5 el orgullo separa mÁs que la distancia · dulce y Ángel se esquivan. no se soportan, no pue-den...

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P.V.P. 7,95 €B E S T S E L L E R

14 mm

w w w . b o o k e t . c o mw w w . p l a n e t a d e l i b r o s . c o m

5

MI E

RR

OR

FU

E

EL ORGULLO SEPARA MÁS QUE

LA DISTANCIA

Dulce y Ángel se esquivan. No se soportan, no pue-den evitar insultarse, molestarse y odiarse, pero, si se odian, es porque en realidad el tiempo no ha logrado hacer que se olviden, que dejen de recordar cuánto se amaron.Ángel está cansado de buscar en otros ojos la mirada violeta de Dulce; la odia únicamente por eso. Y Dulce no puede abrirse a nadie más: un pasado oscuro le hace recelar el contacto físico, y por desgracia solo consigue no temerlo al lado de Ángel.Ambos prefi eren vivir odiándose a aceptar que en realidad se aman…

SEPARA MÁS QUE LA DISTANCIA

Moruena Estríngana

Mi error fue amarte

Serie Mi error V

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No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47

© Moruena Estríngana, 2018© Editorial Planeta, S. A., 2018 Avinguda Diagonal, 662, 6.ª planta. 08034 Barcelona (España) www.planetadelibros.com

Diseño de la cubierta: Booket / Área Editorial Grupo PlanetaFotografía de la cubierta: ShutterstockPrimera edición en Colección Booket: julio de 2018

Depósito legal: B.13.405-2018ISBN: 978-84-08-18684-7Composición: Moelmo, SCPImpresión y encuadernación: CPI (Barcelona)Printed in Spain - Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como papel ecológico.

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Capítulo 1

DULCE

Llego al trabajo y me encuentro con Adair. Está tan gua-po como siempre, con sus intensos ojos grises y su pelo negro. La sonrisa que baila en sus labios hay que agra-decérsela a su novia Laia, a la que ama con locura. Tras saludarme, me dice que Jon va a ser mi nuevo compa-ñero.

—Estarás contenta. He de añadir que he ayudado un poco para que esto fuera así... me sentía culpable por dejarte...

—No tenías por qué sentirte culpable.Adair me sonríe, haciendo que sus preciosos ojos

plateados brillen con intensidad. Desde que aprobó el examen para detective de policía sabíamos que esto su-cedería tarde o temprano. Él ahora debe ocuparse de otros menesteres y, por lo tanto, dejar de ser mi compa-ñero. Echaré de menos ir con él. La idea de ir con Jon, que es además mi novio, no me ha hecho tanta ilusión como debería...

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—¡Qué sorpresa veros a los dos aquí!... Aunque tal vez esto se deba, en parte, a que a partir

de hoy trabajaremos codo con codo con Ángel; alguien a quien desde hace cinco años no ha habido día que no deseara no haber conocido. En el fondo la razón es que odio que mi ser responda de esta manera a su cercanía. Y, cómo no, hoy no ha sido menos. Mi corazón ya está latiendo desbocado y, aunque sé que no debería, acabo dándome la vuelta para mirarlo con cara de pocos ami-gos. Pero es eso o contemplarlo embobada, pues no pue-do evitar perderme en sus preciosos ojos verdes cuando lo tengo delante. Nunca he visto unos iris con tantos ma-tices de verde. Lo odio por ser tan endemoniadamente guapo; porque cada día que pasa él está aún mejor, si cabe. Hoy lleva el pelo rubio sobre la frente y el muy desgraciado está sonriendo, pues sabe que me incomo-da su presencia, y esto hace que su hoyuelo se le marque aún más. ¡Oh, cómo lo odio!, lo odio con todo mi ser... ¡No lo soporto!

—No hace falta que pongas esa cara de acelga, ni que aprietes así la boca. Ya eres lo suficientemente fea sin necesidad de hacerlo —me espeta, saludándome como estamos acostumbrados desde que volvimos a vernos, cuando vine a este pueblo como compañera de Adair.

—Mira, igual que tú. Cada día estás más horrible. No sé cómo no rompes los espejos cuando te miras en ellos.

—Sí, eso me dicen todas... —ironiza, y lo miro aún con más rabia.

—Parad..., la gente en esta comisaría no está al tanto de vuestros piques..., aunque da igual, no tardarán mu-cho en acostumbrarse —comenta Adair intentando po-

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ner paz entre nosotros, sin éxito, pues seguimos retán-donos con la mirada.

