1976: tres crÓnicas del sitio de chapingo la pluma es ... · no se atrevían a sacar una mano...

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1 1976: TRES CRÓNICAS DEL SITIO DE CHAPINGO La pluma es lengua del alma. Don Q. La Escuela Nacional de Agricultura había sido usurpada por aquilistas rabiosos apoyados por una izquierda universitaria aguerrida, vestigio del ’68 tlatelolqueño. Los pocos líderes que participaron en la sorpresiva toma nocturna del plantel eran honestos académicos que luchaban, sí, pero habitualmente lo hacían más con retórica y sin exponer el pellejo, ya que no se atrevían a sacar una mano fuera de los límites del campus para que no se la fueran a desmanicurar. La derecha estaba furiosa y no iba a permitir que las huestes de Aquiles, a quienes habían vencido políticamente en toda la línea, escamotearan su legítimo triunfo así tuvieran que aceptar el supuesto reto izquierdista de bañar en sangre a la comunidad chapinguera. Ese sería el precio del rescate: una guerra civil entre hermanos que por fortuna no se dio gracias a Pepe Martínez quien, por si las dudas, tuvo la prudencia de esconder el vehículo donde supuestamente estaban las armas con las que algunos acelerados del Consejo Directivo se proponían reconquistar la institución. A cambio de que no llegaran a ese extremo el Consejo acordó solicitar a Luis Echeverría que enviara al ejército para que le hiciera el trabajo sucio. 1 ún-dos, ún-dos, ún-dos... La claque usurpadora compuesta de estudiantes, profesores, invitados y acarreados, así coreaba mordaz y exageradamente la marcha de la soldadesca invasora que, una endeble reja de por medio, avanzaba como mortal ciempiés hacia ellos, cual si fuera a aplastarlos. mar ¡Marchá milico! ¡no perdás el paso–, provocador, gritó uno de los invitados buscando congraciarse con los golpistas legítimos: estudiantes y profesores. Sólo que ese vocablo carecía de significado para los soldados y para los acarreados, traídos desde nadie sabe cuántos dónde. El término milico sólo era conocido por unos cuantos estudiantes y muchos académicos, pero ningún camarada lo utilizaba. El despojo fue concebido por el futuro líder de Candela Campirana, Aquiles Lamo Neda, y ejecutado por sus revolucionarios, uno y otros renuentes a aceptar que habían perdido la lucha política por detentar Chapingo, en la que resultaron vencidos más por sus excesos, torpeza y veleidades que por la ideología derechista y tecnocrática de los académicos y estudiantes que los derrotaron.

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Page 1: 1976: TRES CRÓNICAS DEL SITIO DE CHAPINGO La pluma es ... · no se atrevían a sacar una mano fuera de los límites del campus para que no se la fueran a desmanicurar. La derecha

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1976: TRES CRÓNICAS DEL SITIO DE CHAPINGO La pluma es lengua del alma. Don Q. La Escuela Nacional de Agricultura había sido usurpada por aquilistas rabiosos apoyados por una izquierda universitaria aguerrida, vestigio del ’68 tlatelolqueño. Los pocos líderes que participaron en la sorpresiva toma nocturna del plantel eran honestos académicos que luchaban, sí, pero habitualmente lo hacían más con retórica y sin exponer el pellejo, ya que no se atrevían a sacar una mano fuera de los límites del campus para que no se la fueran a desmanicurar.

