808.3 lenguaje, literatura y vida

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L L E E N N G G U U A A J J E E , , L L I I T T E E R R A A T T U U R R A A Y Y V V I I D D A A

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LENGUAJE, LITERATURA Y VIDA

Selección de lecturas De los textos de estudio:

Lenguaje, literatura y vida 1 - 4 Mn - Editorial Marenostrum

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ÍNDICE Darl y el ataúd ........................................................................................................................ 4 La divina................................................................................................................................. 6 Con los ojos cerrados.............................................................................................................. 9 En el desierto, un león más................................................................................................... 12 Notas sobre la inteligencia americana .................................................................................. 15 La búsqueda del presente...................................................................................................... 17 Mestizaje e identidad latinoamericana ................................................................................. 20

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William Faulkner (Estados Unidos, 1897-1962) Novelista y cuentista estadounidense, recibió el Premio Nobel en 1949. Fue famoso por su vasta obra en la que retrata el conflicto trágico entre el viejo y el nuevo sur de su país. Obtuvo el premio Pulitzer en dos oportunidades. Entre sus obras principales se encuentran El ruido y la furia (1929), Mientras agonizo (1930), Santuario (1931), Luz de agosto (1932) y ¡Absalom, Absalom! (1936).

Darl y el ataúd Se inclina por entre nosotros sobre la caja: de las ocho manos, dos son las suyas. Oleadas de sangre le suben a la cara. Y en los intervalos, su carne tiene un aspecto verdoso, semejante a ese verde uniforme, denso y mortecino, de la rumiadura de la vaca; con el rostro sofocado, rabioso, enseña los dientes. —¡Levanten! —dice— ¡Levanten, recondenados del demonio! La alza por uno de los costados tan inesperadamente, que todos los demás saltamos para agarrarla y equilibrarla, antes de que la vuelque por completo. Por un instante se resiste como si tuviera voluntad propia, como si en su interior el cuerpo de la difunta, delgado como una vara, conservara furiosamente, pese a estar muerto, cierto pudor, y tratara de ocultar una vestidura manchada que no había podido evitar que le manchara el cuerpo. Y entonces la caja, elevándose bruscamente, se libera a sí misma como si la demacración del cuerpo de la difunta hubiese añadido levedad a las tablas, o como si ella, al ver que la vestidura estaba en peligro de serle arrancada, se precipitara de pronto en pos de ella, con un vuelco apasionado que naciese de su propio deseo y necesidad. La cara de Jewell se pone completamente verde y puedo oír cómo resuella por los dientes. Sacamos la caja por el zaguán, pisando ruda y pesadamente el suelo, moviéndonos con torpes pasos en dirección a la puerta. —Aguanten un minuto —dice papá, antes de soltarse. Se vuelve a cerrar la puerta y echar la llave, pero Jewell no quiere esperar. —Vamos —dice con esa voz suya, sofocada—. Vamos. La bajamos cuidadosamente por los escalones. Avanzamos, manteniéndola en equilibrio como si fuera algo infinitamente precioso, con la cabeza torcida, respirando por la boca para no tener que hacerla por la nariz. Nos dirigimos sendero abajo hacia la ladera. —Es mejor que esperemos —dice Cash—. Así no puede ir equilibrada. Vamos a necesitar otra mano al llegar al cerro ese. —Pues suéltala —dice Jewell. No quiere que nos paremos. Cash empieza a quedarse atrás, esforzándose por seguirnos, respirando con dificultad. Por último se queda distanciado y Jewell aguanta solo toda la parte delantera, así que la caja, saltando a medida que el sendero comienza a bajar, empieza

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a escapárseme y a deslizarse por el aire como un trineo sobre una nieve invisible, y huye suavemente de la atmósfera, en la que todavía se advierte la huella de su forma. —Espera, Jewell —le digo. Pero no quiere esperar. Casi ha echado a correr, y Cash está muy atrás. Se me antoja que la parte que yo aguanto solo carece de peso, cual si navegara como una paja lanzada a la marea furiosa de la desesperación de Jewell. Y ni siquiera la toco cuando, en un viraje, la deja pasar por encima de sí, la hace oscilar y, de un solo movimiento, la para y la deposita en el interior del carro; luego vuelve hacia mí su cara arrebatada de coraje y desesperación. —Ojalá que te parta un rayo. Ojalá que te parta un rayo.

William Faulkner: Mientras agonizo. La Habana: Consejo Nacional de Cultura, 1965.

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Silvina Ocampo (Argentina, 1903-1994) Silvina Ocampo (Buenos Aires, 28 de julio de 1903 - Buenos Aires, 14 de diciembre de 1994) fue una escritora argentina, hermana de Victoria Ocampo y junto a Adolfo Bioy Casares (su esposo), Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, una de las cumbres de la literatura argentina del siglo XX.

