13 fábulas y otros relatos

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S I S T E M A N A C I O N A L de IMPRENTAS REGIONALES Richard Montenegro CARABOBO y otros relatos NARRATIVA 13 fábulas

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Autor: Montenegro, Richard. 13 fabulas y otros relatos(Tributo a Li Po). Coleccion:Coleccion: Narrativa. . Carabobo : Fundacion Editorial El Perro y la Rana; Red Nacional de Escritores de Venezuela; Sistema Nacional de Imprentas, 2008. 42p. - Sinopsis :En estas fabulas se encuentran todos los elementos de que hecha mano en su oficio: la presentacion de un clima inicial que asume compartido con el lector, el desarrollo medroso y calculado de unas circunstancias que poco a poco modifican la situacion original

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“...En las fábulas de Montenegro se encuentran todos los ele-

mentos de que hecha mano en su oficio: la presentación de un

clima inicial que asume compartido con el lector, el desarrollo

medroso y calculado de unas circunstancias que poco a poco

modifican la situación original, el final sorprendente para

quien no ha prestado atención a los detalles enumerados, a

veces, con excesiva ostentación...”

“...Esperamos que el lector disfrute tanto como nosotros

restituyendo cada paso de la historia a partir de una frase

lapidaria que sospecha desde el principio, pero que un agudo

sentido de la narración en el autor nos impide enunciar, como

para que nos parezca inexorable...”

Guillermo Cerceau

Valencia, Julio de 2007

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CARABOBO y otros relatos

NARRATIVA 13

fábulas

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(Tributo a Li Po)

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Edición José Carlos de NobregaTranscripción Richard MontenegroCorrección José Carlos de Nobrega

Diagramación Anais SilvaDiseño de portada Anais Silva

Los 250 ejemplares de este título

se imprimieron durante el mes de Enero de 2008 en

Fundación Imprenta del Ministerio de la Cultura

Valencia, Edo.Carabobo, Venezuela

RICHARD MONTENEGRO

13 Fábulas y otros relatos

(Tributo a Li Po)

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Imprenta Editorial Regional del Edo. Carabobo, VALENCIA, 2007

Av. Carabobo, Sector Los Colorados, Edifi cio INCE

Valencia, Edo. Carabobo, Venezuela

© Autor

© Fundación Editorial el perro y la rana, 2007

Av. Panteón, Foro Libertador, Edif. Archivo General de la Nación, P.B.

Caracas-Venezuela 1010

telefs.: (58-0212) 5642469 - 8084492 / 4986 / 4165

telefax: 5641411

correo electrónico:

[email protected]

ISBN 978-980-396-695-9

LF --- EN PROCESO DE TRAMITACIÓN---

ÍNDICE

Prólogo de Guillermo Cerceau 11

13 Fábulas 13

Mediterráneo 29

Génesis 35

La Conejera 37

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dábamos chupándole las historias a la gente. Nuestra afi ción nos enseñó a contabilizar horas y planifi car visitas a nues-tros distintos narradores. Por ejemplo, al carpintero Polaco lo visitábamos casi todos los sábados en la tarde; y siempre antes de salir mi Papá preguntaba a dónde iba y yo, con una gramática y pronunciación pésima digna de Johnny West-muller en Tarzán, le decía algo que para él sólo eran los bal-buceos de alguien con una papa caliente en la boca pero que signifi caban: Vamos a recordar los tiempos de antaño y él sonriente me decía:

-Ahmm, vas donde el nazi encubierto a recordar los tiempos de antaño. En vez de estar aprendiendo polaco de-berías estar estudiando Inglés que eso si te va servir de gran-de. Y deja de estar coleccionando nostalgias ajenas que tú estás muy muchacho para eso. Ah y nada de estarse sentando en la acera que me partí el lomo para que tuviesen una casa con porche y jardín. Y vuelve antes de la cena.

“Vamos a recordar los tiempos de antaño”, musité al incorporarme, mientras sentía cómo me colocaban la mano en el hombro. Embargándome una plácida calidez ya cono-cida, me susurraban al oído:

-¿Qué haces, papá?-Recordando los tiempos de antaño, papá.

El Sistema Nacional de Imprentas Regionales es un proyecto editorial impulsado por

el Ministerio del Poder Popular para la Cultura, a través de la Fundación Editorial

El perro y la rana, con el apoyo y participación de la Red Nacional de Escritores de

Venezuela. Tiene como objetivo fundamental brindar una herramienta esencial en

la construcción de las ideas: el libro. El sistema de imprentas funciona en todo el

país y cuenta con tecnología de punta, cada módulo está compuesto por una serie

de equipos que facilitan la elaboración rápida y eficaz de textos. Además, cuenta

con un Consejo Editorial conformado por un representante de la Red Nacional de

Escritores de Venezuela Capítulo Estadal, el Coordinador regional de la Plataforma

del Libro y la Lectura, el representante del CONAC en el Gabinete Regional, un

miembro activo de la Misión Cultura, más cuatro representantes de los Consejos

Comunales, atendiendo al principio de que El pueblo es la cultura.

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13 fabulas y otros relatosrichard montenegro

-Oigan muchachos a pesar de todo disfruté la cara que puso el Padre Francisco al beber el vino, nunca la voy a olvidar.

Se escuchó un benigno blasfemo corístico y cada quien voló hacia su casa dispuesto a recibir como mínimo un tem-plón de orejas.

