17 teorico moderna 17 2012 campagne
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17 Teorico Moderna 17 2012 CampagneTRANSCRIPT
Materia: Historia Moderna
Cátedra: Campagne
Teórico: 17
Fecha: 11 de octubre de 2012
Tema: La reforma protestante en el continente (III): La etapa fundacional de la reforma luterana: el tiempo político (1526-1555). La doctrina luterana: la justificación por la sola fe.
Dictado por: Fabián Alejandro Campagne
Revisado y corregido por: Fabián Alejandro Campagne
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Profesor Fabián Campagne: La semana pasada pude presentar en forma completa los dos
primeros tiempos de la fase fundacional de la reforma luterana, que son el teológico y el social, y
vamos a comenzar ahora con el tercero y último, que es el político, tiempo que se extiende entre
1526 y 1555. Es un tiempo político-militar-diplomático.
El protagonista central de este tiempo político es el Kaiser Carlos V, el Sacro Emperador Romano
Germánico. Carlos V trató de frenar, de postergar todo lo que pudo la salida militar al conflicto
religioso. En algún sentido él y sus consejeros pensaban que si el conflicto lo habían provocado los
intelectuales era injusto pedirle a los políticos que lo solucionaran. Esa actitud de Carlos V tal vez
pueda explicarse por dos motivos. En primer lugar, por su ideología. Carlos V compartía en materia
religiosa un ethos genéricamente irenista, muy influenciado por los postulados de Erasmo de
Rotterdam (la máxima luminaria intelectual del espacio civilizatorio en el que nació y se crió Carlos
V antes de trasladarse a la Península Ibérica).
Pero existían también razones pragmáticas por las que Carlos V adopta esta actitud renuente
respecto de la salida militar de la crisis religiosa. El pragmatismo se relacionaba en este caso con la
rápida mutación del equilibrio político interno del Imperio provocada por la irrupción y el éxito
inicial del luteranismo. Una muestra clara, un síntoma claro de este cambio de equilibrio interno es
lo que sucede durante la Segunda Dieta de Speyer (o Spira) en marzo de 1529. En esta asamblea
imperial Carlos V informa a los príncipes laicos y eclesiásticos, y a los representantes de las
ciudades autogobernadas, que tenía decidido tolerar el luteranismo en las áreas en las que ya se
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había instalado, pero que simultáneamente prohibía su difusión en nuevas regiones. Cuando el
Kaiser comunicó esta decisión, seis príncipes territoriales laicos, entre los que se contaban tres de
los cuatro electores, y catorce ciudades imperiales libres (entre ellas, varias de las más populosas de
Alemania) protestaron enérgicamente ante lo que consideraron un intolerable corset a la expansión
de su confesión. El episodio es importante por dos motivos. A nivel anecdótico, porque explica los
motivos por los que a los seguidores de Lutero, a los evangélicos, a los reformados, desde
comienzos del siglo XVI se los conoce también con el nombre de “protestantes”. A nivel político, la
Segunda Dieta de Speyer confirma la gran cantidad de poderes fácticos destacados dentro del Sacro
Imperio que abiertamente apoyaban la causa luterana. Carlos V tomó nota de la situación. El
emperador necesitaba detrás suyo a un imperio alemán compacto y unido, a causa de la guerra
perenne que por entonces la Casa de Habsburgo libraba con el reino de Francia. Durante todo su
reinado Carlos V está en guerra con Francisco I (¿se acuerdan, de hecho, que Francisco de Valois
fue el rival de Carlos V en la elección imperial de 1519?). A partir de 1519 Francia quedó
literalmente rodeada por posesiones de Carlos V (casi la totalidad de la frontera terrestre francesa
limitaba con posesiones de la Casa de Austria). Geopolíticamente la guerra entre ambas potencias
resultaba inevitable. Tal es así que de hecho la continúan los hijos de ambos monarcas, Felipe II de
España y Enrique II de Francia. Carlos V no podía hacerle la guerra a Francia si a sus espaldas tenía
una guerra civil en el seno del Imperio. Es por ello que en 1532 cambia de postura y concede plena
libertad de culto a los luteranos dentro del Sacro Imperio hasta la reunión del futuro concilio
universal, que se esperaba solucionaría esta disputa teológica.
El concilio universal finalmente se reúne. Se trata, como ustedes saben, del Concilio de Trento, que
comienza a sesionar el 13 de diciembre de 1545, casi 30 años después de que empezara el conflicto
religioso en noviembre de 1517.
El dato que ahora nos importa a nosotros es que cuando Trento comienza a sesionar, los luteranos
ya habían tomado la decisión política de no sumarse, de no participar del encuentro. En principio, el
hecho resulta extraño. Se acuerdan de que el propio Lutero había hecho un primer llamado a la
convocatoria de un concilio universal a fines de 1518 (publicó de hecho un opúsculo titulado
Llamada al futuro concilio). ¿Por qué cambió de posición décadas más tarde? Porque el luteranismo
imaginaba un concilio en el que pudieran participar de igual a igual con los teólogos católicos, y no
en condición de herejes o acusados; un concilio que no sólo no estuviera dominado por el papa sino
que se ubicara claramente por encima de su autoridad (como proponían los conciliaristas del siglo
anterior); y por último, un concilio que sesionara en territorio alemán, nunca en territorio italiano.
Trento no cumplía con ninguna de estas tres condiciones, y es por ello que los luteranos optan por
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no sumarse a la asamblea. Ante esta decisión, Carlos V ya no tiene más argumentos para continuar
postergando la salida militar al conflicto religioso (salida militar que Lutero no llegó a ver, pues
falleció pocas semanas después de que comenzara a sesionar Trento, el 18 de febrero de 1546).
Estalla así la primera guerra de religión de la Historia Moderna. Una guerra fratricida, una
contienda civil en la cual se enfrentan alemanes católicos contra alemanes luteranos. La primera
batalla de este conflicto intestino es la de Mühlberg, librada el 24 de abril de 1547. Se trató de una
aplastante victoria del bando católico sobre el protestante. Mühlberg se libró en territorio de
Brandeburgo, en la Alemania de este. Quiere decir que las tropas imperiales habían logrado penetrar
profundamente en la Alemania protestante, habían logrado introducir una cuña importante en
territorio enemigo. Seguramente todos habrán visto alguna vez el célebre retrato ecuestre de Carlos
V pintado por Tiziano; pues bien, el artista representa al emperador en los instantes inmediatamente
posteriores a la obtención de la gran victoria (por ello se lo muestra a caballo y vistiendo su
armadura). La derrota fue severa para los protestantes. De hecho, el elector de Sajonia –ya sabemos
lo que en términos simbólicos representaba el electorado de Sajonia para la causa luterana– Juan
Federico el Magnánimo, sobrino de aquel Federico el Sabio que tanto hiciera por Lutero, fue
tomado prisionero por Carlos V y despojado del Electorado, que fue asignado a otra rama de la
familia Wettin. Felipe de Hesse, por entonces ya un hombre maduro, y otro de los protectores
históricos de Lutero, también fue tomado prisionero por las tropas imperiales durante el desastre de
Mühlberg.
Pero el bando evangélico logró rápidamente rearmarse. En gran medida gracias al apoyo moral y
material que le brindara el nuevo rey de Francia, Enrique II. Lo cual es interesante porque
demuestra que antes de que se formulara en términos teóricos la doctrina de la “razón de estado”,
algunos monarcas ya la llevaban a la práctica cuando planteaban sus alianzas estratégicas. La del
rey de Francia era una actitud muy maquiavélica, y en ese sentido muy moderna: para desestabilizar
al muy católico emperador alemán el muy católico rey de Francia no dudaba en aliarse con los
príncipes luteranos. Cuando se trataba de resolver dilemas geopolíticos la religión pasaba a un
segundo plano (por éso digo que se trataba de una actitud muy renacentista, muy poco medieval en
ese sentido).
Pues bien, cinco años después de Mühlberg se libra una segunda batalla en el marco de esta
contienda civil: la de Innsbruck. En este caso se trató de una dura derrota para el bando católico.
Innsbruck era la capital del Tirol, uno de los archiducados austriacos. Ahora estamos, entonces, en
la Alemania católica profunda. Quienes por entonces habían logrado introducir una importante cuña
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en territorio enemigo fueron los evangélicos. Innsbruck incluso no se encontraba muy lejos de
Trento, donde por entonces estaba sesionando el conflicto ecuménico (que de hecho debió
suspender sus sesiones por temor a que la ciudad cayera en poder de los príncipes alemanes
herejes).