—No me agrada tener que trabajar a tu lado —le suel-to enfadada.

—Ya somos dos, bonita.Aprieto la boca con rabia por el apelativo.—Eres...—¡Dulce! —Jon llega a mi lado y pone una mano en

mi cintura, atrayéndome hacia él—. Ángel —lo saluda. Ángel lo observa con seriedad, algo que no es habitual en él. Me molesta que la incomodidad que muestra ha-cia mí la desplace a Jon; él no tiene la culpa de que no nos podamos ni ver—. Tenemos que hablar —me dice, llevándome con él.

—Claro.Sigo a Jon y entramos en uno de los despachos li-

bres. Cuando estamos solos, me acerca a él y me besa. Yo le correspondo, tratando de disfrutar el beso, pero mi mente está en otra parte. Concretamente, en la ron-da de después y para mi desgracia en tener que estar todo el día en compañía de Ángel.

—¿Va todo bien?—Si por bien entendemos trabajar con alguien al que

no tragas..., sí.Jon me sonríe y me acaricia la mejilla. Sus ojos ne-

gros me miran con interés, se acerca a mi oído y me so-bresalto cuando me dice:

—Esta noche estoy solo en casa...—No puedo..., he quedado —miento, separándome

de él.—Tal vez otro día entonces.Jon me mira muy serio y empiezo a retroceder hasta

que salgo fuera del despacho, con tan mala suerte que

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acabo chocando con alguien o, mejor dicho, con el in-deseable.

—Tenemos que irnos. —Ángel habla sobre mi hom-bro.

—Claro. —Por una vez estoy de acuerdo con él.—Id vosotros, yo tengo que arreglar unas cosas aquí.Jon se aleja sin añadir nada más, por lo que Ángel

coge mi brazo y nos dirigimos hacia donde están los co-ches patrulla. Entro en el vehículo sin saber muy bien qué es lo que acaba de ocurrir. No soy tan tonta como para no darme cuenta de que a Jon no le ha sentado muy bien que haya rechazado el plan de esta noche, aun-que ciertamente siempre tengo una excusa para él cuan-do trata de invitarme a su casa.

Respiro agitada e intento serenarme. ¿Por qué no puedo ser una chica normal y corriente? Las jóvenes de hoy en día no tienen tantos reparos en acostarse con al-guien..., pero yo no soy una joven normal. Me llevo la mano al pecho y me acaricio la cicatriz.

—¿Dulce?Miro a Ángel y por un momento me parece ver preo-

cupación en sus ojos, pero es solo un instante, no tarda en mirarme con la indiferencia de siempre.

—Sí, vamos.Pensaré en Jon más tarde. Es un buen chico y muy

guapo, no sé por qué le pongo tantas pegas.Arranco el coche y salimos del aparcamiento. Ángel

no dice nada porque conduzca yo. Después de llevar recorridas varias calles los dos en un absoluto silencio, empiezo a sentirme incómoda, así que aparco y lo miro.

—¿Qué te pasa? —le pregunto. Él gira la cabeza y me observa con sus intensos ojos verdes.

—¿A mí? ¿Por qué?

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—No es normal en ti que estés tanto tiempo sin me-terte conmigo.

—Estoy trabajando, y me tomo el trabajo muy en se-rio. Tú deberías hacer lo mismo.

—¿Insinúas que no me tomo en serio mi trabajo? ¡Pues te aseguro que sí!

Ángel me sonríe para mosquearme todavía más. Es-toy a punto de replicarle lanzándole una de mis pullas cuando me llaman para comunicarme que hay una emer-gencia: un robo en un supermercado.

Pongo la sirena y nos dirigimos hacia allí a toda ve-locidad. Por suerte el supermercado queda cerca y cuan-do llegamos vemos salir al ladrón. Paro el coche y salgo tras él.

—¡Deténgase! —No me hace caso y corro para dar-le caza. Al poco me quedo atónita al ver que Ángel me pasa corriendo y coge al ladrón de la chaqueta, tirándo-lo al suelo.

—Queda usted detenido —digo, poniéndole las es-posas y mirando con rabia a Ángel por su ayuda. Una ayuda que no pienso agradecerle.

Levanto al hombre y lo llevo hacia el coche. Me ex-traño al no ver a Ángel a mi lado y, al buscarlo con la mirada, me doy cuenta de que está haciendo unas fotos con su pequeña cámara. Lo ignoro y meto al ladrón en el coche patrulla para conducirlo a comisaría.

