1928- williamson, jack - el hombre de metal (1928)

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EL HOMBRE DE METAL The Metal Man (1928) Jack Williamson El Hombre de Metal está en un oscuro y polvoriento rincón del museo de Tyburn College. Quién es responsable de que se lo haya trasladado allí, o por qué, no lo sé. Para los ojos que lo miren casualmente, es solo una estatua de tamaño natural. El visitante que lo examina más de cerca, se maravilla de la diminuta perfección de los detalles del cabello y la piel, de la silenciosa tragedia de la resoluta y determinada expresión y postura, y del notable matiz verdoso del metal con que está hecha, pero, por sobre todo, de la peculiar marca del pecho. Es una mancha de seis lados, de un tono carmesí intenso, con una superficie extrañamente granulada de la que se irradian unas raras líneas onduladas, de un rojo más suave. Por supuesto que se sabe en general que el Hombre de Metal fue una vez el profesor Thomas Kelvin, del Departamento de Geología. Hay muchas versiones deformadas e incorrectas del espantoso desastre que sufrió. Creo que soy el único a quien confió su relato. Es con el objeto de poner fin a esos cuentos fantásticos que he decidido publicar la narración que Kelvin me envió. Durante algunos años, Kelvin había estado pasando sus vacaciones de verano en la costa mejicana del Pacífico, buscando radio. Hacía tres meses que había regresado de su última expedición. Evidentemente, había tenido un éxito que superaba sus más descabellados sueños. No volvió a Tyburn, pero oímos historias acerca de que había vendido millones de dólares en sales de radio, y que había donado otro tanto a las instituciones que empleaban radio en sus tratamientos. Y se decía que padecía una extraña dolencia que desafiaba a los mejores especialistas del mundo, y que estaba derrochando sus millones para establecer becas y subvenciones, como si esperara morir pronto. Un día frío y tormentoso, cuando el mar se agitaba sobre la costa donde está enclavada la cabana, vi una vela hacia el norte. Se acercó rápidamente, hasta que pude distinguir que era una pequeña

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Page 1: 1928- Williamson, Jack - El Hombre de Metal (1928)

EL HOMBRE DE METAL The Metal Man (1928)

Jack Williamson

El Hombre de Metal está en un oscuro y polvoriento rincón del museo de Tyburn College. Quién es responsable de que se lo haya trasladado allí, o por qué, no lo sé. Para los ojos que lo miren casualmente, es solo una estatua de tamaño natural. El visitante que lo examina más de cerca, se maravilla de la diminuta perfección de los detalles del cabello y la piel, de la silenciosa tragedia de la resoluta y determinada expresión y postura, y del notable matiz verdoso del metal con que está hecha, pero, por sobre todo, de la peculiar marca del pecho. Es una mancha de seis lados, de un tono carmesí intenso, con una superficie extrañamente granulada de la que se irradian unas raras líneas onduladas, de un rojo más suave.

Por supuesto que se sabe en general que el Hombre de Metal fue una vez el profesor Thomas Kelvin, del Departamento de Geología. Hay muchas versiones deformadas e incorrectas del espantoso desastre que sufrió. Creo que soy el único a quien confió su relato. Es con el objeto de poner fin a esos cuentos fantásticos que he decidido publicar la narración que Kelvin me envió.

Durante algunos años, Kelvin había estado pasando sus vacaciones de verano en la costa mejicana del Pacífico, buscando radio. Hacía tres meses que había regresado de su última expedición. Evidentemente, había tenido un éxito que superaba sus más descabellados sueños. No volvió a Tyburn, pero oímos historias acerca de que había vendido millones de dólares en sales de radio, y que había donado otro tanto a las instituciones que empleaban radio en sus tratamientos. Y se decía que padecía una extraña dolencia que desafiaba a los mejores especialistas del mundo, y que estaba derrochando sus millones para establecer becas y subvenciones, como si esperara morir pronto.

Un día frío y tormentoso, cuando el mar se agitaba sobre la costa donde está enclavada la cabana, vi una vela hacia el norte. Se acercó rápidamente, hasta que pude distinguir que era una pequeña goleta con fuerza auxiliar. Navegaba con el viento, pero a media milla de la costa arrió las velas. Muy pronto un bote se encaminó hacia la costa. El mar no estaba tan picado como para hacer peligroso el desembarco; pero el procedimiento era bastante inusual y, como no tenía otra cosa que hacer, salí al jardín del frente de mi modesta casa, que se alza a alrededor de doscientos metros por encima de la playa, para tener una visión mejor.