La derecha estaba furiosa y no iba a permitir que las huestes de Aquiles, a quienes habían vencido políticamente en toda la línea, escamotearan su legítimo triunfo así tuvieran que aceptar el supuesto reto izquierdista de bañar en sangre a la comunidad chapinguera. Ese sería el precio del rescate: una guerra civil entre hermanos que por fortuna no se dio gracias a Pepe Martínez quien, por si las dudas, tuvo la prudencia de esconder el

vehículo donde supuestamente estaban las armas con las que algunos acelerados del Consejo Directivo se proponían reconquistar la institución. A cambio de que no llegaran a ese extremo el Consejo acordó solicitar a Luis Echeverría que enviara al ejército para que le hiciera el trabajo sucio. 1 ún-dos, ún-dos, ún-dos... La claque usurpadora compuesta de estudiantes, profesores, invitados y acarreados, así coreaba mordaz y exageradamente la marcha de la soldadesca invasora que, una endeble reja de por medio, avanzaba como mortal ciempiés hacia ellos, cual si fuera a aplastarlos. mar ¡Marchá milico! ¡no perdás el paso–, provocador, gritó uno de los invitados buscando congraciarse con los golpistas legítimos: estudiantes y profesores. Sólo que ese vocablo carecía de significado para los soldados y para los acarreados, traídos desde nadie sabe cuántos dónde. El término milico sólo era conocido por unos cuantos estudiantes y muchos académicos, pero ningún camarada lo utilizaba. El despojo fue concebido por el futuro líder de Candela Campirana, Aquiles Lamo Neda, y ejecutado por sus revolucionarios, uno y otros renuentes a aceptar que habían perdido la lucha política por detentar Chapingo, en la que resultaron vencidos más por sus excesos, torpeza y veleidades que por la ideología derechista y tecnocrática de los académicos y estudiantes que los derrotaron.

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Los aquilistas más acérrimos y obtusos habían tomado las instalaciones chapingueras en nombre de la lucha por una enseñanza popular, solapando el hecho que, durante años, mantuvimos a la ENA en el puño de seda de ese ideal, y sólo logramos oprimirla, casi estrangularla, con la complicidad, complacencia o impotencia de los dos últimos directores de Chapingo (Gilberto Palacios y Fidel Márquez), previos al director en turno: El Viejo Reyes Bonilla. Dos minutos antes el ejército había comenzado a llegar en numerosos camiones verde olivo previamente apostados en Venta de Carpio al norte, Los Reyes al sur y otros puntos estratégicos entre el D.F. y Chapingo, cerrando la pinza justo a la entrada del plantel. Fue un operativo de, entre comillas, máxima inteligencia militar, doloroso pero necesario según aquellos que, días antes, lo solicitaron al Presidente Echeverría, quien así estaba culminando su último año de gobierno progresista y de apertura: rememorando su halconazo del diez de junio de mil novecientos setenta y uno. Bajo la inexplicable influencia de su asesor, Osorio, un fascista argentino que se hacía pasar por refugiado ‘montonero’ de la guerrilla peronista, la mayoría del Consejo Directivo finalmente votó por pedir la intervención del ejército argumentando que era necesario, también entre comillas, restablecer la autoridad e institucionalidad. Unos cuantos apestados nos opusimos a esa violación de nuestra autonomía, más que nada porque sabíamos lo que sucede cuando interaccionan la academia y la milicia. El monstruoso ciempiés de verdes segmentos venenosos, la soldadesca, se iba configurando con los trozos abortados por el convoy militar. Al llegar frente a los golpistas apostados tras la reja de la entrada principal, se dividía en dos sierpes que se desviaban reptando sobre los durmientes del ferrocarril, hacia ambos lados de la verja y después tomaban el rumbo de Boyeros para, paso a paso, sitiar la Escuela, rodeándola. Estaba integrado por tropas expertas en reprimir movimientos populares o estudiantiles, ecos de la matanza del ’68, del Batallón Olimpia; recordatorio de los halcones. Los golpistas de Aquiles, que de inmediato se replegaron justo detrás de la reja, comenzaron a tundir sus armas contra el asfalto, toc-toc, toc-toc, marcando burlonamente el paso de los soldados que se bifurcaban a escasos veinte metros de ellos: ún-dos, ún-dos,. Estaban dispuestos a defender heroicamente su conquista, aunque no pasaban de cien los armados con un ridículo tubo ligero, que intentaban esgrimir cual bastoneras de banda musical gringa. Algunos lo lograban luciendo el mismo dominio de las artes marciales que días antes exhibieron, a lomo de su caballería, cuando cargaron los bridones, rienda y tubo en manos, contra la reacción que intentó desalojarlos, y contra inocentes mirones. El resto, rebosante de invitados y acarreados, iba ‘armado de güebos, es decir estaban inermes y eran los menos estridentes. En total difícilmente redondearían los trescientos prospectos de héroe o mártir. Poco más de la mitad eran estudiantes, sí, pero entre los invitados había trabajadores, administradores y uno que otro académico; abundaban los acarreados, ingenuos campesinos y jornaleros que en su vida habían oído hablar de Chapingo. Pura carne de cañón, porque los estrategas de la toma inicial, y de la resistencia que ese día comenzaba, huyeron del cerco castrense: —Bola de culeros, de seguro algún espía les dio el pitazo para que huyeran. Les faltaron

