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EL LIBRO DE LASTIERRAS VÍRGENES

Autor: Kipling, RudyardGenerado con: QualityEbook v0.73Corrección de erratas: Facundo Bardón Este libro llega a usted, de manera gratuita, a

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Rudyard Kipling

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El libro de lastierras vírgenes

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Prólogo del Autor

NUMEROSAS son las consultas a especialistasgenerosos que exige una obra como la presente, yel autor faltaría, a todas luces, al deber que leimpone el modo como aquéllas han sidocontestadas, si dejara aquí de hacer constar sugratitud para que tenga la mayor publicidadposible.

Debo dar gracias, en primer término, al sabio ydistinguido Bahadur Shah, elefante destinado a laconducción de bagajes, que lleva el número 174 enel libro de registro oficial de la India, el cual,junto con su amable hermana Pudmini, suministrócon la mayor galantería la historia de Toomai el delos elefantes y buena parte de la informacióncontenida en Los servidores de Su Majestad. Lasaventuras de Mowgli fueron recogidas, en variasépocas y lugares, de multitud de fuentes, sobre las

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cuales desean los interesados que se guarde el másestricto incógnito. Sin embargo, a tanta distancia,el autor se considera en libertad para dar lasgracias, también, a un caballero indio de los devieja cepa, a un apreciable habitante de las másaltas lomas de Jakko, por su persuasiva aunquealgo mordaz crítica de los rasgos típicos de suraza: los presbipitecos[1]. Sahi, sabiodiligentísimo y hábil, miembro de una disueltamanada que vagaba por las tierras de Seeonee, yun artista conocidísimo en la mayor parte de lasferias locales de la India meridional donde atrae atoda la juventud y a cuanto hay de bello y culto enmuchas aldeas, bailando, puesto el bozal, con suamo, han contribuido también a este libro convaliosísimos datos acerca de diversas gentes,maneras y costumbres. De éstos se ha usadoabundantemente en las narraciones tituladas: «¡Altigre! ¡Al tigre!», «La caza de Kaa» y «Loshermanos de Mowgli». Deber de gratitud esigualmente para el autor el confesar que el cuento«Rikki-tikki-tavi» es, en sus líneas generales, el

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mismo que le relató uno de los principaleserpetólogos de la India septentrional, atrevido eindependiente investigador que, resuelto «no avivir, sino a saber», sacrificó su vida al estudioincesante de la Thanatofidia oriental. Una felizcasualidad permitió al autor, viajando a bordo delEmperatriz de la India, ser útil a uno de suscompañeros de viaje. Quienes leyeren el cuento"La foca blanca" podrán juzgar por sí mismos si noes éste un espléndido pago a sus pobres servicios.

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Los hermanos deMowgli

DESATA a la noche Mang, el murciélago;en sus alas acarréala Rann, el milano;duerme en el corral la vacaday de corderos duerme el atajo;tras las reforzadas cercas se escondenpues hasta el amanecer con libertad vagamos.Orgullo y fuerza, zarpazo pronto,prudente silencio: es nuestra hora.¡Resuena el grito! ¡Para el que observala ley que amamos, caza abundante!Canción nocturna en la selva. En las colinas de Seeonee daban las siete en

aquella bochornosa tarde. Papá Lobo despertóse

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de su sueño diurno; se rascó, bostezó, alargó laspatas, primero una y luego la otra para sacudirse lapesadez que todavía sentía en ellas. Mamá Lobacontinuaba echada, apoyado el grande hocico decolor gris sobre sus cuatro lobatos, vacilantes ychillones, en tanto que la luna hacía brillar laentrada de la caverna donde todos ellos habitaban.

—¡Augr![2] —masculló el lobo padre—. Ya eshora de ir de caza de nuevo.

Iba a lanzarse por la ladera cuando unasombra, no muy corpulenta y provista de espesacola, cruzó el umbral y dijo con lastimera voz:

—¡Buena suerte, jefe de los lobos, y que la detus nobles hijos no sea peor! ¡Que les crezcanfuertes dientes y que nunca, en este mundo, se lesolvide tener hambre!

El chacal Tabaqui, el lameplatos, era quien asíhablaba. Los lobos, en la India, desprecian aTabaqui porque siempre anda metiendo cizaña deun lado para otro, sembrando chismes, comiendodesperdicios y pedazos de cuero que busca entrelos montones de basura que hay en las calles de

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los pueblos. Le temen, sin embargo, aunque lodesprecian, por que Tabaqui, más que nadie entoda la selva, tiende a perder la cabeza y entoncesolvida lo que es tener miedo, corre por la espesuray muerde a cuanto se le pone enfrente. CuandoTabaqui pierde la cabeza, hasta el tigre seesconde, porque lo más deshonroso que puedeocurrirle a un animal salvaje, es la locura. Loshombres le damos el nombre de hidrofobia, peroellos la llaman dewanee (la locura) y huyen almencionarla.

—Bueno; entra y busca —dijo papá Lobo—.Sin embargo, te advierto que aquí no hay comida.

—No para un lobo —respondió Tabaqui—,pero para un infeliz como yo, un hueso constituyeun exquisito banquete. ¿Quiénes somos losGidurg-log (el pueblo chacal) para andarescogiendo?

Y a toda prisa se dirigió al fondo de lacaverna; allí encontró un hueso de gamo con algode carne aún adherida a él y se puso a comerloalegremente.

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—Muchas, muchas gracias por tan excelentecomida —dijo luego relamiéndose—. ¡Ah! ¡Quéhermosos son tus nobles hijos! ¡Qué ojos tangrandes tienen! ¡Y a pesar de ser tan jóvenes!…Pero esto no debiera causarme asombro, esverdad, pues basta recordar que los hijos de losreyes son ya hombres desde su nacimiento.

Es inútil decir que, como otro cualquiera,Tabaqui sabía que no hay nada tan fuera de lugarcomo elogiar a los niños estando ellos presentes, yque le divertía por extremo ver en situaciónembarazosa a mamá Loba y a papá Lobo.

Tabaqui permaneció inmóvil, gozando con eldaño causado, y añadió luego, despechado:

—Shere Khan el Grande ha cambiado decazadero. Según me han dicho, cazará en estascolinas durante la próxima luna.

Shere Khan era el tigre que vivía cerca del ríoWaingunga, a cinco leguas de distancia.

—Ningún derecho le asiste para ello —protestó enojado papá Lobo—. De acuerdo con la

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ley de la selva, debe advertirlo debidamente antesde cambiar de lugar. Asustará a toda la caza en dosleguas y media a la redonda; y, en este caso, yo…yo he de trabajar el doble.

—Por algo su madre le puso por nombreLungri (el Cojo) —musitó mamá Loba—. Es cojode nacimiento, y por eso nunca pudo matar másque ganado. Ahora lo persiguen los campesinos deWaingunga, y se viene aquí a molestar a losnuestros. Ellos revolverán toda la selvabuscándolo cuando ya esté lejos, y nosotros ynuestros hijos tendremos que huir cuando peguenfuego a la maleza. ¡Te digo que le estaremos muyagradecidos a Shere Khan!

—¿Quieren que se lo diga? —preguntóTabaqui.

—¡Fuera! —replicó papá Lobo, enfadado—.¡Fuera de aquí y vete a cazar con tu amo! ¡Yahiciste bastante daño esta noche!

—Me voy —dijo suavemente Tabaqui—.Desde aquí puede oírse a Shere Khan allá abajo,en la espesura. Pude haberme ahorrado traerles

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esta noticia.Escuchó atentamente papá Lobo, y allá, en el

valle que descendía hasta el río, oyó el seco,colérico, pérfido lamento del tigre cuando no hapodido cobrar ni una sola pieza, y poco le importaentonces que toda la selva lo sepa.

—¡Imbécil! —exclamó papá Lobo. ¡Vaya unamanera de empezar el trabajo metiendo semejanteruido! ¿Creerá acaso que nuestros gamos son comosus cebados bueyes de Waingunga?

—¡Chitón! No son bueyes ni gamos lo que cazaesta noche —respondió mamá Loba—. Lo que hoybusca es al hombre.

El plañidero grito se había convertido ya enalgo como un zumbante ronquido que parecíallegar de todo el ámbito de la comarca. Era aquelrumor especial que turba a los leñadores y a todala gente errante que duerme al raso, y que a veceslos hace correr tan desatinados que se arrojan enlas mismas fauces del tigre.

—¡El hombre!… —dijo papá Lobo mostrando

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la doble hilera de blanquísimos dientes. ¡Jaug!¿No hay acaso suficientes escarabajos y ranas enlos pozos, para que ahora se le ocurra comer carnehumana. ¡Y de añadidura en terreno nuestro!

La ley de la selva —que nunca ordena algo sintener motivo para ello— prohíbe a toda fiera quecoma hombre, excepto en el caso de que ésta matepara enseñar a sus pequeñuelos a matar; pero, aunen este caso, es necesario que cace fuera delcazadero de su manada o tribu. La verdadera causade esta disposición, es que toda humana matanzatrae consigo, tarde o temprano, los hombresblancos montados en elefantes y armados defusiles, acompañados de algunos centenares dehombres de color con batintines, cohetes yantorchas. Y entonces a todo el mundo en la selvale toca sufrir. Por lo que toca a la razón que entresí se dan las fieras, es que alegan que el hombre esel más débil e indefenso de todos los seresvivientes, y que no es digno de un cazador poner lamano sobre él. Alegan también —y es cierto— quelos devoradores de hombres se vuelven sarnosos y

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pierden los dientes.El ronquido se hizo más intenso y finalmente

terminó con el ¡Aaar! que lanza el tigre a plenavoz en el momento de atacar.

Se oyó entonces un aullido —impropio de untigre—, lanzado por Shere Khan.

—Erró el golpe —dijo mamá Loba—. ¿Quésucede?

Salió papá Lobo y corrió la distancia de unoscuantos pasos, y oyó a Shere Khan murmurando ygruñendo furiosamente, en tanto se revolcaba en lamaleza.

—A ese necio se le ocurrió nada menos quesaltar por encima del fuego encendido por unosleñadores, y se le quemaron las patas —dijo papáLobo, con mal humor, gruñendo—. Tabaqui estáallí, con él.

—Alguien sube por la colina —observó mamáLoba enderezando una oreja. Prepárate.

Crujieron levemente las hierbas en la espesura;papá Lobo se agachó, pronto a dar el salto, con los

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cuartos traseros junto a la tierra. De haber estadoallí en acecho, hubieran podido ver ustedes la cosamás maravillosa del mundo: en el precisomomento de estar saltando, se detuvo el lobo.Brincó antes de haber visto contra qué se lanzaba,y, repentinamente, trató de detenerse. El resultadofue que salió disparado hacia arriba,verticalmente, hasta un metro o metro y medio dealtura, y luego cayó de nuevo en el mismo lugar.

—¡Un hombre! —exclamó disgustado. Uncachorro humano. ¡Mira!

Frente a él, apoyado en una rama baja, seerguía, enteramente desnudo, un niño moreno queapenas sabía andar: una cosa, la más simpática ypequeña, la más fina y gordinflona que jamás sehabía presentado de noche ante la caverna de unlobo. Miró a éste cara a cara y se rió.

—¿Es eso un cachorro de hombre? —dijomamá Loba—. Nunca vi ninguno. Tráelo.

Un lobo, si es preciso, puede llevar un huevoen el hocico sin romperlo, pues está acostumbradoa mover de un lado al otro a sus propios

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pequeñuelos; de esta manera, aunque se juntaronlas quijadas de papá Lobo sobre la espalda delniño, ni un solo diente le arañó la piel, la queapareció intacta al colocarlo aquel entre loslobatos.

—¡Qué pequeño! ¡Qué desnudo! Y… ¡quéatrevido! —dijo dulcemente mamá Loba. El niñose abría paso entre los cachorros para arrimarse alcalor de la piel—. ¡Vaya! Ahora come con losdemás. De manera que éste es un cachorro dehombre, ¿eh? ¡A ver si hubo nunca un lobo quepudiera jactarse de contar con uno que estuvieraentre sus hijos!…

—De eso oí hablar algunas veces, pero nuncarespecto de nuestra manada o que hubiera ocurridoen mis tiempos —contestó papá Lobo—. Carececompletamente de pelo y bastaría que yo lo tocaracon el pie para matarlo. Pero, mira: nos ve y nisiquiera tiene miedo.

De pronto, el resplandor de la luna quepenetraba por la boca de la caverna quedóinterceptado por la enorme cabeza cuadrada y por

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una parte del pecho de Shere Khan que se asomabaa la entrada. Tabaqui, detrás de él, le decía convoz aguda:

—¡Señor, señor, se metió aquí!—Shere Khan nos honra por extremo con su

visita —dijo papá Lobo, pero sus iracundos ojosdesmentían sus palabras—. ¿Qué desea ShereKhan?

—Mi presa. Un cachorro humano pasó poraquí. Sus padres huyeron. Dámelo.

Como dijo papá Lobo, Shere Khan habíasaltado por encima de un fuego encendido por losleñadores, y se sentía furioso por el dolor de lasquemaduras que tenía en las patas. Sin embargo,papá Lobo sabía muy bien que la boca de lacaverna era suficientemente estrecha como paraque no pudiera pasar por ella el tigre. Aun en elsitio donde se encontraba Shere Khan, tenía queencoger penosamente sus patas y la parte superiorde su pecho, como le sucedería a un hombre queintentara pelear con otro dentro de una cuba.

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—Los lobos son un pueblo libre —lerespondió papá Lobo—. Sólo obedecen lasórdenes del jefe de su manada y no las de unpintarrajeado cazador de reses como tú. Elcachorro de hombre es nuestro… para matarlo, sinos place.

—¡Si nos place! ¡Si nos place! ¿Qué significaeso de si nos place o no? ¡Por el toro que maté!¡Es cosa de preguntarse hasta cuándo debo estaroliendo esta perruna guarida, para que se meentregue lo que en justicia se me debe! ¡Soy yo,Shere Khan, el que les habla!

Por todos los rincones de la caverna resonó elrugido del tigre. Separándose de los lobatos mamáLoba se adelantó, fijando sus ojos en los ojosllameantes de Shere Khan; y los ojos de la lobaparecían dos verdes lunas brillando en laoscuridad.

—Y yo soy Raksha (el demonio), quien tecontesta. El cachorro humano es mío, Lungri, mío ymuy mío. No se le matará. Vivirá y correrá juntocon nuestra manada y cazará con ella; y,

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finalmente, y atienda bien su merced, señorcazador de desnudos cachorrillos…, devorador deranas… matador de pocos…, finalmente, él seráquien, a su vez, lo cace a usted. Así que, ahora,¡lárguese!, o por el sambhur que maté —pues yono como ganado hambriento—, le aseguro, fierachamuscada de las selvas, que volverá su mercedal regazo de su madre más coja aún que al venir almundo. ¡Lárguese!

Papá Lobo la miró con aire estupefacto… Yacasi había olvidado aquellos tiempos en que ganóa mamá Loba en fiero combate con cinco lobos,cuando ella tomaba parte en las correrías de lamanada; llamarla Demonio no era un merocumplido.

Quizás Shere Khan hubiera desafiado a papáLobo, pero no podía resistirse contra mamá Loba;sabía que, en el lugar en que se encontraban, todaslas ventajas eran para ella y lucharía hasta morir.Se retiró, pues, rezongando, de la boca de lacaverna, y, cuando se vio libre, gritó:

—¡Cada lobo aúlla en su caverna![3] Veremos

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qué dice la manada acerca de eso de criarcachorros humanos. El cachorro es mío, yfinalmente vendrá a parar a mis dientes!¡Rabiosos! ¡Ladrones!

Jadeante se echó de nuevo mamá Loba entresus lobatos, y papá Lobo díjole gravemente:

—Mucho hay de verdad en lo que dijo ShereKhan. Es necesario enseñar el cachorro a lamanada. ¿Persistes en guardártelo, mamá?

—¡Guardarlo! —respondió ella suspirando—.Desnudo vino, de noche, hambriento y solo, y, contodo, no tenía miedo. Mira: ya echó a un lado auno de mis hijos. ¡Y ese carnicero cojo queríamatarlo y escaparse después al Waingunga, entanto que los campesinos, en venganza, venían aquíal ojeo en nuestros cubiles! ¡Guardarlo! ¡Porsupuesto que lo guardaré! Acuéstate quietecito,renacuajo. Vendrá el tiempo, Mowgli —porque enadelante llamaré a su merced Mowgli, la rana—en que no sea usted el cazado por Shere Khan, sinoquien le cace a él.

—Pero, ¿qué dirá nuestra manada? —dijo

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papá Lobo.La ley de la selva ordena terminantemente que

cualquier lobo, al casarse, puede retirarse de lamanada a que pertenece; pero también que, tanpronto como los cachorros tengan edad suficientepara sostenerse en pie, deberá llevarlos alConsejo de la manada con el fin de que los otroslobos puedan identificarlos; el Consejo se celebrauna vez al mes, al resplandor de la luna llena.Después de la inspección, quedan en libertad loslobatos para correr por donde les plazca; hasta queno hayan matado al primer gamo, no se admiteninguna excusa en favor del lobo de la manada quesea ya mayor y mate a alguno de los lobatos. Alasesino se le impone como castigo la pena demuerte, donde pueda encontrársele; si se piensadurante un momento sobre esto, se verá que esrealmente lo justo.

Papá Lobo esperó un poco hasta que suscachorros pudieran corretear un poco, y luego, lanoche de la reunión de toda la manada, los cogió,junto con Mowgli y con mamá Loba, y llevó a

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todos a la Peña del Consejo, que era una cimacubierta de piedras y guijarros en donde podíanocultarse un centenar de lobos.

Echado cuan largo era sobre su peña, estabaAkela, el enorme y gris Lobo Solitario que habíallegado a ser jefe de la manada gracias a su fuerzay habilidad. Más abajo se sentaban unos cuarentalobos de todos tamaños y colores: había veteranosde color de tejón que podían enfrentarse a solascon un gamo, y había también lobos de tres añosde edad que sólo presumían que habían de poder.Desde hacía un año, el Lobo Solitario los guiaba atodos. Allá en su juventud había caído dos vecesen una trampa; en otra ocasión había sido apaleadohasta darlo por muerto. Sabía muy bien, pues, losusos y costumbres de los hombres.

Se habló muy poco en la reunión de la Peña.Caían y tropezaban unos contra otros los lobatosen el centro del círculo donde se sentaban susrespectivos padres y madres. De cuando encuando, un lobo anciano se dirigía en silenciohacia uno de los cachorros, lo miraba atentamente

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y se volvía a su sitio sin producir el menor ruido.De pronto, una madre empujaba a su lobato haciala luz de la luna para estar segura de que no habíapasado inadvertido. Akela, desde su peña, gritaba:

—Ya saben lo que dice la ley; ya lo saben.¡Miren bien, lobos!

Y las madres, ansiosas, repetían:—¡Miren! ¡Miren bien, lobos!Al cabo, llegó el momento —y a mamá Loba

se le erizaron todos los pelos del cuello— en quepapá empujó a "Mowgli, la rana", como lollamaban, hacia el centro. Mowgli se sentó allí,riendo y jugando con algunos guijarros a los quehacía brillar la luz de la luna.

Sin levantar la cabeza, que hacía descansarsobre sus patas, Akela continuaba profiriendo sumonótono grito:

—¡Miren bien!Se elevó un sordo rugido detrás de las rocas.

Era la voz de Shere Khan que gritaba a su vez:—Ese cachorro es mío; debéis dármelo. ¿Qué

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tiene que ver el Pueblo Libre con un cachorrohumano?

Akela ni siquiera movió las orejas. Se limitó adecir:

—¡Miren bien, lobos! ¿Qué le importan alPueblo Libre los mandatos de cualquiera que nosea el mismo pueblo? ¡Miren bien!

Se elevó un coro de gruñidos. Un lobo joven,de unos cuatro años, recogió la pregunta de ShereKhan, y se dirigió de nuevo a Akela:

—¿Qué tiene que ver el Pueblo Libre con uncachorro humano?

Ahora bien: la ley de la selva ordena que, encaso de ponerse en tela de juicio el derecho que uncachorro tiene a ser admitido por la manada,deberán defenderlo, a lo menos, dos miembros deésta, que no sean su padre o su madre.

—¿Quién alza la voz en favor de estecachorro? —interrogó Akela—. ¿Quién, de los quepertenecen al Pueblo Libre, habla en favor suyo?

Nadie respondía, y mamá Loba se preparó

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para lo que ya sabía ella que sería su última pelea,si era preciso llegar al terreno de la lucha.

Pero entonces, Baloo, único animal de otraespecie a quien se le permite tomar parte en elConsejo de la manada; Baloo, el soñoliento osopardo que alecciona a los lobatos la ley de laselva; el viejo Baloo, que va y viene por dondequiere porque su alimento se compone sólo denueces, raíces y miel, se levantó en dos patas ygruño:

—¿El cachorro humano?… ¡Yo hablo en favordel cachorro! No puede hacernos ningún mal. Nosoy elocuente, pero digo la verdad. Que corra conla manada y que se le cuente como uno de tantos.Yo seré su maestro.

—Ahora necesitamos que hable otro en sufavor —dijo Akela—. Ya habló Baloo, el cual esmaestro de nuestros lobatos. ¿Quién quiere hablarademás de él?

Se movió hacia el círculo una sombra negra.Era Bagheera, la pantera, toda ella de un colornegro de tinta, pero ostentaba marcas en su piel,

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propias de su especie, las cuales, según comoincidiera en ellas la luz, parecían las aguas deciertas telas de seda. Todo el mundo conocía aBagheera; nadie osaba atravesarse en su camino,porque era tan astuta como Tabaqui, tan audazcomo el búfalo salvaje y tan sin freno como unelefante herido. Con todo, su voz era suave comola miel silvestre que se desprende gota a gota deun árbol y su piel era más fina que el plumón.

—¡Akela —dijo en un susurro—, y ustedes,Pueblo Libre! Yo no tengo derecho, cierto, demezclarme en esta asamblea. Mas la ley de laselva dice que si surge alguna duda, norelacionada con alguna muerte, tocante a un nuevocachorro, la vida de éste puede comprarse por unprecio estipulado. La ley, por último, no dicequién puede o quién no puede pagar ese precio.¿Es cierto lo que digo?

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —dijeron a coro loslobos más jóvenes, hambrientos siempre—. ¡Quehable Bagheera! El cachorro puede comprarsemediante un precio estipulado. Así lo dice la ley.

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—Como sé que no me asiste el derecho dehablar aquí, pido el permiso de ustedes parahacerlo.

—¡Bueno! ¡Habla! —gritaron a la vez veintevoces.

—Es una vergüenza matar a un cachorrodesnudo. Por lo demás, puede ser muy útil paraustedes en la caza, cuando sea mayor. Ya Baloohabló en su defensa. Pues bien: a lo que él dijo,añadiré yo la oferta de un toro cebado, acabado dematar a poca distancia de aquí, si aceptan alcachorro humano de acuerdo con lo que dice laley. ¿Hay algo qué objetar?

Elevóse un clamor de docenas de voces quedecían:

—¡Qué importa! Ya morirá cuando lleguen laslluvias del invierno; ya le abrasarán vivo los rayosdel sol. Una rana desnuda como ésta, ¿en quépuede perjudicarnos? Dejémosle que se junte a lamanada. ¿Dónde está el toro, Bagheera?¡Aceptémoslo!

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Y se escuchó entonces el profundo ladrido deAkela que advertía:

—¡Mírenlo bien, mírenlo bien, lobos!Estaba Mowgli tan entretenido jugando con los

guijarros, que no observó que aquéllos se leacercaban uno a uno y lo miraban atentamente.

Descendieron al cabo todos de la colina enbusca del toro muerto, exceptuando sólo a Akela,Bagheera, Baloo y los lobos de Mowgli.

Entre las sombras de la noche, rugía aún ShereKhan, furioso por no haber logrado que leentregaran a Mowgli.

—¡Ea! ¡Ruge, ruge cuanto quieras! —díjoleBagheera en sus propias barbas—. O yo noconozco nada a los hombres, o llegará el día enque esa cosa que está allí tan desnuda le hará a sumerced rugir en muy distinto tono.

—Hicimos bien —observó Akela—. Loshombres y sus cachorros saben mucho. Con eltiempo, podrá ayudarnos.

—Ciertamente… Puede ser nuestro apoyo, en

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caso necesario, porque nadie debe forjarse lailusión de ser siempre director de la manada —respondió Bagheera.

Akela permaneció mudo… Pensaba en aqueltiempo que fatalmente llega para todo jefe demanada, cuando sus fuerzas lo abandonan, cuandose siente más débil cada día, hasta que, al fin, losotros lobos lo matan y viene un nuevo jefe aocupar su puesto… para que a su vez lo matentambién, cuando le llegue el turno.

—Llévatelo —le dijo a papá Lobo y adiéstraloen todo aquello que debe saber quien pertenece alPueblo Libre.

Así fue como Mowgli entró a formar parte dela manada de lobos de Seeonee, y el rescate por suvida fue un toro, y Baloo fue su defensor.

*****

Ahora debemos contentarnos con saltar diez u

once años y con adivinar la maravillosa vida que

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Mowgli llevó entre los lobos; si tuviéramos queescribirla, sólo Dios sabe los libros que llenaría.

Creció junto con los lobatos, aunque, porsupuesto, antes de que él hubiera salido de laprimera infancia, ellos ya eran lobos hechos yderechos. Papá Lobo le enseñó su oficio y elsignificado de todo lo que en la selva había, hastaque cada ruido bajo la hierba, cada tibio soplo delvientecillo de la noche, cada nota lanzada por elbúho sobre su cabeza, cada rumor que producenlos murciélagos al arañar cuando descansandurante un momento en un árbol, y cada ruidilloque causa el pez al saltar en una balsa significaronpara él tanto como significa el trabajo en la oficinapara el hombre de negocios. Cuando no estabaaprendiendo algo, se sentaba a tomar el sol odormía; luego, a comer y a dormir de nuevo.Cuando sentía necesidad de lavarse o le molestabael calor, íbase a nadar en las lagunas del bosque.Finalmente, cuando necesitaba miel —pues Baloole había dicho que la miel con nueces era unacomida tan delicada como la carne cruda—,

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trepaba a los árboles para buscarla, y esto últimose lo enseñó Bagheera.

Tendíase la pantera sobre una rama y lollamaba diciendo:

—Sube acá, hermanito.Al principio, Mowgli se agarraba torpemente,

como el animal llamado perezoso; pero ya despuéssaltaba entre las ramas, de la una a la otra, contoda la maestría de un mono gris. Ocupó asimismosu lugar en el Consejo de la Peña al reunirse conla manada, y allí descubrió que, mirando fijamentea un lobo, lo obligaba a bajar los ojos, y esto fuemotivo para que lo hiciera a menudo por meradiversión. En otras ocasiones arrancaba de la pielde sus amigos las largas espinas que se les habíanclavado en ella, pues los lobos sufren muchísimocon las espinas y cardos que se les quedan entrelas lanas. También, en plena noche, descendía porla ladera de la colina y se llegaba hasta las tierrasde cultivo y miraba curiosamente a los campesinosen sus chozas.

Desconfiaba de ellos, sin embargo, pues

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Bagheera le había señalado una caja cuadrada conpuerta que se hundía al pisarla, colocada con tantahabilidad entre la maleza, que casi cayó él dentro.Bagheera le dijo que era una trampa.

Pero nada fue tan de su gusto como perdersecon la pantera en las tibias profundidades delbosque, dormir durante todo el pesado día ycontemplar por la noche cómo Bagheera seentregaba a la caza. Mataba ella sin discreción nimiramiento, según su apetito, y lo mismo Mowgli,con una sola excepción: en cuanto tuvo edadsuficiente para comprender las cosas, Bagheera leenseñó que se abstuviera de matar ninguna cabezade ganado porque la propia vida de él había sidorescatada mediante la entrega de un toro.

—Cuanto hay en la selva es tuyo —le dijoBagheera— puedes matar todo lo que tus fuerzas tepermitan. Pero, en memoria del toro que sirviópara salvar tu vida, no pondrás nunca la mano enres alguna, ni siquiera para comerla, sea joven ovieja. La ley de la selva prescribe esto.

Mowgli obedeció estrictamente lo que se le

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ordenaba.Y creció, creció tan robusto como es forzoso

que crezca un niño que no tiene que preocuparsepor estudiar las lecciones que aprende por modonatural, y para quien no existen más cuidados queel de conseguir la comida.

Una o dos veces le intimó mamá Loba quedesconfiara de Shere Khan, y asimismo le dijo quetendría que matarlo un día u otro. Pero, aunque unlobato hubiera recordado este consejo a cadamomento, Mowgli lo olvidó por completo, comoniño que era, por más que él mismo,indudablemente, se hubiera calificado a sí mismode lobo a haber podido hablar en alguna lengua delas que usan los hombres.

Shere Khan salíale continuamente al paso,porque como Akela se hacía ya viejo y cada díadisminuían sus fuerzas, el tigre cojo había llegadoa tener estrecha amistad con los lobos más jóvenesde la manada que le seguían para recoger sussobras; nunca hubiera tolerado esto Akela, dehaberse atrevido a ejercer su autoridad llevándola

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al extremo.En estas ocasiones los halagaba Shere Khan

mostrándose sorprendido de que tales cazadores,tan jóvenes y excelentes, se dejaran guiar por unlobo que ya estaba medio muerto y por un cachorrohumano.

—Me dicen —afirmábales Shere Khan— queno se atreve nadie de ustedes a mirar en los ojos alhombrecito cuando se reúnen en consejo.

Y los lobos le contestaban gruñendo, erizadoel pelo.

Algo de esto llegó a oídos de Bagheera, queparecía estar en todas partes viéndolo y oyéndolotodo, y en más de una ocasión le explicó a Mowglien pocas palabras que Shere Khan lo mataría algúndía. A esto respondía Mowgli, riéndose:

—Cuento con la manada y contigo. E inclusiveBaloo, con toda su pereza, no dejaría de daralgunos golpes en mi defensa. ¿Por qué, pues,inquietarme?

Un día en que el calor era excesivo, se le

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ocurrió una idea a Bagheera, idea nacida de algoque había oído. Probablemente debía la noticia aIkki, el puerco espín. Ello fue que le dijo aMowgli, cuando se encontraban ambos en lo másprofundo de la selva, y en tanto que el muchachoreclinaba la cabeza sobre la hermosa y negra pielde Bagheera:

—¿Cuántas veces te he dicho, hermanito, queShere Khan es enemigo tuyo?

—Tantas veces cuantos frutos tiene esapalmera —respondió Mowgli que, por supuesto,no sabía contar—. ¡Bueno! ¿Y qué? Tengo sueño,Bagheera, y Shere Khan no tiene sino mucha cola ymuchas palabras… como Mao, el pavo real.

—No es hora de dormir. Baloo sabe que esverdad; lo sabe toda la manada, y hasta losinfelices y simplicísimos ciervos lo saben.Además, a ti mismo te lo ha dicho Tabaqui.

—¡Oh! —respondió Mowgli—. El otro díallegóse a mí con impertinencias de que si yo era undesnudo cachorro de hombre y que no servía nipara desenterrar raíces. Pero lo cogí de la cola y

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le di contra una palmera dos veces para enseñarlea tener mejores modales.

—¡Vaya tontería! Aunque Tabaqui es unchismoso, te hubiera dicho algo que te interesamucho. ¡Abre esos ojos, hermanito! Shere Khan nose atreve a matarte en la selva; acuérdate, sinembargo, de que Akela es ya muy viejo, y que notardará en llegar el día en que le será imposiblecazar un solo gamo. Ese día dejará de ser jefe. Sonya viejos también muchos de los lobos que teadmitieron cuando que los son jóvenes creen,porque así fuiste presentado al consejo, y se loenseñó Shere Khan, que un cachorro humano notiene derecho a estar en la manada. En pocotiempo serás ya un hombre.

—¿Qué es, pues, un hombre, para que no puedajuntarse con sus hermanos? —dijo Mowgli—.Nací en la selva; he obedecido su ley, y no hay unsolo lobo entre los nuestros de cuyas patas no hayayo arrancado alguna espina. ¿Cómo dudar de queson mis hermanos?

Se tendió Bagheera cuan larga era, y, con los

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ojos entrecerrados, dijo:—Toca aquí, hermanito, bajo mi quijada.Levantó Mowgli su áspera y tostada mano, y,

precisamente debajo de la sedosa barbilla deBagheera, donde los enormes y movibles músculosquedaban ocultos por el luciente pelo, encontró unespacio raído.

—Nadie, en toda la extensión de la selva sabeque yo, Bagheera, tengo esta marca, la marca quedeja el collar. Y, con todo, hermanito, yo nací entrelos hombres, y entre ellos murió mi madre… en lasjaulas del Palacio Real, en Oodeypore. Tal fue elmotivo que me impulsó a pagar por ti el precioconvenido en el consejo, cuando no eras más queun desnudo cachorrillo. Sí; también yo nací entrelos hombres. Desconocía yo la selva. Mealimentaban en artesas de hierro tras los barrotesde la jaula, hasta que una noche despertó dentro demí ser el sentimiento de que yo era Bagheera, lapantera, y no un juguete para la diversión de loshombres, y entonces, de un zarpazo, rompí laestúpida cerradura y escapé. Y precisamente

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porque aprendí las costumbres de los hombres,infundí en la selva más terror que Shere Khan. ¿Noes cierto?

—Así es —dijo Mowgli—. Todos en la selvatemen a Bagheera… todos, excepto Mowgli.

—¡Oh!… Tú eres un cachorro humano —dijocon gran ternura la pantera negra—, y de la mismamanera que yo volví a mi selva, así tú deberásvolver, finalmente, a donde están los hombres…,los hombres que son tus hermanos. Pero esto, si note matan antes en el Consejo.

—¿Por qué ha de querer alguien matarme?¿Por qué? —dijo Mowgli.

—¡Mírame! —contestó Bagheera.Mowgli la miró fijamente en los ojos. Al cabo

de algunos momentos, la enorme pantera volvió lacabeza.

—Por esto —dijo cambiando de posición unade sus patas, que colocó sobre un lecho de hojas—. Aun para mí es imposible mirarte a los ojos, apesar de que yo nací entre los hombres y de que te

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quiero, hermanito. Pero los otros te odian porqueno pueden resistir el choque de tu mirada; porqueeres sabio; porque en muchas ocasiones arrancasteespinas de sus patas… ¡Porque eres un hombre!

—Ignoraba todo eso —respondió rudamenteMowgli, y arrugó las negras y pobladas cejas.

—¿Cuál es la ley de la selva? Esta: pegaprimero y avisa después. Conocen que eres unhombre hasta por el descuido con que te conduces.Pero sé prudente. El corazón me avisa que encuanto Akela no pueda cobrar el primer gamosobre el que se arroje (y cada día es más difícilpara él apoderarse de los gamos que persigue), lamanada se pondrá en contra de él y de ti. Tendrálugar un consejo de la selva en la Peña, yentonces…, y entonces… ¡Ya tengo una idea! —prosiguió Bagheera levantándose de un salto—.Dirígete de inmediato a las chozas de los hombres,allá en el valle y coge una parte de la Flor Rojaque allí cultivan; con esto podrás contar en elmomento oportuno con un apoyo más fuerte que yo,o que Baloo, o que el de los que bien te quieren en

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la manada. ¡Anda! ¡Ve a buscar la Flor Roja!Con la expresión "Flor Roja", Bagheera quería

significar el fuego; pero así hablaba porque entoda la selva no hay ser viviente que desee llamarel fuego por su nombre. Un miedo mortal seapodera de todas las fieras ante él, y paradescribir lo que tal pavor les causa inventan cienmodos distintos.

—¿La Flor Roja? —dijo Mowgli—. Es la quecrece fuera de las chozas en la hora delcrepúsculo. Me apoderaré de ella.

—Así es como deben hablar los cachorros delos hombres —dijo Bagheera con orgullo—.Deberás recordar que esa flor crece en unasmacetas pequeñas. Arrebata una y guárdala paracuando llegue la hora en que podrás necesitarla.

—¡Bueno! —respondió Mowgli—. Voy allá.—Le deslizó un brazo en torno del espléndidocuello y la miró profundamente en los grandesojos, y continuó—: Pero, ¿estás segura, ¡Bagheeramía!, de que todo esto es obra de Shere Khan?

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—Por la cerradura que me dio la libertad, teaseguro que sí, hermanito.

—Pues si así es, ¡por el toro que sirvió comorescate de mi vida!, te prometo que saldaré miscuentas con Shere Khan, y hasta es posible que lepague inclusive algo más de lo que le debo.

Y al decir esto, salió rápidamente.—Éste es un hombre…, todo un hombre —se

dijo Bagheera, tendiéndose de nuevo en el suelo—. ¡Ah, Shere Khan! ¡Nunca emprendiste másfunesta cacería que la de esta rana, diez años hace!

Mowgli se alejó por el interior del bosque atodo correr, y sentía como si el corazón le ardieraen el pecho.

A la hora en que empezaba a elevarse la nieblavespertina, llegó a la cueva; se detuvo para tomaraliento y miró hacia el fondo del valle. Los lobatosestaban ausentes, pero mamá Loba, desde laprofundidad de la caverna, conoció que algo lepasaba a su rana, por el modo de respirar de ésta.

—¿Qué sucede, hijo? —preguntó.

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—Habladurías propias de murciélagos, de eseShere Khan —le respondió Mowgli—. Esta nochecazo en terreno labrantío.

Hundióse luego entre los arbustos y se dirigióal sitio por donde corrían las aguas en el fondo delvalle. Oyó los salvajes alaridos de la cacería enque se hallaba la manada, y se detuvo: el mugidodel sambhur perseguido; el resoplar del gamocuando se ve acorralado.

Resonó entonces el coro de perversos einsultantes aullidos de los lobos más jóvenes:

—¡Akela! ¡Akela! ¡Que el Lobo Solitariomuestre su fuerza! ¡Paso al jefe de la manada!¡Salta, Akela!

Debió saltar el Lobo Solitario, marrando elgolpe, porque Mowgli oyó el chasquido de losdientes y luego una especie de ladrido cuando elsambhur lo hizo rodar al suelo al empujarlo conlas patas delanteras.

No quiso esperar más para ver lo que sucedía.Siguió adelante y los gritos se oyeron cada vez

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más débiles a medida que se alejaba en direcciónde las tierras de labor, donde vivían loscampesinos.

—Bagheera tenía razón —se dijo, jadeandofuertemente en tanto se arrellanaba sobre unosforrajes que encontró bajo la ventana de la choza—. Mañana será un día muy importante para Akelay para mí.

Pegando luego la cara a la ventana, miró elfuego que ardía en el suelo. Durante la noche vio ala mujer del labriego levantarse y arrojar sobre lasllamas unos trozos de algo negro. Y por la mañana,cuando aún estaba todo envuelto en blanca y fríaneblina, vio a un pequeño, hijo del campesino,coger algo como una maceta de mimbres,enjalbegada por dentro con tierra, llenarla deenrojecidas brasas, colocarla bajo una manta ysalir para cuidar las vacas en el establo.

—¿Es esto todo? —dijo Mowgli—. Si uncachorro como ése puede hacerlo, entonces nadadebo temer.

Dobló la esquina de la casa, corrió hacia el

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muchacho, le arrebató aquella como maceta ydesapareció con ella entre la niebla en tanto que elchico chillaba, atemorizado.

Se parecen mucho a mí —dijo Mowglisoplando en la maceta, pues así había visto que lamujer hacía—. Esto se me morirá si no lo alimentoañadió. Y púsose a arrojar ramitas de árbol ycortezas secas sobre aquella materia de un colorrojo tan vivo.

A mitad de la colina se encontró con Bagheera,cuya piel, por el rocío matinal, parecía salpicadade piedras preciosas.

—Akela erró el golpe —dijo la pantera—. Ano ser porque te necesitaban también a ti, lohubieran matado anoche. Fueron en busca tuya a lacolina.

—Yo andaba por las tierras de labor. Estoylisto. ¡Mira!

Y Mowgli le mostró aquella especie de macetallena de fuego.

—¡Bueno! Falta aún otra cosa. Yo he visto a

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los hombres arrojar una rama seca sobre esto, y alpoco rato se abría la Flor Roja al extremo de larama. ¿No tienes miedo de hacer lo mismo?

—No. ¿Por qué he de tener miedo? Recuerdoahora (si no es esto un sueño) que, antes de serlobo me acosté junto a la Flor Roja, y la sentíacaliente y agradable.

Todo aquel día lo pasó Mowgli en la cavernacuidando su maceta y echando dentro de ella ramassecas para ver el efecto que producían después.Halló una rama a su gusto. Al anochecer, cuandoTabaqui llegó a la cueva y le dijo muy rudamenteque lo necesitaban en el Consejo de la Peña, seestuvo riendo hasta que Tabaqui echó a correr. Sedirigió entonces al Consejo, pero riendo aún.

Junto a la roca, como signo de que la jefaturade la manada se hallaba vacante, estaba echadoAkela, el Lobo Solitario. Shere Khan, con sucohorte de lobos ahítos de sus sobras, paseaba deun lado a otro con aire resuelto y satisfecho.Bagheera estaba echada junto a Mowgli éste tenía,entre sus piernas, la maceta del fuego.

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Cuando estuvieron todos reunidos. Shere Khanempezó a hablar, cosa que jamás hubiera osadohacer en los buenos tiempos de Akela.

—No tiene derecho a hablar —murmuróBagheera—. Díselo. Es de casta de perro; veráscómo se atemoriza.

Mowgli se puso en pie.—¡Pueblo Libre! —gritó—. ¿Dirige acaso la

manada Shere Khan? ¿Qué tiene que ver un tigrecon nuestra jefatura?

—Al ver que el puesto estaba vacante y comose me suplicó que hablara… —empezó a decirShere Khan.

—¿Quién lo ha suplicado? ¿Es que nos hemosconvertido todos en chacales para adular a estecarnicero, matador de reses? La jefatura de lamanada pertenece en exclusiva a miembros de lamanada misma.

Dejáronse oír feroces aullidos quesignificaban:

—¡Silencio, cachorro de hombre!

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—¡Que hable! Observó fielmente nuestra ley.Al fin, los ancianos de la manada Gritaron con

voz tonante:—¡Dejad que hable el Lobo Muerto!Cuando un jefe de la manada yerra el golpe en

la caza y no mata a la pieza que perseguía, recibeel nombre de Lobo Muerto durante el resto de suvida, que ya no es muy larga, por regla general.

Akela levantó la cabeza con aire de fatiga,porque en ella había ya impreso su sello la vejez.

—¡Pueblo Libre, y vosotros también, chacalesde Shere Khan! —dijo—. Os dirigí en la cazadurante doce estaciones, y siempre os volví de ellasin que ninguno cayera en una trampa o quedarainutilizado. Ahora erré el golpe. Sabéis bien queme hicisteis atacar a un gamo que no había sidocorrido previamente para que así resaltara másvivamente mi debilidad. ¡Hábiles fueron vuestrosmanejos! Os asiste el derecho de matarme aquí,ahora mismo, en el Consejo de la Peña. Por tanto,me limito a preguntar esto: ¿quién le quitará la

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vida al Lobo Solitario? Porque, según la ley de laselva, a mí me asiste también otro derecho: exigirque os acerquéis a mí uno a uno.

Se hizo entonces un prolongado silencio,porque no le parecía muy agradable a ningún lobotener un duelo a muerte con Akela.

De pronto, Shere Khan rugió:—¡Bah! ¿Qué nos importa lo que masculle ese

viejo chocho y sin dientes? ¡Pronto morirá! Esehombrecito es quien ya ha vivido demasiado…¡Pueblo Libre! Fue mi presa desde el primer día:dádmelo. Ya me cansa ese loco empeño de quererhacer de él un hombre lobo. Durante diezestaciones no hizo sino molestar a todo el mundoen la selva. O me dais a ese hombrecito, o de locontrario os prometo que cazaré siempre aquí y noos daré ni un solo hueso. Él es un hombre, unchiquillo de los que tienen los hombres, y yo loodio hasta los tuétanos.

Y entonces, más de la mitad de los lobos queformaban la manada, aulló:

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—¡Un hombre! ¡Un hombre! ¿Qué tiene que vercon nosotros ningún hombre? ¡Que se vaya con lossuyos!

—¿Y que alce contra vosotros a toda la gentede los pueblos? ¡No! Dádmelo a mí. Es un hombre,y ninguno de nosotros puede mirarlo fijamente enlos ojos.

Levantó de nuevo Akela la cabeza y dijo:—Ha comido de lo nuestro; durmió con

nosotros hasta hoy; nos proporcionó caza; nadahizo que fuera contrario a la ley de la selva…

—Además, yo pagué por él un toro cuando sele aceptó. Vale poco un toro, pero el honor deBagheera es algo por lo que acaso esté dispuesta apelearse —dijo la pantera en un tono de voz quesuavizó cuanto pudo.

—¡Un toro que fue pagado diez años atrás! —gruñeron entre dientes los lobos de la manada—.¡Qué nos importan unos huesos roídos hace ya diezaños!

—Decid mejor: ¿qué nos importa una

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promesa? —respondió Bagheera, enseñando susblancos dientes por debajo del labio—. ¡Bien osqueda el nombre de Pueblo Libre!

—No puede juntarse con el Pueblo de la selvaun cachorro humano —rugió Shere Khan—.¡Deberéis entregármelo!

—Por todo es hermano nuestro, excepto por lasangre —continuó Akela—. ¡Y quisierais matarloaquí! A la verdad, harto he vivido. Algunos devosotros comen ganado; de otros oí decir que, bajola dirección de Shere Khan, van de noche,amparados por las sombras, a robar niños a lasmismas puertas de las aldeas. Deduzco de esto quesois cobardes y que hablo con cobardes.Ciertamente he de morir y mi vida carece ya devalor, mas, a tenerlo, la ofrecería en lugar de ladel hombrecito. Pero prometo, por el honor de lamanada (honor… una bagatela que habéisolvidado desde que no tenéis jefe), os prometoque, si permitís que ese hombre cachorro vuelvacon los suyos, no he de enseñaros los dientescuando me llegue la hora de morir; esperaré la

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muerte sin resistencia. De esta manera, seahorrarán a lo menos tres vidas. No puedo hacermás. Si aceptáis lo que os digo, os ahorraréis lavergüenza de matar a un hermano que no hacometido ningún delito… un hermano cuya vidafue defendida y comprada cuando se le incorporó anuestra manada, de acuerdo con la ley de la selva.

—¡Es un hombre…, un hombre, un hombre! —gruñeron los lobos, y la mayor parte de ellos seagruparon en torno de Shere Khan, que se azotabalos flancos con la cola.

—En tus manos queda ahora todo el asunto —dijo Bagheera a Mowgli—. No queda ya otra cosapara ti o para mí que luchar ambos contra todos.

Mowgli se puso en pie teniendo entre susmanos la maceta de fuego. Estiró los brazos ybostezó mirando a los del Consejo; pero se sentíaloco de ira y de pena al ver que los lobos,actuando como lo que eran, le habían ocultadosiempre el odio que sentían por él.

—¡Escúchenme! —gritó—. No existe ningunanecesidad de que estén aquí charlando como

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perros. Tantas veces me dijeron ya esta noche quesoy un hombre —y, a la verdad, por mi gustohubiera sido un lobo hasta el fin de mi vida—, queempiezo a comprender que están en lo cierto. Ya,en adelante, no les llamaré hermanos míos, sinosag (perros), como los llamaría un hombre.Ustedes no son quién para decir lo que harán odejarán de hacer. Este asunto me corresponde a mí.Y para que puedan hacerse cargo más claramentede esto, yo, el hombre, traje aquí una pequeñaporción de la Flor Roja que tanto les atemoriza,como perros que son.

Arrojó al suelo la maceta de fuego; algunas delas brasas prendieron en un montón de musgo seco,que ardió de inmediato, en tanto que retrocedíaaterrorizado todo el Consejo al ver elevarse lasllamas.

Luego, lanzó Mowgli sobre el fuego la ramaque llevaba, y cuando se encendióchisporroteando, empezó a agitarla rápidamentepor encima de los acobardados lobos.

—Ya no queda aquí más amo que tú —dijo

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Bagheera en voz baja—. Salva la vida a Akela; fuesiempre tu amigo.

Akela, el serio y viejo lobo que jamás habíapedido misericordia a nadie, dirigió a Mowgli unatriste mirada, en tanto que éste se erguíacompletamente desnudo, la negra y larga cabelleracaída sobre los hombros, iluminado por las llamasde la encendida rama que agitaba y hacía temblar alas sombras.

—¡Bueno! —prosiguió Mowgli mirandopausadamente en torno suyo—. Ya veo que no sonsino unos perros. Los dejo, para irme con migente… si es que hay en el mundo semejante cosa.Desde hoy la selva será campo vedado para mí ydebo olvidarme de su amistad. Pero me mostrarémás generoso que ustedes, por la sola razón deque, excepto el ser hermano por la sangre, fui todopara ustedes, por esta sola razón les prometo que,cuando sea un hombre entre los hombres, no lesharé traición, como ustedes me la hicieron a mi.

Golpeó el fuego con el pie y el aire se llenó dechispas.

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—Ninguna guerra habrá entre nosotros —prosiguió—. Pero antes de dejarlos, he de saldaruna deuda.

Y a grandes pasos se dirigió hacia donde sehallaba sentado Shere Khan sobre sus patas yparpadeando con aire confuso al mirar las llamas,lo cogió por el puñado de pelo que tenía bajo labarba. Bagheera lo siguió, en previsión de lo quepudiera suceder.

—¡De pie, perro! —gritó Mowgli—.¡Levántate cuando te habla un hombre, o si no, teabrasaré la piel!

Shere Khan bajó las orejas hasta aplastarlassobre su cabeza y entornó los ojos, porque veíamuy cerca de él la rama ardiendo.

—Este cazador de reses dijo que me mataríaen el Consejo, porque no pudo matarme cuando yono era sino un cachorro. Así pagamos nosotros alos perros cuando llegamos a ser hombres. ¡Simueves uno solo de tus bigotes, Lungri, te hundo laFlor Roja en el gaznate!

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Golpeó a Shere Khan en la cabeza con la ramay gimoteó el tigre con voz plañidera, agonizante deterror.

—¡Bah! ¡Lárgate ahora, chamuscado gato de laselva! Pero deberás recordar lo que digo: cuandoyo vuelva al Consejo de la Peña, como es debidoque todo hombre vuelva, lo haré con mi cabezacubierta con tu piel. Por lo demás, Akela queda enlibertad de seguir viviendo, del modo que mejor lecuadre. Nadie lo matará, porque no es ésa mivoluntad. Ni creo, tampoco, que estarán aquí mástiempo con la lengua colgando, como si fueran másque perros que yo arrojo de este lugar.

Por tanto, ¡andando!El extremo de la rama ardía furiosamente;

Mowgli empezó a vapulear con ella, a un lado y aotro, a todos los que formaban el círculo. Echarona correr los lobos aullando al sentir que laschispas les quemaban el pelo. Y, al cabo, noquedaron sino Akela, Bagheera, y unos diez lobosque se habían puesto del lado de Mowgli.

Y entonces sintió éste en su interior un dolor

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como jamás lo había experimentado, y, tomandoaliento, sollozó, y las lágrimas le corrieron por lasmejillas.

—¿Qué es esto?… ¿Qué es esto?… —exclamó—. No quiero abandonar la selva y no sé qué meocurre. ¿Estoy muriéndome acaso, Bagheera?

—No, hermanito. Eso no son sino lágrimas,como las que derraman los hombres —le explicóBagheera—. Ahora sí eres un hombre, y no sólo uncachorro humano, como antes. A la verdad, laselva se ha cerrado para ti desde hoy. Que corran,Mowgli; no son más que lágrimas.

Mowgli se sentó y lloró como si su corazónfuera a rompérsele en pedazos. Era la primera vezque lloraba.

—Ahora me iré con los hombres —dijo—;pero antes debo despedirme de mi madre.

Dicho esto, se dirigió a la cueva donde ellavivía junto con papá Lobo, y sobre su piel derramonuevas lágrimas en tanto que los cuatro lobatosaullaban tristemente.

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—¿No me olvidarán? —les preguntó Mowgli.—Nunca, mientras podamos seguir una pista

—respondieron los cachorros—. Cuando seas unhombre, llégate hasta el pie de la colina, para quehablemos contigo. Iremos también nosotros, denoche, a las tierras de cultivo y jugaremos juntos.

—¡Vuelve pronto! —dijo papá Lobo—.¡Vuelve pronto, pequeña rana sabia, porque tumadre y yo somos ya viejos!

—¡Vuelve pronto! —repitió mamá Loba—.¡Vuelve pronto, desnudito hijo mío! Porque… oyeesto que voy a decirte…: siempre te quise más a ti,aunque seas hijo de hombre, que a mis cachorros.

—Volveré sin duda —respondió Mowgli—. Ycuando lo haga, será para extender sobre la Peñadel Consejo la piel de Shere Khan. ¡No meolviden! ¡Digan a todos en la selva que ellostampoco me olviden nunca!…

Y apuntaba el día cuando Mowgli bajó de lacolina, completamente solo, para dirigirse enbusca de esos seres misteriosos que se llaman

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hombres.

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CANCIÓN DE CAZA DELA MANADA DE

SEEONEE

YA el sambhur baló al amanecer¡una vez, dos veces, tres!Saltó un gamo, un gamo saltódel lago, do va el ciervo a beber.Lo pude ver yo, yo solo en acecho,¡una vez, dos veces, tres!Ya el sambhur baló al amanecer¡una vez, dos veces, tres!Regresóse el lobo, tornóse atráspara la noticia pronto llevar a los demás:de la ansiada pista, vámonos detrás¡una vez, dos veces, tres!La tribu ululó al amanecer

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¡una vez, dos veces, tres!Pies que pisan, y ni huella notarás!…¡Ojos abiertos en la noche, y ven claro al

mirar!…¡Gritos! ¡Estruendo!… ¡Torna a escuchar!…¡Una vez, dos veces, tres!

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La caza de Kaa

DEL leopardo orgullo son sus manchas,honor del búfalo son sus cuernos.¡Limpio! Pues del que caza se juzgaa fuerza por el color de su piel.Si acaso el toro te embiste y aterra,o una cornada del sambhur recibes,por narrarlo el trabajo no abandones,pues cosa es que tenemos ya olvidada.Nunca del cachorro débil y ajeno abuses;cual a un hermano debes mirarle,que, aunque débil y torpe, es probableque a una osa —puede ser— tenga por madre.¡Nadie como yo! —jáctase el cachorrocuando a sus plantas ve la primera pieza.Pero él es pequeño, y grande, la Selva:que medite en calma, porque ahora apenas

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empieza.Máximas de Baloo. Narramos aquí lo que sucedió algún tiempo

antes de que Mowgli fuera expulsado de la manadade lobos de Seeonee y tomara venganza de ShereKhan, el tigre.

Era el tiempo en que Baloo lo instruía acercade la ley de la selva. Muy contento y ufano estabael serio, viejo y enorme oso pardo con aqueldiscípulo tan listo, pues a los lobatos no les gustaaprender de la ley de la selva sino lo que serefiere a su propia manada y tribu, y se escapan encuanto aprenden de memoria estas palabras de laCanción de Caza: "Pies que pisan sin el menorruido; ojos que ven en plena oscuridad; orejascapaces de oír los diferentes vientos desde elcubil; blancos y afilados dientes: característicasson todas estas de nuestros hermanos, exceptuandoa Tabaqui, el chacal, y a la hiena, que odiamos."

Pero Mowgli, como hombrecito que era, tuvo

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que aprender muchas cosas más. Bagheera, lapantera negra, se acercaba en algunas ocasiones,curioseando por la selva, para ver cómo andaba suniño mimado; apoyaba la cabeza contra un árbol yescuchaba, roncando sordamente, la lección queMowgli recitaba a Baloo. Trepaba el muchacho alos árboles casi con la misma facilidad con queandaba; nadaba casi con la misma habilidad conque corría. Por esto Baloo, el maestro de la ley, leenseñó las leyes del bosque y del agua: cómodistinguir una rama carcomida de otra sana; cómodebería hablar cortésmente a las abejas silvestrescuando, a quince metros sobre el nivel del suelo,encontrara una de sus colmenas; qué deberíadecirle a Mang, el murciélago, cuando tuviera quemolestarlo entre las ramas, durante el día; cómotenía que avisar a las serpientes de agua que vivenen las lagunas, antes de lanzarse a las aguas, entreaquellas…

A ningún habitante de la selva le gusta que lomolesten, por lo que todos están siempredispuestos a arrojarse sobre los intrusos. Mowgli

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aprendió después de todo esto la "Consigna delcazador forastero" que debe repetirse una y otravez en voz alta hasta que sea contestada poralguien, siempre que alguno de los habitantes de laselva cace fuera de sus propios terrenos. Laconsigna, ya traducida, significa:

"Dadme permiso para cazar aquí, porque tengohambre." Y la respuesta dice: "Puedes cazar parabuscar comida, pero no para tu recreo."

Todo esto muestra las muchas cosas que hubode aprender Mowgli de memoria; llegaba acansarse de tanto repetir lo mismo más de cienveces. Pero, como le dijo un día Baloo aBagheera, con motivo de que tuvo que pegarle almuchacho y éste se marchó enojado:

—Un cachorro humano es un cachorro humano,y tengo de deber de enseñarle toda la ley de laselva.

—Pero has de tener presente que es muypequeño —respondió la pantera negra, pues ella,sin duda, habría mimado excesivamente a Mowglisi la hubieran dejado que lo educara a su manera

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—. ¿Y cómo pueden caber tus largas pláticas enuna cabeza tan pequeña?

—¿Existe acaso en la selva alguna cosa quepor ser pequeña no pueda matarse? No. Ahorabien: por esa causa le enseño todo lo que leenseño, y por lo mismo le pego con muchasuavidad cuando se le olvida algo.

—¡Con suavidad! ¿Qué sabes tú desuavidades, viejo patas de hierro? —gruñóBagheera—. Le llenaste hoy toda la cara decardenales con tu… suavidad. ¡Vaya!…

—Valdrá más que esté lleno de cardenales dela cabeza a los pies, causados por mi, que loquiero, que no que le ocurra alguna desgracia porignorancia —respondió Baloo con suma gravedad—. Le enseño ahora las Palabras Mágicas de laSelva que habrán de protegerlo contra los pájaros,contra el Pueblo de las Serpientes y contra todocuadrúpedo de caza, excepto contra su propiamanada. A partir de este momento y con sólorecordar esas palabras, podrá pedir protección atodos los habitantes de la selva. ¿No vale la pena

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recibir algunos golpes por todo esto?—Sí, pero cuídate de matar al hombrecito.

Mira que no es un tronco de árbol en donde puedasafilar tus embotadas garras. Pero, dime, ¿cuálesson esas Palabras Mágicas, de que estás hablando?Aunque es más probable que tenga yo queprestarle ayuda a alguien, que pedirla.

—Al decir esto, Bagheera estiró una de suspatas y contempló, admirado, los aceradoscinceles de sus garras—. No obstante —añadió—me gustaría saberlo.

—Voy a llamar a Mowgli y él te dirá laspalabras… si es que se le antoja. ¡Ven, hermanito!

—Siento la cabeza como un árbol lleno deabejas que zumban —respondió por encima de losque hablaban una voz malhumorada, y Mowgli —pues era él—, indignado, se deslizó por el troncode un árbol, y añadió al llegar al suelo:

—¡Si acudo a tu llamado es por Bagheera y nopor ti, Baloo, viejo gordinflón!

—Me da lo mismo —respondió éste, aunque le

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tocó en lo vivo y le apenó la respuesta—. ¡Ea!Dile a Bagheera las Palabras Mágicas de la Selvaque te enseñé hoy.

—¿Las Palabras Mágicas… para qué pueblo?—interrogó Mowgli, muy complacido por laocasión que se le ofrecía de exhibir susconocimientos—. En la selva hay muchoslenguajes. Yo los sé todos.

—Algo de ellos sabes, pero no mucho. ¿Oyes,Bagheera? Los discípulos nunca son agradecidoscon quien les enseña. Jamás ha venido a darle lasgracias a Baloo por sus enseñanzas un solo lobato.¡Vaya! Di, pues, las palabras para el pueblocazador… ¡gran sabio!

"Tú y yo somos de la misma sangre” —recitóMowgli, y le dio a sus palabras el acento especialdel oso que usan todos los que cazan allí.

—Bueno. Ahora las que sirven para lospájaros.

Las repitió Mowgli y terminó la frase con elsilbido que singulariza al milano.

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—Ahora las que son para el pueblo de lasserpientes —dijo Bagheera.

La contestación fue un silbido indescriptible;después, Mowgli hizo celebración de su propiahabilidad una pirueta salvaje, batió palmas encelebración de su propia habilidad y de un saltosubió al lomo de Bagheera, se sentó de medio ladoy taloneó sobre la reluciente piel, en tanto le hacíaa Baloo las muecas mas horribles.

—¡Ea! ¡Ea! ¡Bien mereciste el cardenal! —dijo con ternura el oso pardo—. Algún día me loagradecerás. Miró luego a Bagheera para decirlecómo había pedido a Hathi, el Elefante Salvaje,que sabe todas esas cosas, que le dijera lasPalabras Mágicas, y cómo Hathi llevó a Mowgli auna laguna para obtener de una serpiente de aguala palabra que sirve para todas las serpientes,porque Baloo no podía pronunciarla; y en fin,cómo Mowgli podía ya considerarse a salvo detodas las contingencias que pudieran presentárseleen la selva, porque no le causarían daño alguno nilas serpientes, ni los pájaros ni las fieras.

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—Ya no hay motivo para temer a nadie —dedujo de lo expuesto Baloo, dándose suavesgolpecitos con aire de orgullo, en el enorme ypeludo Vientre.

"Excepto a los de su propia tribu" —dijoBagheera para si.

Luego añadió, en voz alta, dirigiéndose aMowgli: ¡un poco de cuidado con mis costillas,hermanito! ¿A qué viene tanto bailoteo?

Mowgli había estado intentando hacerse oírtirándole de la piel de las espaldillas a Bagheera ydándole fuertes talonazos.

Cuando los dos le prestaron atención, grito avoz en cuello:

—De manera que yo tendré una tribu toda míay la dirigiré por entre las ramas durante todo eldía.

—¿Qué clase de nueva locura es ésa? ¿Estásya haciendo castillos en el aire? —dijo Bagheera.

—Sí, y le tiraré ramas y porquería al viejoBaloo —prosiguió Mowgli—. Me lo han

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prometido… ¡Ah!—¡Woof!…La gruesa pata de Baloo arrojó a Mowgli del

sitio en que descansaba sobre el lomo deBagheera, hasta el suelo, y desde allí, donde quedótendido frente a las patas delanteras de la pantera,pudo ver que el oso se había enfadado.

—¡Mowgli! —le dijo Baloo—. ¡Tú hashablado con los Bandar-log (el pueblo de losmonos)!

Mowgli miró a Bagheera para ver si tambiénla pantera se había incomodado, y observó que losojos de ésta tenían una expresión tan dura como sifueran dos piedras de jade.

—Tú has estado con el pueblo de losMonos…, con los monos grises… con el pueblosin ley… con los que comen cuanto se lespresenta. ¡Qué vergüenza!

—Cuando Baloo me golpeó en la cabeza, memarché —dijo Mowgli, que seguía aún tendido deespaldas; entonces los monos grises bajaron de los

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árboles y se acercaron a mí, compadeciéndomeSólo ellos me hicieron caso.

Al decir esto, su voz se alteró un poco.—¡La piedad del pueblo de los monos!… —

rezongó Baloo—. ¡La inmovilidad del torrente quedesciende del monte!… ¡El fresco de un sol deverano!… ¿Y qué sucedió después, hombrecito?

—Después… después… Me dieron nueces ycosas muy buenas para comer, y… me condujeronen brazos a la parte más alta de los árboles…diciéndome que yo era su hermano, que éramos dela misma sangre, aunque yo carecía de cola, y quellegaría a ser su jefe.

—No tienen jefe —dijo Bagheera—. Mienten.Siempre han mentido.

—Conmigo se mostraron muy afables y mesuplicaron que regresara a visitarlos. ¿Por quénunca me llevaron ustedes a donde está el pueblode los monos? Caminan en dos pies como yo. Nome pegan, no tienen las patas duras… Juegan todoel día. ¡Permítanme subir a donde están ellos!

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¡Baloo, malo! ¡Déjame subir! Jugaremos de nuevo.—Atiende, hombrecito —observó el oso, y su

voz retumbó como trueno en noche calurosa—. Teinstruí sobre la ley de la selva para que te sirvacon todos los pueblos que existen en la selva…excepto el de los monos, que vive en los árboles.Los monos no tienen ley. Son los repudiados portodo el mundo. No tienen lenguaje propio, sino queechan mano de palabras robadas que oyen porcasualidad cuando atisban y escuchan, y están alacecho en lo alto de los árboles. Su camino no esel de nosotros. No tienen jefes. Carecen dememoria. Alardean, charlan y pretenden ser ungran pueblo ocupado en asuntos importantísimos;pero si cae una nuez desde el árbol, revientan derisa y basta para que todo lo olviden. No nostratamos con ellos nosotros los de la selva. Nobebemos donde los monos beben; no vamos adonde los monos van; no cazamos donde elloscazan; no morimos donde ellos mueren. ¿Acaso meoíste antes hablar de los Bandar-log?

—No —dijo Mowgli en voz muy baja, pues se

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había hecho silencio absoluto en el bosque cuandoenmudeció Baloo.

—El pueblo de la selva los tiene desterradostanto de su boca como de su pensamiento. Sonnumerosísimos, perversos, sórdidos, procaces, ydesean llamar nuestra atención, si es que puededecirse de ellos que tengan algún deseo fijo. Peronosotros no les hacemos el menor caso, ni siquieracuando arrojan sobre nuestra cabeza nueces einmundicias.

No había terminado de hablar, cuando cayó delas copas de los árboles una lluvia de nueces yramas, en tanto que se escuchaban toses, aullidos yrumor de saltos entre el ramaje.

—Al pueblo de la selva le está prohibido todotrato con el pueblo de los monos —dijo Baloo—.Acuérdate.

—¡Prohibido! —repitió Bagheera—. Pero meparece que Baloo debió haberte prevenido antescontra ellos.

—¿Yo?… ¿Yo?… ¿Cómo podía adivinar que

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se le ocurriría jugar con gentuza de ese jaez? ¡Elpueblo de los monos! ¡Qué asco!

Una nueva lluvia cayó sobre ellos, y ambosecharon a correr hacia otro lugar llevándoseconsigo a Mowgli.

Era muy cierto cuanto había dicho Balooacerca de los monos. Éstos vivían en las copas delos árboles, y como las fieras rara vez miran hacialo alto, casi no se ofrecía ocasión de que secruzaran por el mismo camino. Pero siempre queveían un lobo enfermo, un tigre herido o un oso, sedivertían en atormentarlo; arrojaban palos ynueces a cualquier fiera, sólo a guisa de diversióny por el gusto de hacerse notar. Entonces aullaban,chillaban luego canciones sin sentido, incitando alpueblo de la selva a subir a los árboles parapelear, o bien se enzarzaban en salvajes peleasentre ellos mismos por cualquier bagatela, ydejaban después sus muertos donde pudiera verlosel pueblo de la selva. Siempre estaban a punto denombrar un jefe, de darse leyes y usos propios,pero al cabo nunca lo lograban porque de un día a

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otro se les borraba todo de la memoria, y de estamanera se contentaban con repetir constantementeestas palabras: "Lo que piensan ahora los Bandar-log, toda la selva lo pensará después", y esta idealos consolaba. Ninguna fiera podía llegar hasta lasalturas donde moraban; pero también es cierto queninguna se fijaba en ellos, y de ahí su alegríacuando vieron que Mowgli iba a buscarlos paratomar parte en sus juegos, y que esto irritabagrandemente a Baloo.

No se propusieron pasar de allí, porque losBandar-log nunca se proponen nada; pero a uno deellos se le ocurrió una idea que le parecióexcelente; se la expuso a los demás, y lospersuadió de que convenía a la tribu tener consigoa una persona tan útil como Mowgli, ya que éstesabía trenzar ramas de modo que protegierancontra el viento, y por esto, si se apoderaban de él,podrían obligarlo a que les enseñara ese arte. Porsupuesto, Mowgli, como hijo de leñador, heredóde su padre toda suerte de instintivas habilidades ysolía construir chozas con las ramas caídas, sin

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pensar siquiera en que sabía hacer tales cosas.Pero al observarlo el pueblo de los monos desdelo alto de los árboles, consideraba aquel simplejuego como un portento. Lo que es en esta ocasión,decían entre ellos, tendrían realmente un jefe yserían el pueblo más sabio de toda la selva… tansabio que sería la admiración y envidia de todos.En consecuencia, siguieron con el mayor sigilo aBaloo, Bagheera y Mowgli al través de la selva,hasta que llegó la hora de la siesta. EntoncesMowgli, que en realidad sentía vergüenza de símismo, se durmió entre la pantera y el oso,después de resolver que no tendría más tratos conel pueblo de los monos.

Tras esto, lo único que pudo recordar fue quesintió el contacto de unas manos en sus piernas ybrazos —manos duras, fuertes y chiquitas—;luego, el choque de unas ramas en la cara, ydespués, estar mirando hacia abajo al través delmovedizo ramaje, en tanto que Baloo despertaba atoda la selva con sus ásperos gritos y Bagheerasaltaba tronco arriba del árbol, mostrando todos

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sus dientes. Chillaron los Bandar-log con aire detriunfo, y treparon, jugueteando, a las ramas másaltas, donde Bagheera no se atrevió a seguirlos.

Entre tanto, gritaban:—¡Se ha fijado en nosotros! ¡Bagheera se fijó

en nosotros! ¡Nos admira todo el pueblo de laselva por nuestra habilidad y astucia!

Empezó entonces su huida, y una huida delpueblo de los monos al través del país arbóreo esuna cosa realmente indescriptible. Tienen suscaminos amplios y sus atajos, sus subidas ybajadas, todo trazado a quince, veinte o treintametros por encima del suelo, y viajan por allíinclusive de noche, si es necesario. Dos de losmonos más fuertes cogieron a Mowgli por lasaxilas y se lo llevaron por entre las copas de losárboles, dando saltos de casi seis metros de altura.A haber marchado completamente libres, suvelocidad hubiera sido mayor, pero el peso delmuchacho los entorpecía y detenía un poco. Auncuando se sintió mareado y medio enfermo,Mowgli no pudo menos de deleitarse con aquella

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loca carrera, por más que lo aterrorizaran lostrozos de tierra que vislumbraba allá abajo; yaquel detenerse y partir de nuevo, al final de cadabalanceo en el vacío, lo mantenían con el alma enun hilo. Conducíanlo sus acompañantes hacia lomás alto de la copa de un árbol, hasta que sentíaque crujían y se doblaban con su peso las ramasmás delgadas de la cima, y luego, con fuerteresoplido, se arrojaban al aire, avanzando ydescendiendo a un mismo tiempo; para despuéselevarse de nuevo y quedar colgados, por lasmanos o por los pies, de las ramas inferiores delpróximo árbol. Columbraba en ocasiones leguas yleguas de extensión en que todo no era sino quietay verde selva, de igual manera que un hombreencaramado en un mástil abarca millas enteras demar con la mirada, y entonces el ramaje le sacudíala cara y él y su guía llegaban casi al nivel delsuelo. De esta manera, saltando, haciendo ruido,resoplando fuertemente y chillando, la tribu enterade los Bandar-log cruzó los caminos trazados enlo alto de los árboles llevando prisionero a

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Mowgli.Hubo momentos en que temió éste que lo

dejaran caer, lo que hizo que empezara a ponersede mal humor; pero, demasiado sagaz pararebelarse abiertamente, se limitó a pensar quéharía. Lo primero que le vino a las mientes fueavisar a Baloo y a Bagheera, porque, dada lavelocidad con que huían los monos, comprendíabien que sus amigos se quedarían muy rezagados.Era del todo inútil mirar hacia abajo, pues nadapodía ver si no eran las puntas de las ramas a unoy otro lado. Dirigió, pues, sus ojos hacia arriba, ylogró distinguir a lo lejos, en la inmensidad azul, aRann, el milano, que se balanceaba describiendocurvas en el aire en tanto que vigilaba la selva yesperaba que los seres se murieran en ella. Y así,vio Rann que los monos se habían apoderado dealgo que se llevaban, y abatió el vuelo unoscentenares de metros para indagar si aquella presaera comestible. Al ver a Mowgli arrastrado hacialo más alto de la copa de un árbol y al oírle gritar,se sorprendió mucho el milano y le contestó con un

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silbido: "Tú y yo somos de la misma sangre." Laoleada del ramaje se cerró por encima delmuchacho, pero Rann, con un balanceo, se dirigióal árbol más próximo en el preciso instante en queasomó de nuevo la cara morena de Mowgli.

—¡Sigue mi pista! —gritó éste—. ¡Avisa aBaloo, de la manada de Seeonee, y a Bagheera, delConsejo de la Peña!

—¿En nombre de quién, hermano? —preguntóRann que nunca había visto a Mowgli, pero quedesde luego había oído hablar de él.

—En nombre de Mowgli, la Rana. ¡Elhombrecito me llaman! ¡Sigue mi pista!…

Las últimas palabras hubo de proferirlascuando de nuevo lo balanceaban en el aire, peroRann movió la cabeza, asintiendo, y se elevó hastaque su tamaño se tornó no mayor que un grano depolvo, y allí remontado observó con el telescopiode sus ojos el movimiento de las copas de losárboles al paso de la escolta de monos queconducían a Mowgli.

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—No se alejarán mucho, no —profirió conrisa ahogada—. Nunca llevan a término feliz loque empiezan a hacer. Los Bandar-log picansiempre aquí y allá en cosas nuevas. Pero en estaocasión, o yo estoy ciego, o picaron en algo queles dará quehacer, porque Baloo no es ningúnpolluelo que se caiga del nido, y yo sé queBagheera es muy capaz de matar algo más quecabras.

Al decir esto, se meció en el aire, abiertas lasalas y recogidas las patas bajo el cuerpo, y esperó.

Entre tanto, Baloo y Bagheera se sentían locosde furor y de pena. Bagheera se subió a los árboleshasta donde nunca antes se atreviera a llegar; perose quebraron bajo su peso las ramas delgadas yresbaló hasta el suelo, con las garras llenas decortezas.

—¿Por qué no le avisaste al hombrecito? —ledecía rugiendo al pobre Baloo, que sostenía untrote algo pesado con la esperanza de adelantarsea los monos—. ¿De qué sirvió que casi lo matarasa golpes si no lo previniste contra esto?

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—¡De prisa! ¡De prisa! Todavía… podría serque lo alcanzáramos —respondió Baloo jadeando.

—¡Al paso que vamos!… No alcanzarías ni auna vaca herida. Maestro de la ley… azotacachorros… con que tuvieras que moverte delmodo como lo haces durante un cuarto de legua dedistancia, sería suficiente para que reventaras.¡Descansa y piensa! Traza un plan. No es este elmomento de perseguirlo. Podrían dejarlo caer si loseguimos muy de cerca.

—¡Arrula!… ¡Woo!… Quizás lo hicieron ya,cansados de llevarlo. ¿Quién puede fiarse de losBandar-log? ¡Acumula murciélagos muertos sobremi cabeza! ¡Dame por toda comida huesos negros!¡Méteme en una colmena de abejas silvestres paraque me maten a picaduras y luego entiérrame allado de una hiena, porque soy el más desdichadode cuantos osos existen! ¡Arulala!… ¡Wahooa!…¡Oh! ¡Mowgli! ¡Mowgli! ¿Por qué no te previnecontra el pueblo de los monos, en vez de rompertela cabeza? ¿Cómo saber si por los golpes que le dile saqué de la memoria la lección del día, y ahora

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se hallará solo en la selva sin la ayuda de laspalabras mágicas?

Y Baloo se cogió la cabeza con las patas y searrastró gimoteando.

—Al menos hace un momento me dijo a mítodas las palabras correctamente —replicóBagheera, impaciente—. Baloo —prosiguió— hasperdido la memoria y el respeto propio. ¿Quépensaría de mí la selva toda, si yo, la panteranegra, me hiciera una bola como Ikki, el puercoespín, y empezara a aullar?

—¿Qué me importa lo que la selva piense? Aesta hora, quizás él ha muerto ya.

—Si no lo dejaron caer por juego, o si no lomataron por pereza, no creo que debamos temerpor el hombrecito. Es listo y está bien enseñado, y,sobre todo, cuenta con sus ojos que atemorizan atodo el pueblo de la selva. Pero —y este es ungrave mal que hay que reconocer—, está en poderde los Bandar-log, que, por vivir en los árboles,no le tienen miedo a nuestra gente.

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Al decir esto, Bagheera se lamió una de suspatas delanteras con aire preocupado.

—¡Tonto de mí! ¡Oh! ¡Cuán gordo y moreno,cuán tonto desenterrador de raíces soy! —exclamóBaloo desenroscándose de un brinco—. Es unagran verdad lo que dice Hathi, el elefante salvaje,cuando afirma que "cada quien tiene su miedopeculiar". Ahora bien: los Bandar-log temen aKaa, la serpiente de la Peña. Sabe encaramarse tanbien como ellos; les roba sus hijos por la noche.Su solo nombre les hiela de espanto hasta lasendiabladas colas. Vayamos a ver a Kaa.

—¿Y qué puede hacer? No es de nuestra tribu,puesto que no tiene patas… Además, la maldadestá escrita en sus ojos… —dijo Bagheera.

—Es muy vieja y muy astuta. Ante todas lascosas, hay que pensar en que siempre estáhambrienta —respondió Baloo esperanzado—.Prométele muchas cabras.

—No bien se come una, duerme un mes entero.Muy bien pudiera suceder que estuviesedurmiendo ahora. Pero, ¿sí se le antojara preferir

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matar cabras por su propia cuenta? —Bagheera,que sabía muy pocas cosas de Kaa, se inclinabanaturalmente a desconfiar.

—En tal caso, vieja cazadora, tú y yo juntos laharíamos mostrarse razonable. —Al decir estoBaloo frotó su hombro, de un desteñido colormoreno, contra la pantera, y ambos fueron en buscade Kaa, la serpiente pitón que vive en la Peña.

La hallaron tendida al sol en el tibio rebordede una roca, admirando, deleitada, su hermosa pielnueva, pues acababa de pasar diez días en el máscompleto retiro para mudarla, y ahora estaba a laverdad espléndida, con la enorme cabeza roma alo largo del suelo, y tenía enroscado el cuerpo denueve metros de largo en fantásticos nudos ycurvas, y se relamía al pensar en la próximacomida.

—Está en ayunas —dijo Baloo con un gruñidode satisfacción en cuanto vio la hermosa pielmoteada de amarillo y de color de tierra—.¡Mucho cuidado, Bagheera! Siempre queda mediociega después del cambio de piel y tiende a atacar

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con la mayor facilidad.Kaa no era serpiente venenosa —y la verdad

despreciaba por cobardes a las de tal clase—; supoder estribaba en la fuerza de su presión, ycuando había envuelto a alguien en sus enormesanillos, ya podía darse por terminada la lucha.

—¡Buena caza! —gritó Baloo sentándosesobre sus cuartos traseros.

Kaa era bastante sorda como todas lasserpientes de su especie y no oyó bien al principiolo que le decían.

Por lo que pudiera suceder, se enrolló enforma de espiral y mantuve baja la cabeza.

—¡Buena caza para todos! —respondió—.¡Ah! ¿Eres tú Baloo? ¿Y qué haces por aquí?¡Buena caza, Bagheera! Uno de nosotros necesitacomer, cuando menos. ¿Saben si hay algo a lamano por allí? ¿Por ejemplo, algún gamo, aunquesea joven? Estoy vacía como un pozo seco.

—Vamos de caza —dijo Baloonegligentemente, porque esto lo sabía él bien—

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con Kaa no hay que apresurarse; es muy grandepara andarse con prisas.

—Permítanme que vaya con ustedes —suplicóKaa—. Nada significa para Bagheera y Baloo unzarpazo de más o de menos. En cambio, yo… yotengo que esperar días y días en alguna senda delbosque, o emplear media noche para subirme a losárboles, y luego debo tener mucha suerte paratropezar con algún mono joven. ¡Pss naw! Lasramas de ahora no son ya como lo eran cuando yoera joven. Las más tiernas están podridas, y secaslas mayores.

—Es probable que tu enorme peso signifiquealgo en este asunto —dijo Baloo.

—Pues sí; no me falta longitud… no me falta…—respondió Kaa con un dejo de orgullo—. Peroasí y todo, la culpa no es mía sino del ramajenuevo. Poco faltó, muy poco…, para que mecayera en mi última cacería, y, como no estabaagarrada al tronco del árbol con mi cola, el ruidoque hice despertó a los Bandar-log, queempezaron a insultarme.

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—"Lombriz de tierra, amarilla y sin patas" —murmuró entre dientes Bagheera como si tratara derecordar algo.

—¡Ssss! ¿Me llamaron eso alguna vez? —preguntó Kaa.

—Algo parecido nos gritaron a nosotrosdurante el último cuarto de luna pasado, pero noles hicimos ningún caso; Capaces son de decircualquier cosa… Por ejemplo, que te has quedadosin dientes, y que no osas hacerle frente a algo quesea mayor que un cabrito, porque… (¡vaya!, queson desvergonzados esos Bandar-log) porque lestienes miedo a los cuernos —continuó diciendosuavemente Bagheera.

Ahora bien: raras veces da muestras de cólerauna serpiente, sobre todo una serpiente pitón tancircunspecta como era Kaa. Pero Baloo yBagheera pudieron ver en ese momento cómo losenormes músculos que Kaa tiene a cada lado delcuello se movían e hinchaban.

—Los Bandar-log huyeron de suacostumbrado terreno —dijo calmosamente—. Oí

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sus gritos en las copas de los árboles hoy, cuandosalí a tomar el sol.

—Precisamente… precisamente nosotrosvamos siguiendo su pista —respondió Baloo. Perolas palabras se le atoraron en el gaznate porque, sila memoria no lo engañaba, aquélla era la primeravez que alguien, perteneciente al pueblo de laselva, confesaba su interés por algo que hicieranlos monos.

—Sin duda debe ser muy importante lo queobliga a dos cazadores como ustedes, jefes ydirectores entre los suyos, a seguir los pasos delos Bandar-log —observó Kaa afablemente, perollena de curiosidad.

—A decir verdad —empezó Baloo—, yo nosoy sino el anciano maestro de la ley, a las vecesbastante tonto, encargado de enseñársela a loslobatos de Seeonee, y Bagheera, aquí presente…

—Es Bagheera —dijo la pantera negra,cerrando las quijadas con un golpe seco, porqueno estaba para modestias—. Esto es lo que nosocurre, Kaa: esos ladrones de nueces y de hojas de

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palmera se robaron a nuestro hombrecito, de quienquizás has oído hablar.

—Algo le oí a Ikki (cuyas púas son motivo depresunción para él), acerca de una especie dehombre admitido en una manada de lobos. Pero nocreí nada de eso. Ikki siempre anda con cuentosque oye mal y cuenta peor.

—Pero en el caso presente dijo la verdad. Elhombrecito es tal, como jamás hubo otro como él—dijo Baloo—. El mejor, el más inteligente, elmás apuesto de todos… mi discípulo que harácélebre el nombre de Baloo en todas las selvas…,y, ¡bueno!, yo… o mejor dicho… nosotros, loqueremos de veras, Kaa.

—¡Ts! ¡Ts! —respondió ésta, y sacudió lacabeza—; también yo supe lo que es querer.¡Podría narrarles cosas que…!

—Que exigirían una noche clara y un estómagolleno para apreciarlas debidamente —dijoBagheera con prontitud—. Nuestro hombrecitoestá ahora en poder de los Bandar-log, y nosconsta que a nadie temen ellos más que a Kaa, de

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todo el pueblo de la selva.—A nadie más que a mí, y no les falta razón —

respondió Kaa—. Charlatanes, locos y vanos…vanos, locos y charlatanes: así son los monos.Pero si entre ellos hay algo humano, corre peligro.Les cansa pronto la nuez que cogen, y la tiran. Soncapaces de cargar una rama durante medio día,proponiéndose hacer grandes cosas con ella, yluego la parten en dos pedazos. No es digno deenvidia, a la verdad, el hombrecito ése. Alinsultarme, ¿no me llamaron también pezamarillo?… ¿Eh?

—Lombriz… lombriz…, lombriz de tierra —respondió Bagheera—; y otras cosas más queahora no puedo repetir por vergüenza.

—Habrá que enseñarles a expresarse con másrespeto de su maestro. ¡Aaa-sss! Deberemosrefrescarles un tanto la memoria. Pero, díganme, ¿adónde se llevaron al cachorro?

—Sólo la selva puede saberlo. Me parece quehacia el lado donde se oculta el sol. Creíamos quetú lo sabrías, Kaa.

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—¿Yo? ¿Y cómo? Acostumbro apoderarme deellos cuando se me ponen a la mano, pero no voy acazar a los Bandar-log, ni a las ranas, ni a esaespuma verde que hay en las lagunas, y que, parael caso, da lo mismo.

—¡Eh! ¡eh! ¡eh! ¡Arriba! ¡Arriba! ¡Mira haciaarriba, Baloo, de la manada de lobos de Seeonee!…

Baloo miró hacia arriba para ver de dóndesalía la voz que lo llamaba, y vio a Rann, elmilano, que descendía, deslizándose por elespacio con las alas desplegadas en cuyos bordes,vueltos hacia arriba, brillaba el sol. Ya casi era lahora del sueño para Rann, pero hasta ese momentohabía estado buscando por toda la selva a Baloo,sin encontrarlo, por culpa del espeso follaje.

—¿Qué sucede? —interrogó Baloo.—Vi a Mowgli entre los Bandar-log, él mismo

me encargó que te lo dijera. Estuve al acecho; lollevaron al otro lado del río… a la ciudad de losmonos… a las moradas frías. Lo mismo optarán

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por quedarse allí una noche que diez, o que unrato. Encargué a los murciélagos que vigilarandurante las horas de oscuridad. Es cuanto tengoque decirte. ¡Buena suerte para todos!

—¡Buena suerte, que llenes el buche y duermasbien, Rann! —gritó Bagheera—. No te olvidaré enmi próxima caza: reservaré para ti la cabeza de loque mate, porque eres el mejor de todos losmilanos.

—Lo que hice no es nada…, no es nada. Elmuchacho recordó y dijo las palabras mágicas, yyo no pude menos que cumplir con mi deber —respondió Rann elevándose por el aire trazandocírculos para dirigirse a su escondrijo.

—¡Vamos! Veo que no perdió la lengua —dijoBaloo con una sonrisa de satisfacción y orgullo—.¡Y pensar que, siendo tan joven, recordó laspalabras mágicas que sirven para los pájaros, enel mismo momento en que lo llevaban al través delos árboles!

—¡Bien que se las metiste en la cabeza! —respondió Bagheera—. Pero estoy orgullosa de él.

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Ahora, vamos a las moradas frías.Todo el pueblo de la selva sabe dónde está

aquel lugar, pero ninguno de ellos va nunca allí,porque lo que llaman las moradas frías es unaantigua ciudad abandonada, perdida y hundida enla selva, y en contadas ocasiones se ve que lasfieras habiten un lugar donde antes habitaron loshombres. Hará esto el jabalí, pero no las tribuscazadoras. Por lo demás, aun los monos vivían allítan poco como en cualquier otro sitio fijo, y ningúnanimal que se respete se acercará hasta ladistancia que alcance la vista, excepto en lasépocas de sequía, cuando conservaban un poco deagua las cisternas medio arruinadas y losestanques.

—Media noche nos tomará hacer la jornada…,yendo a toda velocidad —dijo Bagheera, y estohizo que Baloo se pusiera muy serio.

—Iré tan rápidamente como pueda —respondió ansiosamente.

—No nos atrevemos a esperarte. Síguenos,Baloo; Kaa y yo no podemos ir a paso tardo.

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—Con pies o sin pies, puedo correr tanto comotú con los cuatro que tienes dijo Kaalacónicamente.

Baloo se esforzó en acelerar el paso, pero alcabo tuvo que sentarse echando los bofes. Y así, lodejaron para que fuera más despacio, en tanto queBagheera se adelantaba con el rápido galopepropio de la pantera.

Kaa no dijo palabra, pero, por más quecorriera Bagheera, la enorme serpiente pitón de laPeña no se dejaba adelantar. Al llegar a unatorrentera llena de agua, venció Bagheera, porquela atravesó de un salto, mientras Kaa tenía quenadar, con la cabeza y una pequeña parte delcuello fuera del agua. Mas, al llegar de nuevo atierra, pronto la serpiente recuperó la distanciaperdida.

—¡Por la cerradura que me dio la libertad,afirmo que eres andadora! —exclamó Bagheera aldisiparse la última luz del crepúsculo.

—Es que tengo hambre —respondió Kaa—.

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Además, me llamaron rana con manchas…—Lombriz…, lombriz de tierra… y amarilla

de añadidura.—Lo mismo da. Sigamos adelante.Y parecía como si Kaa se derramara por

encima de la tierra, buscando con ojo certero elcamino más corto y siguiéndolo estrictamente.

Allá en las moradas frías, los monos, en lo quemenos podían pensar, era en los amigos deMowgli.

Habiéndose llevado al muchacho a la ciudadperdida, quedaron con eso muy satisfechos por elmomento. Jamás Mowgli, hasta entonces, habíavisto ninguna ciudad india, y aunque aquélla nofuera sino un montón de ruinas, le parecióespléndida y maravillosa. Tiempo atrás la habíaedificado un rey en la cumbre de una colina, ytodavía podía adivinarse el trazo de las calzadasde piedra que conducían a las destrozadas puertascuyas últimas astillas colgaban de los goznes,comidos del moho. Crecían árboles a uno y otro

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lado de las paredes. Las almenas yacían hechaspedazos, y a lo largo de los muros pendían de lasventanas las enredaderas silvestres en grandes yapretadas masas.

La colina estaba coronada por un gran palaciosin techo; el mármol de patios y fuentes estabarajado y cubierto de manchas rojas y verdes; enlos mismos pisos empedrados de los patios dondesolían vivir los elefantes del rey, las piedrasestaban separadas por la hierba y los árbolesnuevos que crecían entre ellas. Desde el palaciopodían verse numerosas hileras de casas sin techoque habían formado parte de la ciudad y que ahoraeran como destapadas colmenas llenas tan sólo denegras sombras. Podía verse también la informepiedra que había sido un ídolo en la plaza dondedesembocaban cuatro avenidas; y los hoyos yhoyuelos en las esquinas de las calles donde enotro tiempo existieron pozos públicos; y las rotascúpulas de los templos con higueras silvestres quecrecían a los lados.

Los monos llamaban a ese lugar su ciudad y

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despreciaban al pueblo de la selva porque vivía enel bosque. No obstante, nunca supieron para qué sehabían levantado aquellos edificios ni cómodebían usarlos. Se sentaban formando círculos enla antecámara de la real sala del consejo, y serascaban buscándose las pulgas y dándoselas dehombres.

O bien, entraban y salían corriendo de aquellassalas sin techo, recogían pedazos de yeso yladrillos viejos, llevándolos a un rincón, paraolvidarse al momento siguiente del lugar donde loshabían escondido y empezar a pelearse y a gritaren vacilantes grupos, poniéndose luego, de pronto,a jugar, subiendo y bajando por las terrazas deljardín real, sacudiendo los rosales y los naranjospor diversión para ver caer las flores y los frutos.Ya habían explorado todos los pasadizos ycaminos subterráneos que había en el palacio, ylos centenares de oscuras pequeñas salas; peronunca se acordaron de lo que vieron o dejaron dever, y así se paseaban de uno en uno, por pares opor grupos, y se decían los unos a los otros que

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hacían lo mismo que hacen los hombres. Bebían enlas cisternas, ensuciaban el agua, armaban peleaspor esta causa y después, en montón, se lanzabanjuntos gritando: "No hay nadie en la selva tansabio, probo, inteligente, fuerte y discreto comolos Bandar-log." Volvían entonces a las andadas,hasta que, al fin, se cansaban de estar en la ciudady regresaban a las copas de los árboles abrigandola esperanza de que se fijara en ellos el pueblo dela selva.

A Mowgli no le gustó este género de vida, nillegó a entenderlo, porque había sido educadosegún la ley de la selva. Tocaba a su fin la tardecuando los monos se lo llevaron a las moradasfrías, y, en vez de irse a dormir, como hubierahecho Mowgli después del largo viaje, se cogieronde las manos y empezaron a bailar y a cantar lascanciones más disparatadas. Uno de los monos lesechó un discurso en el que afirmó que la capturade Mowgli marcaba un hito nuevo en la historia delos Bandar-log, porque les enseñaría a construir,con palos y cañas, un refugio contra la lluvia y el

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frío. Mowgli cogió algunas enredaderas y empezóa entretejerlas, y los monos trataron de imitarlo;pero al cabo de pocos minutos dejó de interesarlesaquello y empezaron a estirarse la cola los unos alos otros, o a saltar, puestos a gatas y tosiendo.

—Quisiera comer —dijo Mowgli—. Soyforastero en esta parte de la selva. Denme comida,o permiso para cazar aquí.

Veinte o treinta monos saltaron rápidamentefuera del recinto para traerle nueces y papayassilvestres. Pero en el camino se enzarzaron en unapelea y les pareció luego demasiada molestiaregresar con los restos de aquellos frutos.

Mowgli sentía el cuerpo dolorido, estaba tanmalhumorado como hambriento; anduvo errantepor la ciudad abandonada, lanzando de cuando encuando el grito de caza de los forasteros; pero, alno contestarle nadie, se convenció de que a laverdad había ido a parar a un lugar pésimo.

—Cuanto dijo Baloo respecto de los Bandar-log no es más que la verdad —pensó—. No tienenley, ni grito de caza, ni jefes… No más que loca

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palabrería y unas manos muy pequeñas y muyladronas. Por tanto, si me matan de hambre o decualquier otra manera, a nadie podré culpar másque a mí mismo. Pero he de hacer todo lo posiblepor volver a mi propia selva. Baloo me pegará,ciertamente, pero prefiero eso que irestúpidamente a caza de las hojas de rosal encompañía de los Bandar-log.

No bien llegó a las murallas de la ciudad, lohicieron retroceder los monos, diciéndole que nose daba cuenta de la felicidad que le había caídocon estar allí, y le pellizcaban para enseñarle a seragradecido. Apretó Mowgli los dientes y nadadijo, pero se dirigió, entre el alboroto producidopor los monos, a una terraza ubicada sobre losdepósitos de piedra roja destinados al agua y queentonces se hallaban llenos a medias. En el centrode la terraza había un cenador de mármol blancoconstruido para uso de reinas que habían muertohacía cien años. Su techo, en forma de cúpula, seencontraba medio hundido, y, al caer, habíaobstruido el pasadizo subterráneo que comunicaba

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con el palacio, y que en otro tiempo estaba abiertopara que por él pudieran pasar las reinas. Pero lasparedes estaban hechas de una suerte de biombosde mármol recortado, y era una hermosísima laborcalada, blanca como la leche, con incrustacionesde ágata, cornalina, jaspe y lapislázuli. Cuando laluna se asomé tras la colina, brilló al través de loscalados, y proyecté sobre el suelo sombrasparecidas a un bordado de terciopelo negro. Pormás lastimado de los lomos, soñoliento y muertode hambre que se sintiera Mowgli, no pudo menosde reír cuando veinte de los Bandar-log, hablandoa la vez, empezaron a decirle lo grandes,inteligentes, fuertes y cuerdos que eran, y la locuraque él había cometido al pretender escapar deellos.

—Somos grandes, somos libres, somosadmirables. El más admirable pueblo que hay entoda la Selva, somos nosotros. Todos decimosesto, de donde se sigue que tiene que ser verdad—gritaban—. Pero, ésta es la primera vez quepuedes escucharnos, y seguramente tendrás

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ocasión de repetir nuestras palabras al pueblo dela selva para que en adelante se fije en nosotros;por tanto, diremos cuanto se refiere a nuestrasvaliosísimas personas.

