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a si mismo aun mas

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Colección «PROYECTO»

30

Lucien Auger

Ayudarse a sí mismo aún más

(4.a edición)

Editorial SAL TERRAE Santander

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Título del original francés: S'aider soi mime davantage

© 1980 by Les Editions de l'Homme Montréal

Traducción: Armando Ramos García

© 1992 by Editorial Sal Terrae Polígono de Raos, Parcela 14-1

39600 Maliaño (Cantabria) Fax: (942) 36 92 01

E-mail: [email protected] http://www. salterrae. es

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain

ISBN: 84-293-1059-2 Dep. Legal: BI-2342-97

Fotocomposición: Didot, S.A. - Bilbao

Impresión y encuademación: Grafo, S. A. - Bilbao

A Micheline, «Al final de un largo camino...»

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índice

Agradecimientos 9

Introducción 11

1. Los obstáculos al cambio 15

2. Una estrategia de cambio 27 Identificar el problema 27 Recoger los datos 30 Identificar las posibles causas 34 Examinar las posibles soluciones 38 Elegir y ensayar 43 Anotar la evolución 48 Evaluar: retrospectiva y prospectiva 53

3. La «necesidad» de ser amado y sus consecuencias 55 El disco rayado 67 Admitir la verdad (la «niebla») 71 La afirmación de sí negativa 73 La encuesta negativa 74 Información gratuita y revelación de sí 81

4. La necesidad de «tener éxito» y sus consecuencias 85

5. El odio, la culpabilidad y sus consecuencias 97

6. Reaccionar ante la frustración 107

7. Arriesgar 117

8. Actuar 127

9. De ayer a hoy 139

Conclusión 147

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«La razón por la que la inquietud mata a más per­sonas que el trabajo es que son muchas más las personas que se inquietan que las que trabajan».

Robert Frost

Agradecimientos

Quiero expresar mi gratitud a las diversas personas que, directa o indirectamente, me han ayudado en la redacción de este libro. Además de las muchas personas que han acudido a mi consulta durante años, y a cuyo contacto se elaboró primeramente como terapia el contenido de estas páginas, me ha resultado especialmente estimulante el con­tacto con los participantes en las sesiones de formación en la relación de ayuda que vengo animando desde hace más de diez años, así como mis numerosos intercambios con los animadores de los Ateliers de développement émotivo-rationnel (ADER). Finalmente, una buena parte del con­tenido del libro ha sido contrastada con los cursillistas del Programme de formation á la psychothérapie émotivo-rationnelle (PFPER), que dirijo desde hace dos años en el marco de las actividades del Centre Interdisciplinaire de Montréal.

Como todos mis anteriores libros, también éste ha sido previamente leído, criticado, enriquecido y mecano­grafiado por Micheline Cote, la cual, por encima de sus funciones de secretaria, ha sabido asumir a lo largo de los años el papel de amiga y, finalmente, el de esposa.

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Introducción

Se cumplen ahora seis años de la publicación de Ayudarse a sí mismo, libro en el que exponía las grandes líneas del pensamiento emotivo-racional en psicoterapia, insistiendo esencialmente en la modificación de las emociones. Si­guiendo el pensamiento de autores antiguos (Epicteto, Mar­co Aurelio) y modernos (Albert Ellis), explicaba en él los mecanismos cognitivos que dan origen a la emoción, y describía una terapéutica basada fundamentalmente en el cambio de las ideas y las creencias. Tan sólo de paso, hacía alusión al segundo aspecto de toda verdadera transfor­mación personal: la modificación de la acción.

En efecto, los tres elementos que constituyen el pen­samiento, la emoción y la acción están íntimamente rela­cionados, hasta el punto de que muchas veces no pueden diferenciarse. En un mismo movimiento pensamos, sen­timos y actuamos. Sólo un esmerado análisis permite dis­tinguir fases sucesivas dentro de esa continuidad.

Todo se inicia con la percepción, la cual, una vez interpretada, genera directamente la emoción. Esta última, a su vez, empuja a la acción o a la abstención, y puede incluso demostrarse que determina la naturaleza de esa acción. Así, sentimos emociones en función de lo que interpretamos de la realidad, y actuamos en función de las emociones que esas interpretaciones suscitan en nosotros. Podemos, pues, afirmar que un verdadero cambio en el nivel de la interpretación conlleva automáticamente un

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cambio de la emoción, el cual determina, a su vez, una modificación de las acciones.

Por otro lado, es posible considerar inversamente la cadena y afirmar que un cambio directo de la acción da lugar a que surjan nuevas interpretaciones, que entrañan por sí mismas la generación de emociones nuevas. Estas emociones, a su vez, engendrarán una continuación de la acción anterior o la realización de una nueva acción com­patible con la emoción en cuestión. El siguiente esquema resume el conjunto del proceso:

r Percepción

Interpretación (idea)

*- Emoción

Puesto que toda la vida de un ser humano no se compone, en definitiva, más que de tres elementos (ideas, emociones y acciones), podemos concluir que un cambio verdadero comportará la modificación de cada uno de esos tres ele­mentos.

El presente libro quiere remediar lo que pudo parecer un laguna en Ayudarse a sí mismo. Trataré aquí de trazar los rasgos generales de la terapéutica de la actuación, y ofrecer así al lector los medios para conseguir una modi­ficación real de sus acciones. Si, en buena medida, la felicidad humana consiste en sentir el máximo de emocio­nes agradables, no es menos cierto que está igualmente

^

J

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vinculada a la ausencia lo más completa posible de la frustración, ese estado psicológico no-emotivo que emana de la no-satisfacción del deseo*.

Si puede evitarse o abolirse la frustración mediante la modificación del deseo, puede igualmente disminuirse o incluso suprimirse por la consecución del objeto deseado. Aquí encuentra su lugar una terapéutica de la acción, por­que el hecho de no alcanzar el objetivo y de que persista la frustración se debe, muchas veces, a que la acción es insuficiente o inapropiada. Se trata, pues, de explorar, en las páginas que siguen, estructuras de acción que permitan alcanzar con mayor seguridad los objetivos engendrados por las emociones. El ser humano, por falta de una actua­ción sistemática de las habilidades que le permitan actuar con soltura y eficacia, se expone al fracaso y, por tanto, casi de forma fatal, al surgimiento de interpretaciones que originan emociones desagradables, como el desánimo y la ansiedad, y que conducen, a su vez, a nuevas acciones o abstenciones torpes, inapropiadas y penosas.

A grandes rasgos, el plan del presente volumen será el ya utilizado en Ayudarse a sí mismo. Tras un capítulo fundamental, destinado a situar los principios de la acción eficaz, en los capítulos siguientes pasaré revista a los mo­dos de acción o abstención vinculados con cada una de las ideas irrealistas ya abordadas en el libro anterior. Reagru-paremos, eso sí, algunas de aquellas ideas, debido a la similitud de las acciones o abstenciones que generan.

Una palabra de advertencia al lector. Como Ayudarse a sí mismo, también éste es un libro «práctico» que describe

* A menudo, se suele clasificar la frustración entre las emocio­nes. Mostré en el libro L'Amour: de l'exigence á lapréférence (1979), pp. 39-40, que la frustración no comporta emoción particular, y que ella misma no es una emoción, sino que constituye la ocasión para interpretaciones diversas, que son las que realmente crean la emoción.

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procesos que el lector está, no sólo invitado a comprender, sino también a ejercitar. Como lo demuestra ampliamente la experiencia de la relación de ayuda, la mera comprensión nocional no aporta por sí misma ninguna modificación de la emoción o de la acción. Es la convicción la que origina el cambio de emoción, y es el ejercicio el que permite conseguir el dominio de un nuevo comportamiento. Esto quiere decir que una lectura, atenta incluso, del presente libro no conseguirá aportar modificación duradera alguna del comportamiento si no va acompañada de numerosos ejercicios in vivo, que son los únicos capaces de crear las nuevas habilidades que se buscan. El lector ha invertido una cierta suma de dinero en la compra de este libro, pero ¿está dispuesto a invertir su tiempo y sus esfuerzos para enseñarse a sí mismo cómo actuar de forma diferente? ¿Está lo suficientemente decidido a cambiar para ponerse a ello de veras, en lugar de contentarse, una vez más, con pensar en ello y con intentarlo? Ya no llevo la cuenta del número de veces que he propuesto a mis clientes que rea­licen ciertos gestos o que desistan de realizar otros. A menudo me han contestado que lo intentarían, a lo que respondía yo que ya lo estaban intentando desde hacía años y que ya era hora de que lo realizasen.

Ningún libro puede cambiar tus ideas, tus emociones o tus acciones. Lo más que un libro puede hacer es ofrecerte indicaciones sobre la manera de actuar para conseguir ese cambio; pero queda todo por hacer cuando se ha pasado la última página, al igual que la harina, los huevos, la leche y las manzanas permanecen tranquilamente en su lugar mientras lees la receta de la tarta. ¿Va el lector a ponerse a ello? A esta pregunta, sólo el propio lector puede res­ponder; pero más le valdrá ser plenamente consciente de que no conseguirá ningún cambio duradero de sus acciones sin un esfuerzo bastante considerable de su parte.

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1 Los obstáculos al cambio

Si se considera que la vida humana no tiene más finalidad que ella misma y que cada cual determina por sí mismo los objetivos que le parecen más provechosos para su bien­estar, ¿cómo es que muchos de nosotros parecemos tan poco hábiles para organizar nuestra acción en orden a al­canzar los objetivos que perseguimos? Somos seres de deseo y, desde nuestro nacimiento hasta nuestra muerte, sentimos siempre esa emoción que nace de nuestra inter­pretación de un elemento cualquiera de la realidad como ventajoso y provechoso para nosotros.

¿Por qué es tan frecuente, entonces, que no alcan­cemos el objeto de nuestro deseo? ¿Por qué Gabriel, que se casó deseando ser feliz con Laura, termina en un do­loroso divorcio después de cinco años de matrimonio? ¿Por qué Cristina, que quería tener éxito en sus estudios de Derecho, termina en el fracaso y en la depresión? ¿Por qué Ignacio, que deseaba tener una vejez feliz, termina en una amarga soledad y en el aburrimiento? ¿Por qué Paula, que deseaba tan intensamente ser amada por sus hijos, sólo recibe de ellos el desprecio y el rechazo?

Para dar un inicio de respuesta a estas preguntas, consideremos la situación en que nos encontramos en el momento de nuestra llegada a este planeta. Evidentemente, nacemos sumidos en una ignorancia casi total. Lo único

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que sabemos hacer sin que nos enseñen a hacerlo es mamar. Todo lo demás, o casi todo, lo aprendemos a lo largo de los años de nuestra vida.

Señalemos enseguida que la parte más importante de este aprendizaje se realiza de manera inconsciente, es decir, sin darnos cuenta de que estamos aprendiendo algo en el momento en que lo aprendemos. Ocurre otro tanto en la mayor parte de nuestra vida: sólo excepcionalmente somos conscientes de nuestras ideas, de nuestras emociones e incluso de la mayor parte de nuestras acciones; y sólo excepcionalmente somos claramente conscientes de lo que estamos pensando, sintiendo e incluso haciendo. Tomemos un gesto que nos parece tan sencillo como hablar nuestra lengua materna. Estamos tan acostumbrados a hacerlo que no tenemos conciencia de todas las contorsiones que nues­tras cuerdas vocales y el resto de nuestro aparato fonatorio deben realizar para permitirnos articular los sonidos que forman nuestro discurso. El aprendizaje de nuestro idioma lo hemos asimilado de tal manera que no conseguimos fácilmente comprender cómo un anglófono, por ejemplo, pueda tener tantas dificultades para emitir ciertos sonidos de nuestra lengua. Decía un humorista que el chino o el ruso son idiomas muy fáciles, puesto que incluso los niños chinos y los niños rusos se expresan fácilmente en esas lenguas. Sin embargo, basta con iniciar el estudio de esos idiomas para constatar que su aprendizaje sistemático suele ser muy difícil para el adulto, porque éste carece del largo aprendizaje inconsciente que se consigue durante la infan­cia y porque, además, ya se han creado en él otros hábitos que entran en contradicción con esos nuevos hábitos que se esfuerza en adquirir.

Podemos, pues, concluir sin temor a equivocarnos que, si nuestras acciones terminan muchas veces en fra­caso, ello se debe, en gran parte, a la presencia en nosotros de hábitos inapropiados, pero fuertemente arraigados desde hace años.

Según los principios del condicionamiento operativo, cuando a una acción le siguen consecuencias que se per­ciben como agradables y deseables por quien la ha reali­zado, la probabilidad de que dicha acción se repita en el futuro aumenta. Parece probable que es así como lo apren­demos todo. Entre las consecuencias percibidas como po­sitivas y deseables, las que más parecen interesar al ser humano son la aceptación, la aprobación y el afecto de sus semejantes, y para conseguir éstos realizará frecuente­mente gestos que, a primera vista y de forma realista, pueden parecer poco ventajosos mientras no se perciba que lo que realmente buscan, por encima de todo, es la aprobación de otros seres, vivos o muertos, reales o imaginarios.

Es, pues, perfectamente posible que ciertas secuencias de acción o de abstención las hayamos aprendido al co­mienzo de la vida, gracias a la aprobación del entorno, y que en esa época fueran comportamientos adaptados a las circunstancias concretas de la vida infantil, por ejemplo, a la debilidad e incapacidad para resolver los problemas sin la colaboración de los adultos. Puede ocurrir, igual­mente, que esas mismas secuencias de acción o de abs­tención se prolonguen luego durante años por la fuerza de la costumbre inconsciente, aun cuando se hayan vuelto inútiles y hasta perjudiciales para lograr los objetivos en cuestión.

Todo esto puede parecer un tanto abstracto; por eso, tal vez un ejemplo ayude a comprender mejor cómo los seres humanos pueden llegar a adquirir hábitos que al final acaben volviéndose en su contra.

Imaginemos al pequeño Gabriel, que acaba de nacer y siente en su organismo el dolor provocado por el hambre. En ese caso, todos los bebés lloran y gritan, y el pequeño Gabriel no es excepción. A sus lloros y gritos les sigue habitualmente la intervención de la madre, o de cualquier otro adulto, que le alimenta o le proporciona cualquier otra

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gratificación. Podemos imaginar fácilmente que el pequeño Gabriel no tardará en vincular inconscientemente sus lloros y gritos, por un lado, con la llegada del biberón, por otro. Es posible entonces, si el asunto se repite a menudo, que aprenda a llorar, gemir y gritar cuando desea algo. Es como si el niño sacase la conclusión de que sus quejas hacen aparecer de manera mágica lo que desea y que, por tanto, le basta con quejarse para hacer realidad sus deseos. El comportamiento de muchos adultos inclina a creer que aprendieron tan perfectamente esta idea que no consiguen deshacerse de ella más tarde, aun cuando la reacción que consigan sea diametralmente opuesta a la que buscan: tan grande es la fuerza del hábito que adquirieron en su infancia.

Pensemos ahora en la pequeña Beatriz, que ha apren­dido que algunos de sus comportamientos (la sumisión, por ejemplo, la sonrisa, la gentileza) eran recompensados con la aprobación de los adultos de su entorno, mientras que otros comportamientos, como la afirmación de sí, la rebeldía o la contestación, eran condenados por esos mis­mos adultos. Añadamos, para completar el cuadro, que se le ha enseñado, como ocurre a menudo, que la aprobación de los demás es lo más importante a lo que puede aspirar un ser humano, y que su contrario, el rechazo, constituye un peligro y una desgracia desmesurada. Comprenderemos sin dificultad que la pequeña Beatriz adquirirá muy pronto la costumbre de comportarse así incluso más tarde, cuando comportamientos más firmes e independientes le serían más positivos, e incluso cuando sus comportamientos su­misos le causen justamente lo que quieren evitar: la de­saprobación y el rechazo. ¡Cuántos adultos continúan com­portándose durante toda su vida como aprendieron a ha­cerlo cuando tenían tres o cinco años, sin darse cuenta aparentemente de que existen otras maneras de actuar que podrían aprender y que quizá les proporcionarían la dicha y el placer que buscan sin conseguirlos realmente! Por ejemplo:

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— la mujer de cuarenta años que se somete con an­siedad a las brutales exigencias de su cónyuge;

— el hombre de cuarenta años que tiembla ante la idea de hacer algo que disgustaría a su padre o a su madre (¡aun cuando ambos hayan fallecido!);

— la mujer de treinta años que se queja amargamente de su jefe; pero que jamás se atreverá a decirle que ya está harta de ser una esclava;

— el hombre de treinta años que jamás se ha atrevido a pedir a una mujer que baile con él, porque está acostumbrado a considerar todo rechazo como una espantosa catástrofe;

— el hombre de cuarenta años que, como jefe, monta en cólera cada vez que uno de sus subordinados incumple alguna de sus órdenes, porque se con­sidera a sí mismo el centro del universo, al que todos deben respeto y sumisión;

— la mujer de treinta años, sola y olvidada, que jamás se ha atrevido a abordar a un hombre, porque está acostumbrada a pensar que «eso no se hace» y a dejar que el hombre tome la iniciativa de los con­tactos sociales y amorosos.

Y tantos casos que podríamos citar, porque no parece exagerado, en efecto, afirmar que cada uno de nosotros conserva, sin darse cuenta, hábitos de acción o de absten­ción que antaño pudieron parecer apropiados y eficaces, pero que, con el paso del tiempo, se han ido con virtiendo en comportamientos inapropiados y en una fuente de frus­traciones completamente inútiles.

¿Cómo es, pues, que—aun constatando que su acción es para ellos una fuente importante de frustración— se­mejantes adultos no se deciden eficazmente a modificar esos comportamientos? ¿Por qué tantas personas oponen una resistencia tan feroz al cambio?

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Podemos enumerar una serie de razones para explicar dicho fenómeno, pero me parece que todas ellas se resumen en la teoría de las «sanancias derivadas». Es casi impen^ sable que un ser humano persista durante mucho tiempo en una acción que sólo le trae frustración. Así, nadie puede mantener mucho tiempo la mano encima de la llama de una vela, ni se empecina en machacar piedras, a menos que crea y espere, consciente o inconscientemente, obtener algún tipo de provecho. Mientras las ventajas que se des­prenden de esa acción le sigan pareciendo más importantes que los inconvenientes que se derivan de ella, podemos esperar verle seguir actuando de tal o cual manera. Tan sólo en el momento en que, a sus ojos, los inconvenientes superen a las ventajas, dejará de actuar como lo venía haciendo.

La identificación de las «ganancias derivadas» dista mucho de ser una empresa fácil para quien observa desde fuera. En efecto, exige meterse «en la piel» del otro para llegar a comprender cómo éste puede considerar una ven­taja algo en lo que otros muchos ni siquiera se paran a pensar. Por ejemplo, un hombre que mida 1,80 de estatura no pensará en usar un calzado que le permita ganar 5 cms; pero no le ocurrirá lo mismo al que sólo mide 1,55. Tam­poco podemos comprender que una mujer siga viviendo con un amante brutal que le inflige las mayores vejaciones y el trato más humillante, a menos que comprendamos que para dicha mujer la soledad constituirá un horror insopor­table e inevitable si despide a su amante. Todo ser actúa siempre por lo que le parece ser una ventaja, aunque dicha ventaja no sea tal, o sea insignificante en relación con los inconvenientes que la acompañan; mientras la ventaja pa­rezca considerable a los ojos de quien actúa, continuará negándose a cambiar sus comportamientos. Una gran can­tidad de factores intervienen en la evaluación que la per­sona hace de las ventajas, reales o presuntas, que le aporta su acción.

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Así, por ejemplo, la manera en que la persona se concibe a sí misma constituirá un factor importante de esa evaluación. Está claro que, si Ignacio piensa que es un ser débil y desprotegido, será muy vulnerable al miedo, por lo que seguirá aferrándose tenazmente a las personas que le parecen capaces de protegerle, aun cuando esas personas le sometan a malos tratos. Todos hemos oído el caso de la persona encarcelada que, liberada después de treinta años de prisión, suplicaba a sus guardianes que no la expulsasen del centro penitenciario, fuera del cual le parecía que iba a tener una vida menos agradable que la que tenía dentro de la cárcel.

Por otro lado, cuando una persona está convencida de que tiene muchas necesidades cuya satisfacción es ur­gente, está claro que se resistirá obstinadamente (a la vez que insistirá en afirmar su buena voluntad) a todo cuanto le parezca que pone en peligro la satisfacción de sus «ne­cesidades». No será fácil convencer a Elena, que cree firmemente tener necesidad del afecto y la aprobación de sus hijos, de que deje de comportarse con ellos como una abnegada sierva, aunque ese comportamiento le suponga muchas frustraciones y, paradójicamente, conlleve el ries­go de traducirse, a la larga, en desprecio y rechazo. Es como si Elena sintiese tanta ansiedad ante la idea de que sus hijos puedan no amarla, que, a pesar de las dificultades, sigue realizando gestos que ella cree capaces de atraer su gratitud.

También la culpabilidad desempeña un papel impor­tante a la hora de mantener acciones inadecuadas. Para evitar la comezón de dicha culpabilidad, Inés o Gabriel se imponen penosos y prolongados comportamientos, a la vez que echan pestes contra la dureza de la vida que llevan, pero procurando no modificarla, ya que sentirse culpables les parece aún peor que soportar lo que a sí mismos se imponen. Esa huida de la culpabilidad se disfraza a menudo con nobles títulos de «amor», «altruismo» y «olvido de

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sí»; pero un examen suficientemente profundo permitirá desenmascarar la racionalización, destinada a permitir a la persona «guardar las apariencias».

Consideremos el caso de Julián, que desde hace años se ocupa sin demasiado entusiasmo de la empresa fundada por su padre, el cual, tras retirarse de los negocios, le confió su gestión. Julián declara que detesta administrar la empresa, que ello le produce dolores de cabeza e incluso úlceras; pero sigue, no obstante, haciéndolo, porque sabe que es el único modo de huir de la culpabilidad que sentiría si abandonara la empresa y se ocupara en otra cosa que le interesara realmente. El temor a sufrir la desaprobación de su padre, la culpabilidad por la idea de no cumplir con su «deber» de hijo primogénito y el temor a fracasar en una nueva ocupación y, consiguientemente, «sentir vergüen­za», constituyen otros tantos factores que explican cómo, para Julián, parece más ventajoso continuar administrando la empresa paterna, que detesta, que abandonarla y padecer ansiedad y culpabilidad. A sus ojos, perdería demasiado si corriera el riesgo de cambiar. Es cierto que todo ser busca su placer en cada una de sus acciones u omisiones, ¡pero el precio que uno ha de pagar para obtener lo que le gusta puede ser desproporcionado en relación al valor real del objetivo que se esfuerza en conseguir!

La evaluación negativa de sí mismo, pariente cercana de la culpabilidad, contribuirá poderosamente a conducir a una persona a resistirse al cambio y a obstinarse en realizar gestos inadecuados. Tal era el caso de Carolina, que se había formado de sí misma una imagen ideal de persona dulce, comprensiva, siempre dispuesta a servir a todos, siempre paciente y acogedora, y que, para no perder ante sí misma su valor de persona «entregada» a los demás, toleraba con resignación (y cabezonería) la explotación a que se veía alegre y sistemáticamente sometida por sus parientes y «amigos». No le habría parecido aceptable de­cirle a su madre —con toda cortesía, pero también con

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firmeza— que dejara de contarle interminablemente sus desgracias; o pedirle a su padre que dejara de llorar sobre su hombro; o rogar a su hermano que le devolviera las trescientas mil pesetas que le había «prestado» diez años atrás; o conminar a su amigo Lorenzo a que desistiera de tocar el trombón a las siete de la mañana siempre que le apetecía; o exigir a Lucía, su compañera de trabajo, que dejara de endosarle lo más desagradable de su tarea común. Todos esos comportamientos sumisos le servían para for­marse de sí una imagen positiva... ¡y el cambiarlos la llevaría a considerarse como una mujer de tantas, vilmente preocupada de sus intereses egoístas en un mundo en el que tanto escasea el verdadero amor y en el que sólo al­gunos seres superiores consiguen, con mucho esfuerzo, elevarse por encima de la confusa masa de cuantos viven felices, pero sin nobleza!

Podemos, pues, constatar que, además de los obstá­culos externos al cambio —a menudo auténticamente reales y considerables, y cuyo afrontamiento conlleva a veces el riesgo de perjudicar realmente a la persona—, existe otra gran cantidad de obstáculos —éstos, internos— que se sitúan al nivel de las emociones desagradables que la per­sona teme sentir. La fuerza de la costumbre adquirida, el temor a desagradar, la culpabilidad engendrada por la idea de eludir un «deber», la desvalorización que uno prevé que va a padecer si se decide a cambiar, el temor a los esfuerzos que hay que hacer para lograrlo, la creencia mágica de que «todo va a arreglarse»...: todos éstos son algunos de los mencionados obstáculos internos.

El proceso de cambio se complica aún más, debido a otro fenómeno. Es penoso constatar cómo muchas per­sonas, cuando tienen constancia de que están bloqueando su propio cambio con sus creencias irrealistas, aprovechan para autocensurarse despiadadamente, insultarse de todas las maneras imaginables y describirse a sí mismas como incapaces e increíblemente estúpidas. Sin duda, es ésta una

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de las peores cosas que un ser humano puede hacer cuando constata que, sin darse cuenta, él mismo ha levantado una serie de obstáculos que le impiden cambiar.

Este recurso al auto-reproche consume, en muchas ocasiones, una considerable cantidad de energía que podría ser empleada, mucho más adecuadamente, en iniciar y proseguir los pasos que podrían conducir a un eventual cambio real. Al reprocharse uno a sí mismo el haberse enredado en sus falsas creencias y en sus ineficaces com­portamientos, está admitiendo creer en otra idea irrealista que podríamos formular así: «Jamás debo cometer errores en mi manera de vivir; pero, dado que he cometido muchos, soy un ser despreciable y vil, carente de todo valor». Está bien claro que esta nueva creencia es generadora de an­siedad, sentimientos de des valorización, desánimo y de­presión; emociones que minan la voluntad de cambiar de esa persona, ya de por sí bastante vacilante.

Por supuesto que semejante actitud puede servir tam­bién de coartada a la persona para justificar ante sí misma su resistencia al cambio. ¡Qué cómodo y tranquilizador puede ser el convencerse de que no hay por qué hacer el esfuerzo de cambiar, ya que el cambio es imposible, porque uno es demasiado tonto, demasiado débil, demasiado in­capaz, demasiado ignorante, demasiado mal educado, de­masiado dependiente, demasiado deformado, demasiado viejo, demasiado enfermo, demasiado neurótico, demasia­do cansado para emprender y proseguir cualesquiera pro­cesos de cambio de ideas, emociones y modos de actuar!

No nos cansaremos de encarecer una actitud que yo llamaría «curiosidad benevolente» respecto de los fenó­menos más o menos aberrantes que es posible constatar en uno mismo. Es algo así como la actitud del investigador que, inclinado sobre su microscopio, identifica diversos gérmenes y bacilos y que, sin indignarse ni irritarse ni reprochar nada a nadie, se preocupa, ante todo, por com­prender. Este análisis «en frío», que practican con fre-

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cuencia los que examinan y tratan de comprender a los demás, es mucho más infrecuente en los que se examinan a sí mismos. Desgraciadamente, son pocos los que, sin apasionamiento, pueden constatar en sí mismos la presen­cia de funcionamientos deficientes, sin por ello abrumarse de reproches ni otorgarse certificados de incompetencia y falta de valía. He ahí una de las actitudes más difíciles de adquirir y cuyo desarrollo, particularmente en psicoterapia, suele ser más arduo. En definitiva, y para toda persona, consiste en aceptarse tal como es, es decir, un ser humano imperfecto y sujeto al error desde su nacimiento hasta su muerte, y no en identificarse como un miserable cretino, un imbécil sin esperanza o un zopenco incalificable.

Esta aceptación de sí mismo y de las propias debili­dades suele venir acompañada de una buena dosis de humor y una benévola tolerancia para con las propias necedades. La persona que consigue adoptar dicha actitud podrá de­dicar todas sus energías a iniciar y proseguir los pasos que le lleven a cambiar aquellos comportamientos e ideas que le impiden alcanzar los objetivos que persigue. No dudo en afirmar que, sin esa actitud de «benevolente curiosidad» para consigo mismo, todo cambio real y permanente de la persona y de sus acciones resulta casi imposible, porque el auto-reproche absorbe una parte importante de la energía vital de la persona.

