3 material estudio nociones de sociología- control social- fucito

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Serie Breves dirigida por ENRIQUE TANDETER Felipe Fucito ¿Podrá cambiar la Justicia en la Argentina? Si FONDO DE CULTURA ECONÓMICA México - Argentina - Brasil - Chile - Colombia - España Estados Unidos de América - Guatemala - Perú - Venezuel

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Serie Breves dirigida por

ENRIQUE TANDETER

Felipe Fucito

¿Podrá cambiar la Justicia

en la Argentina?

Si FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

México - Argentina - Brasil - Chile - Colombia - España Estados Unidos de América - Guatemala - Perú - Venezuel

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Primera edición, 2002

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Fotocopiar libros está penado por la ley. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión o digital, en forma idéntica, extracta­da o modificada, en castellano o cualquier otro idio­ma sin autorización expresa de la editorial.

© 2001, Fondo de Cultura Económica, S. A. El Salvador 5665; 1414 Buenos Aires [email protected] / www.fce.com.ar Av. Picacho Ajusco 227; Delegación Tlalpan, 14.200 México D. F.

ISBN: 950-557-505-X

Impreso en Argentina - Printed in Argentina Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Prólogo

Este trabajo está destinado a reflexionar sobre una pregunta que se formula diariamente, para intentar una respuesta un tanto distinta de la usual. Para su­gerir cursos de acción, haremos un largo rodeo. En la primera parte nos preguntaremos por la actual sociedad, en los aspectos vinculados con el dere­cho, y luego por lo que se entiende por éste, según la concepción vernácula; seguiremos por los alum­nos de derecho (que son los futuros operadores del sistema) y sus profesores; pasaremos a considerar a los jueces, luego a los abogados y, finalmente, a la administración judicial misma. Con todo ello trata­remos en el úl t imo capítulo de fijar un diagnóstico que nos guíe hacia algunas propuestas sobre estos temas.

La tesis de este trabajo es que el cambio de un con­junto más o menos extenso de legislación, de códi­gos específicos o, incluso, de la Constitución puede modificar muy poco si las personas no están dispues­tas a comprometerse con "eso que llaman derecho". Si se parte de una concepción sociológica, como lo hace este trabajo, se debe necesariamente comenzar por la sociedad y por la cultura de los conjuntos que la componen, y no por sus epifenómenos. El derecho (suponiendo que haya uno solo, el "oficial", lo que también podrá discutirse) es un instrumen­to que se puede utilizar para ciertos fines, no un ele­mento autónomo que se autorregula, y por ello es necesario tomarlo como una variable dependiente de otros factores.

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1. La sociedad y el derecho

Para comprender lo que ocurre con el derecho hoy, en la Argentina, deberíamos remontarnos a nuestros orígenes coloniales, al modo como se entendió y se aplicó el derecEó~español y como se simuló su apli­cación cuando nó~cohvenía a los intereses que ejer­cían el poder. Aunque no lo hagamos, tengamos pre­sente qxie no ha faltado oportunidad para imputar la falta de respeto por la ley que hoy suele observarse a una característica vernácula: la vocación por la mi -nuciosa ley escrita, con mengua de la práctica social, y el lejano origen aventurero de la convivencia social que dio origen a esta sociedad.

Las características de la "cultura nacional" fueron exploradas por muchos autores, desde variadas ópti­cas, y en diversos tiempos; Sarmiento, José M . R.amos Mejía, Alberto Gerchunoff, Eduardo Mallea, Carlos O. Bunge, Arturo Jauretche y Juan José Sebreli, en­tre muchos otros, intentaron con diversos recursos teóricos, y con variada fortuna, explorar las caracte­rísticas particulares del modo de ser de esta parte del continente. Aunque el derecho no fue para ellos un punto central, cuando es mencionado, resulta claro que en la Argentina nunca fue un modelo a seguir es­crupulosamente, y esto no sólo es producto de la v i ­da moderna o de las ambiciones desmedidas. La so-a ciedad que se organizó a partir de 1853, tributaria d e l la anterior, no pudo someter los intereses prevale-.l cientes a la fuerza de la ley, ni lograr que ésta fuera f

un marco al cual se ajustaran todos por igual. El lar­go período que no logró consolidar una unidad na-

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¡ cional, y en el cual los caudillos locales eran la fuer-| za, el derecho y la ley, generó un modo de pensar el

derecho que no se fundaba, precisamente, en el cum-! plimiento estricto de mandatos legítimos, sino en po-! der imponer la voluntad por sobre la de otros, se tu-: viera o no razón. "Civilizados" o "bárbaros", según la ' caracterización de Sarmiento, no se diferenciaron por

el mayor respeto del adversario, ni de sus posiciones, intereses o problemas. Fuimos parte de una sociedad j

fe violenta y sometedora, y si bien muchos países pasa-v í ron por situaciones similares, una parte fundamental de su evolución hacia la modernidad consistió en

¡darse reglas y ajustarse a ellas,Controlando las desvia­ciones. Pero también la cuestión general pasa por ge­nerar condiciones de equidad para la mayor parte de los habitantes, ya que sin ella "noTTay derecho que pueda ser considerado aceptable. Podríamos pensar que esta doble evolución se encuentra pendiente en­tre nosotros, a pesar de las apariencias legales y de las tendencias fuertemente legislativas que el país ali­mentó y que ayudaron, paradójicamente, a que en la abundancia de leyes se perdiera la "ley fundamental", si por ésta se entiende una constitución formal que se cumpla en sus pautas básicas, esto es, cuyos dere­chos reconocidos sean reales, y no meras declamacio­nes. Una visión cruda de la realidad nacional de los siglos X I X y X X mostraría gue el sometimiento al de­recho no fue más que un discurso para ciertas oca­siones, pero en el cual no hemos creído, como inte­grantes de una sociedad. Parecería que aún hoy se... "confía en la Justicia", como suelen sostener todos los funcionarios que son denunciados públicamente an­te ella, sólo si se espera .umesultado favorable. Si no se lo obtiene, sólo puede ser una Justicia comprada, vil, ignorante del derecho ó" comprometida con inte­reses corruptos.

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j El desprecio por la ley, considerada un objeto pu­ramente decorativo de la armazón social, fue denun­ciado hace un siglo por el profesor de derecho y juez

i Juan Agustín García (autor de la muy conocida obra La ciudad indiana, de 1900, pero también de un tex­to introductorio para el estudio del derecho, con ba­se historicista y antidogmática, la Introducción al es­tudio de las ciencias sociales argentinas, de 1899) como una de las características del ser nacional. Agregaba el pundonor criollo, el culto nacional al coraje, el des­precio teatral y heroico por la vida, el optimismo por el futuro del país y la preocupación exclusiva por la fortuna. De todos ellos, sólo el primero y el último parecen haber quedado, un siglo después, como pa­rámetros válidos.

