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DIRECTORIO

Octubre 2013 Edición Especial de Terror

Director José Luis Barrera Mora

Editor Luciano Pérez

Coordinador de Edición Especial

Agustín Cadena

Consejo Editorial Agustín Cadena

Alejandro Pérez Cruz Alejandra Silva

Fabián Guerrero Fernando Medina Hernández

Web Master Gabriel Rojas Ruiz

Ave Lamia es un esfuerzo editorial de:

Director

Juvenal Delgado Ramírez

www.avelamia.com Reserva de Derechos: 04 – 2013 – 030514223300 - 023

ÍNDICE EDITORIAL 3

CACERÍA

Ricardo Bernal 5

LOS FANTASMAS NO EXISTEN Agustín Cadena 9

LAS BRUJAS Circe Moriel 15

CANICAS, CANICAS, CANICAS

Mariana Vega 18

HALLOWEEN EN LA MECHE Luciano Pérez 19

CASA ROBADA Miguel Antonio Lupián Soto 24

LOS GUSANOS DE POGO EL PAYASO

Leticia Vázquez 28

DOS MINIFICCIONES Macarena Huicochea 32

CHÁCHARA DE BAZAR Rodrigo de la Serna 33

SEÑOR NADIE Timo Viejo 40

SOBRE LOS AUTORES 44

IMÁGEN DEL MES: DESCUARTIZADOR (ROJO) Hosscox Huraño 47

Síguenos en:

Ave Lamia @ave_lamia

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Editorial

Ave Lamia es un saludo a la oscuridad, incluso si “ave” es para la mañana. Será que, como dice Luciano Pérez en el texto que se incluye en este número, los demonios se sienten bien a pleno día. La lamia, ese antiguo demonio mitad mujer, mitad serpiente, extiende su sombra protectora sobre toda nuestra revista y en especial sobre este número.

Ciertamente, para celebrar la víspera de Todos los Santos, el Samhain de los antiguos celtas, el Halloween de la era del consumismo, el equinoccio de otoño, decidimos organizar un número dedicado a los seres de la noche y a los demonios del día. El resultado de la convocatoria es un interesante ramo de rosas muertas, como las de Morticia Addams. Les escribimos a nuestros amigos escritores, pidiéndoles un texto para nuestra calaverita, y no nos dieron calabazas; nos mandaron relatos macabros, extravagantes, aterradores, sanguinolentos, pesadillescos, fantásticos, espantosos y hasta poéticos.

Así, Ricardo Bernal, uno de los patriarcas del género en México, inaugura este número especial de Ave Lamia con una serie de minificciones interconectadas por misteriosos vasos comunicantes. Secuencias de imágenes oníricas, como provenientes de los antros más oscuros y profundos del inconsciente.

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Enseguida nos encontramos con el gótico chilango de Circe Moriel, que logra envolver un icono urbano del Distrito Federal en una elaboración fantástica.

El horror de la cotidianidad aparece con toda su fuerza en el perturbador texto “Canicas”, de Mariana Vega, la Dama del Lago del gótico mexicano.

Por su parte, el mago Luciano Pérez ofrece al lector una extravaganza satánica y satírica envuelta en la innegable aura de brujería del mercado de Sonora y sus alrededores.

Luego, Miguel Antonio Lupián Soto, joven graduado con mención honorífica por la Miskatonic University, presenta una pesadilla lovecraftiana que es un digno homenaje a su mentor literario.

No menos fuerza evocativa tienen el delirio macabro de Leticia Vázquez, el horror ritual de Macarena Huicochea, la combinación de terror y violencia cotidiana de Rodrigo de la Serna, y la demoníaca Bildungsroman de Timo Viejo.

Todo esto tomando por asalto las mentes asustadizas de los lectores nerviosos junto con las espléndidas ilustraciones y fotografías de Juvenal García y Hosscox Huraño. Es como cuando osos y lobos cazan juntos, en los helados y tenebrosos bosques de Laponia y Siberia.

Agustín Cadena

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LA ISLA

El sudoroso cazador va tropezando con las piedras, se detiene, toma aliento, sigue andando. Arriba, entre las ramas de secoyas milenarias y palmeras azules, la aureola boreal es una monstruosa acuarela salpicada de tintas violetas. El cazador llega a una bifurcación, sin pensarlo dos veces continúa por la vereda que sube, recuerda las palabras del viejo moribundo: cuando llegues a la isla busca el centro, la casona está arriba, en un claro, nunca dejes de subir. A lo lejos se escucha el rumor del tiempo que pasa;

más cerca, cantar de sapos, chicharras, vocecitas de animales pequeños y angustiados. El cazador se llama Equis, se ve muy viejo para sus cuarenta años, su cara es una telaraña y sus ojos de topo saben mirar por detrás de las cosas: es especialista en armas blancas, ballestas, cuerdas y mapas, dardos. Usa un vapuleado sombrero, jorongo, y en sus botas se acumula el lodo de tres continentes. El cazador llega a una loma calva: en la punta se alza la casona como una verruga de donde brotan dedos que son torres que son cohetes erectos listos para

despegar y abandonar esta tierra. El cazador voltea hacia arriba, la luna es una ventana que permite mirar las cosas extrañas que suceden más allá del firmamento.

LABERINTOS

La casona es un laberinto: cada galería, cada puerta, cada lóbrego corredor fueron planeados para que quien consiga entrar, sienta de inmediato la urgencia de salir y alejarse de ahí para siempre. Aquellos pocos que a lo largo de los años han logrado

Cacería Ricardo Bernal

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encontrar la salida, creyeron que el acertijo había sido resuelto, que al escapar vivos habían derrotado al misterioso arquitecto inventor de la trampa. Pero en realidad el laberinto superior es una máscara, su objetivo es ocultar el otro laberinto: el subterráneo, de pocos pasillos y pocas puertas, pero del que nadie escapó jamás. En el corazón de este segundo laberinto, una pequeña trampa oculta debajo de un tapete da paso a un sótano de aguas fermentadas y celdas roídas por la sal. En una de las celdas, alguien habla.

LA VOZ

Mi celda es enorme y no recuerdo cómo es la luna. Devoro lo que encuentro: golosas sanguijuelas infladas que al reventar entre los dientes saben a mi propia sangre; ratas esqueléticas y ciegas que chillan como almas en pena; avispas de ultratumba; piedras reblandecidas por el moho… De vez en cuando, algún ciempiés gigantesco, brillante intestino que sólo muere cuando mis jugos gástricos lo ahogan. Yo puedo ver en la

oscuridad: si enfoco los ojos, un rumor verde hace vibrar los muros y en las celdas vecinas los huesos resplandecen como sonrisas del infierno. Conozco lo que hay detrás de cada puerta, aunque la puerta gastada que está al final del último pasillo sólo la he cruzado una vez… Nunca olvidaré lo que vi: las cuatro paredes de aquella habitación estaban llenas de máscaras. Fuera del espacio ocupado por la puerta todo era máscaras tapizando cada centímetro de los muros; máscaras pequeñas y viscosas como fetos fosforescentes que duermen desde el inicio del tiempo. Y en lo alto, una imagen divina: la enorme máscara solar con mi rostro y mis cuernos, con mis barbas chorreantes de sangre, con mis ojos saltones que pueden ver en la oscuridad. Desde entonces, cada noche sueño con esa habitación donde sé que se esconde un secreto. Una vez, las voces del sueño me revelaron que detrás de cada máscara hay un rostro de carne y hueso.

EL CAZADOR

El cazador desenreda la cuerda que lo guía por los últimos pasillos del laberinto: viejo truco griego que lo hace saber qué pisos pisaron ya

…cada puerta, cada lóbrego corredor fueron planeados para que quien

consiga entrar, sienta de inmediato la urgencia de salir y alejarse de ahí

para siempre.

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sus pasos, qué nuevas galerías son auténticas dentro de las que se repiten danzarinas dentro de los innúmeros espejos. Ya nadó en el Tanque de las Pesadillas: en sus profundidades yacen ahora las mantarrayas-hongo destripadas por su cuchillo; ya recorrió la Cámara de los Ecos, donde invisibles guijarros colibríes le perforaron los brazos y los muslos; ya trepó por cadenas oxidadas y cruzó los ruidosos Puentes de Cobalto; ya sobrevivió al Salón de Música, donde decenas de tarántulas pianistas interrum-pieron un concierto de siglos y saltaron a su rostro para sacarle los ojos, para romperle la tráquea… El cazador yace en un rincón del laberinto,

tiene mucho frío y en sus ojos soñolientos se amontonan las dulces arenas del cansancio. Necesita dormir. Dormir a medias como sabe hacerlo, con los sentidos atentos a cualquier amenaza, como cuando estaba en la maleza y los ruidos eran alas y eran oscuras bestias puntiagudas. El cazador se quita las botas pestilentes, sus pies de mamut están negros y congelados. Jala un tapete roído para cobijarse y deja al descubierto la pequeña trampa sin candados ni cerrojos. Un golpe de adrenalina le quita el sueño y le aguza los ímpetus: es el instinto de quien sabe que su presa está a unos cuantos minutos de distancia.

LA MÁSCARA

La máscara solar es la madre de todas las máscaras. Dicen que fue robada del Hades por el misterioso constructor de los laberintos, quien de inmediato huyó a la isla secreta que no aparece en ningún mapa. La máscara, de tonos amarillos y rojos, lanza un resplandor naranja que ilumina la soledad de las otras diez mil máscaras, las pequeñísimas e insignificantes: querubines deformes que aguardan en silencio a que el silencio se rompa. La máscara solar está congelada en un rictus mesiánico de quijadas feroces y músculos tensos; las barbas chorreantes y sanguinolentas se extienden hacia abajo como los tentáculos de una medusa y luego se pierden en las oscuridades del cuarto. Arriba, coronándola, los dos cuernos se esfuerzan por contradecirse en torsiones marfilinas para luego juntar las afiladísimas puntas en un beso núbil. Pero si hay algo que distingue a esta máscara, son los ojos: dos ojos a borbotones que cruzan los orificios de calavera y penetran hipnotizantes en el alma de todo aquello que miran…

El cazador desenreda la cuerda que lo guía por los últimos pasillos del

laberinto: viejo truco griego que lo hace saber qué pisos pisaron ya sus

pasos…

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LA TORMENTA

Cae la tormenta: las paredes de la casona se desgajan hacia los charcos, se desmoronan en lodos mórbidos y burbujeantes que recuerdan olvidadas eras geológicas de trilobites morados y cielos color turquesa. Los dos laberintos se funden en una sola cosa, pegoste de alquitrán, pegoste de moléculas machacadas por el odio.

EL CAZADOR

Cuando gritan los primeros pelícanos, la isla es una bruma: el océano que la ciñe devora playas y malezas conforme avanza el amanecer. En la última playa, las máscaras pequeñas forman un círculo perfecto: pero están muertas, ya no brillan, ya los rostros que ocultaban se han desvanecido entre las arenas insaciables. En medio del círculo yace el cadáver del

cazador: nadie le cerró los ojos azorados que ahora brillan detrás de la enorme máscara solar de cuernos retorcidos y barbas desparramadas entre charcos de sangre negra. A lo lejos, en el horizonte, se aleja un barco tripulado por nadie: en uno de sus camarotes, alguien habla…

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Eran poco más de las cinco de una tarde de principios de octubre, y el sol ya se hundía tras las laderas todavía verdes de la colina de Petrin. Al frente fluía el río, oscuro, purpúreo, con unos cuantos botes que ya llevaban de regreso a los últimos turistas. Más allá se rendían a la tarde los tejados rojos y las cien agujas de la Ciudad Vieja. En el incendio del cielo, una parvada de cuervos volaba en círculos sobre el puente del Rey Carlos.

“¿Será él?”, se preguntó la muchacha. “¿Será posible?”

Si los días tenían algo de melancólico en el otoño de Praga, las tardes poseían una especie de encanto íntimo y tibio. Las lámparas se encendían desde las seis, a veces desde las cinco de la tarde, y detrás de las ventanas de los comercios su luz de aceite dorado se iba volviendo naranja con la oscuridad. La llovizna de octubre, mezclada

con una niebla brillante, algodonaba las sombras; como que hacía que se sintiera menos el paso del tiempo y, para cuando era ya noche cerrada, los cafés, las tabernas y las vinotékas, las tiendas de cristal de Bohemia y las galerías de marionetas parecían lámparas navideñas de cuyas puertas de cristal surgieran muñecas vivas.

