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1 72 Disparos en “Omaha” ¿Miedo a la muerte? Uno debe temerle a la vida, no a la muerte. Marlene Dietrich 6 de Junio de 1944, Normandía, Francia Apenas quedaban unas horas hasta que el trascendental desembarco empezara a deslizarse por la pendiente de la historia. Mientras, un joven intrépido y zalamero aprovechaba para ojear el pequeño manual de supervivencia que habían suministrado a bordo del U. S. Samuel Chase. El chico sonreía al leer algunos de los consejos y frases sugeridas para cuando los soldados se aproximaran, si la suerte los acompañaba y todo salía según lo planeado, a los nativos: “Bonjour monsieur, nous sommes les amis américains”. Ésta introducción era para dirigirse a los hombres y venía a decir, “¡señor, no me dispare!”. “Bonjour mademoiselle, ¿voulez—vous faire une promenade avec moi?” Ésta otra, evidentemente, iba dirigida a las chicas y pretendía una rápida integración de los soldados entre la población femenina de la región. En el barco de vigilancia costera U. S. Samuel Chase se podían diferenciar claramente tres grupos de soldados: el primero era el de los planificadores. Los marines se encontraban en la sala del gimnasio convertida en un estancia cartográfica, repleta de planos y maquetas a escala de la costa de Normandía. Estaban completamente concentrados ante un ocasión de tal magnitud. Aprovechaban las últimas horas antes de la hora H para repasar minuciosamente la orografía de la ribera. Estudiaban cada detalle del litoral, cada casa, cada colina, cada árbol, cada sombra y cada grano de arena de la playa con lupa. El tramo de la costa normanda que iba a ser

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72 Disparos en “Omaha”

¿Miedo a la muerte? Uno debe temerle a la vida, no a la muerte.

Marlene Dietrich

6 de Junio de 1944, Normandía, FranciaApenas quedaban unas horas hasta que el trascendental desembarco

empezara a deslizarse por la pendiente de la historia. Mientras, un joven intrépido y zalamero aprovechaba para ojear el pequeño manual de supervivencia que habían suministrado a bordo del U. S. Samuel Chase. El chico sonreía al leer algunos de los consejos y frases sugeridas para cuando los soldados se aproximaran, si la suerte los acompañaba y todo salía según lo planeado, a los nativos: “Bonjour monsieur, nous sommes les amis américains”. Ésta introducción era para dirigirse a los hombres y venía a decir, “¡señor, no me dispare!”. “Bonjour mademoiselle, ¿voulez—vous faire une promenade avec moi?” Ésta otra, evidentemente, iba dirigida a las chicas y pretendía una rápida integración de los soldados entre la población femenina de la región.

En el barco de vigilancia costera U. S. Samuel Chase se podían diferenciar claramente tres grupos de soldados: el primero era el de los planificadores. Los marines se encontraban en la sala del gimnasio convertida en un estancia cartográfica, repleta de planos y maquetas a escala de la costa de Normandía. Estaban completamente concentrados ante un ocasión de tal magnitud.

Aprovechaban las últimas horas antes de la hora H para repasar minuciosamente la orografía de la ribera. Estudiaban cada detalle del litoral, cada casa, cada colina, cada árbol, cada sombra y cada grano de arena de la playa con lupa. El tramo de la costa normanda que iba a ser

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invadido (o liberado según el prisma con el que se mirara) por las tropas aliadas se había dividido en cinco sectores llamados en clave (de oeste a este): Utah, Omaha, Gold, Juno y Sword. La playa se había bautizado como “La playa de Omaha” y estaba dividida, a su vez, en tres sectores: Dog, Easy y Fox. Y cada sector estaba formado por dos partes: Green al oeste y Red al este.

El segundo grupo de marines era el de los escritores de últimas cartas y se encontraban en algún lugar de la nave en busca de intimidad y de recogimiento. Éstos aprovechaban unos trascendentales últimos instantes para escribir, quizás a título póstumo, cartas de amor, o de absolución. Temas que adquieren en tales circunstancias, cuando uno es capaz de sentir el putrefacto aliento de la muerte acechándolo, una especial significación. El último grupo de soldados, y en el que se encontraba Capa, era el de jugadores. Estaban ubicados en el último piso del navío y hacían lo que se les daba mejor en la vida: apostar.

Dentro del segundo batallón que viajaba en el U. S. Samuel Chase, había diferentes compañías que iban a desembarcar cerca de la playa. Capa se había mostrado muy indeciso a la hora de escoger el batallón con el que realizar la esperada invasión. En un primer momento, pensó que la opción de sumarse al batallón B, que desembarcaría en el segundo despliegue de tropas, después que el primer batallón hubiera limpiado la zona, sería la apuesta más segura. Sin embargo, el astuto Coronel Taylor, flamante comandante del 16º Regimiento de la 1ª División de Infantería, no tardó en convencerlo para que desembarcara junto con las primeras tropas aliadas. Taylor era una persona un tanto áspera en un primer trato, pero era conocido por su clarividencia y brillante reputación como estratega en el campo de batalla, cualidades por las que había sido laureado como pocos militares. El caqui de su traje militar, apenas era visible ante la gran cantidad de relucientes medallas y condecoraciones colgadas en sus solapas. El Coronel Taylor le había asegurado al húngaro que, si no quería perderse la acción, debía desembarcar con su división.