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ovarios para quedarse, igual que a Lamo Neda–, apuntó Sáenz, uno de los líderes de la recién ganada victoria derechista, ergo, uno de los verdugos de Aquiles. Entre los escasos académicos que participaron en el golpe y quedaron motu propio atrapados en el sitio había un par de asilados políticos que se la jugó con su nueva comunidad: eran gente de principios. Chapingo, fiel a sus ideales populares, había acogido a estos y otros chilenos dándoles trabajo y refugio. —Insignes hijos de Chile–, les llamaban los izquierdistas. —Infames jijos del ídem–, los calificaban los derechistas. Y entonces, a puro silbatazo de su comandante supremo, comenzaron a surgir los granaderos militares que venían enquistados en los últimos camiones del convoy: piii-pi: se oyó el toque de mando, y bajaron de los camiones verde-olivo, piii-piii-pi: asumieron formación de combate, piii-pi-pi: cargaron las granadas en los fusiles. Ahí fue cuando los acompasados toc-toc se convirtieron en cacofónicos cling-clang, pues muchos comunistas, aterrorizados, comenzaron a arrojar los tubos lejos de sí, ¡y cómo no, si estaban a punto de ser reprimidos! Algunos, más bien pocos, abandonaron la trinchera huyendo hacia el Edificio Principal. Con valor que sólo brota del miedo controlado, y horror ante el inminente silbatazo de ¡fuego!, afronté al comandante y le increpé: —¡Espere General, qué van a hacer! ¿Atacar estudiantes y campesinos indefensos? ¡Chapingo no es Tlatelolco ni hoy es Jueves de Corpus! —¡Usted quién es, identifíquese! –Soy profesor consejero, mire. Si le disparan a estos muchachos van a tener que hacerlo con todos los que estamos aquí afuera, no vamos a permitir que los lastimen. —No se preocupe profesor; traigo órdenes precisas y le garantizo que nada violento sucederá... a menos que sus muchachos ataquen a los míos. —¿Atacarlos? ¡con qué!; sólo algún imbécil o provocador se atrevería a agredir a sus tropas. —¡Y si eso sucede arraso con todo!, así es que, por si las dudas, desaloje... ¡Mayor!–, llamó a un subalterno–: llévense de aquí a este profesor, trátenlo bien... …y el Mayor: —Sórdenes mi General–; luego, dirigiéndose a mí–: ¿Quién es usté!, ¡identifíquese!... ¡Teniente!: llévese a este civil a donde no interfiera... …y el Teniente: —Sórdenes mi mayor–; y a mí– Ya oistes pendejo, muévete... ¡Sargento!: remita a este baboso con los otros comunistas que tiene en custodia...

