128 trafalgar y la corte de carlos iv

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5/6/2018 128 Trafalgar y La Corte de Carlos IV - slidepdf.com

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  El texto siguiente ha sido extraido de EPISO-

  DIOS NACIONALES. Primera serie. Antología

comentada. Edición de Rafael del Moral. Edito-

rial Mare Nostrum, 2004.

LA HISTORIA

Trafalgar

Las últimas décadas del siglo XVIII habían sido proclives a los enfrentamientos navales de las po-

tencias europeas en busca de la

hegemonía. La Revolución

francesa, lejos de calmar los

ánimos, abonó los espacios pa-

ra aupar a un jovencísimo mili-

tar, Napoleón, que, alentado e

inspirado en tan altos y ambi-

ciosos proyectos, desestabilizó

el continente. El enfrentamien-

to naval en el cabo de Trafal-gar, frente a las costas de Cá-

diz, el 21 de octubre de 1805

entre las escuadras francoespa-

ñolas y la inglesa, no fue sino

el resultado de una batalla

anunciada, pero también uno de

los episodios más trascendentes para frenar la expansión france-

sa, destruir el poder marítimo

de España y consolidar el poder 

inglés, aupándolo a su preponderancia por mucho

tiempo.

Quería Napoleón distraer a la armada inglesa en

las Antillas y conseguir desembarcar en Gran Bre-

taña con un ejército de 160.000 hombres. El pro-

yecto fue alterado por circunstancias tan adversas

como aleatorias, pero destacan entre ellas la habili-

dad del almirante inglés Horace Nelson para ace-

char permanentemente al enemigo y evitar que el

factor sorpresa jugase en su contra. El primer en-

frentamiento se había producido en aguas de El

Ferrol, el 22 de julio. Las fuerzas aliadas no salie-

ron bien paradas, en particular las españolas, y Vi-

lleneuve y sus navíos, junto con los españoles, se

vieron obligados a concentrarse en Cádiz,. No es-

taban los ánimos encumbrados, y lo estuvieron aún

menos cuando el torpe almirante francés conoció

la decisión de Napoleón de sustituirle. El destitui-

do precipitó sus errores: primero la salida al mar 

con los 33 navíos que comandaba para dirigirlos a

 Nápoles y ayudar a la campaña francesa en el sur 

de Italia. Las prisas evitarían, si no estaba en Cádiz

a la llegada de su sucesor en el cargo, su substitu-ción. Lo que no pudo hacer, sin embargo, fue evi-

tar el enfrentamiento con la

armada de Nelson que ace-

chaba sus movimientos con

sus veintisiete barcos, entre

ellos el Victory. Mientras los

navíos aliados se dispusieron

en un frente amplio y conti-

nuo, los ingleses atacaron en

cuña y consiguieron romper 

la línea. A la habilidad tácticase sumó otra: mientras los

aliados dirigían sus cañona-

zos hacia la arboladura de los

  barcos para inmovilizarlos y

asaltarlos, los ingleses apun-

taban al casco para provocar 

su hundimiento. La flota es-

 pañola quedó destrozada.

Durante al menos cien años la

hegemonía naval perteneció a los ingleses. Su do-minio fue decisivo en la formación de un gran im-

 perio.

La marina española, por su parte, sucumbió en una

decadencia absoluta. Napoleón aceptó la derrota

frente a su principal rival y renunció a sus ambi-

ciones inglesas, pero no al resto de sus campañas

europeas.

La corte de Carlos IV

El evento histórico a que hace referencia este epi-

sodio es la Conspiración de El Escorial, pero otro

tipo de historia, sin acontecimientos señalados,

interesa mucho más: la de la paz anterior a la gue-

 Trafalgar. La corte de carlos ivTrafalgar. La corte de carlos ivTrafalgar. La corte de carlos ivTrafalgar. La corte de carlos ivTrafalgar. La corte de carlos ivTrafalgar. La corte de carlos ivTrafalgar. La corte de carlos ivTrafalgar. La corte de carlos iv

Benito Pérez GaldósBenito Pérez Galdós 

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rra y no recuperada sino muchos años después de la

guerra. Madrid aparece como una ciudad tranquila

donde la calma preside la cotidianeidad. La vida dia-

ria, con sus dificultades, sí, es la

herencia de un largo periodo sin

convulsiones en una ciudad que

va a recibir a las tropas de Napo-

león y que cambiará de signocontinuamente en un alterado

siglo, el que se acaba de iniciar.