Además, el fotógrafo conocía bien a los chicos de la Compañía E del segundo batallón ya que, no hacía muchas semanas, había tenido el privilegio de cubrir junto a ellos la primera victoria decisiva sobre los alemanes en el norte de África, concretamente en el Guetar.

Capa confiaba que su decisión sería la correcta, aunque era sabedor de que no siempre es fácil tomar las mejores decisiones en la vida.

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Una determinación de semejante calibre, irreflexiva e impulsiva podía significar para uno, o todo o nada. Podía conseguir el reportaje de su vida, o podía volver a casa junto con una preciosa corona de flores. Sin embargo, la decisión ya había sido tomada y no había marcha atrás.

Hacia las 2 a.m. los altavoces del navío silenciaron la voz de la Dietrich para anunciar que el desembarco era inminente. Así que Capa y los demás compañeros de juego concluyeron con celeridad la emocionante partida de póker en la que habían apostado sus últimos centavos de dólar. Total, ignoraban si aquellos 5 billetes verdes les servirían de algo dentro de unas horas. Hacia las 3 a.m. les prepararon un suculento desayuno preinvasión con café, pasteles de chocolate, huevos, salchichas, etc. Aunque prácticamente todo se quedó sobre la mesa. Parecía que el estómago inquieto de los soldados no estaba dispuesto a ingerir ningún tipo de comestible. En el caso del húngaro, había que añadir que todavía sufría los lastrosos efectos de la resaca de la fiesta sorpresa de Pinky. La noche anterior, Capa y sus amigos celebraron un sensacional guateque con motivo del regreso de su chica después de una intervención de apendicitis. También aprovecharon para celebrar la llegada de Hemingway a Londres. La multitudinaria y desenfrenada celebración fue en el ático de Robert y de Pinky en Lowndes Square. Aquella panda de infelices libertinos estuvieron bailando y engullendo whisky (adquirido en el mercado negro), champán y el venerado ponche casero del húngaro, hasta altas horas de la madrugada. El mejor plan para el día antes de una arriesgada operación militar.

Los capitanes de las diferentes compañías empezaron a hacer entrega a los reclutas de una máscara de gas, de las del tipo bomba nuclear que recordaban la cabeza de una mosca con un par de ojos gigantes y una nariz prominente, un chaleco salvavidas inflable, y bolsas de plástico para impermeabilizar las armas, o en el caso de Capa, para cubrir su equipo fotográfico (dos Contax de 35 mm). Para su estupefacción, también le hicieron entrega de una pala. “¿Qué narices hace un fotógrafo con una pala?”, se preguntó al tiempo que la analizaba con aberración. A aquellas horas de la mañana y con el estómago vacío y revuelto, aquello era algo que su cerebro era incapaz de procesar. Capa, como el resto de combatientes, se colocó el casco sobre su cabeza y se abrigó con su nuevo abrigo chubasquero Burberry, adquirido a toda prisa el día anterior en Bond Street. Algunos de aquellos mercenarios yankees no pudieron evitar

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reírse al contemplar la curiosa inscripción en el interior de su protege—cráneos: "Propiedad de Robert Capa, gran amante y corresponsal de guerra”. Junto al epíteto de su casco aparecía el símbolo de un trébol verde con cuatro hojas. Por el altavoz del U. S. Samuel Chase, cada vez más insistente y menos considerado, acabaron de anunciar que todos los soldados debían dirigirse, sin demora alguna, a sus respectivos puestos en la plataforma de trasbordo.

Un silencio amenazador se apoderó de la lúgubre sala de desembarque. En breve, la plataforma mecánica dejaría caer a los soldados a su suerte en las profundidades del revoltoso mar. La presión del vicioso aire de la plataforma, comprimido, inquietante y sofocante, reducía y encogía a aquella legión de valientes guerreros. Sus rostros de pavor y sobrecogimiento, eran un claro reflejo de lo que pasaba por sus mentes atormentadas. Centenares de hombres guardaban un silencio casi sepulcral mientras, ensimismados, cerraban los ojos y pedían clemencia al más allá. Parecía que para algunos la euforia impulsiva que los había llevado a alistarse para luchar contra el enemigo fascista se había desvanecido de golpe. Como en un pluf. Incluso más de dos y más de tres soldados maldijeron el día que decidieron acudir a luchar al frente. Ahora no podían dar marcha atrás, la batalla estaba a la vuelta de la esquina. Sin embargo, la gran mayoría de aquellos bravíos soldados eran conscientes de la gran trascendencia de aquel momento para la humanidad entera. Sabían que, en unos minutos, iban a tener la oportunidad de participar en el primer gran despliegue de las tropas aliadas para la liberación del viejo continente de las garras del totalitarismo. Disfrutarían del enorme privilegio de escribir con fuego y con sangre (algunos literalmente derramando la suya propia) las páginas de la historia del siglo XX.

