no sólo faltarán al espíritu que debería animar a sus respectivos empeños, sino que además dejarán yermos los mismos predios que deberían cultivar. Si en cambio, saben hallarse serán capaces de producir juntos el discurso ético-jurídico nuevo que requieren nuestros azarosos tiempos.

3. LAS TEORÍAS DE LA JUSTICIA Y SU FUNDAMENTACIÓN ÉTICA.

El principio general de la justicia fue definido por los jurisconsultos romanos como Suum cuique tribuere (Dar a cada cual lo suyo). Se actúa justamente cuando se da a cada uno lo suyo, e injustamente en caso contrario. Las distintas éticas de la justicia coinciden en cuanto a esa fórmula abstracta, pero tal criterio convencional no da respuesta concreta a qué es realmente lo que se debe dar. Las éticas de la justicia tratan de especificar lo que le corresponde a cada cual; es decir, intentan impartir especificidad y contenido al principio formal, agregando concreciones a ese referente abstracto. A lo largo de la historia de Occidente ha habido tres concepciones principales, distintas y contrapuestas, que han interpretado la justicia de manera respectiva como propiedad natural, libertad individual e igualdad social.

La concepción naturalista de la justicia

La teoría de la justicia que ha gozado de mayor perdurabilidad en la cultura occidental es, sin duda, aquella que la entiende como proporcionalidad natural. Iniciada por los pensadores griegos hacia el siglo VI a.n.e., no conoció rival hasta bien entrado el siglo XVII. Según ella, la justicia es una propiedad

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natural de las cosas que el hombre no tiene más que conocer y respetar. Este es el sentido que los filósofos griegos dieron al término dikaiosyne. En tanto que naturales, las cosas son justas, y cualquier tipo de desajuste constituye una desnaturalización. Todo tiene su lugar natural y es justo que permanezca en él. Esto es aplicable no sólo al orden cósmico sino también al social. En La República, Platón nos dice que en una sociedad naturalmente ordenada, y por tanto justa, habrá hombres inferiores, artesanos; habrá también guardianes; y en fin, habrá gobernantes.

La concepción de la justicia como proporcionalidad natural tuvo su expresión en todos los ámbitos de la sociedad. Se trata del carácter proporcional de acceso a los bienes, de acuerdo con el rango social de la persona. De hecho, este se advierte ya en La República, donde Platón intenta describir el orden de la ciudad justa. Allí se ve como la obtención de riquezas y honores tiene un carácter diferencial, precisamente en virtud del principio de justicia distributiva. El esclavo, el artesano y el rico tendrán diferentes accesos a los bienes materiales y espirituales. Todo esto, vigente en el siglo IV a.n.e., siguió teniendo validez hasta la Edad Media. En efecto, la sociedad medieval intentó asumir lo más posible las consignas platónicas y la dinámica distributiva se acomodó en lo sustancial a esas normas.

Así fue y así funcionó la teoría de la justicia como ajustamiento al orden proporcional de la naturaleza. Este concepto de justicia hizo que a todo lo largo de la Antigüedad y la Edad Media, existieran tres grandes tipos de distribución social: La de los estratos más pobres de la sociedad (esclavos, siervos, etc.); la de los artesanos libres, y la de los ciudadanos libres y ricos. Nadie más que estos últimos participaba por entero de los bienes de la ciudad, y sólo ellos podían y debían ser plenamente justos y virtuosos.

La concepción libertaria de la justicia

La modernidad introdujo novedades fundamentales en el tema de la justicia al insistir cada vez más en la importancia de la libertad como base de todos los deberes al respecto. De este modo, la justicia concebida como mero ajuste natural, pasó a convertirse en una estricta decisión moral. La relación del súbdito con el soberano ya no se basa en la sumisión sino en la decisión libre.

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El hombre está por encima de la naturaleza, y es la única y exclusiva fuente de derechos.

Según las teorías libertarias, la justicia se puede reducir al principio de autonomía o libertad. Si el ejercicio de la libertad (sobre todo económica) está protegido y garantizado se hace justicia según esas teorías. Sus partidarios dudan de la existencia de una justicia distributiva que supondría quitar algún bien a alguien que lo ha ganado honrada y honestamente.

En las teorías libertarias a menudo se incorporan las del mérito o las basadas en la contribución de las personas a la sociedad. Estas teorías suponen que conviene recompensar al trabajador diligente y capaz, y proteger su libertad de decidir cómo utilizar la recompensa. Además, suponen que el ejercicio de un mercado libre lleva a efecto la tarea distributiva o cumple con la justicia distributiva. La distribución en el mercado libre creará desigualdades de acceso a determinados bienes pero, de acuerdo con los libertarios, eso no es injusto y no debe remediarse con planes tributarios ni ningún otro tipo de redistribución.

En los últimos años, la concepción libertaria de la justicia ha encontrado nuevas aplicaciones y expresiones en diferentes campos de la sociedad. Ante los posibles excesos del Estado benefactor, los nuevos liberales han vuelto a la tesis de que los derechos individuales deben ser protegidos por el Estado, pero sólo negativamente, no de modo positivo. Es decir, el Estado tiene la obligación de impedir que alguien atente contra los derechos individuales de las personas, pero no de procurar su realización con respecto a todos los ciudadanos. Esta es la diferencia entre el derecho negativo y el derecho positivo en lo concerniente a la concreción de las libertades individuales.

La concepción igualitaria de la justicia

Si para la concepción libertaria la justicia es esencialmente la protección de la autonomía, para los igualitaristas la justicia es esencialmente igualdad. Se hace justicia cuando se asignan recursos a las personas que más los necesitan, con el fin de acabar con las disparidades y de lograr la máxima igualdad posible.

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Mientras que las teorías libertarias se basan en las visiones individualistas de la vida, los igualitaristas tienden a compartir una visión más solidaria, que pide a las personas algo más que reconocer la dimensión de sorteo que tiene la vida al distribuir los beneficios y los cargos en forma desigual. La tarea de la solidaridad y de la justicia se centra en trabajar para vender las desigualdades naturales y sociales mediante políticas altruistas racionales. Los igualitaristas propugnan el establecimiento de un Estado que promueva y proteja no sólo los derechos negativos, sino también los positivos. Para la consecución de ese propósito, ese Estado establece jornadas de trabajo dignas, prohíbe la explotación de niños y mujeres, exige un salario mínimo protege a los desempleados, enfermos, jubilados, etc. Surge así la conciencia del derecho de todo ser humano a la educación, la vivienda digna, el trabajo bien remunerado, el subsidio de desempleo, la jubilación, la asistencia sanitaria.

Los teóricos igualitaristas insisten en que los recursos escasos deben ser empleados donde más se necesiten, y no donde lo determinan las fuerzas del mercado libre. Su aspiración se encamina a considerar todo colectivo humano como una comunidad moral, el bienestar de cada persona debe contar por igual. No se acepta la desigualdad como “un acto divino”. La moralidad se considera desde el punto de vista de satisfacer las necesidades y lograr la imparcialidad. En la adopción de las decisiones sociales, en cualquier campo del quehacer humano, se debe tener en cuenta a todas las personas por igual, y sólo al hacerlo así la comunidad supera el egoísmo y avanza hacia una perspectiva moral.

La comprensión igualitarista del principio de justicia, la considera como algo que exige una igualdad de bienestar para cada individuo. Su modo de entender la justicia como igualdad postula que la gente tiene el derecho a que la calidad de su vida sea igual, en la medida de lo posible, a la calidad de bienestar de otros. Como consecuencia, en la distribución de beneficios, los que menos tienen serán los más favorecidos si la compartición ha sido justa. El principal objetivo de la distribución justa debe ser igualar el bienestar, las desigualdades flagrantes son fundamentalmente reprochables, y remediarlas debe ser la meta de cualquier política social justa. La justicia igualitaria exige que

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en las prácticas y políticas sociales se procure conseguir una igualdad de posibilidades y bienestar.

Cualquiera de las tres concepciones que han venido contendiendo entre sí para explicar la justicia presenta argumentos que es necesario tener en cuenta a fin de fundamentar teóricamente este problema de tanta importancia en la práctica social. Por eso, lo más aceptable sería respetar los principios esenciales que emanan de ellas. El debate actual en torno a la justicia nos muestra que el camino de la complementariedad resulta el más indicado para enfrentar un complejo asunto que tanto ha preocupado al pensamiento ético universal.

4. LA DIGNIDAD HUMANA, VALOR MORAL SUPREMO.

La respuesta de los ciudadanos, en diversas partes del mundo, frente a los desafueros provenientes de los centros de poder imperialista, es un signo claro de la existencia de unos valores morales que unen a los seres humanos y que son una esperanza para equilibrar el unilateralismo hegemónico, argumentado y propulsado por los cultores del pensamiento único. Profundizar en esos valores es un instrumento para reforzar la identidad humana en este momento de gran debate de ideas a nivel planetario.

Es atinado empezar por la dignidad humana que cristaliza como tal, en el saber filosófico, desde los humanistas hasta Kant. De ella derivan todos los demás valores morales y es la raíz y el cimiento de la ética pública en la contemporaneidad.

La idea de dignidad se ha presentado como un concepto complejo, multiforme, que se ha ido perfilando a lo largo del tiempo, añadiéndose matices y ampliando su espacio intelectual. En todo caso, ha adquirido, a partir del tránsito a la modernidad, una creciente presencia como valor de valores, como una mezcla de dimensiones fácticas y de deber ser que le convierten en una de las claves de la identificación de las personas y del espacio

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público en que se desarrolla. La correlación entre ética pública y ética privada encaja en los matices de esa dignidad humana, que expresa mejor que nada la idea del ser humano como valor supremo, y que desarrolla su itinerario vital en la sociedad democrática y plural que es una de las grandes aportaciones del quehacer social a la cultura.

La misma depuración del sentido de la idea de dignidad humana ayuda a entender su significado más profundo. Así nos encontramos con dos modelos de dignidad, la que podemos llamar dignidad heterónoma y la dignidad autónoma. La primera tiene una raíz y un fundamento exterior al ser humano, en el rango que el hombre ocupa en la sociedad, en el Derecho, en la riqueza o en su semejanza con un ser superior, con Dios. La segunda, que es la que cristalizará en la Ilustración, es la dignidad que denominamos autónoma, tiene su causa en el hombre mismo y se encuentra en la propia condición humana.

La dignidad heterónoma, se expresa como honor, cargo o título, como apariencia o como imagen que cada uno representa o se le reconoce en la vida social. Es una idea propia de sociedades estamentales, organizadas por castas, por rangos, por órdenes cerrados, donde la hipertrofia del rango y de la jerarquía privará a los inferiores de dignidad y donde además no cabe la igual dignidad si ésta pretende ser un mínimo de autonomía personal.

El primer texto en que aparecen las dos ideas de dignidad y donde el autor se inclina por la concepción autónoma es La controversia acerca de la nobleza, de Buonnacorso de Montamagno, de 1428, que es un diálogo entre dos jóvenes que se presentan ante Lucrecia, hija de un noble romano, para justificar quién es el más noble, es decir, el más digno. El primero, Publio Cornelio, hablará de la gloria de sus antepasados y de sus riquezas, o sea, de la idea de dignidad como rango o jerarquía social. El segundo, Gaio Flaminio, considerará que la verdadera nobleza no se basa en la gloria de otro hombre, ni en los pasajeros bienes de la fortuna, sino en la virtud de la propia persona.

La mentalidad proclamada por Publio Cornelio no podemos reducirla sólo a la Edad Media, es toda una modalidad de pensamiento, propia de las sociedades donde impera el oligarquismo, que recorre la historia bajo diversas formas y que

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en los dos últimos siglos se presenta bajo la cobertura del economicismo, donde la dignidad deriva de la riqueza. Es una creencia establecida, aunque profundamente errónea, que sustituye los valores morales por intereses materiales y que sigue muy presente en los comportamientos humanos actuales.