La divina La llamaban La Divina. Tenía las cejas negras e hirsutas, tan gruesas y prominentes que el resto de la cara pasaba inadvertido. Se hubiera dicho que no tenía nariz, ni boca, ni mejillas, ni dientes (que eran bastante feos), ni pelo, ni ojos: tenía solamente cejas. Algunas personas decían que en la oscuridad cada uno de los pelos, que parecían de bicho quemador, era luminoso como los ojos de los gatos, pero nunca pude averiguar si esto sucedía realmente o si era una ilusión de quienes la admiraban. Fui a consultarla porque me debatía en un amor sin esperanza. Irma Riensi vivía en la calle Lima al 2000, en una casa oscura y húmeda, llena de ramilletes de flores teñidas, de estatuitas de porcelana y de abanicos. En el pasillo, un piano me reflejó tristemente. Yo llevaba una carta de presentación de mi prima Lucía. La adivina, como tenía en ese momento mucha clientela en su cuarto y quería atenderme bien, me hizo pasar al baño, a esperarla. Después me atendió en el mismo cuarto de baño, según me dijo, para que nadie nos molestara. Me arrimó una silla, que trajo del dormitorio, y ella se sentó en el borde de la bañera. En una palangana llena de espuma nadaban globos de género rosado y de un grifo colgaba un corpiño negro. De la ducha caían gotas que resonaban con extraño sonido. Su olor a dentífrico me hizo pensar que olía a algo peor. Leyó mis manos hábilmente, pues lo que ella no adivinaba me lo hacía decir a mí. Al final exclamó, moviendo las cejas: —La veo asociada al agua. —¿Qué quiere decir eso? ¿Es malo o bueno? —Un viaje, veo un viaje. El barco no naufraga, pero a usted algo le pasa. Una aventura. —¿Algo inesperado? ¿Me enamoraré? —insistí, para que me explicara más claramente lo que veía; se negó a hacerlo. —Hay signos confusos... —me dijo—. Y hoy estoy cansada para descifrarlos. Me enojé con ella. Suspiró y, para conmoverme, me contó su vida. Desde niña la ponían en penitencia por culpa de su maldita vocación. —¿Qué me pasará hoy, Irma? —le preguntaba una hermana mayor. —Te plantará tu novio. Penitencia por la respuesta. —¿Qué me pasará hoy, Irma? —preguntaba la madre. —Papá te mandará a freír papas a otra parte. Penitencia por la respuesta.

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Si llegaba de visita alguna amiga de su madre, también le preguntaba a la pobre: —¿Qué me va a suceder, Irma? Una vez, a una amiga de su madre, que era muy coqueta, le contestó: —Se va a quedar calva y la crema para las arrugas le va a traer eccema. Su madre la dejó sin postre ese día, pero la calvicie pronosticada llegó inexorablemente y el eccema también, por lo que dejaron de ponerla en penitencia y aun llegaron a respetarla un poco. A los veinte años abrió un consultorio; la clientela acudía de todas partes. Como provisionalmente se había instalado en los fondos de un almacén, estaba bastante protegida de la persecución policial. Su cuarto era una suerte de depósito lleno de latas de aceite y de bolsas de yerba; nadie sospechaba que allí se ocultaba el consultorio de una adivina. Irma se enriqueció rápidamente. Cuando cumplió treinta años, compró con las economías un tapado de zorrino, luego un televisor, un terreno en Burzaco, una casita en La Lucila, un automóvil y finalmente pudo hacer un viaje a su tierra natal, a Italia. Su dicha no tenía límites. Emprendió, después de seis meses, el viaje de regreso, en barco, se entiende, porque detestaba los aviones. Sin embargo, en cuanto pagó el pasaje tuvo una premonición. Después de salir de la agencia de turismo entró en un cinematógrafo sin mirar la cartelera: daban El hundimiento del Titanic. La película le pareció de mal augurio (nunca lloraba; lloró), pero ya era tarde para devolver el pasaje. Una semana después se embarcó. La vida de a bordo le agradaba; había una piscina, donde nadaba todos los días, y gente muy simpática. Sin sospechar que era adivina, un grupo animado de jóvenes estaba con-tinuamente con ella, porque jugaba bien al pingpong y a las barajas; por fin un día, alguien que la conocía de nombre propagó el secreto de su profesión y ella se vio obligada a leerles a ocho personas, en una tarde, las líneas de la mano. La cosa comenzó a las tres de la tarde y terminó a medianoche. En la primera mano que le tendieron, vio el signo alarmante que descubrió en todas las otras: una misma tragedia reuniría a esa gente tan diversa. A todos dijo lo que leía en sus manos, pero no les dijo cuál era la tragedia, porque no lo supo, en el primer momento. El barco, que se mecía suavemente durante toda la travesía, a medianoche empezó a moverse demasiado; pero a esa hora todo era un pretexto para inventar juegos y el grupo que la rodeaba se puso a patinar en la cubierta, sin respetar el sueño de los otros pasajeros. Nadie quería acostarse. Cuando por fin Irma se retiró a su camarote, leyó por primera vez las líneas de su propia mano y descubrió, atenuado, el mismo signo que había visto en las manos ajenas. Comprendió oscuramente qué iba a suceder. Había que esperar y callar, para no sembrar el pánico. Recordó el hundimiento del Titanic. Pasó días ansiosos hasta que volvió a ser feliz, por el mero hecho de estar embarcada. Todas las noches, en el barco, pasaban films en la sala de música. Irma no perdía una función. Una noche anunciaron en el menú, en letras rojas, El hundimiento del Titanic. Mucha gente comentó que ese no era un film para ofrecer a los pasajeros de un barco. Hacían falta temas alegres, de aventuras o de amor, y no dar la idea del peligro, que pone una nota triste en el ánimo de los viajeros. A Irma se le apretó el corazón, pero quiso ver de nuevo el film, que había visto antes de embarcarse. Ahora llegó a distraerse hasta el punto de olvidar que estaba ya embarcada. En el momento en que aparece el hermoso caballo de madera, de la sala de juguetes del Titanic, sintió que el barco daba un tumbo, que la alarmó un poco; pero siguió mirando, porque las imágenes la fascinaban. Cuando la vajilla del comedor del Titanic se amontona en un estruendoso caos y el agua entra por todos los resquicios, crujió el barco y otro tumbo brusco lo ladeó. Algunas sillas cayeron. Creyó, en su ilusión, que estaba en el barco de la película y que habían chocado contra un témpano.