Había visto al hombre desde lejos y su parecido con el escritor la asustó. Ella era una mujer joven, lectora fanática, turista literaria y había ido a Praga justo con la esperanza de encontrarse con alguno de los ilustres fantasmas que deambulaban las calles de esa ciudad. ¿Será posible?, volvió a preguntarse. Echó a andar detrás del hombre.

“Ojalá aguante por lo menos hasta Pesach...”, piensa en su cama de enfermo, en un arranque de esperanza. La Pascua se encuentra a muchos meses de distancia.

Los fantasmas no existen

Agustín Cadena

Para Luciano Pérez

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Lo alegraba tanto la proximidad de la Pascua... las vísperas llenas de alegría. Sobre todo de una alegría espiritual. Las muchachas salían a la calle con vestidos blancos; llevaban canastas llenas de flores... Ellas habían sido su motivo más grande para pensar en Dios. Siempre pensaba en Dios. Lo buscaba. Buscaba una explicación y una garantía para la fe. Él sí habría dado su vida por Dios, aunque a veces pareciera que dudaba, que ni se adhería por completo a la tradición de sus padres ni se decidía a abrazar el cristianismo, como Kierkegaard. Toda su vida, incluyendo su vida literaria, que fue la verdadera, la dedicó a buscar a Dios.

En la superficie del oscuro y helado Moldava, miles de luces danzaban suavemente, meciéndose, inalcanzables. De abajo del puente llegaban los graznidos de patos y cisnes que llegaban ya a dormir.

“¿Será posible?”, volvió a preguntarse. Era idéntico: la misma pulcritud maniática, la ropa limpia y bien planchada, elegida de acuerdo con esa discreta elegancia de los judíos burgueses; el andar inseguro, casi asustado: una madeja de nervios. No había podido verle bien la cara, pero había visto las cejas y la mirada.

Comenzaba la puesta de sol y amenazaba lluvia, y muchos de los artistas callejeros que ofrecían sus obras en el puente del Rey Carlos y sus alrededores habían recogido ya sus cosas.

“El puente más bello del mundo”, pensó la muchacha. Cuántas veces se había quedado parada contemplando las dos torres negras del lado de Malá Strana, la Ciudad Pequeña; el puente en sí, con sus estatuas de santos y sus adoquines de piedra ennegrecidos por los siglos; y en el otro extremo, envueltos místicamente en el velo de la niebla, la torre del lado de la Ciudad Vieja y el domo azul de la iglesia de San Francisco. Se quedaba mirando todo eso y se repetía que ése era el puente más bello del mundo. Pero la escritura de ese hombre era parte del milagro de Praga, que sin ella habría sido incompleto. Reunía en sí misma todos los claroscuros de esa ciudad: el diabolismo de las gárgolas de la catedral y la serena luz de las imágenes de Nuestra Señora de las Victorias. El terrible golem, que según las leyendas dormía en algún lugar del barrio judío, dormía también dentro de sus libros.

…el diabolismo de las gárgolas de la catedral…

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Cuando estaba bien, dedicaba las noches a escribir. Llegaba del trabajo diurno con esa alegría mínima que fue todo lo que pudo conocer; en la oficina observaba el reloj y se apresuraba a salir temprano, como un esposo impaciente por llegar a refugiarse en la cama de su mujer. Así llegaba él por las noches y se sentaba ante un montón de hojas en blanco, algunas sueltas, otras encuadernadas. Cuántas cosas soñaba en aquel entonces, y todo lo recordaba y lo escribía. Por un momento eso parecía bastar. No era necesario más, ni el don de la gracia ni la gracia que habría significado tener una compañera. Milena, Felice, Julia... Con Felice por lo menos fue sincero: le advirtió lo que sería para ella vivir con un hombre encadenado a una obra literaria. Pero esa obra era el informe que Dios le había encargado preparar; se lo exigiría terminado cuando lo llamara. No podía hacerla a un lado; en términos estrictos, no podía hacerla a un lado, aunque tuviera que renunciar a todas las bendiciones de la tierra.

¿Y si le hablaba? ¿Y si se acercaba a él y lo tocaba en un brazo o en un hombro, sólo para ver si se trataba o no de un fantasma? ¿No sucedería que su mano atravesara el

cuerpo de él sin sentir nada, como se atraviesa una figura formada por la niebla o el humo? Pero primero quería observarlo, participar de su vida aunque fuera unos minutos. ¿No estaría soñando?

Antes de llegar al puente, el hombre dejó la margen del río y tomó por una callejuela perpendicular, internándose en la Ciudad Vieja. No pasaban coches por ahí, sólo algunos transeúntes que buscaban una taberna. Las farolas emitían una luz ambarina que profundizaba las sombras y hacía ver como mojados los adoquines. De una de las ventanas altas salía una melancólica música de piano.

Dio vuelta en una esquina y siguió por una calle serpenteante para luego entrar por un zaguán.

La muchacha, que no lo perdía de vista, se encontró en un pasaje de comercios pequeños —galerías de marionetas y tiendas de armas medievales— que luego se dividió en dos y se fue volviendo un laberinto. Pero el hombre conocía bien los escondrijos de Praga. Salió a otra calle, tan angosta que debió pegarse a la pared cuando vio que venía un carruaje de paseos turísticos con dos caballos. “Děkuji”, le dijo el cochero, embozado en un capote negro: “gracias”. El sonido de los cascos y las ruedas sobre el adoquín se perdió al fondo de la calle.

Lo más terrible de las hemorragias es que no se anuncian. Sobrevienen de repente, incontenibles, al menor golpe de tos. Es necesario precipitarse en seguida sobre algún recipiente que alcance a contener toda esa sangre. Una sangre viva, intensamente roja, como la que brota de una herida de arma. Parece limpia, sin turbiedad alguna, sin veneno, sin malas intenciones. Pero junto con ella se va yendo la vida, el color de la piel, la sustancia de la carne, la luz de los ojos...

El hombre se detuvo en una večerka, una tienda de comestibles, y entró. La

…siguió por una calle

serpenteante para luego

entrar por un zaguán.

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muchacha lo esperó afuera, a prudente distancia, pensando que sólo había ido a comprar algo y saldría enseguida.

“Ojalá aguante hasta Pesach...” limpia con un pañuelo la sangre que le ha quedado en las comisuras de la boca después de toser. Luego se limpia las lágrimas, que no sabe si fueron causadas por el mismo acceso de tos o por la espantosa desesperanza en que a veces se siente hundido. Si pudiera llegar hasta Pesach... Volver a ver las calles cuando ha pasado el invierno, a las muchachas que se pasean con sus canastas llenas de flores... Siempre le gustó ver a las muchachas, observarlas, escuchar sus risas y sus conversaciones entrañable-mente fútiles. Ojalá nunca, nadie las tocara como mujeres. Que las dejaran así, ignorantes de que el mundo es sucio y caído y bajo.

Cerca de donde ella se quedó parada, aguardándolo, una anciana vendía svařák: vino caliente. El aroma que salía de su puesto —a naranja, a canela, a cominos— hacía que la niebla se sintiera menos fría.

Viendo que el hombre tardaba en salir, la muchacha

se acercó al puesto y compró un vaso de vino. Era un vaso de plástico desechable, y ella apenas podía sostenerlo de lo caliente que estaba. Pero le ayudó a quitarse el frío.

¿Y si el hombre ya no salía de ahí? Tal vez ese negocio fuera suyo, o tal vez hubiera ido a visitar a alguien: un amigo o un pariente que fuese el dueño de la tienda. ¿Cuánto tiempo sería necesario esperarlo? ¿Y si entraba ella también, con el pretexto de comprar algo?

Por la ventana se ve cómo los pájaros vuelven a cruzar el cielo tras la tormenta de nieve, ligeros. Parecen incluso más alegres que antes, como si ese aire nuevo tuviese el poder de renovarlos a ellos. Si tuvieran una noción de lo breve que será su vida en la tierra... pero no tanto como la de él. Ellos sí, probablemente, verán la primavera el año próximo.

Siente un deseo infantil, casi lúdico, de levantarse del lecho para abrir la ventana: dejar que ese aire frío y sano del exterior penetre en sus pulmones llenos de lumbre. Pero tiene miedo de que vuelvan los accesos de tos. O sobrevenga otra hemorragia. Esa luz, ese aire, el día limpio...

Finalmente, cuando ya se animaba a entrar a la tienda, lo vio salir. Él no la vio a ella, aunque se volvió en su dirección un instante. Y sí:

bajo el ala del sombrero, ella reconoció una vez más las cejas encontradas y negrísimas, la mirada febril, los labios delgados y tensos, los pómulos afilados...

El hombre reanudó su marcha. Cruzó la Plaza Vieja, tomó por la calle Tynska y se internó en un laberinto de pasajes torcidos, llenos de tabernas medievales y tiendas

Cerca de donde ella se quedó parada, aguardándolo, una

anciana vendía svařák: vino caliente.

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que ya estaban cerradas. Finalmente se detuvo ante un portal y sacó unas llaves que tintinearon en el silencio de la calle.

La muchacha echó a correr hacia él. Si lo dejaba entrar, tal vez jamás volvería a tener la oportunidad de hablarle. Y hablarle era lo que más había deseado en la vida: poder hacerle preguntas sobre sus libros, sobre sí mismo, simplemente escuchar su voz...

“Ojalá aguante hasta Pesach...” La noche está cayendo sobre su vivienda, pero no hay ninguna luz encendida en la habitación; la vela que tenía se acabó de consumir esta madrugada. Poco a poco la sombra va envolviendo los objetos. Tiene fiebre y los recuerdos de las fiestas judías se mezclan en su mente con los sueños o con imágenes que él cree que son recuerdos. Está temblando. Le parece que el ruido de sus huesos chocando entre sí es un anuncio de cómo será la muerte, cuando sobrevenga. Tuvo muchos conflictos con su identidad judía, quizá por ser demasiado crítico, o porque en el fondo la culpaba por no poder sentirse un verdadero escritor alemán. Pero disfrutaba tanto las fiestas de Pascua... Las muchachas judías, con sus canastas llenas de flores...

—Dobrý večer —le dijo: “Buenas noches”. Era una de las pocas expresiones que conocía en checo. Estaba tan nerviosa que no se le ocurrió hablarle en alemán. Ella había leído en alemán todos sus libros.

—Dobrý večer —le contestó el hombre. Su voz la desilusionó: era demasiado común. Una voz agradable, de joven que lleva una buena vida y está sano. Sin embargo, no perdió la esperanza.

—Entschuldigung —continuó en alemán—, ¿es usted...?

—No —la interrumpió el hombre, con una sonrisa—. Mi nombre es Jan Palach.

—Perdón —la muchacha se sintió ridícula.

—No se preocupe. No es usted la primera que me toma por un fantasma.

—Perdón —repitió ella, roja de vergüenza.

—Buenas noches —se despidió el hombre, aún sonriendo, y todavía la aleccionó como si fuera una niña, haciéndola sentir todavía peor:

—Los fantasmas no existen, señorita. Los que sí existen y sí dan miedo son los tanques soviéticos. Cuídese.

—Los fantasmas no existen, señorita. Los que sí existen y sí dan miedo son los tanques soviéticos. Cuídese.

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Confundida, ella echó a andar hacia la farola de la esquina y ahí sacó su mapa para ver cómo iba a regresar al hotel.

Pasó dos días más en Praga y no quiso pensar más en

aquella aventura. Sólo cuando ya iba en el avión de regreso a casa recordó que antes había visto el nombre de Jan Palach: era un estudiante de la universidad que se prendió fuego ahí mismo en el centro de la ciudad, en la Plaza

Wenceslao, en 1969, en protesta por la política represiva de la Unión Soviética. Hacía más de cuarenta años.

Sólo cuando ya iba en el avión de regreso a casa recordó que antes había visto el nombre de Jan Palach:

era un estudiante de la universidad que se prendió fuego ahí mismo en el centro de la ciudad, en la

Plaza Wenceslao, en 1969…

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Las brujas habitan en todos

los rumbos de la ciudad,

numerosas como los gatos, y

ocho madrugadas de cada

año hacen una gran fiesta en

su guarida de la plaza Río de

Janeiro. Son alegres y

venusinas, cambiantes como

la luna, dionisiacas, impúdicas.

