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2 Textiles regionales La luz de Doñihue es óptima para tejer al telar. Sin luz no trabajamos. La luz nos mantiene despierta. El telar cansa y sin luz cuesta tejer: me gusta la perfección total. Hay motivos y colores que desgastan más que otros. Por ende, debemos trabajar cuando la mente esté descansada. Filomena Cantillana, 2016 128

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Textiles regionales

La luz de Doñihue es óptima para tejer al telar. Sin luz no trabajamos. La luz nos mantiene despierta. El telar cansa y sin luz cuesta tejer: me gusta la perfección total. Hay motivos y colores que desgastan más que otros. Por ende, debemos trabajar cuando la mente esté descansada.

Filomena Cantillana, 2016

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Parte II. Arte tradicional campesino

a tradición textilera de la Región de O’Higgins ha llenado de color y abrigo a poblaciones completas del Chile central. Las manos de sus mujeres han proveído de calor, casi como una extensión del regocijo proveniente de sus propios hogares, desde hace siglos. Su

historia, documentada ya en tiempos precolombinos, se desarrolla sin prisa, al compás silencioso del entrecruzamiento de las preciosas hebras.

En la VI Región de O’Higgins el chamanto doñihuano ha acaparado las miradas, gracias a una fama y prestigio otorgada por importantes premios y la Denominación de Origen “Chamantos y Mantas Corraleras de Doñihue”, además de ser una prenda de élite posicionada en el mundo huaso y del rodeo. Pero la región tiene mucho más que ofrecer, en la forma de una rica tradición de tejedoras que producen prendas pensadas para el abrigo y el confort, como ponchos tradicionales, ropa de cama y aperos, entre otras creaciones.

El mundo indígena sudamericano es el primer gran marco de desarrollo de la textilería en Chile y, en nuestro caso particular, esto ocurre en la Región de O’Higgins. Durante el periodo prehispánico se produjo el nacimiento, desarrollo y madurez de la habilidad textil en la zona, apoyado sobre todo en lanas de camélidos pero utilizando también otras fibras, como algodón, plumas y hasta cabello humano, en prendas que iban desde las sencillas cuadrangulares utilizadas por el pueblo hasta las dedicadas a las autoridades, de cuidada factura y extrema belleza. Los sombreros también fueron parte de esta tradición, caracterizando sociedades y extendiéndose ampliamente por el país.

Tradiciones textileras reconocidas mundialmente por la calidad de sus tejidos, innovación en la técnica, delicadeza de sus bordados, genialidad en la utilización de tintes para lograr gamas de colores casi inalcanzables hoy día, manejo de las fibras vegetales y animales para su elaboración y variedad de tipologías de telares. Todo ello, junto con el reconocimiento y prestigio del saber de las antiguas tejedoras y tejedores dejaron sus huellas a lo largo y ancho del continente, influyendo profundamente en las tradiciones textileras locales.

La mixtura de la tradición textilera local, con la traída por el mundo incaico a territorio chileno, intensificó la producción textil en el país, influyendo hasta las poblaciones asentadas más allá de la frontera del incario, incluyendo la actual Región de O’Higgins. La cultura mapuche fue una de las importantes desarrolladoras de estos saberes, en especial con mantas y ponchos, en donde es posible apreciar el esplendor de su técnica textil (Alvarado, 1998). De acuerdo a uno de los más clásicos historiadores chilenos, Diego Barros Arana, en su Historia General de Chile (1881), los incas habrían enseñado estos saberes, focalizando esta ocupación en las mujeres (Barros Arana, 2000, T1, 70).

El profundo mestizaje producido a partir del desembarco español en Chile implicó cambios y adopciones en multitud de aspectos. Uno de ellos fue, en primer lugar, la figuración central del poncho en la vida de los indígenas, y luego de los campesinos y huasos de la región. Este tipo de tejido se constituye desde lo más tradicional, toda vez que es insistentemente descrito en diferentes crónicas y relatos de viajeros –desde el siglo XVII hasta el XIX– demostrando lo extendido de su uso en todo el país (González de Nájera, 1614; de Rosales, 1674; Molina, 1788; Carvallo y Goyeneche, 1796; Pérez García, 1810; de Ulloa, 1735; Byron, 1740-1746; Cook, 1770; Pérez Rosales, 1814-1860; J.T.M., 1817-1819; Haigh, 1817-1821; Graham, 1822; Poeppig, 1826-1829; Farquhar, 1821-1822; Treutler, 1851-1863; Reuel Smith, 1855; Bollaert, 1860; D’Orbigny, 1888). Y, desde fines del siglo XVIII, habría pasado a ser característico de la indumentaria de la gente del pueblo (Cruz, 2005: 321). Gracias a estos testimonios es posible observar la presencia permanente de ponchos y mantas (así como otros textiles) en la cultura chilena, desde su origen indígena hasta su arraigo campesino, y diversos detalles en torno a su elaboración. Las mismas reflejan la alianza indisoluble que los textiles nos muestran, con la incorporación por parte de las tejedoras, de nuevas técnicas de la mano de otras tipologías de telares y materias primas.

La presente investigación detectó tres zonas actuales con una fuerte tradición textilera, que se encuentra arraigada localmente y es parte de la identidad de la región. Son los casos de

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Capítulo 2. Textiles regionales

Marchigüe (con producción de mantas, frazadas y ponchos), Paredones, La Estrella (mantas, choapinos y frazadas) y Doñihue (reconocida por sus mantas corraleras y chamantos). Para desarrollar este capítulo fueron rastreados y estudiados los periódicos de la Región de O’Higgins1 y entrevistas realizadas a tejedoras de las zonas mencionadas.2

Tejedora con su hilado. Foto de Francisca Orellana.

1 En la sección Periódicos y Microformatos de la Biblioteca Nacional de Chile se encuentra la colección de

periódicos chilenos más completa de los siglos XIX y XX hasta la actualidad. De este acervo documental se han relevado completamente los periódicos de la Región del Libertador Bernardo O’Higgins. En total, se trata de 244 diarios que se extienden temporalmente desde el año 1848 para el periódico relevado más antiguo (El Regional O’Higgins, de Doñihue) hasta junio del año 2016 (El Rancagüino, de Rancagua).