Ya sabemos que la “vía teológica” de resolución del conflicto religioso había fracasado. En la
década de 1530 se organizaron gran cantidad de coloquios en los que participaron teólogos católicos
y luteranos con el objetivo de hallar una fórmula de concordia que pusiera fin al conflicto, y nunca
se habían logrado resultados concretos. Ahora fracasaba también la “vía militar”, porque la guerra
había concluido con una victoria para cada bando, con un empate. Quedaba una única vía abierta, la
diplomática. Y es efectivamente la que va a poner fin al conflicto. En 1555 se firma la Paz de
Augsburgo, el primer documento que explícitamente reconoce el quiebre definitivo del ecumene
cristiano en Occidente. La Paz de Augsburgo le concede a los poderes soberanos del Sacro Imperio
–a los príncipes laicos, a los eclesiásticos, a las ciudades libres– la libertad religiosa que le niega a
los individuos, según el clásico principio “cuius regio, eius religio”. Esa frase en latín no puede
traducirse literalmente porque carece de verbos. Si se los agrego, podría traducirse más o menos de
la siguiente manera: a quién pertenece la región, suya será la religión (es decir, suyo será el derecho
de fijar la religión). En otras palabras, quien gobierna tiene derecho a establecer la religión del
estado. En el siglo XVI este aforismo latino se traduce al castellano en los siguientes términos: “es
religión la del señor de la región”. Ello significaba que, si un príncipe territorial alemán decidía
romper con Roma e instauraba el luteranismo en su territorio sin conceder libertad de conciencia,
sus súbditos tendrían sólo dos opciones: o se convertían al luteranismo o migraban hacia otro
principado alemán que se mantuviera fiel a la Iglesia papal. Y viceversa, si un príncipe alemán
decidía mantenerse aliado a Roma y no concedía libertad de culto dentro de su jurisdicción, pues
entonces sus súbditos luteranos o volvían a la antigua religión o migraban hacia un principado que
defendiera la Reforma. Queda un detalle importante por aclarar: la paz de Augsburgo deja afuera
del acuerdo al calvinismo, lo que puede considerarse un error de cálculo importante, pues los
calvinistas provocarían en 1618 el estallido de una segunda guerra civil por motivos religiosos en
territorio alemán, esa espantosa tragedia colectiva que fue la Guerra de los Treinta años.
Tenemos que hacer ahora un balance en términos de expansión geográfica. ¿En qué regiones de Eu-
ropa el luteranismo logró finalmente imponerse para mediados de la década de 1550? El balance re-
sulta decepcionante. En función de la fenomenal expansión inicial de esta nueva forma de cristianis-
mo era dable esperar un potencial expansivo mayor. Y sin embargo ése no fue el caso. Vamos a ver
la semana próxima que el calvinismo tuvo una capacidad de penetración geográfica muy superior a
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la del luteranismo. El calvinismo, por caso, cruzó el Atlántico y llegó hasta América del Norte.
Nada similar consiguió el luteranismo durante nuestro período. En la década de 1550 el luteranismo
alcanza su límite histórico, porque las áreas que por entonces cubre son las mismas que ocupará en
los siglos subsiguientes. El luteranismo logró consolidarse, primero, sobre dos tercios del territorio
alemán propiamente dicho: la Alemania del norte y del este. Solo la Alemania del sur se mantuvo
católica (esencialmente centrada en torno de Baviera [patria del actual papa alemán, Joseph Ratzin-
ger] y de los principados austriacos, hogar de la casa Habsburgo). El catolicismo también logró so-
brevivir en una serie de dispersos y aislados principados eclesiásticos ubicados en el oeste del Impe-
rio. Pero fuera de Alemania, la única región europea en la que el luteranismo logró imponerse fue
Escandinavia. En 1527, en la Dieta de Västerås Suecia proclamó al luteranismo religión oficial del
reino (recordemos que en la Edad moderna Suecia incluía también lo que hoy es Finlandia). Y en
1541, en la Dieta de Copenhague, Dinamarca hizo lo propio: proclamó al luteranismo religión ofi-
cial del estado (en la Edad Moderna Dinamarca abarcaba también lo que hoy es Noruega).
* * * *
Bueno, terminamos así con la parte histórica propiamente dicha, y vamos a pasar a una sección de
la clase más estrechamente relacionada con la historia intelectual: me refiero a la presentación del
programa de reforma religiosa luterana.
Este programa consta de al menos siete doctrinas fundamentales. Hoy vamos a analizar solamente
la primera, la más compleja, y aquella de la cual se desprenden todas las demás. Me refiero a la doc-
trina madre del credo protestante: la “justificación por la sola fe”. Las restantes seis piezas del pro-
grama de reforma luterana, que veremos mañana, son: la reforma de los sacramentos (y muy espe-
cialmente de la eucaristía), el sacerdocio universal de los fieles, la libre interpretación de la Biblia,
la negación de la supremacía papal sobre la Iglesia universal, la supresión del monacato y la aboli-
ción del culto a los santos.
Vamos a empezar hoy con la primera, la cuestión de la justificación por la sola fe. Ustedes saben
que “soteriología” es el nombre que recibe la rama del pensamiento cristiano que se especializa en
el estudio de las diferentes vías de salvación. La soteriología es, pues, la teología de la salvación. Se
trata de una disciplina que siempre ha buscado responder dos preguntas fundamentales: cuánto mé-
rito propio posee el hombre en el proceso de su propia regeneración, y cuán corrompida ha quedado
la naturaleza humana después de la Caída como para orientarse hacia el bien por sus propios me-
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dios, sin el auxilio del orden sobrenatural. En el seno de la soteriología detectamos, pues, tanto un
problema antropológico cuanto un problema metafísico, el primero ligado a la cuestión de la natura-
leza humana y el segundo al problema de la presencia del mal en el mundo.
La soteriología también es la rama del pensamiento teológico que mejor pone de manifiesto una ca-
racterística profundamente original del cristianismo, sobre todo cuando lo analizamos en perspecti-
va comparada, cuando lo comparamos con las otras grandes religiones con tendencias monoteístas
surgidas en el Medio y Cercano Oriente: el mazdeísmo, el Islam, el judaísmo. Este carácter fuerte-
mente idiosincrásico que tiene el cristianismo a menudo pasa completamente desapercibido tanto
para sus detractores como para sus defensores. ¿Por qué? Porque más allá de la opinión que tenga-
mos al respecto, desde hace dos mil años el cristianismo es en Occidente un dato de la realidad, y
esta circunstancia dificulta la toma de distancia, el ojo crítico, la perspectiva antropológica. En al -
gún sentido bloquea la mirada de etnógrafo que cualquiera de nosotros rápidamente adoptaría si se
nos encargara estudiar una religión del Lejano Oriente o la cosmología de una etnia siberiana, ama-
zónica o etíope. Es decir, los cientistas sociales adoptan la mirada de etnógrafo de manera automáti-
ca cuando se trata de estudiar las religiones no occidentales, pero parecen tener dificultad para ha-
cerlo cuando se trata de encarar el estudio del cristianismo (otra prueba más, quizás, del etnocentris-
mo implícito que todavía sigue limitando a las ciencias sociales contemporáneas)
Ahora bien, ¿cuál es esta originalidad del cristianismo a la que estoy aludiendo? Pues que el cristia -
nismo es la única de las grandes religiones conocidas que simultáneamente es, al mismo tiempo,
una religión sacrificial y una religión salvífica. Por lo general las grandes tradiciones religiosas o
mitológicas son una cosa o la otra, pero nunca las dos al mismo tiempo. El cristianismo, en cambio,
sí lo es: es una religión sacrificial y al mismo tiempo salvífica.