Tras dejarlo en los calabozos, salgo de nuevo al aparca-miento para seguir haciendo la ronda.

—Espérame.—Puedes quedarte escribiendo el artículo como te

ha dicho el jefe..., yo puedo ir sola. Es más, lo prefiero.

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—Sí, ya he visto esta tarde lo bien que te vales tú so-lita —comenta Ángel con sorna.

Me detengo, encarándome con él.—¿Acaso pensabas que no podía atraparlo? ¡Podía

haberlo hecho yo sola!Mis otros compañeros policías nos observan, confun-

didos por mi reacción. Siempre soy muy callada y no suelo llamar la atención, pero es que nunca me habían visto con Ángel.

—Claro, eres muy capaz...Lo miro furiosa.—¿Podrías quedarte? Lo mejor para los dos es que

evitemos encontrarnos. Así no llegará la sangre al río.

—¿Me estás amenazando? —Esta vez Ángel me ob-serva con expresión divertida y eso me enfurece más—. ¿Tú y cuántas más como tú, enana?

—¡Dios, no sabes cuánto te odio!—Ya somos dos. —Se vuelve para entrar—. Me que-

do..., pero porque yo quiero.—¡Eres insoportable!Lo veo alejarse y me vuelvo furiosa hacia el coche.—¡Dulce! —Me doy la vuelta cuando oigo que mi

jefe me llama—. Es mejor que vayas con un compañe-ro... Por mucho que Jon piense lo contrario.

—Puedo ir sola.Mi jefe asiente, pero lo miro dolida. ¿Por qué Jon no

quiere acompañarme?—Ve a buscarlo... Creo que está en el despacho de

Patricia.Asiento sin querer montar más escenas por hoy. Se-

guro que me ha visto gritarle a Ángel y no quiero que-dar aún peor. Según me acerco al despacho de Patricia

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me parece escuchar unas risas en el interior, pero abro la puerta sin darle mayor importancia.

—Jon... —Mi comentario muere en mis labios al en-contrármelos a él y a Patricia en actitud más que cari-ñosa, pues la camisa de él ha desaparecido y la de ella también.

Patricia salta de la mesa y corre a taparse, mientras que Jon se me queda mirando... ¿enfadado? Comien-zo a caminar hacia atrás, sin poder asimilar lo que he visto.

—¿Qué esperabas? Tú me has empujado a esto.—¿Yo?—Dulce... —Oigo a Ángel llamarme, pero, por una

vez, Jon tiene toda mi atención, sin que Ángel ocupe mi mente.

—No eres más que una estrecha... ¡Por Dios, Dulce, tienes veintidós años! ¿No crees que ya es hora de dejar de ser una puñetera monja? Esto es lo que pasa cuando a un hombre no le das lo que nece... —Jon no termina la frase, pues Ángel acaba de plantarle un puñetazo en su perfecta cara.

—¡Y esto es lo que se les da a los cabrones como tú, que justifican sus errores echando la culpa a otros!

La salida de Ángel me sorprende; yo aún no he po-dido reaccionar. Estoy paralizada, helada, sin dar crédi-to a lo que acaba de ocurrir. Las palabras de Jon siguen aguijoneándome en la mente, pues desgraciadamente no es la primera vez que un chico me las dice.

Otra vez hemos vuelto a formar un corro a nuestro alrededor. La gente contempla curiosa la escena y mu-chos me observan de forma extraña.

—Vamos.Ángel tira de mí y me dejo arrastrar por él hacia la

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salida. Cuando pasamos frente a mi jefe, nos detenemos y veo tristeza en su mirada.

—Tenías que enterarte... siento que haya sido de esta manera.

¡Él lo sabía! Y tal vez como él, todos los demás. Echo un vistazo a mi alrededor, muriéndome de vergüenza. Me considero una persona fuerte, pero ahora mismo no sé cómo manejar esta situación. Solo esto explica que me haya acercado físicamente a Ángel, aceptando su fuerza y su apoyo: él no ha apartado su mano de mi cin-tura, y su calidez es lo único que ahora me mantiene entera.

—Ten. —Mi jefe me da unos papeles—. Tal vez te vendría bien estar fuera un tiempo.

¡¿Qué?! ¿Me está echando?Aprieto los puños y me fuerzo a sonreír, mientras

tomo aire y pienso cómo salir airosa de todo esto y que nadie note el daño que me han hecho las palabras de Jon y su infidelidad, pues es la segunda vez que vivo algo parecido.