Jamás malignas, aunque la

gente se haya empeñado en

presentarlas así. Cierto que

pueden atraer desgracias,

como el granizo o la fiebre,

pero es muy raro que alguien

las provoque a ese extremo.

En general, viven demasiado

ocupadas en las mismas

cosas que el resto de las

mujeres. Una bruja no debe

enamorarse porque pierde su

poder, pero con frecuencia se

permite caer en eso que el

vulgo llama “infatuación”.

Infatuada, es capaz de

secuestrar a su amado, de

enyerbarlo, de atarlo a su

voluntad según el rito que

prescribe coser los ojos de un

sapo con hilo rojo. Las brujas

pueden brotar en cualquier

sitio, de repente, sin que sea

posible olvidar la rojiza

fosforescencia de sus ojos.

Echan las cartas, quitan

salaciones, envían a los

muertos en contra de los vivos.

Pero también curan a los

niños y a veces depositan en

su mollera grandes secretos.

Encadenan a los amantes

infieles, propician que los

hombres y las mujeres se

encuentren en sueños,

acompañan a los borrachos

hasta la puerta de su casa. Sin

embargo, muy a menudo se

sienten solas. Entonces se

agencian un amante. Las

brujas maúllan como gatas

cuando hacen el amor. Y el

lunar que tienen todas cerca

del ombligo —la marca de su

oficio— se pone rojo como

una brasa con el aroma del

hombre. Sus amores suelen

durar poco. Cuando terminan,

toman su escoba y se

marchan. Tarde o temprano,

las brujas se marchan.

Siempre se marchan. Por eso

a veces las vemos solas,

pensativas, en alguna banca

soleada de la plaza Río de

Janeiro.

Las brujas Circe Moriel

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El sonido intermitente lo fue despertando de a poco, y tardó unos segundos en ubicar de dónde provenía. Observó fijamente el techo. Sí, el ruido surgía de allá arriba. En principio, le pareció que sonaba a agua que corre en torrente. ¿Habrían salido sus vecinos dejando alguna llave abierta? Miró el reloj: las 4 de la mañana.

En fin, aquél no era su problema. Volvió a hacerse un ovillo bajo las cobijas, apoyó la cabeza en la almohada y cerró los ojos.

Veinte minutos después, de nuevo el mismo sonido, pero esta vez era intermitente. Apoyó los codos sobre el colchón, arqueando a medias la espalda y prestó atención. En definitiva no podía tratarse de agua que corre.

En medio de la obscuridad era difícil distinguir de qué se trataba. Encendió la lámpara nocturna y volvió la mirada hacia el techo. Silencio. Esperó. No se escuchaba más que el ronroneo del refrigera-dor en la cocina.

Apagó la luz y se recostó. El sueño no acudió, pero el sonido sí lo hizo.

De plano se sentó en la cama y escuchó atentamente. Identificó el ruido como el de una docena de canicas que caen en cascada a un suelo de madera. Con una sonrisa entre triunfante y maliciosa, se levantó y fue corriendo a la cocina en busca de una escoba. Regresó a su cuarto, se trepó en la cama y golpeó el techo con el palo en varias

Canicas, canicas, canicas

Mariana Vega

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ocasiones. El ruido cesó de inmediato. Lanzó una exclamación satisfecha. Aún se quedó unos segundos en espera de que las canicas reanudaran su brincar. Nada.

Intrigado bajó de la cama, se acercó a la ventana y asomó la cabeza, tratando de ver hacia el departamento arriba de él. La luz estaba apagada y reinaba el silencio. Dejó la escoba en un rincón y salió hacia la cocina a servirse un vaso con agua. Apenas abrió la puerta del refrigerador, las canicas rodaron y rodaron en un viaje interminable. Azotó la puerta y alzó la cabeza. ¿Cómo podían girar durante tanto tiempo? Los departamentos tenían un pasillo de apenas 6 metros de largo.

Se lanzó a la recámara, tomó el palo de la escoba y golpeó el techo mientras vociferaba: “¡Silencio, chamacos del infierno! ¡Dejen dormir, carajos!” Pero el correr de las diminutas bolas de vidrio continuó sin interrupción. Arrojó la escoba y se dirigió como rayo hacia la puerta del departamento, salió al corredor y subió en zancadas las escaleras hasta el piso arriba del suyo. Cuando iba a moler a golpes la puerta del departamento de donde salía el ruido, vio atónito el letrero: “SE VENDE. INFORMES EN PORTERÍA”. Golpeó de todos

modos. La puerta cedió y se abrió lentamente. Incrédulo metió la cabeza primero y luego el resto del cuerpo. Ahí adentro no había ni gente ni muebles, ni mucho menos canicas vagando en el suelo. Recorrió todo el lugar mientras abría y cerraba puertas. No encontró nada.

Se dio la vuelta para volver a su departamento con una sensación de escalofríos que le bajaban desde el cerebro. De repente, a sus espaldas dio inicio un leve murmullo, primero fue una voz, luego otra, después varias que susurraban palabras incomprensibles. Eran voces de niños pequeños que se comunicaban en secreto. Al escucharlas, un hilo de sudor helado se le desprendió de la frente. El volumen de los susurros infantiles fue subiendo de tono y a éste se

unieron risas contenidas. Entonces, las canicas cayeron otra vez y rodaron por el suelo. Él cerró los ojos, intentando convencerse que se trataba de una pesadilla, que en cualquier momento despertaría en medio de su cama y bajo la seguridad de sus cobijas.

Pero cuando las diminutas esferas chocaron contra sus pies descalzos, descubrió que la consistencia de éstas no era vidriosa, sino más bien blanda. Y eran muchas, demasiadas, quizás. Temeroso abrió los ojos y bajó la mirada hacia sus pies. Rodaban y giraban por el suelo cientos, miles de ojos que sonaban al chocar entre ellos mientras corrían sobre el parquet. Despacio giró sobre sus talones para descubrir a un grupo de espectros infantiles que lo observaban desde la profundidad de sus

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cuencas oculares vacías, con los brazos extendidos hacia él y las bocas abiertas en una carcajada silente.

El alarido que se escapó de su garganta no le alcanzó para eliminar de su mente el terror que en ella se acumuló en segundos. Los diminutos fantasmas se cerraron en torno de él y un sinnúmero de manos se estiraron hasta apoderarse de su cara. Sus ojos blancos, redondos, asustados, cayeron al suelo hasta unirse al resto en su loca carrera.

Antes de dejar de respirar, su último pensamiento se remontó a aquella primera vez

que el ruido le despertó... Imaginó a otros muchos que, como él, escuchaban el correr de canicas en el techo en medio de la noche, sin atreverse a buscar su procedencia. Deseó haber permanecido bajo las sábanas... ahora era muy tarde. Los niños se sentaron en el suelo y continuaron, sin prestar atención al cuerpo inerte, su eterno torneo de canicas...

Rodaban y giraban por el suelo

cientos, miles de ojos que

sonaban al chocar entre ellos…

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Pandemonium es la capital de los diablos y de la nepenta, siendo ésta una droga mágica que trae paz y poesía a los corazones atormentados. Como los diablos son gente siempre en tensión, la ingesta de dicha pócima los aquieta y relaja. En la mencionada capital, ubicada en algún lugar del centro de la tierra, según los pareceres algo extravagantes de Dante Alighieri y Julio Verne, sus habitantes, todos con cuernos y pies de cabra, dignos descendientes del dios Pan (que no ha muerto, dígase lo que se diga), celebran el Halloween emborrachándose, además de con la nepenta, con la bebida otrora marxista por excelencia: el vodka, única mediante la cual es posible soportar el frío que se vive en el infierno.

Un cierto día, también de Halloween, el demonio Pazuzu, aburrido, quiso salir a la superficie y darse una vuelta por el mundo. Él fue en otro tiempo el dios sumerio-babilonio del viento, y se le conocía poco universalmente, hasta que su imagen fue tomada por Hollywood para la

evocación del Diablo en la exitosa película El Exorcista, de 1973, en el año siete de la era post-cristiana (que inició en la Walpurgisnacht de 1966 con la muerte del Altísimo). Recordemos cómo apareció él, frente a frente ante el padre-arqueólogo Merrin, en pleno desierto de Irak. Pazuzu,

Halloween en la Meche

Luciano Pérez

Pandemonium es la capital de los diablos y de la nepenta…

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cuando vio el filme, no quedó complacido. “¿Qué tengo yo que ver con curas?”, le comentaba a sus compañeros demoníacos. Éstos, divertidos, se burlaban de él. Pazuzu no les hizo mayor caso, pero le quedó en el fondo de sí mismo la herida por haber sido expuesto en esa película como la representación de Satanás. “Pero yo no soy Satanás, soy Pazuzu, e incluso soy más antiguo que él”, decía, sin que nadie le prestase atención.

Entonces, quiso salir al mundo en el 2013, año 47 de la era post-cristiana, en pleno día de Halloween. Desde el fondo de la tierra, fue a dar a un túnel donde pasaban los trenes del metro de Mexicópolis. Pazuzu ya conocía tales transportes. “En la Atlántida los había”, dijo, mientras caminaba hacia la estación. Era de madrugada y no había nadie aún. Las luces estaban apagadas. Serían las tres o las cuatro. Pazuzu salió a la estación vacía. No tuvo problemas en pasar por los torniquetes ni tampoco en atravesar la cortina de metal para salir a la calle. Los diablos tienen manera de abrirse camino por donde sea, excepto hacia el cielo, donde no han vuelto desde los días en que todos los habitantes de Pandemonium se levantaron en armas contra Dios y su

amado Hijo y fueron, al parecer, derrotados.

Así que Pazuzu fue saliendo de la estación del metro Merced en la antigua ciudad ex-azteca y ex-colonial de Mexicópolis. Las estrellas brillaban en el negro firmamento. Algunos autos pasaban. Algunas sombras también. Pazuzu esperaría el amanecer, para enterarse de cómo celebraban el Halloween

en este lugar, la Merced, mejor conocido como la Meche, uno de los barrios tradicionales de la capital mexicana por su intenso tráfico comercial. Pazuzu más o menos conocía la urbe. De hecho, fue invitado de honor en una exposición de brujas y brujería que hubo en el Museo de la Ciudad en el año 2004, 38 de la era post-cristiana. Ahí estuvo él,

expuesto en una vitrina, donde todos los escolares y curiosos pudieron verlo, en piedra, tal como salió en El Exorcista en manos del padre Merrin, y tenía una tarjeta al lado con este breve texto: “PAZUZU, dios del viento entre los babilonios, varios siglos antes de Cristo”. La tarjeta debió decir algo acerca de su aparición en la película, como información curiosa, pero no mencionó nada.

Pazuzu nunca pudo decidirse entre si poseer a Linda Blair o a Ellen Burstyn. “Las dos me atraían fuertemente, sobre todo la señora. Pero el director del filme, de acuerdo con la novela, quiso que me introdujera yo en la joven. La señora siempre me pareció como la más adecuada para ser poseída por mí, sólo que

“Pero yo no soy Satanás, soy Pazuzu, e incluso soy más antiguo que él”,

decía, sin que nadie le prestase atención.

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nunca hay manera de hacer razonables a los novelistas y menos a los directores de películas”, comentó para sí mismo el demonio babilónico.

Para aguardar la llegada del sol, Pazuzu se metió al patio de la iglesia de la Palma. Al entrar se acordó de una venerable leyenda ocurrida hace mucho tiempo en ese sitio. Fue ahí donde se reunieron Hernán Cortés, el Cid Campeador y Don Quijote para embriagarse y burlarse del Cristo de las Lágrimas que se venera en dicha iglesia. A los diablos les fascina esa historia, una de las más ilustres del barrio de la Meche. Todos los borrachos y léperos la conocen de memoria y procuran divulgarla, pues consideran a tales personajes como sus ancestros. Los académicos no hacen caso del relato, que les parece imposible (“las fechas no concuerdan” es el pretexto de

siempre para cubrir la incapacidad de quienes no quieren ver más allá de sí mismos), además de que lo consideran un delirio más de

gente venida a menos. Pero a Pazuzu siempre le pareció de gran interés, por ser una leyenda divertida y llena de encanto. “Esos tres españoles eran más diablos que yo mismo. Fueron una fuerza en su tiempo. Es una lástima que

no se les comprendiera”, pensó el demonio con melancolía. Y entonces llegó el sol. A diferencia de lo que muchos mal informados piensan, los seres infernales no le temen a la luz del día. Todo lo contrario, es cuando el sol brilla intensamente cuando mejor pueden actuar.