! Notaba García que en tiempos coloniales los con­trabandistas no perdían reputación social por su de-jlito, sino que la adquirían y la consolidaban. Faltaba , •* (¿falta?) la elevada moral que hace de la evasión fiscal / una infracción social, y constituye la base de su san-' ción efectiva como delito. La admiración hacia quien > adquiere bienes ilícitamente parece hsoer sido supe- \ rior al desprecio por el modo de adquirirlo, y esa com-plicidad envidiosa, notoria en aquellos tiempos, no se ve distinta en la actualidad. Apunta García, criti­cando la presunta calidad legislativa artificialmente lograda en los textos:

Más de una vez, tras el nombre exótico y científico de una inst i tución, encontraría­mos la vieja insti tución o costumbre crio­lla disfrazada, con su divisa técnica que só­lo engaña al que estudia el derecho como un conjunto de razonamientos teóricos ló­gicamente enlazados [Introducción..., edi­ción de 1938: 58).

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¿Será ése el futuro, por ejemplo, de nuestros nuevos consejos de la Magistratura?

De allí su crítica a Vélez Sársfield, nuestro codifi­cador civil admirado por generaciones de juristas hasta la actualidad, al que atribuye una concepción jacobina del derecho, tomada de la Revolución Fran­cesa, que excluye del derecho todo lo que no tenga origen en el Estado, según lo que disponen los artí­culos 17 y 22 del Código Civil. Considerar que el derecho debe crecer al amparo de la ley, dice García, es uno de los absurdos revolucionarios de más sinies­tras consecuencias. Critica también la minuciosidad j desesperante de la reglamentación de los derechos, i admirable para crear conflictos y dificultades. i \

No se equivoca García en esta materia, que nos persigue hasta hoy. En todos los ámbitos, sea en de­recho fiscal o en derecho de familia, en penal como ; en comercial, admiramos la letra de la ley, pero no i nos preguntamos por qué la realidad no se ajusta a ella. La candida creencia según la cual el derecho es-/ crito modela fácilmente la realidad no ha sido supe-í, rada, y se ha preferido seguir a los que sustentaban una idea iluminista y racionalista del derecho. Sin embargo, es una creencia falsa.'

Por los orígenes, por las gruesas desigualdades so­ciales que justifican todo tipo de situaciones, hasta las inadmisibles, por la hipocresía incorporada a la cultura desde tiempos pretéritos, o por la causa que fuere, no parece existir entre nosotros una fuerza es-| pecial que nos obligue a respetar los mandatos jurí-i dicos por el simple hecho de que existen, y porque ;• han sido sancionados. En términos de Max Weber f|

, no se ha acreditado una "legitimidad legal"), una' | creencia en la validez de los mandatos legales por el \ solo hecho de existir. Influyen excesivamente las

"otras legitimidades": la carismática, que reconoce

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cualidades extraordinarias en ciertas personas, y por ello las deja hacer (Rosas, Roca, Yrigoyen, Perón), o la tradicional, que permite aceptar lo inaceptable, sólo porque se venía haciendo. Parecería que en la Argentina el derecho oficial se cumple si conviene o si no existe más remedio, pero no porque tenga va­lores extrínsecos derivados de su legitimación parla­mentaria, o intrínsecos que se desprendan de la sabi­duría de las prescripciones.

En primer lugar, por insistir en la lev. y no en las costumbres, una y otra vez notamos con desesperan-Iza que las leyes se sancionan para no ser cumplidas. Pero también, como refuerzo del incumplimiento, se ha usado el derecho en repetidas oportunidades para fines deshonestos, espurios o de mera exacción, gene­rando en la población cierta sospecha sobre los inte­reses que mueven a su sanción, y sobre los fines que abrigan aquellos que pretenden aplicarlo. Cuando tal idea se consolida, cuesta determinar en el "imagina­rio jurídico popular" cuándo la ley es injusta y cuán­do no lo es. A l final, todo resulta un pretexto paral

\- negar el cumplimiento de cualquier mandato: Cier-ta visión conspirativa, según la cual nada de lo que L;e dice coincide con los reales motivos de los que ejer­cen el poder, cuyas acciones siempre encubren inte­reses inconfesados, es parte de este proceso de des­confianza perpetua sobre el derecho, que, una vez generada, resulta muy difícil de extirpar.

Una de las formas del prejuicio consiste en gene­ralizar hechos que corresponden a situaciones parti­culares, a universos generales. La información sobre situaciones ciertas, debidas a las no escasas oportuni­dades en que personajes inescrupulosos o nefastos ocuparon o usurparon el gobierno, ha podido gene­rar semejante escepticismo social sobre el derecho y la ley. Los estados nacional, provincial y municipal

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han usado en numerosas oportunidades la ley para defraudar derechos, desde lo grande hasta lo peque­ño. Pueden mencionarse las insuperables dificulta­des de los particulares (e incluso de los abogados no especializados) para recurrir las resoluciones admi­nistrativas adversas ante la Justicia; las tribulaciones del "agotamiento de la vía administrativa", inútil en la mayor parte de los casos, e incluso limitada en la legislación administrativa actual; los hechos menores en la práctica, pero no en la visión de los habitantes, del particular concepto de derecho que utilizan las empobrecidas municipalidades para recaudar fon­dos, sobre algunos de cuyos aspectos volveremos más adelante.

