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Historia de la Filosofía 1

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Filosofía andalucia septiembre definitivo

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Historia de la Filosofía 1

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ANDALUCÍA CONVOCATORIA SEPTIEMBRE 2010

© Oxford University Press España, S. A. Historia de la Filosofía 2

S O L U C I Ó N D E L A P R U E B A D E A C C E S O

AUTORAS: África Jódar Pérez y Cristina Acosta Álvaro Opción A

1 El pensamiento de Kant se despliega en pleno siglo XVIII, en el marco del movimiento cultural conocido con el nombre de Ilustración y que se extiende a lo largo de todo el siglo, si bien en cada país se desarrolla en periodos de tiempo distintos y adquiere características peculiares.

La forma más común de gobierno en el continen-te europeo durante esta época es el despotismo ilustrado. En él, todo el poder de la nación que-da sujeto a la autoridad de los reyes, que tienen una concepción paternalista del poder (lo ejercen en bien del pueblo). A pesar de ello, surge la lucha de la clase burguesa, que consigue derro-car a ese régimen en las revoluciones americana (1776) y francesa (1789). El absolutismo y la sociedad feudal serán progresivamente abolidos por este espíritu revolucionario. El movimiento culminó en Francia con el imperio napoleónico y se extendió progresivamente por toda Europa durante el siglo XIX, desembocando en el triunfo de las democracias parlamentarias. La proyec-ción ideológica del conflicto entre la nueva y la vieja sociedad recibirá el nombre de Ilustración o Siglo de las Luces.

El Siglo de las Luces se caracteriza por el impe-rio de la razón. El famoso lema sapere aude! (¡atrévete a saber!) da fe de un momento históri-co —la segunda mitad del siglo XVIII— que supo-ne una ruptura con la tradición, la autoridad y el dogmatismo de etapas anteriores. Frente al os-curantismo y el dogmatismo precedentes, el siglo XVIII, con el criticismo kantiano como uno de sus exponentes destacados, somete a crítica la no-ción imperante de razón con el objetivo de poner en marcha la capacidad racional autónoma del ser humano en el saber y el actuar. Todo esto lleva a la creciente toma de conciencia de la dignidad de la persona. Los ilustrados defienden la idea de una razón autónoma y crítica, de ahí su interés por la ciencia, por la secularización del pensamiento, por el conocimiento universal (plasmado en la Enciclopedia), su confianza en el progreso y en el desarrollo del ser humano, gracias a la educación, su pretensión de una religión natural desprovista de normas y su de-fensa de las libertades políticas.

En cuanto a la metafísica, el filósofo de Könings-berg se encuentra con que, mientras la física y las matemáticas se desarrollaban con paso se-guro, la metafísica se encontraba en una encruci-jada de caminos que la llevaban a una situación

de conflicto, debida a la falta de conciliación en-tre el racionalismo y el empirismo. El racionalis-mo caía en el dogmatismo debido a su confianza ciega en la razón y el desprecio de la experiencia, mientras que el empirismo abocaba al escepti-cismo y el fenomenismo al hacer de la experien-cia el origen y el límite del conocimiento. Kant acomete la empresa de la crítica de la razón estableciendo sus límites y posibilidades. La solución kantiana es la dialéctica trascendental, un sistema que, concediendo el valor debido a la experiencia, garantizara la universalidad y nece-sidad del conocimiento. Sin embargo, el pensa-dor alemán no se limitó al ámbito del conocimien-to racional, ya que también se ocupó del papel que debía desempeñar la razón en el terreno de la moral. Así, a partir de la pregunta «¿qué debe hace el hombre?» desarrolló toda su teoría ética.

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Apartado a)

Razón. En el contexto que nos ocupa, al hablar de razón, Kant se refiere a su uso práctico, a la razón en tanto que facultad que formula impera-tivos y ordena a priori, cómo debe ser la conduc-ta de los seres racionales, con independencia de lo que suceda, de los fenómenos.

Voluntad. Es la facultad gracias a la cual el ser humano puede determinar su conducta en virtud de principios. Es el «motor de la acción». La voluntad es buena cuando actúa por deber, de-terminada por la razón a priori, independiente-mente de que se cumplan o no las intenciones del sujeto o de que estas no tengan buenas con-secuencias.