Después de ese relato nos volvimos asiduos visitantes de la casa Vikinga y adictos a las leyendas y cuentos. Era tanto así que el Sardo dueño del abasto se ahorraba muchas ñapas a cambio de un cuento los fi nes de semanas. A mí me decía:

– ¿Un aleado o una historia?Y yo chistaba una historia y el viejo sardo me la guar-

daba para el fi n de semana. O si no era el nuevo zapate-ro sirio, ese que llegó gritando por la calle: zaaaaaabaatero, que nos contaba un cuento de las mil y una noches por cada cliente nuevo que le lleváramos (nunca olvidaré que su al-muerzo eran cambures con tomate). Su clientela era tal que Isócrates, el zapatero Maracucho, comenzó a memorizarse los cuentos que salían en Tigre, Onza y León para poder tener nuestros servicios. El siguiente en caer en nuestras re-des fue el mecánico Yugoeslavo, que nos contaba su versión western del halcón de Serbia, con Alan Ladd cual caballero negro y aderezado con un poco de Shane (tiempo después hicieron una película protagonizada por Franco Nero).

Cada uno de nosotros le sacaba lo que podíamos a nuestros padres. Con mi papá aprendí de los Trasgos, de los Gentilli esos gigantes vascos que cortaban cerros en dos y arrojaban un pedazo en la costa, de cómo según el Tío Abuelo el hombre llegaría a la Luna usando un rompehielos; y de cómo algún día alguien pondría una bandera debajo del polo norte, porque allí había mucho oro. Era tal nuestra obsesión que nos bautizaron las pulgas, porque siempre an-

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el Carretón (corría el rumor de que nuestras casas estaban construidas sobre un cementerio de la época independen-tista) y juegos de fútbol, metras, los papagayos, el fusilado y el estar colándonos en las casas ajenas como ninjas. Esa tie-rra de ideas y ensueños era capaz de exorcizar la pena más profunda. Nosotros descubrimos su poder de casualidad, cuando sustituimos el agua de la liturgia, la que mezclan con el vino, por vinagre con un toque de bórax y devo-ramos una buena cantidad de las miniobleas (lástima que no tuviésemos arequipe) que eran las hostias sin consagrar. Luego vino el susto, el Padre al descubrir nuestra travesura prometió una caldera de cuatro estrellas en el infi erno a los autores de tan grande sacrilegio. Los sospechosos habi-tuales junto con el Vikingo (que no era pagano) ni cortos ni perezosos confesamos a fi n de salvar nuestras pequeñas almas inmortales. Aturdiéndonos el Padre con la ira divina hecha verbo en su voz. Salimos mucho después de haber concluido la clase dominical. Luego de haber cumplido con los castigos impuestos, anduvimos pateando el polvo por las calles; con el peso de todos los pecados del orbe so-bre los hombros. Hasta que el vikingo nos invitó a su casa, donde su padre nos esperaba con un buen regaño debajo del brazo. Luego fuimos al patio de la casa. Donde bajo un samán enorme (era tan grande que a mí siempre me pare-ció un hongo nuclear) nos empezó a relatar “El Edda” (El bisabuelo) que nos arrebató de este mundo llevándonos al mundo de los Ases (no al mundo del barón rojo con tripla-no, esos eran otros) mientras comíamos lechosa y cambu-res de la cosecha familiar. Ahí nuestra depresión se disolvió quedando sólo el recuerdo y el arrepentimiento. Al termi-nar el relato fuimos redimidos por un libro pagano. Dimos las gracias y antes de dispersarnos no pude evitar decir:

Eran trece los caballeros de la mesa redonda y un trece algo frío nació mi padre. A él dedico estas páginas,

a Diego Montenegro

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-¿Y los Canarios qué? –Inquiría otro.Era una estúpida discusión que iba a iniciar una ino-

cente Guerra Civil española. Yo observaba los petardos ver-bales que se lanzaban. Hasta que en el cansancio acudían a mí, para que decidiese como Supremo Juez sobre la disputa:

-Oye, tú el que más sabes, decide- decían a coro.-Yo guardaba silencio por unos minutos y decía con

solemne voz:-A mí no me metan en camisa de once varas, además

si de decidir se trata, repito lo que se dice en mi familia de generación en generación: Los únicos y legítimos españoles además de ser la raza más antigua de la tierra, somos la gente de Euzkadi.

Cada vez que decía esto sonaba una rechifl a que pro-vocaba el retorno de la risa infantil entre nosotros.

Así era la vida en la calle La Conejera, donde había (a mí me lo parecía) un pedazo de cada región del mundo. Eso era un collage étnico y además muy divertido, una vez un amigo se quedó un fi n de semana en la casa y al irse me dijo: vives en una hallaca. Ahí en la calle, la plaza, la escuela o la iglesia había niños españoles, polacos, italia-nos, yugoeslavos, criollos y un vikingo hablando un único idioma: el juego. En los mismos lugares grupos de adultos con la homogeneidad de un vitral gótico charloteaban y reían cargando su terruño en cada carcajada. Y nosotros a pesar de tener padres tan distintos éramos casi idénticos al jugar.

Vivíamos entre dos mundos y nos gustaba tanto un corrido como una polka (a mi abuela le encantaba, no sé si más que el ajenjo) y la Europa, la de rimas y leyendas, no la de odios y guerras, era la mitad de nuestra vida, la otra mitad se repartía entre “aparecidos” como la Sayona,

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Mientras se ahogaba entre las montañas transformaba el cie-lo en un caleidoscopio gigante y dotaba de un tinte malva a todo el ambiente. Incluyendo los serios e inconmovibles tita-nes de concreto, esos a los que nunca les vi una sonrisa esbo-zada en sus ventanales.