Pazuzu recibió el amanecer con alegría. Y la calle se fue llenando de gente. Los puestos con mercancía se iban colocando. Los tamales y el atole aparecieron prodigiosamente por todos lados. Y por supuesto, ya las mercenarias del amor iniciaban sus benéficas labores. Hacía un poco de frío, así que todavía no dejaban ver ellas gran cosa de su carne. Algunas, bromistas, salieron disfrazadas de brujas. “¡Para chuparles mejor!”, comentaban maliciosas, riéndose con

Y por supuesto, ya las mercenarias del amor iniciaban sus benéficas

labores.

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estruendo como suelen hacerlo. Así fue en los tiempos de Babilonia la Grande, y observó Pazuzu: “Este tipo de mujeres eran sagradas entonces. No se dejaban poseer por dinero, sino como ofrenda para la diosa del amor, Ishtar, a quien yo quise mucho. Y no había diferencias sociales. Todas las mujeres tenían alguna vez, o quizá dos veces, que prostituirse en el templo de la diosa, fuesen ricas o pobres, jóvenes o maduras, meseras o eruditas. En honor de Ishtar. Hubo quienes no quisieron dejar de hacerlo nunca, pero no recuerdo que cobrasen”. Así dijo el demonio, quien pasó afuera de algunos hoteles de paso ilustres en la Meche: el Gran Veracruz, el Liverpool, el Necaxa. “En Babilonia estos lugares serían santuarios”, comentó él, “y es una pena que todo esto se haya vuelto de cabeza, convertido en un lucro. Pero lo mismo sucedió con la Iglesia de ya saben quién”.

El aire comenzó a llenarse de música. Los mercaderes anunciaban la venta de productos para Halloween. Máscaras de monstruos, disfraces de vampiro, discos con aullidos y carcajadas diabólicas, sombreros de bruja, cuernos de Satanás, esqueletos del más allá, calabazas sangrientas, trajes

de la Llorona, Chucky, Freddy Krueger... Y el sonido que se oía por todos lados le pareció familiar a Pazuzu. Se trataba de la famosa melodía de la película El Exorcista, los órganos tubulares o algo así. “Me gustan los acordes. Y lo mejor es que, no obstante ser escalofriantes, noto que a la gente le parecen muy normales, nadie se asusta. Es la vuelta al paganismo, pues el Halloween es todo lo opuesto a Dios, definitivamente. Y todos aquí quieren disfrazarse, por lo que veo, y aparecer como brujas y diablos para esta noche y para el Día de Muertos, con la música de El Exorcista como fondo. Muy bien, me siento feliz”, decía Pazuzu con honda satisfacción.

Y fue entonces que unos tipos le salieron al paso, solicitándole dinero para “curarse la cruda”. Ellos eran del color de la tierra. Seguras víctimas también de la incomprensión, como nuevos Cortés, Cid Campeador y Don Quijote. Y si éstos fueron los “teporochos” de antes, los de hoy, sin embargo, no tienen la satisfacción de haber logrado alguna vez por lo menos alguna hazaña. Aunque quién sabe, quizá detrás del rostro moreno de estos alcohólicos están también las conquistas de Tenochtitlan, de Valencia y de Dulcinea del Toboso. Pazuzu sacó de su bolsillo unos jades que le regaló el conde von Drácula, y se los dio a los borrachos, los cuales no supieron qué hacer con

Los mercaderes anunciaban la venta de productos para Halloween.

Máscaras de monstruos, disfraces de vampiro…

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ellos. Drácula se los entregó a Pazuzu en una caja negra de terciopelo, unos días antes de que los soviéticos liberasen a Rumania en 1944 (año 22 antes de la era post-cristiana). “Prefiero que los tengas tú, a que me los roben los comunistas cuando lleguen a mi castillo a saquearlo todo”, le dijo el vampiro al demonio.

El diablo se alejó, para meterse al mercado de Sonora, donde los comerciantes de lo oculto le ofrecieron limpias, anti-hechizos y lociones para encontrar amor, trabajo y dinero. “De nada sirvió que la serpiente ofreciese sabiduría a Eva y Adán, si los descendientes de éstos la rechazan, pues sólo quieren amor, trabajo y dinero”, observó con ironía Pazuzu. “Todo en la vida es un gran malentendido. Nosotros los diablos siempre quisimos hacer sabios a hombres y mujeres, porque sólo los sabios tienen el valor de enfrentarse a Dios. Y sin embargo, lo único que la raza humana nos pide es amor, trabajo y dinero, no sabiduría. Mas, ¿qué se le va a hacer? Así continuará siendo, y nada puede cambiarse a ese respecto. A menos que alguna vez regresemos al cielo, ya sea por la buena o por la mala. Por la buena implicaría que Dios se dejase de cosas e hiciese valer el título de Satán

como el más bello heredero al trono del universo. Por la mala, una nueva guerra en el cielo contra los ángeles de Dios, que no sé si podamos ganar, pero existe quizá una posibilidad”, pensaba el demonio de Babilonia mientras caminaba de regreso a la estación del metro de donde había salido. Y al llegar ahí, no quisieron dejarlo entrar dos policías.

“Sin boleto no entra, señor, a menos que sea usted viejo, que no lo creemos”, le dijeron. Y Pazuzu con una gran sonrisa, les contestó: “Soy más viejo que Dios mismo, caballeros. Además, ya es la hora de beber mi dosis de

nepenta con vodka”, y le dio la vuelta al torniquete para entrar, ante el asombro de los policías, que no supieron a qué atenerse. Uno le dijo al otro: “No sé si él sea viejo, pero es por lo menos discapacitado”. Y el otro, azorado, le preguntó: “¿Por qué lo dices?” Y aquél respondió: “Porque le vi un pie de chivo. Nadie puede caminar así, ¿verdad?” Y el otro dijo: “Pues yo lo vi caminar perfectamente. Y nada de que era un viejo. No debimos dejarlo entrar sin pagar”. Cuando los policías se ponen a discutir entre ellos, sólo dicen tonterías y dejan escapar a los ladrones. Y a los demonios.

El diablo se alejó, para meterse al mercado de Sonora, donde los

comerciantes de lo oculto le ofrecieron limpias, anti-hechizos y lociones

para encontrar amor, trabajo y dinero.

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El plan era perfecto. Nada podía salir mal. Nada tenía que salir mal. Era a prueba de idiotas. Sin embargo, aquí estoy escribiendo esta carta a la luz de una lámpara sorda que titila amenazado con dejarme en la oscuridad, a merced de ellos.

El mejor disfraz del delincuente es el traje de policía. La placa en el pecho y las botas por encima del pantalón te dan el mismo poder e inmunidad que la sotana al cura. Pero la policía se ha convertido en un negocio pirámide donde se requiere de mucho esfuerzo y dinero para llegar a la cúspide. La seguridad privada es la mejor opción. Al menos eso creía cuando me contrataron para vigilar esta zona residencial.

Una semana me bastó para memorizar nombres, horarios y costumbres de los vecinos. Somos seres predecibles, rutinarios. Hasta el guardia de

seguridad promedio, que apenas sabe leer y escribir, puede organizar un golpe y salirse con la suya. Pero yo me lo tomé en serio. Este residencial era una minita de oro y no pensaba desaprovecharlo. Poco a poco me fui ganando la confianza y admiración del guardia que me acompañaba en el turno, un joven ingenuo que apenas rebasaba la mayoría de edad. Cuando le propuse el robo aceptó sin titubeos.

Al menos la mitad de las doscientas sesenta y seis casas de la zona residencial no contaba con alarma o perro guardián. Y de esa mitad, el ochenta por ciento era habitado por ancianos. Sí, sí. ¿Cuánto se puede obtener en esas casas? Te sorprenderías. No hay mejor paliativo para combatir los remordimientos que el dinero. Hijos, hermanos, nietos pagando para que el abuelo muera dignamente lejos de casa. Además, les

gusta conservar todo: fotografías, monedas, joyas.

La casa marcada con el número ciento veintiuno de la calle Homún, desde donde escribo, era el paraíso del delincuente. Se encuentra en un callejón donde el único vecino se marcha los fines de semana a su casa de campo. Es una estructura de dos plantas, escondida entre enormes sauces llorones que sólo permiten ver la única ventana del segundo piso. Está protegida (¡ja!) por una barda de escaso metro y medio de altura. Sin alarma ni mascotas. La habita una anciana, que se le podía ver todas las tardes frente a la ventana leyendo y meciéndose en una silla. A las ocho en punto de la noche apagaba la luz. Demasiado bueno para ser cierto. Ahora lo entiendo.

La mejor opción es, sin duda, asaltar casas vacías, pero había algo en esa anciana que

Casa robada

Miguel Antonio Lupián Soto

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me atraía como el abismo al suicida. Las manos trémulas cubiertas de anillos y pulseras, la prótesis de su pierna derecha, la respiración entrecortada, la mirada per-dida, la llave antigua colgando del cuello…, o simplemente me ganó la curiosidad. Cada viernes, antes del anochecer, una empresa de mensajería le dejaba tres maletas a la puerta. La anciana, que sólo salía de la casa esos días, arrastraba las maletas con el dolor surcando su rostro. Estaba decidido: el siguiente viernes entraríamos a la casa.

Cuando la empresa de mensajería salió del residencial, nos subimos a las cuatrimotos fingiendo dar un rondín. El jefe de turno apuntó la hora en la bitácora y continuó viendo una telenovela y comiendo una sopa instantánea en la caseta de vigilancia.

Esperamos, fumando en silencio, a que la luz de la ventana se apagara. Cuando lo hizo, cogimos los morrales y las lámparas sordas y brincamos la barda. La hierba del jardín nos cubría la cintura y la tierra estaba muy floja, casi fangosa. Primero a la derecha y luego a la izquierda, escuché movimiento entre la hierba. Ratas, pensé, y le hice señas al guardia para que se apresurara. Para nuestra sorpresa, la puerta no tenía

seguro. La abrí lentamente evitando que los goznes crujieran.

Fauces negras vomitando silencio.

Nos apresuramos a encender las lámparas. El clic retumbó en nuestras cabezas y se fue atenuando con el paso de los segundos, pero a la fecha lo sigo escuchando. La primera habitación, supuestamente la sala, estaba vacía. Cuatro paredes blancas absolutamente vacías. Caminamos hacia la otra habitación… Nada. El haz de luz de la lámpara del guardia se movía nervioso de un lado a otro. Puse mi mano sobre su hombro y le dije al oído que no se preocupara, que arriba estaría todo. Asintió y avanzó

con firmeza rumbo a la escalera. Me quedé atrás, examinando las paredes. Parecían moverse, como si respiraran. De pronto, se escuchó un golpe que cimbró la casa. El guardia se había caído. Su lámpara rodaba en el piso generando sombras imposibles. Cuando lo ayudé a levantarse nos dimos cuenta que sus manos estaban manchadas de rojo. El causante de su caída había sido un charco de sangre al pie de una puerta pegada a la escalera. Los ojos del guardia gritaban: ¡Vámonos! Asentí y corrimos rumbo a la salida, mas a los pocos pasos las paredes comenzaron a agrietarse. Una a una se desmoronaban levantando nubes de polvo dejando a la vista la verdadera piel de la

La primera habitación, supuestamente la sala, estaba vacía. Cuatro paredes blancas absolutamente vacías.

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casa: una capa verde purulenta que se extendía y contraía al ritmo de una canción que no escuchábamos, pero que nos hacía vibrar. Nos quedamos inmóviles, aturdidos por la imagen.

Pasos. El sonido de pasos en la escalera. Seguíamos acartonados, con los dedos aferrados a las lámparas. Era la anciana bajando lenta y acompasadamente. La próte-sis rechinando, la llave ra-diante. Por un instante me tranquilicé pensando que ella nos explicaría lo que estaba sucediendo, pero sólo se rió. Luego, se quitó la llave del cuello y abrió con ella la puerta junto a la escalera.

No he podido olvidar lo que pasó después. Las imágenes y sonidos se aparecen de repente, burlonas. Algunos pensarán que se trata del

producto del encierro o de la ingesta de alguna droga, y muchos, que simplemente estoy loco. Mi intención no es convencerlos, sino sacarme este veneno del organismo para no suicidarme, como lo escuché unos días atrás.