2 Información desprendida de entrevistas realizadas por el grupo de investigación FIC-R “Rutas de la Patria Nueva” en Marchigüe y La Estrella, los días 19 de agosto de 2016 y 23 de agosto de 2016: Bertina Lagos Rojas, Margarita de las Mercedes Beas Quintanilla, María Bernardita Tobar Cerón y Mariana Pino González. También, información desprendida de entrevistas realizadas a la Asociación de Chamanteras de Doñihue, el 30 de septiembre de 2016, por el grupo de investigación FIC-R “Rutas de la Patria Nueva”. Entrevistadas: Luisa Cantillana, Filomena Cantillana, María Arriza, Cecilia Calderón, Elizabeth Vidal, María Teresa Alarcón, María Elena Carrasco, Mónica Cantillana, Olivia Canales, Pamela Muñoz, Eugenia Vidal, Lucía Acevedo, María Ester Cantillana, María Soledad Vidal, Nelly Bertán, Nully Rojas, María Bernarda Núñez, Diana Alegría, Carmen Carrasco, Eudimilia Calderón e Irene Contreras.

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Parte II. Arte tradicional campesino

Desarrol lo de la texti ler ía en la Región de O’Higgins

Para comenzar, debemos tener en cuenta que la cultura ganadera surgió a partir de la preeminencia de la actividad económica pecuaria en la zona nos convoca. El ganado mayor y menor pasó a ocupar un lugar central en la vida social del territorio, y ello se hizo sentir en los usos y costumbres, en la vida cotidiana, en la alimentación y la indumentaria. Las habilidades de las tejedoras precolombinas se vieron potenciadas gracias a la disponibilidad de nuevas fibras, como la lana de oveja. El animal, introducido en el siglo XVI, marcó un cambio radical en la textilería de la región, desplazando a la fibra base de camélido (más difícil de obtener) por la de oveja. Junto con ello, se sumó otro cambio en la tecnología: a los telares indígenas se sumaron los telares españoles, y entre todos, generaron en la actual Región de O’Higgins una floreciente artesanía de tejidos de lana.

Los ponchos y mantas de la región, síntesis del mestizaje entre la tradición indígena y los aportes españoles, emergieron para vestir mujeres y varones, permitiendo además la exportación de estos textiles hacia otros mercados. Asimismo, dentro de esta corriente, se comenzó a desarrollar también una línea textil diferenciada, de alta calidad, que culminó con el surgimiento del chamanto –el cual revisamos detalladamente en nuestro capítulo anterior.

En el Chile de los siglos XVIII y XIX, ponchos y mantas se hicieron parte de la vida cotidiana. Las fuentes de la época señalan su papel relevante, de la mano de testimonios de gobernantes e intelectuales, como Ambrosio O’Higgins (1771),3 Manuel de Amat y Junyent (1760) e Ignacio Molina (1776), entre otros. Uno de los puntos que destacan dichas fuentes es, justamente, el papel de los pueblos indígenas en la elaboración y comercialización de estas prendas, de tal importancia que figuraron en el centro de la agenda política, económica, militar y judicial de la época.

La amplia demanda de ponchos por parte de la sociedad hispanocriolla generó segmentos de calidad y precio. Los ponchos más baratos era elaborados en el espacio rioplatense-pampeano, sobre todo en Córdoba y San Luis, y tenían un valor de $1 por unidad. Algo mejores eran los de Santiago del Estero, cuyos precios oscilaban entre $3 y $12; estaban adornados con vistosos colores y dibujos; se denominaban “balandranes”, “calamacos” y “mestizos”, estos últimos por mezclar lana y algodón. Finalmente estaban los ponchos indígenas, de trama muy apretada, impermeables a la lluvia, de calidad y precio superior. Miles de unidades se remitían cada año a esos mercados entre mediados del siglo XVIII y mediados del XIX.

El precio de los ponchos indígenas es todavía un tema que descansa en fuentes poco sistemáticas. Garavaglia (1989; 1986) señala que alcanzaban precios elevados, pero no entrega datos precisos. Llorca (2014) menciona tres registros de precios. El primero corresponde a Luis de la Cruz (1806), conforme al cual, un poncho indígena equivalía a 16 yeguas. Estimando un valor de $5 por cabeza, el poncho tendría un precio de $90. En 1840 se refiere otro cálculo de un poncho por entre 15 y 20 yeguas, lo cual llevaría su precio entre $75 y $100. Poco después, el viajero alemán Maas calculó el valor de un poncho por un caballo y tres vacas, lo cual rondaría los $20. O’Higgins, en el comentario ya citado, proponía en 1771 que se impusiera un impuesto de “tres a cuatro pesos sobre cada uno fabricado en tierra de indios”, lo cual proporciona una idea del valor que tenían las prendas. Como vemos, las cifras son altas, escasas y dispersas. Son insuficientes para establecer un patrón. En todo caso, no quedan dudas de la superioridad del poncho indígena sobre los ponchos hispanocriollos del espacio rioplatense.

En la Región de O’Higgins, el poncho más antiguo fue detectado en 1664, en casa de Diego Marín, en San Fernando, donde se registran tres unidades. Este descubrimiento adelanta en diez años al registro más antiguo considerado hasta ahora por la literatura especializada. Desde allí se

3 Ambrosio O’Higgins a Francisco Javier de Morales, 1771. Archivo Nacional Histórico de Chile (AN), Fondo

Vicuña Mackenna, Vol. 394, D.

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Capítulo 2. Textiles regionales

expande por el valle central. En esta misma zona se registran 110 ponchos en el siglo XVIII y 103 en la primera mitad del siglo XIX.

Si se comparan estos ponchos con los del espacio rioplatense pampeano, se detectan conclusiones relevantes: los ponchos de Colchagua y Rancagua tenían mayor jerarquía que los ponchos de la zona central pampeana. Estos valían $1 y representaban el 85% de las exportaciones de ponchos al mercado de Buenos Aires. En cambio, los ponchos de ese valor, en la zona estudiada, apenas estaban presentes (con solo un caso). En ese sentido, por equivalencia de precios y calidades –incluyendo los abalandronados–, los ponchos colchagüinos estaban más cerca de los santiagueños; aunque en algunos casos, los superaban en precio de forma considerable, llegando a duplicarlos. Factor elemental en esta diferenciación es que la influencia indígena fue más fuerte en el valle central de Chile que en las pampas rioplatenses: de allí la mayor calidad y precio de los ponchos.