El segundo tipo de dignidad heterónoma lo identificamos con la idea de que esa dignidad deriva de nuestra semejanza con Dios, lo que impide igualmente la autonomía humana si esta semejanza es interpretada desde una iglesia que monopoliza la idea de Dios, o si se plantea desde el agustinismo político, que produce el mismo efecto al negar la autonomía del individuo en el uso de la razón y en la búsqueda de la verdad. Para ese modelo, la luz del hombre no será propia, sino sólo derivada de la luz de Dios. Sin ella no cabe nada, ni siquiera la dignidad, sólo será posible una dignidad heterónoma, es decir, dependiente de la luz divina, interpretada por la Iglesia.

La modernidad, como contribución al proceso de liberación de esas ataduras, potenciará la humanización y la racionalidad que tendrán por objetivo propiciar el reencuentro del hombre con su propia dignidad, la dignidad humana autónoma. Por eso, se hablará de movimiento ilustrado, de iluminismo, porque se aspira a que el hombre pueda brillar con luz propia. El siglo XVIII pretendió ser el siglo de la devolución de la luz al hombre, así como de su dignidad personal.

Aunque encontramos rastros de la idea de dignidad autónoma en las civilizaciones orientales antiguas, en Israel, en Grecia y Roma, será en el tránsito a la modernidad donde la dignidad alcanzará su plena dimensión como dignidad autónoma. Con el apogeo del humanismo, se desarrollará una gran confianza en el poder y en el ingenio del hombre. Todos los autores producirán una exaltación del individuo, una reivindicación de la libertad del hombre y de su competencia y su capacidad para razonar y para construir con autonomía en el campo del arte, de la literatura y de la cultura en general. Una mezcla de estoicismo y epicureísmo, de defensa de la igual condición humana, marcará el nuevo tiempo de la moderna dignidad.

Frente al agustinismo político que aparecerá en la obra de Inocencio III titulada La miseria del hombre, que reproduce las críticas agustinianas contra la mundaneidad y contra los horrores

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producidos por el individuo, reaccionará Gianozzo Mannetti con su De dignitate et excelentia hominis, donde elogia la inconmensurable dignidad y excelencia del hombre, y los extraordinarios talentos y raros privilegios de su naturaleza. Así, poco a poco, el centro del debate pasará de nuestra semejanza con Dios a nuestras diferencias con los restantes animales.

La moderna idea de dignidad no será incompatible con la fe ni con la creencia religiosa. Creyentes y no creyentes se pueden agrupar en igualdad de condiciones en torno a la idea de dignidad. Precisamente una de las claves de la ética pública de la modernidad es el derecho a la libertad religiosa e ideológica de los ciudadanos. No hay un status de privilegio porque la dignidad humana es la base de los valores morales, el fundamento de la ética pública cuyo destinatario es el ciudadano, creyente o no creyente. La clave es la igual condición de todos los seres humanos con independencia de sus creencias, porque el presupuesto de la dignidad lo proporcionan unos rasgos humanos que son comunes a todas las personas.

Son numerosas y plurales las aportaciones en torno a la dignidad humana. Pico de la Mirándola, Lorenzo Valla, Angelo Poliziano, Pietro Pomponazzi o, ya en los albores del siglo XVII, Giordano Bruno, serán autores fundamentales en la Italia del Renacimiento. También en España, Pérez de la Oliva, Juan de Brocar y Francisco Regio, éstos en las “laudes litterarum”, elogios o panegíricos a las letras o la gramática, defendieron la dignidad humana en aperturas de curso en Valencia o en Salamanca y ya en el siglo XVIII Voltaire, el Rousseau de la Profesión de fe de un vicario de Saboya, y Kant, que racionaliza los rasgos de la dignidad y nos atribuye la condición de seres de fines que no podemos ser utilizados como medios y que no tenemos precio.

Hoy los aspectos esenciales que identifican nuestra dignidad son a la vez un dato de nuestra condición y un deber ser que marca el desarrollo de la dignidad, desde el ser al deber ser. Somos seres capaces de decir no, de razonar y de construir conceptos generales, de crear belleza con nuestra razón mezclada con nuestros sentimientos y nuestras emociones, de comunicarnos y de dialogar, de vivir en una sociedad bajo un sistema de normas que limiten nuestro egoísmo, que redistribuya la riqueza y resuelva los conflictos con un tercero imparcial y, por fin,

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somos seres morales, con una ética privada, para escoger libremente caminos de bien, de felicidad o de salvación. Y estas capacidades se pueden convertir en realidad, expresan un deber ser realizable, en una sociedad bien ordenada, que tendría como fin en su acción política y en su derecho que todas las personas puedan desarrollar esas capacidades de su dignidad. La dignidad es a la vez el punto de partida y el punto de llegada en una sociedad democrática, en una sociedad de hombres libres. Por eso, la contemporaneidad debe tener en la dignidad humana el referente axiológico máximo, su supremo ideal de justicia, y en eso considero que, aunque estemos ante un valor universal, es una obra de realización insoslayable por todas las comunidades humanas.

5. LA IDENTIDAD CIUDADANA, UN PROBLEMA DE NUESTRO TIEMPO

Uno de los conceptos más estudiados en estos momentos es el de ciudadanía. Nuestra concepción al respecto vincula esta realidad a la identidad nacional y es una consecuencia del nacionalismo moderno. Este dio lugar a una concepción de ciudadanía basada no en la adscripción estamental o étnica, sino en la praxis que implica el ejercicio activo de derechos democráticos de participación y comunicación. Según tal concepción, “ciudadanía” significa no sólo pertenencia a un estado, sino un status definido por los derechos y deberes de la persona que goza de semejante condición.

El problema de la ciudadanía se remonta, en sus orígenes, a la antigüedad esclavista. Aristóteles, en sus Eticas, argumenta que el sentido y la unidad de la vida lo proporcionaba el vivir conforme al conjunto de “virtudes” que componían la figura del perfecto ciudadano. Desde esta perspectiva, el fin ciudadano es siempre la felicidad, que no es un objetivo individual, sino colectivo: mi bien no puede ser antagónico al tuyo pues el bien lo es de toda la comunidad.

Posteriormente, la Edad Media vive situaciones más complejas que ya no reproducen esa armónica unidad colectivista de la

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polis, la cual, aunque seguramente estuvo lejos de ser una realidad, era pensable por lo menos como ideal. En la época medieval los contenidos de la vida virtuosa son otros, pero hay aún algo que los unifica, y es la autoridad divina, origen y fundamento de la ley. La virtud se entiende menos como disposición hacia el bien de la colectividad y empieza a concebirse como disposición a obedecer unas normas de carácter trascendente. En tales circunstancias, más que ciudadanos hacían falta súbditos.

Con la época moderna todo cambia, pues el ethos característico de la modernidad es el individualismo liberal. Al convertirse el sujeto en el punto de partida y el centro del conocimiento, se pone de manifiesto el desacuerdo y se pierde el fundamento objetivo de la obligación. Al faltar esa idea de la naturaleza humana que era la razón de ser de las virtudes griegas y, por otro lado, querer prescindirse del apoyo trascendente, se da pie a las distintas teorías del contrato social que potencian el componente subjetivo de la condición ciudadana.

La búsqueda de esa subjetividad ciudadana constituye un aporte de la modernidad, pero desvinculada de un referente objetivo en términos sociales, la ciudadanía se hace formal y acaba siendo, en efecto, una mera búsqueda. Los tiempos actuales reclaman con urgencia la precisión de los contenidos de una identidad ciudadana que no olvide la necesaria autonomía individual, pero que descanse, como antes, en un “nosotros” que no es el de la comunidad política griega ni el del reino de los cielos cristiano, sino el “nosotros” de la humanidad como tal.

La identidad ciudadana. Su especificidad.

Tener una identidad significa diferenciarse de la totalidad indiferenciada. Tener además de nombre propio, ocupación y residencia, el sentido de la obligación de que hay que hacer de una o uno mismo una mujer o un hombre con cualidades, con una cierta dimensión humana. Tener una identidad es conferirle unidad a la propia vida, recoger el pasado y proyectarlo hacia delante. En suma, hacer de la propia vida personal una existencia con sentido.

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La identidad no se daría sin la diversidad y la diferencia. Podemos decir “yo” porque hay “otros” iguales a mí y, a la vez, distintos. Ser igual a uno mismo es distinguirse de los otros. Pero, por otra parte, son ellos, los otros, quienes confirman la identidad que creemos construir y tener. La conciencia de mí pasa por la mirada y la expresión del otro. Puesto que no somos individuos solitarios, mi subjetividad no es sólo mía, sino el resultado de mis relaciones. Nada mío es sólo mío, no puedo hacer dejación de mi contexto si quiero sentirme, conocerme y vivir. La identidad es un fenómeno que surge de la dialéctica entre el individuo y la sociedad. No hay identidades fuera de un contexto social concreto y de un proceso de socialización.

Los tres niveles fundamentales de identidad –el de la humanidad toda, el de los diferentes grupos o comunidades, y la identidad personal- se adquieren y se van construyendo a lo largo de la vida. Es imposible forjarse una identidad personal sin pasar por la integración en lo colectivo. Pues se es alguien desde la integración en una sociedad y unos grupos que me reconocen como tal, que reconocen también mi identidad humana y que, a la vez, la buscan como ideal. Búsqueda en la que entra, al mismo tiempo, la de todos y cada uno como seres diferentes, no confundibles con el todo.

No hay otra identidad colectiva fundamental que la de “ciudadano”. La ciudadanía es la base de la igualdad, es lo que hace lícita la libertad de asociación, o la libertad de elección de otras identidades. A partir de la igualdad como ciudadanos, podemos llegar a ser alguien –a tener una profesión, una nacionalidad, unas propiedades personales, unos méritos-, y también podemos llegar a ser “lo que ya somos” pero muy imperfectamente: personas con pleno derecho, que deciden y escogen su propia forma de vivir. La implicación pública, el ser sujeto de derechos, concede el derecho a la individualidad.

Ser ciudadano es el requisito para llegar a ser persona. La ciudadanía es la mejor plataforma para alcanzar la autonomía. La búsqueda de la identidad deviene así un dialéctico vaivén entre lo colectivo y lo individual. Sólo puede morir satisfecho quien haya encontrado algo válido para todos los hombres y no sólo para el mismo. Hay que ver la vida personal como el comentario a un inacabado poema colectivo.

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La concepción liberal de la ciudadanía .

La tradición liberal, que se remonta a Locke, da lugar a una concepción individualista del ciudadano. El ciudadano tiene derecho a voto, debe pagar impuestos y recibe a cambio unos servicios estatales. La participación en el autogobierno termina en esas obligaciones. La democracia liberal así entendida se basa, sobre todo, en el derecho de los individuos a la libertad y propugna un laissez faire económico, político y moral ajeno a la formación de identidades cívicas. La libertad de los modernos no es una libertad para participar, no incentiva la participación democrática.

La democracia se basa en el principio de soberanía popular y ésta supone una participación amplia y variada de los ciudadanos. El ejercicio de la ciudadanía democrática consiste en participar o cooperar en la construcción democrática de una sociedad más justa. Fenómenos como el absentismo electoral, la corrupción, el fraude fiscal, la apatía con respecto a los problemas comunes de la sociedad, la falta de debate público o de organización ciudadana son síntomas de que el individuo no se siente ciudadano. La democracia que más abunda en la actualidad obedece al modelo de la democracia como mercado.

La concepción individualista de la ciudadanía sólo produce ciudadanos pasivos. Ciudadanos que se saben sujetos de derechos, pero no asumen otros deberes que los exigidos por la democracia formal. Se basa en una concepción de los derechos como derechos individuales. En tales circunstancias, sólo los derechos civiles y políticos fuerzan a la participación ciudadana, los otros dan lugar a una especie de paternalismo político. Ni los derechos económicos, sociales y culturales ni los llamados de tercera generación pueden realizarse si no hay una auténtica voluntad de cooperar en que así sea por parte de los ciudadanos.

La concepción comunitaria de la ciudadanía.

A la concepción liberal de la ciudadanía se está contraponiendo la concepción comunitaria. Desde esta perspectiva, se concibe la participación política en el autogobierno como esencia de la libertad y no a ésta como simple presupuesto de una participación que sólo es una opción entre otras muchas. La participación es un componente esencial de la identidad

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ciudadana. Rousseau compartió esta idea y consideró que el pueblo que sólo tiene derecho a voto y no participa del proceso político no es, en realidad, libre.

