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La Misericordia - Catequesis Papa Francisco JMJ (1) ¿Por qué un Jubileo de la Misericordia?, miércoles 9 de diciembre de 2015. Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Ayer he abierto aquí, en la Basílica de San Pedro, la Puerta Santa del Jubileo de la Misericordia, después de haberla abierta ya en la Catedral de Bangui en República Centroafricana. Hoy quisiera reflexionar junto a ustedes sobre el significado de este Año Santo, respondiendo a la pregunta: ¿Por qué un Jubileo de la Misericordia? ¿Qué significa esto? La Iglesia necesita de este momento extraordinario. No digo: es bueno para la Iglesia este tiempo extraordinario, no, no. Digo la Iglesia: necesita de este momento extraordinario. En nuestra época de profundos cambios, la Iglesia está llamada a ofrecer su contribución peculiar, haciendo visibles los signos de la presencia y de la cercanía de Dios. Y el Jubileo es un tiempo favorable para todos nosotros, porque contemplando la Divina Misericordia, que supera cada límite humano y resplandece sobre la obscuridad del pecado, podamos transformarnos en testigos más convencidos y eficaces. Dirigir la mirada a Dios, Padre misericordioso, y a los hermanos necesitados de misericordia, significa poner la atención sobre el contenido esencial del Evangelio: Jesús la Misericordia hecha carne, que hace visible a nuestros ojos el gran misterio del Amor trinitario de Dios. Celebrar un Jubileo de la Misericordia equivale a poner de nuevo al centro de nuestra vida personal y de nuestras comunidades lo específico de la fe cristiana, es decir, Jesucristo, Dios misericordioso. Un Año Santo, por lo tanto, para vivir la misericordia. Si, queridos hermanos y hermanas, este Año Santo nos es ofrecido para experimentar en nuestra vida el toque dulce y suave del perdón de Dios, su presencia al lado de nosotros y su cercanía, sobre todo en los momentos de mayor necesidad. Este Jubileo, en resumen, es un momento privilegiado para que la Iglesia aprenda a elegir únicamente “aquello que a Dios le gusta más”. Y, ¿qué cosa es lo que “a Dios le gusta más”? Perdonar a sus hijos, tener misericordia de ellos, de modo que también ellos puedan a su vez perdonar a los hermanos, resplandeciendo como antorchas de la misericordia de Dios en el mundo. Esto es aquello que a Dios le gusta más. San Ambrosio en un libro de teología que había escrito sobre Adán toma la historia de la creación del mundo y dice que Dios, cada día después de haber creado la luna, el sol o los animales, el libro, la Biblia dice “y Dios dijo que esto era bueno” pero cuando ha creado al hombre y a la mujer la Biblia dice “Dios dijo que esto era muy bueno” y San Ambrosio se pregunta por qué dice “muy bueno” por qué -dice- está tan contento Dios después de la creación del hombre y de la mujer, porque finalmente tenía a alguno para perdonar. Es bello eh. La alegría de Dios es perdonar, el ser de Dios es misericordia, por esto este año debemos abrir el corazón, para que este amor, esta alegría de Dios nos llene, nos llene a todos nosotros de esta misericordia. El Jubileo será un “tiempo favorable” para la Iglesia si aprendemos a elegir “aquello que a Dios le gusta más”, sin ceder a la tentación de pensar que haya algo más importante o prioritario. Nada es más importante que elegir “aquello que a Dios le gusta más”, ¡su misericordia, su amor, su ternura, su abrazo, sus caricias!

