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TEXTO PREPARADO PARA EL MODULO: TIC Y EDUCAR CIUDADANOS ESCUELA DE ESTUDIOS SUPERIORES DE LA OEI POR FAVOR NO CITAR NI CIRCULAR SIN AUTORIZACIÓN La cultura participativa en la era digital: ampliaciones y límites de las nuevas ciudadanías

Inés Dussel Julio 2012

Introducción: La formación ciudadana es una de las funciones más importantes de la educación. La integración social, la capacidad de vivir juntos y el aprendizaje de un lenguaje y de reglas y principios éticos comunes, son tareas educativas de primer orden para que una sociedad democrática sea viable. Pero esa formación ha tenido formas distintas en los últimos dos siglos. En un primer momento, a partir de la emergencia de las repúblicas nacionales en el siglo XIX, la tarea de formar ciudadanos fue cumplida principalmente por el sistema educativo. La cultura común estaba definida por los estados nacionales, que buscaron proveer una lengua, un pasado y un sistema de referencias comunes para sus habitantes, y la escuela debía garantizar el acceso a esa herencia cultura compartida. Si bien la concreción de ese ideal tardó muchas décadas en imponerse y contuvo exclusiones importantes, lo cierto es que escuela y ciudadanía estaban muy unidos conceptual y prácticamente. La ciudadanía republicana era, antes que nada, una ciudadanía letrada. En un segundo momento, ya en el siglo XX, otras agencias culturales como el cine, la radio y la televisión empezaron a cobrar protagonismo en la formación de la ciudadanía. Usando metáforas espaciales, podría decirse que la formación ciudadana republicana era una educación “desde arriba”, y la que surgió con los medios de comunicación masiva lo hizo “desde el costado”, moldeando y a la vez moldeándose según los gustos del público. El cine y la televisión se internacionalizaron, y surgieron comunidades imaginarias que trascendieron los límites de las naciones. El sistema educativo convivió con ese desafío muchas décadas, aunque su peso en la definición de competencias ciudadanas fue decreciendo paulatinamente. El momento actual muestra otro cambio importante. La cultura digital que se difunde a partir de la irrupción de las nuevas tecnologías termina de consolidar este desplazamiento. El nuevo modelo no es ya la ciudadanía letrada ni el público espectador, sino una ciudadanía participativa que pide protagonismo en las decisiones, y que enfrenta otros desafíos: la globalización, la disgregación y segmentación social, el individualismo, la violencia por múltiples causas, la mala administración de los asuntos públicos. Es una ciudadanía que combina la tradición republicana de la voz y la participación en la esfera pública con los derechos del consumidor que quiere sentirse siempre satisfecho, y con una

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dinámica de monitoreo permanente y de control “desde abajo”. Para algunos, ese nuevo ideal es conformista y apático; para otros, es una ampliación de los márgenes de participación inédito en la historia humana.  En este texto, buscaremos estudiar este desplazamiento a partir de la noción de “cultura participativa” como clave para entender la nueva condición ciudadana. Comenzaremos por una presentación del desarrollo de distintas formas de ciudadanía (política, social, civil, cultural, del consumidor), e introduciremos algunos debates sobre las características de la participación ciudadana en la sociedad digital. Estos debates se dan entre quienes celebran las posibilidades que abre la cultura digital para democratizar las voces y las formas de participación y control ciudadanas, y quienes plantean el riesgo de endogamia por la participación en espacios cada vez más homogéneos e individualizados, el riesgo de asimilar al ciudadano y el consumidor, y la posibilidad de pérdida de una cultura común y de espacios públicos. Se presentará una visión matizada, buscando resaltar los logros alcanzados por las nuevas formas de participación así como los desafíos que se presentan para la vida democrática. En los textos siguientes, abordaremos los problemas y perspectivas que plantean estas nuevas ciudadanías a la educación, especialmente para las y los niños y jóvenes. 1. Viejas y nuevas ciudadanías

El concepto de "ciudadanía" ha sido enarbolado por una variedad de corrientes filosóficas y políticas, al punto que podría decirse, siguiendo al filósofo Wittgenstein, que es un "concepto con alas". Según un autor clásico de los años ’60, T. H. Marshall, hay dos elementos que constituyen el "núcleo duro" del concepto de ciudadanía: ser miembro de una comunidad política y tener obligaciones y derechos (Marshall y Bottomore, 1992). El sentido y alcance de la pertenencia a la comunidad, y cómo y quién define esas obligaciones y derechos, son precisamente las cuestiones alrededor de las cuales se han propuesto distintas nociones de ciudadanía. Una manera de abordar estas distintas nociones es mirar sus cambios a través del tiempo, reconociendo que se trata de una historia larga de constitución de “ciudadanías imperfectas” (Papacharissi, 2010: 19), de modelos e ideales nunca concretados por completo. Por ejemplo, en la democracia ateniense, ciudadano era "alguien que participa en los asuntos públicos". La ciudadanía definía la realización personal del ser humano en tanto animal político, en tanto miembro de una comunidad política; pero el derecho a la "humanidad" estaba restringido a quienes fueran hombres libres adultos (esto es, no esclavos, mujeres ni niños) y descendientes de atenienses. Los ciudadanos no se veían a sí mismos como individuos con ciertos derechos legales, sino como participantes libres e iguales en un orden político que debía desarrollar y realizar sus capacidades humanas, a través de hacer y obedecer las leyes que expresaran esta vida común (Carr, 1991). Más tarde, estos dos componentes de la ciudadanía griega, legislar y obedecer, se escindieron: unos pocos fueron monopolizando la capacidad de "legislar", de