Reprocharse a sí mismo lo que sea no es noble ni útil, sino que más bien constituye un absurdo derroche de ener­gías y un serio obstáculo a cualquier proceso de cambio. Si quieres de veras cambiar algunos de tus comportamien­tos y Greencias, ya sabes dónde tienes que centrar tus es­fuerzos. Cuando hayas conseguido debilitar seriamente esa tendencia adquirida a reprocharte tus propios errores, po­drás pensar en emprender los pasos capaces de producir los cambios que deseas obtener.

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2 Una estrategia de cambio

Identificar el problema

El primer paso de cualquier estrategia de cambio consistirá, evidentemente, en identificar lo más claramente posible el problema o los problemas que se desea solventar o, dicho con otras palabras, los sectores de la vida personal en los que la persona desea introducir cambios.

Ya que la vida humana se reduce a tres ámbitos ge­nerales (las ideas, las emociones y las acciones), es obvio que el problema va a situarse siempre en uno u otro de dichos ámbitos. No voy a referirme aquí a los problemas situados al nivel de las ideas y las emociones: Ayudarse a sí mismo ya describía los procesos de identificación y de cambio en esos ámbitos, particularmente mediante la téc­nica de la confrontación de las ideas con la realidad.

Es en el ámbito de la acción en el que vamos ahora a intentar elaborar una estrategia de cambio. La acción o la omisión son incapaces por sí solas de causar emociones; tan sólo pueden ofrecer ocasión a las ideas para que se formen y para que, a su vez, generen la emoción. Sin embargo, la acción o la omisión son perfectamente capaces de generar satisfacción o frustración, dos estados no emo­tivos que dependen de que se haya alcanzado o no el objeto del deseo.

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Identificar el problema consistirá, pues, primordial-mente, en «poner el dedo» sobre la frustración. Dado que esta última, como acabamos de decir, proviene de la no satisfacción del deseo, la persona deberá: 1) identificar ese deseo lo más nítidamente posible; 2) tomar conciencia cla­ra del hecho de que su deseo no ha sido satisfecho. En términos concretos, esto quiere decir que hay que tratar de contestar a la siguiente pregunta: «¿Qué quiero que no consigo actualmente?».

A esta pregunta, la misma persona podría dar miles de respuestas. No existen límites a nuestros deseos y, teó­ricamente, nuestro apetito es tal que el resto del planeta no sería suficiente para colmarlo. Se trata, pues, de es­pecificar lo que parece más deseable, es decir, aquello cuya ausencia produce la frustración más desagradable y duradera. Lo cual equivale a decir que hay que tratar de establecer una jerarquía en los deseos y objetivos. En efec­to, la realización de ciertos deseos puede conllevar un placer intenso, pero de corta duración; o también puede venir acompañada de efectos secundarios desagradables o perjudiciales para alcanzar objetivos más estables y más plenamente gratificantes.

Así, es posible que Arturo sienta un vivo placer si le dice a su jefe que es un cretino y que se vaya a hacer puñetas; pero si, como consecuencia, el jefe le pone de patitas en la calle, el placer de Arturo habrá sido intenso, pero breve, y tal vez le siga una frustración cuya impor­tancia podrá ser mucho mayor que el placer experimentado. Como ya subrayé en Ayudarse a sí mismo, el hedonismo a corto plazo, o sea, la tendencia a buscar de forma com­pulsiva los placeres pasajeros, constituye a menudo el ori­gen de frustraciones duraderas y considerables. Este he­donismo a corto plazo constituye también, muchas veces, un sabotaje personal, en el sentido de que no permite a la persona crear en sí misma los mecanismos y hábitos que tal vez le permitirían acceder a mejores fuentes de grati-

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ficación. Piense el lector, por ejemplo, en los placeres de los que se habría privado si, cuando era niño, no hubiese consentido en abandonar la comodidad y seguridad de los brazos de su madre para hacer el aprendizaje, arduo al principio, de la locomoción. Al permanecer en los brazos de su madre, habría alcanzado un placer, pero éste le habría impedido desarrollarse lo suficiente como para llegar a moverse por sí mismo y disfrutar de los placeres que pro­porcionan la independencia y la autonomía físicas.

Conviene igualmente considerar en esta etapa el rea­lismo del objetivo buscado. Si dicho objetivo es perfec­cionista, el único resultado del intento no puede ser otro que fracaso y, por consiguiente, una frustración suple­mentaria. Así, por ejemplo, si una persona de 100 kg desea perder 25 kg en un mes, es posible que lo consiga gracias a un régimen de ayuno casi absoluto; pero es casi seguro que recuperará esos kilos en el mes siguiente, o que dañará gravemente su estado de salud y padecerá las secuelas durante mucho tiempo.

Evidentemente, no es raro que una misma persona desee alcanzar varios objetivos al mismo tiempo. Ahora bien, ¿tiene alguna ventaja el tratar de alcanzar todos a la vez? La respuesta es rotundamente negativa. Los mara­villosos planes según los cuales una persona puede pre­tender transformarse completamente en tres semanas no llevan, por lo general, más que al fracaso. Es preferible hacer frente a un solo problema a la vez, y pasar al siguiente tan sólo cuando el primero se halla en vías de solución. Lo contrario engendra, por lo general, una acción desor­denada, repetitiva y agotadora. Si, por ejemplo, Ana desea a la vez perder peso, mejorar sus relaciones con su marido, encontrar empleo y aprender alemán, será mejor que in­vierta sus esfuerzos en una sola cosa a la vez. Le convendrá elegir el ámbito en que le parezca más urgente conseguir resultados positivos. Al mismo tiempo, será bueno que se enfrente al problema de solución más fácil, ya que así podrá

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desarrollar de manera más segura su capacidad general de solucionar problemas, y el éxito que consiga reforzará su determinación de enfrentarse a los problemas más arduos.

En la misma línea de pensamiento, un problema com­plejo tendrá mejor solución si se le fracciona en porciones más abordables, fácilmente identificables y verificables. Los objetivos demasiado globales y generales no permiten a la persona verificar sus progresos y la privan de un valioso elemento de refuerzo. Así, en lugar de fijarse como ob­jetivo el modificar sus costumbres alimenticias, Paula po­drá fijarse como objetivo inicial comer una pieza de fruta diaria durante dos semanas, luego dos piezas diarias du­rante las dos semanas siguientes, y hacer lo mismo con los demás elementos de su régimen alimenticio. Añadamos que es más fácil, en general, introducir un nuevo com­portamiento (por ejemplo, hacer cada día diez minutos de ejercicio) que abandonar un comportamiento que se con­sidera nocivo (fumar, por ejemplo).

Recoger los datos

Esta segunda etapa de ía estrategia de cambio es de una considerable importancia; sin embargo, con demasiada fre­cuencia se escamotea o se realiza de manera poco precisa, lo cual no deja de causar serios problemas a la persona que se propone cambiar algunos de sus comportamientos. Sólo un examen lúcido y detallado de la situación de salida permite, en efecto, descubrir sus causas y elaborar las soluciones más eficaces.

Conocí a un hombre de unos treinta años que, con dos empleos ya a sus espaldas, se disponía a aceptar un tercero, porque —según decía— no le daba para pagar todos sus gastos y los de su familia. Le parecía que su problema era la falta de ingresos, y no se le ocurría más solución que aumentarlos para poder hacer frente a sus

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gastos. Lo malo es que tenía una idea muy vaga de tales gastos... Siguiendo mi recomendación, se esforzó durante un mes en anotar con precisión todos los gastos que rea­lizaba cada día. Al cabo del mes, el examen de sus libros de cuentas le reveló que muchos de los gastos realizados por él o por los miembros de su familia eran completamente compulsivos o inútiles. Se daba con frecuencia el caso de que varios miembros de la familia compraban los mismos objetos o los mismos productos, por falta de coordinación o de una mínima planificación, con las pérdidas y el des­pilfarro consiguientes. En su caso concreto, el remedio no consistía, pues, en aumentar los ingresos, sino, eviden­temente, en suprimir gastos inútiles.

Otro tanto ocurría con Elena, que se quejaba de tener pocas ocasiones de entrar en contacto con hombres y se proponía inscribirse en una agencia matrimonial. Le sugerí que anotase durante unos quince días cada una de las oca­siones, aprovechadas o no, que tenía de hablar con hom­bres. Para su sorpresa, constató que, de hecho, al final de aquellos quince días había tenido más de cien ocasiones de contacto. La solución de la agencia matrimonial resul­taba, pues, superflua, como ocurre casi siempre que la persona vive en un medio urbano; Elena concluyó que le bastaba con aprovechar las numerosas ocasiones que se le presentaban a diario.

La misma forma de proceder permitió a Susana —que se quejaba de no perder peso, aun sometiéndose a regí­menes alimenticios draconianos— constatar que su gordura no se debía tanto a un excesivo consumo de alimentos, cuanto a una falta de ejercicio. El examen de su empleo del tiempo durante diez días le permitió constatar que su desgaste físico era muy reducido, y se puso a perder peso de forma gradual cuando adquirió la costumbre de dar un paseo diario a mediodía después de la comida, en lugar de seguir jugando a las cartas con sus compañeras de trabajo.

Gabriel, por su parte, se quejaba de sentirse siempre ansioso. El cómputo de sus períodos de ansiedad y de la

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intensidad de éstos durante dos semanas le permitió com­probar que se sentía ansioso, fundamentalmente, en su lugar de trabajo y que, cuando sentía ansiedad en su do­micilio, era cuando pensaba en el trabajo. En lugar de esforzarse por cambiar un gran número de ideas, pudo concentrar sus esfuerzos sólo en aquellas ideas relaciona­das con su trabajo, en particular las que le hacían pen­sar en su despido como algo probable y terriblemente catastrófico.

Es primordial, por tanto, tener un conocimiento lo más exacto posible de la situación inicial antes de em­prender cualquier intento de modificar las ideas o las ac­ciones.

Aquí es donde la actitud de curiosidad benevolente con respecto a sí mismo, de la que ya hablé en el capítulo anterior, tiene su aplicación. Esta curiosidad benevolente evitará las deformaciones, más o menos conscientes, que conducirían a la ansiedad y a la culpabilidad ante las cons­tataciones que hace la persona. En general, es inútil y hasta peligroso mentirse a sí mismo, como también lo es carecer de información o disponer de informaciones sesgadas que deforman la realidad. Quizá resulte desagradable y penoso constatar ciertos hechos, pero es aún más penoso, a la larga, negarlos u ocultarlos: más tarde habrá que pagar lo que, de momento, se ahorra.

Para que sea útil, la «recogida de datos» deberá ha­cerse durante un período de tiempo razonable, de forma que se tenga mayor seguridad de que la muestra examinada es suficientemente representativa del conjunto de los com­portamientos. Anotarlos únicamente durante dos o tres días sería, en general, insuficiente y no permitiría extraer con precisión conclusiones válidas para el conjunto de los com­portamientos.

Convendrá también anotar lo más pronto posible los datos que se desea recoger, y no esperar a disponer de un

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momento de descanso. La memoria te puede jugar una mala pasada y llevarte a deformar, sin darte cuenta, lo que ocurrió realmente, u omitir ciertos elementos que pueden aparecer como insignificantes cuando los tomas de forma aislada, pero cuya repetición permite sacar constantes que pueden ser reveladoras. Esto supone que has de tener siem­pre a mano tu libreta de anotaciones, en tu cartera o bolso de mano, para poder consignar en ella cuanto antes tus observaciones.

Es posible que el mero hecho de proceder a la ano­tación sistemática de algunos de tus comportamientos te lleve por sí mismo a modificarlos. Así, si la señora de La Torre se da cuenta de que consume veinte galletas y ocho vasos de gaseosa diarios, además de sus tres comidas, es posible que reduzca ese consumo de manera apreciable, una vez que haya tomado conciencia de ello. Si el señor García se da cuenta, gracias a sus anotaciones, de que en realidad nunca empieza él a entablar conversación con otras personas, quizá comience a hacerlo sin más formalidades.

Si es así, ¡estupendo! Mientras obtengas a un ritmo razonable los resultados que tratas de conseguir, gracias únicamente a la observación de tus comportamientos, no tienes que preocuparte de nada más. No obstante, seme­jante resultado es más excepcional que habitual. Es posible que se mantenga durante algunas semanas, y que más tarde constates que tus progresos se hacen más lentos, o incluso que pierdes terreno. Dicho fenómeno nada tiene de extraño ni de raro, pero para ti constituirá una invitación a avanzar en la búsqueda y pasar a la siguiente etapa.

Si eres de aquellos en quienes la mera observación no produce ningún cambio, no te desanimes. Eso es lo más habitual, y te equivocas si afirmas que tu problema es insoluble o particularmente difícil. Después de todo, tu recogida de información sólo está destinada a ofrecerte las bases de la estrategia de cambio en su conjunto.

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Señalemos también que, cuando vayas pasando a las etapas ulteriores de tu proceso de cambio, esta segunda etapa no habrá concluido. Si quieres sacar pleno provecho de los procesos de cambio más avanzados, te será indis­pensable poder referirte a unas anotaciones constantes de la evolución de tus comportamientos.

Después de haber definido en la primera etapa el ob­jetivo que pretendes alcanzar, esta segunda etapa te habrá permitido tomar conciencia de tu funcionamiento personal en el sector en que deseas mejorar. Este conocimiento te será indispensable para pasar a la tercera etapa, que con­sistirá en que averigües las posibles causas de tu problema.

Identificar las posibles causas

Ahora que posees los datos referentes a tu comportamiento, objetivo de los últimos quince o treinta días, ya puedes, al examinar esa documentación, tratar de identificar las causas de los comportamientos que has constatado.

Bien pensado, dichas causas pueden ser de tres tipos posibles: 1) o es una situación que te lleva a actuar de una manera particular; 2) o es un hábito de acción que has adquirido con el paso de los años; 3) o se trata de un hábito de pensamiento.

¿Cómo llegar a identificar la causa o las causas de los comportamientos que deseas cambiar? Fundamental­mente, mediante la observación de los puntos que se repiten en las observaciones que has consignado durante la etapa anterior. Una cierta labor de detective te permitirá captar esos puntos y llegar, por deducción, a comprender cómo realizas u omites las acciones que deseas modificar.

Un elenco de tus comportamientos debería permitirte percibir cuándo y en qué circunstancias se producen los comportamientos que deseas cambiar. El conocimiento de

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las circunstancias que rodean la acción a modificar cons­tituye una información de fundamental importancia, por­que es fácil constatar que numerosos gestos cuasi-auto-máticos son provocados en realidad por determinados acon­tecimientos. Todos sabemos que un fumador tiene más tendencia a fumar después de haber consumido algún ali­mento, y es una perogrullada afirmar que muchos obesos y alcohólicos emplean los alimentos o el alcohol como una droga destinada a reducir su ansiedad.

Citaré dos casos para ilustrar lo que precede. To­memos primero el caso de Ricardo, un hombre de 38 años que se quejaba de tener cada día varios accesos de ira que, según el informe de su médico, ponían en peligro además su salud.

Tras identificar ese comportamiento como un objetivo en el que quería fijarse y que, con el tiempo, pretendía modificar, Ricardo procedió, durante cuatro semanas, a anotar cuidadosamente cada uno de sus accesos de ira, para lo cual consignaba:

1. Las circunstancias en que se producía cada uno de esos accesos: lugar, día y hora, personas presentes.

2. Su duración en minutos.

3. Su intensidad, según un sencillo código (1: débil; 2: medio; 3: fuerte), así como cualquier otra informa­ción que le pareciese pertinente. Al hacer la síntesis de sus anotaciones después de cuatro semanas, constató:

1. Que sus accesos eran a la vez más frecuentes, más largos y más intensos los lunes, miércoles y viernes.

2. Que durante el mes había tenido una semana en que sus accesos habían sido excepcionalmente fuertes, fre­cuentes y prolongados.

3. Que esa semana había sido justamente aquella en la que su oficina había sufrido la inspección de los inter­ventores de la oficina principal.

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4. Que, aunque sus accesos eran notablemente más débiles durante los fines de semana, tendían a hacerse más frecuentes e intensos a partir del domingo a mediodía.

5. Que casi todos sus accesos de ira durante la semana se habían producido con ocasión de contactos con sus su­bordinados, en particular cuando le informaban de sus actividades los lunes, miércoles y viernes.

Estas diversas observaciones le llevaron a la conclu­sión de que montaba en cólera cuando comenzaba a sentir ansiedad respecto de su competencia como gerente de su­cursal. Constató que, cuando los empleados le informaban de sus actividades, él no dejaba de recalcar los errores que habían cometido, cosa que a él mismo le provocaba gran ansiedad, estaba habituado a pensar que un buen jefe de sucursal es aquel cuyos subordinados no se equivocan nun­ca o casi nunca. La ansiedad que sentía entonces se ex­presaba, como sucede casi siempre, en forma de hostilidad hacia los que consideraba responsables de tan penosa sen­sación. Al no poder agredir físicamente a los «culpables», lo hacía de palabra, descargando sobre ellos las salvas de su artillería verbal. En cuanto al incremento de su hosti­lidad a partir del domingo a mediodía, se lo explicaba fácilmente en función de las ideas que entonces comen­zaban a asaltarle, relacionadas con su vuelta a la oficina al día siguiente. La semana en que los interventores habían ido a visitar la sucursal, la ansiedad había subido, de hecho, varios grados y, en consecuencia, también su hostilidad.

Examinemos ahora la situación de Daniela, una mujer de 28 años, casada desde hacía dos. El blanco que había identificado como objeto de su estrategia de modificación lo constituían las numerosas disputas que tenía con su marido.

El examen de su recogida de datos le permitió cons­tatar que dichas disputas:

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1. Se producían con mayor frecuencia cuando su marido regresaba del trabajo, entre las 17.30 y las 19 horas («la hora de los líos» la llamaba ella).

2. Raramente se producían durante el fin de semana, cuan­do su marido estaba en contacto casi constante con ella.

3. Tenían que ver casi siempre con cuestiones de dinero.

Daniela llegó a la conclusión provisional de que dichas disputas se alimentaban probablemente del resentimiento inconsciente que sentía hacia su marido, a quien reprochaba confusamente la libertad de que disfrutaba gracias a su trabajo y a los recursos que éste le procuraba, algo de lo que ella se veía privada por su condición de ama de casa sin ocupación remunerada.

No siempre te será fácil obtener las constantes que se derivan del elenco de tus comportamientos objeto de aná­lisis. Es posible que tus anotaciones sean incompletas o inexactas, o que no las hayas hecho durante un período de tiempo suficiente para permitir que esas constantes se ma­nifiesten. Prosigue, pues, con tus anotaciones durante al­gunas semanas más. Si tampoco aparece nada, podrá ser conveniente que consultes a personas que te conozcan bien y puedan tener hacia ti una actitud de «benevolente curio­sidad». Dichas personas, por el hecho de no verse impli­cadas en la situación, serán capaces muchas veces de ob­servar lo que a ti se te escapa, ya que tú estás tan cerca del árbol que no puedes ver el bosque, mientras que ellas, desde su punto de vista, pueden tener una visión más ge­neral de la situación.

Una vez que te hayas hecho una idea suficientemente aproximada de lo que ocurre y de las causas de los com­portamientos que deseas modificar, será el momento de pasar a examinar las posibles soluciones.

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Examinar las posibles soluciones

Según que hayas averiguado que las causas de tu problema pertenecen al plano de tus ideas, de tus hábitos de acción, de la propia situación o de una combinación de esos di­versos elementos, será el momento de examinar las di­versas soluciones posibles al problema.

Digamos, de entrada, que rara vez existen soluciones-milagro a un problema. Las primeras etapas de la aplica­ción de una solución sólo producirán, de ordinario, una disminución del problema. Con el tiempo, quizás el pro­blema se solucione del todo; pero sería ilusorio creer que se va a esfumar en dos semanas si tardó veinte años en desarrollarse.

Por otro lado, la solución de un problema consiste en un proceso activo. Supone introducir pensamientos nue­vos, acciones nuevas y una modificación de la situación. Sólo se alcanzará el objetivo si el proceso de solución se aplica con suficiente diligencia y durante suficiente tiempo. Es importante no confundir el proceso de solución del problema con el objetivo, que es la disminución o desa­parición del problema, y que tiene como resultado un es­tado de bienestar acrecentado. Si el resultado de la apli­cación de la solución es, evidentemente, el incremento del placer, también puede suceder que la aplicación de la so­lución propiamente dicha comporte aspecto penosos, y no hay que extrañarse por ello.

Si llegas a la conclusión de que parte de la solución consiste para ti en cambiar algunas de tus maneras de pensar irrealistas, para reemplazarlas por pensamientos y creencias más acordes con lo real, no tienes más que em­barcarte de manera sistemática en el proceso de confron­tación de tus ideas, técnica que he descrito ampliamente en Ayudarse a sí mismo, así como en Vaincre ses peurs y Vivre avec sa tete ou avec son coeur, libros a los que ahora no dudo en remitir.

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Pasemos a la consideración de los posibles métodos en relación al cambio de un hábito de acción. Para ello, analicemos el proceder de una joven en orden a la solución de su problema de miedo a conducir un automóvil. Susana ya había conducido antes durante varios años; más tarde, y durante otros cinco años, no había vuelto a tocar un volante, tras haber tenido que vender su coche durante el período en que reanudó sus estudios universitarios.

Al final de sus estudios, consiguió un empleo en un organismo que, para los desplazamientos profesionales de sus empleados, ponía a su disposición cierto número de automóviles. Como Susana había perdido la costumbre de conducir, sobre todo en la ciudad, comenzó retrasando lo más posible el momento de volver a ponerse al volante, hasta que su jefe le exigió hacer uso de los coches comunes, en lugar de desplazarse en autobús o en taxi, como lo venía haciendo.

Susana identificó su problema como una huida de la conducción del automóvil, a lo que se sumaban ciertas ideas generadoras de ansiedad ante la situación.

Comenzó primeramente haciendo uso sistemático de la confrontación respecto a ideas tales como: «Si tengo un accidente, será terrible... Jamás seré capaz de conducir este coche de forma adecuada... No debo perderme en la ciudad...». Esas confrontaciones repetidas sirvieron para reducir la ansiedad que sentía.

En un segundo tiempo, Susana puso en marcha su imaginación, representándose mentalmente ante el volante, sacando el coche del garaje subterráneo, encontrando su camino a través de la circulación por el centro de la ciudad y enfrentándose con éxito a las diversas dificultades. Si la ansiedad volvía a aflorar en el transcurso de estos ejercicios imaginarios, utilizaba la confrontación de sus ideas para reducirla.

El tercer paso consistió en dividir la tarea a realizar en fragmentos más pequeños y más fácilmente manejables.

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Comenzó por ir a dar un vistazo al coche que debía conducir y familiarizarse con su interior y con el garaje donde se encontraba estacionado. De etapa en etapa, consiguió arrancar el motor; después lo sacó del garaje y dio unas vueltas por el entorno de su lugar de trabajo, acompañada de un colega; seguidamente, hizo lo mismo ella sola, hasta que al final consiguió utilizar el coche con toda soltura en la mayor parte de las situaciones.

A la vez que se entregaba a este tercer paso, Susana procedía a observar a algunos de sus colegas y a otras personas que conducían coches en medio de la intensa circulación de la ciudad y que salían airosas de las situa­ciones problemáticas.

A lo largo del proceso, Susana mantuvo su motivación a base de defensas positivas, es decir, ofreciéndose a sí misma gratificaciones cada vez que franqueaba una etapa. Celebró el final de su entrenamiento comprándose un nuevo vestido, al que bautizó con el nombre de «vestido Ford».

Como podemos constatar, el proceso que siguió Su­sana para modificar su comportamiento ante la conducción de un coche comportaba los siguientes elementos:

1. Confrontación de las ideas generadoras de ansiedad ante la situación, y sustitución de esas ideas poco realistas por contenidos mentales más adaptados.

2. Uso de la imaginación y ejercicios mentales destinados a permitirle verse haciendo frente con éxito a la situa­ción.

3. Graduación de los diversos pasos conducentes a la con­secución del objetivo. Se trata de una de las técnicas más importantes que permiten llegar a un cambio de comportamiento. Es importante que cada etapa sea lo más corta posible y que la atención de la persona se oriente a la próxima etapa y no a la totalidad del ob­jetivo. Así, por ejemplo, el manuscrito del presente

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libro, que consta de más de doscientos folios, ha sido escrito página por página, centrando siempre la atención en la página siguiente y no en el conjunto del libro; en el número de páginas a escribir en una sola jornada de trabajo y no en la producción total. Ello permite escribir un libro en un plazo de tiempo relativamente corto.

4. El empleo de modelos constituye otra técnica muy útil. No obstante, es importante que los modelos observados sean suficientemente parecidos a ti. Si no estás versado en un asunto, será mejor que observes a alguien que se desenvuelve bien en dicho asunto sin ser un experto. Si te fijas en lo que hace un experto, puede invadirte el desánimo. Por otra parte, el experto suele utilizar técnicas de actuación que pueden parecer fáciles a pri­mera vista y que, de hecho, lo son para él, pero que requieren años de ejercicio. Si, por ejemplo, quieres aprender a tocar el violín, es preferible que observes a tu vecino, que toca relativamente bien, antes que a Yehudi Menuhin. En cambio, si te fijas en un modelo demasiado inexperto, apenas te servirá de nada.

5. El uso de elementos de motivación es útil muchas veces como factor de apoyo del proceso, sobre todo si éste va a requerir un tiempo considerable. Diversos y pe­queños refuerzos a lo largo del camino son más efi­caces, por lo general, que un sólo refuerzo más con­siderable al final del recorrido. Elige refuerzos que ten­gan para ti un significado particular. Así, el aficionado a las plantas sólo podrá optar por buscar nuevos es­pecímenes si consigue ir dando los pasos que previa­mente se ha fijado; y el coleccionista de sellos sólo decidirá enriquecer su colección cuando haya dado tam­bién los pasos que le conducen a su objetivo.

Además de la modificación de los hábitos de pensamiento y de los hábitos de acción o de abstención, un tercer proceso puede consistir en una modificación de la situación. Por

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supuesto, es raro que la situación cause el problema, pero sí puede contribuir a ello notablemente; es fácil comprender que puede ser más difícil dejar de fumar si se lleva en el bolsillo un paquete de cigarrillos, del mismo modo que puede ser más complicado reducir el consumo de alcohol si se tiene en el salón un buen surtido de bebidas.

Podemos utilizar diversas técnicas para modificar la situación. Por ejemplo:

1. Recordatorios. Un cartel en la puerta de la nevera, con el siguiente mensaje: «¡Viva la delgadez!». Un trocito de papel sobre el espejo del cuarto de baño: «Éste es el primer día del resto de mi vida». Una tarjeta en el billetero, escrita a mano por el ser amado: «¡Te quie­ro!». Se dirá que se trata de medios muy elementales y sencillos, y es verdad; pero, si ayudan a alcanzar el objetivo deseado, ¿por qué despreciarlos? Sin embargo, sería poco realista creer que son suficientes por sí mis­mos.

2. Huida de la ocasión. En la mayor parte de los seres humanos, la voluntad es un instrumento muy frágil y vacilante, y será realista tenerlo en cuenta y no creer que podremos resistir mucho tiempo una «tentación» continuamente presente. Si uno quiere perder peso, no puede tener bombones siempre a mano y el frigorífico lleno de bebidas gaseosas. Si Juan descubre que suele deprimirse cuando está solo, sería bueno para él, al menos temporalmente, huir de la soledad, sin dejar de recurrir a otras ayudas que le permitan librarse de su depresión. Todo ello, por supuesto, a condición de que la huida no impida un aprendizaje gradual que conduzca a un mejor funcionamiento en la situación temida.

3. Introducción deliberada de dificultades. El fumador que quiera reducir o suprimir su consumo de tabaco no deberá llevar consigo ni cigarrillos ni encendedor, obli­gándose así a pedir ambas cosas a otras personas. Si

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se desea adelgazar, las tentadoras galletas se pondrán en el estante más alto del armario, el café se hará taza a taza, las cervezas se comprarán de una en una y cambiando constantemente de marca... Evidentemente, esta técnica es especialmente útil cuando se trata de liberarse de un hábito que se considera nocivo.

4. Ayuda del entorno. Podemos pedir el apoyo y el ánimo de los que nos rodean, parientes y colegas de trabajo, con la condición de que sus intervenciones sean en general positivas y no se asemejen a las de un vigilante o un carcelero. El marido irritable podrá pedir a su mujer que le dé un beso cada vez que consigue no explotar; la esposa que trata de perder peso podrá pedir a su marido y a sus hijos que la feliciten cada día que se alimente de manera adecuada. Es éste uno de los métodos de modificación de la situación que más ayu-

' dan a conseguir el objetivo deseado.