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(1) ¿Por qué un Jubileo de la Misericordia?, miércoles 9 de diciembre de 2015. Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Ayer he abierto aquí, en la Basílica de San Pedro, la Puerta Santa del Jubileo de la Misericordia, después de haberla abierta ya en la Catedral de Bangui en República Centroafricana. Hoy quisiera reflexionar junto a ustedes sobre el significado de este Año Santo, respondiendo a la pregunta: ¿Por qué un Jubileo de la Misericordia? ¿Qué significa esto? La Iglesia necesita de este momento extraordinario. No digo: es bueno para la Iglesia este tiempo extraordinario, no, no. Digo la Iglesia: necesita de este momento extraordinario. En nuestra época de profundos cambios, la Iglesia está llamada a ofrecer su contribución peculiar, haciendo visibles los signos de la presencia y de la cercanía de Dios. Y el Jubileo es un tiempo favorable para todos nosotros, porque contemplando la Divina Misericordia, que supera cada límite humano y resplandece sobre la obscuridad del pecado, podamos transformarnos en testigos más convencidos y eficaces. Dirigir la mirada a Dios, Padre misericordioso, y a los hermanos necesitados de misericordia, significa poner la atención sobre el contenido esencial del Evangelio: Jesús la Misericordia hecha carne, que hace visible a nuestros ojos el gran misterio del Amor trinitario de Dios. Celebrar un Jubileo de la Misericordia equivale a poner de nuevo al centro de nuestra vida personal y de nuestras comunidades lo específico de la fe cristiana, es decir, Jesucristo, Dios misericordioso. Un Año Santo, por lo tanto, para vivir la misericordia. Si, queridos hermanos y hermanas, este Año Santo nos es ofrecido para experimentar en nuestra vida el toque dulce y suave del perdón de Dios, su presencia al lado de nosotros y su cercanía, sobre todo en los momentos de mayor necesidad. Este Jubileo, en resumen, es un momento privilegiado para que la Iglesia aprenda a elegir únicamente “aquello que a Dios le gusta más”. Y, ¿qué cosa es lo que “a Dios le gusta más”? Perdonar a sus hijos, tener misericordia de ellos, de modo que también ellos puedan a su vez perdonar a los hermanos, resplandeciendo como antorchas de la misericordia de Dios en el mundo. Esto es aquello que a Dios le gusta más. San Ambrosio en un libro de teología que había escrito sobre Adán toma la historia de la creación del mundo y dice que Dios, cada día después de haber creado la luna, el sol o los animales, el libro, la Biblia dice “y Dios dijo que esto era bueno” pero cuando ha creado al hombre y a la mujer la Biblia dice “Dios dijo que esto era muy bueno” y San Ambrosio se pregunta por qué dice “muy bueno” por qué -dice- está tan contento Dios después de la creación del hombre y de la mujer, porque finalmente tenía a alguno para perdonar. Es bello eh. La alegría de Dios es perdonar, el ser de Dios es misericordia, por esto este año debemos abrir el corazón, para que este amor, esta alegría de Dios nos llene, nos llene a todos nosotros de esta misericordia. El Jubileo será un “tiempo favorable” para la Iglesia si aprendemos a elegir “aquello que a Dios le gusta más”, sin ceder a la tentación de pensar que haya algo más importante o prioritario. Nada es más importante que elegir “aquello que a Dios le gusta más”, ¡su misericordia, su amor, su ternura, su abrazo, sus caricias!

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También la necesaria obra de renovación de las instituciones y de las estructuras de la Iglesia es un medio que debe conducirnos a hacer la experiencia viva y vivificante de la misericordia de Dios que, sola, puede garantizar a la Iglesia de ser aquella ciudad puesta sobre un monte que no puede permanecer escondida (cfr Mt 5,14). Solamente resplandece una Iglesia misericordiosa. Si debiéramos, aún solo por un momento, olvidar que la misericordia es “aquello que a Dios le gusta más”, cada esfuerzo nuestro sería en vano, porque nos convertiríamos en esclavos de nuestras instituciones y de nuestras estructuras, por más renovadas que puedan ser, pero siempre seríamos esclavos. «Sentir fuerte en nosotros la alegría de haber sido reencontrados por Jesús, que como Buen Pastor ha venido a buscarnos porque estábamos perdidos» (Homilía en las Primeras vísperas del domingo de la Divina Misericordia, 11 abril 2015): este es el objetivo que la Iglesia se pone en este Año Santo. Así reforzaremos en nosotros la certeza de que la misericordia puede contribuir realmente a la edificación de un mundo más humano. Especialmente en estos nuestros tiempos, en que el perdón es un huésped raro en los ámbitos de la vida humana, el reclamo a la misericordia se hace más urgente, y esto en cada lugar: en la sociedad, en las instituciones, en el trabajo y también en la familia. Cierto, alguno podría objetar: “Pero, Padre, la Iglesia, en este Año, ¿no debería hacer algo más? Es justo contemplar la misericordia de Dios, pero ¡hay muchas necesidades urgentes!”. Es verdad, hay mucho por hacer, y yo en primer lugar no me canso de recordarlo. Pero es necesario tener en cuenta que, a la raíz del olvido de la misericordia, está siempre el amor proprio. En el mundo, esto toma la forma de la búsqueda exclusiva de los propios intereses, de placeres, de honores unidos al querer acumular riquezas, mientras que en la vida de los cristianos se disfraza a menudo de hipocresía y de mundanidad. Todas estas cosas son contrarias a la misericordia. Los lemas del amor propio, que hacen extranjera la misericordia en el mundo, son totalmente tantos y numerosos que frecuentemente no estamos ni siquiera en grado de reconocerlos como límites y como pecado. He aquí por qué es necesario reconocer el ser pecadores, para reforzar en nosotros la certeza de la misericordia divina. “Señor, yo soy un pecador, Señor soy una pecadora, ven con tu misericordia” y esta es una oración bellísima, es fácil eh, es una oración fácil para decirla todos los días, todos los días: “Señor yo soy un pecador, Señor yo soy una pecadora, ven con tu misericordia”. Queridos hermanos y hermanas, deseo que en este Año Santo, cada uno de nosotros tenga experiencia de la misericordia de Dios, para ser testigos de “aquello que a Dios le gusta más”. ¿Es de ingenuos creer que esto pueda cambiar el mundo? Si, humanamente hablando es de locos, pero «porque la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que la fortaleza de los hombres» (1 Cor 1,25). Gracias.