De pronto me invadió una sensación de calidez hogare-ña mientras caminaba. Sin darme cuenta me había introduci-do en mi viejo barrio. Las calles no estaban muy concurridas, supongo que era causado por la creciente inseguridad, por lo que decidí enfi larme hacia la calle principal donde perduraba mi primer hogar. Mis pies recogían mis viejas huellas hasta que llegué a ese baúl de recuerdos. Estaba muy bien conser-vada aunque ahí ya nadie vivía. Miré el cielo y vi que aún era el mismo aunque un poco más oscuro y con manchas indus-triales. Abrí la verja, y en el jardín estaba yo como caperucita por los bosques de la memoria esperando que las fauces del recuerdo me atraparan. Súbitamente una ráfaga de viento me azota, alejándose mientras me dejaba en la mente una frase que de buenas a primeras me pareció incomprensible, era el recuerdo de una lengua olvidada. La impresión hizo sentar-me en uno de los bancos de cemento, estilo turco rococó, que hice con mi papá. Al otro lado de la calle estaba un fi cus en pleno crecimiento lleno de loros y torditos y me recordó el estallido de una granada.

-Los únicos verdaderos españoles, son los castellanos – dijo uno con sorna.

-Eso es falso, pues somos los gallegos – Replicó otro por su lado.

-Pero si los gallegos son unos cabezones – Decía a su vez otro.

-¿Y a dónde nos dejan a nosotros los Andaluces? – Pre-guntaba uno.

PRÓLOGO

En la presente selección de cuentos se han incluido muestras de las distintas aproximaciones de Richard Monte-negro al género, para que se le permita al lector no sólo des-cubrir la amplitud de dichas aproximaciones, sino también su unidad y coherencia, que no son ni más ni menos que la expresión de ese humor, “vertical y solitario”, que se llama estilo.

En tal sentido, pensamos que las fábulas iniciales, aunque dotadas de una estructura muy particular, y que sin algunas consideraciones que haremos, pueden parecen re-petitivas o predecibles, son en cierta manera los ejemplares más desarrollados de la cuentística de Montenegro. Más allá de las fronteras, internas y externas de un género, están las coordenadas mentales desde las cuales se narra, la situación del contador de historias frente a las mismas, el tono que asume, el guiño que nos deja entrever; características todas que no se ven en el cuerpo del texto sino que se perciben en el ocaso de la lectura, tal vez cuando cerramos el libro, tal vez horas más tarde.

En las fábulas de Montenegro se encuentran todos los elementos de que echa mano en su ofi cio: la presentación de un clima inicial que asume compartido con el lector, el desarrollo medroso y calculado de unas circunstancias que poco a poco modifi can la situación original, el fi nal sor-prendente para quien no ha prestado atención a los detalles enumerados, a veces, con excesiva ostentación. Lo que para

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algunos conocedores de este género puede parecer una re-petición innecesaria, para quienes se detengan a ver qué cla-se de modifi caciones introduce Montenegro en la historia, cómo la lentitud en el desarrollo de las peripecias no son otra cosa que la enumeración de las partes que hacen visible al todo antes de su exhibición y donde el fi nal es en realidad un recurso más sintagmático que narrativo.

El tratamiento distanciado, casi paródico, de un género en necesidad de renovación, es lo que le da unidad a la producción de nuestro autor. Los textos que siguen a las fábulas, de manera más discreta pero no menos intensa, reiteran esta posición del narrador. Esperamos que el lector disfrute tanto como nosotros restituyendo cada paso de la historia a partir de una frase lapidaria que sospecha desde el principio, pero que un agudo sentido de la narración en el autor nos impide enunciar, como para que nos parezca inexorable.

Guillermo CerceauValencia, Julio de 2007

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La Conejera

Hoy comienzan mis merecidas vacaciones anuales. Al salir de la ofi cina decidí darle un puntapié al colesterol y la hipertensión. Así que obvié devorar mis habituales cuarto de libra con queso (en Francia le llaman Royal con que-so), mi ración de papas y mi coca Cola extra grande sabor a vainilla e hice algo extraordinario: Caminar. Sería algo así como las cuatro de la tarde o al menos eso creo (ya que por ética no uso reloj). Cuando comencé a recorrer lo que con mucho orgullo muchos llamaban ciudad. Siguiendo la calle que escogía mi moneda en cada esquina. Aquí hasta el mis-mísimo Minotauro se hubiese perdido sin remedio, ni Dé-dalo hubiese podido acercarse al caos creado por la falta de urbanismo y las nuevas reformas (pensé en Hesíodo por mo-mentos), esto si que era un laberinto... Al caminar llevaba la cuenta de las ninfas asesinadas por el “progreso” que talaba cuanto árbol se le atravesara. La tarde es ventosamente fría como debía ser; pues ya estábamos a fi nales de noviembre y el viejo Pacheco puntual como todos los años, nos traía el frío navideño junto con Juanito Escarcha y las producciones de Rankin Bass en la tv.

El Catire parecía muy interesado en mi camina-ta, mientras seguía su trayecto obligado hacia el poniente.

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por instantes. El brillo fue zarandeado hasta que cuajó la os-curidad. Un frío húmedo se esparció sobre él.