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Fue como un relámpago. Del hundimiento del Titanic, pasó al real hundimiento del barco, sin saber cómo se había operado el cambio. Después (en un después que no recordaba con precisión, pues parecía parte de un sueño), perdió el conocimiento junto a los botes de salvataje y alguien la recogió por uno de esos milagros que revelan, según dijo, la existencia de Dios.

Silvina Ocampo: Cuentos completos 1. Buenos Aires: Emecé.

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Reinaldo Arenas (Cuba, 1943-1990) Narrador cubano. Provenía de una familia de campesinos. Adhirió de joven a la Revolución, de la que posteriormente se distanció. Por su condición disidente y marginal estuvo en prisión hasta que pudo emigrar a Estados Unidos. Su obra es de gran aliento lírico y se carga de una subjetividad que termina por desbordar los límites de la realidad y proclamar el triunfo de la imaginación creadora. Obras: Celestino antes del alba (1967), El mundo alucinante (1969), El palacio de las blanquísimas mofetas, Antes que anochezca (póstuma, 1991).

Con los ojos cerrados A usted sí se lo vayoa decir, porque sé que si se lo cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi madre no. A mamá no le diré nada, porque de hacerla no dejaría de pelearme y de regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría la razón, no quiero oír ningún consejo ni advertencia. Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo. Ya que solamente tengo ocho años y voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la tragedia, pues debo levantarme bien temprano —cuando el pimeo que me regaló la tía Grande Ángela solo ha dado dos voces— porque la escuela está bastante lejos. A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante y ya a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo tengo que hacer corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo hasta la escuela y entrar corriendo en la fila pues ya han tocado el timbre y la maestra está parada en la puerta. Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse para Oriente y tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la casa. Todos los vecinos vinieron a despedirla, y mamá se puso tan nerviosa que se le cayó la olla con el agua hirviendo en el piso cuando iba a pasar el agua por el colador para hacer café, y se le quemó un pie. Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme. Y, ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme. La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo salí enseguida para la escuela, aunque todavía era bastante temprano. Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar bastante despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir —le dije—, y lo toqué con la punta del pie. Pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre, pensé, seguramente lo arrolló alguna máquina, y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque era un gato grande y de

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color amarillo que seguramente no tenía ningún deseo de morirse. Pero bueno: ya no tiene remedio. Y seguí andando. Como todavía era temprano me llegué hasta la dulcería, porque aunque está lejos de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay también dos viejitas de pie en la entrada, con una jaba cada una, y las manos extendidas, pidiendo limosnas... Un día yo le di un medio a cada una, las dos me dijeron al mismo tiempo: "Dios te haga un santo". Eso me dio mucha risa y cogí y volví a poner otros dos medios entre aquellas manos tan arrugadas y pecosas. Y ellas volvieron a repetir "Dios te haga un santo", pero ya no tenía tantas ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez que paso por allí, me miran con sus caras de pasas pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada una. Pero ayer sí que no podía darles nada, ya que hasta la peseta de la merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la puerta de atrás, para que las viejitas no me vieran. Ya solo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela. En ese puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo, en la orilla del río. Me arreguindé a la baranda y miré: un coro de muchachos de todos tamaños tenían acorralada una rata de agua en un rincón y la acosaban con gritos y pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no tenía escapatoria y soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin, uno de los muchachos cogió una vara de bambú y golpeó con fuerza sobre el lomo de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba el animal y tomándolo, entre saltos y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el centro del río. Pero la rata muerta no se hundió. Siguió flotando bocarriba hasta perderse en la corriente. Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo también eché a andar. Caramba —me dije—, que fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer hasta con los ojos cerrados, pues a un lado tenemos las rejas que no lo dejan a uno caer al agua, y del otro, el contén de la acera que nos avisa antes de que pisemos la calle. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al principio me sujetaba con una mano a la baranda del puente, pero luego ya no fue necesario. Y seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos... Lo primero que vi fue una gran nube amarillenta que brillaba unas veces más fuerte que otras, igual que el sol cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté los párpados bien duros y la nube rojiza se volvió de color azul. Pero no solamente azul, sino verde. Verde y morada. Morada brillante como si fuese arco iris de esos que salen cuando ha llovido mucho y la tierra está casi ahogada. Y, con los ojos cerrados, me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa. Pero no con el vestido de bolas rojas que es el que siempre se pone cuando va para Oriente, sino con un vestido largo y blanco. Y de tan alta que es parecía un palo de teléfono envuelto en una sábana. Pero se veía bien. Y seguí tropezando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez, cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo. Salió corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo desperté. Y yo me reí muchísimo cuando lo vi desaparecer, desmandado y con el lomo erizado que parecía soltar chispas. Seguí caminando, con los ojos desde luego bien cerrados. Y así fue como llegué de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce pues ya me había gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a través de la vidriera. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás del mostrador que me dicen: "¿No quieres