Delante de Capa, fuertemente aferrado sobre uno de los viejos neumáticos de camión que rodeaban la oxidada plataforma, se encontraba un joven rubio y enclenque. Tenía la cara pálida y sudorosa, como la gran mayoría de soldados. En cuanto el húngaro lo vio, no pudo evitar reconocerse en los ojos inexpertos y aterrados del chico. Recordaba como si fuera ayer su primera experiencia en un campo de batalla. Todavía tenía presente en la memoria como se mezclaban los sentimientos de pasión combativa y ardor revolucionario con el nerviosismo, la excitación, el horror y la ilusión. Sin embargo, era plenamente consciente de que el temor siempre estaba ahí, siempre estaba presente. El miedo era una

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amenaza que nunca llegaba a desaparecer del todo. Incluso Capa, un reportero curtido en mil y un batallas, aquel día estaba igualmente aterrorizado. Igual que su primera vez.

Durante los últimos diez minutos, el joven tuvo que salir escopeteado para devolver varias veces. A juzgar por su aspecto, rostro imberbe y salpicado por un despiadado acné, el pimpollo no debía tener más de dieciocho o diecinueve años. No paraba de enseñarse repitiendo con sus manos, una y otra vez, el símbolo de la cruz. Se balanceaba con insistencia hacia adelante y hacia atrás. Sus ojos estaban nublados, y sus labios balbuceaban en silencio desesperadas oraciones. Casi con certeza, aquella debía ser su primera experiencia militar. Capa se preguntaba cómo podían permitir que un chico tan joven e inexperto, casi un niño, pudiera tomar parte en una batalla como aquella.

—¿Tu bautismo de fuego, chaval? –Preguntó Capa.—Como lo sabes ¿Tanto se me nota? –Respondió el chico

pávidamente y con voz entrecortada.—No te preocupes por ese hormigueo en el estómago, ni siquiera

los veteranos se libran de sentirlo.—Le dijo para intentar calmarlo.—¿Cómo te llamas?

—Jerry, Jerry Thomas y soy de Arcansas. –Respondió un tanto más relajado mientras apuraba su estrujado cigarrillo. El húngaro se percató de que el yankee fumaba un Lucky Strike. “No hay mejor cigarrilo para hoy”, pensó. “Que la suerte nos acompañe!”.

—Yo soy Capa, Robert Capa.—Le dijo con indolencia.—Mucho gusto chico.—Ambos se acercaron y se estrecharon la mano. La de Capa quedó empapada de líquido resbaladizo del chico. “¡Dios mío!, es peor que una esponja”, pensó en tanto que, con sutil discreción, se escurría en sus pantalones el pegajoso sudor del chaval.

—Capa...—Dijo Jerry mientras se quedaba unos instantes dubitativo, como queriendo decir algo más.

—Si Robert Capa.—Ah..., tu eres el famoso fotógrafo ¡El mejor fotógrafo de guerra

del mundo! ¿no es así? –Preguntó con cara de admiración. El fotógrafo asumió el cumplido con sobriedad y una pizca de displicencia. Sonrió.

—Todo es relativo chico...—Espetó con una mueca de desidia.—Prefiero que digan por ahí que soy el número uno, en vez de que soy el

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peor fotógrafo del mundo.—El joven sonrió de nuevo.—Mi maltrecho ego y sobretodo mi bolsillo siempre me lo agradecerán.—Añadió.

—Me habían dicho que el tal Capa iba a desembarcar con nuestra compañía. Ahora ya veo...—Dijo parando atención a su elegante chubasquero sobre el uniforme militar y al equipo de fotografiar.—Demasiadas licencias para un soldado de pelotón. Sabes, he visto algunas de tus fotos. Son sensacionales.—Añadió Jerry emocionado.—Con tantas guerras en tu currículum debes tener bastante experiencia en este tipo de campañas.—El chaval no iba mal encaminado. Estaría mal que el húngaro lo reconociera, pero él mismo era consciente de que gracias a su larga experiencia en el frente, sabía más de estrategias de combate y de conceptos militares que muchos de los soldados a bordo en aquel ataúd flotante.

—Nunca se sabe demasiado en esto, chico.–Le dijo al tiempo que fruncía su ceño.—Tienes que ser, sobre todo, muy prudente. ¡Un simple parpadeo te puede costar la vida!—Añadió. Jerry escuchaba con reverencia los sensatos consejos del fotógrafo y agradecía que, en un momento de máxima tensión como aquel, alguien se molestara en restar solemnidad.—¡Y nada de hacerse el héroe! Los que se pasan de listos son los que acaban primero en la caja. ¿No querrás que tu mamá reciba una carta del Uncle Sam verdad?—Preguntó.