Cuando el bote tocó tierra, cuatro hombres saltaron de él y lo arrastraron hasta la arena. Mientras un quinto hombre se paraba en la proa, los otros cuatro levantaban un gran baúl y se encaminaban en dirección a mí. La quinta persona los siguió despreocupadamente. En silencio y sin invitación, los hombres subieron el baúl por la playa, introduciéndolo en mi jardín, y apoyándolo junto a la puerta de entrada.

El quinto hombre, un patrón de barco yanqui de rostro duro, se acercó a mí.

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—Soy el capitán McAndrews —me dijo con aspereza.

—Encantado de conocerlo, capitán —dije con curiosidad—. Debe haber algún error. No esperaba...

—En absoluto —dijo él abruptamente—. El hombre que está en el baúl fue trasferido a mi barco desde el vapor Plutonia hace tres días. Me pagó mis servicios, y creo que he cumplido con las instrucciones. Buenos días, señor.

Giró sobre sus talones y comenzó a alejarse.

—¡Un hombre adentro del baúl!—exclamé.

Siguió caminando sin reparar en mí, y los marineros lo siguieron. Me quedé mirando cómo subían al bote y remaban hasta la goleta. Miré las velas hasta que se perdieron contra el opaco azul de las nubes. Francamente, tenía miedo de abrir el baúl.

Por fin, conseguí dominar mis nervios y hacerlo. No estaba cerrado con llave. Con un incontrolable horror, que me dejó medio enfermo durante horas vi en su interior, completamente desnudo, con la extraña marca carmesí que resaltaba lívida sobre el verde pálido del pecho, al Hombre de Metal, tal como puede verse en el Museo.

Por supuesto que en seguida advertí que era Kelvin. Durante un largo rato permanecí inclinado, contemplándolo y estremeciéndome. Luego vi una vieja cantimplora, manchada de púrpura, junto a la cabeza de la imagen, y, debajo de ella, un manuscrito. Extraje este último, me encaminé —con paso vacilante al sillón de la casa y leí la siguiente historia:

"Querido Russell:

Eres mi mejor —mi único— amigo íntimo. He dispuesto que mi cuerpo y este relato lleguen a tus manos. Acabo de beber lo que me quedaba del maravilloso líquido púrpura que me ha mantenido con vida desde que regresé, y tengo poco tiempo para concluir este relato, necesariamente breve, de mi aventura. Pero mis asuntos están en orden y moriré en paz. Me he hecho transferir hoy a la goleta, para llegar a ti lo más rápido posible y evitar complicaciones. Confío en el capitán McAndrews. Cuando abandoné Francia, esperaba verte antes del fin. Pero el Destino lo dispuso de otro modo.

"Sabes que la meta de mi expedición eran las fuentes de El Río de la Sangre. Es una pequeña corriente cuyas aguas extrañamente rojas fluyen hacia el Pacífico. En mi viaje del año pasado descubrí que sus aguas tenían gran radiactividad. El agua tiene la propiedad de absorber las emanaciones de radio y emitirlas a su vez, y había esperado encontrar minerales que contuvieran radio en el lecho del curso superior del río. A veinticinco, kilómetros más arriba de la desembocadura, el río emerge de las cordilleras. Hay unos pocos kilómetros de rápidos y, al salir de ellos, el río cae en una magnífica cascada. Ningún grupo de exploración ha regresado de la cascada. Yo había contratado a un guía indio y hecho el viaje hasta el pie de la catarata a lomo de muía. De inmediato vi que sería fútil intentar escalar el escarpado precipicio. Pero allí el agua era aún más intensamente radiactiva que en la desembocadura. No había otra cosa que hacer más que regresar.

"Este verano compré un pequeño monoplano. Aunque comparativamente lento en velocidad, y con capacidad para solo seis horas de vuelo, su escaso peso y la pequeña zona de aterrizaje necesaria, lo convertía en la única máquina adecuada para una zona tan

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escabrosa, El vapor volvió a dejarme en el puerto de la pequeña ciudad de Vaca Morena, con mi pila de bultos y latas de gasolina. Después de una visita al alcalde me aseguré el uso de un cobertizo abandonado que haría las veces de hangar. Me aboqué al armado del aeroplano, y en quince días había completado la tarea. Era una hermosa máquina, con una extensión máxima de alas de siete metros y medio.