Apartado b)

La Fundamentación de la metafísica de las cos-tumbres, publicada en 1785, es la primera obra moral del filósofo prusiano Immanuel Kant. El núcleo de la obra es el intento de estudiar la moralidad pura, dejando de lado cualquier princi-pio empírico y asentando la moralidad en la bue-na voluntad, que sería lo único bueno sin restric-ciones. La ley moral está establecida a priori en la razón de los individuos. Este planteamiento kantiano conduce a la conclusión de que la razón práctica es la voluntad de actuar siguiendo un imperativo categórico. Mantiene Kant que si se encontrara un imperativo categórico, puro, formal y a priori, se habría demostrado cuál es el uso

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práctico de la razón. Es esta la que dota a la norma moral de su carácter de universalidad. Una máxima como la enunciada en el texto («ser leal en las relaciones de amistad») es un impera-tivo categórico, que determina a la voluntad a obrar conforme al deber, independientemente de la experiencia, es decir, de que haya habido hasta hoy y en el futuro algún amigo leal o no. Es la conciencia del deber la que determina la vo-luntad por fundamentos a priori.

Apartado c)

Kant propone una ética formal como alternativa a las éticas materiales características de las filosofías anteriores a él. Nuestro filósofo distin-gue dos usos de la razón: la razón teórica for-mula juicios y se ocupa de conocer cómo son las cosas; la razón práctica ofrece imperativos y se ocupa de cómo debe ser la conducta de los seres racionales. Kant nos dice que en la expe-riencia moral hay algo análogo al dato funda-mental del conocimiento: el hecho moral, la existencia del deber. En efecto, todos los hom-bres tienen conciencia de estar sometidos a prescripciones morales, se sienten obligados a hacer ciertas cosas y a evitar otras. La concien-cia del deber es conciencia de una determina-ción de la voluntad que posee las características de la universalidad y la necesidad. La ética kan-tiana es un intento de entender el hecho de la moralidad y sus condiciones de posibilidad, del mismo modo que la teoría del conocimiento kan-tiana es la investigación de las condiciones de posibilidad de la ciencia.

Kant clasifica los principios prácticos del siguien-te modo: las máximas expresan cómo nos com-portamos dadas tales o cuales circunstancias; así, hay máximas buenas y malas. Siguiéndolas, el hombre no está dirigido necesariamente a realizar el bien; no obstante, el deber se le pre-senta como un mandato. Los imperativos o man-datos pueden ser hipotéticos o categóricos. Los imperativos hipotéticos mandan una acción porque esta es un buen medio para la realización de un fin («si quieres conseguir Y, debes hacer X»). Los imperativos categóricos, por su parte, mandan la realización de una acción porque esa acción es buena en sí misma («debes hacer X»). Los imperativos hipotéticos son imperativos de la habilidad cuando el fin para el cual se pres-cribe una acción como buena es un fin meramen-te posible (fin no común a todos los hombres). Los imperativos hipotéticos son imperativos de la prudencia cuando el fin es un fin real (un fin común a todos los hombres, la felicidad).

Hasta Kant, las diferentes teorías éticas habían sido materiales; frente a todas ellas, su ética es formal. Son materiales aquellas éticas según las cuales la bondad o maldad de la conducta de-

pende de algo que se considera bien supremo (sea espiritual o material): los actos serán bue-nos cuando nos acerquen a él y malos cuando nos alejen de él. Pero los preceptos de toda ética material son hipotéticos, empíricos, por lo que no valen de forma absoluta, sino solo de un mo-do condicional, como medios para conseguir un fin. Kant mantiene que los imperativos hipotéti-cos no reflejan la auténtica experiencia moral porque esta es sometimiento a un precepto uni-versal y necesario, y dichos imperativos no pue-den ser universales y necesarios, ni los de la habilidad ni los de la prudencia. Dado que las éticas materiales extraen su contenido de la ex-periencia empírica y que esta nunca puede dar universalidad ni necesidad, dichas éticas única-mente podrían fundamentar mandatos a poste-riori, particulares y contingentes, pero nunca imperativos universales y necesarios, que son los verdaderos preceptos morales, como expresa el hecho de la moralidad.

Por otro lado, las éticas materiales son heteró-nomas: un sujeto es autónomo cuando tiene la capacidad para darse a sí mismo sus propias leyes y heterónomo cuando las leyes no proce-den de él mismo, cuando le vienen de fuera. Las éticas materiales son heterónomas porque en-tienden una acción como buena solo de forma condicional, esto es, por ser un buen medio para la realización de un fin querido por el sujeto. En las acciones heterónomas el sujeto se tiene que someter a la realidad; es esta la que impone sus condiciones. El sujeto heterónomo es, en suma, aquel que no tiene el valor de guiarse por su propia voluntad, sometiéndose, así, al orden de lo real, a las decisiones un grupo, a los tutores. El ser humano autónomo, por el contrario, actúa libremente en la medida en que actúa moralmen-te como perteneciente al reino de los fines y sin someterse al reino de la causalidad.