La escasa deliberación, el limitado equilibrio y las necesidades coyunturales que se observan con fre­cuencia en la sanción legislativa, que obedecen a com­ponendas de bloques y sectores, nunca a estudios sistemáticos sobre el impacto que tendrán en la población, hacen de las leyes intentos teóricos, mu- ]

•/ chas veces fallidos, otras inaplicables, que carecen de i LJegitimidad social y que, si ponen límites, generan en

muchos la argucia para soslayarlas. A veces parece\ existir una guerra implícita en la cual el derecho se \

nusa como arma en contra de otro grupo (dando ra­bón a los supuestos de la teoría del conflicto en la

pivaluación del derecho), no- como un arbitro de in-J í tereses existentes. Los que han legislado no parecen haber tenido, en muchas oportunidades, conciencia de su misión. En otros.casos, mucho más graves, el derecho ha encubierto el delito, oficial. No es nece­sario recordar aquí que el primer golpe de Estado del período institucional, en 1930, fue avalado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación de su tiem­po, que las sucesivas "revoluciones" fueron festejadas por amplios sectores de la población (los que veían

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potenciales beneficios en tales cambios), y que ello ocurrió hasta 1976. En varias oportunidades la Cons­titución Nacional fue subordinada a oscuras "actas" o estatutos revolucionarios, por los que juraron fun­cionarios y jueces; reformas constitucionales fueron

\ sancionadas en violación de la constitución vigente \ (como la de 1949) y derogadas por decreto (como '.ocurrió con ésta en 1955). Aunque no guste a quie-j nes lo han convertido en un mito, debe recordarse que Perón, presidente constitucional prácticamente ple­biscitado, sostuvo frente a sus gigantescas concentra­ciones populares que lo admiraban, y como conduc-

! ta frente al adversario político, que "al enemigo, ni j justicia", e instó a sus partidarios a ejercer la justicia por mano propia. Se necesitó del sobrepaso de todos los límites jurídicos y éticos entre 1976 y 1980, de la

,,, l iquidación de toda forma de debido proceso y de la regresión a épocas aparentemente superadas (la mazorca y el degüello, actualizados sólo en tecnolo­gía pero con similar criterio y conciencia de impuni­dad frente al enemigo circunstancial, real o supues­to), para que parte de la sociedad tomara conciencia de la necesidad de hacer prevalecer derechos funda­mentales por sobre todo otro valor.

Sin embargo, la historia nacional no nos permite pensar linealmente en un cambio de cultura a partir de ciertos hechos, aunque sean traumáticos. ¿Se ha­brá consolidado definitivamente en el país una con­ciencia a favor de ciertos derechos fundamentales, que deben prevalecer en todas las circunstancias, más allá de las disputas o de las diferencias, en la guerra o en la paz? Sólo el futuro podrá develarlo.

Sin embargo, los indicios no son alentadores. Des­de la década de 1990 el Poder Ejecutivo Nacional abusa de los llamados "decretos de necesidad y ur­gencia", como modo de legislación que pretende su-

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primir el debate parlamentario en los casos en que manifiestamente rió procede, pues no hay necesidad ni urgencia. Bajo la desesperación por equilibrar el presupuesto, se dictó el decreto 896/2001, llamado de "déficit^cero", que modificó el artículo 34 de la ley 24.156 a la par que trata de liquidar la idea de "derecho adquirido", que tiene jerarquía constitucio-

¿jaal, tanto como el acceso a la justicia, vedando a los , jueces dictar medidas cautelares que "afecte(n), obs­taculice^), comprometa(n), distraiga(n) de su des-

. tino o de cualquier forma perturbe(n) los recursos propios del Estado, ni imponer a los funcionarios cargas personales pecuniarias". Más allá de su mani­fiesta y grosera inconstitucionalidad, una norma de este tipo es grave, desde el punto de vista de un sis­tema democrático, porque subordina todos los po­deres al Ejecutivo, otorgándole una verdadera "suma del poder público", vedada expresamente por la Constitución de 1853, que tuvo presentes las facul­tades dictatoriales de Rosas.

La observación de esta ley indica que las tenden­cias nacionales, que desprecian el derecho cuando hay un objetivo prioritario. a^atisfiHrTño han varia­do. Sea" I r reso luc ión social" (liberación de militan­tes por el presideri téXámpora en 1973), la "lucha contra la subversión" (desaparición forzada de per-sonas;torturas-y fusilamientos por el gobierno de V i -dela en 1976), la confiscación de certificados de.pla­zo fijo durante.el Plan Bónex, las privatizaciones a toda costa, durante lóFdiez años dejvlenem, o el "equilibrio fiscal" (liquidación de derecKos adquiri­dos, rel5ajardé"sueldos a empleados públicos sin lí­mites concretos, intentos de impedir el reclamo an­te la Justicia por De la Rúa en 2001). Véase que, en esta línea, no hay diferencia, en cuanto al desprecio por la Constitución, entre dictaduras y gobiernos

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constitucionales, más allá de que se dirá que en un caso está en juego también la vida y no sólo el patri­monio nacional o individual. La Argentina pierde el rumbo jurídico cuando un problema acuciante la aqueja, sea la subversión, la seguridad, el delito, la in­flación o el déficit presupuestario. Y termina usando a la ley como burla a los ciudadanos: una ley del año

| £ 0 0 1 declara "intangibles" los depósitos bancarios. i Dos meses después, un decreto de "necesidad y ur­

gencia" impide retirar los fondos a los ahorristas y asalariados, de modo que la intangibilidad resulta en contra de los propietarios, no a su favor. Pero esto no debe ser así. Los derechos básicos de las personas de­ben ser respetados en su totalidad, y su cumplimien­to escrupuloso debe ser una valla para cualquier le­gislador en un país desarrollado culturalmente, para cualquier circunstancia. Ésta es, por lo menos, una garantía moderna de la convivencia social.

Se ha dicho que el precio termina pagándose. En las elecciones legislativas de 2001 el voto en blanco y el anulado fueron vencedores. Esto pudo significar un llamado de atención a los políticos, pero también una vocación antidemocrática renacida. Si la demo­cracia no trae ventajas, ¿se rechazará infinitamente la dictadura? Sólo hablar de este tema genera moles­tias. Éste es otro de los problemas de nuestra cultu­ra: se prefiere no hablar claramente, haciendo de la hipocresía una moneda corriente. Si no mentamos al diablo, el diablo no existe.

Otros hechos muestran que el respeto por la ley es mera cuestión de oportunidad. La.Municipalidad de Buenos Aires impuso a los..contribuyentes, duran­te varios años, cobros retroactivos de los impuestos territoriales, retrayendo" eT avalúo "hacia atrás" cinco años, alegando "errores" por los que 'Supuestamente no conocía las condiciones reales de los inmuebles y

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de los servicios que poseían. Esas argumentaciones pueriles (todos los planos de obra se registran, y de­be probarse que han habido modificaciones no de­nunciadas, únicas que harían procedente el reclamo municipal) motivaron demandas ante la Justicia, que fueron unánimemente acogidos, incluso con duros términos, en las sentencias. Sin embargo, se continuó con el "negocio" por simples razones: aun sabiendo que la aplicación de impuestos retroactivos es incons­titucional, resultaba manifiesto que la mayor parte de f los intimados prefería pagar la suma arbitrariamente ¡ fijada, en "cómodas cuotas", y no acudir al tribunal, i ya que el pago al abogado por su trabajo implicaba 1 ' una erogación mayor que las cuotas reclamadas. Por otra parte, si en el ínterin deseaba vender el inmue­ble, se le dificultaba la relación con el comprador, trabada por un juicio respecto de los impuestos por los que debe responder el vendedor. Se cuenta con la débil voluntad de defensa y de conciencia del de­recho en la población. Esta situación, manifiesta­mente injusta, allegó fondos sin causa al municipio, y luego al Gobierno de la Ciudad Autónoma, hasta que la ordenanza tarifaria de 2000 lo vedó, frente a la creciente cantidad de juicios que por tal causa de­bían ser atendidos, incluso con duros términos, en las sentencias. Sin embargo, los perjudicados fueron mu­chos más que los que reclamaron.