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(2) Los signos del Jubileo, miércoles 16 de diciembre de 2015. El domingo pasado se abrió la Puerta Santa de la Catedral de Roma, la Basílica de San Juan de Letrán, y se abrió una Puerta de la Misericordia en la Catedral de cada diócesis del mundo, incluso en los santuarios y en las iglesias indicadas por los obispos. El Jubileo es en todo el mundo, no solo en Roma. He deseado que esta señal de la Puerta Santa estuviese presente en cada Iglesia particular, para que el Jubileo de la Misericordia pueda ser una experiencia compartida por toda persona. El Año Santo, de este modo, ha arrancado en toda la Iglesia y se celebra en toda diócesis como en Roma. De hecho, la primera Puerta Santa se abrió precisamente en el corazón de África. Y luego en Roma, que es la señal visible de la comunión universal. Ojalá que esta comunión eclesial pueda ser cada vez más intensa, para que la Iglesia sea en el mundo la señal viva del amor y de la misericordia del Padre. También la fecha del 8 de diciembre ha querido subrayar esta exigencia, uniendo, a 50 años de distancia, el inicio del Jubileo con la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. En efecto, el Concilio contempló y presentó a la Iglesia a la luz del misterio de la comunión. Extendida en todo el mundo y articulada en tantas Iglesias particulares, sin embargo es siempre y solo la única Iglesia de Jesucristo, la que Él quiso y por la cual se ofreció a sí mismo. La Iglesia “una” que vive de la comunión misma de Dios. Este misterio de comunión, que hace a la Iglesia signo del amor del Padre, crece y madura en nuestro corazón, cuando el amor, que reconocemos en la Cruz de Cristo y en el que nos sumergimos, nos hace amar como nosotros somos amados por Él. Se trata de un Amor sin fin, que tiene el rostro del perdón y de la misericordia. Pero la misericordia y el perdón no deben quedarse en palabras bonitas, sino realizarse en la vida ordinaria. Amar y perdonar son la señal concreta y visible de que la fe ha trasformado nuestros corazones y nos permite expresar en nosotros la vida misma de Dios. Amar y perdonar como Dios ama y perdona. Este es un programa de vida que no puede conocer interrupciones o excepciones, sino que lleva a ir siempre más allá sin cansarse nunca, con la certeza de ser sostenidos por la presencia paterna de Dios. Esta gran señal de la vida cristiana se transforma luego en tantos otros signos que son características del Jubileo. Pienso en cuantos atraviesan una de las Puertas Santas, que en este Año son verdaderas Puertas de la Misericordia. Puertas de la Misericordia. La Puerta indica a Jesús mismo que dijo: «Yo soy la puerta: si uno entra por mí, será salvo; entrará y saldrá y hallará pastos» (Jn 10,9). Atravesar la Puerta Santa es la señal de nuestra confianza en el Señor Jesús que no vino a juzgar, sino a salvar (cfr. Jn 12,47). Estad atentos a que no haya alguno un poco espabilado o demasiado astuto que os diga que hay que pagar: ¡no! La salvación no se paga. La salvación no se compra. La Puerta es Jesús, y ¡Jesús es gratis! Él mismo habla de los que hacen entrar no como se debe, y simplemente dice que son ladrones y salteadores. Así que ¡estad atentos: la salvación es gratis! Atravesar la Puerta Santa es signo de una verdadera conversión de nuestro corazón. Cuando atravesemos esa Puerta es bueno recordar que debemos tener abierta también la puerta de nuestro corazón. Yo estoy ante la Puerta Santa y pido: “¡Señor, ayúdame a abrir la puerta de mi corazón!” No tendría mucha eficacia el Año Santo si la puerta de