3 Para responder a esta pregunta, analizare-mos el problema de la moralidad en la filosofía de David Hume.

Según la ética de Hume, un acto o una decisión moral no puede recibir su calificación moral a partir de la razón. Esta es incapaz de conocer la validez de los juicios morales. Aunque pudiese conocer lo natural, es decir, lo que las cosas son, no podría inferirse de ahí que sea capaz conocer lo que deben ser. Y la ética trata, obviamente, no de lo que es, sino de lo que debe ser. Atribuir a la razón la capacidad de saber lo que debe ser, lo que es deseable o bueno, supone incurrir en lo que se ha dado en llamar falacia naturalista: la reducción de lo que es moralmente bueno a lo que es «natural».

La razón no puede mover al hombre a obrar, es y debe ser «esclava de las pasiones». Los juicios

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morales tienen su origen en los sentimientos que nos provoca una determinada acción. Los senti-mientos son las fuerzas que nos determinan a obrar, que dotan de valor moral a una decisión. Los juicios morales expresan el sentimiento de aprobación o desaprobación que nos producen determinadas conductas y constituyen una forma de sentimiento básico de empatía; dichos senti-mientos son naturales y desinteresados. Esta es la postura moral conocida como emotivismo mo-ral, según la cual la moral reside en el sentimien-to, en la emoción.

Ahora bien, aquí surge un problema: si es el sentimiento el que decide, ¿cómo es posible que los seres humanos se pongan de acuerdo en los juicios morales? La respuesta de Hume es esta: el sentimiento descansa en una especie de humanidad, que no es otra cosa que la noción de naturaleza humana ilustrada. Esta humanidad compartida por todos conduce al sentimiento a preferir lo mejor para el conjunto de los seres humanos. Y, puesto que la naturaleza humana es común a todo hombre, las decisiones morales ejercidas por ese sentimiento de humanidad serán universales, sin necesidad de reflexión teórica a priori.

La ética de Hume constituye una ética utilitarista, es decir, lo que origina el sentimiento de acepta-ción de algo es que sea útil o agradable (si bien, por otro lado, el filósofo escocés considera que esa utilidad ha de referirse a los demás en no menor medida que a uno mismo, lo que le lleva a distinguir entre cosas agradables y útiles para uno mismo y para los demás). Nos encontramos, pues, ante una ética de las consecuencias, ya que considera que una acción es buena si sus consecuencias lo son.

Sin embargo, aunque la moral reside en el senti-miento, también ha de apoyarse en la razón. La razón nos permite analizar la situación, los hechos captados por los sentidos, con independencia de que sean luego los sentimientos que haya provo-cado en nosotros los que nos lleven a valorarla como buena o mala. La razón se limita a estable-cer los medios; los sentimientos, los fines.

En el paradigma moderno emotivista, nacido a partir del siglo XVIII, los sentimientos y las emo-ciones comienzan a cobrar una gran importancia en la vida humana, hecho este que modificará la

fundamentación de la ética, puesto que la defini-ción del sujeto ético ya no se hará desde la ra-cionalidad, sino desde la capacidad de sentir, de sufrir o gozar. Quizá este paradigma sea aplica-ble en la actualidad.

El mundo actual, dominado por la influencia de los medios de comunicación de masas, no en-salza a las buenas personas, como queda claro en nuestra experiencia de cada día. En efecto, el bien no es objeto de espectáculo, mientras que el mal, la mezquindad, el horror y todos los exce-sos y bajas pasiones humanas sí que constitu-yen un foco de atención de grandes audiencias.

Casi todas las personas con las que convivimos defienden el propio interés como la motivación adecuada, basan sus conductas o juzgan las de los demás de acuerdo con los resultados perse-guidos, no según las intenciones. Normalmente se utilizan criterios utilitaristas que valoran la finalidad de una acción y no el principio que la guía.