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comerte algún dulce?" Y cuando alcé la cabeza vi que las dependientes eran las dos viejitas que siempre estaban pidiendo limosnas a la entrada de la dulcería. No supe qué decir. Pero ellas parece que adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi colorada hecha de chocolate y almendras. Y me la pusieron en las manos. Y yo me volví loco de la alegría con aquella torta tan grande y salí a la calle. Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) me asomé por la baranda del puente y los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar una rata del agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar. Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre una piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de chocolate, pues yo solo no iba a poder comerme aquella torta tan grande. Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira lo que les iba a decir, y vinieron corriendo. Pero entonces, "puch", me pasó el camión casi por arriba en medio de la calle que era donde, sin darme cuenta, me había parado. Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el esparadrapo y el yeso. Tan blancas como las paredes de este cuarto, donde solo entran mujeres vestidas de blanco para darme un pinchazo o una pastilla también blanca. Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas, estoy diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad, vaya al puente, que seguramente debe estar todavía, toda desparramada sobre el asfalto, la torta grande y casi colorada, hecha de chocolate y almendras, que me regalaron sonrientes las dos viejecitas de la dulcería.

Reinaldo Arenas: Termina el desfile. Barcelona: Seix Barral, 1981.

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José Ortega y Gasset (España, 1883-1955) Filósofo y ensayista, uno de los intelectuales más importantes de España en la primera mitad del siglo XX. Se doctoró en Filosofía y Letras y completó su formación filosófica en Alemania. Se distinguió por haber incentivado una crítica humanista de la cultura contemporánea. Se ha dicho que su filosofía es perspectivista, posteriormente Ortega acuñó el término raciovitalismo para referirse a su pensamiento. Fue director y fundador de una de las publicaciones más importantes en lengua española como la "Revista de Occidente" (1923 a 1936). Publicó muchos artículos periodísticos, recopilados posteriormente en los ocho volúmenes de "El Espectador" (1916-1934). Obras destacadas: España invertebrada (1921), El tema de nuestro tiempo (1923), La deshumanización del arte (1925), La rebelión de las masas (1930).

En el desierto, un león más En abril último apareció en algunos periódicos la noticia. La Esfinge, por fin, se había desperezado sacudiendo el enterramiento en la arena donde había permanecido quieta durante milenios. La obra enorme se debe a la dirección de arqueología del Estado egipcio, y ha sido dirigida por Baraize. Durante cinco meses —de octubre, 1925, a 1 de marzo, 1926— han trabajado 1.110 obreros en el desplazamiento de 50.000 metros cúbicos de arena desértica. Al remover el desierto se ha dado con un ejemplar de su fauna natural: ha aparecido entero el león, de quien solo conocíamos la testa antropomorfa emergiendo curiosa y sonriente, excesiva y rosada junto a las pirámides. Era aquel paisaje el más viejo que conservaba la retina humana; ya recuerdan ustedes, aquel paisaje de Gizeh donde iban en asnos las inglesas victorianas con un "salakof" en la cabeza y en el "salakof" un largo velo verde. Aquel paisaje tan antiguo —cabeza hierática de esfinge, pirámides en fila— era un paisaje cubista. Ahora ha cambiado, y es preciso rectificar la habitual imagen que tenemos todos incrustada en la retina. Bajo la testa enigmática ha aparecido el león. Se ha usado, al fin, la receta para cazar leones que proponía hace muchos años un periódico humorista de Alemania, las Fliegende Bläter: "Tómese un desierto, hágasele pasar por un colador; la arena caerá por los agujeros y el león quedará dentro". El león es el rey del desierto, y como los antiguos eran más blandos que nosotros a la solicitación de las metáforas, quisieron que sus reyes fuesen, a su vez, leones, y así esta esfinge, perpetuamente acurrucada en actitud de empollar no se sabe qué ardientes destinos, es el retrato de Kefren, Faraón que construyó la segunda pirámide. Para muchos, esta exhumación ha sido un desencanto, el desencanto precisamente que el cubismo aspira a evitar. La tradicional figura de la Esfinge con su aire degollada sobre el área tórrida, era demasiado injustificada e incomprensible para que nadie le pidiese verosimilitud. Ahora ha vuelto a ser razonable, instalando sus hombros sobre un cuerpo de