¿A qué llamamos religiones sacrificiales? Son las religiones más arcaicas, portadoras de una con-
cepción del tiempo circular –el famoso “tiempo del eterno retorno” del que hablaba el rumano Mir-
cea Eliade, el máximo referente de la historia comparada de las religiones en el siglo XX. El ejem-
plo paradigmático de religión sacrificial son los cultos a la fertilidad, que parten del supuesto de que
los dones cíclicos que garantizan la persistencia de la vida en la tierra (el permanente retorno de las
estaciones, la continuidad de la fertilidad animal y de la germinación vegetal) dependen de la inter-
vención directa de entidades superiores, de potencias numinosas que los hombres deben seducir de
manera permanente mediante sacrificios rituales, para que de esa forma acepten renovar dichos do-
nes sin los cuales la vida en la tierra se extinguiría. En ocasiones estas super-entidades se identifican
con los mismos dones que conceden, y por ello hallamos muchas leyendas y mitos en los cuales es
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el propio dios o héroe el que muere y resucita una y otra vez, simbolizando de esa manera el retorno
de la primavera, de los nacimientos, de las cosechas, etc.
¿Qué son las religiones salvíficas? Se supone que son más sofisticadas que las anteriores. Son
portadoras de una concepción del tiempo lineal, tiempo al final del cual imaginan un estadío
trascendente llamado a suprimir la mismísima idea de temporalidad, un plano existencial de eterna
felicidad y beatitud más allá del tiempo, del espacio y de la muerte. Estas religiones salvíficas
expresan, además, una filosofía de la historia fuertemente teleológica: todas piensan que la
humanidad marcha hacia un destino predeterminado que resulta imposible torcer porque ha sido
dispuesto por la divinidad. Ejemplo perfecto de estas religiones salvíficas son el Islam y el
judaísmo.
¿Por qué el cristianismo es ambas cosas al mismo tiempo? Por un lado se trata de una religión
sacrificial porque en su seno mismo hallamos un magno sacrificio, un sacrificio brutal y sangriento
que no está protagonizado por una figura menor de la mitología cristiana sino por el máximo
referente metafísico del credo: el Mesías, el fundador de la religión. Él es la víctima propiciatoria.
Pero simultáneamente el cristianismo es una religión salvífica porque al igual que el Islam y el
Judaísmo aspira a que sus seguidores, una vez concluidas sus existencias terrenales, accedan
también a ese orden trascendente de eterna beatitud más allá de las coordenadas espacio-temporales
convencionales.
Ya hemos sugerido que la soteriología resulta tan antigua como el cristianismo mismo. Sin embargo
no siempre fue un tema de moda. En los dos mil años del pensamiento cristiano existen dos
momentos álgidos durante los cuales la materia soteriológica ocupó el centro de la escena: el siglo
V y el siglo XVI. El siglo V a causa del monje Pelagio y del debate que entabla con San Agustín de
Hipona. Y el siglo XVI a causa de Calvino y de Lutero. Si nosotros imagináramos a la soteriología
cristiana como un continuum, en uno de los extremos cabría ubicar al pelagianismo, portador de la
más optimista de las antropologías cristianas conocidas, la postura soteriológica que más confianza
ha depositado en la capacidad natural del hombre para regenerarse sin ayuda, sin auxilio, sin
colaboración del orden sobrenatural. En el extremo opuesto habría que ubicar al calvinismo y al
luteranismo, portadores de las más pesimista de las antropologías cristianas conocidas, las que
menos fe depositaron en el potencial de la naturaleza humana para redimirse por sus propios
medios. En una posición intermedia entre ambos extremos cabria ubicar a la soteriología católica,
representada en la Baja Edad Media por los grandes teólogos escolásticos y en la Edad Moderna por
sus continuadores, los teólogos de la contrarreforma.
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Tenemos que presentar brevemente las escuelas soteriológicas anteriores al siglo XVI porque de lo
contrario no se entenderá absolutamente nada de lo que proponen Calvino y Lutero, no se podrá
aprehender la irreductible novedad que en materia salvífica proponen ambos reformadores.
Pero antes de analizar estas corrientes específicas tenemos que presentar lo que yo suelo llamar “el
ABC soteriológico”, los presupuestos salvíficos en los cuales están de acuerdo todas las confesiones
cristianas y todas las escuelas teológicas, las tesis en torno a los cuales existe acuerdo absoluto entre
católicos, luteranos, calvinistas y pelagianos. Se trata, en definitiva, de los principios que no pueden
negociarse porque hacerlo implicaría apartarse del cristianismo, transformarlo en un fenómeno
diferente de lo que en realidad es.
¿Cuál es el contenido de este ABC consensuado con el cual todos acuerdan? En el corazón de la
doctrina cristiana de la salvación yace una categoría muy elusiva: la noción de “gracia”. La gracia
encierra todos los aspectos de la salvación cristiana. Para la teología se trata de un don sobrenatural.
La gracia no resulta inmanente al mundo material: para que podamos hallarlo en él es la divinidad
la que debe inyectarlo. Si la divinidad no infunde la gracia en el mundo, la gracia en el mundo no
está, no se encuentra. Es un fenómeno del orden de lo sobrenatural. La gracia es sobrenaturaleza.
¿Cómo se define? Como un estado, un estado de perfecta armonía, de perfecta amistad entre
Creador y criatura, derivado de un acto unilateral de amor por el cual el Sumo Bien constantemente
atrae hacia sí a las almas de los seres que ha creado. La salvación cristiana, la posibilidad de acceder
a este orden trascendente de perpetua felicidad del que antes hablábamos, se reduce en última
instancia a obtener, conservar y mantener la gracia sobrenatural.
Esta gracia que poseyéndose salva y perdiéndose condena, esta “llave” que abre las puertas del
orden trascendente más allá del tiempo y el espacio, ¿de dónde deriva? Deriva del sacrificio
protagonizado por el máximo referente de la religión cristiana: deriva del mismísimo sacrificio
crístico. Estamos ingresando en el momento clave de la soteriología cristiana en el que el aspecto
sacrificial y el salvífico de esta religión particular comienzan a fundirse inextricablemente.
Trato de ser más claro. Según la fábula genesíaca, en el origen, en el Edén, en el Paraíso terrenal, la
pareja primordial gozaba de un estado de perfecta armonía con la divinidad, con su Creador. Este
estado de perfecta amistad se quiebra irremediablemente cuando se consuma el pecado original,
tradicionalmente pensado como un pecado de autosuficiencia, de rebelión, de soberbia. A causa del
pecado original la pareja atávica es expulsada del Edén, acontecimiento bíblico tradicionalmente
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descripto como “Caída”. Soteriológicamente hablando esta expulsión del Paraíso supuso una
catástrofe ontológica para la especie humana. ¿Por qué? Porque a causa de esta expulsión la
naturaleza del hombre se degradó de manera radical, sufrió un proceso de total corrupción y
perversión. Es a causa de esta total degradación, perversión y corrupción que el colectivo humano
desterrado del Edén se vuelve incapaz de reconciliarse con la divinidad, de aplacarla por sus propios
medios.
Es más, el “hombre natural”, entendiendo por hombre natural a este ser sancionado, expulsado del
Edén y librado a sus solas fuerzas, sin ayuda de la gracia, sin auxilio del orden sobrenatural, este
hombre natural no solamente ya no puede por sus propios medios reconciliarse con la divinidad,
sino que ni siquiera comprende con claridad la existencia del orden trascendente. Es por ello que
teológicamente hablando el estado de naturaleza se equipara a un estado de ceguera, de locura, e
incluso de alienación.
Desde esta perspectiva el panorama para la raza de Adán resultaba en extremo oscuro. Todo
indicaba que las puertas del orden trascendente de eterna felicidad más allá del tiempo y del espacio
habían quedado definitivamente cerradas para los herederos de Adán y Eva.
Sin embargo (sigue razonando la soteriología cristiana), la divinidad se apiada. Pese a todo siente
misericordia por el hombre caído. Pese a todo prima en el Ser Supremo la misericordia por sobre la
justicia. Y por ello decide hacer por los hombres lo que los hombres no podrán nunca conseguir por
sí mismos, por sus propios medios: la divinidad decide autoaplacarse. ¿Cómo? ¿De qué manera?
Enviando al mundo un avatar de su propia sustancia, tan eterno e increado como ella misma. No es
sin embargo cualquier avatar el que la divinidad decide enviar al orden de la materialidad. Se trata
de la palabra divina, del verbo divino. En la tradición judeocristiana la palabra divina tiene una
peculiaridad: es la potencia creadora por antonomasia. Es lo que observamos en el primer capítulo
del Génesis, es decir, en la primera página de la Biblia (dejemos de lado el segundo capítulo del
Génesis, donde irrumpe al dios alfarero, que crea al primer hombre a partir de arcilla, porque remite
a una tradición teológica anterior y menos sofisticada). Ya desde el comienzo del Génesis vemos en
acción a un demiurgo que crea el universo, el cosmos, a través de discursos, por medio de palabras.
