2. adiós maestro rius

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REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 95 Como no habían abierto las taquillas para entrar en el Palacio de Minería, durante una feria del libro, me formé en la larga fila y me puse a leer La Jornada. Entre los numerosos jóvenes que aguar- daban sentí de pronto, a cuatro o cinco lu- gares a mis espaldas, que tres preparatoria- nos me miraban. Cuchicheaban entre sí. Tendían el índice. Me reconocieron, pensé envanecido. Ya saben quién soy. Los preparatorianos rompieron la fila y fueron hacia mí. Extendieron sus libretas. —¿Nos puede echar un autógrafo? —di- jo uno? Aquí, maestro Rius —y señaló la hoja rayada. No pude contener un gesto de asombro aunque no era la primera vez que me con- fundían con el célebre cartonista. ¿Por qué será?, carajo. Desde luego no rectifiqué su error y es- cribí frases cajoneras en las tres libretas, re- matadas con la firma de Rius que me sabía de memoria. Uno de los preparatorianos no quedó conforme: —Con muñequito, maestro Rius, por favor —dijo. Traté de imitar el perfil de un personaje de los Supermachos y le devolví las libretas con rapidez, para no delatarme. —Gracias, maestro Rius. Recuerdo otras escenas similares. En- trando a comer en un restaurante de Insur- gentes, con Felipe Cazals, alguien me gritó: ¡Adiós maestro Rius! Saliendo de un Cine- mex, lo mismo: ¡Adiós maestro Rius! Conocí a Eduardo del Río (que así se llama el artista), en nuestros tiempos de Excélsior y Proceso. Alguna vez, con don Sergio Méndez Arceo y con Estela, comi- mos en su casa de Cuernavaca. Nuestras res- pectivas tareas en otros ámbitos —él publi- cando e ilustrando libro tras libro— restrin- gieron nuestra amistad. Nos veíamos a par- tir de entonces de vez en cuando, aunque yo tenía urgencia por comentarle ese fenóme- no de la confusión. Tuve oportunidad de hacerlo en la Feria del Libro de Guadalajara, hará unos dos o tres años, cuando coincidimos en el tapanco instalado en el stand de Random House, que nos publicaba a ambos. Acudíamos a esa serie de entrevistas relámpago que suele organizar la editorial para promover sus novedades. Nos saludamos de lejos, cada quien en su mesa respectiva, acosados durante un par de horas por los reporteros preguntones. Cuando al fin concluimos la tarea tuvi- mos tiempo de conversar. Aproveché la ocasión. Toqué de inme- diato el punto: —Me confunden contigo a cada rato, de veras. Soltó su habitual risita ladeada, irónica como sus cartones y sus libros venenosos. —No seas hablador, no te creo. —Te lo juro, Rius. —No te creo. Mentiras. No nos parece- mos en nada. Tú eres más feo. —Tú estás más arrugado. —Ya quisieras. No presumas. Terminamos bromeando, pero él pare- cía convencido de que le mentía. Se levantó de la silla. Tenía prisa. Bajó las escaleras. Me entretuve unos instantes en levantar unos papeles y recoger mi bol- so, y seguí el mismo camino de Rius. Apenas llegué a la planta del stand de Random House, donde se exhibían los libros en venta, un hombre de corbata amarilla, acompañado por un chamaco doceañero, me mostró la cámara de su celular. —Perdón maestro Rius, ¿me puedo to- mar una foto con usted? —Espéreme, espéreme —le dije con alegría. Y salí corriendo para alcanzar a Rius, para demostrarle en vivo, ahora sí, la verdad de mis historias de confusiones. En los pasillos repletos de gente que cir- culaba por la feria busqué inútilmente a Rius. Nada. No lo encontré. Maldiciendo regresé al stand y me dejé tomar varias fo- tos en compañía del gordo de la corbata amarilla y su chamaco. Por supuesto, como siempre, no los saqué de su error. Un par de semanas antes de escribir este texto, vi fugazmente a Rius en el aeropuerto de la Ciudad de México. Estela y yo nos documentábamos en el mostrador de Mexi- cana, cuando él cruzó a quince pasos. Una mano se agitaba en alto saludándonos, al mismo tiempo que el canijo Rius me grita- ba, sardónico: —¡Adiós maestro Rius! Lo que sea de cada quien Adiós maestro Rius Vicente Leñero Eduardo del Río, Rius

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Vicente Leñero

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Page 1: 2. Adiós Maestro Rius

REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO | 95

Como no habían abierto las taquillas paraentrar en el Palacio de Minería, duranteuna feria del libro, me formé en la largafila y me puse a leer La Jornada.