Mowgli no objeté nada a esto. Los monos,varios centenares, se reunieron en la terraza paraescuchar a sus propios oradores. Estos entonabanalabanzas a los Bandar-log, y cuantas veces unode los oradores callaba durante un instante paratomar aliento, los demás gritaban al unísono:

—¡Muy cierto! ésa es también nuestra opinión!Mowgli afirmaba con la cabeza y parpadeaba,

añadía un "sí" cuando le preguntaban algo y sentíaque le daban vahídos, aturdido por el alboroto.

Tabaqui el chacal —pensaba— seguramentemordió a todos éstos, y por eso se volvieron locos.A la verdad esto es dewanee, la locura. ¿Nodormirá nunca esta gente? Por allá veo una nubeque cubrirá a la luna. ¡Ojalá la nube sea bastantegrande! Así podría escaparme, amparándome en laoscuridad. Pero me siento fatigado.

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Al mismo tiempo que Mowgli, dos amigos deél miraban aquella misma nube desde los fosos,cegados a medias, que circundaban las murallas dela ciudad. Bagheera y Kaa sabían lo peligroso queera enfrentarse con el pueblo de los monos cuandoéstos se reunían en crecido número, y no queríanarriesgarse demasiado. Porque los monos nuncaaceptan la lucha, como no sea en proporción decien a uno y pocos son los habitantes de la selvaque aceptan tan desiguales condiciones.

—Me dirigiré al lado oeste de la muralla —musitó Kaa en voz tan baja que pareció un susurro—; desde allí me lanzaré rápidamente,aprovechando el declive del terreno. A mí no seme echarán encima a centenares, pero…

—Yo sé lo que haré. ¡Si Baloo estuviera aquí!… Pero tendremos que limitarnos a lo quepodamos. Cuando esa nube cubre la luna al pasarjunto a ella, iré a la terraza. Están allí celebrandouna suerte de consejo para hablar del muchacho.

—¡Buena caza! dijo Kaa con aire fiero y sedeslizó suavemente hacia el lado occidental del

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muro.Era éste, por casualidad, el que se encontraba

mejor conservado; la enorme serpiente tardó unpoco en encontrar un camino transitable por entrelas piedras.

La nube cubrió la luz de la luna. CuandoMowgli se preguntó qué iba a acontecer entoncesahí, oyó los ligerísimos pasos de Bagheera queestaba ya en la terraza. Había subido el declivecasi sin ruido y empezó de inmediato a repartirgolpes —ya que comprendió que morder seríaperder el tiempo— a derecha y a izquierda entre lamultitud de monos que, en torno de Mowgli,estaban sentados en círculos de cincuenta o sesentade fondo.

Se escuchó un aullido general de miedo y derabia, y entonces, al tropezar Bagheera con loscuerpos que rodaban por el suelo pateando debajodel suyo, uno de los monos chilló:

—¡Nada más es uno, uno solo! ¡Mátenlo!¡Mátenlo!

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Se arrojó contra Bagheera un desordenadomontón de monos que mordían, arañaban, rasgabany arrancaban cuanto les salía al paso, en tanto quecinco o seis se apoderaron de Mowgli, loarrastraron a lo alto del cenador y lo metieron porun agujero de la rota cúpula y lo dejaron caerdentro de ella. Hubiera sufrido serio dañocualquier muchacho educado entre los hombres,pues la caída, cuando menos, fue de cuatro metrosde altura; pero Mowgli cayó de pie, tal comoBaloo lo había enseñado.

—Allí te quedas —le gritaron— hasta quematemos a tus amigos, y luego vendremos a jugarcontigo… si te dejó con vida el pueblo Venenoso.

—¡Ustedes y yo somos de la misma sangre! —dijo Mowgli apresurándose a decir las palabrasmágicas que sirven para las serpientes. Oíaclaramente roces y silbidos entre las piedras quelo rodeaban, y, para mejor asegurarse, tornó agritar lo mismo.

—¡Esss verdad! ¡Ustedes! ¡Abajo lascapuchas! —exclamaron media docena de voces

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muy suaves; cada sitio en ruinas se convierte en laIndia, tarde o temprano en morada de serpientes yel antiguo cenador era un hervidero de cobras—.Permanece quieto, hermanito, para que tus pies nonos lastimen.

Mowgli procuró mantenerse lo mas quietoposible; miraba al través de los calados demármol y escuchaba el ruido de la rabiosa luchaque los monos libraban contra la pantera negra:eran aullidos, rechinar de dientes y golpes secosde la refriega; y asimismo se percibía el profundoy ronco resoplido de Bagheera mientrasretrocedía, avanzaba, se revolvía o se hundía bajolas enormes masas de sus enemigos. Por primeravez en su vida, Bagheera luchaba únicamente porsalvar su propio pellejo.

Por aquí cerca debe andar Baloo porqueBagheera no se hubiera arriesgado a venir sola —pensó Mowgli.

Y entonces gritó:—A las cisternas. Bagheera, a las cisternas!

¡Vete a ellas y zambúllete dentro. ¡Al agua!

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Al escuchar la voz de Mowgli, Bagheera supoque estaba el muchacho a salvo, y entonces sintiórenacer sus fuerzas. Desesperadamente, metro ametro y repartiendo golpes en silencio, se abriócamino en dirección de las cisternas.

En ese momento, desde el muro en ruinas queestaba más próximo a la selva, se elevó el rugientegrito de guerra de Baloo. El buen oso hizo todocuanto pudo; pero aun así, no le fue posible llegarantes.

—¡Bagheera, aquí estoy! —gritó—. ¡Ahorasubo! ¡Corro en tu ayuda! ¡Ahuworaaa! ¡Resbalanlas piedras bajo mis plantas, pero espérame! ¡Ah,infames Bandar-log!

Llegó a la terraza casi sin aliento, einmediatamente su cuerpo desapareció, hasta elcuello, bajo una verdadera oleada de monos; perose plantó resueltamente en dos pies, abrió losbrazos, cogió entre ellos el mayor número posiblede enemigos y empezó a golpeados con un nointerrumpido ¡paf! ¡paf! ¡paf! que parecía elchapoteo de una rueda de palas. El ruido de algo

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que cayó en el agua hizo saber a Mowgli queBagheera había logrado abrirse paso hasta lacisterna, en la que ya no podían perseguirla losmonos.

Hallábase echada la pantera, respirandoanhelosamente por la boca con el agua hasta elcuello, en tanto que los monos la vigilaban desdelos rojos escalones sentados en filas de tres enfondo; subían y bajaban rabiosamente, prestos asaltar sobre ella, desde todos los lados a la vez, siella intentaba salir para ayudar a Baloo.

Fue entonces cuando Bagheera levantó lacabeza —el agua le chorreaba de la barba—, y,perdida ya toda esperanza, lanzó en busca deprotección el grito que sirve para las serpientes:"Tú y yo somos de la misma sangre"; creyó que, enel último minuto, Kaa se había vuelto atrás.Inclusive Baloo, medio ahogado bajo la masa demonos que no lo dejaba avanzar en el borde de laterraza, no pudo reprimir la risa cuando oyó que lapantera negra pedía auxilio.

Pero en aquellos precisos momentos Kaa se

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acababa de abrir paso entre el muro situado haciael oeste; el último esfuerzo que hizo paratrasponerlo, hizo que se produjera undesprendimiento en las piedras de la albardilla, yuna piedra rodó hasta el fondo del foso. No quisodesperdiciar ninguna de las ventajas que leproporcionaba aquel terreno; se enroscó ydesenroscó varias veces para comprobar que sucuerpo tenía amplia capacidad para trabajar conlucimiento.

Hizo esto en tanto que se desarrollaba la luchaen que Baloo desempeñaba el principal papel; entanto que en derredor de Bagheera, en la cisterna,aullaban los monos, y mientras Mang, elmurciélago, volando de un lado a otro, llevaba lanoticia de la gran batalla por toda la selva, de talmanera que inclusive Hathi, el elefante salvaje,empezó a dar bramidos, y a lo lejos, gruposdispersos de monos que se despertaron, fueronbrincando entre los árboles, a prestar ayuda a suscompañeros de las moradas frías, al mismo tiempoque se ponían alerta todas las aves diurnas de

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algunas leguas a la redonda.Entonces, rápidamente, Kaa atacó en línea

recta, sintiendo el vivo deseo de matar. Todo elpoder que tiene en la lucha una serpiente pitón,estriba en el empuje con que su cabeza embiste,apoyada por el fuerte y pesado cuerpo. Si seimagina el lector una lanza, un ariete o un martilloque pese media tonelada, y que pueda ser movidopor una inteligencia, fría, calmosa, que resida en elmango o en el asta, tendrá una idea aproximada delo que era Kaa en el terreno de la lucha. Unaserpiente pitón, de no más de un metro, o un metroy medio de longitud, puede perfectamente derribara un hombre si se lanza contra él de frente y lepega en mitad del pecho. Pues bien: hay querecordar que Kaa medía nueve metros de largo. Suprimera embestida fue contra el centro de latremenda masa que rodeaba a Baloo. Fue unaarremetida a boca cerrada, silenciosa. No necesitóir acompañada de la segunda. Los monos huyeronen desbandada, gritando:

—Kaa! ¡Es Kaa! ¡Huyan! ¡Huyan!

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Generaciones enteras de monos habíanaprendido a hacer lo que era debido en presenciade Kaa, gracias a las narraciones que sobre éstahabían escuchado de sus mayores; sobre ésta, aquien llamaban ladrona nocturna, que podíadeslizarse a lo largo de las ramas de los árbolescon el mismo silencio con que crece el musgo, yllevarse consigo al mono más fuerte que jamásvivió en el mundo; sobre la vieja Kaa que teníasuma pericia para tomar el aspecto de una ramamuerta o de un tronco de árbol carcomido, de talmanera que hasta los más hábiles se engañaban,hasta que el tronco se apoderaba de ellos. Kaa,representaba para los monos lo más temible de laselva, porque ninguno de ellos sabía hasta dóndellegaba su poder; ninguno osaba mirarla cara acara, y jamás nadie salió con vida de entre susanillos.

Por todo esto, muertos de miedo, huyeron hacialos muros y los techos de las casas, y, al cabo,Baloo pudo respirar. Su piel era más gruesa que lade Bagheera, pero había sufrido gravemente en la

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lucha.Por primera vez, abrió Kaa la boca y emitió un

largo silbido, que era una de sus palabras; estohizo que los monos que acudían presurosos desdelejos en defensa de sus hermanos de las moradasfrías, detuviéranse instantáneamente en el lugardonde estaban, completamente acobardados, y supeso hacía doblar y crujir las ramas. Cesó laalgazara de los que se encontraban sobre losmuros y las casas vacías, y, en medio del silencioque reinó en la ciudad, Mowgli oyó a Bagheerasacudiéndose de encima el agua, al salir de lacisterna.

De nuevo estalló entonces la algarabía deantes. Los monos se encaramaron por los muros amayor altura; asiéndose al cuello de los grandesídolos de piedra, chillaron saltando por losalmenados muros. Y mientras esto acontecía,Mowgli, bailoteando en el cenador, miraba por loscalados del mármol y graznaba como un búho enson de burla para demostrar su alegría.

—Saca al hombrecito fuera de esa trampa,

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pues yo ya no puedo hacer nada más —dijoBagheera casi sin aliento—. Cojámoslo yvámonos; podría ser que de nuevo nos atacaran.

—No se atreverán a moverse hasta que yo selos mande. ¡Quietos! ¡Asssí! —silbó Kaa, y unavez más la ciudad quedó en silencio.

Continuó Kaa, dirigiéndose a Bagheera:—No pude venir antes, hermana; pero me

pareció haberte oído llamar…—Puede ser… puede ser que haya gritado en

mitad de la lucha respondió Bagheera—. Baloo,¿te hicieron daño?

—De tanto estirarme, no estoy muy seguro deque no me hayan convertido en un centenar depequeños oseznos —respondió gravemente Baloo,alargando una pata y luego la otra—. ¡Wow!…Tengo todo el cuerpo dolorido… Kaa, creo que ati te debemos la vida Bagheera y yo…

—¡Qué más da! ¿Dónde está el hombrecito?Aquí en la trampa! No puedo trepar para salir

de ella —gritó Mowgli. Veía sobre su cabeza la

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curva de la rota cúpula.—Sáquenlo de aquí. Baila y baila como Mao,

el pavo real, y aplastará a nuestros pequeñuelos —dijeron desde dentro las cobras.

—¡Ja, ja, ja! —se rió Kaa—. Donde quieratiene amigos este hombrecito. Échate un pocohacia atrás. Y ustedes, Pueblo Venenoso,escóndanse. Derribaré la pared.

Kaa examinó detenidamente para descubrir enlos calados de mármol una grieta que indicara unpunto débil; dio encima dos o tres golpecitos conla cabeza para calcular la distancia conveniente, yluego, levantando por completo del suelo elcuerpo, en una longitud de cerca de dos metros,dio con toda su fuerza media docena de terriblestestaradas y su nariz fue la primera que pegócontra el mármol. El cenador cayó en pedazosenvueltos en una nube de polvo y de escombros.Mowgli saltó por el boquete abierto y se arrojóentre Baloo y Bagheera y pasó un brazo en tornodel cuello de cada uno.

—¿Te hicieron daño? —preguntó Baloo,

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abrazándolo tiernamente.—Me duele todo el cuerpo, tengo hambre y

estoy lleno de cardenales. Pero… ¡oh! ¡Cómo lospusieron a ustedes!… ¡Están cubiertos de sangre!

—Otros también lo están —respondióBagheera relamiéndose y mirando el gran númerode monos muertos que había en la terraza, enderredor de la cisterna.

—¡Eso no es nada… no es nada! —gimoteóBaloo—. ¡Lo importante es que tú te hayassalvado, ranita mía, orgullo mío!

—Ya hablaremos de eso más tarde —dijoBagheera, tan secamente que Mowgli se sintiódesazonado—. Pero aquí está Kaa, a la cualdebemos nosotros haber ganado la batalla, y tú, lavida. Dale las gracias, según es nuestra costumbre,Mowgli.

Se volvió éste, y vio, a muy poca distancia desu cabeza, a la gran serpiente pitón, quebalanceaba la suya.

—De modo que éste es el hombrecito —

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observó Kaa—. Su piel es muy fina, y ciertamentetiene parecido con los Bandar-log. Cuídate,hombrecito, de que no me equivoque y te tome porun mono, algún día, cuando haya acabado decambiar de piel.

—Tú y yo somos de la misma sangre —respondió Mowgli—. Me salvaste la vida estanoche. Será para ti, Kaa, lo que yo mate en la caza,siempre que sientas hambre.

—Mil gracias, hermanito —dijo Kaa, cuyosojos brillaron maliciosamente—. ¿Qué puedematar tan fiero cazador? Pido permiso desde ahorapara seguirle cuando vaya de cacería.

—Nada mato… Soy demasiado pequeño paraello. Con todo, acorralo a las cabras y las hago iral sitio en que están los que pueden apoderarse deellas. Cuando tengas el vientre vacío, ven conmigoy verás si te engaño. Soy un tanto diestro en elmanejo de éstas —añadió mostrando sus manos—;si algún día llegas a caer en una trampa, podríapagarte entonces la deuda que he contraídocontigo, con Bagheera y con Baloo, aquí presentes.

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¡Buena suerte para todos, maestros míos!—¡Bien dicho! —gruñó Baloo, pues vio la

habilidad con que había dado Mowgli las gracias.Kaa dejó caer suavemente por un momento su

cabeza sobre el hombro del muchacho y le dijo:—Es tan grande tu corazón, como cortés tu

lengua. Ambos te llevarán muy lejos en la Selva,hombrecito. Ahora, márchate pronto de aquí contus amigos. Márchate y ve a dormir; la luna va adejamos y no es conveniente que veas lo quesucederá.

Desaparecía la luna tras las colinas, y diríaseque las filas de monos, temblando de miedo,agrupados sobre los muros y las almenas, parecíanla rota y movible orla de aquel escenario. Baloose dirigió a la cisterna para beber, Bagheera sealisaba la piel y Kaa se deslizó hasta el centro dela terraza, cerrando la boca con un sonoro crujidoque atrajo las miradas de todos los monos.

—La luna se oculta —dijo—. ¿Hay suficienteluz todavía para que puedan verme?

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De los muros se desprendió una especie degemido semejante al que produce el Viento en lascopas de los árboles.

—Todavía podemos verte, Kaa —se oyó.—Está bien. Empieza ahora la danza…, la

Danza del Hambre de Kaa. Esténse quietos ymiren.

Se enroscó entonces dos o tres veces en formade un gran círculo y balanceó la cabeza de derechaa izquierda. Luego empezó a formar con su cuerpoóvalos y ochos, triángulos viscosos de vérticesromos que se disolvían en cuadrados y pentágonosy torres hechas de anillos. No descansaba unmomento, no se apresuraba nunca, no cesaba elzumbido de su canción especial. Oscurecía cadavez más, hasta que dejaron de verse al fin lascambiantes ondulaciones de la serpiente; con todo,podía aún oírse el rumor que producían susescamas.

Como si fuesen de piedra, se quedaron paradosBaloo y Bagheera, lanzaban sordos aullidosguturales y erizaban los pelos del cuello. Mowgli

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miraba todo aquello sorprendido.—Bandar-log —dijo al fin Kaa—: ¿Pueden

mover los pies o las manos sin que yo se loordene? ¡Hablen!

—No podemos hacer eso sin orden tuya, Kaa.—¡Así está bien! Den un paso al frente.

Acérquense.Sin poder resistir, las filas de monos se

inclinaron hacia adelante; al mismo tiempo queellas, dieron también un paso, inconscientemente,Bagheera y Baloo.

—¡Más cerca! —silbó Kaa, y los monos semovieron de nuevo.

Mowgli puso sus manos sobre Baloo yBagheera para llevárselos de allí, y las dosenormes fieras echaron a andar como sidespertaran de un sueño.

—No quites tu mano de mi hombro —bisbisóBagheera—. No la quites, o no podré menos deretroceder… tendré que ir a donde está Kaa. ¡Aah!

—¡Pero si no hace otra cosa que trazar

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círculos en el suelo! —dijo Mowgli—. Vámonos.Y los tres escaparon por un boquete abierto en

las murallas y se dirigieron a la Selva.—¡Woof! —gruñó Baloo al encontrarse de

nuevo bajo los árboles—. Nunca más buscaré aKaa para aliada. —Y sacudió el cuerpo.

—Sabe más que nosotros —dijo Bagheeratemblando—. Si me quedo allí un rato más,hubiera ido a parar derecho a su garganta.

—Antes de que salga de nuevo la luna, muchosserán los que vayan a parar a ella —afirmó Baloo—… ¡Buena caza tendrá…, a su modo!

—Pero, ¿cuál era el significado de todoaquello? —preguntó Mowgli, porque ignoraba elpoder de fascinación de Kaa—. No vi sino a unaenorme serpiente que trazaba círculos del modomás idiota, hasta que quedamos en la oscuridad. Ytenía la nariz muy hinchada. ¡Jo, jo, jo!

—Mowgli —le dijo Bagheera de muy malhumor—: si su nariz estaba hinchada, fue por tuculpa; por tu culpa también están mis orejas, mis

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flancos, mis patas y el cuello y pecho de Baloollenos de mordiscos. En muchos días, no podráncazar a gusto ni Bagheera ni Baloo.

—No importa —respondió Baloo—;recobramos al hombrecito.

—Es verdad, pero nos costó nuestro tiempo, elcual hubiéramos podido emplear mucho mejor enuna buena cacería. También nos costó nuestrasheridas, nuestro pelo (tengo raída a medias laespalda), y nuestra honra, finalmente. Porque,recuerda, Mowgli, que yo, la pantera negra, hubede llamar en auxilio mío a Kaa, y Baloo y yoquedamos aturdidos come pajarillos al ver laDanza del Hambre. Todo esto, por haber ido tú ajugar con los Bandar-log.

—Es verdad, es verdad —respondió contristeza Mowgli—. Soy un hombrecito muy malo, yaquí, en mi pecho, siento la tristeza de haberlosido.

—¡Je! ¿Cómo dice la ley de la selva, Baloo?Éste no deseaba acumular más desdichas sobre

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Mowgli, pero tampoco podía hacer burla de la ley,de manera que murmuró:

—No libra del castigo el arrepentimiento. Perorecuerda, Bagheera que todavía es muy chico —añadió.

—Lo recuerdo, pero, puesto que cometió unafalta, hay que pegarle. ¿Tienes algo que decir,Mowgli?

—Nada. Hice mal. Baloo y tú están heridos.Es justo.

Entonces Bagheera le dio media docena degolpes; juzgándolos con criterio de pantera, fueronleves y cariñosos y apenas hubieran despabilado auno de sus cachorros. Pero para un niño de sieteaños, fue una paliza en verdad fenomenal, yciertamente el lector no hubiera querido recibirla.Cuando terminó el castigo, Mowgli estornudó y seenderezó de nuevo, sin decir palabra.

—Ahora dijo Bagheera—, siéntate en mi lomo,hermanito, y volvamos a casa.

Cosa muy hermosa en la ley de la selva y que

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puede notarse fácilmente es que el castigo salda endefinitiva las cuentas pendientes, y ya no se hablamás del asunto.

Se tendió Mowgli en el lomo de Bagheera,apoyó en él la cabeza y tan profundamente sedurmió, que ni siquiera despertó cuando lopusieron junto a mamá Loba, en la caverna dondetenía su hogar.

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CANCIÓN DE LOSBANDAR-LOG AL

PONERSE EN CAMINO

¡COMO un festón flotante aquí estamos,lanzados hacia la envidiosa luna!¿Querrían ustedes ser uno de los nuestros?¡Más de dos manos tener! ¡Oh, dicha!¿Y esta cola, cual arco de cupido,no envidian? ¿Gustaríales una?Pero, tranquilícense, hermanos,se adivina, sí, en su espalda, el rabo.¡Sobre la fronda quietos estamos,en largas filas hermosuras sin fin meditando;imaginando cosas grandes que, ¡vamos!,al momento se trocarán en realidades;algo que noble, grande y bueno sea…

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que con desearlo sólo, se conquiste!¡Lo verán, sí! ¡Pero, hermanos,se adivina, en su espalda, el rabo!Tantas voces de fieras o aves,o bien de los murciélagos que chillan(de animales que tengan escama, pluma o

pelo),cuantas en nuestra vida hayamos escuchado,mezclemos, y repitiéndolas cien vecesproduzcamos rápida y confusa algarabía.¡Grandioso, excelente! Como los hombresal hablar harían, esa pauta nosotros seguimos.¿No lo somos?… Hermanos,se adivina, sí, en su espalda, el rabo.Costumbres son éstas del pueblode los monos, y ésta es la vida.¡Corran entre los pinos, busquen la vid

silvestre;formen en nuestras filas, vengan con nosotros!¡Qué ruido metemos al despertarnos se

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escucha!¡Que haremos cosas grandes, no puedan

dudarlo!

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De cómo vino elmiedo

CUANDO secos están arroyo y laguna,todos somos hermanos;mezclados nos ven las riberas,ardientes las bocas, polvo en los flancos,sin deseos de caza,y por temor igual paralizados.Junto a su madre, puede tímido verel cervato al lobo desmedrado;mira el gamo tranquilo los colmillosque a su padre mataron.Cuando secos están charco y arroyo,todos somos hermanos.hasta que alguna nube la respetada"tregua del agua" rompa,

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y nos mande lluvia y anhelada caza,nuestro encanto. Previstos están, por la ley de la selva (la más

antigua del mundo) la máxima parte de losacontecimientos con que su pueblo pudieraenfrentarse, por lo que, hoy por hoy, es un códigocasi tan perfecto como el tiempo y la costumbrepudieron llegar a constituirlo. Si el lector pasó susojos por las narraciones transcritas relativas aMowgli, recordará sin duda que el muchacho pasóla mayor parte de su vida con la manada de lobosde Seeonee, y que aprendió la ley con Baloo, eloso pardo. Fue el propio Baloo quien le explicó,cuando el muchacho daba muestras de impacienciapor tantas órdenes que recibía constantemente, quela ley era como una enredadera gigante, ya quealcanza a todas las espaldas sin quedar exentaninguna de sentir su peso.

—Una vez que hayas vivido los años que yo hevivido, hermanito, te darás cuenta de que la selvaobedece, a lo menos, a una ley —dijo Baloo—.

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Esto no te parecerá muy agradable —añadió.Mowgli no paró mientes en esta conversación,

porque cuando un muchacho pasa la vidacomiendo y durmiendo, no le importan un arditelas demás cosas, sino hasta que suena la hora deenfrentarse con ellas. Pero hubo un año en que laspalabras de Baloo resultaron certísimas y exactas;entonces Mowgli fue testigo de que toda la Selvaestaba bajo el imperio de la ley.

Esto empezó cuando escasearon de maneraalarmante las lluvias de invierno, y cuando Ikki, elpuerco espín, al topar con Mowgli entre unosbambúes, le explicó que se estaban secando laspatatas silvestres. Pero, bueno: todo el mundo yaestá enterado de lo ridículamente escrupuloso quees Ikki acerca de escoger su alimento, y de quesólo elige las cosas mejores y más en sazón. Portanto, Mowgli se rió y le dijo:

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?—No mucho, al presente —respondió Ikki, e

hizo sonar sus púas muy tenso y violento—. Peroya veremos mas tarde. ¿Sigues todavía bañándote

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en la laguna que hay en la roca, allá en la Peña delas Abejas, hermanito?

—No. El agua es tan tonta que se vaevaporando, y no quiero romperme la cabeza —dijo Mowgli, que en aquellos tiempos sentíase tansabio como cinco juntos de los que formaban elpueblo de la selva.

—Tú te lo pierdes. Si te la rompieras un poco,acaso por la rotura te entraría algo de juicio.

Ikki echó a correr agachando la cabeza paraque Mowgli no le tirara de las cerdas del hocico;el muchacho le contó después a Baloo lo que aquélhabía dicho.

El oso, en tono grave, murmuró entre dientes:—Si estuviera solo, cambiaría de cazadero,

antes que los demás empezaran a preocuparse.Pero ya sabemos que siempre acaba en lucha cazaren país extraño, y podría suceder que le causarandaño al hombre cachorro. Esperaremos y veremoscómo florece el mohwa.

Pero aquella primavera no floreció el árbol de

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mohwa al que tanto cariño tenía Baloo. Por culpadel calor murieron antes de nacer los verdosos,lechosos capullos, parecidos a la cera; sólocayeron algunos malolientes pétalos cuando élsacudió el árbol, puesto en dos patas contra eltronco. Luego, centímetro a centímetro, fuepenetrando el incesante calor en el corazón de laselva, e hizo que todo se revistiera de coloramarillo, primero; después, de color de tierra, y alfin, de color negro. Los matorrales y las malezasque bordeaban los barrancos se secó poco a pocohasta convertirse en algo parecido a alambresrotos, y en enroscadas fibras de materia muerta;gradualmente perdieron el agua las escondidaslagunas y sólo el barro quedó en ellas, el cualconservó la más tenue huella en los bordes comosi hubiera sido vaciado en un molde de hierro; lasjugosas enredaderas que colgaban de las árboles,cayeron y murieron al pie de ellos; secáronse losbambúes y produjeron un ruido agudo cuandosoplaba el viento cálido; empezó a morirse elmusgo y dejaba peladas las rocas, hasta en el

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corazón de la selva, de tal manera que quedarondesnudas y ardientes como piedras azules quebrillaban en los cauces.

Los pájaros y los monos emigraron desde elcomienzo del año hacia el norte, porque sabían loque se vendría encima; el ciervo y el jabalí seinternaron en los devastados campos de losaldeanos y murieron ellos también, a las veces, ala vista de los hombres que estaban demasiadodébiles para matarlos. Pero no emigró Chil, elmilano, y tuvo oportunidad de engordar, ya queabundó la carroña, y cada tarde les llevaba lanoticia a las fieras, cuya postración les impedía ira la búsqueda de nuevos cazaderos, de que el solmataba poco a poco a toda la selva en unaextensión de tres días de vuelo, desde ese punto,en todas direcciones.

Nunca había sabido Mowgli en verdad lo queera el hambre, pero ahora tuvo que contentarse conmiel vieja, de tres años, que raspaba de colmenasabandonadas hechas en la roca…; era una mielnegra como la endrina espolvoreada con azúcar

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seco. Cazó también gusanillos de los que taladranla corteza de los árboles, y en no pocas ocasionesrobó a las avispas las crías que sus avisperos.Toda la caza que quedaba en la selva no era másque piel y huesos; Bagheera mataba tres veces enuna sola noche y ni así obtenía lo que necesitabapara calmar su apetito. Pero la peor calamidad erala falta de agua, ya que, aunque raras veces beba elpueblo de la selva, ha de beber en gran cantidad,cuando lo hace.

Siguió adelante el calor y secó toda humedad,y al fin el cauce del río Waingunga fue el únicolugar donde corría aún un hilillo de agua entre lasmuertas riberas.

Y cuando Hathi, el elefante salvaje, cuya vidapuede alcanzar cien años o más, vio que en elcentro mismo de la corriente asomaba un largo,descarnado y azul banco de piedra completamenteseco, comprendió que lo que tenía ante su vista erala Peña de la Paz, y entonces, de cuando encuando, levantó la trampa y proclamó la Treguadel Agua, como la había proclamado su padre

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antes que él, cincuenta años atrás. Le hicieroncoro, con ronca voz, el ciervo, el jabalí y elbúfalo; Chil, el milano, voló en todas direccionesdescribiendo círculos, chillando y silbando paraextender la noticia.

De acuerdo con la ley de la selva, desde elmomento en que ha sido proclamada la Tregua delAgua, es castigado con la pena de muerte el quemata en los sitios destinados a beber. Beber esantes que comer: ésta es la razón. Cuando lo únicoque escasea es la caza, cualquiera puede irlapasando mal que bien en la selva. Pero el agua esel agua, y toda caza queda en suspenso mientras elpueblo de la selva tenga que ir por necesidad alúnico manantial que quede. Durante las estacionesbuenas, cuando el agua abundaba, quienes queríanbeber en el río Waingunga (o en cualquier otrositio, que para el caso es lo mismo) lo hacían ariesgo de su vida, y dicho riesgo contribuía, engran parte, al atractivo de las excursionesnocturnas. Moverse con tal destreza que ni unahoja se moviera al paso; atravesar el vado, con el

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agua hasta la rodilla, en sitios en que es baja elagua, cuyo ruido apaga todo rumor; mirar haciaatrás, por encima del hombro, mientras se bebe,con cada músculo tenso para dar el primer saltodesesperado de loco terror; revolcarse en la arenade la orilla y regresar luego, húmedo el hocico ybien repleto el vientre, a la manada que admira alatrevido… todo esto era algo delicioso para elgamo joven dotado de buenos cuernos,precisamente porque sabían que, cuando nadie lopensara, acaso Bagheera o Shere Khan selanzarían sobre ellos y les quitarían la vida. Masahora había terminado todo aquel juego que podíaser mortal: acercábase hambriento y triste todo elpueblo de la selva al río cuyo cauce parecíahaberse estrechado; el tigre, el oso, el ciervo, eljabalí, el búfalo, todos juntos, bebían en suciasaguas y allí permanecían, sin fuerzas paramoverse.

Durante todo el día el ciervo y el jabalí sehabían movido de un lado a otro buscando algomejor que cortezas secas y hojas muertas. Los

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búfalos no habían encontrado lodazales en quérefrescarse ni verdes sembrados en dondepudieran saciar su hambre. Las serpientesabandonaron la selva y bajaron al río con laesperanza de encontrar allí alguna rana perdida.Permanecían quietas, enroscadas en alguna piedrahúmeda, y ni siquiera se enfrentaban con el jabalícuando éste con el hocico las sacaba de su lugar.Tiempo hacía que las tortugas de río habían sidoexterminadas por la habilísima cazadora Bagheera;los peces del río se habían enterrado ellos mismosprofundamente en el seco barro. Sólo la Peña de laPaz sobrenadaba del agua poco profunda, comouna larga sierpe, y las pequeñas y fatigadasondulaciones de la corriente silbaban al pegarcontra sus calientes costados y evaporarse.

Cada noche se dirigía a ese lugar en busca defresco y compañía. Apenas hubiera hecho casoentonces del muchacho el más hambriento de todossus enemigos. Su piel desnuda hacíalo parecer aúnmás enjuto y miserable que cualquiera de suscompañeros. El sol le había descolorido el

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cabello hasta hacerlo que pareciera estopa;sobresalían sus costillas como si fuesen losmimbres de un cesto, y los bultos que le crecieronen las rodillas y codos por arrastrarlos por elsuelo al caminar a gatas, le daban a sus reducidosmiembros el aspecto de manojos de hierbatrenzados. Pero bajo aquella melena enredada yentretejida, se veían unos ojos fríos, tranquilos,pues Bagheera —su consejera en aquellos tristesdías—, le aconsejó que se moviera calmosamente,que cazara despacio, y que nunca, por ningúnmotivo, se enojara.

—Estos tiempos son malos, pero ya pasarán, sino nos morimos antes —dijo la pantera una nocheen que el calor era semejante al de un horno—. ¿Tehas llenado el estómago, hombrecito?

—Algo metí en él, pero no me vale. ¿No crees,Bagheera, que las lluvias se olvidaron de nosotrosy que no volverán ya más?

—¡De ningún modo! Todavía veremos florecerel mohwa y a los cervatos engordar con la hierbafresca. Vamos a la Peña de la Paz a saber noticias.

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Sube a mi lomo, hermanito.—No es tiempo ahora de cargar pesos.

Todavía puedo tenerme en pie sin que me ayuden.Pero es verdad que ni tú ni yo nos parecemos, porlo gordos, a los bueyes bien cebados.

Se miró Bagheera los lados, que eran comoharapos cubiertos de polvo, y murmuró:

—Maté anoche un buey que estaba uncido alyugo. Me quedaban tan pocas fuerzas, que creo queno me hubiera atrevido a saltarle encima, sihubiera visto que estaba en libertad. ¡Wou!

Se rió Mowgli y dijo:—Sí; muy buen par de cazadores formamos

ahora tú y yo. Yo soy muy audaz para comergusanillos.

Ambos se alejaron por la crujiente maleza, sedirigieron a la orilla del río junto a la labor deencaje que formaban los montones de arena quehabían salido de él por todos lados.

—El agua no puede ya durar mucho —observóBaloo uniéndose a ellos—. Miren acá: al otro lado

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se ven filas de huellas que se parecen a loscaminos que trazan los hombres.

En el llano que se extendía en la orilla opuesta,la hierba, erguida, se había muerto y parecíamomificada. Las holladas pistas del ciervo y deljabalí, todas en dirección al río, rayaban ladesteñida llanura con polvorientas ramblasabiertas en la hierba de tres metros de altura; apesar de ser todavía temprano; cada larga avenidase veía ya llena de los que se daban prisa en serlos primeros en llegar al agua. Percibíanse lastoses de los gamos y de los cervatos, aconsecuencia del polvo, como si éste fuera rapé.

En la curva que formaba el agua perezosaalrededor de la Peña de la Paz, río arriba, estabaHathi, el elefante salvaje, convertido en Guardiánde la Tregua del Agua; acompañábanlo sus hijos,demacrados, de color gris, balanceando el cuerpoa la luz de la luna… siempre balanceándolo. Unpoco más abajo, mirábase la vanguardia de losciervos; más abajo aún, los jabalíes y los búfalossalvajes; en la orilla opuesta, donde los árboles

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llegaban hasta tocar el agua, estaba el lugar apartedestinado a los carnívoros: el tigre, los lobos, lapantera, el oso, y los demás.

—En verdad que el peso de una sola ley nosgobierna ahora —dijo Bagheera al vadear lacorriente y mirando las filas de cuernos quechocaban unos contra otros y los inquietos ojosque se miraban en el lugar donde se empujaban losciervos y los jabalíes—. ¡Buena suerte a todos losde mi sangre! —añadió, y se tendió cuan larga era,con uno de sus costados fuera del agua. Y luegodijo entre dientes:

—¡Buena suerte sería la del que pudiera cazaraquí, a no ser por eso que se llama la ley!

Estas últimas palabras no pasaron inadvertidasal oído finísimo de los ciervos, y un rumor deazoramiento corrió a lo largo de sus filas.

—¡La Tregua! ¡Acuérdate de la Tregua! —exclamaron.

—¡Que haya orden! ¡Que haya orden! —dijocon voz gutural Hathi, el elefante—. Permanece la

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Tregua, Bagheera. No es hora de hablar de caza.—¡Si lo sabré yo! —respondió Bagheera,

mirando río arriba—. No devoro más quetortugas…, no soy sino una pescadora de ranas.¡Naayah! ¡Quién se alimentara únicamente deranas!

—También nosotros quisiéramos que así lohicieras; eso nos gustaría mucho —replicó,balando, un cervato nacido aquella mismaprimavera, y al cual Bagheera no le hacía graciaalguna. Por muy decaído que estuviera el pueblode la selva, nadie, incluyendo al mismo Hathi,pudo menos de reírse disimuladamente, en tantoque Mowgli, echado de codos sobre el aguacaliente, soltó la carcajada y golpeó la espuma conlos pies.

—¡Bien dicho, cornamenta en capullo! —bisbisó Bagheera—. Se te tendrá esto en cuentacuando haya terminado la Tregua.

Y sus ojos se clavaron en el cervato, a travésde las sombras, para tener la seguridad dereconocerlo en mejor ocasión.

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La conversación se generalizó poco a pocodondequiera en los sitios destinados a beber.Oíase al quisquilloso jabalí pedir con sordosronquidos que le cedieran mayor espacio; a losbúfalos gruñendo entre ellos al andar al sesgo porlos bancos de arena; a los ciervos narrandolastimeros cuentos de sus largas y fatigosascaminatas en busca de comida. De cuando encuando preguntaban, en demanda de noticias, a loscarnívoros que se encontraban al otro lado del río.Pero las noticias siempre eran malas, y elbramador viento caliente de la selva se movía porentre las rocas y las zumbantes ramas, y esparcíarenuevos y polvo por encima del agua.

—También se mueren los hombres junto a susarados —dijo un sambhur joven—. Encontré atres, entre la hora del crepúsculo y la noche.Yacían completamente quietos, y sus bueyes yacíancon ellos, a su lado. Así estaremos nosotros, muyquietos y tendidos, dentro de poco.

—El río ha bajado más desde ayer en la noche—afirmó Baloo—. Hathi, ¿viste nunca una sequía

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como ésta?—Ya pasará, ya pasará —respondió Hathi, y

lanzó agua al aire para que le cayera sobre el lomoy los flancos.

—Por aquí hay alguien que no resistirá muchotiempo —observó Baloo. Y al decir esto, miró almuchacho a quien tanto quería.

—¿Quién? ¿Yo? —exclamó indignadoMowgli, sentándose en el agua—. Yo no tengopelo largo que me cubra mis huesos. Pero… pero,¿y si te quitase a ti la piel, Baloo?

Tan sólo de pensar en esto, tembló Hathi, yBaloo dijo con aire severo:

—Hombrecito, no está nada bien que le digaseso a un maestro de la ley. Nunca me vio a mínadie sin piel.

—No quise decir nada malo, Baloo, sino tansólo que tú eres, digámoslo así, como un coco concáscara, en tanto que yo como un coco sin cáscara.Ahora bien, la cáscara parda que tú tienes…

Mowgli se encontraba sentado con las piernas

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cruzadas, hablando, como de costumbre, con eldedo levantado, cuando Bagheera alargósuavemente una pata y lo tiró de espaldas en elagua.

—Esto va de mal en peor —dijo la panteranegra mientras el muchacho se levantabafarfullando algunas palabras—. Primero, que hayque quitarle su piel a Baloo, y luego, que es uncoco… Pues cuidado; no vaya a hacer él lo quehacen los cocos maduros.

—¿Qué hacen? —interrogó Mowgli a quienhabía cogido distraído la advertencia y no laentendió, aunque era uno de los más inteligentesadivinadores de la selva.

—Le rompen a uno la cabeza —respondiósuavemente Bagheera, y le dio otro empujón y lozambulló de nuevo.

—No está bien que bromees a costa de tumaestro —dijo el oso, al mismo tiempo queMowgli iba a parar bajo el agua.

—¡No está bien! Pues, ¿qué es lo que quieres?

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Esa cosa desnuda que siempre anda corriendo deaquí para allá, bromea, como si fuera un mono, conquienes en un tiempo fueron buenos cazadores, ynos tira de los bigotes a los mejores de entrenosotros, por juego.

Quien así habló, era Shere Khan, el tigre cojo,que descendía hacia el agua. Se quedó inmóvildurante un momento, para regocijarse con laimpresión que produjo su vista en los ciervos alotro lado del río. Luego, dejando caer la cuadradacabeza llena de arrugas, empezó a beber alengüetadas y rezongó:

—La selva no es ahora sino un criadero decachorros desnudos. ¡Mírame, hombrecito!

Miró Mowgli… Mejor dicho, clavó los ojostan insolentemente cuanto pudo; al cabo de uninstante, Shere Khan volvióse con visible malestar.

—¡Hombrecito por aquí… hombrecito porallá!… —rugió sordamente, en tanto que seguíabebiendo—. ¡Bah! El cachorro ése no es nihombre ni cachorro; de lo contrario, hubierasentido miedo. ¡Habré de pedirle permiso en la

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estación próxima para que me deje beber! ¡Augr!—Muy bien podría ocurrir eso —dijo

Bagheera mirándolo fijamente en los ojos—. Muybien podría ocurrir. ¡Fu! ¡Shere Khan! ¿Quéabominable cosa es esa que traes acá?

El tigre cojo hundía la barba y la quijada en elagua, y flotaban aceitosas y oscuras rayas a partirde donde él bebía, y seguían corriente abajo.

—¡Un hombre! —respondió fríamente ShereKhan—. Hace una hora maté a un hombre.

Y siguió farfullando y rugiendo entre dientes.Sobresaltóse toda la fila de animales, y se

movieron presa de agitación, y entre ellos empezóa circular un murmullo que, al fin, se convirtió enun grito:

—¡Un hombre! ¡Un hombre! ¡Mató un hombre!Miraron todos, entonces, a Hathi, el elefante

salvaje; pero en aquel momento, él parecía noescuchar. Nunca actúa Hathi hasta que llega lahora de actuar; ésta es una de las causas de su vidatan larga.

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—¡Matar a un hombre en esta estación!… ¿Notenías otra clase de caza a mano? —dijo Bagheera,saliendo del agua teñido de rojo y sacudiendocada pata, como un gato, al salir.

—Por gusto lo hice, no por necesidad decarne.

Se escuchó de nuevo el murmullo de horror, yahora sí, el vigilante ojillo blanco de Hathi miróen dirección de Shere Khan.

—¡Por gusto! —repitió lentamente Shere Khan—. Y ahora vengo a beber y limpiarme. ¿Alguiense opone a ello?

El lomo de Bagheera empezó a curvarse comoun bambú cuando sopla fuerte viento. Pero Hathilevantó la trompa y habló con calma.

—¿Mataste por gusto? —preguntó. CuandoHathi pregunta algo, lo mejor de todo escontestarle.

—Así es. Tengo derecho a hacerlo, porque estanoche es mía. Tú lo sabes, Hathi.

Y Shere Khan hablaba casi cortésmente.

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—Lo sé, lo sé —concedió Hathi. Y tras unbreve silencio, añadió:

—¿Bebiste ya todo lo que necesitabas?—Sí, por esta noche.—Pues ahora, vete. El río es para beber, y no

para ensuciarlo. Nadie sino el Tigre Cojo podíahacer gala de su derecho en esta estación en que…en que todos padecemos… todos, tanto loshombres como el pueblo de la selva. Pero ahora,limpio o sucio, ¡regresa a tu cubil, Shere Khan!

Cual si fuesen trompetas de plata resonaron lasúltimas palabras, y sin ninguna necesidad de ello,los tres hijos de Hathi se adelantaron como unpaso. Se escurrió Shere Khan, y no se atrevió nisiquiera a gruñir; sabía él lo que nadie ignora: queen último término, el amo de la selva es Hathi.

Mowgli murmuró al oído de Bagheera:—¿Qué derecho es ése que alega Shere Khan?

Siempre es cosa vergonzosa matar a un hombre;así lo dice la ley. No obstante, dice Hathi…

—Pregúntaselo a él. Yo no lo sé, hermanito.

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Pero, a no haber hablado Hathi, y tuviera o notuviera derecho el Cojo, ya le habría dado yo unalección a ese carnicero. Venir a la Peña de la Pazdespués de matar a un hombre…, y hacer luegogala de ello… es una acción digna tan sólo de unchacal. Además, no tuvo empacho en ensuciar elagua.

Después de esperar un minuto para darseánimo, porque nadie se atrevía a hablar a Hathidirectamente, Mowgli gritó:

—¿Cuál es ese derecho que alega Shere Khan,Hathi?

Hallaron eco sus palabras en ambas orillas. Elpueblo de la selva es curiosísimo, y acababan depresenciar algo que nadie parecía entender,excepto Baloo, que se mostraba muy pensativo.

—Es una historia antigua —dijo Hathi—. Unahistoria más vieja que la selva. Estén quietos,callen todos en esta y la otra orilla, y contaré lahistoria.

Hubo uno o dos minutos de confusión, ya que

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los jabalíes y los búfalos se empujaban los unos alos otros, y al cabo, los que dirigían las manadas,gruñeron sucesivamente:

—Estamos esperando.Avanzó Hathi y se metió casi hasta las rodillas

en la laguna que se formaba junto a la Peña de laPaz.

S u aspecto era el que le correspondía, aunqueestaba flaco y arrugado y con los colmillosamarillentos: el de amo de la selva, conviene asaber, lo que todos sabían que era.

—Todos ustedes saben, hijos míos —empezó—, que al hombre es a quien temen más que atodas las cosas.

Se escuchó un rumor de aprobación.—Esto va contigo, hermanito —le dijo

Bagheera a Mowgli.—¿Conmigo? Yo pertenezco a la manada…

Soy un cazador del pueblo libre —respondióMowgli—. ¿Qué hay entre los hombres y yo?

—¿Saben ustedes por qué le tienen miedo al

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hombre? —prosiguió Hathi—. He aquí la razón:En el principio de la selva (y nadie sabe cuándofue esto) todos los hijos de ella andábamos juntossin temor los unos de los otros. No había sequíasen aquellos tiempos; hojas, flores y frutos crecíanen el mismo árbol, y nosotros no comíamos sinohojas, flores, hierbas, frutos y cortezas."

—Alegre me siento de no haber nacido enaquellos tiempos —dijo Bagheera—. ¿Para quésirven las cortezas sino para afilar las garras enellas?

—Tha, el primer elefante, era el señor de laselva. Con su trompa sacó a la selva de lasprofundas aguas. Donde él trazó surcos con suscolmillos, allí corren los ríos; donde pegó con elpie, brotaron manantiales de agua potable; cuandohizo sonar su trompa… así… cayeron los árboles.Así hizo la selva, Tha; así me contaron a mí losucedido.

—Pues el cuento no perdió nada en tamaño alpasar de boca en boca —bisbisó Bagheera, yMowgli, para que no lo vieran reír, se tapó la cara

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con la mano.—No había en aquellos tiempos ni trigo, ni

melones, ni pimienta, ni cañas de azúcar; tampocohabía chozas como las que ustedes han visto; elpueblo de la Selva no sabía nada acerca delhombre, y vivía en común, formando un solopueblo. Sin embargo, empezaron poco a poco losaltercados por la comida, aunque había pastossuficientes para todos. Eran unos holgazanes. Cadaquien quería comer allí donde estaba echado,como en ocasiones podemos hacerlo nosotroscuando son abundantes las lluvias de la primavera.

Entre tanto, Tha, el primer elefante, seguíaocupado en crear nuevas selvas y en encauzar ríos.Imposible que pudiera estar en todas partes, por locual nombró dueño y juez de la selva al primertigre, asignándole la obligación de que resolvieratodos los altercados que el pueblo tenía el deberde sujetar a su juicio. Como todos los demásanimales, en aquel tiempo el primer tigre comíafruta y hierba. Su tamaño era igual que el mío, yera hermosísimo, todo él del color de las flores de

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enredadera amarilla. Carecía de rayas en la pielen aquellos tiempos felices en que la selva erajoven. Acudía ante su presencia, sin ningún temor,el pueblo todo de la selva, y su palabra era la leypara todos. Recordarán que les dije que noformábamos entonces sino un solo pueblo.

Una noche, sin embargo, hubo una disputa entredos gamos (fue una riña por cuestión de pastos,una riña como las que ustedes dirimen ahora conlos cuernos y las patas). Cuentan que, en tantohablaban los dos a la vez ante el primer tigre, queestaba echado entre las flores, uno de los gamos loempujó sin querer con los cuernos; olvidó en esemomento el primer tigre que era el dueño y el juezde la selva: saltó sobre el gamo y le partió elcuello de una dentellada.

Ninguno de nosotros había muerto hastaaquella noche. El primer tigre, al darse cuenta desu fechoría y enloquecido por el olor de la sangre,huyó hacia los pantanos del Norte. Nosotros, en laselva, quedamos sin juez, y pronto dimos en lucharlos unos contra los otros. Tha, al escuchar el ruido,

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regresó entonces. Unos le dieron una versión de loocurrido, en tanto que otros le daban otra versión,pero él, al ver al gamo muerto entre las flores,preguntó quién lo había matado; pero nosotros losde la selva no quisimos decírselo porque el olorde la sangre también nos había enloquecido.Corríamos de acá para allá, formando círculos,brincando, ululando y sacudiendo la cabeza.Entonces, a los árboles de ramas bajas y a lasenredaderas de la selva, les dio Tha la orden deque señalaran al matador del gamo, de manera queél pudiera reconocerlo, y añadió:

—Ahora, ¿quién quiere ser dueño del pueblode la selva?

Saltó rápidamente el mono gris, que habitaentre las ramas, y chilló:

—Yo quiero ser dueño de la selva.Rióse Tha al escuchar esa petición, y le

contestó:—Así sea.Y después de eso, se marchó de muy mal

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humor.Todos ustedes conocen, hijos míos, al mono

gris. Entonces era lo que es ahora. Al comienzoguardó toda la compostura de un sabio.

Más, de ahí a poco, empezó a rascarse y asaltar, así que, cuando regresó Tha, lo hallócolgando cabeza abajo de una rama, haciendoburla de los que estaban en el suelo, los cuales, asu vez, hacían burla de él. Por tanto, no había leyen la selva… sino tan sólo charla insulsa ypalabras sin sentido.

Tha, entonces, hizo que nos acercáramos a éltodos y dijo:

—El primero de vuestros dueños trajo a laselva la muerte; el segundo, la vergüenza. Portanto, hora es ya de que tengan ustedes una ley, unaley que no puedan ustedes quebrantar. Ahora van aconocer el miedo, y, una vez que lo hayanconocido, se darán muy bien cuenta de que él es elamo de ustedes, y todo lo demás marchará por sísolo.

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Entonces nosotros, los de la selva, dijimos:—¿Qué significa miedo?Y respondió Tha:—Busquen, hasta que lo encuentren.Por lo cual fuimos de un lado a otro de la

selva, buscando al miedo, y de pronto, losbúfalos…

—¡Uf! —dijo Mysa desde el banco de arena enque se hallaban los búfalos, pues era él quien losdirigía.

—Sí, Mysa, los búfalos. Volvían con la noticiade que en una caverna, en la selva, estaba sentadoel miedo; que no tenía pelo en el cuerpo y quecaminaba tan sólo con las patas posteriores.Nosotros, los de la selva, seguimos entonces alrebaño hasta llegar a la caverna, ¡y allí estaba elmiedo, de pie en la entrada! Como dijeron losbúfalos, tenía la piel desnuda de pelo y caminabasólo con las piernas de atrás. Gritó al vernos, y suvoz nos llenó de espanto, de ese mismo espantoque nos inspira hoy esa voz cuando la oímos, y,

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atropellándonos los unos a los otros y haciéndonosdaño, huimos entonces, porque teníamos miedo. Yme contaron que, a partir de aquella noche, ya losde la selva no nos echamos juntos como solíamos,sino que nos separarnos por tribus…, el jabalí conel jabalí, el ciervo con el ciervo; cuernos concuernos, cascos con cascos, cada quien con susemejante, y así se acostaron todos en la selva,presa de inquietud.

El único que no se hallaba con nosotros era elprimer tigre; estaba todavía escondido en lospantanos del Norte. Cuando hasta él llegó lahistoria de lo que habíamos visto en la caverna,dijo:

—Me dirigiré hasta donde se encuentra eso yle partiré el cuello.

Durante toda la noche corrió hasta que llegó ala caverna; pero, recordando la orden que leshabía dado Tha, los árboles y las enredaderasbajaban sus ramas y tallos al pasar el tigre y lemarcaron la piel mientras corría, y le dejarondibujadas las huellas de sus dedos en el dorso,

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lados, frente y quijadas. Sobre la piel amarilla, encualquier lado que lo tocaron, le dejaron unamancha y una raya. ¡Y esas rayas son las quehasta el día de hoy llevan sus hijos! Cuandoestuvo frente a la caverna, tendió hacia él la manoel miedo, el de la piel desnuda y le llamó "elrayado", "el cazador nocturno". El primer tigre sesintió presa del miedo ante el de la piel desnuda,y, rugiendo, regresó a los pantanos.

En este momento de la narración, Mowgli serió disimuladamente hundiendo la barbilla en elagua.

Tha oyó los rugidos; tan fuertes eran. Y dijo:—¿Qué desgracia te sucede?El primer tigre levantó el hocico al cielo,

recién hecho entonces y tan viejo ahora, y dijo:—¡Tha! ¡Te lo ruego! ¡Devuélveme mi antiguo

poder! Me avergonzaste ante todos los que habitanla selva; hui de quien tiene la piel desnuda y hastaosó llamarme lo que para mí es un oprobio.

—¿Y por qué? —interrogó Tha.

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—Porque estoy manchado con el fango de lospantanos.

—Ve a nadar, pues, y luego revuélcate sobre lahierba húmeda; quedarás limpio, si eso es fango—dijo Tha.

El primer tigre fue, pues a nadar, y luego serevolcó cien y cien veces sobre la hierba hasta quesintió que la selva daba vueltas y vueltas ante suvista. No obstante, ni la más mínima raya de supiel cambió en lo más mínimo. Tha, que loobservaba, se rió.

Entonces dijo el primer tigre:—¿Qué hice para que me sucediera esto?Y Tha respondió:—Mataste a un gamo, y con ello entró

abiertamente la muerte en la selva, y con la muertevino el miedo hasta tal punto, que los seres de laselva ya se temen los unos a los otros, de la mismamanera que tú le temes al de la piel desnuda.

A lo que contestó el primer tigre:—Nunca me tendrán miedo a mí, pues los

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conocí desde el principio.Respondió Tha:—Ve a cerciorarte de ello.El primer tigre empezó a correr (de un lado a

otro dando voces y llamando al ciervo, al jabalí,al sambhur, al puerco espín y a todos los pueblosde la selva; pero todos huyeron de él, que habíasido juez, porque le tenían miedo.

Vencido su orgullo y abatiendo la cabezacontra el suelo, regresó el tigre y desgarraba latierra con sus uñas, diciendo:

—Recuerda que hubo un tiempo en que fuidueño de la selva. ¡No te olvides de mí, Tha!¡Permite que recuerden mis hijos que hubo untiempo en que no supe lo que era vergüenza, nimiedo!

Y Tha le contestó:—Esto es lo que haré por ti, ya que tú y yo

juntos vimos nacer la selva. Cada año, por espaciode una noche, tornarán a ser las cosas como eranantes de que muriera el gamo… y esto sólo

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sucederá para ti y tus hijos. Durante esa noche quete concedo, si llegaras a tropezar con el de la pieldesnuda (cuyo nombre es el hombre), no sentirásmiedo de él, sino que él te temerá a ti, como sifueras tú, junto con los tuyos, juez de la selva, y,también junto con los tuyos, dueño de todas lascosas. Esa noche, cuando lo veas atemorizado, tenmisericordia de él, porque también tú conoces elmiedo.

Entonces respondió el primer tigre:—Me place.Pero montó en cólera cuando, poco después,

fue a beber y se vio las rayas negras sobrecostillas e ijadas y recordó el nombre que le habíadado el de la piel desnuda. Vivió durante un añoen los pantanos, deseando que Tha cumpliera supromesa. Al cabo, una noche en que brilló conclara luz sobre la selva el Chacal de la Luna (laestrella vespertina), sintió él que aquélla era sunoche, que su noche había llegado, y se dirigió a lacaverna en busca de el de la piel desnuda. Talcomo Tha lo había prometido, así sucedieron las

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cosas, porque aquel cayó ante la fiera ypermaneció tendido en el suelo, y el primer tigrelo atacó, lo hirió y le rompió el espinazo; habíacreído que no había sino uno de estos seres en todala selva, y que, dándole muerte, había matado almiedo. Y un momento después, en tanto queolfateaba al muerto, oyó que Tha descendía de losbosques del Norte y se escuchó la voz del primerelefante, que es la voz que oímos también ahora…

Retumbaba el trueno por las secas colinas,pero no lo acompañó la lluvia, sino tan sólorelámpagos de calor que temblaban detrás de lacordillera. Y Hathi continuó: es la voz que oyó, yesa voz decía: ¿es la misericordia que túmuestras?

Relamióse el primer tigre y respondió:—¿Y qué importa? ¡Maté al miedo!Replicó Tha:—¡Ah, ciego e insensato! Le quitaste a la

muerte las cadenas que apresaban sus pies, y ahoraella seguirá tus huellas hasta que mueras. Tú

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enseñaste al hombre a matar.Erguido junto al cadáver, dijo entonces el

primer tigre:—Está como estaba el gamo. No existe ya el

miedo. Juzgaré de nuevo ahora a los pueblos de laselva.

Pero Tha respondió:—Nunca más te buscarán los pueblos de la

selva; nunca cruzarán tu camino, ni dormirán cercade ti, ni seguirán tus pasos, ni pasarán junto a tucueva. Tan sólo el miedo te seguirá y hará queestés a merced suya mediante invisibles golpes.Hará que la tierra se abra bajo tus pies; que seenrosque la enredadera a tu cuello; que los troncosde los árboles crezcan en grupos frente a ti, a unaaltura mayor de la que tú puedas saltar, y, porúltimo, te quitará tu piel y usará de ella paraenvolver a sus cachorros cuando tengan frío. No letuviste misericordia; él tampoco tendrá ningunamisericordia de ti.

Pero el primer tigre se sintió lleno de audacia

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porque su noche aún no había pasado, y respondió:—Pera Tha, lo prometido es deuda. ¿Me

privará él de mi noche?Contesté Tha:—Tuya es la noche que te concedí, como ya

dije; pero algo habrás de pagar por ella. Tú leenseñaste al hombre a matar, y él es un discípuloque pronto aprende.

El primer tigre continuó:—Aquí está, bajo mi garra, con el espinazo

partido. Haz que la selva sepa que yo maté almiedo.

Se rió Tha entonces, y dijo:—Mataste a uno de tantos; pero ve y

cuéntaselo tú mismo a la selva… porque tu nocheha terminado ya.

Se hizo entonces de día, y de la caverna salióotro de los de la piel desnuda, quien, al ver elcadáver en el camino y al primer tigre encima,cogió un palo puntiagudo…

—¡Ahora arrojan cosas cortantes! —

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interrumpió Ikki deslizándose hacia la orilla yhaciendo ruido con sus púas; conviene saber queIkki es considerado como manjar muy fino por losgondos[4] (que llamaban a Ikki Ho-Iggoo) y algosabía él del hacha malvada, pequeña, que hacengirar rápidamente, al través de un claro delbosque, como si fuese una libélula.

Hathi prosiguió:—Era una estaca puntiaguda, como las que

ponen en el fondo de los hoyos que sirven detrampa, y, arrojándolo, hirió en el costado alprimer tigre. Cumpliéronse así las cosas tal ycomo las había dicho Tha, porque el tigre huyócorriendo a la selva rugiendo, hasta que logróarrancarse la estaca, y todos supieron que el de lapiel desnuda podía herir a distancia y esto fuecausa de que lo temieran más que antes. Resultóasí también que el primer tigre enseñó a matar alde la piel desnuda (y no ignoran ustedes todo eldaño que esto ha causado a todos nuestros pueblosdesde entonces), empleando lazos, trampas y palosque vuelan, y por medio de la mosca de punzante

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aguijón que sale del humo blanco (se refería Hathia rifle), y de la Flor Roja, que nos obliga a correrhacia el terreno abierto y despejado. Y sinembargo cada año, durante una noche, el de la pieldesnuda teme al tigre, como lo había prometidoTha, y nunca la fiera le dio motivo para perder esemiedo. Allí donde lo encuentra, lo mata, alacordarse de la vergüenza que pasó el primertigre. Pero, durante todo el resto del año, el miedose pasea por la Selva, de día y de noche.

—¡Ahi! ¡Au! —dijo el ciervo al pensar en todolo que esto significa para ellos.

—Y tan sólo cuando, como ocurre ahora, ungran miedo parece amenazar todas las cosas,podemos los habitantes de la Selva poner a unlado todos nuestros recelos de poca monta yreunirnos en un mismo sitio, como lo estamoshaciendo ahora.

—¿Tan sólo durante una noche teme el hombreal tigre? —preguntó Mowgli.

—Sólo durante una noche —respondió Hathi.

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—Pero yo… y ustedes…, y toda la selvasabemos que Shere Khan mata hombres dos y tresveces durante el tiempo que dura una misma luna.

—En efecto. Pero entonces ataca por laespalda y vuelve la cabeza al saltar, porque sientemucho miedo. Si el hombre lo mirara, el tigrehuiría. Pero durante su noche se dirige al pueblosin intentar ocultarse; se pasea entre las hileras decasas; asoma la cabeza por las puertas; entonces,si los hombres caen de cara al suelo, allí y en esemomento los mata él. Una sola muerte duranteaquella noche.

—¡Ah! —dijo para sí Mowgli, revolcándoseen el agua—. Comprendo ahora por qué ShereKhan me desafió a que lo mirara. No obtuvo granganancia de ello, pues no pudo resistir mi mirada,y yo… yo, en verdad no caí a sus pies. Peroconviene tener en cuenta que yo no soy un hombre,ya que pertenezco al pueblo libre.

—¡Hum! —exclamó Bagheera desde lo máshondo de su garganta—. ¿Sabe el tigre cuál es sunoche?

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—Nunca, hasta que brilla claramente el Chacalde la Laguna, al elevarse por encima de la nieblavespertina. A las veces cae durante la sequía delverano, y a las veces en la época de las lluvias…esa noche del tigre. Pero nunca hubiera ocurridonada de eso a no ser por el primero, y ninguno denosotros hubiera conocido el miedo.

Lamentóse tristemente el ciervo y los labios deBagheera se movieron esbozando una sonrisairónica.

—¿Conocen los hombres esa historia? —preguntó.

—Nadie la sabía sino los tigres y nosotros loselefantes… los hijos de Tha. Ahora, todos los queestán por allí en las lagunas, la saben también. Hedicho.

Y Hathi hundió su trompa en el agua, comosignificando que no quería hablar más.

—Pero… pero… pero… —dijo Mowgli,volviéndose hacia Baloo:

—¿Por qué el primer tigre no siguió comiendo

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hierba, hojas y árboles? Después de todo, se limitóa romperle el cuello al gamo: no lo devoró. ¿Quélo hizo aficionarse a comer carne caliente?

—Los árboles y las enredaderas lo señalaron,hermanito, y lo convirtieron en esa cosa rayadaque hoy vemos. No quiso ya comer de sus frutos;mas, desde aquel día, vengó la afrenta en el ciervoy en los demás que comen hierba —respondióBaloo.

—Entonces tú sabías también el cuento,¿verdad? ¿Por qué no te lo oí nunca?

—Porque la selva está llena de cuentos de eseestilo. Si empiezo a contártelos, no acabaré nunca.Vamos, suéltame la oreja, hermanito.

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LA LEY DE LA SELVA

(TAN sólo a fin de dar una leve idea de laenorme variedad de la ley de la selva, heprocurado traducir en verso —porque siemprerecitaba esto Baloo como una suerte de cantilena— ciertos preceptos relativos a los lobos. Existen,naturalmente, todavía algunos centenaresparecidos; pero éstos bastarán; serán una muestrade los más simples.)

Esta es la ley que gobierna nuestra selva,tan antigua como el mismo cielo.Los lobos que la cumplan, medran;aquel que la infrinja, será, muerto.Como envuelve al árbol la planta trepadora,la ley a todos nos tiene envueltos;porque a la manada el lobo da fuerza,mas la manada, cierto, a él fortalece.Del hocico a la cola cada día aséate,

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y de la bebida no haya exceso,mas tampoco carencia; y acuérdate:la noche, para la caza; el día, para el sueño.Vaya el chacal tras los restosque el tigre deje; vaya, el hambriento;pero tú, cazador de raza, lobato,si puedes, mata por tu cuenta y riesgo.Con el tigre, oso y pantera ten paz,pues dueños han sido siempre de la selva;al buen Hathi cuida y atempera;con el fiero jabalí, quieto, sé sagaz.Si en la selva dos manadas topan,e idéntico rastro empeñosas siguen,échate, que los jefes concilien,y así, tal vez, un acuerdo compongan.Si atacares a un lobo,sea, pero que esté solo;que si toda la manada entra en lizasu número disminuirá, con la riza.Refugio, para el lobo, es su guarida,

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su hogar es; nadie tiene derechoa entrar, por la fuerza, en él,ni jefe, ni consejo, ni toda la partida.Para cada lobo, su cubil es su refugio;si no supo, como debe ser, hacerlo,a buscar otro veráse obligado,si tal orden recibe del consejo.Cuando matar logres algoantes de medianoche, en silencio hazlo;no sea que los ciervos despierten,y a ayunar sean obligados tus compañeros.Justo sea para ti o tus cachorros matar,o para bien de tu hermano, justo sea;pero no sea esto, nunca, por gusto,y dar caza al hombre, ¡jamás!, ¡nunca se vea!Si al más débil su botín robas,no del todo te hagas dueño;protege la manada al más humilde:para él, cabeza y piel, la sobra.De la manada es lo que mata la manada;

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déjala en su lugar, que es su comida;nadie a otro sitio a llevarla se atreva:quien tal ley infringiere, muerto sea.Coma el lobo lo que mató el lobo;despache a su gusto; es su derecho,sin permiso suyo, no haya cohecho:la manada no podrá tocarlo ni comerlo.Derecho de cachorro, derecho de lobatode un año: cuando la manada mata,él se harta de la misma pieza,si es que el hambre le aprieta.Derecho de carnada es el derecho de madre:exíjale al compañero (nadie podrá negarlo),de su misma edad, una partede lo que aquél haya muerto.Derecho de caverna es el del padre:dueño de cazar para los suyosy libre de la manada se halla;sólo el consejo juez será de sus actos.Edad y astucia, fuerza y garra acerada:

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por esto jefe es el viejo lobo;en caso no previsto, en todo el globosea juez y deje toda cuenta saldada.Dulces son y muchos de la ley nuestraestos sabios y útiles preceptos;mas todos en uno solo se concreta:¡obedece! La ley no es sino esto.

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¡Al tigre! ¡Al tigre!

—¿QUÉ tal de caza, fiero cazador?—Largo fue el ojeo; el frío, atroz.—¿Dónde la pieza que fuiste a cobrar?—En el bosque, hermano, creo que estará.—¿Dónde tu orgullo, tu pujanza?—De ambos la herida trajo mudanza.—¿Por qué corriendo vienes a mí?—¡Ah, hermano! A casa voy, a morir. Retrocedamos ahora hasta la época del primer

cuento. Cuando, después de la lucha sostenida porMowgli con la manada en el Consejo de la Peña,abandonó él la caverna de los lobos, se dirigió alas tierras de labor donde vivían los campesinos;mas no quiso permanecer allí porque seencontraba demasiado cerca de la selva y porque

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sabía que había dejado un enemigo acérrimo, porlo menos, en el consejo. Por tanto, siguió una malavereda que conducía hasta el valle, y continuó altrote largo por ella durante unas cinco leguas, y asíllegó a un país que le era desconocido.

En ese lugar se abría el valle y se convertía enuna gran llanura, salpicada aquí y allá de rocas ycortada de trecho en trecho por barrancos. En unextremo se divisaba una aldea; en el otro, la selvadescendía repentinamente hasta los pastizales, y sedetenía de golpe, cual si la hubieran cortado conuna azada. En la llanura pacían búfalos y ganado;cuando los muchachos que los cuidaban vieron aMowgli, empezaron a gritar y huyeron en tanto quese ponían a ladrar los perros vagabundos quesiempre merodean en torno de las aldeas indias.

Mowgli se sentía hambriento, y por tantosiguió adelante; al llegar a la entrada del pueblo,vio que estaba corrido hacia un lado el granarbusto espinoso que siempre se coloca frente aella al oscurecer para interceptar el paso.

—¡Huy! —exclamó (ya más de una vez se

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había encontrado con esas barreras en suscorrerías nocturnas cuando andaba en busca dealgo que comer)—. ¡De manera que también aquílos hombres tienen miedo del pueblo de la selva!

Se sentó junto a la entrada, y, al ver venir a unhombre, se puso en pie, abrió la boca y señalóhacia su interior para significar que quería comida.Cuando el hombre lo miró, retrocedió corriendopor la única calle de la aldea, llamando a voces alsacerdote, el cual era alto y gordo, vestía deblanco y ostentaba en la frente una señal roja yamarilla. Acudió éste junto con unas cien personasmás que se le habían unido, y miraban, hablaban ydaban gritos en tanto que señalaban hacia Mowgli.

—¡Qué mala educación tiene el pueblo de loshombres! —pensó el muchacho—. Sólo los monosgrises harían cosas semejantes.

Apartó hacia atrás su larga cabellera y se pusoa mirarlos, hosco y malhumorado.

—¿De qué tienen miedo? —díjoles elsacerdote—. Miren las marcas que tiene en brazosy piernas: son cicatrices de los mordiscos que le

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han dado los lobos. No es más que un niño loboque se ha escapado de la selva.

Al jugar Mowgli con los lobatos, en no pocasocasiones éstos habían mordido al muchacho másprofundamente de lo que creían; de ahí las blancascicatrices que ostentaba en sus miembros. Pero élhubiera sido la última persona en el mundo quellamaría mordiscos a aquello, pues bien sabía loque en verdad era morder.

—¡Arré! ¡Arré! —gritaron dos o tres mujeres ala vez—. ¡Mordido por los lobos!… ¡Pobrecito!¡Un muchacho tan hermoso! Tiene los ojos comobrasas. Messua, te juro que se parece al niño quete robó el tigre.

—Deja que lo mire bien —respondió unamujer que ostentaba pesados brazaletes de cobreen la muñeca y en los tobillos. Y lo observó congran curiosidad, haciéndose pantalla con la manopuesta sobre la frente—. A la verdad que separece —prosiguió—, este es más flaco, perotiene el mismo aspecto de mi niño.

El sacerdote era un hombre muy listo y sabía

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que Messua era la esposa del aldeano más rico deaquel lugar. Por tanto, dijo solemnemente, no sinantes mirar al cielo durante un momento:

—Lo que la selva te quitó en otro tiempo,ahora te lo devuelve. Llévate al muchacho a tucasa, hermana mía, y luego no te olvides de honraral sacerdote cuya mirada penetra tan dentro en lasvidas de los hombres.

—¡Por el toro con que fui rescatado! —se dijoMowgli—. Toda esta charla no es sino una especiede examen como el que sufrí en la manada…¡Bueno! Hombre he de volverme, al fin, si soy unhombre.

Cuando la mujer le hizo señas a Mowgli paraque se dirigiera con ella a su choza, se disolvió elgrupo. En la choza había una cama roja barnizada;una gran caja de tierra cocida para guardar granosadornada con dibujos en relieve; seis calderos decobre; una imagen de un dios indio, en un pequeñodormitorio, y, en la pared, un espejo, un verdaderoespejo como los que venden en las ferias rurales.

La mujer le dio un buen trago de leche y un

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poco de pan; después, colocándole la mano sobrela cabeza, lo miró en los ojos, y pensó en sirealmente aquel sería su hijo que volvía de laselva a donde el tigre se lo había llevado.

—¡Nathoo! ¡Nathoo! —le llamó. Pero Mowglino dio ninguna señal de que conociera ese nombre.

—¿Recuerdas aquel día en que te regalé un parde zapatos nuevos?

Tocó los pies del muchacho y vio que estabancasi tan duros como si los tuviese revestidos deuna superficie córnea.

—No —prosiguió tristemente—, esos piesnunca llevaron zapatos… Pero te pareces mucho ami Nathoo y de todas maneras serás mi hijo.

Sentíase Mowgli oprimido porque nunca antesse había visto bajo techado. No obstante, al mirarla cubierta de bálago que tenía la choza, pensó quesería fácil romperla cuando quisiera escaparse;además, la ventana carecía de pestillo.

—¿De qué me sirve ser hombre —se dijo—cuando no entiendo el lenguaje de los hombres?

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Soy como un bobo y un sordo, y esto le ocurriríatambién a cualquier hombre que se encontrara enla selva entre nosotros. Deberé, pues, aprender eselenguaje.

Cuando vivía entre los lobos, no en vano sehabía ejercitado en imitar el grito de alerta delgamo y el gruñido del jabato. Así, cuando Messuadecía una palabra, Mowgli la imitaba casi a laperfección; antes que oscureciera ya habíaaprendido el nombre de muchas cosas que se veíanen la choza.

Hubo cierta dificultad a la hora de acostarseporque Mowgli se resistió a dormir bajo un techoque mucho se parecía a una trampa para cazarpanteras. En cuanto cerraron la puerta, salió por laventana.

—Déjalo que actúe como quiera —dijo elmarido de Messua—. Piensa que no es posible quesepa lo que es dormir en una cama. Si en verdad senos envió para que sustituya a nuestro hijo, no hayque temer que se escape.

Se tendió Mowgli sobre la alta y limpia hierba

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que había al extremo del campo. Pero antes quehubiera tenido tiempo de cerrar los ojos, lo tocóbajo la barba un gris y suave hocico.

—¡Fu! —exclamó el Hermano Gris (que era elmayor de los cachorros de mamá Loba)—, ¡este esel premio que me das por haberte seguido duranteveinte leguas! Apestas a humo de leña y a ganado,exactamente igual que un hombre. ¡Vamos,despiértate, hermanito! ¡Tengo noticias!

—¿Están todos bien en la selva? —dijoMowgli, abrazándolo.

—Todos, excepto los lobos que recibieronquemaduras de la Flor Roja. Oye ahora: ShereKhan se fue a cazar a otra parte, muy lejos, hastaque le crezca de nuevo el pelo, porque lo tienetodo chamuscado. Ha jurado que enterrará tushuesos en el Waingunga, cuando regrese.

—No sólo él tiene voz en este asunto; tambiényo he jurado algo. Pero las noticias son siempreagradables. Estoy cansado esta noche… muycansado por las novedades que me ocurren Perodame noticias.

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—¿No olvidarás que eres un lobo? ¿No haránlos hombres que te olvides de ello? —preguntó elHermano Gris con gran ansiedad.

—¡Nunca! Siempre recordaré que te quiero,como quiero a todos los de nuestra cueva; perotambién recordaré siempre que se me arrojó de lamanada.

—Cuida que no te arrojen ahora de otra. Loshombres son hombres y nada más, hermanito; sucharla es como la de las ranas en las charcas.Cuando regrese por aquí, te esperaré entre losbambúes, al otro extremo de la pradera.

Apenas salió Mowgli de la aldea durante tresmeses, a contar desde aquella noche, porqueestuvo muy ocupado en aprender los usos ycostumbres de los hombres. Hubo deacostumbrarse en primer lugar a llevar envuelto elcuerpo en una tela, cosa que le molestaba enextremo; luego tuvo que aprender el valor de lamoneda, y esto no lograba entenderlo en modoalguno; y por último tuvo que aprender a arar, y élno comprendía la utilidad de esto. Por otra parte,

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los niños de la aldea lo molestaban mucho. Erauna suerte que la ley de la selva le hubieraenseñado a dominar su genio, ya que allí la vida yla alimentación dependían precisamente de esacualidad. Sin embargo, cuando hacían burla de élporque ni jugaba ni sabía cómo hacer volar unacometa, o porque pronunciaba mal alguna palabra,tan sólo el pensamiento de que es indigno de uncazador matar a desnudos cachorrillos le impedíaseguir su impulso de cogerlos y partirlos por lamitad.

No tenía conciencia de su propia fuerza. En laselva conocía muy bien su debilidad, si secomparaba con las fieras; pero la gente de la aldeadecía que era fuerte como un toro.

Tampoco tenía Mowgli la menor idea de lasdiferencias que establecen entre los hombres lascastas. Cuando el borriquillo del alfarero sehundía en el lodazal, él lo asía de la cola y losacaba fuera, y luego ayudaba a amontonar loscacharros para que los llevara al mercado deKhanhiwar. Esto, obviamente, eran cosas muy

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ofensivas para las buenas costumbres, porque elalfarero es de casta inferior, y el borriquillo másaún. Cuando el sacerdote le llamó la atención y loreprendió por esas cosas, Mowgli lo amenazódiciéndole que lo pondría a él también sobre elborrico; esto decidió al sacerdote a decirle almarido de Messua que pusiera a trabajar cuantoantes a aquel muchacho. El que fungía como jefeen la aldea le ordenó a Mowgli que al díasiguiente se fuera a apacentar los búfalos. Para elmuchacho nada podía ser tan agradable como esto,y, al considerarse ya realmente como encargado deuno de los servicios de la aldea, se dirigió aquellamisma noche a una reunión que tenía lugar todoslos días, desde el oscurecer, en una plataforma deladrillos a la sombra de una gran higuera. Era estelugar algo así como el casino de la aldea y allí sereunían y fumaban el jefe, el vigilante, el barbero(enterado de todos los chismes locales) y el viejoBuldeo, cazador del lugar y que poseía un viejomosquete. Los monos, en las ramas superiores dela higuera, sentábanse también y charlaban. Debajo

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de la plataforma vivía en un agujero una serpientecobra, y, como la tenían como sagrada, recibíacada noche un cuenco de leche. Se sentaban losviejos en torno del árbol y enhebraban laconversación a la que acompañaban de buenoschupetones a las grandes hukas o pipas; estoduraba hasta muy entrada la noche. Allí senarraban asombrosas historias sobre dioses,hombres y duendes. Sin embargo, las que referíaBuldeo sobre las costumbres de las fieras en laselva excedían a todas las demás, hasta tal puntoque al escucharlas, a los chiquillos que sesentaban fuera del círculo a escuchar, se les salíanlos ojos de las órbitas de puro asombro. La mayorparte de aquellos relatos se referían a animales,porque, teniendo la selva a sus puertas, por decirloasí, eso era lo que más les interesaba. A menudoveían que los ciervos y los jabalíes destrozabansus cosechas, y hasta de cuando en cuando un tigrese llevaba a alguno de sus hombres, a la vistamisma de los habitantes de la aldea, al oscurecer.

Mowgli, por supuesto, conocía a fondo el

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asunto de que hablaban, y en no pocas ocasionestenía que taparse la cara para que no le vieranreírse; y en tanto que Buldeo, con el mosquetesobre las rodillas, iba entretejiendo uno y otrocuento maravilloso, al muchacho le temblaban loshombros por los esfuerzos que hacía paracontenerse.

El tigre que había robado al hijo de Messua,decía Buldeo, era un tigre-duende en cuyo cuerpohabitaba el alma de un perverso usurero que habíamuerto hacía algunos años. No cabía de ello lamenor duda —añadía— porque, a consecuencia deun golpe que recibiera en un tumulto, Purun Dasscojeaba siempre; el tumulto fue cuando le pegaronfuego a sus libros de caja. Ahora bien, el tigre deque hablo cojea también, porque son desigualeslas huellas que deja al andar.

—¡Cierto! ¡Cierto! ¡Es la pura verdad! —exclamaron los viejos con ademanes deaprobación.

—¿Y así son todos vuestros cuentos, quierodecir, un tejido de mentiras y sueños? —gritó

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Mowgli—. Si el tigre cojea es porque nació cojo,como todo el mundo sabe. Es algo completamenteinfantil hablarnos de que el alma de un avaro serefugió en el cuerpo de una fiera como ésa, quevale menos que cualquier chacal.

Buldeo quedó mudo de sorpresa durante unmomento; el jefe miró fijamente al muchacho.

—¡Ah! Conque tú eres el rapaz que vino de laselva, ¿eh? Ya que tanto sabes, lleva la piel de esetigre a Khanhiwara; el gobierno ofreció cienrupias a quien lo mate. Pero, mejor, enmudece yrespeta a las personas mayores.

Mowgli se puso en pie para marcharse.—Durante todo el tiempo que tengo aquí

escuchando —dijo con desdén, mirando porencima del hombro—, no dijo Buldeo palabra deverdad con una o dos excepciones, tocante a laselva, que tan cerca tiene. ¿Cómo quieren quecrea, pues, esos cuentos de duendes y dioses ytoda laya de espíritus, que él afirma haber visto?

—Ya es hora de que el muchacho vaya y se

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ocupe del ganado —indicó el jefe. Buldeo, entretanto, bufaba de rabia, por la impertinencia deMowgli.

Se acostumbra en las aldeas indias que algunosmuchachos conduzcan el ganado y los búfalos apacer en las primeras horas de la mañana, paratraerlos de nuevo en la noche; esos mismosanimales que pisotearían hasta matarlo a unhombre blanco, permiten que los chiquillos queapenas les llegan al hocico los golpeen, losgobiernen y les griten. En tanto que los muchachosno se aparten del ganado, estarán a salvo, pues nisiquiera los tigres se atreven entonces a atacar aaquella gran Masa. Pero estarán en grave peligrode desaparecer para siempre, en cuanto se desvíenpara coger flores o cazar lagartos.

Al rayar el alba, Mowgli, sentado en los lomosde Rama, el gran toro del rebaño, pasó por la callede la aldea, y los búfalos, de un color azulado depizarra, de largos cuernos dirigidos hacia atrás yde ojos feroces, uno a uno se levantaron de susestablos y lo siguieron, y muy claramente

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demostraba Mowgli a los muchachos que lorodeaban que él era allí quien mandaba. Golpeó alos búfalos con una larga caña de bambú y leencargó que cuidara del ganado a Kamya, uno delos muchachos, en tanto que él se iba con losbúfalos; lo amonestó para que por nada se alejaradel rebaño.

En la India, una pradera es un terreno lleno derocas, de matojos y de quebraduras, en donde sedesparraman y desaparecen los rebaños. Laslagunas y tierras pantanosas son generalmente paralos búfalos; allí se echan, se revuelcan o toman elsol, o se meten en el fango durante horas enteras.

Mowgli los condujo hasta el extremo de lallanura, donde, procedente de la selva,desembocaba el río Waingunga; entonces,apeándose de Rama, corrió hacia un grupo debambúes y allí halló al Hermano Gris.

—¡Vaya! —prorrumpió éste—. Aquí estoyesperándote desde hace muchos días. ¿Qué quieredecir eso de que andes con el ganado?

—Me dieron esa orden. Por ahora, soy pastor.

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¿Qué noticias me traes de Shere Khan?—Volvió a este país y ha estado buscándote

durante mucho tiempo. Se marchó hoy, porque aquíescasea la caza; pero abriga la intención dematarte.

—¡Perfectamente! —respondió Mowgli—.Harás esto: tú o uno de tus hermanos se pondránsobre esta roca de modo que pueda yo verlos alsalir de la aldea; esto, mientras Shere Khan novuelva. Pero en cuanto se halle de nuevo aquí,espérame en el barranco donde está aquel árbol dedhâk, en el centro de la llanura. No hay ningunanecesidad de que nos metamos nosotros en la bocade Shere Khan.

Dicho esto, buscó un lugar con sombra, seacostó y se durmió, en tanto que los búfalos pacíanen torno suyo. Oficio de lo más perezoso en estemundo, es el pastoreo en la India. Camina elganado de un lugar para otro, se echa, rumia, selevanta de nuevo, y ni siquiera muge. Tan sologime sordamente; pero los búfalos, muchas vecesni eso: simplemente se hunden en los pantanos uno

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tras otro, caminan entre el fango hasta que no se veen la superficie sino el hocico y los ojos, fijos yazules, y así permanecen como leños.

Parece como si el sol hiciera vibrar las rocasen la atmósfera ardiente; los chiquillos que cuidanel ganado escuchan, de cuando en cuando, a unmilano —nunca más de uno— que silba desde unaaltura que lo hace casi invisible, y saben que siellos o alguna vaca murieran, se lanzaría allí elmilano en el acto; entre tanto, el más próximo a él,vería el rápido descenso, a algunas leguas dedistancia; y otros y otros más se enterarían de loque había, desde muy lejos; y así, sin dar casitiempo a que acabaran de morir, ya estaríanpresentes más de veinte milanos hambrientos, sinque se adivinara de dónde habían salido.

Algunas veces los muchachos duermen, sedespiertan, se duermen de nuevo; tejen pequeñascestas con hierba seca y meten saltamontes dentro;hacen que se peleen dos insectos de los llamadosmantas religiosas; forman collares con nueces dela selva, rojas y negras; observan al lagarto que

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toma el sol sobre una roca; o, por último, mirancómo junto a los pantanos alguna serpiente caza auna rana. Otras veces entonan largas, larguísimascanciones, que terminan con unos trinos, muytípicos del país; oyendo aquello, un día parecemás largo que la vida de la mayor parte de laspersonas; o fabrican con el fango, castillos, conhombres, caballos y búfalos; ponen cañas en lasmanos de aquéllos y suponen que son reyesrodeados de sus ejércitos, o dioses que exigenadoración.

Luego llega la noche. Los búfalos se levantanpesadamente del pegajoso barro, azuzados por losgritos de los muchachos, produciendo ruidosparecidos a disparos de armas de fuego, yformando larga fila se dirigen al través de lallanura gris hacia el lugar donde parpadean lasluces de la aldea.

Mowgli condujo a los búfalos día tras día aaquellos pantanos; día tras día divisó al HermanoGris a una legua y media de distancia en la extensallanura (y esto le indicaba que no había vuelto aun

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Shere Khan); y día tras día se rindió al sueñotambién sobre la hierba, escuchando los ruidos ysoñando en su vida pasada, allá en la selva. Sinduda hubiera oído a Shere Khan si éste, con supata coja, hubiera dado uno de sus inseguros pasospor los bosques que dominan el Waingunga: tal erala quietud de aquellas mañanas interminables.

Al fin, llegó el día en que ya no vio alHermano Gris en el lugar convenido. Entonces,riéndose, condujo a los búfalos por el barranco enque se hallaba el árbol de dhâk, cubiertoliteralmente de flores de color rojo dorado. Allíestaba el Hermano Gris, el cual mostraba erizadostodos los pelos que tenía en el lomo.

—Durante un mes se escondió paradespistarte. Anoche cruzó por los campos,siguiéndote los pasos, y Tabaqui lo acompañaba—dijo el lobo, casi sin resuello.

Mowgli frunció el entrecejo.—Shere Khan no me inspira miedo —

respondió—, pero conozco la astucia de Tabaqui.

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—No le temas —dijo el Hermano Gris, y serelamió un poco—. Encontré a Tabaqui cuandoamanecía. Que vaya ahora con los milanos y lescuente toda su sabiduría; antes me la contó a mí…antes de que le partiera el espinazo. Ahora bien: elplan urdido por Shere Khan es éste: esperarte estanoche a la entrada de la aldea… a ti, sólo a ti. Eneste momento está echado en el gran barranco secodel Waingunga.

—¿Comió hoy, o caza con el estómago vacío?—interrogó Mowgli, porque de la contestacióndependía su vida.

—Al amanecer mató un jabalí… y tambiénbebió. Recuerda que Shere Khan nunca pudoayunar, ni siquiera cuando así convenía a suspropósitos de venganza.

—¡Ah! ¡Imbécil! ¡Imbécil! ¡Dos veces niño!¡Bien comido, bien bebido…, y aún cree que ledejaré dormir! ¡Veamos! ¿Dónde dices que estáechado? Si siquiera fuéramos diez, loagarraríamos y lo arrastraríamos hasta aquí. Siestos búfalos no sienten su rastro, no querrán

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embestirlo, y yo no sé hablar su lenguaje.¿Podríamos colocarnos detrás de él, para que así,olfateando, puedan ellos seguir su pista?

—El taimado siguió a nado la corriente del ríoWaingunga, para evitar que pudiéramos hacer esto.

—Seguramente, por consejo de Tabaqui. A élsolo jamás se le hubiera ocurrido tal cosa.

Mowgli permaneció un rato reflexionando, conun dedo en la boca. Luego dijo:

—A menos de media legua de aquí desembocaen la llanura el gran barranco seco del Waingunga.Si conduzco el rebaño al través de la selva, hastala parte superior del barranco, y luego lo lanzohacia abajo… Pero entonces se escaparía por laparte inferior. Debemos cerrar ese extremo.Hermano Gris, ¿puedes dividirme en dos elrebaño?

—Probablemente yo no; pero traje conmigo aalguien que me ayude.

Corrió el Hermano Gris y se metió en unagujero. Salió de allí entonces una enorme cabeza

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gris (Mowgli la conoció perfectamente) y llenó elcálido ambiente con el más desolado clamor queoírse pueda en la selva: el aullido de caza de unlobo resonando en mitad del día.

—¡Akela! ¡Akela! —gritó Mowgli,palmoteando. No sé cómo no pensé que no meolvidarías. Tenemos entre manos un trabajo muyimportante. Divide en dos el rebaño, Akela: a unlado las vacas y terneros; al otro, los toros y losbúfalos de labor.

Corrieron los dos lobos; entraban y salían delrebaño, como por juego; y el rebaño, bufando ylevantando las cabezas, se separó en dos grupos.Uno de ellos lo formaron las hembras con suspequeñuelos colocados en el centro; mirabanfuriosas y pateaban, listas para embestir al primerlobo que permaneciera quieto durante un momento,y para quitarle la vida, aplastándolo. En el otrogrupo estaban los toros y novillos que resoplabany golpeaban el suelo con las patas; pero, como notenían terneros que proteger, eran los menostemibles aunque su aspecto fuera más imponente.

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Ni seis hombres juntos hubieran dividido tan bienel ganado.

—¿Qué otra cosa ordenas? —preguntó Akela,jadeando. Intentan reunirse de nuevo.

Mowgli montó sobre Rama y contestó:—Lleva los toros hacia la izquierda, Akela. Y

cuando nos hayamos ido, Hermano Gris, cuida deque no se separen las vacas y condúcelas al piedel barranco.

—¿Hasta dónde? —dijo el Hermano Gris,jadeando también y tirando bocados.

—Hasta donde veas que los lados son demayor altura que la que pueda saltar Shere Khan—gritó Mowgli—. Contenlas allí hasta quebajemos nosotros.

Al oír ladrar a Akela, empezaron a correr lostoros; el Hermano Gris se quedó frente a las vacas.Estas lo embistieron y entonces corrió delante deellas hasta el pie del barranco, en tanto que Akelase llevaba los toros hacia la izquierda.

—¡Bravo! ¡Otra embestida y estarán ya a

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punto! ¡Cuidado… cuidado ahora, Akela! Si dasuna dentellada más, embisten los toros. ¡Hujah! Esmás duro este trabajo que el de acorralar gamosnegros. ¿Imaginaste alguna vez que pudieran corrertanto animales como éstos? —gritó Mowgli.

—En mis buenos tiempos los cacé… sí,también los he cazado —susurró débilmenteAkela, cubierto de una nube de polvo—. ¿Loslanzo hacia la selva?

—¡Sí! ¡Lánzalos, lánzalos pronto! Rama estáfurioso. ¡Si yo pudiera darle a entender para qué lonecesito hoy!

Fueron dirigidos entonces los toros hacia laderecha y penetraron en la espesura, aplastandotodo a su paso. Cuando los demás muchachosencargados del pastoreo a media legua dedistancia vieron lo que ocurría, huyeron a todocorrer hacia la aldea gritando que los búfaloshabían enloquecido y se habían escapado.

El plan de Mowgli era muy sencillo: supropósito era trazar un gran círculo al subir, llegara la parte alta del barranco y entonces hacer que

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los toros descendieran por él; así, cogerían aShere Khan entre éstos y las vacas. Sabía muy bienque, después de haber comido y bebido bien, eltigre no estaría en disposición de luchar ni deencaramarse por los lados del barranco. Ahora,calmaba a los búfalos con sus voces; Akela sehabía quedado rezagado y no ladraba sino una odos veces para hacer que la retaguardia apretara elpaso.

Muy grande, vastísimo era el círculo quetrazaban; no querían acercarse demasiado albarranco y que Shere Khan se diera cuenta de supresencia.

Por último reunió Mowgli al azorado rebañoen torno suyo en lo alto del barranco, sobre unapendiente cubierta de hierba que se confundía, ensu extremo, con el mismo barranco.

Desde allí, y mirando por encima de losárboles, se veía abajo la extensión del llano. PeroMowgli se fijó entonces en los lados del barranco,y comprobó con satisfacción que se elevaban casiperpendicularmente, y que ni las vides ni las

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enredaderas que de ellos colgaban podríanofrecerle apoyo suficiente al tigre, en caso de quequisiera huir por esa parte.

—¡Déjalos resollar, Akela! —dijo Mowglilevantando un brazo—. No han hallado todavía elrastro. Déjalos resollar. Debo anunciarle a ShereKhan lo que le caerá encima. Ya está cogido en latrampa.

Y haciendo bocina con las manos, gritó haciael barranco (que casi equivalía a gritar en la bocade un túnel) y el eco de su voz repercutió de rocaen roca.

Después de unos momentos respondió el vagoy soñoliento gruñido de un tigre, harto ya y quedespierta de un sueño.

—¿Quién me llama? —dijo Shere Khan. A suvoz, un magnífico pavo real levantó el vuelo desdeel fondo del barranco, dando chillidos al huir.

—¡Hablo yo, Mowgli! ¡Ladrón de reses, horaes ya de que vengas conmigo al Consejo de laPeña! ¡Ahí va! ¡Lánzalos, Akela! ¡Abajo, Rama,

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abajo!…Durante un momento, el rebaño permaneció

quieto al borde de la pendiente. Pero Akela, aplenos pulmones, lanzó su grito de guerra, y todos,uno a uno, se precipitaron como navíos que selanzan a la corriente, en tanto que saltaban en tornosuyo las piedras y la arena. Una vez iniciada lacarrera, no había modo de pararla; Rama sintió elrastro de Shere Khan aun antes de llegar al crucedel torrente, y mugió.

—¡Ah! —gritó Mowgli, que cabalgaba sobreél—. Ya te enteraste, ¿eh?

El alud de negros cuernos, hocicosespumajosos y ojos de mirada fija cruzó veloz porla torrentera, como arrancados peñascos entiempos de avenida, en tanto que los búfalos másdébiles eran arrojados a los lados en donde, alpasar, arrancaban las enredaderas. Todos sabíanya el trabajo que les esperaba: un tigre ni siquierapuede pensar en resistir a la terrible embestida deun rebaño de búfalos.

Al escuchar Shere Khan el atronador ruido de

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las pezuñas, se levantó y echó a andarpesadamente torrentera abajo, mirando a amboslados en busca de evasión; pero los lados delcauce parecían cortados a pico, y hubo dequedarse allí sintiendo la torpeza producida por lacomida y la bebida y deseando cualquier cosamenos tener que batirse. Cruzó el rebañochapoteando por la laguna que él acababa deabandonar, mugiendo y haciendo retumbar todo elestrecho recinto.

Mowgli oyó que otro mugido contestaba desdeel extremo inferior del barranco, y vio que ShereKhan se volvía (sabía el tigre que en últimotérmino era mejor enfrentarse con los toros quehabérselas con las vacas y terneros). EntoncesRama echó algo por tierra, tropezó con ello ysiguió adelante, hollando una masa blanda; luego,con los demás toros detrás que casi ibanpisándolo, cayó sobre el otro rebaño con tal furia,que los búfalos más débiles fueron levantados porcompleto en el aire a causa del choque que seprodujo al encontrarse todos.