Luego la calidez volvió pero al mundo se le revolvía un ansia en las entrañas. Con dolor le nació un espinazo que comenzó a crecer retorcidamente hasta que reventó la bur-buja para internarse en la nada. El espinazo reptaba con difi -cultad mientras se le hinchaba el lomo retorcido. El espinazo irguiéndose invade un espacio desconocido más allá de la nada, su lomo se abre y despliega sus alas. Pequeños ángeles verdes se hallan diseminados por doquier en ese espacio. Un brillo enceguecedor la empapó. Vio por vez primera el sol y sintió las cosquillas que le hacía la suave brisa al acariciarle las alas. Ella fi nalmente comprendió.

Sudoroso y apoyado en la azada, el hortelano sonríe ante el nacimiento de la vida. La semilla había germinado dándose cuenta que ella no era el mundo sino sólo una parte de éste.

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13 FÁBULAS

I

Todas las tardes, desde su llegada, parecía un lienzo de Watts. Reclinado sobre un parapeto algo resquebrajado, sin duda, por la usura del tiempo mientras, desde las profundas sendas del sueño, miraba con cierto temor a lo lejos la red de senderos que se entrecruzaban de manera casi infi nita. Ahí estaban ellas y mañana las vería.

Lleno de valor sale temprano a recorrer la madeja de sendas que se entrecruzaban y resbalaban entre ellas como serpientes recién nacidas en su nido. Aún se pierde en los senderos. La gente le miraba con rencor mientras le grita-ban: ¡Minotauro! ¡Minotauro! Él ignoró los gritos hasta que sintió unas coles estrellándose contra su cabeza. Volteó y vio un celaje huyendo por un estrecho sendero. Corrió por ahí y al fi nal se encontró con una niña. Apretó el mango de la espada al acercarse y ella sonriendo con burla le ofrece un cuenco con agua y un poco de pienso. Él se detuvo en el acto y resoplando con furia se vuelve y regresa al palacio.

Su mujer había sido raptada. Muchos dijeron que ella había huido con aquel hombre. Manchado su honor, orga-nizó a sus hombres, buscó a su hermano y en la empresa sumó a todo aquel que gloria quería. Navegaron y al llegar sitiaron las murallas que guardaban el amor. Con tretas poco honrosas las doblegaron y destruyeron, cortando las gargan-

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tas de cada poeta para que no cantaran las bellezas de su ciu-dad perdida. Temían que retoñaran las piedras.

Mató al hombre que amaba su esposa, la trajo de nuevo a su reino y a su lecho pero ya nada fue igual. Nunca pudo evitar que en los angostos callejones que dejaban los ten-deros en la plaza del mercado las mujeres, esas mujeres que perdieron a sus padres, hermanos e hijos en esa lejana guerra le llamaran: Menelao el Minotauro.

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GÉNESIS

Todo era calidez y oscuridad cuando despertó. No sa-bía cuando había comenzado; sólo sabía que existía. Se sentía inmensa percibiendo que sólo una vaga frontera la limitaba. Silenció sus pensamientos por un momento y percibió mur-mullos débiles y lejanos. Sus pensamientos y sensaciones fl u-yeron nuevamente, acallando esos murmullos, comenzando a girar sobre sí misma. Sintió su poder cuando se dio a la tarea de ordenar esos pensamientos que cuajaban en estruc-turas que semejaban galaxias espirales y sistemas solares.

El poder y la fuerza embebían esa burbuja de autocon-ciencia que era incapaz de ver más allá de sí misma, porque ella era alfa y omega, más allá la nada se extendía. La nada ¿Qué era eso? : no lo sabía con seguridad; pero lo más cer-cano era todo aquello que no era ella, como aquellos mur-mullos. ¿Realmente existieron? Seguro que no, eso eran engaños de la nada, sólo ella existía. Ella era todo, era el mundo. Las sensaciones seguían apareciendo, ubicándose en su respectivo lugar en la danza de las esferas. Hasta que el orden fue violentado con una rudeza desconocida por ella. Toda su majestuosa presencia: el mundo, era estremecido por un poder ignoto hasta ese momento. La calidez fue rota, un brillo inimaginable envolvía al mundo ahogándolo. Sin-tió miedo por primera vez y dejó de girar, sobre sí misma,

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IILa luz temblaba por el frío aire que se escurría por la jun-

tura de los postigos y un zumbido revoloteaba a su alrededor. Mientras, él seguía trenzando el mimbre, al terminar lo ama-rró a una vara de sauce. Blandió ágilmente el adminículo y aplastó el zumbido contra la pared. El matamoscas ya se había popularizado desde que él, convaleciente, de aquella descomu-nal caída, lo había ideado. Se levanta con su andar intermitente y sale al jardín. Alzando la mirada ve a su antiguo compañero de juegos fi jado al cielo. Y cojeando suspiros vuelve a la casa.

Desde aquella caída había comenzado a estudiar a los in-sectos voladores, a las aves y a esas semillas que caían en danza frenética hacia el suelo. Pensó en imitar las alas de las aves pero la cera no era de fi ar. Icaria estaba de testigo. El secreto se lo brindó un pequeño murciélago. Con buen viento y la enver-gadura necesaria esta vez si que llegaría y se reiría en la cara de ese viejo verde. Hacían falta sólo unas cuantas monedas pero con su nuevo invento no tardarían en llegar: el papiro mata-moscas llegaría para quedarse y fi nanciaría su empresa.