El derecho de huelga se ha entendido, en los sin­dicatos, como la obstaculización de los derechos de los restantes ciudadanos. Por ejemplo, la extendida costumbre, desde el gobierno de Menem, de impedir el tránsito como modo de protesta, sea de producto­res agropecuarios, o de grupos contra el peaje, em­pleados públicos, transportistas, docentes, taxistas, alumnos o propietarios de remises. N i la huelga n i el reclamo se dirigen concretamente contra el Estado,

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presunto causante de los hechos, sino contra otros particulares, que no tienen defensa alguna, y a los que se les impide el derecho de tránsito como modo de "llamar la atención". Finalmente se pasa de la to­lerancia a la legitimación, y todo consiste en encon­trar el "camino alternativo" (literalmente).

Dejamos de lado en la evaluación anterior la apa­rición desde 2000, con los mismos métodos, de los llamados "piqueteros" en busca de fuentes de traba­jo o planes de subsidio a la desocupación, ya que, aunque incurren en los mismos hechos, obedecen a estructuras organizadas y se nutren de sectores mar­ginales a los cuales la sociedad, que nada les da, po­co les pide.

\ La prepotencia, en general, sigue siendo un modo válido de eludir la ley. Con motivo del improvisado impuesto nacional a los automotores inventado en

I 1999 para conseguir algunos fondos que aportaran a ; los menesterosos salarios docentes, los camioneros realizaron un paro, en el cual la fuerza de desabaste­cer las ciudades pudo más que cualquier derecho. Así es que el tal impuesto fue pagado por los peque­mos y medianos propietarios de automóviles, que ca-- recían de posibilidades de resistencia, pero no por los mayores contribuyentes, ni, por supuesto, por las aeronaves o embarcaciones deportivas. Todo ello no impidió que dos años después, durante el gobierno de De la Rúa, bajo el eslogan "déficit cero" se sancio­nara una ley que disminuyó los salarios docentes, junto con los de todos los empleados públicos que superaran los quinientos pesos mensuales de sueldo. Cuando los mismos camioneros, en 2001, reacciona­ron del modo acostumbrado contra las restricciones de retiro de efectivo de los bancos, que afectaba a toda la población, fueron autorizados a superar el lí­mite (diciembre de 2001).

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Esta historia compleja, en la cual el respeto a los va­lores de la convivencia y el reconocimiento de los de­rechos fundamentales de los otros por encima de cual­quier discrepancia, diferencia o ataque que pueda producir a la sociedad o a ciertos intereses han cons­tituido una presencia residual, se refleja en actos ins­titucionales y en el actuar político, pero también ocu­rre en la vida cotidiana.

La pobreza y los derechos

Cuando tratamos de derechos en la Argentina, debe­mos distinguir entre dos grandes grupos humanos: los que tienen "titularidades", esto es, los que tienen derechos básicos reconocidos (vida, salud, seguri­dad, educación, propiedad, trabajo, vivienda, ahorro, bienes de consumo) y los que carecen de la mayor parte de los insumos básicos, que configuran los g ru­pos llamados de "necesidades básicas insatisfechas".

Aunque varía de acuerdo con la metodología em­pleada, la marginalidad (que Imaz -1974- colocaba hacia 1960 en un 10% de la población y que hacia

, 2001 es de un 20% del total) queda excluida de I cualquier derecho básico, y de cualquier dignidad ¡ humana. Se trata de unos siete millones de personas, í El 20% que sigue, aunque integrado, tampoco tiene ! acceso pleno a la justicia. En rigor, este acceso que­

da limitado para la mayor parte de los ciudadanos, pero esa dificultad es superlativamente mayor cuan­do por defecto educativo no se conoce siquiera qué derechos se tienen, o cuándo debe acudirse a un so­brecargado, aunque voluntarioso, defensor de pobres y ausentes para presentar causas desesperadas ante los tribunales, o defenderse de la acción estatal en ma-

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teria criminal. Volveremos sobre este tema al tratar del acceso a la justicia.

Convengamos, entonces, que la carencia básica nacional es que todos losjdj^chos, en el país, care­cen groseramente de una distribución equitativa. El que se encuentra en la base de la pirámide no tiene • lugar, ni cuenta. Por lo tanto, cuando se trata del cumplimiento de la ley, se debe especificar clara­mente a quién nos estamos refiriendo. Hay quienes t deberían cumplir la ley, porque la sociedad los inte- . gra y beneficia; no lo hacen, y esto aumenta su be- i neficio. Para otros la ley es sólo un conjunto de obli- j gaciones y ningún derecho. No importa que exigirlo i sea inequitativo. Lo importante es que, de hecho, también resulta imposible.

El verdadero sistema de control social

Hoy, el concepto de "control social" tiene mala pren­sa. La sociología "progresista'' lo ha identificado con la expansión de ia'sóciedad norteamericana donde se gestó,, con el control policial sobre las minorías (ét­nicas, religiosas o i3e"61ógicTsJ~fevoTücwnarias, y con la represión indiscriminada ..a. la _marginalidad, que no tiene acceso a ninguna vía lícita para obtener los recursos sociales. Se ha llegado a identificar Estado de derecho con Estado policial, introduciendo una la­mentable -e interesada- confusión.

Se trata de un criterio parcial: sociológicamente, un sistema de control social .esjo.opuesto a la anar­quía, y por ello es un_requisito de la existencia de cualqyier sociedad, desde la más autoritaria hasta la más democrática. Un sistema de control social no es*v más que un conjunto de normas de todo tipo (éticas,!--

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morales, religiosas, mágicas, de costumbres, de usos, jurídicas) que, como tal, presenta modelos de con­ducta con sanciones de algún tipo, en caso de incum­plimiento de sus prescripciones. Es decir que el pue­blo más simple en su modo de vida (no "primitivo", término que ha sido peyorativamente utilizado des­de los países centrales, hace décadas, para confrontar prácticas ajenas con la propia cultura dominante) tiene control social, ya que sin él no se puede vivir.