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nuestro corazón no dejase pasar a Cristo que nos empuja a ir a los demás, para llevarle a Él y su amor. Así pues, como la Puerta Santa permanece abierta, porque es la señal de la acogida que Dios mismo nos reserva, así también nuestra puerta, la del corazón, debe estar siempre abierta para no excluir a nadie. Ni a ese o esa que me molestan: a nadie. Una señal importante del Jubileo es también la Confesión. Acercarse al Sacramento con el que somos reconciliados con Dios equivale a experimentar directamente su misericordia. Es encontrar al Padre que perdona: Dios lo perdona todo. Dios nos comprende incluso en nuestras limitaciones, y nos comprende también en nuestras contradicciones. No solo, Él con su amor nos dice que precisamente cuando reconocemos nuestros pecados está aún más cerca de nosotros y nos empuja a mirar adelante. Y dice más: que cuando reconocemos nuestros pecados y pedimos perdón hay fiesta en el Cielo: Jesús hace fiesta. Esa es su misericordia: no nos desanimemos. ¡Adelante, adelante! Cuántas veces he escuchado: “Padre, no consigo perdonar al vecino, al compañero de trabajo, a la vecina, a la suegra, a la cuñada”. Todos hemos oído esto. “No consigo perdonar”. ¿Pero cómo se puede pedir a Dios que nos perdone, si luego nosotros no somos capaces de perdonar? Y perdonar es una cosa grande, pero no es fácil perdonar, porque nuestro corazón es pobre, y con sus solas fuerzas no es capaz. Pero si nos abrimos a acoger la misericordia de Dios por nosotros, a nuestra vez nos volveremos capaces de perdón. Pero también he escuchado muchas veces: “Pues yo a esa persona no la podía ver: la odiaba. Pero un día, me acerqué al Señor y le pedí perdón por mis pecados, y también perdoné a esa persona”. Estas son cosas de todos los días. Y tenemos cerca de nosotros esta posibilidad. Por tanto, ¡valentía! Vivamos el Jubileo comenzando con estas señales que comportan una gran fuerza de amor. El Señor nos acompañará para llevarnos a experimentar otros signos importantes para nuestra vida. ¡Valor yadelante!

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(3) La Misericordia es el nombre de Dios. Miércoles 13 de enero de 2016

Hoy empezamos las catequesis sobre la misericordia según la perspectiva bíblica, para aprender la misericordia escuchando lo que Dios mismo nos enseña con su Palabra. Iniciamos por el Antiguo Testamento, que nos prepara y nos conduce a la revelación plena de Jesucristo, en el que de modo completo se revela la misericordia del Padre.

En la Sagrada Escritura, el Señor es presentado como “Dios misericordioso”. Ese es su nombre, a través del cual nos revela, por así decir, su rostro y su corazón. Él mismo, como narra el Libro del Éxodo, revelándose a Moisés se autodefine así: «El Señor, Dios misericordioso y piadoso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad» (34,6). También en otros textos encontramos esta fórmula, con algunas variantes, pero siempre la insistencia se pone en la misericordia y en el amor de Dios que nunca se cansa de perdonar (cfr. Gn 4,2[1]; Gl 2,13[2]; Sal 86,15[3]; 103,8[4]; 145,8[5]; Ne 9,17[6]). Veamos juntos, una a una, estas palabras de la Sagrada Escritura que nos hablan de Dios.

El Señor es “misericordioso”: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una madre respecto al hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar en las entrañas o también en el seno materno. Por eso, la imagen que sugiere es la de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando coge en brazos a su niño, deseosa solo de amar, proteger, ayudar, dispuesta a darlo todo, incluso a sí misma. Esta es la imagen que sugiere este término. Un amor, pues, que se puede definir “visceral” en el buen sentido.

Luego está escrito que el Señor es “piadoso”, en el sentido de que concede gracia, tiene compasión y, en su grandeza, se inclina sobre quien es débil y pobre, siempre dispuesto a acoger, a comprender, a perdonar. Es como el padre de la parábola recogida por el Evangelio de Lucas (cfr. Lc 15,11-32): un padre que no se cierra en el resentimiento por el abandono del hijo menor, sino por el contrario sigue esperándolo −lo ha engendrado− , y luego corre a su encuentro y lo abraza, no le deja ni terminar su confesión −como si le tapase la boca−, tan grande es el amor y la alegría por haberlo recuperado; y luego va también a llamar al hijo mayor, que está enojado y no quiere celebrarlo, el hijo que siempre se quedó en casa pero viviendo como un siervo más que como un hijo, y también sobre él se inclina el padre, lo invita a entrar, procura abrir su corazón al amor, para que nadie quede excluido de la fiesta de la misericordia. ¡Sí, la misericordia es una fiesta!

De este Dios misericordioso se dice también que “lento a la ira”, literalmente, “a largo plazo”[7], es decir, con el amplio espacio de la longanimidad y de la capacidad de soportar. Dios sabe esperar, sus tiempos no son los impacientes de los hombres; Él es como el sabio agricultor que sabe esperar, deja tiempo para que crezca la buena semilla, a pesar de la cizaña (cfr. Mt 13,24-30).

Y finalmente, el Señor se proclama “rico en amor y fidelidad”. ¡Qué preciosa es esta definición de Dios! Aquí esté todo. Porque Dios es grande y poderoso, pero esta grandeza y poder se despliegan en amarnos, a nosotros tan pequeños, tan incapaces. La palabra “amor”, aquí utilizada, indica el cariño, la gracia, la bondad. No es el amor de telenovela... Es el amor que da el primer paso, que no depende de los méritos humanos sino de una inmensa gratuidad. Es la solicitud divina que nada puede detener, ni siquiera el pecado, porque sabe ir más allá del pecado, vencer el mal y perdonarlo.