No obstante, nos movemos en la paradoja y la contradicción. Como ya hemos señalado, los criterios utilitaristas son más comunes a la hora de juzgar moralmente las conductas de nuestro prójimo, lo que no obsta para que también admi-remos a la persona entregada y altruista que actúa por un sentido del deber para con los de-más o en relación con el medio ambiente y las generaciones futuras. A las personas que se entregan a paliar el sufrimiento ajeno y que lo hacen movidas precisamente por «la buena vo-luntad» también se les reconoce un valor social inestimable.

Ni los unos —los que crean el espectáculo me-diático— ni los otros —los que actúan de acuer-do a un principio personal— son modelos de conducta para nadie. Esta es la paradoja en la que nos movemos: ensalzar injustamente a unos y admirar a otros, a la vez que rechazamos am-bas maneras de actuar, la de unos por su com-ponente negativo y la de otros por su excesivo altruismo. Puede que, en el fondo, lo que falten sean modelos o, más bien, que en las nuevas generaciones se dé una mezcla de utilitarismo y buena voluntad en dosis diversas según el indi-viduo, lo cual aún nos hace albergar esperanzas con respecto a la construcción de un mundo mejor con el esfuerzo de todos.

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Opción B

1 En la época en la que vivió Nietzsche (1844-1900) tiene lugar el apogeo de los nacionalismos en Europa. El filósofo vivió la mayor parte de su vida en Alemania, Italia y Suiza. Desde el punto de vista histórico, tras la derrota de Napoleón en la batalla de Waterloo y las negociaciones del Congreso de Viena, Prusia fue la gran beneficia-da, iniciando una época de gran desarrollo y prosperidad. Este auge culminó con la unifica-ción alemana gracias al canciller Otto von Bis-marck. Se inició así el llamado II Reich alemán.

Nietzsche, que había colaborado voluntariamen-te en la guerra franco-prusiana, apoyó a Bis-marck durante su época de profesor de filología en Basilea. Bismarck tuvo el control de la política interior y exterior de la nueva Alemania. En esta, el Reichstag (Cámara Baja del Parlamento) vo-taba el presupuesto y las leyes que debían ratifi-carse en el Consejo Federal. En él había repre-sentación de todos los estados, sin bien estaba dominado por Prusia, es decir, por los aristócra-tas terratenientes. Estos se aliaron con los indus-triales acaudalados para mantener sus privilegios, frente a las fuerzas socialistas y progresistas surgidas a raíz de la industrialización y moderni-zación de Alemania. Si bien es verdad que Nietzsche fue contrario al racionalismo del Esta-do, sin embargo no cabe duda de que la exalta-ción del Imperio alemán influyó poderosamente en su concepción de la verdad como un acuer-do social, y sobre todo en el nihilismo, conside-rado como transmutación de los valores tradicio-nales y expresión de la decadencia de Occidente, así como en su afirmación del vitalismo y del superhombre. Es verdad que el discurso nietzs-cheano es bastante simbólico y permite incluso interpretaciones contrarias, pero en esa época histórica hubo muchos intelectuales que habían puesto grandes expectativas en el nuevo Imperio alemán, y uno de ellos fue Friedrich Nietzsche. Sin embargo, la genialidad del pensamiento de nuestro autor se desmarca de todas las corrien-tes de su época, incluso de las más críticas. Su formación clásica y sus dos ejes simbólicos, Apolo y Dionisos, le sirvieron para repensar la cultura griega con nuevas categorías y sobre todo para elaborar una perspectiva original y trágica, cuya influencia pervive hasta nuestros días.

Son también acontecimientos señalados de esta misma época la reunificación de Italia capitanea-da por el rey Víctor Manuel II y el acercamiento a Alemania, durante el reinado de su hijo Alberto I. Por último, Suiza fue declarada República helvé-tica durante las guerras napoleónicas; sin em-bargo, con el Congreso de Viena recuperó su neutralidad.

En esta época surgen varias tendencias filosófi-cas, como el positivismo, el utilitarismo y el marxismo, todas ellas con un enfoque común: la sospecha y la denuncia. Se sospecha y se de-nuncian los valores occidentales. Entre las teorí-as filosóficas surgen también aquellas que, como el vitalismo y el historicismo, se opusieron al positivismo y al sistema hegeliano, defendiendo el leguaje del artista, frente al de la razón científi-ca, como expresión de la realidad vital.

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Apartado a)

Mundo aparente. Bajo este concepto entiende Nietzsche el mundo fenoménico percibido por los sentidos, el mundo de la vida. Ahora bien, algu-nos filósofos, como Platón, han considerado que el devenir induce a error, ya que no es aprehen-sible por los conceptos metafísicos, fijos e inmu-tables, que proporcionan «reposo, seguridad y calma» frente al devenir. Para Nietzsche, este mundo aparente, intuido por los sentidos, es el único real.