—¡No, claro que no! Mejor que Uncle Sam no envíe ninguna.—Respondió el americano con una devota sonrisa en su rostro.

—Por cierto, supongo que a las nuevas generaciones de voluntarios –Dijo Capa mientras paseaba su mirada por el resto de soldados sentados junto a Jerry.–¿Os habrán explicado quién era ese tal Uncle Sam?—El joven arqueó sus cejas y elevó sus hombros en señal de ignorancia. Los ilusos soldados cruzaron sus miradas para intentar descifrar si alguno de ellos conocía la respuesta. Por la expresión facial de uno de los jóvenes, Capa dedujo que conocía la leyenda del Tío Sam. Con su mirada lo animó a que hablara pero el marine decidió ceder los honores al fotógrafo. Aunque Jerry se aventuró y contestó con cierta inseguridad.

—Pues.... sería algún soldado valiente, quizás alguno de los fundadores del ejército de Estados Unidos. Qué se yo...—Remachó.

—Menudos reclutas y superiores que tenéis chicos... No sé qué os enseñan en la Academia.—Dijo sacudiendo su cabeza.—¡Hay que leer un poco más!—Añadió suspirando, pero satisfecho de poder dar una

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lección patriótica a aquellos inexpertos marines yankees. Les explicó que el Uncle Sam no era ningún valeroso soldado como mucha gente creía, sino más bien ¡un carnicero!

—¿Un carnicero?—Repitieron estupefactos y con cara de póker varios soldados al unísono.

—Como lo oís chicos.—Respondió con una sonrisa de dicha.—El tal Uncle Sam, ese viejo de cara malhumorada, pelo encrespado y canoso y chistera con la bandera americana era un proveedor de carne para vuestro ejército en la guerra anglo—americana. Resulta que un grupo de soldados que se encontraban en...—Y antes de acabar la frase uno de los reclutas orondo de ser el único que conocía la historia soltó.

—¡En Nueva York!—Exacto, cerca de Nueva York, en el norte del estado, para ser

más exactos—Matizó el húngaro. –Pues los militares recibían a diario barriles de carne con las iniciales U.S. (United States) que coincidían con las del proveedor Uncle Sam. –Capa les continuó explicando que los soldados bromeando, empezaron a referirse al ejército americano como el ejército del Uncle Sam. Lo que empezó con una broma entre militares, acabó por convertir al viejo Tío Sam en toda una celebridad nacional. La cara de sorpresa de los jovenzuelos marines revelaba que acababan de descubrir una de las leyendas de la historia nacional de su país más bien guardadas.—La verdad chicos... que es una pena que aprendáis la historia de vuestro país en un momento como este. Creo que esto se debería enseñar en las academias militares o en las oficinas de reclutamiento.—Añadió con pesar.

El joven soldado y el fotógrafo continuaron hablando distendidamente. Sin duda, aquella era la mejor terapia para disipar la ansiedad y el nerviosismo. Cuando el americano se enteró de que Capa había estado en la Guerra Civil Española; le contó que su padre, un tal Ron Thomas, también estuvo luchando en España con la mítica Brigada Abraham Lincoln. “Que pequeño es el mundo”, pensó el húngaro. Ron, era (en palabras de Jerry) un profesor de literatura idealista y soñador como pocos. En un momento dado, creyó que su deber era dejar su patria y su familia y cruzar el Atlántico para combatir, junto a centenares de altruistas soldados, a las tropas fascistas. Aunque en España, Capa solía acompañar frecuentemente a los brigadistas húngaros, franceses o alemanes (por compartir un idioma en común) si que conoció a varios miembros de la

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Brigada Abraham Lincoln. De hecho, entabló muy buena amistad con algunos de sus componentes como con Edwin Rolfe, el Capitán Leonard Lamb, el Mayor Milton Wolff, Martha Gellhorn. Además, estuvo presente en la emotiva despedida de la célebre Brigada en Barcelona en 1938. El húngaro no recordaba a ningún voluntario de la populosa Brigada con aquel nombre, pero estaba seguro de que, en algún instante de la contienda, debería haberse cruzado con él. Quizás intercambiaron algunas palabras o incluso lo inmortalizó en alguno de sus negativos.

—Mi padre decía que había que parar los pies a Hitler y a Musolini si no queríamos una Segunda Guerra Mundial. –Cuando Jerry empezó a hablar de su padre su rostro se transformó. Se le iluminó la cara y sus ojos se avivaron.—Me había explicado que temían que Alemania, Italia, España y Japón (en Oriente) pudieran forjar una alianza fascista a nivel mundial. Y que con España como aliada, por su influencia en América del Sur, podrían exportar el fascismo al continente americano.

—No iba mal encaminado el hombre.—¡Desde luego que no! –Añadió con convicción.—Mi padre murió

en la batalla del Ebro. –Dijo con su particular acento americano. –Al menos eso nos dijeron en casa.