No es un deus faber, un dios artesano, que se calza el overol y con sus manos moldea la materia
primordial, sino que es un deus loquax, que otorga realidad a todo lo que existe pronunciando
enunciados. Es un dios que exige que se haga la luz y la luz se hace, que dice “que sea el sol y la
luna” y el sol y la luna son, que nombra el mar y la tierra y el mar y la tierra cobran existencia.
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Es este particularísimo atributo divino el que es enviado a la tierra ¿con qué objetivo? Para que se
encarne, para que se humane, para que se encierre en un cuerpo de hombre, para que se convierta en
un hombre-dios. ¿Por qué este avatar de la sustancia divina debía devenir un “hijo de hombre”, por
qué debía devenir humano? Bueno, porque los que debían reconciliarse con la divinidad eran los
hombres. Los que colectivamente se habían apartado del orden trascendente eran los descendientes
de Adán. Si este avatar de la sustancia divina venía al mundo a ayudar a los hombres a reconciliarse
con la divinidad, tenía que convertirse en uno de ellos. En otras palabras, el protagonista de esta
gesta salvífica debía ser simultáneamente un verdadero hombre y un verdadero dios. Tenía que ser
un dios, porque ya dijimos que los hombres, a raíz de la corrupción radical de su naturaleza caída,
no iban a poder nunca aplacar a la divinidad por sus propios medios. Pero también debía ser un
hombre, porque quien deben aplacar a la divinidad era la raza de Adán.
¿Cuál es la tarea concreta que este Verbo divino encerrado en un cuerpo humano, convertido en un
hombre-dios, debía cumplir en el orden de la materia?. Su misión era, alcanzada la edad adulta,
someterse voluntariamente a un sacrificio, entregarse por su propia voluntad a un brutal sacrificio.
¿Para qué? Para reunir méritos infinitos. ¿Por qué esta ejecución voluntariamente aceptada le
permitiría a este hombre-dios reunir méritos infinitos? Le permitiría reunir méritos porque se
trataría de una víctima inocente, carente de culpa, que no le había hecho daño a nadie, que no había
cometido delito alguno. Allí residiría el mérito del sacrificio que voluntariamente acepta. ¿Y por
qué esos méritos, además, serían infinitos? Porque la víctima propiciatoria, la víctima que se
sacrifica, es un dios, y entonces los méritos que acumula son tan infinitos como su ser, como su
esencia.
¿Qué hace este dios encarnado con los méritos infinitos que acumula durante su suplicio? Se los
ofrece a la divinidad en nombre de los hombres, para aplacarla (en algún sentido, para
autoaplacarse), para reconciliarla con los descendientes de Adán, para reconciliarla con el colectivo
humano, para volver a abrir para los seres humanos las puertas del orden trascendente de eterna
felicidad más allá del tiempo y del espacio, cerradas desde los tiempos de la Caída.
Pues bien, la gracia de la que antes hablábamos, aquella gracia que poseyéndose salva y
perdiéndose condena, aquella llave que permite abrir las puertas del orden trascendente, aquel don
sobrenatural que la divinidad inyecta en el mundo, deriva de este sacrificio, del sacrificio crístico.
La gracia salvífica es una función de los méritos infinitos acumulados por el hombre-dios durante
su suplicio. La gracia es el mérito infinito del Mesías,. que la divinidad se pone a repartir entre los
hombres. En algún sentido, la gracia salvífica fue fabricada por el hombre-dios durante su suplicio.
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Por ello, teológicamente hablando esta gracia se considera un tesoro que el Verbo acumuló para los
hombres pero sin los hombres, un tesoro que Jesucristo reunió para los hombres pero sin la ayuda,
sin la colaboración, sin la participación de los hombres.
Aquí termina el acuerdo, el consenso, el ABC soteriológico. Hasta acá el acuerdo es pleno. Todos
los pensadores cristianos (calvinistas, luteranos, católicos, pelagianos), desde los más optimistas a
los más pesimistas, concuerdan en que en la “esfera de la fabricación de la gracia”, el cien por
ciento del mérito le corresponde de la divinidad. Pero cabe identificar otra esfera en relación con la
gracia sobrenatural, la “esfera de la circulación”, del reparto, de la distribución. La pregunta
entonces es: en esta segunda esfera, en la del reparto de la gracia, en la esfera de la distribución de
los méritos infinitos de Jesucristo entre los hombres, ¿también el cien por ciento del mérito
corresponde a la divinidad? ¿O algo grado de mérito cabe asignar a los seres humanos? Estas
preguntas son las que provocaron la discordia en materia soteriológica. Estas preguntas son las que
obtendrán diferentes respuestas si consultamos a un teólogo católico, a un teólogo calvinista, a un
teólogo luterano o a un teólogo pelagiano.
Comencemos a analizar la propuesta pelagiana. Pelagio era un monje, en sí mismo bastante
misterioso, nacido aparentemente c. 354 en la isla de la Gran Bretaña (aunque algunos documentos
señalan que habría nacido en Irlanda). Es prácticamente contemporáneo de San Agustín (Pelagio
muere c. el 427 y Agustín en el 430). Otras fuentes sostienen que habría muerto en el 440 en
Palestina, desterrado de Roma. Lo que sí ha podido reconstruirse con mucho detalle, en cambio, es
su doctrina, extremadamente optimista en términos antropológicos. Pelagio tenía una fe
inconmovible en la naturaleza humana, en el potencial del “hombre natural” para autorregenerarse
(recordemos que entendemos por hombre natural a aquel ser expulsado del Edén y librado a sus
solas fuerzas, sin ayuda del orden sobrenatural). Para Pelagio, el hombre natural, a partir solamente
del ejercicio de sus virtudes morales, sin ayuda de la gracia, sin ayuda de la sobrenaturaleza, podía
hacer el bien, podía cumplir los diez mandamientos del Antiguo Testamento, podía cumplir los
preceptos evangélicos del Nuevo Testamento, en definitiva, podía evitar incurrir en pecado mortal;
de tal forma que podía llegar a merecer de condigno, es decir, en el sentido fuerte del verbo
merecer, podía llegar a merecer en rigor de justicia, ex rigore iustitiae, que la divinidad le
concediera la gracia sobrenatural, que la divinidad le entregara la llave del orden trascendente,
porque si la divinidad no lo hiciera sería ella la que estaría incurriendo en un acto de flagrante
injusticia. El hombre natural librado a sus fuerzas, sin ayuda de la gracia, podía llegar a hacer el
bien, a evitar el pecado mortal, y a merecer de condigno la gracia salvífica. Claro, para Pelagio no
resultaba plausible que la divinidad hubiera creado un ser –el hombre– inferior al destino superior
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que le había asignado. No le parecía consistente que la divinidad creara al hombre, le asignara un
destino sobrenatural, y al mismo tiempo no le diera las fuerzas naturales para alcanzarlo.
Por eso Pelagio sostenía que el pecado original, si bien resultaba responsable de la expulsión del
Edén y del ingreso de la muerte en el mundo –el primer hombre había sido creado para no morir–
sin embargo no se transmitía de padres a hijos, no se traspasaba por vía hereditaria. Pelagio
resignifica por completo el bautismo, esa ceremonia centralísima del cristianismo tradicional. Para
Pelagio el bautismo ya no era la ceremonia imprescindible a la que se recurría para borrar el
estigma del pecado original, sino que pasaba a ser lo que hoy en día los antropólogos llamarían “un
rito de iniciación”, “un rito de paso”, por el cual se incorporaban a la comunidad de fieles nuevos
integrantes. Por esto mismo Pelagio sostenía que incluso los niños que morían sin haber sido
bautizados no dejaban por ello de salvarse, puesto que la corrupción de la naturaleza humana caída
no era tan profunda como siempre se había supuesto.
El pelagianismo fue rápidamente condenado por los jerarcas de la Iglesia primitiva. Primero por una
serie de concilios provinciales que se celebraron en el norte de África: el de Cartago de 411, y el
celebrado en la misma ciudad en 416 (no por casualidad tuvieron lugar en el norte de África, el área
en la que más poderoso e influyente resultaba San Agustín, el máximo enemigo de Pelagio). Poco
después el emperador Honorio desterraría a Pelagio de Roma. Finalmente en el 431, el Concilio de
Éfeso, el tercer concilio ecuménico, oficialmente condenó como herética a la doctrina pelagiana.