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ordenar la vida compartida, y la mayoría limitó su participación a la obediencia. Con la Revolución Francesa y el ascenso de la democracia liberal a fines del siglo XVIII, la ciudadanía volvió al centro del debate, y el quién y cómo legisla, y quién y cómo obedece, se convirtió en un asunto político prioritario, motivo de pugnas fuertes y hasta violentas. La “era de las revoluciones burguesas”, como las llamó el historiador inglés Eric Hobsbawm (1974), y las luchas de finales del siglo XIX y del siglo XX para extender las formas de participación, evidencian estas disputas. T.H. Marshall conceptualiza a estas luchas en términos de distintas nociones de ciudadanía, que fueron ampliándose progresivamente. La ciudadanía fue entendida, en primer lugar, en función de los derechos civiles, básicamente la libertad de ser propietario y de poder movilizarse, que se establecieron -si no en la práctica, sí como derecho abstracto- al final del siglo XVIII. En segundo lugar, ser ciudadano significaba tener derechos políticos, derechos que se fueron conquistando y ampliando progresivamente en la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, cuando se decretaron en la mayor parte de los países las leyes de sufragio universal y de libertad de asociación y sindicalización. El ejercicio de los derechos políticos suponía sujetos alfabetizados, y por eso la ciudadanía se definía por la inclusión en el mundo de la cultura letrada. Esta vinculación era tan estrecha que muchas veces, desde el siglo XVIII, una cuestión era inseparable de la otra (McIntyre, 1990). La participación en la esfera pública, sin embargo, no equivalía a la igualdad social: se suponía que en la arena política los ciudadanos ponían entre paréntesis sus desigualdades económicas y deliberaban "como si" fueran iguales. Por supuesto, las diferencias en ingresos y patrimonio operaban, de hecho, generando diferencias de poder y de presión sobre el Estado. Hay que resaltar que la democracia, además de constituirse en una serie de instituciones y procedimientos para la representación del pueblo, tuvo desde el siglo XVIII un componente ético-moral fuerte. Para el liberalismo clásico, era la mejor manera de realizar la felicidad de todos, y la igualdad y la participación en los asuntos públicos eran consideradas bienes en sí mismos. Ser ciudadano significaba compartir ese ethos y esa capacidad de intervenir y conmoverse con los asuntos públicos, y buscar el bien común. También en este aspecto fue crucial el sistema escolar, ya que contribuyó a generar ese ethos común, como plantearemos en la unidad siguiente de este módulo. En el siglo XX, creció la importancia de los derechos sociales. La cuestión de la ciudadanía se amplió para incluir la participación social y económica, no en forma homogénea ni acabada pero sí como parte de un ideal que reconocía que, para participar activamente, eran necesarias ciertas condiciones de bienestar y pertenencia a la sociedad común. Es el momento de los Estados de Bienestar, de la promoción de la democracia como desarrollo de todos los individuos (Macpherson, 1984). En la última mitad del siglo XX, otros autores como Will Kymlicka destacan que la ciudadanía se amplía otra vez más para incluir la noción de derechos culturales (Kymlicka, 1996). Conforme crecieron las luchas de las minorías raciales, sexuales, nacionales y de otros tipos, surgió una mayor conciencia de la importancia de la cultura como medio de expresión y del derecho al respeto de

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las diferencias culturales. Hoy se reconoce el derecho a una identidad cultural como parte central de las democracias contemporáneas. La aparición y el reconocimiento de derechos sociales y culturales estuvo acompañada de la emergencia de nuevos saberes y competencias para la participación pública. Señalamos anteriormente (y volveremos sobre esto en la segunda unidad) que la ciudadanía republicana, la de los derechos civiles y políticos, suponía la alfabetización de sujetos que debían ser competentes en ciertos saberes: la lengua estandarizada como lengua nacional, la herencia cultural compartida, una ética y un modo de ser y comportarse que se identificaban como apropiados de los ciudadanos. Pero en el siglo XX, empiezan a cobrar fuerza nuevos saberes que se van distanciando de la cultura letrada. Estos nuevos saberes fueron empujados y promovidos por la presencia de los medios de comunicación de masas, que proveyeron nuevos modelos de identificación colectiva y expandieron el horizonte de expectativas sociales, por ejemplo, a través de la publicidad y la promesa de acceso a mundos de bienes hasta ese momento no sólo inalcanzables sino también invisibles. El cine, la radio y la televisión, con sus estéticas y sus relatos, contribuyeron a delinear otro tipo de imaginarios y de relaciones sociales. Es importante aclarar que rechazamos la postura de que los medios de comunicación fueron el único motor de las transformaciones sociales y políticas del siglo XX, que sin duda son mucho más complejas y multi-determinadas. Entre otros elementos centrales de los cambios políticos, figura la crisis de las formas representativas de la democracia liberal en contextos en que las democracias no responden a las expectativas de los procesos democratizadores (O'Donnell, 1993), y en que las promesas de inclusión social no son realizadas por la consecución de derechos políticos. Consideramos que los medios de comunicación masivos interactúan con otras dinámicas sociales y económicas que, conjuntamente, configuran las formas de participación ciudadana. Sin embargo, nos interesa subrayar que la presencia de los medios masivos impactó profundamente en la definición de la pertenencia a una comunidad y en las nociones de justicia, derechos y obligaciones. Entre otros aspectos que nos parecen especialmente relevantes para considerar en la formación ciudadana, los medios de comunicación han contribuido a instituir una "democracia de opinión" que a veces saltea los métodos y procedimientos formales, que instala una sensibilidad melodramática y sensacionalista, y que se centra en los derechos de un individuo que se piensa más como consumidor que como sujeto político definido por la ley y el derecho vigentes. Sobre esto nos detendremos en los párrafos que siguen. El cambio que se da en la participación ciudadana durante el siglo XX es explicado por distintos autores como el producto del desplazamiento desde un eje político-legal y reflexivo, mediado por la palabra y por la participación ordenada en una esfera pública (como lo definió Habermas en su trabajo clásico sobre la esfera pública en 1981), hacia otro “cultural”, no tanto en el sentido del reconocimiento de las culturas de las minorías sino más bien en el sentido de la cultura mediática (Sarlo, 1996). La primacía de los lenguajes audiovisuales y de los sentimientos, y también la emergencia de un público