Una sociedad sin control social, y que a causa de x

ello no tuviera normas, equivaldría a un grupo hu­mano sin pautas regulativas de ningún tipo, donde/ nadie supiera qué es lo que está bien o mal, qué es lo debido o lo indebido; es una sociedad imposible, ya que las reglas de convivencia nos exceden como especie: tanto los insectos, a partir de sus códigos genéticos, como los mamíferos superiores, pasando por toda la escala zoológica, presentan patrones de comportamiento, y la presencia de "sanciones" pue­de verse en todos los animales sociales. Tema dis-? tinto de éste es si un sistema de control se basa era la más dura represión o en la resocialización de los] desviados, pero de lo que no hay duda es de quei todas las sociedades han fijado pautas de conducta! y las han sancionado, de modo que fuera necesario ajustarse a ellas o atenerse a las consecuencias. Por lo tanto, sostener, sin límites, que toda desviación debe ser tolerada puede ser una propuesta religio­sa o filosófica, pero constituye una inconsistencia sociológica. Y esto es porque una sociedad en esta­do total de anomia, es decir, sin normas de ningún tipo, es inviable.

Puede haber sociedades sin derecho o sociedades sin religión, pero porque otras normas ocupan su lu­gar. Sociedades anormativas no se pueden concebir,! y por ello, en nuestro concepto, tampoco sociedades

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sin control social alguno. La Argentina bordea una si- \ tuación de anomia, pero no porque falten normas, \ sino porque se presentan modelos contradictorios de i control social. Esto quiere decir que mientras unas • normas prescriben ciertas conductas, otras prescri- / ben lo contrario: lo que unas castigan las otras pre- \ mian, y viceversa.

El ejemplo de Juan Agustín García respecto del *, contrabando colonial es adecuado: como actividad |' ilícita estaba penado, pero como actividad prestigio- \ sa para hacer dinero estaba permitido, y no sólo eso, también estaba premiado por el crédito de los que lo llevaban a cabo. En un sistema de control (penal ofi-í cial) es un delito. En el otro (costumbres de los eva-í sores y de los que observan los hechos) es algo acep-} table, que se valida. En un caso, la norma trata de' defender al Estado en la integridad de su patrimo­nio; en el otro, la norma trata de defender a los par­ticulares en su "derecho" de hacer rápida íortuna por cualquier medio, sea lícito o no. La presión hacia el éxito, que un sociólogo norteamericano muy lejano de las posiciones críticas, Robert K. ivlerton (1992), denuncia en su sociedad en las décadas de 1940 y si­guientes, no nos resulta ajena para la explicación de ciertos delitos: se cometen porque permiten el rápi­do ascenso, no se castigan porque no hay conciencia social del daño que producen, y si alguno lo preten­diera, chocaría con los intereses contrarios, fuertes, también, para evitarlo. Pero también, en un sistema} hipócrita, si se castiga, puede ser porque genere en- [V vidia, no porque mueva reacciones éticas. Estos he- rj chos nos muestran una internalización débil del con- / trol social, que no se ha modificado. El derecho se' deja en manos de una incierta "Justicia" que "deberá intervenir" y que, al parecer, a pocos interesa que in­tervenga.

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Si este diagnóstico es cierto, y si el derecho es un instrumento técnico de control social en manos de personas, las consecuencias son graves; si no existe interés en su custodia, no puede pedirse a otros que atiendan un cometido que los interesados no preten­den custodiar. Para la cultura media argentina, la sanción deberá "caer con toda la fuerza de la ley" si el damnificado es el que habla. Si es el autor del he­cho dañoso, o si fue cometido por sus amigos o inte­reses asociados, la Justicia no debe tener ninguna función, a riesgo de ser calificada de parcial y co­rrupta. Falta una conciencia de la justicia que tenga caracteres fuertes de imparcialidad, que se entienda como aplicable a todos, custodiada por todos, exigi­da por todos. Este es un requisito básico para que un sistema de control social funcione. Pero debemos ad­vertir que una importante parte de la población no tiene interés alguno en su vigencia, porque los per­judica, aunque sea por beneficiarse con las migajas del ilícito (gran parte de la marginalidad), y otros, que deberían defender el sistema porque los ampara, tampoco lo hacen, porque obtiener. réditos ocasiona­les con la actividad ilícita, y aquí, lamentablemente, debería incluirse parte de la actividad política, em­presarial y financiera.

De tal modo, los que honestamente creen que el sistema de control social debe funcionar a partir de un derecho efectivo, pueden quedar aislados o, peor aún, amenazados si pretenden llevar a fondo sus in­vestigaciones, teniendo poder formal para ello. No ha sido excepcional el caso de fiscales, jueces o fun­cionarios amenazados por investigar ilícitos de peso, mafias nacionales o con ramificaciones en el país, o delitos organizacionales. Tampoco es extraño a este fenómeno el hecho de que la Argentina, en este cam­po, sea un país del "primer acto": la denuncia en cuer-

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po catástrofe en los diarios, que luego se diluye más y más hasta quedar en la nada meses o años después. El final: un sobreseimiento, una pena puramente sim­bólica, o nada.

En realidad, el descrédito sobre la administra­ción judicial es parte de este proceso, pero no pue­de achacársele a ese sistema toda la culpa. En una buena medida, el derecho es lo que la sociedad quie­re que sea, y el país tiene, aunque no lo acepte, la justicia que en el estado actual de su evolución se merece. Otros temas vinculados se analizan más adelante.