Recuperar la comunidad, de una forma u otra, es una de las ideas claves del pensamiento político actual. La nación moderna ha dejado de ser operativa, la soberanía tiene que dispersarse hacia abajo. Pues aunque cada vez converjamos más en el consenso en torno a unos principios universalistas, estos necesitan un “anclaje político-cultural”. Los principios constitucionales de los estados de derecho se parecen todos, pero sólo cobran forma en las prácticas sociales. Por eso, los comunitaristas apuntan a la necesidad de identificación “patriótica” con la forma de vida de la comunidad para que los principios universales movilicen al individuo y le hagan sentirse obligado por ellos.

Hoy se plantea la necesidad de descentralizar la política y acercarla al ciudadano como medio de recuperar la identidad cívica perdida. De esta forma, la comunidad, el territorio, la soberanía reducida actuarían como vehículo para comprometer al individuo en los principios universales, cosa que no logra el liberalismo imperante. La pertenencia a una comunidad política funda deberes especiales los cuales no sólo obligarían a los ciudadanos a identificarse con ellos, sino que tendrían la virtud de afianzar la identidad pública, cívica, de todos los ciudadanos pertenecientes a la comunidad.

Es decir, conscientes de que necesitamos sentirnos no sólo cubanos, latinoamericanos, tercermundistas, sino ciudadanos de Morón o de Guantánamo para actuar como ciudadanos, habrá que encontrar la forma de construir identidades políticas. Ahora bien, para que esa dinámica no represente un retroceso con respecto al universalismo ilustrado moderno, hay que dejar bien claro que la identidad no es un fin en sí, sino un medio hacia la ciudadanía sin más, que no es otra que la ciudadanía en términos de humanidad. No es legítimo eliminar la dialéctica entre lo particular y lo universal. No lo es si no queremos que la ciudadanía se convierta en un elemento de exclusión y no de progreso.

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¿Cómo formar ciudadanos?.

Por razones de coherencia política y de coherencia moral, la democracia liberal o la concepción individualista del ciudadano tiene que ser revisada. Necesitamos otro modelo de democracia, un modelo en el que la participación ciudadana sea una realidad. La cooperación ha de ser compatible con las libertades individuales. De lo contrario nos encontramos con un “privatismo ciudadano” frente a una economía y una administración obedientes sólo a sus imperativos internos del dinero o el poder.

La pregunta es: ¿cómo es posible subsanar el déficit de ciudadanía, de identidad cívica o de cooperación que necesitamos?. ¿Basta descentralizar la política y acercarla al ciudadano? ¿Bastan medidas políticas, legislativas?. ¿No habrá que pensar de nuevo que no hay democracia sin paideia?. ¿Qué puede hacer, en concreto, la educación?; ¿qué podemos hacer en el terreno de la cultura?.

Los griegos tenían razón cuando entendían que el buen ciudadano era el ciudadano virtuoso, es decir, aquel que había ido adquiriendo una serie de hábitos que le disponían a cooperar con lo público. Sentirse y entenderse como ciudadano consiste, en efecto, en tener una serie de hábitos que mueven al individuo a interesarse no sólo por lo privado sino también por lo público.

La educación tiene mucho que hacer en la formación de hábitos de convivencia, que acostumbren a ver al otro como un igual, a respetarlo y a ayudarlo si lo necesita. Las leyes y los proyectos políticos han de ponerse al día y hacer frente a los nuevos problemas. Pero el proyecto político caerá en el vacío si no hay una buena disposición ciudadana.

No es la educación en abstracto la que debe formar ciudadanos, sino la educación concreta y singular que vive problemas específicos de falta de ciudadanía. Esa educación necesita, por una parte, más autonomía para organizar sus proyectos y dar cuenta de ellos. Por otra parte, necesita más vinculación al territorio y coordinación con las instancias territoriales más cercanas, tanto para resolver problemas concretos como para llevar a cabo una tarea educativa verdaderamente comunitaria.

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No es por la vía de un patriotismo estrecho como puede construirse la identidad ciudadana, sino por la reflexión acerca de los obstáculos que se dan en nuestra sociedad para fomentar hábitos de participación y de compromiso con los problemas más graves de nuestro tiempo. Reflexión que carece de operatividad en abstracto, pero puede ser eficaz si no desconecta de las contradicciones y conflictos que tiene la sociedad.

6. LOS DERECHOS HUMANOS DESDE UNA PERSPECTIVA ÉTICA

En la contemporaneidad, pocos temas tienen una presencia tan constante y despiertan una sensibilidad tan amplia como el de los derechos humanos. Lo que hoy se engloba dentro de la denominación de los derechos humanos es uno de los contenidos que reiteradamente aparece no sólo a nivel de discurso sino también a nivel de la realidad, tanto en lo que se refiere a las violaciones y agresiones a la integridad personal como a las múltiples iniciativas en defensa de la dignidad humana.

En sus formulaciones actuales, la temática de los derechos humanos irrumpe con la modernidad. Se acostumbra a señalar como antecedentes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU (1948), el Virginia Bill of Rights promulgado durante la independencia de los Estados Unidos (1776), y sobre todo la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclamada por la Asamblea Nacional de Francia, en la época de la Revolución(1793). Otros antecedentes más remotos, tendríamos que buscarlos en los tratados con los cuales surge el derecho internacional, entre ellos sobresale la obra de Francisco de Vitoria. Asimismo, resulta procedente señalar entre estas referencias de partida a las distintas utopías, tanto laicas como religiosas. Ante una realidad social que niega o no deja lugar para la vida auténticamente humana, se proyecta un mundo que todavía no existe (utopía) mas reclama un lugar en el contexto social teniendo como única razón su fuerza moral.

A tal grado ha llegado la no observancia de los derechos humanos que algunos estudiosos arriban a la conclusión de que no existen tales derechos, argumentando que creer en ellos es como creer en brujas y unicornios. Según este punto de vista

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pesimista, los derechos humanos son meras ficciones a las que acuden los hombres en sus aspiraciones por hacer más llevadero y digno el mundo en que viven.

Esa conclusión descorazonadora acerca de los derechos humanos comporta un cierto desconocimiento de sus peculiaridades esenciales. En puridad, los derechos humanos no son derechos totalmente legales, pues aunque constituyen el meollo del derecho positivo no forman parte consustancial de sus preceptos. Los derechos humanos pertenecen fundamentalmente al ámbito de la moralidad, en el que el incumplimiento de lo que debe ser no viene castigado con sanciones que teniendo un carácter externo al sujeto, aparecen prefiguradas legalmente. Los derechos humanos, mostrando un referente específicamente ético, existen objetivamente en un territorio en que se entrecruzan la moral, la política y el derecho, lo que hace sumamente complicada su especificidad en cuanto objeto de estudio.

A. El estatuto de los derechos humanos.

Los derechos humanos han ido siendo reconocidos históricamente y su aceptación ha dependido de las circunstancias sociales caracterizadoras de la vida de los pueblos y los estados. En los medios académicos suele hablarse de tres generaciones de derechos humanos que en su devenir han concretado los valores de libertad, igualdad y solidaridad. Se denomina primera generación a los derechos civiles y políticos que patrocinados por el liberalismo e inseparables de la idea de ciudadanía, consisten ante todo en el derechos de toda persona a la vida, a pensar y expresarse libremente, a reunirse con quienes desee, a desplazarse por donde estime pertinente y a participar en la legislación de su propia comunidad política. En resumen, esta primera generación se refiere al ejercicio de aquellos derechos a los que se ha denominado también libertades y cuyo respeto constituye la piedra de toque de un estado de derecho.

La segunda generación de derechos humanos está integrada por los derechos económicos, sociales y culturales, cuya abanderado ha sido el movimiento socialista y comunista. Estas fuerzas de izquierda alegan que los derechos civiles y políticos difícilmente puedan respetarse si no vienen respaldados por unas seguridades

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materiales. Sin alimentación suficiente, sin techo y abrigo, sin medios para acceder la cultura, sin protección ante el desempleo, la enfermedad o la ancianidad, constituye una broma de mal gusto decirle a una persona que es sujeto de libertades, que es enteramente libre.

El respeto a los derechos de la primera generación es sagrado y no pueden caracterizarse las libertades civiles y políticas como “puramente” formales, como si se tratara de puras entelequias vacías de contenido. La experiencia histórica demuestra que cuando un estado pone en cuarentena alguna de esas libertades presuntamente formales, el riesgo de atentado a los derechos humanos, en términos de abuso de poder, resulta el lógico corolario. Tampoco se pueden despreciar los derechos de la segunda generación, como si fueran exigencias puramente optativas que un estado puede asumir o no. Por el contrario, en la contemporaneidad, un estado de derecho que pretenda convertirse en un estado de justicia, está obligado a satisfacer los derechos económicos, sociales y culturales de los ciudadanos so pena de desmarcarse históricamente. Y conviene andar con mucho cuidado, no vaya a ser que las reiteradas críticas que se escuchan hoy contra el paternalismo del estado de bienestar nos lleven a renunciar a un estado de justicia.

Estas dos generaciones de derecho aparecen expresamente referidas en la Declaración de las Naciones Unidas de 1948, mientras que la necesaria observancia a los denominados derechos de la tercera generación todavía no ha sido objeto de un reconocimiento internacional de las mismas características, pero está presente en la conciencia social de los pueblos al menos con el mismo vigor que los anteriores. Esta generación se refiere al derecho que toda persona tiene de nacer y vivir en un medio ambiente sano, no contaminado de polución y de ruido, como ocurre frecuentemente, y el derecho a nacer y vivir en una sociedad en paz. Podría decirse que el respeto de estos derechos de la tercera generación es condición del respeto a todos los demás, porque mal pueden respetarse las libertades civiles y políticas, la educación, la salud y cuantos derechos hemos mencionado desde un medio ambiente contaminado y, sobre todo, desde una sociedad en guerra.

Estas tres generaciones de derechos humanos expresan en su conjunto, aquellos prerrequisitos sin los que una persona mal

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puede llevar una existencia digna y desarrollar sus proyectos de vida. Y como no hay fin de la historia, y ésta más bien sigue su paso indetenible con la consiguiente aparición de lo nuevo, estas generaciones de derechos humanos se prolongan y se prolongarán en otras que, aunque hoy no se presentan con la misma exigencia, pueden hacerlo en el futuro, como por ejemplo, elderecho a la intimidad e inviolabilidad del propio patrimonio genético.

Los derechos humanos representan un tipo de exigencias que demanda su positivación y que, por tanto, pretenden ser satisfechas aún cuando no fueran reconocidas por los organismos correspondientes. El carácter esencialmente ético de estos derechos les confiere las siguientes cualidades:

1) Se trata de derechos universales, ya que se adscriben a toda persona por el hecho de serlo.

2) Son derechos absolutos, en la medida en que al entrar en conflicto con otros derechos, constituyen el tipo de exigencias que debe satisfacerse prioritariamente. Carácter absoluto, en el caso de los derechos humanos, significa prioridad en la satisfacción.3) Tales derechos son innegociables, porque el mero hecho de ponerlos en cuestión y discutir su validez estaría en contradicción con los presupuestos humanistas que raigalmente los caracterizan.4) Abundando un poco más, nos encontramos ante derechos inalienables, ya que el sujeto no puede enajenar su titularidad sin contradecir su propia condición humana.

El estatuto de tales derechos, aún antes de su deseable positivación y por el grado de racionalidad que comportan, le otorga a las personas la autorización a ejercerlos y a exigir su protección a los organismos correspondientes. Por tanto, no serían meras aspiraciones, sino exigencias racionales que, por su lógica interna, requieren ser positivadas para gozar de protección jurídica.

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B. Un nuevo enfoque de los derechos humanos.

El tratamiento de los derechos humanos por la mentalidad moderna, mostró desde el origen dos posiciones claramente delimitadas: una de índole eminentemente política y otra que asume el problema como una cuestión moral que engloba la totalidad del ser humano. Estas dos posiciones dejan su impronta en la manera de afrontar la lectura de aquello que postulan las declaraciones de los derechos del hombre y del ciudadano. El individualismo, propio de la ideología liberal, reduce esos derechos a libertad e igualdad, limitando éstas a su vez a la esfera de lo político. Esta deficiencia, consustancial a la concepción liberal moderna, dio lugar a que los derechos humanos fuesen vistos y tratados como una cuestión propia del Derecho y de la Política más que de la Ética. De ese modo quedaba relegada, casi por completo, la perspectiva moral que se insinuaba en el tratamiento de las utopías. Al frustrarse esta posibilidad, el pensamiento ético afronta hoy el tema con cierta insatisfacción al constatar la brecha que existe entre aquello que se consiguió y lo que era justo esperar en el campo de los derechos humanos.