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león, que inevitablemente trae a la mente la forma natural del felino. Parece ser que los brazos, con garras de la bestia pétrea, son demasiado cortos y hacen mal. He ahí un ejemplo de la imprudente alusión a lo real que comete siempre el naturalismo. Despierta en nosotros recuerdos de la vida en vez de hipnotizarnos y arrancarnos de ella en éxtasis y vaga emigración a ultranza. Ante la obra naturalista, quedamos escindidos, disociados en dos personalidades con intereses opuestos: la que pretende absorberse en la obra de arte y la que vive en lo real y sabe cómo son las cosas de este mundo. Dicho de otro modo: miramos el cuadro o la escultura in modo recto, pero, a la vez, miramos con el rabillo del ojo, in modo obliquo la realidad que pretende copiar. Esta duplicidad de nuestra atención nos impide ser absorbidos plenamente por la belleza, ser asuntos en ella y caer en la medida que consiga anestesiarnos para la realidad. Más interesante que la estimación estética de la esfinge reintegrada me parece subrayar el hecho de que es esta la tercera vez que ha sido extraída de la arena. Nave surta en la inquietud voraz del desierto, ha naufragado ya tres veces entre tolvaneras y nada nos permite asegurar que no desaparezca de nuevo. Es más, con cierta probabilidad, podemos aventurarnos a sospechar cuándo será de nuevo desenterrada. Vea el lector los motivos que tengo para este audaz vaticinio. La esfinge fue construida "poco" tiempo después del año 3000 antes de Jesucristo. En 1920, antes de Jesucristo, reinando Thutmosis IV, tuvo que ser reconquistada al desierto. Por segunda vez se la libertó en tiempo del Imperio romano, es decir, hará unos mil seiscientos años. Esto quiere decir que entre las sucesivas reapariciones de la Esfinge han mediado siempre unos dieciséis o diecisiete siglos. ¿Es puro azar este ritmo, este tempo del pulso arqueológico? Spengler vería en el dato la comprobación helenísticorromana de sus ideas. Porque, en efecto, la época de Thutmosis, la época helenísticorromana y la nuestra muestran no pocas homologías. El acto de excavar en busca de lo arcaico no es una operación casual. Obedece a determinada inspiración, a un afán arqueológico que supone cierta disposición del alma humana, la cual a su vez no se da sino en ciertos climas históricos. Diríase que cada dieciséis o diecisiete siglos, el hombre, indefectiblemente, vuelve a ser arqueólogo. ¡Pulso misterioso de la Historia! ¡Bajamar y pleamar de la memoria! ¡Tiempos de obliviscencia a que siguen épocas de reminiscencia! Siempre me ha conmovido esa actitud del hombre de espaldas al paisaje viviente, inclinado sobre la tierra, cavando en ella a la pesquisa de otro paisaje subterráneo con ánimo de traerlo al haz del presente. Es una actitud en símbolo a la que adoptamos para apresar bajo el área nuestra conciencia actual, algún recuerdo arisco, perdido en la entraña obscura del alma. También entonces nos volvemos de espaldas a la actualidad, como si no nos bastase la superficie de la existencia, que es presente, y requiriésemos una vida gruesa, con espesor, con profundidad. Ello es que las tres épocas afanadas en libertar la Esfinge tendrían parecido, por lo menos en una cosa. (El error de Spengler consiste en menospreciar las diferencias de las épocas "semejantes") Esta cosa es el cosmopolitismo. En ellas el hombre posee un alma ecuménica. Su vida se dilata hasta los confines de lo habitado —es decir, de lo conocido—. Cuando no hay cosmopolitismo, se sabe que existen otros hombres, otros pueblos, pero no se convive con ellos. Aparecen con el carácter de humanidades diferentes —como se sabe que existe el animal a nuestra vera y, sin embargo, no se convive con él. El cosmopolitismo de esos tres momentos históricos ha ido en cada uno aumentando de radio. Todavía en la época romana existía en torno a la efectiva ecumene —la tierra habitada por hombres como nosotros— una vaga orla romántica de terrae incognitae, por

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ejemplo, la famosa tierra de los hiperbóreos. Cuando un hombre helenístico oía este vocablo, se le iba el alma al enseño. El hiperbóreo era algo extrahumano, tal vez sobrehumano. Todavía en Nietzsche, que era un helenista, posee la palabra gran prestigio, y cuando habla de siglos mejores no hallará mayor encarecimiento que decir: "Nosotros, los hiperbóreos..." Pero ahora el radio cosmopolita ha tocado los confines del planeta. La dimensión de la ecumene coincide con la dimensión del astro. Se ha llegado al término, y hay quien siente desilusión, como Morand. Rien que la terre! Morans hubiera querido seguir soñando con hiperbóreos. Han sido suprimidas las tierras desconocidas donde puede el ensueño fundar sus colonias. Adjunto a este cosmopolitismo especial ha alentado siempre un cosmopolitismo en el tiempo. No bastaba convivir con los hombres vivientes: se sentía el deseo de tratar a los antepasados. Lo mismo hoy. Frecuentamos a los faraones, conocemos su vida doméstica, su vestuario, sus deslices. La Esfinge y la momia recobran actualidad, y la actualidad no es sino el modo de la convivencia. Este aumento de nuestras relaciones y "conocidos" nos hace mirar la existencia de Europa, anterior a 1900, como una vida provinciana, de angosto horizonte. Y como el mundo es, en cada caso, el correlato de nuestra alma, no hay duda que el alma individual ha aumentado enormemente de proporciones. Es un crecimiento parecido al que advertimos comparando el alma de Pericles con el alma de Marco Aurelio. Si leemos las páginas de este hombre admirable, nos parece que cada frase resuena en la comba enorme de un gran volumen espiritual. Lo que piensa y lo que siente será más o menos verdadero y precioso; pero nunca es pequeño, estrecho, sórdido, ridículo. Por el contrario, todo es magnífico. Visto desde una estrella el gesto de Marco Aurelio, probablemente "hace bien" —como el arco imperial romano mirado hoy imponente—. Es la virtud adscrita a cuanto emana de un alma que, superando toda limitación provincial, vive con radio cósmico, es decir, el alma cosmopolita. Otra cuestión es si al ganar dimensión la vida humana, no pierde estas otras dos cualidades: fuerza y sabor.

José Ortega y Gasset: Obras. El espectador. Madrid: Espasa Calpe, 1932.