Entre los numerosos jóvenes que aguar-daban sentí de pronto, a cuatro o cinco lu-gares a mis espaldas, que tres preparatoria-nos me miraban. Cuchicheaban entre sí.Tendían el índice.

Me reconocieron, pensé envanecido. Yasaben quién soy.

Los preparatorianos rompieron la fila yfueron hacia mí. Extendieron sus libretas.

—¿Nos puede echar un autógrafo? —di-jo uno? Aquí, maestro Rius —y señaló lahoja rayada.

No pude contener un gesto de asombroaunque no era la primera vez que me con-fundían con el célebre cartonista. ¿Por quéserá?, carajo.

Desde luego no rectifiqué su error y es-cribí frases cajoneras en las tres libretas, re-matadas con la firma de Rius que me sabíade memoria.

Uno de los preparatorianos no quedóconforme:

—Con muñequito, maestro Rius, porfavor —dijo.

Traté de imitar el perfil de un personajede los Supermachos y le devolví las libretascon rapidez, para no delatarme.

—Gracias, maestro Rius.Recuerdo otras escenas similares. En-

trando a comer en un restaurante de Insur-gentes, con Felipe Cazals, alguien me gritó:¡Adiós maestro Rius! Saliendo de un Cine-mex, lo mismo: ¡Adiós maestro Rius!

Conocí a Eduardo del Río (que así sellama el artista), en nuestros tiempos deExcélsior y Proceso. Alguna vez, con donSergio Méndez Arceo y con Estela, comi-mos en su casa de Cuernavaca. Nuestras res-

pectivas tareas en otros ámbitos —él publi-cando e ilustrando libro tras libro— restrin-gieron nuestra amistad. Nos veíamos a par-tir de entonces de vez en cuando, aunque yotenía urgencia por comentarle ese fenóme-no de la confusión.

Tuve oportunidad de hacerlo en la Feriadel Libro de Guadalajara, hará unos dos otres años, cuando coincidimos en el tapancoinstalado en el stand de Random House,que nos publicaba a ambos. Acudíamos aesa serie de entrevistas relámpago que sueleorganizar la editorial para promover susnovedades.

Nos saludamos de lejos, cada quien ensu mesa respectiva, acosados durante un par de horas por los reporteros preguntones.

Cuando al fin concluimos la tarea tuvi-mos tiempo de conversar.

Aproveché la ocasión. Toqué de inme-diato el punto:

—Me confunden contigo a cada rato,de veras.

Soltó su habitual risita ladeada, irónicacomo sus cartones y sus libros venenosos.

—No seas hablador, no te creo.—Te lo juro, Rius.—No te creo. Mentiras. No nos parece-

mos en nada. Tú eres más feo.—Tú estás más arrugado.—Ya quisieras. No presumas.Terminamos bromeando, pero él pare-

cía convencido de que le mentía.Se levantó de la silla. Tenía prisa. Bajó

las escaleras. Me entretuve unos instantesen levantar unos papeles y recoger mi bol-so, y seguí el mismo camino de Rius.

Apenas llegué a la planta del stand deRandom House, donde se exhibían loslibros en venta, un hombre de corbataamarilla, acompañado por un chamacodoceañero, me mostró la cámara de sucelular.

—Perdón maestro Rius, ¿me puedo to-mar una foto con usted?

—Espéreme, espéreme —le dije conalegría. Y salí corriendo para alcanzar aRius, para demostrarle en vivo, ahora sí,la verdad de mis historias de confusiones.En los pasillos repletos de gente que cir-culaba por la feria busqué inútilmente aRius. Nada. No lo encontré. Maldiciendoregresé al stand y me dejé tomar varias fo-tos en compañía del gordo de la corbataamarilla y su chamaco. Por supuesto, comosiempre, no los saqué de su error.

Un par de semanas antes de escribir estetexto, vi fugazmente a Rius en el aeropuertode la Ciudad de México. Estela y yo nosdocumentábamos en el mostrador de Mexi-cana, cuando él cruzó a quince pasos. Unamano se agitaba en alto saludándonos, almismo tiempo que el canijo Rius me grita-ba, sardónico:

—¡Adiós maestro Rius!

Lo que sea de cada quienAdiós maestro RiusVicente Leñero

Eduardo del Río, Rius