Mundo verdadero. La metafísica tradicional ha considerado otro mundo distinto del anterior, el llamado «mundo verdadero», y le ha otorgado ciertas características: inmutabilidad, perfección, unidad, identidad, finalidad, etc., propiedades vacías que no se corresponden con nada, ya que se han inventado por oposición a las característi-cas de este mundo mutable, plural y azaroso. El motivo por el que los filósofos han inventado ese mundo verdadero es el resentimiento hacia los valores de esta vida, resentimiento que les ha llevado a vengarse mediante dicha invención de un otro mundo perfecto. Finalmente, Nietzsche asegura que la distinción entre estos dos mun-dos menosprecia el mundo real y constituye el síntoma de la decadencia de Occidente.

Apartado b)

En este texto nos presenta Nietzsche la confron-tación entre dos posturas antagónicas que se han defendido históricamente dentro de la filoso-fía para, a continuación, proponer él una solución que trae el equilibrio y resuelve el conflicto. El origen del problema se encuentra en la confron-tación entre el conocimiento que ofrece el testi-monio de los sentidos de un mundo caracteriza-do por el devenir y, el que ofrece la razón, que, negando el valor del testimonio de los sentidos, inventa un mundo en el que las cosas tienen duración y unidad.

Nietzsche admira la solución heracliteana, que proclama que la realidad es devenir. Heráclito acertó criticando a los filósofos que sometían la

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realidad, múltiple y cambiante, a categorías co-mo la de unidad y la de duración; no obstante, se equivocó al proclamar que los sentidos nos en-gañan. Los sentidos no mienten, somos nosotros los que falseamos su testimonio aplicándoles las categorías de la razón (unidad, coseidad, sus-tancia, duración…).

El error dogmático de los eléatas, seguidores de Parménides, ha sido la invención del estatismo del ser. Desde entonces, la filosofía dogmática consi-deró al Ser como algo estático e inmutable, algo que existe en su propio mundo, distinto del sensi-ble cuya realidad es meramente aparente, pues se diluye en la fluencia del devenir. Para el meta-físico, la verdadera realidad no puede estar sujeta al devenir; permanece idéntica a sí misma, estáti-ca e inmutable, es decir, debe ser causa sui.

La solución nietzscheana conduce, por un lado, a la exaltación del valor del testimonio de los senti-dos, que, lejos de separarnos de la realidad, nos muestran el único mundo que existe, el mundo aparente, el mundo de la vida; por otro lado, lleva a la denuncia del mundo verdadero inventado por la metafísica tradicional como un mundo falso, que niega el devenir y a la propia vida.

Apartado c)

La propuesta filosófica de Nietzsche se denomi-na vitalismo, según el cual la realidad es lo vital. Para el filósofo alemán, por tanto, la vida se con-vierte en el objeto de la filosofía y es considerada el origen del que surge todo lo concreto y lo cambiante, es decir, lo real. Si la realidad es puro devenir, el concepto no puede captarla. A partir de la filosofía griega hablar del ser como devenir marca la oposición a la concepción del ser como algo estático. Se suelen considerar las filosofías de Heráclito y Parménides representativas de una y otra posición, respectivamente. La afirma-ción del devenir, del ser mutable, se identifica con una concepción dinámica de la realidad, única concepción que, en opinión de Nietzsche, recoge su verdadera naturaleza histórica.

Los filósofos dogmáticos han utilizado conceptos, categorías racionales, para referirse a la «verda-dera» realidad del mundo inteligible. Estos con-ceptos pretenden designar las características de ese mundo verdadero: ser, sustancia, unidad, identidad, causa. Pero para Nietzsche estos «conceptos supremos» no designan nada real, sino que son términos que elabora nuestra razón para referirse a un mundo inventado por nuestro recelo y cobardía ante la realidad del devenir, que no puede aprehenderse mediante aquellos conceptos, sino mediante intuiciones sensibles que capten adecuadamente la realidad sensible.