Hemos examinado muchas posibles soluciones a una si­tuación problemática, aunque la lista, por supuesto, dista mucho de ser exhaustiva. Es muy posible que tu propia reflexión te lleve a descubrir medios aún más eficaces que los enumerados en estas páginas. Eso es lo de menos, con tal de que los medios que elijas te conduzcan al objetivo que pretendes. No se trata tanto de memorizar y aplicar mecánicamente técnicas ya elaboradas cuanto de estimular tu propia imaginación y creatividad para inventar los me­dios más eficaces en tu situación. El siguiente apartado te permitirá realizar una elección entre esos diversos medios y llegar a utilizar los que más te convienen.

Elegir y ensayar

La elección de una o varias estrategias de cambio es de una importancia capital y exige dedicarle un tiempo sufi­ciente de reflexión. Una elección impulsiva y poco pensada

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puede hacerte optar por procedimientos ineficaces que pro­ducirán pobres resultados, lo cual tiene el peligro consi­guiente de dar ocasión al desánimo y minar la determi­nación de solucionar el problema.

Una vez que hayas definido tu problema (etapa 1), recogido los datos que lo constituyen (etapa 2) e identi­ficado ciertas causas posibles (etapa 3), se tratará de hacer una lista de las posibles soluciones a dicho problema. No dudes en dedicar varias horas, papel y bolígrafo en mano, a hacer una lista lo más completa posible de lo que podrías hacer para mejorar tu situación. Deja que tu imaginación corra libremente, sin preguntarte, por el momento, si las soluciones que se te ocurren son prácticas, factibles, legales o morales. El objetivo es hacer una lista lo más larga posible en un plazo de tiempo razonable.

Tomemos el ejemplo de Carlota, que había decidido encontrar a un hombre con quien compartir su vida. Su lista inicial de los medios a emplear era algo así:

1. Telefonear a Juan, a quien ya conozco.

2. Invitar a Gabriel a ir juntos al cine.

3. Poner un anuncio en los periódicos.

4. Inscribirme en una agencia matrimonial.

5. Pasear por la calle con una pancarta: «Busco a un hombre».

6. Acudir a las discotecas y bares de la calle San Diego.

7. Frecuentar una discoteca donde son las mujeres las que invitan a bailar a los hombres.

8. Inscribirme en el club de tenis de mi ciudad.

9. Realizar un crucero.

10. Participar sola en un viaje organizado.

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11. Pedir a mis amigas que me presenten a hombres.

12. Hablar con desconocidos en el centro comercial.

13. Matricularme en la universidad.

14. Participar en un grupo de crecimiento personal.

15. Pasear sola al anochecer por las calles del centro de la ciudad.

16. Responder a los anuncios de hombres que solicitan compañía en los periódicos.

17. Encontrar un empleo de recepcionista en un hotel.

18. Recoger en mi coche a hombres que hacen auto-stop.

19. Inscribirme en una escuela de equitación.

20. Seducir a mi cuñado.

21. Etc.

Cuando ya no te vengan más ideas, puedes completar tu lista consultando las sugerencias formuladas en el pre­sente capítulo, en Examinar las posibles soluciones. Añade entonces las soluciones que se te ocurran.

La siguiente etapa consistirá en que releas tu lista y elimines, primeramente, aquellas soluciones que, en la práctica, son imposibles de realizar: las soluciones-mila­gro, las que exigen recursos de los que no dispones, o un tiempo demasiado largo, o procedimientos ilegales, etc.

Elimina seguidamente de la lista las soluciones que, aun siendo posibles, te parezcan menos susceptibles de producir los resultados deseados. Tal vez, algún día puedas reconsiderarlas; pero, de momento, olvídate de ellas. Sigue eliminando hasta que sólo te queden tres o cuatro opciones que consideres que son las mejores por el momento, te­niendo en cuenta su capacidad de procurarte los resultados deseados.

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Intenta ver, a continuación, si podrías combinar al­gunas de esas opciones en una sola, ahorrándote así es­fuerzos inútiles. De nada sirve talar todo un bosque si sólo se necesita un árbol: una solución complicada no es ne­cesariamente más eficaz que una solución sencilla.

Si no consigues encontrar solución alguna a tu pro­blema, puede ser útil que lo hables con un amigo o, si es preciso, con un profesional. El hacerlo así no significa otorgarse a sí mismo un diploma de imbecilidad; es fre­cuente que una persona no consiga distinguir claramente las soluciones a su problema, porque está demasiado im­plicada emocionalmente en él y lo vive con demasiada intensidad como para tener la lucidez que requiere la in­vención de soluciones.

Una vez que hayas elegido una o dos opciones, las que te parezcan más prometedoras, trata de imaginarte la «película», en la que tú seas la estrella y en la que te veas a ti mismo poniendo en práctica las soluciones que has elegido. Obsérvate actuando y fíjate en los detalles. Este ejercicio deberá servirte para depurar aún más tu elección, tomar conciencia de algunos obstáculos y anticipar ciertos pormenores en los que no habías pensado. Mientras la «película» se proyecta en tu mente (las veces que sea ne­cesario), ten presentes las siguientes preguntas:

1. ¿Es realista esta solución? ¿Podré realmente ponerla en práctica?

2. ¿Es verdaderamente capaz de producir los resultados apetecidos?

3. ¿Cuáles son los obstáculos que no he tenido en cuenta?

4. ¿No es peor esta solución que el propio problema?

5. ¿Cómo podría modificar esta solución para hacerla aún más eficaz?

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Ahora sólo te falta poner manos a la obra y aplicar la o las soluciones elegidas. Es posible que aún te sientas in­seguro, que dudes de tus posibilidades o de la eficacia de tus actos. Recuerda entonces que no puedes saber de an­temano si vas a conseguir o no poner en práctica tu decisión y que, por otro lado, si sufres un fracaso, ello no significará una tragedia, porque todavía puedes pasar a otras solucio­nes que habías dejado de lado provisionalmente.

Si tienes dificultad para ponerte en marcha, tal vez te sea útil redactar por escrito un contrato contigo mismo en el que especifiques lo que quieres hacer, así como el pe­ríodo de tiempo durante el cual pretendes hacerlo. Puedes incluir una cláusula en la que declares los posibles apoyos positivos y/o negativos que piensas utilizar para mantener tu determinación. También puede resultarte útil recurrir a aquellos amigos o parientes tuyos que simpaticen con tus esfuerzos por cambiar, y pedirles que se constituyan en testigos de tu decisión. Elige a personas que sean honestas y sinceras contigo, sin que por ello te juzguen o te censuren si fracasas.

He aquí un ejemplo de contrato:

Yo decido realizar los siguientes pasos:

a partir de la siguiente fecha: _ hasta esta otra fecha: Por cada día que respete mi contrato, me concedo lo que sigue:

Al final de mi contrato, me concederé además lo que sigue: —

Ruego a mis testigos que me apoyen durante este período, y de antemano les agradezco su colaboración en la realización de este proyecto.

Firma Fecha Testigo Testigo

— 47 —

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Anotar la evolución

Ahora que has comenzado a aplicar la solución más pro­metedora a tu problema, será importante que recuerdes, como ya he mencionado, que esa solución, probablemente, sólo podrá dar los resultados apetecidos si la aplicas cons­cientemente durante un período lo suficientemente prolon­gado. En la mayor parte de los casos, parece que habría que hablar de un mínimo de cuatro a seis semanas, antes de proceder a evaluar la calidad y eficacia de la solución. Conviene no olvidar que la solución a un problema personal consiste en acumular un gran número de pequeños pro­gresos, que son los que constituyen la solución; y es la consecución del objetivo deseado, no la solución en sí, lo que constituye el punto final de todo el proceso. El pro­blema queda solventado cuando logras tu objetivo, pero se va resolviendo cada vez que das un paso, aunque sea mínimo, en la buena dirección. Esta consideración te podrá ayudar a acrecentar tu paciencia y a no alarmarte ante la lentitud de tus progresos.

También será muy importante que sigas anotando cui­dadosamente tu evolución durante el período de aplicación de la solución. Sólo ese «dossier» de tus progresos diarios te permitirá medir tu evolución y calibrar la utilidad de la solución adoptada.

Uno de los buenos medios que puedes utilizar para anotar tu evolución podría ser cualquier gráfica. Basta con anotar cada semana en un papel pautado las observaciones de cada día, sacando el promedio. Dicho método parece preferible al de anotar en la gráfica la evolución diaria, porque permite hacer que no aparezcan las pequeñas di­ferencias sin especial significado, que no harían más que oscurecer el sentido de la evolución general.

Examinamos la evolución de Andrea, que había cons­tatado que padecía un problema de sumisión excesiva y de timidez y había decidido que parte de la solución residía

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en aprender a actuar de maneras más afirmativas. Al ex­perimentar esas nuevas maneras, constató de inmediato que no todas tenían el mismo peso y que, por ejemplo, un simple «no» a una demanda exagerada de su hijo le apor­taba menos que una discusión afirmativa de un cuarto de hora con su jefe.

Estableció, pues, una escala subjetiva del «peso» de sus distintas actuaciones afirmativas, graduada de 1 (las más simples) hasta 10 (las más complicadas). Luego le bastaba con anotar a diario cada una de sus actuaciones afirmativas y multiplicar por el coeficiente de complejidad para obtener la suma ponderada de afirmación por cada día. Reproducimos aquí sus anotaciones de una semana:

Día

Domingo

Lunes

Martes

Actos afirmativos

Dije a mi hijo que se sirviese él mismo. Discutí con mi marido sobre nuestro presupuesto. Me negué a solucionar tres discusiones entre los niños. Saludé a mi jefe al llegar. Saludé a tres compañeras de trabajo. Tomé café durante el descanso (2 veces). Me uní a un nuevo grupo en el almuerzo.

Fui en coche a trabajar. Pedí explicaciones a una colega. Me negué a hacer horas extraordinarias. Hablé con tres desconocidos.

Coeficiente

2

6

3

2

1

2

5

8

2

6

2

Cota Ponderada

2

6

9

2

3

4

5

8

2

6

6

Total

17

14

22

— 49 —

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Miércoles

Jueves

Viernes

Sábado

Pedí a los niños que limpiasen el sótano de la casa. Tomé la iniciativa de las relaciones sexuales con mi marido. No dejé propina en el restaurante, porque no quedé satisfecha.

16

Defendí mi punto de vista ante el jefe (2 veces). Compré un vestido sin consultar a nadie. Pedí a Inés y a Gabriel que hicieran menos ruido. Abrevié una llamada de teléfono de mi madre. Formulé una queja al servicio de aguas. Me negué a levantarme antes de las 8. Discutí sobre la educación de Germán con mi marido. Llamé por teléfono a mi suegra.

6

4

2

7

6

5

6

4

12

4

4

7

6

5

6

4

16

17

15

117

Trasladando los resultados semanales a una gráfica, Andrea obtuvo los siguientes resultados:

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Evolución afirmativa de Andrea entre el 22 de febrero y el 13 de junio

z o u < 2 tí U H

< a < Ü

<• Oí tu Q z: o o. <f H O U

500

450

400

350

300

y.M)

200

150

100

50

Comienzo del programa de afirmación

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13 14 15 Semanas

El examen de la gráfica permite constatar una evolución positiva constante de Andrea a partir del comienzo del programa de afirmación, con un solo descenso notable en la semana número doce, seguido de una sensible subida durante la semana siguiente. El conjunto de la gráfica in­dicaba a Andrea que progresaba y que iba en la buena dirección. Al mismo tiempo, constataba una regresión de sus estados emotivos de abatimiento, tristeza y ansiedad.

Evidentemente, es posible hacer gráficas de todo tipo, según el problema al que uno se enfrente y la estrategia de cambio que cada caso requiera. Compete a cada persona desarrollar su imaginación e ingenio, quizá con la ayuda

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de un profesional, con el fin de elaborar las que más le convengan y le ofrezcan los resultados que desea.

La siguiente gráfica es la elaborada por Marcos, un estudiante cuyos resultados escolares dejaban mucho que desear y que decidió que el método más prometedor para solucionar su problema consistía en aumentar el tiempo que dedicaba al estudio personal diariamente. Al final de cada día, anotaba el tiempo (en minutos) que había pasado estudiando; luego sumó el total semanal y lo trasladó a la gráfica.

Evolución del tiempo dedicado por Marcos al estudio personal entre el 27 de enero y el 12 de abril

Comienzo del programa de cambio

V)

O 5 5 S •z w o Q !=> H I/) W w Q O a.

H

700

600

500

400

300

200

100

0 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 Semanas

Como puede constatarse, la evolución de Marcos, a pesar de no ser espectacular, ha seguido, no obstante, una buena

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dirección. Ello ilustra, una vez más, que la dirección del cambio es más importante que la amplitud de los resultados obtenidos. A la vez que el tiempo que dedicaba al estudio aumentaba, los resultados académicos de Marcos mejo­raban también ligeramente, aunque aún no lo suficiente como para satisfacerle. Observó entonces que, además del tiempo dedicado al estudio, intervenían en la situación otros factores, entre ellos la calidad de sus métodos de trabajo, lo cual le llevó a depurar más una solución ini-cialmente demasiado elemental.

El examen de los resultados de la solución que hayas elegido, si lo efectúas durante algunas semanas, deberá, pues, suministrarte importantes informaciones. Veamos ahora cómo puedes utilizar éstas.

Evaluar: retrospectiva y prospectiva.

Al evaluar tu progresión, probablemente descubras que tampoco en el ámbito de la transformación de las acciones son frecuentes los milagros. De lo que se trata es de dar pruebas de aguante y de constancia. Los resultados posi­tivos, por muy modestos que sean, son preferibles a un funcionamiento muy deficiente. Tal vez tengas que mejorar y desarrollar tu estrategia, buscar nuevos medios para tratar de mejorar tu situación y dejar de lado ciertos modos de obrar que inicialmente te parecían prometedores, pero que se han revelado decepcionantes. Recuerda que, si los pasos que das no te permiten obtener los resultados deseados, no has perdido tu tiempo ni tus esfuerzos, porque el simple hecho de saber que un procedimiento es ineficaz constituye una información de gran valor y permite evitar el mismo error en el futuro.

También puede suceder que algunos de tus fracasos sean en parte imputables a circunstancias poco favorables en el momento en que acometiste tus intentos de transfor-

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mación. Sería, pues, prematuro concluir que jamás con­seguirás mejorar o solucionar el problema que te preocupa, como también sería poco realista esperar a que se den las circunstancias ideales para poner manos a la obra. No se trata de que culpes a los acontecimientos de cada uno de tus fracasos, pero sí es razonable que tengas en cuenta las circunstancias concretas de tu vida en la evaluación de tus resultados.

Conviene recordar que podemos solucionar ciertos problemas aceptándolos. Todo ser humano tiene siempre la posibilidad de cambiar lo que le desagrada en su manera de ser o de aceptar «vivir con el problema». Es posible que la solución de un problema exija demasiados esfuerzos o demasiadas inversiones de cualquier otro tipo para los resultados que promete. Evidentemente, el peligro consiste en exagerar los esfuerzos requeridos y minimizar los re­sultados esperados. Sería conveniente que no decidieras aceptar la presencia continua de un problema hasta después de haber reflexionado sobre ello detenidamente y haber hecho los pertinentes esfuerzos para solucionarlo.

En el siguiente capítulo, te invito a examinar cierto número de comportamientos deficientes que se derivan de la idea irrealista consistente en creer que todo adulto tiene una necesidad imperiosa de ser amado y aprobado por casi todo el mundo en casi todo lo que hace. Y luego veremos cómo es posible adoptar comportamientos más apropiados en ese terreno.

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3 La «necesidad» de ser amado

y sus consecuencias

En este y en los siguientes capítulos quiero que exami­nemos juntos las acciones desafortunadas que se derivan de cada una de las ideas irrealistas ya analizadas en Ayu­darse a sí mismo. Este capítulo, concretamente, se arti­culará en torno a la idea n°. 1: la «necesidad» de ser amado. El capítulo 4 tratará sobre las consecuencias de la idea n°. 2: la «necesidad» de tener éxito; el capítulo 5 se de­tendrá en los efectos behavioristas de la idea n°. 3, refe­rente al valor del ser humano. El capítulo 6 agrupará un examen de las consecuencias de las ideas nn. 4, 5 y 9. Finalmente, el capítulo 7 analizará las consecuencias de la idea n°. 6; el capítulo 8, las de las ideas nn. 7 y 10; y el capítulo 9, las consecuencias de la idea n°. 8.

En Ayudarse a sí mismo y en L'amour: de V exigence á la préférence, demostré cómo la falsa creencia de que un ser humano tenga una necesidad urgente de ser amado o aprobado por casi todas las personas importantes de su entorno constituye la causa de un número considerable de emociones desagradables: ansiedad, hostilidad, envidia, desánimo, depresión, abatimiento, sentimiento de inutili­dad, etc. En este capítulo, quiero examinar algunas accio­nes u omisiones que se manifiestan como consecuencia de esta creencia, subrayando sus deplorables efectos, y sugerir

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modos de acción más apropiados y más susceptibles de aportar a su autor la autorrealización que todos andamos buscando.

Bajo la rúbrica general de «explotación», podemos agrupar las acciones y omisiones derivadas de la idea de que tenemos necesidad de ser amados. Como ya indiqué en otro lugar, el que cree tener necesidad de ser amado tenderá a actuar como un auténtico «primo» a quien el temor a no ser amado le lleva a hacer una concesión tras otra y a prestarse, más o menos fácilmente, a las maniobras de los demás.

Por otra parte, no hay que suponer que dicha explo­tación se realice conscientemente por parte de los demás. En la mayoría de los casos, éstos se sorprenderían si se les reprochara semejante proceder. En la mayoría de los casos —sobre todo si se trata de los parientes del «pri­mo»—, simplemente se han ido acostumbrando a buscar las ventajas y los servicios que les ofrecía esa persona sin discutir. ¿Por qué molestarse en hacer lo que puede ser hecho por otro?

Además, la persona explotada adornará a menudo su sumisión disfrazándola con los nombres de «amor», «de­sinterés», «altruismo» o «abnegación», etiquetas revalo-rizadoras para ella y que pueden llevarla a resistirse obs-tinamente a toda sugerencia de que modifique sus actitudes y acciones. Ya he hablado de esas madres «crucificadas» que cuentan a quien quiera oírlas las muchas y penosas dificultades de su vida y su incesante trabajo al servicio de sus hijos y de su marido, sin más recompensa que la ingratitud, que ellas soportan con tanta magnanimidad. Por lo general, basta que se les sugiera cortésmente que los clavos que fijan a la madre a su cruz de infortunio tal vez pudieran ser arrancados, con lo que la crucificada podría descender de la cruz y mezclarse con la muchedumbre, para topar con una feroz resistencia. Es penoso, pero muy noble, estar crucificado, ¡y qué agradable es la atención

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de los demás cuando, desde lo alto de la cruz, dominas a la muchedumbre de esas otras personas, más felices quizá, pero anónimas...!

Esa resistencia, pues, suele revelar más la intensidad del temor a no ser amado —un temor basado, a su vez, en la creencia de que dicho amor constituye una necesidad imperiosa de la persona— que la intensidad de un verda­dero amor altruista. En efecto, este último no suele venir acompañado de los quejumbrosos lamentos del «primo» ni de la ansiedad y la profunda despersonalización que cons­tituyen los síntomas del «mal de amor».

La persona que, por encima de todo, teme no ser amada y aprobada, suele comportarse de una manera tí­mida, sumisa y poco afirmativa. Un simple fruncimiento de ceño por parte de aquellos por quienes cree necesario hacerse amar, basta para llenarla de pánico y puede llevarla a realizar multitud de gestos penosos o a no realizar otros que podrían serle personalmente agradables. El auténtico amor altruista se preocupa del verdadero bien del otro y de su provecho real. Pero no se ve muy bien cómo ese objetivo podría alcanzarlo, por ejemplo, una madre que se hace esclava de sus hijos y los acostumbra a tratar a las mujeres como seres inferiores que deben responder sin discutir a las exigencias de los machos. Tales hijos suelen convertirse más tarde en esos maridos execrables que es­peran de su esposa los comportamientos que durante tantos años han visto en sus madres. Acostumbrar a un hijo a ser exigente y dominador no es precisamente prestarle un ser­vicio, sino, por el contrario, sentar las bases de ulteriores e innumerables conflictos, sobre todo al nivel de las re­laciones interpersonales íntimas.

Entre los innumerables comportamientos que se de­rivan de la creencia en la «necesidad» de ser amado, des­cribamos algunos espigados al azar de entre las situaciones que he podido conocer en el transcurso de mis contactos terapéuticos.

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1. Alberto, que en el restaurante deja propina después de una comida que no le ha satisfecho y que le ha sido servida de mala manera por una camarera impertinente. Pero, claro, si no deja propina, ¿qué pensará ella de él? ¿Y qué pensarán los demás que comparten su mesa? ¿Y qué dirá el dueño del hotel? ¿No pensarán todos que es un tacaño y no se pondrán a criticarlo? ¿Cómo puede privarse del afecto y la aprobación de todas esas personas?

2. Marián, que no se atreve a colgar el teléfono cuan­do algún vendedor anónimo le propone comprar un pro­ducto que no le hace falta para nada, y que le aguanta el «rollo» durante diez minutos, por miedo a atraer sobre sí el horroroso castigo que significaría la desaprobación del vendedor si ella —con toda cortesía, pero con toda fir­meza— le dijera que el asunto no la interesa.

3. Alberto, que, cuando come en casa de su suegra, vacía dócilmente su plato y se come hasta el último trozo del montón de zanahorias que ella se empeña en servirle. En efecto, ¿cómo va a soportar que su suegra se sien­ta ofendida si le dice tranquilamente que no le gustan las zanahorias y que prefiere dejarlas para quienes las aprecian?

4. Diana, que, cuando su hijo no encuentra el bañador y lo reclama a gritos, deja lo que esté haciendo para ponerse a buscar el bañador del «pobrecito». ¿Cómo iba ella a considerarse una buena madre si le hiciera ver a su hijo que éste tiene que cuidar de sus cosas, que ella entiende muy bien su problema, pero que no está dispuesta a dejarlo todo patas arriba para acudir volando en su ayuda cada vez que él tiene problemas por causa de su propia negligencia?

5. Enrique, que soporta en silencio el que su hijo de seis años invada cada mañana el lecho conyugal, porque ¿cómo no quedar desarmado ante los reproches del hijo, que, después de todo, tiene necesidad de que se atiendan todos sus caprichos?

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6. Fernanda, que —como su marido se niega en re­dondo a salir, alegando su terrible cansancio, sus achaques, su miedo a la inseguridad ciudadana o el aburrimiento que le produce salir de noche, etc.— seguirá encerrada y abu­rriéndose en casa, en lugar de hacer ver a su marido que siente mucho que esté cansado, pero que ella, como se encuentra en plena forma y tiene ganas de divertirse, ha decidido irse al cine con una amiga. ¿Cómo va a soportar ella la dolorida mirada de su desdichado marido?

7. Gerardo, que hace horas extraordinarias porque su jefe se lo pide diciéndole que sólo se fía de él, que es indispensable, etc. ¿Cómo va a soportar la pérdida de es­tima a los ojos de su jefe que supondría decirle a éste cuánto lamenta su problema, pero que, a pesar de ello, está firmemente decidido a emplear el fin de semana en descansar y no en hacer el inventario?

8. Helena, que consentirá en lavar la ropa seis veces por semana, y no una o dos veces, porque su hijo mayor, de veinte años, no tiene camisa limpia que ponerse encima para salir con su amiguita; o porque el pequeño, de doce años, «olvidó» echar sus calcetines a lavar; o porque su marido se ha quedado sin ropa interior limpia. ¿Se atrevería ella a responder que siente mucho todo eso y a proponer que todo el mundo aprenda cómo funciona la lavadora? ¿Cómo decirles que ella no considera que el andar a la caza de ropa sucia forme parte de su papel de esposa y de madre, pero que con mucho gusto lavará dos veces por semana las prendas que cada cual quiera echar al cesto de la ropa sucia?

9. Juan, que, al entrar en su habitación del hotel, constata que el aire acondicionado no funciona, y se pasa la noche sudando, en lugar de enfrentarse a la mirada desaprobadora del empleado y exigirle otra habitación. ¿Cómo va a enemistarse con un empleado de hotel?

10. Julia, que, mientras guarda cola ante la «caja rápida» del supermercado, destinada a los clientes que

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compran menos de diez artículos, permite que otra señora se «cuele» delante de ella con el carrito atestado de mer­cancías. ¿Cómo va a atreverse a incurrir en las iras de esa señora haciéndole ver, con toda educación, que probable­mente se ha equivocado y, en último término, si la señora no atiende a razones, reclamando la intervención del ge­rente? ¡Hay que evitar el escándalo! ¡Verse desaprobada por una desconocida y llamar la atención del resto de los clientes es una aventura mucho más peligrosa que dar a luz! ¡A fin de cuentas, en un parto no te juegas más que tu pellejo!

11. Carlos, que esperará durante años a que su jefe decida aumentarle el sueldo, en lugar de tomar él la ini­ciativa de explicarle que su trabajo merece ser mejor re­munerado. Pero, si lo hace, ¿no pensará el jefe que Carlos es un miserable egoísta, vilmente apegado al dinero y ávido de comodidades vergonzosamente materiales? Más vale apretarse el cinturón que soportar la desaprobación del jefe, porque ¿cómo vivir sin su aprecio?

12. Lucía, a quien el médico le dice que debe so­meterse a una operación, y que lo acepta sin discusión, a pesar de no estar convencida de la necesidad de tal inter­vención. En efecto, el médico se sentiría mortalmente agra­viado si ella se atreviera a solicitar la opinión de otros especialistas, y no dejaría de reprochar amargamente a Lucía su falta de confianza en él y de mostrarle su rencor y su desprecio. ¡Antes dejarse matar que disgustar a un personaje tan eminente! Por otra parte, ¿quién es ella para interesarse tan vilmente por sus propios intereses e infligir tan cruel trato a ese pobre médico?

13. Marcelo, a quien tanto molesta el tabaco y que, durante la reunión de trabajo, soportará las nubes de humo que producen los cigarrillos y las pipas de sus colegas. ¿No pasaría ante ellos por una mujerzuela si les pidiera que no fumaran, o que al menos sólo fumaran cigarrillos, o que se ventilara la sala? Más vale soportar el picor de

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ojos, el ahogo, la irritación de garganta, la destilación nasal y los estornudos que sufrir la atroz e insorportable sonrisita de conmiseración de toda esa gente importante, sus pesadas bromas y su humor displicente. Es el precio que hay que pagar para ser amado por todos y en todo, aunque uno se desprecie secretamente a sí mismo y se tenga por un imbécil.

14. Rosa, a la que siempre piden en la oficina que organice las fiestas y las celebraciones y que, como el «pedazo de pan» que es, acepta siempre nacerlo todo, en lugar de observar amablemente que cree llegado el mo­mento de dejar que también los demás ejerzan su creati­vidad. «¡Pero si lo haces tan bien, Rosa; si lo haces tan bien...!». ¿Cómo negarse ante tales cumplidos? ¿Cómo privarse de semejante droga de amor?

15. Óscar, que no se atreve a pedir que se especifi­quen claramente todas las condiciones en el contrato que hace con un proveedor. ¡Sólo faltaría que éste le reprochara sus sospechas y su falta de confianza en su profesionalidad y en su buena fe! Además, es un amigo ¿no? ¡Todos sa­bemos que, si es necesario, se puede soportar la censura de un extraño, pero no es posible soportar la desaprobación de un amigo!

16. Belén, que no se atreverá a dar su opinión en la reunión del comité en el que participa, pues sería tan ho­rroroso si dijera cualquier tontería... ¡Más vale callarse y pasar por tonta que hablar y demostrar que lo eres! ¡Bien pensado, lo mejor sería dimitir de ese comité y huir de tan peligrosa situación! ¡Lo ideal sería pasar inadvertida y sin llamar la atención! Pero, entonces, ¿cómo recibir el amor que se «necesita»? ¡Cruel dilema! ¿Por qué tendrá que ser la vida tan terriblemente complicada?