Los acontecimientos de la cons-

  piración se desarrollaron entre

octubre de 1807 y marzo de

1808. Las intrigas palaciegas se

habían multiplicado en los años

anteriores por la diversidad de

fuerzas en la lucha por las in-

fluencias en la Corte, y se habían

iniciado años antes, cuando en

1792 parecía necesario contar 

con una persona desvinculada de

la administración anterior y ca-

 paz de iniciar una política hostil con la Francia revo-

lucionaria, sobre todo después de la ejecución de

Luis XVI en enero de 1793. Por eso la destitución

del primer ministro, el Conde de Aranda, por Ma-

nuel Godoy, un joven de veinticinco años, descono-

cido sin experiencia, había alterado las tradicionales

fuerzas de la nobleza. El carácter débil de Carlos IVfavorecía que buena parte de las decisiones que

hubiera debido tomar fueran cedidas a la reina María

Luisa Parma, quien a su vez eligió a un simpático

sargento de guardia de corps como valido: Manuel

Godoy, de veinticuatro años, pasó pronto a conver-

tirse en generalísimo de los ejércitos.

En el otro frente de las influencias, el también joven

general francés, Napoleón, de ilimitadas y fenome-

nales ambiciones. Y buena parte de la corte, enfren-

tada con unos y otros, y en desacuerdo por el irracio-nal ascenso del inesperado mandatario y la nueva

 política de distribución del poder, apoyan al príncipe

de Asturias, al futuro Fernando VII. Su adhesión

más parece un rechazo de la política de palacio que

un apoyo al heredero.

Fernando VII se había casado en 1802 con la prince-

sa María Antonia de Nápoles, quien no tardó en de-

clararse enemiga de Godoy. El también príncipe de

Asturias, Francisco, hermano de Fernando, casó con

otra infanta napolitana, María Isabel. En torno aellos se aglutinó el partido fernandino o napolitano,

al que apoyaron notables aristócratas. Creados estosfrentes desde el desarrollo natural de los hechos y la

  posibilidades que ofrecen la debilidad y la fuerza

 para establecerlos, la incontenible ambición de Ma-

nuel Godoy le llevó a dos secretas y arriesgadas ne-

gociaciones, una con el francés, otra con el heredero.

Deseaba el extremeño conseguir 

un territorio propio en el sur de

Portugal y se entrevistó con Na-

 poleón para establecer el reparto

del país vecino. La invasiónfrancesa le ayudaría. En el otro

 bando, a la muerte de María An-

tonia de Nápoles, en mayo de

1806, Godoy le propuso al prín-

cipe viudo, sin escatimar en osa-

día, un nuevo matrimonio con la

 propia cuñada del valido. La su-

gerencia enfureció y distanció al

futuro Fernando VII.

Enredada la corte en estas ten-

siones, el 27 de octubre de 1807

se firmó el tratado de Fontaine-

 bleau. Aquel texto acordaba que

Francia y España dividían Portu-

gal en tres mitades, las señaladas por los ríos Duero

y Tajo. La demarcación del sur había de ser para Go-

doy. Francia se encarga-ría de aplicar la fuerza sufi-

ciente para llevarlo a buen término.

Y mientras todo esto ocurría, el príncipe Fernando

 preparaba una conspiración para derrocar a su padre.

Fue descubierta y fueron procesados los cabecillas.

El heredero salió indemne porque obtuvo el perdón

real gracias a la paradójica intervención de Godoy,

que erró sus cálculos al creer que el príncipe contaba

con la protección de Emperador francés. Y mientras

las maniobras palaciegas, ajenas a la gravedad de la

situación, desmembraban el gobierno, el ejército ve-

cino cruzaba las fronteras. No hacía sino aplicar, sin

todavía vulnerar, los términos del tratado de Fontai-

nebleau.

GALDOS: La novela de España 

 El Mundo, 15 de febrero de 1998

Galdós hizo sobrevivir la realidad del siglo XIX 

convertida en ficción. Como Cervantes, lo leía todo

 y recordaba cualquier coas que oía. Albareda, su

director en «El Debate», le dio el título para sus

«Episodios Nacionales». El clericalismo impidió

que fuera propuesto para el Nobel. Murió pobre y

ciego.

Una de las mejores razones para consolarse de ser 

español es Galdós. En el amargo exilio republicano,

Luis Cernuda escribió un poema, Bien está que afue-

ra tu tierra, que es quizás el mejor elogio del escritor 

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canario:« Los bien amados libros (...) / En tu tierra y

 fuera de tu tierra / Siempre traían fielmente/ El en-

canto de España, en ellos no perdido, / (...) El nom-bre allí leído de un lugar, de una calle / (Portillo de

Gilimón o Sal si Puedes), / provocaba en ti la nostal- gia / De la patria imposible que no es de este mun-

do».