Paralelamente, en especial desde el siglo XIX, se produce una concentración de tejedoras indígenas, reconocidas por sus habilidades, a poco más de 300 km de la Región de O’Higgins. Evidentemente, dichas poblaciones indígenas también estaban presentes en la región, pero los más reconocidos ponchos y textiles indígenas provenían de las zonas mapuches cercanas a Los Ángeles y en localidades ubicadas aún más al sur del país. La historia de los desplazamientos es reconocible: las mujeres se trasladaban a las ciudades junto con sus maridos, y continuaban con su producción de tejidos en las mismas.

Estas mujeres gozaron de gran y reconocido prestigio en la elaboración de ponchos de calidad. Hacia mediados del siglo XIX, en 1855, es decir, pocos años después del testimonio de J.T.M., el viajero Edmond Reuel Smith, en Los Ángeles, da noticias tempranas de existencia de chamantos primitivos, destacando la gran calidad de los textiles elaborados por mujeres de la zona, no igualados en la época ni siquiera por la gran industria europea:

Antes, jamás se me había ocurrido pensar en la inmensa revolución causada en la labor humana por el vapor. No obstante, es un hecho singular, que con todos los adelantos de la ciencia moderna, los telares más celebres de Europa no han podido igualar las telas producidas por la maquinaria primitiva. No solo permanecen sin rivales los chales del oriente, pero aún la frazada sudamericana no ha podido imitarse con éxito. Todos los años envían los fabricantes ingleses gran número de ponchos a Chile, pero no pueden equivocarse con los nacionales; aunque su textura es más fina y sus colores más suaves, no duran lo mismo, y la lluvia los traspasa con facilidad, en tanto que, los hechos en el país, al mojarse un poco, se ponen tiesos y compactos, lo que permite que la lluvia corra de la misma manera que por sobre el techo de una casa, protegiendo así al que los usa (Reuel Smith, 1914: 22-23).

Y es que las mujeres tejedoras pehuenches no solo eran diestras en el tejido sino también en

el teñido de las prendas. Así, se conjugaron diversos saberes en la zona que recopilaron, por una parte, antiguas tradiciones textileras americanas, profundamente acendradas en el pueblo mapuche, y la incorporación de la cultura ganadera, que permitió una masificación en la disponibilidad de materia prima para realizar los famosos y reconocidos ponchos y mantas. Por ello, de acuerdo con Sara López Campeni, consideramos la práctica textil como parte de un todo complejo que involucra a una sociedad completa, que comienza desde el manejo de la producción de la materia prima “e implica un proceso complejo y dinámico, en el que la conjunción de conocimientos, prácticas y tecnología transforma materias primas en elementos culturales”. Paralelamente, ello se encuentra en diálogo con una sociedad, sus prácticas y

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Parte II. Arte tradicional campesino

significados, por lo que los textiles han sido considerados “productos tecnológicos entramados en sistemas sociales” (López, 2016: 119)

Tejedoras encuestadas: proceso de aprendizaje

Durante la etapa de investigación y recolección de datos, se realizaron una serie de entrevistas a tejedoras de la Región de O’Higgins entre los meses de agosto y septiembre de 2016. Se trató de una entrevista estructurada, semicerrada, que fue realizada voluntariamente por cada una de las tejedoras. Se trató de un total de 27 mujeres de las zonas de Marchigüe (4), La Estrella (1), Doñihue (21) y Lo Miranda (1). Ello, porque se encontró la mayor concentración de tejedoras en Doñihue, que, además, cuentan con una Asociación propia, caso que no es replicado aún (al menos una asociación que se mantenga en el tiempo) por otros grupos de tejedoras en la región, tal como vemos en el siguiente gráfico.

Gráfico 1. Cantidad de tejedoras entrevistadas

Fuente: elaboración propia.

Durante el curso de las entrevistas se preguntó por edades, año de inicio o aprendizaje de la técnica textil, y años de dedicación al oficio. De dichos datos, se desprende que la edad promedio de las tejedoras es de 61 años, siendo la más joven de 27 y la mayor de 86 años. Se considera los 90 años una edad límite para ejercer este arte porque comienza a fallar la vista o porque las enfermedades generadas por esta labor impiden continuar tejiendo (tendinitis, problemas de huesos, espalda, cintura, cadera). Las edades en que se encuentran los mayores grupos de tejedoras son, mayoritariamente, el rango de entre 50 y 59 años (33% del total) y el de 60 a 69 años (30%). En segundo lugar se ubica el rango de edad de 70 a 79, que concentra a un 19% de tejedoras. Entre estos tres grupos se encuentra el 81% de la fuerza laboral actual de las tejedoras. Es decir, se trata de un grupo muy vulnerable por los altos promedios de edad. La tasa de rejuvenecimiento presente en los rangos de edad menores (20 a 29 años, 30 a 39 años y 40 a 49 años) representa una clara minoría frente a los rangos mayores. En el caso más optimista, el grupo con mayor fuerza numérica en este estudio tendría, en teoría, alrededor de treinta años más para ejercer su labor. Pero luego de esos treinta años, si no se revierte esta tendencia, no habrá reemplazo posible para la continuación de este arte tradicional regional. Y solo tres tejedoras para toda la región no alcanzarían a cubrir la demanda que actualmente tienen los diferentes textiles que se trabajan en esta parte del país. Pero aún resulta un análisis por grupo parcial: las tejedoras de Marchigüe y La Estrella se encuentran entre las edades de 56 años la más

Marchigue

La Estrella

Doñihue

Lo Miranda

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Capítulo 2. Textiles regionales

joven hasta 86 años. En las entrevistas no se mencionó a ninguna persona joven que continué con su tradición y labor.

Grupos de edad y cantidad de tejedoras por grupo

Edades por grupo Cantidad de tejedoras

20-29 1 30-39 1 40-49 1 50-59 9 60-69 8 70-79 5 80-89 2

Fuente: datos encuestas realizadas a tejedoras en Marchigüe, La Estrella y Doñihue.

Aunque estamos conscientes de que esta muestra no corresponde a la totalidad de las

tejedoras, también sabemos que el promedio general de edad es el establecido por la misma, que resulta representativa. Al respecto, las tejedoras de Marchigüe señalan que son cuatro actualmente; las Doñihuanas señalan que la Asociación tiene alrededor de treinta socias, de las que se entrevistaron 22. Fuera de la Asociación, en Doñihue, se entrevistó a aproximadamente siete personas, que se encuentran dentro de los rangos predominantes de edad o fuera de ellos.

La edad promedio de inicio es alrededor de los 18 años, mientras que el promedio de dedicación a la labor del tejido es de 43 años.