17. Daniel, que prestó a Roberto y que, al vencer el plazo que le dio, no se atreve a pedirle amablemente que le devuelva la suma prestada sin excusarse al mismo tiempo

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por ello, sin darle una lista de las urgentes razones que le hacen formular tan insolente demanda y sin lamentar amar­gamente su irrazonable exigencia, porque ¿cómo no tener en cuenta el honor que le ha hecho Roberto al pedirle dinero prestado? Es él, Daniel, quien debería agradecer a Roberto la confianza que le ha demostrado. Unos cuantos miles de pesetas son bien poca cosa en comparación con el inesti­mable bien que constituye la verdadera amistad de Roberto. ¿Cómo detenerse en consideraciones tan vilmente mercan­tiles cuando se trata de valores tan espirituales como la verdadera camaradería y la auténtica amistad?

18. Virginia, que se pasará horas limpiando la casa después de que los amigos de su hijo hayan estado de fiesta durante parte de la noche, mientras el héroe de la fiesta ronca en su cama. ¿Cómo pedirle al pobre, con sus escasos veinte años, que colabore en poner las cosas en orden? ¿No concebirá algún tipo de resentimiento contra su madre y no optará por darle el horroroso trato destinado a las madres egoístas, privándola de su amor puro y sin mezcla? «¡Ánimo, Virginia, no te apures! Ser amada por un hijo vale más que unas cuantas horas de trabajo, y un ligero dolor de ríñones no es demasiado precio por un bien tan inestimable. Además, todas tus mejores amigas hacen lo mismo que tú, y el trabajo de una madre no termina nunca... ¡Los hijos se traen al mundo para amarlos y no para obligarles malvadamente a limpiar el salón!».

19. Eduardo, que, despertado a las cinco de la ma­ñana por los aullidos del perro del vecino, no se atreverá a telefonear a éste para pedirle que haga callar al animal. Si el vecino duerme, ¿por qué no puede Eduardo hacer otro tanto? Además, es un vecino tan amable y tan sim­pático y tiene tantas preocupaciones que ¿cómo voy a mo­lestarle ahora con el asunto de su perro? Un buen vecino no se encuentra fácilmente, ¿no es cierto? Por otra parte, unas horas de insomnio no son para tanto, Eduardo... ¿Te gustaría que el vecino, que seguramente adora a su perro,

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tomara como una ofensa personal tu protesta por los au­llidos del animal? Las personas son muy susceptibles, ¿no es cierto? Más vale no darles ocasión de sentirse recha­zadas, porque su venganza sería terrible: dejarían de que­rerte... ¡Razona, no seas tonto! Hazte el sordo y aguanta, y todo el mundo te querrá y dirá: «¡Qué buena persona es este Eduardo...!».

20. Úrsula, que soporta las confidencias etílicas de un solitario caballero durante toda una velada, sin atreverse a decirle que la deje en paz, pues el tipo podría pensar que es una antipática y propalar contra ella una serie de des­propósitos. ¡Hay que comprender y escuchar a todos los pelmazos que buscan un hombro sobre el que llorar...! El pobre hombre siente que nadie le quiere y que todo el mundo le rechaza: ¿cómo aumentar sus sufrimientos man­dándole a hacer puñetas? ¡Las mujeres de verdad siempre son dulces, comprensivas y sensibles a la miseria humana, y sólo las «marimachos» se hacen las «duras». ¿Quieres parecerte tú a una de esas horrorosas feministas? Recuerda la paciencia que tenía tu madre, una verdadera santa que soportó al borracho de tu padre durante treinta años sin quejarse y ofreciendo al cielo los sufrimientos de su mar­tirio. ¿No es ése un modelo sublime de la vocación de la mujer en este mundo, consoladora de los afligidos y apoyo paciente de los desdichados? Además, todo el mundo, in­cluidas las demás mujeres, quiere a una mujer dulce que sabe estar en su sitio, y detesta a la que pretende hacer las cosas a su manera...

21. Víctor, que aguanta dos horas en la sala de espera del dentista sin decir ni pío, porque los dentistas son gente importante, mientras que él no lo es... Sería inconcebible formular la más mínima queja, y más aún pedir una reducción en los honorarios para compensar el tiempo perdido. El dentista podría ponerse desagradable y no querer a Víctor, ¿y hay algo peor que no ser querido por el dentista?

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22. Olga, a quien su marido pega con la regularidad de un reloj, pero que jamás lo abandonaría, porque ¡es tan bueno cuando no la pega...! Además, ¡es su marido, para bien y para mal! Y, en el fondo, ¡la quiere tanto...! Por otra parte, necesita a alguien en quien descargar sus frus­traciones: ¡tiene tantas cosas que aguantar...! Lo que menos falta le hace es que ahora venga Olga a aumentarle sus preocupaciones amenazándole con llamar a la policía la próxima vez y denunciarle por malos tratos...

23. Javier, que aguanta el «rollo» que le suelta Gus­tavo durante media hora, limitándose a esperar que aquello acabe cuanto antes, en lugar de decirle a Gustavo que ya está harto de escuchar y, si Gustavo no se calla, largarse tranquilamente.

24. Yolanda, que, cuando sus hijos le «ordenan» que les lleve en coche a casa de sus amigos, lo deja todo para ponerse a su servicio, aunque esté ocupada en algo im­portante. Podría decirles que esperen o que se busquen otro medio de transporte, pero no corre ese riesgo: una vez más, una madre necesita el afecto sincero, perpetuo e indefec­tible de sus hijos para sobrevivir. De manera que... al coche, ¡y zumbando!

25. Santiago, al que sus amigos invitan a jugar a las cartas una tarde de verano. Él preferiría pasar esa tarde al borde de la piscina, pero no se atreve a decir no, por miedo a que le tachen de «muermo» y de «aguafiestas». ¡Ánimo, amigo! No siempre se puede hacer lo que uno quiere en la vida, y la amistad de los «colegas» tiene un precio...

He puesto veinticinco ejemplos de comportamientos deficientes derivados de la obsesión de ser amado y acep­tado. ¿Has reconocido en ellos alguno de tus comporta­mientos? ¿Sí?; ¿y qué piensas hacer ahora? ¿No?; ¿te has fijado bien? Por supuesto, no he enumerado todas las po­sibilidades: no acabaríamos nunca. Repara en tu vida y en tus maneras de ser. ¿Estás seguro de que nunca o casi

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nunca cedes al chantaje amoroso? No lo estás, ¿verdad? ¡Ya me parecía a mí! Dices que estás acostumbrado a actuar así desde hace años, y que así es como te educaron tus padres. De acuerdo, pero ¿quieres seguir los pasos de tus padres en todo? ¿Quieres seguir pagando ese precio por el afecto que compras a los demás con tu sumisión y tu timidez?

Ha llegado el momento de hablar de la afirmación de sí. A este respecto se han publicado infinidad de libros de muy desigual valor. Muchos de ellos se empeñan obsti­nadamente en hacerle ver al lector el derecho que tiene a afirmarse y a obrar a su gusto, cosa que yo no niego, pero que, en mi opinión, enfoca el asunto desde un punto de vista legalista que no creo que solucione nada. Por mucho que se le repita a una persona tímida que tiene derecho a afirmarse y se le recuerde que la declaración de los de­rechos humanos reconoce a todos los mismos privilegios, sería ilusorio creer que la mera constatación de sus «de­rechos» le llevará a comportarse de otra forma. Es una cierta ingenuidad el creer que la persona que se comporta de manera poco afirmativa lo hace porque cree no tener derecho a hacerlo de otro modo. De lo que más bien se trata, en mi opinión, es de apelar a la motivación de placer que subyace a todos los actos humanos. Mientras un ser humano no esté plenamente persuadido de que el modificar sus acciones le reportará algún provecho, no hay que es­perar que lo haga, al menos de manera estable.

Ahora bien, parece claro que en muchas situaciones al ser humano le reporta alguna ventaja el comportarse de manera afirmativa y decidida y hacer que los demás res­peten sus gustos y preferencias. Evidentemente, esaventaja desaparece cuando un comportamiento afirmativo le re­porta más inconvenientes que ventajas a largo plazo. Por otra parte, el asunto se complica por el hecho de que no todos consideran las mismas cosas como ventajosas y por­que, además, ciertas ventajas inmediatas impiden obtener

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otras a más largo plazo. Es el problema del equilibrio de los placeres, cuya ecuación varía de una persona a otra e incluso en la misma persona, de un momento de su vida a otro.

Todo el asunto estriba en sopesar con suficiente pre­cisión las ventajas e inconvenientes que se desprenden de la realización de tal o cual acto concreto. Es bastante raro que un acto tenga sólo ventajas o sólo inconvenientes. Podemos aceptar que, cuando así le parece a la persona, la elección sea automática, dado que, de hecho, la atracción del placer es irresistible, y el ser humano se encuentra completamente determinado a realizar los gestos que le parecen más ventajosos que desventajosos. La duda sólo aparecerá cuando la persona no tenga muy claro de qué lado se inclina la balanza. En cuanto al error, no es sino el resultado de un cálculo equivocado de las ventajas en relación a los inconvenientes, como no tarda en consta­tarse.

Muchas personas se comportan de manera poca afir­mativa, simplemente porque no saben cómo arreglárselas para cambiar. Han adoptado comportamientos sumisos en un momento de su existencia y, aun cuando ello les reporte frecuentes inconvenientes, no logran, sencillamente, ima­ginar de qué otra manera podrían actuar. En la mayoría de los casos, cuando se ven ante personas que actúan con ellas de un modo perjudicial o desagradable, reaccionan con hostilidad y expresando los sentimientos agresivos que ali­mentan y que son generados por la idea de que nadie debe realizar tales gestos con ellos. La filosofía emotivo-racional denuncia esta creencia como irrealista, por lo que se le ha reprochado a menudo que preconiza la sumisión y la aquiescencia a la tiranía de los demás. Semejante crítica evidencia una profunda incomprensión de los principios del enfoque emotivo-racional. No porque sea filosófica­mente indefendible para todo ser humano el irritarse contra otro, debemos concluir que no haya otra manera de obrar;

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la dicotomía ira-sumisión es falsa, y conviene insertar en ella un tercer término, que consiste en una afirmación de sí no hostil, en una capacidad de buscar hábilmente la propia ventaja sin gastar más energía vital que la necesaria y sin despertar las contra-reacciones a que suele dar lugar la expresión de sentimientos de hostilidad.

La afirmación de sí no tiene, pues, nada que ver con la expresión de la hostilidad. Puedo perfectamente reco­nocer que determinada persona tiene pleno «derecho» a perjudicarme, en el sentido de que ninguna ley del universo se lo prohibe, sin que por ello deba ceder a sus maniobras ni aceptar sus comportamientos sin reaccionar. Siempre tengo la posibilidad de actuar, a mi vez, de forma que obtenga las ventajas que busco, sin perder mi tiempo ni mis energías en irritarme contra esa persona. Justamente en eso consiste el comportamiento afirmativo: en proceder de manera segura, tranquila, firme, serena y decidida en la búsqueda de mis ventajas, sin inútiles y hasta nocivas hostilidades.

A este respecto, es útil dominar ciertas técnicas de comunicación, de las que ahora quisiera examinar algunas, tomadas de un autor que ha dejado huella en este terreno (Smith, 1975).

El disco rayado

Todos sabemos que, en un disco rayado, la aguja recorre incansablemente el mismo surco, repitiendo sin interrup­ción el mismo sonido. La técnica del disco rayado tiene por objeto permitir a la persona afirmarse sin furia, per­sistiendo en pedir lo que desea sin dejarse distraer de su objetivo por las maniobras verbales de su interlocutor. Una persistencia que suele producir unos resultados que una discusión «desmelenada» no permite alcanzar, aparte de que conlleva un aspecto humorístico que seducirá a muchos

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de los que la utilicen. Empleada con habilidad y en las circunstancias apropiadas, esta técnica contribuirá a refor­zar la confianza de la persona en sí misma y a permitirle comprobar que no es impotente ante quienes se oponen a sus deseos.

Consideremos el caso de Inés y de Diego, que com­parten la misma vivienda desde hace más de un año. Inés trabaja y paga el alquiler. Diego, por su parte, no consigue encontrar empleo estable y pasa largas horas escuchando discos en casa, incluso a altas horas de la noche, impi­diendo así a Inés dormir. Después de numerosas discusio­nes, tan amargas como inútiles, en las que ambos se en­furecían, pero tras de las cuales Diego seguía actuando exactamente igual que antes, Inés decidió que ya estaba harta y que deseaba que Diego se fuera a vivir a otra parte. Éste fue el diálogo que mantuvieron:

Inés: Diego, quiero que recojas tus cosas y que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: ¿Qué te pasa? ¿Qué mosca te ha picado? No entiendo nada...

Inés: Estoy segura de que no entiendes nada, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte. (Posible error: responder prolijamente a la pre­gunta de Diego, lo cual, probablemente, sig­nificaría el inicio de otra explicación estéril, semejante a todas las anteriores).

Diego: Vamos a ver... estoy seguro de que podemos llegar a entendernos. Después de todo, aún me quieres, ¿no?

Inés: Comprendo que pienses que podríamos seguir viviendo juntos, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: Pero no es humano que me pongas así de patitas en la calle... ¿Adonde voy a ir a vivir? ¡No te tengo más que a ti!

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Inés: Comprendo tu preocupación, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: Te juro que, si me haces eso, me mataré... No podré soportarlo.

Inés: Espero que no llegues a ese extremo, pero quie­ro que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: Pero ¿qué te ha ocurrido? Nunca me habías hablado así...

Inés: Comprendo que te extrañe mi actitud, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte. (Posible error: embarcarse en largas e inútiles explicaciones).

Diego: Inés... recuerda los buenos momentos que he­mos pasado juntos. ¿Por qué quieres destruir nuestro feliz pasado?

Inés: Comprendo que vayas a echar de menos nues­tro buenos momentos, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: Escucha. Te prometo que voy a buscar trabajo y ayudarte a pagar el alquiler y el manteni­miento de la casa... (Promesa ya hecha 10 veces anteriormente).

Inés: Comprendo que estés lleno de buenos propó­sitos, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: ¡Pero si es que no tiene sentido...! Dame otra oportunidad... ¡Ya sé que no soy perfecto!

Inés: Comprendo que me encuentres exigente, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: Pero ¿no vas a dejar de repetir lo mismo? ¿Te has vuelto loca o qué?

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Inés: Comprendo que mi comportamiento te disgus­te, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: Te vas a arrepentir, ya lo verás. No creas que hay muchos tipos tan «legales» e inteligentes como yo...

Inés: Es posible que me arrepienta, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: Dame al menos unos días para encontrar un sitio... Además, ¡no tengo un duro!

Inés: Comprendo que estás pasando un mal momen­to, pero quiero que te vayas a vivir a otra parte.

Diego: De acuerdo, tú lo has querido... Pero no se te ocurra venir jamás a pedirme un favor. ¡No tienes corazón!

Inés: (Silencio. Abandona la estancia). (Posible error: proseguir interminablemente la conversación).

La técnica del disco rayado exige, evidentemente, que quien la emplea esté claramente decidido a llegar hasta el final en su actitud. No se puede mostrar debilidad ni em­pezar a ceder a los intentos de chantaje o de culpabilización de la otra persona. Tampoco puede uno irritarse, perder la calma ni elevar el tono de voz. Además, conviene saber de antemano que, después de utilizar dicha técnica, tal vez no sea posible seguir manteniendo relaciones armoniosas con quien ha sido sometido a semejante trato. Pero no se puede hacer una tortilla sin cascar los huevos, y cada cual deberá juzgar si lo que pierde así tiene más o menos valor que lo que consigue. En cuanto a Inés, le parecía que la amistad de Diego acabaría costándole mucho dinero, mu­chos insomnios y muchas frustraciones de todo tipo y que,

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en definitiva, tenía más ventajas prescindir de su presencia y, al mismo tiempo, verse liberada de los inconvenientes de la misma.

Admitir la verdad (la «niebla»)

Esta técnica es particularmente útil para salir del apuro en el caso de ser objeto de críticas, justificadas o injustifi­cadas, por parte de otros. Sirve además para evitar dis­cusiones interminables y demasiado encendidas. Podría compararse con el caso de un jugador de tenis que se dedica a estrellar la pelota contra la red, en lugar de devolvérsela al adversario. Si la acción se repite de manera sistemática, no hay partido de tenis que se prolongue durante mucho tiempo.

La técnica consiste, simplemente, en que la persona que es objeto de un reproche conceda lo que puede haber de cierto en las observaciones que se le hacen. En lugar de intentar justificarse y poner así en marcha el mecanismo de la disputa, la persona reconoce la parte de verdad que puede contener la crítica, deshaciendo así las posibles in­tenciones de la otra parte de enzarzarse en una disputa verbal y en un «peloteo» mutuo de reproches.

Veamos el diálogo siguiente entre Miguel y Clara, casados desde hace diez años:

Miguel: Es la tercera vez que comemos salchichas esta semana. A este paso, van a salirme salchichas hasta por las orejas...

Clara: Es verdad que no siempre consigo variar el menú de las comidas a tu gusto.

Miguel: Y, encima, los crios no saben comportarse en la mesa. ¡Esto es un cachondeo!

Clara: Tienes razón. Estos días parecen estar muy nerviosos.

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Miguel: Además de ser una cocinera espantosa, eres un desastre como madre.

Clara: La verdad es que no consigo hacer las cosas tan bien como tú querrías.

Miguel: ¡ Yo no pido que seas perfecta, demonios! ¡ Sólo pido un poco de orden y de variedad!

Clara: Si tienes razón... Ni siquiera en las cosas más vulgares consigo apañármelas como es debi­do... (Posible error: ironizar añadiendo, por ejemplo: «No todos podemos ser tan perfectos como tú...»; o «Tienes razón, soy una mierda que no sirve para nada»).

Miguel: ¡Bueno, ya está bien; deja de hacerte la mártir y empieza de una vez a trabajar! ¡Con buenas palabras no se soluciona nada!

Clara: Tienes toda la razón. Podría prestar más aten­ción al menú y al comportamiento de los niños, y no siempre soy fiel a mis propósitos.

Miguel: Bueno, a fin de cuentas, no es tan grave. No voy a morirme por estas bobadas...

Al leer este ejemplo, es fácil constatar cómo lo que habría podido degenerar en una discusión interminable, lanzán­dose reproches el uno al otro y entonando una mutua letanía de defectos y debilidades, remontándose hasta los tiempos de sus primeras relaciones, de hecho termina enseguida, porque Clara se niega sistemáticamente a devolverle la pelota a Miguel. Obsérvese, además, que ella no hace más que conceder la verdad y que, al no intentar justificarse, hace abortar la disputa. A fin de cuentas, casi todas las críticas de que somos objeto encierran una parte de verdad o, al menos, la posibilidad de ser ciertas; y no hay nada de malo en reconocer la verdad, sobre todo cuando ello produce resultados agradables.

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Sin embargo, la utilización de esta técnica exige de la persona que quiere servirse de ella que no se sienta culpable de lo que se le reprocha. La persona que se siente culpable sentirá, casi forzosamente, la necesidad de jus­tificarse, defenderse y hacer ver los aspectos exagerados o injustos de los reproches que recibe. Así pues, esta téc­nica sólo será utilizable, concretamente, por la persona que ha expulsado de su mente las ideas que causan la culpa­bilidad, todos los «Tendría que...», «Habría tenido que...», para sustituirlos por «Habría sido mejor...», «Ha­bría sido preferible...». Podemos, pues, constatar una vez más cómo la tríada idea-emoción-acción forma un conjunto íntimamente estructurado, y cuan inútil sería tratar de ob­tener un verdadero cambio de comportamiento sin ocuparse primero de las creencias y emociones que hacen a la per­sona comportarse como se comporta.

La afirmación de sí negativa

Esta técnica se distingue muy poco de la que acabamos de examinar. Consiste, simplemente, en reconocer los errores sin ponerse a la defensiva y sin tratar de justificarse, e incluso, a veces, resaltándolos con sentido del humor. De lo que se trata es de adelantarse a la posible crítica, pudiendo transformar en una nimiedad lo que fácilmen­te habría podido convertirse en un duro intercambio de reproches.

He aquí unos ejemplos:

Pablo había prometido a Luisa traer dos litros de leche al regresar de la oficina, pero se ha olvidado.

Luisa: ¿Y los dos litros de leche?

Pablo: ¡Dios mío! ¡Lo he olvidado por completo! Se me debe de estar secando el cerebro. Olvido todo lo que me encargan. Seguro que te he hecho una faena, ¿verdad?

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El jefe de Cecilia le hacer ver a ésta cuatro errores que ha cometido en la contabilidad:

Cecilia: Es cierto, me he equivocado. Ha sido una ver­dadera estupidez por mi parte. Tendré que po­ner más atención en mi trabajo.

Paula llega con media hora de retraso a la cita que había concertado con Enrique.

Paula: Perdóname; estoy segura de que ha sido un engorro para ti tener que esperarme; la verdad es que es una faena por mi parte llegar con tanto retraso...

La encuesta negativa

Siguiendo con el capítulo de las técnicas que pueden em­plearse para hacer frente a las críticas, ésta de la «encuesta negativa» va un poco más lejos que las dos anteriores, en el sentido de que anticipa las posibles críticas, obligando al interlocutor a formular otras, además de las que acaba de hacer.

Veamos el siguiente diálogo entre Pablo, estudiante de psicología, y Lucas, su tutor:

Pablo: Buenos días. Me gustaría conocer su opinión sobre mi funcionamiento hasta hoy durante el curso.

Lucas: Bueno, creo que en general vas bastante bien, pero tus informes de las entrevistas no son lo bastante detallados.

Pablo: ¿Le parece que son difíciles de comprender?

Lucas: No, no se trata exactamente de eso. Es que no incluyes datos suficientes acerca de tus en-cuestados.

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Pablo: ¿Cuáles son los datos que omito y que cree usted que debería incluir?

Lucas: Por ejemplo, en el informe sobre la señora Ramírez has olvidado señalar que es viuda y que tiene tres hijos de corta edad.

Pablo: Muy bien. ¿Hay alguna otra cosa que debería añadir?

Lucas: Todos los detalles que permitan comprender mejor el caso y hacerse de él una idea más exacta.

Pablo: Comprendo. ¿Hay algo más que crea usted que podría yo mejorar?

Lucas: Sí. Pienso que hablas demasiado aprisa y de­masiado aprisa con tus encuestados, y que no les dejas a ellos suficiente tiempo para expre­sarse.

Pablo: ¿Le parece a usted que les atosigo excesiva­mente?

Lucas: Un poco, sí. Pienso que sería mejor que ha­blaras menos y más despacio.

Pablo: De acuerdo; ¿alguna cosa más?

Lucas: Nada más, por el momento. Si se me ocurre algo, ya te lo haré saber.

Supongo que estaremos de acuerdo en que se trata de un diálogo constructivo, de utilidad para Pablo y sumamente sereno. Y, si es así, es porque Pablo no se comporta en absoluto de manera defensiva ni da ocasión a Lucas para que se muestre severo o agresivo en sus críticas.

Veamos ahora un intercambio verbal en el que po­demos observar el empleo simultáneo de las tres técnicas útiles para hacer frente a la crítica: la admisión de la ver­dad, la afirmación de sí negativa y la encuesta negativa.

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Lola y Víctor charlan por la noche junto al fuego.

Víctor: Te comportaste como una insensata cuando los Rodríguez vinieron a vernos anoche.

Lola: ¿Hice algo que te disgustara?

Víctor: Hombre... No paraste de dar vueltas alrededor de Eduardo como una mosca alrededor de un tarro de miel. Todo el mundo se dio cuenta...

Lola: Es verdad que Eduardo me gusta mucho y que, sin duda, no siempre soy muy hábil cuando quiero expresar mi interés.

Víctor: Deberías ser más discreta. Cuando actúas así, tengo la sensación de ser un auténtico idiota.

Lola: Pero ¿cómo es que mi interés por Eduardo pue­de hacer que te sientas así?

Víctor: Pues porque todo el mundo pensará que soy un cornudo si sigues comportándote de esa ma­nera.

Lola: ¿Y por qué van a pensar tal cosa por verme actuar así?

Víctor: Hombre, digo yo que es fácil de entender. ¡Si te pasaste la noche comiéndotelo con los ojos y echándole sonrisitas...!

Lola: Ya entiendo: te disgusta muchísimo que me comporte así con Eduardo. Es verdad que mi manera de actuar podría llevar a ciertas per­sonas a suponer que estoy enamorada de él. ¿Hay alguna otra cosa que hiciera anoche y que te gustaría que no volviera a hacer?

Víctor: ¡Claro que la hay! ¿Piensas que fue inteligente por tu parte beberte cuatro martinis seguidos? Después del segundo, ya no sabías ni lo que decías...

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Lola: Es verdad que a veces tengo tendencia a beber más de la cuenta, y comprendo que te resulte desagradable. Realmente, fue un error por mi parte, y seguro que tuvo que estropearte la noche.

Víctor: ¡ No lo sabes bien! ¡ Si te parece que es divertido ver a tu mujer dando el espectáculo delante de tus amigos!

Lola: Tienes razón; comprendo perfectamente que no te haya gustado nada verme actuar así... Será mejor que en adelante modere mi consumo de alcohol... ¿Tienes algo más que decirme?

Víctor: Bueno... creo que el vestido que llevabas no te sentaba nada bien.

Lola: ¿Qué hay en mi vestido que no me siente bien, según tu opinión?

Víctor: En realidad no lo sé... Simplemente, no te sienta bien...

Lola: ¿Es el color lo que no me va?

Víctor: No, el color te va bien. Pienso que es la forma, el corte...

Lola: ¿Qué tiene ese corte que no me vaya?

Víctor: Es como si llevaras puesto un saco. Prefiero los vestidos más ajustados.

Lola: Es verdad que ese vestido no es nada ajustado y que cae demasiado recto.

Víctor: ¿Por qué no te pusiste el que te regalé por Navidad?

Lola: Lo habrías preferido, ¿verdad? Es cierto que es más ajustado. Podría habérmelo puesto, pero ni se me ocurrió pensarlo. Comprendo que pienses que no aprecio tus regalos.

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Víctor: Justamente. ¡ Y pensar que me costó treinta mil pesetas...!

Lola: La verdad es que podría mostrar mayor aprecio por los regalos que me haces y tener más en cuenta tus gustos.

Víctor: Pues tendrías que haberte visto cuando te dio por cantar Plaisir d'amour al piano... No veas cómo desafinabas... ¡Habría querido que me tragara la tierra!

Lola: Decididamente, anoche no di una a derechas. Deduzco que no te gusta oírme cantar cuando recibimos a los amigos. Y es verdad que no siempre tengo la voz muy afinada, sobre todo si he tomado una copa. Creo que será mejor que cante únicamente cuando estemos los dos solos.

Víctor: Bueno, la verdad es que no cantas tan mal cuando no has bebido demasiado...

Lola: O sea que, si te entiendo bien, lo que te dis­gusta es, sobre todo, que beba una copa de más. Y tienes razón: cuando bebo una copa de más, hago cosas que te disgustan mucho; por eso será mejor que ande con cuidado.

Víctor: ¡Exacto! Y ahora, ¿por qué no hablamos de otra cosa?

Lola: De acuerdo, pero no te quedes con las ganas de decírmelo, si es que anoche hice alguna otra cosa que te molestara.

Víctor: No, no; no tengo más que decir. Lola: Te agradezco que me hayas hecho saber tus

preferencias con tanta claridad. Tendré que pensar en todo ello. Creo que hemos tenido una conversación muy provechosa y que val­dría realmente la pena que habláramos así más a menudo.

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Víctor: Es verdad... Ni siquiera nos hemos peleado...

Imaginemos ahora cómo habrían podido ir las cosas si Lola no hubiera utilizado las tres técnicas consistentes en admitir la verdad, reconocer los errores y añadir las propias críticas a las de la otra persona:

Víctor: La verdad es que te comportaste como una insensata cuando los Rodríguez vinieron a ver­nos anoche.

Lola: ¡Ya estamos con los reproches! ¿Qué crimen he cometido esta vez?

Víctor: No paraste de dar vueltas alrededor de Eduardo como una mosca alrededor de un tarro de miel. Todo el mundo se dio cuenta.

Lola: ¿Y qué? ¡Pobre Víctor: estás tan celoso como un adolescente...!

Víctor: ¿Celoso yo? ¡No me hagas reír! ¿Celoso yo de Eduardo, que no sabe dónde tiene la mano derecha...?

Lola: Al menos él sabe ser delicado con las mujeres y no está siempre criticando como un manía­co...