—Lo siento en el alma chico.—Le dijo Capa con resignación. –En esa guerra murió mucha gente inocente y muy valiosa.—Le dijo sin poder evitar que sus ojos se empañaran.—Yo también estuve en la batalla del Ebro. Fue una de las más horribles que jamás he visto.—El joven asintió pensativo.

—Y nada, aquí estoy yo. –Le dijo mirándolo fijamente a los ojos.—Yo no soy como papá...—Espetó como excusándose, cargando con la pesada losa de la responsabilidad de la leyenda familiar.—Ya sabes, un intelectual de esos... idealistas... que ganan medallas en las guerras...pero...bueno..—Le explicó que había decidido colgar la carrera de ingeniería para ir a Europa a acabar lo que su padre había empezado.—Espero que el esfuerzo valga la pena y que mis hijos me lo agradezcan algún día... –Añadió con melancolía.—Seguro que mi padre desde donde esté, debe sentirse orgulloso. Aunque yo espero volver, al menos por los que he dejado atrás. –Concluyó pensando en su novia Susie, su madre y sus dos hermanos menores John y Kevin.

—¡Seguro que tu padre estaría muy orgulloso de ti! No lo dudes chico.—Le dijo Capa impresionado por la franca resolución del joven.

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Las agujas del reloj avanzaban con decisión a través de la oscura noche. Los primeros rayos de luz empezaban a resquebrajar el negro cielo y a iluminar un nuevo día. Los segundos transcurrían entre largos y ensimismados silencios. Todo indicaba que había llegado el momento definitivo. Los megáfonos prosiguieron con el horrendo aviso de que las compuertas se iban a abrir de un momento a otro. Cada soldado debía dirigirse con apremio a su respectiva lancha de desembarco. El silencio se rompió de golpe. Se oyeron suspiros profundos entre los soldados que se levantaron para recoger sus armas y acabar de abrocharse los chalecos salvavidas y las mochilas posteriores. De fondo se escuchaba la melodía desacompasada de los tintineos de los soldados ajustando las clavijas, cremalleras y velcros de sus equipos de batalla. Capa tenía la boca seca de angustia y el corazón lo martilleaba como si estuviera a punto de explotar. Trató de contener la respiración e intentó relajarse. De sobras sabía que los nervios eran traicioneros.

—Bueno chicos... espero que todos os hayáis acicalado como merece la ocasión. Espero que todos estéis—Dijo Capa indicando el orden con sus dedos uno, dos y tres.—Bien peinados, afeitados y os hayáis puesto la mejor colonia para salir impecables en las fotos!—Los soldados estallaron de nuevo en carcajadas ante los cínicos comentarios del húngaro. La compañía entera estaba encantada con la presencia del fotógrafo. Siempre con su buen humor y sus ganas de bromear, incluso en momentos de verdadero pánico. Y es que Capa defendía que el humor era la mejor válvula de escape y el mejor recurso para amortiguar el miedo en los momentos de máxima tensión.—Y cuando os enfoque, posad todos con elegancia y sonreír, ¿de acuerdo?—Añadió creyéndose el amo de todos aquellos chavales.

Según el último reconocimiento aéreo, el desembarco aliado debía de ser una tarea relativamente fácil, puesto que tan solo había una pequeña e inexperta guarnición alemana defendiendo la playa de Omaha. Aunque todavía lo que no sabían las tropas dirigidas por Eisenhower era que, durante la última noche, habían llegado a las costas normandas un gran número de refuerzos. Además, a lo largo de la playa, para obstaculizar el desembarco de las tropas aliadas, los alemanes habían sembrado decenas de barreras de acero erizadas con mortíferos pinchos y minas. A todo ello cabía añadir que en lo alto de la bahía, se encontraban numerosos fortines de hormigón,emplazamientos de artillería pesada y profundas trincheras protegidas por minas antipersonas y barreras de alambre de espino.

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Para contrarrestar la defensa alemana el plan de los aliados consistía en bombardear la playa con cañones navales, fuego aéreo y misiles lanzados desde barcos próximos a la costa. El objetivo de las tropas de artillería era hacerse con la cabeza de playa. Una estrategia militar que pretendía que varias unidades de artillería se apropiaran de la zona más estratégica de la costa. Las primeras unidades defendían el enclave y esperaban a que llegaran más refuerzos, para formar una posición más consistente y demoledora. Cuando llegaban las siguientes unidades, ya con las primeras posiciones ganadas y consolidadas, comenzaba el avance ofensivo definitivo.