"Entonces, una mañana, puse el motor en marcha e hice un vuelo de prueba. Voló parejamente y esa tarde llené los tanques y partí para El Río de la Sangre. La corriente parecía una roja serpiente que reptara hacia el mar: —había algo serpentino en su aspecto. Volando alto, la seguí más arriba de las cataratas, hasta una región de encumbrados picos montañosos. El río desaparecía debajo de una montaña. Por un momento pensé en aterrizar, y luego se me ocurrió que fluiría subterráneamente solo unos pocos kilómetros y que reaparecería tierra adentro.

"Me elevé por encima de las montañas y llegué al cráter.

"Era una gran hoya de fuego verde, de diez kilómetros de diámetro hasta los oscuros murallones del extremo más alejado. La superficie verde era tan tersa que al principio la creí un lago, y luego la supuse una hoya de denso gas. Bajo la gloria del sol del atardecer, las cumbres cubiertas de nieve eran, brillantes coronas de plata, bañadas de carmín, teñidas de púrpura y oro, matizadas con extraños tintes de increíble belleza. En medio de este salvaje escenario, la naturaleza había colocado su mayor tesoro. Supe que en ese cráter hallaría el radio que buscaba.

"Volé en círculos por encima del lugar, maravillado. A medida que el sol se ponía, una ligera niebla plateada se concentró sobre los picos, velando a medias sus prodigios, y fluyó hacia el cráter. Parecía extrañamente atraída hacia allí. Y entonces el centro del lago se elevó en un pico reluciente. Se convirtió en una gran colina de fuego esmeralda. Algo se elevaba en el verde... ¡haciéndolo subir! Entonces el vapor volvió a caer, revelando un extraño objeto, aún velado apenas por las nubes verdes y plateadas. Era una gigantesca esfera de intenso rojo, marcada por cuatro enormes manchas ovales de color negro opaco. Su superficie era tersa, metálica, y densamente tachonada de grandes clavos que parecían de fuego amarillo. Era una máquina, de tamaño inconcebiblemente grande. Giraba con lentitud a medida que se elevaba, sobre un eje vertical, moviéndose con una moción resoluta y deliberada.

"Llegó hasta el nivel donde yo estaba, se detuvo y pareció girar con más rapidez. Y la niebla plateada fue atraída por los puntos amarillos, condensándose, espesándose, hasta que todo el globo se trasformó en una bola de reluciente plata. Por un momento quedó suspendida, increíblemente gloriosa bajo la luz del sol que se ponía, y luego se hundió —cada vez más rápido— hasta que cayó como un plomo en el mar de verde.

"Y con su caída una siniestra tiniebla descendió sobre la desértica desolación de las cumbres, y me invadió un temor que antes el asombro había ahogado, y me di cuenta de que tenía poco tiempo para llegar a Vaca Morena antes de que oscureciera por completo. De inmediato enfilé el avión en dirección a la ciudad. Según mis recuerdos, en ese momento no tenía una idea muy definida acerca de lo que había visto, o de si la sobrenatural escena había sido causada por agentes humanos o naturales. Recuerdo haber pensado que en la enorme cantidad en que el cráter debía poseerlo, el radio debería tener cualidades inadvertidas en las cantidades pequeñas y que podrían estar presentes ciertos minerales radiactivos desconocidos hasta el momento. También se me ocurrió que tal vez otros científicos ya hubieran descubierto los depósitos, y que lo que yo había presenciado fuera el vuelo de prueba de un aeroplano en el que el radio fuera usado como propulsor. Estaba considerablemente impresionado, pero no muy alarmado. Lo que sucedió más tarde me hubiera parecido increíble.

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"Y entonces advertí que una pálida luminosidad azulada se concentraba alrededor de la cubierta de la cabina, y en un momento vi que toda la máquina, y hasta mi propia persona, estaban cubiertas por ella. Era algo similar al Fuego de San Telmo, salvo que cubría indiscriminadamente todas las superficies, en lugar de restringirse a los lugares aguzados. De inmediato relacioné el fenómeno con lo que había visto. No sentí ningún malestar físico, y el motor siguió funcionando, pero a medida que la radiación azul se acrecentaba, observé que mi cuerpo se hacía más pesado ¡y que la máquina era arrastrada hacia abajo! Asombro y terror inundaron mi mente. Luché para seguir siendo dueño de mí mismo y poder controlar la nave. Mis brazos se hicieron pronto tan pesados que con gran dificultad pude mantenerlos sobre los controles, y me desvanecí ligeramente, debido, sin duda a la disminución de circulación en mi cerebro. Cuando me recobré, estaba casi encima del verde. De algún modo, mi gravitación había sido acrecentada, ¡y algo me arrastraba hacia el pozo! Solo cayendo a gran velocidad era posible mantener el aeroplano bajo control.