Víctor: Con que soy un maníaco, ¿eh? ¡Lo que faltaba por oir! ¡Has de saber que anoche estabas como una cuba y no decías más que idioteces!

Lola: ¡Ah, es eso...! ¡De modo que, para el señor, tomarse una copa es un pecado mortal...! Aho­ra va a resultar que todo el mundo es alcohó­lico. ..

Víctor: ¡Es el colmo! ¿Serás idiota? ¿No ves que lo único que quiero es tu bien?

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Lola: ¡Iros a hacer puñetas tú y tus principios de los años treinta! Si te escuchara, jamás podría te­ner un placer en la vida. ¡Tendría que vivir como una monja!

Víctor: Y si todo el mundo actuara como tú, nos iba a lucir el pelo... ¡No tienes moral ni Dios que te la ponga!

Lola: Lo prefiero, antes que tener una moral pasada de moda.

Víctor: Pasada de moda, ¿eh? ¡Cómo se nota que no viste la pinta que llevabas con ese vestido que se te ocurrió ponerte...! ¡Menudo adefesio!

Lola: En cualquier caso, infinitamente mejor que el guiñapo que me regalaste por Navidad.

Víctor: ¿Estás loca? ¿Sabes que ese «guiñapo» me cos­tó treinta mil pesetas?

Lola: Eso demuestra que tienes tanto gusto como un ciego. Y, además, que sólo piensas en ganar dinero.

Víctor: ¡Y tú en gastarlo!

Lola: ¡ Ya me estás jorobando con tus lamentaciones!

¡Estoy hasta el moño de tus reproches!

Víctor: ¡Vete a hacer puñetas, pedazo de acémila!

Lola: Eso es..., ¡ahora, a insultar! Víctor: Es lo que te mereces. Estás aún más loca de

lo que yo pensaba..., etc., etc., etc.

Como puede verse, este segundo diálogo «echa chispas», y en él podemos observar un fenómeno parecido al del típico partido de tenis en que ambos jugadores se devuelven el uno al otro la pelota, con lo que el partido se eterniza y se hace cada vez más violento. Ninguno de los dos

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contendientes se afirma verdaderamente; lo único que ha­cen es disputar, sin ninguna clase de efectos positivos.

Siguiendo en el capítulo de las técnicas de afirmación de sí, pasemos a examinar algunas de ellas que pueden emplearse en situaciones no conflictivas, donde la mani­pulación es prácticamente inexistente.

Las dos técnicas que vamos a examinar ahora son particularmente útiles cuando se trata de una persona tímida que pretende entablar un contacto verbal con desconocidos. Es una situación temida por la mayor parte de las personas que tienen dificultad para afirmarse y que tienden a huir, porque les invade la ansiedad.

Información gratuita y revelación de sí

Smith (1975) hizo notar con acierto que hay dos «habili­dades» muy importantes cuando se trata de conversar con un desconocido: la capacidad de utilizar la información que éste da sobre sí mismo sin que se le haya pedido, y la capacidad de revelarse a sí mismo de manera apropiada. La utilización simultánea de ambas técnicas permite, por lo general, iniciar y mantener una conversación inteligente, en la que se hable de algo más que del tiempo que hace. Con la práctica, lo que al principio puede parecer una técnica rígida y un tanto mecánica se convierte en algo natural y fluido, fruto del interés por el interlocutor y de la capacidad de hablar de sí mismo sin reticencias.

Veamos el siguiente diálogo entre Fernando y Susana, que se encuentran por vez primera durante una fiesta en casa de unos amigos comunes:

Susana: ¡Hola! Soy Susana.

Fernando: ¡Hola, Susana! Yo me llamo Fernando.

Susana: Bonita fiesta, ¿no crees?

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Fernando: Mucho; los García son gente encantadora, y en su casa siempre se pasa bien.

Susana: ¿Los conoces desde hace mucho?

Fernando: Desde hace cinco años; nos conocimos en el Norte, esquiando.

Susana: ¿Practicas el esquí...? Yo también, aunque to­davía no soy una experta. De todos modos, prefiero el esquí de fondo al esquí alpino.

Fernando: Yo he hecho mucho esquí alpino, pero también me voy inclinando por el esquí de fondo: se tiene más tiempo para admirar la naturaleza.

Susana: También yo lo veo así... No hay nada mejor que esas mañanas frías en que todo está tran­quilo y se oye crujir la nieve bajo los esquíes.

Fernando: ¡Vaya! Tienes alma de poeta, ¿eh?

Susana: Me encanta determe allá arriba y contemplar la naturaleza, lejos del ruido de la ciudad y de la gente...

Fernando: ¿Eres de la ciudad?

Susana: Pasé mis primeros años en el campo, pero aho­ra estoy estudiando en la Universidad.

Fernando: ¿Y qué estudias?

Susana: Estoy terminando la licenciatura en sociología. ¿Y tú qué haces?

Fernando: Trabajo con mi padre y, a la vez, estudio con­tabilidad por las tardes.

Etc.

Se habrá notado cómo cada uno de los dos interlo­cutores utiliza la información dada por el otro para hacer avanzar la conversación, y cómo cada uno revela cosas de

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sí mismo que «alimentan» el diálogo. No es preciso, por tanto, estar al corriente de la actualidad, de los descubri­mientos científicos recientes y de miles de cosas, para mantener una conservación agradable y personalizada con cualquiera.

* * *

Estas son, pues, algunas de las técnicas que el lector puede emplear para aprender a afirmarse aún más y para modificar algunos de los comportamientos deficientes que tiene que seguir tolerando en su vida y que se deben a su creencia de que necesita gozar de la estima y la aprobación de casi todos con los que se encuentra en su camino.

Si el lector constata que dichos comportamientos constituyen para él un problema y le impiden disfrutar de la vida como podría hacerlo, nada le impide elaborarse su propio programa de adiestramiento, tanto al nivel de las ideas como al de los comportamientos. Eso sí: no hay que esperar obtener resultados inmediatos y sensacionales; hay que tener siempre presente que la solución de un problema es un proceso, y no un punto final.

En el capítulo siguiente vamos a examinar los com­portamientos inadecuados que se derivan de la idea irrea­lista n.° 2: Debo tener pleno éxito en todo cuanto em­prenda.

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4 La necesidad de «tener éxito»

y sus consecuencias

En Ayudarse a sí mismo (1987), ya examiné las emociones que se derivan de la idea de que es preciso tener pleno éxito en todo cuanto se emprende. Dichas emociones se llaman «ansiedad», «minusvaloración personal», «despre­cio de los demás», «hostilidad», «celos», etc.

Está claro que semejantes emociones conllevan ac­ciones o abstenciones poco afortunadas, sobre las que po­demos echar ahora un vistazo crítico examinando cómo cada una de ellas puede ser sustituida por maneras de proceder mucho más constructivas.

Paradójicamente, el temor a no tener éxito puede pro­ducir dos efectos contrarios: la hiperactividad y la hipoac-tividad. En el primer caso, la persona actúa demasiado; en el segundo, demasiado poco.

La persona obsesionada por el temor al fracaso puede recurrir a imponerse un ritmo de trabajo agobiante, repro­chándose sus más mínimos momentos de falta de atención y de creatividad y trabajando como un poseso para acallar en su interior la voz que no deja de repetirle que no vale nada si no consigue tener éxito en todo cuanto emprende. Esa persona apenas se concederá descanso ni se tomará

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vacaciones, y le quitará horas al sueño (un sueño, por lo demás, bastante agitado).

¡Ojo! No hay que confundir a este individuo con el que experimenta un auténtico placer en trabajar a tope, pero sin hacer del éxito la medida de su valor personal. El perfeccionista, en cambio, apenas obtiene placer de su trabajo y está casi siempre insatisfecho de su rendimiento, que compara desventajosamente con el de los demás. Lo que él hace con tanto esfuerzo nunca le parece lo bastante bueno, y siempre está volviendo a su trabajo para mejorarlo todavía más.

Esta forma de actuar le hace con frecuencia llevar una vida desequilibrada, de la que determinados elementos es­tán ausentes casi por completo. Rara vez tendrá tiempo para entregarse a actividades de ocio, cultivar un «hobby», «perder» el tiempo conversando sin más finalidad que el placer de la mera conversación, contemplar la naturaleza o interesarse por algo carente de utilidad práctica inme­diata. Paradójicamente, a pesar de la energía que invierte en sus actividades, suele ser poco eficaz y productivo, porque trabaja sometido a la tensión de creer que debe tener éxito y sobresalir a toda costa. Dicha tensión consume inútilmente una gran parte de sus energías, como sucedería con un automóvil al que se intentara hacer avanzar mientras se pisa el freno.

El perfeccionista suele ser reacio a tomar parte en actividades que le obliguen a competir directamente con otros: deportes, concursos, exposiciones, publicación de sus escritos... Todas esas cosas le repugnan, porque sig­nifican otras tantas ocasiones en que su rendimiento podría ser comparado de manera desventajosa con el de los demás. Por eso tenderá a la soledad, al aislamiento y a cerrarse en sí mismo, lo cual no le impedirá, por otra parte, in­ventarse rivales imaginarios a los que debería «machacar». Conocí a un profesor de universidad que conservaba en un cajón los manuscritos de tres libros que había escrito en

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el transcurso de los años. Se negaba a presentárselos a un editor, porque temía que fueran rechazados por éste o cri­ticados por sus colegas, si el editor, como es lógico, pedía el parecer de éstos acerca de su publicación. Y lo que le ocurría a este profesor es muy parecido a lo que le ocurre al ama de casa que no se decide a servir a sus invitados platos preparados por ella, por temor a que no estén per­fectamente logrados, y que, en la práctica, procura no invitar a nadie a comer, para no tener que afrontar las posibles críticas de sus invitados. Es posible, por lo demás, que acabe cediendo, pero sólo después de haberse pasado tres días encerrada en su cocina, aunque sin disfrutar en lo más mínimo, porque «nunca me sale lo bastante bien».

Antonio era pintor. Su estudio estaba lleno de telas, que producía en abundacia; pero la mayor parte de ellas no estaban realmente terminadas. En sí, esto no tendría nada de excepcional, porque es de esperar que, en un trabajo creativo, muchos proyectos no pasen más allá de la fase del esbozo. Pero Antonio pintaba desde hacía veinte años, logrando a duras penas ganar lo justo para «ir ti­rando». Había sido invitado en diversas ocasiones a pre­sentar sus cuadros en galerías o exposiciones, pero él siem­pre encontraba algún pretexto para rehusar. En el fondo, lo que él se exigía a sí mismo era pintar el cuadro perfecto, y no lo había conseguido después de veinte años de es­fuerzos. Las pocas personas a las que permitía ver sus obras le aseguraban que les parecían perfectamente logra­das, pero Antonio no les creía en absoluto. Mientras no pintara la «Mona Lisa», todo lo demás no era para él más que pura bazofia.

Gabriela, por su parte, poseía unas estupendas dotes como modista. Había hecho cursos de corte y confección y tenía un gusto exquisito para combinar los colores y diseñar sus propios patrones. Pero necesitaba meses para terminar cada vestido, y era muy raro que accediera a vestirse con alguna de sus propias creaciones. Una y otra

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vez, el miedo al fracaso y el ansia de perfeccionismo la llevaban a eternizarse en la realización de sus proyectos y a aburrirse de ellos. Llegó incluso a no hacer nada o casi en este terreno... y en muchos otros, porque adoptaba la misma actitud en casi todas las cosas.

Bernardo, según la opinión de quienes le habían visto, jugaba bastante bien al golf. Lo cual no tenía nada de extraño, porque se pasaba horas en el sótano de su casa ejercitándose en los golpes cortos. Pero... sólo jugaba con su mujer, y encontraba todo tipo de razones para rehusar las invitaciones que se le hacían. Como cabía esperar, su mujer no era ninguna experta y, aunque no lo hacía de­masiado mal —lo cual habría sido insoportable para Ber­nardo—, siempre terminaba perdiendo ante él. Bernardo no habría aceptado medirse con un golfista desconocido, porque el riesgo de perder le parecía inaceptable. Como suele suceder en estos casos, Bernardo había racionalizado cuidadosamente su actitud, diciéndole a todo el mundo que, si sólo jugaba con su mujer, era porque así tenían ocasión de pasar buenos momentos juntos y porque dicho deporte era para él un descanso que no quería estropear introduciendo elementos de competición. Pero, en el fon­do, lo que tenía era miedo.

Tras ocho años trabajando como enfermera en el mis­mo hospital, le propusieron a Bárbara que presentase su candidatura para ocupar un puesto vacante de jefa de de­partamento. Aunque le atraía dicho puesto, que le repor­taría indudables ventajas, Bárbara no se decidía a com­prometerse: ¿y si resultaba que no salía elegida o, peor aún, si cometía errores en sus nuevas funciones y no lo hacía todo a la perfección desde el primer día? ¡Qué ca­tástrofe! Sólo después de haber afrontado abiertamente su talante perfeccionista y las ideas que internamente le oca­sionaban su ansiedad, decidió finalmente aceptar el puesto, en el que, por cierto, y tras las consabidas dificultades iniciales, aprendió a desenvolverse estupendamente.

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Gerardo era un apasionado de las motos. Lo había leído todo sobre el tema y se pasaba horas enteras sacando brillo a su máquina, añadiéndole todo tipo de mejoras técnicas y viendo el modo de conseguir que fuera cada vez más rápida. Participaba a menudo en competiciones y, a primera vista, no parecía obsesionado por el miedo al fra­caso. Pero bastaba verle competir para constatar que no retrocedía ante ningún riesgo, ni siquiera los más absurdos, con tal de asegurarse el triunfo. Así había logrado nu­merosas victorias... y también numerosas lesiones. El no llegar el primero se le antojaba intolerable, y estaba dis­puesto a arriesgar su vida para conseguirlo. Se dirá que Gerardo tenía madera de campeón, y tal vez sea verdad; pero me cuesta creer que todo campeón, en el terreno que sea, se sienta animado por las mismas motivaciones gran­diosas y el mismo terror a fracasar que Gerardo. Para muchas personas, más vale conejo vivo que león muerto...

Adela, una joven de veintidós años, se pasaba la vida esperando a su príncipe azul. Jamás se le habría ocurrido tomar la iniciativa de abordar ella misma a un joven que le gustara y, cuando le sugerí que lo hiciera, me gané un sermón en toda regla sobre la incoveniencia de semejante proceder. Para Adela, además, la posibilidad de fracasar constituía un riesgo insuperable; sin embargo, su pasividad sólo le había permitido hasta entonces conocer a jóvenes que no la interesaban. Hay que añadir que Adela era muy selectiva y que el retrato robot de su eventual príncipe azul era extraordinariamente detallado e idealista. Ni siquiera puede decirse que buscara su mirlo blanco, porque se comportaba de un modo sumamente pasivo y casi exclu­sivamente receptivo. Era impensable para ella lanzarse a la «caza del hombre», uno de los deportes más antiguos e interesantes jamás ideados por la humanidad, pero del que Adela había decidido que debía ser exclusivo del sexo masculino. ¡Craso error!: como la mayor parte de los hom­bres seguros de sí mismos, decididos y afirmativos —que son al mismo tiempo los compañeros más interesantes para

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una relación prolongada— buscan a las mujeres que tengan esas mismas características, Adela se condenaba a sí mis­ma, con su actitud, a no atraerse, en definitiva, más que a hombres poco interesantes y un tanto dubitativos, a los que tranquilizaba su propia timidez. He ahí cómo, con las propias acciones, se puede hacer casi imposible la reali­zación de los proyectos más ansiados.

En cuanto a Arturo, era en el ámbito del «rendi­miento» sexual donde tenía su personal Waterloo. Como les ocurre a todos los hombres, había sufrido algunos fra­casos al comienzo de sus actividades sexuales con mujeres. Y, dado que cualquier fracaso en este terreno se le antojaba catastrófico y significaba la demostración de su total in­competencia, se había vuelto realmente impotente a base de dejar invadir su mente, durante el acto sexual, por el horrendo espectro del fracaso. Estas ideas, que por sí solas habrían bastado para enfriar los ardores de un sátiro, pro­ducían en él los efectos que era de esperar: cuanto más fracasaba, tanto más se persuadía Arturo de que tales fra­casos eran a la vez horrorosos e irremediables y, consi­guientemente, tanto más fracasaba en sus intentos, cada vez más raros, por lo demás. Sólo al cabo de mucho tiempo tratando de arrancar de su cabeza sus ideas acerca del fracaso y aprendiendo por sí mismo a centrar su mente en contenidos propiamente eróticos, consiguió funcionar de manera aceptable, aunque no perfecta, en el ámbito de las relaciones sexuales.

Beatriz había tenido dos niños, y desde entonces no pegaba ojo pensando que podía cometer en su educación algún error fatal cuyas consecuencias habrían de afectarles durante el resto de sus vidas. No había libro sobre la edu­cación de los niños que no hubiera leído, ni conferencia sobre esos temas a la que no asistiera, ni artículo que no devorara. A pesar de todo, seguía estando tensa y ansiosa y, en consecuencia, rodeaba a sus dos hijos de una atención tan obsesiva que estaban los pobres heredando los com-

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portamientos ansiosos de la madre: justamente lo contrario de lo que ella pretendía. Fue necesario que Beatriz llegara a considerar los fracasos como algo desagradable, pero no por ello horrible y espantoso, para que consiguiera adoptar hacia sus hijos unos comportamientos más «normales» y distendidos.

Daniel, profesor de BUP, no daba nunca por termi­nada la preparación de sus clases. La mera idea de no saber qué responder a la pregunta de algún alumno le resultaba verdaderamente atroz, por lo que se esforzaba —sin con­seguirlo, por lo demás— en prever las preguntas que se le podrían hacer en relación con la materia que enseñaba. No se le pasaba por la cabeza la posibilidad de responder a una pregunta imprevista: «No lo sé; tendría que estudiar­lo...». Debía saberlo todo en su campo, so pena de con­siderarse como el más zopenco de los zopencos. En su ansiedad por dar unas clases impecables, solía obtener, sin embargo, el efecto contrario, porque sus jóvenes alumnos ya no sabían ni por dónde se andaban, con el caótico amontonamiento de detalles que Daniel les endosaba. Mu­chos dejaban de ir a clase, lo cual hacía que Daniel se desesperara, porque sacaba la conclusión de que era un profesor nefasto, incapaz de impartir una enseñanza mí­nimamente válida.

Daniela, directora de una escuela de EGB, se pre­sentaba a trabajar dos horas antes que todos los demás, acortaba drásticamente el tiempo destinado al almuerzo y sólo dejaba la escuela cuando caía la noche. Llamaba «de­dicación» a lo que no era más que perfeccionismo, como se deducía de la intensa ansiedad que sentía casi constan­temente. La más mínima evaluación negativa de algún aspecto de su trabajo por parte de los profesores de la escuela o del director provincial, hacía que se sumiera en interminables exámenes de conciencia en los que se re­prochaba amargamente sus fallos, reales o imaginarios. La más mínima de sus actuaciones venía precedida de una

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planificación extremadamente minuciosa, ampliamente in­justificada en la mayoría de los casos. Como se negaba a confiar a otros algunas de las tareas de las que habría podido descargarse, por temor a que no se hicieran como ella quería, había acostumbrado gradualmente al personal de la escuela, a los padres de los alumnos y a sus superiores regionales a comportarse con ella de un modo muy exigente y crítico. Toda-aquella gente se aprovechaba alegremente de su perfeccionismo y le endosaba sin vacilar las tareas más penosas.

Emilio era profesor de sociología en la universidad, tarea que realizaba honrosamente. Había publicado algunos artículos que habían sido bien acogidos y gozaba del apre­cio de sus colegas. Al crecer su reputación, comenzó a recibir, por parte de diversos organismos, invitaciones para pronunciar conferencias. Y esto descabalaba a Emilio, por­que le aterraba la mera idea de tener que hablar ante au­ditorios desconocidos, que en su imaginación se presen­taban como formados por expertos dispuestos a arrastrarle a controversias de las que no podría salir airosamente. Pero lo peor fue cuando le llegó el turno de disfrutar de un «año sabático» y no pudo seguir pretextando sus obligaciones docentes para declinar las invitaciones. El simple hecho de que sonara el teléfono le producía un escalofrío, sólo de pensar que podía tratarse de una de esas invitaciones, a la que no podría negarse, y que tendría que aceptar el espantoso riesgo de pronunciar una conferencia imperfecta y sujeta a controversia.

Mauricio es jefe de oficina en una agencia de servicio social. Su tarea consiste en supervisar el trabajo de una decena de asistentes sociales que deben remitirse a él para cualquier decisión importante. En tales circunstancias, Mauricio se siente siempre incómodo. Por eso evita dar claramente su opinión, tergiversa las cosas y acaba siempre uniéndose al parecer de sus subordinados, aun cuando en su fuero interno no lo comparta. Como todo el mundo,

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Mauricio ha cometido algunos errores a la hora de tomar decisiones, pero en su mente dichos errores han tomado tal proporción que se ha jurado a sí mismo que no volverá a cometerlos. Sin embargo, no cae en la cuenta de que su peor error consiste precisamente en negarse a dar su opi­nión. Sus subordinados no tardaron en comprender su «tru­co» y le desprecian por ello. Mauricio ha perdido casi toda autoridad, y ellos se burlan abiertamente de él y le conocen como «el señor Sí-no».

Siempre que le tocaba a Mónica, estudiante univer­sitaria, exponer un tema, caía enferma y no aparecía por clase. También ella creía que no podía soportar el cometer algún error o el no recibir el aplauso unánime de sus com­pañeros. Tampoco podrá sorprender que no lograra ter­minar su tesis de licenciatura. Después de haber leído todo cuanto pudiera guardar alguna relación con el tema que había elegido (¡miles de páginas!), no conseguía escribir un solo folio sin corregirlo inmediatamente, para terminar tirándolo a la papelera. Tres meses después de que em­pezara a redactarla, aún seguía en la primera página; por eso se desesperaba y hasta se ponía a releer ciertos libros que ya tenía bien consultados.

El caso de Nicolás era más complejo y sirve para ilustrar cómo el perfeccionismo y la obsesión por el posible error pueden no sólo envenenar la vida de la persona que los padece, sino también ocasionar serias molestias a los subordinados cuando una persona así ocupa un puesto de responsabilidad. Nicolás tenía tanto miedo, no sólo a los errores que él mismo podía cometer, sino también a los de sus subordinados —errores éstos que sus superiores no dejarían de reprocharle— que obstaculizaba sistemática­mente cualquier nueva iniciativa del personal a sus órdenes, al que tenía prohibido alejarse en lo más mínimo de los procedimientos establecidos. Toda adaptación de dichos procedimientos a las circunstancias y toda desviación, por mínima que fuese, eran rechazadas sin apelación. Natu-

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raímente, no es así como se hace avanzar las cosas. Los miembros del personal más inteligentes y dotados de ini­ciativa pedían, en cuanto les era posible, el traslado a otro servicio, y sólo se quedaban aquellos de sus colegas que, al igual que el jefe, temblaban ante cualquier posible error. Como consecuencia, al cabo de unos años funcionando de ese modo, el servicio dirigido por Nicolás se había atascado en la rutina, y fue finalmente a Nicolás a quien los ad­ministradores de la compañía acabaron desplazando, una vez que tuvieron el acierto de ver en él una de las prin­cipales causas del marasmo en que estaba sumiéndose el servicio. Lo cual demuestra, una vez más, que el exceso de prudencia puede ser tan perjudicial para uno como la temeridad.

Rogelio trabajaba como arquitecto en la administra­ción pública. Después de terminar brillantemente sus es­tudios universitarios, había aceptado aquel puesto, sobre todo, por la seguridad que le ofrecía. Desde entonces, integrado en aquella macro-organización, empleaba la ma­yor parte del tiempo en proyectos carentes de interés, so­metido a toda la meticulosidad inherente a los grandes organismos gubernamentales y resignado a que cada una de sus actuaciones necesitara recibir el visto bueno de toda una serie de comités. En una palabra, vegetaba; y había comenzado a compensar su aburrimiento con actividades poco constructivas: se jugaba su sueldo a las cartas y bebía más de la cuenta. Rogelio habría podido presentar su di­misión, abandonar la función pública y establecerse por su cuenta; pero el miedo obsesivo al fracaso le mantenía en­cadenado, año tras año, a un trabajo que ya había empezado a odiar. Es lo mismo que ocurre, por lo demás, con muchos profesionales que languidecen acodados sobre las mesas de la administración pública, en lugar de correr la aventura de gobernar su propia barca, asumiendo sin temor los ries­gos de una vida en la que, si se arriesgaran a fracasar, serían jefes de sí mismos y tendrían al menos la posibilidad de triunfar.

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Esto es lo que acabó viendo perfectamente Alfonso, después de haber ocupado durante varios años puestos im­portantes en instituciones de enseñanza pública. Su per­feccionismo era tal que se dejaba literalmente la piel en su tarea. Después de largas jornadas de trabajo, regresaba a su casa cargado con una cartera llena de informes que estudiaba hasta altas horas de la madrugada. Y lo mismo hacía durante los fines de semana. Jamás tomaba vacacio­nes ni descansaba: siempre estaba «en el tajo». Pero, a pesar de trabajar tanto, Alfonso no se sentía satisfecho y se pasaba horas enteras torturándose mentalmente por sus errores y sus defectos, reales o imaginarios. Cuando re­currió a la psicoterapia, aquel régimen de vida le había llevado al límite del agotamiento mental. En el transcurso de los meses que siguieron, fue tomando conciencia de los mecanismos mentales que le hacían dar vueltas y más vuel­tas, como una rata prisionera en un laberinto. Terminó aceptando que sólo iba a vivir una vez y que no tenía sentido el obligarse a llevar una vida de «galeote». Su miedo obsesivo al fracaso y su exigencia perfeccionista de alcanzar el éxito le impedían vivir feliz. Redescubrió los placeres sencillos, olvidados desde hacía tiempo: la mú­sica, la lectura sosegada, los paseos por el bosque... Fi­nalmente, consiguió labrarse una nueva forma de vida, alejar de su mente las ideas irrealistas que le dominaban y aprender de nuevo los sencillos gestos. Para sorpresa de todos, presentó su dimisión irrevocable, lo cual le valió ser tachado de desleal y de irresponsable; pero esto ya no le preocupaba, porque había comprendido que tampoco tenía necesidad urgente de ser aprobado por todos.

Ya no recuerdo quién me enseñó que en esta vida hay dos máximas fundamentales, pero que lo importante es no confundirlas a la hora de usarlas. La primera es: «¡No cedas!». La segunda: «¡Déjalo!».

No cedas cuando se trata de aprender a comportarte de una manera nueva, inicialmente difícil quizá, pero que

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promete llevarte a vivir de un modo más agradable. No escatimes tus esfuerzos ni huyas de la dificultad. Sin erfl' bargo, cuando te veas enredado en asuntos perjudiciales o inútiles, paralizado por tus temores o atenazado por detalles absurdos u obligaciones sin fundamento; cuando ya no veas el bosque, porque te lo impiden los árboles; cuando estés embrollado en la red de los «Debo... No debo... Tengo que... No tengo que...», ¡déjalo!

En este capítulo hemos visto una serie de comporta­mientos deficientes derivados de la idea de que el fracaso es intolerable, y el éxito una necesidad fundamental ine­ludible. Si constatas que en tu vida se da algo de esto, ahora te toca a ti decidir modificarlo y poner los medios para conseguirlo. Pero no cometas el error de pretender realizar ese trabajo perfectamente y no te metas en la cabeza la idea de que es preciso que alcances un éxito total en tu empeño y de que vas a poder librarte perfectamente de tu perfeccionismo.

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5 El odio, la culpabilidad

y sus consecuencias

Uno de los comportamientos más perjudiciales, a la vez que más absurdos, que pueden darse en un ser humano consiste en censurar a otros o a sí mismo a propósito de lo que sea. Tal comportamiento es consecuencia directa de la creencia irrealista n°. 3, según la cual ciertas personas son malas y merecen ser severamente censuradas y casti­gadas por sus faltas.

Ya expuse en Ayudarse a sí mismo los argumentos que llevan a concluir que esta idea es completamente erró­nea. Nos queda por examinar ciertos comportamientos que dicha idea engendra, para denunciar su ineficacia y sugerir comportamientos diferentes y más constructivos.