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espectador y una audiencia a la que se debía seducir cotidianamente, transformaron el vínculo político y desplazaron los lenguajes y referencias compartidas. Para el mexicano Carlos Monsiváis, en el siglo XX los sistemas de referencias culturales comunes dejaron de ser los del sistema educativo nacional y su panteón patriótico, y pasaron a ser los más efímeros y evanescentes de las celebridades televisivas (Monsiváis, 2007), hoy amplificadas por Internet y las redes sociales. Los medios masivos proveyeron lenguajes, estéticas y contenidos para construir nuestra identidad y para organizar nuestras percepciones de lo legal y lo ilegal, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Papacharissi (2010) también identifica un desplazamiento similar, pero coloca el acento en el cruce entre la ciudadanía cultural y las dinámicas de consumo. La autora destaca que, “dado que en las democracias de la modernidad tardía la cultura está mediada por instituciones comerciales y de masas, estas formas de expresión cultural […] frecuentemente residen en el terreno del consumo de bienes y servicios, y se accede a ellas a través de contenidos culturales mediatizados.” (Papacharissi, 2010: 95). Es decir, en el mundo contemporáneo, es difícil pensar a la cultura por fuera de las industrias culturales masivas como la televisión y el cine, pero que hoy también incluyen a las redes sociales, los buscadores y los videojuegos. Estas industrias culturales nos posicionan, primero y antes que nada, como consumidores, paguemos o no paguemos por sus servicios. La relación básica del cliente es que debe ser una relación de intercambio de equivalentes: uno brinda/paga (con su dinero, su tiempo y/ su atención) y recibe a cambio algo que lo beneficia y lo satisface. En la cultura de consumo, hay una promesa de que la sociedad debe amoldarse a nuestro gusto, y que podemos reclamar si no estamos enteramente satisfechos. Podemos cambiar de canal si no nos gusta lo que se emite, y podemos quejarnos con el administrador de la página de internet si no responde a nuestras expectativas. Según Papacharissi, esto moldea una forma de interacción con la cultura y con lo público que se traslada también a la participación ciudadana. Hay importantes matices que colocar en estos argumentos, para no caer en teorías conspirativas o pensar que la gente es manipulada burdamente. Por ejemplo, en relación con lo afirmado por Monsiváis, el trabajo de otra investigadora mexicana, Luz Maceira (2009), evidencia que en la actualidad el panteón patriótico escolar sigue teniendo importancia en la configuración de identidades colectivas ciudadanas, que están lejos de haber sucumbido a las fugaces estrellas televisivas. Los mexicanos que investiga Maceira siguen viendo los museos a través de los relatos escolares sobre la revolución mexicana y sobre la independencia, y éstos siguen teniendo peso a la hora de pensar su identidad nacional. Trabajos realizados en la Argentina sobre la importancia de los rituales escolares para educar a la ciudadanía en cuestiones como la identificación de las Islas Malvinas como argentinas (Lorenz, 2006) y la condena moral de la última dictadura militar (Pereyra, 2008; Higuera Rubio, 2009), muestran también que la escuela no ha perdido total eficacia en proveer identificaciones fuertes en la ciudadanía.

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Por otra parte, Néstor García Canclini, un importante antropólogo latinoamericano, ha planteado que la identificación de ciudadanos y consumidores no es necesariamente negativa, sino que tiene un potencial democrático que no debe subestimarse (García Canclini, 1995). La ampliación de expectativas, el aprendizaje de otras reglas y conductas, la posibilidad de elegir y de demandar e interactuar con la oferta, son características que permiten una expansión de las posibilidades de acción de los ciudadanos. El consumidor actual no suele ser, al menos no en su promedio, un sujeto pasivo, sino un actor crítico e informado sobre sus opciones y desconfiado y sospechoso de las operaciones de marketing. Actuar como consumidores informados abre perspectivas más plurales que la mera obediencia del ciudadano republicano que aceptaba las reglas del Estado-nación como las únicas posibles. El consumidor sabe que tiene opciones y que tiene poder de negociación, variable según su poder de compra pero significativo si se agrega al de otros consumidores. Papacharissi (2010) también destaca las posibilidades democráticas de esta identificación de ciudadanos y consumidores, aunque no deja de señalar la ambivalencia y dificultad de la posición de consumidor para asumir compromisos éticos y políticos más colectivos y estables. El ciudadano-consumidor se mueve mejor en el marco de la movilización por causas puntuales y acotadas y del monitoreo crítico aislado de la acción de los gobernantes, que en el contexto de acciones ciudadanas más perdurables y que requieren ceder parte del control y la satisfacción inmediata individual. Otros autores como Francisco Seoane y Steve Jones (2008) llaman a este tipo de ciudadano “interventor”, y lo definen como alguien que “se mantiene en actitud vigilante en su entorno para detectar cualquier potencial amenaza que pudiera requerir su intervención en la vida pública” (Seoane y Jones, 2008: 227). Los ciudadanos consumidores y los ciudadanos interventores se piensan como sujetos con poder y con capacidad de intervención en la esfera pública. Alejarse de las visiones de rupturas radicales y de las teorías conspirativas sobre el poder manipulador de los medios no debería, sin embargo, llevarnos a negar la magnitud de las transformaciones recientes. Vilem Flusser, uno de los más lúcidos analistas de la cultura del siglo XX, señaló que “antes, las informaciones eran publicadas en el espacio público, y la gente debía salir de su casa para acceder a ellas. […] Hoy las informaciones se transmiten directamente de espacio privado a espacio privado, y la gente debe quedarse en su casa para que le lleguen” (citado por Didi-Huberman, 2010:158). El inglés Raymond Williams ya había hablado en 1982, en su estudio sobre la televisión, sobre la “privatización móvil” que tiene lugar cuando podemos simultáneamente estar en casa y mirar sucesos distantes sintiéndonos parte de ellos (cf. Papacharissi, 2010). Este concepto expresa la paradoja de querer estar conectado a los sucesos públicos pero desde la vida hogareña, en una confusión de lo público y lo privado. Hay que señalar que lo que Williams identificaba en 1982 no ha cesado de incrementarse desde ese momento, sobre todo a partir de los celulares con múltiples funciones que nos permiten no sólo recibir sino también producir contenidos privados y hasta íntimos. Lo “móvil” es una característica fundamental de la sociedad actual, mucho más que hace 30 años, y lo paradójico es que convive con una privatización cada