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Una “fidelidad” sin límites: es la última palabra de la revelación de Dios a Moisés. La fidelidad de Dios nunca se pierde, porque el Señor es el Custodio que, como dice el Salmo, no se duerme sino que vigila continuamente sobre nosotros para llevarnos a la vida: «No dejará que resbale tu pie, ni se dormirá tu custodio. No se adormecerá ni dormirá el custodio de Israel. [...] El Señor te guardará de todo mal; Él custodiará tu vida. El Señor protegerá tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre» (121,3-4.7-8).

Y este Dios misericordioso es fiel en su misericordia y San Pablo dice una cosa bonita: si tú no le eres fiel, Él permanecerá fiel porque no puede renegar de sí mismo. La fidelidad en la misericordia es precisamente el ser de Dios. Y por eso Dios es totalmente y siempre confiable. Una presencia sólida y estable. Esta es la certeza de nuestra fe. Y entonces, en este Jubileo de la Misericordia, confiémonos totalmente a Él, y experimentemos la alegría de ser amados por este “Dios misericordioso y piadoso, lento a la ira y rico en amor y fidelidad”.

Notas:

[1] Debe haber un error porque la cita no tiene nada que ver (Génesis 4,2: Después dio a luz a su hermano Abel. Y Abel fue pastor de ovejas, y Caín fue labrador de la tierra). No hay expresiones semejantes en el Génesis (ndt).

[2] Joel 2,13: Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios; porque es misericordioso y clemente, tardo a la ira y grande en misericordia, y que se duele del castigo (ndt).

[3] Salmo 86,15: Mas tú, Señor, Dios misericordioso y clemente, lento a la ira, y grande en misericordia y verdad (ndt).

[4] Salmo 103,8: Misericordioso y clemente es Jehová; lento a la ira, y grande en misericordia (ndt).

[5] Salmo 145,8: Clemente y misericordioso es Jehová, lento a la ira, y grande en misericordia (ndt).

[6] Nehemías 9,17: (…) Pero tú eres Dios que perdonas, clemente y piadoso, tardo a la ira, y grande en misericordia, porque no los abandonaste (ndt).

[7] El original italiano dice: “lungo di respiro”. El hebreo “lento a la ira” se suele traducir al castellano por “paciente, extendido, largo”; por eso hemos puesto aquí, respetando la frase del Papa, “a largo plazo” (ndt).

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(4) Por qué Dios no es indiferente al sufrimiento. Miércoles 27 de enero de 2016En la Sagrada Escritura, la misericordia de Dios está presente a lo largo de toda la historia del pueblo de Israel. Con su misericordia, el Señor acompaña el camino de los Patriarcas, les da hijos a pesar de la condición de esterilidad, les conduce por senderos de gracia y de reconciliación, como demuestra la historia de José y sus hermanos (cfr. Gen 37-50). Pienso en tantos hermanos que están alejados en una familia y no se hablan. Este Año de la Misericordia es una buena ocasión para encontrarse, abrazarse y perdonarse y olvidar las cosas feas. Pero, como sabemos, en Egipto la vida para el pueblo se hizo dura. Y precisamente cuando los Israelitas están a punto de sucumbir es cuando el Señor interviene y realiza la salvación. Se lee en el Libro del Éxodo: «Después de muchos días murió el rey de Egipto, y los Israelitas gemían por su esclavitud, y elevaron gritos de lamento; y sus gritos de esclavitud subieron hasta Dios. Y oyó Dios su lamento, y se acordó de su Alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Y vio Dios la condición de los Israelitas, y Dios cuidó de ellos» (2,23-25). La misericordia no puede permanecer indiferente ante el sufrimiento de los oprimidos, el grito de quien está sometido a violencia, reducido a esclavitud, condenado a muerte. Es una dolorosa realidad que aflige a toda época, incluida la nuestra, y que nos hace sentir a menudo impotentes, tentados de endurecer el corazón y pensar en otra cosa. Dios en cambio «no es indiferente» (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2016, 1), nunca aparta su mirada del dolor humano. El Dios de misericordia responde y cuida de los pobres, de los que gritan su desesperación. Dios escucha e interviene para salvar, suscitando hombres capaces de sentir el gemido del sufrimiento y de actuar en favor de los oprimidos. Así comienza la historia de Moisés como mediador de liberación para el pueblo. Se enfrenta al Faraón para convencerlo de que deje partir a Israel; y luego guiará al pueblo, a través del Mar Rojo y del desierto, hacia la libertad. Moisés, al que la misericordia divina salvó recién nacido de la muerte en las aguas del Nilo, se hace mediador de la misma misericordia, permitiendo al pueblo nacer a la libertad salvado de las aguas del Mar Rojo. También nosotros en este Año de la Misericordia podemos hacer esta labor de ser mediadores de misericordia con las obras de misericordia para acercar, dar alivio, hacer unidad. ¡Tantas cosas buenas se pueden hacer! La misericordia de Dios actúa siempre para salvar. Todo lo contrario que la obra de los que actúan siempre para matar: por ejemplo los que hacen las guerras. El Señor, mediante su siervo Moisés, guía a Israel por el desierto como si fuese un hijo, lo educa en la fe y hace alianza con él, creando un vínculo de amor fortísimo, como el del padre con el hijo y el esposo con la esposa. A tanto llega la misericordia divina. Dios propone un trato de amor particular, exclusivo, privilegiado. Cuando da instrucciones a Moisés sobre la alianza, dice: «Si escucháis mi voz y guardáis mi alianza, seréis para mí una propiedad particular entre todos los pueblos; ¡porque mía es toda la tierra! Vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6).