Esta primera afirmación nos llevará a sostener que para que cambie la justicia en el país, deberá cam­biar la conciencia social sobre el derecho. Éste no es propiedad "de los jueces" o de los otros, es de todos. Por lo tanto, sin un compromiso firme sobre ciertos valores, sin que se acabe el doble discurso de pedir justicia y tratar de impedir que se lleve a cabo, no se podrá generar ningún cambio en los otros sistemas involucrados. N i mejores leyes, ni mejores jueces, ni

.una administración tecnificada de justicia podrán alterar un sistema cultural en el cual la impunidad y el derecho se confunden peligrosamente, y en el cual, por comodidad, se imputan sólo a los sectores dirigentes tendencias corruptas o evasoras de la ley. Estas tendencias están en toda la sociedad, por lo que cabe preguntarse válidamente si el interrogan­te: "¿Quiere el país una administración de justicia eficiente?" tiene una respuesta única. En realidad, de- .' bería contestarse que algunos lo quieren: son los que :

se beneficiarían con tal justicia (acreedores, víctimas , de delitos, sus parientes, los abogados de estos gru- f pos); otros apostarían fuerte a la ineficiencia man-A tenida: deudores, fallidos, procesados, sus familiares ' i y amigos; también, algunos abogados poco éticos, a

los que no les basta obtener la menor indemnización o sanción que pueda corresponderles a sus clientes, , sino que los beneficia más que el sistema no funcio- . ne, con lo que garantizan la impunidad. Pero, y aquí el grave problema, todo esto tiene cierto aval de par­te de la población orientada a apañar al desviado, al deudor o al criminal. Parecería que algunos infrac- \ tores a la ley resultan más simpáticos que otros, y, i cuentan con un discurso neutralizador o favorable de j los medios: depende de los intereses que estos medios j representen, así el delito merecerá condena antici- • pada, será explicado o justificado. También existe' en el medio político una concepción de los "derechos humanos" peligrosamente cercana a ésta: son exigi-bles los derechos humanos de mi grupo; si se violan j :

los del enemigo, ni es necesario hablar; hasta se lo^ puede justificar. Con este criterio, un concepto fun­damental de garantía universal queda desvirtuado y se convierte en un arma política.

El oportunismo social no es buen referente para un derecho que, por ser tal, no resulta "amigo" ni "sim­pático", ya que fija reglas que deben ser cumplidas, hasta que sean cambiadas legít imamente por otras. Esto, sólo si se acepta la legitimidad legal, como he­mos visto, y es precisamente lo que no parece vali­dado como hecho verificable.

En este marco, se diría que han llegado como ani­llo al dedo los casos de corrupción judicial denuncia­dos ampliamente por los medios de comunicación. Sobre unos 850 jueces nacionales, abarcaron, en diez años, a unos quince. Pero ha sido suficiente para que la imagen de la Justicia, que alcanzaba según la en­cuesta nacional Gallup al 59% de confiabilidad en 1984, bajara al 12% en 2001. Curioso es señalar que en el mismo lapso, la policía bajó del 25 al 17% ,con lo que está cinco puntos por encima de la Justicia en

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confiabilidad, y las fuerzas armadas subieron del 19 al 28%, de lo que resulta que los militares más que duplican la confiabilidad de la Justicia (La Nación, 19/8/2001) , y nos genera la preocupación sobre la de­mocracia que antes manifestábamos. Esta evaluación se le debe a los medios de comunicación, pero ayu-,da a la tendencia cultural nacional. Ahora no se cree

jcasi en nada ni en nadie. La idea de que "todos son I corruptos" alcanza y sobra para que cada uno haga lo ( que desee. Total, nadie podrá acusarlo, siendo el acu-i sador mismo un corrupto real o presunto (lo que re-vsulta equivalente para el grueso de la opinión).

/, El ataque social a la Justicia también ha tenido co-. mo marco el sueldo de los jueces. Con olvido de la independencia que se les pide, y la necesidad de que no hagan negocios de ningún tipo, el ajuste llama una y otra vez a la reducción de sueldos, con motiva­ciones que no tienen mucho de democráticas, aun­que así se pinten. Trataremos esta situación en otra parte. Pero señalemos desde ahora que la presencia de jueces rectos implica la garantía de todo el siste­ma. Claro que esto no lo piensan ni los economistas que siguen las recetas del economicismo desnudo, que se agota-en temas de caja, y jamás incursionan en la sociología política, jurídica o económica; ni los medios de comunicación, que hacen coro; ni el co­m ú n de la gente. En realidad, no sería una conclusión aventurada decir que en la Argentina la presencia de una Justicia efectiva, proba, recta y que alcanzara a todos los que tiene que alcanzar, no es bien vista. Cuando se lo pide públicamente, es para retacearle todos los recursos que le permitirían serlo. Luego, se dirá que la Justicia no funciona, se hablará de la di­lación de los pleitos, de los procesados sin sentencia, y de que hay una virtual "denegación de justicia".

El tránsito automotor: sus reglas y su práctica como laboratorio de la

anarquía y del uso indebido del derecho en el país

Se nos permitirá hacer una digresión sobre el tránsi­to urbano. Tema menor, intrascendente, que poco preocupa a los juristas, politólogos, analistas sociales y sociólogos, por carecer de valor frente a los gran­des problemas que aquejan al país. Pero una breve atención a la cuestión permite obtener algunas con­clusiones sobre el derecho en general.

Suele sorprender a quien no participe de la cul­tura vernácula la total falta de respeto mutuo que, sin causa alguna, o por meras contingencias supera­bles, se dispensan los automovilistas y peatones en las grandes ciudades del país, pero especialmente en Bue­nos Aires. Esta visión cotidiana no permite separar claramente a conductores profesionales de particu­lares, y tampoco, en cuanto a la comisión de infrac­ciones en general, a jóvenes de mayores, ni a hom­bres de mujeres. En general, y salvo conductas que son poco habituales, "el otro" se ve como un obstá­culo que no merece el menor respeto, ante la nece­sidad de avanzar o de detenerse, de cruzar o de se­guir, y se lo ignora, se lo insulta o se lo agrede, como si no fuera un igual sino un mero estorbo. Y se trata nada más que de un minuto de tiempo. La repre­sión, en este caso, sobreviene contra el cumplidor: el automovilista "obstaculizador", que merece agravios generalizados si respeta las normas; el que, en una ruta, pretende mantenerse a la velocidad máxima permitida; el que no arranca velozmente cuando el semáforo habilita su marcha, el que pide paso a un

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6. Sobre la reforma del derecho y de sus operadores

La sociedad y el derecho

Si el derecho legislado puede tener contenidos ajenos a la realidad social, el derecho efectivamente practica­do no puede exceder mucho los valores de la socie­dad en la que existe. De modo tal que, cualquiera sea la legislación, es una regla sociológica que tales nor­mas se aplicarán sólo en la medida en que se ajusten al pensar y al sentir de sus ejecutores No existe un derecho que se pueda aplicar au tónomamente .

Se podría sostener que, en un país autoritario, cual­quier derecho puede aplicarse con tal que haya fuerza suficiente para sustentarlo. Esta idea no se encuen­tra confirmada históricamente, en cuanto todo dere­cho requiere una base de legitimación, así sea el de­recho de los poderosos de sojuzgar a los que menos tienen (se puede pensar en el derecho feudal); pero seguramente es menos cierta en momentos democrá­ticos, en los cuales si el derecho formal no se ajusta al sentir social, el practicado lo está, aunque no coincida con aquél.