La puerta se abrió violentamente apenas la anciana giró la llave en la cerradura. Del interior emer-gieron tentáculos enormes buscando de dónde asirse. Cinco, seis, siete. No lo recuerdo. El olor era nauseabundo. Me tiré al piso cubriéndome la cabeza. El guardia seguía inmóvil, alumbrando los tentáculos que se contorsionaban a pocos metros de él. Grité su nombre. El guardia volteó. Esperaba encontrar su cara desencajada, pero sólo un par de lágrimas escurrían por sus mejillas. Un tentáculo se enredó en su cuello, otro en sus piernas. Fue arrastrado hacia la habitación. La anciana cerró la puerta y se colgó la llave en el cuello.

Tuve que haberme levan-tado y escapado, ya no había peligro. Sin embargo, me levanté colmado de una furia que nunca había sentido. Corrí hacia la anciana blandiendo mi cachiporra y la golpeé en la cabeza. La anciana cayó. La prótesis de su pierna derecha rodó por el piso. La anciana se movía torpemente intentando

levantarse sin conseguirlo. De su pierna incompleta surgió un apéndice crustáceo que le sir-vió de sostén para levantarse. Me acerqué y levanté la cachiporra para asestarle otro golpe, pero caí de rodillas. Las imágenes se fueron disol-viendo hasta ser sólo un punto negro.

Cuando abrí los ojos, me encontraba desnudo en el piso de una habitación. Junto a la puerta estaba la anciana con su sonrisa desquiciante, y el jefe de turno comiendo una sopa instantánea.

—Ya pedí que contrataran a otros dos —, dijo con la boca todavía llena de fideos. Cuando terminó, se limpió con el dorso de la mano.

—Mañana resano las paredes —, se inclinó y besó la herida en la cabeza de la anciana. Luego, del interior de su chamarra, cogió unas hojas, una pluma y una lámpara sorda que me aventó a la cara.

—Esto evitará que te suicides, raterillo.

No los he vuelto a ver.

Llevo dos semanas acom-pañado únicamente de ese agujero temible en medio de la habitación y de las maletas al otro lado. El agujero se encuentra cubierto de tierra firme, aunque sé que en cualquier momento se

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convertirá en fango y de él saldrán los tentáculos recla-mando su comida. Hay noches en que creo escuchar de su interior los gritos de auxilio del guardia…

Al principio no quise saber nada de las hojas y gasté toda mi energía buscando escapar. Después vino la deses-peración, el miedo. Logré vencerlos gracias al guardia. Repetí incesantemente su nombre verdadero (que me niego a escribir para que no deje de ser mío) hasta hacerlos desaparecer.

Caminé sobre el agujero y llegué a las maletas. Me esperaban sonrientes, deseo-sas de ser abiertas para gritar sus secretos. Corrí los cierres. Por fin resolvería el misterio. Por mi mente pasaron cientos de argumentos fantásticos. Las abrí con el corazón al borde del colapso.

Vacías. Completamente va-cías. Me quedé sentado largo rato en el piso tratando de resolver el enigma. Cuando lo comprendí, reí hasta que las risas se convirtieron en lágrimas. Era parte del plan. De su plan.

Golpeé las paredes con la cabeza hasta que la hemo-rragia me nubló la vista y el mareo me hizo vomitar. Dormí horas, días. No lo sé. Cuando la razón estaba por aban-donarme, recordé las palabras del jefe de turno.

Crucé el agujero de regreso y comencé a escribir esta carta. No sé si todo ocurrió como lo cuento, como tam-poco sé exactamente qué es eso que se escucha detrás de las paredes y que me observa desde las esquinas.

Me despido. La lámpara ha cerrado su único ojo y escu-cho el chapoteo de criaturas (que no me atrevo a imaginar) emergiendo del agujero.

El plan se cumplirá.

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Narrador: Y bajo el piso de madera de su casa, iba a parar todo lo que desechaba...

La vecina: Qué raro ¿de dónde habrá salido este gusano? (el animalito está bajo su zapato).

Narrador: Minutos más tarde, con el calor encima, cuando se encamina a lavar los platos de la comida…

Vecina (molesta y sorprendida): ¡¿Otro gusano…?! Si ya maté uno.

Narrador: Se dispone a matar al gusanito; pero cuando toma la escoba, se da cuenta de que en la base hay muchos más gusanos color beige. El sólo verlos, le hace sentir un estremecimiento en la parte lateral derecha de su cerebro y en la mitad izquierda de su cuerpo.

Vecina: ¡Ay, qué asco!... No puede ser…Yo no puedo tener estos animales en mi cocina… Quién sabe desde cuándo se estén metiendo.

Narrador: Acaba con todos; pero no vamos a culparla, así son las cosas en este mundo, los fuertes acaban con los débiles, los inteligentes superan casi siempre a los tontos. ¿Quién les manda a esos animalitos rondar cerca de los humanos?

Días después…

Vecina (llorando y matando gusanos, pone un papel encima y los pisa, así es como los mata cuando son pocos): Ya no aguanto a los malditos gusanos. Y se ven tan feos. Lo bueno es que no pasan de la cocina.

Esposo: Deja de quejarte, al menos tienes una casa en la

que se puedan meter los gusanos.

Vecina: Con eso quieres arreglar todo, como tú no eres el que mata a los gusanos. Ya estoy cansada de matarlos. (Se escucha cuando destripa a cinco o seis gusanos juntos)

Narrador: Al día siguiente, el esposo va muy temprano a la cocina. Muchos hilitos beige se pasean por el piso también beige, así que parece como si el piso se moviera, dando una sensación de repulsión y haciendo que se estremezca, primero, el lado derecho del cerebro, después, el lado izquierdo del cuerpo, el brazo y el torso.

Esposo: ¡Qué porquería es esto! No me queda más que barrer.

Narrador: Los gusanos siguieron invadiendo las casas.

Los gusanos de Pogo el payaso

Leticia Vázquez

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John con su trabajo, sus negocios, con su servicio social a hospitales y orfanatos, siendo popular, incursionando en el mundo empresarial, y en el de la política, con su complejo de obeso y con sus denuncias… y sus aficiones. Otro problema surgió, el olor, John no sabía cómo hacer que desapareciera, o al menos hacerlo tenue.

John: No aguanto este calor, y el olor... ¿Qué voy a hacer? Bueno, lo dejaré por un tiempo…a ver qué pasa. Mañana será otro día.

Narrador: Mañana será otro día…

John: Lo siento, no te pagaré tus horas extras, agradece que te pago tu salario…

Joven apuesto: Te denunciaré…gordo tacaño, marica.

John (controlando su enojo): Bueno, podemos ir a mi casa, ahí te pagaré. Recuerdo que ahí tengo dinero; aparte, quiero estar bien con mis empleados, especialmente con los jóvenes.

Narrador: En la sala de la casa de John…

Joven apuesto: ¿Qué te pasa? Yo vengo por mi dinero.

John: No finjas, si sé que te gusta…Mira, jugaremos un juego. Dame tus manos, sé que no podrás zafarte.

Joven apuesto (estirando los brazos para que John ponga las esposas): Está bien, pero sólo un ratito.

John: Claro, será sólo un ratito.

Narrador: No fue sólo un ratito. El tormento duró horas. El dolor duró horas. Y el hedor fue casi eterno. A las dos de la tarde en el umbral de la casa de John, antes de que éste saliera de su casa hacia un transformara en Pogo, con su traje rojo y azul, con sus motas en su traje, con su cara pintada de azul con esa sonrisa macabra, con su enorme vientre abultado, con ese aspecto burdo, vulgar y groseramente temible más que de amigo de los niños, un grupo de personas anuncian su espera.

Los gusanos siguieron invadiendo las casas.

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John (tan amable como siempre y algo agitado): Queridos vecinos, buenos días, ¿necesitan algo?

Vecina: Queremos que nos ayudes, necesitamos arreglar lo de los gusanos que invaden nuestras casas. Supongo que tú tienes el mismo problema.

John (nervioso): Claro que tengo el mismo problema; pero es sólo cuestión de tiempo. Aún así estoy en disposición de ayudarles en lo que pueda. Y los invito a mi boda. Mi segunda boda.

Vecina: Gracias por tu disposición, y felicidades, John.

Vecino: Lo que debemos solucionar es lo de los gusanos, están saliendo de un lugar. Debemos revisar nuestras casas y ser sinceros para ayudarnos.

Otra vecina: Yo ya revisé mi casa, no tengo animales de ningún tipo.

Otra vecina más: Yo igual. No tengo nada que ocultar. ¿Y usted, John?

Narrador: Se fue de Luna de Miel a Hawai. La esposa, con dos niñas, que por suerte no eran niños, de su anterior matrimonio, se hacía de la vista gorda ante las costumbres de su esposo. El segundo matrimonio de John no duró mucho tiempo. Duró más el hedor, parecía que

proviniera de un lugar lejano, misterioso…profundo. Mientras tanto, los gusanos siguieron invadiendo las casas…hasta el invierno. En casa, la bomba de agua de su sótano tenía desperfectos, la calefacción hacía que el hedor fuera insoportable. Había salido bien librado de ciertas denuncias, pero ¿y ahora? Los días pasaron y el invierno le hacía pasar momentos en verdad malos a John.

Tocan a su puerta. La policía.

John (solícito): Oficial, ¿puedo ayudarle en algo?

Agente: Sí, tiene una acusación por golpes y por intento de violación. Un muchacho lo denunció.

John: ¡Ah!, ese muchacho es un promiscuo. Sólo lo vi ocasionalmente. No sé más de él. Es más, mi único trato con él era estrictamente laboral. Si llego a saber algo lo haré saber.

Agente: Se lo agradeceríamos.

Otra vecina más: Yo igual. No tengo nada que ocultar. ¿Y usted,

John?

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Narrador: Por suerte hacía un frío fatal, y la calefacción de John no funcionaba, razón por la que la policía no detectó nada sospechoso. John se congelaba; pero gracias a eso, se salvó…Al menos por esa vez… Al día siguiente. Un joven ha desaparecido, es el hijo de los vecinos de John. Las sospechas apuntan de nuevo hacia John. Tocan a la puerta. La policía otra vez. Tardan en abrir.

John (apresurado, sudoroso, nervioso, abre la puerta. Palidece.) Bu… buenas noches.

Oficial: Una familia busca a su hijo, aseguran que estuvo con usted.

John: No he visto al muchacho.

Oficial : Bueno, echaremos sólo un vistazo.

Narrador: John se opone; el oficial logra dar tres pasos y ya en la sala, el olor le hace dudar. Camina. John deduce que el policía ha percibido el olor.

John: Es que el sótano está inundado y todo está mal allá abajo. Sólo es cuestión de que arregle la bomba.

Narrador: El nerviosismo lo delató, al decirles, “el sótano está inundado”, les dijo más que eso. Los oficiales se dirigieron al sótano conduci-dos por el hedor insoportable. Minutos más tarde, John Wayne Gacy, "El payaso Gacy", como lo bautizó la prensa y la opinión pública, con ese hallazgo, se daba a conocer como uno de los peores asesinos en serie. Encontraron cerca de treinta y tres cuerpos de hombres, de muchachos. Y así, el nombre de Pogo el payaso, de ser representante de labor social y entretenimiento a niños, pasaba a ser imagen de lo oscuro y macabro... Los gusanos no resistieron el frío. El verano próximo, las casas al menos se librarán de los gusanos.

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Teo-agonías

El espejo miró fijamente hacia afuera… el estremecimiento en su superficie hizo que, por un instante, sólo hubiera oscuridad en su interior. El parpadeo fue imperceptible, pero fatal: el azogue se deslizó hacia la cara opuesta del cristal, abriendo el sello que contenía a los dioses muertos.

Sin darnos cuenta, nos convertimos en imágenes, en débiles reflejos del ominoso mundo que escapó de su interior y que nos mantendrá en esta prisión eternamente.

Siembra

Descendió con la lluvia nocturna para sembrar sus recuerdos y salvarlos de la muerte. La amnesia le enturbiaba la mirada querien-do apoderarse de su nombre. Lo recibió la tierra con su incienso de fertilidad en celo que él dejó que penetrara por sus poros hasta animar el polvo de sus huesos.

Se deslizó entre las valvas de una cueva, húmeda y tibia, en cuyo interior descubrió un profundo cuenco de agua transparente; se acercó a su orilla para mirarse en él, anhelando conocer su propia imagen, pero al no encontrar su reflejo, sollozó.

Inició la ceremonia.

Untó los leños con su sangre para preparar la hoguera.