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Ambos rebaños fueron arrastrados hacia lallanura por la embestida, dando cornadas, coces ybufidos. Apeóse Mowgli de Rama en un momentooportuno y empezó a repartir golpes a diestro ysiniestro con el palo que llevaba.

—¡Rápido, Akela! ¡Divídelos! ¡Sepáralos, ose pelearán los unos con los otros! ¡Llévatelos,Akela! ¡Hai, Rama! ¡Hai! ¡Hai! ¡Hai!, hijos míos.¡Despacio, ahora, despacio! Terminó ya todo.

Corriendo de un lado para otro, Akela y elHermano Gris mordían las patas a los búfalos, yaunque el rebaño viró en redondo intentandoembestir de nuevo barranco arriba, Mowgli logróque Rama se diera la vuelta y los demás losiguieron hacia los pantanos.

No hacía falta que pisotearan más a ShereKhan. El tigre había muerto y los milanos acudíanya para devorarlo.

—¡Hermanos! Murió como un perro —exclamó Mowgli.

Echó mano de un cuchillo que llevaba siempre

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pendiente del cuello y metido en una vaina, desdeque vivía entre los hombres.

—No se hubiera batido cara a cara —prosiguió—. Buen efecto causará su piel colocadasobre la Peña del Consejo. ¡Manos a la obra ypronto!

Nunca se hubiera enfrentado ni en sueños unmuchacho criado entre los hombres con la tarea dedesollar él solo a un tigre de tres metros de largo.Pero Mowgli sabía mejor que nadie cómo estápegada la piel de un animal a su cuerpo, y, portanto, el modo de arrancarla. Sin embargo, la laborera ruda. Mowgli cortó y desgarró durante unahora, murmurando entre dientes, en tanto que loslobos lo contemplaban con la lengua colgando, o,cuando él se lo mandaba, se acercaban para dartirones a la piel.

Sintió de pronto que en su hombro se apoyabauna mano, y, al levantar los ojos, vio a Buldeo consu viejo mosquete. Los chiquillos habíanesparcido en la aldea la noticia del pánico quehabía hecho presa de los búfalos, y Buldeo,

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malhumorado, salió movido por el intenso deseode aplicarle un correctivo a Mowgli por haberdescuidado el rebaño. En cuanto vieron venir alhombre, los lobos se eclipsaron.

—¿Qué significa esa locura? —exclamó,incomodado, Buldeo—. ¿Crees que tú solo podrásdesollar al tigre? ¿Dónde lo mataron los búfalos?Y además es el tigre cojo por cuya cabezaofrecieron cien rupias.

¡Bueno, bueno! Dejaste escapar el rebaño,pero, en fin, podemos pasar eso por alto. Hastaprobablemente te daré una de las rupias comopremio, después que yo lleve la piel aKhanhiwara.

Se tocó la ropa, buscando un pedernal y unpedazo de acero, y se inclinó para quemarle losbigotes a Shere Khan. Esta operación espracticada por la mayor parte de los cazadoresindígenas para evitar que luego los persiga elespíritu que suponen habita en el tigre.

—¡Je! —masculló Mowgli mientras arrancabala piel de una de las patas del tigre—. De modo

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que el asunto es éste: te llevas la piel aKhanhiwara, te dan el premio, y luego quizás medarás una rupia. Pues bien: creo que necesitaré esapiel para mi propio uso. ¡Ea, aparta ese fuego,viejo!

—¿Así le hablas al jefe de los cazadores de laaldea? Cuanto hiciste, se lo debes a la suerte y a laayuda que te prestó la imbecilidad de tus búfalos.Está claro que el tigre acababa de darse unatracón; de lo contrario, ya estaría ahora a cincoleguas de este sitio. ¡Ni siquiera puedes desollarlabien, y, no obstante, tú, un pillete, osas decirle aBuldeo que no le queme los bigotes! ¡Vaya,Mowgli! No te daré ni un anna de premio; te daréuna buena paliza. ¡Suelta el tigre!

—¡Por el toro que me rescató! —exclamóMowgli, que entonces luchaba por llegar hasta elhombro de la fiera—. ¿Crees que me estarécharlando toda la tarde contigo, mono viejo?¡Akela, ven acá! Líbrame de este hombre que memolesta.

Buldeo continuaba aún inclinado sobre la

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cabeza de Shere Khan; pero de pronto se viotendido sobre la hierba con un lobo gris encima, entanto que Mowgli continuaba su tarea como si noexistiese más que él en toda la India.

—Sí —dijo el muchacho entre dientes—;tienes toda la razón, Buldeo. Nunca me darías niun anna en premio. Había un duelo pendiente entreeste tigre cojo y yo… Un duelo antiguo…, muyantiguo… Y… vencí yo.

Si se ha de hablar con entera imparcialidad,convendrá reconocer que, si Buldeo hubiera sidodiez años más joven, habría medido sus fuerzascon las de Akela a haberse encontrado con él en elbosque. Pero ciertamente un lobo obediente a lasórdenes de aquel muchacho (el cual, a su vez, teníaduelos pendientes con tigres devoradores dehombres), no era un animal como los demás. Todoaquello era arte de encantamiento, magia de lapeor clase —pensó Buldeo—, y dudó de quebastara a protegerlo el amuleto que llevabapendiente del cuello. Permaneció, pues, tendido,como paralizado, y esperaba que, en cualquier

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momento, Mowgli también se convirtiera en untigre.

—¡Maharajaj! ¡Gran rey! —dijo por últimocon voz ronca y en tono de voz tan bajo queparecía un susurro.

—¿Qué? —respondió Mowgli sin volver lacabeza y sonriendo un poco, satisfecho.

—Soy un anciano, e ignoraba que fueses algomás que un zagal. ¿Permitirás que me levante y mevaya? ¿O me hará pedazos ese sirviente que tienesa tus órdenes?

—Vete, vete en paz. Pero no te metas con micaza en otra ocasión. ¡Suéltalo, Akela!

Buldeo se dirigió cojeando hacia la aldea, tanaprisa como pudo. Miraba hacia atrás, por encimade su hombro: no fuera a ser que Mowgli semetamorfoseara en algo que causara espanto. Alllegar allá, narró de inmediato un cuento de magia,encantamientos y brujerías, todo lo cual hizo queel sacerdote se pusiera muy serio.

Entre tanto Mowgli prosiguió su trabajo, pero

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ya estaba encima la noche cuando entre él y loslobos terminaron de separar la enorme y vistosapiel del cuerpo del tigre.

—Ahora —observó— conviene esconder esoy hacer que los búfalos vuelvan a casa. Akela,ayúdame a reunirlos.

Una vez reagrupado el rebaño a la luz dudosadel crepúsculo, se dirigieron hacia la aldea. Encuanto estuvieron cerca de ella, vio Mowglialgunas luces, oyó que en el templo estabantocando las campanas, y que además estabansoplando en caracoles marinos.

A las puertas del lugar parecía haberse reunidopara esperarlo la mitad de la población.

—Quizás esto se debe a que he matado a ShereKhan —pensó Mowgli. Pero he aquí que unalluvia de piedras silbó en sus oídos al propiotiempo que gritaban los aldeanos:

—¡Hechicero! ¡Hijo de una loba! ¡Diablo de laselva! ¡Lárgate! ¡Lárgate de aquí en el acto, si noquieres que el sacerdote te cambie otra vez en

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lobo! ¡Dispara, Buldeo, dispara!Con gran estampido hizo fuego el mosquete…

y lanzó un mugido de dolor uno de los búfalosjóvenes.

—¡Otro maleficio! —gritaron los aldeanos—.¡El muchacho desvió la bala! ¡El búfalo herido esel tuyo, Buldeo!

—Pero, ¿qué significa esto? —dijo Mowgliaturdido, viendo cómo arreciaba la lluvia depiedras.

—Esos hermanos tuyos se parecen mucho a losde la manada —dijo Akela, sentándose gravemente—. La intención de toda esa gente es arrojarte deeste lugar, eso creo yo, si es que las balassignifican algo.

—¡Lobo! ¡Lobato! ¡Vete de aquí! —chilló elsacerdote agitando una rama pequeña de la plantasagrada que llaman tulsi.

—¡Vaya! ¿Otra vez? La anterior fue porque eraun hombre. Ahora, porque soy un lobo. ¡Vámonos,Akela!

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Una mujer, Messua, corrió hacia el rebaño ygritó:

—¡Hijo mío! ¡Hijo mío! Dicen que eres unhechicero, y que si quieres puedes transformarte enfiera. Yo no lo creo, pero vete, o te matarán.Buldeo afirma que eres un brujo; yo sé que loúnico que hiciste fue vengar la muerte de Nathoo.

—¡Atrás, Messua! ¡Atrás, o te apedreamos! —gritó entonces la multitud.

Mowgli se sonrió forzada y brevemente porqueuna piedra acababa de pegarle en la boca.

—¡Retrocede, Messua! —dijo—. Todo eso noes sino uno de esos cuentos imbéciles que inventanal anochecer, bajo la sombra del árbol. Por lomenos, te pagué la vida de tu hijo. ¡Adiós! Correcuanto puedas, pues lanzaré contra ellos el rebañocon mayor velocidad que la que traen los pedazosde ladrillo que me arrojan. No soy ningún brujo,Messua. ¡Adiós! —y luego gritó: Akela, júntamede nuevo el rebaño.

Los búfalos no querían otra cosa sino volver a

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la aldea. Por tanto, apenas si tuvieron necesidadde que los azuzara Akela. Se lanzaron comotorbellino al través de las puertas, dispersando ala multitud a derecha e izquierda.

—¡Cuéntenlos! —gritó, desdeñoso, Mowgli—.A lo mejor les robé uno. Cuéntenlos, porque éstaes la última vez que apacentaré. ¡Queden con Dios,hijos de los hombres, y agradézcanle a Messua queno vaya yo también con mis lobos a darles caza enmitad de las calles!

Volviendo la espalda, echó a andar con elLobo Solitario, y entonces, como se le ocurrieramirar a las estrellas, se sintió verdaderamentefeliz.

—Nunca más dormiré dentro de una trampa,Akela. Recojamos ahora la piel de Shere Khan yvámonos. No le hagamos el menor daño a la aldea:tengamos presente lo bien que se portó Messuaconmigo.

Cuando la luna se elevó sobre la llanura,dando a todas las cosas como un tinte algolechoso, los aldeanos vieron aterrorizados cómo

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Mowgli, en compañía de dos lobos y con un fardosobre la cabeza, corría a campo traviesa con eltrotecillo característico de los lobos, que se traganlos kilómetros como nada. Entonces echaron avuelo las campanas y soplaron en los caracolesmarinos con más fuerza que nunca. Lloró Messua,y Buldeo, por su parte, empezó a hermosear contales adornos la historia de sus aventuras en laselva, que acabó por decir que Akela, erguidosobre sus patas, había hablado como un hombre.

Ya la luna iba hacia su ocaso cuando Mowgli ylos dos lobos se aproximaban a la colina donde sehallaba la Peña del Consejo. Se detuvieron ante elcubil de mamá Loba.

—Me arrojaron de la manada de los hombres,madre. Pero cumplí mi palabra: traigo la piel deShere Khan —dijo Mowgli.

Caminando con gran dificultad, salió mamáLoba de la caverna; tras de ella iban suscachorros. Brillaron intensamente sus ojos cuandovio la piel.

—Se lo dije aquel día, renacuajo mío: se lo

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dije aquel día cuando metió cabeza y hombros enesta caverna yendo en tu busca para matarte: ledije que un día u otro el cazador resultaría cazado.¡Hiciste buen trabajo!

—¡Muy bien, hermanito! —se oyó que decíauna voz, en la espesura—. ¡Cuánto te echábamosmenos en la selva!

Y apareció Bagheera. Venía corriendo y tocólos desnudos pies de Mowgli.

Juntos ascendieron a la Peña del Consejo.Sobre la roca plana donde solía instalarse Akela,extendió Mowgli la piel y la sujetó luego concuatro trozos de bambú.

Akela se echó sobre ella y lanzó el antiguogrito del consejo:

—¡Miren, lobos, miren bien! —su exclamaciónfue exactamente lo que dijo cuando llevaron allí aMowgli por primera vez.

Desde el tiempo en que fue destituido Akela, lamanada no había tenido jefe, y cazaba y luchabacomo mejor le parecía. Pero todavía respondían a

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aquel grito por costumbre. Todos los que quedabanvinieron al consejo, aunque algunos estuvierancojos por culpa de las trampas en que cayeran, uotros arrastraban una pata por haber sido heridosen ella de un balazo, o unos cuantos estuvieransarnosos por haber comido algo malo, u otros másse hubieran extraviado. Vinieron al Consejo de laPeña y vieron la piel rayada de Shere Khantendida sobre la roca, con sus enormes garrascolgando al extremo de las patas que sebalanceaban vacías.

Fue entonces cuando Mowgli empezó a entonaruna canción sin rimas que se le vino a los labiosespontáneamente; empezó a cantarla a grandesvoces al mismo tiempo que se arrojaba sobre lapiel y llevaba el compás con los talones; la cantóhasta que se le terminó el aliento, y en tanto quecantaba, el Hermano Gris y Akela aullaban entrelas estrofas.

—¡Miren bien, lobos, miren bien! —exclamóMowgli cuando terminó—. ¿Cumplí mi palabra?

Los lobos, aullando como perros, dijeron:

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—¡Si!Uno de ellos, cubierto de cicatrices y

desgarrones en la piel, aulló:—¡Guíanos de nuevo, Akela! Guíanos de

nuevo, hombrecito; estamos hartos de vivir sin ley.Queremos ser de nuevo el pueblo libre que fuimosen otros tiempos.

—No; eso puede ser una equivocación —murmuró Bagheera—. Por que acaso, cuando denuevo os sintiérais hartos, volveríais a vuestraantigua locura. Os llaman el pueblo libre, y no enbalde. Luchasteis por la libertad y la libertad esvuestra. ¡Devoradla, lobos!

—Fui arrojado de la manada de los hombres yde la manada de los lobos —observó Mowgli—.De hoy más, cazaré solo en la selva.

—Y nosotros contigo —dijeron los cuatrolobatos.

Por tanto, a partir de aquel día Mowgli cazócon ellos en la selva. Mas no siempre estuvo solo:unos años después, cuando se hizo hombre, se

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casó.Pero a partir de ese momento su historia es ya

para personas mayores.CANCIÓN DE MOWGLI CUANDO BAILÓ

SOBRE LA PIEL DE SHERE KHAN EN LAPEÑA DEL CONSEJO[5]

Esta es la canción de Mowgli. — Yo, Mowglien persona, la canto: preste oído la selva a mihazaña.

"Afirmó Shere Khan que me aniquilaría —¡Que me mataría! ¡Que mataría a Mowgli a la luzde la luna, a las puertas de la aldea! ¡Que mataríaa Mowgli, la Rana!

Comió y bebió. ¡Bebe mucho Shere Khan! Pueste pregunto, ¿cuándo beberás de nuevo? Y luego,duerme y sueña con mi muerte.

Estoy solo en la pradera. ¡Vente conmigo,Hermano Gris! Lobo Solitario, ¡ven! ¡Aquí haycaza mayor!

Espanta a los grandes búfalos machos, a lostoros de piel azul y ojos llameantes de cólera.

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Condúcelos de un lado a otro, según mis órdenes.¿Su Señoría duerme aún, Shere Khan? ¡Es

preciso despertar! ¡Ea! ¡Despierte! ¡Aquí estoy, ytras de mí están los búfalos!

¡El rey de ellos, Rama, hirió el suelo con unode sus pies! Me dirijo a las aguas del Waingunga:¿A dónde huyó Shere Khan?

Porque él no es como Ikki, el que puedeagujerear la tierra, ni como Mao, el pavo real, quepuede huir volando. Ni se cuelga de las ramas,como Mang, el murciélago. ¡Vosotros, bambúesque crujís todos a la vez, decidme a dónde fue aesconderse Shere Khan!

¡Ow! ¡Helo ahí! ¡Ahoo! Helo ahí: bajo laspatas de Rama yace el tigre cojo. ¡Arriba, ShereKhan! ¡Levántate y mata! Allí hay carne:¡quiébrales el cuello a los toros!

¡Silencio! Está dormido. Grande es su fuerza;no lo despertemos. Los milanos bajaron a verlo;subieron las negras hormigas para enterarse deello. Reunióse gran asamblea en su honor.

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¡Alala! A mi piel nada la cubre; no tengoropas. Desnudo me verán los milanos. Vergüenzapara mí estar ante toda esa gente.

Shere Khan: préstame tu piel. Préstame tu pielpintada para poder asistir al Consejo de la Peña.

Por el toro que me rescató hice unapromesa…, una promesa pequeñísima. Pero ahorame hace falta tu piel para cumplir mi palabra.

Armado de cuchillo (del cuchillo que usan loshombres), armado del cuchillo de cazador, meinclinaré para recoger mi botín.

Aguas del Waingunga, de esto sed testigos:Shere Khan me entrega su piel por el amor que metiene. ¡Tira de ahí, Hermano Gris! ¡Tira por allá,Akela! ¡Pesada es, en verdad, la piel de ShereKhan!

Colérica se halla la manada de los hombres.Me apedrean todos y hablan como niños. Mi bocasangra. Huyamos.

Hermanos míos, corran junto conmigovelozmente por entre las tinieblas de la noche, de

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la cálida noche. Que queden atrás las luces de laaldea; vayamos al sitio desde donde la lunaalumbra, la luna, que está baja.

¡Oigan, aguas del Waingunga! La manada delos hombres me arrojó de su seno. No les hiceningún daño, pero es que me temían. ¿Por qué?

Y tú también de tu seno me arrojaste, manadade los lobos. Se cerró la selva para mí, y laspuertas de la aldea para mí están cerradas. ¿Porqué?

Del mismo modo que Mang vuela entre lasfieras y los pájaros, así vuelo yo entre la aldea y laselva. ¿Por qué?

Mi corazón está triste mientras bailo sobre lapiel de Shere Khan. Desgarrada y lacerada tengola boca por las piedras que me arrojaron en laaldea, pero estoy alegre por haber vuelto a laselva. ¿Por qué?

Como luchan entre sí dos serpientes en laprimavera, así luchan en mi corazón ambossentimientos.

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De mis ojos corre el llanto, y, no obstante, ríomientras él va corriendo. ¿Por qué?

Dos Mowglis hay en mí; sin embargo, bajo mispies está la piel de Shere Khan.

Toda la selva sabe que maté a Shere Khan.¡Miren!… ¡Miren bien, lobos!

¡Ahae! Mi corazón se siente oprimido portodas las cosas que no alcanzo a comprender.

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La selva invasora

HIERBA, flor, enredadera,tended un velo sobre todo esto:hay que borrar de esta razahasta el más mínimo recuerdo.Negra ceniza cubra sus altares,luego de la lluvia sutilla leve huella quede por siempreimpresa en ellos.El campo yermo seadel gamo el lecho; nadie a asustarlo vayani a turbar a sus pequeñuelos.Derrúmbense los muros cediendoa su propio peso;que nadie lo sepa,ni nadie en pie de nuevo los vea.

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Después de leer los primeros cuentos de estaobra, debemos recordar que, una vez que Mowgliclavó la piel de Shere Khan en la Peña delConsejo, dijo a cuantos quedaban en la manada deSeeonee que de ahí más, cazaría solo en la Selva;entonces, los cuatro hijos de papá Lobo y de suesposa dijeron que ellos también cazarían en sucompañía.

Mas no es cosa fácil cambiar de vida en unmomento… sobre todo en la selva. Lo primero quehizo Mowgli cuando se dispersó la manada almarcharse los que la formaban, fue dirigirse a lacueva donde había tenido su hogar y dormir allídurante un día y una noche. Después les refirió apapá Lobo y a la mamá cuanto creyó que podríanentender de todas las aventuras que había corridoentre los hombres. Luego, cuando, por la mañana,se entretuvo en hacer que brillara el sol sobre lahoja de su cuchillo (que le había servido paradesollar a Shere Khan), confesaron ellos que algohabía aprendido. Después Akela y el HermanoGris hubieron de narrar la parte que habían tomado

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en la gran embestida de los búfalos del barranco;con tal de oírlo todo, Baloo subió penosamente lamontaña, y por su parte Bagheera se rascaba degusto al ver cómo había dirigido Mowgli subatalla.

Ya hacía rato que había salido el sol peronadie pensaba aún en irse a dormir, antes bien,durante el relato, mamá Loba levantabafrecuentemente la cabeza y olfateaba a menudo ycon satisfacción cuando el viento le traía el olorde la piel de tigre desde la Peña del Consejo.

—Si no me hubieran ayudado Akela y elHermano Gris, nada hubiera podido hacer —concluyó Mowgli—. ¡Ah, madre, madre!¡Hubieras visto a aquellos toros negros bajar porel barranco y precipitarse por las puertas de laaldea cuando me apedreaba la manada dehombres!

—Me place no haber visto que te apedreaban—dijo mamá Loba muy tiesa—. No acostumbropermitir que traten a mis cachorros como si fueranchacales. Buen desquite me hubiera tomado contra

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la manada humana, pero perdonando a la mujerque te dio la leche. Sí; a ella la hubieraperdonado… sólo a ella.

—¡Calma, calma, Raksha! —intervinoperezosamente papá Lobo—. Nuestra rana havuelto… y ahora es tan sabia, que hasta su propiopadre ha de lamerle los pies… Después de esto,¿qué significado tendría una cicatriz de más o demenos en la cabeza? Deja en paz a los hombres.

Como un eco, repitieron juntos Baloo yBagheera:

—Deja en paz a los hombres.Sonrió Mowgli tranquilamente y con la cabeza

colocada sobre uno de los ijares de mamá Loba,dijo que, por su parte, no deseaba ver u oír ahombre alguno, ni husmearlo siquiera.

A lo que respondió Akela, levantando unaoreja:

—Pero, ¿y si precisamente fueran los hombreslos que no te dejaran a ti en paz, hermanito?

—Cinco somos… —afirmó el Hermano Gris

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mirando a los allí reunidos, y castañeteó losdientes al pronunciar la última palabra.

—Nosotros podríamos también tomar parte enla caza —observó Bagheera moviendo un poco sucola y mirando a Baloo—. Pero, ¿para qué pensarahora en los hombres, Akela?

A lo que respondió el Lobo Solitario:—Por esto: cuando sobre la peña quedó

extendida la piel amarilla de ese ladrón, regreséyo hacia la aldea, siguiendo nuestra acostumbradapista, pisando en mis huellas, volviéndome de ladoy echándome, con objeto de hacer perder todorastro a quien intentara seguirnos. Una vez quehube enmarañado ese rastro de tal manera que niyo mismo era capaz de reconocerlo, llegó Mang, elmurciélago, vagando entre los árboles y púsose arevolotear sobre el sitio en que me hallaba. Y medijo:

—Como un avispero está la aldea en que vivela manada de hombres que arrojó al cachorrohumano.

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—Es que fue muy grande la piedra que lesarrojé yo —interrumpió, riéndose, Mowgli,porque muchas veces, por diversión, había tiradopapayas secas a los avisperos, y luego echaba acorrer hasta la laguna más próxima parazambullirse, antes de que las avispas se le echaranencima.

—Le pregunté a Mang lo que había visto —prosiguió el Lobo Solitario. Me contó que la FlorRoja florecía a las puertas de la aldea, y que, enderredor de ella, se sentaban hombres quellevaban escopetas. Ahora bien —añadió Akela,mirándose las antiguas cicatrices que tenía en loslados y en las ijadas— yo sé, porque tengo misrazones para ello, que los hombres no llevanescopetas por mero gusto. No mucho tiempopasará, hermanito, antes de que un hombre nos sigael rastro… si es que no lo está haciendo ya.

—Pero, ¿por qué habrían de seguirlo? Mearrojaron ellos de su seno. ¿Qué más quieren? dijoMowgli disgustado.

—Tú eres un hombre, hermanito —respondió

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Akela—. Lo que hacen los de tu casta y lasrazones que tengan para obrar así, no somosnosotros, los cazadores libres, los que hemos dedecírtelo.

Apenas si tuvo tiempo de levantar la patacuando ya el cuchillo de Mowgli se clavaba en elsuelo en el lugar en que aquélla había estado. Elmuchacho había tirado el golpe con mucha mayorvelocidad de la que el ojo humano estáacostumbrado a ver y a seguir. Pero Akela era unlobo; e inclusive un perro, que dista ya mucho delos lobos salvajes, sus abuelos, es capaz de salirde un profundo sueño cuando siente que la ruedade un carro lo toca en un lado, y escapar ilesoantes de que aquella le pase por encima.

—Otra vez piensa dos veces antes de hablar dela manada de los hombres y de mí dijo Mowglicon calma, volviendo el cuchillo a la vaina.

—¡Pche! Afilado está ese diente —observóAkela en tanto olfateaba el corte que había dejadoel cuchillo en el suelo; pero has perdido el buenojo, hermanito, al vivir entre la manada de los

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hombres. En el tiempo que tardaste tú en dejarcaer el cuchillo, yo hubiera podido matar a ungamo.

De pronto, púsose Bagheera en pie de un salto,levantó la cabeza cuanto pudo, resopló y cadacurva de su cuerpo púsose tirante. El HermanoGris pronto hizo lo mismo; se echó un tanto haciala izquierda para recibir mejor el viento quesoplaba de la derecha. Entre tanto, Akela saltó auna distancia de cerca de cincuenta metros y sequedó medio agachado, tirantes también todos losmúsculos.

Mowgli sintió envidia al mirarlos. Pocoshombres tenían tan fino el olfato como el suyo,pero nunca pudo llegar a aquella finura extremadaque caracteriza a toda nariz del pueblo de la selva,que hace que cada una se parezca a un gatillosensible hasta a la presión de un cabello. Por otraparte, su facilidad para percibir olores se habíaembotado mucho con los tres meses que habíapasado en la ahumada aldea. Pero humedeció undedo, lo frotó contra la nariz y se irguió para tomar

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mejor el viento alto, que, aunque es el más débil,es, con todo, el que no engaña.

—¡El hombre! —gruñó Akela, y se dejó caersobre las ancas.

—¡Es Buldeo! dijo Mowgli sentándose—.Sigue nuestro rastro. Allá abajo veo brillar suescopeta al sol. ¡Miren!

No fue sino una chispa de luz que no duró ni unsegundo y que había brotado de las grapas de latóndel viejo mosquete; pero en la selva nada hay quebrille de aquel modo, con tal chispazo, exceptocuando las nubes se mueven rápidamente en elcielo, porque entonces un trozo de mica, unacharca de agua y aun una hoja muy barnizadabrillan como un heliógrafo. Pero aquel día nohabía nubes y todo estaba en calma.

—Ya sabía yo que los hombres seguirían elrastro. Por algo he dirigido la manada.

Los cuatro cachorros permanecieron mudos,pero echaron a correr montaña abajo, casiaplastados contra el suelo; parecían fundirse con

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los espinos y las malezas, como un topo quedesaparece bajo la tierra de un prado.

—¿A dónde van así, sin decir palabra? —lesgritó Mowgli.

—¡Chis! Antes de mediodía rodará aquí sucráneo —respondió el Hermano Gris.

—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Esperen! ¡Los hombres no secomen los unos a los otros! —chilló Mowgli.

—¿Quién, si no tú, hace un momento, queríaser lobo? ¿Quién me tiró una cuchillada por creeryo que podías ser tú un hombre? dijo Akela entanto que los cuatro lobos regresaban de mala ganay se dejaban caer sobre las patas traseras.

—¿Debo explicar siempre los motivos de todolo que me dé la gana hacer? —replicó, furioso,Mowgli.

—¡Ya apareció el hombre! ¡Así hablan loshombres! —murmuró entre dientes Bagheera—.¡Así hablaban en derredor de las jaulas del rey deOodeypore! A todos nosotros los de la Selva nosconsta que el hombre es, de todos los seres

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creados, el más sabio. Pero, a dar fe a nuestrospropios oídos, creeríamos que es lo más tonto deeste mundo.

Y elevando la voz añadió:—En esto tiene razón el hombrecito. Los

hombres cazan en grupos. Es cazar mal, matar auno solo, en tanto no sepamos qué harán losdemás. Vengan todos; veamos qué intenta hacer ésecontra nosotros.

—No iremos —refunfuñó el Hermano Gris—.Ve a cazar solo, hermanito. En cuanto a nosotros…sabemos lo que queremos. En este momento, yahubiera estado su cráneo a punto de traerlo aquí.

Mowgli miraba ya a uno, ya a otro de susamigos, palpitante el pecho y llenos de lágrimaslos ojos. Avanzó a grandes pasos hacia los lobos,e hincando una rodilla en tierra, dijo:

—¿Acaso no sé lo que quiero? ¡Mírenme!Lo miraron con cierta turbación, y cuando sus

ojos se desviaban los llamaba de nuevo una y otravez hasta que se les erizó el pelo en todo el cuerpo

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y les temblaron los miembros, en tanto queMowgli seguía clavándoles la vista.

—Ahora —dijo—, ¿quién es aquí el jefe denosotros cinco?

—Tú, hermanito —dijo el Hermano Gris, y seacercó a lamer el pie de Mowgli.

—Entonces, síganme —dijo éste. Y losiguieron los cuatro, pisándole los talones y con lacola entre las piernas.

—He allí la consecuencia de haber vividoentre la manada de los hombres. Hay ahora en laselva algo más que su ley, Baloo —observóBagheera deslizándose tras ellos.

El oso no respondió nada, pero se quedópensando en infinidad de cosas.

Mowgli atravesó la selva sin producir elmenor ruido, en ángulo recto respecto del caminoque seguía Buldeo, hasta llegar a un momento enque, separando la maleza, vio al viejo con elmosquete al hombro siguiendo el rastro de lanoche anterior con un trotecillo como de perro.

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Conviene recordar que Mowgli había salidode la aldea llevando sobre su cabeza la pesadacarga de la piel sin adobar de Shere Khan, en tantoque Akela y el Hermano Gris corrían detrás, de talmanera que el triple rastro había quedado marcadocon toda claridad. De pronto se halló Buldeo en ellugar en que Akela había retrocedido y embrolladotodas las señales de la pista, como antes se dijo.Entonces se sentó, tosió, refunfuñó, echó rápidasojeadas en torno suyo y en dirección de la selvatratando de recobrar el perdido rastro; durantetodo el tiempo que estuvo haciendo esto hubierapodido alcanzar de una pedrada a los que estabanobservándolo. Nadie hace las cosas tansilenciosamente como un lobo cuando él no quiereser escuchado; en cuanto a Mowgli, aunquecreyeran sus compañeros que se movía muypesadamente, lo cierto es que sabía deslizarsecomo una sombra. Como una manada de puercosmarinos rodean a un vapor que marcha a todamáquina, así todos rodeaban al viejo, y en tantoque lo tenían encerrado en un círculo, hablaban sin

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cuidarse mucho, pues mantenían sus voces en undiapasón muy por debajo de lo que pudieran llegara percibir los oídos humanos. (En el otro extremode la escala se halla el agudo chillido de Mang, elmurciélago, que no oyen poco ni muchoincontables personas. De esta nota participa ellenguaje de los pájaros, de los murciélagos y delos insectos.)

—Esto es más divertido que la cazapropiamente dicha dijo el Hermano Gris viendo aBuldeo agacharse, mirar a hurtadillas y resollarfuertemente—. Parece un puerco perdido en lasselvas de la orilla del río. ¿Qué dice? —añadió, alver que Buldeo musitaba algo con aire furioso.

Mowgli tradujo:—Dice que en torno mío debieron bailar

manadas enteras de lo…, que en toda su vida nohabía visto nunca un rastro como éste…, y que estámuy cansado.

—Ya descansará antes que pueda desembrollarla pista —dijo fríamente Bagheera, y se deslizó entorno del tronco de un árbol, como si todos jugaran

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a la gallina ciega—. Pero ahora, ¿qué estáhaciendo ese viejo?

—O comen, o echan humo por la boca. Loshombres siempre juegan con ella —respondióMowgli.

Los silenciosos ojeadores vieron que el viejocargaba de tabaco, encendía y chupaba su pipa, yse fijaron especialmente en el olor del tabaco;querían estar seguros de reconocer por él aBuldeo, en medio de la más negra noche, si erapreciso.

En esos momentos descendió por el camino ungrupo de carboneros, y, cosa muy natural, sedetuvieron a hablar con el cazador, cuya fama detal había corrido por lo menos a cinco leguas a laredonda. En tanto que Bagheera y los demás seacercaron para observarlos, se sentaron todos yfumaron, y Buldeo empezó a contar la historia deMowgli, el niño-diablo, del principio al fin, conadiciones y mentiras. Les narró cómo él, él mismo,había matado realmente a Shere Khan, cómoMowgli, transformado en lobo, había luchado con

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él toda la tarde; luego, el lobo se habíatransformado de nuevo en muchacho y le habíaembrujado el rifle, de tal manera que, cuando leapuntó a Mowgli, la bala se desvió y fue a matar auno de los búfalos del mismo Buldeo; yfinalmente, cómo, puesto que los de la aldeasabían que él era el más valiente de todos loscazadores de Seeonee, lo habían comisionado paraque buscara al niño-diablo y lo matara. Pero, entretanto, los aldeanos se apoderaron de los padresdel niño-diablo y los encerraron en su propiachoza y dentro de poco los torturarían parahacerlos confesar que él era un brujo y ella unabruja, y después de esto los quemarían vivos.

—¿Cuándo? —preguntaron los carboneros,porque deseaban muchísimo estar presentes en laceremonia.

A lo que respondió Buldeo que nada se haríasino hasta que él regresara, porque en la aldeaquerían que matara antes al Niño de la Selva. Unavez hecho esto, matarían a Messua y a su marido, ysus tierras y sus búfalos se repartirían entre los

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demás habitantes. Y era cierto que el marido deMessua poseía unos búfalos magníficos. Cosa muyconveniente era, en opinión de Buldeo, ir quitandode en medio a todos los hechiceros; ahora bien,esa gente que mantiene niños-lobos venidos de laselva, se cuenta entre la peor clase de brujos,evidentemente.

—Pero, ¿qué ocurrirá si se enteran de eso losingleses? —replicaron los carboneros. Elloshabían oído decir que los ingleses eran gente detan pocas entendederas, que se obstinaban en nopermitir que los honrados labradores mataran enpaz a los brujos.

—¿Qué? —respondió Buldeo—. Pues que eljefe de la aldea daría parte de que Messua y sumarido habían sido mordidos por una serpiente yhabían muerto. Tocante a eso, era ya cosa hecha,podía decirse; tan sólo faltaba ahora matar al niño-lobo. ¿Por casualidad, no se habían topado elloscon aquel engendro?

Atisbaron a uno y otro lado los carboneros,dando gracias a su buena estrella de que podían

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contestar que no. Manifestaron, sin embargo, quequién más que él, Buldeo, podría indudablementeencontrarle mejor que nadie, ya que su valor erade todos conocido.

El sol pronto se pondría: pensaron ellos quequizás pudieran darse una vuelta por la aldea deBuldeo para ver a la bruja malvada. Pero elcazador les hizo ver que, aunque su deber actualera matar al niño-diablo, no permitiría queatravesara la selva sin él, un grupo de hombres queno iban armados, siendo así que el niño-diablopodía salir a cada momento por donde menos sepensara. Por tanto, él los acompañaría, y si el hijode los hechiceros se presentaba… ya verían elloscómo se las había con esa clase de seres el mejorcazador de Seeonee. Les explicó que el bracmán lehabía dado un amuleto que lo protegería contraaquel maligno espíritu; así pues, nada había quetemer.

—¿Qué dice? ¿Qué dice? ¿Qué dice? —repetían cada cinco minutos los lobos, y Mowgliles traducía; llegaron a aquella parte del relato en

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que se hablaba de la bruja, y esto era ya superior alas facultades de los lobos, de modo que seconcretó a decirles que el hombre y la mujer quese habían portado tan amablemente con él, estabanmetidos en una trampa.

—¿Acaso los hombres se encierran los unos alos otros en trampas?

—Así dice él. No entiendo su charla. Todos sehan vuelto locos. ¿Qué hay de común entreMessua, su marido y yo para que los metan en unatrampa? ¿Y qué significa todo lo que dice de laFlor Roja? Habré de ver lo que es. Por último,cualquier cosa que sea lo que le hagan a Messua,nada llevarán al cabo hasta que regrese Buldeo.Por tanto…

Mowgli se quedó pensando profundamente entanto que sus dedos jugaban con el mango delcuchillo. Buldeo y los carboneros se alejarontranquilos, formando una hilera.

—Regreso corriendo a la manada de loshombres —dijo al cabo Mowgli.

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—¿Y ésos? —interrogó el Hermano Grismirando, hambriento, hacia los carboneros.

—Canten un poco para ellos mientras seencaminan a casa —respondió Mowgli riendo. Noquiero que lleguen a las puertas de la aldea sinohasta que sea de noche. ¿Pueden ustedesentretenerlos?

Despreciativamente, el Hermano Gris enseñólos dientes.

—O ignoro totalmente lo que son hombres, opodremos hacer que den vueltas y vueltas comocabras atadas a una cuerda…

—No es eso lo que necesito. Canten un pocopara ellos, a fin de que no hallen tan solitario elcamino; y desde luego, no es necesario que sea delo más dulce, Hermano Gris, la canción queustedes entonen. Bagheera, acompáñalos y ayuda aentonar la canción. Cuando haya oscurecido,vendrás a encontrarme junto a la aldea… Ya elHermano Gris sabe dónde.

—No es liviano trabajo cazar para el

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hombrecito. ¿Y cuándo dormiré? —respondióBagheera bostezando, pero en los ojos se notabasu alegría de prestarse a aquel juego. ¡Cantarles yoa hombres desnudos!… En fin, probemos.

Agachó la cabeza para que las ondas sonorasllegaran más lejos y lanzó un larguísimo grito de¡Buena suerte!…, un grito que debería ser lanzadoen mitad de la noche, y que en este momento, porla tarde, sonaba de un modo horrible, sobre todocomo comienzo. Mowgli oyó que aquel gritoretumbaba, se elevaba, caía y se extinguíafinalmente en una especie de lamento que parecíaarrastrarse, y sonrió a solas en tanto que corría altravés de la selva.

Veía perfectamente a los carboneros agrupadosen círculo, en tanto que el cañón de la escopeta deBuldeo oscilaba como hoja de plátano, ya a uno,ya a otro de los cuatro puntos cardinales. Entoncesel Hermano Gris lanzó el ¡ya-la-hi! ¡yalaba!, elgrito de caza para los gamos, cuando la manadacorretea al nilghai, la gran vaca azul, y pareciócomo si el grito viniera del fin del mundo

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acercándose, acercándose cada vez más, hasta que,al cabo, terminó en un chillido cortadobruscamente. Contestaron los otros tres lobos detal manera que inclusive el mismo Mowgli podíajurar que toda la manada gritaba a la vez, y luego,todos a un tiempo, prorrumpieron en la magnífica"Canción matutina en la selva", incluyendo todaslas variaciones, preludios y demás que sabe hacerla poderosa voz de un lobo de los de la manada.Esta es la canción, toscamente traducida a nuestrolenguaje, pero que el lector se imagine cómo suenaal romper el silencio de la tarde, en la selva:

Ningunas sombras vagaban en la llanura sólo

un instante hace,de ésas tan negras que sobre nuestra pista

pretenden lanzarse.Rocas y arbustos en el reposo matinal del aire,duros contornos dibujando álzanse gigantes.Llegó el momento: gritad: ¡Reposencuantos nuestra ley cuidadosos guarden!

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Ya recógense nuestros pueblos todosmarchando a ocultarse;

cobardes arrástranse los fieros varones que laselva tiene,

o allá, quietos, en sus guaridas yacen en tantoel buey sale

y uncido en yuntas hala del arado que ciensurcos abre.

Imponente y desnuda la aurora al alzarseen el horizonte fulgura y arde.¡A la guarida! El sol ya despierta a la hierba

chispeante;percíbense entre los bambúes susurros que se

lleva el aire.Cruzamos los bosques que el día ilumina:

¡rudo contraste!Arden los ojos; casi cerrarlos tanta luz nos

hace.Volando pasa el pato salvajey, ¡ya es de día!, grita alejándose.Secóse en vuestras pieles el rocío que

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humedeciólas antes;secos los caminos que él mojara, y en los

lodazalesen frágil arcilla truécanse los charcos, arcilla

crujiente al quebrarse.Aleve la noche revela huellas que ocultó antes,

y parte.Por eso gritamos: ¡Reposencuantos nuestra ley cuidadosos guarden! Sin embargo, no hay traducción que pueda dar

idea clara del efecto que esta canción producía, nidel tono desdeñoso de los aullidos con que losCuatro pronunciaban cada palabra de ella, alescuchar que las ramas crujían cuando, con todarapidez, los hombres se encaramaban a ellas, entanto que Buldeo empezaba a musitar encantos ymaleficios. Después de esto, se echaron ydurmieron, ya que, como todos los que viven porsu propio esfuerzo, eran de carácter metódico, ynadie puede trabajar bien sin dormir.

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Mowgli, mientras tanto, devoraba leguas,mucho más de dos por hora, balanceando elcuerpo, contentísimo de sentirse tan ágil despuésde todos los meses de sujeción que había pasadoentre los hombres. Sacar a Messua y a su maridode aquella trampa, fuera de la clase que fuera, erasu idea fija; todas las trampas le inspiraban lamisma desconfianza. Se prometía para más tardepagar con creces las deudas que tenía pendientescon la aldea.

Anochecía ya cuando contempló de nuevo lastierras de pastos que tan bien recordaba, y el árboldel dhâk, donde, aquella mañana en que mató aShere Khan, lo había esperado el Hermano Gris.

Irritado como estaba con toda la raza humana,experimentó una opresión en la garganta que loobligaba a recuperar con fuerza el perdido alientocuando divisó los tejados de la aldea. Según pudoobservar, todo el mundo había regresado delcampo más temprano que de costumbre; además,en vez de ir a cuidar la cena, estaban reunidos enun gran grupo bajo el árbol de la aldea, hablando y

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gritando.—Es cosa manifiesta que sólo están contentos

los hombres cuando pueden construir trampas parasus semejantes —se dijo Mowgli—. La otra nocheera yo… Pero parece como si ya hubieran pasadomuchas lluvias desde aquella noche. Ahora les hatocado el turno a Messua y su hombre. Mañana —y muchas noches más después de mañana—, otravez le tocará el turno a Mowgli.

Se deslizó a lo largo de la parte exterior delmuro hasta que llegó a la choza de Messua. Unavez allí, arrojó una mirada hacia el interior de lahabitación. Allí estaba echada Messua,amordazada, con los pies y las manos atados,respirando fuertemente y dando gemidos; sumarido estaba atado a la cama pintada de alegrescolores. Veíase fuertemente cerrada la puerta quedaba a la calle; tres o cuatro personas estabansentadas con la espalda contra ella.

Mowgli estaba bastante bien enterado de losusos y costumbres de los aldeanos. Así pues, susobservaciones le hicieron ver que, mientras

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pudieran aquellos comer, charlar y fumar, seconcretarían a hacer nada más esto. Pero, encuanto estuvieran hartos, empezarían a serpeligrosos. Un poco más, y estaría de regresoBuldeo, y si al darles escolta a los demás habíacumplido con su deber, el cazador ya tendría uninteresantísimo cuento más que contar.

Por tanto, Mowgli entró por la ventana, seagachó junto al hombre y a la mujer, cortó susligaduras, les quitó la mordaza y buscó un poco deleche en la choza.

Messua estaba medio loca de dolor y demiedo, pues durante toda la mañana la habíanapaleado y apedreado; en el preciso instante enque iba a proferir un chillido, le tapó Mowgli laboca con la mano, y así nadie pudo oír nada. Encuanto a su esposo, tan sólo estaba desconcertadoy colérico; se sentó y procedió a limpiarse elpolvo e inmundicias adheridos a su barba, medioarrancada.

—¡Lo sabía! ¡Ya sabía yo que vendría! —sollozó al fin Messua—. ¡Ahora sí sé

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positivamente que es mi hijo! —y al decirloapretaba a Mowgli contra su corazón.

Completamente sereno se había mostrado hastaaquel momento el muchacho, pero entonces, depronto, empezó a temblarle todo el cuerpo, ygrande fue su sorpresa al notarlo.

—¿Qué quieren decir estas ligaduras? ¿Porqué te ataron? —preguntó después de un momento.

—¡Verse a punto de morir porque te hicimosnuestro hijo!… ¿Qué otra cosa quieres que sea? —prorrumpió el hombre ásperamente—. ¡Mira!¡Sangre!

Messua permaneció silenciosa; las heridas queMowgli miraba eran las de ella. Ambos, marido ymujer, oyeron cómo rechinaba los dientes cuandovio la sangre que manaba de aquellas heridas.

—¿Quién hizo eso? —interrogó—. ¡Caro lopagará quien lo haya hecho!

—Toda la aldea ha sido. Era yo demasiadorico. Tenía demasiado ganado. En consecuencia,ella y yo somos brujos por haberte cobijado bajo

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nuestro techo.—No entiendo. Que me lo diga Messua.—Yo te di leche, Nathoo. ¿Recuerdas? —dijo

Messua tímidamente—. Porque eras mi hijo, poreso te la di: el hijo que me arrebató el tigre; yporque, además, te quería de verdad. Dijeron,pues, que yo era tu madre, la madre de un diablo, yque, por tanto, merecía la muerte.

—¿Qué es un diablo? —preguntó Mowgli—.Por lo que toca a la muerte, ya he visto.

El hombre miró al muchacho con airemelancólico, pero Messua se rió.

—¿Estás viendo? —díjole a su marido—. ¡Yalo sabía yo!… Ya decía yo que él no era ningúnhechicero. ¡Es mi hijo!… ¡Mi hijo!

—Hijo o hechicero…, ¿de qué puede servirnosya? —respondió el hombre—. Ya podemos darnospor muertos.

Mowgli señaló al través de la ventana.—Allí está el camino de la selva… Vuestros

pies y manos están libres. Idos ahora mismo.

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—Hijo mío —empezó a decir Messua—: noconocemos nosotros la selva como…, como tú. Nicreo que yo pudiera llegar muy lejos.

—Hombres y mujeres nos seguirían paraarrastrarnos de nuevo aquí —añadió el marido.

—¡Bah! —respondió Mowgli en tanto que, conla punta del cuchillo, se cosquilleaba en la palmade la mano—. No siento ningún deseo de hacerledaño a nadie en la aldea… por ahora; pero nocreo que los detengan a ustedes. No pasará muchosin que tengan otras muchas cosas en qué pensar.¡Ah! —prosiguió levantando la cabeza y poniendoatención a los gritos y al ruido de pasos fuera de lacasa—. ¡De manera que, finalmente, dejaronregresar a Buldeo!

—Esta mañana lo enviaron para que te mataraexclamó llorando Messua—. ¿No lo encontraste?

—Sí… lo encontramos… lo encontré yo…Trae algo nuevo que contar; mientras lo cuentahabrá tiempo para hacer muchas cosas. Pero antes,debo enterarme de sus propósitos. Piensen a dóndequieren ir; ya me lo dirán cuando vuelva.

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Saltando por la ventana, corrió de nuevo a lolargo del muro de la aldea por la parte exterior,hasta que llegó a una distancia en que podía oír ala muchedumbre reunida en torno del árbolcomunal. Buldeo, echado en el suelo, tosía ygimoteaba, y todos lo agobiaban a preguntas. Teníael cabello caído sobre los hombros; de tantoencaramarse a los árboles se le veía destrozada lapiel de manos y piernas; apenas podía hablar; noobstante, estaba perfectamente poseído de laimportancia de su situación. De cuando en cuandomascullaba algunas palabras, y se refería adiablos, a canciones entonadas por ellos y aencantamientos: lo suficiente para que la multitudfuera haciendo boca y disponiéndose para lo quevendría después. Luego, pidió que le trajeran agua.

—¡Bah! —exclamó Mowgli—. ¡Parloteo!¡Parloteo! ¡Habladurías! Los hombres sonhermanos de los Bandar-log. Necesita ahoraenjuagarse la boca; luego querrá echar humo porella, y una vez que acabe de hacer todo eso,todavía le quedará el cuento por contar. Los

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hombres son muy astutos… Nadie será capaz devigilar a Messua, hasta que no tengan los oídosbien atiborrados de las mentiras de Buldeo. Y… yyo me estoy volviendo tan perezoso como ellos.

Sacudió el cuerpo y se deslizó de nuevo endirección a la choza.

Ya estaba sobre la ventana cuando sintió quealgo le tocaba el pie.

—Madre dijo, pues de inmediato comprendióque lo tocaba una lengua no desconocida para él—: ¿qué haces aquí?

—Le seguí los pasos al hijo que quiero másque a todos, cuando oí que mis otros hijoscantaban en el bosque. Oye, ranita: deseo ver a lamujer que te dio la leche —prosiguió mamá Lobaque se veía toda empapada de rocío.

—La habían atado y quieren matarla. Perocorté sus ligaduras, y ella escapará con su hombrehacia la selva.

—Yo iré detrás, también. Soy vieja pero aúntengo dientes.

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Enderezándose mamá Loba sobre sus patastraseras, miró por la ventana hacia el interior de laoscura choza.

Luego, al cabo de unos momentos, se dejó caersin ruido, y únicamente dijo esto:

—Yo fui la que te dio la primera leche. Pero esverdad lo que dice Bagheera: el hombre siemprevuelve al hombre.

—Es posible —respondió Mowgli, y su rostrodescompuesto tomó un desagradable aspecto—;pero esta noche disto mucho de seguir esa pista.Espérame aquí y procura que no te vea ella.

—Tú nunca me tuviste miedo, renacuajo mío—añadió mamá Loba, y retrocedió hasta dondecrecía la hierba alta y espesa, y se hundió allí paraocultarse, como tan bien lo sabía hacer.

—Y ahora —dijo Mowgli alegrementesaltando de nuevo dentro de la choza—, allí estántodos sentados en torno de Buldeo, quien lescuenta las cosas que no sucedieron. Cuandotermine de hablar, dicen que seguramente vendrán

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con la flor…, con fuego, quiero decir, y osquemarán a los dos. ¿Y entonces?…

—Ya he hablado con mi hombre —dijoMessua—. Khanhiwara está a treinta millas deaquí… Pero allí podríamos encontrar ingleses…

—¿Y de qué manada son ésos? —preguntóMowgli.

—No sé. Son blancos; dícese que gobiernantoda esta tierra, y no permiten que las gentes sequemen o se peguen los unos a los otros sin tenertestigos. Si logramos llegar allí esta noche,viviremos; de otro modo, moriremos.

—Vivid, pues. Nadie pasará esta noche laspuertas de la aldea. Pero… ¿qué está haciendo él,tu hombre?

El marido de Messua, a gatas, cavaba la tierraen un rincón de la choza.

—Son sus pequeños ahorros —respondióMessua—. Ninguna otra cosa podemos llevarnos.

—¡Ah, bien! Es esa cosa que pasa de mano enmano y permanece siempre frío. ¿También lo

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necesitan ellos fuera de este lugar? —preguntóMowgli.

El hombre miró fijamente y de mal humor.—Es un tonto, no un diablo —murmuró—. Con

el dinero puedo comprar un caballo. Estamosdemasiado doloridos para caminar muy lejos, ytoda la aldea estará tras de nosotros dentro de unahora.

—Pues yo afirmo que no os seguirán sino hastaque yo quiera. Pero está bien haber pensado en uncaballo, pues Messua está cansada.

Se puso en pie el marido y anudó la última desus rupias en la ropa que le ceñía la cintura.Mowgli ayudó a Messua a que pasara por laventana y el fresco aire de la noche la reanimó,pero la selva, a la luz de las estrellas, estaba muyoscura y parecía terrible.

—¿Conocen el camino que lleva aKhanhiwara? —bisbisó Mowgli.

Ellos asintieron.—Bueno. Ahora, recuerden que no deben tener

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miedo. Y no hay necesidad de apresurarse. Sóloque… podría ser que, delante y detrás de vosotros,hubiera un poco de canturreo en la selva.

—¿Crees que nos hubiéramos arriesgado apasar una noche en la selva, a no ser por el temorde ser quemados? Es mejor que lo maten a uno lasfieras, que no los hombres —dijo el marido deMessua—. Pero ésta miró a Mowgli y sonrió.

—Digo —dijo Mowgli, exactamente como sifuera Baloo y estuviera repitiendo alguna antigualey de la selva por centésima vez a un cachorrilloobtuso—, digo que ni un solo diente de loshabitantes de la selva se clavará en las carnes deustedes; ni una sola garra de la selva se levantarácontra ustedes. Ni hombre ni bestia les cerrará elpaso antes de que estén ustedes a la vista deKhanhiwara. Habrá quien los vigile.

Se volvió rápidamente hacia Messua, y dijo:—El no me cree, pero tú, al menos, ¿me

creerás?—¡Ay, hijo mío! Ciertamente, te creo. Ya seas

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hombre, duende o lobo de la selva, te creo.—El sentirá miedo cuando oiga cantar a mi

gente. Pero tú, ya enterada, comprenderás. Idosahora, y despacio, porque no hay necesidad deapresurarse. Las puertas de la aldea estáncerradas.

Se arrojó Messua sollozando a los pies deMowgli, pero él la puso en pie al momento,sintiendo como un escalofrío. Luego ella le echólos brazos al cuello, y, de todas las formas que sele ocurrieron, lo llenó de bendiciones. Su marido,empero, miró con ojos envidiosos hacia suspropios campos, y dijo:

—Si llego a Khanhiwara y me hago oír de losingleses, le pongo tal pleito al bracmán, al viejoBuldeo y a los demás, como para comerse vivos atodos los de la aldea. ¡Me pagarán el doble de loque valen mis cosechas abandonadas y mis búfalosprivados de alimento! Se hará justicia seca contraellos.

Mowgli rió.

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—Ignoro lo que es justicia, pero…, vengan enel tiempo de las próximas lluvias y verán lo quehabrá quedado.

Se alejaron en dirección a la selva, y mamáLoba saltó entonces del lugar donde se habíaescondido.

—¡Síguelos! —le dijo Mowgli—. Cuida deque toda la selva sepa que esa pareja ha de pasarsana y salva. Haz que corra la voz. Yo llamaría aBagheera.

El largo y grave aullido alzóse y luego seextinguió, y Mowgli vio que el marido de Messuavacilaba y giraba en redondo, medio decidido aregresar corriendo a la choza.

—¡Adelante! —gritóle Mowgli alegremente—.Ya les dije que habría un poco de canto. Ese gritoos seguirá hasta Khanhiwara. Es una prueba deamistad que os tributa la selva.

Hizo Messua que su marido siguiera adelante;la oscuridad se cerró sobre ellos y mamá Loba, entanto que Bagheera se levantaba del suelo casi a

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los pies de Mowgli, temblorosa del júbilo que leproduce la noche al pueblo de la selva, al cualvuelve feroz.

—Siento vergüenza de tus hermanos —dijo,ronroneando.

—¿Qué? ¿No era dulce la canción que lecantaron a Buldeo? —dijo Mowgli.

—¡Demasiado! ¡Demasiado! Inclusive a mí mehicieron olvidarme de mi orgullo, y, ¡por lacerradura rota que me liberté!, yo también me fuicantando por la selva, como si estuviera haciendoel amor en primavera. ¿No nos oíste?

—Tenía yo otras cosas en qué pensar.Pregúntale a Buldeo si le gustó la música. Pero,¿dónde están los Cuatro? No quiero que ni unosolo de los de la manada humana cruce esta nochelas puertas.

—¿Qué necesidad hay entonces de los Cuatro?—dijo Bagheera preparando las garras, los ojosllameantes y elevando más que nunca el tono de susordo ronquido—. Yo puedo detenerlos,

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hermanito. ¿Habrá que matar a alguien, al fin? Elcanto y la vista de los hombres subiéndose a losárboles, me pusieron en buena disposición. ¿Quiénes el hombre para que nos preocupemos por él…ese cavador moreno y desnudo, sin pelo ni buenosdientes y comedor de tierra? Lo he seguido todo eldía…, al mediodía… a la blanca luz del sol. Lo hehecho ir delante de mí como los lobos lo hacencon el gamo. ¡Soy Bagheera! ¡Bagheera! ¡Comobailo con mi sombra, así bailaba con aquelloshombres! ¡Mira!

La enorme pantera saltó como salta un gatitopara alcanzar la hoja seca que pende, dandovueltas, sobre su cabeza; dio zarpazos en el aire aderecha e izquierda, y el aire silbaba con losgolpes; se dejó caer, sin el menor ruido y saltó unay otra vez, en tanto que aquella especie deronquido o gruñido que emitía iba creciendo,como vapor que ruge sordamente en la caldera.

—¡Soy Bagheera… en la selva…, en lanoche…, y estoy en posesión de toda mi fuerza!¿Quién resistiría mi ataque? Hombrecito, de un

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zarpazo echaría por tierra tu cabeza, como si fueseuna rana muerta en mitad del verano.

—¡Pega, pues! dijo Mowgli en el dialecto dela aldea, no en el lenguaje de la selva, y laspalabras humanas detuvieron en seco a Bagheera,y la obligaron a sentarse temblando, manteniendola cabeza al mismo nivel que la de Mowgli. Unavez más, Mowgli la miró fijamente, como habíamirado antes a los cachorros que se habíanrebelado, en el centro mismo de aquellos ojos deun color verde de berilo, hasta que la llama rojaque parecía brillar detrás de aquel verde seextinguió, como la luz de un faro que apagan aveinte millas al través del mar. Mantuvo fijaaquella mirada hasta que los ojos de la fiera sebajaron y con ellos la enorme cabeza se agachómás y más a cada momento, y el encarnado rayo deuna lengua frotó el empeine del pie de Mowgli.

—¡Hermana!… ¡Hermana!… ¡Hermana! —murmuró el muchacho, acariciando firme ysuavemente al animal en el cuello, y en el lomo,que se arqueaba—. ¡Quieta! ¡Quieta! La culpa no

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es tuya, sino de la noche.—Sí, los olores de la noche dijo Bagheera con

aire arrepentido. Este aire me habla a gritos. Pero,¿cómo sabes tú eso?

Claro está que el aire, alrededor de una aldeaindia, está lleno de toda clase de olores, y paratoda criatura que tiene el olfato casi como únicovehículo del pensamiento, los olores son tanenloquecedores, como la música y las drogas loson para los seres humanos. Mowgli acarició a lapantera durante unos minutos más, y ésta se tendiócomo un gato ante el fuego, con las patas bajo elpecho y los ojos medio cerrados.

—Tú eres y no eres uno de los de la selva dijoal fin—. Y yo tan sólo soy una pantera negra. Perote quiero, hermanito.

—Mucho prolongan su conversación los queestán bajo el árbol dijo Mowgli sin atender a laúltima frase de la pantera—. Seguramente Buldeocontó muchos cuentos. Pronto vendrán para sacar ala mujer y al hombre de la trampa y ponerlos sobrela Flor Roja. Pero se encontrarán con que la

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trampa se ha abierto. ¡Ja, ja!—¡Vaya, escucha! dijo Bagheera—. Ya se me

pasó la fiebre. Permíteme ir allá para que seencuentren conmigo. Pocos regresarían a sus casasdespués de haberse encontrado conmigo. No serála primera vez que me vea metida en una jaula; yno creo que puedan amarrarme con cuerdas.

—Entonces, ten juicio —dijo Mowgli, riendo,pues él mismo se empezaba a sentir tan impacientey atrevido como la pantera, la cual se habíadeslizado dentro de la choza.

—¡Uf! —gruñó Bagheera—. Este lugar apestaa hombre, pero aquí hay una cama exactamenteigual a la que me dieron para que descansara enlas jaulas del rey, en Oodeypore. Me echaré enella.

Mowgli oyó cómo crujían las cuerdas queformaban el fondo de la cama, con el peso de laenorme fiera.

—Por la cerradura rota que me libertó, creeránque ha caído en sus manos una pieza de caza

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mayor. Ven y siéntate a mi lado, hermanito, y asíles gritaremos juntos: "¡Buena suerte en la caza!"

—No, Tengo otra idea en la cabeza. La manadade hombres no sabrá la parte que tengo yo en estejuego. Caza tú sola. No quiero verlos.

—Que así sea —respondió Bagheera—. ¡Ah!Ahora vienen.

La conferencia que se celebraba al pie delárbol, allá en el extremo de la aldea, se tornabamás y más ruidosa. Estalló, al cabo, en salvajesalaridos y en una especie de alud de hombres ymujeres que subían por la calle blandiendogarrotes, bambúes, hoces y cuchillos. Buldeo y elbracmán iban al frente, pero la turba los seguíapisándoles los talones, y gritaban:

—¡A la bruja y al brujo! ¡A ver si la monedaenrojecida al fuego los hace confesar! ¡Quememosla choza sobre sus cabezas! ¡Les enseñaremos arecoger lobos diablos! No, primero hay queapalearlos. ¡Antorchas! ¡Más antorchas! ¡Buldeo,calienta los cañones de la escopeta!

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Surgió una leve dificultad con el pestillo de lapuerta. Estaba firmemente asegurado, pero lamultitud lo arrancó por completo, y la luz de lasantorchas iluminó la habitación, donde, tendidacuan larga era sobre la cama, cruzadas las patas,colgando un poco hacia un lado, negra como elabismo y terrible como un demonio, estabaBagheera. Se hizo medio minuto de mortalsilencio, mientras las primeras filas de la multitudclavaban las uñas en los que tenían detrás pararetroceder hasta el umbral, y en aquel momentoBagheera levantó la cabeza y bostezó, trabajosa,cuidadosa y ostentosamente, como lo hacía cuandoquería insultar a uno de sus iguales. Sus labios seencogieron y se alzaron; la roja lengua se enroscó;la mandíbula inferior descendió y descendió hastamostrar la mitad del hirviente gaznate, y losenormes caninos se destacaron en las encías, hastaque los superiores y los inferiores sonaron con unruido metálico al chocar, como las aceradasguardas de una cerradura que vuelven a su lugar enlos bordes de un arca. Un momento después, la

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calle estaba vacía. Bagheera había saltado por laventana y se hallaba al lado de Mowgli, en tantoque el torrente humano aullaba y gritaba y seatropellaba en su pánico y en su prisa por llegarcada quien a su propia choza.

—No se moverán hasta que se haga de día dijoBagheera calmosamente—. ¿Y ahora?

El silencio de la siesta parecía haberseapoderado de la aldea; pero, escuchandoatentamente, pudieron oír el ruido de pesadascajas para guardar el grano que eran arrastradassobre los pisos de tierra y apoyadas contra laspuertas. Bagheera tenía razón: la gente de la aldeano se movería hasta que se hiciera de día.

Mowgli se sentó en silencio y pensó, y surostro se tornaba cada vez más sombrío.

—Pero, ¿qué hice? dijo Bagheera al cabo,echándose a sus pies, zalamera.

—Nada sino un gran bien. Vigílalos hasta queapunte el día. Yo me voy a dormir.

Corrió Mowgli hacia la selva y se dejó caer

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como muerto sobre una roca, y durmió sininterrupción todo el día y toda la noche siguiente.

Cuando se despertó, Bagheera estaba a sulado; a sus pies había un gamo que ella acababa dematar. Bagheera miraba curiosamente en tanto queMowgli comenzó a manejar el cuchillo, comió ybebió, y, al cabo, se volvió de lado con la barbillaapoyada en las manos.

—El hombre y la mujer llegaron sanos ysalvos a la vista de Khanhiwara dijo Bagheera—.Tu madre mandó el aviso por medio de Chil, elmilano. Hallaron un caballo antes de lamedianoche (de la noche en que fueron libertados)y así pudieron ir de prisa. ¿No te alegras de esto?

—Está muy bien —dijo Mowgli.—Y tu manada humana, en la aldea, no se

movió hasta que ya el sol estaba alto, esta mañana.Entonces comieron su alimento y luego corrieronrápidamente de nuevo a sus casas.

—¿Te vieron, por casualidad?—Probablemente. Estaba yo revolcándome a

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la hora del alba ante la puerta, y pude también, pordiversión, haber cantado un poco. Ahora,hermanito, no hay más que hacer. Ven a cazarconmigo y con Baloo. Ha encontrado unascolmenas nuevas que quiere mostrar, y todosnosotros queremos que vuelvas, como antes. ¡Nomires de ese modo, que hasta a mí me asusta! Elhombre y la mujer ya no serán puestos sobre laFlor Roja y todo va bien en la selva. ¿No escierto? Olvidemos a la manada de hombres.

—La olvidaremos dentro de un rato. ¿Dóndecomerá Hathi esta noche?

—Donde quiera. ¿Quién puede decir lo quehará el Silencioso? ¿Qué puede hacer Hathi que nopodamos hacer nosotros?

—Dile que venga a verme él y sus tres hijos.—Pero, verdaderamente, y realmente,

hermanito,… No está bien… no está bien que se lediga a Hathi: "ven" o "márchate". Acuérdate: él esel dueño de la selva, y que antes que la manada delos hombres cambiara el aspecto de tu rostro, él teenseñó las palabras mágicas de la selva.

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—Da lo mismo. Ahora yo tengo una palabramágica contra él. Dile que venga a ver a Mowgli,la rana; y si no te escucha la primera vez, dile quevenga por la destrucción de los campos deBhurtpore.

—La destrucción de los campos de Bhurtpore—repitió Bagheera dos o tres veces para que no sele olvidara—. Ahora voy allá. Lo peor que puedesuceder es que Hathi se enoje, y daría toda la cazaque pudiera yo matar de una luna a otra, con tal deoír una palabra mágica que pudiera obligar alSilencioso a hacer algo.

Se marchó y dejó a Mowgli ocupado en darfuribundas cuchilladas a la tierra con su cuchillode desollador. En su vida había visto Mowglisangre humana, hasta que la vio, y, lo quesignificaba mucho más para él, hasta que olió lasangre de Messua en las ataduras con que laataron. Y Messua había sido bondadosa con él, y,en cuanto al muchacho se le alcanzaba del cariño,amaba a Messua tan de veras, como odiaba alresto de la humanidad. Pero, por profundamente

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que detestara a los hombres, a su charla, a sucrueldad y a su cobardía, por nada de cuantopudiera ofrecerle la selva se hubiera decidido aarrebatar una sola vida humana, ni a sentir denuevo ese terrible olor de sangre en sus narices.Su plan era mucho más sencillo, pero mucho máscompleto también; y se rió para sus adentroscuando pensó que había sido uno de los cuentosque el viejo Buldeo narrara bajo el árbol, al caerla tarde, lo que le había inspirado aquella idea.

—En verdad que fue una palabra mágica —murmuró a su oído Bagheera—. Estaban comiendojunto al río, y obedecieron como si fueran bueyes.Míralos: ya vienen.

Hathi y sus tres hijos habían llegado de lamanera que les era habitual: sin producir el menorruido. Aún llevaban en sus flancos fresco el barrodel río, y Hathi mascaba pensativo el tallo de unplátano que acababa de arrancar con sus colmillos.Pero cada línea de su vasto cuerpo le mostraba aBagheera (capaz de ver con claridad las cosascuando las tenía delante) que no era el dueño de la

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selva quien le hablaría a un cachorro humano, sinoque era alguien que se presentaba con miedo anteotro que carecía de él por completo. Los tres hijosse balanceaban lado a lado, detrás de su padre.

Apenas si Mowgli levantó la cabeza cuandoHathi lo saludó con el usual: ¡Buena suerte!Túvole mucho rato, el muchacho, antes de hablar,meciéndose, levantando una u otra pata; y cuandoal cabo abrió la boca, fue para dirigirse aBagheera y no a los elefantes.

—Contaré un cuento que me refirió el cazadorque fuiste tú a cazar hoy —dijo Mowgli—. Serefiere a un elefante, viejo y sabio, que cayó enuna trampa; la aguda estaca que había en el fondode ella, le hizo una rasgadura desde un poco másarriba de una pata hasta la paletilla, dejándole unaseñal blanca.

Tendió Mowgli la mano, y, al moverse Hathi,la luz de la luna mostró una larga cicatrizsemejante a la que podría dejar un látigo metálicocalentado al rojo.

—Unos hombres vinieron a sacarle de la

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trampa —continuó Mowgli—; pero él rompió lascuerdas, porque era muy fuerte, y huyó, esperandohasta que se hubo sanado la herida. Entoncesregresó, furioso, de noche, a los campos de loscazadores. Y ahora recuerdo que tenía tres hijos.Esto sucedió hace muchas, muchísimas lluvias, ymuy lejos, allá en los campos de Bhurtpore. ¿Quéocurrió en esos campos al llegar la época de lasiega, Hathi?

—Ya los había segado yo junto con mis treshijos —dijo Hathi.

—¿Y acerca de la labor del arado que sigue ala siega?

—No la hubo —dijo Hathi.—¿Y qué sucedió con los hombres que vivían

cerca de los verdes cultivos de la tierra?—Se marcharon.—¿Y qué sucedió con las chozas donde

dormían los hombres? —dijo Mowgli.—Hicimos pedazos los techos y la selva se

tragó las paredes —dijo Hathi.

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—¿Y qué más? —preguntó Mowgli.—Tanto terreno cultivable como puedo yo

recorrer en dos noches de este a oeste, y en tres,de norte a sur, pasó a ser dominio de la selva.Sobre cinco aldeas arrojamos nosotros a quienesla pueblan; y en esas aldeas, y en sus terrenos, yasean de pasto, ya de labor, no hay un solo hombreel día de hoy que se alimente de lo que produceesa tierra. Esto fue la destrucción de los camposde Bhurtpore, realizada por mí y por mis treshijos. Y ahora te pregunto, hombrecito, ¿cómosupiste tú todo esto?

—Un hombre fue quien me lo dijo, y ahora medoy cuenta de que hasta Buldeo es capaz de decirla verdad. Fue una cosa bien hecha, Hathi, el de lacicatriz blanca; pero la segunda vez, se harátodavía mejor, porque habrá un hombre que dirijatodo. ¿Conoces la aldea de la manada humana queme arrojó de ella? Son perezosos, sin sentidocomún y crueles; juegan con su boca, y no matan aldébil para procurarse comida, sino por juego.Cuando están hartos, son capaces de arrojar sobre

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la Flor Roja a sus propios hijos. Yo he visto esto.No está bien que sigan viviendo más aquí. ¡Losodio!

—¡Entonces, mata! —dijo el más joven de lostres hijos de Hathi, recogiendo un manojo dehierba, sacudiéndolo sobre sus patas delanteras yarrojándolo lejos, en tanto que sus pequeños ojosrojizos miraban de soslayo a uno y otro lado.

—¿Y para qué necesito yo huesos blancos? —respondió Mowgli de mal humor—. ¿Soy acasoalgún lobato para jugar al sol con cráneos? Maté aShere Khan y su piel se pudre allá, en la Peña delConsejo; pero… pero no sé a dónde se ha ido, yaún siento mi estómago ayuno de su carne. Estavez quiero algo que pueda yo ver y tocar. ¡Lanza ala selva en masa contra la aldea, Hathi!

Estremecióse Bagheera y se acurrucó.Comprendía, si las cosas se llevaran hasta elextremo, una rápida embestida por la calle de laaldea, unos cuantos golpes repartidos a la derechay a la izquierda entre la multitud, o matar porastutos medios a algunos hombres, mientras se

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dedicaban a arar, allá a la hora del crepúsculo;pero aquel proyecto de borrar deliberadamenteuna aldea entera de la vista de los hombres y delas fieras, la aterrorizaba. Ahora se daba cuenta depor qué Mowgli había mandado llamar a Hathi.Nadie, excepto el viejo elefante, podía trazar elplan de semejante guerra y llevarla al cabo.

—Que corran, como corrieron los hombres delos campos de Bhurtpore, hasta que el agua delluvia sea el último arado que trabaje la tierra;hasta que el ruido de aquella cayendo sobre lasgruesas hojas, reemplace al del huso; hasta queBagheera y yo podamos echarnos en la casa delbracmán y el gamo venga a beber en el estanqueque hay detrás del templo… ¡Lanza sobre la aldeaa toda la selva, Hathi!

—Pero yo… pero nosotros no tenemos ningunacuestión pendiente contra ellos, y es preciso sentirtoda la rabia de un gran dolor para destrozar lossitios donde duermen los hombres —dijo Hathi,dudando.

—¿Sois vosotros los únicos comedores de

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yerba de la selva? Trae a todas tus gentes. Dejaque se encarguen de ello el ciervo, el jabalí y elnilghai. No necesitan ustedes mostrar ni un palmode piel hasta que los campos hayan quedadocompletamente limpios. ¡Lanza allí a toda la selva,Hathi!

—¿No habrá matanza? Mis colmillos setornaron rojos de sangre en la destrucción de loscampos de Bhurtpore y no quisiera despertar denuevo el olor que sentí entonces.

—Ni yo tampoco. Ni siquiera quisiera vercómo sus huesos andan esparcidos por la desnudatierra. Que se vayan y busquen frescos cubiles. Nopueden quedarse aquí. He visto, he olido la sangrede la mujer que me alimentó… la mujer a quienhubieran ellos matado, a no ser por mí. Sólo elolor de la hierba fresca creciendo en los umbralesde sus casas, puede borrar de mi memoria a aquelotro olor. Parece como si me quemara en la boca.¡Lanza sobre ellos a toda la selva, Hathi!

—¡Ah! —dijo Hathi—. Así me quemaba a míla piel la herida que me hizo aquella estaca, hasta

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que vimos cómo desaparecían las aldeas bajo lavegetación de la primavera. Ahora me doy cuenta.Tu guerra deberá ser nuestra guerra. ¡Lanzaremostoda la selva contra ellos!

Apenas tuvo tiempo Mowgli de recobrar elaliento —pues todo él temblaba de coraje y deodio—, cuando ya el sitio donde habían estado loselefantes se hallaba vacío, y Bagheera locontemplaba a él aterrorizada.

—¡Por la cerradura rota que me dejó escapar!—dijo por último la pantera negra—. ¿Eres túaquella cosita desnuda por quien yo hablé en lamanada cuando todas las cosas eran más jóvenesque ahora? Dueño de la selva: cuando decrezcanmis fuerzas, habla en favor mío… habla tambiénen favor de Baloo…, habla por todos nosotros.¡Ante ti no somos más que cachorros…, ranillasque tu pie aplaste… cervatos que han perdido a sumadre!…

La idea de que Bagheera fuera un cervatilloperdido causó tal impresión en Mowgli que seechó a reír, perdió el aliento, lo recobró y rió de

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nuevo, hasta que por fin hubo de zambullirse enuna laguna para que se detuviera su risa. Entoncesnadó dando vueltas y vueltas en ella, hundiéndosede cuando en cuando en el agua, ya a la luz de laluna, ya fuera de ella, como una rana, nombre quea él mismo le daban.

Entre tanto, Hathi y sus tres hijos habíanpartido separados, cada uno hacia uno de lospuntos cardinales y se alejaban silenciosamentepor los valles, a una milla de distancia. Siguieronsu marcha durante dos días —es decir, caminaronsesenta millas— al través de la selva; y cada pasoque dieron y cada balanceo de sus trompas, eravisto, observado y comentado por Mang, Chil, elpueblo de los monos y todos los pájaros. Luegoempezaron a comer, y comieron tranquilamente porespacio de una semana, o cosa así. Hathi y sushijos son como Kaa, la serpiente pitón de la Peña:nunca se apresuran más que cuando deben hacerlo.

Pasado ese tiempo, y sin que nadie supieracómo había empezado, empezó a correr un rumorpor la selva de que en tal o cual valle podía

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hallarse mejor comida y agua de lo acostumbrado.Los jabalíes —capaces, por supuesto, de ir hastael fin del mundo por una buena comida—, fueronlos primeros que empezaron a marcharse engrandes grupos, empujándose los unos a los otrospor encima de las rocas; siguieron los ciervos, conlas pequeñas y salvajes zorras que viven de losmuertos y moribundos de las manadas de aquéllos;el nilghai de pesados hombros marchó en líneaparalela con los ciervos, y los búfalos salvajesque viven en los pantanos marcharon detrás delnilghai. La cosa más insignificante hubiera hechovolver a las esparcidas e indóciles manadas quepacían, vagaban, bebían y pacían de nuevo; perosiempre que se producía alguna alarma, no faltabaquien surgiera y los calmare a todos. Algunasveces era Sahi, el puerco espín, que traía noticiasde buena comida que podía encontrarse un pocomás adelante; otras, era Mang que gritabaalegremente y se lanzaba por un claro del bosquepara mostrar que no había obstáculos; o Baloo,con la boca llena de raíces, que caminaba

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bamboleándose, a lo largo de alguna indecisa fila,y mitad asustando a todos, mitad retozando conellos los hacía retomar el verdadero camino.Muchos de los animales volvieron atrás, seescaparon o perdieron interés, pero tambiénquedaron muchos decididos a seguir la marcha. Alcabo de diez días, la situación era la siguiente: losciervos, jabalíes y nilghai iban pulverizándolotodo en un círculo de ocho o diez millas de radio,en tanto que los animales carnívoros libraban susescaramuzas en los bordes de aquel gran círculo.Ahora bien: el centro de aquel círculo era la aldea,y alrededor de ella iban madurando las cosechas, yen medio de los campos había hombres sentadosen lo que allí llaman machans (plataformasparecidas a palomares hechos de palos colocadossobre cuatro puntales), para espantar a los pájarosy a otra clase de ladrones. Entonces, ya no hubocontemplación con los ciervos. Los carnívorosestaban colocados cerca y detrás de ellos y losempujaron hacia adelante y hacia el interior delcírculo.

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Era una noche oscura cuando Hathi y sus treshijos llegaron, como deslizándose, a la selva yrompieron los puntales de los machans con sustrompas; cayeron éstos como si fueran tallos rotosde cicuta en flor, y los hombres que cayeron juntocon ellos, oyeron en sus orejas el ronco ruido quehacen los elefantes. Entonces, la vanguardia de losazorados ejércitos de ciervos irrumpió e inundólas tierras de pasto y de cultivo de la aldea; llegócon ellos el jabalí de agudas pezuñas y deinclinado hozar, y así lo que el ciervo dejaba loestropeaba él; de cuando en cuando, una alarmaproducida por los lobos agitaba a todas lasmanadas, las cuales corrían de un lado para otrodesesperadamente pisoteando la cebada verde ycegando las acequias. Antes de que apuntare elalba, la presión sobre la parte exterior del círculocedió en un punto de éste. Los carnívoros habíanretrocedido y dejado abierto un paso en direcciónal sur, y por allí escapaban los gamos a manadas.De los demás animales, los más atrevidos setendían entre los matorrales para terminar su

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comida a la noche siguiente.Pero el trabajo ya estaba prácticamente hecho.

Cuando los aldeanos, ya de día, miraron suscampos, vieron que sus cosechas estaban perdidas.Y esto significaba la muerte para ellos si no semarchaban, porque vivían un año sí y otro no tanpróximos a morirse de hambre como cercana aellos tenían la selva. Cuando los búfalos fueronenviados a pacer, los hambrientos animales seencontraron con que los ciervos habían dejadolimpias las tierras de pasto, y así vagaron por laselva y se esparcieron y se juntaron con sussemejantes no domesticados. Y cuando llegó elcrepúsculo, los tres o cuatro caballitos que habíaen la aldea yacían en sus establos con la cabezadestrozada. Sólo Bagheera podía haber dadogolpes como aquéllos, y a sólo ella se le hubieraocurrido la insolente idea de arrastrar hasta lacalle al último cuerpo muerto.

No tuvieron ánimos los ancianos para encenderfogatas en los campos aquella noche; así, Hathi ysus tres hijos espigaron entre lo que había

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quedado, y donde espiga Hathi, ya no haynecesidad de que nadie vaya detrás de él. Loshombres decidieron vivir del trigo que guardabanpara semilla hasta que llegaran las lluvias, yentonces ponerse a servir como criados pararecuperar lo perdido aquel año. Pero, cuando elnegociante de granos pensaba en sus rebosantesgraneros y en los precios que obtendría al venderlo almacenado, los afilados colmillos de Hathiarrancaron toda una esquina de su casa, hecha detapia, y despanzurraron la gran arce de mimbres,cubierta de estiércol de vaca, en la que guardabael precioso grano.

Cuando se descubrió esta última pérdida, llegópara el bracmán el tiempo de hablar. Les habíarezado a sus propios dioses sin obtenercontestación. Podría ser, dijo, que,inadvertidamente, la aldea hubiera ofendido aalguno de los dioses de la selva, porque, sin dudaalguna, la selva estaba contra ellos. Por tanto,mandaron a llamar al jefe de la tribu más próximade gondos errantes (gente pequeña, despierta, y

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muy negra de color; vive en el corazón de la selvadedicada a la caza, y sus antepasados fueron laraza más antigua de la India), propietariosaborígenes de la tierra. Obsequiaron al gondo conlo poco que les había quedado; él se sosteníasobre una pierna, con su arco en la mano; en elmoño que formaban sus recogidos cabellos, dos otres dardos envenenados; mostraba un aspecto detemor y desprecio a la vez, hacia los aldeanos —que lo miraban ansiosos— y hacia sus destruidoscampos. Deseaban saber los aldeanos si sus dioses—los antiguos dioses— estaban enojados conellos, y qué sacrificios deberían ofrecérseles. Elgondo no pronunció palabra, pero recogió unossarmientos de karela, la especie de vid queproduce amargas calabazas silvestres, y los colocóentrelazados sobre la puerta del templo frente a lacara de la roja imagen india que miraba fijamente.Entonces hizo el movimiento con la mano como siempujara en el espacio, en dirección del caminode Khanhiwara, y se volvió a su selva, mirandomoverse en todas direcciones a los animales que

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la poblaban. Sabía que cuando la selva se pone enmovimiento, sólo los hombres blancos son capacesde detenerla.

No había necesidad de preguntar el significadode su predicción. En adelante, crecerían lascalabazas silvestres en el lugar donde habíanadorado a su dios, y cuanto antes se pusieran asalvo, sería mejor.

Pero es difícil arrancar a una aldea entera desus amarras. Permanecieron allí sus habitantes entanto les quedaron comestibles con los que sealimentaban en verano, y aun probaron a recogernueces en la selva; pero sombras de brillantes ojoslos observaban y aun pasaban delante de ellos enmitad del día, y, cuando regresaban corriendohasta las paredes de sus chozas, notaban, en lostroncos de los árboles ante los cuales habíanpasado cinco minutos antes, que tenían la cortezaarrancada a tiras y ostentaban señales hechas porenormes garras. Cuanto más se encerraban en sualdea, las fieras tornábanse más atrevidas, lascuales corrían por los prados, rugiendo, junto al

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río Waingunga. No tenían tiempo a componer lasparedes posteriores de los vacíos establos quedaban a la selva; el jabalí las pisoteaba, y lasvides silvestres de nudosas raíces clavaban luegosus codos sobre la tierra que acababan deconquistar; por último, la gruesa hierba erizabaallí sus puntas como las lanzas de un ejército defantasmas que persiguiera a otro en retirada.

Los hombres solteros fueron los primeros quehuyeron y por todos lados esparcieron la noticiade que la aldea estaba sentenciada a muerte.¿Quién, decían, podría luchar contra la selva ocontra los dioses de la selva, cuando hasta lamisma cobra de la aldea había abandonado suagujero de la plataforma, bajo el árbol de lasreuniones? Así, el poco comercio que se efectuabacon el mundo exterior se redujo, como asimismofueron disminuyendo y borrándose los caminostrillados en los claros de la maleza. Al fin, lostrompeteos nocturnos de Hathi y sus tres hijosdejaron de perturbarlos, porque ya no quedabanada que pudiere ser saqueado. Las cosechas de

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sobre la tierra y el grano enterrado bajo elladesaparecieron por igual. Los campos distantesperdían su antigua forma; ya era hora de acogersea la caridad de los ingleses que vivían enKhanhiwara.

Siguiendo la costumbre indígena retrasaron supartida de un día para otro, hasta que las primeraslluvias les cayeron encima y los abandonadostechos de sus chozas dejaron pasar torrentes deagua; las tierras destinadas a pastos quedaroninundadas hasta la altura del tobillo y toda suertede vida pareció renacer allí con pujanza tras loscalores del verano. Entonces todos echaron aandar por el barro, hombres, mujeres y niños bajola cegadora lluvia matinal; pero se volvieron, porun impulso natural, para darle el último adiós a sushogares.

En el momento en que la última familiatraspasaba las puertas de la aldea, bajo suspesados fardos, escucharon el estrépito de vigas ytechos de bálago que se hundían detrás de losmuros. Vieron entonces una trompa brillante,

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negra, parecida a una serpiente, que se elevabadurante un momento y esparcía el bálago hervido.Desapareció y se escuchó el ruido de otrohundimiento que fue seguido de un agudo grito.Hathi había estado arrancando techos de chozascomo quien arranca nenúfares, y había sidoalcanzado por una viga que caía. Sólo necesitabaesto para desencadenar toda su fuerza, porque, detodos los animales de la selva, el elefante salvajees el más destructor, por maldad o por gusto,cuando está furioso. Dio una patada a una pared detapia que se deshizo con el golpe, y que, aldesmenuzarla, se convirtió en barro amarillo porel torrente de agua que caía. Entonces se volvió enredondo y lanzóse por las estrechas calles dandoagudos gritos, apoyándose contra las chozas aderecha e izquierda, destrozando lasdesvencijadas puertas, aplastando los aleros, entanto que sus tres hijos corrían detrás de él comohabían corrido cuando la destrucción de loscampos de Bhurtpore.

—La selva se tragará esas cáscaras —dijo una

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voz reposada entre las ruinas—. Ahora hay queechar abajo el muro exterior.

Y Mowgli, chorreándole la lluvia por losdesnudos hombros y brazos, saltó desde una paredque se venía abajo como un búfalo cansado.

—A buen tiempo llegas —díjole, jadeante,Hathi—. ¡Ah! ¡Pero en Bhurtpore tenía yo loscolmillos rojos de sangre!… ¡Contra la paredexterior, hijos míos! ¡Con la cabeza! ¡Todos a lavez! ¡Ahora!

Los cuatro juntos empujaron, lado a lado; lapared exterior se combó, se rajó y cayó; losaldeanos, mudos de terror, veían las salvajescabezas de los destructores, rayadas de arcilla,que aparecían por el roto boquete. Huyeronentonces, sin casa ya y sin alimentos, por el valle,en tanto que su aldea, hecha pedazos, esparcida ypisoteada, se desvanecía a sus espaldas.

Un mes después aquel lugar era otro oterolleno de hoyos y cubierto de yerba blanda, verde,recién nacida; y, cuando terminaron las lluvias, laselva entera rugía a plenos pulmones en el lugar

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donde, no hacía todavía seis meses, el aradoremovía la tierra.

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CANCIÓN DE MOWGLICONTRA LOS HOMBRES

¡CONTRA vosotros lanzaré las vides develoces pies!

¡Llamaré a la Selva entera para que borre lashuellas de vuestros pies!

Se hundirán ante ella todos los techos,caerán por tierra los gruesos puntales,y la karela, la amarga karelalo cubrirá todo.En los sitios donde os reunáis, estarán los míosy aullarán sin tregua;en el dintel de vuestros granerosse colgarán los grandes murciélagos;la serpiente será vuestra guardianaque descansará tranquila en vuestra casa;porque la karela, la amarga karela,

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dará su amargo fruto donde hoy reposáis.No veréis mis azotes, los azotes de mis

amigos,pero los oiréis y temblaréis.Los enviaré contra vosotros de noche,cuando la luna aún no brilla;el fiero lobo será vuestro pastorque se erguirá en no acotados campos,porque la karela, la amarga karela,esparcirá su semilla donde gozásteis y

amásteis.Sobre vuestros campos lanzaré a mi pueblo,e iré a segarlos, antes que vosotros, a la

cabeza de él;tendréis que espigar tras nuestras huellaspor el pan ya perdido.Los ciervos serán vuestras yuntaspara labrar en lo devastado,porque la karela, la amarga karela,florecerá donde vuestro hogar existía.

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Contra vosotros lanzaré las videsde pies que van lejos; la selva, al invadiros,borrará vuestros linderos,el bosque reinará en vuestros prados.Se hundirán los techos de vuestras casas,y la karela, la amarga karela,los cubrirá, por siempre, a todos.

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Los perros de rojizapelambre

¡POR nuestras claras, límpidas noches,por las noches de los rápidos corredores,por el hermoso batir la selva, la vistade largo alcance, por la buena caza,por la astucia de resultados certeros!¡Por el aroma matinal, que humedeceel rocío aun no evaporado!¡Por el placer de ir tras las piezasque con terror incauto locas huyen!¡Por los gritos de nuestros compañeroscuando al derrotado sambhur han cercado!¡Por los riesgos de los excesos de la noche!¡Por el grato y dulce dormir de díaa la entrada del cubil!

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¡Por todo esto vamos a la lucha!¡Muerte, guerra a muerte juramos! Fue después de la invasión verificada por la

selva cuando empezó para Mowgli la parte másplacentera de su vida. Sentía aquella buenaconciencia que proviene de haber pagado susdeudas; todos los habitantes de la selva eran susamigos y ellos sentían un cierto temor de él. Lascosas que llevó a cabo, que vio y que oyó cuandovagaba solo o en unión de sus cuatro compañeros,daría origen a muchos, muchos cuentos, tan largocada uno de ellos como el presente. Así pues, noos referiré su encuentro con el elefante loco deMandla que mató veintidós bueyes que conducíanonce carros de plata acuñada que pertenecía altesoro nacional, esparciendo por el polvo lasbrillantes rupias; tampoco os narraré su lucha conJacala, el cocodrilo, durante toda una noche en lospantanos del Norte y cómo rompió su cuchillo dedesollador en las placas de la espalda del animal;ni tampoco cómo encontró otro cuchillo más largo

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que pendía del cuello de un hombre que había sidomuerto por un oso, y cómo siguió las huellas deeste oso y lo mató, como justo precio por aquelcuchillo; ni cómo quedó cogido en una ocasión,durante la Gran Hambruna, entre los rebaños deciervos que emigraban y fue casi aplastado porellos; ni cómo salvó a Hathi el Silencioso de caerpor segunda vez en una trampa que tenía un paloafilado en el fondo, y cómo, al día siguiente, cayóél mismo en otra de las que ponen para cogerleopardos, y cómo entonces Hathi hizo pedazos losgruesos barrotes de madera que la formaban; nicómo ordeñó a hembras de búfalos salvajes en lospantanos; ni como…

Pero hay que narrar los cuentos uno a uno.Papá Lobo y mamá Loba murieron, y Mowgli

rodó una gran piedra contra la boca de la cueva, yentonó allí la Canción de la Muerte; Baloo era muyviejo y apenas podía moverse, y hasta Bagheera,cuyos nervios eran de acero y sus músculos dehierro, era un poco menos ágil que antes cuandoquería matar una pieza. Akela, de gris que era,

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tornóse blanco como la leche; tenía saliente elcostillar y caminaba como si estuviera hecho demadera y Mowgli tenía que cazar para él. Pero loslobos jóvenes, los hilos de la deshecha manada deSeeonee, crecían y se multiplicaban, y cuandohubo unos cuarenta de ellos, de cinco años, sinjefe, con buenos pulmones y ágiles pies, Akela lesdijo que debían juntarse, obedecer la ley, y estarbajo la dirección de uno, como correspondía a losdel Pueblo Libre.

No se metió Mowgli en toda esta cuestión,porque, como él dijo, ya había comido frutasagrias y sabía en qué árboles se cogían. Perocuando Fao, hijo de Faona (cuyo padre era elindicador de pistas en los tiempos de la jefatura deAkela) ganó en buena lid el derecho de dirigir lamanada, según la ley de la selva, y cuando losantiguos gritos y canciones resonaron una vez másbajo las estrellas, Mowgli se presenté de nuevo enel Consejo de la Peña, como en memoria de lostiempos idos. Cuando se le antojaba hablar, lamanada esperaba hasta que hubiera terminado y se

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sentaba en la Peña al lado de Akela, más arriba deFao. Eran, aquellos, días en que se cazaba y sedormía bien. Ningún forastero se atrevía a entraren las selvas que pertenecían al pueblo deMowgli, como llamaban a la manada; los lobosjóvenes crecían fuertes y gordos, y había muchoslobatos en la inspección que se les hacía cuandoeran llevados a la Peña. Siempre iba Mowgli aestas reuniones, acordándose de aquella noche,cuando una pantera negra compró a la manada lavida de un chiquillo moreno y desnudo, y el largogrito de: "¡Mirad, mirad bien, lobos!", hacíaestremecer su corazón. Si no estaba allí, seinternaba en la selva con sus cuatro hermanos, yprobaba, tocaba y veía toda suerte de cosasnuevas.

Un día, a la hora del crepúsculo, mientrascaminaba distraídamente por los bosques llevandopara Akela la mitad de un gamo que había cazado,y mientras los cuatro se empujaban, comogruñendo y revolcándose por juego, escuchó ungrito que nunca se había vuelto a oír desde los

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malos días de Shere Khan. Era lo que llaman en laselva el feeal, una especie de horroroso chillidoque da el chacal cuando caza siguiendo a un tigre,o cuando tiene a la vista piezas de caza mayor. Sipueden imaginarse una mezcla de odio, de triunfo,de miedo y de desesperación, en un solo gritodesgarrador, tendrán una leve idea del feeal que seelevó, descendió y vibró en el aire, a lo lejos, delotro lado del Waingunga. Los cuatro lobos dejaronde jugar en el acto, con los pelos erizados ygruñendo. La mano de Mowgli se dirigió hacia elcuchillo, y se detuvo, congestionado el rostro yfruncido el ceño.

—No hay por aquí ningún rayado que seatreva a matar… —dijo.

—No es ése el grito del explorador —observóel Hermano Gris—. Eso es una gran cacería.¡Escucha!

Resonó de nuevo el grito, medio sollozo,medio risa, como si el chacal tuviera flexibleslabios humanos. Respiró entonces Mowgliprofundamente y echó a correr hacia la Peña del

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Consejo, adelantándose en el camino a los lobosde la manada que también se apresuraban. Fao yAkela estaban juntos sobre la Peña, y más abajo deellos veíanse a los demás, con los nervios entensión. Las madres y sus lobatos corrían hacia suscubiles, porque cuando resuena el feeal convieneque los débiles se recojan.

Nada oían sino el rumor del Waingunga quecorría en la oscuridad y las brisas del atardecerentre las copas de los árboles, cuando de pronto,al otro lado del río, aulló un lobo. No era un lobode la manada, porque éstos se hallaban alrededorde la Peña. El aullido fue adquiriendo un tono dedesesperación. ¡Dhole! —decía—. ¡Dhole!¡Dhole! Oyeron pasos cansados entre las rocas, yun demacrado lobo, con los flancos llenos de rojasestrías, destrozada una de sus patas delanteras y elhocico lleno de espuma, se lanzó en medio delcírculo y, jadeante, se echó a los pies de Mowgli.

—¡Buena suerte! ¿Quién es tu jefe? —dijo Faogravemente.

—¡Buena suerte! Soy Won-tolla —respondió

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el recién llegado.Quería decir con esto que era un lobo solitario

que atendía a su propia defensa, a la de sucompañera y a la de sus hijos en algún aisladocubil, como lo hacen muchos lobos en la parte surdel país. Won-tolla quiere decir uno que viveseparado de los demás, que no forma parte deninguna manada. Jadeaba y su corazón latía con talfuerza, que se sacudía todo su cuerpo.

—¿Quién anda por allí? —prosiguió Fao,porque esto es lo que todos los habitantes de laselva se preguntan cuando se oye el feeal.

—¡Los dholes, los dholes del Dekkan…, losperros de rojiza pelambre, los asesinos! Vinieronal norte desde el sur diciendo que en el Dekkan nohabía nada y exterminando todo a su paso. Cuandoesta luna era luna nueva, tenía yo cuatro de losmíos: mi compañera y tres lobatos. Ella losenseñaba a cazar en las llanuras cubiertas deyerba, escondiéndose para correr después losgamos, como lo hacemos los que cazamos encampo abierto. A medianoche los oí pasar juntos,

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dando grandes aullidos, siguiendo un rastro. Alsoplar la brisa matutina, hallé a los míos yertossobre la yerba… a los cuatro, Pueblo Libre, a loscuatro, cuando estábamos en luna nueva. Hiceentonces uso del derecho de la sangre y me fui enbusca de los dholes.