"Me zambullí en la hoya verde. El gas no era sofocante, como yo había previsto que sería. En realidad, no advertí ningún cambio en la atmósfera, salvo que mi visión se limitaba a unos pocos metros a mi alrededor. Las alas del aeroplano eran aún claramente visibles. De repente, una tersa llanura arenosa se reveló sombríamente debajo de mi avión, y pude nivelar la nave lo suficiente como para lograr un aterrizaje seguro. Cuando me detuve vi que la arena era ligeramente luminosa, tal como parecía ser la niebla verde, y roja. Durante un rato mi propio peso me mantuvo confinado en la nave, pero advertí que el azul se disipaba lentamente, y su efecto con él.

"Tan pronto como pude, me encaramé sobre el costado de la cabina, llevando mi cantimplora y mi automática, que resultaban inmensamente pesadas. Era incapaz de mantenerme erguido, pero me arrastré por la áspera y reluciente arena roja, deteniéndome a intervalos frecuentes para tenderme y descansar. Temía mortalmente la fuerza que me había arrastrado hacia abajo. Estaba seguro de que era controlada por una inteligencia. El suelo era tan liso y nivelado que supuse que sería el fondo de algún antiguo lago.

"Algunas veces miraba con temor hacia atrás, y cuando estuve a cien metros vi una veintena de luces que flotaban a través del verde en dirección al aeroplano. En la sombría luminosidad cada punto brillante estaba rodeado de un disco de azul más pálido. No me moví, sino que permanecí tendido mirándolos flotar hacia el aeroplano y rodearlo con un movimiento lento y pesado. Se acercaron y descendieron más hasta que llegaron al suelo debajo de la máquina. La niebla era tan densa que oscurecía los detalles de la escena.

"Cuando iba a reanudar mi huida, descubrí que mi exceso de gravedad había desaparecido casi por completo, aunque seguí gateando sobre mis manos y rodillas durante otros cien metros para escapar de cualquier posible observación. Cuando me puse de pie, había perdido de vista al aeroplano. Seguí caminando durante alrededor de un cuarto de kilómetro y de repente advertí que mi sentido de la orientación se había esfumado casi por entero. ¡Estaba completamente perdido en un mundo desconocido, habitado por seres cuya naturaleza y disposición no podía ni siquiera adivinar! Y además advertí que era una tremenda tontería caminar cuando cualquier paso podía precipitarme en algún peligro del que nada sabía. Tenía un peculiar y desagradable sentimiento de impotente terror.

"La roja arena luminosa y el brillante verde del aire se extendían en todas direcciones, ininterrumpidos por ningún objeto sólido. No había vida, ni sonido, ni movimiento. El aire era pesado y denso. La lisa arena era como la superficie de un mar muerto y desolado. Sentí pánico por el completo aislamiento de la humanidad. La niebla pareció acercarse más; su extraña malignidad pareció acentuarse.

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"Súbitamente una luz muy veloz pasó como un meteoro a través del verde y, sobresaltado, corrí unos pocos pasos, atontado. Mi pie golpeó un objeto liviano que resonó como metal. La estridencia del golpe me llenó de temor, pero un instante después la luz había desaparecido. Me agaché para ver lo que había pateado.

"Era un pájaro de metal —un águila hecha de metal— con las alas desplegadas, las garras crispadas, el fiero pico abierto. Era blanca, matizada de verde. No pesaba más que el pájaro con vida. Al principio pensé que sería un vaciado y luego vi que cada una de las plumas era completa y flexible. ¡De algún modo, un águila verdadera se había convertido en metal! Parecía increíble, sin embargo tenía una prueba concreta. Me pregunté si los depósitos de radio, que ya había usado para explicar tantas otras cosas, podrían ser responsables también de esto. Sabía que la ciencia sostenía que la trasmutación de los metales era posible —que incluso había sido lograda en algún grado— y que el radio mismo era producto de la desintegración del ionio, y el ionio, producto de la del uranio.