Me separo de ellos y cojo mi chaqueta.—Me voy a dar un paseo... sola.Me alejo andando de la comisaría todo lo deprisa que

puedo sin que parezca que estoy huyendo y, cuando sé que nadie me observa, empiezo a correr, deseando que la carrera se lleve parte de mi desasosiego.

ÁNGEL

Trato una vez más de concentrarme y acabar el artículo, pero mi mente está en otra parte. En Dulce y lo que ha sucedido esta tarde. No puedo olvidar su cara descom-

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puesta y al que supuestamente era su novio diciéndole esas cosas tan horribles. De buena gana le hubiera dado otro par de puñetazos. La persona que es infiel lo es por-que le da la gana, nadie la obliga a ello. Tal vez Dulce y yo no seamos los mejores amigos, pero, aunque me cueste reconocerlo, no me gusta que le hagan daño y Jon nunca me ha caído bien..., tal vez por celos, pero al mar-gen de eso, Dulce no se merecía el trato que él le ha dado.

Cuando salió de la comisaría y quise ir tras ella, su jefe me cogió del brazo y me dijo que la dejara sola. Lo hice, pero desde que me marché de la comisaría no he dejado de buscarla.

Y ahora estoy aquí, tratando inútilmente de acabar porque no puedo apartarla de mi mente. Hace tiempo que decidí no pensar en Dulce y mucho menos querer saber de ella... Desgraciadamente, mi mente va por li-bre y me atosiga a menudo con su recuerdo.

Escribo la última frase y, tras repasar el artículo, lo envío al periódico. No es de los mejores que he escrito, pero hoy mi cabeza está en otra parte y, además, un sim-ple atraco a un supermercado no da para más. Espero tener pronto algo mejor sobre lo que escribir. Lo malo es que, a este paso, como Dulce y yo sigamos trabajan-do juntos, el titular lo daremos nosotros cuando acabe-mos matándonos el uno al otro y aparezcamos en la pá-gina de sucesos.

Cansado, salgo de mi cuarto y bajo a por algo para cenar. Mis padres se han ido de viaje y mi hermana está en casa de Adair, estudiando con él... «Sí, seguro», pien-so con una sonrisa.

Estoy calentando la cena en el microondas cuando suena el timbre de la puerta. Al abrir, me sorprende ver a Dulce con varias bolsas de la compra. Tiene los ojos

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rojos de haber estado llorando, lo cual resalta aún más su color violeta, y lleva el pelo medio suelto y despeina-do. No creo ni que sea consciente del aspecto tan la-mentable que presenta y, a pesar mío, siento una pun-zada en el pecho por verla así.

—¿Está tu hermana? —pregunta sin mirarme direc-tamente a los ojos.

—No, está en casa de Adair.—Entonces me voy.Se da la vuelta, haciendo que las bolsas choquen con-

tra la pared y una de ella se le caiga.—¿Qué tienes, manos de mantequilla? —le digo, y me

agacho para ayudarla a recoger las cosas.Ella se limita a clavarme la vista, furiosa, se levanta

y empieza a marcharse. Sé por Adair que Dulce vive sola en un estudio no muy lejos de aquí. Por su aspecto y por el hecho de que haya venido a buscar a Laia, de-duzco que lo que menos le apetece esta noche es tener la soledad como compañera. Aprieto los puños enfa-dado por lo que voy a decir a continuación, pero, pese a no gustarme el derrotero de mis pensamientos, no los detengo.

—Quédate aquí, Laia tiene muchas películas..., yo no te molestaré.

—No necesito tu compañía.—Tú misma, pero hay helado de chocolate...—Llevo helado... —Mira sus bolsas con lástima—.

Aunque estará derretido.—Yo puedo ayudarte a comértelo si quieres —pro-

pongo a la vez que me pregunto por qué insisto tanto si lo mejor para los dos es que se vaya.

—No hace falta que te vuelvas amable conmigo de repente.

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—Tranquila, sigo sin soportarte y no es mi intención que eso cambie entre nosotros.

Dulce me mira seria, pero luego asiente y entra en casa. Voy tras ella, inquieto porque haya aceptado mi invitación. Debe de estar peor de lo que parece si pre-fiere mi compañía a estar sola. Cierro la puerta preocu-pado y la sigo, sin saber muy bien cómo actuar con ella ni qué decirle.