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Ciertamente, Dios posee ya toda la tierra porque la creó; pero el pueblo se convierte para Él en una posesión distinta, especial: su personal “reserva de oro y plata” como la que el rey David afirmaba haber dado para la construcción del Templo. Pues bien, así somos nosotros para Dios acogiendo su alianza y dejándonos salvar por Él. La misericordia del Señor hace al hombre valioso, como una riqueza personal que Le pertenece, que Él protege y en quien se complace. Estas son las maravillas de la misericordia divina, que llega a pleno cumplimiento en el Señor Jesús, en aquella “nueva y eterna alianza” consumada en su sangre, que con el perdón destruye nuestro pecado y nos hace definitivamente hijos de Dios (cfr. 1Jn 3,1), joyas preciosas en las manos del Padre bueno y misericordioso. Y si somos hijos de Dios y tenemos la posibilidad de tener esa herencia −la de la bondad y la misericordia− respecto a los demás, pidamos al Señor que en este Año de la Misericordia también nosotros hagamos cosas de misericordia; abramos nuestro corazón para llegar a todos con las obras de misericordia, la herencia misericordiosa que Dios Padre ha tenido con nosotros.

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(5) Sólo perdonando y deseando el bien se obtiene la justicia. Miércoles 03 de febrero de 2016Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! La Sagrada Escritura nos presenta a Dios como misericordia infinita, pero también como justicia perfecta. ¿Cómo conciliar las dos cosas? ¿Cómo se articula la realidad de la misericordia con las exigencias de la justicia? Podría parecer que sean dos realidades que se contradicen; en realidad no es así, porque es justamente la misericordia de Dios que lleva a cumplimiento la verdadera justicia. Es propio la misericordia de Dios que lleva a cumplimiento la verdadera justicia. ¿Pero, de qué justicia se trata? Si pensamos en la administración legal de la justicia, vemos que quien se considera víctima de una injusticia se dirige al juez en un tribunal y pide que se haga justicia. Se trata de una justicia retributiva, que aplica una pena al culpable, según el principio que a cada uno debe ser dado lo que le corresponde. Como recita el libro de los Proverbios: «Así como la justicia conduce a la vida, el que va detrás del mal camina hacia la muerte» (11,19). También Jesús lo dice en la parábola de la viuda que iba repetidas veces al juez y le pedía: «Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario» (Lc 18,3). Pero este camino no lleva todavía a la verdadera justicia porque en realidad no vence el mal, sino simplemente lo circunscribe. En cambio, es solo respondiendo a esto con el bien que el mal puede ser verdaderamente vencido. Entonces hay aquí otro modo de hacer justicia que la Biblia nos presenta como camino maestro a seguir. Se trata de un procedimiento que evita recurrir a un tribunal y prevé que la víctima se dirija directamente al culpable para invitarlo a la conversión, ayudándolo a entender que está haciendo el mal, apelándose a su conciencia. En este modo, finalmente arrepentido y reconociendo su proprio error, él puede abrirse al perdón que la parte agraviada le está ofreciendo. Y esto es bello: la persuasión; esto está mal, esto es así… El corazón se abre al perdón que le es ofrecido. Es este el modo de resolver los contrastes al interno de las familias, en las relaciones entre esposos o entre padres e hijos, donde el ofendido ama al culpable y desea salvar la relación que lo une al otro. No corten esta relación, este vínculo. Cierto, este es un camino difícil. Requiere que quien ha sufrido el mal esté listo a perdonar y desear la salvación y el bien de quien lo ha ofendido. Pero solo así la justicia puede triunfar, porque, si el culpable reconoce el mal hecho y deja de hacerlo, es ahí que el mal no existe más, y aquel que era injusto se hace justo, porque es perdonado y ayudado a encontrar la camino del bien. Y aquí está justamente el perdón, la misericordia. Es así que Dios actúa en relación a nosotros pecadores. El Señor continuamente nos ofrece su perdón y nos ayuda a acogerlo y a tomar conciencia de nuestro mal para poder liberarnos. Porque Dios no quiere nuestra condena, sino nuestra salvación. ¡Dios no quiere la condena de ninguno, de ninguno! Alguno de ustedes podrá hacerme la pregunta: ¿Pero padre, la condena de Pilatos se la merecía? ¿Dios la quería? ¡No! ¡Dios quería salvar a Pilatos y también a Judas, a todos! ¡Él, el Señor de la misericordia quiere salvar a todos! El problema es dejar que Él entre en el corazón. Todas las palabras de