Pronunciando palabras sa-gradas dejó escapar hacia el fuego sus últimos recuerdos… cantó todos sus nombres mientras se desollaba…

Luego extendió su piel sobre el suelo y, quemando las huellas de sus manos, colocó la pira en el centro, envol-viéndola en silencio. Una vez dispuesto el atado, lo arrojó al fondo del cuenco.

Asomado al espejo líquido esperó a que dieran comienzo los días…

Se originó el tiempo.

Dos minificciones Macarena Huicochea

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Alguien, detrás de la membrana acuática, se agitaba amedrentado.

Balbuceando con angustia nombres de dioses, lo llamaba suplicando que mostrara su rostro.

Él sonreía complacido… desde su cadáver ciego.

¿Que compraste qué? ¿Tú? ¿Y dónde? Mmm, qué raro, Ya mero vas tú a hacerte de una cosa así. ¿O qué: ya te dio por checar cómo te ves antes de salir? Eso y más le dijeron sus cuates el lunes en el bar, al querer platicarles de su visita a una venta de esas de domingo. No creyó que le dieran tanta importancia al asunto; luego involuntaria-mente les dio más cuerda al citar, como de paso, a Osbelia. Ahora dirigían sus baterías a otro punto sensible: Ah, más bien te mandaron a comprarlo… espejito espejito, dime quién es la más bonita… Eso fue, ¿verdad? No te hagas güey. Confiésalo: di que ya eres todo un mandilón. Y otra vez aguantar la andanada de carcajadas, el pitorreo, tanto chiste a su costa; al final lo palmeaban en la espalda: Sabe que se le quiere mi Jimmy, se le quiere.

Era el único soltero del grupo, se conocían desde la universidad tecnológica. Que él se mantuviera soltero se le

toleraba en virtud de ser cuate, aguantador, discreto; a veces le prestaba su departamento a Félix o al Manotas, que así se ahorraban lo del hotel –así no se balconearían tanto. Si oficina y familia lo permitían,

las más de las veces se juntaban en La Cueva del Pargo, y en casa de Félix una que otra vez. Eran administrativos decentes, vida ordenada, sin sobresaltos, trabajar, acumular lo más posible.

Cháchara de bazar

Rodrigo de la Serna

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Ya a solas él reconocía: por ella accedía a cosas extrañas, como apostarle a perros tras una liebre de metal o comprar cosas usadas, pero esa loca mujer valía la pena. No pudo negarse en el coche, ambos batallando por meterlo sin rasgar las vestiduras, cuando ella aseveró divertida: ¿Quién dijo que era para mí?... pero bebé, si es para tu casa, a mí no me hace ninguna falta, y a ti sí. Beso. Sin mucho esfuerzo lo convenció, le enumeraba las ventajas: Acuérdate qué barato te salió, y lo rápido que el gordo barbón ese aceptó tu oferta: “Te doy 300, no traigo más”. Pero si fuiste tú la que habló –dijo él a medias. Y ella entró en la risa repentina que iluminaba el mundo de ese hombre solo, y claro que a Jaime le fascinaba aun si le decía: Ja ja, nada qué, fíjate bien en el marco, la clase del cristal, n’ombre… esto lo menos anda en tres mil en Liverpool, echa cuentas de cuánto nos ahorramos, además: te hace falta, bebé, no digas que no, oye: no hay nada para que una se vea. ¿O no quieres que me vea bonita?

Ese argumento es histórico, asunto de otro tiempo. La noche de ese domingo lo subieron a su casa, instalaron sus cuatro patas donde ella consideró conveniente; el sitio elegido fue justo tapando el librero. Él quiso decir algo

pero ya era tarde para todo. Ahora ella se adueñaba de tiempo y espacio al mirarse y mirarse desde distintos ángulos, y eso a él también le fascinaba: poder verla sin disi-mular, mirarla sin ocultar el deseo, recorrerla sin encubrir el gusto por verla desnuda. Así comenzó a verle otras posibilidades al regalito: una Osbelia se le desvestía de frente y también disfrutaba de la otra, la de duras nalgas y el delicado resto de curvas reflejadas en el espejo. Se dijo

con cierta holgura: Pues sí valió la pena traerse la cháchara esta… Esa noche de enero se soltó mucho frío; a la primera que se lo pidió ella accedió a quedarse, le dio un beso y dijo: Sí, bebé, me quedo contigo. Sorprendido y a la vez satisfecho, dudó al principio pero ella le aseguró que no bromeaba ni mentía. Otro beso. Tuvieron actividades maravillosas y horas después durmieron el sueño de los justos.

…disfrutaba de la otra, la de duras

nalgas y el delicado resto de curvas

reflejadas en el espejo.

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Una corriente rasposa lo obligó a levantarse. Fue a orinar, al salir del baño vio abierta la ventana de la estancia, fue a cerrarla y al pasar por el espejo sintió un rozón, un soplo, un escalofrío errante, filoso. Como se percibió de reojo, como era de madrugada, como estaba medio dormido aún, tomó el sobresalto como algo incomprensible, simplemente no estaba acostumbrado a tener una doble realidad de ese tamaño en casa. Cerró la ventana. De regreso, al pasar por el espejo no sucedió nada; respiró hondo ante sí mismo. “Qué extraño un espejo tan grande”. Le dio frío y corriendo se fue a meter a la camita, donde la fortuna se llamaba Osbelia y estaba en su cama de cuarentón solo. Durmió a pierna suelta. Las siguientes noches, ya sin ella en el lecho, ya no durmió igual, sin saber qué sucedía todo comenzó a ser distinto. Atribuyó visiones y sueños a la ausente mujer que se metió tan dentro de su vida, y tan rápidamente; ya no podía estar sin ella. La madrugada del miércoles puso en su facebook: “estas horas adictas a murmullos y raros personajes lo comprueban”.

Ese día, a la hora del cafecito el Manotas lo abordó con descaro: Oye mi Jimmy, hazme un paro, socio, préstame tu casa hoy, mano, fíjate que la de compras, la

nueva güey, la Lily, es bien chida, ¡y ya me dijo que órale, va!, pero que tiene que ser bien discreta la cosa, mi Jimmy, y pus tu leonera está que ni mandada a hacer, ya ves que yo… la gorda y los niños pues… ¿cómo la ves?, ¡oh!, ¿ya ves, no te digo, mi Jimmy?, ¿te me vas a poner rejego?… ¿pos qué no para eso son los amigos? Y él se sostuvo: No. A la hora de la comida entre todos lo convencieron con otro argu-mento histórico: echándole la culpa. Que su cuate no anotara un gol: culpable, de no jalar parejo: culpable, culpable. Y dijo que sí con una condición: que le dejaran llegar a su casa antes de medianoche. El Manotas le juró con toda propiedad: ¡Hermano, si quieres llega once y media!, a esa hora aquella ya se habrá cansado de pedir esquina. Y pasó lo de siempre, le creyó, aunque ya sabía que al final tendría que tumbar la puerta de su casa a golpes, hasta que le abrieran y acabara acostado en el sofá de la sala.

Otro día perdido; no tanto por prestar la casa desde las seis, era estar otra vez sin Osbelia; cada hora se prendaba más, más, ahora le urgía estar con ella. Comenzó a llover antes de la hora de salir; el aguacero iba y venía, matizaba su intensidad, duró bastante. Raro en enero. Sin

idea clara de qué hacer se dirigió a la plaza, vio aparadores, zapatos, casas a escala, ofertas y ofertas, y sin mojarse; recaló en el cine. A los veinte minutos ya miraba su reloj, aquello era un churro por más súper producción que tuviera; se la chutó a sabiendas que no tener nada qué hacer. Iban a dar las nueve cuando acabó la película. Otra vez a recorrer la plaza, pensó en revisar su muro, en cenar, ¿pero qué, dónde? ¿Tengo hambre? Y como ya nada quedaba por hacer se puso a ver libros en exhibición. Minutos más tarde sonó su celular; era el Manotas, se le hizo raro (nomás falta que me salgan con que se van a quedar una semana); y contestó. La voz al otro lado no era su compañero, era una mujer (¿cómo dijo el Manotas que se llamaba, cómo?), que le pedía ir a su casa de inmediato. Y lo repetía insólitamente: Veeen, Ayúuuudanos… Ráaaapi… doooo.

¿Qué pasó, dime qué pasó, dónde está Leopoldo? –dijo Jaime con ansiedad. Le crecía porque la mujer no hablaba con fluidez, parecía que respirar la ponía en aprietos. Tras insistir y no obtener otra respuesta, ya alarmado colgó, fue por el auto y salió de la plaza con rapidez; se sentía extrañado, iba molesto, titubeante, decidido. En su

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mente latía el temor de siempre: Me van a jugar otra vez una bromita, de esas gachas. Por esa sospecha no les marcó a los demás. Sin embargo, otra intensa sensación lo recorría de arriba abajo, indefinible efecto sin presencia y palpable en tantas formas como miedo. Y es un poco diferente si en la espalda se te posa un vengativo escalofrío errante. Y la lluvia se espesa, y por supuesto que no se entiende nada, mejor se va despacito, y llega a su casa y entiende menos. La parafernalia es grande: ambulancia, patrullas, luces encarnizadas, paraguas de mal agüero, los reporteros de la fuente, la multitud salida de quién sabe dónde, ansiosa de que le toque algo de sangre o vísceras. Se acerca con incertidumbre; se había imaginado un incendio, un ataque terrorista contra la vecina, pero no; al acercarse al cerco policíaco distingue que del edificio sale una camilla, y a quien llevan es al Manotas. Su estado deja pálido a Jaime, nunca lo había visto así, de hecho nunca había visto a alguien así, tan perdido en el miedo, le faltaban mechones en el pelo, como que se los habían arrancado a mano limpia mientras lo ahorcaban. Se acerca más. Cuando su amigo lo ve, entra a una zona más honda tras los gritos que pega

un aterrorizado amarrado en camilla: ¡Mira lo que me hicieron, carnal, querían matarnos, rompe el maldito vidrio, están en tu casa, mira cómo me dejaron Jimmy, mátalos, mátalos! Tuvieron que volver a sedarlo para trasladarlo al hospital. Alrededor de la escena, uno con ojo experto en la muerte y que observaba todo por ahí, notó ese intercambio de miradas entre los gritos de advertencia; cuando se llevaron al enloquecido el tira fue a interrogarlo. Él respondió a todo con claridad y calma; no mentía cuando decía que estaba igual que ellos: sin saber nada. ¿O ya saben algo?, oiga, y por cierto: ¿dónde está la mujer que me habló? Ya se la llevaron, iba en shock aunque no histérica como su cuate –dijo el tira. ¿Pero qué pasó?, pidió Jaime. El policía le contestó con más preguntas.

Tras declarar y firmar lo correspondiente en la agencia del ministerio público, volvió a su casa. Al meter la llave en la puerta pensó en Leopoldo: ¿a quién había que matar? A partir de que abrió, otras interrogantes comenzaron a aparecérsele sólo de mirar el departamento; un desbarajus-te, todo fuera de lugar a excepción del espejo. No era un desastre aunque había huellas de cierta violencia en la mesa volteada, sillas… como azotadas; rara esa sangre en el baño, en la cocina, la habitación, mientras las preguntas le crecían: ¿qué hicieron estos locos? ¿Qué es esto? ¿Qué pasó aquí? Esta última se la hizo justo al pasar por el espejo y se le subieron muchas respuestas al mismo tiempo, en la nuca, en las nalgas, en cada orificio. Sigues tú idiota… ¡Mira cómo me dejaron carnal!... ¿No quieres que me vea bonita?...

…esa sangre en el baño, en la cocina, la habitación…

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Te vamos a sacar los ojos, desgraciado. Esto último lo sobresaltó más que todo, lo oyó en voz del policía que le tomó sus datos en el MP. En el espejo sólo se veía su propia imagen.

Y Osbelia sin contestarle. Un malestar múltiple lo puso en blanco, nervioso, hastiado de responder el teléfono y volver a contar todo a los demás; optó por ponerse a recoger el tiradero. Era poco más de la una y Jaime sentía que llevaba horas así: alzando esto, dándole la vuelta a aquello, intentando borrar un caminito de sangre en la alfombra. Un grito a su espalda lo paralizó: ¡Nunca me han gustado los mandilones! Volteó asustado y vio a Félix, desnudo y con un machete a punto de darle en la cabeza, como a un coco. Gritó como poseído, instintivamente alzó los brazos para cubrirse el rostro. Y no sintió nada, silencio, se descubrió y vio que estaba más solo que nunca. Casi se calmó y ese estado de gracia duró poco; sacaba una cerve-za del refri y al cerrarlo, tras la puerta se le apareció la secretaria del director, desnuda, tambaleante, con un picahielos encajado en un hombro; y la vio como de setenta y tantos años, era ella, lo sabía, pero no le reconocía la voz: Veeen, Ayúuuudanos… Ráaaapi… doooo.