Por lo que hemos dicho hasta aquí se puede deducir lo oportuno que resulta ensayar, a partir de la moral y de una perspectiva integral, un nuevo enfoque de los derechos humanos. Con esto se pretende ayudar a superar el divorcio entre Ética y Política. Sólo la Ética puede dar a la Política su verdadera dimensión englobante de la realidad humana integral. Por otro lado, es preciso cuestionar el tratamiento liberal moderno de los derechos humanos, y asumirlos en una perspectiva social que supere el ámbito individualista a que los reduce el enfoque jurídico-político. Un problema tan vasto no puede ser agotado en unas breves líneas. Nuestro objetivo, por tanto, se limita a ofrecer elementos que contribuyan al esbozo de un tratamiento ético del tema de los derechos humanos.

Vivimos en un mundo en que ningún país es del todo inocente en lo concerniente a la violación de los derechos humanos. No obstante la validez de la anterior aseveración, la realidad mundial muestra que son los pueblos y los sectores pobres los más agredidos en su dignidad humana. Los pueblos del mundo subdesarrollado no sólo constituyen la parte de la humanidad

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más empobrecida sino también están en primer lugar en lo que se refiere a la no observancia de los derechos humanos. Al constatar esta situación debemos preguntarnos: ¿qué relación existe entre pobreza y violación de los derechos humanos?. Y tratando de profundizar aún más, formulémosnos la siguiente interrogante: ¿no constituye la pobreza la negación del derecho humano primario y fundamental, esto es, el derecho de ser persona?. “El pobre también es gente”, dicen los condenados de la tierra. Esta expresión que suena frecuentemente en la boca de los preteridos del planeta condensa una manera diferente de percibir lo esencial de este asunto de los derechos humanos.

El mundo contemporáneo muestra una situación de permanente y creciente violación de la dignidad humana. Se trata de un contexto de agresión sistemática y generalizada de los derechos humanos fundamentales. El incremento de la pobreza que significa más muertes y muertes más precoces, el avance de enfermedades médicamente controlables, la marginalización de las grandes mayorías, la falta de vivienda, de educación y de trabajo son agresiones habituales al derecho a la vida, a la salud, a la libertad, a la igualdad. Solamente teniendo en cuenta esta urdimbre de violaciones cotidianas y silenciosas a los derechos humanos básicos podemos comprender en su exacta dimensión los hechos más conocidos e igualmente degradantes: torturas, secuestros, desapariciones, ejecuciones sumarias, etc. La indignación y repulsa que producen estos hechos, considerados con frecuencia como las únicas violaciones a los derechos humanos, no justifica la tolerancia o aceptación pasiva de aquella situación inhumana que genera el submundo de la pobreza.

Vemos, pues, que las violaciones de los derechos humanos no son hechos aislados y ocasionales, sino fruto de una estructuración social concreta que agrede de manera sistemática los derechos económicos, político-sociales y culturales de los pobres. Por esas razones, resulta necesario entender la relación que existe entre pobreza y violación de los derechos humanos. Sólo desde el mundo del pobre pueden comprenderse las diferentes perspectivas conceptuales y los variados intereses que se mueven en el campo de los derechos humanos.

Hasta el día de hoy, el punto de vista liberal es el que ha predominado en la interpretación de los derechos humanos. Su

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peculiaridad fundamental estriba en la acentuación e incidencia que pone en las libertades individuales. Esta concepción ha significado una conquista notable. Sin embargo, con el propio avance social aparecerían, con no menos contundencia, las limitaciones y las contradicciones inherentes al enfoque liberal de los derechos humanos. La ideología liberal usa los derechos humanos para acabar con los privilegios políticos mas consagra los privilegios económicos. La ideología liberal intuyó las metas en dirección a las cuales caminar y dio el primer paso importante, mas una vez dado ese paso, buscó y busca dar por concluido el proceso, oponiéndose a toda pretensión de convertir la emancipación política en un peldaño hacia la auténtica liberación humana.

Es obvio que el enfoque liberal no realiza a plenitud el ideal de los derechos humanos, encaminado a continuar y ampliar el proceso de su concreción más allá de los límites de los derechos políticos y de las libertades formales, hasta conseguir la realización efectiva de los derechos económicos y sociales. En las actuales circunstancias el compromiso por la plena vigencia de los derechos humanos supone buscar la supresión de los privilegios económicos y de los poderes que de ellos se derivan. El primer paso en este campo concreto sería conseguir que así como las libertades individuales están reconocidas en las constituciones y garantizadas en los códigos, así también los derechos económicos y sociales puedan tener efecto real y sean exigidos, garantizados y tutelados por el orden legal. Se trata definitivamente de superar la distancia entre el derecho y el hecho. Sólo entonces se podrá hablar plenamente de democracia, de respeto a la dignidad humana, y se habrá avanzado hacia una nueva etapa de validación de los derechos humanos.

Una aproximación, a partir de la perspectiva ética, para entender qué valores están en juego en el tema de los derechos humanos en la actualidad, nos llevaría a puntualizar las cuestiones siguientes:

Constatar que el núcleo del problema no reside fundamentalmente en uno de los valores humanos (la libertad), ni se reduce solamente a un sector de la vida humana (la política). Lo que está en juego es toda la dignidad de la persona que necesita un mínimo de

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condiciones materiales y sociales para una vida realmente humana.

Asumir la defensa de los derechos humanos fundamentales, no en la estrecha perspectiva liberal individualista, sino los derechos de la humanidad en su conjunto y en sus diferentes niveles: derechos de las grandes mayorías marginales y oprimidas; derecho de los pueblos y las culturas, a los que se les niega su identidad; derechos de las razas y etnias despreciadas; derechos de los grupos relegados: mujeres, niños, ancianos, enfermos y otros.

Ver en el pobre concreto y real el sujeto primero y preferencial de los derechos humanos. Los derechos del pobre, su vida amenazada constituyen la piedra de toque, el criterio y el punto de referencia para juzgar la validez moral de cualquier compromiso por la causa de los derechos humanos.

Percibir la indiscutible verdad de que una realidad en que se violan sistemáticamente los derechos fundamentales de las grandes mayorías constituye una situación inmoral: allí el hombre es negado porque no hay amor. Por consiguiente se requiere una transformación de la mente y el corazón, de las actitudes morales y de las estructuras sociales.

El dinamismo que encierra tanto la realidad social como la formulación de los derechos humanos, hace que estos no sean abarcables únicamente como una categoría jurídica aunque formen parte del derecho positivo. Son al mismo tiempo una categoría ética ya que expresan valores morales fundamentales que van más allá del ámbito de las normas meramente legales. Por eso es competencia de la reflexión ética asumirlos como asunto propio a fin de explicitar la vertiente moral que a ellos les es consustancial.

De esta manera, los derechos humanos recuperan su carácter globalizante y ponen al descubierto (por contraste con las situaciones realmente existentes) su dimensión profética de denuncia y exigencia. Concretamente, la reflexión ética está llamada a desempeñar en este campo las siguientes funciones:

1. Marcar la dirección y el sentido a fin de que los derechos humanos no queden circunscritos dentro de los límites de lo

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político (tal como fueron formulados por la burguesía liberal), sino que tengan como meta la consecución del hombre nuevo y un mundo nuevo.2. Insistir en la coherencia e interdependencia que existen entre los distintos derechos recogidos por las declaraciones (individuales, sociales, económicos, políticos, etc.) manteniendo una actitud de vigilancia constante a fin de evitar su manipulación con fines interesados.

Los derechos humanos no constituyen una quimera, son posibilidades reales que pueden concretarse con el concurso de todos. La lucha por hacer realidad la dimensión ética de los derechos humanos debe convertirse en vehículo de concientización e implicación de las masas en el proceso integral de liberación. Sólo así el pueblo irá tomando conciencia de ser sujeto histórico y, de este modo, devendrá agente liberador y gestor insoslayable de los derechos humanos.

7. LA ÉTICA DE LA COMUNICACIÓN Y DEL PERIODISMO

Abordar la comunicación y el periodismo desde sus referentes éticos presupone bosquejar los aspectos morales que deben caracterizar a esas respectivas actividades sociales. Se establece así una correlación entre la ética, la comunicación y el periodismo desde la posibilidad que brinda la filosofía moral contemporánea, concretándose un enfoque interdisciplinario encaminado a esclarecer las vertientes humanistas de esas importantes expresiones del quehacer social.

La comunicación social se inició desde los albores mismos de la existencia humana, devino elemento necesario para el hombre como parte de sus relaciones sociales. A primera vista nada es tan inmediato y natural como comunicarse. La comunicación humana es una compleja trama de procesos necesarios para la vida. Vivir es comunicarse, comportarse socialmente; la alienación social tiene mucho que ver con la incomunicación social. Las aptitudes comunicativas conseguidas por otras especies que precedieron al hombre aportaron el antecedente

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cuya herencia hizo posible la comunicación humana. Estas aptitudes se amplían y se modifican profundamente cuando resultan modeladas por el propio desarrollo cultural de nuestra especie.

En el proceso de comunicación, el hombre actúa recíprocamente con los restantes hombres. En este devenir interactivo, las relaciones sociales se realizan en un contexto concreto e individual, matizado además por la psicología peculiar de los sujetos. Este proceso de intercambio de actividad es, al mismo tiempo, un medio de autoconocimiento, pues al intercambiar su modo de ser con el otro, se refleja en él. Conoce al semejante y a partir de sus cualidades sociales, se retrata en él, se autoconoce en tanto tal, como individualidad social.

Comunicación se deriva de la raíz latina COMUNIS, poner en común algo con otro. Es la misma raíz de comunidad, de comunión, expresa algo que se comparte, que se tiene o se vive en común. Así mismo, significa diálogo, intercambio, relación de compartir, de hallarse en correspondencia, en reciprocidad. Esta acepción, la más antigua que se conoce, se identifica con el verbo COMUNICARSE. Sin embargo, esa impronta reflexiva del verbo se fue oscureciendo, olvidando y comenzó a entenderse la comunicación como acto de informar, de transmitir, de emitir. Desde lejanos tiempos, coexistieron las dos formas de entender el término, pero con creciente predominio de la segunda acepción sobre la primera.

La principal causa de ese desplazamiento de sentido que ha descrito el término comunicación está en el carácter autoritario y jerárquico que se implanta en nuestras sociedades a partir de la antigüedad esclavista. En el seno de una sociedad estratificada y dominadora el modelo EMISOR –Mensaje – RECEPTOR constituye la forma predominante de comunicación. Es así como suele “comunicarse “ la clase dominante con la dominada, las grandes potencias con los pueblos del Tercer Mundo, el gobernante con los gobernados, el oficial con los soldados, el jefe con sus subordinados, el empresario con los trabajadores, el padre de familia con sus hijos, el profesor con los alumnos, el gran periódico con sus lectores, la radio y la televisión con sus usuarios.

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No es por inexistente por lo que esta concepción es impugnada. Lo que se cuestiona es que eso sea realmente comunicación. La controversia para recuperar el sentido original del concepto de comunicación entraña, pues, mucho más que una simple cuestión semántica. Ella comporta una reivindicación humana y sobre todo, una reivindicación de los sectores dominados, hasta ahora los grandes excluidos de las grandes redes transmisoras. La polémica tiene una dimensión social y política.

Los hombres y los pueblos de hoy se niegan a ser receptores pasivos y ejecutores de órdenes; sienten la necesidad de participar, de ser actores, protagonistas, en la construcción de la nueva sociedad, auténticamente democrática. Así como reclaman justicia, igualdad, el derecho a la educación, el derecho a la salud y demás, reclaman también su derecho a la participación y, por lo tanto, a la comunicación. Los sectores populares no quieren seguir siendo meros oyentes; quieren hablar ellos también y ser escuchados. Pasar a ser interlocutores.