—¿Cuántos eran? —preguntó rápidamenteMowgli, y la manada gruñía rabiosamente.

—No sé. Tres de ellos ya no matarán más,pero al fin me persiguieron como a un gamo; mehicieron correr con sólo las tres patas que mequedan. ¡Mira, Pueblo Libre!

Adelantó su destrozada pata, toda ennegrecidapor la sangre seca. Tenía junto a los ijares cruelesmordiscos y el cuello herido y desgarrado.

—¡Come! —le dijo Akela, levantándose deencima de la carne que Mowgli le había traído;inmediatamente, lanzóse sobre ella el solitario.

—No será pérdida esto que me dais —dijohumildemente cuando hubo satisfecho un poco suhambre—. Préstame fuerzas, pueblo Libre, y

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también yo mataré luego. Está vacío mi cubil,antes lleno, cuando era luna nueva, y aún no estápagada del todo la deuda de sangre.

Fao oyó cómo crujían sus dientes sobre unhueso y gruñó con aire de aprobación.

—Necesitaremos de tus quijadas —dijo—.¿Iban cachorros con los dholes?

—No, no. Todos eran cazadores rojos;cazadores de manada, grandes y fuertes, aunquetoda su comida consiste, allá en el Dekkan, enlagartos.

Lo que había dicho Won-tolla significaba quelos dholes, los rojos perros cazadores del Dekkan,iban de paso buscando algo que matar, y la manadasabía que incluso un tigre le cederá su presa a losdholes. Cazan éstos corriendo en línea recta por laselva, se lanzan sobre cuanto encuentran y lodestrozan. Aunque no tienen ni el tamaño ni lamitad de astucia que un lobo, son muy fuertes ynumerosos. Los dholes no empiezan a considerarsemanada sino hasta que se reúne un centenar deellos, en tanto que con cuarenta lobos basta para lo

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mismo. Las errabundas caminatas de Mowgli lohabían llevado hasta los confines de los grandesprados del Dekkan, y había visto a los fierosdholes durmiendo, jugando y rascándose en losagujeros y matojos que usan como cubiles. Él losdespreciaba y los odiaba porque no olían como elPueblo Libre, porque no vivían en cavernas, y,sobre todo, porque les crecía pelo entre los dedosde las patas, en tanto que a él y a sus amigos no lessucedía esto. Pero sabía, por habérselo dichoHathi, lo terrible que es una manada de dholescuando va de caza. Hasta Hathi les deja el pasolibre, y ellos siguen adelante hasta que los matan ocuando ya escasea la caza.

Algo sabía también Akela sobre los dholes,pues le dijo en voz baja a Mowgli:

—Más vale morir entre todos los de lamanada, que sin guía y solo, esta será una caceríamagnífica y… la última en que tomaré parte. Pero,según los años que viven los hombres, a ti tequedan aún muchos días y muchas noches de vida,hermanito. Vete hacia el norte y échate allí a

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dormir, y si alguien queda vivo después del pasode los dholes, te llevará noticias del resultado dela lucha.

—¡Ah! —dijo Mowgli con toda gravedad—.¿Debo ir acaso a coger pececillos en las lagunas ya dormir en un árbol, o acaso debo pedirles ayudaa los de Bandar-log para que me ayuden a cascarnueces mientras la manada lucha allá abajo?

—A muerte será la lucha —respondió Akela—. Tú nunca te has enfrentado con los dholes…con los asesinos rojos. Hasta el Rayado…

—¡Aowa! ¡Aowa! —exclamó Mowgli de malhumor—. Yo maté a un mono rayado, y estoyseguro que Shere Khan hubiera dejado a su mismacompañera para que se la comieran los dholes siel viento le hubiese llevado el olor de una manadaal través de grandes extensiones de pastura.Escucha ahora: hubo una vez un lobo, mi padre, yuna loba, mi madre, y un lobo viejo y gris (no muydiscreto a veces; ahora está blanco) que era paramí como mi padre y mi madre juntos. Por tanto,yo… —levantó más la voz—. Digo que cuando

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vengan los dholes, si vienen, Mowgli y el PuebloLibre lucharán como iguales contra ellos. Yafirmo, por el toro que me rescató (por aquel toroque Bagheera pagó por mí en tiempos que ya norecordáis los de la manada), digo, y que lo tenganpresente los árboles y el río que me oyen, si yo loolvido…, que este cuchillo será para la manadacomo un colmillo más, y no creo que su filo estémuy embotado. Esta es la palabra que tenía quedecir y que empeño.

—No conoces a los dholes, hombre que hablascomo los lobos —dijo Won-tolla—. Tan sóloquiero pagar la deuda de sangre que tengo conellos, antes que me destrocen. Avanzan despacio,matando a medida que se alejan, pero en dos díashabré recobrado ya algo de mis fuerzas, con lo quepodré volver a la lucha. En cuanto a vosotros,Pueblo Libre, opino que debéis ir hacia el norte yque comáis poco durante un tiempo, durante eltiempo que tarden en pasar los dholes. No habráde produciros carne esta cacería.

—¡Oigan al Solitario! —dijo Mowgli dando

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una risotada—. ¡Pueblo Libre! ¡Hemos de huirhacia el norte y dedicarnos a coger lagartos y rataspor miedo de tropezar con los dholes! Hay quedejar que maten todo lo que quieran en nuestroscazaderos, en tanto que nosotros nos escondemosen el norte, hasta que ellos quieran devolvernos loque es nuestro. No son más que unos perros (mejordicho, cachorros de perros), rojos, de vientreamarillo y sin cubiles, y con pelos entre los dedosde las patas. Sus camadas constan de seis u ochopequeñuelos, como las de Chikai, el diminutoratoncillo saltador. ¡Sin duda hemos de huir,Pueblo Libre, y pedir como un favor a los delnorte que nos dejen comer alguna res muerta. Yaconocéis el dicho: "En el norte, miseria; en el sur,piojos; en cuanto a nosotros, somos la selva."Escoged, escoged. ¡Será una buena cacería! ¡Por lamanada, por toda la manada; por los cubiles y lascamadas; por lo que se mata fuera y dentro deaquéllos; por la compañera que persigue al gamo;por los cachorrillos que están en las cavernas…¡juremos la lucha… juremos… juremos…!

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Respondió la manada con un profundo aullidoque resonó en la noche como el estruendo de unenorme árbol que cae.

—¡Lo juramos! —gritaron.—Permanezcan con ellos —ordenó Mowgli a

los cuatro—. Todo colmillo hará falta. Que Fao yAkela preparen todo para la batalla. Yo iré acontar los perros.

—¡Eso significa la muerte! —exclamó Won-tolla levantándose a medias—. ¿Qué puede hacerése, que ni pelo tiene, contra los rojizos perros?Acuérdense de que hasta el Rayado…

—En verdad que eres un solitario —interrumpió Mowgli—. Pero hablaremos de estocuando hayan muerto los dholes. ¡Buena suertepara todos!

Echó a correr, hundiéndose entre las sombras,y era presa de tal agitación que apenas mirabadónde pisaba; consecuencia de ello fue caersecuan largo era entre los grandes anillos de Kaa, laserpiente pitón, donde ésta estaba al acecho, cerca

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del río, frente a un sendero frecuentado por losciervos.

—¡Kscha! —silbó Kaa malhumorada—. ¿Esesto actuar según el estilo de la selva, venirhaciendo tal ruido con los pies, caminando tantorpemente para estropearle a uno el trabajo detoda una noche…, y precisamente cuando sepresentaba tan bien la caza?

—¡Es mi culpa! —dijo Mowgli levantándose—. En realidad, a ti te buscaba, Cabeza Chata;pero cada vez que nos encontramos, estás másgruesa y más grande; lo menos has crecido un trozocomo este brazo. No hay nadie como tú en laselva, discreta, vieja, fuerte, y hermosísima, Kaa.

—¿A dónde vas a parar por ese camino? dijoKaa con voz más suavizada—. No cambió aun laluna desde que un hombrecito armado de uncuchillo me tiraba piedras a la cabeza y mellenaba de insultos porque dormía al raso.

—¡Ya lo creo! Y a todos los ciervos queperseguía Mowgli, los espantabas, y esa CabezaChata era tan sorda, que no percibía mis silbidos

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para que dejara libre el camino de los ciervos —respondió Mowgli con mucha calma, sentándoseentre los pintados anillos de la serpiente.

—Pero ahora, ese mismo hombrecito trae enlos labios palabras suaves y halagadoras, y le dicea aquella misma Cabeza Chata que es discreta,fuerte, hermosa, y ella se deja persuadir y le hacesitio… así… al que le tiraba piedras, y… ¿Estáscómodo ahora? ¿Podría Bagheera ofrecerte tancómodo lugar de descanso?

Como de costumbre, Kaa había convertido sucuerpo en una suerte de blanda hamaca, bajo elpeso del cuerpo de Mowgli. Se tendió elmuchacho en medio de la oscuridad, y se enroscóen aquel cuello flexible que parecía un cable, hastaque la cabeza de Kaa descansó sobre su hombro, yluego le refirió cuanto había ocurrido en la selvaaquella noche.

—Puedo ser lista dijo Kaa cuando él terminó—, pero sorda ciertamente lo soy. De otra manera,hubiera oído el feeal. Ya no me extraña que losque comen hierba estén tan inquietos. ¿Cuántos

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serán los dholes?—Aún no los he visto. Vine corriendo a verte.

Tú eres más vieja que Hathi. Pero, Kaa… —y aldecir esto temblaba de gusto—: ¡Qué magníficacacería será! Pocos de nosotros viviremos cuandocambie la luna.

—¿También tú tomarás parte en esto?Acuérdate de que eres hombre y de cuál fue lamanada que te arrojó de ella. Que el lobo saldesus cuentas con el perro. Tú eres un hombre.

—Las nueces de antaño, son hogaño tierranegra —replicó Mowgli—. Es cierto que soy unhombre, pero me parece haber dicho esta nocheque soy un lobo. El río y los árboles son mistestigos. Pertenezco al Pueblo Libre, Kaa, hastaque los dholes hayan pasado.

—¡Pueblo Libre! —murmuro Kaa—. ¡Pandillasuelta de ladrones! ¿Y tú te ligaste a ellos en unnudo de muerte, sólo por la memoria de los lobosmuertos? Eso no es buena caza.

—Di mi palabra. Lo saben los árboles, y

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también el río. No quedaré libre de compromisosino hasta que hayan pasado los dholes.

—¡Ngssh! Así la cosa cambia por completo.Había pensado llevarte conmigo a los pantanos delnorte, pero palabra es palabra, aunque ésta sea lade un hombrecito desnudo y sin pelo como tú.Ahora, pues, yo, Kaa, digo que…

—Piénsalo bien. Cabeza Chata; no vayas aligarte tú también en un nudo de muerte. Nonecesito que me des tu palabra, pues bien sé que…

—Así sea, pues —dijo Kaa—. No darépalabra alguna. ¿Pero qué piensas hacer cuandovengan los dholes?

—Habrán de pasar a nado el Waingunga.Ahora bien: yo pensaba salirles al encuentrocuando crucen algún sitio poco profundo, con micuchillo en la mano, llevando detrás de mí a lamanada para que, a cuchilladas y atacados por losmíos, retrocedieran algo río abajo o fueran arefrescarse el gaznate.

—No retrocederán los dholes, y su gaznate

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hierve siempre —respondió Kaa—. Una vezterminada esta cacería, no quedará ni hombrecitoni lobato; únicamente quedarán huesos.

—¡Alala! Si hemos de morir, moriremos. Seráuna magnífica cacería. Pero soy joven y no hevisto muchas lluvias. No sé mucho y no soy fuerte.¿Tienes un plan mejor, Kaa?

—Yo ya he visto cientos y cientos de lluvias.Antes que Hathi hubiera mudado sus colmillos deleche, era ya enorme el rastro que yo dejaba en elpolvo, al pasar. Por el primer huevo que hubo enel mundo, te juro que soy más vieja que muchosárboles, y he sido testigo de todo lo que haacontecido en la selva.

—Pero esto es un caso nuevo dijo Mowgli—.Nunca antes se habían cruzado los dholes pornuestro camino.

—Lo que es ahora, ha sido también antes. Loque será, no es más que un año olvidado que hiereal mirar hacia atrás. Mantente quieto mientrascuento los años que tengo.

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Durante más de una hora estuvo Mowgliechado sobre los anillos de la serpiente, en tantoque Kaa, con la cabeza inmóvil sobre el suelo,pensaba en todo lo que había visto y conocidodesde que salió del huevo. Parecía extinguirse laluz de sus ojos, los que parecían viejos ópalos,mientras que, de cuando en cuando, daba unaespecie de torpes estocadas con la cabeza aderecha e izquierda, como si estuviera cazando ensueños. Mowgli dormitaba, porque sabía que nadahay como el sueño antes de la caza, y estabaacostumbrado a hacerlo a cualquiera hora del díao de la noche.

Después Sintió que el cuerpo de Kaa crecía yse ensanchaba debajo del suyo mientras la enormeserpiente pitón soplaba, silbando con el ruido deuna espada que se sacara de su vaina de acero.

—He visto todas las estaciones que ya pasaron—dijo al fin Kaa—; los árboles enormes, losviejos elefantes, las rocas desnudas y ásperascuando todavía no las vestía el musgo. ¿Estástodavía vivo, hombrecito?

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—Acaba de desaparecer la luna en elhorizonte —respondió Mowgli—. No entiendo…

—¡Hssh! Vuelvo a ser Kaa. Sabía que no hacíade ello sino un momento. Iremos ahora al río paraenseñarte cómo deberás proceder contra losdholes.

Volvióse y se dirigió, recta como una flecha,hacia el lugar donde la corriente del Waíngunga esmayor, y se hundió en el agua un poco más arribade la laguna que oculta la Roca de la Paz, yllevaba a Mowgli a su lado.

—No; no nades. Me deslizaré rápidamente. Tellevo a cuestas, hermanito.

Con su brazo izquierdo Mowgli se asió biendel cuello de Kaa, dejó caer el derecho, pegado alcuerpo y puso los pies en punta. Kaa embistióentonces contra la corriente como sólo ella eracapaz de hacerlo; la ondulación del agua formabacomo una gorguera en torno del cuello de Mowgliy sus pies se balanceaban en el remolino que seveía a cada lado de la serpiente. Un kilómetro odos arriba de la Roca de la Paz, se estrecha el

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Waingunga cuando pasa por una garganta queforman unas rocas de mármol de veinticinco otreinta metros de altura, y entonces la corriente sedesliza como por un canal de molino entre todasuerte de pedruscos. Mowgli, empero, no hizocaso del agua; poca habría en el mundo capaz deamedrentarlo ni por un momento. Miraba a uno yotro lado de aquella estrecha garganta y resoplabacomo si estuviera incómodo, pues percibíase en elaire un olor agridulce, muy parecido al de un granhormiguero en un día caluroso, Instintivamentehundióse todo en el agua, levantando sólo decuando en cuando la cabeza para respirar, hastaque Kaa, al fin, por medio de una doble torsión desu cola, ancló en torno de una roca hundida,manteniendo a Mowgli en el hueco que formabansus anillos, en tanto que el agua seguía su curso.

—Esta es la Morada de la Muerte dijo elmuchacho—. ¿Por qué venimos aquí?

—Duermen —dijo Kaa—. Hathi no desvía sucamino ante el Rayado. Pero Hathi y el mismoRayado se apartan cuando vienen los dholes, y

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éstos, según se dice, no cambian su rumbo pornada. Y sin embargo, ¿ante quién retrocede eldiminuto pueblo de las Rocas? Dime, amo de laselva, ¿quién es el verdadero amo de la selva?

—Esas —murmuré Mowgli—. Aquí mora lamuerte. Vámonos.

—No. Mira bien, porque ahora estándurmiendo. Todo está como cuando yo aún no teníael largo de tu brazo.

Las rajadas y carcomidas rocas de aquellagarganta del Waingunga habían sido usadas desdeel principio de la selva por el diminuto pueblo delas Rocas: las laboriosas, feroces, salvajes ynegras abejas de la India; como Mowgli lo sabíamuy bien, todo rastro de animal torcía hacia unlado u otro, más de ochocientos metros antes dellegar a aquel sitio. Durante siglos había tenidoallí sus enjambres el pueblo diminuto y habíapululado de grieta en grieta, agrupándose una yotra vez, manchando el blanco mármol con mielseca, y fabricando panales altos y profundos en laoscuridad de las cavernas interiores, en donde ni

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los animales, ni el fuego ni el agua pudieran llegarnunca. La garganta parecía adornada en toda sulongitud con negros cortinajes de terciopelo quebrillaban débilmente; Mowgli sintióse desfalleceral verlo, pues aquella especie de cortinas eran losmillones de abejas amontonadas que allí dormían.Notábanse también otras protuberancias, adornos ycosas que parecían carcomidos troncos de árbolesprendidos en la superficie de las rocas: restosviejos, abandonados, o acaso nuevas ciudadeslevantadas al abrigo de aquella garganta queestaba resguardada del viento. Enormes yesponjosos panales, ya podridos, habían rodadodesde lo alto, pegándose en los árboles yenredaderas que parecían asirse a la superficie delas rocas. Al escuchar atentamente el muchacho,más de una vez oyó el ruido que al deslizarseproducían los panales llenos de miel al caer alláadentro, en las oscuras galerías; después, rumor dealas que batían furiosamente y el pausado gotearde la miel derramada que corría hasta llegar alborde de alguna abertura al aire libre, chorreando

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desde allí lentamente sobre hojas y ramas. A unlado del río había una especie de playapequeñísima de menos de metro y medio de ancho,llena de desechos acumulados allí duranteinnumerables años. Abejas muertas, basura,panales viejos, alas de pequeñas mariposasmerodeadoras que se habían perdido en aquellugar buscando miel; todo estaba amontonadoformando un finísimo polvo negro. Sólo el olorpenetrante de aquel conjunto bastaba para asustar acualquier ser viviente que no tuviera alas y supieselo que era el pueblo Diminuto.

De nuevo se movió Kaa corriente arriba hastallegar a un banco de arena que se encontraba en elextremo de aquella garganta.

—Aquí está lo que mataron en esta estación —dijo—. ¡Mira!

Sobre el banco yacían los esqueletos de un parde ciervos y el de un búfalo. Mowgli pudocerciorarse de que ni lobos ni chacales habíantocado los huesos, que estaban en posición naturalsobre el suelo.

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—Traspasaron el lindero; no conocían la ley—murmuró Mowgli—, y el pueblo Diminuto losmató. Vámonos antes de que despierten.

—No despiertan sino hasta el alba —dijo Kaa—. Te contaré ahora esto: Venía un gamoperseguido desde el sur, hacia este sitio, hacemuchas, muchas lluvias; no conocía la selva, y enpos de él iba toda una perrada. Ciego de miedo,saltó desde lo alto; la manada lo seguía guiándosecon la vista, pues corría desatinadamente tras él,ciega para todo rastro. Ya el sol estaba alto, y elpueblo Diminuto era numeroso y estaba muyenfurecido. Muchos fueron los perros que saltaronal Waingunga, pero, cuando llegaban al agua, yaestaban muertos. Los que no saltaron, fueronmuertos también sobre las rocas. Pero el gamoquedó vivo.

—¿Cómo fue eso?—Porque llegó él primero, corriendo para

salvar la vida, y saltó antes que el puebloDiminuto estuviera alerta, ya estaba en el ríocuando se juntaron para matarlo. Pero la manada

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que venía detrás se perdió por completo bajo elpeso de aquéllas.

—¿Y vivió el gamo? —repitió pausadamenteMowgli.

—Por lo menos no murió entonces, aunque nocontara con nadie que, al caer, lo esperara pararecibirlo sobre un cuerpo fuerte que lo protegieradel agua, como cierta gruesa, sorda y amarillaCabeza Chata esperará a un hombrecito… sí;aunque detrás de él fueran todos los dholes delDekkan siguiéndole el rastro. ¿Qué opinas de eso?

La cabeza de Kaa estaba cerca del oído deMowgli; pasó un poco de tiempo antes de que elmuchacho contestara.

—Es jugar con la muerte, pero… Kaa, a laverdad tú eres quien sabe más en toda la selva.

—Muchos han dicho eso. Ahora, prestaatención: si los dholes te siguen…

—Como me seguirán con toda seguridad. ¡Ah!¡Ah! Mi lengua les lanzará agudísimas espinas queles escocerán la piel.

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—Si te siguen furiosos y ciegos, sin mirar aningún lado y mirándote sólo a ti, los que nomueran arriba caerán al agua aquí o más abajo,porque el pueblo Diminuto levantará el vuelo y loscubrirá a todos. Ahora bien, las aguas delWaingunga siempre tienen hambre, y ellos nocontarán con ninguna Kaa que los sostenga cuandocaigan; por eso, los que vivan, serán arrastradospor la corriente hasta los bajíos, allá por loscubiles de Seeonee, y allí podrá tu manada salirlesal encuentro y arrojarse sobre sus gargantas.

—¡Ahai! ¡Eowawa! Mejor que esto, no lo es nila lluvia que cae a tiempo en la estación seca. Sóloqueda ahora la pequeña cuestión de la carrera ydel salto. Haré que me conozcan los dholes, paraque me persigan muy de cerca.

—¿Has visto la roca que se yergue sobre ti?¿La has Visto desde la tierra?

—No, ciertamente. No se me había ocurridoeso.

—Ve a verla. La tierra está podrida, llena degrietas y agujeros. Si pones en falso uno de tus

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torpes pies, la cacería habrá terminado. Mira, tedejaré aquí, y por el cariño que te tengo haré unacosa: iré a referirle a la manada lo que hemosplaticado para que sepan dónde podrán encontrar alos dholes. En cuanto a mí, yo nada tengo que vercon ningún lobo.

Cuando a Kaa no le gustaba una amistad, lodemostraba con más rudeza que cualquier otrohabitante de la selva, excepto quizás Bagheera.

Nadó río abajo y al llegar a la Peña topóse conFao y con Akela que escuchaban los ruidosnocturnos.

—¡Hssh! ¡Perros! —dijo alegremente—. Losdholes bajarán por el río. Si no tenéis miedo,podréis matarlos en los bajíos.

—¿Cuándo llegarán? dijo Fao.—¿Y dónde está mi Hombre-cachorro? —

preguntó Akela.—Vendrán cuando hayan de venir —respondió

Kaa—. Espéralos y verás. En cuanto a tu Hombre-cachorro, al cual le hiciste empeñar su palabra y

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que has conducido así a la muerte, tu Hombre-cachorro, digo, está conmigo, y si no está yamuerto ahora mismo no tienes tú la culpa, ¡perroblanqueado! Espera aquí a los dholes, y alégratede que el Hombre-cachorro y yo peleemos a tulado.

Tornó Kaa a remontar con rapidez la corrientey dio fondo en mitad de la estrecha garganta,mirando hacia arriba, hacia el borde de loscantiles. Vio de pronto la cabeza de Mowgli quese proyectaba contra las estrellas, luego oyóse unrumor, como un silbido en el aire y el agudoschloop[6] de un cuerpo que caía de pie, y alminuto siguiente ya encontrábase el muchachodescansando de nuevo sobre los anillos de Kaa.

—Este salto, de noche, no es nada dijoMowgli suavemente—. He saltado de doble alturasólo por divertirme; pero allá arriba sí que es malsitio: puros arbustos bajos y zanjas profundas,todos llenos del pueblo Diminuto. Coloquégrandes piedras superpuestas en el borde de lastres zanjas. Al correr, les daré con el píe y las

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lanzaré abajo, y así todo el pueblo Diminuto selevantará detrás de mí, furioso.

—Eso es habladurías y astucias de hombre —dijo Kaa—. Eres listo, pero ese pueblo estáenfurecido siempre.

—No; al anochecer todas las alas descansan unrato, las que están cerca y las que están lejos. Meentretendré con los dholes a esa hora, porque elloscazan mejor de día. Ahora siguen el rastro desangre que dejó Won-tolla.

—Ni Chil abandona nunca un buey muerto, nilos dholes un rastro de sangre —sentencié Kaa.

—Entonces les daré un rastro nuevo, hecho consu propia sangre, si puedo, y les haré morder elpolvo. ¿Te quedarás aquí, Kaa, hasta que regresecon mis dholes?

—Sí. Pero, ¿qué sucederá si te matan en laselva, o si el pueblo Diminuto te mata antes quepuedas saltar al río?

—Cuando llegue mañana, cazaremos lo demañana —respondió Mowgli citando un dicho de

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la selva; y prosiguió—: Cuando esté muerto, queme canten la Canción de la Muerte. ¡Buena suerte,Kaa!

Apartó su brazo del cuello de la serpiente ydescendió por la garganta como si fuera un maderoarrastrado por la avenida, chapoteando endirección de la lejana orilla donde el aguaformaba un remanso, y riéndose a carcajadas depuro gozo. A Mowgli nada le gustaba más quejugar con la muerte y mostrarle a toda la selva queél era allí el amo y su archi-amo. Con frecuenciahabía robado, ayudado de Baloo, colmenas que lasabejas fabricaban en árboles aislados; gracias aello, sabía que el pueblo Diminuto no puede sufrirel olor del ajo silvestre. Por tanto, recogió un hazde esas plantas, lo ató con una tira de corteza, yluego empezó a seguir el rastro de sangre de Won-tolla, hacia el sur y a partir de los cubiles, porespacio de más de una legua, mirando los árbolescon la cabeza inclinada a un lado, y riendo comoloco al mirar.

—He sido Mowgli, la Rana —se decía a sí

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mismo—; y he dicho que soy Mowgli, el Lobo.Ahora me toca ser Mowgli, el Mono, antes de serMowgli, el Gamo. Al fin acabaré por ser Mowgli,el Hombre. ¡Oh!

Y al decir esto pasó el pulgar por la hoja de sucuchillo, de dieciocho pulgadas de largo.

El rastro de Won-tolla, todo él formado deoscuras manchas de sangre, se deslizaba bajo unbosque de copudos árboles muy agrupados que seextendía hacia el noroeste, y que clareabagradualmente desde la distancia de media leguaantes de llegar a las Rocas de las Abejas. Desde elúltimo árbol, hasta llegar a la broza baja de esasrocas, era ya campo abierto en donde apenashabría encontrado refugio un lobo. Corrió Mowglipor debajo de los árboles, calculando lasdistancias entre rama y rama, encaramándose decuando en cuando en un tronco, y saltando por víade ensayo de un árbol a otro, hasta que llegó alcampo abierto, al que estudió cuidadosamentedurante una hora. Regresó entonces y tomó denuevo el rastro de Won-tolla donde lo había

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dejado, se acomodó en un árbol que mostraba unarama saliente a unos dos metros y medio del suelo,y allí permaneció sentado tranquilamente, afilandosu cuchillo en la planta del pie y cantando.

Poco antes del mediodía, cuando el calor eraextremoso, escuchó ruido de pasos y percibió elabominable olor de la manada de dholes queseguían, con aire feroz, el rastro de Won-tolla.Vistos desde arriba los rojizos dholes no parecíantener ni la mitad del tamaño de un lobo; peroMowgli sabía cuán fuertes eran sus pies y susquijadas. Observó la cabeza puntiaguda y de colorbayo del que los dirigía, el cual olfateaba la pista,y le gritó:

—¡Buena caza!La fiera miró hacia arriba y sus compañeros se

pararon detrás de él, docenas y docenas de rojizosperros, de largas y colgantes colas, sólidasespaldas, débiles patas traseras y ensangrentadasbocas. Por lo general, los dholes son muysilenciosos y no guardan buenas formas inclusocon los de su manada. Eran unos doscientos los

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que se hallaban reunidos debajo de Mowgli, peroéste vio que los delanteros olfateaban con aire dehambrientos el rastro de Won-tolla, e intentabanque toda la manada siguiera adelante. Pero esto nole convenía, porque entonces llegarían a loscubiles en pleno día; la intención de Mowgli eraentretenerlos allí, bajo el árbol, hasta elanochecer.

—¿Con qué permiso venís aquí? —les dijo.—Todas las selvas son nuestras —fue la

respuesta, y el dhole que se la dio le mostró losblancos dientes.

Mowgli miró hacia abajo sonriendo, e imitóperfectamente el agudo chillido y la especie decharla de Chikai, el ratón saltador del Dekkan,dando a entender con esto que tenía en tan poco alos dholes como al mismo Chikai. Se agrupóentonces la perrada alrededor del tronco, y el quela dirigía ladró furiosamente llamándole a Mowglimono. Por toda respuesta, alargó el muchacho unade sus desnudas piernas y movió los dedos del pie,precisamente sobre la cabeza del perro. Esto fue

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suficiente, demasiado suficiente para poner fuerade sí a toda la manada. Los que tienen pelo entrelos dedos, no gustan de que nadie se lo recuerde.Apartó Mowgli su pie cuando el jefe saltó paramordérselo, y le dijo suavemente:

—¡Perro, perro rojizo! ¡Vuélvete al Dekkan acomer lagartos! ¡Vete con Chikai, tu hermano…perro… perro rojizo, rojizo! ¡Tienes pelo entre losdedos! —y movió sus propios dedos por segundavez.

—¡Baja de allí antes que te sitiemos porhambre, mono pelón! —aulló la manada, y eso eraprecisamente lo que Mowgli quería.

Acostóse a lo largo de la rama, apoyada unamejilla contra la corteza, libre su brazo derecho, yen esta posición le dijo a la manada lo quepensaba y sabía de ella, sus maneras, suscostumbres, compañeros y pequeñuelos. No hay enel mundo lenguaje tan rencoroso y ofensivo comoel que usa el pueblo de la selva para mostrar susuperioridad y su desprecio. Si piensan ustedesdurante un momento, verán cómo esto tiene que ser

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así. Como le había dicho Mowgli a Kaa, tenía enla lengua espinas muy punzantes, y poco a poco, yasimismo deliberadamente, llevó a los dholesdesde el silencio a los gruñidos, de éstos a losaullidos, y de los aullidos a la más sorda eimponente rabia. Intentaron contestar susimproperios, pero lo mismo hubiera intentadohacerlo un cachorro al que hubiese enfurecido consu lenguaje Kaa; durante todo este tiempo, la manoderecha (le Mowgli estuvo siempre junto alcostado, encogida y pronta para la acción,mientras sus pies se cruzaban en torno de la rama.El enorme jefe bayo había saltado muchas vecesen el aire, pero Mowgli no quiso arriesgarse a darun golpe en falso. Por último, enfurecido hasta loindecible, saltó el animal a más de dos metrosdesde el nivel del suelo. Entonces la mano delmuchacho lanzóse hacia aquél como si fuera lacabeza de una de las serpientes que viven en losárboles y lo aferró por la piel del pescuezo; larama se sacudió de tal modo cuando echó haciaatrás todo el peso de su cuerpo, que casi arrojó a

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Mowgli al suelo. Pero no soltó a su presa, y,pulgada a pulgada, levantó a la bestia que colgabade su mano como un chacal ahogado. Con la manoizquierda asió su cuchillo y cortó la roja y peludacola y arrojó después al suelo al dhole. Nonecesitaba hacer más. La manada ya no seguiría elrastro de Won-tolla, hasta que mataran a Mowgli oMowgli los matara a ellos. Vio que se sentabanformando círculos y con un temblorcillo en lasancas, lo que significaba que allí permanecerían;por tanto, encaramóse a un sitio más alto donde secruzaban dos ramas, apoyó allí la espalda con todacomodidad y se quedó dormido.

Despertó al cabo de tres o cuatro horas y contólos perros de la manada. Todos estaban allí,silenciosos, hoscos, secas las fauces y los ojosfríos como el acero. El sol empezaba a ponerse.Dentro de media hora, el pueblo Diminuto de lasrocas terminaría su labor, y, como ya se dijo, losdholes no pelean tan bien a la hora del oscurecer.

—No necesitaba tan buenos vigilantes —dijocortésmente, poniéndose en pie en la rama—; pero

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ya me acordaré de esto. Son ustedes verdaderosdholes, pero, en mi opinión, demuestrandemasiado celo. Por eso no le entregaré su cola alcomedor de lagartos. ¿No estás contento, perrorojizo?

—Yo mismo te sacaré las tripas —aulló el jefede la manada, arañando el pie del árbol.

—No harás tal. En vez de eso, piensa un poco,sabia rata del Dekkan. Verás cuántas camadasnacerán de perrillos rojos sin cola; eso es, conmuñoncitos rojos en carne viva que les escoceráncuando la arena arda, calentada por el sol.Vuélvete a tu casa, perro rojizo, y publica que unmono te ha hecho eso. ¿No te irás?

Entonces, ven conmigo y yo te enseñaré a serdiscreto.

Saltó entonces Mowgli, al estilo de losBandar-log, al árbol más próximo; de éste, alsiguiente, y luego al otro y al de más allá, y leseguían siempre los perros, levantada la cabeza,hambrientos. De cuando en cuando fingía caerse, ylos de la manada se atropellaban los unos a los

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otros en su prisa por ser los primeros en matarlo.Era un espectáculo curioso: el muchacho saltandopor las ramas más altas de los árboles, brillandosu cuchillo a la luz del sol que ya estaba bajo, y lasilenciosa manada rojiza que parecía de fuegoapiñándose y siguiéndolo desde abajo. Cuandollegó al último árbol, cogió los ajos que llevaba yse frotó con ellos el cuerpo todo cuidadosamente,y los dholes aullaron despectivamente.

—Mono con lengua de lobo, ¿crees que así nosharás perder tu rastro? —dijeron—. Te seguiremoshasta matarte.

—Toma tu cola —respondió Mowgli,arrojando hacia atrás la que había cortado, y lamanada, instintivamente, se precipitó sobre ella—.Y ahora, síganme, hasta la muerte.

Se había deslizado por el tronco de un árbol, ycorría, desnudos los pies y ligero como el vientohacia las Rocas de las Abejas, antes de que losdholes comprendieran lo que iba a hacer.

Lanzaron éstos un profundo aullido, yempezaron a correr con aquel largo y pesado

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galope que acaba por rendir al fin a cuanto seacapaz de correr. Sabía Mowgli que, juntos enmanada, su velocidad era muy inferior a la de loslobos; de lo contrario, nunca se hubiera arriesgadoa aquella carrera de media legua en campo abierto.Ellos estaban seguros de que por último seapoderarían del muchacho, y él lo estaba tambiénde que podía jugar con ellos como quisiera. Todasu labor consistía en mantenerlos suficientementeexcitados tras él para evitar que se volvieran antesde tiempo. Corría metódicamente, con paso igual ygran elasticidad, y el jefe sin cola iba a cincometros detrás de él y lo seguían los demás en unespacio de terreno que podría medir unoscuatrocientos metros, locos, ciegos de coraje todoslos dholes, y ansiosos de matar. Así mantuvo elmuchacho su distancia, sirviéndose del oído paracalcularla, reservando su último esfuerzo paracuando se lanzara entre las Rocas de las Abejas.

El pueblo Diminuto se había entregado alsueño al empezar el ocaso, porque no era aquellala estación en que se abren tarde las flores. Pero

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cuando sonaron los primeros pasos de Mowgli enel suelo hueco, oyó tal ruido que no parecía otracosa sino que la tierra entera rezumbara. Entoncescorrió como nunca antes había corrido en su vida,y dio un puntapié a uno, a dos, a tres de losmontones de piedras, arrojándolas en las oscurasgrietas que exhalaban un olor dulzón. Oyó unaespecie de bramido, parecido al del mar cuandoinvade una caverna; miró con el rabillo del ojo yvio que el aire se oscurecía a su espalda. Viotambién la corriente del Waingunga allá abajo, ysobre el agua una cabeza chata de forma parecidaa un diamante. Saltó al vacío con toda su fuerza,oyendo cómo se cerraban las quijadas del dholesin cola, cuando iba por el aire, y cayó en el río,de pie, salvo ya, sin aliento y triunfante. Ni unapicadura tenía en el cuerpo porque el olor del ajohabía mantenido a distancia al pueblo Diminutodurante los breves segundos que estuvo entre lasabejas.

Cuando surgió a la superficie del agua, losostenían los anillos de Kaa, y multitud de cosas

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saltaban desde el borde del acantilado; grandesmontones, según parecía, de abejas apiñadas quedescendían como plomos de sondas; pero antes deque cualquiera de ellos tocara el agua, volaban lasabejas hacia arriba y el cuerpo de un dhole dabavolteretas en la corriente, que lo arrastraba.

Mowgli y su compañera oían allá, sobre sucabeza, furiosos y breves aullidos, prontoahogados por una especie de bramido comocuando rompe el mar contra los escollos: elenorme rumor de las alas del pueblo Diminuto delas Rocas.

Asimismo algunos de los dholes habían caídoen las grietas que comunicaban con las cavernassubterráneas, en donde, ahogándose, peleaban ymordían entre los panales desprendidos, y al caboeran levantados, aun cuando ya estuvieran muertos,por las ascendentes oleadas de abejas que habíadebajo de ellos, y arrojados a algún agujero frenteal río y de allí lanzados a los negros montones debasura. Otros dholes saltaron sobre los árboles delos acantilados, y las abejas cubrían sus cuerpos

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hasta borrar sus contornos; pero la inmensamayoría de ellos, locos por las picaduras, sehabían arrojado al río, y, como Kaa lo había dicho,el Waingunga está siempre hambriento.

Kaa sostuvo a Mowgli fuertemente hasta querecuperó el aliento el muchacho.

—Es preferible no permanecer aquí —dijo—.El pueblo Diminuto está alborotado en verdad.¡Ven!

Nadando tan aplastado contra el agua cuanto leera posible y zambulléndose con frecuencia,Mowgli descendió por el río, cuchillo, en mano.

—¡Despacio! ¡Despacio! —decía Kaa—. Unsolo diente no matará a centenares, a menos quesea un diente de cobra, y muchos dholes searrojaron de inmediato al agua cuando vieron alpueblo Diminuto.

—Así tendrá más trabajo mi cuchillo,entonces. ¡Fai! ¡Cómo nos siguen las abejas!

Mowgli se zambulló de nuevo. La superficiedel agua estaba cubierta de abejas que zumbaban

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irritadas y picaban cuanto hallaban a su paso.—Nada se ha perdido nunca con guardar

silencio —dijo Kaa; ningún aguijón podíaatravesar sus escamas—, y tienes toda la nochepara tu cacería. ¿Oyes cómo aúllan?

Casi la mitad de la manada había visto latrampa en que habían caído sus compañeros, yvolviéndose rápidamente a un lado se habíanarrojado al agua donde la garganta formabaribazos. Sus gritos de rabia y sus amenazas contrael "mono de los bosques" que los había engañadotan vergonzosamente, se confundían con losaullidos y el gruñir de los que habían sidoatormentados por las picaduras del puebloDiminuto. Quedarse en la ribera, era la muertesegura, y bien lo sabía cada uno de los dholes. Sumanada iba río abajo dirigiéndose a los profundosremansos de la Laguna de la Paz, pero inclusohasta allí los seguía el pueblo Diminuto y losobligaba a volver al centro de la corriente. Podíaescuchar Mowgli la voz del jefe sin cola animandoa los suyos y diciéndoles que mataran a todos los

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lobos de Seeonee; pero no perdió su tiempoescuchándola.

—¡Alguien mata en la oscuridad, detrás denosotros! —ladró uno de los dholes—. El aguaestá teñida de sangre.

Mowgli se había zambullido y nadaba como sifuera una nutria, arrojó a uno de los dholes bajo elagua antes que tuviera tiempo de abrir el hocico, ysurgieron a la superficie unos círculos oscuros alaparecer el cuerpo que se volvía de lado. Losdholes intentaron retroceder pero la corriente se loimpidió, y el pueblo Diminuto continuabapicándolos en la cabeza y en las orejas; podían oír,además, el reto de la manada de Seeonee que seescuchaba cada vez más fuerte y profundo en laoscuridad creciente. Nuevamente se zambullóMowgli, y otro dhole fue a parar bajo el agua, yluego surgió, muerto, y estalló de nuevo el clamorentre los rezagados de la manada, aullando algunosque debían ganar la orilla, en tanto que otrosllamaban a su jefe y le pedían que los volviera alDekkan, y otros, por último, desafiaban a Mowgli

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a que se presentara para matarlo.—Esos vienen a la pelea con pensamientos

diferentes y muchas voces —dijo Kaa—. Lo quefalta hacer corresponde a los tuyos allá abajo. Elpueblo Diminuto regresa a dormir; ya se alejaronmucho persiguiéndonos. Ahora yo también meregreso porque no soy de la misma clase que loslobos. ¡Buena caza, hermanito, y recuerda que losdholes dirigen abajo sus mordiscos!

Llegó un lobo corriendo en tres patas por laribera del río, ora saltando, ora ladeando yaplastando la cabeza contra el suelo, yaencorvando la espalda, ya saltando a tanta alturacomo le era posible, como si estuviese jugandocon sus cachorros. Era Won-tolla, el Solitario; nodecía palabra, sino que continuaba su horriblejuego persiguiendo a los dholes. Éstos hacía yarato que estaban en el agua y les pesaba el mojadopelo y las gruesas colas que les colgaban comoesponjas, tan rendidos que también ellos callaban,mirando aquel par de ojos llameantes que semovían frente a ellos.

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—¡Esto no es cazar según las reglas! —dijouno, jadeando.

—¡Buena suerte! —dijo Mowgli surgiendocompletamente del agua al lado de la fiera,clavándole su largo cuchillo junto a la espaldilla yapretando todo lo que pudo para evitar ladentellada del agonizante.

—¿Estás allí, Hombre-cachorro? —gritó Won-tolla desde la orilla.

—Pregúntaselo a los muertos, Solitario —respondió Mowgli—. ¿No has visto bajar aninguno por el río? ¡Les hice morder el polvo aesos perros! Les jugué una mala pasada a plena luzdel día y a su jefe le corté la cola; pero todavíaquedan allí algunos para ti. ¿Hacia dónde quieresque los obligue a ir?

—Esperaré —dijo Won-tolla—. Me queda aúntoda la noche.

Cada vez se oían más cerca los aullidos de loslobos de Seeonee.

—¡Por la manada! ¡Por la manada en pleno, lo

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que hemos jurado!Y un recodo del río arrojó a los dholes entre la

arena y los bajíos que había frente a los cubiles.Y entonces se dieron cuenta de su error.

Debieron haber saltado a tierra unos ochocientosmetros más arriba y atacar a los lobos en terrenoseco. Pero ahora ya era demasiado tarde. En laorilla se veía una línea de ojos que parecían defuego, y excepto el horrible feeal no interrumpidodesde la puesta del sol, no se percibía ningúnruido en la selva. Parecía como si Won-tolla loshubiera atraído para que tomaran tierra allí.

—¡Den la vuelta y ataquen! —dijo el jefe delos dholes.

La manada entera se lanzó a la playa,chapoteando en los bajíos, hasta que toda lasuperficie del río se agitó y cubrió de blancaespuma, formando círculos que iban de un lado aotro del río como los de un barco. Mowgli siguióla embestida, acuchillando y rebanando mientraslos dholes corrían apiñados por la orilla como unaola.

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Entonces empezó la gran lucha, levantándose,agarrándose, aplanándose, haciéndose pedazos losunos a los otros, agrupados o diseminados, a lolargo de la roja, húmeda arena, por encima o entrelas enredadas raíces de los árboles, al través o enmedio de los matorrales, entrando y saliendo porlugares cubiertos de yerba, pues aun entonces laproporción entre dholes y lobos era de dos a uno.Pero los lobos luchaban por cuanto constituía larazón de ser de su manada, y no eran ya sólo losflacos y altos cazadores de otras veces, de pechoshundidos y blancos colmillos, sino que a ellos sejuntaban las lahinis de mirada ansiosa (las lobasde cubil, como se las llama), que luchaban por suscamadas y que intercalaban entre ellas de cuandoen cuando a algún lobo de un año, de piel lanosaaun, que iba a su lado tirando y agarrándose a sumadre. Un lobo, como sabéis, ataca arrojándose ala garganta o mordiendo en los costados, en tantoque un dhole generalmente procura morder en elvientre; así, cuando peleaban fuera del agua ytenían que levantar la cabeza, los lobos llevaban

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ventaja. En la tierra, en cambio, se hallaban encondiciones de inferioridad. Pero, ya en el agua,ya en tierra, el cuchillo de Mowgli no descansabani un segundo. Los cuatro, finalmente, se habíanabierto paso hasta llegar a su lado. El HermanoGris, agachado entre las rodillas del muchacho, leprotegía el vientre, en tanto que los demás lecuidaban la espalda y los costados, o lo cubríancon su cuerpo cuando la sacudida y el aullido deun salto de uno de los dholes, contra la resistentehoja del cuchillo, lo hacía caer de espaldas. Losdemás que combatían, formaban una masadesordenada y confusa, una apretada y ondulantemultitud, que se movía de derecha a izquierda y deizquierda a derecha a lo largo de la ribera; o quegiraba pausadamente una y otra vez en derredor desu propio centro. Y aquí se elevaba como unatrinchera, se hinchaba como burbuja de agua en untorbellino; la burbuja se rompía y lanzaba a cuatroo cinco perros heridos, cada uno de los cualesluchaba por volver al centro. Allá podía verse a unlobo solo, derribado por dos o tres dholes a los

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que arrastraba penosamente, desfalleciendo con elesfuerzo. Más allá, un cachorro de un año eraelevado en el aire por la presión de los que lorodeaban, aunque ya hacía rato que estaba muerto,en tanto que su madre, enloquecida de rabia,pasaba y volvía a pasar, mordiendo siempre; y enmedio de la pelea, sucedía acaso que un lobo y undhole, olvidados de todos los demás, sepreparaban para un combate singular queriendocada uno ser el primero en morder, hasta querepentinamente, un torbellino de furiososcombatientes los arrastraba a entrambos. En unaocasión Mowgli pasó junto a Akela que llevaba aun dhole en cada flanco y apretaba sus quijadas,casi ya sin dientes, sobre los ijares de un tercero.Otra vez vio a Fao con los dientes clavados en lagarganta de un dhole, arrastrándolo hacia adelantepara que los lobos de un año acabaran con él. Perolo principal de la lucha no era sino ciega confusióny un ahogarse en la oscuridad; dar golpes, pernear,caerse, ladrar, gruñir, mucho morder y desgarraren torno suyo, debajo de él y por encima de él.

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Conforme avanzaba la noche, el rápido einsoportable movimiento giratorio aumentó. Losdholes se sentían acobardados y temerosos paraatacar a los lobos más fuertes, pero aún no seatrevían a huir. Mowgli adivinó que la peleatocaba a su fin, y contentóse ya nada más con heriry dejar inutilizadas a sus víctimas. Los lobos de unaño tornábanse más atrevidos; ya era posible decuando en cuando tomar un respiro, hablar con elcompañero que estaba al lado, y el brillo delcuchillo hacía que retrocediera alguno de losperros.

—Ya casi no queda sino el hueso por roer —gritó el Hermano Gris que manaba sangre porveinte heridas.

—Pero hay que roerlo —respondió Mowgli—.¡Eowawa! ¡Así se hacen las cosas en la selva!

La roja hoja del cuchillo, corriendo comollamarada, se hundió en los ijares de un dholecuyos cuartos traseros quedaban ocultos por unlobo que lo tenía agarrado.

—¡Es mi presa! —gruñó el lobo arrugando la

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nariz—. ¡Déjamelo!—¿Tienes aun vacío el vientre, Solitario? —

dijo Mowgli.Won-tolla había sido terriblemente herido;

pero mantenía paralizado al dhole que no podíavolverse para morderlo.

—¡Por el toro que me rescató! —exclamóMowgli con amarga sonrisa—. ¡Si es el rabón!

En efecto, era el perro de color bayo quedirigía la manada.

—No es discreto matar cachorros y lahinis —prosiguió Mowgli filosóficamente, limpiándose lasangre que le cubría los ojos—; a no ser que hayamatado también al Solitario, y me parece queahora Won-tolla te matará a ti.

Acudió un dhole en ayuda de su jefe; peroantes de que clavara sus dientes en el costado deWon-tolla, el cuchillo de Mowgli se clavó en lagarganta del perro y el Hermano Gris se encargóde rematarlo.

—¡Así se hacen las cosas en la selva! —dijo

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de nuevo Mowgli.Won-tolla nada dijo; tan sólo sus quijadas

fueron cerrándose cada vez más sobre el espinazodel dhole al paso que su propia vida se extinguía.Se estremeció el dhole, cayó su cabeza y quedóinmóvil, mientras que el mismo Won-tolla caíatambién sobre su cuerpo.

—¡Huh! La deuda de sangre está pagada dijoMowgli—. Canta la canción, Won-tolla.

—No cazará ya más dijo el Hermano Gris—.Y Akela también guarda silencio desde hacemucho rato.

—¡Roímos ya el hueso! —tronó Fao, el hijo deFaona—. ¡Huyen! ¡Mátenlos! ¡Extermínenlos,cazadores del Pueblo Libre!

Uno tras otro se retiraban los dholes deaquella oscura y ensangrentada arena hacia el río,hacia la espesa selva, río arriba o río abajo, segúndonde veían despejado el camino.

—¡La deuda! ¡La deuda! —gritó Mowgli—.¡Que paguen la deuda! ¡Asesinaron al Lobo

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Solitario! ¡Que no escape con vida ni uno solo!Volaba hacia el río, con el cuchillo en la mano,

para detener a cualquier perro que intentaraarrojarse al agua, cuando, bajo un montón de nuevecadáveres, vio surgir la cabeza y los cuartosanteriores de Akela. Mowgli cayó de rodillas allado del Lobo Solitario.

—¿No te dije que ésta sería mi última pelea?—dijo Akela, jadeando—. Ha sido una buenacaza… ¿Y tú, hermanito?

—Estoy vivo, y he matado a muchos.—¡Muy bien! Yo me muero, y quisiera…

quisiera morir a tu lado, hermanito.Mowgli apoyó en sus rodillas la cabeza llena

de horrorosas heridas y puso sus brazos en tornodel cuello, desgarrado también.

—Ha pasado ya mucho tiempo desde aquellosdías en que vivía Shere Khan y en que un Hombre-cachorro se revolcaba desnudo en el polvo.

—¡No! ¡No! ¡Yo soy un lobo! ¡Yo soy de lamisma raza que el Pueblo Libre! —dijo Mowgli

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llorando. ¡Yo no tengo la culpa de ser un hombre!—Eres un hombre, hermanito, lobato a quien

he vigilado. Eres un hombre; de lo contrario, lamanada hubiera huido frente a los dholes. Yo tedebo la vida, y hoy le salvaste la vida a la manada,como yo te salvé a ti. ¿Lo olvidaste? Todas lasdeudas están ya pagadas. Vete con tu propia gente.Te lo repito, luz de mis pupilas: la cacería haterminado. Vete con tu propia gente.

—No iré nunca. Cazaré solo en la selva. Ya lohe dicho.

—Tras el verano vienen las lluvias, y despuésde las lluvias, la primavera. Vete, antes de que teveas obligado a hacerlo.

—¿Quién me obligará?—Mowgli mismo obligará a Mowgli. Vuelve

con tu gente. Vuelve con los hombres.—Pues me iré cuando Mowgli sea quien

obligue a Mowgli a marcharse —respondió elmuchacho.

—Nada más tengo que decirte, dijo Akela.

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Hermanito, ¿podrías levantarme y ponerme en pie?También yo fui jefe del Pueblo Libre.

Muy cuidadosa y suavemente, Mowgli apartólos cuerpos amontonados y puso en pie a Akela,abrazándolo, y el Lobo Solitario resolló con fuerzay empezó a cantar la Canción de la Muerte quetodo jefe de manada debe cantar al morir. Adquiríamayor fuerza por momentos, elevándose,resonando al través del río, hasta llegar al gritofinal de: "¡Buena caza!" Entonces se arrancó Akelade los brazos de Mowgli por un instante, y,saltando en el aire, cayó de espaldas, muerto,sobre la última y terrible matanza.

Se sentó Mowgli con la cabeza entre lasrodillas, sin atender a cosa alguna, en tanto que losrezagados dholes que huían eran perseguidos ydestrozados por las implacables lahinis. Poco apoco cesaron los gritos, y los lobos regresaronrenqueando, porque sus heridas los molestabanmás y más, para recontar las pérdidas que habíansufrido. Quince de los de la manada y mediadocena de lahinis quedaron muertos junto al río, y

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ninguno de los otros había salido indemne. YMowgli permaneció allí sentado hasta el alba,cuando sintió en su mano el hocico enrojecido yhúmedo de Fao, y entonces Mowgli se apartó y lemostró el demacrado cuerpo de Akela.

—¡Buena suerte! —dijo Fao, como si Akelaestuviese todavía vivo, y luego, hablando a losotros por encima de su ensangrentada espaldilla,gritó.—: ¡Aullad, perros! ¡Esta noche ha muerto unlobo!

Pero de toda la manada de doscientosluchadores dholes, que pregonaban ser amos detodas las selvas, y que no había ser viviente quepudiera batirse con ellos, ni uno solo volvió alDekkan para repetir las palabras de Fao.

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LA CANCIÓN DE CHIL

(ESTA es la canción que entonó Chil cuando losmilanos descendieron uno tras otro al cauce delrío, una vez terminada la gran batalla. Chil esamigo de todo el mundo, pero es una criatura quetiene corazón de hielo, porque sabe que casi todosen la selva irán a parar a él un día u otro.)

Mis compañeros eran; frente a mí corrían porla noche,

(¡frente a Chil, fijaos, frente a Chil el milano!).Pero ahora silbo sobre sus cuerpos,pues todo ha terminado.(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).Palabra me dieron: me avisarían donde botín

hubiera;palabra les di: mostrarles yo también al gamo

en la llanura.Aquí termina toda huella; enmudecieron por

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siempre.Los viejos guías de la manada(¡frente a Chil, fijaos, frente a Chil el milano!)Los que al sambhur acorralaban o se

apoderaban de él cuando pasaba…(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!).Aquellos que explorar solían, los que se

adelantaban,los rezagados… No seguirán más pistas,no cazarán ya juntos.Eran mis compañeros. ¡Piedad siento por su

muerte!(¡Frente a Chil, fijaos, frente a Chil el milano!)Ahora mi canción se eleva por ellos, por ellosa quienes conocí orgullosos.(¡Chil! ¡Avanzadas de Chil!)Flancos rotos, ojos hundidos, hocicos abiertos

y rojos,entrelazados, descarnados y solos yacen,

muertos sobre muertos.Todo rastro aquí termina…

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¡Los míos quedarán hartos con tanta carne!

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El "ankus"[7] delrey

CUATRO cosas hay que nunca están contentas,que siempre son insaciables: la boca de

Jacala[8]el buche del milano; las manos de los monos ylos ojos del hombre.Adagio de la selva Kaa, la enorme serpiente pitón de la Peña

había mudado su piel quizás por ducentésima vezdesde su nacimiento, y Mowgli, que nunca olvidóque le debía la vida a Kaa por aquella noche enque ella trabajó tanto en las moradas frías —comoacaso recordarán ustedes—, fue a felicitarla. Lamuda de la piel siempre hace que una serpiente sesienta irritable y deprimida, lo que dura hasta que

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la piel nueva empieza a mostrarse hermosa ybrillante. Ya no volvió Kaa a burlarse de Mowgli,sino que lo aceptó, como lo hacían los demáspueblos de la selva, como amo y señor de ésta, yle traía cuantas noticias podía naturalmenteescuchar una serpiente pitón de su tamaño. Lo queKaa no sabía acerca de la selva media, como lallamaban —la vida que se desliza por encima opor debajo de la tierra entre piedras, madriguerasy troncos de árbol—, podría ser escrito en la máspequeña de sus escamas.

Aquella tarde Mowgli estaba sentado en elcírculo que formaban los grandes repliegues delcuerpo de Kaa, manoseando la escamosa y rotapiel vieja que estaba entre las rocas formando esesy enroscada, tal como Kaa la había dejado. Kaa,con mucha cortesía, se había hecho un ovillo bajolos anchos y desnudos hombros de Mowgli, de talmanera que el muchacho descansara en un sillónviviente.

—Es perfecta hasta las escamas de los ojos —dijo Mowgli entre dientes, jugando con la piel

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vieja—. ¡Qué extraño es ver uno mismo, a suspies, la cubierta de su propia cabeza!

—Sí, pero yo no tengo pies —respondió Kaa—; y como es esta la costumbre de toda mi gente,no lo encuentro extraño. ¿No se te vuelve la pielvieja y áspera?

—Entonces, voy y me lavo, Cabeza Chata;pero es cierto: en los grandes calores he deseadopoder mudar la piel sin dolor, y correr luego sinella.

—Pues yo me lavo y además me quito la piel.¿Qué te parece mi abrigo nuevo?

Mowgli pasó su mano sobre la labor diagonalde taracea de aquel inmenso dorso.

—La tortuga tiene la espalda más dura, pero esde colores menos alegres —dijo sentenciosamente—; la rana, mi tocaya, los tiene más alegres, perono es tan dura. Su aspecto es muy hermoso…,como las manchas que hay en el interior de loslirios.

—Necesita agua. Una nueva piel nunca

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adquiere su verdadero color antes del primerbaño. Vamos a bañarnos.

—Yo te llevaré —dijo Mowgli; se agachó,riendo, para levantar por el centro el enormecuerpo, precisamente por donde era más grueso.Un hombre hubiera podido de igual maneraintentar levantar un largo y ancho tubo de losdrenajes; Kaa permaneció tendida muy quieta,soplando tranquilamente, muy regocijada. Empezóentonces el acostumbrado juego de todas las tardes(el muchacho con todo su vigor que era mucho, yla serpiente pitón con su magnífica piel nueva, unofrente al otro para luchar)…, juego para ejercitartanto el ojo como las fuerzas. Por supuesto, Kaahubiera podido pulverizar a una docena deMowglis si hubiese querido; pero jugaba conmucho cuidado y nunca empleaba ni la décimaparte de su fuerza. En cuanto a Mowgli, teníasuficiente para resistir la rudeza de aquel juego.Kaa se lo había enseñado, y con ello ganaron susmiembros en elasticidad mejor que con cualquierotra cosa. Algunas veces, Mowgli permanecía de

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pie, envuelto casi hasta el cuello por losmovedizos anillos de Kaa, y se esforzaba en sacarun brazo y cogerla por la garganta. Entonces Kaase deslizaba suavemente, y Mowgli, con sus dospies de movilidad extrema, intentaba detener todomovimiento de la enorme cola que retrocedíabuscando una roca o el pie de un árbol.Balanceábanse también, cabeza con cabeza, cadauno esperando un momento para atacar, hasta queel hermoso grupo, parecido a una estatua, sedeshacía en torbellinos de negros y amarillentosanillos y en piernas y brazos que luchaban una yotra vez por levantarse.

—¡Toma! ¡Toma! ¡Toma! —decía Kaa,dirigiendo fintas con su cabeza, que ni siquiera larapidísima mano de Mowgli lograba desviar—.¡Mira! ¡Ahora te toco aquí, hermanito! ¡Y aquí, yaquí! ¿Tienes las manos entumecidas? ¡Te toqué denuevo!

Terminaba siempre del mismo modo el juego:Con un golpe en línea recta, de la cabeza de Kaa,que echaba a rodar al muchacho por el suelo.

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Mowgli nunca pudo aprender el modo de ponerseen guardia contra aquella estocada rápida como elrayo, y, como Kaa decía, era completamente inútilque lo intentara.

—¡Buena caza! —gruñó por último Kaa; yMowgli, como siempre, cayó disparado a cincometros de distancia, sin aliento y riéndose. Selevantó con las manos llenas de hierba y siguió aKaa hacia el bañadero preferido de la serpiente:una profunda laguna negra rodeada de rocas, a laque tornaban atractiva algunos hundidos troncos deárbol. Hundióse el muchacho en el agua, al estilode la selva, sin ruido, y la cruzó buceando; salió ala superficie, también en silencio, y se tendió deespaldas con los brazos detrás de la cabeza,mirando levantarse a la luna sobre las rocas, yquebrando con los dedos de sus pies el reflejo deella en el agua. La cabeza de Kaa, en forma dediamante, cortó la líquida superficie como unanavaja y fue a descansar sobre el hombro deMowgli. Quedáronse quietos, embebidosvoluptuosamente en la agradable impresión del

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agua fría.—¡Qué bien estamos así! —dijo finalmente

Mowgli, soñoliento—. En la manada de loshombres, a esta misma hora, según recuerdo, setienden ellos sobre pedazos de madera muy duros,en el interior de una trampa de barro, y, después decerrar para que no entre el aire puro de fuera, seechan encima de la atontada cabeza una tela sucia,y entonan unas canciones nasales muy feas.Estamos mucho mejor en la selva.

Una cobra se deslizó rápidamente por encimade una roca, bebió, dio el grito de ¡buena suerte!,y desapareció.

—¡Ssss! —silbó Kaa como si de pronto seacordara de algo—. Así pues, ¿la selva teproporciona todo lo que siempre deseaste,hermanito?

—No todo —respondió Mowgli, riendo—;para ello sería preciso que a cada cambio de lunahubiera un nuevo y fuerte Shere Khan que matar.Ahora le podría matar con mis propias manos, sinpedirles ayuda a los búfalos. Además, he deseado

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a veces que el sol brille en medio de las lluvias, yque las lluvias cubran al sol en lo más ardiente delverano. Además, nunca me sentí con el estómagovacío sin desear haber matado una cabra; y nuncamaté una cabra sin desear que fuese un gamo; o ungamo, sin haber deseado que fuese un nilghai.Pero esto nos ocurre a todos.

—¿No tienes ninguno otro deseo? —preguntóla enorme serpiente.

—¿Qué más puedo desear? ¡Tengo a la selva, yen ella se me considera! ¿Hay acaso algo más encualquier parte, entre la salida y la puesta del sol?

—Pero, la cobra dijo… —empezó Kaa.—¿Cuál cobra? La que pasó por aquí no dijo

nada. Estaba cazando.—Fue otra.—¿Tratas mucho a los del pueblo venenoso?

Yo les dejo libre el camino. Llevan a la muerte ensus dientes delanteros y eso es mala cosa…porque son muy pequeñas. Pero, ¿qué cobra es esacon quien hablaste?

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Se revolvió Kaa despaciosamente en el agua,como un barco de vapor batido de través por lasolas.

—Hace tres o cuatro lunas —dijo— que cacéen las moradas frías, lugar que no has olvidado. Loque yo cazaba se escapó chillando más allá de lascisternas, hacia aquella casa, uno de cuyos ladoshice pedazos por culpa tuya, y se hundió en elsuelo.

—Pero la gente de las moradas frías no viveen madrigueras.

Mowgli sabía que Kaa hablaba de los monos.—Lo que yo cazaba no vivía allí; fue allí para

conservar la vida —respondió Kaa, moviendorápidamente la lengua—. Se metió en unamadriguera muy profunda. Yo la seguí, y,habiéndola matado, me dormí. Cuando desperté,me interné más.

—¿Bajo tierra?—Así es. Me encontré allí, por último con una

Capucha Blanca (una cobra blanca) que habló de

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cosas superiores a mis conocimientos, y que memostró muchas cosas que yo jamás había vistoantes.

—¿Caza nueva? ¿Era algo bueno para cazar?—y al decir esto, Mowgli se volvió hacia ellarápidamente.

—No eran piezas de caza, y me hubieran rototodos los dientes. Pero Capucha Blanca me dijoque cualquier hombre (y hablaba como quienconoce muy bien la especie) hubiera dado congusto la vida nada más por ver todo aquello.

—Veremos todo eso —dijo Mowgli—.Recuerdo ahora que hubo un tiempo en que fuihombre.

—¡Calma! ¡Calma! Fue la prisa lo que mató ala serpiente amarilla que se comió al sol.Hablamos ambas bajo tierra, y hablé de ti,diciendo que eras un hombre. Dijo entonces lacapucha blanca (y por cierto que es tan viejacomo la selva):

—"Hace mucho que no he visto a un hombre.

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Que venga y que vea todas estas cosas, por la másinsignificante de las cuales muchos hombres sedejarían matar."

—Eso ha de ser algún género nuevo de caza. Ysin embargo, el pueblo venenoso no nos dicedónde hay alguna pieza de que apoderarse. Songente enemiga.

—No es ninguna pieza de caza. Es… es… nopuedo decir qué es.

—Iremos allá. Nunca he visto una capuchablanca y también deseo ver las otras cosas. ¿Lasmató ella?

—Son cosas muertas. Dice que es la guardianade todas.

—¡Ah…! Como el lobo que vigila la carne quese ha llevado a su cubil. Vamos.

Nadó Mowgli hacia la orilla y se revolcó en lahierba para secarse, y ambos partieron para lasmoradas frías, la desierta ciudad de la cual yahabéis oído hablar. Ya no sentía entonces Mowgliel menor temor del pueblo de los monos, pero en

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cambio éste sentía por él vivísimo horror. Sustribus, no obstante, corrían por la selva entonces,de manera que las moradas frías estaban vacías ysilenciosas a la luz de la luna. Kaa iba guiando, y,dirigiéndose hacia las ruinas del pabellón de lareina que estaba en la terraza, se deslizó porencima de los escombros y se hundió en la casienterrada escalera subterránea que descendía delcentro del pabellón. Mowgli lanzó el grito queservía para las serpientes —"Tú y yo somos de lamisma sangre"—, y siguió adelante sobre susmanos y rodillas. Así se arrastraron durante largoespacio por un pasadizo inclinado que formabainnumerables vueltas y revueltas, y por últimollegaron a un lugar donde la raíz de un gran árbol,que crecía a más de nueve metros sobre suscabezas, había arrancado una de las pesadaspiedras de la pared. Se metieron por el hueco y sehallaron en una gran caverna cuyo techoabovedado también estaba roto en algunos puntospor las raíces de los árboles, de tal manera quealgunos rayos de luz se filtraban en la oscuridad.

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—Un cubil muy seguro —dijo Mowglienderezándose—; pero demasiado lejos paravisitarlo diariamente. Y ahora, ¿qué se puede veraquí?

—¿No soy yo nada? —dijo una voz en mediode la caverna, y Mowgli vio algo blanco que semovía hasta que, poquito a poco se irguió ante élla más enorme cobra que jamás habían visto susojos… un animal de cerca de dos metros y medio,y descolorido, de un blanco de viejo marfil, porestar siempre en la oscuridad. Inclusive lasmismas marcas en forma de anteojos de suextendida capucha se habían desteñido y eranahora de un amarillo pálido. Sus ojos eran tanrojos como rubíes y, en suma, era de lo mássorprendente.

—¡Buena suerte! —dijo Mowgli que noabandonaba nunca ni sus buenos modales ni sucuchillo.

—¿Qué noticias hay de la ciudad? —preguntóla blanca cobra sin responder al saludo—. ¿Quéme cuentas de la inmensa ciudad amurallada… la

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ciudad de los cien elefantes, veinte mil caballos ytantas reses que ni siquiera pueden contarse… laciudad del rey de veinte reyes? Aquí me vuelvosorda, y ya hace mucho tiempo que oí sus tantanesde guerra.

—Sobre nuestras cabezas sólo hay selva —respondió Mowgli—. De los elefantes, sóloconozco a Hathi y sus tres hijos. Bagheera mató atodos los caballos de una ciudad, y… dime, ¿quées un rey?

—Te lo dije —explicó Kaa con suavidad a lacobra— te expliqué, hace cuatro lunas, que tuciudad ya no existía.

—La ciudad…, la gran ciudad del bosquecuyas puertas están guardadas por las torres delrey… no puede perecer nunca. ¡La edificaron antesque el padre de mi padre saliera del huevo, ytodavía durará cuando los hijos de mis hijos seantan blancos como yo! Salomdhi, hijo deChandrabija, hijo de Viyeja, hijo de Yegasuri, laedificó en la época de Bappa Rawal. ¿De quién esel rebaño al que pertenecen ustedes?

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—Esto es como un rastro perdido —dijoMowgli, volviéndose a Kaa—. No entiendo sulenguaje.

—Ni yo. Es muy vieja. Padre de las cobras,aquí no hay más que selva y así fue desde elprincipio.

—Entonces, ¿quién es éste —dijo la cobrablanca— que está sentado, sin miedo, delante demí, que no conoce el nombre del rey, y que hablanuestro lenguaje valiéndose de labios humanos?¿Quién es éste armado de cuchillo que usalenguaje de serpiente?

—Mowgli me llaman —fue la respuesta—.Pertenezco a la selva. Los lobos son mi gente, yKaa, que ves aquí, es mi hermano. Padre de lascobras, ¿quién eres tú?

—Soy el guardián del tesoro del rey. KurrumRaja puso la piedra que está allá arriba, en losdías en que mi piel era oscura, para que lesenseñara lo que es la muerte a los que vinieran arobar. Luego bajaron el tesoro, levantando lapiedra, y escuché el canto de los bracmanes, mis

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amos.—¡Huy! —pensó Mowgli—. Ya he tenido que

habérmelas con un brahman en la manada de loshombres, y… ya sé lo que sé. Aquí sucederá algo,pronto.

—Cinco veces desde que llegué aquílevantaron la piedra, pero siempre para poner aquíalgo más, nunca para sacar. No hay riquezas comoéstas: son los tesoros de cien reyes. Pero ya hacemucho, muchísimo desde que levantaron la piedrapor última vez y creo que ya mi ciudad se olvidóde todo esto.

—La ciudad no existe ya. Mira hacia arriba.Verás allí las raíces de los grandes árboles queseparan los pedruscos. Los árboles y los hombresno crecen juntos —dijo de nuevo Kaa.

—Dos o tres veces los hombres se abrieronpaso hasta este lugar —respondió salvajemente lacobra blanca—; pero nunca hablaron hasta que mearrojé encima de ellos mientras tanteaban en laoscuridad, y entonces sólo gritaron durante unbreve rato. Pero ustedes vienen con mentiras,

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ustedes, hombre y serpiente, y quisieran hacermecreer que la ciudad no existe y que mi misión haterminado. Poco cambian los hombres en eltranscurso de los años. ¡Pero yo no cambio jamás!Hasta que levanten de nuevo la piedra y losbracmanes vengan cantando las canciones queconozco y me alimenten con leche caliente y mesaquen de nuevo a la luz, yo… yo… yo, y nadiemás, soy el guardián del tesoro del rey. ¿Dicenustedes que la ciudad está muerta y que allí estánlas raíces de los árboles? Inclínense, pues, y cojanlo que gusten. No hay en la Tierra tesoros comoéstos. ¡Hombre de lengua de serpiente, si puedessalir vivo por el mismo camino por el que entraste,todos los reyezuelos del país serán tus criados!

—Se embrolló de nuevo la pista —dijofríamente Mowgli—. ¿Acaso algún chacal penetróen estas profundidades y mordió a la gran capuchablanca? Le pegó la rabia[9], ciertamente. Padre delas cobras, nada veo yo aquí que pueda llevarme.

—¡Por los dioses del Sol y de la Luna, elmuchacho está loco de remate —silbó la cobra—.

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Antes que tus ojos se cierren para siempre, te haréun favor: Mira, contempla lo que no vio anteshombre alguno.

—En la selva no suele irles bien a quienes lehablan a Mowgli de favores —dijo el muchacho,entre dientes; pero la oscuridad lo cambia todo, losé bien. Miraré, si ello te place.

Miró con los ojos entrecerrados en torno de lacaverna, y luego levantó del suelo un puñado dealgo que brillaba.

—¡Oh! —exclamó—. Esto es como aquellocon que juegan en la manada de los hombres; peroesto es amarillo, y aquello de color oscuro.

Dejó caer las monedas de oro, y siguióadelante. El suelo de la caverna estaba cubiertopor una capa de oro y plata acuñados de unespesor de metro y medio que había salido de loscazos, al reventar éstos, que originalmente locontenían, y, en el transcurso de los años, el oro yla plata se fueron apretando y sentando como laarena durante el reflujo. Encima, dentro ysurgiendo de aquella masa, como restos de

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naufragio que se levantan en la arena, habíaenjoyados pabellones de elefantes, pabellones queasimismo estaban incrustados de plata, conplanchas de oro batido y adornados de rubíes yturquesas. Veíanse palanquines y literas paratransportar reinas, de bordes y correas plateados yesmaltados, las varas con cabos de jade y anillasde ámbar para las cortinas; había candelabros deoro, en cuyos brazos temblaban agujeradasesmeraldas colgantes; adornadas imágenes deolvidados dioses, de metro y medio de alto, deplata y con piedras preciosas en vez de ojos; cotasde malla con incrustaciones de oro sobre el aceroy guarnecidas de aljófar, cubiertas ya de moho yennegrecidas; había yelmos con cimeras de sartasde rubíes de color sangre de pichón; escudos delaca, de concha y de piel de rinoceronte, con tirasy tachones de oro rojo y esmeraldas en los bordes;haces de espadas, dagas y cuchillos de caza conlos mangos cuajados de diamantes; vasos yrecipientes de oro para los sacrificios y altaresportátiles, de una forma que jamás se ve hoy en

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día; tazas y brazaletes de jade; incensarios, peinesy recipientes para perfumes, afeites y polvos, todoen oro repujado; anillos para la nariz, brazales,diademas, anillos para los dedos y ceñidores, ennúmero imposible de contar; cinturones de sietededos de ancho con rubíes y diamantesencuadrados, y cajas de madera, con triples grapasde hierro, en los que las tablas se habían reducidoya a polvo, mostrando en el interior montones dezafiros orientales y comunes, ópalos, ágatas,rubíes, diamantes, esmeraldas y granates, todo sintallar.

La cobra blanca tenía razón: no había dinerosuficiente para empezar a pagar el valor de aqueltesoro, producto escogido de siglos de guerra,saqueo, comercio y tributos. Las monedas solaseran inestimable valor, sin contar las piedraspreciosas; y el peso bruto del oro y la plataúnicamente podría ser de doscientas o trescientastoneladas. Cada uno de los gobernantes indígenasen la India, aunque pobre, tiene hoy en día untesoro escondido al cual siempre está añadiendo

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algo; y aunque alguna vez, en el espacio de muchosaños, tal o cual príncipe instruido, mande cuarentao cincuenta carretas de bueyes cargadas de platapara cambiarlas por títulos de la deuda, la mayorparte de ellos guarda su tesoro y el secreto de estoexclusivamente para sí mismo.

Pero Mowgli, naturalmente, no entendió elsignificado de todo aquello. Le interesaron unpoco los cuchillos, pero no eran tan manejablescomo el suyo propio, y por tanto pronto los soltó.Por último dio con algo realmente fascinante queyacía frente a un pabellón de los que portan loselefantes, medio enterrado entre las monedas. Eraun ankus de casi un metro de largo, una aguijadade las que se emplean para los elefantes, algo queparecía un bichero pequeño. Formaba su extremosuperior un redondo y brillante rubí, debajo delcual se veían ocho pulgadas de astil cuajado deturquesas en bruto, puestas una al lado de la otra,lo que ofrecía segurísimo asidero. Más abajohabía un cerco de jade con un dibujo de flores quelo adornaba…, pero las hojas eran esmeraldas, y

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los botones eran rubíes hundidos en la fría y verdepiedra. El resto del mango de la vara era purísimomarfil, en tanto que la punta, el aguijón y elgancho, era de acero con incrustaciones de oro, ysus dibujos atrajeron la atención de Mowgli, puesrepresentaban escenas de la caza del elefante; losdibujos, según vio el muchacho, tenían más omenos relación con Hathi el Silencioso.

La cobra blanca lo había estado siguiendo muyde cerca.

—¿No vale esto la pena de morir con tal decontemplarlo? —dijo—. ¿No te he hecho un granfavor?

—No comprendo —dijo Mowgli—. Estascosas son duras y frías y de ninguna manera sonbuenas para comer. Pero esto —y levantó el ankus— quiero llevármelo, para poder contemplarlo ala luz del sol. ¿Dijiste que todo esto es tuyo? ¿Mequieres dar sólo esto, y yo en cambio te traeréranas para que comas?

La cobra blanca se estremeció con malvadojúbilo.

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—Ciertamente te lo daré —respondió. Te darétodo lo que está aquí… hasta el momento de irte.

—Pero si me voy ahora. Este lugar es oscuro yfrío, y quiero llevarme a la selva esto que tieneuna punta como espina.

—¡Mira lo que está a tus pies! ¿Qué hay allí?Mowgli recogió algo blanco y liso.—Es el cráneo de un hombre —dijo

tranquilamente—. Y aquí hay dos más.—Vinieron para llevarse el tesoro, hace

muchos años. Yo les hablé en la oscuridad y sequedaron inmóviles para siempre.

—¿Pero para qué quiero yo eso que llamantesoro? Si me quieres dar el ankus, ya habrécazado cuanto deseo. Si no, es igual. Yo no luchocon el pueblo venenoso, y me enseñaron además lapalabra mágica para los de tu tribu.

—¡Aquí no hay palabra mágica que valga, yésa es la mía!

Kaa se lanzó hacia adelante con los ojosarrojando llamas.

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—¿Quién me pidió que trajera aquí al hombre?—dijo silbando.

—Yo, ciertamente —balbució la vieja cobra—. Hacía mucho tiempo que no había visto a unhombre, y además éste conoce nuestro lenguaje.

—Pero no se habló de matar. ¿Cómo podréregresar a la selva y decir que lo conduje hacia sumuerte? —replicó Kaa.

—Yo no hablo de matar sino hasta que llega lahora. Y en cuanto a irte o quedarte, allí está elagujero en la pared. ¡Calma, pues, ahora, matadorade monos! No tengo que hacer sino tocarte en elcuello, y la selva no volverá a verte nunca más.Ningún hombre entró aquí que haya salido vivodespués. ¡Yo soy el guardián del tesoro de laciudad del rey!

—¡Vaya, gusano blanco de las tinieblas, te hedicho que ya no existe ni rey ni ciudad! ¡La selvareina en torno nuestro!

—Pero aun existe el tesoro. Ahora bienpodemos hacer esto: espera un poco, Kaa de las

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peñas, y verás correr al muchacho. Aquí haysuficiente lugar para este juego. La vida es algobueno. ¡Corre de un lado para el otro, muchacho, yjuguemos!

Mowgli, calmosamente, puso su mano sobre lacabeza de Kaa.

—Hasta ahora, esa cosa blanca no ha tratadosino con hombres que forman parte de la manadahumana. A mí no me conoce —murmuró—. Ellamisma pidió esta clase de caza; hay que dársela,pues.

Se había mantenido Mowgli de pie,sosteniendo el ankus con la punta hacia abajo.Arrojólo lejos de sí rápidamente, y fue aquél acaer atravesado exactamente detrás de la capuchablanca de la gran serpiente, clavándola en elsuelo. Como un relámpago lanzó Kaa todo su pesosobre aquel cuerpo que se retorcía, paralizándolohasta la cola. Los colorados ojos de su presaparecían arder, y las seis pulgadas de cabeza quequedaban libres golpeaban furiosamente dederecha a izquierda.

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—¡Mátala! —dijo Kaa, al mismo tiempo queMowgli echaba mano de su cuchillo.

—No —respondió éste al sacarlo—. Nuncamataré de nuevo, excepto por alimento. Pero, mira,Kaa.

Cogió a la serpiente enemiga por detrás de lacapucha, le abrió por fuerza la boca con la hojadel cuchillo, y mostró los temibles colmillosvenenosos de la mandíbula superior, ya negros yconsumidos en la encía. La cobra blanca habíasobrevivido a su veneno como les ocurre a lasserpientes.

—Thuu[10] (está seco) —dijo Mowgli. Yhaciendo señas a Kaa para que se alejara, recogióel ankus y dejó a la cobra blanca en libertad.

—El tesoro del rey necesita un nuevo guardián—afirmó gravemente—. Thuu, has hecho mal.¡Corre de un lado a otro, y juguemos, Thuu!

—¡Qué vergüenza! ¡Mátame! —silbó la cobrablanca.

—Ya se habló demasiado de matar. Ahora, nos

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vamos. Me llevo esta cosa de punta de espina,Thuu, porque por ella he peleado y te he vencido.

—Cuida, entonces, de que al cabo esa cosa note mate a ti. ¡Es la muerte! ¡Acuérdate, es lamuerte! Hay en ella bastante para matar a todos loshombres de mi ciudad. No la tendrás en tu poderdurante mucho tiempo, hombre de la selva, nitampoco el que la tome de ti. ¡Por ella los hombresse matarán y matarán los unos a los otros! Mifuerza se ha desvanecido, pero el ankus proseguirámi tarea. ¡Es la muerte! ¡La muerte! ¡La muerte!

Se arrastró Mowgli de nuevo por el agujerohasta el pasadizo, y lo último que vio fue cómo lacobra blanca golpeaba furiosamente con susinofensivos colmillos las estólidas caras doradasde los dioses que yacían en tierra, silbando almismo tiempo: "¡Es la muerte!"

Se alegraron de nuevo al ver la luz del día; y,cuando ya estuvieron de regreso en su propia selvay Mowgli hizo brillar el ankus a la luz matinal, sesintió casi tan contento como si hubiera hallado unramo de flores nuevas para adornarse el cabello.

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—Esto es más brillante que los ojos deBagheera —dijo alegremente haciendo girar elrubí—. Se lo enseñaré. Pero, ¿qué quiso dar aentender Thuu cuando habló de la muerte?

—No sé. Lo que siento hasta el extremo de micola es que no le hicieras probar tu cuchillo.Siempre hay algo malo en las moradas frías…sobre el suelo o debajo de él. Pero ahora tengohambre. ¿Cazas conmigo esta mañana? —dijo Kaa.

—No; Bagheera debe ver esto. ¡Buena suerte!Se marchó Mowgli danzando, blandiendo el

gran ankus y deteniéndose de tiempo en tiempopara admirarlo, hasta que llegó a la parte de laselva donde Bagheera acostumbraba estar conpreferencia, y la halló bebiendo, después de unafatigosa caza. Mowgli le contó todas sus aventurasdesde el principio hasta el fin; Bagheera olfateabael ankus de cuando en cuando.

Cuando Mowgli le narró las últimas palabrasde la cobra blanca, la pantera ronroneóafirmativamente.

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—Entonces, ¿dijo la cobra blanca lo querealmente es? —preguntó prontamente Mowgli.

—Nací en las jaulas del rey de Oodeypore, yestoy segura de conocer algo a los hombres.Muchos de ellos cometerían un triple asesinato enuna sola noche nada más que por apropiarse esagran piedra roja.

—Pero esa piedra tan sólo sirve para añadirpeso. Mi brillante y pequeño cuchillo es mejor;y… ¡mira! La piedra roja no sirve para comer.Entonces, ¿por qué esas muertes de que hablas?

—Mowgli, vete a dormir. Has vivido entre loshombres, y…

—Me acuerdo, sí. Los hombres matan aunqueno estén de caza… por ociosidad y por gusto.Despiértate, Bagheera. ¿Para qué uso destinaronesta cosa con punta de espina?

Bagheera entreabrió los ojos —pues teníamucho sueño—, guiñando maliciosamente.

—La hicieron los hombres para meterla en lacabeza de los hijos de Hathi, de modo que corriera

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la sangre. Yo vi una semejante en las calles deOodeypore, delante de nuestras jaulas. Esa cosa haprobado la sangre de muchos como Hathi.

—¿Pero por qué la meten en la cabeza de loselefantes?

—Para enseñarles la ley del hombre. Noteniendo ni garras ni dientes, los hombres fabricanesas cosas… y otras peores.

—Siempre más y más sangre cuando meacerco a escudriñar, aun en las cosas que hizo lamanada humana —dijo Mowgli, asqueado.Empezaba a sentirse cansado de sostener el pesodel ankus—. Si hubiera sabido todo esto, no lohubiera traído conmigo. Primero, sangre deMessua en sus ataduras; y ahora, sangre de Hathi.¡No usaré esto! ¡Mira!

Lanzando chispas, voló el ankus por el aire, yse clavó de punta a veinticinco metros dedistancia, entre los árboles.

—Así quedan limpias mis manos de todamuerte —dijo Mowgli, frotándoselas en la fresca y

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húmeda tierra—. Thuu dijo que la muerte seguiríamis pasos. Es vieja y blanca, y está loca.

—Blanca o negra, muerte o vida, yo me voy adormir, hermanito. No puedo andar cazando todala noche y aullando todo el día, como hacenalgunas personas.

Se dirigió Bagheera a un cubil que conocía yque usaba al ir de caza, a dos millas de distancia.Mowgli se encaramó en un árbol que le parecióapropiado, anudó tres o cuatro enredaderas, y enmenor tiempo del que se emplea en decirlo, sebalanceaba en una hamaca, a quince metros delsuelo. Aunque no le molestara en realidad la fuerteluz del día, Mowgli seguía la costumbre de susamigos, usándola lo menos posible. Al despertarseen medio del coro de las chillonas voces de loshabitantes de los árboles, era ya de nuevo la horadel crepúsculo, y había soñado con las hermosaspiedrecillas que había tirado.

—A lo menos, veré aquello una vez más —díjose; y se deslizó hasta el suelo por unaenredadera. Bagheera estaba delante de él. En la

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relativa oscuridad, Mowgli podía oírla olfatear.—¿Dónde está la cosa que tiene punta de

espina? —exclamó Mowgli.—Un hombre se apoderó de ella. Aquí está el

rastro.—Ahora veremos si dijo la verdad Thuu. Si

esa cosa puntiaguda es la muerte, ese hombremorirá. Sigámoslo.

—Mata primero —respondió Bagheera—. Conel estómago vacío, no hay ojo agudo. Los hombresandan muy despacio y la selva está losuficientemente húmeda para conservar cualquierhuella.

Mataron lo más pronto que pudieron, perotranscurrieron casi tres horas hasta que comieron ybebieron y se prepararon para seguir la pista. Yasabe el pueblo de la selva que nada compensa eldaño causado por la precipitación de las comidas.

—¿Crees que la cosa puntiaguda se revolveráen las mismas manos del hombre, y matará a éste?—preguntó Mowgli—. La Thuu dijo que era la

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muerte.—Lo veremos al llegar —fue la respuesta de

Bagheera, la cual siguió al trote con la cabezagacha—. Sólo hay un pie (quería decir que nohabía más que un hombre); el peso de la cosa lehizo apretar fuerte el talón en el suelo.

—Así es; está claro como un relámpago deverano —confirmó Mowgli.

Ambos tomaron el cortado y rápido trote conque se sigue un rastro, ya metiéndose en trozos detierra iluminados por la luna, ya saliendo, ysiempre detrás de las huellas de aquellos piesdesnudos.

—Ahora corre muy aprisa dijo Mowgli—.Están muy separadas las señales de los dedos.

Pisaban sobre una tierra húmeda.—Ahora, ¿por qué tuerce hacia un lado?—¡Espera! dijo Bagheera, y se lanzó de frente

con un salto magnífico, tan lejos como pudo.Lo primero que debe uno hacer cuando una

pista deja de ser clara, es seguir adelante, no

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dejando en el suelo las propias huellas, puesacabarían por embrollarlo todo. Se volvióBagheera en cuanto tocó tierra y le gritó a Mowgli:

—Aquí hay otra huella que viene a encontrarsecon la primera. Es de un pie más pequeño; losdedos de los pies se vuelven hacia adentro.

Corrió Mowgli y miró también.—El pie de un cazador gondo —dijo—.

¡Mira! Aquí arrastró el arco sobre la hierba; poreso torció a un lado tan rápidamente el primerrastro. Pie grande quiso esconderse de Piepequeño.

—Es cierto —respondió Bagheera—. Ahora,para no confundir las señales cruzando el rastrodel uno con el del otro, sigamos cada quien elsuyo. Yo soy Pie grande, hermanito, y tú eres Piepequeño, el gondo.

Bagheera saltó hacia atrás para tomar elprimer rastro y dejó a Mowgli agachadocuriosamente sobre las estrechas huellas delsalvaje habitante de los bosques.

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—Ahora dijo Bagheera, siguiendo paso a pasola cadena de huellas—, yo, Pie grande, tuerzoaquí. Luego, me escondo detrás de una roca ypermanezco quieto sin atreverme a levantar ni unpie. Di cómo es tu rastro, hermanito.

—Ahora, yo, Pie pequeño, llego a la roca —dijo Mowgli, siguiendo su pista—. Ahora mesiento debajo de ella, apoyándome en mi manoderecha, con el arco entre los dedos de los pies.Espero largo rato, porque mis huellas son aquíprofundas.

—Lo mismo ocurre conmigo —observóBagheera, escondida detrás de la roca—; espero,descansando en una piedra el extremo de la cosaque llevo y que tiene punta de espina. Resbala:aquí está la huella sobre la piedra. Ahora, di tú tupista, hermanito.

—Aquí se ven rotas, una, dos ramillas y unarama grande —dijo Mowgli en voz baja—. Ahora,¿cómo explicaré esto? ¡Ah! ¡Está claro! Yo, Piepequeño, me marcho, haciendo ruido y pisandofuerte, para que Pie grande pueda oírme.

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Se apartó de la roca paso a paso, entre losárboles, elevando la voz, desde lejos, conforme seacercaba a una cascada pequeña.

—Me voy… muy lejos… hasta donde… elruido… de la cascada… apaga… mi propio…ruido; y aquí… espero… Ahora dime tú tu pista,Bagheera, Pie grande.

La pantera había atisbado en todas direccionespara ver cómo se apartaba el rastro de Pie grande,de la roca. Entonces gritó:

—Salgo de detrás de la roca sobre misrodillas, arrastrando la cosa que tiene punta deespina. Como no veo a nadie, echo a correr. Yo,Pie grande, corro velozmente. Está claro el rastro.Sigamos cada uno el suyo. ¡Voy corriendo!

Siguió Bagheera la pista claramente marcada;entre tanto, Mowgli hizo lo mismo siguiendo lospasos del gondo. Durante unos momentos se hizosilencio en la selva.

—¿Dónde estás, Pie pequeño? —gritóBagheera.

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La voz de Mowgli le respondió a cuarentametros de distancia, hacia la derecha.

—¡Huy! —exclamó la pantera, con una tosprofunda—. Los dos corren lado a lado,acercándose cada vez más.

Continuó la carrera durante un rato,manteniéndose los dos casi a la misma distancia,hasta que Mowgli, cuya cabeza no quedaba tancerca del suelo como la de Bagheera, exclamó:

—¡Se encontraron! Fue buena la caza… ¡Mira!Aquí se paró Pie pequeño con una rodilla puestasobre la roca… Más allá está realmente Piegrande.

Frente a ellos, a unos nueve metros, tendidosobre un montón de rocas desmenuzadas, yacía elcuerpo de un aldeano de la comarca, atravesadospecho y espalda por un largo dardo de plumascortas, como los que usan los gondos.

—¿Está la Thuu tan vieja y tan loca como túdecías, hermanito? —dijo Bagheera suavemente—. Ya encontramos a lo menos un muerto.

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—Sigue adelante. ¿Pero dónde está la cosa quebebe la sangre de los elefantes… la espina del ojocolorado?

—La tiene en su poder Pie pequeño… quizás.De nuevo ya no se ve sino un solo pie.

El rastro único de un hombre muy ligero quehabía corrido a gran velocidad llevando un pesosobre su hombro izquierdo, seguía en torno de unalarga y baja tira de hierba seca que tenía forma deespuela; en ella cada pisada parecía, a lospenetrantes ojos de quienes seguían la pista, comomarcada con hierro al rojo.

Ninguno habló hasta que la huella los condujoa un lugar donde se veían cenizas de una hoguera,en el fondo de un barranco.

—¡Otra vez! —exclamó Bagheera,deteniéndose de pronto, como petrificada.

Ahí yacía el cuerpo pequeño y apergaminadode un gondo, con los pies en las cenizas. Al verlo,levantó Bagheera los ojos hacia Mowgli, como silo interrogara.

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—Le causaron la muerte con un bambú —dijoel muchacho, luego de lanzar una ojeada—. Yotambién lo usé para ir con los búfalos, cuandoservía en la manada de los hombres. El padre delas cobras —y siento haberme burlado de él—,conocía muy bien la raza, como debería haberlaconocido yo. ¿No dije que los hombres matabanpor ociosidad?

—A la verdad, mataron, y por culpa de esaspiedras rojas y azules —respondió Bagheera—.Recuerda: yo estuve en las jaulas del rey deOodeypore.

—Uno, dos, tres, cuatro rastros —dijo Mowgliagachándose sobre las cenizas—. Cuatro huellasde hombres con los pies calzados. No corren éstostan rápidamente como los gondos. ¿Pero, qué dañoles había hecho ese hombrecillo de las selvas?Mira, los cinco charlaron juntos, de pie, antes quelo mataran. Regresemos, Bagheera. Mi estómagoestá lleno, y, sin embargo, lo siento moverse; subey baja como nido de oropéndola en la punta de unarama.

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—¡No es cazar como se debe, el dejar en pieuna pieza! ¡Sigue! —dijo la pantera—. No fueronlejos esos ocho pies calzados.

No dijeron nada más durante una hora, en tantoque seguían el ancho rastro dejado por los cuatrohombres.

Ya era de día y el sol calentaba, y Bagheeradijo:

—Percibo olor de humo.—Siempre los hombres están más dispuestos a

comer que a correr —respondió Mowgli,corriendo por entre los arbustos bajos de la nuevaselva que exploraban. Bagheera, un poco a suizquierda, hacía un indescriptible ruido con lagarganta.

—Aquí está uno que ya no comerá más dijoaquél.

Un montón de ropas de vivos colores veíasebajo un arbusto, y alrededor había un poco deharina esparcida.

—También esto lo hicieron con un bambú —

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observó Mowgli—. ¡Mira! Ese polvo blanco es loque comen los hombres. Le han quitado su presa—él llevaba los comestibles de todos—, y loconvirtieron en presa de Chil, el milano.

—Éste es el tercer muerto dijo Bagheera.—Le llevaré ranas gordas al padre de las

cobras, para engordarla —pensó Mowgli—. Esoque bebe la sangre de los elefantes, es la muertemisma… ¡Pero aún no comprendo!…

—¡Sigue! —ordenó Bagheera.Aún no habían caminado un cuarto de legua,

cuando oyeron a Ko, el cuervo, que entonaba lacanción de la muerte en la punta de un tamarisco, acuya sombra yacían los cadáveres de tres hombres.Un fuego medio apagado se veía en el centro delcírculo; sobre el fuego había un plato de hierro conuna torta negra y quemada hecha de pan ázimo.Junto al fuego, brillando a la luz del sol, estaba elankus de los rubíes y turquesas.

—Esa cosa trabaja muy aprisa; todo terminaaquí —comentó Bagheera—. ¿Cómo murieron

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éstos, Mowgli? No tienen señales visibles.Por medio de la experiencia, un habitante de la

selva llega a aprender tanto como lo que sabenmuchos médicos sobre las propiedades de ciertasplantas y frutos venenosos. Mowgli olió el humoque se levantaba de la hoguera, partió un trozo delennegrecido pan, lo probó y luego lo escupió.

—La manzana de la muerte —respondió—. Elprimero debió mezclarla en la comida para éstos,los cuales lo mataron a él, después de habermatado al gondo.

—¡Ciertamente ha sido buena la cacería! Lasmuertes se siguen muy de cerca —dijo Bagheera.

"La manzana de la muerte" es lo que en laselva se llama manzana espinosa o datura, elveneno más activo de toda la India.

—¿Y ahora? —preguntó la pantera—.¿Debemos matarnos uno al otro por ese asesinodel ojo rojo?

—¿Puede hablar? —dijo Mowgli en voz bajacomo un susurro—. ¿Lo ofendí al lanzarlo lejos de

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mí? No puede causarnos daño a nosotros dos,porque no deseamos lo que desean los hombres. Silo dejamos aquí, de seguro seguirá matándolos unotras otro, con la prisa con que caen las nueces alsoplo del huracán. No siento cariño por loshombres; pero aun así, no me gusta ver que mueranseis en una sola noche.

—¿Qué importa? Sólo son hombres. Semataron el uno al otro, y quedaron tan satisfechosdijo Bagheera—. El primero, el hombrecillo delas selvas, cazaba bien.

—No son más que cachorros, a pesar de todo;y un cachorro sería capaz de ahogarse sólo pordarle un mordisco a la luz de la luna que se reflejaen el agua. La culpa es mía —prosiguió Mowgli,que hablaba como si lo supiera todo de todas lascosas—. Jamás traeré de nuevo a la selva cosasextrañas… aunque fueran tan hermosas como lasflores. Esto —y al hablar manejabacautelosamente el ankus— le será devuelto alpadre de las cobras. Pero antes debemos dormir, yno podemos dormir junto a durmientes como ésos.