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Alfonso Reyes (México, 1889-1959) Es uno de los ensayistas y poetas mexicanos más importantes del siglo XX. Fue un gran difusor cultural y reformuló la cultura europea en nuestro continente. Sus principales obras son: Visión de Anáhuac (1917), Cuestiones gongorinas (1927), El deslinde (1944), La filosofía helenística (1959).

Notas sobre la inteligencia americana Mis observaciones se limitan a lo que se llama la América Latina. La necesidad de abreviar me obliga a ser ligero, confuso o exagerado hasta la caricatura. Solo me corresponde provocar o desatar una conversación, sin pretender agotar el planteo de los problemas que se me ofrecen, y mucho menos aportar soluciones. Tengo la impresión de que, con el pre-texto de América, no hago más que rozar al paso algunos temas universales. Hablar de civilización americana sería, en el caso, inoportuno; ello nos conduciría hacia las regiones arqueológicas que caen fuera de nuestro asunto. Hablar de cultura americana sería algo equívoco; ello nos haría pensar solamente en una rama del árbol de Europa trasplantada al suelo americano. En cambio, podemos hablar de la inteligencia americana, su visión de la vida y su acción en la vida. Esto nos permitiría definir, aunque sea provisionalmente, el matiz de América. [...]. Para esta hermosa armonía que preveo, la inteligencia americana aporta una facilidad singular, porque nuestra mentalidad, a la vez que tan arraigada a nuestras tierras como ya lo he dicho, es naturalmente internacionalista. Esto se explica, no solo porque nuestra América ofrezca condiciones para ser el crisol de aquella futura "raza cósmica" que Vasconcelos ha soñado, sino también porque hemos tenido que ir a buscar nuestros instrumentos culturales en los grandes centros europeos, acostumbrándonos así a manejar las nociones extranjeras como si fueran cosa propia. En tanto que el europeo no ha necesitado de asomarse a América para construir su sistema del mundo, el americano estudia, conoce y practica a Europa desde la escuela primaria... [...] Nuestra América debe vivir como si se preparase siempre a realizar el sueño que su descubrimiento provocó entre los pensadores de Europa; el sueño de la utopía, de la república feliz, que prestaba singular calor a las páginas de Montaigne, cuando se acercaba a contemplar las sorpresas y maravillas del nuevo mundo. [...]. En el mundo de nuestras letras, un anacronismo sentimental dominaba a la gente media. Era el tercer círculo, encima de las desgracias de ser humano y ser moderno, la muy específica de ser americano; es decir, nacido y arraigado en un suelo que no era el foco actual de la civilización, sino una sucursal del mundo. Para usar una palabra de nuestra Victoria Ocampo, los abuelos se sentían "propietarios de un alma sin pasaporte". Y ya que se era americano, otro hándicap en la carrera de la vida era el ser latino o, en suma, de formación cultural latina. [...]. Dentro del mundo hispánico, todavía veníamos a ser dialecto,

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derivación, cosa secundaria, sucursal otra vez; lo hispanoamericano, nombre que se ata con guioncito como con cadena. Dentro de lo hispanoamericano, los que me quedan cerca todavía se lamentan de haber nacido en la zona cargada de indio; el indio, entonces, era un fardo, y no todavía un altivo deber y una fuerte esperanza. Dentro de esta región, los que todavía más cerca me quedan tenían motivos para afligirse de haber nacido en la temerosa vecindad de una nación pujante y pletórica, sentimiento ahora transformado en el inapreciable honor de representar el frente de una raza. De todos estos fantasmas que el viento se ha ido llevando o la luz del día ha ido redibujando hasta convertirlos, cuando menos, en realidades aceptables, algo queda todavía por los rincones de América, y hay que perseguirlo abriendo las ventanas de par en par y llamando a la superstición por su nombre, que es la manera de ahuyentarla. Pero, en sustancia, todo ello está ya rectificado. Sentadas las anteriores premisas y tras este examen de causa, me atrevo a asumir un estilo de alegato jurídico. Hace tiempo que entre España y nosotros existe un sentimiento de nivelación e igualdad. Y ahora yo digo ante el tribunal de pensadores internacionales que me escucha: reconocemos el derecho a la ciudadanía universal que ya hemos conquistado. Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os habituaréis a contar con nosotros.

Alfonso Reyes: Notas sobre la inteligencia americana. En Revista Sur, Buenos Aires: septriembre de 1936.

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Octavio Paz (México, 1915-1998) Connotado poeta y ensayista mexicano. Recibió dos de los premios más importantes de literatura: el Premio Cervantes (1981) y el Premio Nobel de Literatura (1990). Su poesía explora los temas del amor y el erotismo como salvación y felicidad, la fragmentación y finitud humanas y la incomunicación. Sus obras poéticas más importantes son Raíz del hombre (1937), A la orilla del mundo (1942), Libertad bajo palabra (1949), Piedra del sol (1957). Sus ensayos exploran temas como modernidad y poesía (Los hijos del limo) y la identidad mexicana y latinoamericana, siendo el más significativo el Laberinto de la soledad (1950). Dirigió dos excelentes revistas de crítica y literatura: la revista Plural y la revista Vuelta.