"Me golpeó el temor por mi propia seguridad. ¿También yo me convertiría en metal? Miré buscando si había otros objetos de metal a mi alrededor. Y los hallé en abundancia. Semienterrados en las brillantes arenas se veían pájaros de todas las variedades: pájaros que habían volado por encima de las montañas vecinas. Y, en la culminación de mi búsqueda, hallé un ptereosaurio, un reptil volador que había invadido el pozo en edades pasadas, trasformado en metal sin edad. Medía cuatro metros y medio de punta a punta de las alas... habría sido el tesoro de cualquier museo.

"Hice un temeroso examen de mí mismo y, para mi indecible horror, percibí que las puntas de mis dedos, y el fino vello que cubría mis manos... ¡ya se habían trasformado en un liviano metal verde! La impresión me quitó el valor por completo. No puedes concebir mi horror. Grité en voz alta en mi agonía, sin importarme los terribles males que el sonido pudiera atraer. Corrí locamente. Estaba ciego, enloquecido. Mientras corría, no sentía fatiga, solo desnudo terror.

"Brillantes y veloces luces pasaban entre el verde por encima, pero yo no reparé en ellas. De repente me encontré con la gran esfera que había visto arriba. Descansaba inmóvil en una armazón de metal negro. El fuego amarillo había desaparecido de los clavos, pero la roja superficie relucía con brillo metálico. Había luces que flotaban a su alrededor. Hacían brillar pequeños fragmentos de verde, como si fueran faroles que oscilaran en la niebla. Me volví y corrí otra vez, desesperadamente. No tuve en cuenta la dirección, ni tampoco el paso del tiempo.

"Luego me encontré con un banco de vegetación violeta. Era alta hasta la cintura, semejante a la hierba, con espesas hojas angostas, punteadas de racimos de pequeños pimpollos rosa, y pequeñas bayas púrpura. Y a unos veinte metros más allá vi una perezosa corriente roja: El Río de la Sangre. Aquí estaba a cubierto finalmente. Me arrojé entre la maleza violeta, sollozando de fatiga y terror. Durante largo tiempo fui incapaz de moverme o pensar. Cuando miré otra vez la punta de mis dedos, vi que el metal habían duplicado su espesor.

"Traté de controlar mi agitación, y de pensar. Posiblemente las luces, fueran lo que fueran, dormirían de día. Si pudiera hallar el avión, o escalar las paredes, podría escapar de los espantosos efectos de los minerales radiactivos antes de que fuera demasiado tarde. Me di cuenta de que estaba hambriento. Arranqué algunas de las bayas rojas y las probé. Tenían un sabor salado y metálico, y pensé que no tendrían valor alimenticio. Pero al arrancarlas, sin advertirlo, había exprimido el jugo de una de ellas encima de mi dedo, y cuando lo enjugué, vi, para mi asombro e inexpresable alegría, que el borde de metal había desaparecido de las uñas que el zumo había tocado. ¡Había descubierto un medio de salvarme! Supongo que las plantas podían existir solo porque su desarrollo era tal que

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producían compuestos que contrarrestaban las emanaciones que formaban el metal. Probablemente su evolución había comenzado cuando la acción era mucho más débil que ahora, y solo habían sobrevivido aquellas capaces de tolerar las más intensas radiaciones. No perdí tiempo para comer un racimo de bayas, y luego volqué el agua de mi cantimplora y la llené de jugo. He analizado el fluido: corresponde en algunos aspectos a las fórmulas corrientes para la neutralización de las quemaduras de radio, e indudablemente me salvó de las terribles quemaduras ocasionadas por la acción del radio ordinario.

"Ahí yací hasta el alba, dormitando de a ratos y despertándome sin ninguna causa. Parecía como si un poco de la luz diurna se filtrara a través del verde, porque al amanecer empalideció, e incluso las arenas rojas se hicieron menos luminosas. Después de comer unas cuantas bayas más, me aseguré de la dirección de las estancadas aguas, y partí corriente abajo, hacia el oeste. Para tener una idea de hacia dónde iba, conté mis pasos. Había caminado alrededor de tres kilómetros Junto a las plantas violetas, cuando llegué a un abrupto acantilado. Se elevaba hasta perderse en las verdes sombras. En su mayoría, parecía constituido de negro óxido de uranio. El obstáculo era aparentemente infranqueable. El rojo río se zambullía hasta perderse de vista junto al acantilado, formando un rugiente remolino.