El bien interno de la comunicación es la transmisión de la cultura y la formación de personas críticas ya que la verdadera comunicación no está dada por un emisor que habla y un receptor que escucha sino por dos o más seres o comunidades humanas que intercambian experiencias, conocimientos y sentimientos. Es a través de ese proceso de intercambio como los seres humanos establecen relaciones entre sí y pasan de la existencia individual a la existencia social. Quien ingresa en la actividad comunicativa no puede proponerse una meta cualquiera, sino que ya le viene dada y es la que presta a su acción sentido humano y legitimidad social.

La ética de la comunicación social, en consonancia con el bien interno que la tipifica, necesariamente debe tener un carácter dialógico. De aquí que todas las personas en tanto seres capaces de comunicación deben ser reconocidas como interlocutores válidos. No puede renunciarse a ningún interlocutor ni a ninguna de sus posibles aportaciones al intercambio y a la discusión. Desde la perspectiva dialógica se reconstruyen dos conceptos ya clásicos en el pensamiento ético universal: los conceptos de persona y de igualdad. La persona se nos presenta ahora como un interlocutor válido, que como tal debe ser reconocido por cuantos pertenecen a la colectividad de comunicadores; la idea de igualdad se torna ahora comunicativa, en la medida en que

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ninguna persona, ningún interlocutor válido puede ser excluido a priori de un diálogo sobre cuestiones que le conciernen y le afectan.

La ética de la comunicación social se propone encarnar en la sociedad los valores de libertad, justicia y solidaridad a través del diálogo, como único procedimiento capaz de respetar la individualidad de las personas y, a la vez, su innegable dimensión solidaria, porque en un diálogo hemos de contar con personas, pero también con la relación que entre ellas existe y que, para ser humana, debe ser justa. Este diálogo nos permitirá cuestionar las circunstancias vigentes en una sociedad y distinguir si son moralmente válidas, porque creemos realmente que humanizan.

Obviamente, no cualquier forma de diálogo puede ser parte constitutiva de la ética de la comunicación social. Desde su perspectiva, el procedimiento dialógico presupone que todos los seres humanos capaces de comunicarse son interlocutores válidos y que no cualquier diálogo es aceptable, sino sólo aquel celebrado en condiciones de simetría entre los interlocutores. Además, el acuerdo o consenso al que se llegue por intermedio del diálogo, diferirá totalmente de los pactos estratégicos, de las negociaciones. Porque, en una negociación los interlocutores se instrumentalizan recíprocamente para alcanzar cada uno sus metas individuales, mientras que en un diálogo se aprecian mutuamente como interlocutores igualmente facultados, y tratan de llegar a un acuerdo que satisfaga intereses universalizables. Por eso, la racionalidad de los pactos es racionalidad instrumental mientras que la racionalidad presente en los diálogos es comunicativa.

Por lo tanto, una cosa es la seudo comunicación que busca dominar e imponer, conservar el control y el monopolio del habla para mantener a la sociedad pasiva y sometida a estructuras injustas; y otra bien distinta, la comunicación que se propone generar un diálogo democrático, participativo e igualitario que contribuya a cambiar esa sociedad y a dinamizar el compromiso social. Por eso, la ética que apunta al deber ser y a lo moralmente válido al enunciar el marco referencial de una comunicación humana y eficaz, considera que ella ha de tener como metas el diálogo y la participación, ha de estar al servicio de un proceso liberador y transformador, y ha de estar

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estrechamente vinculada a las organizaciones populares. En resumen, el pueblo ha de ir formándose con la comunicación, comprendiendo críticamente su realidad y adquiriendo instrumentos para transformarla. En una sociedad mediática como la actual, el quehacer periodístico deviene experiencia vital en el universo comunicativo. Y, aunque el periodismo tiene esencialmente un carácter informativo, los tiempos que vivimos le exigen que se transforme aceleradamente en un verdadero medio de comunicación, tarea que sólo podrá cumplimentar si impregna su proceder de eticidad.

Cuando las miras del periodismo se tergiversan por intereses que lo alejan de su vocación fundamental de informar, orientar y educar, pierde autoridad moral ante el público. De ahí que sea justo decir que la autoridad moral de los medios periodísticos, depende de la relación que se establece entre éstos y la sociedad, entendida como una comunidad humana históricamente determinada.

El periodista ha de estar atento al hecho de que trabaja la información para las expectativas de un público, que habrá de leer, escuchar o presenciar determinados acontecimientos. En el periodismo, pensar en un auditorio receptivo, es un compromiso que nace de las funciones propias del oficio: la información siempre tiene un destino. También el periodista ha de estar consciente de que desempeña su trabajo en una sociedad concreta y en una empresa informativa específica.

Los periodistas se dirigen a una audiencia dispersa, heterogénea, asidua o casual. Son voceros, pero son igualmente testigos de un acontecimiento, no son jueces ni son parte, sino informadores. Es verdad que el periodista no debe responder a una etiqueta que lo vuelva un simple autómata, un títere manipulado, que intentaría a su vez extender una manipulación. Su individualidad le lleva a la posibilidad de observar y valorar el acontecimiento con una mirada que no puede ser neutral. La imparcialidad y la objetividad no pueden ser condiciones que le impiden su subjetividad, sus emociones, simpatías, preferencias o pareceres. Pero, si la imparcialidad y la objetividad en sus formas absolutas son condiciones imposibles, no ocurre así con la honestidad, la

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integridad y otros valores que se relacionan con las labores periodísticas.

En el oficio cotidiano del periodismo, quien lo ejerce atestigua muchas veces cuadros con los que no está de acuerdo. Su compromiso moral de honestidad le impele a retratarlos tal cual son, sin apología ni moraleja, pues si vemos que la neutralidad completa es falaz, no lo es en cambio tomar partido. No obstante, el periodista ha de estar alerta a las muchas acechanzas que pueden establecer un dilema moral, es decir ese conflicto de intereses en el que una parcialidad informativa implica un actuar deshonesto. Observemos pues, que si bien la neutralidad periodística total y absoluta no es posible, pues existen subjetividades que no se pueden ignorar, esto no debe confundirse con la aspiración a la verdad que debe caracterizar a los medios informativos.

Las defensorías del lector, los foros para la opinión del lector, los espacios dirigidos al director de un medio, responden al reconocimiento de esta parcialidad que, como resultado de las subjetividades del periodista o de los intereses de empresas informativas, puede afectar a un tercero en un momento determinado. De aquí la exigencia que la ética periodística establece con respecto al manejo transparente de la información a fin de impedir cualquier aturdimiento motivado por intereses de diverso tipo.

El desarrollo ético contemporáneo, nos permite afirmar que nadie carece de referente moral. Cada persona, por el solo hecho de serlo, incluye en sus características un perfil moral propio que se expresa en actitudes y manifestaciones de un rápido y sencillo reconocimiento, cuando se expresan dentro del interesante ámbito de las relaciones humanas. Por eso, podemos hablar de valores como el humanismo, la solidaridad, la dignidad, la honestidad, la tolerancia, la libertad y el amor a la verdad en función del grado en que estos atributos de la conciencia de los periodistas, se encuentran en una expresión informativa. Si bien estos valores se incluyen en un acervo subjetivo, individual, son contenidos morales que se objetivan en la actividad informativa y en la comunicación.

En lo concerniente a la subjetividad del periodista y los criterios de veracidad que deben regir su oficio, el lugar de la palabra es

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fundamental. La palabra es expresión plena de la interioridad humana. Es cierto que a través de la palabra puede mentirse, o que las palabras tienen diversos contenidos semánticos y que son interpretados a la luz de las capacidades de cada persona. Por estas razones, quien participa de la actividad periodística requiere prestar atención cuidadosa a la expresión verbal, escrita o hablada.

La seguridad en las propias capacidades le permite al periodista dar respuesta al acontecimiento, le mantiene en posibilidad de reaccionar ante una noticia y, por eso, puede poner en movimiento su esfuerzo y energía para reflejar y dar a conocer el suceso del que es testigo. Además, esta confianza en sus habilidades y capacidades, hace que el periodista mantenga los pies sobre la realidad y pueda observar lo que sucede con la suficiente ecuanimidad como para no perderse en el intrincado laberinto de criterios con los que debe enfrentarse cotidianamente. Puede así, respaldar los resultados de su trabajo con la confianza de que lo realiza con convicción. Así mismo, en la circunstancia del cuestionamiento por su labor, el profesional del periodismo puede apelar a sus conocimientos y capacidades en lo relativo a aspectos que implican directamente a la ética de la profesión, como son: secreto profesional, derecho al libre acceso a la información, derecho de réplica, derecho a la intimidad y privacidad, cláusula de conciencia, derecho de autoría, así como el derecho a que se respete su integridad moral y física.

Distinguir entre lo privado y lo público constituye una de las condiciones que mayor importancia tiene en el ejercicio de la actividad periodística. En cualquier modalidad del quehacer informativo es necesario que el periodista considere la pertinencia ética de lo que va a difundir. Tomará en cuenta, sin duda, el interés público, pero también debe percibir con base en un criterio deontológico, las situaciones estrictamente privadas. Al considerar las posibles implicaciones y afectaciones particulares, seleccionará entonces la información con un criterio de servicio y descartará los puntos que puedan afectar el área íntima del protagonista de su información.

Como se sabe, desde hace bastante tiempo, la información es poder. Los medios crean realidad y conciencia, pueden hacer

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creer a los ciudadanos que las cosas y las personas son como ellos las muestran, “dan el ser” a unos acontecimientos y personas y se la niegan a otros, porque en una sociedad mediática “ser es aparecer en los medios”. Vivimos de una “construcción mediática de la realidad”, los ciudadanos saben de su mundo a través de lo que los medios les ofrecen, tanto en el nivel global como en el local. Y, obviamente, la tentación de utilizar tal poder es casi irresistible. Mundo político y empresas informativas entran en contacto, y se producen concentraciones de poder, en detrimento de los ciudadanos que se supone sean los protagonistas de la vida pública. Ante esa situación, los periodistas tienen el reclamo moral de forjar, desde la profesión, la eticidad que les permita alcanzar los objetivos que les son consustanciales y contribuir, desde sus respectivas trincheras, a la formación de una ciudadanía activa y crítica también en el mundo comunicacional-masivo.

8. ETICA Y DESARROLLO

El informe del Club de Roma de 1972, que resultó del Proyecto sobre la Condición Humana, iniciado en 1968, marcaría un hito en la conceptualización del desarrollo al considerarlo como el “...proceso que experimenta una sociedad para conseguir el bienestar de la población, relacionándose de forma armónica con el entorno natural, consiguiendo así satisfacer las necesidades materiales y establecer las bases para que todo individuo pueda desplegar su potencial humano”.(1)

En contraposición al carácter netamente cuantitativo del crecimiento, el desarrollo es definido como un proceso que involucra aspectos cualitativos de la condición humana de un país, región o continente.

Esta reformulación de la esencia del desarrollo continuaría con la tesis del otro desarrollo, promovida por sectores de Europa Occidental a través del informe ¿Qué hacer?, aparecido en 1975. Su enfoque hace énfasis en el desarrollo como un concepto integral, en el cual el ser humano y la satisfacción de sus necesidades, constituyen el objetivo supremo. Al respecto, una

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de las principales precisiones de los autores del informe plantea que “El desarrollo es un todo; es un proceso cultural, integral, rico en valores; abarca el medio ambiente natural, las relaciones sociales, la educación, la producción, el consumo y el bienestar”. (2)

Paralelamente con la tesis del otro desarrollo, toma cuerpo la aproximación al desarrollo por el camino de las “necesidades humanas básicas”, que tiene puntos esenciales de contacto con aquella concepción. Sin embargo, esta última tesis logra penetrar de forma más aguda en la identificación e inserción de las necesidades humanas dentro de la estrategia de desarrollo, lo cual trasciende hasta el marco de la teoría económica y permite un análisis más balanceado de la esfera del consumo. Al colocar el acento en la erradicación de la pobreza, el derecho al empleo, la distribución equitativa del ingreso y el acceso universal a los servicios básicos, ambas tesis se inscriben dentro de un movimiento renovador del pensamiento socioeconómico, que rompe con la óptica tradicional sobre los problemas del desarrollo. En la propuesta de la Comisión Sur sobre la definición del desarrollo (1990), se plantea que es un proceso que permite a los seres humanos utilizar su potencial, adquirir confianza en sí mismos y llevar una vida de dignidad y realización. Es un proceso que libra a la gente del temor a las carencias y a la explotación. Es una evolución que trae consigo la desaparición de la opresión política, económica y social. El desarrollo supone, por consiguiente, una creciente capacidad para valerse por sí mismo, tanto en el plano individual como colectivo. El verdadero desarrollo tiene que centrarse en la gente, estar encaminado a la realización del potencial humano y a la mejora del bienestar social y económico de las personas, y tener por finalidad el logro de lo que ellas mismas consideran que son sus intereses sociales y económicos. (3).