Todo el contingente militar ya se encontraba a bordo de las LCI (Lancha de Desembarco de Infantería) y estaba listo para iniciar el incierto trayecto de 30 kilómetros hacia la costa. Olas de más de un metro de altura sacudían con cólera las lanchas aumentando el histerismo y mareando a los soldados. Las tropas navales aliadas, con la intención de aturdir al enemigo antes que las primeras lanchas de desembarco alcanzaran la playa, empezaron su bombardeo con proyectiles aéreos. A lo lejos se empezaba a escuchar el fuerte estruendo de los misiles. El sonido de cada detonación se amplificaba en el interior de cada marine como una onda expansiva provocando una incontrolable agitación de sus pulsaciones y emociones. Cada estrepitoso estallido era, unos segundos después, engullido por un nuevo bramido más potente y más destructivo. La fiesta ya había empezado. Sin embargo, aquellos disparos se produjeron con excesiva precipitación y no lograron alcanzar la costa. Con lo que las fuerzas germanas tuvieron tiempo suficiente para recuperarse antes de que llegaran las tropas anfibias aliadas. Durante aquellos sobrecogedores instantes, muchos soldados aprovecharon para realizar sus últimas oraciones exprés apelando a una misericordiosa salvación. Todos sin excepción se arrojaron con desesperanza a la rendición divina. Cuan cierto era el refrán que afirmaba que “en las trincheras no había ateos”. Capa también, por lo que pudiera ser, decidió hacer una breve oración al Dios de rostro y nombre impreciso.

La lancha de desembarco de la Compañía E, estaba a punto de llegar a la costa. Capa estaba preparado y no perdía detalle de como bajaba estremecedoramente la rampa de su lancha. El ruido de las cadenas de la compuerta deslizándose apenas se oían por el ensordecedor estruendo exterior. Se sentía como un nervioso actor antes de que se levantara

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repentinamente el telón. Los nervios se le agolparon dramáticamente en el pecho. Sintió como el pánico lo devoraba. Se antojó atrapado en un escenario iluminado en el que se habían cerrado todas las salidas. Aunque, en vez de grandes focos iluminando su cara, encontraría cañones apuntando a su cabeza. Y en el escenario no habría impacientes espectadores, sino soldados ebrios de odio y de destrucción. En unos segundos el agua le llegó a la cintura. Estaba helada. Levantó sus dos cámaras con los brazos y salió despedido detrás de varios soldados. Un terrible huracán de fuego y de metralla se abatió sobre las tropas aliadas. Jamás había visto algo semejante. La playa quedaba al menos a unos cien metros de distancia. No tenía otra opción que recorrer aquella eternidad bajo el intenso fuego enemigo. Los cañones alemanes se movían buscando deseperadamente el corazón de los soldados. Centenares de guerreros delante de él, ya habían sido abatidos tan solo desembarcar de las LCI. Al tiempo que intentaba sortear el despiadado fuego enemigo y se dirigía a la playa, se topó con decenas de cuerpos que flotaban moribundos sobre el agua. Mientras intentaba alcanzar la barrera de acero más cercana, las balas impactaban contra el mar embravecido. Se abrazó a una de ellas como un náufrago a un salvavidas. Empezó a tomar sus primeras fotografías. No había tiempo para encuadres, ni para realizar exposiciones de ningún tipo. Capa estaba agarrotado por el frío y los dedos sobre el disparador le temblaban. Pero no se detuvo. Disparaba una y otra vez. Sin pausa.

El agua azul iba adquiriendo matices rosados y violáceos. Las barreras de acero en forma de cruz ladeada, situadas a lo largo de la playa, eran un mal presagio para los dos mil soldados que se avalanzaban sobre “Omaha”. La dantesca estampa que Capa tenía ante sus ojos parecía un grandioso cementerio ahogándose en mitad del océano. La operación no estaba saliendo según lo previsto. Los objetivos prioritarios como despejar la zona de obstáculos para que las tropas navales tuvieran fácil acceso a la costa, no se estaban cumpliendo. Aquella ambigua situación estaba generando un enorme caos y confusión, forzando que los desembarcos se concentraran en los sectores Easy Green y Easy Red, dejando apenas espacio para las tropas que les seguían. Por si aquello fuera poco, la mayoría de los tanques anfibios que debían auxiliar a las tropas de infantería habían quedado completamente inutilizados. Toda la costa estaba llena de tanques incendiados, despedazados y convertidos en un amasijo de metralla. Algunos de los soldados que consiguieron,

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con gran fortuna, sortear la avalancha de munición enemiga y llegar a la playa, fueron recibidos a golpes de lanzallamas.