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vez mayor del espacio público, en dos sentidos: la ocupación del espacio público por contenidos y dinámicas privadas (la televisión que se ocupa de noticias íntimas y los reality shows son muestra de ello), y el crecimiento del espacio doméstico privado como lugar desde donde se produce el contacto con lo público (cf. Bauman, 2002; Turkle, 2010). Hay otro aspecto que es importante analizar, y tiene que ver con los contenidos de la participación ciudadana. Hoy la definición sobre qué constituye un acontecimiento relevante, que es uno de los modos de configurar la ciudadanía, está cada vez más organizada por aquello que promueven o habilitan los medios de comunicación, dominados (quizás no por mucho tiempo más) por la televisión (Thompson, 1998).1 No se trata solamente de subrayar la importancia de la televisión en dictar qué se convierte en conversación pública, en desmedro de la cultura impresa de los periódicos o de la escuela; habría también que interrogarse sobre las transformaciones que introducen los medios masivos, sobre todo la televisión y hoy internet y las redes sociales, en los modos de justificación y legitimación de las acciones, en la demanda de inmediatez y en la pérdida de distancia respecto a los asuntos públicos. Por ejemplo, en la actualidad es muy frecuente que los procedimientos y principios sobre la justicia se centren en la empatía emocional con quienes se presentan o son percibidos como víctimas, generalmente a través de los relatos audiovisuales de la televisión, y no tanto en las formas legales de la justicia estatal, heredera –como la escuela- del saber crítico moderno que se basa en nociones de verdad establecidas con cierto rigor y a partir de evidencias demostrables, y que pide juicios desapasionados, todos elementos que están lejos del apasionamiento instantáneo y sentimentalista de la sanción televisiva (Sarlo, 1996). Es en ese sentido que la hipótesis de una ciudadanía “mediática” cobra relevancia, y que abre reflexiones en otras direcciones que van más allá de la visión celebratoria de la “ciudadanía cultural” como mero reconocimiento de derechos de las minorías. La argentina Beatriz Sarlo y el mexicano Carlos Monsiváis, entre muchos otros, han señalado los problemas que derivan de la formación de una sensibilidad melodramática y sensacionalista. Otro analista político contemporáneo, Daniel Innerarity, destaca desde España que el régimen visual actual “todo lo espectaculariza, dramatiza y convierte en una vivencia sensacional. […] Para los medios, el mundo acontece como escándalo y catástrofe.” (Innerarity, 2006:40 y 42) Esta espectacularización y dramatización sensacionalista conlleva cambios profundos en las disposiciones éticas y estéticas de los públicos, componentes de la identidad ciudadana. Una reflexión similar fue provista por la norteamericana Susan Sontag, quien dedicó su último libro a analizar los efectos que tiene observar el sufrimiento de los otros por medio de fotografías, espectáculos televisivos en directo, pinturas o documentos cinematográficos; y señaló que ellos producen como efecto una apatía que, lejos de ser un sentimiento frío, es más bien “caliente” desesperanza. Los públicos actuales aprenden que es poco lo que puede                                                                                                                1  La  pregunta  sobre  la  continuidad  de  la  televisión  como  eje  central  de  la  cultura  está  abierta.  Algunos  analistas  como  Clay  Shirky  creen  que  su  tiempo  ha  pasado  y  que  hoy  son  la  internet    y  las  redes  sociales  lo  que  organiza  el  imaginario  de  las  personas  (Shirky,  2010).  

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hacerse frente a la magnitud del sufrimiento ajeno (Sontag, 2003). Para David Buckingham (2002), un especialista británico en educación en medios y digital, la consecuencia de este sentimiento es que se adopta un cierto cinismo como conducta política, cinismo que enmascara la sensación de impotencia e incapacidad para intervenir en la cosa pública. El mayor acceso a la información política mundial, la exposición mediática del sufrimiento y la espectacularización del dolor social, lleva entonces paradójicamente no a una mayor consciencia ética y capacidad de acción, sino a un elevado sentimiento de impotencia del espectador y a una moral problemática, que prefiere no ver o colocar muy lejos (en lo posible, en otro punto del planeta) al sufrimiento ajeno. Recapitulando el recorrido de este apartado, señalamos primero las distintas nociones de ciudadanía y la ampliación de sus contenidos a derechos cada vez más abarcativos: civiles, políticos, sociales y culturales. Destacamos en esa ampliación el papel de los medios de comunicación masivos durante el siglo XX, con su legado ambiguo de constitución de espectadores y consumidores con capacidad de elección y decisión, pero también de una ética y estética sensacionalista y melodramática que mengua la capacidad crítica, y una primacía de lo emocional por sobre los procedimientos y argumentos racionales. En el apartado siguiente, analizaremos con mayor profundidad los nuevos medios digitales y las actuales formas de producción cultural, para debatir si esta posibilidad de producción significa una ampliación de la ciudadanía o una homogeneización aún mayor de los públicos y una reducción de sus márgenes de acción. 2. La cultura participativa: pluralidad y autonomía cívica En este apartado, nos gustaría profundizar en algunos debates sobre las características de la ciudadanía actual, ya plenamente definidas en el marco de la cultura digital. Algunos de los elementos tienen grandes continuidades con lo señalado en los párrafos anteriores, pero la cultura digital amplía las posibilidades de participación y vuelve mucho más concretas y tangibles las acciones de los individuos de respuesta y reacción frente a acontecimientos públicos. Fenómenos como los de las rebeliones en los países árabes, los movimientos de los indignados, y muchas otras formas de movilización, sobre todo de los jóvenes, fueron, si no generados completamente, sí amplificados y difundidos por la presencia de Internet y las redes sociales. También, se dice, desafían la primacía de la televisión y de los medios tradicionales en la organización del debate y la participación ciudadanas. Antes de continuar con el argumento, es necesario aclarar mejor qué se entiende por nuevos medios digitales; siguiendo a Lev Manovich (2006), diremos que son aquellos medios de comunicación que se basan en un soporte digital y tienen características comunes como la programabilidad y la reducción de la información a bits, esto es, unidades uniformes que pueden contener sonido, texto o imágenes en una combinación de registros inédita en la historia humana. Estos nuevos medios incluyen las computadoras, los celulares, las redes sociales, cámaras y videos digitales y videojuegos, entre otros. Aunque

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se apoyan en los medios tradicionales, introducen algunos cambios significativos que cambian la relación de los sujetos con la cultura. La posibilidad de intervenir no sólo sobre los contenidos sino también sobre la programación de esos nuevos medios genera para algunos analistas una nueva forma de ciudadanía, la de los “prosumers”, consumidores y productores a la vez, con una activa participación en la producción de contenidos y de formas culturales. Dice Joan Fontcuberta, estudioso de la fotografía: “La idea de un público pasivo que se limita a consumir imágenes está completamente desfasada. La tendencia [va] hacia la interactividad, hacia procesos donde los roles del artista y de público se alternan” (Fontcuberta, 2010:s/p). La imagen, como veremos en las unidades siguientes, tiene un rol creciente en estas nuevas formas culturales. El alemán Boris Groys señala que los nuevos medios visuales son la “nueva agora de un público internacional y de las discusiones políticas”, y que este público está mucho menos interesado en consumir o contemplar imágenes que en producirlas (Groys, 2010: 14-15). Henry Jenkins (2008) ha elaborado la noción de “cultura participativa” para referirse a este nuevo protagonismo del “ciudadano común”, que en su perspectiva quiebra la jerarquía vertical del saber experto y del control centralizado de la información y la cultura, para instalar una horizontalidad democrática de saberes colectivos y agregados democráticamente. Para Jenkins, surgen nuevas colecciones culturales más plurales que las anteriores, y aparecen otras posibilidades de exploración y habilidades cognitivas que se basan en un mayor involucramiento de los sujetos y en más compromiso con sus elecciones. Otros estudios plantean su productividad en términos de los saberes y de las diversas formas de participación en la esfera pública (Ito, 2010), elemento que retomaremos en la unidad siguiente. Cabe señalar que esta visión ha sido considerada en exceso celebratoria por varios analistas (Stiegler, 2009; Baricco, 2009; el propio Manovich, 2006, entre otros), que creen que asistimos a una nueva homogeneización de los públicos. La pluralidad no llevaría, para estos autores, a una mayor autonomía cívica. En palabras de Virilio, estamos frente a una sincronización de la emocionalidad pública por parte de los nuevos medios, en la que importa menos la opinión crítica que la sentimentalidad estandarizada (Virilio, 2005). En esa dirección, vale la pena analizar el valor formativo para las nuevas ciudadanías de los “videos de afinidad” en Youtube (los que se mandan o crean en una comunidad de amigos), de las comunidades de fans, de la circulación de imágenes y mensajes escritos en las distintas redes sociales, que para algunos son la realización del sueño liberal-democrático de pluralización de los contenidos, y para otros son la plataforma ideal para la réplica automática de mensajes y la estandarización de la sociedad (Snickers y Vonderau, 2009, entre otros). En cualquier caso, más allá de la valoración que les otorguemos, lo que parece indiscutible es que cualquier indagación y trabajo contemporáneo sobre la ciudadanía debe incluir las prácticas culturales que están teniendo lugar en y con los nuevos medios digitales. Siguiendo a Mizuko Ito y sus colegas (2010), puede afirmarse que la cultura pública hoy está migrando a formas de redes digitales, aún cuando persisten