Detengámonos, pues, primeramente en la censura de los demás y de uno mismo. Cuando trato de explicar a mis clientes que este proceder es a la vez ineficaz y nocivo, suelo topar con bastante resistencia. No censurar a quienes les causan algún perjuicio les parece que demuestra una inaceptable debilidad, y no censurarse a sí mismos sus propios errores y fechorías les parece rayano en una nefasta inmoralidad que merecería ser condenada aún con mayor virulencia. Se censurarían por no censurar a los demás y por no censurarse a sí mismos, del mismo modo que se

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censuran por censurar a los demás y censurarse a sí mismos después de haber comprendido, al menos en parte, lo ab­surdo de la censura. No obstante, es fácil constatar los efectos negativos del comportamiento censurador.

En primer lugar, la censura suele conducir a la cen­sura. Si Juan censura algo a Mercedes, por desgracia po­demos estar casi seguros de que, en lugar de emplear las técnicas que hemos visto en el capítulo 3, Mercedes le va a responder censurándole a Juan alguno de sus compor­tamientos, si es que no le censura simplemente el hecho de que él se atreva a censurarla. Si el asunto no fuese tan deletéreo y desagradable, hasta podría ser entretenido el observar cómo cada uno de los interlocutores incurre en el defecto que precisamente censura en el otro. Veamos el diálogo siguiente:

Juan: ¡ Ya has vuelto a hacerle un rasponazo al coche! ¿Te has dado cuenta? La verdad es que no me explico cómo te dieron el carnet de conducir... Si seguimos así, el coche va a parecer pronto el camión de la basura...

Mercedes: Y tú no pierdes ocasión de criticar el más mí­nimo error que yo pueda cometer: ¿también te has dado cuenta de eso? ¿Por qué no hablamos del maldito tejado, que dijiste que ibas a arre­glar?

Juan: ¡Ahora resulta que soy quien tiene que hacerlo todo en esta casa...!

Mercedes: ¡Pobrecito mártir, Dios mío! ¡No me había dado cuenta de que, con tantos viajes de «es­tudio» y tantas cenas de «trabajo», ni siquiera tienes tiempo para ocuparte de mí y de los niños...!

Juan: ¡Si viajo tanto, es para ganar el dinero que tú te encargas de tirar...!

Mercedes: ¡Podrás hablar! Sin ir más lejos, la semana pasada te has comprado ¡tres trajes nuevos!

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Juan: Sabes que mi trabajo me exige vestir bien. ¡No me paso el día precisamente viendo la televi­sión!

Mercedes: Por supuesto que no... ¡Te lo pasas en el bar con tu pandilla de amigotes!

Como se sabe, semejante «diálogo» podría prolon­garse durante horas, hasta el agotamiento total de ambos contendientes; en efecto, puesto que es teóricamente po­sible censurar a alguien cada una de sus acciones pasadas, presentes o incluso futuras, tan sólo el cansancio o la falta de imaginación y de memoria pueden poner fin al asunto. Es difícil, sin embargo, que este tipo de comunicación pueda producir algún resultado constructivo.

En algunos casos, la disputa verbal, tejida de censuras y reproches, puede degenerar en agresión física. Las con­secuencias son entonces imprevisibles: desde la simple bo­fetada hasta el asesinato. Es el modelo reducido de lo que, a gran escala, llamamos batallas, sediciones, guerras ci­viles y guerras internacionales, fenómenos todos ellos que descansan sobre las mismas bases que las disputas do­mésticas.

También es importante darse cuenta de que el censurar al otro no suele producir ningún resultado positivo. Por lo general, la persona censurada reacciona de una de las dos maneras siguientes: puede ponerse a censurarse a sí misma y, consiguientemente, a deprimirse, a despreciarse y a sentirse culpable. Todo lo cual no es nada probable que ayude a cambiar los comportamientos que se le censuran, suponiendo que sean verdaderamente deficientes y no se trate de algo que únicamente desagrada al que formula la censura y que no perjudica a nadie más.

Y a la inversa: la persona censurada puede también rebelarse contra dicha censura, agredir verbal o físicamente a quien la formula, gastar sus energías en demostrarle que no tiene razón para censurarle, o empeñarse obstinada-

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mente en negar que haya en sus actos motivo alguno de censura. Como teme sentir las mordeduras de la culpabi­lidad, la persona censurada se entregará a interminables racionalizaciones, esforzándose en demostrar que los ges­tos que se le censuran (¡y que quizá sean verdaderamente deficientes!) son en el fondo constructivos, o se derivan de motivaciones perfectamente válidas, o le vienen im­puestos por las circunstancias, por su educación o por lo que sea. Pero tampoco es éste un método que sirva para mejorar el comportamiento.

Otro tanto sucede con la auto-censura, que despierta sentimientos de culpabilidad, de remordimiento y de ver­güenza y que es sin duda, de todas las emociones inútiles y nocivas, la que se lleva la palma, aun cuando haya sido alabada y recomendada por legiones de moralistas de tres al cuarto. Quien se da golpes de pecho y entona el mea culpa haría mejor, sin lugar a dudas, reservando sus ener­gías para cambiar aquello de lo que se lamenta, si es que de veras cree haber actuado de un modo inútilmente per­judicial para otros. Y es que, efectivamente, todos actua­mos a diario de un modo perjudicial para los demás: es una consecuencia natural del hecho de que somos muchos los que habitamos este planeta y deseamos las mismas cosas. Cuando te sientas en el último asiento libre que queda en el vagón del metro, estás impidiendo que lo ocupe cualquier otro de los viajeros que han subido al vagón al mismo tiempo que tú. Cuando estacionas tu coche, impides que otros ocupen ese lugar. El deseo de uno contradice el deseo de otro, y de nada sirve enfurecerse ni deplorar la situación.

No ocurre lo mismo cuando realizamos gestos que son inútilmente perjudiciales para los demás. En general, al obrar así contribuimos a edificar un mundo en el que cada cual se convierte en enemigo de los demás, lo que va en contra de nuestros verdaderos objetivos. En tales circunstancias nos aprovecharía, por tanto, modificar los

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actos que, por lo que podemos constatar, tienen el peligro de acarrearnos, a la larga, más desventajas que beneficios, habida cuenta de la situación social en que nos encontra­mos, de los hábitos de la sociedad y de otras circunstancias a las que puede ser desventajoso no plegarse. Ya sé que el hecho de pasearse desnudo por la calle no causa ningún daño a nadie, pero las costumbres de la sociedad en la que vivo condenan severamente dicha práctica, a la que asocian diversas consecuencias que prefiero evitar. Por consiguien­te, me pasearé desnudo por el salón de mi casa, o sólo cuando esté en compañía de quienes no me van a castigar por ello. En los demás casos me pondré el pantalón, porque tengo demasiado que perder si no lo hago.

Por lo demás, si por error o por falta de juicio per­judico inútilmente a otra persona, de nada me servirá cul-pabilizarme, ni siquiera débilmente, o censurarme por mi comportamiento, aunque sólo sea por un instante. Tan pronto como haya constatado mi error, a la luz de las consecuencias que de él se hayan seguido, lo que ha de reportarme verdadero provecho será invertir todas mis energías en cambiar el comportamiento en cuestión, reparar los daños que haya originado y tomar medidas para no volver a cometer el mismo error en el futuro. De este modo, estaré demasiado ocupado en corregir mis errores, y en hacer lo posible por mi mano para obrar de manera inte­ligente en el futuro como para permitirme perder ni un solo instante en culparme por lo que he hecho o he dejado de hacer.

En este caso, como en el de todos mis comporta­mientos, más vale que trate de responder claramente a las siguientes preguntas: «¿Qué ventajas me reporta el hacer o dejar de hacer tal cosa? ¿Qué es lo mejor que puedo hacer ahora? ¿Para qué me sirve hacer esto o aquello, procurarme tal o cual emoción? Llevo actuando así desde hace años: ¿por qué tendría que seguir haciéndolo? Nunca he hecho tal cosa: ¿hay algo que me prohiba intentarlo?».

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La respuesta que dé a estas preguntas puede ser realmente útil para mí mismo y para los demás, mientras que la culpabilización y la censura no sirven más que para de­primirme y hacerme resultar desagradable para los demás, lo cual les llevará con frecuencia rechazarme. (¿Ha pasado el lector alguna vez una velada agradable con una persona que se siente culpable y que no deja censurarse a sí mis­ma?).

La desdichada tendencia a censurarse a sí mismo y a los demás está muy arraigada, desgraciadamente, en mu­chos de nosotros. Desde muy temprana edad aprendimos que debíamos arrepetirnos de nuestros «pecados», pedir perdón, llorar nuestra culpa... También aprendimos muy pronto que hay que condenar a los que obran mal, casti­garles por sus faltas y hacerles expiar sus malas obras, hay toda una teología y toda una sociología construidas sobre esas bases. El pecador que se arrepiente tiene derecho a nuestra estima, aunque no haga nada por cambiar su ma­nera de obrar. Sin embargo, nos parece cuando menos inconveniente que una persona reconozca tranquilamente su error y no muestre arrepentimiento alguno, aun cuando se esfuerce por cambiar sus comportamientos sin mayor «desgaste» emocional. Lo cual demuestra, una vez más, la facilidad que con que nos atascamos en las creencias incoherentes de nuestro medio.

¿Con qué se puede sustituir la censura de sí mismo y de los demás y qué proceder sería el más apto?

Respecto a la censura de los demás, parece legítimo pensar que una expresión ponderada y lo más serena po­sible del desagrado que se siente sería un comportamiento inteligente. Decir a otra persona: «No me gusta que hagas ruido al cerrar la puerta» es muy distinto de gritar: «¡A ver si tienes más cuidado, animal!». No obstante, incluso una expresión ponderada del desagrado puede, desgracia­damente, ofrecer a una persona más o menos neurótica ocasión para censurarse a sí misma o para percibir como

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censura lo que no es más que la expresión honrada de un sentimiento. Por eso, si el interlocutor evidencia signos de trastornos emocionales, muchas veces será mejor abste­nerse de decir lo que él podría interpretar como una cen­sura. Se me dirá que éste es un proceder poco auténtico y que puede significar una represión para quien se abstiene de expresar sus preferencias o su desacuerdo ante las ac­ciones del otro. Y yo respondo que el proceder no es, ciertamente, de todo auténtico, pero que la autenticidad de la comunicación no es un fin en sí misma. Muchas veces conviene, antes de actuar, esperar a que las circunstancias sean más favorables y a que la persona a la que uno quiere dirigirse esté menos cansada o menos agitada interiormen­te. Ellis (1980) mostró cómo la persona afectada por tras­tornos neuróticos reacciona negativamente ante cualquier comunicación que le parezca censuradora. A veces, por tanto, es mejor callarse, al menos temporalmente.

En otros casos, la expresión del desacuerdo frente al comportamiento de otro será mejor si va acompañada de diversas fórmulas destinadas a recordar al interlocutor que no se pone en duda su derecho a obrar como lo hace, reconociendo que él no tiene obligación alguna de hacernos felices ni de satisfacer nuestros deseos, por muy legítimos y razonables que sean. Una cosa es que Marta le diga a Luis: «¡Deberías avisarme cuando vayas a venir tarde a cenar, pedazo de egoísta! ¿Es que no te das cuenta de que me ponga nerviosa si no tengo noticias?»; y otra cosa es que le diga: «Comprendo que estás en tu derecho si no me telefoneas; pero, de todos modos, preferiría que me avi­saras cuando te vayas a retrasar». La segunda fórmula ofrece menos ocasión a Luis de adoptar una actitud de­fensiva y ponerse, a su vez, a censurar a Marta, y por eso ofrece a ésta más posibilidades de alcanzar el fin que se propone.

En cuanto a la auto-censura, puede ser ventajosamente sustituida por el examen preciso y sereno de los propios

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errores; el «examen de conciencia» dará paso al examen de los comportamientos ineficaces y a la búsqueda de so­luciones más aptas, todo ello con la mayor serenidad y objetividad posibles.

Existe, por lo demás, otro medio de hacer desaparecer la autocondena, además de la transformación de las ideas irrealistas que la generan. Siempre es posible abstenerse de hacer aquello que pueda dar lugar a que se manifiesten dichas ideas. Si Gabriel, por ejemplo, siente una viva cul­pabilidad cada vez que comete un adulterio y se pasa horas auto-censurándose amargamente, tiene al menos dos so­luciones a este problema. Puede dedicarse a modificar en su mente la creencia por la que se representa el adulterio como algo prohibido, y a los adúlteros como seres des­preciables; si lo consigue, podrá engañar a su mujer sin sentirse culpable y sin reprochárselo. También puede con­servar sus creencias en relación al adulterio y abstenerse de acostarse con otras mujeres que no sean la suya, lo cual es siempre perfectamente factible; de ese modo, tampoco se sentirá culpable. Pero si mantiene sus creencias y engaña a su mujer la culpabilidad será inevitable.

El «evitar la ocasión», que es algo que puede hacerse en muchos casos, puede resultar tremendamente compli­cado en otros. Si, por ejemplo, un hombre se siente cul­pable cada vez que ve las piernas de una mujer o la forma de sus senos, será mucho mejor que intente cambiar sus creencias irrealistas, que le hacen sentirse culpable, en lugar de intentar suprimir todas las ocasiones de tal cul­pabilidad, porque para ello tendría que aislarse en un de­sierto al que no tuviera acceso ninguna mujer; y, aun así, todavía se vería perseguido por los fantasmas de su ima­ginación. Sin duda, esta solución sería inútilmente com­plicada, y sus posibilidades de éxito muy limitadas. Ade­más, tiene el inconveniente de que no permite a la persona adiestrarse en pensar de manera diferente, permaneciendo vulnerable al desencadenamiento de sus ideas culpabili-

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zadoras a la menor ocasión; es lo mismo que el que no sabe nadar y se las va arreglando mientras consigue evitar el agua, pero siempre seguirá siendo un sujeto «ahogable». Y, a fin de cuentas, es más o menos posible pasar la vida sin exponerse a las aguas profundas; pero ¿cómo se puede evitar, por ejemplo, el propio cuerpo, la propia sexualidad? La solución de Orígenes no vale para todos: Orígenes acabó castrándose a sí mismo, creyendo que de ese modo aho­garía a un tiempo su sexualidad y su culpabilidad.

* * *

Hemos pasado revista en este capítulo a una serie de com­portamientos que se derivan de las emociones de hostilidad y de culpabilidad, generadas a su vez por la idea irrealista n.° 3. Nos hemos detenido, sobre todo, en la censura de los demás y de uno mismo, y hemos visto una serie de comportamientos más aptos y que podemos adoptar cuando constatamos que los actos de los demás nos desagradan o nos frustran y cuando llegamos a la conclusión de que nuestras propias acciones son deficientes y perjudiciales. Y la conclusión, en suma, es que los comportamientos de censura de uno mismo y de los demás son de los que más se resisten al cambio, y que sólo darán paso a comporta­mientos más realistas después de una ofensiva en toda la línea al nivel de las ideas y de los comportamientos.

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6 Reaccionar ante la frustración

En este capítulo, vamos a examinar ciertos comporta­mientos que son consecuencia de las emociones causadas por las ideas irrealistas 4, 5 y 9, tal como fueron expuestas y analizadas en Ayudarse a sí mismo.

Veamos, pues, algunas de las posibles reacciones ante la frustración. Y recordemos que la frustración no es una emoción, sino más bien un estado de hecho que se deriva de la no satisfacción de alguno de nuestros deseos. No nos sentimos frustrados; lo estamos o no lo estamos. Ahora bien, es posible que alguien se sienta frustrado porque piensa que lo está cuando, en realidad, no lo está, del mismo modo que es posible que alguien no se sienta frus­trado cuando lo está en realidad, aunque no se dé cuenta. Si, por ejemplo, deseo aprobar un examen y, al consultar las notas en el tablón de anuncios, cometo un error y creo que no he aprobado, me sentiré frustrado, porque creo haber fracasado, cuando en realidad he aprobado. Por otra parte, si realmente no he aprobado, pero me equivoco de línea al ver las notas, me sentiré feliz, creyendo haber aprobado, cuando realidad estoy frustrado sin saberlo aún.

Dicho esto, veamos las posibles reacciones ante una frustración auténtica y verificable.

Y lo primero que vemos es la rebelión, las quejas, las recriminaciones y la negativa a aceptar la frustración

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en cuestión. Esta suele ser la reacción más común, pero también la menos útil, porque, al igual que la censura de uno mismo y de los demás, consume una energía que estaría mejor empleada en hacer desaparecer la frustración, si ello es posible, o al menos en paliarla, si se juzga con­veniente, a base de compensaciones constructivas.

La persona frustrada se deprime con frecuencia. Puede pasar horas rumiando su desgracia, censurándose a sí mis­ma y a los demás, maldiciendo su suerte y echando pestes contra la realidad. Todo ello no sirve para nada; lo único que hace es añadir a la frustración ya existente una sobre­carga de dificultad, constituida por los sentimientos de depresión, ansiedad y hostilidad engendrados por las ideas irrealistas. Estas «maniobras» se explican muchas veces por el objetivo que secretamente busca la persona de llegar así a modificar los actos frustrantes de los demás esti­mulando su compasión o provocando su enojo. Si a un niño, por ejemplo, se le niega un caramelo puede ponerse a llorar, a gritar y a revolcarse por el suelo, con lo que quizás obligue a su madre a modificar su decisión y a comprar su tranquilidad con un dulce. De la misma forma, una madre podrá intentar, a base de llantos y lamentos, que su hijo acuda a visitarla más frecuentemente, a lo que tal vez acceda el hijo para huir de la culpabilidad que le produce la idea de que «jamás hay que hacer llorar a la madre», y de que hay que ser un bicho sin entrañas para dejar que la anciana madre se deprima totalmente sola en su casa. Y como estas maniobras a veces tienen éxito, la persona frustrada tenderá a repetirlas, reforzando con cada éxito su tendencia a practicar el bonito juego de la mani­pulación.

Tales maniobras no producen efecto, evidentemente, cuando el elemento frustrante es impersonal e ineludible. Así, por ejemplo, es inútil llorar porque se haya roto un jarrón; tal vez sea posible repararlo, ¡pero no, desde luego, a base de lágrimas! Cuando un ser amado muere, es lógico,

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indudablemente, sentir tristeza; pero un luto de veinte años, adobado con frecuentes sesiones de desesperación y gritos desgarrados, no va a devolverle la vida, sino que única­mente contribuirá a amargar aún más la existencia del superviviente. Nadie está obligado a soportar y aceptar las frustraciones inevitables de la vida, porque nadie está irre­mediablemente condenado a vivir, y por lo general es po­sible, sin necesidad de recurrir a maniobras demasiado complicadas, interrumpir la propia existencia cuando uno así lo desee. Sin embargo, si uno prefiere seguir viviendo, parece más ventajoso hacerlo deprimiéndose lo menos po­sible y tratando de compensar lo más inteligentemente que se pueda las frustraciones y privaciones que no podemos evitar mientras vivamos.

Es importante constatar que en muchos casos es po­sible llegar a disminuir o incluso hacer desaparecer del todo determinadas frustraciones. Es preciso, además, de­sistir de la idea de que no hay nada que hacer, de que todo está perdido, de que la pérdida sufrida es irreparable, de que era absolutamente necesario que tal cosa o tal otra sucediera o dejara de suceder, y de que la felicidad es imposible si uno se ve privado de tal o cual elemento de la realidad. Empeñarse en pasar por una puerta cerrada a cal y canto hace que uno no vea las ventanas que están abiertas y que tal vez permitieran alcanzar el objetivo de­seado por otros caminos distintos del que uno se había propuesto. Si, por ejemplo, el novio de Rosa deja plantada a ésta para irse con María, será mejor para Rosa conven­cerse de que sería muy extraño que su ex-novio fuera el único hombre sobre la tierra con el que ella pudiera tener unas relaciones satisfactorias. Es comprensible que se sien­ta afligida y disgustada a causa de esa frustración, pero también es claro que de nada le sirve encerrarse en su torre de marfil proclamando que todos los hombres son unos malditos embusteros y que más vale no amar a nadie, para evitar así el sufrimiento que se padece cuando un ena­morado cambia de idea. Semejante reacción sólo podría

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acarrearle una frustración quizá mayor aún que la que no está dispuesta a aceptar. Los lamentos, las lágrimas y la rebelión jamás constituyen una respuesta apropiada y útil a la frustración.

Una palabra con respecto a la resignación. Se ha acu­sado al método emotivo-racional de preconizar la resig­nación en exceso, perjudicando así el desarrollo personal y social. Pero ésta es una falsa interpretación, completa­mente opuesta a lo que dicha filosofía propone. La resig­nación sólo es apropiada cuando verdaderamente no hay nada que hacer, provisional o definitivamente, para me­jorar una situación y hacer que disminuya una frustración. Esto no es muy frecuente, pero, de todos modos, puede suceder. En cualquier caso, lo mejor será que no nos apre­suremos a concluir que una situación es verdaderamente irremediable; pero, si lo fuera, de nada nos serviría mal­gastar nuestras energías en una causa perdida de antemano o cuya mejora exigiría una inversión de energía despro­porcionada en relación a los resultados esperados. Se trata de decisiones que no siempre es fácil tomar, sobre todo porque no conocemos el futuro con certeza y no podemos saber de antemano si los esfuerzos que hagamos producirán un resultado satisfactorio. Este es uno de los riesgos de la vida humana, y el pretender evitarlo a toda costa no suele producir buenos resultados. Conviene también recordar que, aun cuando los pasos que se den no produzcan el resultado deseado, sí pueden producir otros resultados in­teresantes, a veces equivalentes o incluso más ventajosos que el resultado esperado. Un ejemplo ilustrará lo que quiero decir:

A Rafael le robaron un buen día su bicicleta y, a pesar de las gestiones que hizo ante la policía, jamás logró re­cuperarla. Como seguía queriendo tener una bicicleta y sus padres no podían comprársela, se buscó un trabajo a tiempo parcial que le permitiera reunir el dinero suficiente para adquirirla. Desgraciadamente (al menos en apariencia), fue

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despedido al poco tiempo de empezar a trabajar y sin haber podido, desde luego, reunir la suma necesaria para comprar la bicicleta. Sus esfuerzos por encontrar otro trabajo fueron inútiles. Sin embargo, quiso el azar que un hombre al que había conocido en el transcurso de sus gestiones en busca de trabajo se interesara por él e, impresionado por su te­nacidad y determinación, le ofreciera, tres años más tarde, un empleo durante el verano muy bien remunerado, gracias al cual descubrió Rafael la que habría de ser su profesión. Diez años más tarde, se había convertido en socio de Paul Dumont y ocupaba un puesto relevante. Nunca llegó a comprar la bicicleta, pero hacía mucho tiempo que la había olvidado.

Lo anterior no es un cuento de hadas, sino un sencillo ejemplo de los efectos positivos que puede producir una reacción inteligente a la frustración. Si Rafael no hubiera perdido su bicicleta, lo más probable es que nunca hubiera conocido a Paul Dumont, que tan decisivamente iba a influir en su vida.

Si examinas tu propia vida, quizá puedas descubrir en ella ciertas frustraciones a raíz de las cuales has hecho ciertas cosas que al final acabaron produciendo unos re­sultados muy distintos de los que tú pretendías. No olvides tampoco que los mismos pasos que das en orden a paliar tu frustración pueden ser beneficiosos aunque no alcances tu objetivo. Gracias a ellos, podrás aprender cosas muy útiles en relación a infinidad de asuntos, desarrollar tu capacidad y tu habilidad para realizar determinadas cosas, explotar tus aptitudes en diversos terrenos, aprender a re­ducir tus limitaciones y comprobar que eres capaz de mu­cho más de lo que creías en un principio. Todo ello puede contribuir a aumentar tu confianza en ti mismo, un sen­timiento sumamente agradable y que origina infinidad de acciones y gestos positivos y beneficiosos.

En cambio, si reacciones a la frustración quejándote, tratando de culpabilizarte o intentando manipular a los

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demás, corres el riesgo de alejarte aún más del objetivo al que aspirabas. En Vivre avec sa tete ou avec son coeur, creo haber mostrado hasta qué punto puede ser una torpeza, por ejemplo, el que una mujer abandonada por su marido se queje ante éste de su comportamiento, se lo reproche e intente castigarle por ello. De ordinario, éste es el mejor medio para que el marido la abandone de un modo aún más definitivo, pues no abundan precisamente los maridos que se mueren de gusto ante las recriminaciones de su mujer. Habrá quien diga que tales recriminaciones y quejas son justificadas, y no seré yo quien afirme lo contrario. Pero ¿son inteligentes y eficaces? ¿Producen el resultado deseado? El problema no consiste tanto en saber si ella tiene derecho a quejarse como lo hace. No vamos a dis­cutirlo siquiera, aparte de que, de entrada, le reconocemos todos los derechos que quiera reclamar. Pero ¿es oportuno hacer todo lo que tenemos derecho a hacer? ¿Es apropiado actuar guiándose exclusivamente por esta sola considera­ción? ¿Sería inteligente por mi parte, por ejemplo, cruzar la calle con el semáforo en verde a pesar de ver cómo un camión de diez toneladas se aproxima a toda velocidad y dispuesto, a lo que parece, a pasarme por encima? Por mi parte, prefiero seguir viviendo dejando en suspenso el ejer­cicio de mis derechos que morir ejerciéndolos. Cada cual es libre de elegir lo que prefiera.

Otra manera equivocada de reaccionar a la frustración consiste en tratar de ahogar las penas en el alcohol o atenuar sus efectos a base de algún tipo de droga. Comprendo perfectamente que, bajo los efectos de una fuerte contra­riedad, alguien se tome una copa de más; pero, cuando esto se hace por sistema, termina aportando frustraciones aún más graves que las que en principio pretendía com­pensar. Y lo que digo del alcohol y la droga es perfecta­mente aplicable a otras diversas compensaciones suscep­tibles, a la larga, de originar más problemas que los que solucionan. No es que tales compensaciones sean malas o perversas (a no ser que con estas palabras se quiera calificar

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procedimientos que no conducen al objetivo que se busca), sino que, como son ineficaces o perjudiciales, es preferible no emplearlas. Atiborrarse de pasteles cada vez que uno se siente decepcionado y frustrado, es algo que no tardará en ocasionar problemas de obesidad a quien recurre con regularidad a esa forma de compensación, con la consi­guiente frustración añadida, que la persona tal vez trate de paliar ingiriendo aún más alimentos cargados de calorías y cerrando así el círculo vicioso.

Sin embargo, no porque ciertas compensaciones sean desaconsejables debemos condenar cualquier uso que se haga de ellas. Determinadas formas de compensar la frus­tración son realmente constructivas, no conllevan graves inconvenientes y hasta pueden permitir descubrir aspectos insospechados de uno mismo y de la realidad, proporcio­nando además apreciables gratificaciones. Todo consiste en saber elegir con lucidez.

Si Gabriel no obtiene el aumento de sueldo que es­peraba, podrá echar pestes, quejarse, insultar a su jefe o emborracharse, actitudes, todas ellas, poco rentables. Pero también puede tocar la guitarra, si eso le descansa, cortar leña (ésta no se vengará jamás de los golpes que reciba), resolver crucigramas (con lo que puede aprender cosas útiles o entretenidas) o entregarse a un sinfín de actividades que le permitan ocupar su mente en algo distinto del ingrato recuerdo de su frustración.

Cuando les hablo así a mis clientes, éstos suelen re­plicarme que eso es fácil de decir, pero difícil de realizar. Y yo siempre les contesto que creo que se equivocan y que, si se paran a pensarlo, se darán cuenta de que, a la larga, los llamados métodos «fáciles» de paliar la frustra­ción son, de hecho, más difíciles, suelen producir resul­tados igualmente frustrantes y constituyen una forma de «auto-sabotaje» cuyo precio habrá que pagar más tarde. A menos que uno se encuentre a las puertas de la muerte, más vale pensárselo dos veces antes de ahogar las penas

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en el alcohol o en la droga, o reducir las frustraciones a base de calorías.