"Caminé por el borde hacia el norte. No tenía ningún plan definido, excepto tratar de encontrar un camino para escalar el acantilado. Si fracasaba, sería el momento de explorar la llanura. Temía mortalmente acercarme a ella, o encontrarme con las luces que había visto flotando allí. Mientras marchaba no vi ninguna. Supongo que dormían durante el día. Continué creo que hasta mediodía, aunque mi reloj se había detenido. Ocasionalmente, pasaba junto a árboles de metal que habrían caído desde arriba, y en una oportunidad, junto al cuerpo metálico de un oso que habría resbalado del sendero en épocas pasadas. Y había innumerables pájaros de metal. Deben haberse acumulado durante eras geológicas. Durante todo este tiempo, el acantilado se había alzado perpendicularmente hasta el límite de mi visión, pero ahora vi una amplia cornisa, con un gran muro escarpado tras ella, apenas visible arriba. Pero el muro del acantilado se erguía treinta metros antes de llegar a la cornisa, y yo maldije mi incapacidad de escalar. Durante un rato estuve allí, ideando impracticables medios de escalarlo, casi llorando de impotencia. Estaba famélico, y también sediento. "Finalmente proseguí.

"En una hora me encontré con eso. Un esbelto cilindro de metal negro, que se elevaba a unos treinta metros entre la niebla verde, y tenía en la cima una gran llama anaranjada con forma de hongo. Era una cosa extraña. El fuego subía como un globo, firme y brillante. Semejaba un enorme chorro de gas combustible, ardiendo como si manara del cilindro. Me quedé petrificado de asombro, preguntándome vagamente la causa y el objeto de la cosa.

"Y entonces vi vagamente otras, una veintena de ellas, un bosque de llamas.

Me recosté contra el muro y reflexioné. Esa, supuse, era la ciudad de las luces. Dormían ahora, pero aún así no tuve el valor de entrar. De acuerdo con mis cálculos, había recorrido alrededor de veinte kilómetros. Entonces debería estar, pensé, en un lugar diametralmente opuesto al sitio donde el río rojo fluía subterráneamente, y todavía me quedaba la mitad del borde por explorar. Si quería proseguir mi viaje, debía rodear la ciudad, si es que se la podía llamar así.

"De modo que me aparté del muro. Pronto lo perdí de vista. Traté de seguir viendo las llamas anaranjadas, pero se esfumaron abruptamente en la niebla. Caminé hacia la izquierda, pero no encontré otra cosa más que el vasto desierto de arena roja, bajo la niebla verde. Caminé y caminé. Luego la arena y el aire se hicieron ligeramente más brillantes, y supe que había caído la noche. Muy pronto las luces comenzaron a ir y venir.

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Ya había visto luces la noche anterior, pero se movían a mucha altura y con gran rapidez. Estas, por el contrarío, se deslizaban lentamente, y sentí que estaban explorando.

"Supe que me buscaban. Me tendí en un hoyo pequeño, en la arena. Vagos puntos de luz velados por la niebla se aproximaban y pasaban. De pronto uno se detuvo justo sobre mí. Descendió y el círculo de brillo se hizo más grande a su alrededor. Supe que sería inútil correr, y no podría haberlo hecho, pues estaba aterrorizado. Descendió más y más.

"Y entonces pude ver su forma. Estaba compuesta de un reluciente, deslumbrante cristal. ¡Un gran prisma erecto de seis caras de color rojo, de alrededor de tres metros y medio de altura, con una estructura de seis puntas similar a un copo de nieve en el centro, de un color azul intenso, con puntudos rebordes azules que corrían desde las puntas de la estrella hasta los ángulos del prisma! Un fuego suave escarlata fluía desde las puntas. Y sobre cada cara del prisma, por encima y por debajo de la estrella, había un cono purpúreo que debía ser un ojo. Extrañas luces pulsátiles centelleaban en el cristal. La luz lo hacía parecer vivo.

"¡Descendía directamente hacia mí!

"Era una terrible forma de vida, completamente desconocida. No "era humana, ni animal: no era vida tal como nosotros la conocemos. Y no obstante tenía inteligencia. Pero era extraña y desconocida y desprovista de sentimiento. Es curioso decir que. incluso entonces, mientras yacía debajo de ella, se me ocurrió el pensamiento de que esa cosa y sus compañeras deberían haber cristalizado cuando el antiguo mar se secó en el cráter. Las sales cristalizadas toman formas intrincadas.