La búsqueda del presente El sentimiento de separación se confunde con mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños, construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros. Vivía en un pueblo de las afueras de la ciudad de México, en una vieja casa ruinosa con un jardín selvático y una gran habitación llena de libros. Primeros juegos, primeros aprendizajes. El jardín se convirtió en el centro del mundo y la biblioteca en caverna encantada. Leía y jugaba con mis primos y mis compañeros de escuela. Había una higuera, templo vegetal, cuatro pinos, tres fresnos, un huele-de-noche, un granado, herbazales, plantas espinosas que producían rozaduras moradas. Muros de adobe. El tiempo era elástico; el espacio, giratorio. Mejor dicho: todos los tiempos, reales o imaginarios, eran ahora mismo; el espacio, a su vez, se transformaba sin cesar: allá era aquí; todo era aquí: un valle, una montaña, un país lejano, el patio de los vecinos. Los libros de estampas, particularmente los de historia, hojeados con avidez, nos proveían de imágenes: desiertos y selvas, palacios y cabañas, guerreros y princesas, mendigos y monarcas. Naufragamos con Simbad y Robinson, nos batimos con Artagnan, tomamos Valencia con el Cid. ¡Cómo me hubiera gustado quedarme para siempre en la isla de Calipso! En verano la higuera mecía todas sus ramas verdes como si fuesen las velas de una carabela o de un barco pirata; desde su alto mástil, batido por el viento, descubrí islas y continentes —tierras que apenas pisadas se desvanecían—. El mundo era ilimitado y, no obstante, siempre al alcance de la mano; el tiempo era una substancia maleable y un presente sin fisuras. ¿Cuándo se rompió el encanto? No de golpe: poco a poco. Nos cuesta trabajo aceptar que el amigo nos traiciona, que la mujer querida nos engaña, que la idea libertaria es la máscara del tirano. Lo que se llama "caer en la cuenta" es un proceso lento y sinuoso porque nosotros mismos somos cómplices de nuestros errores y engaños. Sin embargo, puedo recordar con cierta claridad un incidente que, aunque pronto olvidado, fue la primera señal. Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista

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norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. "Vuelven de la guerra", me dijo. Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo. Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente. Desde entonces el tiempo comenzó a fracturarse más y más. Y el espacio, los espacios. La experiencia se repitió una y otra vez. Una noticia cualquiera, una frase anodina, el titular de un diario, una canción de moda: pruebas de la existencia del mundo de afuera y revelaciones de mi irrealidad. Sentí que el mundo se escindía: yo no estaba en el presente. Mi ahora se disgregó: el verdadero tiempo estaba en otra parte. Mi tiempo, el tiempo del jardín, la higuera, los juegos con los amigos, el sopor bajo el sol de las tres de la tarde entre las yerbas, el higo entreabierto —negro y rojizo como un ascua pero un ascua dulce y fresca— era un tiempo ficticio. A pesar del testimonio de mis sentidos, el tiempo de allá, de los otros, era el verdadero, el tiempo del presente real. Acepté lo inaceptable: fui adulto. Así comenzó mi expulsión del presente. Decir que hemos sido expulsados del presente puede parecer una paradoja. No: es una experiencia que todos hemos sentido alguna vez; algunos la hemos vivido primero como una condena y después transformada en conciencia y acción. La búsqueda del presente no es la búsqueda del edén terrestre ni de la eternidad sin fechas: es la búsqueda de la realidad real. Para nosotros, hispanoamericanos, ese presente real no estaba en nuestros países: era el tiempo que vivían los otros, los ingleses, los franceses, los alemanes. El tiempo de Nueva York, París, Londres. Había que salir en su busca y traerlo a nuestras tierras. Esos años fueron también los de mi descubrimiento de la literatura. Comencé a escribir poemas. No sabía qué me llevaba a escribirlos: estaba movido por una necesidad interior difícilmente definible. Apenas ahora he comprendido que entre lo que he llamado mi expulsión del presente y escribir poemas había una relación secreta. La poesía está enamorada del instante y quiere revivirlo en un poema; lo aparta de la sucesión y lo convierte en presente fijo. Pero en aquella época yo escribía sin preguntarme por qué lo hacía. Buscaba la puerta de entrada al presente: quería ser de mi tiempo y de mi siglo. Un poco después esta obsesión se volvió idea fija: quise ser un poeta moderno. Comenzó mi búsqueda de la modernidad [...]. En mi peregrinación en busca de la modernidad me perdí y me encontré muchas veces. Volví a mi origen y descubrí que la modernidad no está afuera sino adentro de nosotros. Es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer. Habla en náhuatl, traza ideogramas chinos del siglo IX y aparece en la pantalla de televisión. Presente intacto, recién desenterrado, que sacude el polvo de siglos, sonríe y, de pronto, se echa a volar y desaparece por la ventana. Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato solo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea. Perseguimos a la modernidad en sus incesantes metamorfosis y nunca logramos asirla. Se escapa siempre: cada encuentro es una fuga. La abrazamos y al punto se disipa: solo era un poco de aire. Es el instante, ese pájaro que está en todas partes y en ninguna. Queremos asirlo vivo pero abre las alas y se desvanece, vuelto un puñado de sílabas. Nos quedamos con las manos vacías. Entonces las puertas de la percepción se entreabren y aparece el otro tiempo, el verdadero, el que buscábamos sin saberlo: el presente, la presencia.

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Octavio Paz: Conferencia pronunciada al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1990.

En Obras completas de Octavio Paz 3: Fundación y disidencia. Dominio hispánico.

México: Fondo de Cultura Económica - Círculo de lectores, 1994.