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grandes brechas entre grupos sociales y regiones territoriales en el acceso y usos de esas tecnologías.2 Se habla de “públicos en red” como nueva característica de la época, que plantean otras formas de pensar y ejercer la ciudadanía. En línea con los argumentos de Jenkins (2008) y de Fontcuberta (2010), Ito y sus colegas señalan que hay que pasar de una idea de “audiencias” de espectadores a una de “públicos en red” para dar cuenta de la participación activa en una red social distribuida en la producción y circulación de la cultura y el conocimiento. La noción de públicos en red es complementada por Ito y colegas con una discusión sobre la vigencia de la idea de una “cultura pública común”. Tomando a Arjun Appadurai y Carol Beckenbridge, Ito plantea que que hay que entenderla como “el espacio entre la cultura doméstica y el estado-nación –espacio en el que distintos grupos sociales (clases, grupos étnicos, géneros) constituyen sus identidades por medio de su experiencia de maneras mediadas por la cultura masiva” (Appadurai y Beckenbridge, citado por Ito, 2010: 19). Dos notas consideramos importantes en esta definición: la pluralidad de las mediaciones de la cultura masiva, ya analizada en el apartado anterior cuando se presentaron los argumentos sobre la ciudadanía mediática, y el carácter intermedio o intermediario de la cultura pública entre el espacio doméstico y el espacio estatal. La idea de una cultura pública y de una arena política común donde interactúan los medios de comunicación masivos, las prácticas domésticas cotidianas y las políticas estatales es sugerente para pensar las transformaciones actuales de la ciudadanía. Como hemos señalado, esa interacción no es nueva, sino que se viene dando desde la formación del público lector y la aparición de las industrias culturales de masas en el siglo XIX. Sin embargo, la posibilidad inédita de crear y compartir producciones culturales con públicos cada vez más amplios y a la vez más fragmentados plantea un debate sobre la continuidad de una cultura pública en el marco de estos “públicos en red” de los que habla Mizuko Ito. ¿En qué medida esta cultura pública será “convergente” o “divergente”? Es decir, ¿en qué medida esa cultura pública seguirá teniendo temas y arenas de conversación, referencias o formas de participación que pueden encontrarse en algún punto común? ¿O será que vamos hacia una creciente fragmentación de lo público y hacia la emergencia de “micro-públicos” incomunicados entre sí? En un texto titulado “El Carnaval de la nueva pantalla”, el francés Bernard Stiegler aborda algunas de estas preguntas, cuyas reflexiones retomaremos en los párrafos que siguen. Stiegler plantea que estamos viviendo una ruptura irreversible con el modelo de industrias culturales que dominó al siglo XX, colocándose así del lado de quienes sostienen la radicalidad de los cambios de la cultura digital. En su análisis, no hay ya una “organización calendaria del acceso programado” a ciertas imágenes producidas centralmente pero además distribuidas centralmente, con una “sincronización social” marcada por la                                                                                                                2La  cuestión  de  la  brecha  digital  está  siendo  abordada  por  las  políticas  estatales  en  la  región,  y  es  esperable  que,  de  seguir  las  tendencias  actuales  de  garantizar  acceso  y  conectividad  a  toda  la  población,  la  brecha  se  traslade  a  los  usos  y  patrones  de  circulación.  Los  ejemplos  del  Plan  Ceibal  uruguayo  o  del  Plan  Conectar  Igualdad  de  Argentina  avalan  esa  afirmación,  así  como  muchos  otros  esfuerzos  de  países  iberoamericanos  por  garantizar  el  acceso  a  las  nuevas  tecnologías.    

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televisión o el cine. Si bien cabría señalar, también, que esa sincronización del calendario vino antecedida por la escuela y que la idea de organizar el calendario de la sociedad a partir de instituciones centralizadas no fue inaugurada por la televisión ni mucho menos3, Stiegler argumenta que hay transformaciones fuertes en la actualidad. En este nuevo modo de acceso “cardinal”, signado por una circulación de abajo hacia arriba, combinada con una producción también de abajo hacia arriba, el público tiene acceso a depósitos o archivos de objetos audiovisuales discretos4, retirados del flujo programado que caracterizó a la TV durante 50 años. Para traducirlo al lenguaje corriente, esto significa que uno ya no tiene que esperar que muestren su serie de televisión favorita, sino que puede verla cuando quiere en distintas plataformas (DVDs, televisión digital o sitios de internet como YouTube, Hulu o similares). La idea de un ciudadano-espectador de un espectáculo común estaría perimida, para dar lugar a un consumidor (como hemos visto en el apartado anterior, el desplazamiento no es menor) de objetos culturales discretos cuya narrativa se construye aisladamente. Habría que matizar algunas de estas afirmaciones para hacerle lugar a más negociaciones y combinaciones híbridas que las que las visiones totalizantes permiten. Por ejemplo, podríamos preguntarnos sobre el peso de los espectáculos de fútbol o las telenovelas en nuestras sociedades, para ver que algunos acontecimientos colectivos siguen organizando parte de nuestra actividad social (parte, no toda; lo mismo podría decirse del pasado, donde tampoco la sincronización del calendario social era total). Pero sin duda hay negociaciones en curso con otros lenguajes y tecnologías, con otros modos de producción de lo visual “desde abajo” y con formas de consumo y de narrativas hechas más fragmentadamente, que antes no estaban disponibles de manera tan masiva. Señala Stiegler que lo que estamos viviendo es una batalla por la atención de la gente, especialmente de los niños. Alguna vez el director de la TF1, por mucho tiempo la cadena principal de TV francesa, dijo que su trabajo era vender la atención de los espectadores televisivos a los publicistas (Stiegler, 2009:58). Se trata de capturar, o más bien de producir, un “tiempo de cerebros disponibles”, una condición psicológica y social de atender, preferentemente para consumir algo. Esa “batalla por la atención”, central para el sistema educativo y evidente en las quejas de los docentes sobre la distracción e desatención de las nuevas generaciones, se está desplazando a nuevas arenas, mucho más descentralizadas y divergentes. Stiegler destaca que el mundo económico y el mundo político no terminan de entender lo que está en juego en este momento, y que hay un vacío en la discusión política sobre las nuevas condiciones para la constitución de una cultura común. Marie-José Mondzain (2003) también apuntó algo parecido algunos años antes, cuando percibió que hay que generar espacios para “ver en común”, para discutir con otros los efectos de lo que vemos, para volver a colocar esos efectos –sobre                                                                                                                3  Jules  Ferry  decía  -­‐de  manera  muy  arrogante-­‐  a  fines  del  siglo  XIX  en  Francia  que  él  sabía  qué  estaban  aprendiendo  todos  los  niños  de  Francia,  y  aún  los  de  las  colonias  imperiales  francesas,  a  esa  misma  