Y es que si antes de Galdós hay un escritor sobretodos, Cervantes, y contemporánea de las suyas una

novela mejor, La Regenta, su obra es, en conjunto,

incomparable. Galdós funda en el tiempo su propio

tiempo, el de una realidad, la espa-

ñola del siglo XIX, que sobrevive

convertida en ficción.

Es la forma clásica de salvación

de lo real mediante

su imitatio artística; el triunfo del

arte sostenido por un propósito

moral y político. El de Galdós es

la recreación de la nación española

como novela, una aventura con

infinitos personajes, reales y ficti-

cios, a la sombra luminosa de la

Libertad.

La obra de Galdós sobresale por la

claridad de su propósito. En cam-

 bio, la vida de Galdós es de una

opacidad mineral, de una discre-

ción enigmática. No es que quisie-

ra dejar pocas huellas de su vida

 particular, es que las borró todas. Y con tal éxito que

hasta 1995 no se publicó una verdadera biografía de

Galdós, la de Pedro Ortiz-Armengol. Hasta entonces,

300 intentos en vano. Clarín, el más importante de

cuantos fracasaron, sólo consiguió que le confirmase

una cosa: que nació en Las Palmas.

Y sin embargo, hay un novelón por escribir sobre la

familia de nuestro escritor, canariona y goda desde la

conquista de las islas a finales del siglo XV, con rai-

gón vasco, raíz castellana, una florida rama cubana y

el tronco navegando entre ultramarinos y coloniales.

Las clave de la familia y seguramente del destino

galdosiano fue su todopoderosa madre Doña Dolo-

res, todo un carácter que marcó indeleblemente la

vida de su hijo Benito y a quien seguramente le de-

 bemos la creación de un alma frágil y dura, ideal pa-

ra escribir novelas después de haberlas padecido.

 Nació en 1843, noveno y último hijo de un goberna-

dor cesante y en una familia con muchos líos econó-micos, políticos, familiares y sexuales, vagamente

dedicada al comercio. Cuando fue a la escuela, a losocho añitos, ya era famoso por su habilidad para

hacer escenarios de cartón con figuritas de papel. Se

conserva su proyecto más ambicioso: un pueblo de

 plastilina, cartoncillo, piedrecitas y mondadientes,

con iglesia y todo.

Estudiante vulgar y escriba precoz, la clave de su

adolescencia, tal vez de toda su vida, fueron sus

amores con cierta primita cubana, hija natural de una

escocesa bastante alcohólica llamada Adriana Tate,

que viuda y ya mayor se lió con un joven tío de Gal-dós y tuvo a María Josefa Washington, más conocida

como Sisita. Doña Dolores doblegó el afán matrimo-

nial de Benito y lo mandó a Madrid. Llegó muerto

de pena en 1862, a estudiar Dere-

cho, y en la ciudad destartalada y

familiar, abigarrada y tumultuosa,

 paseó todas las calles, husmeó

todos los rincones, la miró de

arriba abajo y de abajo arriba, a la

vez atento y ausente, con un in-

terior tan vacío que cabía todo.

Siete años de periodismo, desta-

cando en el parlamentario, fueron

su escuela literaria y política. La

consagración de aquel muchacho

alto, silencioso, de porte discreto

y mirada de alfiler, fue temprana,

con La fontana de oro, escrita en

el año revolucionario de 1868, y

donde ya aparece el maestro en

narrar grandes historias de las que

no sabemos cómo ha podido ente-

rarse.

Mesonero Romanos, que le influyó bastante en su

 primera época, acabó harto del saqueo de su memo-

ria, Y es que Galdós, como Cervantes, lo leía todo,

hasta los papeles de la calle, y recordaba cualquier 

cosa que oía. En la memoria primero y sobre el papel

luego, todo lo sembraba. ¡Y cosechó!

Liberal de razón y corazón, vivió de cerca los gran-des acontecimientos del Sexenio Revolucionario: la

 Noche de San Daniel, el fusilamiento de los sargen-

tos de San Gil, la caída de Isabel II, el asesinato de

Prim, el paréntesis de Amadeo y la proclamación de

la I República.

En 1873 tenía 30 años pero había visto lo suficiente

como para concebir una obra sencillamente monu-

mental: contar en novelas la historia de aquella Es-

 paña disparatada, colérica, perpleja y entrañable. Al-

 bareda, su director en El Debate, le dio el títu-lo: Episodios Nacionales. Y arrancó novelando un

naufragio: Trafalgar, la destrucción en tiempos de

Carlos IV de la Marina de Guerra, clave militar de la

 pérdida del Imperio y cuya batalla conocía por un

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grumete superviviente.