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…y el Sargento: –¡Muévete jijo de la chingada... ¡Cabo!: encierre a este puto con los demás... …y el Cabo: –Órale pinche civil, ya oistes, jálale. Nomás abres el hocico y te lo rompo de un culatazo. Así fue, a los pocos pendejos que protestamos –no éramos ni diez, sin un solo aquilista protestante-, nos confinaron en un cuarto del dormitorio de estudiantes de postgrado, fuera del cerco, pero desde ahí podíamos ver lo que ocurría. Estando encerrados, y al ver que la soldadesca armaba un tripié en la azotea del Sanborns comenzamos a gritarles ¡cobardes!, ¡asesinos! Lo que supusimos sería el soporte de una ametralladora de grueso calibre resultó el ensamble de una antena de radio... ¡por fortuna! A casi todos los soltaron al crepúsculo no sin antes investigarlos. A mí no, me retuvieron el resto de la noche interrogándome, ‘tratándome bien’ según había ordenado el General ese. Desde entonces no he vuelto a dormir tranquilo, pues, así sea de vez en vez, no dejan de mandarme ominosos recordatorios... 2 —¡Alto ay!... ¡quién vive!–. Me gritaron a la espalda y, casi al mismo tiempo–: clic, clac... –, sonó el des cerrojo de un rifle automático. En ese instante me oriné del susto, pero ni cuenta me di.

Después de interrumpir el viaje de estudios con mis alumnos de Parasitología (salíamos de La Chontalpa rumbo a Villahermosa), regresé precipitadamente a la colonia de profesores donde vivo. La noticia de que el ejército había tomado Chapingo nos heló y por eso nos regresamos, en chinga. Recordé lo sucedido en CU, Durango, Morelia, Villahermosa y Tlatelolco en el ’68, cuando Luis Echeverría era Secretario de Gobernación del

asesino Díaz Ordaz; las hazañas del Batallón Olimpia al mando de José Hernández Toledo, alias El Naranjero, cuando, excepto en CU y Villahermosa, cada vez que este sicario militar había entrado en contacto con los estudiantes, había llovido sangre... hasta la de él, según reportó el Hospital Central Militar aquella noche del dos de octubre en Tlatelolco. Lo que no dijeron fue que por error le habían disparado con un fusil AR-12 los agentes de la Federal de Seguridad, desde un helicóptero. Tampoco había olvidado el halconazo de Echeverría, ya Presidente.

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El cerco militar de la ENA se había dado el día anterior y había que estar ahí para ver en qué podíamos ayudar. Ignorante de los detalles de lo acontecido, me bajé del taxi en la parada, y acababa de pasar junto a un soldadete que estaba sentado frente al Sanborns, cuando cortó cartucho a tres metros de mi espalda, clic-clac, y me gritó el quién vive. De milagro no me disparó el hijo de puta. —¡Baja el arma hijo de la chingada...–. Le grité, más con el culo fruncido, tratando de controlar mis esfínteres, que con la boca–; por qué me apuntas, cabrón! —Porque te pasastes sin decir la contraseña. ¡Quién eres! ¡Identifícate!... ¡no te muevas o disparo! —Tons cómo me identifico, ¡estúpido! Para mi fortuna llegó un oficial: —¡Guardia!, qué chingaos pasa aquí. —Con la novedá mi capitán que este civ...–. El soldado, explicándose. —Este pendejo que cortó cartucho a mis espal...–. Yo. —Usté cállese, cabrón, le estoy hablando al centinela. ¿Qué pasó soldado? Después de escuchar la versión del sardo y la mía, el Capitán Primero dio órdenes para que me escoltaran hasta mi casa. Nada pendejo ¿verdad?... se estaba cerciorando. Por cierto, ese capitán era el Palito Rosales, aquel instructor de la banda de guerra de cuando la ENA era militarizada; mi ex comandante porque fui bandero durante seis años ¡y no me reconoció! Después identifiqué a otros cuatro militares que, igual que Rosales, habían veraneado en Chapingo; fueron los que aportaron los puntos finos del asedio para que se consumara la violación de la ENA. A eso llamaban inteligencia militar los pinches verdes. 3 Ni sabíamos pa dónde nos acarreaban, pero nos alvirtieron desde el principio: «ni crean que van de paseo cabrones; van a enfrentarse a los estudiantes de la escuela más comunista de México, que están siendo alborotados por la bola de comunistas que Echeverría trajo de Chile. Ni qué decirles que son los más peligrosos, pero por ningún motivo van a disparar a menos que su mero comandante de pelotón les dé la orden directa de hacer fuego». En mi batallón había compas que tenían hermanos, parientes o amigos en Chapingo, pero luego luego los sacaron pa que no juéramos a confra... a confrater... como se diga pues. A mí se me arrugó, pero nomás el primer día, cuando llegamos y nos amenazaban con sus tubos; y es que nos habían dicho que chance y los traiban repletos con dinamita, que ¡aguas! Fueron como diez días de comer frío, de no bañarse, de no cambiarse de uniforme ni ropa interior; y casi sin mota. Sí, acá entre nos, nos la ministraron como parte del bastimento, pero