Esta vez llegaría y ningún moscardón lo tumbaría de su montura alada. Ahora no temía caer: Belerofonte hacía tiem-po que había inventado el paracaídas.

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III

Comenzó a recorrerlo como solía hacerlo cuando el sol tocaba el estanque del jardín. La luz no era un problema. Para eso estaba el sistema de espejos y en el peor de los casos las teas estaban al alcance de la mano. Se adentró en ese portento in-útil que había mandado a construir para ocultarlo y proteger-lo del mundo. Los caminos se quebraban cayendo de manera imperceptible. Dispuestos a jugar con los sentidos de otros hombres. Él ya era inmune a esa estratagema, sus dedos hacía tiempo que marcaron en las paredes senderos más duraderos que el producto de una rueca.

Su rostro mostraba paciencia y resignación; pero qué más se puede hacer ante el deseo que hiere las carnes de tu mujer cuando tú no puedes hacer que se preñen las vides. Hiciste lo justo porque la querías. A pesar de su previsible aspecto, cargaste ese niño cuando nadie se atrevía. Quizás en Esparta lo hubiesen arrojado a las rocas, pero tú no. A él estaban des-tinadas grandes cosas. Lo apartaste del mundo para proteger-lo. Nunca le negaste la dicha de tener compañeros de juegos. Muchos tuvo y él compartía sus talentos con ellos. Tocaba la lira y el caramillo con pasión y en la escritura historias de una isla portentosa engullida por el océano surgían de su mano.

Una noche infausta un invitado bárbaro besó con su es-pada el cuello del príncipe y ahora en su templo mortuorio no te queda Minos, tan sólo acariciar las astas de aquel que convertiste en tu hijo.

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tras de sí una gruesa capa de espuma, donde fl otaban prope-las, al zambullirse en el mar desde los riscos que saludan a las estrellas.

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si era exitosa, le daría el pasaporte a la vida civil. Así podría, por lo menos, llevar fl ores a sus idos amores aunque no tu-vieran tumbas. Ahora la tierra era yerma para él y no sabía si era capaz de echar raíces en ella. De improviso la prope-la comienza a chasquear y su hipocampo mecánico encalla debajo del casco. ¡Maldita cosa!, se dijo, así nunca llegaría a tiempo al punto de transbordo; pero decidió no perder tiempo. Creyó escuchar aquel susurro y dudó por momen-tos. Pensó en la gente que quizás debía estar en el barco y sintió algo de pena por ellos; pero eran soldados. La pobre gente de su pueblo no lo era y aceptaron con impotencia y dolor el abrazo de los capullos de muerte que arrojaban las águilas roncas remachadas con barras y estrellas. Él siempre terminaba lo que comenzaba. Así que colocó las cargas con el tiempo necesario para poder llegar a ninguna parte y co-menzó a nadar lejos de ahí. Maldijo al Duce y comenzó a es-cuchar aquel susurro casi olvidado. Se percataba después de mucho tiempo, por última vez posiblemente, de la belleza del mar. Esa que le sonreía de niño, cuando jugaba con los hijos de Knossos.

La luna tocaba suavemente la niebla que unía a la tierra con el mar. Él llegaba con ellos y se dedicaba en el pueblo a reparar relojes, relojes que comenzaban a marcar el tiempo hacia atrás buscando recuperar idos deseos. Él frecuentaba las tabernas y bebía el vino con tristeza mientras hablaba con los paisanos, que querían olvidar el pasado que les laceraba el alma, sobre todo aquellos amores que había perdido y que él se negaba a dejar atrás.

La niebla muere y el puente entre los dos mundos se desvanece. Ellos se alejan de nosotros junto con él. Aquel que de niño, ajeno al glorioso y triste pasado de los hijos de Knossos, compartía con ellos sus secretos juegos. Dejando

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IVLo vio a lo lejos. Él se acercaba con parsimonia. Ella

pensó: otro más que viene a morir. Él vio que no era mons-truosa, es más, era bella y amenazante. Ya cerca él se quita el sombrero y con respeto se presenta. Ella desdeñosa, como siempre, se sacude un poco y enuncia el enigma:

- ¿Cuál es el animal que se toma dos en la mañana, tres al mediodía y cuatro al anochecer?

Él recibió en silencio el desafío, cerró los ojos. Ella le espeta que se apresure y él abriendo los ojos dio la respuesta al enigma que tantas muertes había provocado. Ella enmu-deció por instantes y luego gritó llena de ira, intentó devo-rarlo; pero el sentido del honor la detuvo. Ella, no era buena perdedora, le dijo al forastero que no era el hijo de esos cam-pesinos y que en la ciudad mataría a su padre y preñaría de gozo a su madre. Él escuchó la revelación en silencio y sólo consiguió decir:

- Lo sé, es mi destino.Ella enloqueció y se arrojó al vacío.

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VÉl nunca pensó que volvería. Extrañamente él recor-

daba todo, antes y después de Leipetra. Nunca pensó que el Hades sólo era una estación intermedia antes de volver bajo el sol. Veía a su alrededor con disfrute y percibía con entu-siasmo los olores de la estación.

Entre el vulgo era capaz de reconocer a antiguos héroes que no recordaban sus hazañas aún cantadas por los poetas. Se les acercaba pero ellos le rechazaban con extrañeza.