La verdad es que merece la pena que cada cual elija las compensaciones constructivas que prefiera y a las que pueda recurrir cuando, como es inevitable, se encuentre con la frustración y no consiga encontrar de inmediato el modo de hacerla desaparecer. Tales compensaciones serán una especie de refugio al que poder acudir en caso de necesidad, una ocupación placentera a la que poder entre­garse cuando las cosas van mal y nada se puede hacer para evitarlo. Puede incluso ocurrir a veces que lo que al prin­cipio no era más que un «refugio» acabe siendo una morada permanente. ¿Por qué no? Cuando se sentía frustrada en su trabajo, Elisa se sentaba ante su bastidor y se ponía a bordar. Al cabo de unos años, adquirió tal maestría en este trabajo que dejó su empleo para ganarse la vida con esta única ocupación, que la llenaba de satisfacción. Por su parte, Gerardo, cuando se sentía triste y aburrido, se en­cerraba a trabajar en su taller de carpintería, y esta actividad «compensatoria» le permitió hacerse una serie de muebles que ahora le encanta contemplar y que son la admiración de quienes los ven, los cuales ni siquiera sospechan que lo que contemplan admirados es el fruto de la compen­sación con que Gerardo combate sus frustraciones. Y Juan, finalmente, frustrado en sus deseos de alcanzar el éxito en los negocios, se puso a cultivar su huerto. Ahora puede comer en invierno el fruto de sus compensaciones durante el verano y experimenta un gran placer en compartir con sus vecinos los conocimientos así adquiridos.

A menos que hagamos morir en nosotros todo deseo, cosa que parece imposible, la frustración es inevitable. Más vale, pues, considerar la situación con realismo y tener previsto algún remedio constructivo para cuando los demás medios de hacer desaparecer dicha frustración hayan fra­casado. A este respecto, muchas personas desprecian —equivocadamente, a mi modo de ver— el recurso al

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ensueño y a la fantasía. Para muchos de nosotros, afectados de puritanismo, el ensueño y la fantasía están absoluta­mente prohibidos. Las estupideces que he podido oir a este respecto, incluso por parte de personas sumamente lúcidas en otros capítulos, son incontables. En su opinión, todo recurso a la imaginación para huir mentalmente de ciertas situaciones desagradables, pero inevitables, demuestra un temperamento débil, una falta de voluntad y una lamentable deficiencia de la personalidad. Según ellas, toda frustración inevitable debe ser apurada hasta el fondo, y resulta ver­gonzoso huir de ella a base de ensueños. Sin duda, creen que ese proceder confiere cierta nobleza o valor a quien lo practica. Esta es la clase de personas que, sin el menor miramiento, informarían de su estado a un enfermo de­sahuciado por los médicos, aunque al enfermo en cuestión no vaya a reportarle ningún beneficio el saberlo, sino que, por el contrario, corre el peligro de angustiarse y deprimirse aún más. Es la clase de personas que condenan todo recurso a la fantasía erótica y preferirían ver cómo se separan dos esposos que se aman, pero que ya no constituyen el uno para el otro un estímulo erótico, que ver cómo recurren a la imaginación para estimular su vida sexual. Es la clase de personas que, so pretexto de que hay que hacer siempre frente a la realidad, se negarán, cuando se encuentren en el sillón del dentista, a pensar en otra cosa que no sea el torno y las inyecciones, cuando en realidad no habría in­conveniente alguno en que concentraran su mente en cual­quier otra cosa que les resultara agradable, aunque se tra­tara de un ensueño completamente descabellado. No con­viene confundir el realismo con la imbecilidad; en cambio, el comportarse de manera realista —es decir, adaptada a las circunstancias— es hacer un uso inteligente de las di­versas capacidades de que nos ha dotado la naturaleza, sin excluir de ellas la imaginación.

Al concluir este capítulo, invito al lector a que exa­mine su propio modo de vida. ¿Cómo reacciona frente a las diversas frustraciones que ese modo de vida conlleva?

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¿Le parece que sus reacciones son constructivas y útiles y que no le ocasionan más problemas de los que le resuelven? ¿O, por el contrario, constata el lector que se queja a menudo, que se lamenta de su suerte, tal vez bastante mala sin hacer realmente lo posible por mejorarla? ¿Se dice con frecuencia a sí mismo que eso es demasiado difícil, y exige, sin darse cuenta, que la realidad le reserve el trato de favor a que tendría derecho, debido a su situación? ¿Suele re­petirse para sus adentros que la vida es injusta, que no merece lo que le sucede? ¿Echa la culpa a sus padres, a la sociedad, a su jefe, a su cónyuge, a sus hijos o a su propio carácter de las desgracias que le sobrevienen? ¿Constata que trata de vengarse de los demás, en lugar de intentar desbaratar hábilmente sus maniobras? ¿Está satis­fecho de los resultados? Si no es así, piense seriamente que nada le obliga a seguir actuando como lo ha venido haciendo hasta ahora, aunque lleve haciéndolo un montón de años. Siempre le será posible cambiar si consiente en realizar los esfuerzos que dicho cambio requiere. Y siempre le será posible seguir como hasta ahora, pero entonces no deberá asombrarse si constata que obtiene los mismos re­sultados. Que cada cual elija...

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7 Arriesgar

Con este capítulo abordamos el examen de los compor­tamientos que, a través de las emociones que provoca, se derivan de la idea irrealista n°. 6. Tales emociones pueden encuadrarse en el apartado general de ansiedad, la cual da lugar a tantos y tan diversos comportamientos como el número y la diversidad de las personas que la padecen.

La reacción más frecuente ante un objeto que nos provoca ansiedad es, sin duda, la huida. Reacción apro­piada e inteligente cuando nos hallamos frente a un peligro real, la huida se convierte en un problema añadido cuando el objeto o persona que tememos no es realmente peligroso, o lo es mucho menos de lo que nosotros nos figuramos. El principal inconveniente de la huida, en este caso, es que contribuye a mantener presentes e incluso a reforzar en nuestra mente las ideas equivocadas que nos formamos del asunto en cuestión y de nosotros mismos. En efecto, la persona se vuelve ansiosa porque no hace más que re­petirse dos ideas: 1) Esto es peligroso. 2) No soy capaz de afrontarlo. La huida no permite a la persona calibrar el peligro real que encierra el objeto de su ansiedad ni darse cuenta de su capacidad para afrontarlo. Al contrario, la persona suele elaborar el tortuoso razonamiento siguiente: «El asunto es realmente peligroso, y yo soy realmente incapaz de hacerle frente, puesto que huyo». Como vemos,

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se trata de un razonamiento apriorístico en el que la reac­ción de huida es considerada como una demostración de lo que precisamente no se demuestra. Es algo así como si la persona construyese el siguiente silogismo:

«La huida es la reacción frente a un objeto peligroso. Es así que yo huyo de tal cosa; luego esa cosa es peligrosa».

El verdadero silogismo habría que enunciarlo más bien como sigue:

«La huida es la reacción ante un objeto considerado como peligroso. Es así que yo huyo de tal cosa; luego yo considero esa cosa como peligrosa».

Lo cual deja sin resolverse el problema de si el objeto es realmente peligroso o no lo es.

Se trata, pues, de conocer el peligro real del objeto en cuestión. Indudablemente, la experimentación es el me­jor medio para medir la intensidad y naturaleza del peligro. Pero esa experimentación se hace imposible con la huida.

A falta de experimentación directa, una reflexión lú­cida debería llegar a demostrar en numerosos casos que son muchos los modos de ser y de comportarse que, de hecho, no encierran un peligro real. El ejemplo más claro a este respecto es el que hace referencia al peligro que muchas personas recelan si, de algún modo, tienen que digustar a otras personas.

Es evidente que puede resultar peligroso suscitar la desaprobación de determinadas personas en determinadas circunstancias. Ocurre que hay personas que detentan sobre nosotros un poder que podrían ejercer en detrimento nues­tro si desaprobaran algunas de nuestras acciones y no nos amaran. La secretaria que desagrada a su jefe tal vez pierda su empleo, lo cual puede ser realmente un desastre para ella, ¡pero puede ser también la gran oportunidad de su

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vida! El preso que desagrada a sus compañeros o a los guardianes puede convertirse en blanco de sus malos tratos; el acusado que desagrada a los miembros del jurado puede recibir de éstos una condena que tal vez habría evitado si hubiera sabido caerles bien. El escritor o el conferenciante que «no gustan» no tardan en encontrarse sin lectores o sin oyentes. Pero no siempre ocurre así. Al contrario, es muy frecuente que la desaprobación de los demás no con­lleve ningún inconveniente.

A fin de cuentas, en una sociedad como la nuestra es raro que un individuo abofetee a otro en el metro porque no le gusta el color de su pantalón. También es raro que los padres conserven poder alguno sobre sus hijos cuando éstos se han hecho adultos; sin embargo, he visto cómo muchos de mis clientes se preguntan ansiosamente: «Pero ¿qué va a decir la gente, qué van a decir mis padres, si hago tal cosa?». No hay manera de contestar con certeza a esta pregunta, porque se refiere a un acontecimiento futuro; pero sí se puede, al menos, emitir hipótesis. Su­pongamos que esas personas digan barbaridades y mani­fiesten con palabras estruendosas su desaprobación. A mi modo de ver, mientras se limiten a hablar, el peligro es mínimo o incluso inexistente. Supongamos que prorrum­pen en injurias contra ti, que te llaman de todo y que hacen acerca de ti una serie de comparaciones, digamos, poco halagüeñas. ¿Y qué? Mientras no pasen a las obras y no concreten su desaprobación en acciones directamente pu­nitivas, ¿dónde está el peligro? ¿Qué pierdes tú, aparte de su actitud tolerante o de su estima? ¿Realmente tienes necesidad de esa tolerancia o de esa estima? ¿Sí? ¿Para qué? ¿Qué haces con ella?; ¿de qué te sirve cuando la tienes? ¿Qué te ocurre de malo cuando la pierdes? Hay muchas posibilidades de que a estas preguntas tengas que responder: «Nada». Entonces, ¿por qué te preocupa «per­der» algo que no te priva de nada que te sea realmente útil?

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Y otro tanto de lo mismo podríamos decir acerca de otros peligros que tu imaginación magnifica exagerada­mente. Es claro que todo lo que sube puede volver a caer, y los aviones no constituyen excepción a la regla. Pero las probabilidades reales de que tal avión caiga tal día en que tú viajas en él, son realmente mínimas. También los as­censores se quedan parados a veces entre dos pisos (si bien esto es algo que no encierra excesivo peligro; a lo más, puede ser engorroso), pero las probabilidades reales de que tal ascensor se quede parado mientras tú estás en él son mínimas.

Con frecuencia se me dice que no es razonando así como consigue uno vencer sus miedos; y en parte es ver­dad, si bien no hay que minimizar la importancia de una preparación mental para afrontar aquellas circunstancias que se temen sin razón alguna. Pero es claro que muchos temores irrealistas sólo acaban cediendo ante la acción directa y el afrontamiento deliberado de la situación. Por esa razón, es mejor no esperar a que el temor haya desa­parecido completamente antes de pasar a las obras, porque entonces el proceso corre el peligro de prolongarse inútil­mente. En consecuencia, y con ocasión de sus primeros intentos de afrontar los objetos que le inspiran temor, es normal que la persona cuente con que va a sentirse más o menos a disgusto.

Si Luisa dice que no puede viajar en el metro y que su miedo le impide hacerlo, más vale que caiga en la cuenta de que su miedo podrá impedirle viajar en metro a gusto, pero que el medio más seguro que tiene que poder llegar a viajar a gusto en metro consiste en que consienta hacerlo inicialmente en un estado de malestar más o menos acen­tuado. Por otro lado, nada le impide recurrir a la confron­tación de sus ideas irrealistas antes de tomar el metro, y proceder después a experimentarlo de manera gradual, fi­jándose objetivos limitados más fácilmente alcanzables y gracias a los cuales pueda animarse a ampliar el campo de su experimentación.

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Aquí reaparece, una vez más, la cuestión de las ven­tajas e inconvenientes que sería más útil para la persona considerar. Es poco probable que una persona consiga con­vencerse de que debe aprender a afrontar algunas de las cosas que teme, a menos que pueda pensar que es ventajoso para ella el hacerlo, y desventajoso el evitarlo. Si uno teme a las serpientes venenosas, no habrá nada que le motive a vencer ese temor si se encuentra en un país donde no hay serpientes venenosas. Pero no sucede lo mismo en otros casos. Es bien incómodo sentir miedo en situaciones so­ciales, huir del metro y de los ascensores en una gran ciudad, tener pánico al avión si uno es un hombre de negocios, sentir pavor ante el acto sexual si uno está ca­sado, o temer hablar en público si uno es profesor.

Siempre es posible huir de la situación; pero, aparte de que es prácticamente imposible eludirlas todas ellas (¿cómo evitar todo contacto social a menos que se viva en una isla desierta?), sería mejor examinar si esa huida no lleva al que huye a afrontar peligros aún mayores que los que trata de evitar. Utilizar el coche, por ejemplo, para un viaje largo es objetivamente más arriesgado que tomar el avión.

Salir huyendo a toda prisa cuando te encuentras con un perro por la calle puede ser mucho más peligroso que hacerle frente, porque puede atropellarte un camión. En una situación objetivamente peligrosa, convendrá, pues, evaluar lo más lúcidamente posible la dimensión real del peligro y adoptar seguidamente las medidas posibles para disminuirlo o conjurarlo.

Así, por ejemplo, pondremos salvavidas en la piscina, equiparemos la casa con detectores de incendios, revisa­remos el coche antes de emprender un viaje y nos agarra­remos al pasamanos al subir por una escalerilla móvil. Pero, si no hay nada que hacer, sólo queda aceptar la presencia del peligro, sin exagerarlo y recordando que no parece posible vivir de un modo relativamente interesante

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sin correr cierto número de riesgos razonables. Después de todo, lo peor que puede ocurrir es perder el pellejo, y, aun así, es preciso entonces considerar la muerte como una desventaja más pero de la que no sabemos nada. Como ignoramos por completo lo que hay después de la muerte y como, además, lo desconocido no debería, en cuanto tal, inspirar temor alguno, conviene tener bien sujeta la ima­ginación y no dejarse dominar por los «fantasmas» que se hayan podido fabricar al respecto.

Además de la huida, otra actitud perjudicial e inútil ante los objetos «peligrosos» consiste en atormentarse, en preocuparse tremenda y obsesivamente y en no dejar de pensar en los peligros que nos amenazan. Debemos darnos perfecta cuenta de que la inquietud no posee capacidad mágica alguna de hacer disminuir los peligros. Si, mientras vas sentado en la cabina del avión, te inquietas pregun­tándote si el piloto no estará borracho o tal vez sea un suicida, si los motores no irán a reventar, si no habrá una tormenta a punto de desencadenarse, siempre puedes le­vantarte de tu asiento y pedir a la azafata que vaya a ver al piloto y compruebe, al menos en parte, si tu intranqui­lidad tiene fundamento. Si no quieres hacer nada de eso, no pienses que tu intranquilidad, de la que seguramente el piloto no es consciente, pueda tener efecto alguno en el comportamiento de éste, en el estado de los reactores o en la meteorología. Será mejor, por tanto —y ello depende de ti—, que concentres deliberadamente tu pensamiento en otra cosa.

Notemos también que una sobredosis de ansiedad y de aprensión reduce tu capacidad de afrontar eficazmente un peligro real. Una vez más, estarás malgastando una parte de tus energías y aumentando tus posibilidades de ser más duramente golpeado por un acontecimiento de­safortunado. Resulta más difícil tomar decisiones útiles y eficaces cuando uno está alterado, y un ataque inoportuno de pánico puede costarle a uno la vida. En cualquier caso,

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aunque el miedo no te ocasione otros inconvenientes tan­gibles, ¿no basta con que sea sumamente desagradable sentirlo y soportar los consiguientes fenómenos psicoso-máticos: sudores, palpitaciones cardíacas, temblores, náu­seas, etc.?

Así pues, si la huida ante el peligro es con frecuencia inútil y hasta peligrosa, y si la intranquilidad sólo produce resultados nefastos, habrá que concluir que la decisión de correr riesgos constituye muchas veces la respuesta más acertada, porque no sólo permite evitar los inconvenientes de las otras dos actitudes, sino que además tiene otras ventajas. Por ejemplo, al correr determinados riesgos, po­drás descubrir ocasiones nuevas de placer que de otra forma se te habrían escapado. Así, Marina, por correr el riesgo de aceptar la invitación a una fiesta en la que no conocía a nadie, conoció al que sería su marido, con el que vive desde entonces feliz. Al aceptar que podía romperse una pierna, Daniela descubrió los placeres del esquí. Al asumir el riesgo —aunque temblaba por dentro— de hablar con su jefe, Pedro consiguió un aumento de sueldo que, de lo contrario, tal vez habría tardado un año en producirse. Forzándose —sí, forzándose— a tomar un avión, Paula descubrió el placer de las vacaciones de invierno en el Sur. Y corriendo el riesgo de ser desaprobado por algunos, Jorge descubrió el placer de ser aprobado por otros.

El afrontar ciertos peligros permite también aprender infinidad de cosas útiles o agradables que el «timorato» ignorará siempre. ¿Cuántas personas mueren sin haber ido más allá de la esquina de su calle porque les daba miedo viajar, a pesar de tener los medios para ello? ¿Y cuántas otras no se habrán pasado la vida en un mismo empleo que detestaban, por negarse a correr el riesgo de cambiar? Suelen ser estas personas las que dicen que la vida es aburrida, monótona y triste, y que esperan la muerte con impaciencia. Lo cual no tiene nada de extraño, porque esas personas se limitan a saborear la vida con la punta de los

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labios, temiendo siempre romperse un diente si se deciden a moderla sin ningún reparo. Y así, ¿cómo van a conocer su auténtico sabor?

Finalmente, la persona que cede con demasiada fa­cilidad a sus temores y se niega a correr los debidos riesgos, suele despreciarse a sí misma por actuar de ese modo y considerarse mezquina, miedosa, cobarde y otra serie de cosas nada elogiosas. Es una lástima que agrave así sus propios problemas, aunque, en teoría, es posible que una persona constate que cede absurdamente al miedo sin ca­lificarse a sí misma de absurda. Pero la tentación es fuerte, y la tendencia a confundir las propias acciones con uno mismo y a evaluarse negativamente en función de acciones deficientes, se halla intensamente presente en todos. Como ya mostré en otros lugares, particularmente en L'Amour: de l'exigence á la préférence, esta tendencia a evaluarse a sí mismo parece ser universal y difícilmente extirpable. Más vale, pues, no darse demasiado fácilmente ocasión de evaluarse negativamente. El remedio más eficaz a la eva­luación negativa de sí mismo no consiste en evaluarse positivamente, sino en dejar por completo de evaluarse. No obstante, y si no hay más remedio, es preferible eva­luarse positivamente que negativamente. He aquí, pues, otra ventaja que podría movernos a afrontar las situaciones de las que hasta ahora hemos huido sin ninguna razón.

Hay además otro fenómeno verdaderamente absurdo, pero bastante habitual, desgraciadamente: la huida siste­mática del peligro suele muy frecuentemente atraer sobre-el que huye el desprecio y el rechazo de los demás. Tam­bién aquí es teóricamente posible distinguir entre los actos y la propia persona, rechazando aquéllos y aceptando a ésta. Pero, siendo como es el mundo —a saber: poblado de seres humanos con pensamientos confusos y reacciones frecuentemente irrealistas—, y aunque la estima y la acep­tación generales no constituyan una necesidad fundamental e imprescindible para todos, sigue siendo preferible no dar

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inútilmente a los demás ocasión para que nos rechacen, porque ese rechazo, a su vez, suele darnos ocasión para rechazarnos a nosotros mismos y llegar a la conclusión de que somos unos seres de escaso valor, puesto que los demás así nos consideran. A lo cual cabría añadir, naturalmente, las desventajas que puede acarrear el rechazo activo de ciertas personas.

Todas estas consideraciones no van a llevarnos ne­cesariamente a hacer frente a los elementos de la realidad de los que huimos sin ninguna razón. Habrá que tomar, además, la decisión de hacerlo... y llevar esa decisión a la práctica. Lo cual exigirá inicialmente una cierta dosis de valentía, y tal vez sea necesario un pequeño empujón en la espalda para arrancar. Siempre nos será posible so­licitar la ayuda de ciertas personas, pidiéndoles, por ejem­plo, que nos acompañen en nuestros primeros pasos. No hay que dudar en hacerlo, si se piensa que de esa forma se alcanzará el objetivo con mayor seguridad. Pero algún día tendrá que decidirse uno a hacer por sí solo lo que comenzó a hacer con la ayuda de otros, so pena de crearse una dependencia más o menos paralizante. Hay que re­cordar entonces que los primeros pasos son los más difíciles y que, por lo general, no se tarda mucho en recoger los frutos del esfuerzo, lo cual, a su vez, facilitará los siguien­tes pasos. Recuérdese, finalmente, que en gran parte de­pende de la propia decisión el vivir como uno quiera la única vida que va a vivir en este planeta. Puede uno decidir que prefiere vivirla temblando de miedo, y puede también elegir vivirla con mayor placer y menos zozobra. E incluso, si a uno le queda por vivir menos tiempo del que ya ha vivido, ¿no vale la pena que haga el esfuerzo de intentar transformar sus ideas y sus actos con el fin de darse a sí mismo la oportunidad de pasar el resto de su vida de un modo más grato de como ha venido haciéndolo?

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8 Actuar

La idea irrealista n°. 7 («Es más fácil eludir las dificultades y responsabilidades que hacerles frente disciplinándose a sí mismo») y la idea irrealista n°. 10: («La mayor felicidad humana se puede alcanzar por la inercia y la inacción, 'dejándose vivir' pasivamente») ocasionan un gran número de «abstenciones» que vamos a examinar en el presente capítulo.

Como ya subrayé en Ayudarse a sí mismo, la sola evocación del término «disciplina» basta para provocar en muchos ciertas muecas bastante significativas. Es ésta una palabra que no goza de «buena prensa» y que para muchos es la antítesis de la libertad.

De hecho, como en todos los ámbitos de la actividad humana, todo gira en torno a la calidad del placer. El hedonista «a corto plazo», es decir, el que se siente irre­sistiblemente atraído por aquellos placeres que son inme­diatamente accesibles, no se da cuenta de que ello le hace muchas veces privarse de placeres de más largo alcance, pero que sólo pueden obtenerse si se consiente en dejar a un lado otros placeres más inmediatos. Es el clásico ejem­plo de la almendra, que sólo podremos comerla si previa­mente rompemos, con mayor o menor esfuerzo, la cascara que la encierra.

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Esa tendencia a satisfacerse con placeres inmediatos forma parte, probablemente, de algo heredado de nuestra infancia. Los niños son casi siempre unos redomados he-donistas «a corto plazo», por lo que suele ser muy difícil motivarles a actuar prometiéndoles hipotéticos y lejanos placeres. Ellos son auténticos adictos al momento presente y al placer que de él puedan obtener, lo cual no debe sorprendernos, porque, según parece, les resulta prácti­camente imposible concebir la duración y el paso del tiem­po. Sólo a medida que van madurando, los niños son ca­paces de proyectarse hacia el futuro y concebir objetos más alejados; pero entonces la costumbre adquirida durante los primeros años de limitarse a los placeres inmediatos les hace bastante difícil adoptar una actitud más realista con respecto a la economía de los placeres. De nada sirve deplorar este hecho, que parece irremediablemente inhe­rente a la condición humana; mejor será, por lo tanto, que contemos con el hecho de que el adoptar una actitud di­ferente suele requerir un cierto número de esfuerzos. Des­graciadamente, nuestra vida no se desarrolla en un paraíso terrenal, y, por mucho que se empeñen los partidarios del placer inmediato las cosas no van a cambiar.

La disciplina personal no es otra cosa que la orga­nización inteligente de las acciones en orden a la obtención de los placeres más intensos y más duraderos. Se podrá objetar, como le oí a uno de mis clientes, que la vida es incierta y que nunca podemos estar seguros de que los placeres que dejamos de lado para perseguir otros no va­yamos a perderlos irremediablemente... sin que, por otra parte, consigamos obtener esos otros, porque podemos mo­rir entretanto... Si nos obstinamos en mantener esta actitud, entonces no nos queda más alternativa, evidentemente, que disfrutar cuantos placeres se nos presenten, sin preocu­parnos del día siguiente. Pero, como la mayor parte de los seres humanos viven en este planeta muchos años, tal ac­titud sólo me parecerá realista —y, aún así, con matices— en el caso del enfermo deshauciado consciente de su es-

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tado. A los demás, tal actitud no les deparará más que desilusión y una vida menos agradable.

Una de las manifestaciones más deletéreas de esa ac­titud consiste en concederse un tiempo interminable para tomar decisiones y dejar para el día siguiente lo que podría hacerse de inmediato. Es difícil imaginar un hábito que ocasione más problemas a sus adeptos. Quien se ha acos­tumbrado a titubear de ese modo, en primer lugar, prolonga inútilmente el tiempo en que más fácilmente puede causarse a sí mismo la ansiedad, que es precisamente el tiempo que precede a la toma de decisión. En efecto, la ansiedad suele remitir, e incluso desaparecer, una vez que se ha hecho la elección y se comienzan a constatar los efectos de la pro­pia acción. El que titubea se inflige a sí mismo unas dosis inútilmente prolongadas y abundantes de ansiedad que podría evitar si se decidiera a actuar sin tantas con­templaciones.

En segundo lugar, los titubeos y las demoras hacen que muchas veces se pierda la ocasión de actuar de un modo apropiado y fructífero. Las cosas y las personas no siempre están dispuestas a esperarnos mientras sopesamos interminablemente las opciones que se nos ofrecen. El temor exagerado al fracaso ocasiona con frecuencia fra­casos aún mayores, y, a fuerza de dudar si saltar a la barca, se puede acabar cayendo al agua.

Este hábito puede ser sustituido por otro, consistente en tomar decisiones de manera más organizada y expedi­tiva. En Vivre avec sa tete ou avec son coeur elaboré el desarrollo de la toma de decisión y del paso a la acción. No volveré aquí sobre ello; me limitaré a subrayar que sigue siendo posible vencer esa tendencia si se consiente en realizar los esfuerzos que todo cambio importante de sí requiere.

La vida impone cierto número de contingencias en­gorrosas que casi siempre resulta imposible diferir sin in-

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fligirse a sí mismo un mayor castigo. Es lo que ocurre con ciertos objetos, que se deterioran o se rompen sin el debido mantenimiento; o lo que ocurre con la mayoría de nosotros, que hemos de trabajar para poder satisfacer nuestras ne­cesidades y obtener los recursos que nos permitan alcanzar algunos de nuestros objetivos.

Es por razón de esas contingencias por lo que debemos actuar de la manera más expeditiva y mejor organizada posible. Conocí a una joven soltera que dejaba que se amontonasen los cacharros sucios en el fregadero hasta que ya no le quedaba ni un plato limpio en el armario. Cada diez días, debía dedicar dos horas a fregar todos aquellos cacharros, en los que se habían incrustado y endurecido los restos de comida. Si, después de cada comida, hubiese limpiado rápidamente la vajilla utilizada, cosa que podía haber hecho en dos minutos, habría dedicado en total a dicho trabajo unos cuarenta minutos (a mediodía comía fuera de casa) y, consiguientemente, se habría ahorrado ochenta minutos de un trabajo bastante engorroso, aparte de que se habría beneficiado de las ventajas de tener una cocina limpia y en orden, a la que no habría tenido que impedir el acceso a cuantas personas la visitaban.

Ocurre otro tanto con las facturas y con las multas, que nos retrasamos en pagar por negligencia y que más tarde tenemos que pagar con recargo. Y lo mismo digamos de las citas a las que nos olvidamos de acudir, con las desagradables consecuencias que habríamos podido evitar si hubiéramos utilizado una agenda. Las declaraciones so­bre la ren,ta que se demoran más allá del plazo establecido; las revisiones del coche constantemente aplazadas; las pe­queñas reparaciones diferidas indefinidamente; los exá­menes cuya preparación vamos retrasando hasta la misma víspera; los libros sacados de la biblioteca pública y que siempre decimos que los vamos a devolver al día si­guiente...: todo ello acaba saliendo carísimo en tiempo, en dinero y en problemas de todo tipo. Durante unas va-

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caciones, podemos permitirnos, sin mayor inconveniente, vivir «al día», sin fijarnos plazos y fiándonos del impulso del momento. Esto es lo que, por otra parte, hace que las vacaciones sean tan agradables, ya que en ellas podemos obtener el placer que buscamos sin demasiado esfuerzo. Pero, aun así, el abandono de toda disciplina no tarda en producir resultados deletéreos, como pueden atestiguar quienes, por no haber sabido medir su tiempo de estancia en la playa, han tenido luego que pasar días enteros su­friendo las consecuencias de una insolación, o quienes, en el mismo contexto de unas vacaciones, han pagado con una indigestión de aupa la ingestión inmoderada de unos alimentos ajenos a sus hábitos alimenticios. Pero, en la vida de la mayoría de nosotros, las vacaciones son períodos excepcionales, y más vale que lo tengamos en cuenta si no queremos deteriorar esa vida más de lo necesario.