Capa ya había tomado algunas fotografías pero era consciente de que su posición, bajo la intensa lluvia de metralla, no era nada segura. Varias balas colisionaron contra la barrera en la que se ocultaba. “No tientes más a la suerte”, se dijo en su fuero interno. Por un instante, se vio sobre la litera del Hospital Aita Mari de Bilbao. A escasos metros, divisó un tanque anfibio incendiado y medio hundido. Decidió correr hacia él sin dilación. No había duda de que estaría más protegido tras aquella chatarra. Sacó de su bolsillo su pequeña “petaca de la suerte” repleta de whisky y le dio dos ansiosos tragos. Sintió como el aguardiente descendía a través de su laringe y de su estómago encendiendo todo cuanto acariciaba. El efecto fue el esperado: el licor lo sacudió y lo revitalizó. Acto seguido efectuó un par de profundas bocanadas para recobrar el aliento. Desde su nueva posición, disfrutaba de una perspectiva diferente. Se sentía más seguro y podía tomar nuevas instantáneas, a pesar de que sus manos estaban perdiendo el pulso a causa de la gélida temperatura del agua. A su alrededor no paraba de presenciar cuerpos abatidos, destrozados y atravesados por toneladas de plomo. La costa se había convertido en un callejón sin salida, en una ratonera mortal. Uno tras otro, cada soldado que intentaba llegar desesperadamente hasta la playa, recibía el fatídico saludo de bienvenida. Aquel día no era necesario que empleara ninguno de sus trucos habituales en los reportajes de acción. No iba a golpear ligeramente la cámara, ni movería bruscamente el zoom para añadir impacto dramático a sus imágenes, ni tampoco tendría la necesidad de exagerar sobre lo peligroso de la misión. Los innumerables cuerpos que yacían moribundos a su alrededor, hablaban por si solos de aquella estremecedora batalla. El dantesco y patético espectáculo que tenía ante él, era de lo más espantoso y despiadado que había visto jamás. Centenares de hombres estaban muriendo acribillados en décimas de segundos. Nada de lo que había contemplado hasta entonces en España, en China, o más recientemente en el norte de África o en Italia, era comparable con aquella orgía de sangre y destrucción. Y es que Capa había presenciado tristemente a lo largo de los años la incesante sofisticación de los armamentos bélicos, los cuales se habían hecho más crueles y más devastadores con el paso del tiempo.

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Centenares de hombres continuaban moviéndose con tesón en medio del mar enfurismado. Las olas no cejaban de golpear con fuerza y de desequilibrar a los cuerpos, igual que plumas, de los soldados. Llegar a la costa se antojaba una auténtica odisea. No era fácil vencer los latigazos de las olas embravecidas y, al mismo tiempo, tratar de esquivar la avalancha de la artillería enemiga. Veinte minutos después, el agua le llegaba literalmente al cuello y, completamente exhausto, intentó reunir el coraje necesario para buscar de nuevo una posición a cubierto. Percibió que algunos soldados consiguieron llegar a la playa. Se encontraban sobre una pequeña franja de arena húmeda entre el mar y la tétrica alambrada. Corrió con todas sus fuerzas (que cada vez eran menos) hacía ellos y como si fuera un jugador de beisbol, se lanzó de cabeza sobre la arena mojada consiguiendo un sensacional touchdown. La playa estaba llena de metralla, de cascos y de escombros de distintos armamentos.

—¿Hay sitio para mi, chicos? –Preguntó el fotógrafo de manera retórica.

—Si no lo hay, ¡gánatelo! ¡Tu vida depende de ello! –Le dijo forzando su garganta Jack, al tiempo que en completa tensión, sujetaba con fuerza su winchester.—¿No era Aníbal el que decía que si no encuentras el camino hay que inventarlo?

—Buen momento para recitar. –Le respondió Capa.—Así me gusta, que nunca se pierda el entusiasmo, ni el gusto por la lírica. Una de sus manos se topó con uno de los tubos de cianuro que algunos soldados llevaban consigo para casos de máxima desesperación. Probablemente sería de alguno de los fiambres que flotaban reventados cerca de ellos. Alguien le había contado en alguna ocasión los letales y raudos efectos de aquel mortífero veneno. En cuestión de segundos el líquido fundía el sistema nervioso dejando las venas achicharradas y los ojos inyectados de sangre.

—¡Que Dios se apiade de nosotros! Si él no nos ayuda, creo que lo tenemos difícil para sobrevivir a este castigo de fuego y de azufre. –Gritó Larry, el capellán y militar irlandés de su misma compañía. Éste estaba aferrado a la playa y se tapaba la cabeza con los brazos. Capa advirtió su ocurrente postura e hizo lo mismo. Con su cabeza mirando la arena, le dijo.

—Si Dios está con nosotros, entonces ¿quién está con ellos?

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—No puede ser otro que el demonio. ¿Acaso no has visto el fuego devorador que sale de esos grandes lanzallamas? –Inquirió Larry cada vez más excitado.

La inclinación de la playa los protegía del fuego de las hordas germanas siempre y cuando ocultaran su testa al estilo del avestruz. Capa se percató de que los dos soldados estaban más bajos que él. Su cabeza, aún estando a la altura del tronco, quedaba por encima de las suyas. Miró de reojo y se dio cuenta de que ambos habían cavado un hoyo en la arena de la playa. “Mira por donde la dichosa pala. Ahora sé para qué narices nos la dieron!.....”, pensó. Capa prosiguió tomando fotografías con su segunda cámara.