Hemos dicho que, en la Argentina, pocos parecen creer en el poder regulador y corrector del derecho, y esta observación involucra a una cantidad de jue­ces competentes en materia penal (según surge de la investigación 2000c), pero que existe en todos los contextos.

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La complejidad y la vastedad del derecho quitan practicidad a la pregunta "qué derecho quiere la so­ciedad". Sólo se podría determinar a grandes trazos, no en las minucias que constituyen el mayor cuerpo del orden jurídico positivo. Esto no se ha estudiado específicamente, pues hace a lo que se llama el"ima-ginario jurídico": la sensación de justicia que cada sector tiene respecto de sus necesidades y de los de­rechos de los otros sectores, y el modo como la cum­ple el derecho legislado. Si el derecho'refleja siempre una estructura de poder, no cabe pensar en consen­so alguno que indique unanimidad, salvo que exista un improbable acuerdo básico sobre los principios y valores que deben defenderse y las desviaciones que deben sancionarse ("contrato social", postulado y ja­más probado).

Pero si la sociedad es inequitativa, el consenso pa­rece lejos de lograrse. Otra cosa es la unanimidad, que sería improbable incluso en las "sociedades justas", cualquier cosa que éstas signifiquen. Parece razonable pensar que el derecho de propiedad será mayorita-riamente defendido por ios propietarios o los candi­datos a serlo (aun esto no es seguro), pero no habrá propens ión a respetarlo por los que nada tienen, y saben que nunca tendrán, ya que al aceptarlo defen­derían intereses ajenos, nunca propios. ¿Qué interés puede tener quien vive del delito contra la propie­dad en sostener las penas de prisión para gente en su misma situación? Es pueril pensar que un narcotra-ficante avalará normas que l imiten su negocio.

La conclusión obvia es que un derecho se reputa justo y se cumple, de acuerdo con el mayor consenso que sus normas tengan, y en el caso de las institucio­nes básicas de la sociedad, en la medida en que abar­quen a la mayoría de la población, aceptando corno válido que nunca concitará la aprobación unánime,

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cualesquiera fueran sus contenidos. Pero en un país como la Argentina, en el cual las desigualdades son crecientes y las brechas no sólo nó se cierran, sino que se amplían, es difícil entender c ó m o un derecho pue­de ser aceptado por el grueso de los implicados.

Cabría pensar, a partir de tales consideraciones, que el derecho opera para los que están incorpora­dos al sistema, y no toma en consideración a quienes no existen en él o son descalificados (desocupados crónicos, marginales, delincuentes de sectores bajos, militantes del antisistema, e tcé tera) . Ocurre en la Argentina con la tolerancia de los crecientes asenta­mientos ilegales, con las actividades semimendican-tes, los comercios no autorizados en la vía pública, la ebriedad callejera y otras conductas otrora castiga­das, y hoy sin sanción real. El hecho mayor es la i n ­diferencia frente al delito, ya que el problema de la resistencia policial a tomar denuncias ha derivado en la no formulación de las que se sabe que no t endrán destino alguno. Las personas medias dejan de creer y terminan tolerando, como una maldición, su reali­dad. Si la si tuación se les torna insoportable, puede que intenten migrar a otra sociedad donde creen que se les garantizará su seguridad.

La impotencia del sistema oficial para hacer cum­plir las normas se extiende. La si tuación en la cual la clase media cada vez se empobrece más, y debe ha­cer malabares para no caer, no hace propicio el cam­po para el cumplimiento de normas, aunque no se trate de las penales. Cuando se trata de subsistir, no hay margen para la buena letra. El pago de impues­tos puede ser una obligación cívica a la que algunos (o muchos) no se ajustan por avidez, irresponsabili­dad o indocilidad, pero no es el caso de impuestos que no se pueden pagar, y que obligan a decidir en­tre subsistir o abonar. Frente a ello, no hay, realmen-

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te, opción posible. De l mismo modo, la resistencia al pago de multas, los incumplimientos en los pagos de servicios, las ejecuciones hipotecarias que siguen a prés tamos garantizados, cuando llegan a cierto nivel, dificultan las acciones individuales. El problema es social, y el derecho ha perdido su margen de efecti­vidad, que es el cumplimiento voluntario y posible de las normas por la mayoría.

Esto dificulta cualquier eva luac ión del derecho como variable de integración en una sociedad no jus­ta, por lo menos para la comunidad en su conjunto. Sin este requisito, no puede haber consenso posible que abarque a la mayoría , y no puede ni siquiera decirse que "la minor ía se desvía". No hay tal mino­ría, sino que la misma sociedad se encuentra d iv i ­dida en grupos antagónicos o indiferentes, cada uno de los cuales puede tener una idea muy distinta de lo que es justo y del derecho que debe aplicarse en cada caso. Pensamos que tales distinciones existen t amb ién entre abogados y jueces, que son los encar­gados de aplicar el derecho, según lo ratifica el am­plio abanico de opiniones recogidas en nuestras i n ­vestigaciones.

Nuestra conclusión, obvia luego de lo dicho, es que un sistema operativo de derecho requiere un acuer­do básico que sólo se puede tener si no existen con­tingentes mayoritarios fuera de la sociedad civil. Un modelo de exclusión no permite la existencia de un derecho integrado; el orden jurídico se vuelve, en ta­les casos, la estructura misma del conflicto.

Tampoco creemos que una reforma social pueda partir de un cambio en las normas jurídicas; éstas cambian cuando se alteran las creencias mayoritarias sobre lo que es justo y lo que es injusto. La concep­ción racionalista del derecho no se sustenta: para que el nuevo derecho tenga su lugar en la práctica

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efectiva, deben ser compartidos los criterios que avalen su aplicación.

No se ve en la Argentina contemporánea n ingún principio de acuerdo sobre los temas fundamentales de la convivencia social; ni respecto de la economía, tema central desde hace cincuenta años, ni desde las conductas que deben ser reprimidas y cuál es el t ipo de represión que debe instrumentarse. Falta asimis­mo liderazgo social, y estos temas no se debaten am­pliamente; se puede decir que falta t ambién interés popular (y nivel educativo) para el planteo de tales cuestiones: hay, eso sí, superficialidad, prejuicio y nu­merosos pescadores ideológicos en río revuelto. A fal­ta de acuerdo, las explicaciones simplistas abundan, los modelos de salvación se suceden, y las personas comunes, que poco entienden de cada situación, sal­vo por observar su propia vida en decadencia, se su­man a las propuestas o las discuten sin saber a cien­cia cierta qué es lo que votan o rechazan.