¿Por qué generó semejante rechazo la optimista soteriología de Pelagio? Porque una calificada
mayoría de pensadores cristianos la acusaron de minar los fundamentos sobrenaturales del
cristianismo. Al sobreestimar la potencia de la naturaleza humana, el potencial del orden natural,
tácitamente terminaba subvalorando, subvaluando, la importancia del orden sobrenatural. ¿Por qué?
Porque si Pelagio, como todo pensador cristiano, estaba dispuesto a conceder que en la esfera de la
fabricación de la gracia el cien por ciento del mérito correspondía a la divinidad (porque era ella la
que había padecido en la cruz), en la otra esfera, en la del reparto de la gracia, Pelagio estaba
dispuesto a considerar que, por lo menos en el caso de los hombres más virtuosos, el cien por ciento
del mérito podía corresponderle a ellos. Quiere decir que en la ecuación final, el 50 % del mérito en
el proceso de la salvación del hombre correspondía a Dios, pero el otro 50 % podía llegar a
corresponder al hombre. Nunca nadie antes ni después volvería a formular en el seno del
pensamiento cristiano una antropología tan radicalmente optimista y esperanzada sobre el potencial
de la naturaleza humana.
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¿Qué opinaba San Agustín de Hipona respecto del pelagianismo? Lo rechazó enfáticamente. El
punto de partida de la soteriología de San Agustín era el opuesto del de Pelagio. Para Agustín, el
hombre natural, expulsado del Edén, librado a sus solas fuerzas y sin ayuda de la gracia, no puede
jamás a partir de sus obras, incluso ni siquiera a partir de sus buenas obras, reunir méritos
suficientes para merecer de condigno, en el sentido fuerte de la expresión, en rigor de justicia, que
la divinidad le entregue la gracia sobrenatural, que la divinidad le conceda la llave del orden de
eterna beatitud más allá del tiempo y el espacio. ¿Por qué? Porque Agustín sostiene que las buenas
obras que realiza el hombre natural emanan de una naturaleza profundamente corrompida,
profundamente degradada por el pecado original y la Caída. Si para Pelagio la Caída no había sido
tan grave, para Agustín era gravísima. Tanto es así que el obispo de Hipona piensa que el hombre
natural no puede siquiera disponerse claramente hacia el orden trascendente si no cuenta ya,
previamente, con un auxilio especial de la divinidad (es decir, si en algún sentido no está dejando ya
de ser hombre natural).
Aquí el modelo de Agustín se instala decididamente en una tautología, en un pensamiento de
carácter circular que se muerde la cola: sólo el hombre que ya ha recibido la gracia puede orientarse
claramente hacia la gracia. Con esa tautología Agustín neutraliza el peligro que para muchos
significaba el pensamiento de Pelagio. Con este razonamiento reinstaura el universalismo del
cristianismo como vía excluyente de salvación de los hombres, la tesis según la cual la única vía
posible para que el colectivo humano alcance ese orden trascendente de eterna felicidad más allá del
tiempo y del espacio es el cristianismo (no caben dudas de que para Agustín, el único cerrajero, el
único fabricante de llaves, es el cristianismo). Este universalismo excluyente es el que Pelagio había
puesto en peligro y Agustín buscaba reconstituir.
Pero Agustín irá más allá aún. Dirá que el hombre natural, sin el auxilio de la gracia, no puede
siquiera obrar el bien, no puede sino indefectiblemente hacer el mal. El hombres natural es criatura
de Satán. Con estos pronunciamientos, como ustedes se darán cuenta Agustín comienza a erosionar
peligrosamente la libertad humana, el libre albedrío del hombre.
En la historia de la lucha entre ortodoxia y heterodoxia muchas veces sucedió que un pensador
cristiano, con el objeto de rebatir los argumentos de un adversario a quien consideraba un hereje,
exageró tanto sus propios puntos de vista, que terminó rozando la herejía de signo contrario. Hay un
cuento de Borges, Los teólogos, que juega en torno a esta idea. Algo similar sucede con Agustín.
Desesperado por neutralizar los argumentos y los supuestos optimistas de Pelagio, Agustín terminó
desarrollando una versión extraordinariamente pesimista del mismo tema. Se instaló en el otro
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extremo, literalmente.
Ahora bien, Agustín se detiene aquí. No avanza más allá con sus razonamiento. No lleva su
pensamiento hasta sus mismísimos límites lógicos. No extrae de él todas sus posibles implicancias.
Agustín plantea un problema dificilísimo, tal vez el problema más difícil que nunca tuvo que
abordar la teología cristiana, la relación entre libertad y gracia, pero no lo resuelve. Lo deja
planteado y no lo resuelve (afortunadamente para los modernistas, porque si Agustín hubiera
avanzado más allá habríamos tenido Lutero y Calvino en el siglo V y no en el siglo XVI, y la Edad
Moderna sería un periodo sustancialmente más aburrido). El obispo de Hipona planteó un problema
y lo dejó abierto: ¿cuánta libertad tiene el hombre en el proceso de su propia salvación, cuán libre
es? Si se lo consideraba demasiado libre, quien perdía mérito era la divinidad. Si se lo consideraba
demasiado constreñido por la gracia, la salvación terminaba convirtiéndose en un acto que carecía
de mérito desde la perspectiva del accionar del hombre. Se trata de cuestiones que no encuentran en
el pensamiento de Agustín respuestas contundentes.
Muchas veces en la historia del cristianismo, lo que solemos denominar “ortodoxia” no resulta
cronológicamente anterior a la “herejía” sino posterior. Y ello a pesar de lo que la concepción
tradicional de herejía pretende sugerir. Una definición clásica de herejía, por ejemplo, es la que
formuló en la primera mitad del siglo XIII el polígrafo franciscano Robert Grosseteste. Este teólogo
inglés define a la herejía de la siguiente manera: “La herejía es una sentencia libremente elegida
por la inteligencia del hombre, que se opone a la Sagrada Escritura, que se enseña en público, y
que se defiende con pertinacia”. Estas definiciones tradicionales de herejía pretenden instalar la
sensación de que la ortodoxia es una verdad eterna, siempre igual a sí misma, que no evoluciona,
que no posee historia, una fortaleza a la cual las tropas de la herejía atacan desde afuera para mellar
su pureza perpetua. Ahora bien, no siempre fueron así las relaciones entre ortodoxia y heterodoxia
en los procesos históricos realmente existentes. Muchas veces lo que llamamos herejía no fue sino
un intento de resolver un problema teológico hasta entonces no resuelto, no fue sino un intento de
cerrar un determinado vacío teológico, que sin embargo resultó fallido porque no logró el consenso
mayoritario del colectivo de teólogos. Es más, no solamente no consiguió el consenso mayoritario
sino que forzó a la corporación teologal a ofrecer una solución más apropiada para dicho vacío
teológico, solución que en este caso sí conseguirá el apoyo mayoritario del colectivo teologal, pero
que, cronológicamente hablando, es posterior al primer intento de solución, al fracasado, que de allí
en más sería reputado como “herejía”, mientras que el segundo adquiriría el mote de “ortodoxia”.
En otras palabras, en muchas circunstancias fue la herejía la que contribuyó a construir la ortodoxia,
y no a la inversa..
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Yo tengo para mí que esto es lo que sucede con el luteranismo a principios del siglo XVI. San
Agustín en el siglo V planteó un problema teológico y lo dejó sin resolver. Lutero, mil cien años
después, intentó ofrecer una solución al problema de las relaciones entre gracia y libertad. Intentó
cerrar el vacío con una propuesta de solución que, como ya sabemos, no alcanzó el consenso
mayoritario de los teólogos de la época, provocando el conflicto religioso que estalla de 1520 en
adelante.
Bien, para continuar con nuestro rastreo de teorías soteriológicas significativas vamos a avanzar
hasta la Baja Edad Media, hasta la segunda mitad del siglo XIII, para conocer la opinión de Tomás
de Aquino respecto de estas discusiones. Para que se ubiquen cronológicamente, Tomás de Aquino
muere en 1274. Su teoría de la salvación retoma los principales postulados antipelagianos de
Agustín. Está de acuerdo en que el hombre natural, expulsado del Edén y librado a sus solas fuerzas
no puede con sus obras reunir méritos suficientes para merecer de condigno la gracia, porque dichas
obras derivan de una naturaleza profundamente corrompida por la Caída. Pero aquí acaban los
acuerdos entre Tomás y Agustín. Porque el Aquinate se va a encargar de subrayar que existe mérito
en las obras del hombre, sólo que este mérito hay que buscarlo en las obras del hombre regenerado
por la gracia.