Nietzsche somete a la civilización occidental a una crítica radical que se dirige contra los fun-

damentos de la misma, concretados en la moral, la religión, la filosofía e incluso la ciencia. Los grandes referentes de la filosofía occidental han sido, para Nietzsche, sus grandes traidores, res-ponsables de la corrupción que provoca el pre-dominio de la razón sobre la vida. Sus críticas se dirigen contra Sócrates y Platón: el primero fue el encargado de que Apolo se impusiera sobre Dionisos, con lo que la razón dominó sobre la vida. Su discípulo Platón despreció el mundo que nos rodea, a la vez que se inventó uno nuevo, en el cual se encontraban, supuestamente, la ver-dad y el bien. El idealismo de ambos pensadores griegos esconde, en realidad, la decadencia, el temor ante la vida irracional y el mundo, el miedo al instinto desordenado y dionisíaco, la angustia ante la finitud y la muerte. Es un consuelo meta-físico propio de la debilidad humana.

De entre todos los filósofos, sólo Heráclito se salva: muchos de sus fragmentos aparecen en las obras de Nietzsche, y sus ideas están detrás de conceptos como el eterno retorno. El resto, se ha dedicado a conceptualizar, lo que equivale, según el pensador alemán, a negar la vida con conceptos como «ser», «yo», «sustancia», «cosa en sí», «causa»… Son estos conceptos los res-ponsables de la sobrevaloración de la razón y el consecuente desprecio a los sentidos. Se debe luchar contra este racionalismo con una acepta-ción contundente de lo único que nos es dado: los datos de los sentidos, la apariencia. La filoso-fía debe regresar a las tesis heraclíteas. La me-tafísica se equivoca al separar la apariencia y la esencia, el mundo aparente y el mundo verdade-ro. La única verdad es la apariencia y los con-ceptos metafísicos son obstáculos que nos sepa-ran de las cosas: el que quiera pensar con liber-tad debe deshacerse de ellos, destruirlos, para retomar el contacto directo con la realidad.

A esta teoría fenomenista le añade Nietzsche un tono claramente pragmático: la verdad va unida siempre al interés. Es verdadero para cada indi-viduo lo que aumenta su voluntad de poder, lo que hace que la vida se expanda. Las conse-cuencias subjetivistas de estos planteamientos son inevitables, pero eso es algo no preocupan demasiado al filósofo alemán, que reconoce abiertamente que «no hay hechos sino interpre-taciones». Todo es perspectiva, punto de vista ligado al interés propio. La verdad absoluta igual para todos no existe, y su lugar es ocupado por la verdad de cada uno.

3 En la medida en que la posición sostenida por Nietzsche en el texto se define por su diferencia-ción con respecto al racionalismo, es posible contraponerla a esta corriente filosófica y expo-ner, al mismo tiempo, el raciovitalismo de Ortega, que sintetiza ambas posturas.

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La diferencia de la filosofía nietzscheana con el racionalismo radica en el empeño de este por apoyarse en la razón para alzarse en pos de una verdad eterna. Al especializarse en lo eterno e inmóvil, la razón se torna incapaz de comprender el devenir incesante en que consiste la vida humana. El vitalismo puede ser entendido como una reacción contra los excesos de la razón, que somete la realidad a sus dictados y niega la vali-dez a todo aquello que no se pliega a sus exi-gencias. Nietzsche reniega de la razón y opta por la senda contraria: el irracionalismo. De este modo, la racionalidad pierde su valor y su signifi-cación, pese a ser la característica distintiva del ser humano. Este queda así en manos de fuer-zas ciegas e irracionales que no conoce ni con-trola, como la voluntad de poder.

Ortega, por su parte, pretende evitar caer en los errores cometidos por el racionalismo y el vita-lismo, proponiendo el raciovitalismo, teoría que reconoce el valor de la razón, si bien puesta al servicio de la vida; es decir, el filósofo madrileño

plantea una íntima conexión entre razón y vida. El pensamiento es una función vital que nos capacita para comprender la vida y sus circuns-tancias, dando sentido a la acción humana, por lo que el pensamiento no puede considerarse como algo opuesto y/o ajeno a la vida.

La actualidad del discurso de Ortega y Gasset es innegable. Vivimos en una sociedad marcada por las nuevas tecnologías en el campo de las co-municaciones y la informática (telefonía móvil, ordenadores…), como medios para establecer relaciones personales con los demás. Esto con-lleva un riesgo, cada vez más acentuado, de deshumanización y cosificación del ser humano. Por este motivo, se impone emplear nuestra razón como instrumento con el que determinar en cada caso qué medios son los necesarios para alcanzar un fin conocido, así como para lograr una mejor comprensión de nuestra propia existencia. Hoy en día, cada vez se hace más necesario servirse de la razón para dar sentido a nuestra vida.