Él veía el encender del alumbrado público y se asom-braba del poder del hombre. Sin embargo algo le faltaba, solo se sentía y recordó el amor que le había sido arrebatado. Comenzó a buscar con celo pero no la hallaba. La gente le huía con pavor contenido hasta que una vez en un ágora moderna de ferrosos nervios sintió su presencia. Siguió el invisible hilo y ante la escalera mecánica se detuvo. Leyó un cartel que decía mercado y estacionamiento. No era nada de eso, era el infi erno. Recordó su antigua hazaña y dijo “nunca más”. Bajó con entereza, y se encontró rodeado de rapsodas, sofi stas y tenderos que pesaban sus diversos frutos y compradores que regateaban 100 gramos. Con ojos nue-vos vio ese fruto que tan familiar le había sido en su olvido y que llamaban libro. Vio centauros y ninfas, ajenos a su con-dición, sumergidos en su sueño de olvido y pequeñas imi-taciones de Atlas que en vez de llevar con difi cultad el orbe sobre la espalda, lo llevaban sonriendo en bolsas rojas que

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se acrecentó. Imprimió más velocidad al torpedo y la vejiga de caucho comenzó a infl arse y desinfl arse con más rapidez; mientras al fondo veía una pradera de esponjas.

¡Esponjas! Ni él conocía la cantidad que recogió de niño, mientras competía con cabezones de bronce y lana cauchatada, trabajando con su papá y su tío. Este había sido el trabajo de su familia desde los tiempos de Minos. Por lo menos eso le decían desde que tuvo uso de razón. Por suer-te, eso pareció en ese momento, el maestro descubrió la pe-culiar inteligencia del muchacho y con su ayuda y mucha aplicación, Giuseppe pudo ir a la Universidad. Allí estuvo dando tumbos unos cuantos semestres hasta que dio con la Oceanografía. En ese tiempo se abría todo un universo sub-marino; pero vino la Locura encamisada de negro y no tar-dó en buscarle para misiones especiales. La locura negra se esparcía por doquier augurando un futuro glorioso, como el pasado de su Pueblo, forjado con águilas de acero negro. Era toda una canción futurista impulsada por un corazón de cilindro y pistón.

Él creyó en esas promesas, sin saber que eran incapa-ces de ser preñadas, y sintió con gusto que era un heredero de los gloriosos Urinatores. Ahora era un buzo de combate. Pero la Locura sólo dio palabras estériles y terminó lleván-dose a todos los que quería, los engulló sin piedad. Se llevó hasta el susurro que suavemente resonaba en su mente y que le acompañaba en sus sueños. Ahora estaba verdaderamente solo.

Ahora estaba solo en el mar, dispuesto a hundir lo que fuera en esta oscuridad liquida. Ya la maleza se despejaba y comenzaban a verse más rayos de luz desde el muelle, per-cibiéndose con difi cultad a lo lejos el casco imponente. Se enfi la con rapidez para acabar con esta aburrida tarea, que

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piriferas, Deleserea sanguínea y otros tantos nombres que había aprendido en la facultad y que de nada le servirían en este momento.

El sol desliza su sonrisa en las aguas del impávido mue-lle. En el borde de éste, el Maestro espera hasta que arroja un puñado de monedas al mar donde nadaba un grupo de niños y donde iba sin percatarse su anillo de graduación. Todos los niños se sumergieron en busca de las monedas, excepto uno. Giuseppe nadaba y comenzó a escuchar un burbujeante su-surro que nunca había escuchado, pero que era extrañamen-te familiar y que guiaba suavemente su mano. Él emergió rápidamente con el puño en alto, cual Teseo mostrando el anillo de Anfi trite, llevándole el trofeo a su Maestro. En ese momento, éste decidió convertirse en un centauro para ese niño. Desde ese día a Giuseppe le resonó suavemente ese su-surro en su cabeza. Él fue a preguntarles a los viejos del pue-blo sobre ese susurro extraño y ellos le hablaron de los Hijos de Knossos. Le dijeron que cuando la niebla une la tierra con el mar, los Hijos de Knossos caminan entre nosotros sin que lo notemos. Ellos nos hablan en susurros milenarios que nos llenan la sesera de sueños heroicos y nos cantan con la cadencia de un suave oleaje que nos arrulla. Sin malicia alguna y sin desearlo siquiera nos enamoran, mientras nos sonríen y prueban el dulce vino que Dionisio nos enseñó a hacer hacía mucho tiempo.

Giuseppe ve a través del cristal de su escafandra un mundo verde azulado. Donde sólo se escucha el húmedo ronquido de su vehículo, su respiración amplifi cada por el depósito de cal sodada y el latir de su corazón. La maleza submarina se hacía más densa a la par que trabajosa se volvía la marcha. Pudo escuchar el lejano eco de las máquinas tra-bajando y su deseo de terminar rápidamente con esta misión

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colgaban de sus brazos. Siguió caminando y al fi n la consi-guió vestida con trozos de cielo y asediada por sátiros, ninfas y centauros. Él se le acercó, le recitó antiguos versos y ella sonrió bella y ajena sin reconocerle. Intentó vanamente sa-carle del olvido tañendo música como él sólo lo hacía. Pero el sortilegio seguía sin quebrantar. Sintió una vaga presencia y miró en todas direcciones hasta que halló al soberano de esa región. Se le acercó y éste, después de sorber un poco de café esspreso, le ofreció sonriente el mismo trato, recalcán-dole que nunca viera hacia atrás. Él aceptó y se dijo que esta vez no se equivocaría. Tañó su música y se dirigió a la esca-lera mecánica, la miró y le dijo:

-Ven.Ella sonrió y avanzó con un libro en sus manos. Él si-

guió con parsimonia y decisión a la salida. Cientos de ojos brillaban, en la oscuridad camufl ada con ráfagas de luz, fl o-tando en la música. Sin mirar atrás salió del centro comercial y caminó varias cuadras escoltados por los postes del alum-brado público. Fue inútil, Eurídice y la cultura permanecen en el infi erno.