Gráfico 2. Edad actual grupo de tejedoras Región de O’Higgins

0 20 40 60 80 100147

101316192225

Edad Actual

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Parte II. Arte tradicional campesino

Gráfico 3. Edad de inicio de la actividad textil

Gráfico 4. Tiempo de vida dedicado al oficio de tejer

Fuente: elaboración propia.

Resultan sumamente interesantes los mecanismos que se utilizan enseñar la técnica textil. Esta es, general, una labor femenina y transmitida por mujeres. En las entrevistas, al contar cuál fue la forma de adquirir el aprendizaje, prácticamente el 100% coincide en que se aprende “mirando”, “observando”, “porque todas las mujeres tejían”. Se encontraba tan extendida la tradición textilera al interior de los hogares que se ha señalado que “yo nací en un telar. Asimismo, mis hijas”.4 Por ello, no es de extrañar que en un 40% de los casos la madre haya sido la fuente principal del conocimiento. En segundo lugar, se ubica el grupo de “tía”, con 21% de los casos. El tercer grupo con mayor fuerza es el que resulta de las enseñanzas de la hermana mayor, con 17% de los casos. El resto se encuentra en forma minoritaria, con un ejemplo de cada uno, exceptuando las que fueron enseñadas por alguna prima que cuenta con dos aprendices. Ello transmite un potente mensaje: se trata de un saber ejercido y dominado por mujeres (con una sola excepción a la regla) y también transmitido y enseñado por mujeres. La

4 Entrevista a Filomena Cantillana.

0 10 20 30 40147101316192225

Edad Inicio

0 20 40 60 80147101316192225

Tiempo en Oficio

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Capítulo 2. Textiles regionales

enseñanza ocurre por línea materna, siempre dentro de la misma familia, estableciéndose verdaderas estirpes de tejenderas. En algunos casos en que interviene en esta enseñanza la familia paterna, se tratará siempre de algún pariente femenino la encargada de transmitir este precioso conocimiento, tal como apreciamos en el gráfico a continuación. Este patrimonio cultural, traspasado de generación en generación, otorga un sentimiento de identidad y continuidad (Santos, 2015: 15) vinculado al territorio y su historia.

Gráfico 5. Vías de transmisión del conocimiento

Fuente: elaboración propia.

Lanas, te j idos y teñidos

Como explicamos anteriormente, el desarrollo de los ponchos y mantas en Chile desde época colonial viene de la mano con la cría de ovejas, pues era la lana el material básico para la elaboración de estas prendas. Dichas lanas, previo a la llegada española, provenían de fibras de camélidos andinos, extendidos tempranamente por todo el cono sur. Posteriormente, se adoptó la oveja como animal de esquila, aunque sin descartar completamente la utilización de lanas de camélidos. Por otra parte, y ya en el siglo XX, se adoptan también otros tipos de material para la elaboración de estas prendas tradicionales, como el hilo.

La materialidad iba directamente de la mano con la calidad y prestigio del textil. En el Reino de Chile, el abate Molina, en 1788, se refiere a los textiles mapuche, comentando sobre la materia prima utilizada, tipos de telares y técnicas. Ofrece, además, una temprana descripción del poncho, resaltando su gran calidad y los diferentes tipos que existían para los diferentes usuarios:

Dicha capa se llama poncho, y es mucho más cómodo que los tabardos Italicianos, porque deja los brazos libres, y se puede doblar sobre la espalda cuando se quiera: defender mejor de la lluvia y del viento, y es más apto para andar a caballo: por lo cual, no solo los Españoles de Chile, pero aún los del Perú y del Paraguay, lo usan comúnmente. […] Las personas de inferior condición llevan también el poncho turquí, pero las gentes ricas o acomodadas, lo llevan blanco, rojo, o azul, con listas del ancho de un xeme, tejidas con arte, de figuras, de flores, o de animales, en el cual sobresalen

Madre

Tia

Hermana Mayor

Prima

Suegra

Cuñada

Vecinas

Cursos

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Parte II. Arte tradicional campesino

todos los colores. El ribete está adornado con un bello fleco. Algunos de estos ponchos son labrados con tanta finura y gracia, que se venden en ciento y cincuenta pesos (Molina, 2000: 56).

Vemos entonces que el color, la trama y el arte presente en el textil marcaban la pauta de su

utilización. No solo eso, pues en el siglo XIX también notan que la categoría del textil dependía de la forma en cómo se usara. Aunque el uso de poncho era generalizado en todos los estratos de la sociedad, los de las personas de fortuna “son hechos de los más ricos géneros, bordados y de hermosísimos colores” (J.T.M., 1898: 108). De acuerdo a los testimonios, eran las mujeres las encargadas de, entre una gran variedad de tareas, esquilar el ganado, preparar la lana, hilarla, teñirla y tejerla para producir los textiles (Carvallo y Goyeneche, 1796-1876: 160). Junto con ello, es importante mencionar que, en el siglo XIX, se aclara que en realidad las ovejas utilizadas para la producción lanera no son de buena calidad, motivo por el cual no hubo intentos de exportación.

La prensa de la época ofrece muy tempranamente venta de lanas en la Región de O’Higgins. El periódico La Comuna Autónoma (San Vicente de Tagua Tagua) comienza a publicitar esta venta el 28 de noviembre de 1890. Aunque la fuente no aclara la procedencia, es interesante constatar la existencia de un mercado temprano de la lana en la zona (Figura 1). Poco después, El Liberal (Rengo), el 14 de septiembre de 1895, anuncia venta de lana de una curtiembre denominada La Isla, perteneciente posiblemente a la región (Figura 2).

Figura 1. Primer aviso de venta de lana en la prensa de la Región de O’Higgins.

Fuente: La Comuna Autónoma (San Vicente de Tagua Tagua), 28 de noviembre de 1890.

Figura 2. Lana con identificación de origen. Fuente: El Liberal (Rengo), 14 de septiembre de 1895.