Me explico. A diferencia de lo que parecía pensar Agustín, ésto es, que cuando la divinidad decidía
concederle la gracia sobrenatural al hombre, éste no podía rechazarla (teoría que luego Calvino en
el siglo XVI desarrollaría en todo su esplendor), Tomás de Aquino dirá todo lo contrario: que el
hombre, en el ejercicio de su libre albedrío, puede aceptar o rechazar el regalo de la gracia. Si lo
acepta, la naturaleza del hombre comienza a sufrir un proceso de transformación ontológica. La
gracia comienza un proceso de regeneración de la naturaleza corrompida por la Caída. Por supuesto
que nunca llegará a convertirse en la naturaleza humana perfecta que existía en tiempos del Paraíso
terrenal, del Edén; pero de todos modos será una naturaleza humana menos degradada que la de
aquellos que aún no han recibido la gracia, o la de aquellos que la han rechazado. Esta naturaleza
regenerada del hombre que libremente ha aceptado la gracia, y que la deja actuar en su interior,
comienza lógicamente a producir buenas obras. Y estas buenas obras tienen mérito real, dirá Santo
Tomás. Hay mérito real en ellas no sólo porque el hombre ha aceptado la gracia sino porque la deja
actuar en su ser, no le pone obstáculos, colabora con ella. Estas buenas obras que realiza el hombre
regenerado por la gracia tienen mérito real porque derivan de una gracia que el hombre libremente
aceptó cuando bien pudo libremente rechazar. Allí está el mérito real. De hecho, para Tomás de
Aquino estas buenas obras que empieza a producir el hombre regenerado por la gracia, son el mejor
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síntoma de que una persona ha aceptado el regalo, le ha dicho sí al don sobrenatural, lo está dejando
actuar en su ser, y además se esfuerza por conservarlo, por no perderlo. Es por éso que para esta
soteriología tomista, las buenas obras tienen un rol relevante en la economía de la salvación
cristiana.
Por éso, si seguimos jugando con porcentajes (y aclaro que estos porcentajes no aparecen en los
autores que estamos analizando; yo recurro a ellos para tratar de que conceptualmente resulte más
clara la exposición), Tomás de Aquino seguirá pensando, como cualquier pensador cristiano, que en
la esfera de la fabricación de la gracia el 100% del mérito corresponde a la divinidad, porque es la
que se sometió voluntariamente a un atroz suplicio sin tener culpa alguna. Pero al mismo tiempo
Tomás se mostrará dispuesto, en lo que a la esfera del reparto y de la circulación de la gracia se
refiere, a concederle algo de mérito al hombre. No tanto como Pelagio, pero mucho más que
Agustín. Tomás estaría probablemente dispuesto a sostener que en la esfera del reparto un 50 % del
mérito puede ser de la divinidad y un 50 % puede ser del hombre. En la ecuación final, un 75 % del
mérito seguía siendo del orden sobrenatural, y un 25 % del hombre. Pero se trata de un 25 % que el
hombre tiene que poner, que tiene que esforzarse por ofrecer. Se trata de un ingrediente menor, pero
que el hombre tiene que aportar al caldero para que el preparado cuaje.
La siguiente estación en este debate tiene como protagonista a un teólogo de una generación más
joven que Santo Tomás, el franciscano Duns Scoto (muere en el 1309). Tomás de Aquino era
dominico y Duns Scoto franciscano, por lo que en estas diferentes concepciones soteriológicas
detectamos un síntoma más de la guerra civil larvada que enfrentaba a las dos principales órdenes
mendicantes. Duns Scoto va a revisar algunos de los postulados de Tomás de Aquino en un sentido
todavía menos antipelagiano, o más antiagustiniano si ustedes prefieren. La propuesta de Scoto
supone una concepción de la naturaleza humana ligeramente menos pesimista que la de Tomás, y
mucho más optimista que la de Agustín. Duns Scoto comienza, como todo pensador cristiano,
coincidiendo con Tomás y Agustín: las buenas obras que eventualmente pudiera realizar el hombre
natural librado a sus solas fuerzas no posee mérito de condigno como para merecer en rigor de
justicia la recepción de la gracia sobrenatural, porque emanan de una naturaleza radicalmente
degradada por la Caída.
Pero a partir de este punto el franciscano se aparta de sus predecesores, porque sostendrá que algún
grado de mérito existe en las buenas obras que eventualmente es capaz de realizar el hombre
natural, el hombre librado a sus solas fuerzas sin auxilio de la gracia. No se trata de mérito de
condigno, claro, de mérito en el sentido fuerte de la expresión, sino de un mérito débil, pero mérito
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al fin: mérito de congruo.
¿Por qué puede haber mérito en las buenas obras del hombre natural? Porque haciéndolas, el
hombre natural, incluso aquel que eventualmente no conoce siquiera la existencia de Jesucristo, se
esfuerza por obrar el bien. Por supuesto que se trata de un esfuerzo insuficiente, porque no
compensa la degradación de la naturaleza humana caída. Pero se trata de un esfuerzo en pos del
bien que la divinidad, puesta a repartir la gracia por el mundo, puesta a repartir entre los hombres
los méritos infinitos de Jesucristo, no deja de tomar en consideración, no deja de observar con
atención (en el peor de los casos, por pura condescendencia; en el mejor de los casos, como un acto
de misericordia). Se trata de un esfuerzo que no alcanza, que no compensa la total corrupción de la
naturaleza del hombre expulsado del Edén, pero que la divinidad no deja de tomar en consideración
cuando se pone a repartir la gracia por el mundo. Por ello Duns Scoto piensa que estas buenas obras
realizadas por el hombre natural crean en él una predisposición inmediata hacia el bien, que puede
incluso llegar a convertirse en un habitus virtuoso que luego facilitará la llegada de la gracia
sobrenatural.
Resultaba entonces congruente –de ahí la expresión “mérito de congruo”– que la divinidad, puesta a
inyectar la gracia en el mundo, a repartir entre los hombres los méritos infinitos de Jesucristo, a
repartir las llaves que abren las puertas del orden de eterna felicidad más allá del tiempo y del
espacio, privilegiara a aquellos que por lo menos habían intentado hacer el bien, que por lo menos
habían hecho el esfuerzo de orientarse el bien. La gracia que en casos como estos la divinidad
terminaba concediendo al hombre natural, seguía siendo un regalo pero un regalo ayudado por un
esfuerzo.
Todos los años doy el mismo ejemplo. Imaginemos a una maestra de matemáticas que tiene entre
sus alumnos algunos con dificultades para dicha disciplina, pero que sin embargo se esfuerzan
enormemente: se quedan después de hora, hacen más ejercicios que el resto, los repiten cuando se
equivocan, van a una maestra particular, se quedan estudiando los domingos... Pues bien, estos
alumnos con dificultades se presentan finalmente a la prueba y sin embargo no la aprueban.
Objetivamente no alcanzan el 4, el 6, el 7 o la nota mínima que se requiera para aprobar. Sin
embargo la profesora los aprueba. Objetivamente les está regalando la nota, porque la prueba no
está para aprobar, pero se trata de un regalo ayudado por el enorme esfuerzo realizado por dichos
estudiantes. El esfuerzo no alcanzó pero debe ser reconocido de alguna manera. Ésta es la lógica
que se encuentra detrás del modelo soteriológico de Duns Scoto y de la escuela franciscana.
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Ven ustedes que este modelo no modifica demasiado en términos conceptuales el esquema de
Tomás de Aquino. Se trata apenas un matiz. Si Tomás de Aquino estaba dispuesto a concederle al
hombre un 25 % de méritos en el proceso de su salvación individual, Duns a lo sumo podría elevar
ese valor en 5 puntos porcentuales, no más. Pero ésto no es lo importante. Lo que importa destacar
es que el modelo de Duns Scoto terminaba reforzando más todavía la idea de que en el proceso de
su salvación el hombre tenía un rol activo que cumplir. El hombre tenía una participación real,
porque ahora hasta el esfuerzo sirve, hasta el esfuerzo paga, incluso el realizado por el hombre
natural (el hombre que aún no ha recibido la gracia y está librado a su propia suerte). Con cada
generación que pasaba los teólogos tardomedievales aumentaban las exigencias que en materia
soteriológica imponían a los hombres. Cada vez era más lo que el hombre debía poner de su parte.