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También hay que enterrarlo a él, para que no seescape y mate a otros seis. Cava un hoyo bajo eseárbol.

—Pero, hermanito dijo Bagheera dirigiéndoseal lugar que se le indicaba—, la culpa no la tieneese bebedor de sangre. El mal proviene de loshombres.

—Es lo mismo —respondió Mowgli—. Que elhoyo esté muy hondo. Cuando despertemos, cogeréeso e iré a devolverlo.

*****Dos noches después, en tanto que la cobra

blanca se encontraba en la oscuridad de lacaverna, desolada, solitaria y avergonzada, elankus de las turquesas pasó dando vueltas por elagujero de la pared y fue a clavarse con estrépitoen el suelo cubierto de monedas de oro.

—Padre de las cobras —dijo Mowgli (habíatenido buen cuidado de quedarse al otro lado de lapared)—, busca entre las de tu raza a alguien másjoven y más a propósito para que te ayude a

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guardar el tesoro del rey, para que ningún otrohombre salga de aquí vivo.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Conque vuelve eso!… Te dijeque esa cosa era la muerte. ¿Cómo es que tú estásaún vivo? —murmuró la vieja cobra,enroscándose amorosamente en el mango delankus.

—¡Por el toro que me rescató, te aseguro quelo ignoro! Esa cosa mató seis veces en una solanoche. No la dejes salir jamás de aquí.

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LA CANCIÓN DELPEQUEÑO CAZADOR

ANTES que Mor, el pavo real, bata sus alas,antes que el pueblo de los monos grite,antes que Chil, el milano, se arroje hendiendoel inmenso y adormido espacio;al través de la Selva vuela un susurro,y una sombra, suavemente, huye.¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!Una sombra que vigila deslizase por los claros

del bosque,poco a poco, y a ratos se para. El murmullo,

entonces,blando y lento se extiende;se extiende, y sudores de angustiabañan, entonces, nuestra frente.

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¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!Antes que la luna escale la montaña,antes que las rocas se adornen con festón de

luz;cuando los hondos y húmedos senderos están

sombríos,llega a tu espalda, cazador, un soploque vuela al través de la noche…¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!¡Arrodíllate y prepara bien el arco!¡Lanza ya la flecha penetrante!Tu lanza hunde en la tiniebla;hazlo, aunque muda de ti se burle.Pero tus manos débiles y flojas están,y aun de tu rostro huyó la sangre…¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!Cuando la tempestad corre por el aire,

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y el pino herido cae en los montes;cuando la lluvia que nos azota el rostroy nuestros ojos ciega, desciende de los cielos,al través de todo el estruendo, más potenteque ninguna otra, una voz ruge…¡Es el miedo, ¡oh cazador!, el miedoque cruza por la selva!Los cauces llenos están hasta desbordar;las peñas desprendidas se derrumban;en las plantas, a la luz del relámpago,hasta el último nerviecillo puede verse;pero seca y cerrada está tu garganta,y tu corazón en el costado golpea con fuerza…¡Porque ahora sabes, ¡oh cazador!, lo que es el

miedo…!

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Correteosprimaverales

¡EL hombre retorna al hombre!Corred la voz por la selva;se marcha el que era nuestro hermano.Escucha, pues, ahora, y juzga,pueblo de la selva.Responde: ¿quién detenerlo puede,o quién tras él irá?¡El hombre retorna al hombre!Está llorando en la selva:el que era nuestro hermano, llora su dolor.¡El hombre retorna al hombre!(¡Oh, y cuánto se le amaba en la selva!)Allí seguirle, imposible es ya.

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Dos años después de la gran lucha contra losperros rojizos y de la muerte de Akela, Mowgliandaba por los diecisiete años. Parecía mayor,pues el rudo ejercicio, los buenos alimentos y losbaños siempre que el calor o el polvo lomolestaban, habían hecho que sus fuerzas y sudesarrollo fueran superiores a su edad. Podíabalancearse de un modo continuo durante mediahora sosteniéndose de una rama con una solamano, cuando quería curiosear entre los árboles.Podía detener a un gamo en su carrera y tirarlo portierra asiéndolo de la cabeza. Podía inclusovoltear hasta a los enormes y feroces jabalíesazulados que viven en los pantanos del norte. Elpueblo de la selva, que antes lo temía por suingenio, lo temía ahora por su fuerza, y cuandoprocedía él a sus correrías silenciosas, el merorumor de que se acercaba hacía que se despejarantodos los senderos del bosque. Sin embargo, sumirada siempre era bondadosa. Inclusive cuandoluchaba, sus ojos nunca llameaban como los deBagheera. Tan sólo se habían vuelto más atentos y

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mostraban mayor excitación, y era esto una de lascosas que la misma Bagheera nunca llegó aentender.

Preguntóle a Mowgli acerca de ello, y elmuchacho se rió y dijo:

—Cuando yerro un golpe, me incomodo.Cuando tengo que estar dos días sin comer, meesfuerzo. ¿No se nota entonces en mis ojos el malhumor?

—Tu boca puede tener hambre —respondióBagheera—, pero tus ojos no lo demuestran.Cazando, comiendo o nadando, siemprepermanecen igual, como una piedra en tiempohúmedo o seco.

Mowgli la miró con aire perezoso al través desus largas pestañas, y, como siempre, la panteraagachó la cabeza. Bagheera reconocía en él a suamo.

Estaban ambos tendidos cerca de la cumbre deuna colina que dominaba al Waingunga, y la nieblamatutina colgaba allá abajo, a sus pies, formando

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jirones blancos y verdes. Al elevarse el sol seconvertía en burbujeantes mares de color rojodorado, se deshizo luego y dejó paso a los rayos,bajos aún, que trazaron luminosas franjas sobre layerba seca donde Mowgli y Bagheeradescansaban. Tocaba a su fin la estación fría; lashojas y los árboles parecían gastados y marchitos,y, cuando soplaba el viento, escuchábase un rumorseco y un tic-tac dondequiera que soplaba elviento. Una hojilla golpeteó furiosamente contrauna rama, como lo hace toda hoja agitada por unacorriente de aire. Logró despabilar a Bagheera,porque olfateó el aire matinal con un profundo,cavernoso ronquido, tendióse sobre el lomo, y consus patas delanteras golpeó a la hojilla que semovía sobre su cabeza.

—El año va a cambiar —dijo—. La selvaadelanta. Se acerca la época del nuevo lenguaje.Esta hojilla lo sabe. ¡Muy bien!

—La hierba está seca —contestó Mowgli,arrancando un puñado—. Hasta los ojos deprimavera (que son unas florecillas rojas, como

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de cera, en forma de trompetillas, que crecen entrela hierba), hasta los ojos de primavera todavíaestán cerrados, y… Bagheera, ¿te parece bien quetoda una pantera negra esté echada en esa posicióny dé manotazos en el aire con sus patas, como sifuera un gato montés?

—¿Aowh? —dijo Bagheera. Parecía estarpensando en otras cosas.

—Digo que si te parece bien que la panteranegra abra así la boca para dar ronquidos y aúlle yse revuelque de esa manera. Acuérdate que tú y yosomos los amos de la selva.

—Sí; es verdad. Te oigo, Hombre-cachorro.Dio media vuelta rápidamente y se sentó, y el

polvo le cubría los raídos y negros ijares (estabaentonces mudando la piel del invierno).

—Ciertamente somos los amos de la selva,¿Quién es tan fuerte como Mowgli? ¿Quién sabetanto como él?

La voz parecía arrastrar un tanto las palabras,y esto hizo que Mowgli se volviera para ver si la

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pantera había querido burlarse de él, porque laselva está llena de palabras, que suenan de muydistinto modo de lo que significan.

—Dije que sin duda alguna somos los amos dela selva —repitió Bagheera—. ¿Hice mal? Nosabía que ya no se echaba sobre la tierra elHombre-cachorro. ¿Vuela, entonces?

Mowgli se sentó y apoyó sus codos en lasrodillas, y miró al través del valle, a la luz del día.En algún rincón de los bosques que se veían allálejos, un pájaro ensayaba con una voz ronca yaflautada las primeras notas de su canciónprimaveral. No era aquello sino la sombra deltorrente de armonías que cantaría más tarde; peroBagheera había oído aquello.

—Dije que el tiempo del nuevo lenguaje estácerca —gruñó la pantera, azotándose con la cola.

—Ya lo oí —respondió Mowgli—. Bagheera,¿por qué te tiembla todo el cuerpo? El sol quema.

—Ése es Ferao, el picamaderos de colorescarlata —dijo Bagheera—. Él no ha olvidado

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nada. Ahora yo también debo recordar mi canto.Y empezó a ronronear y a berrear,

escuchándose una y otra vez, insatisfecha.—Ninguna pieza de caza a la vista —observó

Mowgli.—Hermanito, ¿estás completamente sordo?

Esto no es un grito de caza, sino mi canción, queensayo para cuando la necesite.

—Se me había olvidado. Pero sabré cuando yaesté aquí la época del lenguaje nuevo, porqueentonces tú y los demás se escaparán y me dejaránsolo.

Mowgli pronunció estas palabras de muy malhumor.

—Pero, hermanito —empezó Bagheera—, laverdad es que no siempre…

—¡Lo haréis! —replicó Mowgli con violentogesto de cólera—. Ustedes huirán, y yo, que soy elamo de la selva, deberé entonces pasearme solo.¿Qué sucedió en la última estación, cuando queríarecoger cañas de azúcar en los campos de la

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manada humana? Envié a un mensajero… te enviéa ti. Te mandé que hablaras con Hathi y que ledijeras que viniera aquí tal noche y que arrancaracon su trompa algunas de aquellas hierbas dulcespara mí.

—Tan sólo llegó dos noches después —respondió Bagheera, agachándose, un tantoacobardada—. Y de aquella larga y dulce hierbaque tanto te gustaba arrancó más de lo quecualquier Hombre-cachorro podría comer durantetodas las noches de lluvias. ¡No tuve la culpa deaquello!

—No vino la noche que yo le dije. No; andabatrompeteando y corriendo y dando bramidos porlos valles a la luz de la luna. Su rastro era como elde tres elefantes juntos, porque no se escondíaentre los árboles. Bailaba a la luz de la luna antelas casas de la manada de los hombres. Yo lo vi, y,con todo, no quiso venir a donde yo estaba. ¡Y yosoy el amo de la selva!

—Es que era la época del lenguaje nuevo —respondió la pantera, muy humilde siempre—. Tal

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vez, hermanito, no empleaste entonces parallamarlo alguna palabra mágica. ¡Escucha ahora aFerao y diviértete!

El mal humor de Mowgli pareció habersedisipado ya. Se acostó boca arriba, con la cabezasobre los brazos y con los ojos cerrados.

—No lo sé… ni me importa averiguarlo —dijo, soñoliento. Durmamos, Bagheera. ¡Siento talopresión en el pecho!… Déjame reclinar la cabezaen tu cuerpo.

Se echó la pantera, suspirando, porque podíaoír a Ferao ensayando una y otra vez su canciónpara la época de primavera, o del lenguaje nuevo,como ellos dicen.

En las selvas indias, las estaciones pasan de launa a la otra casi sin que se note separación entreellas. Parece como si sólo hubiera dos: la húmeday la seca; pero si se mira atentamente bajo lostorrentes de lluvia y las nubes de polvo y de cosascarbonizadas, se notará que las cuatro se sucedensegún los ciclos acostumbrados. La primavera esla más bella, porque no tiene que cubrir de hojas y

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de flores nuevas un campo limpio y desnudo, sinollevarse y apartar los montones de cosas medioverdes que cuelgan aún y sobreviven, respetadaspor el suave invierno, y hacer de paso que la tierraenvejecida, pero no totalmente desnuda, se sientanueva y joven una vez más. Y esto sabe hacerlo tanbien, que no existe en el mundo primavera,comparada a la primavera de la selva.

Existe un día en que las cosas parecenfatigadas, y hasta los mismos olores, al elevarsepor el pesado aire, parecen algo viejo y usado.Esto no puede ser explicado, pero se experimenta.Luego viene otro día —pero para el ojo nada hacambiado— en que todos los olores parecennuevos y son deliciosos; entonces, les tiemblan losbigotes al pueblo de la selva hasta las raíces, yempieza a caérseles de los ijares el pelo deinvierno en largos y sucios mechones. Entonces, sipor casualidad llueve un poco, todos los árboles, ylos matorrales, y los bambúes y los musgos y lasplantas de hojas jugosas, despiertan con unosrumores y un crecimiento súbito que casi puede

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escucharse, y todavía, bajo estos rumores, corredía y noche algo como un profundo zumbido. Éstees el susurro de la primavera… algo que vibra, yque no es ruido de abejas, ni de agua que cae, nide viento en las copas de los árboles, sino unaespecie de arrullo de un mundo que se siente feliz.

Hasta aquel año, Mowgli había siempredisfrutado con el cambio de las estaciones.Generalmente, él era el primero que veía el primerojo de primavera escondido entre la hierba, y laprimera aglomeración de nubes primaverales, queno tienen par en la selva. Su voz podía oírse entodos los sitios húmedos donde brillaban lasestrellas y donde hubiera algo que floreciera,uniéndose al coro de las ranas, imitando a losbúhos que graznan, o haciendo las cosas al revés,durante las noches claras.

Escogía para sus correrías, como todos lossuyos, la primavera, e iba de un lugar a otro por elmero placer de correr al través del aire tibiodurante treinta, cuarenta o cincuenta kilómetrosentre la hora del crepúsculo y la del alba,

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retornando luego sonriente y jadeante coronado deextrañas flores. Los cuatro no lo seguían en estassalvajes correrías por la selva; se iban a cantar suscanciones con los otros lobos. El pueblo de laselva está muy ocupado en primavera, y Mowglipodía escucharlos gruñir, gritar o silbar según laespecie de los individuos. Sus voces son entoncesdiferentes a las de otras épocas del año, y por estose le llama la época del lenguaje nuevo a laprimavera, en la selva.

Pero en esta ocasión, como Mowgli le habíadicho a Bagheera, su pecho había cambiado.Desde que habían adquirido un color moreno,lleno de manchas los retoños del bambú, había élestado esperando la mañana en que cambiaríantodos los olores. Pero cuando llegó aquellamañana, y Mor, el pavo real, resplandeciendo ensus luminosos colores bronce, azul y oro, lanzó suagudo grito entre los bosques, y Mowgli abría suboca para contestar con su propio grito, laspalabras se le quedaron entre los dientes, yexperimentó algo que le empezó en los dedos de

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los pies y terminó en su cabello… una sensaciónde decidido malestar, de tal modo que se examinóatentamente por asegurarse de que no habíahollado ninguna espina.

Dio Mor el grito que señalaba los nuevosolores; los demás pájaros lo repitieron, y por allá,en las rocas del Waingunga oyó el muchacho elronco grito de Bagheera, algo que participaba deláguila y del relincho del caballo. Sobre la cabezade Mowgli, en las ramas cubiertas de retoños,hubo chillidos y desbandada de Bandar-log; élpermaneció allí en pie, con ganas de contestarle aMor, y no haciendo otra cosa que sollozar que learrancaba su sentimiento de infelicidad.

Miró atentamente en torno suyo, pero no viootra cosa que a los burlones Bandar-log quecorreteaban entre los árboles, y a Mor, quedesplegaba la rueda de sus espléndidos colores,allá abajo, en los declives.

—¡Los olores han cambiado! —gritaba Mor—.¡Buena suerte, hermanito! ¿Por qué no contestas?

—¡Hermanito, buena suerte! —silbó Chil, el

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milano, y con él su compañera, que descendíanjuntos por el aire en rápido vuelo. Los dos pasarontan cerca de Mowgli que, al rozarlo, se desprendióde sus alas un poco de suave y blanco plumón.

Leve lluvia de primavera (la llaman allí"lluvia del elefante") pasó al través de la selva enuna franja de más de medio kilómetro de ancho;dejó a las hojas mojadas y moviéndose, y terminócon un doble arco iris y algunos truenos. Elzumbido de la primavera rompió todo durante unminuto, y luego quedó en silencio, pero parecíangritar todos a la vez los habitantes de la selva.Todos, excepto Mowgli.

—He comido buenos alimentos —díjose a símismo y he bebido buena agua. No arde migarganta ni parece cerrarse, como cuando mordí laraíz de manchas azuladas, cuando Oo, la tortuga,me dijo que era alimento sano. Pero sientooprimido el pecho, y les hablé con violencia aBagheera y a otros, a los de la selva en general y alos míos. Y también, siento ahora calor, luego frío,y después ni frío ni calor, pero mal humor con algo

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que no acierto a ver. ¡Huhu! ¡Ya es hora de correr!Esta noche atravesaré los terrenos de pastos; sí:emprenderé mi correría primaveral por losmarjales del Norte. Durante largo tiempo hecazado con mucha comodidad. Y los cuatrovendrán conmigo, pues se están poniendo gordoscomo larvas de gorgojo.

Los llamó entonces, pero ninguno de los cuatrocontestó. Estaban demasiado lejos para quepudieran oírle, cantando las canciones deprimavera (las de la Luna y del Sambhur) con loslobos de la manada; porque en tiempo deprimavera el pueblo de la selva no ve apenasdiferencia entre el día y la noche. Dio el agudogrito como un ladrido, pero la única respuesta fueel burlón miau del pequeño gato montés moteadoque se arrastraba tortuosamente entre las ramasbuscando nidos tempranos. Al oírlo, se estremecióde coraje y requirió su cuchillo. Luego adoptó uncontinente altivo aunque no estuviese nadie allíque pudiera verlo, y bajó a grandes trancos y muyserio por la falda de la colina, salida la barbilla y

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fruncidas las cejas. Pero ninguno de los suyos lepreguntó nada porque cada quien estaba muyocupado con sus propios asuntos.

—Sí —se dijo Mowgli, aunque sabiendo en lohondo de su pecho que no tenía razón—; quevengan del Dekkan los perros rojizos o que la florroja se agite entre los bambúes y que toda la selvavenga lloriqueando a precipitarse a los pies deMowgli, aplicándole grandes calificativos como sifuera un elefante. Pero ahora, porque los ojos de laprimavera están rojos, y a Mor se le ocurreenseñar sus desnudas piernas en sus danzasprimaverales, la selva se vuelve loca, comoTabaqui… ¡Por el toro que me rescató! ¡Yo soy elamo de la selva! ¿O no? ¡Silencio! ¿Qué hacéisallí?

Una pareja de lobos de la manada descendíancorriendo por uno de los senderos, buscandocampo abierto adecuado para luchar.

(Conviene recordar que la ley de la selvaprohíbe pelear donde pueda verlo el resto de lamanada.) Tenían los pelos del pescuezo erizados

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como alambres, y ladraban furiosamente,acercándose agachados, pronto a ser cada uno elprimero en acometer. Mowgli saltó hacia adelante,y con cada mano asió de un pescuezo, esperandopoder lanzar hacia atrás a los animales comomuchas veces lo había hecho en juegos o caceríasde la manada. Pero nunca antes había intervenidoen una lucha de primavera. Ambos saltaron haciaadelante y lo apartaron derribándolo, y sin unapalabra, se agarraron y rodaron una y otra vez.

Casi antes de caer ya estaba Mowgli en pie;desnudo estaba su cuchillo y enseñaba los blancosdientes, y en ese mismo minuto hubiera matado aambos, únicamente porque luchaban cuando élquería que se estuvieran quietos, aunque, según laley, todo lobo tiene completo derecho a pelear.Dio vueltas en torno de los dos, encogidos loshombros y con temblorosa mano, pronto paradarles de cuchilladas cuando la primera furia delataque hubiese pasado; pero, en tanto queesperaba, parecieron abandonarle las fuerzas; lapunta del cuchillo fue bajándose y terminó por

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envainarlo y seguir mirando.—Ciertamente comí algo venenoso —dijo, al

cabo, suspirando—. Desde que interrumpí elConsejo con la flor roja… desde que maté a ShereKhan… ni uno solo de los de la manada era capazde arrojarme al suelo. ¡Y éstos no son sinozagueros de la manada, cazadores de segunda! Meabandona mi fuerza y no tardaré en morir. ¡Oh,Mowgli! ¿Por qué no los matas a los dos?

Prosiguió la lucha hasta que huyó uno de loslobos y Mowgli quedó solo en aquella tierraremovida y ensangrentada, mirando, ya su cuchillo,ya sus piernas y sus brazos, mientras la sensaciónde hondo aplanamiento, de profunda infelicidadque nunca antes había experimentado, pesabasobre él como pesa el agua sobre el sumergidoleño que cubre.

Cazó temprano aquella noche y sólo comió unpoco, a fin de encontrarse dispuesto para sucorrería primaveral; y comió solo, porque todo elpueblo de la selva se hallaba lejos, cantando oluchando. La noche espléndida, era una de

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aquellas que ellos llaman blancas. Todas lasplantas parecían hacer crecido, desde por lamañana, lo que debieran crecer en un mes. La ramaque el día anterior mostraba hojas amarillas,dejaba ahora salir la savia cuando Mowgli larompía. Los musgos se enroscaban, por encima desus pies, tibios y mullidos. La hierba nueva nocortaba al tocarla; todas las voces de la selvaresonaban como una sola cuerda de arpa, pulsadapor la Luna… la Luna del lenguaje nuevo, quelanzaba de lleno su luz sobre las rocas y sobre laslagunas, la deslizaba entre los troncos y lasenredaderas, y la filtraba entre millares de hojas.Olvidándose de su desdicha, Mowgli cantaba envoz alta con el más puro regocijo al emprender sucarrera. Parecía volar, más que cualquiera otracosa, porque había escogido como punto departida la larga y rápida pendiente que lleva a losmarjales del Norte, por en medio del corazón de laselva, donde el terreno, verdaderamente elásticopor la hierba, amortiguaba el ruido de sus pasos.Un hombre que hubiera sido educado por hombres

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habría tenido muchos tropiezos al través de lavaga luz de la Luna; pero los músculos de Mowgli,adiestrados por años de experiencia, lo sosteníancomo si fuese una pluma. Cuando algún leñopodrido o una piedra escondida se torcían bajo suspies, él seguía adelante sin inmutarse, sin aminorarsu velocidad, sin esfuerzo y sin preocuparse lomás mínimo. Cuando se cansaba de caminar por elsuelo, levantaba sus brazos asiéndose al estilo delos monos de alguna enredadera cercana, y parecíaflotar, más bien que encaramarse, llegando hastalas más delgadas ramas de los árboles, y desdeallí seguía uno de los caminos arbóreos, hasta quecambiaba de idea y de nuevo descendía al suelo,describiendo una larga curva. Había sitiossilenciosos, cálidos y húmedos, rodeados de rocashúmedas, donde era difícil respirar por lospesados olores que se desprendían de las floresnocturnas y de los capullos de enredadera; oscurasavenidas donde la luz de la Luna formaba en elsuelo brillantes fajas, colocadas tan regularmentecomo si fuesen piezas de mármol puestas en la

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nave de una iglesia; espesos y húmedos matorralesen que la nueva vegetación le llegaba al pecho,como queriendo echarle los brazos en torno de lacintura; cimas de montaña coronadas de rocasdespedazadas, donde saltaba él de piedra enpiedra sobre los cubiles de asustadas raposaspequeñas. Oía a veces, muy débil y muy lejano, elchug-drug, ruido que hacía el jabalí al afilarse loscolmillos contra un tronco; y se cruzaba en elcamino del enorme animal que arañaba yarrancaba la corteza de un alto árbol, llena deespuma la boca y de llamas los ojos. O sedesviaba al oír un ruido de cuernos chocando ysilbantes gruñidos, y pasaba como una exhalacióndelante de un par de sambhurs enfurecidos, que semovían vacilantes, baja la cabeza, cubiertos derayas de sangre que parecían negras a la luz de laLuna. O en algún vado oía a Jacala, el cocodrilo,que bramaba como un buey, o separaba a algunapareja perteneciente al pueblo venenoso; peroantes de que pudieran picarlo ya estaba lejos,cruzando los brillantes guijarros, y se internaba de

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nuevo en la selva.Así corrió, unas veces gritando, otras

cantando, sintiéndose el más feliz de cuantos sereshabía esa noche en la selva, hasta que, por último,el olor de las flores le indicó que se encontraba yacerca de los marjales, y éstos quedaban muchomás lejos de los límites de su acostumbradocazadero.

Aquí también, cualquier hombre educado porhombres se hubiera hundido hasta la cabeza a lostres pasos; pero parecía que Mowgli tenía ojos enlos pies que lo llevaban de mata en matamovediza, vacilante, pero sin necesitar de los ojosde su cara. Corrió hacia el centro del pantano,asustando a los patos al pasar, y se sentó sobre untronco de árbol cubierto de musgo y caído en elagua negruzca. En torno suyo, todos los habitantesdel marjal estaban despiertos, porque en laprimavera el pueblo de los pájaros tiene ligero elsueño, y en gran número estuvieron yendo yviniendo durante toda la noche. Pero ninguno deellos hizo el menor caso de Mowgli, quien

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permanecía sentado entre las altas cañas ysusurraba canciones sin palabras y se miraba lasplantas de los pies, morenos y endurecidos paraver si se le había clavado alguna espina, Toda suinfelicidad parecía haber quedado muy atrás en laselva; pero empezaba a entonar una de suscanciones a grito pelado, cuando volvió aapoderarse de él… y diez veces peor que antes.

En esta ocasión, Mowgli sintió miedo.—¡También aquí! —dijo casi en voz alta—.

¡Me ha seguido! Y miró por encima de su hombropara ver si aquello estaba realmente allí, tras él.

—No hay nadie.Continuaron los ruidos nocturnos del pantano,

pero no le dirigieron la palabra ni una ave ni unafiera, y fue en aumento el sentimiento de tristezaque lo embargaba.

—Ciertamente he comido algún veneno —dijocon atemorizada voz—. Habré tragado sin darmecuenta algún veneno y voy perdiendo las fuerzas.Sentí miedo (y, con todo, no era yo el que lo

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sentía)… Mowgli tuvo miedo cuando peleaban losdos lobos. Akela, e incluso Fao, los hubieranreducido a la obediencia; pero Mowgli sintiómiedo. Señal indudable de que he tragado algúnveneno… Pero, ¿qué les importa a los de la selva?Cantan, aúllan, luchan los unos con los otros,corren en cuadrillas a la luz de la Luna, mientrasyo… ¡Hai-mai!… Yo me estoy muriendo aquí enlos marjales, por causa de ese veneno que hetragado.

Sintió tal compasión por él mismo, que casi seechó a llorar.

—Y después —continuó— me encontrarántendido sobre esa agua negra. ¡No! Regresaré a miselva y moriré sobre la Peña del Consejo, yBagheera, a quien quiero… si es que no andagritando por el valle… Bagheera, quizás, vigilaráun rato lo que de mí quede, para que Chil no hagaconmigo lo que hizo con Akela.

Una lágrima, grande y tibia, cayó sobre susrodillas, y, a pesar de lo desdichado que se sentía,Mowgli experimentó algo como un placer de su

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desgracia, si es que puede entenderse esa especiede felicidad al revés.

—Como lo que hizo Chil el milano con Akela—repitió— la noche aquella en que salvé de losperros rojos a la manada.

Quedóse quieto por unos momentos, pensandoen las últimas palabras del Lobo Solitario, que,por supuesto, vosotros recordaréis.

—Bueno: Akela me dijo muchas tonterías antesde morir, porque cuando morimos cambia todo loque tenemos en el pecho. Dijo… Pero no importa.A pesar de todo, yo soy de la selva.

Por la excitación que sentía recordando lalucha en las orillas del Waingunga, dijo las últimaspalabras gritando, y una hembra de búfalo salvajeque estaba entre las cañas se levantó del suelosobre sus rodillas y dijo bufando:

—¡Un hombre!—¡Uh! —dijo Mysa, el búfalo salvaje

(Mowgli lo oía moverse en su charco)—, eso noes un hombre. No es más que el lobo pelón de la

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manada de Seeonee. En noches como ésta andacorriendo de acá para allá.

—¡Uh! —dijo también la hembra agachando denuevo la cabeza para pacer—. Creí que era unhombre.

—Te digo que no. ¡Oh, Mowgli! ¿Hay algúnpeligro? —mugió Mysa.

—¡Oh, Mowgli! ¿Hay algún peligro? —repitióel muchacho, burlándose—. Eso es en lo único quepiensa Mysa: en si hay algún peligro. Pero deMowgli que va de un lado para otro en la selva,siempre vigilando, ¿qué se le da?

—¡Cómo grita! —exclamó la hembra.—Así gritan —respondió Mysa

despreciativamente— los que, cuando yaarrancaron la hierba, no saben cómo comérsela.

—Por mucho menos que eso —gruñó Mowglipara sus adentros—, por menos que eso, en laépoca de lluvias hubiera pinchado a Mysa hastasacarlo de su charca, y cabalgándolo, lo habríaconducido al través del pantano atado con una

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cuerda de juncos.Alargó la mano para romper uno de éstos, pero

la retiró dando un suspiro. Mysa siguió rumiandoimperturbable, y la larga hierba iba raleandodonde pacía el búfalo.

—No moriré aquí —dijo Mowgli enojado—.Me vería Mysa, que es le la misma sangre deJacala y del jabalí. Vamos más allá del pantano aver qué sucede. Nunca había emprendido unacorrería de primavera como ésta… siento frío ycalor a la vez. ¡Ánimo, Mowgli!

No pudo resistir la tentación de deslizarse altravés de los juncos hasta llegar a Mysa y darle unpinchazo con la punta de su cuchillo. El enormebúfalo salió chorreando de su charca, como unabomba que estalla, en tanto que Mowgli tuvo quesentarse por la risa que lo acometió.

—Ahora anda y di que el lobo pelón de lamanada de Seeonee te trató como a un búfalo derebaño, Mysa —gritó.

—¿Lobo, tú? —dijo, bufando, el búfalo, y

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pateando en el barro—. Toda la selva sabe que túguardabas ganado…, que eres un mozuelo comolos que gritan entre el polvo, en los campos de allálejos. ¡Tú, de la selva!… ¿Qué cazador se hubieraarrastrado como serpiente entre sanguijuelas, y,por una broma idiota, por una broma de chacal, mehabría avergonzado delante de mi hembra? Sal atierra firme, y te… te…

Lanzaba el animal espumarajos de rabia,porque Mysa es quizás el que peor genio tiene entoda la selva. Mowgli mirábalo bufar con ojos deinalterable calma. Cuando pudo hacerse oír entreel ruido del barro que salpicaba, dijo:

—¿Qué manada de hombres hay aquí, cerca delos pantanos, Mysa? No conozco esta parte de laselva.

—Dirígete hacia el Norte, pues —bramófurioso el búfalo, porque el pinchazo había sido enverdad muy fuerte—. Eso ha sido una burla dignade un vaquero como tú. Anda y cuéntasela a los dela aldea, allá al extremo del pantano.

—A las manadas de los hombres no les gustan

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los cuentos de la selva, y no creo, Mysa, que unarañazo de más o de menos en tu piel sea cuestiónde reunir un consejo. Pero iré a dar un vistazo a laaldea. Sí; iré. Pero ahora, calma. No viene eldueño de la selva cada noche a guardarte mientraspaces.

Saltó sobre la tierra movediza al borde delpantano, sabiendo bien que Mysa no lo embestiríaallí, y echó a correr, riéndose, al pensar en elenojo del búfalo.

—No he perdido aún toda mi fuerza —dijo—.Quizás el veneno no me ha llegado aún hasta loshuesos. Allá está una estrella, muy baja.

Miróla por el hueco que quedaba entre susmanos casi cerradas.

—¡Por el toro que me rescató! ¡Es la florroja… la flor roja junto a la que me senté yo antes,antes de unirme a la primera manada de Seeonee!Ahora que lo he visto, daré por terminados miscorreteos.

El marjal terminaba en una ancha llanura en la

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cual parpadeaba una luz. Hacía ya mucho tiempodesde que Mowgli se había mezclado en losasuntos de los hombres, pero aquella noche elresplandor de la flor roja lo indujo a seguiradelante.

—Daré una ojeada —dijo— como aquella vezen tiempos pasados, y veré si la manada humana hacambiado.

Olvidando que ya no se hallaba en la selvadonde podía hacer lo que quería, corriódescuidadamente por la hierba húmeda de rocíohasta que llegó a la choza donde ardía la luz. Treso cuatro perros ladraron, pues ya se encontraba enlos alrededores de la aldea.

—¡Oh! —dijo Mowgli sentándose sin producirningún ruido, y después de lanzar un aullido delobo que silenció a los perros—. Lo que ha desuceder, sucederá. Mowgli, ¿qué tienes tú qué verya con los cubiles de la manada de hombres?

Se limpió la boca con la mano, pues se acordóque en ella lo había golpeado una piedra, hacíamuchos años, cuando la otra manada humana lo

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arrojó de su seno.La puerta de la choza, al abrirse, dejó ver a

una mujer que miró hacia la oscuridad de afuera.Lloró un chiquillo, y la mujer dijo por encima delhombro:

—Duerme. No es sino un chacal que despertóa los perros. Pronto amanecerá.

Mowgli, que se ocultaba en la hierba, empezóa temblar como atacado de fiebre. Conoció muybien aquella voz, pero para estar seguro gritósuavemente, sorprendiéndose él mismo de que denuevo pudiera hablar como los hombres:

—¡Messua! ¡Messua!—¿Quién llama? —dijo la mujer con un leve

temblor en la voz.—¿Me olvidaste ya? —dijo Mowgli. Mientras

hablaba, sentía seca la garganta.—Si en verdad eres tú, ¿cuál es el nombre que

te di? ¡Dime!Había entrecerrado la puerta y una de sus

manos apretaba su pecho.

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—¡Nathoo! ¡Nathoo! —respondió Mowgli,porque, como vosotros recordaréis, éste fue elnombre que le dio Messua cuando él por primeravez fue a unirse a la manada de los hombres.

—Ven, hijo mío —gritó ella, y Mowgli seadelantó hacia la luz, miró cara a cara a Messua,la mujer que había sido buena con él y cuya vida elmuchacho había salvado hacía tanto tiempo. Seveía ella más vieja y su cabello era gris, pero nisus ojos ni su voz habían cambiado. Como mujerque era, pensó ver a Mowgli tal como lo habíadejado, y sus ojos lo recorrían desde el pechohasta su cabeza que topaba casi con el dintel de lapuerta.

—¡Hijo mío! —balbuceó; y luego, arrojándosea sus pies, continuó diciendo—:

—Pero ya no es mi hijo, sino un pequeño diosde los bosques. ¡Ay!…

De pie como estaba, a la roja luz de la lámparade aceite, fuerte y hermoso, con el largo cabellonegro cayéndole sobre los hombros, con elcuchillo pendiente de su cuello y la cabeza

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coronada de blancos jazmines, podía tomárselefácilmente por algún dios de que hablan lasleyendas de la selva. El chiquillo, medio dormidoen su cuna, se levantó y empezó a gritaratemorizado. Messua se volvió para calmarlo, entanto que Mowgli se mantenía quieto, mirando losjarros y los calderos, el arcón del grano y todoslos demás útiles de que usan los hombres, y vioque los recordaba perfectamente.

—¿Quieres comer o beber algo? —murmuróMessua—. Todo esto es tuyo. Te debemos la vida.Pero, ¿eres tú de veras aquél a quien yo llaméNathoo, o más bien eres un pequeño dios?

—Soy Nathoo —respondió Mowgli—. Estoymuy lejos de mis propios lugares. Vi esta luz, yvine. No sabía que estuvieras tú aquí.

—Después de que venimos a Khanhiwara —dijo Messua tímidamente—, los ingleses nosayudaron contra aquella gente que queríaquemarnos. ¿Recuerdas?

—Sí. No lo he olvidado.

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—Pero cuando la ley inglesa tuvo ya todopreparado, fuimos a la aldea de aquella malagente, pero ya no existía.

—También me acuerdo de eso —dijo Mowglicon un leve aleteo de las ventanas de la nariz.

—Por tanto, mi hombre trabajó en los camposde otros, y por último (porque en verdad era unhombre muy fuerte), fuimos dueños de una pequeñaporción de tierra. No es tan buena como la de laotra aldea, pero no necesitamos mucho… para losdos.

—¿Dónde está… el hombre que escarbaba latierra cuando tenía miedo… aquella noche?

—Murió…, hace un año.—¿Y ése? —prosiguió Mowgli señalando al

chiquillo.—Mi hijo, que nació hace dos lluvias. Si tú

eres un dios, haz que la selva lo proteja, que nuncale ocurra nada entre tu… entre tu gente, así comonos protegiste a nosotros aquella noche.

Levantó en brazos al niño, el cual, olvidándose

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de su pasado miedo, empezó a jugar con elcuchillo que colgaba del cuello de Mowgli, y éstele apartó los deditos con gran cuidado.

—Y si tú eres Nathoo, el que el tigre se llevó—prosiguió Messua, ahogando un sollozo—,entonces éste es tu hermanito. Dale tu bendición,como hermano mayor.

—¡Hai-mai! ¿Qué sé yo de eso que se llamabendición? Yo no soy un dios, ni tampoco suhermano, y… ¡Oh, madre, madre! ¡Tengo elcorazón oprimido!…

Se estremeció al colocar al chiquillo en elsuelo.

—Claro está —dijo Messua, muy atareada consus vasijas—. Esto sucede por andar corriendo denoche por los pantanos. Sin duda, la fiebre se haapoderado de ti hasta los huesos.

Mowgli sonrió ante la idea de que algo de laselva pudiera causarle daño.

—Encenderé el fuego, y beberás lechecaliente. Quítate la corona de jazmines; su olor es

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demasiado fuerte para un lugar tan pequeño comoéste.

Se sentó Mowgli, murmurando y ocultando elrostro entre las manos. Toda suerte de extrañossentimientos que antaño nunca habíaexperimentado, le asaltaban ahora, exactamentecomo si estuviera envenenado, y se sentía mareadoe indispuesto. Bebió la leche caliente a grandessorbos, y Messua le daba cariñosas palmaditas enla espalda de cuando en cuando, todavía no deltodo segura si aquél era su hijo Nathoo, el de otrostiempos, o algún ser maravilloso de la selva, peroalegrándose de ver que, cuando menos, era decarne y hueso.

—Hijo —dijo por último, y sus ojos brillabande orgullo—, ¿no te ha dicho nadie que ereshermoso, más hermoso que todos los hombres?

—¿Eh? —respondió Mowgli, porque porsupuesto nunca había oído antes cosa semejante.

Rióse Messua suavemente, felizmente. Lebastaba la expresión que veía en el rostro delmuchacho.

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—¿Soy, pues, la primera? Está bien, aunquesea raro que una madre le diga estas cosasagradables a su hijo. Eres muy hermoso. Nunca viun hombre que lo fuera tanto.

Mowgli volvió la cabeza, y trató de mirarsepor encima de su fuerte hombro, y Messua se rióde nuevo tanto, que Mowgli, sin saber por qué,hubo de imitarla, y el chiquillo corría del uno a laotra, riendo también.

—No; tú no debes reírte de tu hermano —dijoMessua tomándolo en brazos y acercándolo a supecho.—. Cuando tengas sólo la mitad de suhermosura, te casaremos con la hija más joven deun rey, y entonces montarás en grandes elefantes.

Mowgli no podía entender una sola palabra detodo esto; por otra parte, la leche caliente ibaproduciendo su efecto en él después de la largacarrera, y así, se acomodó y en un minuto quedóseprofundamente dormido, en tanto que Messua leapartaba el cabello de los ojos y lo cubrió con untrozo de tela, sintiéndose muy feliz. Según lacostumbre de la selva, Mowgli durmió el resto de

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la noche y todo el día siguiente, porque el instinto,nunca completamente adormecido, le decía quenada había que temer. Se despertó al cabo dandoun salto que hizo temblar la choza, porque la telaque cubría su rostro le hizo soñar que caía en unatrampa; permaneció así, de pie, con la mano sobresu cuchillo, pesados aún de sueño sus asustadosojos, pronto para cualquier lucha.

Rióse Messua y puso ante él la comida de latarde. No eran sino unas bastas tortas, cocidassobre un fuego que las ahumó, un poco de arroz yun montón de tamarindos en conserva… loindispensable para esperar a que pudiera cazaralgo por la noche.

El olor del rocío en los marjales le abrió elapetito y le excitó los nervios. Deseabainterrumpir su carrera primaveral, pero elchiquillo se empeñó en que lo tuviera en brazos, yMessua en que había de peinarle a su Nathoo ellargo cabello de color de ala de cuervo. Conformelo peinaba, canturreaba cancioncillas sin sentidopara dormir chiquillos, ya llamando a Mowgli hijo

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suyo, ya suplicándole que le diera a su niño unpoco de su poder sobre la selva.

La puerta de la choza estaba cerrada, peroMowgli escuchó un ruido que conocía bien, y vioque se desencajaba el rostro de Messua, por elmiedo, al notar que pasaba por debajo de la puertauna enorme pata, y al oír que, afuera, del otro ladode la misma puerta, sonaba un gemido ronco ylastimero en el que había arrepentimiento,ansiedad y temor.

—¡Quédate allí y espera! Cuando llamé, noquisiste venir —dijo Mowgli en el lenguaje de laselva sin volver la cabeza, y desapareció entoncesla gran pata gris.

—No… no traigas contigo…, a tus servidores—dijo Messua—. Yo… nosotros…, siemprehemos vivido en paz con los de la selva.

—Viene en son de paz —respondió Mowglilevantándose—. Recuerda aquella noche en elcamino a Khanhiwara. Había docenas como ésteen torno tuyo. Pero ya veo que hasta en la época dela primavera el pueblo de la selva no siempre

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olvida. Madre, me voy.Messua se apartó humildemente. "Es,

ciertamente, un dios de los bosques" —pensó—.Pero, cuando Mowgli puso la mano sobre lapuerta, en la pobre mujer pudieron más que nadalos sentimientos de madre y le echó los brazos alcuello una y otra vez.

—¡Vuelve! —murmuró—. Seas o no mi hijo,regresa, porque te quiero… Mira, él tambiénsiente que te vayas.

El pequeño lloraba porque veía que el hombredel cuchillo brillante se iba.

—Regresa otra vez —repitió Messua—. Ni dedía ni de noche estará esta puerta cerrada para ti.

Mowgli sentía como si todos los nervios de lagarganta se le tensaran, y su voz parecíaarrastrarse por ella con dificultad cuandorespondió:

—Ciertamente volveré. Y ahora —añadiódirigiéndose al lobo y apartándole la cabeza quese acercaba a él cariñosamente cuando transponía

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el umbral—, ahora tengo una queja contra ti,Hermano Gris. ¿Por qué no vinieron los cuatrojuntos cuando los llamé hace tanto tiempo?

—¿Tanto tiempo? No fue sino ayer por lanoche. Yo… nosotros… estábamos cantando en laselva nuestras canciones nuevas, porque ésta es laépoca del lenguaje nuevo. ¿Te acuerdas?

—Cierto, cierto.—Y tan pronto como terminamos de cantar las

canciones —prosiguió seriamente el HermanoGris—, seguí tras de tu rastro. Me adelanté a todoslos demás y seguí sin parar un momento. Pero,hermanito, ¿qué hiciste viniéndote a comer ydormir con la manada de los hombres?

—Si ustedes hubieran venido cuando losllamé, esto nunca hubiera sucedido —respondióMowgli, corriendo mucho más aprisa.

—¿Y qué va a suceder ahora? —preguntó elHermano Gris.

Mowgli iba a contestar, cuando una muchachavestida de blanco empezó a descender por una

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vereda que venía desde el extremo de la aldea. ElHermano Gris desapareció de inmediato, yMowgli retrocedió sin ruido y se escondió en unosaltos sembrados. Casi hubiera podido tocar a lajoven con la mano cuando los tibios y verdestallos se cerraron ante su rostro y lo hicierondesaparecer como un fantasma. Gritó la joven,porque pensó que había visto un duende, y luegosuspiró profundamente. Mowgli separó los talloscon las manos y se estuvo contemplándola hastaque ella se perdió de vista.

—Y ahora no sé… —dijo, suspirando a su vez—. ¿Por qué no vinieron ustedes cuando losllamé?

—Te seguimos… te seguimos siempre —murmuró el Hermano Gris, lamiendo los talones deMowgli—. Te seguimos siempre, excepto en laépoca del lenguaje nuevo.

—¿Y me seguirías hasta la manada de loshombres? —dijo en voz muy baja Mowgli.

—¿No te seguí aquella noche en que nuestramanada te expulsó? ¿Quién te despertó cuando

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yacías entre los sembrados?—Sí; pero, ¿lo harías de nuevo?—¿No te seguí acaso esta noche?—Sí; pero una, y otra vez, y quizás otra más,

Hermano Gris.Permaneció éste en silencio. Cuando habló

otra vez, fue para decir como hablando consigomismo:

—La Negra dijo la verdad.—¿Qué dijo?—Que el hombre, por último, vuelve siempre

al hombre. Raksha, nuestra madre, dijo…—También lo dijo Akela aquella noche de los

perros rojizos —murmuró Mowgli.—Lo mismo dice Kaa, que sabe más que todos

nosotros.—¿Y qué dices tú, Hermano Gris?—Te expulsaron una vez, llenándote de

insultos. Te hirieron en la boca con una piedra.Enviaron a Buldeo para que te asesinara. Tehubieran arrojado sobre la flor roja. Tú mismo, no

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yo, has dicho que son malos y necios. Tú, y no yo(pues yo tan sólo seguí a los míos) lanzaste a laselva contra ellos. Tú, y no yo, inventaste unacanción contra los hombres, más amarga aún quenuestra canción contra los perros de rojizapelambre.

—Te pregunto qué es lo que tú opinas.Hablaban mientras seguían corriendo. El

Hermano Gris galopó todavía un rato más sincontestar, y luego dijo entre salto y salto:

—Hombre-cachorro… Amo de la selva…Hijo de Raksha… hermano mío: aunque sea algoolvidadizo en primavera, tu rastro es mi rastro, tucubil es mi cubil, tu caza es mi caza, y dondemueras luchando, moriré yo. Hablo también porlos otros tres. Pero, ¿qué le dirás ahora a la selva?

—Ésa es una buena ocurrencia. Entre ver unapieza y matarla, no debe pasar mucho rato.Adelántate y congrégalos a todos al Consejo de laPeña, y entonces les diré lo que siento en mipecho. Pero quizás no acudan al llamamiento…Quizás se olvidarán de mí, en la época del

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lenguaje nuevo.—¿Acaso tú nunca te has olvidado de nada? —

ladró el Hermano Gris en tanto que corría algalope, y Mowgli lo seguía, pensativo.

En cualquiera otra estación la noticia hubieraatraído a todos los habitantes de la selva, que sehubieran presentado juntos, erizados los pelos delcuello; pero ahora estaban muy ocupados cazando,luchando, matando y cantando. Corría del uno alotro el Hermano Gris, gritando:

—¡El amo de la selva se vuelve con loshombres! ¡Venid al Consejo de la Peña!

Y el pueblo todo, feliz, pletórico de vida, selimitaba a responder:

—Regresará acá de nuevo con los calores delverano. Las lluvias lo traerán de nuevo al cubil.Corre y canta con nosotros, Hermano Gris.

—¡Pero es que el amo de la selva se vuelvecon los hombres! —repetía el Hermano Gris.

—¡Eee-Yoawa!… ¿Acaso por eso es menosdulce el tiempo del lenguaje nuevo? —le

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contestaban.Y así, cuando Mowgli, sintiendo el corazón

oprimido, subió por entre las rocas que tan bienconocía al lugar en que lo habían presentado alConsejo, no halló allí más que a los cuatro, aBaloo, que estaba ya casi ciego por los años, y ala pesada y fría Kaa, enroscada en el lugar quesolía ocupar Akela.

—¿Termina, pues, aquí tu rastro, hombrecito?—dijo Kaa, mientras Mowgli se arrojaba al suelocon el rostro entre las manos—. Lanza tu grito;somos de la misma sangre tú y yo… el hombre y laserpiente.

—¿Por qué no me mataron los perros rojizos?—gimió el muchacho—. Mi fuerza me haabandonado, y la causa no es ningún veneno. Día ynoche oigo unos pasos que siguen mis huellas. Ycuando vuelvo la cabeza, es como si en aquelmismo momento alguien se escondiera de mí. Mirotras de los árboles, y nadie hay allí. Llamo y nadieresponde; pero es como si alguien me escuchara yse guardara la respuesta. Me echo al suelo a

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descansar, pero no descanso. Emprendo la carreraprimaveral, pero eso no me hace sentirme máscalmado. Me baño, pero el baño no me refresca.Me disgusta matar, pero no me atrevo a luchar sinocuando, al fin, mato. Siento a la flor roja en micuerpo; mis huesos se han vuelto como el agua… yno sé lo que me pasa.

—¿Qué necesidad hay de hablar? —dijo Baloolentamente, volviendo su cabeza hacia donde sehallaba Mowgli—. Akela, allá junto al río, dijoque Mowgli arrastraría a Mowgli de nuevo haciala manada de los hombres. También yo lo dije.¿Pero quién escucha ahora a Baloo? Bagheera…¿dónde está Bagheera esta noche? Ella lo sabetambién. Es la ley.

—Cuando nos encontramos en las moradasfrías, hombrecito, ya lo sabía yo —dijo Kaa,volviéndose un poco, enroscada en sus poderososanillos—. Al fin, el hombre siempre vuelve alhombre, aunque la selva no lo arroje de su seno.

Los cuatro se miraron uno al otro y luego aMowgli, perplejos pero prontos a obedecer.

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—¿La selva, pues, no me expulsa? —balbuceóMowgli.

El Hermano Gris y los otros tres gruñeronfuriosos y empezaron a decir:

—Mientras nosotros estemos vivos, nadie seatreverá.

Pero Baleo los hizo callar de inmediato.—Yo te enseñaré la ley. A mí me toca hablar

—dijo—, y, aunque no pueda ver ya ni las rocasque tengo delante, todavía veo muy lejos. Ranita,sigue tu propio rastro; haz tu cubil entre los de tupropia sangre, entre los de su manada, entre tupropia gente; pero, cuando quieras que teayudemos con los pies, los dientes o los ojos,llevando rápidamente por la noche un mensajetuyo, acuérdate, amo de la selva, que ésta estápronta para obedecerte.

—También la selva media es tuya —dijo Kaa—. Hablo a nombre de gente de importancia.

—¡Hai-mai! ¡Hermanos míos! —exclamóMowgli levantando los brazos y sollozando. No sé

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ya lo que quiero. No quisiera irme, pero mearrastran mis dos pies contra mi voluntad. ¿Cómopodré renunciar a nuestras noches?

—¡Vaya, levanta los ojos, hermanito! —dijoBaloo—. Nada hay aquí de qué avergonzarse.Cuando hemos comido la miel, abandonamos lacolmena vacía.

—Una vez desechada la piel, no podemosvestírnosla de nuevo —observó Kaa—. Ésa es laley.

—Escucha, tú, a quien quiero sobre todas lascosas —prosiguió Baloo. No hay ni una palabra niuna voluntad que puedan retenerte aquí. ¡Levantalos ojos! ¿Quién se atrevería a formularlepreguntas al amo de la selva? Yo te vi jugandoentre los blancos guijarros allí, cuando no erasmás que un renacuajo; y Bagheera que te rescatópagando por ti un toro recién muerto, te viotambién. De aquella inspección que se llevó alcabo entonces, no quedamos sino nosotros dos,porque Raksha, tu madre adoptiva, murió, lomismo que tu padre adoptivo; los lobos que

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antiguamente formaban la manada, hace muchotiempo que murieron; tú sabes lo que le sucedió aShere Khan; en cuanto a Akela, murió entre losdholes, donde, si no hubiera sido por tu habilidady tu fuerza, hubiera perecido también la segundamanada de Seeoneo. Nada queda sino huesosviejos. No puede ya decirse que el Hombre-cachorro venga a pedirle permiso a su manadapara marcharse, sino que ahora el dueño de laselva cambia de rastro. ¿Quién se atreverá apreguntarle al hombre por qué lo hace?

—Pero Bagheera y el toro que me rescató…dijo Mowgli—. No quisiera…

Sus palabras fueron interrumpidas por unrugido y por el ruido de algo que caía en losmatorrales vecinos, y Bagheera, ligera, fuerte yterrible como siempre, apareció ante él.

—Por esa razón —dijo estirando una de suspatas que chorreaba sangre—, no vine antes. Lacaza fue larga, pero allí yace muerto entre lasmatas… Es un toro de dos años…, un toro que tedevuelve la libertad, hermanito. Ahora quedan

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pagadas todas las deudas. Por lo demás, no digootra cosa sino lo que Baloo diga.

Lamió el pie de Mowgli.—¡Acuérdate de que Bagheera te quería! —

gritó luego, y desapareció.Ya al pie de la colina, gritó de nuevo con más

fuerza:—¡Buena suerte en el nuevo rastro que sigues,

dueño de la selva! ¡Acuérdate: Bagheera te quería!—Ya lo has oído —dijo Baloo. Eso es todo.

Vete ahora. Pero antes, acércate a mí. ¡Ven, ranitasabia!

—Es duro mudar de piel —observó Kaa entanto que Mowgli sollozaba largo rato, con sucabeza en el costado del oso ciego, y rodeándoleel cuello con los brazos, en tanto que Baloointentaba débilmente lamerle los pies.

—Las estrellas se apagan —dijo el HermanoGris, olfateando el viento del alba—. ¿Dóndedormiremos hoy? Porque, desde ahora, seguiremosnuevas pistas.

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*****Y ésta es la última de las narraciones relativas

a Mowgli.

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LA CANCIÓN FINAL

(ESTA es la canción que Mowgli oyó resonar asus espaldas mientras regresaba al hogar deMessua.)

BALOOPor el amor de aquel que a una ranita sabiale enseñó la ley de la selva,guarda la ley de la manada de los hombres,¡guárdala por amor del viejo y ciego Baloo!Antigua o nueva, clara o turbia,pégate a ella como si fuera una pista,de noche y de día, sin mirarjamás a tu derecha o a tu izquierda.Por el amor de quien te quiere,más que a cualquier otro ser con vida,cuando en tu manada te hagan sufrir,di tan sólo: "Tabaqui canta de nuevo."Cuando te amenace algún daño, di:

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"No ha muerto aún Shere Khan";cuando el cuchillo esté pronto a matar,guarda la ley y sigue tu camino.(Miel, raíces y palmas hacenque el cachorro ningún mal reciba.)¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!KAAEl miedo nace del mal humor;los ojos sin párpados ven más claro.Del veneno de cobra nadie cura:su palabra cual dardo hiere.Hablar franco siempre es fuerte;que lo acompañe siempre la cortesía.No más lejos aspires de lo que dé tu brazo;no te apoyes en rama carcomida para lograrlo.Mira si tu hambre codicia cabra o gamo;engaña el ojo: se atraganta el bocado.Ya harto, dormir quisieras…Sea oculto el lugar, donde tu enemigo

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no vaya a cogerte descuidado.Luzcas limpio el cuerpo, y el hablarcauto, a los cuatro vientos.(Desde lejos te seguirála selva media los pasos.)¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!BAGHEERAEn una jaula empezó mi vida:lo que vale el hombre bien se me alcanza.¡Por el cerrojo roto que me libertó!…¡Hombre-cachorro, no fíes en gente de tu casta!Elige, cuando a la luz de las estrellas caces,pista recta y no embrollada.En el cubil, en la cacería, en la guarida,teme del hombre-chacal la amistad.Responde con el silencio cuando: "Ven con

nosotros;se pondrá bueno”, te dijeren.Y sigue respondiendo con silencio cuando

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ayuda te pidan, contra el débil.Que la presunción quede para los monos;mata la pieza, y con esto basta; no pregones.Cuando caces, no has de retrocederen tu camino, por nada.(Tinieblas matinales: protegedle,guardianas del ciervo.)¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!LOS TRESEn el rastro que siguiereshasta los umbrales que tememosdonde la flor roja su capullo abre;En las noches en que duermasaprisionado y lejos del materno cieloescuchándonos a nosotros tus amados,mientras por allí rondamos.En las auroras en que anhelesde la dura cárcel salir,y en que sientas, de la selva

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que dejaste, nostalgia;¡La gracia de la selva, la del bosque,del agua y de la brisa te acompañen!¡Saber, fuerza y cortesíavayan siempre contigo y te amparen!

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Quíquern

CUAL la nieve que pronto se derrite,es la gente de los hielos orientales;piden de limosna café y azúcar a los hombres

blancos,y vánse tras ellos.Aprende a robar y luchar la gentede los hielos de Occidente;venden sus pieles en la factoría,y a los hombres blancos su alma.La gente de los hielos del Surcon los balleneros comercian;con cintajos adórnanse las mujeres,pero pocas y miserables son sus tiendas.Pero la gente del hielo primitivo, al Norte,lejos del dominio del hombre blanco,hace sus lanzas de diente de narval:

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allí del hombre es el postrer límite. —Abrió los ojos. ¡Mira!—Mételo de nuevo en la piel. Será un perro

muy fuerte! Cuando cumpla cuatro meses lepondremos nombre.

—¿Para quién será? —dijo Amoraq.Miró Kadlu en redondo la choza de nieve

cubierta de pieles, y luego miró a Kotuko,muchacho de catorce años, que se hallaba sentadoen el banco-cama, y que tallaba un botón en undiente de morsa.

—Para mí —respondió Kotuko, con una mueca—. Algún día lo necesitaré.

Kadlu sonrió a su vez y sus ojos parecíanenterrados en las gruesas mejillas, y asintió con unmovimiento de cabeza dirigiéndose a Amoraq, entanto que la feroz madre del cachorro gruñía al verque el pequeñuelo se agitaba fuera de su alcanceen la bolsa de piel de foca que se hallaba colgadasobre la lámpara de grasa de ballena para que

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estuviera calientita.Kotuko siguió tallando el marfil. Kadlu arrojó

un montón de arreos para perros en un cuartopequeño abierto en uno de los costados de lachoza, se despojó del pesado traje de caza hechocon piel de reno, púsolo en una red de delgadasballenas entretejidas que colgaba sobre otralámpara y se echó en el banco-cama para cortar untrozo de carne de foca helada, esperando a que,Amoraq, su mujer, le trajera la comidaacostumbrada, compuesta de carne hervida y desopa de sangre.

Había salido al despuntar el alba en direcciónde los agujeros que forman las focas, a dos leguasde distancia, y regresó a su choza con tres deaquellos animales, de gran tamaño. A la mitad dellargo y bajo pasadizo de nieve, parecido a untúnel, que conducía a la puerta interior de la choza,podían oírse ladridos y rumor de lucha amordiscos: eran los perros del trineo que, libresya de su cotidiana labor, se disputaban los lugarescalientes.

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Cuando los ladridos se tornaron demasiadofuertes, Kotuko se deslizó perezosamente delbanco-cama al suelo y cogió un látigo con elásticomango de ballena de medio metro de largo y conmás de siete de pesado y retorcido cuero. Se metióentonces en el corredor, en donde pareció, por elruido, que los perros se lo comerían vivo; perotodo aquello sólo era su manera habitual de darlegracias a Dios por la comida que en seguidarecibirían. Cuando llegó arrastrándose hasta elotro extremo, media docena de peludas cabezasseguían todos sus movimientos, mientras él sedirigía a una especie de horca fabricada conquijadas de ballena, en donde se colgaba la carnedestinada a los perros; arrancó grandes trozoshelados sirviéndose para ello de un arpón deancha punta, y luego permaneció en pie con ellátigo en una mano y la carne en la otra. Llamó acada animal por su nombre, primero a los másdébiles, y pobre del animal que se hubiera movidoantes de su turno, porque la deshilachada punta dellátigo, restallando como un rayo, le hubiera

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arrancado una pulgada más o menos de pelo y piel.Cada animal gruñía, mordía su ración, seatragantaba al devorarla y se apresuraba aguarecerse en el pasadizo, en tanto que elmuchacho, de pie sobre la nieve e iluminado por lavivísima luz de la aurora boreal, daba a cadaquien lo suyo según estricta justicia. El último fueun gran perro negro que dirigía a los demás en eltiro y mantenía el orden entre ellos cuandollevaban los arreos; a éste le dio Kotuko racióndoble, que acompañó con un chasquido de látigo.

—¡Ah! —exclamó el muchacho recogiendo yarrollando su látigo—. Hay un pequeñuelo sobrela lámpara, el cual gruñirá de firme. ¡Sarpok!¡Adentro!

Retrocedió a gatas por encima de los perros;con un sacudidor de ballena que guardaba detrásde la puerta Amoraq, se quitó la nieve que teníasobre el traje de pieles; golpeó ligeramente las queforraban el techo de la choza para que cayeran loscarámbanos que quizás estaban sobre ellas,desprendidos de la bóveda de nieve que estaba

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encima; después se acostó, hecho una bola, sobreel banco. Empezaron a roncar los perros delpasadizo y a dar leves gemidos mientras dormían;el hijo menor de Amoraq, en su honda capucha depieles, pateó y lloró hasta casi ahogarse, y lamadre del cachorro al que acababan de escogerleamo, permanecía echada al lado de Kotuko, conlos ojos filos en la bolsa de piel de foca colocadaen lugar seguro y tibio sobre la ancha y amarillallama de la lámpara.

Y todo esto ocurría muy lejos, hacia el Norte,más allá del Labrador y del estrecho de Hudson,donde las grandes mareas levantan los hielos; alnorte de la península de Melville —incluso alnorte de los pequeños estrechos de Fury y deHecla—; en la playa septentrional de la Tierra deBaffin; en donde la isla de Bylot se eleva porencima de los hielos del estrecho de Lancaster,como el molde de un pastel puesto boca abajo. Alnorte del estrecho de Lancáster es muy poco lo quese conoce, excepto Devon del Norte y la Tierra deEllesmere; pero aun allí viven desparramadas

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algunas personas, a las puertas mismas del Polo,por decirlo así.

Kadlu era un ínuit (lo que ustedes llamarían unesquimal), y su tribu, de unas treinta personas,pertenecía a los tununírmiut, o sea, "el país queestá situado detrás de algo". Llámanse en losmapas aquellas costas desiertas Ensenada delConsejo de Marina; pero siempre es preferible elnombre de ínuit, porque puede decirse en realidadque aquella tierra está situada detrás de todas lascosas del mundo. Sólo hielo y nieve hay allídurante nueve meses, sucédense los huracanes losunos a los otros, con un frío que no puedeimaginarse quien no haya visto el termómetro adieciocho grados centígrados, cuando menos, bajocero[11]. Seis meses de esos nueve transcurren enla oscuridad; esto es lo que hace horrible a aquelpaís. En los meses de verano, que son tres, sólohiela continuamente durante las noches, y duranteel día, de cada dos hiela en uno. Entonces empiezaa desaparecer la nieve en las pendientes que sehallan en el Sur; unos cuantos sauces enanos

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muestran sus yemas lanosas; alguna diminutapiñuela[12] parece que va a florecer; playas defina arena y de guijarros descienden hasta el mar;levántanse piedras bruñidas y rocas veteadas porencima de la granulada nieve. Pero todo estodesaparece en pocas semanas y el salvaje inviernocierra de nuevo los claros que hay en la tierra,mientras que en el mar el hielo sube y baja, roto enpedazos, en lontananza, apretándose,entrechocando, rajándose, rozando unos contraotros, pulverizándose entre tanto, y, por así decir,varando, hasta que al cabo se hiela todo juntohasta una profundidad de tres metros, desde latierra hasta donde está honda el agua.

En invierno Kadlu perseguía a las focas hastalos confines de aquellas tierras-hielos, y lesclavaba el arpón cuando salían a respirar en susagujeros. Las focas deben contar con agua paravivir y cazar en ella peces; en pleno inviernosucedía allí con frecuencia que el hielo se corríahasta unas veinte leguas, sin rajarse, partiendo dela playa más próxima. En primavera, él y los suyos

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se retiraban de los hielos amontonados en el mar,dirigiéndose a las rocas de tierra firme, y allílevantaban sus tiendas hechas de pieles y cazabancon lazo aves marinas, o arponeaban a las focasjóvenes que se asoleaban en las playas. Más tardese dirigían hacia el Sur, a la Tierra de Baffin, paradedicarse allí a la caza del reno y hacer suprovisión anual de salmón en los centenares decorrientes y lagos del interior, y regresaban alNorte en septiembre u octubre para cazar bueyesalmizclados[13] y para la matanza usual de focasdel invierno. Estos viajes se hacían en trineos deperros que recorrían seis o siete leguas cada día, oalgunas veces siguiendo la costa en grandes "botesde mujeres", construidos de pieles, en los que losniños y los perros se echan a los pies de losremeros, y las mujeres entonan canciones, mientrasse deslizan de cabo en cabo por las frías ycristalinas aguas. Todos los objetos algo refinadosque conocían los tununírmiut provenían del Sur, asaber, maderos acarreados por el agua que lesservían para trineos; hierro en barras para las

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puntas de los arpones, cuchillos de acero, calderosde hojalata en que se cocía la comida mucho mejorque en los antiguos utensilios de cocina fabricadosde esteatita; pedernal, acero, y hasta fósforos; ycintas de colores para el cabello de las mujeres;espejillos baratos, y tela de color rojo para orlasde chaquetas de piel de reno. Kadlu se dedicaba altráfico valioso de blancos y retorcidos dientes denarval y de buey almizclado (éstos se cotizan tantocomo las perlas), que vendía él a los ínuit del Sur,quienes, a su vez, traficaban con los balleneros ycon las factorías que tienen los misioneros en losestrechos de Exeter y Cumberland; y así seencadenaban las cosas, hasta que, una calderacomprada por el cocinero de algún barco en elbazar de Bhendy, podía ir a parar sobre unalámpara de grasa de ballena en el sitio más fríodel Círculo Polar Ártico.

Kadlu, como buen cazador, contaba con grannúmero de arpones de hierro, cuchillos para cortarla nieve, dardos para cazar pájaros y cuantas cosashacen fácil la vida en los lugares de los grandes

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fríos; era, además, el jefe de su tribu, o, comoellos dicen, "el hombre que lo sabe todo porpropia experiencia". Esto no le daba ningunaautoridad, excepto la de permitirle aconsejar a susamigos que cambiaran de cazadero; pero Kotukose aprovechaba de ello para mandar un poco, a lamanera perezosa de los gordos ínuit, a los demásmuchachos, cuando salían por la noche para jugara la pelota a la luz de la luna o para cantar la"Canción del Niño a la Aurora Boreal ".

Pero a los catorce años un ínuit se consideraya un hombre, y Kotuko estaba cansado ya depreparar lazos para coger gallos silvestres yzorros ferreros, y mucho más cansado aún deayudarles a las mujeres en la operación de mascarpieles de foca y de reno (cosa que las ablandamejor que nada) durante todo el largo día, en tantoque los hombres salían de caza. Quería ir alquaggi, la Casa del Canto, cuando los cazadoresse reúnen allí para celebrar sus misterios, y elangekok, el hechicero, después de apagar laslámparas, les infunde un terror que hallaba

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delicioso, evocando el Espíritu del Reno quepateaba sobre el techo de la casa, o arrojando unalanza contra las sombras de la noche y viéndolavolver atrás cubierta de caliente sangre. Queríapoder arrojar sus grandes botas en la red, como lohacía su padre, mostrando el aire cansado del jefede familia, y jugar con los cazadores cuando iban avisitarlos por la noche y jugaban con una especiede ruleta improvisada por ellos con un bote dehojalata y un clavo. Eran cientos las cosas quequería hacer, pero los hombres se reían de él y ledecían:

—Espera hasta que hayas tomado parte en lalucha, Kotuko. La caza no se limita a cobrarpiezas.

Ahora que su padre le había regalado uncachorro, las cosas se presentaban más risueñas.Un ínuit no le regala un buen perro a su hijo, hastaque el muchacho sabe algo acerca del modo deeducarlo, y Katuko estaba convencido de que sabíamucho más de lo necesario.

Si el cachorro no tuviera una naturaleza de

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hierro, hubiera muerto por el exceso de alimento yde manoseo. Kotuko le hizo unos arreos diminutoscon sus respectivos tirantes, y lo conducía portodo el suelo de la choza, gritando:

—¡Aua! ¡Ja aua! (¡Hacia la derecha!)¡Choiachoi! ¡Ja choiachoi! (¡Hacia la izquierda!)¡Ohaha! (¡Párate!)

Al cachorro no le gustaba esto absolutamentenada, pero esto era pura felicidad comparado alsusto que se llevó cuando lo pusieron por primeravez a tirar de un trineo. Se limitó a sentarse en lanieve y ponerse a jugar con el tirante de piel defoca que iba desde sus arreos hasta el pitu, la grancorrea de los arcos del trineo. Arrancó el tiro delos demás perros, y el cachorro sintió que lepasaba por encima el vehículo de tres metros delargo, arrastrándolo por la nieve, en tanto queKotuko reía hasta que se le saltaron las lágrimas.Vinieron luego días y días en que oía siempre elchasquido del cruel látigo que silba como el vientoque pasa sobre el hielo, y todos sus compañeros lomordían porque no sabía trabajar como ellos, y el

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roce de los arreos lo desollaba vivo, y ya no le erapermitido dormir con Kotuko, sino que lo hacíanquedarse en el lugar más frío del pasadizo. Erantiempos muy duros aquellos para el cachorro.

El muchacho aprendía tan aprisa como elperrillo, aunque un trineo tirado por perros es algomuy difícil de manejar. Cada animal (y los másdébiles van más cerca del conductor) lleva supropio tirante separado que pasa por debajo de supata anterior izquierda y que va hasta la correaprincipal en donde se sujeta con una especie debotón y de una presilla que puede quitarse con unmovimiento de la muñeca, dejando así en libertada uno por uno de los perros. Cosa muy convenientees ésta, porque con frecuencia el tirante se lesmete entre las patas posteriores, y allí les producecortaduras que les llegan hasta el hueso. Yabsolutamente todos se meten con los que tienenmás cerca al correr, saltando por entre los tirantes.Luego se pelean, y el resultado es que seembrollan como sedal mojado que se deja sinrecoger hasta el día siguiente. Pueden evitarse

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muchas molestias con el uso inteligente del látigo.Cada muchacho ínuit se enorgullece de su destrezaen el manejo del látigo; pero si es fácil acertar untrallazo en un objeto colocado en el suelo, encambio es difícil, inclinándose sobre el trineo,acertarle a un perro reacio precisamente detrás deuna espaldilla, con la punta del látigo. Si se riñe aun perro llamándolo por su nombre, yaccidentalmente otro recibe el golpe no destinadoa él, los dos se pelean en el acto y hacen que separen todos los del tiro. Además, si se viaja conun amigo y se empieza a hablar con él, o si seviaja solo y se empieza a cantar, todos los perrosse detienen, se vuelven en redondo y se sientanpara escuchar la plática o el canto. A Kotuko se leescapó el trineo una o dos veces por haberseolvidado de poner un estorbo delante del mismo alpararlo, y rompió muchos látigos y estropeóalgunas correas antes de que se le pudiera confiarun tiro completo de ocho perros y el trineo másrápido. Pero entonces se sintió persona importantey sobre el liso y oscuro hielo se deslizaba ligero y

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atrevido con la rapidez de una jauría lanzada enpersecución de una pieza. Recorría hasta dosleguas y media hasta los agujeros de las focas, yuna vez en el cazadero soltaba una de las correasdel pitu, y dejaba libre al perrazo negro que era elmás listo de todo el conjunto. Tan pronto como elanimal olfateaba alguna de aquellas aberturas,Kotuko volcaba el trineo, clavando en la nieve elpar de aserradas astas que se elevan del respaldocomo los asideros de un cochecillo de niño, y asíel tiro de perros no podía moverse. Entonces elmuchacho avanzaba arrastrándose, pulgada apulgada, y esperaba hasta que la foca se asomarapara respirar. Lanzaba luego rápidamente haciaabajo el arpón con la cuerda atada a él, y tirandode ésta al poco rato, subía una foca muerta, a lacual arrastraba, cuando llegaba a la superficie delhielo, hasta el trineo, con ayuda del perro negro.Éste era el momento en que los perros del tiroaullaban rabiosos, presa de gran agitación; peroKotuko les daba latigazos en la cara con la traíllaque parecía una barra de hierro candente, hasta

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que el cuerpo del cazado animal se ponía rígido.La vuelta a casa era el trabajo más duro. Habíaque arrastrar al cargado trineo entre el duro hielo,y los perros, en vez de tirar, solían sentarsemirando hambrientos a la foca. Al fin partían porel hollado camino de todos los trineos que iban ala aldea, trotando sobre aquel hielo que resonabacomo si fuera metálico, con las cabezas gachas ylas colas en alto, en tanto que Kotuko se ponía acantar el Angutivaun tai-na tau-na-ne ta-na (LaCanción del Cazador que Regresa), y salían vocesque le llamaban de todas las casas que hallaba alpaso, bajo aquel vasto cielo sombrío, alumbradosólo por las estrellas.

Cuando Kotuko, el perro, llegó a su completodesarrollo, también se divirtió a su manera. Peleatras pelea, bravamente logró ir ascendiendo encategoría entre los perros del tiro, hasta que unatarde, por cuestión de comida, luchó con elperrazo negro que dirigía a los demás (Kotuko, elmuchacho, cuidó de que aquello fuera una pelealimpia), y lo convirtió en segundo, como dicen

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allí. Así, pues, fue promovido a director y unido ala larga correa que lo hacía correr a un metro ymedio delante de los otros; desde entonces tuvo laobligación de parar las peleas, ya llevando losarreos, o ya sin ellos, y usó un collar de alambrede cobre, muy grueso y pesado. En ocasionesespeciales se le servían los alimentos cocidos y enel interior de la casa, y a veces se le permitíadormir en el mismo banco de su amo Kotuko. Eraun buen perro para cazar focas, y podía acorralar aun buey almizclado corriendo en derredor de él ymordiscándole las patas. Incluso era capaz —yesto es la mayor prueba de bravura para un perrode trineo—, era capaz de desafiar al demacradolobo del Polo Ártico, al que generalmente tementodos los perros del Norte más que a cualquieraotro ser de los que viven en las nieves. Él y suamo (pues no contaban como compañía a la vulgartraílla) cazaron juntos día tras día y noche trasnoche, el muchacho envuelto en pieles, y el ferozanimal con el pelo largo y amarillo, pequeños losojos, blancos los colmillos. Todo el trabajo de un

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ínuit queda circunscrito a procurarse comida ypieles para él y su familia. Las mujeres conviertenen trajes las pieles; en ocasiones ayudan a ponertrampas para cobrar piezas de caza menor. Pero labase de la alimentación —y comen de una maneraenorme— deben proporcionársela los hombres. Sifaltan provisiones, no existe por allí nadie a quiencomprar o pedir prestado. No queda más sinomorirse de hambre.

Un ínuit no piensa en esto sino hasta que se veforzado a ello. Kadlu, Kotuko, Amoraq y elpequeño que pataleaba dentro de la capucha depieles de esta última, y que durante todo el díamascaba trozos de grasa de ballena, vivían juntostan felices como cualquiera otra familia. Procedíande una raza de carácter muy templado —un ínuitraras veces se altera y casi nunca le pega a un niño—, que ignoraba realmente lo que era mentir y másaún lo que era robar. Contentábase con arrancar aarponazos aquello con que se mantenían, delcorazón helado y sin esperanzas de la mismafrialdad; con mostrar sus sonrisas oleosas; con

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narrar extrañas fábulas de aparecidos y de hadas,durante las noches; con comer hasta más no poder;con cantar, por último, la interminable canción desus mujeres: Amna aya, aya amna, ¡ah! ¡ah!,durante todo el día a la luz de la lámpara, en tantoque ellas cosían la ropa y los arreos para la caza.

Pero hubo un terrible invierno en que todopareció conjurarse contra ellos. Regresaron lostununírmiut de su pesca anual del salmón yconstruyeron sus casas sobre los primeros hielosal norte de la isla de Bylot, listos para salir enpersecución de las focas cuando el mar estuvierahelado. Pero el otoño fue prematuro y malísimo.Continuos vendavales hubo durante todo el mes deseptiembre, rompiendo la lisa superficie del hielo,caro a las focas, cuando su espesor era apenas deun metro o metro y medio, lanzándolo hacia tierray amontonándolo, y formando una barrera de cincoleguas de ancho con protuberancias,escabrosidades y carámbanos, que no permitíanque por allí pasaran los trineos. El borde delbanco flotante de donde las focas salían para hacer

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su presa en los peces durante el invierno, estabaquizás a otras cinco leguas del lado de allá de labarrera y fuera del alcance de los tununírmiut.Con todo, acaso hubieran podido pasar el inviernocon su provisión de salmón helado y de grasa enconserva, ayudándose con lo que lesproporcionaban las trampas que ponían; pero endiciembre, uno de sus cazadores tropezó con unatupik (una tienda hecha de pieles) en donde hallócasi muertas a tres mujeres y a una niña, quehabían venido en compañía de sus hombres desdelo más remoto del Norte, y habían visto cómo ellosmorían aplastados en sus botes de pieles,pequeños y diseñados para la caza, mientrasperseguían al narval, el del larguísimo incisivoque parece cuerno. Kadlu, por supuesto, hubo dedistribuir a las mujeres entre las chozas de aquellaaldea de invierno, porque un ínuit jamás se niega acompartir su comida con un extranjero, ya que nosabe cuándo le llegará a él el turno de tener queaceptarla. Amoraq se quedó con la niña, que erade unos catorce años, en su casa, aceptándola

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como una especie de criada. Por el corte de supuntiaguda capucha, y por los dibujos en forma dediamante largo que tenían sus blancas polainas depiel de reno, la supusieron originaria de la Tierrade Ellesmere. Jamás había visto botes de hojalatapara cocinar, ni conocía trineos como aquéllos enque se usa la madera para cortar el hielo; peroKotuko, el muchacho, y Kotuko, el perro, le teníanmucho cariño.

Después, todas las zorras se fueron hacia elSur, y hasta el volverena[14], el gruñón y obtusoladronzuelo de las nieves, no se tomó la molestiade pasar por donde estaba la hielera de trampasque Kotuko había armado. La tribu perdió un parde sus mejores cazadores, que quedaron muylastimados en una lucha con un buey almizclado, yesto acumuló más trabajo sobre los restantes.Kotuko salió día tras día con un trineo ligero y seiso siete perros de los más fuertes mirando hasta quele dolían los ojos para ver si descubría unaextensión de hielo limpio y claro en que algunafoca podría haber abierto su agujero para respirar.

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Kotuko el perro vagaba libremente por todoslados, y, en medio de la mortal quietud de loscampos de hielo, Kotuko, el muchacho, oía susordo y nervioso gemido sobre algún agujerosituado a más de media legua de distancia, tanclaramente como si estuviera a su lado. Cuando elperro encontraba uno de esos hoyos, se construíael muchacho un pequeño y bajo muro de nieve pararesguardarse algo del fuerte viento, y allí esperabadiez, doce, veinte horas si era preciso hasta que lafoca salía a respirar, los ojos del cazador clavadosen la pequeña señal que él había hecho sobre elagujero para guiar la puntería cuando arrojara elarpón, y con una pequeña alfombra de piel de focabajo los pies, mientras tenía atadas las piernas conel tutareang (la hebilla de que hablaban losantiguos cazadores). Ésta ayuda a evitar laspunzadas en las piernas del hombre que se pasahoras y horas a la espera de que se asomen lasfocas de oído finísimo. Aunque este trabajo noexige esfuerzo, fácilmente se comprende quepermanecer sentado completamente inmóvil y

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metido en la hebilla con el termómetro a cuarentagrados Fahrenheit quizás bajo cero[15], es eltrabajo más pesado que conoce un ínuit. Cuandose cogía una foca, Kotuko el perro se lanzabahacia adelante con la correa arrastrando detrás deél y ayudaba a tirar del cuerpo hasta el trineo,donde los otros perros, cansados y hambrientos, setendían con aspecto sombrío para resguardarse delaire que llegaba desde los pedazos rotos del hielo.

Una foca no era comida para mucho tiempo,porque en la aldehuela cada boca tenía el derechoa su porción, y no se desperdiciaban ni huesos, nipiel, ni tendones. La carne destinada a los perrosse empleaba en alimento humano, y Amoraq losalimentaba con retazos viejos de las tiendas depieles usadas en verano y arrancados del bancousado para dormir, y los animales aullaban yaullaban, se despertaban de noche y de nuevoaullaban, siempre hambrientos. Con sólo ver laslámparas de esteatita en las chozas, se podíaadivinar que el hambre se acercaba. En las buenasestaciones, cuando había abundante grasa, la luz de

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las lámparas en forma de bote tenían más de mediometro de alto, y se elevaba alegre, untuosa yamarilla. Ahora apenas medía unas seis pulgadaspues Amoraq bajaba cuidadosamente la mecha demusgo, cuando alguna llamarada se elevaba másde lo debido por un momento, y los ojos de toda lafamilia seguían atentamente esta operación. Lohorrible del hambre allá en aquellos grandes fríos,no es tanto el morir, sino el morir en la oscuridad.Todo ínuit teme a la oscuridad, que pesa sobre élsin cesar durante seis meses de cada año; y cuandolas lámparas están bajas en las casas, lainteligencia de las personas empieza a estar turbiay confusa.

Pero peores cosas sucederían.Los perros, mal alimentados, mordían con

frecuencia y gruñían en los corredores, lanzabanfuriosas miradas a las frías estrellas y husmeabanhacia el lado donde soplaba el viento, noche trasnoche. Cuando cesaban de aullar, descendía denuevo el silencio, tan sólido y pesado como unamasa de nieve acumulada por la tormenta contra

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una puerta, y los hombres oían entonces el latir delas venas en los delgados conductos de la oreja yel batir de sus corazones, que resonaban como elruido del tambor que los hechiceros tocan sobre lanieve.

Una noche, Kotuko, el perro, que había estadode mal humor, cosa poco frecuente, al llevar losarreos, saltó y apoyó la cabeza contra la rodilla deKotuko. Este lo acarició, pero el perro continuabaempujando ciegamente hacia adelante, zalamero.Entonces se despertó Kadlu, le cogió la pesadacabeza parecida a la del lobo y le miró en los ojosvidriosos. El perro gimió y tembló entre lasrodillas de Kadlu. Se le erizó el pelo en torno delcuello, y gruñó como si un forastero llamara a lapuerta; luego ladró alegremente, se arrastró por elsuelo y mordió la bota a Kotuko, como si fuera uncachorro.

—¿Qué le sucede? —preguntó Kotuko, queempezaba a sentir miedo.

—La enfermedad —respondió Kadlu—: tienela enfermedad de los perros.

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Kotuko, el perro, levantó el hocico y aulló unay otra vez.

—Nunca había visto esto. ¿Qué hará ahora? —preguntó.

Kadlu encogió un hombro y cruzó la choza yfue a buscar un arpón corto y afilado. El enormeperro lo miró, aulló de nuevo y se deslizó por elcorredor hacia afuera mientras sus compañeros seretiraban a izquierda y derecha para darle anchopaso. Al hallarse fuera, sobre la nieve, ladrófuriosamente, como si siguiera el rastro de algúnbuey almizclado, y, ladrando, saltando y haciendocabriolas, desapareció. Su enfermedad no erahidrofobia, sino simplemente locura. El frío, elhambre, y sobre todo la oscuridad le habíantrastornado la cabeza; cuando esa terribleenfermedad de los perros aparece en los queforman el tiro de un trineo, se propaga como elfuego. Al siguiente día de caza enfermó otro perroy fue muerto de inmediato por Kotuko al ver quemordía y forcejeaba entre los arreos. Luego, elperro negro que hacía de segundo, y que en

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tiempos antiguos había sido el que dirigía, empezóde pronto a ladrar como si siguiera la pista a unreno imaginario, y cuando lo soltaron del pitu, selanzó contra un gran montón de hielo, y huyó comolo había hecho el que dirigía el tiro, con los arreoscolgando. Después de esto, nadie quiso ya sacar alos perros. Los necesitaban para algo más, y elloslo sabían; y por esto, aunque estaban atados ytomaban los alimentos de la mano de sus dueños,sus ojos revelaban desesperación y miedo. Y paraque todo fuera peor, empezaron las viejas a contarcuentos de fantasmas y a decir que habían visto losespíritus de los cazadores muertos, desaparecidosaquel otoño, los cuales habían profetizadohorribles sucesos.

Kotuko sintió más que nada la pérdida de superro, porque aunque un ínuit come enormemente,sabe también ayunar. Pero la oscuridad, el hambre,el frío y las intemperies, lo hicieron empezar a oírvoces dentro de su cerebro y a ver gente que noexistía, que estaba fuera del alcance de susmiradas. Una noche (acababa de quitarse la

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hebilla tras diez horas de espera cabe uno de losagujeros de focas llamados ciegos, y seencaminaba a la aldea sintiéndose débil ydesvanecido casi), hizo un alto para apoyarse deespaldas contra una peña que daba la casualidadde estar sostenida, como las rocas que sebalancean, sobre un solo punto saliente del hielo.Su peso, al apoyarse, destruyó el equilibrio de lapeña, y ésta rodó pesadamente, y mientras Kotukosaltaba a un lado para evitarla, resbaló aquélla endirección hacia él chirriando y silbando por elhielo que tenía forma de talud.

Esto fue suficiente para Kotuko. Había sidoeducado en la creencia de que cada roca y cadapeña tienen su dueño (su ínua), que erageneralmente algo parecido a una mujer con unsolo ojo, que recibía el nombre de tornaq, y que,cuando una tornaq quería ayudar a un hombre,rodaba tras él dentro de su pétrea casa y lepreguntaba si quería tomarla como su espírituprotector. (En el verano, durante los deshielos, lasrocas y las peñas que el hielo sostiene, ruedan y

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resbalan por toda la superficie del terreno: así, noes difícil comprender cómo nació la idea de laspiedras que viven.) Kotuko sintió que la sangre lelatía en las orejas, cosa que había sentido durantetodo el día, y creyó que esto era la tornaq de lapiedra, que le hablaba. Antes de llegar a su casa,ya estaba convencido de que había tenido conaquélla una larga conversación, y como toda sugente creía que esto era muy posible, nadie locontradijo.

—Me dijo: "Me lanzo, me lanzo desde el lugarque ocupo en la nieve" —repetía Kotuko con losojos hundidos e inclinándose hacia adelante en lamal alumbrada choza—. Dijo: "Seré tu guía; teguiaré a los mejores agujeros de focas." Mañanasalgo de caza, y la tornaq me guiará.

Luego vino el angekok, el hechicero de laaldea, y Kotuko se lo refirió todo por segunda vez.No perdió ni una tilde al ser repetido.

—Sigue a los tornait (los espíritus de laspiedras), y ellos nos darán de nuevo comida —dijo el angekok.

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Ahora bien: la muchacha procedente del Nortehabía estado echada cerca de la lámpara durantedías enteros, comiendo poco y hablando menos;pero cuando Amoraq y Kadlu, a la siguientemañana, empezaron a cargar y a atar un pequeñotrineo de mano para Kotuko, y lo cargaron contodos los útiles de caza y con cuanta grasa y carnede foca helada fue posible, ella cogió la cuerdacon que se arrastraba el vehículo y se colocóvalientemente al lado del muchacho.

—Vuestra casa es la mía —dijo mientras eltrineo chirriaba y saltaba tras ellos en la terriblenoche ártica.

—Mi casa es tu casa —respondió Kotuko—;pero creo que ahora nos dirigiremos ambos aSedna.

Ahora bien, Sedna es la señora del mundoinferior, y todo ínuit cree que toda persona quemuere debe pasar un año en el horrible país deaquélla antes de ir a Quadliparmiut, el lugar de lafelicidad, en donde nunca hiela y donde gordosrenos se acercan a uno en cuanto se les llama.

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Allá en la aldea la gente gritaba:—Los tornait han hablado a Kotuko.

Enseñaránle el hielo libre… Regresarátrayéndonos focas…

Pronto sus voces se perdieron en la fría yvacía oscuridad, y Kotuko y la niña se acercaban,hombro con hombro, al tirar de la cuerda o alempujar el trineo por el hielo en dirección al MarPolar. Kotuko insistía en que la tornaq de piedrale había dicho que fuera hacia el Norte, y hacia elNorte se dirigieron bajo la constelación deTuktuqdjung, el Reno, o sea, la que nosotrosllamamos Osa Mayor.

Ningún europeo hubiera sido capaz de caminarmás de media legua cada día sobre pequeñostrozos de hielo y sobre aristas afiladas; peroaquella pareja conocía con toda exactitud elmovimiento de la muñeca que obliga a un trineo adar vuelta en torno de una aglomeración de hielo; yel exacto y repentino tirón que lo levanta casisobre una quebradura de la superficie; la cantidadde esfuerzo con que, con pocos y mesurados

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arponazos, se abre un camino cuando todaesperanza de hallar uno parece ya perdida.

La muchacha no solo callaba, sino queagachaba la cabeza, y la orla de piel de volverenaque adornaba su capucha de armiño, le caía sobresu cara ancha y oscura. El cielo, sobre suscabezas, era de un negro intenso de terciopelo, yse tornaba, en el horizonte, en tiras de color rojo, ylas grandes estrellas brillaban como si fueranfaroles. Por las profundidades del alto cielo sedeslizaba de cuando en cuando una oleada de luzverdosa de la aurora boreal, ondeaba como unabandera y luego desaparecía; o bien estallabaalgún meteoro, hundiéndose de tiniebla en tinieblay apareciendo detrás de él una lluvia de chispas.Entonces podían ver la ondulada superficie de losflotantes hielos del mar con ribetes y adornos deraros colores: rojos, cobrizos y azulados; pero a laluz ordinaria de las estrellas todo se veía de uncolor gris mortecino. Los hielos flotantes, comorecordaréis, habían sido sacudidos y aglomeradospor los vientos de otoño, por lo que parecía que

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había pasado por allí un temblor de tierra,habiéndose helado después todo.

Podían verse canales, barrancos y agujeros,semejantes a cascajares abiertos en el hielo;pedazos de éste que habían permanecido en laprimitiva superficie total; otros negros, parecidosa pústulas, que habían sido arrojados bajo loshielos flotantes por algún vendaval y vueltosdespués a levantar; piñas de hielo redondeadas;crestas como dientes de sierra, que la nieve, queva volando delante del viento, había hecho; yverdaderos pozos de paredes hundidas en loscuales, en una extensión de por lo menos unahectárea o hectárea y media, el nivel del suelo eramucho más bajo que en el resto del terreno. Desdecierta distancia hubiéranse podido tomar por focaso morsas los pedazos de hielo, o por trineospuestos boca abajo, o por hombres en expediciónde caza, o incluso por el mismísimo gran fantasmablanco del oso de diez patas; pero, a pesar detodas esas formas fantásticas, que parecían a puntode cobrar vida, no se escuchaba ningún ruido, ni

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siquiera el más pequeño eco de algún rumor. Y altravés de ese silencio y esa soledad, donderepentinas luces se encendían y se apagabannuevamente, el trineo y quienes lo empujaban searrastraban como visiones de pesadilla, unapesadilla sobre el fin del mundo, en el fin delmundo.

Cuando se sentían cansados, Kotuko construíalo que los cazadores llaman media casa, unapequeñísima choza de nieve, en la cual se metíanmuy apretados uno contra el otro, con la lámparade viaje, y trataban de deshelar la carne de focaque llevaban. Una vez que habían dormido,empezaba la marcha de nuevo, unas siete leguasdiarias y no acercarse al Norte más que dos leguasy media. La muchacha iba siempre silenciosa, peroKotuko hablaba para sí mismo algunas veces yrompía a cantar canciones que había aprendido enla Casa del Canto (canciones sobre el verano,sobre los renos y el salmón), todas ellashorriblemente fuera de lugar en aquella estación.Decía que había oído a la tornaq hablándole de

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mal humor, y corría furioso contra un montón dehielo, retorciéndose los brazos y hablando a gritosy en tono amenazador. A decir verdad, Kotukoestaba casi loco en aquel tiempo; pero lamuchacha estaba segura de que su espírituguardián lo había estado guiando y que todoterminaría bien. Por tanto, no se sorprendió cuandoal final de la cuarta jornada, Kotuko, cuyos ojosbrillaban como bolas de fuego, le dijo que sutornaq los seguía al través de la nieve bajo laforma de un perro de dos cabezas. La muchachamiró hacia donde señalaba Kotuko, y le parecióque algo se deslizaba hacia un barranco. No eraciertamente una cosa humana, pero todo el mundosabe que el tornait prefiere aparecerse en la de unoso o de una foca o de otros animales.

Podía ser también el mismo fantasma blancodel oso de las diez patas, o cualquiera otra cosa,porque Kotuko y la muchacha estaban tanhambrientos que ya no podían tener fe en lo quecreían ver. Nada habían logrado cazar contrampas, y no habían visto ningún rastro de caza

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desde que salieron de la aldea; su comida apenassi les duraría una semana más, y una nuevaborrasca se les venía encima. Una tempestad polarpuede durar diez días sin interrupción, y es segurala muerte en este tiempo para quien esté fuera desu casa. Kotuko construyó una casa de nieve detamaño suficiente para contener el trineo de mano(nunca debe uno separarse de su comida), ymientras le daba forma al último bloque irregularque forma la clave de la bóveda, vio algo que loestaba mirando desde un montón de hielo, a unosochocientos metros de distancia. El aire erabrumoso, y aquella cosa parecía tener unoscuarenta pies de largo por diez de alto y ademásuna cola de veinte pies de largo, y una forma decontornos indefinidos, temblorosos. La muchachavio aquello también, pero en vez de gritaraterrorizada, dijo calmadamente:

—Eso es Quíquern. ¿Que ocurrirá luego?—Me hablará —respondió Kotuko.El cuchillo con que cortaba el hielo tembló en

su mano mientras hablaba, porque, por mucho que

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un hombre crea tener amistad con feos y rarosespíritus, pocas veces quiere que sus palabrasparezcan resultar verdad. Quíquern es, también, elfantasma de un perro gigantesco, sin dientes nipelo, que se supone vive en el lejano Norte, y quevaga por aquel país inmediatamente antes de quealgo acontezca. Y éstas pueden ser cosasagradables o desagradables; pero ni a loshechiceros les gusta hablar de Quíquern. Él es elque enloquece a los perros. Como el oso fantasma,tiene muchas patas (seis u ocho pares), y aquellacosa fantástica que se movía en la neblina, teníamás patas de las que necesita cualquier perro vivo.Kotuko y la muchacha se refugiaron rápidamenteen la choza apretándose el uno contra el otro. Porsupuesto, si Quíquern los hubiera necesitado,hubiera hecho que el techo se hundiera sobre suscabezas; pero era para ellos un consuelo saber queentre ellos y la malvada oscuridad se interponía unmuro de nieve de un palmo y medio de grueso.

La tempestad estalló con el ruido estridente delviento, parecido al de un tren, y durante tres días y

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tres noches continuó sin variar ni un momento, sinatenuarse ni durante un minuto. La pareja manteníala lámpara encendida, sostenida en sus rodillas, ymasticaba tibios pedacitos de carne de foca,mirando cómo se acumulaba el negro hollín en eltecho durante setenta y dos largas horas. Lamuchacha hizo el recuento de la comida que teníantodavía en el trineo: no había sino para dos díasmás. Kotuko examinó las puntas de hierro y lasataduras de su arpón, hechas de tendones de reno,y las de su lanza especial para focas, y las de sudardo para cazar pájaros. No había otra cosa quehacer.

—Pronto iremos a Sedna… muy pronto —murmuró la muchacha—. En tres días más, no nosquedará sino echarnos… y partir. ¿No hará nadapor nosotros tu tornaq? Cántale una canción deangekok para hacerla venir.