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Capítulo 2. Textiles regionales

Los productos tejidos con estas lanas fueron profusamente publicitados en la región: ponchos, frazadas costinas, diferentes tipos de abrigos y prendas de vestir. Al parecer, algunas de estas prendas alcanzaron valoraciones particulares, como los ponchos de Castilla, que muy tempranamente fueron objeto de tentación y hurto. En una noticia aparecida en el periódico La Justicia (San Fernando), del 23 de junio de 1898, se retrata a un “ratero venido del sur” y que robó, en un solo día, un poncho de castilla, varas de gasa “i al robarse lo que contenía una vidriera en el negocio de las señoritas Soto, fue sorprendido i enviado a la policía con todo lo robado”. Posteriormente, una noticia policial titulada “Por Lana”, aparecida en el mismo periódico, el 25 de febrero de 1905, indica el apresamiento de dos individuos que robaron una manta de lana a Amador Contreras (Figura 3). Ello evidencia el alto valor adquirido por las prendas de lana, nacionales, ya terminadas. El reconocido folclorista Oreste Plath explica de qué se tratan estas prendas:

El pueblo hace y reconoce una gran variedad de ponchos. Entre los más renombrados, tenemos los famosos ponchos “merinos” que son gruesos, hechos de lana merina. El poncho “de Castilla”, llamado así por haber llegado de Castilla las primeras ovejas que se introdujeron en Chile. El poncho “cari”, denominado de este modo por la oveja “cari” de lana parda o albarazada. Los ponchos “paco” palabra que viene del quichua (ppacu) y que significa rubio, castaño y bayo (El Rancagüino, 17 de septiembre de 2001: 4).

En este contexto, y avanzando el siglo XX, es posible rastrear a través de la prensa algunos de los productos típicos de la Región de O’Higgins. Más allá de los chamantos encontramos referencias a frazadas costinas de pura lana,5 mantas corraleras,6 mantas costinas7 (Figura 4), lanas para tejer choapinos8 y manta de huaso.9

Figura 3. Robo de textiles de lana. Fuente: La Justicia (San Fernando), 25 de febrero de 1905.

5 El Liberal, 7 de julio de 1912; El Rancagüino, 4 de julio de 1945. 6 La Semana de Rancagua, 11 de julio de 1932. 7 El Regional (Rancagua), 16 de mayo de 1938. 8 El Progreso de Cachapoal, 4 de julio de 1940. 9 La Verdad de Rengo, 15 de diciembre de 1945.

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Parte II. Arte tradicional campesino

Figura 4. Proteja el esfuerzo nacional. Casa Matus única tienda chilena en Rengo, mantas costinas.

Fuente: El Regional (Rancagua), 16 de mayo de 1938: 74.

Este tipo de avisaje se concentra en la primera mitad del siglo XX, época en que se aprecia una alta valoración hacia estos productos típicos. Desde la década del 60 en adelante se enfatiza la venta de lana y, ya en la década del 70, desde 1975 hasta 1976, aparecen datos que reflejan un esfuerzo desde el Estado para la revalorización de estas antiguas prácticas textiles. De hecho, en el Progreso de Cachapoal (Peumo) aparece el llamado para tomar cursos de tejidos a telar en la casa de la cultura de la Municipalidad (Figura 5). Teniendo en cuenta las políticas culturales de Chile la textilería, considerada dentro de las denominadas “artesanías”, ha sido parte importante de un foco de valorización que hoy día cuenta con una política sectorial y que podemos verla desde, al menos, la década del 70, gracias a la creación de fondos como el Servicio de Cooperación Técnica (SERCOTEC), la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO), entre otras iniciativas (Santos, 2015: 9).

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Capítulo 2. Textiles regionales

Figura 5. Cursos de telar ofrecidos por el Departamento Cultural Municipal.

Fuente: El Progreso de Cachapoal (Peumo), 24 de junio de 1976: 6.

En la actualidad, la tradición de criar animales propios para esquilar su lana, hilarlas, teñirlas y tejer en forma artesanal se mantiene en Marchigüe (San Miguel de Viluco, Mallermo, El Chuequén) y La Estrella (El Pihuelo). Tradicionales tejedoras como Bertina Lagos Rojas, María Bernardita Tobar y Mariana Pino González se encargan de sus propias ovejas para la obtención de la lana. Una sola de las entrevistadas, Margarita Beas Quintanilla, trabaja con una lana diferente, de alpaca, animal que ella cría y también produce su propia lana. Es decir, la práctica cultural del cuidado de los animales para aprovechar su lana, rastreable desde tiempos prehispánicos en América y reforzado por la importancia dada a la oveja (entre otros animales domésticos) en la época colonial, se mantiene viva en la Región de Bernardo O’Higgins.

Las mujeres, con edades que fluctúan entre los 86 años y los 56, se ocupan del proceso productivo completo para dar a luz sus creaciones. Mariana Pino (71 años) lava, tiñe e hila la lana. En otros casos, como el María Tobar (56 años), junto con encargarse de sus propias ovejas y obtener su lana, da trabajo a jóvenes de la comunidad (zona de Marchigüe y Rinconada) que saben hilar, ya que no dispone de tiempo para hacerlo ella misma. Uno de los motivos de este modo de producción es que la lana en bruto se paga a muy bajo precio: el kilo de lana sucia puede salir entre $700 y $1.000, según color. Una vez hilada, es decir, con trabajo cultural como valor agregado, el precio se eleva a $15.000 el kilo.10 Posteriormente, las mantas de telar rústico tienen un precio de $70.000; echarpes, $30.000, bufandas $10.000, frazadas $80.000 y abrigos a $50.000. Otros elementos, como boinas y gorros, se ofrecen a menores precios.

Es destacable la influencia del medio ambiente en la calidad de las prendas que se tejen y en la calidad de lana que resulta de la esquila de ovejas de la región. Las tejedoras afirman que cuando

10 Entrevista a Mariana Pino González, Marchigüe, 19 de agosto de 2016.

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Parte II. Arte tradicional campesino

hay mucha lluvia “la lana sale bajita”. El clima es bueno para las ovejas, y las cuidan para que produzcan buena lana. Por ello, las mantas producidas desde esta zona son 100% lana de oveja natural, lo que distingue estos tejidos por ser gruesos y muy durables. Los colores son también particulares, porque no utilizan muchas anilinas sino que más bien se usan, como antiguamente, hojas de cebolla, eucaliptus, cáscara de espino y huallén, entre otros vegetales, para lograr los colores deseados. Por otra parte, las chamanteras doñihuanas aprecian, casi de forma unánime, la influencia del sol y la luz, de los colores de su tierra y de la flora maravillosa que, finalmente, queda plasmada en sus chamantos. Así lo expresó Filomena Cantillana, en el texto seleccionado como epígrafe al inicio del presente capítulo.