Determine, pues, cada cual, de una vez por todas, qué es lo que más le conviene hacer cada día, y hágalo. No hay nada más agotador, efectivamente, que tener que atender cada día a problemas que podrían solucionarse de una vez. Las cosas molestas, pero útiles, conviene hacerlas del modo más rápido y eficaz que sea posible, sin malgastar las energías en «pataletas» inútiles y en recriminaciones estériles. ¿Que es molesto lavar los platos? Por supuesto que sí. Pero por eso es mejor hacerlo lo antes posible. ¿Que es duro levantarse para ir a trabajar? De acuerdo. Pero aún es más duro tomar esa decisión cien veces que hacerlo una sola. ¿Que es un engorro redactar un informe? Claro que sí. Pero es todavía peor tener que hacerlo a toda prisa, acuciado por la ansiedad y bajo la amenaza de las funestas consecuencias de un posible retraso. ¿Que es más entretenido ver la televisión que preparar un examen? Evi­dentemente. Pero más fastidioso aún es suspender. Por otra parte, es difícil tener verdadero interés por una acti­vidad cualquiera cuando el placer que esa actividad puede procurar se ve continuamente enturbiado por la idea de

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que sería más razonable estar haciendo otra cosa. ¡Qué bien sabemos pasarlo mal constantemente!

Tal vez sea triste, pero es profundamente cierto, que para obtener la mayoría de los placeres se requiere un esfuerzo inteligentemente concertado. Algunos resultados particularmente interesantes suponen incluso un esfuerzo y una disciplina personal que se prolongan durante años. Es lo que ocurre, por ejemplo, con los estudios necesarios para obtener un diploma profesional o técnico. La misma creación artística o intelectual, que muchas personas creen que no exige mayor esfuerzo, sino únicamente la inspi­ración gratuita de alguna musa, suele requerir largas horas de trabajo duro y disciplinado, cuya duración e intensidad no suele después apreciar el espectador o el lector de la obra en cuestión.

Tenemos una lamentable tendencia a la inercia que, sin duda, se remonta a los primeros años de nuestra vida, durante los cuales nos bastaba con emitir unos estridentes aullidos para que, como por ensalmo, apareciera el biberón que colmaba entonces nuestros deseos inmediatos. Para la mayoría de nosotros, ese tiempo es muy breve. Pasados unos años, las personas y las cosas ya no consienten en plegarse a nuestros imperiosos deseos y dejan que seamos nosotros quienes los satisfagamos, pues también ellas tie­nen que preocuparse de lograr sus propios objetivos. Los llantos, los gritos y los gemidos dejan enseguida de pro­ducir un efecto positivo sobre nuestro entorno. Un efecto que, por lo demás, nunca tuvieron sobre las cosas, que son sumamente indiferentes a nuestro clamores. En cuanto a las personas, no tardan en cansarse de satisfacer nuestras «necesidades», y su afecto se transforma en repulsión cuan­do seguimos exigiendo de manera infantil que hagan ellas por nosotros lo que, con todo realismo, creen que podemos hacer perfectamente nosotros mismos. A lo cual se añade, como dice el refrán, que «nadie le sirve a uno mejor que uno mismo» y, en consecuencia, más vale no esperar a

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recibir de otros unos servicios tan satisfactorios como los que podríamos obtener con nuestro propio esfuerzo.

Por lo demás, no es cuestión de prodigar esfuerzos para realizar algo difícil sólo porque sea difícil. ¿Para qué complicarse inútilmente la vida? La mística del esfuerzo por el esfuerzo ha contribuido, sin duda, a que muchos pierdan las ganas de hacer los debidos esfuerzos. Obligados en un momento de su vida a realizar esfuerzos inútilmente arduos, han generado un profundo rechazo hacia cualquier esfuerzo, en detrimento propio. Pero el abandonar una práctica porque el exceso de la misma resulte penoso es lo mismo que arrojar al bebé por la ventana junto con el agua del baño.

Tampoco se trata de obligarse a hacer cosas de cuyo fruto se beneficien, sobre todo, otras personas, si con ello no se prevé que se vaya a obtener un beneficio personal en proporción al esfuerzo realizado. No porque otra per­sona piense que deberías hacer las cosas de determinada manera, tienes que sentirte obligado a hacerle caso y ple­garte a su opinión. No porque una tradición, tal vez mi­lenaria, decrete que hay que plantar las coles a mano, conviene negarse a buscar otro método menos agotador y que obtenga los mismos resultados. El evitar el esfuerzo inútil ha permitido a los seres humanos inventar gran nú­mero de objetos y métodos que hacen hoy más agradables nuestras vidas, y personalmente yo no añoro los «buenos tiempos pasados» en que la gente lavaba la ropa en el río y se alumbraba con velas.

Si constatas que tu manera indisciplinada de vivir te ocasiona inútiles trastornos, puedes perfectamente modi­ficar tus hábitos nocivos y adiestrarte sistemáticamente en realizar menos esfuerzos para alcanzar tus objetivos. Tam­bién en esto, lo más difícil es empezar. Quizá no experi­mentes placer alguno en disciplinarte a ti mismo, lo cual nada tiene de extraño, porque no has podido aún saborear los frutos de tal proceder. Pero no creas que sólo puedes

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hacer las cosas que te gustan. El gusto en hacer una cosa te facilitará su realización, pero no constituye una con­dición esencial para realizar lo que sea o para adoptar una nueva manera de proceder. Se me objetará que es artificial y ficticio hacer cosas que a uno no le gusta hacer; y mi respuesta es que es preferible no fiarse exclusivamente de los propios gustos para organizarse la vida de una manera agradable, pues lo que no te gusta en un principio puede resultarte grato más tarde, y ninguna ley prohibe obrar de un modo artificial. Los partidarios de la autenticidad a toda costa, incluso en su propio detrimento, me irritan parti­cularmente, del mismo modo que me enervan, por otra parte, los que quieren ver alguna nobleza en el hecho de obedecer sin ningún discernimiento a todo impulso de lo que ellos denominan su «naturaleza». La teoría del «buen salvaje» apenas sobrevivió a Rousseau, y más vale admitir que esa «naturaleza» supuestamente exenta de todo defecto es, de hecho, el resultado de una combinación de factores hereditarios y de factores derivados del aprendizaje y que distan mucho de ser todos ellos uniformemente construc­tivos. Ya quisiera yo que nunca nos equivocáramos cuando respondemos a nuestros primeros impulsos, y soy el pri­mero en deplorar la extinción de la creatividad, producida por una educación estrecha de miras y una fidelidad ciega a la tradición. Pero tampoco quiero dejarme engañar por una filosofía irrealista que trata de convencerme de que mi primer impulso es siempre el mejor, y de que todo intento de modificar la «naturaleza» sólo puede acabar perjudi­cándome. Algunas de mis tendencias más estúpidas me parecen innatas, y creo tener una tendencia «natural» a complicarme la vida, a juzgar sesgadamente y a compor­tarme como un cretino. Lo cual me molesta enormemente y no me deja más alternativa que pasarme el resto de mis días reaccionando contra mi inercia natural y mi lamentable tendencia a perjudicarme a mí mismo. Como todo el mun­do, tiendo a soñar con la isla desierta donde todo marcha siempre a la perfección, donde no tengo más que alargar

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el brazo para recoger los frutos del árbol del pan, donde nadie me hace la puñeta y donde me paso el día tomando el sol, que brilla siempre, bañándome en aguas milagro­samente llenas de peces y disfrutando de las atenciones de un «Viernes» siempre complaciente y dispuesto a satisfacer eficazmente mis menores deseos.

La realidad es muy distinta, y creo firmemente que no tardaría en aburrirme mortalmente en semejantes cir­cunstancias. En efecto, una parte importante de los placeres de la vida se deriva de la satisfacción que proporciona el afrontar los problemas y resolverlos. Un exceso de ocio y de pasividad engendra enseguida el aburrimiento; el ejer­cicio de la creatividad proporciona un placer que la pasi­vidad nunca podrá procurar. Por eso, una vida agradable supone, por lo general, que se presta un enorme interés a las personas y cosas exteriores a uno mismo. Una de las ventajas que tiene el hecho de interesarse por las personas la constituye la posibilidad de que esas personas, a su vez, nos correspondan con su amor, lo cual, aunque no sea estrictamente necesario, no deja de ser realmente gratifi­cante. Y como el amar de veras a una persona durante mucho tiempo requiere grandes dosis de ingenio y de des­treza, estamos casi seguros de que jamás nos aburriremos si nos ponemos a ello. ¡Siempre tendremos en qué ocu­parnos!

Por otra parte, dado que los seres humanos son vo­lubles, inestables y mortales, conviene interesarse también por las cosas. El planeta que habitamos nos ofrece motivos casi infinitos de interés; y, como dice la canción, «no tendremos tiempo» de agotarlos todos antes de ir a reu­nimos con nuestros progenitores en un descanso que es­peramos sea activamente eterno. Como, personalmente, lo que es sencillo no tarda en cansarme, me resulta gratifi­cante embarcarme en proyectos complejos y de larga du­ración que puedan estimular mi interés durante mucho tiempo. Nada me parece más temible que la jubilación,

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entendida ésta como el período de la vida durante el cual espera uno, cómodamente sentado, a que todo termine. Jamás he experimentado tan intensamente el gozo de vivir como cuando he derrochado actividad, proponiéndome a mí mismo nuevos desafíos, inventándome nuevas activi­dades y aprendiendo cosas nuevas. Cuando más me divierto es cuando tengo que hacer frente a muchos problemas, aunque suelo echar pestes contra el ajetreo excesivo, pero en el fondo no soy sincero, y temería que mi vida fuese demasiado sencilla.

Existe tal cantidad de actividades a las que podemos entregarnos, tantas cosas que ignoramos, tantas iniciativas que aún no hemos tomado, tantos problemas que nunca hemos abordado, tantas ocupaciones que ni siquiera hemos imaginado... que realmente no hay razón alguna para llevar una vida triste y aburrida. Si nos decidiéramos a reaccionar contra nuestra pasividad, innata o adquirida, y a intere­sarnos activamente por lo que nos rodea, no veo por qué no iba a parecemos agradable la vida. Si uno es poco activo y reacio a comprometerse, es muy probable que lo que le frene sea el temor al fracaso y la opinión de los demás. Pero esos obstáculos pueden eliminarse examinando cui­dadosamente las ideas que los generan y obligándose a dar determinados pasos que, si al principio resultan difíciles de dar, es porque a uno le son poco familiares. Hablando el otro día con mi mujer, constaté que en cuarenta y seis años de vida había cambiado yo de domicilio no menos de dieciocho veces, y que durante ese mismo período de tiempo había vivido temporadas más o menos largas en más de cincuenta ciudades, pueblos o aldeas diferentes. Y, sin embargo, no me tengo por un gran viajero, aunque espero poder explorar en el futuro nuevos rincones del planeta. A veces me he aburrido, pero, en general, no he tenido tiempo para entregarme a tan placentera actividad. Por lo demás, disto mucho de ser original a este respecto; y, si uno mira a su alrededor, comprobará que las personas que le parecen más felices son también las más activas,

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las más comprometidas, sea cual sea el ámbito en que ejercen su creatividad. Por el contrario, muéstrenme a una persona deprimida, y yo les haré ver cómo se trata de una persona poco activa, indolente, pusilánime, siempre «can­sada», siempre «enferma», siempre tomándose el pulso y pretextando cualquier nimiedad para no hacer nada. Y les haré ver también cómo se trata de una persona con una sed insaciable de ser amada, pero nada dispuesta a amar ella misma; una persona muy deseosa de que se interesen por ella y la diviertan, pero nada dispuesta a interesarse por otra cosa que no sea ella misma.

Si no queremos vivir esta única vida que poseemos a caballo entre el aburrimiento y la desesperación, hemos de poner manos a la obra. La terapia emotivo-racional, por lo demás, recurre constantemente a los «deberes», que el terapeuta aconseja a su cliente que los haga en su casa, fuera del contexto de la entrevista terapéutica en cuanto tal. Evidentemente, no es necesario pedir ayuda a nadie para poner en funcionamiento el propio motor. Basta con preguntarse qué es lo que puede uno hacer de útil e inte­resante durante los diez próximos minutos. Y si alguien opina que esto es una necedad, piense que la vida entera no es más que una sucesión de minutos, y que los planes más ambiciosos no pasarán de ser letra muerta si uno no se decide nunca a empezarlos. En lugar de forjarnos ma­ravillosas ilusiones, sería mucho mejor que nos pusiéramos a hacer inmediatamente lo que nos es posible hacer in­mediatamente. Alguien dijo que «el tiempo que matamos se venga con creces»; y ciertamente equivale a morir mil veces, en lugar de una sola, el quedarse ansiosamente sentado sin hacer otra cosas que no sea aburrise de las dificultades de la existencia. Que cada cual elija...

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9 De ayer a hoy

Este último capítulo estará dedicado a examinar los com­portamientos que se derivan de la idea irrealista n.° 8, según la cual la persona imagina que su pasado tiene una importancia decisiva sobre el resto de su vida.

Difícilmente puede concebirse un obstáculo más serio para el cambio que la creencia en esta idea. La creencia de que nuestra vida está, de alguna manera, escrita de antemano o que, al menos, los primeros capítulos de la misma determinan necesariamente el contenido de los ca­pítulos restantes, sin que sean posibles más que algunas variantes de poca monta, constituye ciertamente una de las «filosofías» más paralizantes que puede haber. No hay un solo día, en mi trabajo de terapeuta, en que no tenga que escuchar cómo la mayoría de mis clientes expresan esto de una manera o de otra. Cecilia, por ejemplo, me dirá que no puede tomar la iniciativa de hablarle a un desco­nocido, porque su educación la ha enseñado a guardar las distancias; Juan me «demostrará» que, si bebe como una esponja, es por el mal ejemplo que recibió de su padre cuando era un adolescente; Isabel me asegurará que no puede tener orgasmos, porque no va con su «tempera­mento»; Bruno sostendrá que es su carácter el que le lleva fatalmente a montar en cólera cuando se le lleva la con­traria; Patricia se obstinará en pretender que tiene nece-

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sariamente que detestar a los hombres, porque fue violada por su tío cuando ella sólo tenía trece años, «¡y eso te deja marcada de un modo que los hombres no podéis com­prender!»; Sergio tratará de persuadirme de que su timidez es perfectamente lógica, porque fue educado por una madre y unas hermanas «superprotectoras»... Algunos de esos clientes que han leído algo más que los otros apelan a Freud y me hablan de los «episodios traumatizantes» de su pasado, cuando no me sueltan los típicos aforismos: «De tal padre, tal hijo», «Quien hace un cesto hace ciento», «La cabra tira al monte», y otras parecidas perlas de la sabiduría popular.

En muchos casos, el convencimiento de que el pasado influye fatal y decisivamente en el presente permite a la persona justificar su pasividad y su resistencia a realizar los esfuerzos que le permitirían modificar algunos de sus comportamientos. Es muy cómodo pensar que no hay nada que hacer, porque el pasado, que no hay modo de cambiar, determina el presente. De esta manera, la persona puede considerarse a sí misma como una desdichada víctima de las influencias de su pasado, merecedora de compasión y simpatía, con todas las razones del mundo para deplorar su suerte y eximida del esfuerzo de cambiar ésta.

Hace unos años, veíamos en el cine la película Law­rence de Arabia, que trataba sobre la vida de aquel extraño personaje que, durante la primera Guerra Mundial, con­tribuyó a la unidad de las tribus árabes del Oriente Medio y a su lucha contra la dominación turca. Recuerdo que una escena de la película me impresionó especialmente: durante una travesía por el desierto, el beduino que montaba el último camello de la columna perdía el conocimiento y caía de su montura, sin que nadie reparara en ello. Varias horas más tarde, cuando la columna ya ha acampado, se nota su ausencia. Entonces, Lawrence se ofrece a desandar el camino para intentar encontrarlo, a lo que se opone el jefe de la columna afirmando que «estaba escrito» que

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aquel hombre debía morir, y que no había nada que hacer. Haciendo caso omiso, Lawrence sale en busca del desa­parecido, lo encuentra y lo lleva de vuelta al campamento, tras pasar mil peripecias. Y le dice entonces al jefe de la columna: «Nada está escrito».

La persona que afirma que su pasado la influye irre­mediablemente y que sus consecuencias son inalterables comete un error muy semejante al del jefe beduino. Por eso es tanto más paradójico que quiera recurrir a los ser­vicios de un terapeuta, por cuanto, según su propia afir­mación, no le queda sino deplorar el pasado.

Conviene que todos nos persuadamos de que, aunque es cierto que el pasado influye en el presente, se trata de una influencia que actúa únicamente a través de los hábitos de pensamiento y de acción desarrollados a lo largo de los años de la infancia y la adolescencia, no en virtud de un cierto factor determinante de carácter mágico que esta­blezca de una vez por todas el destino de la persona. Dicha influencia puede hacer más ardua la adopción de nuevos modos de pensamiento y de acción, pero es exagerado afirmar que la hace imposible. «Quien hace un cesto», sólo «hará ciento» si decide hacerlo; y «la cabra tirará al monte» si no ve otro lugar mejor hacia donde tirar. En cuanto al «hijo», sólo saldrá al «padre» y conservará las ideas y las actitudes de éste en la medida en que decida conservarlas. Dicho esto, pasemos a examinar algunos de los com­portamientos deficientes que se derivan de la creencia en esta idea.

Digamos, en primer lugar, que se trata de compor­tamientos estereotipados, ciegamente fieles a la tradición familiar o social. Por otra parte, siempre se produce una selección inconsciente en este sistema; es imposible, por así decirlo, que una persona imite perfectamente los mo­delos que invoca y que haga todo lo que han hecho su padre, su madre o su hermano, y lo haga de la misma manera. Aun cuando esa persona esté convencida de no

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poder actuar de manera distinta de la que le han enseñado a hacerlo, el examen de sus comportamientos revela que, de hecho, elige imitar algunos de esos comportamientos y prescinde de otros. Este solo elemento bastaría para de­mostrar que la supuesta influencia determinante del pasado es un puro mito.

Conviene observar que esa clase de fidelidad a los «viejos tiempos» suele demostrarse inadaptada a las nuevas circunstancias de la vida de la persona. Así, por ejemplo, ciertos comportamientos que antaño pudieron ser apropia­dos pueden, con el tiempo y la evolución de la persona, resultar parcial o totalmente inadaptados. Que el pequeño Ramón, cuando tenía cinco años, temblara de miedo ante un padre dominante, agresivo y con la mano muy larga y que, en consecuencia, se plegara casi siempre a sus órdenes para evitar unos castigos a los que su condición de niño no le permitía oponerse, no hará que semejante compor­tamiento dócil y sumiso sea apropiado cuando Ramón tenga treinta y cinco años, y su padre sesenta y dos. ¿Qué mujer va a seguir hoy haciendo a mano la colada y tendiendo la ropa al aire en pleno invierno, tal como tenían que hacer nuestras madres antes de que se inventaran las lavadoras-secadoras modernas? Y si Sandra afirma que sería absurdo actuar de ese modo, ¿por qué elige imitar a su madre en otros aspectos comportándose de un modo igualmente des­fasado? ¿Puede acaso pretender que no puede actuar de otra manera, que está acostumbrada a lavar la ropa de ese modo, que así es como la han enseñado a hacerlo y que no tiene más remedio que seguir haciéndolo así? Si así fuera, aún seguiríamos viviendo en las cavernas, como nuestros antepasados, y frotando una piedra de sílex para hacer fuego y asar la carne de unos uros abatidos a estacazo limpio.

La fidelidad exagerada a las tradiciones familiares y sociales extingue, pues, el espíritu de iniciativa y el pen­samiento creativo, que busca incesantemente mejores so-

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luciones a los problemas que se nos plantean, engendrando la rutina y la absurda y acrítica repetición de comporta­mientos más o menos acertados.

Uno de los más lamentables efectos de esta actitud consiste en que genera lo que en lenguaje técnico se llama relaciones transferenciales, por las que se adoptan, con respecto a nuevas personas, las actitudes y comportamien­tos que ya se habían adoptado en relación a las personas que han desempeñado un papel importante en la vida del sujeto en cuestión y que presentan ciertos rasgos comunes con esas nuevas personas. Así, por ejemplo, Ramón, ate­rrorizado por su padre durante su infancia, sigue reaccio­nando de manera pusilánime y sumisa ante las diversas personas que de algún modo le recuerdan a su padre, aun­que el único rasgo que posean en común sea el hecho de ser hombres adultos.

Paula, que a los quince años se rebeló contra la tiránica actitud de su madre, seguirá toda su vida irritándose contra cualquier mujer que le parezca susceptible de ejercer sobre ella cualquier tipo de autoridad. Lo cual no tiene mucho más sentido que si yo me encolerizara ante cualquier hom­bre que lleve barba, por el hecho de que a los dieciséis años recibí una paliza de un barbudo.

Si no queremos quedar presos de nuestro pasado y seguir recorriendo ciegamente durante toda la vida los ca­minos que entonces recorrimos bajo la influencia de nues­tros parientes y allegados, mejor será que, con el pensa­miento y con la acción, luchemos contra algunos de nues­tros hábitos más arraigados, pero también más nocivos para nosotros. Un hábito puede cambiarse, aunque lleve años arraigado en nuestra vida. Por supuesto que no se cambia sólo con desearlo; para conseguirlo, hace falta además tiempo, esfuerzo y método. Por otra parte, puede animar­nos el recordar que, sin duda, ya hemos cambiado muchas cosas en nuestra vida. Es verdad que esos cambios pueden haber sido inútilmente penosos, porque el método seguido

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puede haber sido también inútilmente complejo, aplicado de manera poco sistemática y con una visión poco clara de los objetivos que pretendíamos alcanzar. Pero podemos intentarlo de un modo más organizado, empleando más razonablemente nuestros esfuerzos y nuestro tiempo y pla­nificando mejor nuestra estrategia. Tal vez nuestro mayor error ha sido el intentar cambiar dejándolo todo al azar, esperando que las circunstancias nos depararan la ocasión de ejercitarnos en nuevos comportamientos; algo así como si una persona quisiera aprender a esquiar y, para ejerci­tarse, esperara a que los amigos le llevaran a las pistas, le pusieran los esquíes en los pies y le dieran un empujoncito en la espalda: los resultados se harían esperar demasiado tiempo, y no sería así, desde luego, como conseguiría ser un experto.

Es preferible intentarlo de manera sistemática, sin limitarse a esperar que las cosas y las personas vengan al encuentro de uno. Se asombraría el lector de la cantidad de comportamientos que puede aprender por sí mismo si de veras se pone a ello. Una de las preguntas que me hacen más frecuentemente las personas que inician conmigo un tratamiento se refiere al tiempo que va a requerir su trans­formación. Y yo no consigo jamás responder concreta­mente a esa pregunta, porque son muchos los factores que dependen del trabajo, de la determinación y de la meto-dicidad de los esfuerzos de cada uno. ¿Cuántas semanas o cuántos meses necesitará Emilio para comportarse de un modo más afirmativo? ¿Cuándo podrá Gloría estar segura de haber alcanzado su objetivo de librarse de su depresión? La respuesta a estas preguntas depende muy poco del azar, algo más de mi propia habilidad de terapeuta, y muchísimo de los pasos que sepan dar mis clientes. Una cosa es segura: un comienzo de cambio puede lograrse de manera casi inmediata, y un cambio notable puede producirse a veces en unas cuantas semanas; pero es preciso, además, que la persona no dedique esas semanas exclusivamente a rumiar sus desdichas y a culpar a su pasado, sin entregarse a

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ninguna actividad correctora concreta. Pasarse horas in­terminables contándole la vida a un terapeuta, lamentán­dose de la mala suerte y quejándose del propio «destino» no sirve más que para probar la paciencia del terapeuta... y engrosar su cuenta corriente. En cambio, el poner manos a la obra y ejercitarse en adquirir las ideas y los compor­tamientos que puedan proporcionarle a uno una vida más agradable no exige más costo que el de emplear las propias energías. Recuérdese que lo único que está escrito en el libro de la vida es lo que cada uno vaya consignado en el día a día. Si a uno no le satisfacen los primeros capítulos, nada le impide realmente llenar las páginas en blanco que aún le quedan con la historia de una vida más feliz y más agradable y en la que uno mismo desempeñe el papel de artífice de su propia felicidad, en lugar del de impenitente y amargo contemplador de su pasado. Cada cual tiene una pluma. ¡A escribir!

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Conclusión

El propósito de este libro no era sino el de presentar el segundo aspecto del método emotivo-racional en el terreno de la transformación de uno mismo. Ayudarse a sí mismo insistía casi exclusivamente en la estrategia mental y pre­tendía llevar al lector a declarar una guerra encarnizada a las ideas y creencias irrealistas que emponzoñan su vida. Ayudarse a sí mismo aún más ha pretendido indicarle al lector la vía complementaria —tan importante como la primera— para hacer frente a las dificultades personales y resolverlas: la acción.

Si bien se mira, ambos aspectos se complementan mutuamente de un modo admirable. En efecto, la expulsión de las ideas irrealistas es un paso previo para una acción que podemos suponer habrá de ser más cómoda, más rápida y más fructífera que si no hubiera venido precedida por la confrontación. Por otra parte, el paso a la acción —indis­pensable para consolidar lo que tal vez no fuera más que nocional— proporciona, a su vez, nuevos elementos de confrontación y hace que surjan nuevas ocasiones de de­tectar y combatir las ideas irrealistas que despierta. La confrontación prepara para una acción apropiada, y ésta permite a quien la realiza hacerse con nuevos argumentos concretos para debilitar los falsos razonamientos con que inconscientemente ha estructurado su mente.

Es esta doble estrategia la que parece ofrecer más esperanzas de éxito. Un enfoque centrado exclusivamente

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en el cambio de comportamiento parece ser incompleto, porque olvida los factores cognitivos, cuya importancia reconocen cada vez más los especialistas e incluso los «behavioristas» más ortodoxos. Por lo demás, una estra­tegia que se limitara al nivel del cambio de las ideas y las creencias, sin desembocar nunca en una modificación de la acción, tendría un gran peligro de quedarse en puro juego mental o en un juego de palabras carente de auténtica convicción. Si el árbol se reconoce por sus frutos, un cambio de creencia que no tuviera reflejo en un modo nuevo de actuar correría el riesgo de no ser más que una pura ilusión semántica.

A lo largo del libro, he insistido abiertamente en la importancia del esfuerzo personal en este trabajo de mo­dificación. El proceso terapéutico ha sido considerado du­rante mucho tiempo, en mi opinión, como análogo al pro­ceso médico, del que, por lo demás, nació históricamente. Sin embargo, mientras que al paciente le es posible aban­donarse plenamente al buen hacer de su médico y someterse al tratamiento que éste le prescribe, no sucede lo mismo con el cliente terapéutico, el cual, por no haber otro re­medio, debe ser el artífice de la transformación de sus propias ideas y comportamientos. En efecto, nadie puede intervenir directamente desde el exterior en la vida mental y en el comportamiento de un adulto. El papel del terapeuta recuerda, pues, al del pedagogo, que tampoco puede en­señarle nada a su alumno, sino que únicamente puede guiarle en su proceso de aprendizaje, facilitándole la tarea con la transmisión de un método de trabajo eficaz.

La propia actividad de la persona que desea transfor­marse constituye, pues, un elemento insustituible, y no creo que sea inútil repetirle al lector que no conseguirá nada si no «mete las manos en la masa». Como otros muchos, este libro sólo puede ofrecer al lector un método, inspirado en las más recientes investigaciones en el ámbito del cambio de conducta. Su lectura no producirá ningún

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tipo de efecto mágico, y sólo habrá servido al lector para matar durante unas horas su aburrimiento (o para aumen­tarlo.. .) si sigue encerrado en su pasividad. Aunque se lean trescientos libros de este género, se siga durante diez años una terapia del tipo que sea y se asista cinco veces por semana a una actividad grupal, todo ello apenas servirá de nada si uno no consigue considerarse a sí mismo como un «laboratorio» en el que poder experimentar su propia vida; como un sujeto de análisis, de ensayos y de tentativas.

Deseo que el lector sienta por sí mismo el suficiente interés como para tratar de comprender los mecanismos que le hacen actuar y los que se lo impiden, y para que intente crearse un género de vida que le permita un día dejar ésta diciendo: «No siempre fue apasionante, pero al menos me he divertido mucho y no he tenido tiempo de aburrirme».

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