En este campo, la reforma social depende de un modelo polít ico que no se encuentra a principios del siglo X X I . Mientras no exista, es inútil pensar en la instrumentación; primero se debe decidir qué hacer y luego c ó m o hacerlo. El derecho pertenece al "có­mo", no al "qué". U n error c o m ú n es pensar que el derecho soluciona los problemas o que significa so­luciones: lo único que hace es instrumentarlas, bien o mal. Pero, por sí mismo, no representa una solu­ción; si lo que trata de expresar ha sido mal pensa­do, representa intereses minoritarios o alimenta cier­tos bolsillos a expensas de otros. No es más que un instrumento, no puede ser más que quien lo ha idea­do o lo usa. Sin embargo, el derecho es una parte i m ­portante del ordenamiento social. Mientras la socie­dad vaya a la deriva, el derecho sólo se aplicará errát icamente en la medida en que alguien pueda

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imponerlo y otro no logre eludirlo, no cuando inexo­rablemente corresponda su aplicación.

De modo que deberemos analizar los puntos si­guientes sobre una base muy endeble: suponer que el consenso no existe, y el derecho, en todo caso, es fragmentario y obedece a los intereses de ciertos gru­pos. Su aplicación depende de si se está de acuerdo con tales intereses o en contra de ellos. De modo que pondremos en el futuro incierto una sociedad organizada sobre bases más firmes y acordadas, en la que se crea en principios básicos y en su instru­men tac ión por el derecho. Y sobre esta suposición, admitiendo que se ha pensado bien un diseño so­cial, basado en acuerdos mayoritarios que no exclu­yan a demasiadas personas (siempre habrá exclui­dos, en cualquier sistema, aunque más no sea por decisión propia, o por no aceptar n ingún acuerdo), entonces sí el derecho puede ser un instrumento adecuado o inadecuado, los jueces pueden ser bue­nos o malos, el sistema judicial puede ser eficiente o lamentable.

La falla de este razonamiento, para la actualidad, es manifiesta en cuanto, cualquiera sea el derecho legislado, los intereses t ra tarán de forzarlo en pos de sus objetivos. Abogados tratarán de que la letra de la ley exprese lo que no dice, jueces opinarán de con­formidad con ideologías propias y contrarias a la del legislador, profesores de derecho girarán en un "cie­lo de los conceptos" con ajenidad total a la realidad de sus alumnos, cuando sean colegas, y con cierta es­quizofrenia respecto de su propia realidad actual co­mo jueces y abogados. Pero frente a ello, proponemos, por lo menos, un sinceramiento, que no existe: ma­nifestar que el derecho, lejos de ser un instrumento de integración, puede serlo de ruptura, y que m u ­chos operadores jurídicos, lejos de hacer lo que pien-

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san y pensar lo que hacen, tienen un discurso púb l i ­co y otro privado, dicen hacer una cosa y hacen otra, sostienen un criterio y aplican una solución basada en la ideología contraria.

El primer punto de un cambio sería tener un de­recho oficial de mayor coherencia. La coherencia to­tal no existe, por supuesto, pero en nuestro caso es peor, primero por la profusión de normas (la "manía legiferante", según la cual, donde hay un problema debe haber una ley, y, si es posible, dos) y segundo porque el sistema jurídico no se encuentra inspirado en principios y valores comunes. El sociólogo del de­recho francés A . J. Arnaud (1981), al tratar de la ra­zón jurídica, sostiene que la coherencia amplia de la razón que sustenta un derecho sólo se observa en los momentos revolucionarios, pero que luego se va ate­nuando al recoger nuevos principios, no obstante lo cual puede reconocerse. Tal es el caso de la razón de la Revolución Francesa, que puede reconocerse en el derecho francés actual, no obstante las modificacio­nes sufridas. Pero en otros casos, a una razón jur ídi ­ca inspiradora de un sistema (por ejemplo, nuestro código civil , de inspiración liberal individualista), se agregan instituciones inspiradas en otras razones j u ­rídicas (por ejemplo, las instituciones agregadas por la reforma de 1968, como las teorías de la impre­visión y de la lesión, con inspiración en un derecho social), que tornan incoherente el conjunto, y que re­quieren interpretaciones permanentes sobre la pre-valencia de uno u otro criterio, de uno u otro valor, de una u otra razón.

U n ejernpio de esto ha sido el derecho laboral na­cional; su misma existencia proviene de una razón jurídica ajena al derecho civil tradicional, y así ope­ró por unas décadas. Luego, el retorno al liberalismo inicial lo violentó hasta que en muchas disposiciones

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expresa nuevamente la razón jurídica original, que no tiene en cuenta la protección del trabajo. De ello no resulta n ingún sentido unitario.

Si bajamos al nivel formal, el proceso, sea civil o penal, no parece representar una organización de la búsqueda de la verdad, sino un cumplimiento de pa­sos que representan ficciones reconocidas. En mate­ria penal, la verdad accesible se veda en vir tud de un exceso de principios "garantistas" cuyo límite tampo­co es claro. ¿ Q u é se busca? ¿ Será el castigó de los de­lincuentes, luego de investigar su culpabilidad, o su impunidad? ¿Se acepta la responsabilidad individual, o se postula que la responsabilidad es de la sociedad? En este campo es difícil saber, en la Argentina de hoy, qué se está defendiendo, y quiénes lo defienden, y la crisis del derecho penal se halla en boca de los trata­distas, de los profesores y de los jueces.

A partir de un derecho más coherente, se podría lograr una aplicación del mismo tipo. Pero esta con­clusión no es segura. Lo que sí puede serlo es que un derecho inspirado en principios contradictorios deja un marco ampl ís imo para divergencias interpretati­vas ilimitadas, ya que siempre habrá una norma, ma­yor o menor, en la que apoyarse para resolver lo que se quiera. Esta posibilidad siempre existe (no cree­mos en la formalización del derecho ni en "jueces ci­bernéticos", a pesar de todo el esfuerzo que algunos filósofos hacen). Pero una cosa es que no se pueda impedir, y otra cosa es facilitarlo de tal manera.

Si tuviéramos una sociedad con un acuerdo bási­co que incluyera a la mayoría, con divergencias aceptables en cuanto a permitir un sistema de rela­tiva coherencia que abarcara a los restantes, y, como resultado de ello, la posibilidad de expresarlo en un orden jur íd ico positivo de similar organicidad, ¿qué nos faltaría para tener un sistema judicial aceptable?

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