La botella estalló al tocar el piso. La soltó con el susto, su cara dominada por el pavor. El ruido y una gruesa astilla que se le enterró en el dedo gordo, le hicieron voltear a verse el pie derecho, sangraba, pero el miedo lo hizo voltear a ver a la decrépita, que ya no estaba. Titubeante entre salirse o resolver la incomprensible situación, supo cómo choca la aprensión con los intentos por tener calma, por ejemplo con los ojos que lo miraban desde la pared de su recámara. Tomaba un trofeo ganado en el bar y se disponía a lanzárselo, cuando sonó el timbre. Corrió al interfono, era ella. Y de nuevo tan rápido se transformaba el mundo, del miedo al gusto, de la angustia a la paz. Ella… era ella la que le daba sentido a vivir, más aun en momentos como ese.

Había tenido mucho trabajo, por eso no se había puesto en contacto –y él se acordó que no sabía qué hacía ella, dónde trabajaba. Pero como estaba feliz de verla, mejor la puso al tanto de los hechos. Osbelia lo miró feo cuando supo qué hacía esa pareja en su casa, y por qué no se iban a un hotel como hace la gente decente para coger. Lo escuchó atentamente cuando él se explayó en el estado de su amigo, ahí amarrado como loco a una camilla y pegando gritos advirtiéndole de ase-sinos en su casa. Ella cortó la nota roja con un comentario ad hoc: Qué asesinos ni qué ocho cuartos, más bien aquí esos dos se dieron un round de cariño, ay bebé… apa amiguitos que te cargas, ándale, mejor vamos recogiendo este batidillo. Beso.

…desnuda, repegándose al espejo, lamiéndolo,

arañándolo como hacía en su espalda..

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Se quedó con él y no se habló más de lo sucedido. Cuando llegó el momento, Jaime se quedó profun-damente dormido. Más tarde, otra vez un chiflón le recorrió la espalda; despertado a medias percibió que ella no estaba a su lado, raro; y otra vez ganas de orinar lo levantan. Desde la puerta de la habitación ve a Osbelia desnuda, repegándose al espejo, lamiéndolo, arañán-dolo como hacía en su espal-da. ¿Cuánto tiempo la ve? No sabe, porque aun cuando le disgusta, le fascina. Suena de pronto su celular en el buró, voltea, no le importa, mira al corredor y no hay nadie más que el espejo. Y algo de otro mundo siente cuando desde la cama ella le pregunta: ¿No vas a contestar, bebé? No sabe qué hacer, qué pensar. Osbelia tiene la misma mirada de siempre y él cavila: “¿pero cómo es posible que esté en la cama si apenas estaba ante el espejo?” Contesta la llamada, es Félix, dice que el Manotas entró en coma, al igual que su amiga, que los alcance en la clínica. Aquel quiere hablar más, Jaime no, quiere orinar, siente frío, mira a Osbelia acurrucada entre las sábanas, se acuerda de cómo se veía en el corredor con esa luz sólo posible en el alba.

Ya en la oficina, se extrañaron de verlo tan indiferente ante el estado del

compañero. Él adujo que iría a verlo pronto. ¿Pero cuándo?, le exigieron. Pronto, ahora discúlpenme, dijo él y se concentró en su computadora. Llevaba horas con su mente circulada por innumerables elementos a la vez: ella diciéndole bebé, ¡rompe el maldito vidrio ese!, su amigo en coma, aquellos ojos movibles en el muro de la sala, el caminillo de sangre hasta los pies del espejo. Llegó a su casa decidido a poner orden, se programó: faltan veinte para las siete, de aquí a las nueve todo quedará como nuevo, voy a sorprenderla, cuando llegue ya hasta habré puesto la mesa y con el vino que le gusta. Osbelia no llegó ni se puso en contacto. A las diez y media Jaime empezó a emborracharse; puso a Juanes y hacia medianoche ya le mentaba la madre a su vieja; a los ojos que lo seguían desde el muro les aventó una botella de vodka pero el impulso para lanzarla hizo que Jaime cayera. Y entre vueltas y vueltas distinguió al Manotas con bata de loco diciéndole: Qué ojete eres, ni me has ido a ver, ahora por eso mejor ni te digo qué van a hacerte estos culeros. ¿Quiénes, de qué hablas?, ¡iba a ir a verte mañana, mano!, dijo él tan ebrio.

Dando esos giros solamente posibles sin moverse y con la mente arrebatada, él dejó de

querer entender todo lo que aparecía ante sus ojos y sentidos. Minutos más tarde, siglos después, le subió un vómito incontrolable, al sorprenderlo acostado boca arriba lo hizo sentir un ahogo desquiciante, le costó mucho esfuerzo acodarse y ponerse de lado; nunca había sufrido tanto con una vomitada. Al terminar quedó jadeante, y todo seguía igual: muebles en el techo, los ojos mirándolo, ese incierto frío todo el tiempo y cientos de voces entrecru-zadas pero destacándose dos, una pidiéndole a gritos: ¡rómpelo! La otra amorosa-mente le susurraba: Tu amigo está loco, no le hagas caso. Y esa voz lo fascinaba. Dime que me quieres, dímelo otra vez –pidió él a su imaginación. Y ella concedió: Te quiero, bebé. ¿Cuál problema hay en decirlo? Ahora dime por qué estabas anoche repegándotele al espejo, soltó de pronto Jaime desde otra zona aparte de la ebriedad. Y por vez primera vio en ella otro rostro, una carita ahora distorsionada por el enojo, coraje por haber sido tomada por sorpresa. Tú ya estás tan loco como tu amigo, respondió ella mirán-dolo con desconfianza.

Por más que intentó ya no pudo verla igual. Esa Osbelia seguía linda aunque poco a poco dejaba de serlo, plumas de ángel empezó a verle en la frente y el cuello, esos ojos

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eran como los del muro: saltones, como de pollo, volteó a mirarlos, sí: idénticos, plumas entre las pestañas, y el aullido intempestivo del Manotas cayéndole como baldes de agua helada: ¡rómpelo, rómpelo, rómpelo, rómpelo! La voz de ella dejó de ser aterciopelada, ahora era agudísima, estridente: ¡A ti te vamos a romper la madre, idiota! A pesar del miedo se levantó, fue directo al clóset, sacó el bat de su juventud beisbolera, las voces, miradas, chiflones y vómitos le escupían, le lanzaban zapatos, vasos, seguían insultándolo en su camino. Tomó vuelo tres metros antes de llegar al espe-

jo, el bat dio en el centro del cristal, se oyeron (¿oyó?) ciertos aullidos dolorosos y Jaime no se detuvo, siguió a batazos con todo pedazo de vidrio, luego con el marco, las patas, le dio hasta dejarlo como un montón de escombro. Al fin sintió que dejaba de tener frío en la espalda, aunque oyó quejarse a la vecina y al de abajo ya no se oían voces a cientos, las cosas que flotaban ahora yacían en el piso. Se sintió libre. Fue tranquilizándose. Se bañó. Fue por una cerveza, abrió y cerró la puerta, no se le apareció ninguna vieja terrorífica. Gratificado, se arrellanó en el sofá, bebió como los justos, pensaba qué

iba a hacer con Osbelia luego de verla como la vio. Y en ese momento por detrás le pusieron un mecate al cuello y comenzaron a ahorcarlo a placer. Las voces que oía eran las del Manotas, emitiendo los mismos estertores que él, mientras Osbelia y amigos entraban en su casa, volvían a insultarlo y se le iba la luz.

Playa Sur 13 – 21 julio 2013

Y en ese momento por detrás le pusieron un mecate al cuello y comenzaron a ahorcarlo a placer.

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Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño.

Edgar Allan Poe

- I -

Señor Nadie, uno de los nombres favoritos de Satán para presentarse a los niños por su invisibilidad, soplaba preguntas en mis oídos, nunca ha mantenido una misma voz. Cada que le preguntaba quién era, él respondía con una voz desesperada: “Soy Señor Nadie y niños como tú están a mi merced”. Me retaba en las noches para descifrar el origen de toda existencia. Se divertía cuando mi pensamiento infantil daba explicaciones cíclicas al llegar a la pregunta “¿Quién creó a Dios?” Hasta ese punto yo no podía imaginar más. La única respuesta que le daba era que Dios había surgido de las nubes y él se reía. Señor Nadie era muy molesto cuando se aburría, prendía la televisión y pasaba los

canales de forma rápida, encendía la radio y giraba la perilla que sintonizaba las estaciones a tal velocidad para generar un ruido inentendible. Era tanta su alegría de verme aterrado que me abofeteaba y me preguntaba: “¿Todavía quieres saber quién es Señor Nadie?”.

Mis padres preocupados por mis terrores nocturnos visitaron especialistas clínicos y psicológicos. La mayoría indicaba que todo estaba bien; sólo un psicólogo mencionó que yo padecía del ya famoso: Llanto oscuro del niño. La única solución posible era ir a una iglesia y presentarme ante el Todopoderoso para que se apiadara de mi alma porque está condición de llanto oscuro es producto de un alma que el Diablo quiere para su diversión.

Mi madre, devota del catolicismo desde su adolescencia, apretaba con fuerza la mano de mi padre, quien tenía una mirada

incrédula ante lo dicho por un hombre de ciencia. Él era una persona tibia ante lo que no se podía explicar, no negaba a los espíritus que rondaban la tierra pero sí la existencia de Dios. Sin dudarlo, con el amor que toda pareja novel siente por su primogénito, fueron a una iglesia y se convirtieron al credo. Esa noche pude dormir sin derramar lágrimas. El Señor Nadie posaba su mirada en mi cuerpo, lo hacía desde el marco de mi puerta. Esperaba paciente la hora en que él y yo volviéramos a jugar.

En mis visitas a la iglesia me enteré que podía hablar con Dios, pero Él no responde con palabras, a menos que sea necesario. Al cumplir ocho años, le pedí que alejara a Señor Nadie de mi vida. Él escucho mi plegaria y lo hizo. No obstante también borró mi memoria, permitió que yo cayera de las escaleras, tuve una conmoción cerebral quedé en coma por tres días. En la oscuridad del coma escuché

Señor Nadie Timo Viejo

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una voz irreconocible: “¡Caerás!” decía con sorna.

-II-

Veinte años después dejé la ciudad donde nací y crecí para vivir en la capital. Raymundo, un desconocido para mí, compartía su departamento de cuatro recámaras en el sur de la ciudad. Él solo ocupaba una pieza, así que me pareció una ganga poder ocupar tres habitaciones al precio de una. Raymundo era una persona callada y con cierta reserva al hablar con las personas, pero su charla era efectiva para atraer mujeres. El día que lo deseaba regresaba acompañado por una mujer

distinta. Ante este derroche de galanura decidí pedirle consejos para poder aplicarlos.

— Mi abuelo me enseñó todo lo que sé. Un día que nos visite, si tienes suerte, lo conocerás —, me respondió forzado por mi insistencia.

Raymundo pasaba horas encerrado en el baño con la luz apagada, fumando. Teníamos casi la misma edad y con la cantidad de mujeres que tenía me parecía estúpido que dedicara todo ese tiempo a masturbarse. Raymundo era maestro de lenguas en un instituto particular, así que no era raro escucharlo hablar en otros idiomas mientras fumaba. Las noches anteriores a días feriados solía conversar solo

en el baño. Me empecé a interesar por este hábito, cada que él se encerraba yo me sentaba frente a la puerta del baño para poder escucharlo.

Comencé a espiarlo de forma continua tomando nota de los días para hacerlo y en ocasiones trataba de descifrar en qué idioma cuchicheaba. Por lo general pasaba la noche encerrado los martes y jueves. Una noche de viernes previa al festejo del cinco de mayo, él abrió la puerta y me vio sentado atento a lo que hacía. Raymundo no estaba solo, un anciano alto platicaba a sus espaldas mirando su rostro en el espejo.