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los profetas son un llamado apasionado y lleno de amor que busca nuestra conversión. Es esto lo que el Señor dice por medio del profeta Ezequiel: «¿Acaso deseo yo la muerte del pecador … y no que se convierta de su mala conducta y viva?» (18,23; Cfr. 33,11), ¡aquello que le gusta a Dios! Y este es el corazón de Dios, un corazón de Padre que ama y quiere que sus hijos vivan en el bien y en la justicia, y por ello vivan en plenitud y sean felices. Un corazón de Padre que va más allá de nuestro pequeño concepto de justicia para abrirnos a los horizontes ilimitados de su misericordia. Un corazón de Padre que nos trata según nuestros pecados y nos paga según nuestras culpas. Y precisamente es un corazón de Padre el que queremos encontrar cuando vamos al confesionario. Tal vez nos dirá alguna cosa para hacernos entender mejor el mal, pero en el confesionario todos vamos a encontrar un padre; un padre que nos ayude a cambiar de vida; un padre que nos de la fuerza para ir adelante; un padre que nos perdone en nombre de Dios. Y por esto ser confesores es una responsabilidad muy grande, muy grande, porque aquel hijo, aquella hija que se acerca a ti busca solamente encontrar un padre. Y tú, sacerdote, que estás ahí en el confesionario, tú estás ahí en el lugar del Padre que hace justicia con su misericordia. Gracias.

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(6) El jubileo en el Antiguo Testamento. Miércoles 10 de febrero de 2016 Es bonito y a la vez significativo tener esta audiencia precisamente en este Miércoles de Ceniza. Comenzamos el camino de la Cuaresma, y hoy nos detenemos en la antigua institución del “jubileo”; es una cosa antigua, atestiguada en la Sagrada Escritura. La encontramos en particular en el Libro del Levítico, que la presenta como un momento culminante de la vida religiosa y social del pueblo de Israel. Cada 50 años, «en el día de la expiación» (Lv 25,9), cuando la misericordia del Señor se invocaba sobre todo el pueblo, el sonido del cuerno anunciaba un gran acontecimiento de liberación. Leemos en el libro del Levítico: «Declararéis santo el quincuagésimo año y proclamaréis la liberación en la tierra para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno volverá a su propiedad y a su familia […] En ese año del jubileo cada uno volverá a su propiedad» (25,10.13). Según estas disposiciones, si alguno se había visto obligado a vender su tierra o su casa, en el jubileo podía recuperarla; y si alguno había contraído deudas e, imposibilitado de pagarlas, hubiese sido obligado a ponerse al servicio del acreedor, podía volver libre a su familia y recuperar todas sus propiedades. Era una especie de “amnistía general”, con la que se permitía a todos volver a la situación originaria, con la cancelación de toda deuda, la restitución de la tierra, y la posibilidad de gozar de nuevo de la libertad propia de los miembros del pueblo de Dios. Un pueblo “santo”, donde prescripciones como esta del jubileo servían para combatir la pobreza y la desigualdad, garantizando una vida digna para todos y una equitativa distribución de la tierra en la que vivir y de la que sacar sustento. La idea central es que la tierra pertenece originariamente a Dios y fue confiada a los hombres (cfr. Gen 1,28-29), y por eso nadie puede arrogarse la posesión exclusiva, creando situaciones de desigualdad. Esto, hoy, podemos pensarlo y repensarlo; cada uno en su corazón piense si tiene demasiadas cosas. ¿Por qué no dejarlas a quien no tiene nada? El diez por ciento, el cincuenta por ciento… Yo digo: que el Espíritu Santo os inspire a cada uno. Con el jubileo, el que se había hecho pobre volvía a tener lo necesario para vivir, y quien se había hecho rico devolvía al pobre lo que le había cogido. El fin era una sociedad basada en la igualdad y la solidaridad, donde la libertad, la tierra y el dinero se convirtiesen en un bien para todos y no solo para algunos, como pasa ahora, si no me equivoco… Más o menos, las cifras no son seguras, pero el ochenta por ciento de las riquezas de la humanidad están en manos de menos del veinte por ciento de la población. Es un jubileo −y esto lo digo recordando nuestra historia de salvación− para convertirse, para que nuestro corazón sea más grande, más generoso, más hijo de Dios, con más amor. Os digo una cosa: si esto deseo, si el jubileo no llega al bolsillo, no es un verdadero jubileo. ¿Habéis entendido? ¡Y eso está en la Biblia! No lo inventa este Papa: está en la Biblia. El fin −como he dicho− era una sociedad basada en la igualdad y la solidaridad, donde la libertad, la tierra y el dinero fuesen un bien para todos y no para algunos. El jubileo tenía la función de ayudar al pueblo a vivir una fraternidad concreta, hecha de ayuda recíproca. Podemos decir que el jubileo bíblico era un “jubileo de misericordia”, porque se vivía en la búsqueda sincera del bien del hermano necesitado. En la misma línea, también otras instituciones y otras leyes gobernaban la vida del pueblo de Dios, para que se pudiese experimentar la misericordia del Señor a través de la de los hombres. En esas normas encontramos indicaciones válidas también hoy, que hacen reflexionar. Por ejemplo, la ley bíblica prescribía la entrega de los “diezmos” que