Empezó el muchacho a cantar en el tono alto deaullido de las canciones mágicas, y la tormentaempezó a ceder despacio; a la mitad de la canciónla muchacha se estremeció, y luego colocó,

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primero su mano cubierta con el mitón y luego lacabeza, sobre el hielo que formaba el piso de lachoza. Kotuko siguió su ejemplo, y ambos searrodillaron, mirándose a los ojos y escuchandotensamente. Arrancó él una delgada tira de ballenade un lazo para cazar pájaros, que tenía en eltrineo, y, enderezándola, la puso en un agujeritoque hizo en el hielo, afirmándola con su mitón.Quedó casi tan delicadamente ajustada como laaguja de una brújula, y entonces, en vez deescuchar, miraron atentamente. La delgada varillatembló un poco, de una manera casi imperceptible;después vibró más firmemente durante algunossegundos… se detuvo… y vibró de nuevoseñalando en esta ocasión hacia otro punto deaquella especie de brújula.

—¡Demasiado pronto! —dijo Kotuko—. Unagran porción de hielo flotante se ha resquebrajado,lejos, allá afuera.

La muchacha señaló la varilla y sacudió lacabeza.

—Se quiebra todo —dijo—. Escucha el ruido

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en el suelo. Suenan golpes.Al arrodillarse en esta ocasión, escucharon los

más curiosos y sordos rumores, como un golpetearque resonara bajo sus pies. Algunas veces parecíaque algún cachorrillo chillaba colocado sobre laluz de la lámpara; otras, que alguien quebrantabauna piedra sobre el duro hielo; y otras, quetocaban en un tambor tapado con algo. Y todo estosonaba en tonos muy prolongados y disminuidos,como si vibraran, pasando al través de un pequeñocuerno, durante una larga y fatigosa distancia.

—No iremos a Sedna echados dijo Kotuko—.Es el gran deshielo. La tornaq nos ha engañado.Moriremos.

Todo esto puede parecer muy absurdo, peroambos se encaraban a un peligro muy real. Los tresdías de viento habían barrido hacia el Sur el aguade la bahía de Baffin, amontonándola contra elextremo de la gran extensión de hielo que ibadesde la isla Bylot hacia el Oeste. Además, lafuerte corriente que va hacia el Este desde elestrecho de Lancáster llevaba durante algunas

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millas lo que llaman hielo en pacas (hielo tosco yáspero que aún no se ha convertido en superficiellana), y estas pacas caían como bombas sobre lamasa de hielos flotantes, al mismo tiempo que elflujo y el reflujo del tormentoso mar la minaba y lahacía cada vez más débil, Lo que Kotuko y lamuchacha habían oído, eran los débiles ecos deaquella lucha que ocurría a ocho o diez leguas dedistancia, y la reveladora varilla vibraba alchoque del continuo batallar.

Ahora bien, como dicen los ínuit, cuando elhielo se despierta de su largo sueño de invierno,no puede saberse lo que ocurrirá, porque, aunquesólido, cambia de forma casi tan rápidamentecomo una nube. El vendaval era, sin duda, unvendaval de primavera que había venido fuera detiempo, y cualquier cosa era posible.

Sin embargo, la pareja se sentía algo másanimada que antes. Si el hielo se hundiera, ya nohabría más esperar ni más sufrimiento. Losespíritus, los duendes y los demás habitantes delmundo de los encantamientos, andaban sueltos por

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el movedizo conjunto, y podría ocurrirles entrar enel mundo de Sedna junto con toda clase de seresextraordinarios llenos aún de loca exaltación.Cuando abandonaron la choza después de latormenta, el ruido en el horizonte crecía más ymás, y la dura masa de hielo gemía y zumbaba enderredor de ellos.

—Todavía está esperando —dijo Kotuko.En la cima de un gran montón de hielo estaba

sentada o acurrucada aquella cosa de ocho patasque habían visto tres días antes… y aullabahorriblemente.

—Sigámoslo —dijo la muchacha—. Quizáconozca algún camino que nos conduzca a Sedna.

Pero sintió que desfallecía cuando cogió lacuerda del trineo.

La "cosa" se movía despacio y torpemente porencima de los picos de hielo, dirigiéndose siempreal Oeste y hacia tierra, y ellos siguieron también elmismo camino, en tanto que se acercaba cada vezmás el ruido atronador que se oía en el borde de la

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gran masa de hielo flotante allá en el mar. La masade hielo estaba ya rajada en todos sentidos en elespacio de una legua en dirección a la tierra, ycapas de tres metros de grueso, que ora medíanunos pocos metros cuadrados, o bien unas ochohectáreas, saltaban, se hundían y chocaban unascontra otras; o, con la porción de la masa total queaún no estaba rota, al ser cogidas y sacudidas porel oleaje revuelto que se agitaba entre ellas. Esteariete de hielo era, por decirlo así, la avanzada delejército que el mar lanzaba contra sus mismoshielos flotantes. El incesante quebrarse y chocarde los pedazos ahogaba casi el chillido de laespecie de láminas arrojadas enteras bajo la granmasa, como baraja que se esconde a toda prisabajo el tapete de la mesa. Donde el agua era pocoprofunda, estas láminas se amontonaban las unassobre las otras hasta que las inferiores tocaban elfango a quince metros de profundidad, y el mardescolorido hacía de dique tras el sucio hielohasta que la presión creciente arrojaba todo denuevo hacia adelante. Además de los hielos

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flotantes y de las pacas de hielo, el vendaval y lascorrientes hacían descender verdaderos aludes,especie de montañas movibles arrancadas de lascostas de Groenlandia o de la playa septentrionalde la bahía de Melville. Llegaban pesadas ysolemnes, rompiéndose las olas en blanca espumaen torno suyo, y avanzaban en dirección a la granmasa como una antigua flota que navegase a todavela. Tal o cual alud que parecía presto parallevarse por delante al mundo entero, fondeabacomo sin fuerzas en el agua profunda, empezaba adar vueltas, y terminaba revolcándose en laespuma y en el fango, envuelto en nubes devoladoras y heladas chispas, en tanto que otromucho menor y más bajo rajaba la aplastada masay se metía en ella, arrojando a los lados toneladasde hielo y abriendo una vía de más de ochocientosmetros antes de que se detuviera. Caían unas comoespadas, que cortaban canales de sinuosos bordes;otros se rompían en una lluvia de pedazos quepesaban docenas de toneladas cada uno y searremolinaban estruendosamente. Otros, por

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último, se elevaban enteros fuera del agua, y aljuntarse se retorcían como atormentados por elsufrimiento y caían pesadamente sobre uno de suslados, mientras el mar pasaba sobre ellos. Todaesta labor de prensar, amontonar, doblar y retorcerel hielo en todas las formas posibles, se verificabaa tanta distancia como la vista podía alcanzar a lolargo de la línea septentrional de la masa flotante.Desde donde se hallaban Kotuko y la muchacha,aquella confusión no parecía sino un movimientode ondulación y de arrastre que ocurría allá en elhorizonte; pero a cada momento se acercaba aellos, y podían oír allá lejos, hacia el lado de latierra, como un fuerte bramido comparable aestruendo de artillería que resonaba al través de laniebla. Esto indicaba que la gran mole de hieloflotante que había sobre el mar era empujadacontra los férreos acantilados de la costa de la islade Bylot, la tierra que se hallaba hacia el Sur, asus espaldas.

—Esto no se ha visto nunca —dijo Kotukomirando con aire estupefacto. No es la época en

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que ocurre. ¿Cómo es que el hielo se quiebraahora?

—Sigue aquello —gritó la muchachaseñalando a la fantástica aparición que, mediocojeando y medio corriendo se alejaba locamentede ellos. La siguieron, tirando con toda su fuerzadel trineo, oyendo cada vez más cerca el ruidosoavance del hielo. Se rajaron finalmente los llanosque se extendían en torno suyo en todasdirecciones, y las hendeduras se abrían conchasquidos semejantes al castañeteo de los dientesdel lobo. Pero en donde se apoyaba la cosafantástica, una especie de baluarte de unos quincemetros de altura, no se notaba ningún movimiento.Kotuko saltó hacia adelante impetuosamente,llevando tras sí a su compañera y subió hasta elpie del baluarte. La voz del hielo crecía y crecíaen torno suyo, pero aquella fortaleza permanecíafirme, y, como la muchacha mirara a sucompañero, éste levantó el codo derechoapartándolo al mismo tiempo del cuerpo, haciendola señal que usa el ínuit para indicar que ha visto

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tierra y que ésta tiene forma de isla. Y ciertamentea tierra los había llevado aquella fantásticaaparición de ocho patas que andaba cojeando:hacia un islote de base granítica y de arenosaplaya, cubierto, enfundado y como enmascaradopor el hielo, hasta tal punto, que no había hombrecapaz de distinguirlo entre la helada y enormemole que flotaba sobre el mar; pero por debajo eratierra sólida y no hielo movible. Cuando serompían y rebotaban los pedazos flotantes alchocar con el islote, marcaba las orillas de éste, yarrancaba de él un protector banco de arena endirección al Norte, desviando así la acometida delos más pesados bloques de hielo, ni más ni menosque como la reja de arado aparta los trozos demarga. Existía el peligro, por supuesto, de quealguna gran extensión de hielo, por algunatremenda presión, remontara la playa e hicieradesaparecer completamente la parte alta del islote;pero tal idea no les preocupó ni a Kotuko ni a lamuchacha mientras construían su casa de nieve yempezaban a comer, oyendo cómo las moles

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congeladas golpeaban en la playa y rodaban porella. La cosa fantástica había desaparecido, yKotuko hablaba excitado de su poder sobre losespíritus en tanto que se acurrucaba junto a lalámpara. En medio de sus insensatas afirmaciones,la muchacha empezó a reír balanceando el cuerpohacia adelante y hacia atrás.

A sus espaldas, avanzando cautelosamentedentro de la choza, se veían dos cabezas, unaamarilla y la otra negra, que pertenecían a los dosmás avergonzados y tristes perros que jamás sehayan visto. Uno era Kotuko, el perro, y el otro, elque había dirigido el trineo. Ambos estaban ahoragordos, de buen aspecto, y completamente curadosde su locura; pero iban unidos el uno al otro de lamanera más extraña. Recordaréis que cuando huyóel perro negro, llevaba colgando los arreos. Debióencontrarse con Kotuko, el perro, y jugar o pelearcon él, porque el lazo que le pasaba por lasespaldillas se enganchó en los alambres de cueroretorcido que llevaba Kotuko en su collar, y sehabían enredado de tal modo y tan fuertemente, que

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ninguno de los dos pudo coger la correa con losdientes para separarla, siendo así cada uno atraídopor su vecino. Esto, junto con la libertad de cazarpor su cuenta, les ayudó a curarse de su locura.Estaban ya en su sano juicio.

La muchacha empujó a los avergonzadosanimales hacia Kotuko, y muerta de risa, gritó:

—Aquí tienes a Quíquern, que nos llevó atierra firme. Mira las ocho patas y las dos cabezas.

Kotuko los dejó en libertad, cortando lacorrea, y ambos se echaron en sus brazos, ambosal mismo tiempo, tratando de explicarle cómohabían recobrado la razón. Kotuko palpó loscostados de los animales y vio que los tenían bienllenos y el pelo reluciente.

—Encontraron comida —dijo, sonriendo—.Creo que siempre no iremos a Sedna tan pronto.Mi tornaq los envió. Se han curado de suenfermedad.

En cuanto hubieron acariciado a Kotuko, losdos animales, que se habían visto obligados a

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dormir y comer y cazar juntos durante las últimassemanas, se lanzaron el uno contra el otro, y hubouna gran batalla en la casa de nieve.

—Los perros no se pelean cuando tienenhambre —dijo Kotuko—. Encontraron alguna foca.Durmamos ahora. Encontraremos comida.

Cuando despertaron, el agua del mar habíaquedado ya libre en la playa septentrional delislote, y todo el hielo suelto había sido lanzadohacia la tierra. Para un ínuit siempre sonencantadores los primeros rumores de la mareaalta, ya que le advierten que se acerca laprimavera. Kotuko y la muchacha se tomaron delas manos y sonrieron, porque el ruido claro yfuerte que producía el mar entre el hielo lesrecordaba el tiempo de la pesca del salmón, de lacaza del reno, y el olor de los sauces rastreroscuando están en flor. Mientras miraban, el marempezó a espesarse, casi congelado, entre losflotantes témpanos del hielo: tan intenso era elfrío. Pero en el horizonte veíase una ancha y rojaclaridad que era la luz del hundido sol. Era

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aquello como un bostezo en mitad del sueño, másque un verdadero despertar para levantarse, y sóloduró unos minutos la claridad, pero, con todo,marcaba la mejor estación del año. Nada,pensaron, podía cambiar ese curso de las cosas.

Kotuko encontró a los perros peleándose sobreel cuerpo de una foca recién muerta, la cual habíaseguido a los peces que una tormenta hace siemprecambiar de lugar. Fue la primera de unas veinte otreinta que llegaron a la isla en el transcurso deldía, y hasta que el mar se heló fuertemente fueronpor centenares las vivas cabezas negras que sevieron, disfrutando del agua libre, poco profunda,y flotando entre los témpanos de hielo.

Era un gusto poder comer de nuevo hígado defoca; llenar las lámparas de grasa sin miedo deque escaseara, y ver cómo la llama se elevaba a unmetro de altura; pero tan pronto como apareció elhielo nuevo en el mar, Kotuko y su compañeracargaron el trineo de mano e hicieron tirar de él alos dos perros como nunca en la vida habíantirado, porque temían lo que hubiera podido

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ocurrir en la aldea. El tiempo seguía tanimplacable como de costumbre, pero es muchomás fácil arrastrar un trineo cargado de víveresque cazar muriéndose de hambre. Dejaron loscuerpos de veinticinco focas enterrados en el hielode la playa y listos para ser aprovechados, y luegose apresuraron a regresar con los suyos. Losperros les enseñaron el camino tan pronto comocomprendieron lo que Kotuko deseaba quehicieran, y, aunque no había ninguna señal de laruta que debían seguir, en dos días se hallaban yadando voces en la misma entrada de la casa deKadlu. Sólo tres perros les contestaron; los otroshabían sido comidos y las casas estaban sumidasen la oscuridad. Pero cuando Kotuko gritó: "¡ojo!"(que quiere decir carne hervida), le respondieronunas cuantas voces débiles, y cuando llamó a loshabitantes de la aldea por sus nombres y con vozmuy clara, no hubo nadie que faltase.

Una hora después brillaban las lámparas encasa de Kadlu; el agua de nieve derretida secalentaba al fuego; hervían los botes de hojalata, y

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el hielo goteaba desde el techo, en tanto queAmoraq cocinaba comida para toda la aldea. Elchiquitín, metido en su capucha de pieles, mascabaun pedazo de grasa que tenía sabor de nueces, ylos cazadores se atiborraban metódica ypausadamente de carne de foca. Kotuko y lamuchacha narraron sus aventuras. Los dos perrosse sentaron entre ellos, y cada vez que oíanpronunciar su nombre en el relato, paraban unaoreja y parecían tan avergonzados de sí mismoscuanto pensarse pueda. El perro que hayaenloquecido una vez y que luego se haya curado,dicen los ínuit, queda curado para siempre.

—Así pues, la tornaq no se olvidó de nosotros—dijo Kotuko—. Sopló la tempestad, se rompió elhielo y las focas llegaron tras los peces asustadospor el temporal. Ahora los nuevos agujeros que lasfocas han hecho, están de aquí a dos días dedistancia. Que los buenos cazadores vayan mañanay traigan las focas que he matado: veinticinco, yestán enterradas en el hielo. Cuando las hayamoscomido, iremos todos a cazar a las otras.

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—Y ustedes, ¿qué harán ahora? —preguntó elhechicero a Kadlu, en el tono que usaba parahablar con él, porque era el más rico de lostununírmiut.

Kadlu miró a la muchacha, a la hija del Norte,y dijo calmosamente:

—Nosotros vamos a construir una casa.Y señaló hacia el noroeste de la casa de

Kadlu, porque en ese lado es donde suelen vivir elhijo o la hija casados.

La muchacha levantó sus brazos con las palmasde las manos vueltas hacia arriba, y sacudió lacabeza, incrédulamente. Era una extranjera, dijo, ala que habían recogido hambrienta y nada podíatraer a la casa como dote.

Saltó Amoraq del banco en que estaba sentaday empezó a arrojar cosas en la falda de lamuchacha: lámparas de piedra, raederas de hierropara las pieles, cafeteras de hojalata, pieles dereno con bordados hechos de dientes de bueyalmizclado y verdaderas agujas capoteras de las

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que usan los marineros para coser las velas… lamejor dote que jamás había sido dada en losconfines del Círculo Polar Ártico, y, al recibirlo,la muchacha del Norte inclinaba la cabeza hasta elsuelo.

—¡También esto! —dijo Kotuko riendo yseñalando a los perros que acercaron sus fríoshocicos a la cara de la joven.

—¡Ah! —exclamó el angekok, tosiendo conaire importante, como si todo aquello lo hubiera élya previsto. En cuanto Kotuko abandonó la aldea,me fui a la Casa del Canto y entoné cancionesmágicas. Canté durante muchas noches e invoquéal espíritu del reno. Mis cantos hicieron quesoplara el vendaval que quebró el hielo y llevó losperros a donde se hallaba Kotuko cuando por pocomuere aplastado. Mis canciones hicieron que lafoca siguiera detrás del roto hielo. Mi cuerpopermanecía inmóvil en el quaggi, pero mi espírituvagaba lejos de él y guiaba a Kotuko y a los perrosen todo cuanto se hizo. Yo lo hice todo.

Todos los que se hallaban presentes estaban

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hartos de comida y soñolientos; así pues, nadie setomó el trabajo de contradecir tales afirmaciones,y el angekok, en virtud de su oficio, se sirvió aunotro pedazo de carne hervida y se acostó despuéscon los demás en la tibia y bien iluminada casaque olía a aceite.

*****Ahora bien, Kotuko, que dibujaba muy bien al

estilo ínuit, grabó ciertos cuadros de todas susaventuras en un largo pedazo de marfil en forma deplancha y con un agujero en uno de sus extremos.Cuando él y la muchacha fueron hacia el Norte, ala Tierra de Ellesmere en el año del llamadoinvierno maravilloso dejó aquella historia grabadaa Kadlu, quien perdió la tablilla entre los guijarrosun verano en que se le rompió el trineo, en laorilla del lago Netilling, en Nikosíring, hallándolaallí a la primavera siguiente uno de los habitantesdel país, el cual se lo vendió, en Imigen, a unhombre que era intérprete de un ballenero delestrecho de Cúmberland, y éste, a su vez, se lovendió a Hans Olsen, que posteriormente fue

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contramaestre de un vapor que llevaba viajeros alcabo norte de Noruega. Cuando terminó la estaciónturística para estos viajes, el vapor hizo travesíasentre Londres y Australia, haciendo escala enCeilán; allí vendió Olsen la plancha de marfil a unjoyero cingalés por dos zafiros falsos. Por último,yo la encontré bajo un montón de cosas inútiles enuna casa de Colombo, y la descifré del principioal fin.

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ANGUTIVAUN TAINA

(ESTA es una traducción muy libre de la"Canción del Cazador que Regresa", como loshombres la cantaban después de cazar focas. Elínuit repite siempre una y mil veces lo mismo.)

Nuestros guantes están endurecidos por lasangre helada

y nuestras pieles por la nieve que en montón sejunta.

Regresamos de cazar focas… focasque vivir suelen en los bancos de hielo.¡Au jana! ¡Oha! ¡Aua! ¡Haq!Veloces los tiros de perros pasan,hay chasquidos de látigos, y los hombres

regresan.Regresamos de cazar focas… focasque vivir suelen en los bancos de hielo.Seguimos a la foca hasta su escondite secreto

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oímos cómo escarba bajo tierra;tendidos en la nieve las acechamosen el límite de los bancos de hielo.Le arrojamos la lanza cuando a respirar sale,se la arrojamos así… y así,hiriéndola de tal manera, matándolade tal suerte allá en los bancos de hielo.Pegajosos están nuestros guantes de sangre

helada,pesan nuestros párpados con la nieve;pero a la esposa y al hogarvolvemos, de allá, de los bancos de hielo.¡Au jana! ¡Aua! ¡Oha! ¡Haq!Los cargados trineos parecen volar;las mujeres oyen cómo vuelven sus hombresde allá, desde lejos, de los bancos de hielo.

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Rikki-tikki-tavi

DESDE el hueco en que entróRikki-tikki llamó a Nag;oíd lo que le dijo:“Nag, ven con la muerte a bailar”.Ojo con ojo, testa con testa,(lleva el paso, Nag);termina esto cuando uno muere(cuanto gustes, durará).Vuélvete allá, tuércete ahora…(¡corre y escóndete, Nag!)¡¡Ah! ¡Vencido te ha la muerte!(¡Qué mala suerte, Nag!) Esta es la historia de la gran guerra que Rikki-

tikki-tavi llevó al cabo, sola, en los cuartos debaño del gran bungalow[16] en el acantonamiento

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de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayudó,y la aconsejó Chuchundra, el almizclero, que nuncacamina por en medio del piso, sino que se arrastrapegado a las paredes; pero Rikki-tikki-tavi llevóel peso de la lucha.

Era una mangosta, muy parecida a un gatito enla piel y en la cola, pero más semejante a unacomadreja por su cabeza y sus costumbres.

Sus ojos y el extremo de su inquieto hocicoeran de color de rosa; podía rascarse en cualquierparte de su cuerpo con cualquiera de sus patas, yafueran las anteriores, ya las posteriores; podíaenarbolar su cola poniéndola como si fuera unescobillón, y su grito de guerra, mientras sedeslizaba por la hierba, era: Rikk-tikk-tikki-tikki-tchik.

Un día, una gran avenida veraniega se la habíallevado de la madriguera en que vivía con supadre y su madre, y la arrastró, pateando ycloqueando como una gallina, hasta depositarla enuna zanja a la vera del camino. Allí encontró unpequeño haz de hierbas que flotaba en el agua, y se

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asió de él hasta que perdió el sentido. Cuandorevivió, vio que estaba echada al sol en la mitadde un sendero de jardín, muy mal cuidado porcierto, y oyó que un niño decía:

—Aquí está una mangosta muerta. Vamos aenterrarla.

—No —dijo su madre—. Llevémosla adentropara secarla. Quizás no está realmente muerta.

La llevaron a la casa, y un hombre grueso latomó con el pulgar y el índice, y dijo que no estabamuerta, sino medio ahogada; así pues, laenvolvieron en algodón y le dieron calor, yentonces ella abrió los ojos y estornudó.

—Ahora —dijo el hombre grueso (el cual eraun inglés que acababa de mudarse al bungalow)—no la asusten, y veremos lo que hace.

La cosa más difícil del mundo es asustar a unamangosta, porque, de la cabeza a la cola, se lacome viva la curiosidad.

El lema de toda la familia de mangostas es:"Corre y busca." Rikki-tikki le hacía honor a estas

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palabras. Miró el algodón, juzgó que no era buenopara comer, correteó por la mesa, se sentó y sealisó la piel, se rascó y saltó sobre el hombro delniño.

—No tengas miedo, Teddy —le dijo su padre—. Es su manera de hacerse amiga.

—¡Oh! Me hace cosquillas en la barba —dijoTeddy.

Rikki-tikki se asomó por el cuello del niñomirando hacia adentro, le olió una oreja y saltó alsuelo, restregándose el hocico.

—¡Jesús! —dijo la mamá de Teddy—. ¿Y esoes un animal salvaje? Supongo que es tan mansoporque lo tratamos bien.

—Así son todas las mangostas —díjole sumarido—. Si Teddy no la coge por la cola y no laenjaula, entrará y saldrá de la casa todo el día.Démosle algo de comer.

Le dieron un poco de carne cruda. A Rikki-tikki le gustó muchísimo; cuando terminó decomerla se fue a la galería de la casa, se sentó al

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sol y erizó todos los pelos de su piel para que sesecaran hasta la raíz. Después de esto, se sintiómejor.

—Hay más cosas que descubrir en esta casa —se dijo—, que cuantas pudiera hallar toda mifamilia en su vida. Aquí me quedaré ciertamentepara inspeccionarlo todo.

Todo el santo día se lo pasó dando vueltas porla casa. Casi se ahogó en las bañeras; metió elhocico en la tinta, sobre la mesa de escribir, yluego se lo chamuscó con la punta del cigarro quefumaba el hombre grueso, pues se había subido asus rodillas para ver lo que era escribir. Alanochecer se fue al cuarto de Teddy para ver cómose encendían las lámparas, y cuando Teddy seacostó, Rikki-tikki se encaramó también en sucama; pero era una compañera sumamenteinquieta, porque cada ruido la ponía alerta y teníaque averiguar lo que lo había producido. A últimahora los padres de Teddy entraron en la habitaciónpara ver a su hijo, y allí estaba Rikki-tikkidespierta, sobre la almohada.

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—No me gusta esto —dijo la mamá de Teddy—; podría morderlo.

—No lo hará —respondió el padre—. Teddyestá más seguro con esa fierecilla a su lado que silo acompañara un perro de presa. Si entrara ahoraen el cuarto alguna serpiente…

Pero la mamá de Teddy no quería ni pensar ensemejante cosa.

Al día siguiente, muy temprano, Rikki-tikki sefue a almorzar a la galería, cabalgando sobre elhombro del niño, y le dieron plátano y huevopasado por agua, y ella se puso sucesivamentesobre las rodillas de cada uno, porque todamangosta bien educada abriga siempre laesperanza de convertirse algún día en animaldoméstico y de tener salas en donde corretear;además, la madre de Rikki-tikki (que había vividoen la casa del general, en Segowlee) le habíaenseñado cuidadosamente a Rikki qué debía hacersi algún día se hallaba entre hombres blancos.

Después, Rikki-tikki se fue al jardín para verlo que era digno de ser visto. Era un jardín grande,

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a medio cultivar, con espesos rosales de losllamados "Mariscal Niel", grandes comocenadores; naranjos y limoneros, bambúes ymontones de hierba alta. Rikki-tikki se relamió degusto.

—¡Magnífico cazadero! —se dijo, y la cola sele puso como escobillón de sólo pensarlo.Correteó de un lado a otro, husmeando aquí y allá,hasta que oyó plañideras voces en un espino.

Eran Darzee, el pájaro tejedor, y su esposa.Habían construido un hermoso nido juntando dosgrandes hojas, cosiendo los bordes con fibras yllenando el hueco con algodón y pelusa, blandacomo fino plumón. El nido se balanceaba mientrasellos estaban sobre el borde lamentándose.

—¿Qué sucede? —preguntó Rikki-tikki.—Nos sentimos inconsolables —dijo Darzee

—. Uno de nuestros cuatro pequeñuelos se cayódel nido y Nag se lo comió.

—¡Ah! —respondió Rikki-tikki—. ¡Qué cosatan triste! Pero yo soy aquí forastera. ¿Quién es

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Nag?Sin responder, Darzee y su esposa se metieron

en su nido, porque de la espesa yerba que crecía alpie del arbusto salió un silbido sordo… un sonidohorrible, frío, que hizo saltar hacia atrás a Rikki-tikki a medio metro de distancia. Entonces fueronsaliendo de la hierba, pulgada a pulgada, laerguida cabeza y la extendida capucha de Nag, lagran cobra negra, cuya longitud era de metro ymedio desde la lengua hasta la cola. Cuando hubolevantado del suelo una tercera parte de su cuerpo,permaneció balanceándose, tal y como se balanceaen el aire un corimbo de dientes de león, y miró aRikki-tikki con aquellos malvados ojos de lasserpientes que nunca cambian de expresión,cualquiera que sea la cosa en que esté pensando laserpiente.

—¿Quién es Nag? —dijo—. Yo soy Nag. Elgran dios Brahma puso sobre nuestra gente sumarca cuando la primera cobra extendió sucapucha para que el sol no tocara a Brahmamientras dormía. ¡Mírame y tiembla!

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Extendió entonces más que nunca su capuchón,y Rikki-tikki pudo ver detrás de él la señal comode unos anteojos y comparable en todo a la hembraen que encajan los corchetes. Durante un minutosintió miedo; pero es imposible que una mangostasienta miedo durante mucho tiempo, y aunqueRikki-tikki nunca había visto a una cobra viva, sumadre la había alimentado con cobras muertas, ysabía muy bien que la misión de una mangostagrande en esta vida, es pelearse con serpientes ycomérselas. También Nag sabía esto, y en el fondode su frío corazón también sintió miedo.

—Bueno —dijo Rikki-tikki, y su cola empezóa erizarse de nuevo: Señales o no señales, ¿creesque es correcto comerse los pajarillos que se caendel nido?

Nag meditaba y vigilaba hasta el más mínimomovimiento que se produjera en la hierba detrásde Rikki-tikki. Sabía que, haber mangostas en eljardín significaba la muerte, tarde o temprano,para ella y para su familia: pero deseaba coger aRikki-tikki descuidada. Así, bajó un poco la

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cabeza y la echó a un lado.—Hablemos —dijo—. Tú comes huevos. ¿Por

qué yo no había de comer pájaros?—¡Cuidado, mira atrás! ¡Mira atrás! —cantó

Darzee.Rikki-tikki era demasiado lista para perder el

tiempo mirando hacia atrás. Dio un salto en el aire,tan alto como pudo, y exactamente en aquelmomento pasó por debajo de ella, silbando, lacabeza de Nagama, la malvada esposa de Nag. Sehabía deslizado detrás de la mangosta mientrasésta hablaba, para darle muerte; Rikki-tikkiescuchó su rabioso silbido por haber errado elgolpe. Saltó esta última casi atravesada, sobre suespalda, y si hubiera sido una mangosta vieja,hubiera sabido que entonces era el momento departirle el espinazo de una dentellada; pero temióel terrible latigazo que con la cola daba la cobraMordió, sin embargo, pero no lo suficiente, yluego saltó fuera del alcance de aquella cola,dejando a Nagaina herida y furiosa.

—¡Malvado, malvado Darzee! —gritó Nag,

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azotando el aire a tanta altura cuanto le fueposible, en dirección al nido que había en elespino; pero Darzee lo había construido fuera delalcance de las serpientes, y no hizo más quebalancearse.

Rikki-tikki sintió que sus ojos le ardían y se leinyectaban de sangre (esto es una señal de ira enlas mangostas), y se sentó apoyándose en la cola yen las patas traseras, como un canguro, y miró entorno suyo, rechinando los dientes de rabia.

Pero Nag y Nagaina habían desaparecido ya enla hierba. Cuando una serpiente yerra el golpe,nunca dice nada ni da ninguna señal de lo que haráen seguida. A Rikki-tikki no se le antojó seguirlas,porque no se sintió segura de poder combatir condos serpientes a la vez. Así pues, se dirigió alcaminillo enarenado, cerca de la casa, y allí sesentó para pensar. Era un asunto muy importantepara ella.

Si leen ustedes libros antiguos de HistoriaNatural, verán que se dice en ellos que, cuandouna mangosta lucha contra una serpiente y es

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mordida por ésta, corre a comer una yerba que lacura. Esto no es cierto. La victoria sólo es cuestiónde rapidez de miradas y de movimientos (a cadagolpe de la serpiente, un salto de la mangosta), ycomo ningún ojo puede seguir el movimiento de lacabeza de una serpiente cuando ataca, las cosasocurren de un modo más maravilloso que siinterviniera alguna yerba mágica. Rikki-tikki sabíaque todavía era joven, y esto la hizo alegrarsemucho más al pensar que había logrado evitar elgolpe que le habían dirigido por la espalda. Estole dio confianza en sí misma, y cuando Teddy vinocorriendo por el sendero, ya Rikki-tikki estaba endisposición de que la acariciaran.

Pero, exactamente cuando Teddy se agachaba,algo se movió un poco entre el polvo, y unavocecilla dijo:

—¡Cuidado! Yo soy la muerte.Era Karait, la pequeñísima serpiente color de

tierra, que gusta de echarse en el polvo; sumordedura es mortífera como la de una cobra.Pero es tan pequeña que nadie piensa en ella, y así

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resulta mucho más dañina.Los ojos de Rikki-tikki se inyectaron de nuevo,

y bailó delante de Karait con aquel balanceoparticular heredado de su familia. Es algo muycurioso, pero es una marcha tan perfectamentebalanceada, que puede salirse disparado cuando sequiere desde cualquier ángulo de la misma, lo quesignifica una ventaja para habérselas con unaserpiente. Si Rikki-tikki hubiera tenido másexperiencia, sabría que se había metido en unaempresa mucho más peligrosa que la de lucharcontra Nag, porque Karait es tan pequeña y puederevolverse tan rápidamente, que a menos que Rikkila mordiera precisamente detrás de la cabeza,recibiría ella la mordida en un ojo o en un labio.Pero Rikki no sabía esto; tenía los ojos comoascuas y se balanceaba hacia atrás y haciaadelante, mirando dónde podría morder mejor.Karait atacó. Rikki saltó de lado e intentó lanzarsesobre ella; pero la malvada cabeza, gris ypolvorienta, embistió, rozándole casi el hombro, yRikki saltó por encima del cuerpo mientras la

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cabeza seguía muy de cerca sus patas.Teddy gritó a la gente de la casa:—¡Miren, miren! Nuestra mangosta está

matando una serpiente.Rikki-tikki oyó el grito de la madre de Teddy, y

el padre corrió provisto de un bastón. Pero cuandollegó, ya Karait había embestido con pocaprudencia, y Rikki-tikki saltó, se arrojó a laespalda de la serpiente, bajó la cabeza entre laspatas delanteras cuanto pudo, e hincó los dientesen la espalda, lo más alto posible, y cayó rodandoa alguna distancia. La mordida paralizó a Karait, yRikki-tikki se preparaba para devorarlaempezando por la cola, según costumbre de sufamilia a la hora de la comida, cuando se acordóde que un estómago lleno hace que una mangostase sienta pesada, y que, si quería conservar toda sufuerza y agilidad, debería mantenerse flaca.

Así pues, se fue a tomar un baño de polvo a lasombra de unas matas de ricino, mientras el padrede Teddy golpeaba a la muerta Karait.

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—¿De qué sirve eso? —pensó Rikki-tikki—.¡Yo ya dejé todo listo!

Entonces, la madre de Teddy la levantó delpolvo y la acarició, diciendo que había salvado lavida de su hijo; el padre manifestó que todo habíasido providencial, y Teddy mismo miraba todo congrandes y espantados ojos. Rikki-tikki estaba muydivertida con todo esto, y desde luego no entendíani una palabra. La madre de Teddy podía haberlaacariciado lo mismo por haberla visto jugando enel polvo. Rikki-tikki se regodeaba de lo lindo.

Al anochecer, a la hora de la comida, mientrascaminaba por entre las copas de vino, sobre lamesa, hubiera podido atiborrarse tres veces másde lo que necesitaba, con muy buenas cosas; perose acordó de Nag y de Nagaina, y aunque era muyagradable verse halagada y acariciada por lamadre de Teddy y ponerse en el hombro de éste,los ojos se le inyectaban de cuando en cuando ylanzaba su largo grito de guerra: ¡Rikk-tikk-tikki-tikki-tchik!

Se la llevó Teddy a la cama y se empeñé en

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que se durmiera debajo de su barba. Rikki erademasiado bien educada para morderle o arañarle;pero, en cuanto Teddy se quedo dormido, semarchó a dar su acostumbrado paseo en derredorde la casa, y en la oscuridad se tropezó conChuchundra, el almizclero, que se arrastraba juntoa una pared. Chuchundra es un animalito que vivedesconsolado. Llora y se queja durante toda lanoche, tratando de decidirse a correr por el centrode las habitaciones, pero nunca llega hasta allí.

—No me mates dijo Chuchundra sollozando—.¡No me mates, Rikki-tikki!

—¿Crees que el que mata serpientes, mataalmizcleros? —respondió Rikki, desdeñosamente.

—Los que matan serpientes, serán muertos porellas dijo Chuchundra más desconsolado quenunca—. ¿Cómo puedo estar seguro de que Nag nome confundirá contigo cualquier noche oscura?

—No hay la menor probabilidad de eso —respondió Rikki-tikki—; Nag está en el jardín, yyo sé que tú nunca vas por allí.

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—Mi prima Chua, la rata, me habló… —dijoChuchundra, y luego enmudeció.

—¿De qué te habló?—¡Chito! Nag está en todas partes, Rikki;

deberías haber hablado con Chua, allá en el jardín.—Pues no hablé con ella, por tanto ahora tú

hablarás. ¡Pronto, Chuchundra, o te muerdo!Sentóse Chuchundra y se puso a llorar de tal

modo que las lágrimas le escurrían por losbigotes…

—¡Soy un desdichado! —sollozó—. Nuncatuve suficiente fortaleza de espíritu para correr porel centro de la sala. ¡Chitón! No debo decirte nada.¿No oyes, Rikki-tikki?

Ésta puso atención. La casa estabacompletamente tranquila, pero le pareció que oíaun suavísimo racrac, muy apagado (ruidosemejante al que produce una avispa caminandopor el cristal de una ventana), el seco rumor queproduce una serpiente al rozar sobre ladrillos.

—Es Nag o Nagaina —pensó— que entran por

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la compuerta del cuarto de baño. Tienes razón,Chuchundra; debí hablar con Chua.

Se deslizó suavemente hacia el cuarto de bañode Teddy, pero allí nada había, de manera que sedirigió al de la madre del niño. En la parte baja deuna de las paredes de estuco había un ladrillolevantado, a guisa de compuerta, por dondepenetraba el agua del baño, y cuando Rikki-tikkientró, caminando por la orilla de los bordillos dealbañilería sobre los cuales está el baño, oyó queNag y Nagaina charlaban muy bajo en la parte deafuera, a la luz de la luna.

—Cuando la casa esté vacía —decía Nagainaa su marido—, ella se verá obligada a marcharse,y el jardín volverá a ser nuestro. Entra sin hacerruido, y acuérdate de que el primero que hay quemorder, es al hombre que mató a Karait. Luegosales, y vienes a decírmelo, y entre los dos ledamos caza a Rikki-tikki.

—¿Pero estás segura de que ganaremos algomatando a la gente? —dijo Nag.

—Lo ganaremos todo. Cuando no había nadie

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en el bungalow, ¿había acaso alguna mangosta enel jardín? Mientras el bungalow esté deshabitado,seremos el rey y la reina del jardín; y recuerdaque, tan pronto como se rompan los huevos quepusimos en el melonar y nazcan nuestrospequeñuelos (lo que podría ocurrir mañanamismo), nuestros hijos necesitarán espacio ytranquilidad.

—No había pensado en eso —dijo Nag—. Iré,pero no es preciso que le demos caza a Rikki-tikkidespués. Mataré al hombre grueso y a su esposa, yal niño, si puedo, y luego regresaré tranquilamente;entonces, como quedará vacío el bungalow, semarchará Rikki-tikki.

Al oír esto, Rikki se estremeció de coraje yodio, y la cabeza de Nag apareció en la compuerta,y luego, todo el helado cuerpo de metro y mediode largo. Rabiosa como estaba, Rikki-tikki sintiómiedo al ver el tamaño de la cobra. Nag seenroscó en espiral, levantó la cabeza y miró elcuarto de baño en medio de la oscuridad y Rikkipudo ver cómo brillaban sus ojos.

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—Ahora, si la mato aquí, Nagaina lo sabrá; ysi la ataco en campo abierto, en mitad del cuarto,las probabilidades estarán a su favor —díjoseRikki-tikki-tavi—. ¿Qué haré?

Se balanceó Nag, y luego la oyó Rikki-tikkibeber en la jarra grande que servía para llenar elbaño.

—Está bien —dijo la serpiente—. Veamos:cuando mataron a Karait, el hombre grueso llevabaun bastón. Puede ser que todavía lo tenga; perocuando venga a bañarse en la mañana, no lotendrá. Esperaré aquí hasta que venga. ¿Oyes,Nagama? Esperaré aquí, al fresco, hasta que seade día.

No hubo contestación desde fuera, y así supoRikki-tikki que Nagama se había marchado. Nagenroscó sus anillos, uno a uno, en torno del fondode la jarra, y Rikki-tikki permaneció quieta, comouna muerta. Al cabo de una hora empezó amoverse, músculo a músculo, hacia la jarra. Nagestaba durmiendo, y Rikki-tikki contempló suancha espalda, pensando cuál sería el mejor sitio

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para morderla.—Si no le rompo el espinazo al primer salto

—díjose Rikki—, podrá luchar todavía; y silucha… ¡ay, Rikki!

Contempló la parte más gruesa del cuello, bajola capucha, pero aquello era demasiado anchopara ella, y en cuanto a una dentellada cerca de lacola, sólo haría que Nag se enfureciera más.

—Necesariamente el ataque debe ser a lacabeza —díjose por último; a la cabeza, porencima de la capucha, y una vez hincados allí misdientes, no debo soltar la presa.

Entonces saltó sobre la cobra. Tenía ésta lacabeza un tanto apartada de la jarra, bajo la curvade ésta; en cuanto clavó los dientes, Rikki pegó sucuerpo al rojo recipiente de tierra, para mejorsostener contra el suelo aquella cabeza. Esto le dioun momento de ventaja y le sacó todo el partidoposible. Luego se vio sacudida de un lado a otro,como ratón cogido por un perro, de aquí para allá,de arriba abajo, dando vueltas, describiendograndes círculos; pero sus ojos estaban inyectados

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de sangre, y mantuvo cogida a su presa, aunque elcuerpo de la serpiente azotaba el suelo como unlátigo de carretero, arrojando al suelo un bote dehojalata, la jabonera y un cepillo para friccionar lapiel, y aunque lo golpeara contra las paredesmetálicas del baño.

Rikki aguantaba de firme y apretaba cada vezmás, porque estaba muy segura de que recibiría ungolpe que acabaría con ella, y, por el honor de sufamilia, deseaba que la encontraran, al menos, conlos dientes bien apretados. Estaba mareada,dolorida, y le parecía que estabandescuartizándola, cuando de pronto, estalló algosemejante a un trueno, exactamente detrás de ella;cierto aire caliente la hizo rodar sin sentido, entanto que un fuego muy rojo le quemaba la piel. Elhombre grueso había despertado con el ruido, yhabía disparado los dos cañones de una escopetade caza precisamente detrás de la capucha de Nag.

Rikki-tikki siguió sin soltar su presa, con losojos cerrados, porque ahora estaba muy segura deestar muerta; pero aquella cabeza ya no se movía,

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y el hombre grueso la cogió a ella y dijo:—Alicia, es nuestra mangosta otra vez; la

pobrecilla nos salvó la vida a nosotros.Entró entonces la madre de Teddy, muy pálida,

y vio los restos de Nag, mientras Rikki-tikki searrastraba a la habitación del niño, para acabar depasar la noche, mitad descansando, mitadsacudiéndose suavemente, para ver si en realidadestaba rota en cincuenta pedazos, como crema.

Al llegar la mañana, apenas podía moverse,pero se sentía muy contenta de lo que había hecho.

—Todavía me falta ajustar cuentas conNagaina, lo cual será peor que cinco Nag juntas, yno hay que decir lo que sucederá cuando serompan los huevos de que habló. ¡Santo cielo!debo hablar con Darzee —se dijo.

Sin esperar la hora del almuerzo, Rikki-tikkicorrió hacia el espino donde se hallaba Darzeecantando una canción triunfal a voz en cuello. Lanoticia de la muerte de Nag se había extendido portodo el jardín, porque el barrendero había

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arrojado el cuerpo al estercolero.—¡Imbécil montón de plumas! —dijo Rikki-

tikki, incomodada—. ¿Esta es hora de cantar?—¡Nag ha muerto!… ¡Ha muerto… Ha muerto!

… —cantó Darzee—. ¡La valiente Rikki-tikki lacogió de la cabeza y no soltó presa! El hombregrueso trajo el palo que hace estruendo, y Nagcayó partida en dos. No volverá a comerse a mishijos.

—Es verdad eso, pero, ¿dónde está Nagaina?—respondió Rikki-tikki, mirando cuidadosamenteen torno suyo.

—Nagaina fue a la compuerta del baño y llamóa Nag —respondió Darzee—; pero Nag saliópuesta en el extremo de un palo…, porque elbarrendero la cogió de ese modo y la arrojó alestercolero. Cantemos a la grande Rikki-tikki, lade ojos color de sangre.

Y Darzee hinché el cuello y cantó.—¡Si pudiera llegar a tu nido, echaría abajo a

todos tus chiquillos! —dijo Rikki-tikki—. No

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sabes hacer la cosa debida, a su debido tiempo.Estás a salvo allí en tu nido, pero aquí abajo estoyen guerra. Deja de cantar por un momento, Darzee.

—Por complacer a la grande, a la hermosaRikki-tikki, dejaré de cantar —respondió Darzee—. ¿Qué sucede, matadora de la terrible Nag?

—Por tercera vez te pregunto: ¿dónde estáNagaina?

—Entre el estiércol del establo, llorando aNag. ¡Grande es Rikki, la de los blancos dientes!

—¡Deja en paz a mis blancos dientes! ¿Oístedecir dónde guarda sus huevos?

—En el melonar, en el extremo que está máscerca de la pared, donde el sol da casi todo el día.Allí los escondió hace unas semanas.

—¿Y nunca pensaste que valía la penadecírmelo? ¿En el extremo, hacia el lado máscercano a la pared, dijiste?

—Rikki-tikki, ¿no se te antojará ahora ir acomerte los huevos?

—No a comérmelos precisamente; no. Darzee,

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si tienes una pizca de sentido común, volarásahora hacia el establo y fingirás que tienes una alarota, y dejarás que Nagaina te persiga hasta estearbusto. Tengo que ir al melonar; pero, si voyahora, ella me verá.

Era Darzee una personita de tan escaso seso,que nunca pudo tener en la cabeza dos ideas almismo tiempo; y precisamente porque sabía quelos pequeñuelos de Nagaina nacían de huevos,como los suyos, no creyó al principio queestuviera bien eso de matarlos. Pero su esposa eraun pájaro discreto y sabía que los huevos de cobrasignifican cobras pequeñas para dentro de algúntiempo; por tanto, saltó del nido y dejó que Darzeecuidara de mantener en calor a los chiquillos y quecontinuara cantando acerca de la muerte de Nag.Darzee se parecía mucho a un hombre en algunascosas.

La hembra empezó a revolotear delante deNagaina en el estercolero, gritando:

—¡Ay! ¡Tengo una ala rota! El niño que vive enla casa me tiró una piedra y me la partió. —Y se

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puso a aletear más desesperadamente que nunca.Levantó la cabeza Nagaina y silbé:—Tú le advertiste a Rikki-tikki el peligro que

corría cuando yo pude haberla matado. La verdad,escogiste muy mal sitio para venir a cojear.

Y se dirigió hacia la esposa de Darzee,deslizándose por encima del polvo.

—¡El niño me la rompió de una pedrada! —chilló aquélla.

—¡Bueno! Que te sirva de consuelo, cuandoestés muerta, saber que después le arreglaré lascuentas al muchacho. Mi marido yace en elestercolero esta mañana, pero antes de que caigala noche, el niño también yacerá en completoreposo. ¿De qué te sirve huir? Estoy segura decogerte. ¡Tonta, mírame!

La esposa de Darzee era demasiado lista parahacer eso, pues el pájaro que fija los ojos en losde una serpiente se asusta tanto, que no puede yamoverse. La compañera de Darzee siguiórevoloteando y piando dolorosamente, sin

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apartarse nunca del suelo, y Nagaina apresurabacada vez más el paso.

Los oyó Rikki-tikki seguir el caminillo que ibadel establo a la casa, y se fue entoncesrápidamente hacia la parte del melonar más cercade la pared. Allí, en tibia paja, entre los melones,ocultos muy hábilmente, encontró veinticincohuevos, de tamaño aproximado a los de una gallinade Bantam, pero cubiertos de una piel blanquecinaen vez de cáscara.

—Llegué muy a tiempo —dijo, porque altravés de la piel pudo ver a las cobras pequeñasenroscadas, y sabía que al momento mismo denacer, podían cada una de ellas matar a un hombreo a una mangosta. Mordió el extremo de loshuevos tan rápidamente como pudo, cuidando deaplastar a las cobras, y revolvió de cuando encuando la yacija para ver si había quedado sinromper algún huevo. Al fin quedaron sólo tres, yRikki-tikki empezaba a congratularse, cuando oyóa la esposa de Darzee que gritaba:

—Rikki-tikki, he llevado a Nagama hacia la

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casa, y se metió en la galería, y ahora… ¡oh!,¡corre!… ¡Matará a alguien!

Rikki-tikki aplastó dos huevos y saltó delmelonar con el tercero en la boca, corriendo endirección de la galería tan aprisa como pudieronsus patas. Teddy y sus padres se hallaban allí,dispuestos a desayunar pero Rikki-tikki vio que nocomían Estaban quietos como si fueran de piedra ysus rostros estaban blancos Nagaina, enroscada enforma de espiral sobre la estera que estaba cercade la silla de Teddy, y a distancia conveniente paramorder la pierna de éste, se balanceaba, cantandouna canción triunfal.

—Hijo del hombre que mató a Nag —silbó—,no te muevas. No estoy preparada todavía. Esperaun poco. Que no se mueva ninguno de vosotros. Almenor movimiento, os salto encima… y si no osmovéis, también os saltaré. ¡Oh, gente estúpida,que mató a mi Nag!…

Teddy mantenía sus ojos fijos en los de supadre, y todo lo que pudo hacer éste, fuemurmurar:

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—Estate quieto, Teddy. No debes moverte.Teddy, mantente quieto.

Llegó entonces Rikki-tikki y gritó:—¡Vuélvete, Nagaina, vuélvete y pelea

conmigo!—Cada cosa a su tiempo —dijo aquélla sin

mover los ojos—. Ya arreglaré cuentas contigodentro de un momento. Mira a tus amigos, Rikki-tikki; allí están inmóviles y pálidos. Tienen miedo.No se mueven, y si te acercas un solo paso, losmuerdo.

—Échales una ojeada a tus huevos —dijoRikki-tikki—; allá en el melonar, junto a la pared.Ve y míralos, Nagaina.

Se volvió a medias la enorme serpiente y vioel huevo sobre el suelo de la galería.

—¡Aaah!… ¡Dámelo! —dijo.Rikki-tikki puso sus patas una a cada lado del

huevo, y con los ojos inyectados, respondió:—¿Cuánto me dan por un huevo de serpiente?

¿Por una cobra chiquita? ¿Por una cobra chiquita

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hija de rey? ¿Por la última, la última en verdad deuna nidada? Las hormigas se están comiendo a lasdemás allá en el melonar.

Se volvió en redondo Nagaina, olvidándose detodo por su último huevo. Rikki-tikki vio que elpadre de Teddy extendía su fuerte mano, asió delniño por un hombro, y lo levantó por encima de lamesita y de las tazas de té, poniéndolo a salvo yfuera del alcance de Nagaina.

—¡Te engañé! ¡Te engañé! ¡Te engañé! Rikk-tick-tick —dijo riendo Rikki—. El niño está asalvo, y fui yo, yo, la que cogí ayer noche a Nagpor la capucha en el cuarto de baño.

Entonces empezó a dar saltos con las cuatropatas a la vez y la cabeza casi a ras del suelo.

—Me sacudió de acá para allá, pero no logrósoltarse de mí. Ya estaba muerta cuando vino elhombre grueso a partirla en dos pedazos. Yo lohice. ¡Rikki-tikki-tick-tick! Ven, pues, Nagaina.Ven y lucha conmigo. No durarás viuda muchotiempo.

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Nagaina vio que había perdido la oportunidadde matar a Teddy, y el huevo continuaba entre laspatas de Rikki-tikki.

—Dame el huevo, Rikki-tikki; dame el últimoque queda de mis huevos, y me iré y nuncaregresaré.

—Al decir esto, bajaba la capucha.—Sí, te irás y nunca regresarás, porque te

reunirás en el estercolero con Nag. ¡Pelea, viuda!El hombre grueso fue por su escopeta. ¡Pelea!

Rikki-tikki saltaba en derredor de Nagaina,manteniéndose exactamente fuera del alcance desus envites, reluciéndole los ojillos como dosascuas. Nagaina se replegó sobre sí misma y selanzó contra ella. Rikki-tikki saltó hacia arriba yhacia atrás. La serpiente atacó una y otra vez, y sucabeza daba con sordo ruido contra la estera de lagalería, enroscándose luego el cuerpo como laespiral de un reloj. Entonces saltó Rikki-tikkidescribiendo círculos para colocarse detrás deNagaina, y ésta giraba en redondo para que sucabeza y la de su enemiga estuvieran siempre

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frente a frente, y el ruido que producía su colasobre la estera era como el de las hojas secas queel viento arrastra.

Ya había olvidado el huevo. Allí estaba sobreel suelo de la galería, y Nagaina fue acercándosemás y más a él, hasta que al fin, mientras queRikki-tikki se detenía para tomar aliento, lo cogióen la boca, volvióse hacia los escalones de lagalería y se lanzó como una flecha al estrechocaminillo, perseguida por Rikki-tikki. Cuando unacobra huye para salvar la vida, parece la punta deun látigo revoloteando sobre el cuello de uncaballo.

Rikki-tikki sabía que debía cogerla, porque delo contrario todo habría sido inútil y tendría quevolver a empezar. La serpiente se dirigió en línearecta hacia la hierba alta que crecía junto alespino, y al pasar corriendo oyó Rikki-tikki queDarzee entonaba todavía su estúpido himnotriunfal. Pero la esposa de Darzee era más lista. Searrojó del nido en el preciso momento en quepasaba Nagaina, y empezó a revolotear sobre la

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cabeza de la serpiente. Si Darzee hubiera ayudado,podrían haberla hecho retroceder; pero Nagaina selimitó a bajar su capucha y a seguir adelante. Sinembargo, el momento que perdió al hacer esto lepermitió a Rikki-tikki acercarse más, y cuando laserpiente se metió en la madriguera donde ella yNag solían vivir, los blancos dientes de Rikki seclavaron en la cola de Nagaina, y ambas entraronjuntas en la madriguera… y ninguna mangosta, porvieja y lista que sea, se atrevería a hacer esto. Enel agujero había completa oscuridad, y Rikki-tikkino sabía si se ensancharía de pronto dándole aNagaina el espacio necesario para revolverse ymorderla. Aguantó firmemente y clavó las patas enel suelo a guisa de frenos en la oscura pendientede aquella tibia y húmeda tierra.

Luego, la hierba que estaba a la entrada delagujero dejó ya de moverse, y Darzee dijo:

—Todo terminó para Rikki-tikki. Entonemos unhimno a su muerte. ¡La valiente Rikki-tikki hamuerto! Seguramente Nagaina la matará allá, bajotierra.

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Púsose, pues, a entonar una fúnebre melodíaimprovisada, inspirada por el momento aquel, yexactamente cuando llegaba a la parte máspatética, se movió de nuevo la hierba, y Rikki-tikki, cubierta de polvo, se arrastró despacio fueradel agujero, relamiéndose los bigotes. Darzeeenmudeció en seguida, dando un grito. Rikki-tikkise sacudió un poco el polvo y estornudó.

—Todo ha terminado —dijo—. Nunca saldráya de ahí la viuda.

Y las hormigas rojas que viven en los tallos dela hierba la oyeron, y empezaron a formar largashileras para ir y ver si era cierto lo que decía.

Rikki-tikki se enroscó sobre la misma hierba yallí mismo se durmió…, y durmió y durmió hastamuy entrada la tarde, porque había tenido un díapesadísimo.

—Ahora dijo cuando al cabo se despertó—,volveré a la casa. Darzee, cuéntale al calderero loque sucedió, y él le dirá luego a todo el jardín queNagaina ha muerto.

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El calderero es un pájaro que produce un ruidodel todo parecido al de un martillo que golpeteasobre un caldero de cobre; y la razón de quesiempre está haciendo ese ruido, es porque él es elpregonero de todo jardín indio, y le cuenta lasnoticias a quien quiere oírlas. Al caminar Rikki-tikki por el senderillo que conducía a la casa, oyólas notas de ¡alerta!, como las de un pequeñotantán de los que se usan para anunciar la hora dela comida; y luego, el acompasado ¡din-don-tok!"¡Nagaina ha muerto!… ¡don!" "¡Nagaina hamuerto!… ¡din-don-tok!" Al escuchar esto,cantaron todos los pájaros del jardín y las ranascroaron, porque Nag y Nagaina también comenranas, lo mismo que pájaros.

Cuando llegó Rikki-tikki a la casa, Teddy, lamadre de Teddy (que aún estaba pálida, pues sehabía desmayado) y el padre de Teddy salieron arecibirla y casi lloraron de agradecimiento.Aquella noche comió Rikki cuanto le dieron hastano poder más, y luego, llevándola Teddy sobre suhombro, se fue a la cama, y allí la encontró la

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madre del niño cuando a última hora fue a verlodormir.

—Salvó nuestras vidas y la de Teddy —le dijoa su marido—. ¡Figúrate! Nos salvó la vida atodos.

Rikki-tikki se despertó sobresaltada, porquelas mangostas son de un sueño muy ligero.

—¡Ah! ¡Sois vosotros! ¿Por qué me molestan?Ya murieron todas las cobras; y si alguna queda,aquí estoy yo.

Tenía derecho Rikki-tikki a sentirse orgullosa;pero no se enorgulleció más de lo justo, yconservó el jardín como una mangosta debeconservarlo, defendiéndolo con los dientes, y asaltos, y de todas maneras, hasta que ni una solacobra se atrevió ya a asomar la cabeza dentro delas paredes del recinto.

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CÁNTICO DE DARZEEEN HONOR DE RIKKI-

TIKKI-TAVI

SOY un pájaro cantor y tejedor,y dobles son las alegrías que conozco:orgulloso me siento al cruzar por los aires,y orgulloso también de la casita que he tejido.Sube y baja al compás de mi música,sube y baja mi casita que oscila.Levanta la frente, oh madre,y entona tu cancioncilla;pereció la que era nuestro azote,la muerte misma yace muerta en el jardín.Yace impotente el Terror que entre rosas vivía,sobre el polvo yace y se pudre en el estiércol.¿Quién, pregunto, nos libró de ella?

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Decid su nombre y repetidlo:Rikki, la valiente, ella ha sido,Tikki, la de ojos de ascua.Rikki-tikki de dientes marfileños,Rikki la cazadora, de mirada encendida.Pájaros todos, dadle las graciascon vuestras colas extendidas;alabadla como el ruiseñor lo haría,pero en vez de éste, yo la alabaré.¡Escuchad! Yo cantaré su alabanza,¡Loor a Rikki, la de ojos de fuego!(Aquí, Rikki-tikki interrumpió, y el resto de la

canción se ha perdido.)

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Los servidores deSu Majestad

POR quebrados podéis resolverlo,o también por regla de tres;pero el camino de Tweedledum,no es el de Tweedledee.Torced el problema, revolvedlo,plegadlo como gustéis;pero el camino de PillyWinkyno es el mismo que el de WínkiePop. Copiosa lluvia había estado cayendo durante

un mes entero… Había caído sobre uncampamento de treinta mil hombres, millares decamellos, elefantes, caballos, bueyes y mulas,reunidos en un lugar llamado Rawal Pindi, para

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que el virrey de la India le pasara revista. Ésterecibía la visita del emir de Afganistán, reysalvaje de un salvajísimo país; el emir habíatraído, acompañándole, una guardia deochocientos hombres e igual número de caballosque nunca antes habían visto un campamento o unalocomotora; hombres salvajes y caballos salvajestambién sacados de algún lugar del corazón deAsia Central. Cada noche, un pelotón de esoscaballos rompía las cuerdas que los sujetaban y selanzaban estrepitosamente de un lado al otro delcampamento, entre el barro y la oscuridad; o bienlos camellos se desataban y corrían por allítropezando con las cuerdas que sostenían lastiendas; ya puede imaginarse lo agradable que estosería para los hombres que intentaban dormir. Mitienda estaba situada lejos de las filas decamellos, y por eso pensaba yo encontrarme ensitio seguro. Pero una noche un hombre asomó lacabeza por mi tienda y gritó:

—¡Salga pronto! ¡Allí vienen! ¡Ya derribaronmi tienda!

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Ya sabía yo quiénes venían, por tanto, me puselas botas, me eché encima el impermeable y salícorriendo por un lado. Mi perrita fox-terrier,Vixen, salió por el otro lado. Al cabo de unmomento, se escuchaban bramidos, gruñidos yruidos guturales como burbujeos, y vi cómo mitienda se hundía, porque el palo que la sosteníahabía saltado en pedazos; la tienda empezó adanzar como duende loco. Un camello que habíaentrado se había enredado en ella, y aunque estabayo todo mojado y enojado, no pude menos dereírme. Después salí corriendo, porque no sabíacuántos camellos se habían soltado, y poco tiempodespués perdí de vista el campamento, y caminabacon dificultad por el barro.

Caí por último sobre la cureña de un cañón, ycon esto supe que me encontraba cerca de laslíneas de artillería donde las piezas son colocadaspor la noche. Como no quería seguir vagando bajola lluvia y en medio de la oscuridad, coloqué miimpermeable sobre la boca de uno de los cañones,formando así una especie de choza con dos o tres

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atacadores que encontré, y me tendí sobre lacureña de otro cañón, preguntándome dóndeandaría Vixen y dónde me encontraba yo.

Cuando iba a dormirme, escuché un rumor dearreos y algo como un gruñido, y un mulo pasó ami lado sacudiendo las mojadas orejas. Pertenecíaa una batería de cañones atornillables o demontaña, porque podía yo oír el ruido de lascorreas, anillas, cadenas y demás pegando sobre elbasto. Estos cañones son pequeños; se componende dos piezas que se unen en el momento en quevan a usarse. Se llevan con facilidad por lasmontañas, en cualquier lugar donde los muloshallen un sendero, y son muy útiles en los paísesdonde abundan las rocas.

Detrás del mulo venía un camello cuyosenormes pies blandos se hundían y resbalaban enel barro, y su cuello se balanceaba hacia acá yhacia allá, como el de una gallina perdida. Porfortuna conocía yo bastante el lenguaje de losanimales (no el de los salvajes, por supuesto, sinoel de los que se hallan en los campamentos) por

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haberlo aprendido de los indígenas, y pude saberlo que decía entonces.

Debía ser el mismo camello que entró en mitienda, porque le gritó al mulo:

—¿Qué haré? ¿A dónde iré? Luché contra unacosa blanca que se movía, y ella cogió un palo yme pegó en el cuello. (Se refería al palo roto de mitienda, y yo me alegré mucho al oírlo.)¿Seguiremos corriendo?

—¡Ah! ¡Conque eres tú y tus amigos los quehan perturbado al campamento! —dijo el mulo—.¡Muy bien! Ya te darán una paliza en cuantoamanezca. De todos modos, yo te daré algo acuenta.

Oí el ruido que hacían los arreos al retrocederel mulo y al soltarle al camello dos coces en lascostillas que resonaron como un tambor.

—Otra vez —dijo el mulo, lo pensarás mejorantes de correr por entre una batería, de noche,gritando: ¡a ése! o ¡fuego! Échate y no sigasmoviendo ese estúpido cuello tuyo.

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Se dobló el camello como suelen hacerloellos, como una escuadra, y se echó dandogemidos. Se oyó en la oscuridad un acompasadoruido de cascos, y un gran caballo del ejército seacercó galopando con la misma regularidad que siestuviera en un desfile, saltó por encima de unacureña y se paró junto al mulo.

—¡Es una vergüenza! —dijo, resoplando. ¡Denuevo metieron bulla por nuestras filas esoscamellos…! Es la tercera vez en la semana.¿Cómo mantendrá su buen estado un caballo si nose le permite dormir? ¿Quién anda por allí?

—Soy el mulo que porta la cureña del cañónnúmero dos de la primera batería de montaña —explicó el mulo—, y aquel es uno de vuestrosamigos. A mí también me despertó. ¿Quién esusted?

—Número 15, Escuadrón E, del Noveno deLanceros… Soy el caballo de Dick Cunliffe.Échate un poco allá; así.

—¡Mil perdones! dijo el mulo. Todavía haydemasiada oscuridad para poder ver bien. ¡Vaya si

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estos camellos arman una bulla tremenda por nada!Yo me fui de mis líneas para ver si aquí puedotener algo de paz y tranquilidad.

—Señores míos —dijo el camellohumildemente—, tuvimos pesadillas esta noche ynos asustamos mucho. Yo no soy más que uno delos camellos de carga del 39 de la infanteríaindígena, y no soy tan valiente como ustedes,señores míos.

—Entonces, ¿por qué diablos no te estás quietoen tu sitio y llevas el bagaje del 39 de infanteríaindígena, en vez de correr por todo elcampamento? —rezongó la mula.

—¡Es que las pesadillas fueron tan horribles!… —repuso el camello. Siento mucho lo ocurrido.Pero, ¡escuchen! ¿Qué es eso? ¿Echamos a correrde nuevo?

—¡Échate! dijo el mulo. Si no, te romperásesas largas piernas entre los cañones. —Enderezóuna oreja y escuchó—. ¡Bueyes! —exclamó—. Losbueyes que arrastran los cañones. ¡Por vida de…!Tú y tus amigos despertaron a todo el campamento.

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Se requiere mucho alboroto, para hacer que uno delos bueyes de las baterías se levante.

Oí yo una cadena que se arrastraba por elsuelo, y llegó uno de los pares de enormes y tercosbueyes blancos que arrastran los pesados cañonesde sitio cuando los elefantes ya no se atreven aacercarse más al fuego del enemigo; llegó, y cadauno empujaba el hombro contra el otro. Y casipisando la cadena venía también un mulo de lasbaterías, llamando a grandes voces a Billy.

—Es uno de nuestros reclutas —dijo el muloviejo al caballo. Me llama. ¡Aquí estoy, muchacho,basta de chillar! La oscuridad nunca hizo daño anadie.

Los bueyes estaban echados juntos yempezaron a rumiar; pero el mulo joven se pusojunto a Billy.

—¡Qué cosas! —dijo—. ¡Espantables yterribles cosas, Billy! Se echaron sobre nuestrasfilas mientras estábamos durmiendo. ¿Crees quenos matarán?

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—¡Me dan ganas de darte una coz de padre yseñor mío! —respondió Billy—, ¡A un mulo de tuestampa, tan bien entrenado, deshonrar a la bateríaante estos caballeros!

—¡Poco a poco! —dijo el caballo. Recuerdenque así son todos siempre al principio. La primeravez que yo vi a un hombre (esto fue en Australia,cuando yo tenía tres años), corrí durante mediodía, y si hubiera visto a un camello, todavía estaríacorriendo.

Casi todos los caballos de la caballeríainglesa se llevan a la India desde Australia, y losmismos soldados son los que los doman.

—¡Muy cierto! —afirmó Billy—. Ya notiembles, muchacho. La primera vez que meenjaezaron por completo, con todas las cadenas ami espalda, me paré en dos pies y rompí todo acoces. No había aprendido aún la verdaderaciencia de cocear, pero todos los de la bateríadijeron que nunca habían visto cosa igual.

—Pero no era ruido de arreos ni retintínalguno lo que ahora se oía dijo el mulo joven—.

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Ya sabes que esto ya no me importa, Billy. Erancosas parecidas a árboles, y caían entre las filascon rumores de burbujeos; y mi cabestro serompió, y no pude hallar al que me cuida, ni tepude hallar a ti, Billy; por tanto me escapé con…con estos caballeros.

—¡Je, je! —exclamó Billy—. Tan pronto comooí que los camellos se habían soltado, me fui pormi cuenta, muy quietecito. Cuando un mulo debatería… de una batería de cañones de montaña…llama caballeros a los bueyes que arrastrancañones de otra clase, debe estar terriblementeemocionado. ¿Quiénes son ustedes, buena gente,que están allí echados?

Los bueyes dejaron de rumiar por un momentoy respondieron a la vez:

—El séptimo par del primer cañón de labatería de los grandes. Estábamos durmiendocuando llegaron los camellos, pero, cuandosentimos que nos pisoteaban, nos levantamos yunos fuimos. Es mejor tenderse en paz en el barro,que ser molestado sobre un buen lecho. Le dijimos

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a tu amigo aquí presente que no había por quéasustarse, pero sabe tanto que pensó lo contrario.¡Bah!

Y continuaron rumiando.—Eso pasa cuando se tiene miedo. Hasta los

bueyes que arrastran los cañones se burlan de ti.Ya puedes estar satisfecho, muchacho.

El muleto rechinó los dientes, y oí algo quedecía sobre el poco miedo que le daban todos loscochinos bueyes de este mundo, todos esosmontones de carne; pero los bueyes sóloentrechocaron sus cuernos y siguieron rumiando.

—Ahora no te incomodes después de habertenido miedo; ésa es la peor clase de cobardía dijoel caballo. A cualquiera puede perdonársele quehaya sentido miedo por la noche, así lo creo, si vecosas que le parecen incomprensibles. Nosotros,los cuatrocientos cincuenta que somos, hemos rotouna y otra vez y muchas veces las ataduras que nossujetaban a las estacas, tan sólo porque a algúnrecluta se le ocurría venir a contarnos cuentos delátigos que se volvían serpientes, allá en Australia,

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su tierra; y después que los oíamos nos asustabanhorriblemente hasta los colgantes cabos de loscabestros.

—Todo está muy bien en el campamento —dijo Billy—. A veces me han dado ganas de salirescapado, por el puro gusto de hacerlo, cuando nohe salido a campo abierto durante uno o dos días.Pero, ¿qué hacen ustedes cuando están en servicioactivo?

—¡Ah! Eso es harina de otro costal —dijo elcaballo—. Entonces Dick Cunliffe cabalga sobremí y me aprieta las rodillas en los costados, y todolo que tengo que hacer, es mirar dónde pongo lospies, conservar las patas traseras dobladas bajo elcuerpo y obedecer al freno.

—¡Qué significa obedecer al freno? —preguntó el muleto.

—¿Vaya pregunta! ¡Por los huesos de mipadre!… —relinchó el caballo—. ¿Quieres decirque no te enseñan eso en el oficio quedesempeñas? ¿Cómo puedes hacer nada, si nopuedes volverte en redondo rápidamente, cuando

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te aprietan la rienda sobre el cuello? Para elhombre que te cabalga, es cuestión de vida omuerte, y por supuesto también lo es para ti. Da lavuelta sobre las patas traseras bien recogidas,cuando sientas la rienda sobre tu cuello. Si notienes suficiente sitio para revolverte, levanta lasmanos y gira sobre los cuartos traseros. Esto es loque se llama obedecer al freno.

—A nosotros no se nos enseña así —dijoBilly, el mulo, fríamente—. Se nos enseña aobedecer las órdenes del hombre que nos guía: darun paso hacia acá o hacia allá, como él lo mande.Pero creo que todo es más o menos lo mismo. Perocon toda esa fantasía y tanto empinarse —cosamuy mala para vuestros corvejones—, ¿qué es loque hacéis en realidad?

—Eso es según las circunstancias —dijo elcaballo—. Generalmente tengo que ir entre unmontón de hombres desgreñados que gritan yllevan cuchillos, largos y brillantes y peores quelos del albéitar, y debo atender a que la bota deDick toque con precisión la del hombre que va a

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su lado, pero sin apretarla. Veo la lanza de Dick ala derecha de mi ojo derecho, y entonces sé que nohay de que preocuparse. No quisiera estar en elpellejo del hombre o del caballo que se nospusiera por delante a Dick y a mí cuando tenemosprisa.

—¿Y no hacen daño los cuchillos? —preguntóel muleto.

—Bueno…, a mí me hirieron una vez en elpecho, pero esto no fue por culpa de Dick.

—¡Qué me importaría a mí de quién era laculpa si me hirieran! —exclamó el muleto.

—Pues debe importarte —prosiguió elcaballo. Si no tienes confianza en tu hombre,puedes huir de una vez. Esto es lo que hacenalgunos de nuestros caballos, y no los culpo. Comoiba diciendo, no fue culpa de Dick. Había unhombre tendido en el suelo, y yo me alargué cuantopude para no pisarlo, y entonces él me tiró un tajo.La próxima vez que tenga que pasar sobre unhombre, pisaré sobre él,… apretando de firme.

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—¡Je, je! —dijo Billy—. Todo eso sontonterías. Los cuchillos son siempre una cosa muyfea, Lo bonito es trepar por un monte, bienensillado, agarrándose fuerte con las cuatro patas yhasta con las orejas, y serpentear, arrastrarse,moverse de todas las maneras posibles, hasta quese llega a varias docenas de metros por encima decualquiera otro, sobre un reborde del terreno enque sólo hay sitio para poner los cascos. Entonceste paras y te estás quieto —nunca le pidas a unhombre que te tenga del cabestro, muchacho—, temantienes muy quieto mientras ponen en orden loscañones, y luego miras las bombas, como cachosde adormideras, caer entre las copas de losárboles, allá abajo, muy lejos.

—¿Y nunca tropezáis? —preguntó el caballo.—Dicen que cuando un mulo dé un paso en

falso, se le rasgará la oreja a una gallina —respondió Billy—. De cuando en cuando quizás,por culpa de un basto mal puesto, puede caerse unmulo; pero ocurre muy raras veces. Quisieraenseñaros cómo trabajamos. Es algo muy hermoso.

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¡Con decir que tardé tres años en adivinar quéquerían de nosotros los hombres que nosconducían!… La ciencia de todo esto consiste enque el cuerpo no destaque contra el cielo, porque,si esto sucediera, serviría uno de blanco.Acuérdate de esto, muchacho. Escóndete siempretodo lo que puedas, aun cuando tengas quedesviarte un cuarto de legua de tu camino. Yo soyel que dirijo la batería cuando hay que hacer unade esas ascensiones.

—¡Tirarle a uno sin darle siquiera laposibilidad de arrojarse contra quien le dispara!—dijo el caballo, muy pensativo—. No puedosoportar eso! ¡Me moriría de ganas de atacar, juntocon Dick!

—¡Oh! ¡No lo creas! Sabemos que, en cuantoestán los cañones en posición, ellos son los que seencargan del ataque. Esto es científico y elegante;pero los cuchillos… ¡puf!

El camello había estado balanceando la cabezahacía rato con muchas ganas de entremeterse en laconversación. Por último le oí decir, carraspeando

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nerviosamente:—Yo… yo… he estado también en una que

otra batalla; pero no trepando ni corriendo.—¡Claro! Y ahora que hablas de ello, creo que

no fuiste hecho ni para trepar ni para corrermucho. En fin, ¿cómo fue eso, costal de paja?

—Fue… como debe ser —respondió elcamello—. Nos echamos todos…

—¡Por mi pretal y mi grupera! —dijo entredientes el caballo. ¿Se echaron?…

—Nos echamos… y éramos cien… —siguiódiciendo el camello. Formamos un gran cuadro, yluego los hombres amontonaron nuestros fardos ysillas, fuera del cuadro, y empezaron a dispararpor encima de nosotros, desde los cuatro lados ala vez.

—¿Qué clase de hombres? ¿Los primeros quese presentaron? —dijo el caballo, A nosotros nosenseñan en la escuela de equitación a tendernos ydejar que nuestros amos disparen por encima denosotros; pero sólo confiaría yo en Dick Cunliffe

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para que hiciera eso. Me molesta haciéndomecosquillas junto a la cincha, y además, con lacabeza en el suelo no se puede ver nada.

—¿Qué importa quién dispara por encima deuno? —dijo el camello. Muchísimos hombres ycamellos están al lado de uno y ademásmuchísimas nubes de humo. Entonces no tengomiedo. Permanezco quieto y espero.

—Y sin embargo tienes pesadillas en la nochey alborotas todo el campamento —repuso Billy—.¡Vaya! ¡Vaya! Antes que tenderme y permitirle aningún hombre disparar por encima de mí, creoque mis patas y su cabeza trabarían conocimiento.¿Cuándo se escuchó cosa tan terrible como ésa?

Se hizo un largo silencio, y a continuación unode los bueyes levantó su enorme cabeza y dijo:

—Todo eso es pura tontería. Sólo hay unamanera de entrar en la lucha.

—¡Ah! ¡Sigue, sigue! —respondió Billy—. Note fijes en que yo estoy delante. Supongo queustedes, buena gente, pelean sosteniéndose sobre

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el rabo.—No hay sino una manera —repitieron ambos

a la vez. (Seguramente eran gemelos)—. Y ésta esla manera: uncimos, los veinte pares que somosnosotros, al cañón grande, en cuanto empieza atrompetear El de las dos colas. (Se le llama El delas dos colas, en el lenguaje del campamento, alelefante.)

—¿Y por qué suena él la trompa? —preguntóel muleto.

—Para mostrar que no quiere acercarse más alhumo que hay de aquel lado. El de las dos colas esun grandísimo cobarde. Luego empujamos todosjuntos el cañón grande… ¡Heya! ¡Hullah!¡Heeyah! ¡Hullah!… Nosotros no nosencaramamos como gatos ni corremos comoterneros. Atravesamos la llanura, veinte pares defrente, hasta que nos desuncen de nuevo, yentonces, a pacer, mientras los grandes cañones ledirigen la palabra al través del llano a algunaciudad de paredes de tapia, las que caen engrandes pedazos, y nubes de polvo se elevan en el

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aire como si regresaran a casa innumerablesrebaños.

—¡Oh! ¿Y ustedes aprovechan ese momentopara pacer? —dijo el muleto.

—Ése o cualquiera otro. Siempre es agradablecomer. Nosotros esperamos hasta que nos uncen denuevo y arrastramos el cañón hasta donde estáesperándolo El de las dos colas. En algunasocasiones en la ciudad hay cañones grandes quecontestan a los nuestros y matan a algunos denosotros, y así, es más abundante el pasto para losque quedan. Cosas del destino… sólo del destino.Sea como fuere, El de las dos colas es ungrandísimo cobarde. Éste es el verdadero modo decombatir. Nosotros somos dos hermanos, hijos deHapur. Nuestro padre era uno de los torossagrados de Siva. Hemos dicho.

—¡Bueno! A la verdad, algo he aprendido estanoche dijo el caballo—. Y ustedes, caballeros dela batería de cañones de montaña, ¿también sientenganas de comer cuando los cañones disparancontra ustedes y a retaguardia permanece El de las

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dos colas?—Tan poco, como son pocas las ganas que

sentimos de echarnos y permitir que los hombresse tiendan sobre nosotros, o lanzarnos entrepersonas que esgrimen cuchillos. Nunca oí talessimplezas. El borde de un precipicio, una cargabien equilibrada, un arriero de quien pueda unoestar seguro que lo dejará escoger su camino…,con eso que me den, cuenten conmigo: pero lodemás… ¡no! dijo Billy pegando una patada en elsuelo.

—Por supuesto dijo el caballo—, no todossomos de la misma madera, y veo bien que sufamilia, por la línea paterna, a duras penasentendería ciertas cosas.

—Deje en paz a mí familia y a su línea paternadijo Billy enojado (porque a todo mulo le disgustaque le recuerden que su padre era un asno)—. Mipadre fue un caballero del Sur, y podía derribar,morder, y convertir en piltrafas a coces, acualquier caballo que cruzara su camino.¡Acuérdate de esto, gran Brumby!

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Brumby significa un caballo salvaje, sincrianza. Imaginad lo que sentiría el noble bruto,vencedor en las carreras, si oyera que lo llamabaacémila uno que arrastrara un carro, y así podréisimaginaros lo que sentiría el caballo australiano enaquel momento. Vi cómo le brillaba en la sombrael blanco de los ojos.

—Mira, hijo de un garañón importado deMálaga —dijo, apretando los dientes—, tendréque enseñarte que, por línea materna, desciendo deCarbine, ganadora de la Copa de Melbourne; yque en mi tierra no estamos acostumbrados adejarnos pisotear por un mulo, charlatán comoloro, y con sesos de cerdo, y que sólo pertenece auna batería de cerbatanas para juegos de niños.¡En guardia!

—¡Y tú sobre tus patas traseras! —chilló Billy.Así lo hicieron, frente a frente, y ya esperaba

yo una furiosa lucha, cuando, de en medio de laoscuridad, hacia la derecha, se oyó una vozgutural, profunda, que decía:

—Niños, ¿por qué se pelean? Esténse quietos.

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Ambas bestias dejaron caer las patas con unronquido de disgusto, pues no hay caballo ni muloque pueda soportar la voz del elefante.

—Es El de las dos colas —dijo el caballo—.¡No puedo soportarlo! ¡Tener una cola en cadaextremo no es jugar limpio!

—Yo pienso exactamente lo mismo —respondió Billy, y se apretó contra el caballo parasentirse acompañado—. En algunas cosas, nosparecemos mucho.

—Supongo que las heredamos de nuestrasmadres —observó el caballo. No vale la penapelear por eso. ¡Eh! ¡Dos colas! ¿Estás atado?

—Sí —respondió éste, con una risita queparecía subirle trompa arriba—. Estoy atado paratoda la noche. Ya oí, amigos, lo que han estadohablando. Pero no teman; no me acercaré.

Los bueyes y el camello dijeron casi en vozalta:

—¡Sentir miedo por El de las dos colas!…¡Qué tontería! —Y los bueyes prosiguieron:

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—Sentimos que lo hayas oído pero es cierto.Dos colas: ¿por que le tienes miedo a los cañonescuando disparan?

—Pues… —empezó El de las dos colas,frotando una de sus patas traseras contra la otra,tal y como lo hace un chiquillo cuando declamaversos—, no estoy muy seguro si me entenderánustedes.

—No entenderemos, pero la cosa es quetenemos que arrastrar los cañones dijeron losbueyes.

—Sí; lo sé. También sé que ustedes son muchomás valientes de lo que creen. Pero no sucede lomismo conmigo. El capitán de mi batería me llamóel otro día anacronismo paquidermatoso.

—¿Una nueva manera de combatir, supongo?dijo Billy, que empezaba a recobrar el uso de susfacultades.

—Por supuesto, tú no sabes lo que esosignifica, pero yo sí. Significa algo que está entredos aguas, entre dos luces, y así estoy yo. Veo

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dentro de mi cabeza lo que ocurrirá cuando estalleuna bomba; ustedes, bueyes, no pueden verlo.

—Pero yo sí dijo el caballo. En parte, a lomenos. Pero hago por no pensar en ello.

—Yo lo veo mejor que tú, y pienso en ello…,Sé que tengo un enorme corpachón que hay quecuidar, y sé que nadie sabe cómo curarme cuandoestoy enfermo. Lo único que pueden hacer es nopagarle a mi cornac hasta que me alivio, y nopuedo fiarme de él.

—¡Ah! —interrumpió el caballo. Eso loexplica todo. Yo puedo fiarme de Dick.

—Podrías ponerme encima todo un regimientode Dicks sin que me sintiera mucho mejor. Sé losuficiente para sentirme a disgusto, y no losuficiente para seguir adelante a pesar de todo.

—No entendemos dijeron los bueyes.—Ya sé que no lo entienden. Pero no les estoy

hablando a ustedes. Ustedes no saben lo que essangre.

—¡Lo sabemos! —respondieron los bueyes—.

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Es una cosa roja que la tierra chupa y que huele.El caballo tiró una coz, dio un salto y relinchó.—¡No hablen de eso! dijo. Me parece olerla

ahora, con sólo imaginármela. Me dan ganas decorrer… cuando no llevo a Dick sobre mí.

—¡Pero si aquí no la hay! —dijeron el camelloy los bueyes—. ¡Vaya que eres tonto!

—Es vil cosa dijo Billy—. A mí no me danganas de correr, pero no quiero hablar de ella.

—¡Ahí tienen ustedes! dijo El de las doscolas, moviendo la suya para explicarse mejor.

—Ciertamente. Y aquí nos hemos tenidodurante toda la noche —dijeron los bueyes.

El de las dos colas pateó en el suelo hasta quesu anillo de hierro resonó.

—No les hablo a ustedes. Ustedes no puedenver lo que sucede dentro de su cabeza.

—Claro que no. Sólo vemos lo que pasa afuerade nuestros cuatro ojos. Sólo vemos lo que estádelante de nosotros.

—Si yo pudiera hacer eso y sólo eso, a ustedes

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no los necesitarían absolutamente para arrastrarlos grandes cañones. Si yo fuera como mi capitán—él puede ver las cosas dentro de su cabeza antesde que empiece el fuego, y tiembla todo él, perosabe demasiado como para que se eche a correr—,si yo fuera como él, podría arrastrar los cañones.Pero si yo fuera así de sabio, ciertamente noestaría aquí. Sería un rey en la selva, como lo fuiantaño, durmiendo la mitad del día y bañándomecuando se me antojara. Hace un mes que no tomoun buen baño.

—Todo eso está muy bien dijo Billy—; perodarles a las cosas nombres rimbombantes no lasmejora.

—¡Chitón! dijo el caballo. Creo que entiendolo que quiere decir Dos colas.

—Dentro de un momento lo entenderás mejor—dijo éste de mal humor—. ¿Quisieras sóloexplicarme por qué a ti no te gusta esto?

Empezó a hacer resonar furiosamente sutrompa.

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—¡Basta, basta! —dijeron Billy y el caballo almismo tiempo. Y oí cómo pateaban y temblaban.El trompeteo de un elefante es siempredesagradable, sobre todo de noche.

—¡No quiero callar! —dijo El de las doscolas—. ¿Me quieren hacer el favor de explicarmeesto? ¡Rrrumf! ¡Rrrert! ¡Rrrumf! ¡Rrrah! Luegodetúvose de pronto y escuché un quejido en laoscuridad, y supe que al fin Vixen había dadoconmigo. Sabía ella tan bien como yo que hay algoen el mundo que asusta al elefante más que nada, yes el ladrido de un perro; por eso se paró, paramolestar al de las dos colas, en el lugar dondeestaba atado, y allí ladró entre sus enormes pies.Dos colas se agitó y empezó a chillar.

—¡Vete, perro! —dijo. No me huelas loszancajos o te pateo. ¡Perrito bueno… perritomono! ¡Lárgate a tu casa, bestezuela que no parasde ladrar! ¿Por qué alguien no lo aparta de allí? Enun momento más me morderá.

—Me parece —le dijo Billy al caballo— quenuestro amigo Dos colas tiene miedo a un montón

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de cosas. Si a mí me hubieran dado un buen piensopor cada perro que he lanzado de una coz al otrolado del campo de maniobras, estaría tan gordocomo Dos colas.

Silbé y Vixen vino corriendo hacia mí, todallena de lodo, me lamió la nariz, y me narró unlarguísimo cuento de sus aventuras en elcampamento mientras iba en mi busca. Nunca lehabía dicho que yo entendía el lenguaje de losanimales, porque se hubiera tomado toda clase delibertades conmigo. La puse, pues, sobre mi pecho,abotonando por encima de ella mi sobretodo, yDos colas se movió cuanto quiso, y pateó y gruñó,solo ya.

—¡Extraordinario! ¡Extraordinario! —dijo—.Esto viene ya de familla. ¡A ver! ¿Dónde semetería ahora aquel diablo de animalejo?

Le oí que tanteaba acá y allá con la trompa.—Todos parecemos tener un punto flaco —

prosiguió, soplando para limpiarse la nariz—.Ustedes, señores, me parece que se alarmaron unpoco cuando me oyeron trompetear.

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—Precisamente alarmamos, no, dijo elcaballo. Pero sentí como que me picaban algunostábanos donde suelo llevar la silla. No empiecesde nuevo.

—A mí me asusta un perrillo, y a ese camellole asustan las pesadillas que tiene de noche.

—Es una suerte que no todos tengamos quecombatir de la misma manera dijo el caballo.

—Lo que yo quisiera saber —dijo el mulo quehabía estado callado durante largo rato—, lo queyo quisiera saber es por qué tenemos que combatir,del modo que fuere.

—Porque así nos lo mandan dijo el caballocon un ronquido de desprecio.

—¡Órdenes! dijo Billy el mulo. Y sus dientesrechinaron.

—¡Hukm hai! (es una orden) —dijo el camellocon un ruido gutural; y Dos colas y los bueyesrepitieron: ¡Hukm hai!

—Sí, pero, ¿quién da las órdenes? dijo elmuleto, el recluta.

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—El hombre que va a tu lado… o que se tesienta encima…, o que sostiene la cuerda que atana tu nariz… o que te retuerce la cola… —dijeron,uno después de otro, Billy, el caballo, el camello ylos bueyes.

—Pero, ¿quién les da a ellos las órdenes?—Joven, quieres saber demasiado —dijo Billy

—, y eso es exponerse a recibir una coz. Todo loque tienes que hacer, es obedecer al hombre que teguía, y no preguntar nada.

—Tiene razón dijo El de las dos colas—. Yono Siempre puedo obedecer, porque estoy comoentre la espada y la pared; pero Billy tiene razón.Obedece al hombre que está a tu lado y que te dala orden; de lo contrario, toda la batería tendrá quedetenerse por tu culpa, y esto, sin contar la palizaque te darán.

Los bueyes se levantaron para marcharse.—La mañana se acerca —dijeron—.

Regresamos a nuestros puestos. Es cierto quenosotros sólo vemos con nuestros ojos y que no

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somos muy listos; pero, así y todo, somos losúnicos que esta noche no hemos sentido miedo.¡Buenas noches, valientes!

Nadie contestó, y entonces el caballo dijo,para cambiar de conversación:

—¿Dónde está el perrito aquel? Un perrosiempre significa que el hombre no anda lejos.

—Aquí estoy —ladró Vixen—, bajo la cureña,con mi amo. ¡Tú, camello, gran bestia, echasteabajo nuestra tienda! Mi amo está muy enojadocontigo.

—¡Psché! dijeron los bueyes—. ¡Debe ser unblanco!

—Por supuesto dijo Vixen—. ¿Creen que a míme cuida algún boyero negro?

—¡Huah! ¡Ouach! ¡Ugh! —dijeron los bueyes—. Vámonos pronto. Se lanzaron entre el barro, ysin saber cómo, metieron por el yugo que llevabanla lanza de un carro de municiones, y allí sequedaron cogidos.

—¡Se lucieron! dijo calmosamente Billy—.

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Nada de forcejear. Aquí tendrán que quedarsehasta que se haga de día. ¿Qué diablos les pasaahora?

Los bueyes lanzaron aquellos largos ysilbantes ronquidos que da el ganado de la India, yse empujaron chocando el uno contra el otro, ydieron vueltas, patearon, resbalaron y casi secayeron en el barro, gruñendo salvajemente.

—Yan a romperse el pescuezo! —dijo elcaballo—. ¿Qué tienen contra el hombre blanco?Yo vivo entre hombres blancos.

—Ellos, los blancos… ¡nos comen! ¡Tira!¡Tira! —respondió el buey que estaba más cerca.El yugo saltó en pedazos, y se marcharon juntos,andando pesadamente.

Nunca había sabido yo antes por qué el ganadoindio le teme tanto a los ingleses. Nosotroscomemos buey —cosa a la que nunca toca allí unboyero—, y, por supuesto, al ganado no le gustaeso.

—¡Que me azoten con las mismas cadenas de

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mi basto! ¿Quién hubiera creído que dos enormespedazos de carne como ésos perderían de tal modola cabeza? dijo Billy.

—No importa. Voy a ver a ese hombre. Creoque la mayor parte de los hombres blancos llevancosas en los bolsillos —dijo el caballo.

—Pues entonces, te dejo. No soy muyaficionado a ellos. Además, hombres blancos queno tienen un lugar dónde dormir, sonprobablemente ladrones, y yo llevo sobre misespaldas una parte bastante regular de propiedaddel gobierno. Ven, muchacho, regresemos anuestros puestos. ¡Buenas noches, Australia! Creoque nos veremos mañana en la parada. ¡Buenasnoches, costal de paja, y controla tus sentimientos,¿eh? ¡Buenas noches, Dos colas! Si nos vemosmañana eh el campo de maniobras, no hagas sonartu trompa. Desbaratarías la formación.

Se marchó Billy el mulo renqueando un poco ybalanceándose con el aire de un veterano, en tantoque la cabeza del caballo venía a oliscar en mipecho. Le di bizcochos, mientras Vixen, que es una

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perrita muy vanidosa, le contó muchas mentirasacerca de las docenas de caballos que entre ella yyo poseíamos.

—Mañana iré a ver la parada en mi dog-cart—dijo—. ¿Dónde estarán ustedes?

—A la izquierda del segundo escuadrón. Yomarco el paso para toda la compañía, damisela —dijo él cortésmente—. Pero tengo que regresar adonde está Dick. Mi cola está toda llena de barro,y él necesitará trabajar duro durante dos horaspara ponerme en disposición de ir a la parada.

La gran parada de treinta mil hombres tuvolugar aquella tarde, y Vixen y yo tuvimos unexcelente lugar junto al virrey y el emir deAfganistán que llevaba su grande y alto gorronegro de astracán con la gran estrella de diamantesen el centro. La primera parte de la revista fuetodo sol. Los regimientos desfilaban como oleadasde piernas que se movieran todas a la vez, y comomultitud de fusiles puestos en línea, hasta quenuestros ojos se nos iban ya al mirarlos. Llegóentonces la caballería, al compás de la bella

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música para medio galope llamada BonnieDundee, y Vixen enderezó una de sus orejas en ellugar del dog-cart en que estaba sentada. Elsegundo escuadrón de lanceros pasó rápidamente,y allí estaba nuestro caballo, luciendo la colacomo seda acabada de hilar; la cabeza inclinadasobre el pecho, una oreja hacia adelante y la otrahacia atrás, moviendo el compás para todo elescuadrón, moviendo las patas con tanta suavidadcomo las notas de un vals. Luego vinieron loscañones de grandes dimensiones, y vi a Dos colasy a dos elefantes más, enganchados en fila a uncañón de sitio de los de cuarenta, en tanto queveinte pares de bueyes caminaban detrás. Elséptimo par llevaba un yugo nuevo, y parecíacansado y se movía con cierta dificultad. Porúltimo venían los cañones de montaña, y Billy elmulo marchaba como si él fuera quien tuviese elmando de todas las tropas, y sus arreos eranlimpios y relucientes, gracias a una capa de aceite,y parecían despedir luz. En mi interior vitoreé aBilly el mulo; pero él ni siquiera miró ni a derecha

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ni a izquierda.Empezó a llover de nuevo, y durante un tiempo

la neblina no permitió ver lo que las tropas hacían.Habían formado un gran semicírculo en la llanura,y luego se desplegaron en línea recta. Esa líneacreció, creció y creció hasta que tuvo una longitudde un cuarto de legua de una a otra de las alas, yformó como un sólido muro de hombres, caballosy cañones. Se dirigió entonces hacia el virrey y elemir, y, conforme se acercaba, la tierra empezó atrepidar como la cubierta de un vapor que marchaa toda máquina.

A no verlo allí mismo, no puede unoimaginarse el pavoroso efecto que causa estesostenido avance de tropas hacia los espectadores,aunque saben éstos que sólo se trata de una parada.Miré al emir. Hasta entonces no había mostrado elmenor asombro, ni nada; pero en aquel momentosus ojos empezaron a agrandarse cada vez más, yechó mano a las riendas de su caballo y miró haciaatrás. Durante un minuto pareció que desenvainaríasu espada y que se abriría paso entre los ingleses e

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inglesas que estaban en los carruajes situadosdetrás de él. Luego el avance paró repentinamente,la tierra permaneció quieta y la línea enterasaludó, y treinta bandas de música empezaron atocar. Esto era el final de la revista, y losregimientos regresaron a sus campos, bajo lalluvia, mientras la banda de infantería tocaba:

De dos en dos los animales ¡Hurra!marchaban los animales de dos en dos,los elefantes lo mismo que las mulas.¡Y se metieron en el arcapara guarecerse de la lluvia!Entonces escuché a un jefe asiático de larga y

entrecana cabellera, que había venido junto con elemir, hacerle algunas preguntas a un oficialindígena.

—Ahora —dijo—, decidme ¿cómo ha podidollevarse a cabo cosa tan maravillosa?

Y el oficial respondió:—Se dio una orden, y ellos obedecieron.—Pero, ¿saben tanto las bestias como los

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hombres? dijo el jefe.—Ellas obedecen, como obedecen los

hombres. El mulo, el caballo, el elefante, el buey,obedecen al que los guía, y el guía a su sargento, yel sargento al teniente, y el teniente al capitán, y elcapitán al mayor, y el mayor al coronel, y elcoronel al brigadier, el cual manda a tresregimientos; y el brigadier al general, el cualobedece al virrey, que es servidor de laemperatriz. Así es como se hace esto.

—¡Ojalá así sucediera en Afganistán! —dijo eljefe—, porque allí cada quien obedece sólo a supropia voluntad.