—Yo sé dónde está todo..., puedes seguir con lo que estabas haciendo como si yo no estuviera.

—Mientras, ¿nos comemos el helado?Dulce cabecea y deja las bolsas en la encimera de la

cocina. Lo saca y al abrirlo está casi derretido.—¿Hace mucho que lo has comprado? —Dulce le-

vanta la cabeza y me mira como si no entendiera mi idio-ma—. Digo...

—No lo sé. —Está como ida y, sin más, le tiendo una cuchara y me apoyo en la mesa. Dulce se pone a mi lado y, colocando la tarrina entre los dos, empieza a tomar el helado derretido sin pronunciar ni una palabra.

—No le hagas caso, es un gilipollas...—Estoy bien. —Pero justo después de decirlo, noto

cómo aprieta los dientes para no llorar.Seguimos comiendo en silencio y Dulce abre una

bolsa de patatas para mezclarla con el helado. Pese a mi cara de asco, acabo cogiendo patatas, pensando en si no me sentarán mal. Hasta ahora, mi hermana y sus ami-gas son las únicas que han salido ilesas tras ingerir sus mezclas.

—¿Te apetece ver una peli?—¿Eh...? —Otra vez parece perdida y, encogiéndo-

se de hombros, responde—: Sí..., supongo.Mientras se encamina despacio hacia el salón, me di-

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rijo al cuarto de mi hermana y bajo con varias de las cin-tas románticas que suelen ver. Cuando llego al salón, ya ha puesto la comida que ha comprado encima de la mesa baja y veo a Dulce tomando patatas... ¡¡¡con whisky!!! Creo que es la primera vez que la veo beber algo que no sea un refresco. En fin, ella misma.

—Si bebes, no conduces —le advierto.—No he venido con el coche. —Dulce da otro trago

a morro de la botella y pone mala cara.Pongo una de las películas y me siento en el sofá don-

de está ella, pero sin tocarnos.—Trae.Le quito la botella y le pego un trago. Unos minu-

tos después, me sorprendo a mí mismo mezclando he-lado derretido con whisky, patatas y todas las chucherías y golosinas que ha traído Dulce. Ella hace lo mismo y noto que el whisky se le está subiendo a la cabeza por-que cuando el protagonista le ha dicho a la chica que no la quiere, se ha echado a reír, y yo con ella. ¿De ver-dad nos estamos riendo juntos?

—Todos los tíos sois iguales..., solo pensáis en sexo.—Eh, a mí no me incluyas.—¿Cómo que no? Tú eres el peor de todos —me

dice, sonriéndome.—Estamos en tregua.—No puedo evitar meterme contigo.—¿Por qué?Se encoge de hombros y contesta:—Porque te odio. —Lo dice como si fuera lo más

normal del mundo y sonrío por su salida.—Lo mismo digo, princesa.Le quito la botella y le pego un gran trago. Termi-

na la cinta y nosotros, con la botella y con casi toda la

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comida que ha traído Dulce. Solo la cogorza que lle-vamos encima explica que hayamos acabado sentados tan juntos y que ahora su pierna se roce con la mía. Y sobre todo, que no haya dejado de mirar sus labios deseando besarla... Debo de ir más borracho de lo que creo.

—Al final tooodos tienen raaazón...—¿En qué?—Soy frííí... frííígida —comenta triste—. Yo creo

que no..., solo que no me guuusta el sexo.Dulce se levanta y me mira con sus grandes ojos vio-

leta.—¡Eh! ¿Por qué ahora... todo tiene que ir ligado al

ssssssexo? —Se lleva la mano a la cabeza—. ¿Es normal que todo... todo me dé vueltas?

—Sí.Asiente y me mira pesarosa.—Soy frííígida —repite—. Es mejorrr que looo

acepte.—Dudo que lo seas.Dulce me observa sorprendida y yo también me ex-

traño por lo que he dicho. Se mueve para agarrar la bo-tella vacía, con tan mala suerte que tropieza con la al-fombra y cae encima de mí.

La cojo entre mis brazos y nuestros labios quedan sumamente cerca.

—O sea, que, según tú, no soy frígida, ¿no? —dice, y se queda contemplando fijamente mi boca.

Sin poder contenerme, arrastrado por la locura en la que me ha sumido el whisky —o eso me quiero hacer creer—, la acerco a mis labios y atrapo los suyos como hace cinco años, cuando durante un tiempo estuve muy feliz de poder decir que ella era mi novia.