Telares y aparejos

En América es posible rastrear diferentes tipos de telares. Los más tradicionales se extendían en el suelo. También se registran el telar a pala, sobre la pared, y el telar a faja o de cintura. “El más usado a larga, introducido por los colonizadores, fue el telar parado, donde las urdimbres y tramas (verticales y horizontales) se hacen de manera estable intermedia, dentro de un armazón de cuatro postes fijos en el suelo (como el telar sueco)” (Lago, 1971: 58-59).

Muy temprano en la época colonial, los cronistas detectaron la textilería como uno de los grandes oficios femeninos mapuche. Las mujeres, en sus telares, se encargaban de tejer la vestimenta de la familia entera. Para ello, de acuerdo a González de Nájera, utilizarían telares muy sencillos, “que arman de pocos palos y artificio” (1614 -1866-: 98).

Entre las industrias coloniales del siglo XVII aparecen los talleres de tejidos ordinarios de lana, como jergas, ponchos, mantas, frazadas, entre otros. Los operarios eran peninsulares y los trabajadores, indios. En las misiones jesuitas en territorio araucano se habilitaron telares para la confección de estas manufacturas. Además, tempranamente, se instalaron en Santiago las primeras industrias alfareras y textiles del país, de la mano de Jerónimo de Molina, a comienzos de dicho siglo (Molina, 1810-1987: XXVIII). Inmediatamente después, en 1716 –es decir, a comienzos del siglo XVIII– la Compañía de Jesús, en sus diferentes haciendas, produjo telas a escala industrializada, implementando obrajes textiles en Calera de Tango (con telares de tejer tela y paño) y Bucalemu (para producir paño burdo), llegando a instalar obrajes textiles en Mendoza y Chillán (Hanisch, 1974: 115-117).

Asimismo, los telares fueron parte importante del paisaje cotidiano de las haciendas y casas de campesinos de Rancagua y Colchagua durante los siglos XVIII y XIX. Los inventarios de bienes han registrado más de un centenar de telares, distribuidos entre las distintas ciudades, villas y caseríos, desde 1680 al siglo XIX. La alta demanda de tejidos abrió posibilidades para diversos tipos de trabajos; de tal modo, los telares debieron adaptarse a distintas necesidades.

Los telares de este territorio estaban especializados para diversas tareas. Había telares para ponchos y para mantas; telares para bayeta o para tocuyo. En el siglo XVIII, el militar Carvallo y Goyeneche es capaz de detallar la utilización de dos tipos diferentes de telares, dependiente del objeto que se trata el tejido: el telar horizontal era utilizado para las fajas y el vertical para los ponchos y mantas. Junto con ello, destaca la utilización de palas de madera (no peines) llamadas “guereu” (1796-1876: 160). Para ellos se usaba madera de patagua con horcones de espino; también contaban con quilbo, lanzada y caja de dos o tres peines. Las calidades y precios del telar podían variar entre $1 y $7. En líneas generales, el telar era un instrumento de trabajo de relativamente barato, al alcance de sectores populares, tanto mestizos como indígenas.

Los telares se usaban intensivamente en Colchagua y Rancagua. Se insistía mucho en controlar que contaran con todo el equipamiento necesario para realizar las tareas. Las fuentes revelan el cuidado que ponían las tejedoras para mantener en buenas condiciones sus telares. En

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Capítulo 2. Textiles regionales

los inventarios de bienes, al describir los telares se reiteran expresiones como “completo”, “bien aviado”, “bien aperado”, “con todo aperado”, “con todo su aderezo” o “con todos sus aperos necesarios”. En muchos hogares campesinos, el telar ocupaba un lugar central, tanto en el cuidado como en la valoración.

Los telares estaban asociados a emprendimientos de pequeñas empresas familiares. No había en la región grandes fábricas de tejidos industriales, como en Liverpool o Manchester. Al contrario, la producción textil estaba distribuida en múltiples emprendimientos. Las propiedades mayores podían tener más de un equipo; pero de ninguna manera lograban generar concentraciones significativas. Por ejemplo, la hacienda Bucalemu, la más rica de Chile, tenía siete telares; ello representaba menos del 5% de la capacidad instalada regional. De esta manera, la actividad textil era una rama de la economía asociada a la economía doméstica y la cultura del trabajo, antes que a la concentración del capital en pocas manos. El telar facilitó la integración social pues, con una pequeña inversión inicial, a través de su trabajo, podían lograr una inserción satisfactoria en la vida social del espacio hispanocriollo.

Ya en el siglo XIX, los viajeros y naturalistas que recorrieron diversas zonas del país quedaron asombrados, para bien o para mal, de la textilería indígena, especialmente por las mujeres mapuche, desde la zona central hasta las más australes (Poeppig, –1826– 1960: 117). Aunque la importación de tejidos europeos comenzó en 1817 a consecuencia de las primeras oleadas migratorias campo-ciudad, las tejedoras, ancladas en el campo, continuaron tejiendo como medio de vida, con lo que la importación textil no logró desplazar del mercado a la producción doméstica (Peters y Núñez, 1999: 52). Naturalistas y viajeros, como Domeyko y D’Orbigny describen telares y aparejos lamentando lo lento del proceso.

Durante el siglo XIX y XX las tradiciones textiles indígena y española, ya mixturadas, se mantuvieron al interior de las casas en el país. En 1970, refiriéndose a Doñihue, se señala que “todas las mujeres del poblado tienen su telar” (Ferrada, 1970: s/p). En la Región de O’Higgins ello permitió que siguiera desarrollándose la tradición textilera de antiguo cuño, adaptándose siempre al correr de los tiempos. Así, han ido cambiando (dependiendo de los casos) las materias primas con que se trabaja, colores y diseños, entre otras cuestiones. Lo que prácticamente no ha cambiado son los telares y aparejos, piezas clave para la textilería artesanal y desarrollada por las mujeres de la zona –hemos detectado tan solo a un hombre tejedor. Diferentes estudios rescatan el uso del telar de cuatro palos, similar al indígena pero totalmente vertical y estacado al suelo, con diferentes piezas denominadas bastidor, quilvos, tonones, husillo y paleta (Guajardo y Gruzmacher, 1998; Salazar y Cordero, 2014).