hora.  4  Discreto  en  el  sentido  de  “separado  o  distinto”,  esto  es,  como  opuesto  a  objetos  continuos  o  en  continuado  que  ofrecía  la  televisión.  

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todo afectivos- en el plano de la discusión pública y no sólo en el de la emocionalidad doméstica y privada. Parte de esta ruptura del acceso programado y de la centralización de la producción tiene que ver con la emergencia de los nuevos medios digitales, que, como ya señalamos, permiten cambios en el consumo pero también en la producción cultural. No es casual que en lengua inglesa estos medios reciban el nombre de medios DIY (do it yourself, hacer/haga usted por sí mismo). Una de sus características es la permisibilidad (affordance) para que los usuarios generen contenidos por sí mismos5. Estos contenidos auto-generados tienen que ver, en principio, con los objetivos propios del usuario/prosumidor y con búsquedas de satisfacción personal, antes que con responder a parámetros marcados “desde arriba o desde afuera” por instituciones codificadas como el Estado y la escuela (Knobel y Lankshear, 2010). En este sentido, se encuentran perfectamente alineadas con el “ciudadano-consumidor”, antes que con el sujeto legal-reflexivo de la ciudadanía republicana. Estudios recientes señalan que esta divergencia y pluralización de la producción y el consumo culturales no necesariamente avanza en el sentido de una mayor autonomía individual y pluralidad democrática. En casos como Youtube, Flickr, o los sitios generados por usuarios sobre series de TV, películas o temas de interés, puede observarse la creatividad y la pluralidad de producciones, pero también la banalidad y la estandarización de estos usos. YouTube es un caso interesante para considerar este punto. Creada en 2005, pareció representar la realización del sueño democrático de darle libre expresión al ciudadano común y de permitir una plataforma para el intercambio de materiales audiovisuales. Inicialmente fue resistida por las compañías comerciales, que litigaron para que nadie subiera sus contenidos y para evitar perder el control sobre la propiedad intelectual y comercial de sus productos. Pero al poco tiempo se dieron cuenta de que era una fabulosa plataforma para promover propagandizar sus creaciones. Hoy esta circulación comercial convive, con sus pugnas no del todo resueltas, con una enorme cantidad de videos amateurs que tienen muchas funciones, sobre todo usos afectivos y domésticos: mostrar eventos importantes, compartir imágenes familiares, parodiar a otros y crear una comunidad en esa acción, una función de contacto6 y de comunicación banal, aunque no por eso irrelevante en las relaciones humanas. Una evidencia sugerente puede encontrarse en la consulta de los 10 videos más vistos de YouTube: si hasta hace unos meses estaba encabezada por un video amateur (Charlie bit my finger) y poblada de videos de “lindos gatitos”, al momento de escribir este texto los más vistos son videos musicales comerciales los que encabezan la lista, mostrando la estrecha imbricación de las industrias culturales con los medios DIY. Otro crítico cultural, John Hartley, señala que “YouTube, con toda su exhuberancia no sistemática y su contenido poco ambicioso o banal, dedicado                                                                                                                5  Tomo  la  noción  de  “permisibilidades”  (como  se  ha  traducido  “affordances”)  de  los  medios  de  Gunther  Kress  (2005).  6  La  función  de  contacto  fue  descripta  por  Roman  Jakobson  como  aquella  que  sirve  para  “prolongar  o  discontinuar  la  comunicación,  chequear  que  el  canal  funciona,  atraer  la  atención  del  interlocutor  o  confirmar  que  sigue  prestando  atención.”  (Lange,  2009:  81).    

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a poco más que la burla cotidiana o a clips como “heyall! Dancing stupid is fun!”7, es también y simultáneamente el complejo sistema por el cual la alfabetización digital puede encontrar nuevos usos y propósitos, nuevos autores o publicadores, nuevos saberes. Y todo el mundo puede sumarse, lo que incrementa la productividad de todo el sistema.” (Hartley, 2009: 132) Hartley busca proporcionar una visión más matizada de estos sitios; la simultaneidad de expresividad individual y participación amplia es lo que otorga tanta potencia a la plataforma, a la par que plantea la ambivalencia respecto a sus posibilidades. Un caso distinto para analizar la convergencia o divergencia de los públicos en red es el de las comunidades de videojugadores. James Paul Gee (2007) llama “espacios de afinidad” a estos tipos de afiliación social que crean las nuevas redes; no llegan a ser comunidades, se organizan a partir de una tarea, y no se definen prioritariamente por edad o por género o sector social, como puede suceder con los grupos escolares. Antes que un vínculo con otro ser humano, se estructuran como una ligazón a una tarea o interés que está acotado en el tiempo y que depende de la iniciativa de los participantes. Son espacios de participación o membresía voluntaria, con límites más flexibles que permiten entrar y salir con agilidad, redes socio-técnicas en las que se pueden explorar temas de interés e ir adquiriendo competencias y desempeños avanzados. Estos espacios de afinidad tienen algunas características diferenciales. En primer lugar, los jugadores o participantes novatos y los avanzados comparten un mismo espacio, y no se agrupan por edades o por niveles de desempeño. En segundo lugar, el espacio de afinidad permite formas y rutas de participación distintas, que pueden ser centrales o periféricas a la tarea. En tercer lugar, se diferencian por su flexibilidad en el tipo de conocimientos que pone en juego; el espacio de afinidad reconoce y valora el conocimiento tácito, esto es, un tipo de conocimiento que los jugadores han construido en la tarea pero que no pueden explicar por entero con sus palabras. En cuarto lugar, el liderazgo en estos espacios es poroso y es entendido como un recurso para que otros se desarrollen; por eso no promueve jerarquías rígidas e inmutables. Las posiciones pueden ser intercambiables, y quien hoy es experto, mañana puede ser novato (Gee, 2007: 99-101).  En su análisis de los espacios de afinidades, Gee estudia sobre todo las comunidades de jugadores de videojuegos, pero también se está usando este concepto para hablar de otras redes sociales, por ejemplo las que surgen a partir de la escritura de ficción de los fans (fanfiction writing). Algo de este fenómeno también puede observarse en el uso de las redes sociales para el activismo político y social, como pudo verse en las nuevas movilizaciones sociales del 2011, unidos menos por una pertenencia definida a una comunidad que por una tarea e interés común de realizar una acción política particular (por ejemplo, los “indignados”). Estas nuevas formas de socialidad tienen un potencial democrático interesante, por ejemplo en la mezcla de edades, de nacionalidades o de géneros que pueden encontrarse y conversar en un espacio virtual.