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VISu cabellera sibilante destellaba inquietantes miradas.

Avanzó hacia él con deseo contenido. Sus labios se humede-cieron como hacía tiempo que no pasaba. Él no retrocedió, era un gallo con espuelas de bronce. Ella se acerca sinuosa-mente y antes de refl ejarse en el escudo taraceado con albas dice:

-Mi lecho es de piedra pero nuestro calor lo ablandará.Rígido e invisible, dudó un instante. Y de soslayo Per-

seo le tasajeó la cabeza.

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Mediterráneo

...Los viejos pescadores de esponjas dicen que

el mar es el hogar de todas las lágrimas, las nuestras

y las de todos aquellos a los que quisimos.

Las Crónicas del Argos, Alexandros Voyanis

Los Riscos saludan a las estrellas opacadas por una extrovertida luna que acariciaba la niebla. Las fl ores caen girando suavemente, como pequeñas propelas, en un caden-cioso mar. El niño le preguntaba a su padre si su madre había muerto y él le decía que no, que sólo se había ido al mar y que esas fl ores, como un curioso hilo de Ariadna, le mos-trarían el camino de regreso. El niño bajó la cabeza y siguió absorto la caída de las propelas que acariciaban al viento.

El Cielo mira implacable cómo el alarido de la Tierra quiebra a la isla. Las aguas, con violencia, comienzan a adue-ñarse de los restos de la otrora gloriosa ciudad. A lo lejos los Hijos de Knossos veían con estupor, mientras sus lágrimas dulces caían sobre el mar, cómo la isla se sumergía con sus padres en sacrifi cio expiatorio. Desde ese momento ellos re-nunciaron a las glorias de la Tierra. Viviendo voluntaria-mente en una realidad ajena a nosotros.

Las aguas están ligeramente alteradas. Él mira a su alre-dedor, mientras dice a sus adentros Fucus veciculosas, Macrocystes

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VIIYa olvidó hace cuanto su amado se fue, solo le mantenía

en pie su esperanza. En sueños le veía venir por ese sendero que los llevaba a ese jardín oculto donde sudorosos llegaban a abrazarse. Recordaba como él, antes de darle la comida en la boca, jugaba con ella imitando el vuelo de Ícaro. Recordaba todas las veces que durmieron juntos y compartieron el ca-lor de sus cuerpos. Aún recordaba el olor de su amado. Como lo extrañaba. Ya no creía que volvería, pero esperaría hasta el fi nal. La vejez quería apoderarse de su cuerpo pero no lo per-mitiría. Todos los días salía a recorrer ese sendero secreto, que ya no era tal porque muchos hombres y mujeres comenzaron a profanar ese signo de amor no olvidado. Una ráfaga le trajo un viejo perfume. Le vio venir por ese sendero, que al medio-día dolía caminar, detrás de una carreta arrastrada por bueyes. Caminaba con gallardía oculta. A su lado pasó el herrero, el zapatero y el pescador de esponjas que hacia tiempo que estaba baldado. Ninguno le reconoció, parecía invisible a los demás. ¿Sería él? ¡Claro que lo era! Su corazón se lo decía. Temblando emprendió la carrera hacia su amado, él se detuvo y abrió los brazos. Saltó hacia su pecho y él le abrazó. Volvió a sentir su olor, su calor y el sabor de su piel. Había vuelto, él había vuel-to. Con su mirada nublada busca los ojos de su amado y suspira por última vez. Y así Argos descansó por última vez en los brazos del rey de Ítaca.

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VIIICreíste en tu corazón, creíste en él. ¿Volviste a ese lugar

para qué? Para recordar las tristezas. Te escapaste de los bra-zos de tu tierno protector ¿sólo para sollozar? No sabes si es ira o amor lo que sientes por ese extranjero. Por celos y por él renegaste de tu casa y derramaste tu sangre. Los hombres nunca perdonarán que tu sangre haya sido el sudor de su espada. Ahora llevas la marca de Caín en tu frente. Un ma-rino solo le es fi el al mar. Sollozabas cuando a lo lejos viste el corcel de las olas con henchidas velas alejándose. Pero no lo maldijiste. Luego llegó él con su séquito. Era bello y res-plandeciente. Te acogió, consoló y sació tus ansias de mujer. Sin embargo estás aquí sola en la arena sin creer que cada vez que te despliegas y acoges a un dios, veas refl ejado en sus ojos el rostro de Teseo.

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XIIIForjasteis las armas del nuevo Regente. Bajo la guía

de su sangre creasteis los más ingeniosos mecanismos. Os creíais libres cuando erais esclavos de un usurpador que prometió orden y justicia. Cuando sólo llegó para dar rienda suelta a su lujuria. Su caída los arrastró al ol-vido y disolución. Renacisteis sin saber cómo, multipli-cados por un puñado de arena, en cuerpos de metal y plástico. Alejados de sus viejas proporciones de leyenda homérica. Y con mecanismos movidos por las hilachas del venablo de Zeus más pequeños y precisos que los de Antiketera. Permanecéis con vuestros ojos encadenados a recorrer iridiscentes senderos circulares. Asesinando el tedio, todo para el mayor disfrute de las antiguas f ichas de juego de los inmortales: los hombres. Nunca pen-sasteis volver así. Arges, Estéropes y Brontes, seguisteis siendo esclavos.