Texti les en Marchigüe y La Estrel la

Pocos son los telares tradicionales que quedan resguardados en la zona. Uno de los casos es el de la señora Mariana Pino (71 años, Marchigüe). Su telar proviene de la zona rural de La Polcura, cerca de Navidad (Provincia de Cardenal Caro). Desde su casa de soltera lo trasladó hasta Marchigüe al establecer allí su hogar. Su telar es testigo de la tradición de tejidos local, pues había pertenecido a su madre, quien lo obtuvo cuando tenía 12 años. La señora Mariana calcula con orgullo que su telar tiene más de 90 años. No sabe quién fue el fabricante, pero afirma que se trata de un producto hecho de manera absolutamente artesanal. Lo caracteriza como un telar “rústico”, fabricado de una “madera tipo roble”, aunque no recuerda el nombre exacto del material. Trabaja en su telar utilizando aparejos “lisos”, y también “artesanales de hilo”. Se trata, en todo caso, de telares de gran tamaño, que ya casi no resultan apropiados para los espacios actuales de las casas, tal como vemos en esta fotografía.

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Parte II. Arte tradicional campesino

Telar tradicional María Pino.

Similar es el caso del telar de María Tobar (56) que ha estado en su familia por 35 años. Se refiere al mismo como “rústico” y fabricado de forma artesanal. Está compuesto por diferentes maderas: álamo, espino, pino y la parte inferior es de roble. Sus medidas son de dos metros de ancho por dos de largo.

Hace algunos años se capacitó a las tejedoras para utilizar otro tipo de telar, el Telar María. La diferencia con el telar tradicional es que se teje más rápido y con menos esfuerzos, pero el resultado final es una prenda de tejido más flojo que las tradicionales, sin su peso característico. Este tipo de telar es mucho más pequeño que el anterior, y puede ser manipulado y guardado fácilmente al interior de los hogares.11

11 Información desprendida de entrevistas realizadas por el grupo de investigación FIC-R “Rutas de la Patria Nueva” en Marchigüe y La Estrella, los días 19 de agosto de 2016 y 23 de agosto de 2016, a Bertina Lagos Rojas, Margarita de las Mercedes Beas Quintanilla, María Bernardita Tobar Cerón y Mariana Pino González.

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Capítulo 2. Textiles regionales

Telar tradicional María Pino.

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Parte II. Arte tradicional campesino

Tejidos en Doñihue

Las expertas tejedoras doñihuanas, en la placidez de sus días sin prisa, van urdiendo los hilados a la par con sus ilusiones o sus recuerdos, y en cada flor de un chamanto ponen el color de una pasión y el perfume de un idilio. Ellas saben que bajo su alero se erguirá la estampa altiva de un mozalbete y, sobre él, se sentará una niña al borde del estero. Flameará como bandera cuando el huaso cruce el potrero a galope tendido. Será un pañuelo para ocultar el rubor de una tierna enamorada.

María Ferrada, “Los atavíos del Huaso” . Revista En Viaje nº 443, Santiago de Chile, septiembre de 1970

Las chamanteras, para producir chamantos de aproximadamente 0,90 cm de ancho por 1,40 m (dependiendo de su portador) utilizan el telar chamantero. Como parte indispensable de los aperos de huaso, este es también uno de los mantos más lucidos que se elaboran en la zona. Para ello, utilizan telares derivados del mundo indígena pero con una importante innovación: han adoptado una postura vertical, anclándose en esa posición. Antiguamente, los más rústicos se fijaban directamente al piso, tal como vemos en la imagen a continuación. Hoy, son parte de una estructura de madera que los mantiene verticales pero movibles. Parte de esa estructura es una tarima para sentarse, levantada para que las tejedoras ganaran un poco de bienestar, pudiendo acomodar mejor sus pies.

Telar doñihuano primitivo. Año 1972. Fuente: Plath, Revista En Viaje, 1972: s/p.

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Capítulo 2. Textiles regionales

El telar, acompañado por paleta, quilbos, cuña, tonón grande y chico, husillo y colihues de diferentes tamaños, incluye también un banquito para sentarse. Estos elementos pueden ser de diversas maderas. Lo más común hoy día para las maderas del telar en sí mismo (que debe ser completamente de madera) son las de álamo y pino. Sin embargo, se detectaron preferencias por maderas con que antiguamente se hacían y que se estiman tradicionales: sauce, roble y acacio. Respecto al sauce, Elizabeth Vidal, chamantera, informa que el telar doñihuano “es hecho de sauce, todo de madera; el quilbo también es de sauce”.

Otras maderas, reconocidas por su larga duración, son también muy apreciadas. El primer telar de la chamantera Irene Contreras, que comenzó su labor a los 15 años, fue de madera de acacio “muy firme, eterno”. Durante el incendio que consumió su vivienda lo perdió, junto con todo lo demás. Hasta ese momento, el telar la había acompañado por 38 años. En otros casos, se registró un telar de aproximadamente 150 años de antigüedad, el que actualmente utiliza María Teresa Alarcón, y que perteneció a la abuela de su marido.

La paleta es la médula del tejido. Los testimonios son unánimes para ella: debe ser de madera de espino, una madera muy dura, perfectamente trabajada y pulida. El espino, que hoy día es un árbol protegido y ya no se puede cortar, debe ser secado a la sombra durante muchos años, cuidadosamente, para extraer luego el corazón de la madera y transformarlo en paleta. Dichas paletas, por su alto valor, son traspasadas de generación en generación. De acuerdo a María Teresa Alarcón, queda solo un artesano en Doñihue capaz de realizar esta labor, pues debe ser impecable ya que, de lo contrario, cortaría los hilos del textil que se encuentren urdiendo. Es tan vital esta pieza, que algunas chamanteras guardan celosamente algún trozo de espino en bruto, para cuando precisen de una nueva paleta.

La importancia de estas piezas queda en evidencia al comparar sus valores. Un telar cuesta alrededor de $40.000 y la paleta puede costar $60.000, como los que vemos en la foto a la izquierda. Es decir, una pieza relativamente pequeña es más costosa que el telar completo, porque esa pequeña pieza es la responsable, en gran parte, de la perfección del famoso tejido doñihuano. Por otra parte, es claro que los telares y paletas se confeccionan localmente, puesto que la revisión de toda la prensa escrita de la Región de O’Higgins solo arrojó un aviso de venta de telar para hacer mantas, sin colocar precio (Figura 6).12

12 Información desprendida de entrevistas realizadas a la Asociación de Chamanteras de Doñihue, el 30 de septiembre de 2016, por el grupo de investigación FIC-R “Rutas de la Patria Nueva”. Fueron entrevistadas Luisa Cantillana, Filomena Cantillana, María Arriza, Cecilia Calderón, Elizabeth Vidal, María Teresa Alarcón, María Elena

Telar doñihuano. Foto de Amalia Castro San Carlos

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Parte II. Arte tradicional campesino

Conclusiones Ha llegado el momento de mostrar la riqueza de la textilería de la Región de O’Higgins al mundo. Desde los chamantos hasta las mantas, frazadas y prendas de abrigo, cada una de ellas porta un saber hacer vinculado con el territorio y con su historia: siglos de sabiduría se plasman en cada pasada de lana, en cada vuelta de rueca, en cada uso de telar.