—Y por esta razón dijo el oficial indígenaretorciéndose el bigote—, vuestro emir, al cual noobedecéis, tiene que venir aquí y recibir órdenesde nuestro virrey.

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CANCIÓN DE LOSANIMALES DEL

CAMPAMENTO CONMOTIVO DE LA GRAN

PARADA

LOS elefantes que arrastran los cañonesDímosle a Alejandro la fortaleza de Hércules,la sabiduría de nuestras frentes, la fuerza de

nuestras rodillas.Al yugo sometimos nuestros cuellos;nunca más levantamos, libre, nuestra cabeza.¡Abrid paso! ¡Paso a los cañones,a los grandes cañones de cuarenta!Los bueyesEsos héroes de vistosos arreos le huyen a la

bala de cañón.

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Cuando huelen la pólvora se les revuelve elestómago a todos.

Nosotros entramos en acción y empujamos loscañones de nuevo.

¡Paso! ¡Paso para las diez yuntasde los grandes cañones de cuarenta!Los caballosPor la señal que nos dejó el hierro,la mejor marcha es la nuestra:la de los lanceros, húsares y dragones;y más grato que "establos" o "agua" suena a mi

oídola canción de la caballería Bonnie Dundee.Venga el pienso, y luego domadnos y pulidnos,dadnos buenos jinetes y ancha tierra,y cantadnos Bonnie Dundee, y nos veréis

volandoformando escuadrones en hileras.Los mulos de las baterías de montañaMientras montaña arriba subíamos yo y mis

compañeros,

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mucho forcejeamos por el atajo de piedras,pero avanzamos.

Podemos subir y trepar, compañeros, yvolvernos hacia donde queramos.

Nuestra delicia es a la montaña trepar, que nossobran piernas.

Bendición, pues, a todo sargento que nuestrocamino nos deja escoger.

¡Malhadado el torpe que no supo nuestra cargaatar!

Podemos subir y trepar, compañeros, yvolvernos hacia donde queramos,

y nuestra delicia es a la montaña trepar, quenos sobran piernas.

Los camellosNo tenemos nosotros una canción propiaque nos ayude a aligerar la marcha;pero nuestros cuellos son como trompas…(Ra, ta, ta… ¡qué bien suenan!)Esta es nuestra canción de marcha:¡Sí! ¡No! ¡No quiero! ¡No puedo!

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¡Que lo repita toda la línea con fuerza!A alguien se le cayó la carga de la espalda,

¡ojalá fuera la mía!La carga de alguien cayó a la vera del

camino…Parémonos gritando ¡Urrr! ¡Yarrh! ¡Grr!

¡Arrh!¡A alguien están golpeando!Todos los animales juntosSomos los hijos del campamento,sirviendo cada quien en su grado;los que llevan yugo, basto, arreos;mirad, en la llanura, nuestra filaque parece maniota dobladabarriendo el suelo en que rueda.Entre tanto, polvorientos van los hombresa nuestro lado, silenciosos, pesados;nadie puede decir por qué marchamosy sufrimos un día tras otro.Somos los hijos del campamento,

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sirviendo cada quien en su grado;los que llevan yugo, basto, arreos,los que ante la aijada tiemblan.

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La foca blanca

¡DUÉRMETE, niñito! Llegó la noche;negra es el agua que verde brillaba.La luna, sobre las olas, nos mirarecostadas en su seno dormir.Tu lecho pon donde chocan revueltas,y allí ve y descansa,revuélcate bien, la cola torciendo:no ha de despertarte tormenta airada,ni tiburón osado hará de ti presa.¡Duerme al arrullo del mar que te mece!Canción de cuna de las focas. Lo que voy a narrar ocurrió muchos años hace,

en un lugar llamado Novastoshnah, o Cabo delNoreste, en la Isla de San Pablo, allá por el mar deBehring. Todo esto me lo refirió Limmershin, el

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reyezuelo de invierno, cuando el viento lo arrojócontra la arboladura de un barco que llevabarumbo al Japón; yo lo recogí y me lo llevé a micamarote; lo calenté y lo alimenté durante dosdías, hasta que se recuperó lo suficiente para volary regresar a San Pablo. Limmershin es un pajarillode un carácter bastante raro, pero no sabe mentir.

Nadie acude a Novastoshnah, excepto paranegocios y los únicos seres que tienen allí siemprenegocios que ventilar son las focas. Acuden en losmeses de verano por centenares y por millares,saliendo del mar frío y gris; porque la playa deNovastoshnah tiene las mejores cualidades delmundo para hospedar a las focas.

Muy bien sabía esto Gancho de Mar, y cadaprimavera se iba nadando hasta Novastoshnah,desde cualquier punto en que se hallara, en línearecta, como un torpedero, y pasaba un mesluchando con sus compañeros por ganar un buenlugar en las rocas, lo más cerca del mar que fueraposible. Gancho de Mar tenía quince años y erauna enorme foca macho de color gris, con una piel

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sobre los hombros que parecía crin, y largos yamenazadores dientes caninos. Cuando selevantaba sobre sus extremidades anteriores, seelevaba a más de un metro de altura del suelo, y sialguien hubiera tenido suficiente atrevimiento parapesario, hubiera visto que su peso era de unassetecientas libras. Estaba todo lleno de cicatrices,señales de feroces luchas; pero, a pesar de ello,siempre estaba dispuesto para sostener una luchamás. Ladeaba en tales casos la cabeza, como sisintiera miedo de mirar cara a cara a su enemigo;de pronto, caía sobre él como un rayo, y cuandosus enormes dientes se habían clavado firmementeen el cuello de su enemigo, podía éste escapar silo lograba, pero no era ciertamente Gancho de Marquien le ayudara a ello.

No obstante, nunca atacó a ninguna foca yaherida por otras, pues esto era contra las reglas dela playa. Tan sólo quería un lugar junto al mar parasu prole; pero, como cuarenta o cincuenta milfocas luchaban por lo mismo cada primavera, elsilbar, bramar, rugir y resoplar que se oían en

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aquella playa era algo terrorífico.Desde una colina llamada Colina de

Hutchinson cualquiera hubiera podido ver unaextensión de cerca de una legua de tierraenteramente cubierta de focas que luchaban entresí; y a la hora de la resaca, la playa se divisabacomo salpicada de puntos que eran las cabezas deotras muchas focas que se apresuraban a llegar atierra para unirse a las combatientes. Luchabansobre los rompientes, en la arena, y hasta sobre lasdesgastadas rocas de basalto donde tenían susviveros, pues eran tan estúpidas y tan pococomplacientes como si fueran hombres. Susesposas, las hembras, nunca iban a la isla hastafines de mayo o principios de junio, porque no lescomplacía que pudieran hacerlas pedazos; y encuanto a las pequeñas de dos, tres y cuatro años,que todavía ignoraban cómo mantener una familia,se iban tierra adentro, a cierta distancia, al travésde las filas de los combatientes, y se ponían ajugar sobre las dunas en grupos y en legiones, ydestruían cuanta planta verde crecía allí. Se les

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llamaba los holluschickie (la gente joven), y sóloen Novastoshnah había unos doscientos otrescientos mil.

Un día de primavera había terminado Ganchode Mar su pelea número cuarenta y cinco, cuandoMatkah, su dulce y suave esposa de mirarlánguido, salió del mar, y él la agarró por elpescuezo y la plantó en el espacio de terreno quese había reservado, diciéndole refunfuñón:

—Tarde, como siempre. ¿Dónde has estado?La costumbre de Gancho de Mar era no comer

nada durante los cuatro meses que pasaba en laplaya, y por eso se ponía de mal humor.

Matkah sabía que lo mejor en tales casos erano contestar nada. Tendió la mirada en torno y dijosuave y tiernamente:

—Qué atento has sido conmigo! Tomaste ellugar de otras veces.

—¡Por supuesto que sí! —respondió Ganchode Mar—. ¡Mírame!

Estaba lleno de arañazos y sangraba por veinte

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lugares distintos; tenía un ojo hundido, y en loscostados la piel le colgaba a pedazos.

—¡Ah, lo que son los hombres! —dijo Matkah,abanicándose con una de las aletas posteriores—.¿Por qué no sois razonables y os repartís en paz ycalma los lugares? ¡Parece como si hubieraspeleado con el Cetáceo Carnicero!

—No he hecho ninguna otra cosa sino peleardesde mediados de mayo. La playa estáterriblemente llena esta temporada. Lo menos mehe encontrado con cien focas de Lukannon quebuscaban alojamiento. ¿Por qué no puede quedarsela gente en su propia casa?

—He pensado muchas veces que seríamos másfelices en la isla de Otter que en un lugar tanconcurrido como éste —dijo Matkah.

—¡Bah! Los únicos que van a la isla de Otterson los holluschickie. Si vamos nosotros, diránque lo hacemos por miedo. Debemos guardar lasapariencias, querida.

Hundió orgullosamente Gancho de Mar la

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cabeza entre los gruesos hombros, y durante unosminutos fingió que dormía, pero durante todo eltiempo estuvo ojo avizor por si tenía que luchar.Ahora que todas las focas machos con sus hembrasestaban ya en tierra, cualquiera podría oír suclamoreo a algunas leguas mar adentro, por encimadel ruido de los más furiosos vendavales.

Contando por lo bajo, había en la playa por lomenos un millón de focas: focas viejas, focasmadres, pequeñuelos y holluschickie, peleando,retozando, balando, arrastrándose y jugando; y engrupos y a veces formando verdaderos ejércitos,iba y volvía ese millón del mar a la playa y de laplaya al mar, y se echaban en cada metro deterreno en toda la extensión que podía abarcar lavista y se entretenían en continuas escaramuzas altravés de la niebla. Casi siempre hay niebla enNovastoshnah, excepto cuando el sol brilla y haceque todo parezca como cuajado de perlas ymatizado con los colores del iris.

En medio de esa confusión había nacidoKotick, el pequeñuelo de Matkah, y era todo

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cabeza y hombros, con ojos claros, de azul deagua, como deben ser las focas pequeñas; peroalgo había en su piel que hacía que su madre lomirara con mucha atención.

—¡Gancho de Mar —dijo al cabo— nuestrohijo va a ser blanco!

—¡Caramba! —refunfuñó Gancho de Mar—.Nunca se ha visto cosa tan rara en el mundo comouna foca blanca.

—Pues no sé qué decirte; ahora se vera.Y cantó con voz baja y berreante la canción de

las focas que todas las que son madres cantan a sushijos:

No debes nadar hasta que tengas seis semanassi no quieres hundirte sin remedio;tormentas estivales y feroces cetáceosmalos son para las focas pequeñas.Malos son para las focas pequeñas, ratoncillo

mío,tan malos, tan malos como sólo ellos pueden

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ser.Pero báñate, crece, hazte fuerte,y entonces no tengas ya miedo,hijo del inmenso mar. Por supuesto, el pequeñuelo no entendió al

principio aquellas palabras. Chapoteaba, o andabaa gatas al lado de su madre, y aprendió aescaparse, tropezando, cuando veía a su padrepeleando con otra foca y ambos rodaban bramandoferozmente por encima de las resbaladizas rocas.Matkah solía ir al mar a buscar comida y alpequeño sólo se le alimentaba una sola vez cadados días; pero entonces comía cuanto podía y asíiba creciendo.

Lo primero que hizo fue gatear tierra adentro, yallí encontró miles y miles de pequeñuelos de sumisma edad, y jugaron todos como cachorros ydurmieron en la arena limpia, y luego jugaron denuevo. La gente vieja de los viveros no hacía casode ellos, y los holluschickie se mantenían en su

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propio terreno, y así los chiquillos podían jugar asus anchas.

Al volver Matkah de su pesca en alta mar,íbase derechamente al lugar de los juegos yllamaba como la oveja llama a su corderillo, yesperaba hasta que le contestara otro balido deKotick. Entonces se iba en derechura hacia él,abriéndose paso con las aletas delanteras, dandogolpes y echando por el suelo a derecha eizquierda a los chiquillos que le estorbaban.Siempre había unos centenares de madres que ibanen busca de sus hijos al través del lugar de losjuegos; los pequeños llevaban una vida muyanimada. Pero, como le dijo Matkah a Kotick:"Mientras no te eches en el fango y cojas sarna;mientras no te restriegues una cortadura o arañazoen la dura arena; mientras, finalmente, no se teocurra ir a nadar con la mar picada, nada podrádañarte aquí."

Cuando las focas son pequeñas, no sabennadar, igual que sucede con los niños; pero noestán contentas hasta que aprenden. La primera vez

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que Kotick se echó al mar, una ola se lo llevó adonde había más profundidad de la convenientepara él, y su gruesa cabeza se hundió, y suspequeñas aletas posteriores se fueron por lo altoencima del agua, tal y como había dicho su madreque sucedería en la canción que hemos copiado;gracias a que otra ola lo recogió y lo lanzó denuevo a la playa, porque si no, se hubiera ahogado.

Después de esto, aprendió a estarse tendido enun charco de la playa, y dejar que las oleadas locubrieran y lo levantaran mientras él chapoteaba;pero siempre se mantuvo alerta por si veníangrandes olas que pudieran causarle daño. Durantedos semanas estuvo aprendiendo cómo usar de susaletas; y esto, mientras entraba y salía del aguadeslizándose, y tosía, gruñía, se arrastraba por laplaya y dormitaba sobre la arena, y luego, denuevo a las andadas. Finalmente se convenció deque el agua era verdaderamente su elemento.

Entonces, ya podemos imaginarnos lo que sedivertiría con sus compañeros, dando chapuzonespara pasar bajo las olas, o llegando a la playa

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sobre la cresta de una de ellas y cayendo con unruido sordo, y resoplando, para no ahogarse, entanto que la enorme ola subía como torbellino porla arena; o alzándose sobre la cola y rascándose lacabeza, como la gente madura lo hacía; o jugandoa "Yo soy el rey del castillo"[17] sobre las rocasresbaladizas y llenas de vegetación, que asomabana flor de agua. De cuando en cuando veía unadelgada aleta, semejante a la de un enorme tiburón,que iba costeando, y como sabía que aquello era elCetáceo Carnicero, el delfín, que se come a lasfocas pequeñas cuando puede apoderarse de ellas,Kotick se dirigía como una flecha hacia la playa yla aleta se alejaba bailando lentamente sobre elagua, como si nada buscara por allí.

A fines de octubre empezaron las focas aabandonar la isla de San Pablo para internarse enalta mar, reunidas en familias y en tribus, y nohubo más peleas por causa de los viveros, y losholluschickie podían jugar donde les pluguiera."El año que viene —díjole Markah a Kotick—, túserás también un holluschickie; pero este año

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deberás aún aprender cómo se cazan los peces."Partieron juntos, al través del Pacifico, y

Matkah le enseñó a Kotick a dormir de espaldas,con las aletas plegadas a los lados, y con solo lanaricilla asomando por encima del agua. No haycuna tan cómoda como el largo y continuobalanceo de las aguas del Pacífico. Cuando Kotickempezó a sentir cierto hormigueo en la piel,Matkah le dijo que entonces estaba aprendiendo asentir el agua, y que esos hormigueos y pinchazossignificaban que haría mal tiempo, por lo quedeberían nadar más aprisa y alejarse.

—Dentro de poco —le dijo—, sabrás a dóndehabrás de nadar, pero por ahora seguiremos alcerdo marino, a la marsopa, que sabe mucho.

Toda una escuela de marsopas agitábase y sechapuzaba en el agua, correteando de un lado paraotro, y Kotick las siguió tan rápidamente comopudo.

—¿Cómo saben ustedes hacia dónde hay queir? —preguntó anhelante.

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La directora de la escuela movió los blancosojos mirando a todos lados y se lanzó de cabezabajo el agua.

—Siento hormigueos en la cola, muchacho —respondió— Esto quiere decir que detrás de míviene un temporal. ¡Vámonos! Cuando uno seencuentra al sur del mar Pegajoso (quería decir elEcuador), y siente que le pica la cola, eso quieredecir que te viene de frente un temporal y que hayque dirigirse hacia el Norte. ¡Ven! La mar está aquímuy picada.

Ésta fue una de las muchas cosas que aprendióKotick, y siempre estaba aprendiendo. Matkah leenseñó a perseguir los bacalaos y las platijas a lolargo de los bancos de arena, y así mismo aarrancar el esperinque de sus agujeros tapados conhierba; le enseñó cómo bordear los restos denaufragios depositados a cien brazas bajo el agua,y lanzarse con la rapidez de una bala entrando poruna de las portas y saliendo por la otra, comohacen los peces; cómo sostenerse sobre la crestade las olas cuando los rayos cruzan el espacio, y

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saludar cortésmente al albatros de corta y anchacola, o al halcón, el navío de guerra, cuando éstospasan por los aires siguiendo la dirección delviento; cómo saltar tres o cuatro pies fuera delagua, como lo hacen los delfines, con las aletasapretadas a los lados y la cola encorvada. Y leenseñó a dejar tranquilos a los peces voladoresporque no son sino un montón de espinas; y cómoarrancar de un bocado un pedazo de espalda a unbacalao corriendo a toda velocidad a diez brazasbajo la superficie del mar; a no pararse nunca amirar un bote o un buque, pero sobre todo a ningúnbarco de remos. A los seis meses, lo que Kotick nosabía sobre la pesca en alta mar, era porque novalía la pena de saberse, y durante todo estetiempo sus aletas nunca tocaron tierra seca.

Sin embargo, un día, mientras dormitaba en lastibias aguas, en un sitio cercano a la isla de JuanFernández, se sintió como con una dejadez y unmareo en el cuerpo, exactamente como se sientenlas personas al llegar la primavera, y recordó lasdulces y seguras playas de Novastoshnah, a siete

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mil millas de distancia; los juegos con suscompañeros; el olor de las plantas marinas, y elbramar de las focas y las luchas continuas. En esemismo instante hizo rumbo hacia el Norte, nadandopausadamente, y al poco tiempo encontró amuchísimos de sus compañeros que llevaban lamisma dirección, y ellos le dijeron:

—¡Salud, Kotick! Este año somos todosholluschickie y podemos bailar la danza del fuegoen los rompientes de Lukannon, y jugar sobre lahierba. Pero, ¿de dónde sacaste esa, piel?

Ahora la piel de Kotick era casicompletamente blanca, y aunque se sentía muyorgulloso de ella, dijo tan sólo:

—¡Nademos aprisa! Los huesos me duelen porel deseo de llegar a tierra.

Y así se fueron todos a las playas donde habíannacido, y oyeron a sus padres, las focas viejas,peleándose entre la niebla.

Aquella noche Kotick bailó la danza del fuegocon las focas de un año de edad. El mar está lleno

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de fuego en las noches de verano en todo elespacio que va de Novastoshnah a Lukannon, ycada foca deja en pos de sí una estela como deaceite hirviendo, y como un haz de chispas alsaltar en el agua, y las olas rompen las unas contralas otras en grandes y fosforescentes rayas yremolinos. Fuéronse después tierra adentro hacialos lugares reservados a los holluschickie, y serevolcaron en el recién nacido trigo silvestre, yrefirieron las historias de lo que habían hechodurante el tiempo de su estancia en el mar.Hablaban del Pacífico como hablarían los niñosdel bosque en el que estuvieron jugando yrecogiendo frutos, y si alguien los hubiera oído,con los datos que suministraban hubiera podidotrazar un mapa tan detallado como nunca hubo otroalguno. Los holluschickie de tres y cuatro años deedad se precipitaron desde la colina de Hutchinsongritando:

—¡Largo de aquí, jóvenes! El mar es hondo yustedes no saben todo lo que hay en él. Esperenhasta que hayan doblado el cabo. ¡Ji, ji! ¡Pequeño!

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¿Dónde conseguiste esa piel tan blanca?—No la conseguí —respondió Kotick—.

Creció sola.Y exactamente cuando iba a darle un revolcón

a la que acababa de hablar, dos hombres decabello negro y rojas caras aplastadas, salieron dedetrás de una duna, y Kotick, que nunca había vistoa un hombre, tosió y bajó la cabeza. Losholluschickie tan sólo se replegaron en montón aunos metros de distancia y se sentaron, mirandoestúpidamente. Los hombres eran nada menos queKerick Booterin, jefe de los cazadores de focas dela isla, y Patalamon, su hijo. Venían de la aldeasituada a una media legua del vivero de las focas,y estaban decidiendo cuáles escogerían parallevarlas al matadero (pues las focas sé dejanconducir como corderos) para convertirlas mástarde en abrigos de piel para señoras.

—¡Oh! —exclamó Patalamon—. ¡Mira! Allíhay una foca blanca.

Kerick Booterin se puso casi completamenteblanco, bajo la capa de aceite y humo que le

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cubría la cara, pues era un aleuta, y los aleutas noson gente limpia. Luego, empezó a murmurar unaoración.

—No la toques, Patalamon —dilo—. No sehabía vuelto a ver una foca blanca…, desde quenací. Quizás es el alma del viejo Zaharrof.Desapareció el año pasado durante aquellaterrible tempestad.

—No me le acercaré —respondió Patalamon—. Da mala suerte. ¿Crees realmente que sea elalma del viejo Zaharrof, que vuelve del otromundo? Le debo algunos huevos de gaviota.

—No la mires —dijo Ketick—. Llévate eserebaño de las de cuatro años. Los hombresdebieran desollar hoy doscientas, pero apenasempieza la temporada y les falta práctica. Con cienbastará. ¡Anda!

Patalamon hizo sonar un par de omóplatos defoca dándole al uno contra el otro frente a lamanada de holluschickie, y todos se quedaroncomo muertos, quietos, y resoplando. Adelantóluego unos pasos y las focas empezaron a moverse,

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y Kerick las iba guiando tierra adentro, y ellas nisiquiera intentaban regresar a donde estaban suscompañeras. Centenares de miles de otras focasvieron cómo se las llevaban, pero siguieronjugando como si nada sucediera. Kotick fue elúnico que hizo algunas preguntas, pero ninguno desus compañeros supo qué contestar, excepto quelos hombres siempre se llevaban de esa maneramuchas focas durante seis semanas o dos mesescada año.

—Las seguiré —dijo, y sus ojos casi se lesaltaban mientras seguía al rebaño.

—Nos sigue la foca blanca —gritó Patalamon—. Ésta es la primera vez que una foca viene almatadero por sí sola.

—¡Chist! ¡No mires hacia atrás! —respondióKerick—. ¡Es el alma de Zaharrof! Deberéhablarle de esto al sacerdote.

La distancia hasta el matadero no era más quede unos ochocientos metros, pero se le fue unahora entera en recorrerla, porque Kerick sabía quesi las focas iban demasiado aprisa, se acalorarían,

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y entonces, al desollarlas, la piel saldría apedazos. Por tanto, fueron muy despacio, pasandopor la Garganta del León Marino y por la Casade Webster, hasta que llegaron a la Casa de la Sal,mucho más allá del alcance de las miradas de lasfocas que permanecían en la playa. Kotickproseguía su persecución, anhelante y asombrado.Creyó que se hallaba en el fin del mundo, pero losbramidos procedentes de los viveros de las focasque se oían detrás de él, resonaban tan fuertementecomo un tren al pasar por un túnel. EntoncesKerick se sentó sobre la hierba, y sacó un pesadoreloj de peltre y dejó que el rebaño se enfriaraalgo durante treinta minutos, y Kotick podíaescuchar cómo caían de la gorra de aquel hombrelas gotas de agua que la niebla había dejado enella. Luego Kotick pudo ver a diez o doce hombresmás, cada uno de ellos armado de una cachiporrarecubierta de hierro, de un metro más o menos delargo; Kerick les señaló una o dos focas delrebaño que habían sido mordidas por suscompañeras, o que aún no se enfriaban bastante, y

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los hombres las apartaron del rebaño, a puntapiés,propinados con sus pesadas botas de piel demorsa. Kerick dijo entonces:

—¡Ahora!Y los hombres golpearon en la cabeza con las

cachiporras a las morsas, con toda la rapidezposible.

Diez minutos después, Kotick ya no reconocíaa sus compañeras, pues sus pieles habían sidoarrancadas desde la nariz hasta las aletasposteriores, secadas y puestas en el sueloformando un gran montón.

Esto fue suficiente para Kotick. Se volvió enredondo y galopó (una foca puede galoparvelozmente durante un breve rato) de nuevo haciael mar, con sus nacientes bigotes erizados deterror. En la Garganta del León Marino, dondeesos animales descansan en el lugar hasta dondellega la resaca, se lanzó de cabeza, aletas en alto,en el agua fresca, y allí se balanceó, suspirandotristemente.

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—¿Quién anda allí? —gruñó un león de mar,porque, en general, a éstos no les place otrasociedad que la de sus iguales.

—¡Scoochnie! ¡Ochen scoochnie! (Estoy solo,muy solo) —dijo Kotick—. ¡Están matando atodos los holluschickie en todas las playas!

El león marino volvió la cabeza en dirección atierra.

—¡Tonterías! —respondió—. Tus amigos estánalborotando como siempre. Seguramente viste aese viejo de Kerick despachando una manada.Hace treinta años que está haciendo lo mismo.

—¡Es horrible! —dijo Kotick, nadando haciaatrás en el momento en que lo cubría una ola, yafirmando el cuerpo con un movimiento en espiralde sus aletas, que lo levantó completamenteerguido y a tres pulgadas de distancia del bordedentado de una roca.

—¡No lo hiciste mal para tu edad! —dijo elleón marino, buen juez en materia de natación—.Supongo que fue horrible para ti, juzgando la cosa

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según tu criterio; pero si ustedes las focas seempeñan en venir aquí año tras año, los hombres,por supuesto, lo saben, y a menos que puedanustedes encontrar una isla a la que ellos no vayan,siempre serán perseguidas.

—¿No existe alguna isla de ésas?—He perseguido al póltoos (la platija) durante

veinte años, y todavía no puedo decir que hayaencontrado tal isla. Pero, mira… (veo que te gustahablar con tus superiores), podrías ir al islote delCaballo Marino y hablar con Sea Vitch. Quizás élsepa algo. No salgas disparado de esa manera.Hay una distancia de seis millas hasta allá, y si yoestuviera en tu lugar echaría antes un sueñecito,pequeño.

A Kotick le pareció muy bueno el consejo; demodo que nadó hasta su propia playa, saltó a tierray durmió media hora con estremecimientos en todoel cuerpo, como suelen hacerlo las focas. Despuéssalió al islote del Caballo Marino, un pequeñotrozo de isla rocosa situada casi al noreste deNovastoshnah, lleno de picos y de nidos de

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gaviotas, donde las morsas se reunían.Saltó a tierra junto al viejo Sea Vitch, el

enorme, feo, hinchado y granujiento caballomarino del Norte del Pacífico, ancho de cuello, decolmillos largos, sin otros modales que los quetiene cuando duerme… que es lo que hacíaentonces, con las aletas posteriores mitad fuera ymitad dentro del agua.

—¡Despierta! —díjole ladrando Kotick,porque las gaviotas hacían mucho ruido.

—¡Ah! ¡Oh! ¿Qué?… ¡qué hay!… —dijo SeaVitch, y le dio un golpe con los colmillos a lamorsa que tenía al lado, despertándola, y éstagolpeó a la más próxima, y así sucesivamente,hasta que todas estuvieron despiertas y miraron entodas direcciones, excepto en la que debían.

—¡Je, je! Soy yo —dijo Kotick, agitándose enla orilla, donde tenía el aspecto de una pequeñababosa blanca.

—¡Vaya! ¡Que me desuellen!… —exclamó SeaVitch, y todos miraron a Kotick, como puede

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imaginarse uno que los soñolientos viejos sociosde algún casino mirarían a un niño que aparecieraentre ellos.

Kotick no quiso que hablaran más de desollar,pues ya había visto demasiado de eso. Así pues,dijo gritando:

—¿No hay un lugar a donde puedan ir lasfocas, sin peligro de que se encuentren conhombres?

—Ve y búscalo tú —respondió Sea Vitch,cerrando los ojos—. ¡Vete, que bastante quehacertenemos aquí!

Kotick, al estilo de los delfines, dio un salto enel aire y gritó a plenos pulmones:

—¡Tragaostras! ¡Tragaostras!Sabía que Sea Vitch nunca había cogido un pez

en toda su vida, sino que se limitaba a hozarbuscando ostras y plantas marinas, lo que noimpedía que se las echara de terrible.Naturalmente, los chickies, los gooverooskies ylos epatkas, las gaviotas de todas clases y los

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mergos que siempre están buscando el momento demostrar su mala educación, hicieron cororepitiendo aquellas palabras, y —así me lo contóLimmershin—, por casi cinco minutos no hubierapodido oírse el disparo de una escopeta en elislote del Caballo Marino. Toda la poblacióngritaba a voz en grito:

—¡Tragaostras! ¡Stareek! (viejo). Y entretantoSea Vitch se movía de un lado a otro, refunfuñandoy tosiendo.

—¿Hablarás ahora? dijo Kotick casi sinaliento.

—Anda y pregúntale a Vaca Marina —respondió Sea Vitch—. Si todavía vive, ella podrádecírtelo.

—¿Y cómo conoceré a Vaca Marina cuando laencuentre? —dijo Kotick, marchándose ya.

—Es la única cosa más fea, de lo que existe enel mar, que el mismo Sea Vitch —gritó una gaviotadeslizándose bajo las mismas barbas de éste—; lomás feo y de peores modales. ¡Stareek!

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Nadó de nuevo Kotick hacia Novastoshnahdejando que las gaviotas gritaran cuanto quisieran.Pero allí se encontró con que nadie tomaba elmenor interés por descubrir un lugar tranquilo paralas focas. Le dijeron que los hombres siempre sehabían llevado a los holluschickie, que esto eraparte de su trabajo diario, y que si no quería vercosas desagradables, no debería haber ido a losmataderos. Pero ninguna de las otras focas habíavisto aquellas matanzas, en no haberlas vistoestribaba la diferencia entre él y sus compañeras.Además, Katick era una foca blanca.

—Lo que debes hacer —dijo Gancho de Mardespués que oyó las aventuras de su hijo—, escrecer y convertirte en una foca grande como tupadre, y tener un vivero en la playa; entonces tedejarán en paz. En otros cinco años ya estaráscapacitado para valerte y defenderte por ti mismo.

Y hasta la amable Matkah, su madre, dijo:—Nunca podrás detener esas matanzas. Anda y

juega en el mar, Kotick.Y se fue éste y bailó la danza del fuego, pero

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con el corazón oprimido por la tristeza.Aquel otoño abandonó la playa tan pronto

como pudo y se puso en marcha completamentesolo porque le bullía una idea en su cabeza. Iba enbusca de la Vaca Marina, si era cierto que existíaen el mar tal personaje, y encontraría una islatranquila con playas seguras para que viviesen allílas focas, y en donde el hombre no pudiera llegarhasta ellas. Así pues, exploró y exploró él solodesde el Norte al Sur del Pacífico, nadando hastatrescientas millas en veinticuatro horas. Imposiblesería narrar todas sus aventuras; por poco escapóde ser devorado por los tiburones y por el pezmartillo, y tropezó con todos los más peligrososmalhechores que vagan por los mares, y congrandes e inofensivos peces, y con las conchaspintadas de color escarlata que permanecen comoancladas en un mismo sitio por centenares de años,y en ello cifran su orgullo. Pero nunca encontró ala Vaca Marina, ni una isla como aquella en la quesoñaba. Si la playa era muy buena, dura, con unpoco de declive tierra adentro donde las focas

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pudieran jugar, siempre se veía en el horizonte lacolumna de humo de un ballenero que estabahirviendo grasa, y Kotick sabía lo que aquellosignificaba. O bien, notaba que la isla había sidovisitada por las focas y que éstas habían sidomuertas, y Kotick sabía que donde el hombre habíapuesto una vez los pies, allí regresaría de nuevo.

Juntóse con una vieja albatros que le dijo quela isla de Kerguelen era el mejor lugar para vivircon paz y tranquilidad, y cuando Kotick se dirigióhacía allá, por poco queda hecho pedazos contra lanegra y acantilada costa, durante una fuertetormenta de granizo acompañada de rayos ytruenos. No obstante, luchando contra el viento,pudo ver que allí había habido en alguna ocasiónun vivero de focas. Lo mismo le sucedió encuantas islas visitó.

Limmershin me mencionó la larga lista detodas ellas, porque Kotick se pasó cincoestaciones en continua exploración, intercalandoun descanso anual de cuatro meses enNovastoshnah, durante el cual los holluschickie se

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burlaban de él y de sus islas imaginarias. Estuvoen las Galápagos, un Sitio horriblemente seco delEcuador en donde le pareció que lo cocían vivo;fue asimismo a las islas Georgias, a las Orcadas, ala isla de la Esmeralda, a la del Ruiseñor, a la deGough, a la de Bouvet, a la de Crossets y hasta auna isleta, no más grande que una mancha, que seencuentra en el sur del cabo de Buena Esperanza.Mas en todas esas partes le dijeron lo mismo. Lasfocas habían ido a esas islas en tiemposinmemoriales, y habían sido perseguidas yexterminadas por los hombres. Inclusive en unaocasión en que nadó unos miles de millas y llegó aun lugar llamado Cabo Corrientes (y esto sucedíacuando volvía de la isla de Gough), se encontró aunos centenares de focas sarnosas quedescansaban sobre una roca, y ellas le dijeron quetambién allí iban los hombres.

Esto la entristeció hasta el fondo del corazón, yenfiló hacia el Cabo para regresar a sus propiasplayas; por el camino abordó a una isla llena deverdes árboles, en donde encontró a una foca muy,

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muy vieja, moribunda; Kotick cogió algunos pecespara ella y le contó sus desventuras.

—Ahora —le dijo Kotick—, regreso aNovastoshnah y si me llevan al matadero con losholluschickie, poco me importará.

La foca vieja le dijo:—Prueba una vez más. Yo soy la última de la

perdida tribu de Masafuera, y en los días en quelos hombres nos mataban a centenares de miles,corría por las playas la conseja de que algún díauna foca blanca, venida del Norte, llevaría alpueblo de las focas a un lugar tranquilo. Soy viejay jamás veré ese día, pero otras sí lo verán.Prueba una vez más.

Kotick se retorció los bigotes (y los tenía muyhermosos), y dijo:

—Yo soy la única foca blanca que ha nacidoen playa alguna, y yo soy también la única, blancao negra, que haya pensado en descubrir nuevasislas.

Este encuentro la animó muchísimo, y cuando

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aquel verano estuvo de nuevo de regreso enNovatoshnah, Matkah, su madre, le rogó que secasara y viviera tranquilo, porque ya no era unholluschickie, sino un Gancho de Mar, hecho yderecho, con su blanca melena rizada sobre laespalda, y tan pesada, grande y de feroz aspectocomo la de su padre.

—Dame una estación más de espera —respondió él—. Acuérdate, madre: siempre es laséptima ola la que llega más lejos en la playa.

Cosa curiosa fue que hubo otra foca quetambién pensó en aplazar el casarse hasta elpróximo año, y Kotick bailó con ella la danza delfuego en toda la extensión de la playa deLukannon, la noche antes de que saliera para elúltimo de sus viajes de exploración.

En esta ocasión se dirigió hacia el oeste,porque había descubierto el rastro de un grannúmero de platijas, y él necesitaba por lo menosun centenar de libras de pescado para mantenerseen buena salud. Las persiguió hasta cansarse, yentonces se enroscó y se durmió en uno de los

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agujeros que deja en la tierra la resaca, endirección a la isla del Cobre. Conocíaperfectamente aquella costa, y así, haciamedianoche, cuando sintió que caía blandamenteen un lecho de plantas marinas, dijo:

—¡Huy! La marea sube rápidamente estanoche.

Y dando media vuelta en el agua, abrió losojos calmosamente y se desperezó. Pero luegobrincó como un gato, porque vio algo enorme queolfateaba por encima de los bajíos y engullíagrandes flecos de algas.

—¡Por las olas del Estrecho de Magallanes!…—se dijo—. ¿Quiénes son esas personas?

No eran como los caballos marinos, ni comolos leones ni como los osos de mar, ni como lasfocas, ballenas, tiburones, peces o conchas queKotick estaba acostumbrado a ver. Tenían entreveinte y treinta pies de largo y carecían de aletasposteriores; pero tenían en cambio una cola enforma de pala, que parecía haber sido recortada deun pedazo de cuero mojado. Sus cabezas tenían un

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aire de lo más estúpido que verse pueda, y sebalanceaban en el agua, en el extremo de sus colas,cuando comían, saludándose solemnemente unos aotros y agitando sus aletas delanteras, como losfiambres muy gruesos mueven los brazos.

—¡Ejem! dijo Kotick—. ¿Pinta bien la suerte,caballeros?

Y aquellos seres enormes respondieronsaludando y agitando las aletas, como lo hacíaFrog-Footman[18]. Cuando empezaron a comer denuevo, notó Kotick que el labio superior lo teníanpartido en dos pedazos que podían apartar uno delotro cosa de medio metro y que podían juntarlosotra vez luego, sosteniendo con ambos pedazosmás de media fanega de algas. Las metían en laboca y mascaban solemnemente.

—¡Vaya un sucio modo de comer! —dijoKotick. Como saludaron nuevamente, Kotickempezó a perder la paciencia.

—¡Bueno! —dijo—. Si es que tenéis unaarticulación extra en las aletas delanteras, nodebéis demostrarlo tanto. Veo que saludáis con

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mucha gracia, pero quisiera saber cómo osllamáis.

Los labios partidos se movieron y sesepararon, y los vítreos y verdes ojos miraronfijamente; pero aquellos seres no pronunciaronpalabra.

—¡Vaya! —prosiguió Kotick—. Vosotros soislas únicas personas que he encontrado más feasque Sea Vitch… y peor educadas que él.

Acudió entonces a su memoria con la rapidezdel relámpago lo que le había dicho la gaviota enla isla del Caballo Marino cuando no tenía más deun año; se dejó caer de espaldas al agua,sintiéndose contento porque supo que habíaencontrado a la Vaca Marina.

Las vacas marinas continuaron buscando algasy mascándolas, y mientras tanto Kotick les hacíapreguntas en cada uno de los lenguajes que habíaaprendido en sus viajes, y hay que saber que elpueblo marino usa casi tantos lenguajes como losseres humanos. Pero las vacas marinas no lerespondieron, porque no hablan. Tienen

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únicamente seis huesos en el cuello en vez desiete, y dice la gente del mundo submarino que talcosa les impide hablar hasta a los de su mismaclase. Pero, como ya lo dijimos, tienen unaarticulación extra en las aletas delanteras, y, almoverlas de arriba abajo y de un lado al otro,forman una especie de torpe clave telegráfica conla que se entienden entre ellas.

Al clarear el día, la melena de Kotick estabacompletamente erizada, y su paciencia había ido aparar a donde van los cangrejos cuando mueren.Entonces, las vacas marinas empezaron a hacerrumbo hacia el Norte con mucha calma, parándosede cuando en cuando para llevar a cabo absurdosconciliábulos en que no hacían otra cosa quesaludarse, y Kotick las seguía, diciéndose:

—La gente que es tan estúpida como ésta, hacemucho tiempo que hubiera sido muerta si nohubiese encontrado alguna isla en la que puedavivir sin cuidado; y lo que es bastante bueno parala vaca marina, lo es también para Gancho de Mar.Sea como fuere, ojalá que se apresuraran un poco

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más.Era aquello un fatigoso trabajo para Kotick. La

manada sólo recorría cuarenta o cincuenta millasal día, se paraba de noche para comer y siempre semantenía cerca de la playa, en tanto que Koticknadaba en torno suyo, por encima y por debajo,pero no lograba que fueran ni media milla másaprisa.

Al acercarse más hacia el Norte, tuvieron otrosconciliábulos a intervalos de unas cuantas horas, yKotick casi se arrancaba los bigotes de tantomordérselos, por la impaciencia, hasta quefinalmente vio que remontaban una corriente deagua tibia, y entonces respetó un poco más aaquellos seres.

Una noche se hundieron al través del aguareluciente —se hundían como piedras—, y, porprimera vez desde que él los conociera,empezaron a nadar rápidamente. Las siguió Kotick,y tanta rapidez lo dejó admirado, porque nuncapensó que las vacas marinas fuesen tan buenasnadadoras. Se dirigieron hacia un sitio acantilado

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de la costa, que se hundía en el agua, y sesumergieron en un agujero que había al pie, aveinte brazas bajo el mar. Nadaron y nadaron enaquel oscuro túnel, y Kotick que iba tras ellassintió que necesitaba desesperadamente aire frescodespués de haber nadado tanto.

—¡Por vida de…! —dijo al salir, boqueando yresoplando, al mar abierto y libre, en el ladoopuesto—. Fue largo el chapuzón, pero valió lapena.

Las vacas marinas se separaron unas de otras,y comían perezosamente a la orilla de las másbellas playas que Kotick jamás viera. Había allígrandes extensiones de roca, desgastada y pulida,que se extendían por millas enteras, adecuadaspara viveros de focas; otras que estaban formadasde dura arena, detrás de las primeras y en declivetierra adentro, buenas para jugar en ellas; yrompientes para que pudiesen bailar las focassobre el agua; blanda hierba para revolcarse;dunas para trepar por la arena, descendiendoluego; y, lo mejor de todo, Kotick supo, con solo

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tocar el agua, cosa que nunca engaña a un Ganchode Mar, que jamás había llegado un hombre hastaallí.

Lo primero que hizo fue asegurarse de que lapesca era buena, y luego nadó bordeando la playay conté todos los deliciosos y bajos islotes dearena, medio escondidos en la hermosa y rastreraniebla. A lo lejos, hacia el Norte, se veía una líneade bancos de arena, de escollos y de rocas que lehubieran impedido a cualquier barco acercarse amenos de seis millas de la playa, y entre las islas yla tierra firme había un profundo canal que llegabaa tocar los acantilados perpendiculares de lacosta, debajo de los cuales se abría la boca deltúnel.

—Esto es otro Novastoshnah, pero diez vecesmejor —dijo Kotick—. La vaca marina ha de sermás lista de lo que yo creía. Los hombres —si loshubiera— no podrían bajar por los cantiles; encuanto a los escollos del lado del mar, prontoconvertirían a cualquier barco en un montón deastillas. Si hay un lugar en el mar que sea seguro,

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éste es, indudablemente.Empezó a pensar en la foca que había dejado

esperándolo, pero, aunque mucho quisieraapresurarse por volver a Novastoshnah, explorócompletamente aquel nuevo país, para podercontestar a cuanta pregunta se le formulara. Luegose zambulló en el agua y se metió por la boca deltúnel, y nadó por él rápidamente hacia el Sur. Sólouna vaca marina o una foca hubieran pensado queexistía un lugar como aquél, y cuando desde lejosKotick se volvió para mirar hacia los acantilados,se maravilló de haber estado allí.

Tardó seis días en regresar a su país, aunqueno iba nadando despacio, y, cuando tocó tierra porla Garganta del León Marino, lo primero que viofue a la foca que le esperaba, la cual, al ver cómobrillaban los ojos de Kotick, comprendió que alfin había encontrado la isla deseada.

Pero los holluschickie y Gancho de Mar, supadre, y todas las demás focas, se burlaron de élcuando les dijo lo que había descubierto, y unafoca de su misma edad, le dijo:

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—Todo eso está muy bien, Kotick, pero nopuedes venir quién sabe de dónde y ordenarnosque abandonemos este lugar. Recuerda que hemosluchado largo tiempo por nuestros viveros, y esotú no lo hiciste nunca; preferiste andar buscandopor esos mares. —Al oír esto, las demás focas serieron, y la foca joven movió la cabeza a uno yotro lado. Se había casado aquel mismo año, y poreso se daba mucha importancia.

—Yo no tengo vivero que defender —dijoKotick—. Tan sólo deseo mostrarles un lugardonde podrán todos vivir tranquilos. ¿Para quéestar siempre luchando?

—¡Oh! Si tratas de salirte por la tangente, porsupuesto nada más tengo que decir dijo la focajoven, con una risita sarcástica.

—¿Vendrás si lucho contigo y te venzo? —dijoKotick; brilló una luz verde en su mirada, porqueestaba verdaderamente furioso de tener quecombatir.

—¡Muy bien! —respondió la foca joven, comoal descuido—. Si me vences, iré contigo.

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Ni siquiera tuvo tiempo de cambiar de opinión,pues ya Kotick alargaba la cabeza y sus dientes seclavaban en la gordura del cuello de la joven foca.Luego se echó hacia atrás y arrastró a su enemigapor la playa, la sacudió, y la golpeó, revolcándolapor el suelo.

Luego, Kotick, dirigiéndose a las focas, rugió:—Hice todo lo que pude por ustedes durante

las últimas cinco estaciones. Encontré la isla endonde pueden vivir seguras, pero a menos de queles arranquen la estúpida cabeza del cuello, nocreerán ustedes lo que se les dice. Pero ya lesenseñaré yo… ¡En guardia!

Me contó Limmershin que nunca en su vida —ycada año él ve diez mil focas viejas en luchascontinuas—, que nunca en su pequeña vida viocosa semejante a la embestida que dio Kotickcontra los viveros. Se lanzó contra el mayorgancho de mar que tuvo a su alcance, lo cogió porel pescuezo, casi ahogándolo, y lo zarandeó ygolpeó de lo lindo hasta que el otro le pidió que leperdonara la vida; después de esto, lo arrojó a un

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lado y arremetió contra el siguiente. Hay que verque Kotick nunca había ayunado durante cuatromeses al año, como lo hacen las focas grandes; susviajes a nado en alta mar lo mantenían enexcelentes condiciones, y, lo mejor de todo, nuncaantes había peleado. Su blanca melena se erizabade cólera, le llameaban los ojos y brillaban susgrandes caninos, y en resumen, ofrecía magníficoaspecto.

El viejo Gancho de Mar, su padre, lo viobatiéndose desenfrenadamente, arrastrando por elsuelo a viejas focas cuyo pelo empezaba aencanecer, arrastrándolas como si fueran platijas,y a las más jóvenes revolcándolas por todos lados,y entonces, Gancho de Mar dio un gran bramido ygritó:

—Puede ser tan tonto como se quiera, pero esel mejor luchador de estas playas. ¡No pelees contu padre, hijo mío! ¡Estoy de tu parte!

Kotick respondió con otro bramido y el viejoGancho de Mar, caminando como los patos yresoplando como locomotora, se mezcló en la

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lucha, en tanto que Matkah y la foca que iba acasarse con Kotick, se agachaban y contemplabana sus hombres. Fue una pelea admirable, pues lasdos focas lucharon hasta que ya no hubo foca queosara levantar la cabeza, y entonces se pasearonorgullosamente de un extremo al otro de la playa,emparejadas y mugiendo.

Por la noche, cuando la aurora borealparpadeaba y lanzaba vivos destellos al través dela niebla, trepó Kotick a una desnuda roca y miróhacia abajo, hacia los destruidos viveros y losheridos y sangrantes cuerpos de las focas.

—Ahora —dijo—, les di la lección quenecesitaban.

—¡Por vida mía! —exclamó el viejo Ganchode Mar, enderezándose trabajosamente pues estabatodo derrengado—. ¡Ni el mismo CetáceoCarnicero les hubiera hecho más daño! ¡Hijo mío,me siento orgulloso de ti, y lo que es más, iré a tuisla… si es verdad que existe!

—¡Atención, piara de cerdos marinos! ¿Quiénviene conmigo al túnel de la Vaca Marina?

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¡Respondan, o empiezo de nuevo! —rugió Kotick.Se produjo un murmullo como el suave rumor

de la marea cuando sube o baja por las playas.—¡Iremos contigo! dijeron miles de voces

fatigadas—. Seguiremos a Kotíck, la Foca Blanca.Entonces hundió Kotick la cabeza entre los

hombros y cerró orgullosamente los ojos. Ya noera una foca blanca, sino roja de la cabeza a lospies. Pero daba lo mismo; se hubiera sentidoavergonzada de mirar o de tocar una sola de susheridas.

Al cabo de una semana, él y su ejército (cercade diez mil focas, entre holluschickie y focasviejas) salieron con rumbo al Norte hacia el túnelde la Vaca Marina, dirigiéndolas a todas Kotick,mientras que las que se quedaban en Novastoshnahlas llamaban estúpidas. Pero a la primaverasiguiente, cuando se encontraron todas en laspesqueras del Pacífico, las focas de Kotickcontaron tales maravillas de las nuevas playas, alotro lado del túnel de la Vaca Marina, que cadadía abandonaban mayor número las playas de

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Novastoshnah.No se hicieron esas cosas de golpe, por

supuesto, pues las focas necesitan largo tiempopara darle vueltas a una cosa en la cabeza, peroaño a año abandonaban más focas a Novastoshnah,a Lukannon y otros viveros, para dirigirse a lasabrigadas playas donde Kotick pasa ahora todo elverano, creciendo, engordando y poniéndose másfuerte cada año, en tanto que los halluschickiejuegan en torno suyo en aquel mar no visitado porningún hombre.

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LUKANNON

(ÉSTA es la gran canción de altamar que todaslas focas de San Pablo cantan cuando van deregreso a sus playas en verano. Es una especie dehimno nacional muy triste.)

Me encontré en la mañana con mis amigospero, ¡ay! ¡qué vieja estoy ya!donde, rugiendo las olas en verano,contra cien arrecifes van a chocar.Cantaban a coro; su vozla del mar sofocaban;dos millones de voces cantabansobre las playas de Lukannon.Canción de reposo junto a los lagos,canción de dunas en que juega un escuadrón,canción de las danzas nocturnasentre el fuego del mar.¡Playas de Lukannon que el hombre aún no

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profanó!Encontré muy de mañana a mis amigas,a las que nunca encontraré ya más;iban y venían por legiones quetoda la playa ennegrecían.Y al través de la espuma, desde donde la vozpuede llegar, saludábamos, gritando, su

entrada,mientras ellas subían por el arenal.¡Las playas de Lukannon!… donde creceel trigo, la hierba, el liquen,que la niebla humedeció…donde sobre pulidas rocas jugamos,donde nacimos todas… ¡allí está nuestro

amor!Hallé por la mañana a mis amigas, ¡pocas

quedaban del bando nuestro!En el agua dábanles caza los hombres,y en tierra las golpeaban sin piedad.Como mansos y tontos corderos

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a morir nos llevaban…, pero todavía, ¡ay!,cantamos a las playas de Lukannon,antes que el cazador las viniera a hollar.¡Hacia el Sur, hacia el Sur, Gooverooska!Cuéntales a los reyes del mar nuestro dolor:¡pronto desiertas estarán nuestras playas,como huevo de muerto tiburón!¡Nunca más verán a sus hijoslas playas de Lukannon!

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Los enterradores

QUIEN le llame al chacal "hermano mío"y comparta su comida con la hiena,es como el que pacta tregua con Jacala,vientre que en cuatro patas corre.Ley de la selva. —¡Respeto para los ancianos!Era una voz pastosa… una voz fangosa que os

hubiera hecho estremecer… una voz como de algoblando que se parte en dos pedazos. Había en ellaun quiebro, algo que la hacía participar delgraznido y del lamento.

—¡Respeto para los ancianos, compañeros delrío!… ¡Respeto para los ancianos!

Nada podía verse en toda la anchura del río,excepto una flotilla de gabarras, de velas

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cuadradas y clavijas de madera, cargadas depiedras para construcciones, que acababa de llegarbajo el puente del ferrocarril siguiendo corrienteabajo. Hicieron que se movieran los toscostimones para evitar el banco de arena que el aguahabía formado al rozar en los estribos del puente,y mientras pasaban de tres en fondo, la horriblevoz empezó de nuevo:

—¡Brahmanes del río, respetad a los ancianosy achacosos!

Volvióse uno de los barqueros, sentado en laregala de uno de los barcos, levantó la mano, dijoalgo que no era precisamente una bendición y losbotes siguieron adelante, crujiendo, iluminadospor la luna. El ancho río indio, que parecía másbien una cadena de pequeños lagos que unacorriente continua, era terso como el cristal yreflejaba el cielo de color de arena roja en elcentro, pero se veía salpicado de manchasamarillentas y de un color de púrpura oscuro cercade las orillas bajas y tocando con ellas. Seformaban caletas en el río, en la estación lluviosa;

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pero ahora sus secas bocas quedaban por encimade la superficie del agua. Sobre la orilla izquierday casi bajo el puente del ferrocarril, había unaaldea edificada con fango y ladrillos, con bálago ypalos, cuya calle principal, llena de ganado quevolvía a sus establos, corría en línea recta hacia elrío y terminaba con una especie de toscodesembarcadero de ladrillo, en el que la gente quequería lavar podía meterse en el agua paso a paso.Este lugar se llamaba el Ghaut de la aldea deMugger-Ghaut[19].

Caía rápidamente la noche sobre los camposde lentejas, arroz y algodón, en las tierras bajasinundadas cada año por el río; sobre loscañaverales que bordeaban el vértice del recodoque aquél formaba y sobre la enmarañada malezaque crecía en las tierras de pastos, detrás de lasquietas cañas. Los papagayos y los cuervos, quehabían estado charlando y chillando al beber porla tarde, habían volado ya tierra adentro para ir adormir, cruzándose con los batallones demurciélagos que entonces salían; y nubes de aves

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acuáticas venían chirriando a buscar abrigo en loscañaverales. Había gansos de cabeza en forma debarril y de negro lomo; cercetas, patos silbadores,lavancos, tadornas, chorlitos, y aquí y allá unflamenco.

Cerrando la marcha podía verse una grulla delas llamadas ayudantes que volaba como si cadaaletazo fuera a ser el último.

—¡Respeto para los ancianos! ¡Brahmanes delrío… respetad a los ancianos!

La grulla volvió a medias la cabeza, desvióseun poco en dirección hacia la voz, y tomó tierramuy tiesa en el banco de arena que había debajodel puente. Entonces pudo verse bien su aire brutaly rufianesco. Por detrás parecía enormementerespetable, pues su estatura era de casi dos metros,y se parecía mucho a un correctísimo pastorprotestante de gran calva. Por delante era distinto,porque su cabeza a lo Ally Sloper[20] y su cuellono tenían una sola pluma, y en su mismo cuello,bajo la barbilla tenía una horrible bolsa dedesnuda piel… y allí iba a parar cuanto robaba

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con su afilado y largo pico. Sus patas eran largas,flacas y descarnadas, pero las movía con muchasuavidad y las contemplaba con orgullo cuando sealisaba las plumas de la cola, mirando de soslayopor encima de su hombro y cuadrándose luegocomo si le dijeran: ¡firmes!

Un chacal pequeño y sarnoso que había estadoladrando de hambre en una hondonada, levantó lasorejas y la cola y corrió al encuentro de la grulla.

Era el ser más bajo de su casta —sin quequiera decir esto que haya mucho de bueno en loschacales; pero en éste era algo muy particular labajeza, pues era la mitad mendigo y la otra mitadcriminal—; se dedicaba a limpiar los montones debasura de la aldea, exageradamente tímido osalvajemente fiero, con hambre perpetua y lleno deastucia que nunca le sirvió para nada.

—¡Uf! —dijo, sacudiéndose lastimeramente alpararse—. ¡Que la sarna se coma a los perros deesta aldea! He recibido tres mordiscos por cadapulga que traigo encima, y todo porque miré (tansólo miré, fijáos bien), un zapato viejo que había

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en un corral de vacas. ¿Tengo que alimentarme debarro? —Y se rascó bajo la oreja izquierda.

—Yo oí —dijo la grulla con una voz quesonaba como sierra embotada pasando al través degruesa tabla—, oí decir que había un perrillorecién nacido dentro del zapato.

—Del dicho al hecho, hay gran trecho —respondió el chacal, que sabía muchos proverbiosque había aprendido escuchando a los hombressentados alrededor de las fogatas, al caer la tarde.

—Así es. Por tanto, para estar segura de laverdad, tomé bajo mí cuidado a ese cachorromientras los perros andaban ocupados en otrolado.

—Estaban muy ocupados —dijo el chacal—.Bueno, no debo ir de caza a la aldea, por lassobras, durante algún tiempo. ¿De veras había unperrillo ciego dentro de aquel zapato?

—Aquí está —respondió la grulla mirando porencima del pico a su gran bolsa, que estaba llena—. Poca cosa, pero muy aceptable en estos

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tiempos en que la caridad ha muerto en estemundo.

—¡Ay! El mundo es duro como el hierro enestos tiempos —gimió el chacal. En ese momentosus inquietos ojos notaron una levísima ondulaciónen el agua, y prosiguió rápidamente—: Dura es lavida para todos nosotros, y no dudo de que, aunnuestro excelente amo, el Orgullo del Ghaut, laEnvidia del río…

—Del mismo huevo salieron al mismo tiempoun embustero, un adulador y un chacal —dijo lagrulla sin dirigirse a nadie en particular, porqueella también es una grandísima embustera, cuandoquiere tomarse la molestia de serlo.

—Sí, la Envidia del río —repitió el chacalelevando la voz—. No dudo que hasta él opina quedesde que construyeron el puente, la comida esmás escasa. Pero, por otra parte, y aunque deninguna manera quisiera yo decir esto en su propiay noble cara, es tan sabio y tan virtuoso…, como¡ay!, tengo yo poco de esas cosas…

—Cuando el chacal reconoce que es gris,

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¡cuán negro debe ser! —murmuró la grulla. Nopreveía entonces lo que iba a suceder.

—Que no le falte nunca comida, y, enconsecuencia…

Oyóse un ruido suave, de algo que rozaba,como si un bote acabara de encallar en un bajío.Rápidamente volvióse en redondo el chacal y seencaró (siempre es mejor encararse) con lacriatura de la cual había estado hablando. Era uncocodrilo de más de siete metros de largo,encerrado en lo que parecía una plancha decaldera de triples remaches, claveteada ycarenada, mostrando como adorno un crestón; lasamarillas puntas de sus dientes superiorescolgaban desde la mandíbula superior, pasandosobre la inferior, terminada bellamente en un picode flauta. Era el achatado Mugger (bocón), de laaldea de Mugger-Ghaut, más viejo que ninguno delos hombres de la aldea, que había dado su nombreal lugar; era como demonio en la parte vadeabledel río antes de que se construyera el puente delferrocarril: era un asesino, un devorador de carne

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humana y un fetiche local, todo en una pieza. Sequedó tendido, con la barba en la orilla, y semantenía así mediante una casi invisibleondulación de la cola, y bien sabía el chacal queun solo golpe de esa cola, dado en el agua,bastaría para elevar al Mugger por la vera con lavelocidad de una máquina de vapor.

—¡Un encuentro de buenos auspicios,protector de los pobres! —dijo adulonamente,retrocediendo un poco a cada palabra—. Oímosuna voz deleitosa y nos acercamos con laesperanza de charlar amablemente. Mi desmedidapresunción me indujo, mientras esperábamos aquí,a hablar de usted. Espero que nada se habráentreoído.

Ahora bien: el chacal había habladoprecisamente para que lo oyeran, porque sabía quela adulación era el mejor medio de procurarsecomida; y el Mugger sabía que sólo con tal finhabía hablado el chacal; y el chacal sabía que elMugger no ignoraba esto; y el Mugger sabía queel chacal sabía que aquél lo sabía; y así, todos se

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quedaban tan contentos.El viejísimo animal avanzó, jadeando y

gruñendo, sobre la orilla, farfullando:—¡Respeto para los viejos y achacosos!Y durante todo este tiempo sus ojillos

brillaban como brasas, bajo los pesados y córneospárpados, encima de su triangular cabeza, mientrasarrastraba el cuerpo, hinchado como un barrilentre sus ganchudas patas. Luego se detuvo, yacostumbrado y todo como estaba el chacal a susmaneras, no pudo menos de estremecerse, porcentésima vez, cuando vio cuán exactamenteimitaba el Mugger a un leño arrojado en la margendel río. Aun había tomado el cuidado de tenderseen el ángulo exacto en que, al encallar, formaría unmadero, teniendo en cuenta cómo era la corrienteen aquella época y lugar. Todo eso, por supuesto,no era sino cuestión de hábito, porque el Muggerhabía venido a tierra únicamente por gusto; peroun cocodrilo nunca se siente harto, y si el chacalhubiera sido engañado por lo que parecía, nohubiera vivido lo suficiente para filosofar sobre

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ello.—Hijo mío, no oí nada —dijo el Mugger,

cerrando un ojo—. Tenía agua en mis oídos y mesentía desfallecido por el hambre. Desde queconstruyeron el puente del ferrocarril, la gente demi aldea ha dejado de quererme, y esto metraspasa el corazón de dolor.

—¡Qué vergüenza! —dijo el chacal—. ¡Uncorazón tan noble como el de usted! Pero todos loshombres son parecidos, según creo.

—¡No, no! Hay, por cierto, grandes diferenciasentre ellos —respondió suavemente el Mugger—.Unos son delgados como bicheros de bote. Otrosson gordos, como cachorros de chac… digo, deperro. No quisiera yo hablar mal de los hombres,sin motivo. Los hay de muy diversas clases, perolos largos años que he vivido me han demostradoque, en general, son muy buenos. Hombres,mujeres, finos…; no hallo nada que reprocharles.Y acuérdate, hijo, de que aquel que desprecia almundo, será despreciado por el mundo.

—La adulación es peor que una lata vacía en

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el estómago. Pero lo que acabo de oír, es purasabiduría dijo la grulla, bajando una de sus patas.

—Considera, no obstante, su ingratitud conquien es tan bueno —empezó a decir el chacal muytiernamente.

—¡No, no, no son ingratos! —respondió elMugger—. No piensan en los demás, eso es todo.Pero yo he notado, mientras yazgo en mi puestoallá debajo del vado, que las escaleras del puentenuevo son terriblemente difíciles de subir tantopara los ancianos como para los niños. Losancianos, por cierto, no son dignos deconsideración; pero me apenan, me apenanverdaderamente los niños que están gordos. Perocreo que, a no tardar, cuando ya haya pasado esanovedad del puente, veremos a mis genteschapoteando por el agua del vado como antes,valerosamente, con las morenas piernas desnudas.Entonces el viejo Mugger se verá honrado denuevo.

—Pero ciertamente vi guirnaldas de caléndulasflotando esta misma tarde en el borde del Ghaut

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—dijo la grulla.Las guirnaldas de caléndulas son muestra de

veneración en toda la India.—¡Error! ¡Error! Era la esposa del vendedor

de confituras. Pierde la vista más y más cada año,y no puede distinguir entre un madero y yo… elMugger del Ghaut. Vi la equivocación cuandoarrojó la guirnalda, porque yo estaba echado al piemismo del Ghaut, y, si hubiera dado un paso más,le hubiera demostrado la diferencia entre un leño yyo. Pero la intención era buena y hay que tener encuenta el espíritu con que se hace la ofrenda.

—¿De qué sirven las guirnaldas de caléndulascuando ya uno está en el estercolero? —dijo elchacal, cazando las pulgas que tenía pero sinquitar el ojo, con cierto aburrimiento, de suprotector de los pobres.

—Cierto, pero aún no han empezado a hacer elestercolero al que iré a parar yo. Cinco veces hevisto al río retroceder desde la aldea y dejardescubierta nueva tierra al pie de la calle. Cincoveces he visto reedificar la aldea en las orillas y

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cinco veces más la veré reedificar. No soy ungavial[21] inconstante que se dedica a cogerpeces, hoy en Kasi, mañana en Prayag, como diceel proverbio, sino el verdadero y constantevigilante del vado. Por algo, muchacho, la aldealleva mi nombre, y "quien mucho vigila" comodicen, "obtendrá, al final, su recompensa".

—Yo he vigilado mucho… mucho…, casi todami vida, y mi premio sólo han sido mordiscos ycardenales —replicó el chacal.

—¡Jo, jo, jo! —se carcajeó la grulla.En agosto nació el chacal,en septiembre caen las lluvias;¡No puedo recordar, dice,tan tremenda lluvia como ésta!La grulla ayudante tiene una particularidad muy

desagradable. En épocas que se producen conirregularidad, sufre de agudos ataques dehormigueos o calambres en las patas, y aunque lavirtud de la resistencia sea mayor en ella que encualquiera de las otras clases de grullas que, a

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pesar de todo, muestran gran impasibilidad, seecha a revolotear en salvajes danzas guerreras,que baila sobre una suerte de zancos torcidos,abriendo a medias las alas y moviendo su cabezacalva de arriba abajo; y en tanto hace esto, pormotivos que ella sabrá, cuida mucho de que susmás fuertes ataques vayan acompañados de susmás acerbas críticas. Cuando pronunció la últimapalabra de su cantar, se cuadró de nuevo muy tiesa,diez veces más digna que nunca del nombre deAyudante que llevaba.

El chacal retrocedió acobardado, aunque ya suedad le había permitido ver tres estacionescompletas; pero no puede uno darse por ofendido ycontestar un insulto que proviene de una personaque posee un pico de un metro de largo y el poderde clavarlo como una jabalina. La grulla era unareconocida cobarde, pero el chacal era aún peorque ella.

—Hay que vivir para aprender —dijo elMugger—, y puede decirse esto: los chacalespequeños abundan mucho, hijo; pero un bocón

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como yo, es raro. Sin embargo, no me sientoorgulloso de ello, porque el orgullo es destructivo;pero fíjate bien, esto es cosa del Hado, y contra elHado nada debieran decir cuantos nadan, caminano corren. Yo estoy contento del Hado. Con buenasuerte, buen ojo y la costumbre de asegurarse deque está libre la salida antes de entrar en algunacala o remanso, puede hacerse mucho.

—En una ocasión oí decir que incluso elprotector de los pobres se había equivocado dijoel chacal maliciosamente.

—Es cierto, pero entonces vino en mi ayuda elHado. Ello sucedió antes de que hubiera adquiridotodo mi desarrollo… tres hambres antes de laúltima que hubo. (iPor la margen izquierda yderecha del Ganges, cuánta corriente llevaban losríos en aquella época!) Sí, yo era joven yatolondrado, y cuando vino la inundación, ¿quiénestaba más contento que yo? Poca cosa bastabaentonces para que yo me sintiera feliz. La aldeaestaba completamente inundada, y yo nadé porencima del Ghaut y fui tierra adentro hasta los

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campos de arroz que estaban llenos de barro. Meacuerdo también de un par de brazaletes queencontré aquella tarde, y que, por cierto, eran decristal y no les hice ningún caso. Sí, brazaletes decristal, y también encontré, si mi memoria no mefalla, un zapato. Debiera haber sacudido aquellosdos zapatos, pero tenía mucha hambre. Más tardeaprendí a proceder mejor. Sí. Así pues, comí ydescansé. Pero, cuando me disponía a regresar alrío, la inundación había bajado de nivel y caminépor el barro de la calle principal. ¿Quién, si no yo,hubiera hecho eso? Acudió toda mi gente,sacerdotes, mujeres y niños, y yo los miré conbenevolencia. No es buen lugar el barro paracombatir bien. Uno de los barqueros dijo:

—Busquen hachas y mátenlo; es el Mugger delvado.

—No —dijo el Brahman—. Miren: se llevapor delante la inundación. Es el dios de la aldea.

Entonces me arrojaron gran cantidad de flores,y alguien tuvo el feliz pensamiento de poner unacabra en mitad del camino.

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—¡Qué sabrosa… qué sabrosa es la cabra!dijo el chacal.

—Tiene muchos pelos… muchos pelos… ycuando la encuentra uno en el agua es más queprobable que haya escondido dentro de ella unanzuelo en forma de cruz. Pero les acepté aquellacabra, y luego me fui hasta el Ghaut triunfalmente.Más tarde, el Hado hizo que cayera en mis manosel barquero que había querido cortarme la colacon el hacha. Su bote embarrancó en un banco deque no se acordarían ustedes aunque se lomencionara.

—No todos somos aquí chacales —dijo lagrulla—. ¿Era el banco que se formó donde sehundieron los barcos que cargaban piedras, el añode la gran sequía…, un banco de arena muy largoque duró por espacio de tres inundaciones?

—Había dos —respondió el Mugger—; unomás arriba y otro más abajo.

—¡Ah, se me había olvidado! Los dividía uncanal que más tarde se secó también —dijo lagrulla que se sentía muy orgullosa de su buena

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memoria.—En el banco de abajo encalló la barca del

hombre que abrigaba tan buenas intencionestocante a mi. Estaba durmiendo en la proa, y,medio despierto, saltó al agua que le daba hasta lacintura… no, hasta las rodillas, para empujar laembarcación, la cual, vacía, siguió adelante hastatocar de nuevo en la tierra en el próximo recodoque la corriente formaba entonces. Yo seguíaadelante también, porque sabía que vendrían máshombres para arrastrar el barco hasta la playa.

—¿Y vinieron? —dijo el chacal un tantodespavorido. Ésta era una cacería en una escalatal, que lo impresionaba.

—Acudieron hombres de allí y de más abajo.No seguí adelante; pero esto me permitióapoderarme de tres en un día… tres manjis(barqueros) muy gordos, y, a excepción del último(con el cual me descuidé un tanto), ni uno solopudo gritar para advertir a los que se encontrabanen la orilla del río.

—¡Ah! ¡Qué manera de cazar! ¡Pero cuánta

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habilidad y qué superior juicio reclama! —exclamó el chacal.

—Habilidad no, muchacho, sino sólo pensar unpoco. Un poco de pensamiento es como la salsobre el arroz, como dicen los barqueros, y yosiempre he pensado profundamente. Mi primo elgavial, el que come peces, me ha dicho cuán difíciles para él seguirlos, y cuánto difieren los unos delos otros, y cómo necesita él conocerlos a todos enconjunto y a cada uno por separado. Sabiduríadigo yo que es esto; pero, por otra parte, mi primo,el gavial, vive entre su gente. Mi gente no nada enbandadas, con la boca fuera del agua, como lohace Rewa; ni sale constantemente a la superficie,ni se vuelve de lado, como Mohoo y el diminutoChapta; ni se reúne en los bancos de arenadespués de una inundación, como Batchua yChilva.

—Todos son deliciosos manjares dijo lagrulla, dando un chasquido con el pico.

—Así dice mi primo, y hace una ocupaciónmuy seria del cazarlos; pero ellos no se encaraman

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a los bancos de arena para eludir sus dientes. Migente es muy diferente. Vive en la tierra, en casas,entre sus ganados. Yo necesito saber lo que haceny lo que están a punto de hacer; y así, poniendoprimero la trompa del elefante y luego la cola,reconstruyo, como dicen, al elefante entero.¿Cuelga de una puerta una rama verde con unanillo de hierro? El viejo Mugger sabe que hanacido un niño en aquella casa y que algún díavendrá al Ghaut a jugar. ¿Va a casarse unadoncella? El viejo Mugger sabe esto, porque ve alos hombres ir y venir con regalos; y, por último,ella también acude al Ghaut para bañarse antes dela boda… y allí está él. ¿Ha cambiado el río sucurso, y deja nuevas tierras donde antes sólo arenahabía? El Mugger sabe también esto.

—Bueno, ¿de qué sirve saber eso? —objetó elchacal—. El río ha cambiado de lugar hastadurante mi corta vida.

Los ríos de la India están casi siemprecambiando su curso y se desvían a veces hasta unamedia legua o más en una sola estación, inundando

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los campos de una de las orillas y esparciendocieno fertilizante sobre la Otra.

—No hay conocimiento tan útil como éste —dijo el Mugger—, porque nuevas tierras significannuevas pendencias. El Mugger lo sabe. ¡Oh! Losabe perfectamente. Cuando las aguas se retiran, searrastra él por grietas tan estrechas que loshombres piensan que no son lo suficientementeanchas para que allí pueda esconderse un perro, yallí espera. Luego aparece un labriego diciendoque plantará allí pepinos, y acullá melones, en latierra nueva que el río le ha dado. Tantea el cienoexcelente con los pies desnudos. A poco llega otrolabriego diciendo que cultivará allí cebollas,zanahorias y caña de azúcar, en este y aquel sitio.Se acercan como botes que toman rumbo hacia elmismo punto, y mira cada quien al otro con unosojos que parecen rodar bajo el enorme turbanteazul. El viejo Mugger ve y oye. Llámanse el uno alotro "hermano", y van a amojonar la nueva tierra.El Mugger corre detrás de ellos, a uno y otro lado,deslizándose, aplastado contra el suelo, por el

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lodo. ¡Ahora empiezan a disputar! ¡Se dicenpalabras ásperas! ¡Se arrancan los turbantes!Ahora enarbolan los garrotes, y, por último, caeuno de espaldas en el lodo, y el otro huye. Cuandoregresa, la cuestión ha quedado ya zanjada, comoda fe de ello el bambú herrado del vencido. Y sinembargo, nada le agradecen al Mugger. No; gritan:¡un asesinato! Las familias pelean a garrotazos,veinte de cada bando. Mi gente es muy buenagente… jats de las montañas… malwais del Bêt.

Cuando pegan, no pegan por juego, y, cuandola lucha termina, el viejo Mugger espera allá lejosen el río, fuera de la vista de la aldea, detrás delas matas de kíkar que por allá hay. Entonces bajanmis jats de anchos hombros, ocho o nueve juntos,bajo la luz de las estrellas trayendo al muerto enuna camilla. Son viejos de barbas canas y de voztan profunda como la mía. Encienden un fuego(¡ah! ¡cómo conozco yo ese fuego!), tragan tabacoy formando círculo mueven la cabeza todos a lavez hacia adelante y hacia un lado, hacia el muertoque está en la orilla. Dicen que las leyes inglesas

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arreglarán aquello con la horca, y que pasará granvergüenza la familia del matador al ver cómo locuelgan en el patio grande de la cárcel. Los amigosdel muerto dicen: "¡Que lo cuelguen!, y empieza denuevo la conversación… una, dos, veinte vecesdurante la noche interminable. Entonces, porúltimo, dice uno: "La pelea fue limpia. Tomemosel dinero que nos ofrecen, un poco más de lo quenos ofrecen, y no digamos nada de lo sucedido."

Empiezan a regatear por el dinero, pues elmuerto es un hombre robusto que ha dejadomuchos hijos. Sin embargo, antes del amratvela(la salida del sol), lo queman un poco, como es lacostumbre, y el muerto viene a parar a mí, y él yano dirá nada del asunto. ¡Ah, hijos míos! ElMugger sabe… sabe muchas cosas… y losMalwah jats son buena gente.

—Tienen el puño demasiado apretado… sonmuy mezquinos para llenarme el buche —graznó lagrulla—. No malgastan el lustre en los cuernos deuna vaca, como dicen; y, veamos, ¿quién puedeespigar después que ha pasado un Malwah?

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—¡Ah! Yo… los espigo a ellos —replicó elMugger.

—Pues bien: en Calcuta del Sur, en tiemposantiguos —siguió diciendo la grulla—, tirabantodo a la calle y nosotros podíamos escoger yrevolverlo todo. ¡esos eran buenos tiempos! Peroahora mantienen las calles tan limpias como lacáscara de un huevo, y mi gente huye. Ser limpioes una cosa; pero quitar el polvo, barrer y regarsiete veces al día, aburre hasta a los mismosdioses.

—Un día un chacal de las tierras bajas mecontó que en Calcuta del Sur todos los chacalesestaban tan gordos como nutrias en la estación delluvias —dijo el chacal, y la boca se le hizo aguasólo de pensarlo.

—¡Ah! Pero allí están los de la cara blanca…los ingleses…, y ellos llevan consigo perrosgordos que conducen de quién sabe dónde, ríoabajo, en unos barcos, los que cuidan de que esoschacales de que hablas estén flacos —repuso lagrulla.

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—¿Son, pues, de corazón tan duro como esagente? Debí suponerlo. Ni la tierra, ni el cielo niel agua son caritativos con el chacal. Yo vi lastiendas de uno de los de cara blanca durante laúltima estación, después de las lluvias, y ademásle cogí unas riendas nuevas, amarillas, paracomérmelas. Los blancos no saben preparar bienlas pieles. Aquellas riendas me enfermaron.

—A mí me ocurrió algo peor —dijo la grulla—. Cuando no contaba yo más que tres estaciones,y era tan joven como atrevida, me fui al río, allugar donde atracan los barcos grandes. Losbarcos de los ingleses son de triple tamaño que eltamaño de esta aldea.

—Ha estado en Nueva Delhi… y quierehacernos creer que la gente allí camina de cabeza—murmuró el chacal.

El Mugger abrió el ojo izquierdo y mirófijamente a la grulla.

—Es verdad —insistió la enorme ave—. Unembustero sólo miente cuando espera que lecreerán. Nadie que no haya visto esos barcos

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podría creer esta verdad que digo.—Eso es ya más razonable —observó el

Mugger—. ¿Y qué más?—De los costados de uno de esos barcos

estaban sacando grandes pedazos de una materiablanca que, al cabo de poco rato, se convertía enagua. Buena parte de ella se desmenuzó, cayendosobre la orilla, y el resto lo colocaron en una casade gruesas paredes. Pero un barquero, que reía,cogió uno de aquellos trozos, no más grande queun perrillo, y me lo tiró. Yo… como todos losmíos… trago sin reflexionar, de modo que traguéaquello según nuestra costumbre. Inmediatamentesentí un gran frío que, empezando en el buche, mecorría hasta la punta de los dedos, y me privé dehablar, en tanto que los barqueros se burlaban demí. Nunca he sentido tanto frío. Por el dolor y alaturdimiento, bailé hasta que pude recobrar elaliento, y entonces bailé de nuevo, gritando contrala falsedad de este mundo, y los barqueroscontinuaban riéndose de mí hasta caerse al suelo.¡Lo más maravilloso de todo, aparte aquel frío tan

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intenso, es que nada absolutamente había en mibuche cuando terminé mis lamentaciones!

La grulla había hecho todo lo posible paradescribir lo que había sentido después de tragarseun pedazo de hielo de siete libras, proveniente dellago de Wenham, traído de allí por un barcoamericano de los dedicados al transporte, antes deque Calcuta fabricara su hielo con máquinas; pero,como el ave no sabía lo que era el hielo, y comomenos aún lo sabían el Mugger y el chacal, elcuento no produjo el efecto deseado.

—Cualquier cosa —dijo el Mugger, cerrandode nuevo su ojo izquierdo—, cualquier cosa esposible cuando procede de un barco que tiene tresveces el tamaño de Mugger-Ghaut. Mi aldea no esuna aldea pequeña.

Se oyó un silbido por encima del puente, y eltren correo de Delhi pasó por él, llenos de luztodos los coches y tras ellos las sombras a lo largodel río. Se hundió con estruendo a lo lejos en laoscuridad, pero el Mugger y el chacal ya estabantan acostumbrados a esto que ni siquiera volvieron

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la cabeza.—¿Acaso no es eso tan maravilloso como un

barco de triple tamaño que Mugger-Ghaut? —dijoel ave mirando hacia arriba.

—Yo vi edificar eso, muchacho. Piedra porpiedra vi elevarse los estribos del puente, ycuando los hombres se caían (generalmente eranmaravillosamente diestros en no poner el pie enfalso… pero, cuando se caían), allí estaba yoalerta. Después que el primer estribo estuvohecho, ya nunca pensaron en ir corriente abajo enbusca de los cadáveres para quemarlos. Y con estome evitaron muchas molestias. No hubo, por lodemás, nada de extraño en la construcción delpuente —concluyó el Mugger.

—Pero, ¿eso que pasa por encima de él,tirando de los carros techados? ¡Eso sí es extraño!—dijo la grulla.

—Es, sin duda, un buey de alguna nuevaespecie. Algún día perderá pisada y caerá delmismo modo que cayeron los hombres. El viejoMugger estará también entonces alerta.

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El chacal miró a la grulla, y ésta al chacal. Sihabía algo de que pudieran estar seguros más quede cualquiera otra cosa, era de que la máquinapodía ser cualquier cosa menos un buey. El chacalla había observado muchas veces desde las matasde áloe que bordeaban la línea; y la grulla habíavisto locomotoras desde que la primeralocomotora corrió en la India. Pero el Mugger nohabía visto la máquina más que desde abajo, y lacupulilla de bronce le parecía la especie de jorobade un buey.

—Sí; un buey de una nueva especie —repitió,pesando las palabras, el Mugger, como parapersuadirse a sí mismo, y el chacal respondió:

—Ciertamente es un buey.—Y también podría ser… —empezó a decir el

Mugger con cierta aspereza.—Cierto… cierto que sí —interrumpió el

chacal, sin esperar a que el otro terminara.—¿Qué? dijo el Mugger enojado, porque

sentía que los demás sabían más que él—. ¿Qué

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podría ser? No había yo terminado de hablar. Túdijiste que era un buey.

—Es cualquier cosa que el protector de lospobres quiera. Yo soy su servidor… y no el de esacosa que atraviesa el río.

—Sea lo que fuere, es obra de los de carablanca —dijo la grulla—, y por mi parte noquisiera yo echarme en un lugar que se halla tancerca de eso, como este banco de arena.

—Tú no conoces a los ingleses como yo —dijo el Mugger—. Había aquí un cara blancacuando construían el puente; y el blanco se metíamuchas veces, a la caída de la tarde, en un bote, ygolpeaba con los pies las tablas del fondo,murmurando: "¿Está aquí? ¿Está aquí? Traigan miescopeta." Yo le oía aun antes de verle, oía cadaruido que producía, los crujidos, el resuello, cadagolpecito dado en la escopeta, mientras iba ríoarriba y río abajo… Tan cierto como que yo lehabía privado de uno de sus obreros, y con esto lehice ahorrar un gran gasto de leña que hubierannecesitado para quemarlo; tan cierto como esto era

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su constante empeño en venirse hasta el Ghaut, ygritar que me iba a matar, librando así al río de mipresencia… de la presencia del Mugger, deMugger-Ghaut. ¡A mí! Hijos míos, yo nadé horatras hora bajo la quilla de su bote, y oía cómodisparaba contra algunos leños; y cuando estaba yobien seguro de que él estaba cansado, melevantaba junto a él y hacía castañear mis dientesfrente a su cara. Cuando el puente estuvoterminado, se marchó. Todos los ingleses cazan deese modo, excepto cuando son ellos los cazados.

—¿Quién caza a los de la cara blanca? —ladróel chacal excitado.

—Ahora, nadie; pero yo los cacé en misbuenos tiempos.

—Me acuerdo un poco de esa caza. Entoncesera yo joven —dijo la grulla haciendo sonar supico de modo significativo.

—Estaba yo aquí perfectamente establecido.Mi aldea era reedificada por tercera vez, segúnrecuerdo, cuando mi primo, el gavial, me trajonoticias de ciertas aguas muy ricas más arriba de

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Benares. No quise ir al principio, porque miprimo, que sólo come peces, no siempre distinguelo bueno de lo malo; pero oí a mi gente hablar porlas tardes, y lo que dijeron me decidió.

—¿Y qué fue lo que dijeron? —preguntó elchacal.

—Lo suficiente para que yo, el Mugger deMugger-Ghaut, me saliera del agua y echara aandar. Partí de noche, sirviéndome hasta de losmás pequeños arroyos según se me ibanpresentando; pero era entonces el principio delverano, y todos llevaban muy poca agua. Crucécaminos llenos de polvo; atravesé altas matas dehierba; escalé colinas a la luz de la luna. Hastatrepé por las rocas, hijos míos… piensen bien enello. Crucé el extremo del río Sirhind, el seco,antes de que pudiera encontrar la serie de afluentesque desembocan en el Ganges. Un mes de continuoviaje era preciso para regresar a donde se hallabami gente y el río que yo conocía. ¡Fue algomaravilloso!

—¿Y qué tal de comida durante el camino? —

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preguntó el chacal, que no tenía más alma que suestómago, y no estaba ni tantito impresionado porlos viajes del Mugger.

—Lo que encontraba, eso comía… primo —dijo el Mugger pausadamente, arrastrando cadapalabra.

Ahora bien; no se le llama primo a nadie en laIndia a menos de que pueda uno llegar a establecercierto parentesco con esa persona, y como sólo enlos cuentos de hadas se casa un Mugger con unchacal, nuestro chacal comprendió por qué motivose había visto de pronto elevado al círculo de lafamilia del Mugger. Si hubieran estado solos, nole hubiera importado; pero brillaron los ojos de lagrulla al oír la pesada broma.

—Ciertamente, padre, debí haberlo supuesto—dijo el chacal—. A un Mugger no le gusta quelo llamen padre de ningún chacal, y el Mugger deMugger-Ghaut respondió entonces tanto y muchomás de lo que sería discreto repetir aquí.

—El protector de los pobres fue quien mellamó pariente. ¿Cómo puedo yo acordarme del

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grado de parentela que hay entre nosotros?Además, comemos la misma clase de comida. Éllo dijo —respondió el chacal.

Esto agravó aún más las cosas, porque a lo queapuntaba el chacal era a indicar que el Muggerdebía de haber devorado su comida fresca todoslos días en aquella marcha a pie, en vez deguardarla junto a sí hasta que estuviera como él lanecesitaba, como lo hacen todos los Mugger quese respetan algo, y también la mayor parte de lasfieras, cuando pueden. A decir verdad, uno de lospeores insultos que pueden dirigirse en el caucedel río los animales, es tildarse de "devoradoresde carne fresca". Esto es casi tan malo comollamar caníbal a un hombre.

—Aquella carne fue comida hace treintaestaciones —dijo tranquilamente la grulla—.Aunque habláramos durante treinta estaciones más,nunca la volveríamos a ver. Cuéntanos ahora quéocurrió cuando llegaste a aquellas aguas tanbuenas, después de tu maravilloso viaje por tierra.Si escucháramos el aullido de cada chacal, los

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negocios de la ciudad se paralizarían, como diceel proloquio.

El Mugger debió agradecer la interrupción,porque prosiguió precipitadamente:

—¡Por la margen izquierda y derecha delGanges! ¡Cuando llegué allá, nunca había vistoaguas como aquéllas!

—¿Eran mejores, entonces, que la graninundación de la última estación? —preguntó elchacal.

—¡Mucho mejores! Esa inundación sólo fue loque ocurre cada cinco años…, un puñado deforasteros ahogados, unas cuantas gallinas, un bueymuerto en el agua lodosa, gracias a las corrientescruzadas. Pero en la estación de que me acuerdoahora, el río estaba bajo, el agua corría mansa,igual siempre, y como me lo había advertido elgavial, los ingleses bajaban por ella tocando unocon otro. En aquella estación engordé y crecí.Desde Agra, cerca de Etawah y del lugar en que lacorriente se ensancha, no muy lejos de Allahabad.

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—¡Oh! ¡Qué remolino se formó bajo los murosdel fuerte de Allahabad!… —dijo la grulla—.Acudieron allí como los patos a los juncales, ybailaban dando vueltas… así.

Empezó otra vez su horrible danza, mientras elchacal la miraba con envidia. Él no se acordabanaturalmente del terrible año de la insurrección. ElMugger continuó:

—Sí; cerca de Allahabad, uno se tendía quietoen el agua mansa, y dejaba que pasaran veintecuerpos para escoger uno. Y sobre todo, losingleses no iban llenos de joyas y anillos en lanariz y en los tobillos, como mis mujeresacostumbran hoy. El que gusta mucho de adornos,acaba con una cuerda al cuello como collar, comodice el refrán. Todos los cocodrilos que había entodos los ríos engordaron entonces; pero quiso miHado que yo engordara más que ninguno. Lasnoticias que corrían era que se cazaba a losingleses arrojándolos a los ríos, y, ¡por las dosorillas del Ganges! nosotros estábamos seguros deello. Así lo creí durante todo el tiempo que fui en

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dirección al Sur; llegué allá siguiendo la corrientehasta más allá de Monghyr y de las tumbas quedominan el río.

—Conozco ese sitio —dijo la grulla—. Desdeaquellos días, Monghyr es una ciudad abandonada.Pocos viven allí ahora.

—Después de esto, me fui corriente arribadespacio, perezosamente, y un poco más allá deMonghyr encontré un bote lleno de blancos…¡todos vivos! Eran, me acuerdo bien, mujeres, queyacían bajo una tela sostenida por palos, ylloraban a gritos. No nos disparaba entonces nadieni un tiro: éramos los únicos guardianes de losvados en aquellos tiempos. Todas las armas defuego estaban ocupadas en otra parte. Lasescuchábamos día y noche tierra adentro; elestruendo iba y venía según a donde soplara elviento. Me levanté por completo frente al bote,porque nunca había visto caras blancas vivas,aunque bien los conocía, por otra parte. Un niñoblanco desnudo, estaba de rodillas en uno de loscostados del bote, e, inclinándose, se le antojó

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arrastrar las manos por las aguas del río. Eshermoso ver cómo juega un niño con el agua quecorre. Yo había comido ya aquel día; pero todavíaen mi estómago había un rinconcito vacío. Sinembargo, más por juego que por comer, me levantéhasta casi tocar las manos del niño. Ofrecían unblanco tan fácil que ni siquiera las miré cuandocerré las mandíbulas; pero eran tan pequeñas que,aunque cerré las quijadas debidamente —estoyseguro de ello—, el niño las retiró con rapidez sinrecibir en ellas el menor daño. Seguramentepasaron por el espacio que media entre un diente yotro… aquellas pequeñas manos blancas. Hubierapodido entonces asirlo por los codos, pero, comodije, me había acercado allí sólo por juego y porel deseo de ver cosas nuevas. Gritaron uno trasotro los que iban en el bote, y luego de unosmomentos me levanté de nuevo para observarlos.El barco estaba demasiado pesado para hacerlozozobrar. Iban en él sólo mujeres, pero quien se fíade una mujer, es como si caminara sobre hierbasque ocultan una laguna, como dice el proverbio,

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y… ¡por las dos márgenes del Ganges!, eso esverdad.

—En una ocasión una mujer me dio una pielseca, como si fuera pescado —observó el chacal—. Desde entonces, espero poder apoderarme desu niño; pero más vale comer carne de caballo querecibir de él una coz, como dice el proverbio.¿Qué hicieron las mujeres?

—Me dispararon una arma muy corta, de unaclase que nunca antes había visto y que no hevuelto a ver. Me dispararon cinco veces, una trasotra (el Mugger debió habérselas con algúnantiguo revólver); yo me quedé con la bocaabierta, bostezando, con una nube de humo entorno de mi cabeza. Nunca vi cosa igual. ¡Cincoveces, y tan rápidamente como cuando muevo lacola… ¡así!

El chacal, que se sentía cada vez másinteresado por el relato, apenas si tuvo tiempo debrincar hacia atrás en el momento mismo en que lacola cortaba el aire como una guadaña.

—Hasta que sonó el quinto disparo —

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prosiguió el Mugger, como si jamás hubierapensado en causarle daño a sus oyentes—, hastaque sonó el quinto disparo me hundí en el agua, ytorné a salir de ella en el momento preciso en queun barquero les decía a aquellas mujeres blancasque sin duda había quedado yo muerto. Una de lasbalas se me había incrustado en el cuello. No sé sitodavía estará allí, porque no puedo volver lacabeza. Ven y mira tú, muchacho. Quierodemostrar que mi historia es verídica.

—¿Yo? —dijo el chacal—. ¿Quien comezapatos viejos y rompe huesos para comer puededudar de la palabra del que es la envidia del río?¡Que mi cola sea engullida por cachorrillos ciegossi la sombra de ese pensamiento me ha pasado porla cabeza! El protector de los pobres se hadignado contarme a mí, su esclavo, que una vez ensu vida fue herido por una mujer. Con esto basta, yles contaré el cuento a todos mis hijos, sin pedirpruebas de él.

—La excesiva urbanidad es a veces tan malacomo la descortesía excesiva, porque, como dice

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el proverbio, hasta con requesones puede ahogarsea un invitado. No deseo que ningún hijo tuyo sepaque el Mugger de Mugger-Ghaut recibió de unamujer la única herida que ha recibido en su vida.Tus hijos tendrán que pensar en muchas otrascosas, para procurarse la comida por tan tristesmedios como los que emplea su padre.

—¡Olvidado está, y desde hace mucho tiempo!¡Nunca dije tal cosa! ¡Jamás existió ninguna mujerblanca! ¡Nunca hubo barco alguno! ¡Nunca ocurriónada!

El chacal movió la cola, como si barriera elsuelo, para mostrar cuán totalmente quedaba todoborrado de su memoria, y sentó con aire desuficiencia.

—Ciertamente sucedieron muchas cosas,continuó el Mugger, derrotado por segunda vez, alquerer llevarle ventaja a su amigo. (Ninguno deellos, sin embargo, tenía mala intención. Comer yser comido eran cosa completamente legal en todala extensión del río, y el chacal se encontraba allípara recoger las sobras cuando el Mugger hubiera

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terminado su comida.)—Abandoné aquel bote —prosiguió—, y me

fui corriente arriba, y, cuando llegué a Arrah y alas aguas situadas detrás, no hallé más inglesesmuertos. El río estuvo vacío durante cierto tiempo.Luego llegaron uno o dos cadáveres con chaquetasde color rojo; pero no ingleses, sino todos de unamisma clase —del Indostán y purbeahs—.Después, cinco o seis de frente, y, por último,desde Arrah hasta el Norte, más allá de Agra,parecía como si se hubieran arrojado al aguapueblos enteros. Salían de las calas uno tras otro,como bajan los maderos en la época de las lluvias;cuando se levantaba el río, también ellos selevantaban, en compañías enteras, de los bancosde arena en que habían estado reposando. Luego,al bajar el agua de la corriente, los arrastraba altravés de los campos y de la tierra virgen, por loslargos cabellos. Toda la noche, así mismo, yendohacia el Norte, escuché disparos de armas defuego, y durante el día el rumor de pies calzadosque atravesaban los vados, o el que producen las

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ruedas de un pesado carro al rodar sobre la arenapor debajo del agua; y cada ola traía nuevoscadáveres. Al fin, hasta yo mismo sentí miedo,porque dije: "Si esto les ocurre a los hombres,¿cómo podrá salvarse el Mugger de Mugger-Ghaut?" También había barcos que venían detrásde mí, corriente arriba, ardiendo continuamente,como arden a veces las embarcaciones que llevanalgodón, pero sin jamás hundirse.

—¡Ah! —dijo la grulla—; barcos como losque van a Calcuta del Sur. Son altos y negros, conuna cola que golpea el agua por detrás, y…

—Y son tres veces tan grandes como mi aldea.Mis barcos eran bajos y blancos; golpeaban elagua a cada lado, y no eran más grandes que losbotes de quien habla sujetándose a la verdad. Medieron mucho miedo, por lo que abandoné aquellasaguas y me vine a este cauce mío, ocultándome dedía y caminando de noche, cuando no podíaencontrar arroyos que me ayudaran. Me volví a mialdea, pero no esperaba ver en ella a ninguno delos de mi gente. Sin embargo, aquí estaban,

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arando, sembrando y segando luego las mieses;iban de un lado al otro tan tranquilamente comosus ganados.

—¿Y había aún buena comida en el río? —dijoel chacal.

—Más de la que yo hubiera deseado. Incluso—y eso que yo no como barro—, incluso estabacansado, y, por lo que recuerdo, un tanto asustadode aquel constante bajar por el río gentesilenciosa. A los de mi aldea les oí decir quetodos los ingleses habían muerto; pero los quellegaban, boca abajo, con la corriente, no eraningleses, según pudo ver mi gente. Entonces migente dijo que lo mejor era no decir nada, sinopagar la contribución y arar la tierra. Después demucho tiempo, el río quedó limpio de cadáveres, ylos que por él bajaban eran sin duda ahogadosprocedentes de las inundaciones, como podíaverlo yo claramente; y aunque entonces no era fácilprocurarse comida, me alegraba cordialmente deello. Un poco de matanza aquí y allá, no esmalo…, pero hasta el Mugger puede algunas

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veces hartarse, como dice el proverbio.—¡Maravilloso! ¡Verdaderamente maravilloso!

—dijo el chacal—. Yo he engordado ya, nada másde tanto oír hablar de comer. Y después de esto,¿qué cosa, si se me permite preguntarlo, hizo elprotector de los pobres?

—Me dije a mí mismo —y por las dos orillasdel Ganges, que me mantuve firme en mi juramento—, me dije a mí mismo que nunca másvagabundearía de aquel modo. Así pues, he vividojunto al Ghaut, muy cerca de mi gente, y los hevigilado año tras año, y ellos me quieren tanto, quehasta me arrojaban guirnaldas de caléndulas cadavez que me veían levantar la cabeza del agua. Sí,mi Hado ha sido muy bueno conmigo, y el río es losuficientemente bueno para respetar mi presencia,débil y enfermo como estoy; sólo que…

—Nadie es feliz por entero, desde el picohasta la cola —dijo la grulla con simpatía—. ¿Quémás necesita el Mugger de Mugger-Ghaut?