El año 73 escribe cuatro episodios; el 74, cinco, el

75, otros cuatro; desde 1876 escribe y publica si-

multáneamente novelas y en 1879 ha terminado las

dos primeras series de Episodios -20 títulos- y la

 primera parte de su obra novelística, en la que des-

tacan Doña Perfecta, Gloria,Marianela y La familia de León

Roch. Lo saluda como maestro

el crítico más fino, don Juan

Valera, y Pereda, crítico de su

anticlericalismo, se convierte

en amigo entrañable. Pero lo

mejor está por llegar.

En 1881 comienza sus Novelas

Contemporáneas con La des-

heredada; en el 82, publica Elamigo Manso; en el 83, El doc-

tor Centeno; en el

84, Tormento y La de Bringas;

en el 85, Lo Prohibido; en el

87, Fortuanta y Jacinta; en el

88, Miau; en el 89, La Incógni-

ta y la primera de las novelas

de Torquemada: Torquemada

en la hoguera. En menos de 10

años ha escrito y publicado 10

novelas sencillamente sober- bias.

 No hay nada semejante en la literatura de lengua

española, ni antes ni después. Y por si fuera poco,

triunfa en el teatro apoteósicamente

con Realidad. Clarín le organiza el primer homenaje

y escribe su biografía literaria y Juan Valera lo hace

académico en 1889.

Viaja por toda España y casi toda Europa; mujerie-

go crónico y solterón empedernido, sus aventurasgalantes recorren la escala social, desde Lorenza

Cobián, una asturiana modelo de pintor, analfabeta,

a la que pone piso y con la que gusta llamarse Sise-

 buto, hasta la suntuosa y magnífica Emilia Pardo

Bazán, admiradora, amiga, amante y deliciosa co-

rresponsal. Sostuvo económicamente a varias muje-

res y tuvo algunos hijos, pero ocultos.

Sacaba tiempo para todo: del 92 al 96 puso sitio al

teatro -La Loca de la casa, La de San Quintín, Los

Condenados, Voluntad, La feria, adaptaciones deDoña Perfecta y Gerona-. Y no dejó descansar a la

novela: Angel Guerra en el 91; Tristana en el

92; Torquemada en la cruz, en el 93; Torquemada

en el Purgatorio, en el 94; Torquemada y San Pedro,

 Nazarín y Halma, en el 95; Misericordia y El Abue-

lo en el 97. Rompe con su editor y en 1898 se va al

País Vasco para iniciar con Zumalacárregui, la Ter-

cera Serie de Episodios.

El Desastre lo angustia como patriota y lo aboca

más a la política. En el 90, Sagasta lo había hechoelegir diputado por Puerto Ri-

co, pero no abrió la boca en Las

Cortes.

En 1901, el estreno de Electra,

del que sale a hombros, lo con-

vierte en símbolo político del

anticlericalismo. Publica episo-

dio y estrena obra, una, dos y

hasta tres veces al año. En

1905, la Academia sueca sugie-

re que presenten su nombre pa-ra el Nobel, pero la vileza del

clericalismo político lo impide.

En 1910 es elegido diputado en

la coalición republicano-

socialista, una radicalización

 política espejo de su pesimismo

y paralela a su decadencia físi-

ca.

En 1912 termina el último de

los Episodios, Cánovas, y pier-de totalmente la vista. Tiene a

Marañón como médico, es pobre después de tanto

trabajo y lo ayuda una suscripción pública. La últi-

ma mujer, maestra joven y lazarillo, es enigmática

hasta en el nombre: Teodosia Gandarias.

En enero de 1919 sale de casa para inaugurar su

monumento en el Retiro, obra de Victorio Macho.

Cuenta Federico Carlos Sáinz de Robles, presente

en el acto: «Ante la emoción de todos los asistentes

(...) Don Benito hizo que le subieran al plinto y conmano morosa fue acariciando su figura en piedra,

como si sus dedos tuvieran ojos para contemplarla».

¡Cómo no llorar! Tras despedirse de sí mismo, Gal-

dós se despide de Madrid con los ojos de la memo-

ria; en agosto da su último paseo por Moncloa y el

Parque del Oeste. Muere anciano, pobre y ciego un

4 de enero de 1920. El entierro, apoteósico.

Pero como dejó escrito Cernuda, Galdós vi-

ve: «Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas, /Aún

en estos libros te es querida y necesaria, / (...) Lareal para ti no es esa España obscena y deprimente /

En la que regentea hoy la canalla, / Sino esta Espa-

ña viva y siempre noble / Que Galdós en sus libros

ha creado. / De aquélla nos consuela y cura ésta».