                                                                                                               7  “¡Escuchen  todos,  bailar  a  lo  tonto  es  muy  divertido!”  

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Quizás uno de sus riesgos es que, para la mayoría de los usuarios, se proponen recorridos segmentados y encapsulados en grupos que se organizan en función de vínculos de amistad o de intereses similares a los de cada internauta. Dice Vicent Gozálvez Pérez: “El peligro de cierto uso y abuso de las redes sociales se hace explícito cuando se minan los requisitos para el civismo democrático, cuando la cascada comunicacional da paso a la configuración de islas digitales en las que sólo se comparten experiencias previamente seleccionadas con personas análogas, cuando los usuarios acaban desentendiéndose del resto de cuestiones que directa o indirectamente les afectan en tanto que miembros de una sociedad plural e indefectiblemente global. La pluralidad, sin duda uno de los fundamentos axiológicos de las democracias maduras, puede degenerar en una especie de endogamia digital múltiple.” (Gozálvez, 2011: 4). Este aspecto de la endogamia en pequeños grupos es uno de los problemas más serios para trabajar desde la formación ciudadana. En síntesis, en este apartado hemos buscado plantear los debates que existen sobre las consecuencias de los nuevos medios digitales y la cultura participativa que promueven en las formas de participación ciudadana. Sin asumir de antemano una valoración de los cambios, podría decirse que el contenido generado “desde abajo”, el acceso descentralizado y no programado de los que habla Stiegler, la proliferación y escasa selección, y la jerarquización por el consumo de los usuarios, plantean una desorganización fuerte de los sistemas de participación ciudadana hasta finales del siglo XX. Pero ante esa desorganización y fragmentación en grupos endogámicos, parece que las dinámicas centralizadoras más importantes vienen provistas por las industrias culturales, como los videos que se terminan imponiendo en plataformas como YouTube. En términos de la participación directamente política, estudios recientes sobre la movilización ciudadana en el año 2011, sobre todo en los países árabes, también identifican tendencias a la re-centralización: las investigaciones señalan que frente a la porosidad de las redes sociales y la fragmentación de los emisores, quienes seguirán organizando la conversación pública y quienes permitirán que se difundan y amplifiquen los mensajes de los ciudadanos comunes serán los medios del broadcasting: los periódicos reconocidos, la televisión (Zuckerman, 2011). Todavía es demasiado pronto para saber si la tendencia será convergente o divergente; pero lo cierto es que hay que permanecer atentos a la tensión entre pluralización y estandarización de la participación ciudadana, entre lo público, lo mediático y lo doméstico. 3. Límites y desafíos de la participación ciudadana en las sociedades

digitales En los apartados anteriores, buscamos analizar las nuevas condiciones en que hoy se produce la participación ciudadana. Mayor autonomía pero también riesgo de fragmentación y endogamia; mayor peligro de homogeneización y estandarización por la presencia creciente de industrias culturales muy

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poderosas; más posibilidades de control ciudadano “desde abajo”, con la permisibilidad de producir y difundir mensajes de forma horizontal y descentralizada, son algunos de los aspectos que modifican las prácticas cívicas y que desafían a las sociedades democráticas. En las unidades que siguen, debatiremos sus efectos en la educación ciudadana, pero antes de pasar a este punto, nos gustaría puntualizar algunos de los nuevos “hábitos cívicos” (tomando lo que propone Papacharissi, 2010), es decir, las nuevas prácticas sociales por las que se participa en las cuestiones públicas, y que consideramos más desafiantes para el trabajo de los educadores. Un primer hábito cívico es la conexión permanente a redes: cada vez son menos los sujetos que están al margen de ellas, ya sea a través de los celulares o las computadoras. Los sujetos se definen por su conexión con los demás, su acceso a las noticias y a un mundo de bienes y consumo que les requiere el vínculo permanente. La “privatización móvil” de la que hablamos en el primer apartado hoy se amplifica con una cultura de la “conectividad remota”, de personas que viven conectadas aunque estén de viaje, de vacaciones o en el hogar. La comunicación frecuente y la creación de comunidades virtuales no es un elemento a desechar; son elementos importantes de sostén afectivo, y proveen redes de anclaje que permiten experimentar formas de participación que pueden derivar en la movilización política o ética en causas justas y democráticas, como puede verse hoy en las distintas formas de ciberactivismo. Un elemento importante de la conexión permanente es que también incrementa la posibilidad de control, y de ser controlado, una acción que ya no se ejerce sólo de arriba hacia abajo. Como dice Thompson (1998), con la difusión de las nuevas tecnologías todos los ciudadanos, y sobre todo los que ocupan posiciones de poder, se encuentran mucho más expuestos a la mirada crítica de los demás y a la puesta en evidencia de lapsus o actos fallidos que los dejen en ridículo, cuando no de actos criminales que los inculpen. La disponibilidad de celulares y de cámaras digitales que pueden grabar cualquier incidente se volvió una forma de control ciudadano, de vigilancia “de panóptico invertido”, pero lo novedoso es que esto convierte a la vida cotidiana en una especie de “puesta en escena” con conciencia de estar posando permanentemente (Adatto, 2010), no sólo para los poderosos sino también para los pares, los colegas, hasta para una cámara invisible que puede estar grabándolo todo. Las redes sociales como Facebook amplifican sus efectos, ya que el lapsus o la imagen no deseada puede ser rápidamente puesta en circulación y causar efectos desvastadores. Por eso el control sobre la propia imagen es cada vez mayor, y probablemente es más pesado para las nuevas generaciones que adquieren esa conciencia muy tempranamente. La conexión a la red parece horizontalizar las relaciones e instalar mayores niveles de igualdad: por ejemplo, en términos de las noticias, todos podemos potencialmente acceder a las mismas noticias, y también podemos generarlas, al punto que en ciertas circunstancias puede valer lo mismo la edición periodística profesional de un diario que la de un blog. Sin embargo, no habría que exagerar esa igualación. Estudios como los de Hargittai (2011) muestran que las desigualdades de clase, raciales o de género siguen operando en los