Ahora bien, esta soteriología de Duns Scoto resulta fundamental en nuestro relato, porque es aquella
con la que estudia Lutero. El principal teólogo en Alemania en la segunda mitad del siglo XV era
Gabriel Biel, un sacerdote secular que no pertenecía a ninguna orden religiosa, conocido como “el
último de los escolásticos”. Gabriel Biel era escotista, y particularmente lo era en materia
soteriológica. En Alemania, a comienzos de la Edad Moderna se estudiaba teología con los textos
de Gabriel Biel. Lutero estudia teología a partir de 1505, cuando ingresa en el convento agustino de
Erfurt, con los manuales de Biel. En otras palabras, Lutero estudia la soteriología escotista, la más
optimista de las teorías de la salvación bajomedievales, aquella que casi rozaba el pelagianismo.
Ésto es importantísimo, porque significa que fue la soteriología de Duns Scoto la que provocó en
Lutero la famosa crisis de conciencia que todos conocemos, esa ansiedad por su salvación
individual que luego tendría mucho impacto en sus opciones teóricas . No Por casualidad se trataba
de la soteriología que más le demandaba al hombre, que más le exigía poner de su parte. Esta teoría
de la salvación es la que asusta, en algún sentido aterroriza a Lutero.
* * * *
Finalmente llegamos a la soteriología luterana. Ya ustedes conocen el contenido de la crisis de
conciencia del monje agustino. Desde el momento en que ingresa como novicio en el convento
agustino de Erfurt Lutero siente que no puede aplacar a la divinidad, que no puede complacerla, que
no puede satisfacerla. Siente que no puede cumplir con los diez mandamientos, con el estricto
código moral judeocristiano. Siente que no es capaz de merecer la gracia ni siquiera de congruo, ni
siquiera en el sentido débil que al verbo merecer le otorgaba Duns Scoto. Se siente
irremediablemente condenado al infierno.
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Lutero podía evitar pecar por acción. Podía evitar pecar por omisión. Podía acumular sobre sus
espaldas todo tipo de mortificaciones y penitencias. Pero lo que no podía, sin embargo, era evitar
que su mente, que su espíritu, que su conciencia se viera asaltada por malos deseos, por malos
pensamientos, por tentaciones. Éstas se producían espontáneamente en su interior, aunque él las
ignorara, aunque él las desestimara, aunque no las llevara a la práctica ni las transformara en
acciones. Los malos deseos y pensamientos lo asaltaban espontáneamente y él no tenía control
sobre ellos. A Lutero lo mortificaba particularmente el anteúltimo mandamiento, el noveno, que
dice “No desearás la mujer de tu prójimo”. Lutero podía evitar no dormir con la mujer del prójimo.
En otras palabras, podía cumplir con aquel otro mandamiento que dice “No cometerás adulterio”.
Pero lo que no podía era controlar el deseo. ¿Cómo evitar que el deseo lo asaltara? ¿Cómo evitar
que el deseo se produjera? Él podía ignorar, desestimar el deseo, no cumplirlo, pero no podía evitar
que se produjera, no podía evitar sentir. Es por ello que en aquellos años de angustia Lutero se
sentía permanentemente pecador.
Sabemos que Lutero halla la solución teológica a este dilema gracias a un oscuro versículo de la
Epístola de San Pablo a los Romanos, Romanos I, 17: “El justo sólo vivirá por la fe”. A partir de
estas palabras, Lutero invierte los fundamentos de la teoría de la salvación que imperaba por
entonces en Occidente. Lo que propone es un cambio total de enfoque: saltearse la Edad Media y
volver a la Edad Antigua. Lo que propone, en última instancia, es retornar a San Agustín.
El punto de partida de la soteriología de Lutero es el opuesto de Pelagio y el mismo de San Agustín:
la total y absoluta corrupción de la naturaleza humana a causa de la Caída. Tras la expulsión del
Edén, piensa Lutero, en el hombre, en la naturaleza del hombre, la tendencia al mal, la
concupiscencia por el mal, la apetencia por el mal, se ha vuelto permanente. El mal se ha vuelto
carne en el hombre, se ha convertido en su segunda naturaleza. Ello es lo que explicaba, por
ejemplo, los malos pensamientos, los malos deseos, las tentaciones que permanentemente se
producían y emanaban del espíritu de Lutero y del espíritu de los hombres en general. Ello
explicaría la emergencia espontánea de estos malos deseos y tentaciones que surgían sin que el
hombre pudiera evitarlo. Para Lutero, los malos pensamientos nacen de la naturaleza radicalmente
corrompida por la Caída, como los gusanos naturalmente nacen de un cadáver en descomposición, o
como el agua de un manantial naturalmente mana día y noche, sin parar. El agua mana sin cesar del
manantial, el cadáver putrefacto produce sin cesar gusanos, la naturaleza humana produce sin cesar
frutos malvados, frutos de iniquidad.
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Es por ello que no existe mérito de ninguna clase en las obras del hombre a los ojos de Dios, piensa
Lutero. Porque dichas obras derivan de una naturaleza agusanada, de una naturaleza radicalmente
corrompida por el pecado. Todas las buenas obras no alcanzarían para compensar la existencia de
esta naturaleza humana radicalmente corrompida. Si imaginamos un libro de contabilidad como los
que se usaban antes, el libro diario, y pusiéramos en el haber, a favor de los hombres, todas las
buenas obras de la historia, bastaría con que pusiéramos en la otra columna, en la del debe, la
naturaleza humana radicalmente degradada por la Caída, para que las cuentas inmediatamente se
desbalancearan en perjuicio del hombre. Porque en definitiva, para Lutero, lo que ofende a la
divinidad es la existencia misma de esta naturaleza humana radicalmente degradada, esta naturaleza
que permanentemente produce frutos de maldad –como el cadáver putrefacto permanentemente
produce gusanos o el manantial agua fresca. Para Lutero, el hombre peca meramente existiendo. Un
hombre puede pararse en el medio de una habitación, poner la mente en blanco y no mover siquiera
un músculo, y sin embargo peca. El hombre peca incluso cuando duerme. Le das un palo en la
cabeza, lo desmayás, y el hombre peca. Porque lo que peca es su mismísimo ser. La naturaleza del
hombre es un cadáver putrefacto a los ojos de la divinidad.
Ahora se comprenden un tanto mejor algunas frases del primer Lutero, que en un principio pueden
resultar crípticas. Como aquella que dice “haciendo lo que puede, el hombre peca mortalmente”. Es
decir, el hombre se puede esforzar por hacer el bien, pero indefectiblemente peca por su naturaleza,
que él no controla. O aquella otra frase que dice “el libre albedrío es sólo un nombre”. Ésto es, el
hombre no tiene total libertad: por ejemplo, no tiene libertad para modificar su naturaleza.
Ahora bien, si la divinidad decidiera tomar en cuenta esta radical perversión de la naturaleza
humana, el hombre estaría radicalmente perdido. Es más, lo justo sería que la divinidad lo
condenara. Lutero sin embargo es un pensador cristiano, y como tal cree en la posibilidad de la
salvación cristiana. Cree que los hombres pueden alcanzar ese estadío trascendente de eterna
felicidad más allá del tiempo y del espacio. Lutero no deja de ser un teólogo cristiano. Pero ¿cómo
pasamos de este panorama tan negro que acabo de describir a este posible final feliz? Acá vamos
llegando al corazón de la nueva doctrina de Lutero.
Lutero cree que el hombre puede llegar a salvarse porque la divinidad decide no computarle sus
pecados, no imputarle sus faltas ni su naturaleza degradada, putrefacta y agusanada. El hombre se
salva porque la divinidad decide mirar para otro lado, hacerse la distraída, autoengañarse. Y
entonces, porque hace como que no ve, decide regalar al hombre lo que en rigor de verdad el
hombre nunca podrá llegar a merecer: la gracia sobrenatural, el estado de justificación, la salvación,
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la llave que abre la puerta del orden trascendente más allá del tiempo y del espacio.