Este conocimiento perdura desde el mundo indígena americano, y particularmente a partir del manejo textil desarrollado en épocas precolombinas, en el territorio que hoy día conforma Chile. En el país se registra el desarrollo de estas técnicas textiles al influjo de las poblaciones mitmaq implantadas en el extremo sur del incario. El desarrollo de prendas básicas, que luego devendrán en mantas y ponchos, así como el manejo de las fibras textiles, permitió la expansión de dicho conocimiento en nuestro territorio.

Figura 6. Único aviso venta de telar en la región (revisión

prensa siglos XIX, XX y XXI). Fuente: La Palabra (San Fernando), 18 de agosto de 1939: 3.

En los siglos siguientes, y de la mano del desembarco europeo en la zona, se desarrolló la

cultura ganadera que impactará profundamente en el Reino de Chile. La preeminencia de la actividad económica pecuaria transformará al ganado en un bien precioso. Así, la posibilidad de su utilización como unidad de medida, reserva de valor y medio de intercambio, explica el alto valor simbólico que alcanzó esta actividad, especialmente, para los pequeños propietarios. Dichos campesinos, al poseer pocos animales, aprendieron prontamente a rentabilizarlos utilizando eficientemente la mayor cantidad de subproductos posibles de sus animales. Entre ellos, un destacado papel cupo a la textilería derivada de la utilización de lana de oveja.

La capacidad de trabajo de los campesinos contribuyó a generar cadenas de valor en toda la región. Los pastores se ocupaban de criar las ovejas y esquilar la lana; luego, las hilanderas la trabajaban para obtener hilos, para después utilizarlos en sus telares, creando ponchos, mantas, balandranes y finalmente, chamantos. Una economía popular que prosperaba al abrigo de una prenda de vestir tradicional que pronto se transformó en marca de identidad.

El resultado fue una industria productora de ponchos y mantas de gran prestigio en el cono sur de América. Los textiles de la región alcanzaron altos valores, siendo ramo importante del comercio con la sociedad hispanocriolla del Reino de Chile y rioplantense. Las prendas de mayor

Carrasco, Mónica Cantillana, Olivia Canales, Pamela Muñoz, Eugenia Vidal, Lucía Acevedo, María Ester Cantillana, María Soledad Vidal, Nelly Bertán, Nully Rojas, María Bernarda Núñez, Diana Alegría, Carmen Carrasco, Eudimilia Calderón e Irene Contreras.

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Capítulo 2. Textiles regionales

valor han sido detectadas para Colchagua y Rancagua en la documentación colonial, lo que demuestra el profundo arraigo territorial de esta exitosa actividad femenina.

De este modo, y conjugando el conocimiento indígena con el europeo, se desarrolló en la región una potente tradición textilera, con visos propios y desarrollos emblemáticos, como es el caso de los chamantos de Doñihue. Aunque el grupo de tejedoras fue abundante en siglos pasados, de acuerdo a los testimonios de cronistas y viajeros recogidos, hoy día dicho grupo se encuentra reducido y en peligro. Se estima que quedan aproximadamente treinta años para revertir las actuales tasas de rejuvenecimiento en esta área para que pueda sobrevivir al paso del tiempo.

En cuanto a los saberes, se trata de una actividad predominantemente de mujeres, en el que la transmisión del conocimiento se da siempre por vía femenina y, en un 76% de los casos, por ascendencia materna. De este modo, se ha mantenido en la zona de estudio el conocimiento de la manipulación textil desde su materia prima, en el manejo de la cría de ovejas para obtención de lana, esquila, cardado, lavado e hilado. Junto a ello, el dominio de la técnica del teñido con elementos naturales transformó el valor de estos textiles desde antiguo, de acuerdo a los relatos recopilados.

Del mismo modo los telares, piezas clave en la elaboración de los textiles, fueron modificándose en el tiempo, conjugando el antiguo telar indígena con el español. En el caso de Marchigüe puede apreciarse un formato colonial (español) de telar tradicional, de tipo horizontal, con grandes dimensiones; mientras que en Doñihue su formato se aproxima mucho más al telar vertical indígena, más liviano y de dimensiones reducidas. La adopción de nuevos tipos de telares, en algunos casos –como el telar María– juega en contra de la calidad final del producto.

Las fuentes periodísticas, por su lado, muestran la importancia del comercio de lana y textiles desde comienzos del siglo XIX. En 1890 comienza el avisaje de venta de lana y productos típicos de la zona, como ponchos, frazadas costinas, poncho de castilla, chamantos, mantas corraleras y mantas costinas. Estos textiles se anuncian hasta la década de 1960, disminuyendo luego su presencia hasta casi desaparecer en tiempos actuales, al igual que la venta de lana. Por lo tanto, hubo un repliegue de la actividad textilera: durante setenta años se mantuvieron como productos con visibilidad comercial regional para, posteriormente, replegarse a una actividad de corte más doméstico, como actividad económica local. En este sentido, los esfuerzos del Estado desde la década del 70 por reforzar la tradición textilera han permitido su perpetuación más que su desarrollo económico.

Gracias a la labor textil en la zona, hoy en día tenemos una gran oportunidad: volver a poner en valor los tejidos de la Región de O’Higgins, aprovechando la fama de las doñihuanas como motor traccionador de esta industria a nivel regional. El posicionamiento logrado por ellas ha puesto a los textiles de la zona completa en el ojo público y augura un futuro promisorio para el desarrollo de este arte. Así, es momento que las textileras de Marchigüe y La Estrella vuelvan a ocupar el sitio que les pertenece, se asocien para lograr una fuerza de grupo que tanto hace falta, amplíen sus redes comerciales explorando nuevas herramientas (como por ejemplo la venta por internet), refuercen su alianza identitaria con el territorio y, por sobre todo, enseñen su arte a nuevas generaciones de jóvenes que puedan realizar esta labor como medio de vida.

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