La definición del desarrollo humano del PNUD (1990), lo caracteriza como un proceso en el cual se amplían las oportunidades del ser humano. En principio, estas oportunidades pueden ser infinitas y cambiar con el tiempo. Sin embargo, a todos los niveles del desarrollo, las tres más esenciales son: disfrutar de una vida prolongada y saludable, adquirir conocimientos y tener acceso a los recursos necesarios para

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lograr un nivel de vida decente. Si no se poseen estas oportunidades esenciales muchas otras alternativas continuarán siendo inaccesibles. Según este concepto de desarrollo humano, es obvio que el ingreso es sólo una de las oportunidades que la gente desearía tener, aunque ciertamente muy importante; pero la vida no sólo se reduce a eso. Por lo tanto, el desarrollo debe abarcar más que la expansión de la riqueza y los ingresos. Su objetivo principal debe estar centrado en el ser humano. (4).

En 1990, el PNUD asumió el reto de conformar una nueva dimensión sobre el Desarrollo Humano. Aparece un criterio más amplio para mejorar la condición humana que abarca todos los aspectos del Desarrollo Humano, tanto en los países industrializados como en los países en desarrollo, en los hombres como en las mujeres y en las generaciones actuales como en las futuras. El Desarrollo Humano se concibe no sólo como el ingreso y el crecimiento económico, sino que engloba también el florecimiento pleno y cabal de la capacidad humana y destaca la importancia de poner a la gente (sus necesidades, aspiraciones y opciones) en el centro de las actividades de desarrollo.

En las distintas versiones del Informe sobre Desarrollo Humano, al calificarse el desarrollo como humano está implícita una visión del hombre en su doble condición de ente social e individual, como eje central, principio y fin de un proceso que integra la dimensión económica con la social, la política, la jurídica y la moral. Esta perspectiva supera el marco técnico económico o, más bien, economicista que ha lastrado ciertas concepciones sobre el desarrollo y aspira a establecer una misma forma de evaluarlo, tanto en países desarrollados como en los subdesarrollados.

Los esfuerzos de los redactores del Informe sobre Desarrollo Humano por presentar una definición de este concepto han aportado un criterio amplio e integrador sobre el tema, en el que se destaca la necesidad de mejorar la condición humana en sus múltiples dimensiones, en todos los países y en todos los grupos sociales.

Es necesario comprender que al plantear el desarrollo desde una concepción ética, no se está excluyendo la importancia que tienen las consideraciones de carácter técnico-económico sobre los equilibrios macroeconómicos, las proporciones sectoriales, la

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regulación de los mercados, los modelos de acumulación, etc. Lo que se está planteando es que éstas deben ser realizadas desde una perspectiva moral, esto es, partiendo de las realidades, valores y aspiraciones de las grandes mayorías de las poblaciones en las que los procesos de desarrollo han de tener lugar y, por tanto, planteando un paradigma que se corresponda con estas realidades.

Toda política de desarrollo debe ser profundamente sensible e inspirada en los valores morales. Para decirlo con una expresión lapidaria: “el desarrollo en el siglo XXI será éticamente viable o no será”. Para comprender el alcance de esta afirmación, es necesario asumir los conceptos de desarrollo y moralidad, como partes inseparables de un proceso único. Es necesario entender que el atraso, la miseria y el subdesarrollo no son valores morales. El desarrollo no es simplemente el crecimiento más o menos armónico de los diferentes sectores de la economía, medido por estadísticas frías y criterios de rentabilidad. Es un proceso más complejo y abarcador, en función de los intereses y aspiraciones materiales y espirituales de los pueblos, que debe incorporar coherentemente diversas lógicas socioculturales y experiencias históricas para dar lugar a una sociedad culta, justa, solidaria, políticamente democrática y ecológicamente sustentable.

Notas y referencias bibliográficas(1) Martínez, J.: Vidal, J.M. Economía Mundial. Madrid. Mc Graw Hill, 1995, p. 254. La obra en la cual se recogen los principales resultados del informe del Club de Roma se titula Los límites del crecimiento (1972). Tres de sus autores, Donella H. Meadows y Dennis Meadows, junto a Jorgen Randers, han publicado una versión actualizada, Más allá de los límites del crecimiento (1992).(2) ¿Qué hacer? El informe Dag Hammarskjold 1975. Development Dialogue. Núm. ½, 1975, p. 7.(3) Comisión del Sur. Desafío para el Sur. México, D.F. Fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 20-24.(4) PNUD. Desarrollo Humano. Informe 1990. Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1990. p. 34.Otras fuentes consultadas:1. Comisión del Sur. “Desafío para el Sur. México, D.F. Fondo de Cultura Económica, 1991.

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2. Chomsky, N. y Dieterich H. 1996. “La aldea global”, Buenos Aires, Editorial Taxlaparta.3. Ebrezarreta. M. 1998. “La dinámica de la economía mundial a finales del siglo XX: ¿Hacia una irrelevancia de las periferias? Barcelona, Universidad Autónoma de Barcelona.4. ONU 1996. “Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales”. Naciones Unidas. Doc. A/RES/2200, 16 de diciembre de 1966.5. ONU, 1986. “Las Naciones Unidas y los Derechos Humanos 1945-1995”. New York, ONU, Doc. A/RES/41/128.6. ONU 1995 “Cumbre Mundial sobre el Desarrollo Social. Declaración y Programa de Acción de Copenhague”. New York, Departamento de Información Pública.7. PNUD 1990-2000. “Informes anuales sobre el Desarrollo Humano 1990-2000”.8. Sánchez Parga, J. 1997. “Globalización, gobernabilidad y cultura”. Quito, Universidad Politécnica Salesiana.

9. LA ÉTICA Y EL DESARROLLO CIENTÍFICO TECNOLÓGICO.

Nunca antes se ha estado tan pendiente de los avances científico-tecnológicos como ahora. Pero también nunca antes se les ha temido tanto. Una cautivante historia cuenta que el ser humano es el único animal que participa de los dones divinos porque un personaje mítico, Prometeo, le entregó la sabiduría y el fuego que había robado a los dioses. Si Prometeo pudiera contemplarnos hoy comprobaría que los castigos que hubo de sufrir a causa de su robo no fueron en vano.

El decursar científico-tecnológico nos ha colocado en el lugar de los dioses, pero también sabemos que la ciencia y la tecnología ponen a nuestra disposición los poderes de los demonios. Sabemos que estamos en el tiempo de la ciencia y la tecnología, en el tiempo de los conocimientos acelerados, pero también sabemos que con esos conocimientos podemos hacer cosas muy distintas. Nuestros conocimientos nos capacitan tanto para el bien como para el mal. Orientar correctamente el rumbo de nuestro acervo científico tecnológico es más difícil que disponer de nuevos conocimientos. Ningún científico, ningún experto,

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ningún estadista puede resolver el problema de cómo hacer un buen uso de los logros científico-tecnológicos, porque eso no es un problema tan simple, es un problema de tal complejidad que requiere del concurso de todos y de una perspectiva multidisciplinaria.

Por primera vez en la historia, nos encontramos ante la posibilidad de decidir el futuro de la especie humana, y esto nos plantea cuestiones muy graves que la Ética no puede eludir. Algunos autores han adoptado desde hace tiempo una posición cientificista en estos asuntos, arguyendo que la objetividad de la ciencia obliga a adoptar el postulado de la neutralidad weberiano, según el cual las cuestiones éticas serían meramente subjetivas, irracionales e inargumentables, mientras que la ciencia permanecería en el dominio de la racionalidad, la objetividad y la comunicabilidad, y por ello se recomienda a los científicos que dejen a un lado las consideraciones éticas y se concentren en un estudio neutral de los hechos.

El cientificismo comete el error de identificar la racionalidad clásica con toda la racionalidad. No es verdad que no pueda argumentarse de un modo ínter-subjetivamente válido acerca de los fines últimos de la investigación científica, como tampoco es verdad que las cuestiones éticas pertenezcan al terreno de lo puramente emotivo. Por el contrario, existen buenas razones para afirmar que ciertas cuestiones, como las referidas a las aplicaciones de los resultados científico-tecnológicos, son cuestiones que sobrepasan claramente al cometido de la ciencia y la tecnología, pero no por ello deben ser confinadas en el peligroso terreno de la irracionalidad. Hoy en día, la Ética posee los recursos intelectuales necesarios para abordar esas cuestiones con racionalidad, ayudando a encontrar soluciones justas.

El vínculo entre la Ética y el quehacer científico-tecnológico pertenece al ámbito de las éticas aplicadas. La tarea de aplicación consiste en averiguar cómo los aportes éticos que se han formulado en la tarea de fundamentar la moralidad en general, pueden ayudar a orientar los distintos tipos de actividad. Sin embargo, no basta en reflexionar cómo aplicar los principios éticos a cada ámbito concreto, sino que es preciso tener en cuenta que cada tipo de actividad tiene sus propias exigencias morales y proporciona sus propios valores específicos. No resulta conveniente hacer una aplicación mecánica de los

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principios éticos a los distintos campos de acción, sino que es necesarios averiguar cuáles son los bienes internos que cada una de esas actividades debe aportar a la sociedad y qué valores y hábitos es preciso incorporar para alcanzarlos.

Desde esa perspectiva, para diseñar la Ética Aplicada de la actividad científico-tecnológica sería necesario recorrer los siguientes pasos:

Determinar claramente el fin específico, el bien interno por el que cobra su sentido y legitimidad social.

Averiguar cuáles son los medios adecuados para producir ese bien en una sociedad.

Indagar qué valores y virtudes es preciso incorporar para alcanzar el bien interno.

Descubrir cuáles son los valores de la moral cívica de la sociedad en la que se inscribe y qué derechos reconoce esa sociedad a la persona.

En esta tarea no pueden actuar los éticos en solitario, sino que tienen que desarrollarla cooperativamente con los expertos de cada campo. Por eso, la Ética aplicada tiene necesariamente un carácter interdisciplinario.

En la actualidad, la Ética no se presenta como un saber enfrentado a la ciencia y a la tecnología, ni mucho menos como un saber “superior” en un sentido jerárquico a éstas, como si estuviese legitimada para imponer a sus subordinados unos principios inapelables y de obligada observancia. Más bien, como ya lo han demostrado en su desarrollo las éticas aplicadas, la racionalidad ética se mueve hoy en el terreno del diálogo, de la interdisciplinariedad y de la búsqueda cooperativa de respuestas a las interrogantes éticas. En este sentido, la respuesta a la cuestión de los fines últimos y aplicaciones del quehacer científico-tecnológico sólo puede encontrarse desde la apertura de un diálogo público y abierto en el que las distintas posiciones morales presentes en una sociedad pluralista y democrática puedan ir participando sin imposiciones unilaterales ni exclusiones, de modo que los ciudadanos en general, en tanto que afectados, sean considerados como interlocutores válidos en un asunto de tan importantes consecuencias.

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Así pues, no parece posible responder de un modo apriorístico a la pregunta por los fines últimos de la actividad científico-tecnológica, pero sí podemos afirmar de manera rotunda que si fuesen fijados por un pequeño grupo, a espaldas del resto de la humanidad, tal decisión no podría considerarse sino unilateral, despótica e injusta. Y también, que si tales fines fuesen fijados de este o de cualquier otro modo, sin reparar en las consecuencias previsibles de estas actividades, semejante decisión sería moralmente incorrecta por irresponsable.