"Extraje mi automática y disparé tres veces, pero las balas rebotaron impotentes en las bruñidas facetas.

"Siguió descendiendo hasta que el reluciente extremo inferior del prisma estuvo a menos de un metro por encima de mi cuerpo. Entonces el fuego escarlata se extendió acariciante, fluyó sobre mí. Mi peso desminuyó. Sentí que me elevaba, sostenido por la punta. Puedes ver la marca sobre mi pecho. La cosa se desplazó por el aire, llevándome con ella. Muy pronto otras más flotaban alrededor. Me invadió la náusea. Todo se volvió negro y ya no supe nada más.

"Desperté flotando libremente en una brillante luz naranja. No tocaba ningún objeto sólido. Me debatí, pataleé: inútilmente. No podía trasladarme o girar, porque no podía aferrarme de nada. Mis recuerdos de los dos últimos días me parecían una pesadilla. Aún tenía puestas mis ropas. Mi cantimplora seguía colgando, mejor dicho flotando, de mi hombro. Y mi automática estaba en el bolsillo. Tenía la sensación de que había trascurrido un tiempo indescriptiblemente largo. Sentía una curiosa rigidez en mi costado. Me examiné, y descubrí una roja cicatriz. Creo que esos cristales me habían cortado. Y descubrí, con un horror que no podrás medir, la marca sobre mi pecho. Luego advertí que flotaba, desprovisto de gravedad, sobre la llama anaranjada que surgía de uno de los cilindros negros. Los cristales conocían el secreto de la gravedad. Era vital para ellos. Y atisbando a mi alrededor, distinguí, con infinita repugnancia, un gran cuerpo centelleante, a pocos metros de distancia. Pero sus luces internas estaban muertas, así que supe que era de día, y que los extraños seres dormían.

"Si alguna vez iba a escapar, ésta era la oportunidad. Pateé y manoteé desesperadamente el aire, todo en vano. No me moví ni un centímetro. Si me hubieran encadenado, no habría estado más seguro. Extraje mi automática, decidido a tomar una medida desesperada. No volverían a hallarme con vida. Y mientras tenía el arma en la mano, se me ocurrió una idea.

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Apunté el arma hacia un costado, e hice seis rápidos disparos. Y el retroceso de cada explosión me envió flotando cada vez más rápido, como un cohete, hacia el borde.

"Salí disparado a través del verde. Si hubiera recobrado súbitamente mi gravedad, la caída me hubiera matado, pero descendí con suavidad, y durante unos cuantos minutos sentí una curiosa ligereza. ¡Y para mi sorpresa, cuando llegué al suelo, el aeroplano estaba justo ante mí! Lo habían atraído hasta la base de la torre. Parecía estar intacto. Puse en marcha el motor con nervioso apresuramiento, y salté a la cabina. Cuando me puse en movimiento, otra torre negra se irguió amenazadoramente ante mí, pero viré eludiéndola, y despegué sin contratiempos.

"Unos instantes después ya estaba por encima del verde. Casi esperaba que la ola de gravedad volviera a caer sobre mí, pero me elevé más y más sin obstáculos, hasta que los malditos muros negros dejaron de rodearme. El sol refulgía alto en el cielo. Pronto aterrizaría en Vaca Morena.

"Ya había tenido suficiente de búsquedas de radio. En la playa, donde aterricé, vendí el aeroplano a un ranchero por el precio que me ofreció, y le dije que me reservara lugar en el próximo vapor, que partiría en tres días. Luego me dirigí a la única posada de la ciudad, comí, y me fui a la cama. Al mediodía del día siguiente, cuando me levanté, descubrí que mis zapatos y los bolsillos de mi ropa contenían una buena cantidad de la arena roja del cráter, recogida cuando me arrastraba pugnando por huir de las luces de los cristales. Guardé un poco sólo por curiosidad, pero cuando lo analicé, descubrí un compuesto de radio tan rico que el pequeño puñado valía millones de dólares.

“Pero la fortuna tuvo poco valor, porque, a pesar de las frecuentes dosis del líquido de mi cantimplora, y el mejor auxilio médico, he sufrido continuamente, y ahora que mi cantimplora está vacía, estoy condenado.

"Tu amigo, Thomas Kelvin".

Así termina el manuscrito. Si el lector duda de la verosimilitud de la carta, puede ver al Hombre de Metal en el Museo Tyburn.