La insistente marea no paraba de empujarlos hacia la alhambrada ocasionádoles cortes y rasguños y exponiéndolos peligrosamente al fuego cruzado. En aquel momento sintió como algo lo golpeaba. Se dio la vuelta y se encontró con uno de los cadáveres rozándole los pies. Flotaba sobre la superficie del agua boca abajo. Las olas lo habían hecho llegar hasta la playa. Agazapado y en cuclillas se acercó hacia él. No creía que aquel soldado pudiera estar vivo, pero algo le dijo que debía cerciorase. Le dio media vuelta. Capa se quedó pálido y sin aliento. Su corazón le dio un vuelco. ¡Era Jerry! Comprobó inmediatamente sus constantes vitales, pero enseguida se dió cuenta de que, desafortunadamente, no había nada que hacer. “Pobre Jerry, pobre mamá, pobres hermanos y pobre novia”, pensó.“Dios mío, qué absurdo es todo esto!”, se dijo mientras contemplaba una vez más aquella batalla apocalíptica. Con la de soldados abatidos que había a lo largo de la costa y tuvo que toparse con el pobre Jerry. Pero ahora no había tiempo para consolaciones, ni reproches y poco, o nada, podía hacer por el chico. Debía continuar trabajando e intentar salir cuanto antes de aquel horripilante abismo de terror.

—¡Mierda! Sólo faltaba esto ahora...Capa acabó el carrete de su segunda cámara. Aquello era lo peor que

le podía ocurrir a un fotógrafo en un momento como aquel. “A ver, a ver... ¿Dónde está la tienda de carretes más próxima?”, se dijo intentando calmarse. Los tres náufragos constantemente eran salpicados por trozos de metralla y por la misma arena rebotada por las balas que impactaban a su lado. Junto a ellos un soldado saltó por los aires. Una pierna por aquí, una mano por allá. Un potente proyectil lo partió literalmente por

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la mitad y esparció sus extremidades a varios metros de distancia. En aquellas circunstancias era prácticamente imposible cambiar el carrete de su cámara, así que rápidamente tuvo que buscar una alternativa. Cuando, de nuevo, se dio la vuelta hacia sus compañeros se encontró a Jack abatido con una balazo en la frente. Larry no estaba. Fue como si la tierra se lo hubiera tragado. El cuerpo de Jack yacía sobre un enorme charco de sangre que iba extendiéndose hacia él. Cuando quiso darse cuenta, sus pantalones ya habían sido teñidos por el denso flujo carmesí. Sin poder evitarlo, un ataque de pánico se apoderó de él. “Dios mío, esto es una carnicería!”, se dijo. Se quedó completamente estático, no podía coordinar ningún movimiento de su cuerpo. Cualquier impulso nervioso quedó completamente bloqueado, inutilizado, atrofiado. El miedo lo tenía encadenado. Totalmente desorientado bajo el fragor de la batalla, se tiró al suelo y se cubrió la cabeza con sus brazos. No sabía qué hacer, si quedarse a resguardo, o salir corriendo. Ninguna de las dos opciones se antojaba segura. Su cuerpo sobre la arena encharcada sentía cada uno de los violentos impactos de los proyectiles hiriendo la playa. Booooom, booooom! La tierra temblaba. El silencio vacío que se producía después de cada explosión era algo indescriptible. No había nada en la faz de la tierra que se le pareciera. Capa estaba histérico. La muerte lo acechaba.

Si no salía de allí inmediatamente, sería demasiado tarde. Detrás de él, a unos cuantos metros, vió una LCI con personal sanitario intentando sortear el colérico oleaje de agua y de metralla. Llegar hasta aquella LCI no sería fácil, pero parecía que era la única posibilidad para salvar su pellejo. Las matemáticas nunca habían sido su fuerte, pero era consciente de que tenía muchas probabilidades de que lo abatieran antes de alcanzar la maldita lancha. Así que, sacó fuerzas de donde no las había y empezó a nadar como un desesperado hacia su salvación. Cada brazada se convirtió en una quimera y en una interminable eternidad. Era como si estuviera cruzando el mismísimo Atlántico de punta a punto. No llegaba. Las olas se empecinaban a arrastrarlo contra la playa. Debía nadar con más intensidad. Varias balas impactaron a su alrededor describiendo líneas perfectas bajo el agua. Afortunadamente, ninguno de aquellos rabiosos proyectiles lo alcanzó. Completamente rendido consiguió llegar a la lancha. De pronto, escuchó una fuerte sacudida y empezó a ver plumas volando por los aires. “Qué pasa, alguien ha matado a un pollo?”, se preguntó. Enseguida se dio cuenta de que habían disparado sobre la

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cubierta y que las plumas procedían del relleno de las chaquetas Kapok de un par de médicos abatidos.

Unos minutos después, una LCVP (Lancha de Desembarco de Vehículos y Personal) acudió a recoger a los heridos y Capa, extenuado y en estado de shock, se dejó caer en una litera. Consiguió dejar Omaha con vida y con un tesoro de incalculable valor. 72 disparos o instantáneas de una de las batallas bélicas más célebres de la historia de la humanidad. El mundo entero estaba ansioso por ver las primeras fotografías de los aliados en su heroico intento para liberar Europa.

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