— Te le haces conocido —, me dijo Raymundo sin sorprenderse. No sabía qué responder, no había visto a ese hombre entrar al departamento.

— Dice — musitó mientras regresaba su rostro hacia el espejo para poder mirar cara a cara a la persona que estaba ahí — que también puedes percibirlos, pero que se te olvidó cómo.

— Mañana te traes una cajetilla completa. El jefe te quiere saludar, Julio —, dijo el anciano sin inmutarse. En ese instante no pude conectar palabra. ¿Por qué se sabía mi nombre? ¡Claro! Raymundo se lo había mencionado. El anciano dejó de mirar al

La única solución posible era ir a una iglesia y presentarme ante el

Todopoderoso para que se apiadara de mi alma…

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espejo para verme a mí. Su rostro no tenía emociones, era pálido. Sus ojos mostraban un abismo coronado por unas pupilas ocres. Su piel era arrugada y gruesa, sostenía un cigarro apretándolo con unos labios secos y delgados. Sus dientes estaban podridos, y el humo salía por su cuenca nasal. Sentí un vértigo que me arrastraba hacia el suelo, al caer vi que no tenía pies sino patas con tres dedos con garras, dejé de respirar. Todo se tornó oscuro.

-III-

Raymundo era médium. Él también era un alma en disputa, pero a diferencia de mí, él le agradaba a Satán, por eso le enseñó a dominar sobre los espíritus de las personas vivas o muertas.

— Te chingaba de niño porque le cagabas —decía mientras me acercaba un whisky a mi boca—. Quería saber cuánto ibas a soportar antes de irte con Diosito, pero

saliste bien puto. Si hubieras aguantado sabrías muchas cosas que desconoce la gente.

— ¿Quién era ese tipo, un fantasma? — pregunté sin comprender nada de lo que había pasado. —No importa, creo que me iré en unos días—, le dije rechazando el whisky.

Corrí hacia mi habitación y empecé a notar la presencia de entes invisibles. Uno esta-ba en el armario, otro detrás

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de la puerta y un último tenía un mirar intermitente como el de un celador cuidando a un recluso mientras vigila que no venga nadie más.

— ¿Y qué es todo esto?—, le pregunté a Raymundo.

— Nada— contestó —. Te lavaron el cerebro. Si no te cuidas te va a ir peor; cada que sacan a uno se encabronan otros.

— ¿A quiénes? ¿Por qué?

— A los que trabajan para mi abuelito — dijo un poco nervioso—. No pedirán permiso para atormentarte.

Desistí de huir de la casa por el cansancio, eran las dos de la mañana. Me tiré en mi cama y el tercio de miradas me pareció producto de mi imaginación por el desvelo. Raymundo empezó a fumar otra vez frente al espejo. Su mirada denotó preocupación. Yo, mientras, dormí.

Al despertar, Raymundo me miraba recargado en el marco de la puerta. Su cabeza se posaba en su hombro derecho como si fuera muy pesada para su cuello, no dejaba de temblar. Intenté pararme a preguntar qué hacía, pero me di cuenta que estaba desnudo. Traté de levantarme otra vez para buscar ropa y vestirme; pero mi cuerpo no

reaccionaba, sólo podía mover mis ojos. El aire hacía un camino lento desde mi nariz a mis pulmones. Mis gritos se ahogaban al salir de mi boca. Raymundo sonrió con una fuerza desmedida, parecía que la piel de sus mejillas cubriría sus ojos. Se acercaba tambaleante como un ebrio, pero sin quitar su mirada ni su sonrisa de mí. Al llegar al borde de la cama acercó sus ojos a los míos.

— Quisuis-je? — preguntó arrastrado su lengua envuelta en saliva. No pude responderle.

— Quisuis-je?— volvió a preguntar, ahora, imitando la voz de un anciano a punto de romper en llanto. —Te daré una pista—, dijo mientras sus ojos se ponían en blanco—. Soy lo que nunca podrás conocer. El creador de tu desesperanza, y el culpable de todo lo que no ves. La gente me ama, y yo sólo les ofrezco una pequeñísima parte de mi felicidad…Quisuis-je?

— Raymundo, por favor. Termina esto ¿quieres? —, le dije.

— Mal, mal, mal—, respondió cambiando sus expresiones faciales rápida-mente.

— ¿Quién eres? —, pregun-té.

Él comenzó a danzar, se llevó las manos a la barriga, pecho y ojos como si actuara las cosas. Brincaba mientras se movía de un lado a otro.

— Mr. Nobody—, respondió con sadismo. —Extrañé jugar contigo, Julio — prosiguió—. Ni creas que me asustarías cuando supe que te querías volver a la iglesia, pero la mayoría no duran más de tres meses —, decía mientras giraba la cabeza de un lado a otro, como si buscara algo—. Debo confesar – continuó— que ahí no está Dios. Fui muy paciente para acomodar tu destino, y así jugar contigo, por una última vez.

— ¡Raymundo, ya por favor! ¡Ayúdame!—, grité desespe-rado hasta que por fin pude moverme.

Corrí hasta el baño y me encerré. Humedecí mi rostro y tomé una toalla para cubrirme. Dejé la llave abierta para poder beber agua. Me miraba en el espejo y no podía reconocerme. Mi reflejo se movía a su voluntad, estaba tranquilo y su aspecto inquiría mi desesperación. A pesar de todavía sentirme paralizado, comencé a temblar. Mi reflejo se acercaba a verme como si yo fuera un animal de circo. Abrí la puerta del baño y rompí en llanto.

— ¡Raymundo, no puedo más! —, gemí desconsolado y

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en mi mente comencé un rezo que no superó más de dos versos.

— ¡Cabrón, tienes una manifestación muy podero-sa!—, dijo sorprendido al ver mi cuerpo empezar a despegarse del suelo.

No podía pensar nada más, una mano rugosa con garras me sostenía de mi torso y me agitaba. Después me aventó hacia el baño, despedía un aroma sulfuroso. Me tomó del rostro y empezó a arrastrarme por toda la casa. No tenía fuerzas, el terror se apoderó de mí, la mano me llevó a una oscuridad, la cual no había sentido.

Abrí los ojos, estaba tendido en la cama de mi habitación. Todavía podía sentir la enorme mano en mi torso, como si hubiera sido parte de mí por años. Tenía la boca seca y estaba agotado. Me giré hacia la puerta para ir por agua. Entonces vi a Raymundo parado frente a ella de espaldas. Lo miré suponiendo que todo fue una pesadilla. Le hablé, pero no respondió. Miré mis manos aún pálidas y sudorosas.

—Soñé algo muy fuerte —, le comenté a Raymundo.

— Yo también… —, con-testó; giró su cabeza y me miró con una sonrisa que parecía lastimarle los pómulos,

se acercó a mí como un animal y me preguntó: “Quisuis-je?”.

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Circe Moriel

Nació en 1987 en Dallas, Texas, hija de padre mexicano y madre húngara. Hizo la licenciatura en Relaciones Internacionales y luego una maestría en Literatura Hispánica. Ha tomado talleres de narrativa y de poesía en español con Agustín Cadena y Julia Castillo, y ha publicado textos breves en inglés en la revista universitaria "Paper I Scream". Tiene en preparación un libro de poesía: "Carbón de silencio". Radica en Budapest, Hungría, desde marzo de 2010.

Mariana Vega Nació en México, D.F. en 1969. Cuentista de género fantástico y terror. Es egresada de la Escuela de Escritores de la SOGEM, y cursó estudios en la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM). Es articulista, correctora de estilo y analista política. Fue coordinadora editorial de las revistas políticas Casa de la Sabiduría y Respuesta. Es autora de la plaquette La seducción de la sangre y coautora de libros sobre política y elecciones. Ha impartido cursos de redacción y de literatura fantástica y de terror. Está por aparecer su libro de cuentos de terror No abras la puerta.

Sobre los autores

Ricardo Bernal (Ciudad de México, 1962) Poeta, cuentista, astrólogo y maestro de tarot. Profesor de cine y literatura de géneros desde 1992. Actualmente imparte cursos sobre la historia mundial de las animaciones.

Agustín Cadena

Nació en Ixmiquilpan, Hidalgo, en 1963. Es novelista, cuentista, ensayista, poeta y traductor, además de profesor universitario de literatura. Ha publicado más de veinte libros y ha colaborado en más de cincuenta publicaciones de diversos países. Premio Nacional Universidad Veracruzana 1992, Premio de los Juegos Florales de Lagos de Moreno 1998, Premio Nacional de Cuento Infantil Juan de la Cabada 1998, Premio Netzahualcóyotl del Gobierno de Hidalgo 2000, Premio Timón de Oro 2003, Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2004, Premio Nacional de Cuento José Agustín 2005, Premio de Poesía Efrén Rebolledo 2011. Parte de su obra ha sido antologada y traducida al inglés, al italiano y al húngaro. Algunos de sus libros: Tan oscura (México, Joaquín Mortiz, 1998), Los pobres de espíritu (México, Patria / Nueva Imagen, 2005), Las tentaciones de la dicha (México, Editorial JUS, 2010), Alas de gigante (México, Ediciones B, 2011), y Operación Snake (México, Ediciones B, 2013).

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Miguel Antonio Lupián Soto

Nació en México, D.F. en 1977. Es ex alumno de la Universidad de Miskatonic. Sus cuentos han sido publicados en diversas antologías. Es autor de Efímera (Samsara, 2011), Martinatos (Zona Literatura, 2012) y Trilogía Cthulhu (Penumbria/KGB, 2013). Esposo de Ana, padre de tres gatos y director de Penumbria, revista fantástica para leer en el ocaso.

Luciano Pérez

Editor, corrector y traductor. En otro tiempo periodista y promotor cultural y poeta. Desde 2001 escribe sólo narrativa: cuento y novela. Devoto de la fantasía y la ciencia ficción, así como de la cultura alemana, el ocultismo, lo sobrenatural, el comic y las divas del viejo Hollywood. Autor de Cuentos fantásticos de la Ciudad de México (2002). Cronista no oficial de Tepito. Actualmente está escribiendo su novela fantástica Crónicas de Tepito – Asgard.

Leticia Vázquez

Estudié ciencias de la comunicación y sentí que era mejor que estudiar letras hispánicas. Empecé a escribir con logros a los 16 años, decidí que no escribía mal y podía ofrecer algo a la gente. He trabajado con grupos vulnerables, soy deísta y semivegetariana. Quiero que a la gente le guste lo que escribo y que tenga una historia mía que contar y compartir con su familia, amigos, alumnos...

Macarena Huicochea Ha escrito dos libros: Blasfematorio, editado por el Centro de Estudios Toluqueños, y La caricia de la esfinge, publicado por el Instituto Mexiquense de Cultura. Actualmente realiza programas de radio y televisión.

Rodrigo de la Serna Nacido en 1961, radica en Playa del Carmen, con unos cuantos títulos desconocidos. Practicante del ensayo y el relato; en ocasiones incursiona en narrativas de largo aliento y cree en el silencio como elevada forma artística. .

Timo Viejo Nació en Pachuca, en 1987. Estudió la carrera de Biología, y la especialidad y la maestría en tecnologías educativas. Fundó las revistas electrónicas de literatura El Comité 1973y Pneuma, y en la actualidad dirige tin'te.ro. Escribe en su columna Escarbalodo. . .

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Juvenal García Originario de la ciudad de México, se inició en Morelia, Michoacán, como cartonista profesional en "El Sol de Morelia", y luego a nivel nacional estuvo en "El Sol de México". Luego trabajó en "El Universal" y "El Universal Gráfico", así como en el "Esto". Se tituló como dibujante de comics e ilustración en la Academia de Arte Secuencial (AMAS), dirigida por el legendario dibujante Ramón Valdiosera, donde conoció el trabajo de verdaderas leyendas del comic de terror "Tales from the Crypt".

Hosscox Huraño

En esencia soy un vago, mi apetito siempre ha sido el de observar y la única manera que he encontrado para dar testimonio de mis travesías, ha sido por medio de la escritura, la pintura, la fotografía y el podcats. Me encanta vivir. He ilustrado libros y carteles de la Universidad de la Ciudad de México; he creado revistas como macondo y evo. También he publicado en Revista de la Universidad, y próximamente aparecerá un cuento en un libro publicado por la Universidad de la Ciudad de México.

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Imagen de la edición especial

Descuartizador (Rojo), Hosscox Huraño.

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Noviembre, cumpliendo un año.