La cuestión capital es, entonces, la de quiénes tienen derecho a decidir sobre aquellas influencias tecno-científicas que presentan una implicación relevante sobre los destinos de la especie humana. No cabe duda de que en el mundo actual existe un peligro enorme de que estas decisiones queden en manos de las grandes empresas transnacionales, o bien de los gobiernos de los países más ricos, con lo cual se podría estar excluyendo a la mayor parte de la población del planeta de la posibilidad de intervenir en el diálogo y en la correspondiente toma de decisiones. Por esta vía, se corre un grave riesgo de que aumente todavía más la dominación de todo tipo por parte de los países y empresas que ya tienen hegemonía en el mundo, lo cual no puede presentarse en ningún caso como un logro ético, sino todo lo contrario.

Otro riesgo que todos corremos en este terreno es el de que las decisiones importantes se dejen en manos de los “expertos”, o incluso en manos de los representantes políticos. Con respecto a la posibilidad de que sean los expertos en cuestiones científicas y tecnológicas quienes fijen por sí mismos los fines últimos, ya sabemos que la ciencia y la tecnología tienen unos límites muy precisos, de modo que los especialistas son expertos en cuanto a los medios que habría que disponer para conseguir concretos resultados, pero respecto a la conveniencia de alcanzar determinados fines que rebasan los límites de la ciencia y la tecnología, nadie se puede considerar experto; no hay “expertos en fines últimos”, y precisamente por eso es necesario abrir el diálogo a todos en este aspecto. En cuanto a que sean los políticos de oficio quienes se encarguen de los asuntos relacionados con las actividades científicas y tecnológicas, conviene observar que tales asuntos son demasiado delicados como para ser introducidos en los vaivenes de los avatares políticos.

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En resumen, no deberíamos dejar las decisiones sobre los fines últimos del quehacer científico-tecnológico en manos de los gobiernos de los países ricos, ni de las compañías transnacionales, ni de los expertos, ni de los políticos, puesto que lo moralmente acertado sería la toma de decisiones responsables por parte de los afectados (con el debido asesoramiento de una pluralidad de expertos) teniendo en cuenta no sólo los intereses individuales, sino los universalizables. Las dificultades que entraña esta tarea son enormes, pero ello no debe hacernos perder de vista que, si nos tomamos en serio la noción de persona como interlocutor válido, tenemos que ir avanzando en las siguientes tareas:1) Lograr que los expertos comuniquen sus investigaciones a la sociedad, que las acerquen al gran público, de modo que éste pueda codecidir de forma autónoma, es decir, contando con la información necesaria para ello; 2) Concienciar a los individuos de que son ellos quienes han de decidir, saliendo de su habitual apatía en estos asuntos, y3) Educar moralmente a los individuos en la responsabilidad por las decisiones que pueden implicar, no sólo a los individuos, sino incluso a la especie. Este “educar moralmente” supone mostrar a la vez la responsabilidad que el hombre de la calle tiene de informarse seriamente sobre estos temas y el deber de tomar decisiones atendiendo a intereses que van más allá de los sectoriales.

Naturalmente, la razón por la que deben ser los afectados los que han de hacerse cargo responsablemente de las decisiones no es que sus juicios resulten siempre acertados, puesto que nadie está libre de equivocarse, sino más bien que todos tenemos la responsabilidad de informarnos, dialogar y tomar decisiones desde intereses universalizables, si es que queremos que los intereses que satisfagan el proceder científico-tecnológico no sean unilaterales, sino plenamente humanos.

Es necesario comprender que al valorar el desarrollo científico-tecnológico desde una concepción ética, no se está excluyendo la importancia que tienen las especificidades que caracterizan a las tecno-ciencias. Lo que se está planteando es que estas particularidades deben ser realizadas desde una perspectiva moral, esto es, partiendo de realidades, valores y aspiraciones de las grandes mayorías de las poblaciones en las que los procesos

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de desarrollo científico –tecnológico han de tener lugar y, por tanto, planteando un referente sustantivo que se corresponda con estas realidades. Desde esta perspectiva, el desarrollo científico-tecnológico debe estar inspirado en valores morales. Para decirlo, finalmente, con una expresión lapidaria y a tenor con las circunstancias planetarias actuales: “el desarrollo científico-tecnológico en el siglo XXI será éticamente viable o no será”.

10. LA ÉTICA DEL IMPERIALISMO

Puede parecer paradójico que el imperialismo se sustente en pivotes éticos, pues a lo largo de su existencia junto al enriquecimiento de las plutocracias metropolitanas genera hambre, miseria y deshumanización para la mayoría de los pobladores de nuestro planeta. Sin embargo, el imperialismo se fundamenta en una concepción de la justicia que constituye el referente básico de su proyección moral y política.

Los teóricos del imperialismo legitiman su principio de justicia a partir de la consideración hipotética e imaginaria de un estado de naturaleza caracterizado por la inexistencia de leyes civiles, pero con unos derechos fundamentales e inalienables a la libertad, a la vida y a la propiedad. En realidad, tres nombres distintos para mencionar el derecho a las libertades individuales. Ese es, de acuerdo con el parecer imperialista, el único derecho “natural”; sólo a partir de ahí puede explicarse la formación de un poder político que tendrá que ser protector de las libertades, nunca redistribuidor de derechos sociales. Esto último significaría imponer bienes sociales comunes, lo cual resultaría injusto.

De acuerdo con la concepción de justicia del imperialismo, uno tiene derecho a todo lo que es suyo, a todo lo que ha adquirido mediante el esfuerzo propio. El más puro espíritu imperialista canta las virtudes de la acción emprendedora, la eficiencia y el riesgo: quien más arriesga puede beneficiarse más. Para el imperialismo, la justicia debe ajustarse al criterio de la meritocracia: a cada cual según sus méritos y no a cada cual según sus necesidades. Tal es la propuesta ética imperialista: una concepción abstracta de la justicia que desemboca en un

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descarnado individualismo, fomentador de la guerra de todos contra todos.

El rasgo distintivo de la ética imperialista es su connotación cosmopolita. Esta legitima al imperialismo como una necesidad para el mundo y a escala mundial, en vez de presentarse como una necesidad que responda a intereses puramente nacionales. Este significante cosmopolita emplea el concepto de derechos humanos como un elemento central. Se presenta la perspectiva de expandir los derechos humanos en todo el planeta, junto con los mercados libres y la democracia a fin de librar a los pueblos inferiores de sus costumbres y prácticas supuestamente bárbaras. Asimismo, se subraya la defensa del mundo civilizado, donde se respetan los derechos humanos, frente a las fuerzas malignas y bárbaras que no los respetan y hay que aniquilar.

Uno de los aspectos nuevos del imperialismo está en el liderazgo de los Estados Unidos de Norteamérica, que utiliza una ética renovada de pueblo elegido, escogido por Dios, para conducir al mundo a la civilización y, por tanto, al bien, por oposición al eje del mal. Esta ideología moral muy antigua experimenta una nueva versión y acompaña hoy al proyecto imperialista. Pero esto se vincula a otro tipo de mesianismo, más secular: el de la utopía del mercado generalizado, que llevará la felicidad a la humanidad. Se trata más bien de la ideología del Banco Mundial y el F.M.I., propugnadores de la llamada globalización económica, una supuesta fuerza natural que “el Estado” no puede detener y que se debe aceptar, simplemente como una necesidad ineludible.

En el entramado del imperialismo actual resulta fundamental la dimensión cultural. El imperialismo cultural significa la mundialización de una ética de la acumulación y del consumo, cuyas ventajas se atribuyen al sistema capitalista. Considerando que el imperialismo es una forma particular de dominación, el imperialismo cultural debe asumirse como una política con fuertes implicaciones morales, dentro de un territorio dominado y concebida para perpetuar esa dominación. Ejemplo de tal política cultural es educar y adoctrinar a las elites de las sociedades dominadas en la cultura y la ética del Estado imperial y, al mismo tiempo, procurar degradar y deslegitimar los valores y normas culturales y morales autóctonas. En las condiciones actuales, los elementos de dominación sobre los instrumentos

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culturales se presentan mediante el control de los medios de difusión y los sistemas de educación superior, particularmente en aquellas áreas cruciales para los objetivos imperiales, tales como la formación en el campo de la economía y las relaciones internacionales.

La ética imperialista justifica esa guerra cultural que moviliza formidables instrumentos y recursos, y ejerce controles totalitarios sobre la información, la formación de opinión pública, los gustos y los deseos a fin de impedir la producción de voluntades, identidades y pensamientos opuestos a la dominación. Asimismo, el imperialismo contemporáneo utiliza alternativamente y siempre con la fundamentación moral correspondiente, la intervención violenta o la amenaza de ella, dondequiera que eso favorece la dominación, o la eliminación de posiciones autónomas y riesgos de formación de rebeldías. Los medios que utiliza son las presiones, los chantajes y las imposiciones; las conspiraciones, atentados y sabotajes terroristas; o el uso de la fuerza militar en guerras sucias o abiertas.

En la actualidad, Estados Unidos de Norteamérica, líder indiscutido del imperialismo contemporáneo, parece tener el singular compromiso moral de lograr que el resto del mundo viva en un paraíso kantiano donde reinen la ley y el orden. En ambos casos, el poder norteamericano se ejerce de manera singular en nombre de otros. Los Estados Unidos de Norteamérica nunca serían los agresores, porque, por definición, sólo responden a las agresiones de otros. La hostilidad de otras naciones ante las acciones de los Estados Unidos de Norteamérica es el resultado de la envidia por sus avances y éxitos, y nunca una consecuencia de lo que hacen. Lo que en el pasado ha sido sustentado a nombre del Estado-nación, ahora se hace en nombre de la nación-imperio: excepcionalmente buena, excepcionalmente solidaria, excepcionalmente justa. Tal sería la fisonomía moral de los Estados Unidos de Norteamérica desde la perspectiva de la ética del imperialismo.

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11. EL SOCIALISMO DESDE LA ÉTICA

Existe una enorme fragmentación de criterios en torno a lo que se quiere concretar como socialismo en la actual centuria. Y aunque este fenómeno expresa una profunda diversidad teórica, resulta preferible esta situación a una definición monolítica de obligada referencia, a la vieja usanza prevaleciente en los tiempos del “socialismo real”.

A partir de la lectura y los comentarios que frecuentemente aparecen en los medios académicos y políticos acerca de que debemos enrumbarnos hacia el socialismo, se pueden extraer ciertos rasgos significativos.

El primero es que al hablar de socialismo, todos pensamos en una sociedad poscapitalista. No un socialismo que se “acople” o se integre en el capitalismo ni tampoco una caricatura de socialismo.

Además, hay coincidencias en que, cuando hablamos de socialismo, nos referimos a un régimen político y de propiedad distinto, una forma de distribución de riquezas diferente a la capitalista, y que también nos estamos refiriendo al desarrollo de una nueva moral, distinta, opuesta y más humana que la moral del capitalismo.

El socialismo, para muchas personas que han creído en él y han luchado por su concreción, es principal y esencialmente una profunda creencia, una brújula que pone como punto de signalización principios morales indiscutibles, como la dignidad humana, la justicia social, el amor al prójimo y la equidad distributiva, así como también promueve el paulatino desmoronamiento de los diferentes niveles de alienación socioeconómica y cultural.

Podemos hablar de socialismo como una sociedad transicional aún inestable en sus experiencias históricas, experiencias que, además, fueron abortadas casi desde sus inicios en su raíz más auténtica, la democracia participativa y la justicia distributiva. Casi todos los procesos históricos socialistas, al ser revertidos

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subterráneamente, cercenaron los instrumentos de poder directo del pueblo sustituyéndolos por el de una nueva burocracia.

Uno de los retos que tenemos por delante es el de un trabajo sistemático encaminado a esclarecer lo que entendemos por socialismo, mostrando que socialismo es vida y no muerte, como han querido presentarlo los capitalistas desde hace más de un siglo.

A fin de contribuir modestamente al propósito enunciado, podríamos comenzar en negativo, decir qué no es socialismo.