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esa vez nomás me alcanzó pa' cuatro días. A la sesta o quinta noche 'taba yo que me llevaba la chingada de mugroso, de aburrido, de frío, de malcomido y de ganas de un toque, cuando oyí que me llamaban del otro lado del alambrado. Yostaba sobre la vía del tren, casi donde el alambrado da güelta pa los campos perimentales que les dicen 'El horno'. —Tacho, Tacho...–. Me llamó una voz despacita, despacita, como la de mi vieja cuandostá cachonda. ¡Jíjole que sustote! creí quera La Llorona; pero como me llamó más veces me di cuenta que era un civil que estaba allí dentro. —Qué queres jijo de la chingada; te voa meter un plomazo, ¡y quién te dijo mi nombre!–, le brinqué. —¿Conoces a Aquiles Bala Vergara?, soy su hermano; me dijo que te busque, queras el único negro del batallón, que te trajera mota... te traigo tantita–, mermuró asina igual de despacito.

Aquilito es mi paisano, de Valle Nacional; es riatoda madre; jue de los que sacaron del operativo, y por eso me pidió que no juera a ejecutarme a su temini, o sea, su carnal; que si podía lo ayudara; quera fácil reconocerlo porque es blanco hasta de los pelos. Crioque se llama Albino. ¡Ay cabrón!; cuando se acercó me pegó un pinche sustote, parecía fantasma; taba blanco, blanco, ¡hasta de las cejas! —¿Eres Albino Bala? Qué queres. —Ayudarte, ay te va un bultito de mota, de parte de Aquiles. —Pérate güey, los centinelas de cada lado mestán viendo y ay viene uno a preguntar si no hay novedá; dentro de otro cuarto diora viene el otro, luego me

toca ir a mí; no debemos perdernos de vista mientras tamos de guardia. Son nuestras órdenes. Semos una tropa especial. —Ya lo sé, traje pa' los tres. —¡A chingá! ¿pa' los tres?; a cambio de qué, cabrón... Pa no hacerla más cachetona, lo que quería el güerito era que dejáramos salir a dos civiles que dizque no tenían vela en el entierro. Hablaban rete raro; eran dos culeros que estaban

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más nerviosos que ni el fantasma, pero con güebos nos esigieron desapartarnos del joyo en lalambrado por donde salieron, dizque pa que no les juéramos a cortar las pelotas. Voooy, ni que juéramos capadores. Ya no nos faltó la mota hasta el día que los comunistas se rindieron, pos les habíamos cortado lagua, la luz y la tragazón; cuando abrimos la reja, salieron uno por uno y entregaron la Escuela. Aytaba el Albino ese, pos no quiso juyirse con aquellos culeros. Crioque después lo espulsaron; crioque... porque cuando volvimos al regimiento ya habían dado de baja a los compas que tenían conocidos en Chapingo, así es que Aquilito ya no pudo contarme nada, por eso digo que crioque.