En el luteranismo, entonces, la gracia, la justificación, la salvación, la llave, es puro regalo, es
donación desde un principio. En el proceso de su salvación individual el hombre no hace nada. Sólo
Dios actúa. El hombre meramente recibe. Es, sobre todo cuando miramos el proceso desde la
perspectiva del hombre, una visión de la justicia divina muy pasiva. El hombre no puede hacer nada
en pos de su salvación, o casi nada. Porque según Lutero el hombre puede adoptar una única actitud
en pos de su justificación. Lo único que el hombre puede hacer es desesperar de sí mismo. Debe
entender que si de él dependiera, estaría irremediablemente perdido. Debe comprender que él nada
puede lograr por sí mismo en pos de su salvación. El hombre tiene que desesperar de sí mismo y
depositar toda su confianza en una justicia que resulta por completo externa a él, que no está dentro
suyo, que es por completa externa a su ser, que está por completo fuera de él. Tiene que desesperar
de sí mismo y depositar toda su confianza en la justicia que para el hombre consiguió Jesucristo
durante su suplicio, en el trabajo que para él –aunque sin él– hizo el Mesías en la cruz.
Está claro que para Lutero la gracia, la justificación, la salvación, es un regalo puro. Ahora bien, ¿la
divinidad hace este regalo a cualquiera, sin ningún tipo de condicionamiento? La salvación es
donación pura, ¿para cualquiera? No. Evidentemente no. ¿A quién le hace la divinidad este regalo?
Lutero responde rápidamente: al hombre de fe. La divinidad regala el estado de justificación a
aquellos que depositan una fe fuerte, sólida, real: primero, en la misericordia divina, que es la base
de todo este proceso; en segundo lugar, en la divinidad de Jesucristo; en tercer lugar, en la eficacia
de todo este plan de salvación que la divinidad diseñó para el hombre; y en cuarto lugar, en los
méritos infinitos reunidos por Jesucristo durante su sacrificio. En otras palabras, la divinidad regala
la salvación a aquellos que construyen una fe sólida en las verdades fundamentales del cristianismo.
Es a esos hombres de fe, no a cualquiera, a quienes la divinidad decide no imputarles sus pecados,
no imputarles sus naturalezas degradadas, y por el contrario, imputarles la justicia de Jesucristo, los
méritos de Jesucristo. A estos hombres de fe la divinidad no les imputa sus faltas, y en cambio les
endosa las virtudes del hombre-dios. El hombre no se salva por su justicia: se salva por la justicia de
otro. No se salva por sus méritos: se salva por los méritos de otro. Ésta es, en definitiva, la doctrina
de la justificación por la sola fe. Lo único que el hombre puede hacer es desesperar de sí mismo,
depositar toda su confianza fuera de sí, en ese “gran otro” que es la divinidad, y esperar por ello
recibir graciosamente lo que en rigor de verdad nunca llegará a merecer ex rigore iustitiae.
En este punto Lutero roza el oxímoron. Porque dirá que el hombre de fe que ha alcanzado el estado
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de justificación, es en el mismo instante justo y pecador. Es justo porque la divinidad decide
tomarlo como tal, hacer de cuenta que es tal; es justo porque la divinidad decide no imputarle sus
faltas, y decide en cambio imputarle los méritos del Mesías.. Pero al mismo tiempo es pecador
porque su naturaleza, radicalmente corrompida por la Caída, continúa presente en él como siempre,
no se ha modificado un ápice. Sigue existiendo en él esa naturaleza humana en la cual la
concupiscencia por el mal se ha instalado de manera permanente.
Es importante entender que para Lutero Dios no hace al hombre justo, sino que lo toma por justo,
hace de cuenta que lo es. Acá se percibe una clara diferencia entre la postura de Tomás de Aquino y
la de Lutero. Tomás de Aquino pensaba que cuando el hombre aceptaba la gracia y la dejaba actuar,
ésta empezaba un proceso de regeneración, de transformación de la naturaleza caída, mejorándola,
sanándola, restaurándola. Lutero, en cambio, creía que este proceso de restauración no tenía lugar.
El hombre que por su fe alcanzaba el estado de justificación mantenía la misma naturaleza
degradada de siempre. La gracia no transformaba dicha naturaleza. Ésta es la causa última por la
cual para Lutero las buenas obras no resultan relevantes para la economía de salvación cristiana, no
eran meritorias a los ojos de Dios: porque la gracia que el hombre ha recibido como contrapartida
por la fe no transforma la naturaleza agusanada, esa naturaleza humana que sigue siendo un cadáver
putrefacto a los ojos de la divinidad. Es por ello que cualquier obra buena que eventualmente
pudiera salir de dicha naturaleza no compensaría jamás su existencia. Es por ello que a los ojos de
Dios no puede existir mérito real en las obras del hombres.
Contra Duns Scoto, Lutero dirá que no hay mérito real en las buenas obras que realiza el hombre
natural, y contra Tomás de Aquino dirá que no hay mérito real en las buenas obras que realiza el
hombre que ha alcanzado la gracia, porque todas ellas derivan de la misma naturaleza agusanada,
putrefacta, radicalmente degradada por la Caída. Es por ello que sólo la fe salva.
Ahora bien, ¿para qué están los diez mandamientos, entonces? Después de todo, se trata de un
listado de normas que inducen al hombre a realizar buenas obras, o por lo menos a evitar las malas.
Lutero responde de una manera en principio escandalosa: los diez mandamientos no están para ser
cumplidos porque no se los puede cumplir. Son incumplibles. ¿Para qué están entonces? ¿Para qué
los puso la divinidad en las Escrituras? La divinidad los sembró para ayudar al hombre. Los
mandamientos no dejan de ser un don de la divinidad. ¿Para ayudar al hombre a qué? A hacer lo
único que puede hacer en pos de su salvación: a desesperar de sí mismo. Están simplemente para
que el hombre intente cumplirlos y fracase una y otra vez, una y otra vez, y entonces termine
comprendiendo que si de su sola fuerza dependiera, estaría perdido. Los diez mandamientos son un
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monumento a la impotencia humana para vencer al pecado. Son un recordatorio de la impotencia
humana para hacer el bien. Y un recordatorio de que la salvación siempre es y será un regalo
inmerecido.
La perspectiva de Lutero no supone una suerte de anarquía moral, una suerte de vale todo, una
suerte de carpe diem amoral. La postura de Lutero no es antinomista. Lutero cree que las buenas
obras indefectiblemente se van a producir. ¿Por qué? Porque el hombre de fe, que como
contrapartida por su confianza ha alcanzado el estado de justificación, inevitablemente hará buenas
obras: para honrar a la divinidad, para agradecerle su bondad, para gratificarla. Pero cuando fracase,
e indefectiblemente fracasará, no va a desesperar. Porque sabe que la clave de su salvación, de la
obtención de la llave que se necesita para acceder al orden trascendente de eterna felicidad después
de la muerte, no reside en la acumulación de buenas obras sino en la fe que ha depositado en la
misericordia divina, en la divinidad de Jesucristo, en la eficacia de su plan de salvación, y en sus
méritos infinitos, reside en la confianza que ha depositado en una justicia que resulta por completo
externa a él.
Ven que las buenas obras aparecen en el esquema de Lutero. No es cierto que no están. Pero
aparecen al final. Son el último eslabón de la cadena de razonamientos. Porque para Lutero, las
buenas obras no son la causa de la salvación sino la consecuencia. Yo no alcanzo la gracia porque
acumulo buenas obras: hago buenas obras porque ya obtuve la gracia. En otras palabras, las buenas
obras son signos visibles de un proceso invisible que ya ha tenido lugar sin ellas.
Si jugamos por última vez con los porcentajes, como hicimos durante toda la clase de hoy,
tendríamos que decir que Lutero, como todo pensador cristiano, sin dudas otorgaría a la divinidad el
100 % del mérito en lo que a la esfera de la fabricación de la gracia se refiere. Pero en la otra esfera,
en la del reparto de la gracia, también el cien por ciento del mérito corresponderá a la divinidad. En
la ecuación final, el mérito del hombre en el proceso de su propia regeneración equivale a 0 %.
Estamos en las antípodas conceptuales y lógicas del pelagianismo.
Continuamos mañana con el resto del programa de reforma religiosa luterano.
Desgrabado por Adrián Viale
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