Socialismo no es explotación del hombre ni de su trabajo por parte de otros. No es tampoco ausencia de democracia participativa. No es tampoco la falta de control social a todos los niveles del estado. No es la burocratización ni la proliferación de la corrupción, la mezquindad y la mentira. No es el imperio del egoísmo y del enriquecimiento por encima de los demás. No es el paraíso del consumismo y de los privilegios. No es tampoco una carrera indetenible hacia el desarrollo a costa de la destrucción de la naturaleza. No es la creación de una masa amorfa, acrítica, genuflexa, en espera de dádivas. No es el control de la vida privada de las personas con el propósito de generalizar gustos, preferencias y esquemas comunes de felicidad individual. Socialismo tampoco es el miedo generalizado que puebla las mentes de los seres humanos y no les permite decir lo que piensan.

Socialismo es algo serio, es el proyecto humano de más difícil consolidación como experiencia social. Es otra sociedad, otro tiempo, otro vivir, otra moral. El socialismo es el movimiento real que supera el estado de cosas impuesto por el capitalismo, y que juntamente con la solución de los problemas sociales –el hambre, la insalubridad, la incultura, las pésimas condiciones de vida para las mayorías- propicia la redistribución continuada de la riqueza social y promueve como ejes de un nuevo modo de vivir, la justicia social, la libertad individual, la equidad, la participación y la solidaridad entre los seres humanos.

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Desde esa perspectiva, resulta problemático perseguir la quimera de realizar el socialismo con la ayuda de las armas melladas que nos deja el capitalismo –la mercancía como célula económica, el interés material individual como palanca, etc.-, parece que así sólo se llega a un callejón sin salida.

Alejándonos un tanto de los aspectos particulares que llevaron a que las experiencias del “socialismo real” se desvirtuasen, podemos añadir que fueron carcomidas desde dentro por la incapacidad de construir y mantener predios morales propios, más humanos, diferentes, con nuevos actores sociales, y opuestos a los de la moral capitalista. Fue ostensible la recaída de esas experiencias nacientes en las redes capitalistas de reproducción de las condiciones y los modos de vida. No se realizó la imprescindible reorganización radical de la vida cotidiana. Por el contrario, se dejó a sus anchas la herencia moral del capitalismo para que se reprodujera de nuevo. En el quehacer diario las palabras y formas supuestamente socialistas encubrieron, de forma paradójica y contradictoria, las relaciones morales capitalistas. Hay que darse cuenta de que la batalla entre capitalismo y socialismo en el siglo XX fue sobre todo una batalla moral por la subjetividad de las personas en la que, desgraciadamente, el socialismo llevó la peor parte.

12. RAZONES PARA UNA MORAL UNIVERSAL

A estas alturas de la historia se hace cada vez más evidente la necesidad de contar con unos principios morales que tengan el respaldo unánime de todos los pueblos y culturas del planeta, si es que queremos afrontar responsablemente los graves problemas que ensombrecen el presente y amenazan el futuro (sobre todo el hambre, las guerras y el deterioro de la biosfera con su secuela de catástrofes ligadas al cambio climático).

Nunca como ahora había sido tan urgente la necesidad de una moral universal, vinculante para toda la humanidad, puesto que las acciones humanas, potenciadas enormemente por los medios científicos y técnicos presentan repercusiones planetarias, de

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modo que ya no es suficiente con tener unas normas regulativas del comportamiento en grupos pequeños, sino que precisamos algunas normas universalmente vinculantes dotadas de validez intersubjetiva, o al menos un principio moral básico que sirva de fundamento común para la práctica de la responsabilidad solidaria, indispensable para la supervivencia de la humanidad.

Ese principio moral básico necesariamente tiene que fundamentarse en el criterio de que en el universo existen seres que tienen un valor absoluto, y por ello no deben ser tratados como instrumentos; todo ser racional es fin en sí mismo, y no medio para otra cosa. Es decir, las personas no son algo relativamente valioso, esto es, valiosos porque sirven para otra cosa, sino seres valiosos en sí mismos; su valor no procede de que vengan a satisfacer necesidades o deseos, como ocurre con los instrumentos o las mercancías, sino que su valor reside en ellos mismos, porque son seres humanos. En consecuencia, sólo en el caso de que existan seres que podamos considerar como valiosos en sí –cuyo valor no procede de que satisfagan necesidades-, podremos afirmar que para ellos no hay ningún equivalente ni posibilidad de fijarles un precio. De estos seres diremos que no tienen precio, sino dignidad, y que, por tanto, merecen un respeto del que se siguen obligaciones morales, en términos de justicia y solidaridad.

En definitiva, nos encontramos en una etapa histórica en la que el desarrollo de la humanidad exige una moral universal para las cuestiones de justicia, un universalismo mínimo que puede defenderse con argumentos intersubjetivamente aceptables. Este universalismo moral abarca valores como la vida, la libertad, la igualdad, la solidaridad y la tolerancia activa. Estos valores se fundamentan en última instancia en el valor absoluto de las personas y de este reconocimiento de la dignidad de las personas se derivan los derechos humanos que actualmente consideramos indispensables para alcanzar y mantener una vida personal y social propia de seres racionales.

En efecto, el reconocimiento de la dignidad intrínseca de toda persona permite una fundamentación de principios morales universales, que orientan la conducta hacia la promoción y respeto de ciertos valores que no podemos considerar seriamente como relativos ni arbitrarios. Pero por otra parte, la aplicación de

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los principios morales universales a las situaciones concretas de la vida personal y social no puede hacerse de un modo mecánico, sino que exige a quienes hayan de tomar las decisiones un profundo conocimiento de las circunstancias y una cuidadosa valoración de las consecuencias. Es necesario un gran sentido de la responsabilidad y un deseo de llegar a entenderse mutuamente para que sea posible realizar en nuestro mundo las exigencias –no siempre fáciles de conciliar- de los valores universales.

La necesidad de referentes morales comunes que permitan una optimización de las relaciones interpersonales ha sido un reclamo permanente de la convivencia humana. Las utopías, laicas y religiosas, han apuntado hacia la consecución de ese propósito, pero las dificultades prevalecientes en las distintas épocas han frustrado las buenas intenciones al respecto. Como se sabe, los hombres portan la moralidad que se deriva de un escenario sociohistórico concreto, por lo que sus enfoques en torno a lo que “debe ser” responderán a ese condicionamiento.

No es casual que en la historia universal diferentes conglomerados humanos hayan considerado, a nivel de exclusividad, su mundo moral y que, en muchas ocasiones, lo hayan impuesto como un componente más de un sistema múltiple de dominación. Ante esa dificultad que impone la referida diferencia, el único camino para lograr el anhelado consenso moral universal, consistiría en lograr, a partir del respeto a lo plural, aquellos mínimos esenciales que garanticen la imprescindible comunidad en la diversidad.

Como puede colegirse, esta propuesta ética para una moral universal tiene como punto de partida el reconocimiento del ser humano como principio supremo. Ese culto a la dignidad humana se valida en las relaciones interpersonales mediante la solidaridad, entendida como afán por lograr un entendimiento con los restantes miembros de la sociedad, y también como actitud social dirigida a potenciar a los más débiles, habida cuenta de que es preciso establecer el imperio de la justicia de manera que prevalezca la necesaria equidad, si queremos realmente que todos puedan ejercer su libertad como presupuesto insoslayable para el logro de la felicidad, que es un asunto esencialmente personal.

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Cuando hablamos de libertad, como valor moral, nos referimos al derecho a gozar de un espacio de libre movimiento, sin interferencias ajenas, en el que cada cual pueda ser feliz a su manera, y también al derecho a participar activamente en las decisiones que me afectan, de suerte que en la sociedad en que vivo pueda contemplarme como “legislador”, como participante e interlocutor válido en los asuntos públicos.

Por otra parte, los ideales de felicidad son sin duda modelos desde los que justificamos nuestras elecciones, pero lo que no podemos exigir es que cualquier persona adopte los mismos ideales, sino proponerlos, invitar a vivir según ellos, aconsejarlos, si es que a nosotros nos hacen felices. Por el contrario, la justicia se refiere a lo que es exigible en el fenómeno moral, y además exigible a cualquier persona que quiera pensar moralmente. La universalidad del fenómeno moral pertenece, pues, a la dimensión de justicia, más que a la de felicidad.

Construir una moral universal, fundamentada en las realidades de nuestro tiempo y en los mejores aportes del pensamiento ético mundial, sólo es posible desde aquellas exigencias de solidaridad y justicia que son inapelables, entre las que se cuenta el deber de respetar los modelos de felicidad de los distintos grupos y culturas.

La necesidad de una moral universal fue anunciada claramente por K. O. Apel en su Transformación de la filosofía (1973), al indicar que los efectos universales de la racionalidad científico-técnica deberían ser dirigidos desde una razón moral asimismo universal, si no queremos que resulten frecuentemente dañinos, más que beneficiosos. Las morales fragmentadas, vividas en niveles locales, carecen de la lucidez y la fuerza imprescindibles para enfrentar retos universales (1).

El hecho de que en los años noventa del pasado siglo se haya tomado mundialmente conciencia de que vivimos un imparable proceso de globalización ha obligado a desear una moral universalista incluso a los más renuentes. Se habla de “ética global” (H. Küng), de “mundialización” (A. Touraine), de “globalización ética” (Apel), y todo ello con el abierto mensaje de que es imprescindible contar con una moral universal en tiempos de globalización (2). Cuál es el método para esbozarla y

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qué fuerza normativa pueda tener, son tal vez dos de los mayores problemas.

Por el momento, tres caminos parecen ofrecerse en el ámbito ético-filosófico:1) Uno de ellos sería el abierto por Rawls sobre todo a partir de Liberalismo político (1993) y claramente esbozado en El derecho de gentes (1993) (3). Se trataría en él de diseñar un concepto moral de la justicia, en principio, aceptado por las distintas doctrinas comprehensivas del bien, que conviven en una sociedad democrática y pluralista, y más adelante, adelgazar esa concepción de forma que pueda extenderse a todos aquellos pueblos cuya forma política no es la democracia liberal, pero que sí respetan en cierta forma los derechos humanos.2) El segundo camino tendría unas raíces más marcadamente sociohistóricas, y tiene un buen ejemplo en la vía que señalan algunos comunitaristas en sus escritos. Según esta perspectiva, el procedimiento de construir un punto de vista moral universal, que consiste en elevarse kantianamente a la abstracción, tiene el inconveniente de no resultar efectivo para las gentes que, a fin de cuentas, vive en comunidades concretas, en las que los distintos valores y bienes tienen unas connotaciones muy determinadas. Quien desee conectar con las personas debe hablar ese lenguaje, enraizado en tradiciones y eticidades concretas, que ellas entienden: debe emplear el lenguaje característico del “maximalismo moral”. Mientras que el punto de vista moral abstracto, el del “minimalismo moral”, se extiende universalmente, pero a costa de perder comunicabilidad. Se trataría de intentar construir una moral universal a partir de los elementos comunes que se encuentran presentes en las moralidades concretas.(3) Una tercera posibilidad consistiría en tomar como punto de partida la ética discursiva. Esta ética, ligada a la tradición kantiana, se presenta como una ética de la justicia (similar en esto a la rawlsiana), no de la vida buena, pero universalista en sus pretensiones, en la medida en que entiende que la estructura comunicativa y argumentativa de los seres humanos hace que cada uno de ellos sea un interlocutor válido con el que es posible sintonizar. El etnocentrismo no es insuperable. El hecho de que las pretensiones de validez sean un presupuesto irrebasable de la argumentación, y que una de esas pretensiones sea la corrección normativa, permite construir una moral universal.

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Notas y referencias bibliográficas(1) K. O. Apel, La transformación de la filosofía, Madrid, Taurus, 1985.(2) K. O. Apel “Globalización y necesidad de una ética universal. El problema a la luz de una concepción pragmático-trascendental y procedimental de la ética discursiva”, en Debats, No. 1, 1999, págs. 48-67.(3) J. Rawls, Liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996; “El derecho de gentes”, en Shute y S. Hurley, De los derechos humanos, Madrid, Trotta, 1008, 47-86.

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BibliografíaApel, K. O. La transformación de la filosofía, Taurus, Madrid, 1985.

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Kant, I., Crítica de la razón práctica, Sígueme, Salamanca, 1996.

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