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Sonia Montecino (Chile, 1954) Antropóloga, ensayista y novelista chilena. Se ha especializado en los estudios de género, etnia e identidad latinoamericana. Sus obras más importantes son: La revuelta (1988), Madres y huachos (1991), Conceptos de género y desarrollo (1991). Obtuvo el Premio de la Academia Chilena de la Lengua por su ensayo Madres y huachos, del cual antologamos un fragmento.

Mestizaje e identidad latinoamericana ¿Qué significa para ti ser chileno? y, más ampliamente, ¿qué implica que seas latinoamericano y no africano, europeo, norteamericano o asiático? Desde los inicios de nuestra vida independiente los artistas e intelectuales de Hispanoamérica se han hecho este tipo de preguntas. Y nos han ofrecido las más diversas respuestas para este problema. Así, poetas como Neruda en su "Canto general", escritores como García Márquez con "Cien años de soledad", pintores como Guayasamín y Orozco, han indagado en el pro-blema de la identidad latinoamericana. El ensayo ha sido un espacio privilegiado donde se ha desplegado esta pregunta. Te invitamos a leer el siguiente fragmento donde esta autora defiende la tesis de que somos fruto de una síntesis cultural mestiza. El punto de partida para acercamos a una definición del ser mujer y ser hombre en nuestro territorio se sitúa en el gran problema de la existencia o no de una cultura latinoamericana y por tanto de una identidad latinoamericana. Algunos autores como Pedro Morandé, Octavio Paz y Jorge Guzmán, entre otros, encaminan sus reflexiones hacia la aseveración de que somos una cultura ritual cuyo nudo fundacional es el mestizaje acaecido durante la Conquista y Colonización. La conjunción de las culturas indígenas —y en muchos casos negras— con las europeas posibilitó una síntesis social, desde la cual, en un juego de elaboraciones y reelaboraciones, habría surgido un ethos particular: la cultura mestiza latinoamericana. Así, nuestro continente sería producto de un encuentro entre culturas que se combinaron para formar una nueva. La particularidad de esta cultura se revela, entre otras cosas, en que: "Los sujetos latinoamericanos se han definido a sí mismos desde diversas posiciones de subalternidad, en una imbricación muy entrañable que no admite posiciones maniqueas: en cada sujeto coexisten el "uno" y el "otro", el dominante y el dominado, el conquistador y el conquistado, el blanco y el indio, el hombre y la mujer [...] El latinoamericano construyó su identidad en la Colonia, al identificarse con el español y percibir su diferencia [...]" (Adriana Valdés). Arguedas, por su lado, señala lo mestizo latinoamericano con total claridad: "Yo no soy un aculturado; yo soy peruano que orgullosamente, como un demonio feliz, habla en cristiano y en indio, en español y en quechua." Sin duda, solo un mestizo puede autorreferirse como un demonio feliz.

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Otros autores han precisado que la cultura mestiza de América Latina encuentra en el barroco su más prístina faz: "Y el mestizo [...] comenzó a dejar su propia expresión en el barroco. El modelo se recibía y se abandonaba en multitud de detalles. La concepción general se respetaba. Pero iban siendo diferentes los modelos humanos. Las frutas nuestras, las flores del trópico, se iban tallando lentamente. Y los dioses, sus dioses, adquirían su sitio en el abigarrado barroquismo [...] Esa fue la primera gran protesta. Lo que creaba el mestizo era lo que obedecía a su fuego íntimo. Fue la gran rebelión espiritual. La más profunda" (Otto Morales). Si bien el barroco define una época cultural europea, será en Latinoamérica donde se desplegará, otorgando especificidad a todo el territorio. El barroco "anunciará" su "modernidad" por su carácter urbano, masivo e integrador. Para el sociólogo Carlos Cousiño, a diferencia de la Ilustración, que intentará resolver el problema de la integración social a través del mercado, el barroco lo haría apelando "[...] a la capacidad de síntesis contenida en la sensibilidad y en los espacios representativos. Más que el mercado, lo que predomina en la sociedad barroca es el templo, el teatro y la corte". Así, los aspectos ceremoniales y rituales cobrarán un gran valor; las manifestaciones artísticas serán fundamentalmente visuales, ornamentales: "[...] el barroco aspira a penetrar por los ojos no para promover la convicción racional sino para mover la representación sensible". Esta cul-tura barroca no se caracteriza por ser "culta", textual o ilustrada, sino más bien popular, oral. De este modo, investir a América Latina como una cultura mestiza, barroca y ritual es pensarla como una particularidad, en donde se amalgamaron sangres y símbolos, en una historia de complejas combinaciones que torna, muchas veces, difícil definir su rostro. Las mismas denominaciones del territorio patentizan su incerteza: América, Nuevo Mundo, Hispanoamérica, Latinoamérica, Indoamérica, siendo las tres últimas las que muestran el intento por singularizar el juego de la etnicidad múltiple, dándole dominancia a unos componentes por sobre otros: el latino, el español, el indio. Tal vez, la acuñación del término "Mestizoamérica", propuesto por Aguirre Beltrán, sea el que con mayor precisión enuncia el rasgo cultural más sobresaliente de nuestro continente. A la luz de lo expuesto podemos decir, entonces, que es posible postular la existencia de una identidad latinoamericana peculiar emanada de una síntesis cultural mestiza.

Sonia Montecino: Madres y huachos. Alegorías del mestizaje chileno.

Santiago: Editorial Cuarto Propio, 1991.