—Aquel niño tan pequeño y tan blanco del queno me apoderé —dijo el Mugger, con un profundo

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suspiro—. Era muy pequeño, pero no lo heolvidado. Ahora estoy viejo, pero antes de morirquisiera probar algo nuevo. Es verdad que ellosson gente de pies pesados, y medio locos, y pocojuego sería el cazarlos, pero todavía me acuerdode aquellos tiempos que pasé algo más lejos deBenares, y si el niño vive, él también aún seacordará. Es posible que pasee por la orilla dealgún río diciendo cómo una vez pasó las manospor entre los dientes del Mugger de Mugger-Ghaut, y quedó vivo para narrar el cuento. MiHado ha sido muy bueno conmigo; pero a veces, ensueños, me molesta eso… el pensamiento de aquelniñito blanco que iba en el bote.

Bostezó y cerró las quijadas.—Y ahora voy a descansar y a pensar —

prosiguió—. Guardad silencio, hijos míos, yrespetad a los ancianos.

Se volvió con dificultad y se arrastró hasta loalto del banco de arena, en tanto que el chacal seretiraba con la grulla para refugiarse detrás de unárbol que se había detenido en el río, en el

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extremo más cercano del puente del ferrocarril.—Ésa ha sido una vida agradable y

provechosa —dijo aquél sardónicamente, mirandocon expresión interrogante al ave que lo dominabadesde su altura—. Y fíjate que ni una sola vezcreyó oportuno decirme dónde podría encontrar unbocado en algún banco de arena. Y sin embargo,yo le he señalado cien veces muchas buenas cosasque estaban en el barro, corriente abajo. ¡Quécierto es el proverbio que dice: "todo mundoignora al chacal y al barbero una vez que por ellosse han sabido las noticias!" Ahora se va a dormir.¡Aarh!

—¿Y cómo puede cazar un chacal junto con uncocodrilo? dijo fríamente la grulla—. Unladronazo y un ladronzuelo; fácil sería adivinarquién se llevaría los mejores bocados.

El chacal se volvió gimiendo de impaciencia,y se iba a enroscar bajo el tronco de un árbol,cuando de pronto se acurrucó y se puso a mirar, altravés de las ramas, hacia el puente que estabacasi encima de su cabeza.

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—¿Qué sucede ahora? —preguntó la grulla,abriendo las alas, algo inquieta.

—Espera un poco y lo veremos. El vientosopla de nosotros hacia ellos, pero no nos buscana nosotros…, esos dos hombres.

—¿Hombres son? Mi oficio me protege. Entoda la India se sabe que soy sagrada.

La grulla, que es allí un excelente basurero, semete por donde le place, y por eso la nuestra nuncase acobardaba.

—No valgo la pena para que me den másgolpes que el que puede dar un zapato viejo —dijoel chacal, escuchando de nuevo—. ¿Oyes esospasos? No es ruido de zapatos de campesinos; escalzado de un pie de blanco. ¡Escucha otra vez!¡Roce de hierro contra hierro! ¡Es una escopeta!Amiga, esos locos ingleses de pies pesados hanvenido a hablar con el Mugger.

—Adviérteselo, pues. Hace un rato fuellamado protector de los pobres por un ciertochacal hambriento.

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—Deja que mi primo proteja él mismo su piel.Me ha dicho mil veces que nada hay que temer delos caras blancas. Éstos deben ser caras blancas.Ninguno de los aldeanos de Mugger-Ghaut seatrevería a perseguirlo. ¿Ves? ¡Ya dije yo que erauna escopeta! Ahora, con un poco de suerte,tendremos alimento antes de que apunte el día. Élno oye bien fuera del agua, y… ¡en esta ocasión notendrá que habérselas con una mujer!

Durante un momento brilló el cañón de unaescopeta sobre las traviesas del puente. El Muggerestaba echado en el banco de arena, tan quietocomo su propia sombra, un poco abiertas las patasdelanteras, la cabeza caída entre ellas, roncandocomo un… cocodrilo.

Sobre el puente murmuró una voz:—El tiro resulta un poco raro, casi en

dirección perpendicular; pero tan seguro comocapital invertido en casas. Lo mejor es apuntarle alcuello. ¡Caramba! ¡Qué enorme animal! Losaldeanos se pondrán furiosos si lo matamos. Comoque es el deota, el dios de estos lugares.

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—Me importa un rábano —respondió otra voz—. Me quitó unos quince de mis mejorescoolies[22] mientras se construía el puente, y ya eshora de acabar con él. Lo he perseguido en botedurante semanas enteras. Prepare el Martini[23]para cuando le haya disparado yo los dos cañonesde mi escopeta.

—Cuidado, pues, con el culatazo. No es bromaun doble disparo de calibre cuatro.

—Eso habrá de decirlo él. ¡Allá va!Se oyó un estruendo como el producido por un

cañón de pequeñas dimensiones (las mayoresescopetas para la caza de elefantes no sediferencian mucho de una pequeña pieza deartillería) y una doble llamarada, seguido todoesto de la detonación seca y penetrante de unMartini, cuya larga bala penetra sin dificultad porlas gruesas placas de un cocodrilo. Pero las balasexplosivas habían hecho ya el trabajo. Una deellas dio exactamente detrás del cuello, un pocohacia la izquierda de la espina dorsal; la otraestalló más abajo, donde empieza la cola. En el

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noventa y nueve por ciento de los casos puede uncocodrilo mortalmente herido arrastrarse hasta elagua, en los lugares de cierta profundidad,escapando así. Pero el Mugger de Mugger-Ghauthabía quedado literalmente roto en tres pedazos.Apenas sí movió la cabeza antes de morir, y yacíatan aplanado en el suelo como el chacal.

—¡Rayos y truenos! ¡Rayos y truenos! —dijoel miserable animalejo—. ¿Aquella cosa quearrastra por el puente los carros cubiertos se havenido abajo por fin?

—No es sino una escopeta —dijo la grulla,aunque las plumas de la cola le temblaban—. Essólo una escopeta. Ciertamente está muerto. Ahívienen los blancos.

Los dos ingleses se habían apresurado a bajardel puente y a cruzar el banco de arena, y allí sedetuvieron a admirar la longitud del Mugger.Entonces un indígena que portaba un hacha cortó laenorme cabeza y cuatro hombres la arrastraron porla lengua de tierra que allí había.

—La última vez que tuve mi mano en la boca

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de un cocodrilo —dijo uno de los ingleses,agachándose (era el que había dirigido laconstrucción del puente)—, fue cuando yo teníacinco años de edad, bajando en bote por el río,hacia Monghyr. Yo era uno de los niños "deltiempo de la insurrección", como les llaman. Mipobre madre estaba también en el bote, y ella confrecuencia me refirió que había disparado con unrevólver a la cabeza del animal.

—¡Vaya! Ciertamente se ha vengado usted enel jefe de toda la familia… aunque el culatazo lehizo arrojar usted sangre por la nariz. ¡Eh,barqueros! Arrastren la cabeza fuera de aquí; laherviremos para conservar la calavera. La pielestá demasiado agujereada para conservaría. ¡Adormir, ahora! Valía la pena haber permanecidolevantados durante toda la noche, ¿verdad?

*****Cosa curiosa: el chacal y la grulla hicieron la

mismísima observación, dos o tres minutosdespués que se fueron los hombres.

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LA CANCIÓN DE LA OLA

LA corriente cruzó un día,por el vado, una doncella;el sol ya se ponía;la ola, enamorada, fuea besar su mano bella.Y le habló de esta manera:—Espera, niña, espera,que soy la muerte.—Iré a donde amor me invita,vergüenza me daría que aguardara;pez que en el mar se agita,no esperará, si llego tarde.—Pie leve, corazón hermosoespera el cargado bote."Espera, espera, niña,espera, que soy la muerte."

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—Me apresuro si amor me llama,que desdén nunca se casa.A su talle ligero ya llegael agua que pasa.Fiel y bella loquilla,nunca tocará su pie la orilla;la onda rueda lejos,con sangrientos reflejos.

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El milagro de PurunBhagat

LA noche que sentimosque la tierra se abriría,lo hicimos, tomado de la mano,en pos nuestro venirse.Porque lo amábamos con el amoraquel que conoce pero no entiende.Y cuando de la montañael estallido percibióse,y todo hubo caídocomo lluvia extraña,lo salvamos nosotros,nosotros, pobre gente;pero, ¡ay! siemprepermanece ausente.

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¡Gemid! Lo salvamos,pues también aquí,entre esta pobre gente,hay sinceros amores.¡Gemid! No despertaránuestro hermano.Y su propia gentenos echa de nuestro remanso.Canto elegíaco de los langures. En la India había una vez un hombre que era

primer ministro de uno de los estadossemiindependientes que hay en el noroeste delpaís. Era un brahmán de tan alta casta, que lascastas ya no tenían ningún significado para él; supadre había tenido un importante cargo entre lagentuza de ropajes vistosos y de descamisados queformaban parte de una corte india a la antigua.

Pero, conforme Purun Dass crecía, notaba queel antiguo orden de cosas estaba cambiando, y quesi cualquiera deseaba elevarse, era necesario que

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estuviera bien con los ingleses y que imitara todolo que a éstos les parecía bueno. Al mismo tiempo,todo funcionario debía captarse las simpatías de suamo. Algo difícil era todo esto, pero el callado yreservado brahmancito, ayudado por una buenaeducación inglesa recibida en la universidad deBombay, supo manejarse bien, y se elevó paso apaso hasta llegar a ser primer ministro del reino;esto es, disfrutó de un poder más real que el de suamo, el Maharajah.

Cuando el viejo rey —siempre receloso de losingleses, de sus ferrocarriles y de sus telégrafos—murió, Purun Dass mantuvo su influencia con elsucesor que había tenido por tutor a un inglés; yentre los dos, aunque él siempre cuidó de que elcrédito fuera para su amo, establecieron escuelaspara niñas, construyeron caminos, fundaronhospitales y publicaron una información anual olibro azul sobre "El progreso moral y material delEstado", por lo que el ministerio de NegociosExtranjeros inglés y el gobierno de la Indiaestaban muy contentos. Muy pocos estados

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indígenas aceptan en conjunto los progresosingleses, porque no creen, como Purun Dassmostró creer, que lo que es bueno para un inglésdebe ser doblemente bueno para un asiático. Llegóel primer ministro a ser muy amigo de virreyes,gobernadores y secretarios; de médicos conmisiones especiales; de los misioneros comunes;de oficiales ingleses, jinetes excelentes quecazaban en los terrenos del Estado; y asimismo detodo un ejército de viajeros que recorría la Indiaen invierno dando a la gente lecciones de cómohay que hacer las cosas. A ratos perdidos fundababolsas para el estudio de la medicina y de laindustria, siguiendo estrictamente los modelosingleses, y escribía cartas a El Explorador, elmayor de los periódicos indios, explicando lasideas y objetivos de su amo.

Hizo por último un viaje a Inglaterra, y hubode pagar enormes sumas a los sacerdotes cuandoregresó, porque incluso un brahmán de tan elevadacasta como Purun Dass quedaba degradado cuandocruzaba el negro mar. En Londres vio y habló con

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cuanta gente valía la pena conocer —personas queson conocidas en todo el mundo—, y vio muchomás cosas de lo que él contaba. Le concedierontítulos honorarios académicos sabiasuniversidades y habló e hizo discursos acerca dela reforma social de la India ante damas inglesasvestidas de etiqueta, hasta que todo Londresproclamaba: "este es el hombre más fascinante delmundo con quien jamás se sentó alguien a mantelesdesde que éstos existen."

Cuando regresó a la India se vio envuelto en unhalo de gloria, pues el Virrey en persona visitó alMaharajah para concederle la Gran Cruz de laEstrella de la India (toda diamantes, cintas yesmalte); y en la misma ceremonia, mientras loscañones tronaban, Purun Dass fue proclamadocomendador de la Orden del Imperio Indio; y así,su nombre se convirtió en Sir Purun Dass, K.C.I.E.[24]

Aquella tarde, a la hora de la comida en lagran tienda del virrey se puso en pie ostentando laplaca y el collar de la Orden, y, contestando a un

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brindis en honor de su amo, dijo un discurso quepocos ingleses hubieran superado.

Al mes siguiente, cuando ya la ciudad habíavuelto a su reposo, hizo algo que ningún ingléshubiera jamás soñado hacer, pues murió para todolo concerniente a los negocios de este mundo. Lasricas insignias de la Orden volvieron al Gobiernode la India; se nombró a otro primer ministro quese encargara de los negocios; entre los demásempleados empezó un juego de idas y venidas,como si se tratara de jugar a correos. Lossacerdotes sabían lo ocurrido, y el pueblo loadivinaba; pero la India es uno de aquellos lugaresen que un hombre puede hacer lo que guste y nadiele preguntará por qué lo hace, y el hecho de queDewan Sir Purun Dass, K.C.I.E. hubierarenunciado a su posición, a su palacio y a supoderío, adoptando el cuenco y el vestido colorocre de un sunnyasi o santón, a nadie le parecíacosa extraordinaria. Había sido, como lorecomienda la antigua ley, joven durante veinteaños, luchador durante otros veinte años (aunque

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jamás había llevado consigo arma alguna), ydurante otros veinte más, cabeza de familia. Habíausado de sus riquezas y su poder en lo que él sabíaque había sido útil; recibió honores cuando lesalieron al paso; había visto hombres y ciudadesque se hallaban cerca y lejos, y hombres yciudades se pusieron en pie para honrarle. Ahorase desprendía de todo eso, como un hombre dejacaer un manto que ya no necesita.

Detrás de él, mientras cruzaba las puertas de laciudad, con una piel de antílope y una muleta detravesaño de cobre bajo el brazo, y en su mano unmoreno cuenco pulimentado hecho de coco demar[25], descalzo, solo, con los ojos clavados enel suelo… detrás de él retumbaban las salvas delos bastiones en honor de quien había tenido lafortuna de ocupar su lugar. Purun Dass saludó.Aquella vida había terminado para él; no le teníani mejor ni peor voluntad de la que puede tenerleun hombre a un incoloro sueño que soñó en lanoche. Él era un sunnyasi… un mendigo errante sinhogar que recibía de la caridad pública el pan de

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cada día; y mientras haya en la India quécompartir, no se morirá de hambre ni un sacerdoteni un mendigo. Nunca había comido carne en suvida, y rarísima vez, pescado. Un billete de bancode cinco libras esterlinas le hubiera bastado parapagar sus gastos personales, por comida, durantecualquiera de los muchos años en que fue dueñoabsoluto de millones en metálico. Inclusive cuandoen Londres se convirtió en el hombre de moda,nunca olvidó su sueño de paz y reposo…, el largo,blanco, polvoriento camino, lleno de huellas dedesnudos pies; el incesante tránsito, y el acre olorde la leña quemada, cuyo humo sube en espiralesbajo las higueras, a la luz de la luna, donde loscaminantes se sientan a cenar.

Cuando llegó el momento de realizar estesueño, el primer ministro tomó sus disposiciones,y al cabo de tres días más fácil hubiera sidoencontrar una burbuja de agua en lasprofundidades del Atlántico, que a Purun Dassentre los errantes millones de hombres en la India,que ora se reúnen, ora se separan.

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Por la noche extendía su piel de antílope dondese le hacía de noche, unas veces en un monasteriode sunnyasis ubicado junto al camino: otras, cabeuna columna hecha de tapia de algún lugar sagradoen Kala Pir, donde los yoguis, que son otronebuloso grupo de santones, lo recibían como lohacen los que saben qué valor tiene eso de lascastas y grupos; otras veces, en las afueras de unpueblecito indio, a donde acudían los niños con lacomida preparada por sus padres; no pocas veces,por último, en lo más alto de desnudas tierras depasto, donde la llama del fuego encendido concuatro palitroques despertaba a los adormecidoscamellos. Todo era lo mismo para Purun Dass… oPurun Bhagat, como ahora se llamaba a sí mismo,Tierra, gente, comida…, todo era lo mismo. Peroinconscientemente fuéronlo llevando sus pies haciael Norte y hacia el Este; desde el Sur haciaRohtak; de Rohtak a Kurnool; de Kurnool alarruinado Samanah, y de allí, subiendo por el secocauce del Gugger, que sólo se llena cuando lalluvia cae en las montañas vecinas, hasta que un

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día vio la lejana línea de los grandes Himalayas.Entonces sonrió Purun Bhagat, porque se

acordó que su madre era de origen brahmánico, dela raza de los rajhputras, allá por el camino deKulu (una montañesa, pues, que siempre echaba demenos las nieves), y basta que un hombre lleve lamás pequeña gota de sangre montañosa en susvenas, para que, al final, vuelva al lugar de dondesalió.

—Allá abajo —díjose Purun Bhagat, subiendode frente por las primeras lomas de los montesSewaliks, donde los cactos se yerguen comocandelabros de siete brazos—, allá me sentaré ameditar. Y el fresco viento del Himalaya silbó ensus oídos al caminar por la ruta que lleva a Simla.

La última vez que había pasado por allí, habíasido con gran cortejo, con una ruidosa escolta decaballería, para visitar al más cortés y amable detodos los virreyes; y ambos hablaron durante unahora de los amigos mutuos de Londres, y de lo querealmente piensa la gente de la India de muchascosas. En esta ocasión Purun Bhagat no hizo

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ninguna visita, sino que se recostó sobre una verjadel paseo, contemplando la hermosa vista de lasllanuras que se extendían diez leguas delante de él;hasta que un policía mahometano del país le dijoque interrumpía la circulación, y Purun Bhagatsaludó respetuosamente al representante de la leyporque sabía el valor de aquélla, e iba en busca deuna que fuera la suya propia. Siguió adelante yaquella noche durmió en una choza abandonada, enChota Simia, que parece ser el fin del mundo, peroque sólo era el principio de su viaje.

Siguió el camino del Himalaya al Thibet, víade tres metros de ancho abierta en la roca viva apoder de barrenos, o apuntalada con maderossobre el abismo de trescientos metros deprofundidad, que se hunde en tibios, húmedos,cerrados valles, y trepa por colinas desnudas deárboles y con algo de hierba, en donde reverberael sol como en un espejo ustorio; o que caracoleaal través de espesos, oscuros bosques, donde loshelechos arborescentes cubren de alto abajo lostroncos de los árboles y donde el faisán llama a su

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compañera. Se encontró con pastores del Thibet,con sus perros y rebaños de carneros, y cadacarnero llevaba una bolsita con bórax sobre suespalda; con leñadores errantes; con lamas delThibet que llegaban en peregrinación a la India,cubiertos con mantos y abrigos; con enviados depequeños y solitarios estados, perdidos entremontañas, que corrían la posta rápidamente encaballitos cebrados o píos; o bien, se encontró conla cabalgata de un rajah que iba a hacer una visita;o también le ocurría no ver a nadie en un claro ylargo día, excepto un oso negro, que gruñía ydesenterraba raíces allá abajo, en el valle. Durantelas primeras jornadas, todavía resonaban en susoídos los rumores mundanales, como el estruendode un tren que pasa por un túnel se queda aúnresonando mucho tiempo después que el tren hasalido de él. Pero, una vez que dejó atrás el pasode Mutteeanee, todo terminó, y Purun Bhagat sequedó a solas consigo mismo, caminando,vagabundeando y pensando, clavados los ojos enel suelo y con sus pensamientos en las nubes.

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Una tarde cruzó el más alto desfiladero quehabía encontrado hasta entonces —la ascensiónhabíale tomado dos días—, y se encontró frente auna línea de nevados picos que ceñían todo elhorizonte: montañas de cinco a seis mil metros dealtura que parecían lo suficientemente cerca paraalcanzarlas de una pedrada, pero que en realidadse encontraban a catorce o quince leguas dedistancia. El desfiladero estaba coronado de undenso y oscuro bosque de deodoras, castaños,cerezos silvestres, olivos y perales tambiénsilvestres; pero principalmente deodoras, que sonlos cedros del Himalaya; a la sombra de estosárboles se levantaba un templo abandonadodedicado a Kali… que es Durga, que es Sitala, yque recibe adoración por su virtud contra laviruela.

Purun Dass barrió el suelo de piedra, sonrió ala estatua que parecía hacerle una mueca, conbarro arregló un hogar donde pudiese encenderfuego detrás del templo; extendió su piel deantílope sobre un lecho de pinocha verde, apretó

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bien su bairagi (su muleta con travesaño de cobre)bajo la axila y se sentó a descansar.

Casi por debajo de él estaba el declive delmonte desnudo, pelado en una altura decuatrocientos metros, en donde una aldehuela decasas hechas de piedra con techos de tierraamasada, parecía colgar de la escarpadapendiente. En derredor, se extendían estrechosterrenos en forma de terraplenes, como delantalesformados de retazos y puestos sobre la falda de lamontaña, y vacas que parecían tener el tamaño deescarabajos pacían en los espacios que quedabanentre los círculos, empedrados de pulidas piedras,que servían de eras.

Al mirar al través del valle, el ojo se engañabasobre el tamaño de las cosas, y al principio nopodía convencerse de que lo que parecía un grupode arbustos, al lado de la montaña, era en realidadun bosque de pinos de treinta metros de alto. PurunBhagat vio a un águila hundiéndose en la enormehondonada; pero la inmensa ave pareció irdecreciendo en tamaño hasta no ser más que un

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punto antes de que llegara a la mitad del camino.Grupos de nubes enfilaban por el valle,

enredándose en la cima de la montaña, oelevándose para desvanecerse cuando llegaban ala altura de los picos en los desfiladeros. "Aquíhallaré la paz", se dijo Purun Bhagat.

Ahora bien, para un montañés, no cuentan unascuantas docenas de metros más abajo o más arriba,y tan pronto como los aldeanos vieron humo en eltemplo abandonado, el sacerdote del pueblecillosubió por la ladera de terraplenes para saludar alforastero.

Al fijar su mirada en los ojos de Purun Bhagat—ojos de hombre acostumbrado a mandar a milesde hombres—, se inclinó hasta el suelo, cogió elcuenco sin decir palabra y regresó a la aldeadiciendo:

—Por fin tenemos a un santón. Nunca vihombre como éste. Es un hijo de los llanos, perode color pálido… Es la quinta esencia de unbrahmán.

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Entonces todas las mujeres de la aldea dijeron:—¿Crees que permanecerá entre nosotros?Y cada una hizo cuanto pudo para cocinar los

más sabrosos manjares para el Bhagat. La comidamontañesa es muy simple, pero con alforfón, maíz,pimentón; pescado del río que corre por el valle;miel de las colmenas construidas en forma dechimeneas sobre las paredes de piedra;albaricoques secos; azafrán de Indias; jengibresilvestre y tortas de harina de trigo, una mujer quequiera lucirse puede hacer muy buenas cosas, yestaba bien lleno el cuenco cuando el sacerdote selo llevó al Bhagat.

¿Pensaba quedarse allí? —preguntó—.¿Necesitaría un chela (un discípulo) quemendigara para él? ¿Tenía una manta paraabrigarse del frío? ¿Le gustaba aquella comida?

Comió Purun Bhagat y le dio las gracias aldonante. Pensaba quedarse. Esto es suficiente, dijoel sacerdote. Que dejara el cuenco fuera deltemplo abandonado, en el hueco de dos raícestorcidas, y diariamente recibiría su alimento,

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porque el pueblo se sentía muy honrado con que unhombre como él —y miró tímidamente a Bhagat enel rostro— se quedara entre ellos.

Aquel día terminó el vagabundeo para PurunBhagat. Había llegado al sitio que le estabadestinado… a un lugar todo silencio y espacio.Después de esto, se detuvo el tiempo, y él, sentadoa la entrada del templo, no podía decir si estabavivo o muerto, si era un hombre con control sobrelos miembros de su cuerpo, o si formaba parte delos montes, de las nubes, de la mudable lluvia y dela luz del sol. Se repetía a sí mismo suavemente unnombre centenares y centenares dc veces, hastaque, a cada repetición, parecía separarse más ymás de su cuerpo, y deslizarse hasta los umbralesde alguna tremenda revelación; pero, en el precisomomento de abrirse la puerta, lo arrastraba haciaatrás su propio cuerpo, y dolorosamente se sentíade nuevo atado a la carne y a los huesos de PurunBhagat.

Cada mañana, en silencio, el cuenco lleno eracolocado sobre la especie de muleta que formaban

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las retorcidas raíces fuera del templo. Algunasveces lo traía el sacerdote; otras, un mercaderladakhi que paraba en el pueblo, y que, ganoso dehacer méritos, subía trabajosamente por elsendero; pero, con más frecuencia, lo traía lamujer que había cocinado la comida la nocheantes, y murmuraba tan bajo que apenas se le oía:

—Interceded por mí ante los dioses, Baghat.Rogad por Fulana, la esposa de Mengano.

En ocasiones se le permitía igual honor a algúnmuchacho atrevido, y Purun Bhagat lo oía colocarel cuenco y echar a correr tan aprisa como suspiernas se lo permitían; pero el Bhagat nuncadescendió hasta el pueblo, al cual veía extendidocomo un mapa a sus pies. Podía ver también lasreuniones que se celebraban al caer la tarde, en elcírculo donde estaban las eras, pues era éste elúnico terreno llano que había; podía ver elhermoso y poco nombrado verdor del arroz cuandoes joven; los colores de azul de añil del maíz; lostrozos de terreno donde se cultivaba el alforfón,semejantes a diques; y, en su estación propia, la

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roja flor del amaranto, cuyas pequeñas semillas,puesto que no son ni grano ni legumbre, puedecomerlas todo indio en época de ayuno, sin faltarpor ello en lo más mínimo.

Cuando el año llegaba a su fin, los techos delas chozas parecían cuadraditos de purísimo oro,porque sobre los techos ponían los aldeanos lasmazorcas de maíz para que se secaran. La cría deabejas y la recolección de los granos, la siembradel arroz y su descascarillado, pasaron ante suvista; todo como bordado allá abajo en los trozosde campo de mil distintas orientaciones. Y élmeditó sobre todo lo que abarcó su vista,preguntándose a qué conducía todo aquello, enúltimo y definitivo resultado.

Hasta en los lugares poblados de la India, unhombre no puede sentarse y permanecercompletamente quieto durante un día, sin que losanimales salvajes corran por encima de su cuerpocomo si fuera una roca; y en aquella soledad, muypronto los animales salvajes, que conocían muybien el templo de Kali, fueron llegando para mirar

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al intruso. Los langures, los grandes monos degrises patillas del Himalaya, fueron, naturalmente,los primeros porque siempre están devorados porla curiosidad; una vez que tiraron el cuenco,haciéndolo rodar por el suelo, y probaron la fuerzade sus dientes en el travesaño de cobre de lamuleta, y le hicieron muecas a la piel de antílope,decidieron que aquel ser humano, que allí estabasentado tan quieto, era inofensivo. Al caer la tardesaltaban desde los pinos, pedían con las manosalgo para comer, y luego se alejabanbalanceándose en graciosas curvas. También lesgustaba el calor del fuego, y se apiñaban enderredor de él hasta que Purun Bhagat tenía queempujarlos a un lado para echar leña; más de unavez se había encontrado por la mañana con que unmono compartía su manta. Durante todo el día, unou otro de la tribu se sentaba a su lado, mirandofijamente hacia la nieve, dando gritos y poniendouna cara indeciblemente sabia y triste.

Después de los monos llegó el barasingh,ciervo de especie parecida a los nuestros, pero

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más fuerte. Llegábase allí para restregar elterciopelo de sus cuernos contra las frías piedrasde la estatua de Kali, y pateó al ver en el templo aun hombre. Pero Purun Bhagat no hizo el menormovimiento, y poco a poco el magnífico ciervoavanzó oblicuamente y le tocó el hombro con elhocico. Deslizó Purun Bhagat una de sus fríasmanos por las tibias astas, y el contacto pareciórefrescar al animal, que agachó la cabeza, y PurunBhagat siguió restregando muy suavemente yquitando la aterciopelada capa. Después, elbarasingh trajo a su hembra y a su cervato, mansosanimales que se ponían a mascar sobre la mantadel santón; otras veces venía solo, de noche,reluciéndole los ojos con reflejos verdosos por lavacilante luz de la hoguera para recibir su parte denueces tiernas. Por último, acudió también elciervo almizclero, el más tímido y casi el menorde los ciervos, erguidas sus grandes orejasparecidas a las del conejo; y hasta el abigarrado ysilencioso mushicknabha sintió deseos deaveriguar qué era aquella luz que brillaba en el

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templo, y puso su hocico, parecido al de una anta,sobre las rodillas de Purun Bhagat, yendo yviniendo con las sombras que el fuego producía.Purun Bhagat los llamaba a todos "mis hermanos",y su bajo grito de ¡Bahi! ¡Bahi! los sacaba delbosque por las tardes, si se hallaban a buenadistancia para oírlo. El oso negro del Himalaya,sombrío y suspicaz (Sona, que tiene bajo la barbauna marca en forma de V), pasó por allí más deuna vez; y como el Bhagat no mostró miedo, Sonano se mostró malhumorado, sino que observó unpoco, se acercó luego y pidió su parte de caricias,un pedazo de pan o bayas silvestres. Confrecuencia, en la quieta hora del amanecer, cuandoBhagat subía hasta lo más alto del desfiladero paraver al rojo día rodar por los nevados picachos,encontraba a Sona arrastrándose y gruñendo a suspies, metiendo una mano curiosa bajo los caídostroncos y sacándola con un ¡uuuf! de impaciencia;o bien sus pasos despertaban al oso que dormíaenroscado, y el enorme animal se levantabaerguido, creyendo que se trataba de una lucha,

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hasta que escuchaba la voz de Purun Bhagat yreconocía a su mejor amigo.

Casi todos los ermitaños y santones que vivenseparados de las grandes ciudades tienen lareputación de ser capaces de obrar milagros conlos animales; pero el milagro consiste enmantenerse muy quieto, en no hacer nunca unmovimiento precipitado, y, por largo rato cuandomenos, no mirar directamente al recién llegado.Los ancianos vieron la silueta del barasingcaminando como una sombra al través del oscurobosque detrás del templo; al minaul, el faisán delHimalaya, luciendo sus mejores colores ante laestatua de Kali, y a los langures sentados en elinterior y jugando con cáscaras de nuez. Tambiénalgunos muchachos habían oído a Sonacanturreando para sí mismo, como suelen hacer lososos, detrás de las rocas caídas, y la reputación deBhagat como milagrero se afirmó cada vez mas.

Sin embargo, nada más lejos de su mente quelos milagros. Creía él que todas las cosas son unenorme milagro, y cuando un hombre llega a saber

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esto, sabe ya algo que le sirve de base. Sabía contoda certeza que no había nada grande o pequeñoen el mundo; día y noche luchaba para llegar apenetrar en el corazón mismo de las cosas,volviendo al sitio de donde su alma había salido.

Pensando en todo esto, el descuidado cabelloempezó a caerle sobre los hombros; en la losa quehabía al lado de la piel de antílope se hizo unagujerito por el continuo roce del extremo de lamuleta que sobre ella se apoyaba; el lugar, entrelos troncos de los árboles, en donde ponía sucuenco día tras día, se hundió y se gastó hastahacerse un hueco tan pulimentado como la mismacáscara de color de tierra que allí se ponía; cadaanimal conocía con toda exactitud el lugar que lecorrespondía junto al fuego. Los camposcambiaban sus colores de acuerdo con lasestaciones; las eras se llenaban y se vaciaban, yluego se llenaban una y otra vez; y así mismomuchas veces, cuando llegó el invierno, loslangures saltaban por entre las ramas cubiertas deligera capa de nieve, hasta que, al llegar la

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primavera, las monas traían desde valles máscálidos a sus pequeñuelos de mirada lánguida.Pocos cambios hubo en el pueblo. El sacerdotehabía envejecido, y muchos de los niños que enotros tiempos solían venir con el cuenco,mandaban ahora a sus propios hijos; y cuandoalguien preguntaba a los aldeanos durante cuántotiempo el santón había vivido en el templo deKali, allá en el extremo del desfiladero,respondían: "Siempre."

Llegaron entonces tales lluvias de verano,como jamás se habían visto en aquellas montañasen muchas estaciones. Durante tres mesescumplidos el valle estuvo envuelto en nubes y enniebla húmeda… y el agua caía siempre, sin parary se sucedían las tormentas la una tras la otra. Eltemplo de Kali quedaba generalmente por encimade las nubes, y hubo un mes durante todo el cual elBhagat no pudo echarle una ojeada a la aldea.Estaba ésta envuelta por una cubierta blanca denubes que se balanceaba, que cambiaba de lugar,que rodaba sobre sí misma o que se arqueaba

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hacia arriba, pero que nunca se desprendía de susestribos, los chorreantes flancos del valle.

Durante todo ese tiempo no escuchó sino elsonido de millones de gotas de agua sobre lascopas de los árboles, y por debajo de ellas,siguiendo el suelo, atravesando la pinocha,cayendo a gotas de las lenguas de enlodadoshelechos y lanzándose, en fangosos canales queacababan de abrirse, por todos los declives. Luegosalió el sol que hizo elevarse de los deodoras y delos rododendros su agradable aroma, y así mismoaquel lejano y purísimo olor que los montañesesllaman "el olor de las nieves". Duró el sol unasemana y luego las lluvias se reunieron en unpostrer diluvio; el agua empezó a caer formandosábanas que le quitaron su corteza a la tierra y quehicieron que de nuevo se convirtiera en barro.Purun Bhagat encendió aquella noche un granfuego, porque estaba seguro de que sus hermanosnecesitarían calor; pero ni un sola animal acudió altemplo, aunque los llamó una y otra vez hasta quese quedó dormido, preocupado por lo que podría

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haber ocurrido en los bosques.Era ya plena noche y la lluvia tamborileaba

como si fuesen mil tambores, cuando se despertópor los tirones que le daban a su manta, y,alargando la mano, tocó la mano pequeñísima deun langur.

—Mejor se está aquí que entre los árboles —dijo él soñoliento, levantando un poco la manta—.Toma y caliéntate.

El mono le cogió la mano y tiró de ellafuertemente.

—¿Quieres entonces alimento? —dijo PurunBhagat—. Espera un poco y te lo prepararé.

Mientras se arrodillaba para echarle leña alfuego, el langur corrió hasta la puerta del templo,lloriqueó allí, regresó corriendo y le tiró de larodilla.

—¿Qué sucede? ¿Qué te ocurre, hermano? —dijo Purun Bhagat, porque los ojos del langurdecían muchas cosas que el animal no podíamanifestar—. A menos que alguno de tu casta haya

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caído en una trampa… pero nadie pone trampasaquí… no saldré con este tiempo. ¡Mira, hermano,hasta el barasing viene a refugiarse aquí!

Al entrar a grandes pasos en el templo, lasastas del ciervo golpearon contra la grotescaestatua de Kali. Las bajó hacia Purun Bhagat ygolpeó el suelo, inquieto, y resopló con fuerza porlas contraídas narices.

—¡Ea! ¡Ea! ¡Ea! —dijo el Bhagat haciendosonar sus dedos—. ¿Éste es tu pago por hospedarteuna noche?

Pero el ciervo lo empujaba hacia la puerta, yal hacer esto, Purun Bhagat oyó el sonido de algoque se abría y vio que en el suelo se separaban doslosas la una de la otra, en tanto que la pegajosatierra formaba como unos labios que se apartabancon un chasquido.

—Ahora comprendo —dijo Purun Bhagat—.No es extraño que mis hermanos no se sentaran entorno al fuego esta noche. La montaña se hunde. Ysin embargo… ¿por qué marcharme?

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Cayeron sus ojos en el vacío cuenco y cambióla expresión de su rostro.

—Me dieron comida diariamente desde…desde que me encuentro aquí, y, si no me doyprisa, mañana no habrá ni un alma en el valle.Indudablemente tengo que ir y advertirles a todosde lo que pasa. ¡Atrás, hermano! Déjame llegarhasta el fuego.

Retrocedió el barasing de mala gana y PurunBhagat cogió una antorcha, la hundió en las llamasy la revolvió hasta que estuvo bien encendida.

—¡Ah! ¡Vinisteis a avisarme! —dijo,levantándose—. Ahora deberemos hacer algomucho mejor, mucho mejor. Vamos fuera ahora, ypréstame tu cuello, hermano, porque no tengo sinodos pies.

Se agarró con la mano derecha de la cerdosacrucera del barasing, sosteniendo con la izquierdala antorcha y salió del templo, hundiéndose en lahorrible noche. No se sentía el menor soplo delviento, pero la lluvia casi apagaba la tea aldeslizarse el gran ciervo por la pendiente,

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resbalándose sobre las ancas. En cuanto salierondel bosque, más hermanos del Bhagat se unieran aél. Oyó, aunque no podía verlo, que los langures seapiñaban en torno de él, y tras él resonaba el ¡uh!¡uh! de Sona. La lluvia tejió su largo pelo de talmodo que parecían cuerdas; el agua lo salpicaba alponer en ella los pies desnudos y su amarilloropaje se pegaba a su frágil cuerpo envejecido;pero él seguía adelante con paso firme,apoyándose en el barasing. Ya no era un santón,sino Sir Purun Dass, K.C.I.E., primer ministro deun Estado que no era ya pequeño, un hombreacostumbrada a mandar y que iba ahora a salvarvidas. Por el sendero rápido y fangosodescendieran juntos el Bhagat y sus hermanos hastaque las patas del ciervo dieron contra el muro deuna era, y el animal dio un bufido, porque habíaolido la presencia de hombres. Estaban ahora en elextremo de la única y tortuosa calle de la aldea, yel Bhagat golpeó con su muleta las cerradasventanas de la casa del herrero, en tanto que la teaque le servía de antorcha llameaba al abrigo del

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alero de la casa.—¡Levántense y salgan a la calle! —gritó

Purun Bhagat, y él mismo no reconoció su propiavoz, porque hacía muchos años que no hablaba envoz alta a ningún hombre—. ¡La montaña se hunde!¡La montaña se hunde! ¡Levántense y salgan fueratodos los que estén en las casas!

—Es nuestro Bhagat —dijo la mujer delherrero—. Viene rodeado de sus animales.¡Recoge a los pequeños y da la voz de alarma!

Corrió de casa en casa en tanto que losanimales apiñados en la estrecha vía seatropellaban en torno del Bhagat y Sona resoplabacon impaciencia.

Toda la gente salió a la calle —no eran más desetenta personas por todas— y a la luz de lasantorchas vieron a su Bhagat que agarraba alaterrorizado barasing, impidiéndole huir, mientraslos monos se asían con aspecto lastimero a la ropade aquél, y Sona se sentaba y daba bramidos.

—¡Atraviesen el valle y suban al monte

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opuesto! —gritó Purun Bhagat—. ¡Que nadie sequede atrás! ¡Nosotros os seguiremos!

Corrió entonces toda la gente como sólo losmontañeses saben correr, porque sabían quecuando ocurre un hundimiento de tierras hay quesubirse al sitio más alto, al otro lado del valle.Huyeron, lanzándose al estrecho río que había alextremo, y casi sin aliento subieron por losterraplenados campos del otro lado, mientras queel Bhagat y sus hermanos los seguían. Subían ysubían por la montaña opuesta, llamándose losunos a los otros por su nombre (éste es el modo detocar llamada en la aldea), y, pisándoles lostalones, subía el gran barasing, sobre el cualpesaba el cuerpo casi desfalleciente de PurunBhagat. Detúvose al cabo el ciervo a la sombra deun tupido pinar, a ciento cincuenta metros de alturaen la vertiente. Su instinto, que le había advertidodel próximo hundimiento, le dijo también que allíse hallaba seguro.

A su lado cayó casi desmayado Purun Bhagat,porque el frío de la lluvia y aquella desesperada

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ascensión lo estaban matando; pero antes les habíadicho a los desparramados portadores deantorchas que iban a la cabeza:

—Deténganse y cuenten a toda la gente.Y luego murmuró dirigiéndose al ciervo, al ver

que las luces se agrupaban:—Quédate conmigo, hasta que me muera.Se oyó en el aire un ruido leve como un

suspiro, y que luego se convirtió en murmullo;luego este murmullo se convirtió en una especie derugido; el rugido pasó los límites de la que puederesistir el oído humano, y la vertiente en que sehallaban los aldeanos recibió un choque en laoscuridad y retembló hasta sus cimientos. Y luegouna nota firme, profunda y clara como un do gravearrancado a un órgano, sofocó todas los demásruidos por un espacio de alrededor de cincominutos, y mientras duró, temblaban hasta lasmismas raíces de las pinos. Pasó, y el ruido de lalluvia que caía sobre muchísimas metros de tierradura y de hierba, se tornó en ahogado tamborileode agua que cae sobre tierra blanda. Esto lo

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explicaba todo.Ni durante un momento ninguno de los

aldeanos —ni siquiera el sacerdote— tuvieronsuficiente valar para hablar al Bhagat que habíasalvada las vidas de todos. Se acurrucaron bajolos pinos, y allí esperaron hasta que vino el día. Ycuando éste llegó, miraron al través del valle yvieron que, lo que había sido bosque, y campos decultivo, y tierras de pasto cruzadas de senderos,era ahora un informe y sucio montón, pelado, rojo,en forma de abanico, en donde se veían unoscuantos árboles tirados, con la copa hacia abajo,sobre el declive. Subía esta masa roja hasta muyarriba de la montaña donde se habían refugiado,deteniendo la corriente del pequeño río que habíaempezado ya a ensancharse y a formar un lago decolor de ladrillo. De la aldea, del camino queconducía al templo, y aun del templo mismo y delbosque situado a su espalda, nada había quedado.En un espacio de un cuarto de legua de ancho y amás de seiscientos metros de profundidad, todo elflanco de la montaña había literalmente

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desaparecido, alisado por completo de arribaabajo.

Y los aldeanos, uno a uno, se acercaron alBhagat al través del bosque para rezar ante él.Vieron al barasing de pie a su lado, el cual escapóal acercarse ellos; oyeron a los languresquejándose entre las ramas, y a Sona lamentándosetristemente montaña arriba; pero su Bhagat estabamuerto, sentado y con las piernas cruzadas,apoyando la espalda en el tronco de un árbol y lamuleta bajo la axila, y su rostro estaba vueltohacia el Noreste.

El sacerdote dijo:—¡Mirad: ved un milagro tras otro, porque

precisamente en esa actitud deben ser enterradostodos los sunyasis! Por tanto, donde ahora está, leelevaremos un templo a nuestro santón.

Construyeron el templo antes de que aquel añoterminara (un templo pequeño, de tierra y piedra) yllamaron a la montaña La Montaña del Bhagat yallí lo adoraron llevándole luces, flores y dádivas,lo que siguen haciendo hasta el día de hoy. Pero

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ignoran que el santo de su devoción es el difuntoSir Purun Dass, K.C.I.E., D.C.L., Ph.D., etc., quedurante un tiempo fue el primer ministro delprogresista e ilustrado Estado de Mohiniwala, ymiembro honorario o correspondiente de muchasmás sabias y científicas sociedades de lo quepuede ser de algún provecho en este mundo o en elotro.

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CANCIÓN AL ESTILOKABIR[26]

COMO leve peso era el mundo en sus manosy carga insoportable eran para él sus riquezas;prefirió siempre la mortaja al gúddeey ahora vaga por la tierra como bairagi[27].El polvo del camino ve que sus pies se posanen el camino que lleva a Delhi;en él, cuando el sol quema,sólo el sal y el ikar le aguardan.Llama su casa al lugar donde reposa,ya duerma entre la gente o en el desierto;el sigue adelante su camino, el caminode perfección en que el bairagi sueña.Clavó su mirada en el hombre,su mirada limpia y clara:un Dios hubo, un Dios hay;

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tan sólo uno, el gran Kabir dijo.Cual leve nube es el problema de la accióny él vaga, como bairagi, por la tierra.Quiere amar a sus hermanos:el césped, las fieras, Dios mismo;el poder olvida y toma su mortaja;¿Oís? —dice Kabir—. Baíragi queda.

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Toomai de loselefantes

QUIERO pensar en lo que fuiy olvidar cadenas y lazos;recordar tiempos idosy del bosque cuanto vi.Venderme no quiero al hombrepor un montón de cañas,sino huir hacia los míosy entre los míos perderme.Quiero vagar en el albasentir el viento que correy recibir el beso de las aguas.Olvidar quiero mis cadenaspesadas y mi dolor todo;revivir mis viejos amores,

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y ver a mis camaradas. Kala Nag, que quiere decir serpiente negra,

sirvió al gobierno de la India de todos los modosposibles en que puede hacerlo un elefante, durantecuarenta y siete años, y como tenía veinte biencumplidos cuando lo cazaron, el total da cerca desetenta… la edad madura de un elefante.

Se acordaba de haber tirado, con un cojín decuero en la frente, de un cañón atascado en elbarro, y esto sucedió antes de la guerra delAfganistán, en 1842, cuando aún no habíaadquirido todo su desarrollo. Su madre, RadhaPyari (Radha, la niña mimada), que fue cogida enla misma cacería junto con Kala Nag, le dijo, antesde que mudara sus colmillos de leche, que loselefantes que tienen miedo, siempre terminan porhacerse daño; Kala Nag sabía que este consejo eracorrecto, porque la primera vez que vio estallaruna bomba, retrocedió dando gritos hasta un lugardonde había rifles que formaban un pabellón, y lasbayonetas se le clavaron en las partes más blandas

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del cuerpo. Por tanto, antes de cumplir losveinticinco años, ya no tenía miedo, y por ello erael elefante más querido y mejor cuidado de todoslos que servían el Gobierno de la India. Habíallevado a cuestas tiendas, mil doscientas libras depeso de tiendas, en la marcha al través de la Indiaseptentrional; había sido izado a un barco, alextremo de una grúa de vapor, llevándolo acontinuación durante muchos días por mar, yobligándolo a transportar un mortero sobre suespalda en un país extraño y lleno de rocas, muylejos de la India; vio al emperador Teodorotendido muerto en Magdala, y había vuelto en elbarco, con méritos suficientes, decían lossoldados, para ganarse la medalla de la guerra deAbisinia. Vio a otros elefantes, compañeros suyosmorir de frío, de epilepsia, de hambre o deinsolación en un lugar llamado Ali Musjid, diezaños después; luego, lo habían enviado acentenares de leguas hacia el sur para acarrear yapilar enormes vigas de madera de teca en losalmacenes de Moulmein. Ahí dejó medio muerto a

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un elefante joven que se insubordinó resistiéndoseal trabajo.

Después de eso lo separaron de la ocupaciónde acarrear madera, y lo emplearon, junto con unoscuantos elefantes más ya entrenados en el oficio, aayudar en la caza de elefantes salvajes, en lascolinas de Garo. El Gobierno de la India cuidamucho de todo lo que concierne a los elefantes.Hay un departamento completo que no hace másque cazarlos, cogerlos y domarlos, y mandarlos deun lado a otro del país, según se necesiten para eltrabajo.

Kala Nag medía, del suelo a la cruz, tresbuenos metros, sus colmillos habían sido cortadoshasta dejarlos como de metro y medio de largo, y,para que no se rajaran, iban cubiertos en elextremo con tiras de cobre; pero podía hacer máscon aquellos trozos que cualquier elefante noadiestrado con sus colmillos enteros.

Cuando, después de semanas y semanas devigilante labor acorralando a los elefantes por lasmontañas, los cuarenta o cincuenta monstruos

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salvajes eran dirigidos hacia la última empalizada,y la enorme puerta de troncos de árbol unidos,después de levantada, caía con estrépito detrás deellos, Kala Nag, a una voz de mando, entraba enaquel movedizo y bramador pandemónium(generalmente de noche cuando la vacilante luz delas antorchas dificultaba juzgar bien lasdistancias), y, cogiendo por su cuenta al mayor ymás salvaje de los elefantes, y de más largoscolmillos, lo golpeaba y acosaba hasta reducirlo alsilencio y a la quietud, mientras los hombres,montados en otros elefantes, lanzaban cuerdas yataban a los más pequeños.

Nada ignoraba, en cuestión de luchas, KalaNag, la vieja y avisada serpiente negra, porque ensus viejos tiempos más de una vez había resistidola embestida del tigre herido, y, enroscando lasuave trompa para resguardarla de peligro, habíalanzado al aire a la fiera en el momento en que éstasaltaba, haciendo todo esto con un rápidomovimiento de cabeza, parecido al que hace unahoz, e inventado por él mismo; la había revolcado

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por el suelo y luego se le arrodillaba encima y allímantenía sus enormes rodillas hasta que la vidaabandonaba el cuerpo con un suspiro y un rugido, ydejando sólo sobre la tierra una masa fofa y rayadaque luego arrastraba Kala Nag asiéndola de lacola.

—Sí —dijo Toomai el mayor, su cornaca, hijode Toomai el Negro que lo había llevado aAbisinia, y nieto de Toomai el de los elefantes quelo había visto coger—; nada hay que asuste aSerpiente negra, excepto yo. Ha visto a tresgeneraciones de nuestra familia alimentarlo ycuidarlo y vivirá hasta ver la cuarta.

—También a mí me teme —dijo Toomai elchico, poniéndose en pie en toda su estatura depoco más de un metro, con sólo un trapo liado alcuerpo. El hijo primogénito de Toomai el mayortenía diez años de edad, y, de acuerdo con lacostumbre, tomaría el lugar de su padre en elcuello de Kala Nag, cuando fuera mayor, yempuñaría el pesado ankus de hierro, la aguijadapara elefantes, cuya punta ya su padre había

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desgastado por el uso, como la habían desgastadotambién su abuelo y su bisabuelo. Sabía elmuchacho lo que decía; había nacido a la sombrade Kala Nag, había jugado con el extremo de sutrompa antes de empezar a andar; cuando ya pudoandar, lo condujo al abrevadero, y Kala Nag jamáshubiera pensado en desobedecer sus chillonasvoces de mando, como no había pensado tampocoen matarle aquel día en que Toomai el mayor pusoal recién nacido y moreno niño bajo los colmillosde Kala Nag, y le dijo a éste que saludara a sufuturo amo.

—Sí —dijo Toomai el chico—, me teme. —Dio largos pasos hacia Kala Nag llamándole cerdocebado y le hizo levantar las patas una tras otra.

—¡Vaya! —dijo—. Eres un elefante enorme.Movió su desgreñada cabeza y repitió las

palabras de su padre:—Puede el Gobierno pagar por los elefantes;

pero pertenecen a nosotros, los mahouts. Cuandoseas viejo, Kala Nag, vendrá un rajah rico y tecomprará al gobierno, por tu tamaño y por lo bien

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educado que estás, y entonces ya no tendrás quehacer nada, como no sea llevar anillos de oro enlas orejas, un pabellón de oro sobre la espalda yuna tela roja a los lados, también cubierta de oro,y abrirás así la marcha en las procesiones del rey.Entonces me sentaré en tu cuello, Kala Nag,llevando un ankus de plata, y algunos hombresportando bastones dorados correrán delante denosotros y gritarán: "¡Paso al elefante del rey!"Bueno será eso, Kala Nag, pero no tan bueno comonuestras cacerías por las selvas.

—¡Psch! —dijo Toomai el mayor—. Eres unchiquillo y tan salvaje como un búfalo joven. Esecorrer por entre las montañas no es el mejorservicio que prestamos al gobierno. Yo me vuelvoviejo, y no me gustan los elefantes salvajes. Queme den establos de ladrillo, con un compartimientopara cada elefante; gruesas estacas paraamarrarlos fuertemente; y caminos llanos y anchospara hacerlos maniobrar, en vez de ese ir y venir,acampando hoy aquí y mañana en otro lado. ¡Ah!,¡Vaya que eran buenos los cuarteles de Cawnpore!

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Había cerca de ellos un bazar, y sólo trabajábamostres horas cada día.

Toomai el chico se acordó de los locales paraelefantes de Cawnpore, y no dijo nada. Preferíacon mucho la vida del campamento, y odiabaaquellos caminos llanos, anchos; la diariaobligación de ir a forrajear en los lugaresdestinados para ellos; las largas horas en que nohabía nada que hacer, excepto mirar a Kaha Nagmoviéndose impaciente, atado a sus estacas.

Lo que le gustaba a Toornai el chico era subirpor veredas difíciles que sólo un elefante podíaseguir; hundirse en el valle, allá abajo; entrever alo lejos a los elefantes salvajes, paciendo a pocasleguas de distancia; la huida del jabalí asustado odel pavo real, casi a los pies de Kala Nag; laslluvias calientes y cegadoras, cuando humeanmontes y valles; las hermosas mañanas llenas deniebla en que nadie sabía aún dónde se acamparíaaquella noche; la constante y cautelosapersecución de los elefantes salvajes, y la locacarrera y el ruido y las llamaradas de la última

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noche de caza, cuando los elefantes son empujadoshacia la empalizada como peñas desprendidas enalgún hundimiento de terreno, y, viendo que nopodían salir de allí, se arrojaban contra lospesados troncos, y no se apartaban de ellos sino afuerza de gritos, de blandir llameantes antorchas yde disparar cartuchos de salva.

Hasta un chiquillo podía ser útil allí, y Toomailo era como tres. Empuñaba su antorcha y laagitaba y gritaba como el que más. Pero lo mejorde todo era cuando empezaban a sacarse fuera loselefantes, y la keddah (esto es, la empalizada),parecía un cuadro del fin del mundo, y los hombrestenían que entenderse por signos porque no podíanescucharse ni a sí mismos. Entonces Toomai elchico trepaba hasta el extremo de uno de losvacilantes troncos de la empalizada, con el pelocastaño sobre los hombros, aquel pelo requemado,desteñido por el sol hasta hacerlo blanquear, y elrapaz parecía un duende iluminado por las llamasde las teas; cuando se calmaba algo de tumulto, seoían entonces las chillonas voces con que animaba

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a Kala Nag, dominando bramidos, crujidos,chasquear de cuerdas y gruñir de los atadoselefantes.

—¡Maîl, Maîl, Kala Nag! (¡Sigue, sigue,Serpiente negra!) ¡Dant do! (¡Dale con elcolmillo!) ¡Somalo! ¡Somalo! (¡Cuidado!¡Cuidado!) ¡Maro! ¡Maro! (¡Duro! ¡Duro con él!)¡Cuidado con el poste! ¡Arre! ¡Arre! ¡Hai! ¡Yai!¡Kya-a-ah! —gritaba el muchacho, y la gran luchaentre Kala Nag y el elefante salvaje era sostenidaya en un lado, ya en otro, dentro de la empalizada;los cazadores de elefantes se enjugaban el sudorque les escurría por el rostro, y no se olvidaban dedirigir un saludo de aprobación a Toomai el chico,el cual bailaba de alegría en el extremo de lostroncos.

Pero hizo algo más que bailar. Una noche sedejó resbalar del tronco en que estaba y se mezclóentre los elefantes, y arrojó el cabo de una cuerda,que estaba allí en el suelo, a uno de los cazadoresque trataban de lanzarla a la pata de uno de loselefantes más jóvenes, en tanto que éste coceaba

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(los pequeños siempre dan más trabajo que los yacrecidos). Kala Nag lo vio, lo cogió con la trompay se lo pasó a Toomai el mayor; éste le dio unospescozones y lo colocó de nuevo sobre el tronco.

A la mañana siguiente lo regañó diciéndole:—¿Acaso no es suficiente para ti tener buenos

establos de ladrillo para los elefantes y acarreartiendas de un lado al otro, ya que ahora necesitasponerte a coger elefantes por tu propia cuenta,como un perdido? Sabe esto: los cazadores, esoslocos, que ganan menos salario que yo, le hablaronya del asunto a Petersen Sahib.

Toomai el chico sintió miedo. Conocía pocoacerca de los hombres blancos, pero PetersenSahib era el más grande hombre blanco del mundopara él. Era el jefe de las operaciones de lakeddah: el hombre que cogía todos los elefantespara el Gobierno de la India, y el que conocíamejor que nadie sus costumbres.

—¿Qué… qué sucederá? —dijo Toomai elchico.

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—¿Qué sucederá? Sucederá lo peor. PetersenSahib es un loco. Si no lo fuera, ¿crees tú que iríaa caza de esos diablos? Inclusive puede pedirteque seas un cazador de elefantes, y que te hagadormir en cualquier parte de esas selvas llenas defiebres, para que finalmente te pateen hasta matarteen la keddah. Bueno es que todas esas bromasterminen ahora, sin accidentes. La semana próximase acaba la cacería, y nosotros, la gente del llano,seremos enviados de nuevo a nuestros puestos.Entonces podremos andar por buenos caminos yolvidarnos de todas estas cacerías. Pero, hijo mío,me duele que te mezcles en un asunto quepertenece a esas sucias personas de la selva que sellaman asameses. Kala Nag sólo me obedece a mí,y por tanto debo ir con él a la keddah; pero él noes más que un elefante de combate, y no ayuda aatar a los demás. Por eso permanezco yo sentadocon toda comodidad, como conviene a un mahout(no a un mero cazador); a un mahout, digo, a unhombre que podrá disfrutar de una pensión cuandotermine el servicio. ¿Acaso la familia de Toomai

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el de los elefantes merece que la pisoteen en elpolvo de una keddah? ¡Mal hijo! ¡Pillo! ¡Perdido!Ve y lava a Kala Nag, límpiale las orejas, y ve queno tenga espinas en las patas; de lo contrario,Petersen Sahib te cogerá y hará de ti un cazadormedio salvaje… un ojeador de elefantes, de losque siguen sus huellas, un oso de la selva. ¡Oh!¡Qué vergüenza! ¡Vete!

Toomai el chico se alejó sin decir palabra,pero le contó a Kala Nag todas sus penas mientrasle examinaba las patas.

—No importa —dijo el muchacho,levantándole la punta de la pesada oreja derecha—. Le dijeron mi nombre a Petersen Sahib, yquizás… quizás…, quizás… ¿quién sabe? ¡Ah!¡Mira qué espina tan grande te arranco!

Los siguientes días se emplearon en reunir alos elefantes; en obligar a caminar a los salvajes,que acababan de ser capturados, entre otros dos yadomesticados, para que luego no dieran tantotrabajo al emprender la marcha descendente hacialos llanos; y por último en recoger mantas, cuerdas

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y otras cosas que habían quedado estropeadas o sehabían perdido en el bosque.

Petersen Sahib llegó en una diestra elefantehembra llamada Pudmini. Ya había visitado otrosde los campamentos ubicados entre los montes,porque la estación terminaba, y debía verificar lospagos; bajo un árbol, sentado a una mesa, estabaun empleado suyo, indígena, que les entregaba alos cazadores, uno a uno, su salario. Una vez quehabía cobrado, volvíase cada hombre al lado de suelefante y se unía a la fila que estaba próxima apartir. Los ojeadores, cazadores y domadores, loshombres empleados siempre en la keddah, quepasan un año de cada dos en la selva, ibansentados sobre los elefantes que formaban parte delas fuerzas permanentes de Petersen Sahib, o biense recostaban contra los árboles teniendo el fusilal brazo, haciendo burla de los cornacas que seiban y riéndose cuando los elefantes reciéncazados rompían filas y echaban a correr.

Toornai el mayor se acercó al empleado de lascuentas llevando tras él a Toomai el chico, y

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Machua Appa, el jefe de los ojeadores, le dijo envoz baja a uno de sus amigos:

—¡Ahí va uno que mucho sirve para cazarelefantes! ¡Es una lástima que a ese gallito de laselva lo manden a mudar de pluma a los llanos!

Ahora bien, Petersen Sahib tenía excelenteoído, como un hombre avezado a escuchar al mássilencioso de todos los seres: el elefante salvaje.Dióse media vuelta sobre el lomo de Pudmini,donde estaba echado, y preguntó:

—¿Qué dices? No sabía que entre los cornacasdel llano hubiera siquiera uno lo suficientementelisto como para atar a un elefante muerto.

—No mencionamos a un hombre, sino a unniño. Se metió en la keddah durante la últimacacería y le arrojó la cuerda a Barmao cuandoqueríamos separar de la madre a aquel jovenelefante que tiene una pústula en el hombro.

Machua Appa señaló a Toomai el chico,Petersen Sahib lo miró, y el muchacho se inclinóhasta tocar el suelo.

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—¿Él arrojó una cuerda? Es más pequeño queuna estaca. Chiquillo, ¿cómo te llamas? —dijoPetersen Sahib.

Toomai el chico estaba demasiado asustadopara hablar, pero Kala Nag estaba detrás de él, porlo que Toomai le hizo una seña; el elefante locogió con la trompa y lo levantó a la altura de lacabeza de Pudmini, precisamente enfrente del granPetersen Sahib. Toomai el chico se cubrió la caracon las manos, porque al fin era sólo un chiquillo,y, excepto para todo lo concerniente a elefantes,era tan tímido como cualquier otro muchacho.

—¡Oh! —dijo Petersen Sahib, sonriendo bajoel mostacho—. ¿Y por qué le has enseñado a tuelefante ese truco? ¿Para que te ayude a robar eltrigo verde que ponen a secar en el techo de lascasas?

—Trigo verde, no, protector de los pobres…pero melones, sí —respondió el muchacho, y todoslos hombres prorrumpieron en ruidosa carcajada.La mayor parte de ellos había enseñado a suselefantes a hacer lo mismo. Toomai el chico estaba

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colgado en el aire a unos dos metros y medio; perohubiera querido estar en aquel momento a igualprofundidad bajo tierra.

—Es Toomai, mi hijo, Sahib —dijo Toomai elmayor, frunciendo el entrecejo—. Es un chiquillomuy malo y acabará en presidio, Sahib.

—Lo que es eso, lo dudo —respondió PetersenSahib—. El muchacho que a esa edad se atreve ameterse en una keddah en pleno, no para en ningúnpresidio. Mira, chiquillo, allí tienes cuatro annaspara que compres dulces, porque ya veo que bajoese montón de greñas, hay una verdadera cabeza.Con el tiempo, tú también puedes llegar a cazador.

Toomai el mayor frunció las cejas más quenunca.

—Pero acuérdate de que las keddahs no sonpara que los niños jueguen allí —continuóPetersen Sahib.

—¿No me permitirán ir a ellas, Sahib? —preguntó Toomai el chico, suspirandoprofundamente.

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—Sí —respondió Petersen Sahib sonriendo denuevo—. Cuando hayas visto el baile de loselefantes. Entonces será el momento oportuno. Vena verme cuando hayas visto bailar a loselefantes, y te dejaré entrar en todas las keddahs.

Hubo entonces otra explosión de carcajadas,porque esto es un viejo chiste entre los cazadoresde elefantes, y ello equivale a decir nunca. Existengrandes y llanos claros escondidos en los bosquesa los cuales dan el nombre de salones de baile delos elefantes; pero incluso el hallarlos es puracasualidad, y no hay hombre que haya visto nuncabailar allí a los elefantes. Cuando un cornacaalaba mucho su habilidad y valor, le dicen losotros:

—¿Cuándo viste bailar a los elefantes?Kala Nag puso a Toomai el chico en el suelo y

éste de nuevo saludó profundamente y se marchócon su padre, y le regaló a su madre la moneda decuatro annas; ella estaba criando a un hermanitodel muchacho; subieron todos sobre el lomo deKala Nag, y la fila de elefantes, gruñendo y

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profiriendo agudos gritos, bajó hacia la llanura porun atajo de la montaña. La marcha fue muyanimada, porque los elefantes nuevos suscitabangrandes dificultades a cada vado, y necesitabanque los acariciaran o les pegaran continuamente.

Toomai el mayor aguijoneaba a Kala Nag conaire de despecho, pues estaba de muy mal humor;pero Toomai el chico estaba demasiado feliz parahablar. Petersen Sahib se había fijado en él, y lehabía dado dinero, por tanto se sentía como unsoldado raso a quien hubieran hecho salir de filaspara recibir elogios del general en jefe.

—¿Qué quería decir Petersen Sahib conaquello del baile de los elefantes? —dijo porúltimo en voz baja dirigiéndose a su madre.

Lo oyó Toomai el mayor y refunfuñó:—Que no has de ser nunca uno de esos búfalos

montañeses que se llaman ojeadores. Eso es lo quequiso decir. ¡Eh, los de adelante! ¿Qué es lo quenos cierra el paso?

Un cornaca asamés se volvió en redondo de

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mal humor; iba a la distancia de dos o treselefantes delante de él, y gritó:

—Trae a Kala Nag y haz que este elefante míoobedezca. No sé por qué Petersen Sahib meescogió a mí para acompañaros a vosotros, burrosde los arrozales. Pon tu animal de lado, Toomai ydéjalo que empuje con los colmillos. ¡Por losdioses de las montañas! ¡Esos elefantes tienen losdiablos en el cuerpo u olfatean a sus compañerosen la selva!

Kala Nag le pegó en las costillas al elefantenuevo hasta sacarle el aire, mientras Toomai elmayor decía:

—Limpiamos de elefantes salvajes todas lasmontañas en la última cacería. Pero ustedesconducen muy mal. ¡Tendré que mantener yo elorden en toda la fila!

—¡Escuchen lo que dice! —respondió el otrocornaca—. ¡Limpiamos las montañas!… Sonustedes muy sabios, hombres del llano. Cualquieraque no sea una de esas cabezas huecas que no havisto nunca la selva, sabe que ellos ya saben que

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ha terminado la temporada actual. Por tanto, todoslos elefantes salvajes, esta noche… Pero, ¿por quédesperdicio mi sabiduría con una tortuga de río?

—¿Qué harán los elefantes esta noche? —gritóToomai el chico.

—¡Hola, muchacho! ¿Estás allí? Bueno; a ti telo diré, pues tienes bien asentada la cabeza.Bailarán esta noche, y más valiera que tu padre,que limpió de elefantes todas las montañas,doblara el número de cadenas que se atan a lasestacas.

—¿De qué están allí charlando? —dijo Toomaiel grande—. Durante cuarenta años mi padre y yohemos cuidado elefantes, y nunca hemos oído quesea verdad que bailen.

—Sí; pero un hombre del llano, que vive enuna barraca, sólo conoce las cuatro paredes de subarraca. ¡Bueno! Deja libres a tus elefantes estanoche, y verás lo que sucede. En cuanto al baile,yo he visto el lugar donde… ¡Bapree-Bap!¿Cuántos recodos más tiene este río Dihang? Aquíhay otro vado, y tendremos que hacer nadar a los

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pequeños. ¡Párense, los que vienen detrás!Y de esta manera, charlando, disputando y

chapoteando en el río, se llevó a cabo la primeramarcha hasta una especie de campamento para loselefantes nuevos; pero los conductores habíanperdido la paciencia cien veces mucho antes deque llegasen allí.

Luego se sujetó a los elefantes por las patastraseras con cadenas fijas a las estacas, y a losnuevos se les añadió además un refuerzo decuerdas; se les puso delante un montón de forraje ylos cornacas montañeses regresaron para unirse aPetersen Sahib, aprovechando las últimas luces dela tarde, no sin antes decirles a los cornacas delllano que tuvieran más cuidado aquella noche,riéndose cuando éstos les preguntaron el motivo.

Toomai el chico cuidó de la comida de KalaNag, y cuando empezó a oscurecer vagó por elcampamento, indeciblemente feliz y buscando untantán. Cuando el corazón de un muchacho indioestá lleno de felicidad, no corretea sin ton ni son nihace ruido de un modo irregular. Se sienta solo y

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goza a solas de su felicidad. ¡Y a Toomai el chicole había hablado nada menos que Petersen Sahib!Si no hubiera podido hallar lo que buscaba,hubiera estallado, como dicen. Pero el vendedorde dulces del campamento le prestó un pequeñotantán, especie de tamboril que se tocaba con lamano, y se sentó, cruzadas las piernas, frente aKala Nag, mientras en el cielo iban apareciendolas estrellas, y con el tantán en las rodillas estuvotoca que toca, y cuanto mas pensaba en el honorque se le había hecho, más tocaba, solo,completamente solo, entre el forraje de loselefantes. No había ni melodía ni palabras en sumúsica, pero lo hacía feliz tocar el tamboril.

Los elefantes nuevos tiraban de las cuerdas ydaban gritos y bramidos de cuando en cuando, y aratos podía él oír también a su madre, en labarraca del campamento, adormeciendo a suhermanito, cantándole una antigua, muy antiguacanción sobre el gran dios Siva, que una vez leshabía indicado a todos los animales lo que habíande comer. Es una canción de cuna muy tierna; sus

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primeros versos dicen: Siva, que da al hombre las cosechasy hace que soplen los vientos,sentado en el umbral de un claro día,mucho, mucho tiempo hace,diole a cada uno su porciónde pan, trabajos y duelos,desde al Rey que en el guddee se apoyahasta al mísero pordiosero.Todo hizo Siva, Siva el Protector;sí, todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!Espino al camello, forraje al buey,y a ti, niño mío, de tu madre el corazón. Toomai el chico acompañó con alegre

tamborileo el final de cada estrofa, hasta que sintiósueño y se tendió sobre el forraje, junto a KalaNag.

Por último los elefantes empezaron a echarseuno a uno, según su costumbre, hasta que sólo Kala

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Nag quedó en pie a la derecha de la fila; entoncesse balanceó suavemente con las orejas haciaadelante para escuchar los rumores del viento dela noche mientras soplaba blandamente en lasmontañas. El aire estaba lleno de todos aquellosruidos nocturnos que, juntos, producen un gransilencio: el chocar de un bambú contra otro; elcorrer de algún ser viviente entre los matorrales;el arañar y los chillidos del pájaro mediodespierto (los pájaros se despiertan de nochemucho más frecuentemente de lo que imaginamos);y el caer del agua lejos, muy lejos. Toomai elchico durmió durante algún tiempo, y cuandodespertó, la luna brillaba plenamente, y Kala Nagaún estaba en pie con las orejas hacia adelante.Volvióse Toomai el chico, acompañado del crujirdel forraje, y observó la curva del enorme lomoproyectándose contra la mitad de las estrellas delcielo; y mientras esto observaba, oyó, tan lejos queparecía sólo un puntito de ruido atravesando aquelgran silencio, el huut-tuut de un elefante salvaje.

Todos los elefantes que formaban las filas

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saltaron como si les hubieran disparado un tiro, ysus gruñidos terminaron por despertar a losmahouts, los cuales, saliendo, empezaron amartillar con enormes mazos las estacas, apretaronmás las cuerdas e hicieron nudos en otras, hastaque todo volvió a la tranquilidad. Uno de loselefantes nuevos había casi arrancado su estaca, yentonces Toomai el mayor le quitó a Kala Nag lacadena que le sujetaba la pata, y con ella ató laspatas posteriores del otro elefante a las anteriores;pero a Kala Nag le pasó, en el lugar donde habíaestado la cadena, un lazo de fibras retorcidas, y ledijo que se acordara de que quedaba bien atado.Cientos de veces habían hecho lo mismo él, supadre y su abuelo. Kala Nag no respondió aaquello con su glu-glu habitual. Siguió de pie,mirando a lo lejos, a la luz clarísima de la luna,levantada un tanto la cabeza y extendidas lasorejas como abanicos abiertos en dirección de losgrandes repliegues de las montañas de Garo.

—Ve si aumenta su intranquilidad, más entradala noche —dijo Toomai el mayor al chico, y luego

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se dirigió a su choza a dormir. Toomai el chicoestaba también a punto de dormirse, cuando oyóque se rompía la cuerda de fibra de coco,produciendo un leve, casi metálico ruido; y KalaNag se movió avanzando, desde donde estaban lasestacas, tan despaciosa y silenciosamente comouna nube que se desliza fuera de la embocaduradel valle. Toomai el chico corrió detrás de él,descalzo, por aquel camino al que la luz de la lunabañaba y diciéndole muy bajo:

—¡Kala Nag! ¡Kala Nag! ¡Llévame contigo,Kala Nag!

El elefante se volvió sin hacer ruido, dio trespasos hacia el muchacho a la luz de la luna, con latrompa se lo subió al cuello y casi antes de que elmuchacho se hubiera sentado bien, se deslizó haciael bosque.

Hubo una ráfaga de furiosos bramidos de lasfilas de los elefantes y luego el silencio cayó sobretodas las cosas y Kala Nag avanzó hacia adelante.Algunas veces un montón de altas hierbas leacariciaba los costados como la ola acaricia los

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de un barco; otras, un colgante racimo de pimientasilvestre le rozaba el lomo, o un bambú sequebraba por el sitio donde él lo tocaba con elhombro; pero mientras tanto, marchaba sin hacer elmenor ruido, resbalando como el humo al travésdel cerrado bosque de Garo. Marchaba montearriba, pero, aunque Toomai el chico veía lasestrellas por entre los árboles, no sabría decir enqué dirección.

Entonces Kala Nag llegó a la cima de lapendiente y se detuvo por un momento, y elmuchacho pudo ver las copas de los árboles comomanchas, o como grandes pieles tendidas a la luzde la luna, en un espacio de muchísimas leguas deterreno, y la niebla, de color blanco azulado, queflotaba sobre el río, en la hondonada. Se echóToomai hacia adelante y, casi recostado, miró,sintiendo que todo el bosque velaba allá lejos, quetodo él velaba y vivía, y estaba habitado pormultitud de seres. Pasó rozándole una oreja uno deesos enormes y pardos murciélagos que sealimentan de frutos; en la espesura se oyó el

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choque de las púas de un puerco espín; y allá en laoscuridad, entre los troncos de los árboles, oyó aun jabalí hozando en la tierra húmeda y tibia,resoplando al hacerlo.

Luego se cerraron de nuevo las ramas sobre sucabeza, y Kala Nag empezó a bajar hacia el valle,pero ya no suavemente, como antes, sino de unasola embestida, como cañón que se soltara por unempinado terraplén. Los enormes músculos semovían con rapidez de pistones, abarcando a cadapaso una distancia de dos metros y medio, y suarrugada piel de la espaldilla crujía sobre laspuntas de los huesos. La maleza, a cada lado delanimal, se abría violentamente, haciendo un ruidocomo de rajado cañamazo, y luego los retoños queapartaba a derecha e izquierda con los hombrossaltaban de nuevo hacia él y le pegaban en loscostados, en tanto que grandes colgajos deenredaderas, todas mezcladas, pendían de suscolmillos al mover él la cabeza a uno y otro lado,abriéndose paso.

Toomai el chico tendióse, bien apretado contra

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el ancho cuello para que no lo arrojara al sueloalguna de las ramas que se balanceaban, y en suinterior se dijo que ojalá estuviera mejor de vueltaen donde se hallaban los otros elefantes.

La hierba empezó a estar húmeda; las patas deKala Nag se hundían al pisar, y la neblina de lanoche helaba a Toomai el chico.

Se oyó un chapoteo y luego un ruido de aguacorriente, y Kala Nag entró dando zancadas en ellecho de un río, tanteando a cada paso el camino.Dominando el rumor del agua que se arremolinabaentre las patas del elefante, podía oír Toomai elchico, más chapoteos y algunos bramidos a uno yotro extremo del río, grandes gruñidos y ronquidosde cólera; y toda la neblina que flotaba parecíaestar llena de movibles y ondulantes sombras.

—¡Ah! —dijo a media voz y dando diente condiente—. Todos los elefantes se han echado fueraesta noche. Esto es, pues, el baile.

Kala Nag salió del río con estrépito; hizosonar su trompa para limpiarla del agua, y empezóuna nueva ascensión. Pero esta vez no estaba solo

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ni tenía que abrirse camino. Ya había uno hecho,por el que debieron pasar, pocos minutos antes,innumerables elefantes. Toomai el chico miróhacia atrás, y a su espalda, uno salvaje de enormescolmillos, con ojillos de cerdo brillándole comoascuas, salía en ese momento entre la neblina delrío. Luego se cerró de nuevo el ramaje de losárboles, y siguieron adelante subiendo, entrebramidos frecuentes y el estallido de ramas que serompían a su paso.

Kala Nag paróse al fin entre dos troncos deárboles en la misma cumbre de la montaña.Formaban aquéllos parte de un círculo de árbolesque crecían alrededor de un espacio irregular deunas ciento cincuenta áreas, y en todo ese espaciopudo ver Toomai el chico que la tierra había sidoapisonada hasta que estuvo dura como un ladrillo.Algunos árboles crecían en el centro de aquelclaro, pero su corteza había desaparecido poralgún roce, y la madera blanca al descubiertoaparecía brillante y como pulimentada a trechospor la luz de la luna. Colgaban, de las ramas más

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altas, enredaderas cuyas flores, como campanillas,grandes, blancas como de cera, y parecidas aclemátides, colgaban también, profundamentedormidas; pero dentro de los límites de aquelclaro no crecía ni un solo tallo de hierba; sólohabía la tierra apisonada.

La luna daba a ésta un color gris de hierro,excepto donde algunos elefantes permanecían depie, y su sombra era negra como tinta, Toomai elchico miró, conteniendo el aliento, con ojos quequerían salírsele de las órbitas, y mientras miraba,más y más elefantes salían balanceándose de entrelos árboles y entraban en el espacio abierto.Toomai el chico no sabía contar sino hasta elnúmero diez, y contó una y otra vez con sus dedos,hasta que perdió la cuenta de tantos dieces y lacabeza parecía darle vueltas.

Fuera del claro oía el chasquido de la malezaal romperse cuando pasaban los elefantes,subiendo por la montaña; pero, una vez queentraban en el círculo formado por los troncos delos árboles, se movían como si sólo fueran

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sombras.Había allí muchos salvajes de blancos

colmillos, con hojas, frutos y ramitas que se leshabían quedado en las arrugas del pescuezo o enlos pliegues de las orejas; gruesas hembras depesado andar, con inquietos pequeñuelos de uncolor negro un poco rosado, que no median másque un metro aproximadamente de altura quecorreteaban por debajo del vientre de sus madres;jóvenes elefantes cuyos colmillos apenas lesempezaban a salir, y que se sentían muy orgullososde tenerlos; hembras flacas, demacradas, quehabían quedado solteronas, de caras ansiosas yhundidas, y trompas que semejaban ásperascortezas; elefantes luchadores, viejos y salvajes,llenos de cicatrices desde la paletilla hasta elcostado, con grandes verdugones y heridas malcerradas de las pasadas luchas, y el barro de sussolitarios baños colgando, endurecido, de cadalado de los hombros; y por último había uno conun colmillo roto y las señales, el terrible vaciado,que deja la garra del tigre en la piel.

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Estaban todos de pie frente a frente, ocaminaban de un lado a otro en aquel pedazo deterreno, de dos en dos, o se mecían solitarios…docenas y más docenas de elefantes.

Toomai sabía que, mientras permanecieraacostado y quieto sobre el cuello de Kala Nag,nada le ocurriría; porque, hasta en las embestidasy luchas de una keddah, ningún elefante salvajecoge con la trompa a un hombre para desmontarlodel cuello del elefante domesticado; por lo demás,aquéllos ni siquiera se acordaban de los hombresen tal noche. Por un momento se mantuvieronquietos y alerta con las orejas hacia adelante, aloír sonar unos hierros en el bosque; pero se tratabade Pudmini, el elefante mimado de Petersen Sahib,que había arrancado por completo su cadena yllegaba gruñendo, resoplando, montaña arriba.Debió haber roto sus estacas y dirigiósederechamente hacia aquel sitio, desde elcampamento de Petersen Sahib. Toomai el chicovio también otro elefante que no conocía, conprofundas desolladuras en los lomos y en el pecho

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producidas por cuerdas. Probablemente se habíaescapado de algún campamento situado en lasmontañas.

Por fin ya no se oyeron en el bosque másruidos de elefantes, y Kala Nag avanzó, desde sulugar entre los árboles, hasta el centro del grupo,produciendo una especie de raro cloqueoacompañado de guturales susurros, y después deesto todos los elefantes empezaron a moverse y ahablar en su lenguaje.

Echado como estaba, Toomai el chico viocentenares de anchos dorsos, orejas que sebalanceaban, trompas que se movían y ojillos querodaban en sus cuencas. Oyó el golpear decolmillos al chocar casualmente unos contra otros;el seco rozar de las trompas enlazadas; el de losenormes costados y espaldillas en medio deaquella muchedumbre y el chasquido o zumbido delas enormes colas. Luego, pasó una nube pordelante de la luna, y se quedó él en la máscompleta oscuridad; pero siguió del mismo modoel silencioso rozar, empujar y producir sordos

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ruidos guturales. Sabía el muchacho que habíaelefantes en torno de Kala Nag y que no había lamenor probabilidad de sacarlo de aquella reunión;por tanto, apretó los dientes y se echó a temblar.Por lo menos en una keddah había luz de antorchasy gritería; pero aquí estaba completamente solo y aoscuras, y hubo un momento en que sintió, junto asu rodilla, el roce de una trompa.

Después bramó un elefante y todos lo imitarondurante cinco o diez terribles segundos. El rocíocayó desde los árboles como lluvia sobre lasinvisibles espaldas, y empezó a escucharse unruido sordo, muy bajo al principio, y Toomai elchico no adivinaba de dónde provenía o quésignificaba; pero fue creciendo y creciendo, y KalaNag levantó una pata delantera y luego la otra y lasdejó caer en el suelo —¡una, dos! ¡una, dos!—,con tal fuerza, como si fuesen grandes martillos deherrería. Ahora los elefantes pateaban todos a lavez, y aquello resonaba como tambor de guerraque alguien tocara a la boca de una caverna. Elrocío cayó de los árboles hasta que ya no hubo

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más; el estruendo continuaba, la tierra retemblabay Toomai el chico se tapó los oídos con las manospara amortiguar el ruido. Pero era tan gigantesco,desapacible y repetido aquel golpear decentenares de pesadas patas sobre la tierradesnuda, que le pareció que su cuerpo vibrabatodo entero. Una o dos veces sintió cómo KalaNag y los otros se adelantaban algunos pasos, y elpisar ruidoso se convertía en rumor de cosasverdes, tiernas y jugosas, que eran aplastadas;pero, un minuto o dos después, empezaba de nuevoaquel violento moverse de las patas sobre la duratierra. A poca distancia de él crujía y parecíaquejarse un árbol. Alargó el brazo y tocó lacorteza; pero siguió adelante Kala Nag, pateandoaún, y no pudo darse cuenta del lugar donde seencontraba. Los elefantes no producían ninguno desus acostumbrados sonidos, excepto una vez,cuando dos o tres de los más jóvenes chillaron almismo tiempo. Luego escuchó un pesado golpe;después un rumor de confusión y desorden y siguióaquel patear. Debió durar dos horas bien

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cumplidas, y a Toomai el chico le dolía cada fibradel cuerpo; pero ahora, por el olor característicodel aire de la noche, adivinaba que la mañana seaproximaba.

Despuntó el alba tendiendo un manto deamarillo claro por detrás de las montañas, y, alprimer rayo de luz, se detuvo el estruendo como auna orden de mando. Antes de que a Toomai elchico hubieran cesado de zumbarle los oídos;antes aún de que hubiera tenido tiempo de cambiarde posición, no quedó ningún elefante a la vista,excepto Kala Nag, Pudmini y el de lasdesolladuras producidas por las cuerdas; y nohabía ni el más leve signo, ni roce ni murmullo enlas vertientes de los montes que indicara a dóndehabían ido los demás elefantes.

Toomai el chico miró fijamente una y otra vez.El claro aquel, según recordaba, había aumentadodurante la noche. Había más árboles en el centro,pero la maleza y la hierba de los lados habíaretrocedido. Miró de nuevo el muchachoatentamente. Ahora comprendía el apisonar. Los

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elefantes habían agrandado el sitio pateándolotodo: la hierba espesa y los jugosos juncos deIndias habían sido convertidos, primero, en unamasa inmunda; después, la masa en tiras; las tirasen fibras delgadísimas y las fibras, por último, endura tierra.

—¡Ah! —dijo Toomai el chico, y sentía quesus ojos se cerraban—. Kala Nag, señor mío,juntémonos con Pudmini y vamos al campamentode Petersen Sahib, o de lo contrario, me caeré detu cuello al suelo.

El tercer elefante miró marcharse juntos a losotros dos; resopló, dio media vuelta, y tomó supropio camino. Debía de pertenecer a alguno delos reyezuelos indígenas que estaría a diez, veinteo treinta leguas de distancia.

Dos horas más tarde, mientras Petersen Sahibdesayunaba, los elefantes, que habían sido atadoscon doble cadena aquella noche, empezaron a darbramidos, y Pudmini, llena de barro hasta loshombros, junto con Kala Nag, que tenía las patasmuy doloridas, entraron bamboleándose en el

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campamento.La cara de Toomai el chico estaba pálida y

hundida, y tenía el muchacho el pelo lleno de hojasy empapado de rocío; pero hizo un esfuerzo ysaludó a Petersen Sahib, gritando con vozapagada:

—¡El baile!… ¡El baile de los elefantes!…¡Lo he visto… y… me estoy muriendo!… Y alecharse Kala Nag, él resbaló del cuello, presa demortal desmayo.

Pero, como los niños indígenas no tienennervios de los que valga la pena hablar, al cabo dedos horas ya estaba acostado muy contento en lahamaca de Petersen Sahib, con el capote de cazade éste bajo la cabeza, y en el estómago un vaso deleche caliente, un poco de brandy, una pequeñadosis de quinina; y mientras los viejos cazadoresde las selvas, velludos y cubiertos de cicatrices,estaban sentados de tres en fondo delante de él,mirándolo como si vieran a un fantasma, contó elmuchacho lo que tenía que contar, en brevespalabras, como hacen los niños, y terminó así:

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—Ahora, si creen que dije mentiras, mandenhombres para que lo vean, y verán que el pueblode los elefantes apisoné un espacio mucho mayorque el de un salón de baile, y hallarán tambiéndiez… diez… y muchas veces diez, pistas quellevan a ese salón. Ensancharon el sitio con laspatas. Yo lo vi. Kala Nag me llevó, y yo lo vi.Kala Nag también tiene muy cansadas las piernas.

Toomai el chico se tendió y durmió durantetoda la tarde hasta el anochecer, y mientras dormíaPetersen Sahib y Machua Appa siguieron la pistade los dos elefantes, al través de los montes,durante cuatro leguas. Dieciocho años habíapasado Petersen Sahib cazando elefantes, y sólo unsalón de baile como aquél había visto conanterioridad.

Machua Appa no tuvo que mirar dos vecespara darse cuenta de lo que habían hecho allí, ysólo necesitó arañar una vez con el dedo del pie enla tierra compacta, apretada.

—Dijo verdad el muchacho —observó—.Todo esto lo hicieron anoche; y conté setenta pistas

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diferentes que cruzaban el río. Mirad, Sahib, aquílos hierros de Pudmini cortaron la corteza de esteárbol. Sí; también estuvo en la reunión.

Se miraron el uno al otro, asombrados, dearriba abajo, porque las cosas de los elefantesexceden en profundidad a todo lo que puedaimaginar un hombre, blanco o negro.

—Hace cuarenta y cinco años dijo MachuaAppa—, que sigo a los señores elefantes: peronunca oí que ningún ser nacido de hombre hubieravisto lo que vio este muchacho. ¡Por todos losdioses de las montañas! Esto es… ¿cómopodríamos llamarlo? —y sacudió la cabeza.

Cuando regresaron al campamento era ya lahora de la cena. Petersen Sahib comió solo en sutienda; pero dio orden de que a su gente allíacampada, se les dieran dos corderos y algunospollos, y doble ración de harina, arroz y sal,porque era necesario que hubiera algo debanquete.

Toomai el mayor había llegado a paso más queregular del otro campamento, en la llanura, en

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busca de su hijo y de su elefante, y, cuando losencontró, los contempló a uno y al otro de talmanera que parecía que le causaban miedo. Hubofiesta junto a las llameantes hogueras, ante las filasde atados elefantes, y Toomai el chico fue el héroede ella; y los grandes cazadores, los ojeadores,cornacas y laceros; los hombres que conocíantodos los secretos para domar los más feroceselefantes, se lo pasaron de uno a otro, y señalaronsu frente con la sangre del pecho de un "gallo de laselva" recién muerto, indicando con esto que eraun habitante de los bosques, un iniciado, y portanto, libre en toda la extensión que abarcan lasselvas.

Y por último, cuando las llamas empezaban aapagarse y la luz rojiza de los tizones hacía quelos elefantes parecieran empapados en sangre,Machua Appa, jefe de todos los cornacas de todaslas keddahs; Machua Appa, el alter ego dePetersen Sahib, que durante cuarenta años nuncavio un camino hecho por los hombres; MachuaAppa, cuya grandeza era tanta que nadie sabía que

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tuviera otro nombre que el de Machua Appa, saltósobre sus pies, y levantó en el aire, por encima desu cabeza, a Toomai el chico, y gritó:

—Escuchad, hermanos. Escuchadme tambiénvosotros, señores míos que estáis allí en filas; ¡soyyo, Machua Appa, quien habla! Este pequeño ya nose llamará en adelante Toomai el chico, sinoToomai el de los elefantes, como se llamó subisabuelo antes de él. Lo que jamás vio hombrealguno lo vio él durante toda una noche… porquees el favorito del pueblo de los elefantes, ytambién, de los dioses de todas las selvas, que conél están. Llegará a ser un gran ojeador; llegará aser más grande que yo, que yo mismo, MachuaAppa. Sabrá seguir la pista reciente, la medioborrada, y la mixta, con ojo seguro. Ningún dañorecibirá en la keddah cuando corra por debajo delos elefantes salvajes para atarlos, y si porcasualidad cayera y resbalara ante un elefanteferoz, al embestir éste, y sabiendo la fiera quién esél, no se atreverá a aplastarlo. ¡Aihai!, señoresmíos que estáis allí entre cadenas —y dio media

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vuelta hacia las hileras de estacas—, ved aquí alpequeño que vio vuestros bailes en escondidoslugares… ¡lo que jamás vio hombre alguno!¡Homenaje a él, señores míos! ¡Salaam karo, hijosmíos! ¡Saludad a Toomai el de los elefantes!¡Gunga pershad, ahaa! ¡Hira Guj, Birchi Guj,Kuttar Guj, ahaa! ¡Pudmini —tú lo viste en elbaile, y tú también, Kala Nag, perla de loselefantes—, ahaaa! Todos a la vez; ¡a Toomai elde los elefantes! ¡Barrao!

Y al oír el último de estos salvajes gritos, lafila entera de elefantes alzó las trompas,encorvándolas hasta tocarse con ellas las frentes, yprorrumpió en el gran saludo, el trompetearatronador que sólo oye el virrey de la India, elSalaamut de la keddah.

Pero todo esto se hacía sólo por Toomai elchico, que vio lo que jamás vio antes hombrealguno: ¡el baile de los elefantes, en la noche ysolo, en el corazón de las montañas de Garo!

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SIVA Y ELSALTAMONTES

(Canción que le cantaba a su hijo menor lamadre de Toomai.)

Siva que regala al hombre las cosechasy hace que el viento sople,sentado en el umbral de un claro día—de ello hace ya mucho tiempo—repartió a cada ser su porción:pan, trabajos y duelos,desde el Rey que se reclina en el guddeehasta el pordiosero que a la puerta de la

ciudad se sienta.Él hizo todo, Siva, el que protegeél lo hizo todo, ¡Mahadeo! ¡Mahadeo!Espinos para el camello, al buey forraje,y el corazón de la madre para él niño que

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duerme.Trigo al rico, mijo al pobre;al que va pidiendo de puerta en puertale dio mendrugos, a ese pobre;reses al tigre, carroña al milano,trapos y huesos a los lobosque de noche rondan fieros.A todos proveyó, a ningunopasó por alto, rico o pobre;pero Parbati, su mujer,quiso jugarle un juego,al verlo en tantas cosas ocupado.Robóle al dios un saltamontes;ocultólo en su pecho con cuidado.Esto hizo ella a Siva, el Grande,¡Mahadeo! ¡Mahadeo!Si hubiera sido un buey…pero, hijo mío, sólo era un insecto.Terminado que hubo el reparto,díjole ella a su dueño:

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"Entre un millón de bocas, ¿no quedará una sinalimento?"

Respondióle él riendo:"Ninguna —y añadió sonriendo—:ni siquiera la que ocultas en tu seno."Del pecho sacó el insecto Parbati,la ladrona, y viólo comer verde hojuelanacida en aquel momento.Vio ella asombrada el portento,y a los pies de Siva cayó temblando,y al dios rezó, al dios que, cierto,a cuanto existe dio alimento.Todo hizo Siva, el que protege,todo hizo… ¡Mahadeo!espino dio al camello, forraje al buey,y para ti, mi niño, mi corazónaquí en el pecho.

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NOTAS

[1] [N. del T.] Género de mamíferoscuadrúmanos cuya especie típica vive en Sumatra.

[2] [N. del T.] Usa el autor palabras de suinvención para remedar las voces de los animales.Consérvolas lo mismo, o casi lo mismo en latraducción, suprimiendo, a veces alguna letra inútilen castellano.

[3] [N. del T.] Es el refrán castellano «cadagallo canta en su muladar».

[4] [N. del T.] Raza de los primerospobladores de Godwana, región del Indostáncentral. Son de baja estatura; su nombre significaen sanscrito «habitante de las cuevas», y sus armasson el hacha y la lanza. Sus sacerdotes suelen serhechiceros.

[5] [N. del T.] Esta poesía sin rimas y sinmetro en el original, es, principalmente unaimitación de la manera característica de Walt

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Whitman, y en ello estriba su sabor primitivo,apropiado aquí, y algo entre homérico yossiántico.

[6] [N. del T.] Voz onomatopéyica intraducible,como tantas otras de Kipling, que está ya en eloriginal impresa en cursiva.

[7] Como se verá más adelante, ankussignifica aguijada o aijada.

[8] [N. del T.] La boca del cocodrilo.[9] [N. del T.] La misma palabra que significa

en inglés locura puede también significar rabia ohidrofobia. El autor la usa en este doble sentido.

[10] [N. del A.] Literalmente es un tocónpodrido.

[11] [N. del T.] Equivalen a cero deltermómetro Fahrenheit, que es el que cita el autor.

[12] [N. del T.] Planta parecida a lasiempreviva, de la familia de las crasuláceas.

[13] [N. del T.] Se llaman así ciertosmamíferos rumiantes propios de la región ártica,donde viven en manadas y que los esquimales

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cazan para aprovechar su carne, a pesar del olorde almizcle que despide.

[14] [N. del T.] El wolverin o wolverene (Guloluscus), cuadrúpedo carnívoro de la América delNorte, llamado también glotón por su voracidad.

[15] [N. del T.] El autor se refiere, comosiempre, al termómetro Fahrenheit.

[16] [N. del T.] Casas de campo en las Indiasinglesas.

[17] [N. del T.] Juego infantil muy popular enInglaterra. En él los niños forman grandesmontones de arena, por ejemplo, y uno de ellos seencarama en la cima cantando una cancioncillacuyas primeras palabras son las que aquí se citan.

[18] [N. del T.] Personaje del popular libro deAlicia en el País de las Maravillas, original deLewis Carroll.

[19] [N. del T.] Viene a significar este nombre«el lugar o el vado en que vivía el cocodrilo», ocomo si dijéramos el Bocón.

[20] [N. del T.] Tipo popularísimo de la

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literatura inglesa, que da nombre a un periódicohumorístico, y es sumamente feo y ridículo.

[21] [N. del T.] Nombre específico delcocodrilo del Ganges.

[22] [N. del T.] Faquines o jornalerosasiáticos.

[23] [N. del T.] Antiguo fusil de reglamento enel ejército inglés.

[24] [N. del T.] Iniciales del título: KnightCommander of the Order of the Indian Empire;así como D. C. L. y Ph. D. significan Doctor ofCivil Law y Doctor of Philosophy.

[25] [N. del T.] Coco de mar es el nombrevulgar de la Lodoicea Secheyllarum, planta quepertenece al género de las monocotiledóneas,familia de las palmeras. El fruto de este árbol esenorme. Del hueso hacen los indios vasijas.

[26] [N. del T.] Kabir es el nombre del másoriginal e influyente de los reformadoresreligiosos de la India. Es una especie de Mahoma.Aún hoy se cuentan por miles los que «siguen el

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camino de Kabir», y la secta que él fundó cuentacon importantes monasterios.

[27] [N. del T.] Usa aquí el autor la palabrabairagi en otro sentido distinto del que le daanteriormente en este mismo cuento, pero sinexplicarlo, y dejándolo a la penetración del lector,como tantos otros vocablos exóticos que empleadeliberadamente. El significado que le da ahora esel de portador de la simbólica muleta.