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modos en que las personas se vinculan a la red, los sitios por los que circulan, los mensajes que producen, y hasta el tipo de interacción que promueven. Un segundo hábito cívico que analiza Papachirissi es el de los blogs, que ella identifica como la expresión de un nuevo narcisismo, una búsqueda de expresarse creativamente pero con poca interacción con otros. La tesis doctoral de David Brake (2009), un estudio en profundidad sobre autores de blogs, también encuentra que esta escritura es pensada antes que nada como un ejercicio de libertad personal, en la que el lector posible juega un rol marginal. Esta nueva primacía del “yo” como comienzo y fin de las interacciones sociales también es un elemento que desafía la integración social y la configuración de una conversación pública. Por otro lado, Groys (2010) señala que ésta es una condición generada también por la magnitud y alcance de los nuevos medios digitales: si antes la comunicación social se estructuraba alrededor de pocos signos fuertes y con alta visibilidad, hoy se difunde a través de incontables signos débiles de baja visibilidad. “La relación tradicional entre productores y espectadores […] ha sido invertida. [Hoy]… millones de productores producen textos e imágenes para un espectador que tiene poco o nada de tiempo para leerlos o verlos.” (Groys, 2010:117). Poder encontrar un signo fuerte en el marco de tamaña producción se vuelve más difícil, y el repliegue sobre el sí mismo, la posición más accesible. Un tercer hábito cívico tiene que ver con el predominio de la sátira y la ironía como formas de intervención y de crítica sociales. Papacharissi encuentra que hay un tono de juego y de humor en los contenidos que se producen con los nuevos medios digitales, y le otorga un valor en general positivo a esta modalidad. “Si el blog provee el púlpito, YouTube provee la irreverencia, el humor y la impredicibilidad necesarias para rejuvenecer la conversación política atrapada en formulas convencionales.” (Papacharissi, 2010: 151). Pero el humor y la sátira no son sólo formas de crítica social; son también hoy, y quizás sobre todo, el lenguaje básico de la publicidad y del marketing, por ejemplo en marcas comerciales como Nickleodeon, Nike o Pepsi-Cola (Banet-Weiser, 2007). Junto con el sentimentalismo melodramático, quizás el otro lenguaje estético que se esté imponiendo desde los medios masivos es el de la ironía y la irreverencia. Pero cabría pensar si su potencialidad de crítica democrática no se ve menguada cuando son utilizadas tan extensamente por distintas estrategias de venta como las formas más “honestas” de presentar un producto. En una dirección parecida reflexiona Boris Groys (2010), que plantea la paradoja de algunas formas de auto-ironía o auto-denuncia de artistas o celebridades (“no me creas porque sólo soy un personaje o un producto que quiere vender”) que se postulan como la forma más honesta y “verdadera” de mostrarse, aún siendo también el efecto de un cálculo y un diseño de una imagen personal (el “niño terrible”, el “transgresor”, entre otros). También habría que vincular esta autocrítica (con cierto grado de cinismo) a lo ya señalado sobre el cinismo de los espectadores como resultado de su impotencia ante el orden de las cosas que parece inmodificable. Los espectadores hoy son sospechosos, hasta cínicos de lo que dicen los medios; ¿qué política se sigue de ese cinismo y esa ironía irreverente? Son hábitos

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cívicos que condicionan cómo pensar la formación ciudadana, sobre todo para las nuevas generaciones. Un cuarto hábito cívico tiene que ver con una forma de vincularse a lo público más personalizada y a medida. Los nuevos desarrollos de software prometen traernos el “periódico digital a medida”, hecho para nuestros intereses y preocupaciones. También la publicidad empieza a personalizarse de manera casi escandalosa: algunos programas permiten identificar si el usuario habló de “Egipto” en el marco de planes vacacionales o en el marco de un comentario político, y dirigirle publicidad adecuada según su orientación (por supuesto, todavía son precarios y no siempre aciertan en su asociación). Pero la personalización de la información tiene otras potencialidades. Papacharissi (2010) señala que los usuarios de los nuevos medios digitales suelen chequear las noticias varias veces al día en los sitios de internet, y pueden “descubrir” historias accidentalmente mientras buscan otras cosas o a través de sus amigos y contactos, lo que los lleva a tratar a las noticias como parte del mismo proceso de participación individual y personalizada que involucra sus otras actividades en la red. Si este acceso corre el riesgo de reproducir las comunidades endogámicas (“leo lo que mis amigos leen”, “me entero de lo que ya sé”), al mismo tiempo al tratarse de comunidades abiertas, es probable que se amplíe el colectivo y la colaboración con otros distintos y lejanos. También, al entrar desde una red más personalizada que le otorga más confianza y valor emocional, es probable que esa noticia involucre más fácilmente una dimensión afectiva y comprometa más a una participación efectiva. El quinto hábito tiene que ver con el activismo online, más acotado pero también más plural. Papacharissi define a este activismo como “expresiones atomizadas de activismo social de intensidad, expectativa de vida y efectos variables.” (2010:161) Es un activismo menos preocupado por construir consensos (y lectores, como señalamos antes), y más vinculado a la posibilidad de vociferar su desacuerdo y ejercer algún tipo de control y denuncia, aunque sea esporádico. Es un activismo orientado por “causas”, en general susceptible a relatos massmediáticos que generan consenso (por ejemplo, la ecología y la amenaza del fin de la vida), pero también abierto a identificarse con nuevos problemas -si es que éstos logran volverse visibles en este magma de mensajes. Estas nuevas prácticas o hábitos cívicos constituyen dinámicas novedosas en la participación ciudadana. Creemos que ellas plantean condiciones distintas para la formación de las nuevas generaciones, y que señalan límites fuertes para la educación cívica tal como venía siendo pensada por el sistema escolar: puramente reflexiva y racional, centrada en los aspectos legales-políticos, pensada para un tipo de participación estable, organizada y moderada. En las siguientes unidades, abordaremos los desafíos que se presentan tanto en términos de los cambios necesarios en la educación ciudadana como en la consideración y apertura hacia las prácticas ciudadanas de niños y jóvenes.

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