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Cuando nuestros labios se tocan, salta la chispa que comenzó hace años, y la pasión nos nubla los sentidos.

Embriagado por la calidez de su lengua, paso mi mano por su espalda y la acomodo mejor en mi regazo. Las ma-nos de Dulce se deslizan por mi cuello y una de ellas aca-ricia mi pecho; sus caricias desinhibidas me hacen perder definitivamente el control. Cambio de postura y la tum-bo en el sofá sin dejar de besarla, incapaz de separarme de sus dulces labios. Son el mejor manjar que he probado en mi vida, aunque ya hace tiempo que lo sabía; llevo cin-co años intentando olvidar su sabor. Eso me hace dete-nerme un instante, como si la razón quisiera colarse en esta locura, pero cometo el error de mirar sus labios entreabiertos y una vez más me dejo llevar, acallándola.

Dulce se ríe cuando beso su cuello y, sin esperar más invitación, le quito la camiseta y también la mía. Dul-ce me sonríe y pasa las manos por el tatuaje, un trébol que me hice hace tiempo y que llevo entre el hombro derecho y el pecho.

—Es bonito.Vibro al sentir la yema de sus dedos sobre mi piel

y bajo la mano para acariciar sus pechos. Entonces me quedo desconcertado al ver la cicatriz que hay en medio de estos; es irregular y bastante grande.

—¿Qué es?—¿Te da asco?La miro a los ojos: se le han llenado de lágrimas y em-

pieza a separarse.—¡No! Solo...Pero Dulce ya se ha sentado en el sofá y busca su ca-

miseta.—Esto no... esto no debería estar pasando... —co-

menta, poniendo un poco de cordura en todo esto.

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—Tienes razón. —Me pongo la camiseta yo también y me levanto—. Lo siento...

—No, es culpa mía; no estoy acostumbrada a beber —se excusa seria.

—Claro. —Poco a poco recobro la lucidez y la ob-servo con rabia por sus palabras—. Yo tampoco me acos-taría contigo si no fuera así.

Dulce me mira con dolor, pero ahora mismo la ig-noro. No tengo la cabeza para pensar ni para analizar nada.

—Me voy.—Mejor —le espeto, y, cuando recoge sus cosas y se

marcha, no la retengo. La deseo como nunca he desea-do a nadie. Pese a la cogorza que llevo encima, soy capaz de reconocer esa maldita verdad que me lleva atormen-tando desde que volví a verla, y eso me enfurece.

Entro en la comisaría con las gafas de sol puestas. Me duele la cabeza horrores y tengo el estómago revuel-to; la mezcla de ayer no me sentó nada bien. No sé con qué cara voy a mirar a Dulce. Tal vez le deba una dis-culpa, pero sé lo que pasará: ambos actuaremos como si no hubiera ocurrido nada, como si ayer el alcohol no nos hubiera hecho perder la cabeza.

Cuando se marchó, me fui a la cama y no tardé en dormirme, pero esta mañana, al despertar y recordar-lo todo, me he sentido fatal. Mi dolor de cabeza no es comparable al malestar que me ha dejado el recuerdo. No debería haberla besado.

—¿Por qué no te quitas las gafas? —me comenta Adair al verme.

—No puedo.

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—Vaya, otro igual que Dulce. Vino temprano y tam-bién llevaba las gafas. —Adair me observa y aprieto la mandíbula.

«Es culpa suya», pienso. Si no hubiera traído esa botella... Si yo no le hubiera dicho que entrara... ¡Mal-dición!

—¿Ah, sí? ¿Y dónde está? Tendremos que irnos a ha-cer la ronda...

—Se ha marchado.—¿No me ha esperado? —pregunto indignado—.

Será...—No, se ha ido del pueblo. Le han propuesto un tras-

lado temporal y lo ha aceptado... No ha dicho cuándo volverá. Lo de Jon ha debido de afectarla mucho; la dis-tancia le vendrá bien para regresar con más fuerza.

—Mejor para todos.—Reconócelo, en el fondo te molesta...—Lo que me molesta es que no se largara antes.Para ser exactos, antes de anoche.Salgo de la comisaría sin ganas de redactar nada hoy

y tratando de convencerme de que esta lejanía entre los dos es lo que necesito... Sin embargo, no puedo ignorar la punzada de duda que me aguijonea, o al menos que lo hace hasta que recuerdo lo mentirosa que es. Sí, es mejor no olvidar que hace años me engañó como a un imbécil.

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