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XIIEl oráculo estudió los signos con sumo celo y mostrán-

dole su visión le dijo: Nunca serás Martín Tinajero. Tu lujuria desmedida rompió un lazo que debía ser

eterno. No importa lo que pudiste enseñarle a los hombres. Con tu persecución llenaste de veneno un ánfora colmada de un amor que te era ajeno. Ellas, con razón, mataron sin piedad a tus compañeras. Condenaste al mundo a no escu-char más prodigios. Buscaste desesperado el consejo del orá-culo. Él te dijo:

- Un óctuple sacrifi cio debes hacer para purifi carte. Seguiste sus palabras y ellas alegres volvieron danzando

para ti ¿El sacrifi cio saldó la deuda? No, no podría. El mila-gro era producto de tu alcahuete padre. Pero en el corazón del oráculo vivía la justicia y te mostró cuál sería tu desgra-cia. En la edad de hierro, en una tierra aun sin nombre. Más allá del extremo oriental del reino de los Atlantes, él te dio a ver lo que nunca serías:

-¡Ay! Aristeo, nunca serás Martín Tinajero.

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IXLos candelabros desprendían brillos en medio de las

charlas de rigor. La música luchaba por vencer la panoplia de olores y sabores que se desprendían de la mesa. Aquí y allá los saltimbanquis y bufones arrancaban atención con regular éxito. El amo y señor de este palacio aguardaba con impa-ciencia al invitado de honor.

No se escatimaron gastos en la fi esta sorpresa. Todos vinieron con sus mejores galas y perfumados con el mejor aceite. El anfi trión se acicaló como si esperase al rey de los persas. Al fondo del pasillo se escucharon risas y todos hicie-ron silencio. Vendado, trastabillando y perseguido por mu-jeres el invitado entró al salón. De improviso le fue quitada la venda, vio a su amigo y éste le dijo:

- No digas nada.La música estalló y se reanudó el remolino de sabores

y olores. Él fue llevado al mejor lugar de la mesa y después de unos tragos y bocados su amigo le pidió que admirara los nuevos frescos del techo. Levantó la mirada y vio una joya bruñida, digna del atelier de Hefestos & Co. , colgada de un hilo invisible. Se sonrió, se levantó y con calibrada apostura ofreció el puesto de honor a su amigo diciéndole:

- Soy indigno de servir de vaina a la espada destinada a mi señor.

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XHas caminado a lo largo del mundo. Viste cómo des-

truyeron los bosques y desgarran la piel de la tierra. Cómo apiñados hombro con hombro son incapaces de sentir a otro ser humano. Cómo envenenan el aire con ruidos sin sentido y ahogan el cielo con una mortaja más duradera que la noche. Parecía que hubiesen despertado al caos y que un aliento fl ameante recorriera el orbe. Nuevamente las aguas tratan de engullir la tierra pero no por mandato de los dio-ses, sino por estupidez humana. Quisiste perdonarlos pero la Tierra clamaba justicia. Entonces te erguiste, Deucalión, y comenzaste a recoger las piedras.

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XICorría en la oscuridad mientras sus pies se hundían en el

cieno. Se detuvo frente a un árbol caído y decidió no huir más. Se sentó y esperó. Al poco rato ella se presentó. Era bella, con serpientes que parecían cabellos y fríos ojos verdes. Le dijo:

- No te temo - y sonrió.Una ola indiscreta le despertó, a su lado estaba él. La miró

y le dijo:- Ya nada te pasará, yo te cuidaré. Dime ¿Qué me espera a

mi regreso?Ella sonrió y le dijo:- Tu mujer te espera ansiosa, varios hombres la pretenden.

Pero ella te ha sido fi el mientras teje un tapiz donde se ve tu nave que navega en el mar. Si el viento da en el tapiz véras cómo el oleaje se mueve y se hinchan las velas de la embarcación. Serán dichosos juntos.

- Tu visión es hermosa, seremos felices, tú olvidarás y serás parte de esa felicidad.

- Sí, mi señor, lo seré.Al desembarcar la llevó al palacio donde la vistió y perfu-

mó. Ya en el salón él le dijo: Hoy conocerás a mi esposa. En-tonces ella sintió algo frío que llenó todo el salón, sonrió para sí misma, y vio unos cabellos que parecían serpientes y unos fríos ojos verdes. Él sonrió y dijo:

-Ante ti está la reina de esta tierra: Mi esposa Clitemnestra.

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“...En las fábulas de Montenegro se encuentran todos los ele-

mentos de que hecha mano en su oficio: la presentación de un

clima inicial que asume compartido con el lector, el desarrollo

medroso y calculado de unas circunstancias que poco a poco

modifican la situación original, el final sorprendente para

quien no ha prestado atención a los detalles enumerados, a

veces, con excesiva ostentación...”

“...Esperamos que el lector disfrute tanto como nosotros

restituyendo cada paso de la historia a partir de una frase

lapidaria que sospecha desde el principio, pero que un agudo

sentido de la narración en el autor nos impide enunciar, como

para que nos parezca inexorable...”

Guillermo Cerceau

Valencia, Julio de 2007

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