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se destinaba a los Levitas, encargados del culto, que estaban sin tierra, y a los pobres, huérfanos y viudas (cfr. Dt 14,22-29). Estaba previsto que la décima parte de la cosecha, o de lo proveniente de otras actividades, se diese a los que estaban sin protección y en estado de necesidad, para favorecer las condiciones de relativa igualdad dentro de un pueblo donde todos debían comportarse como hermanos. También estaba la ley concerniente a las “primicias”. ¿Qué era eso? La primera parte de la cosecha, la parte más valiosa, tenía que ser compartida con los Levitas y los extranjeros (cfr. Dt 18,4-5; 26,1-11), que no tenían campos, de modo que también para ellos la tierra fuese fuente de alimento y de vida. «La tierra es mía y vosotros estáis conmigo como forasteros e invitados», dice el Señor (Lv 25,23). Todos somos invitados del Señor, en espera de la patria celeste (cfr. Hb 11,13-16; 1Pe 2,11), llamados a hacer habitable y humano el mundo que nos acoge. ¡Y cuántas “primicias”, quien es más afortunado, podría dar a quien está en dificultad! ¡Cuántas primicias! Primicias no solo de los frutos del campo, sino de cualquier otro producto de trabajo, del sueldo, de los ahorros, de tantas cosas que se poseen y que a veces se desperdician. Esto sucede también hoy. A la Limosnería apostólica llevan muchas cartas con un poco de dinero: “Esta es una parte de mi sueldo para ayudar a otros”. Y eso es bonito; ayudar a los demás, a las instituciones de beneficencia, a los hospitales, a las casas de reposo…; dar también a los forasteros, esos que son extranjeros o están de paso. Jesús estuvo de paso en Egipto. Y precisamente pensando en esto, la Sagrada Escritura exhorta con insistencia a responder generosamente a las solicitudes de préstamos, sin hacer cálculos mezquinos no pretender intereses imposibles: «Y cuando tu hermano empobreciere y se acogiere a ti, tú lo ampararás; como forastero y extranjero vivirá contigo. No tomarás de él usura ni ganancia, sino tendrás temor de tu Dios, y tu hermano vivirá contigo. No le darás tu dinero a usura, ni tus víveres a ganancia» (Lv 25,35-37). Esta enseñanza es siempre actual. ¡Cuántas familias están en la calle, víctimas de la usura! Por favor, recemos para que en este jubileo el Señor nos quite a todos del corazón esas ganas de tener más, la usura. Que volvamos a ser generosos, grandes. ¡Cuántas situaciones de usura estamos obligados a ver y cuánto sufrimiento y angustia causan a las familias! Y muchas veces, en la desesperación, cuántos hombres acaban en el suicidio porque no pueden más y no tienen esperanza, no tienen una mano tendida que les ayude; solo la mano que viene a hacerles pagar los intereses. Es un grave pecado la usura, es un pecado que clama al cielo. El Señor, en cambio, prometió su bendición a quien abre la mano para dar con generosidad (cfr. Dt 15,10). Él te dará el doble, quizá no en dinero sino en otras cosas, pero el Señor te dará siempre el doble. Queridos hermanos y hermanas, el mensaje bíblico es muy claro: abrirse con valentía a compartir, y ¡eso es misericordia! Y si queremos misericordia de Dios comencemos a hacerla nosotros. Es eso: comencemos a hacerla entre los paisanos, entre las familias, entre los pueblos, entre los continentes. Contribuir a realizar una tierra sin pobres quiere decir construir sociedades sin discriminaciones, basadas en la solidaridad que lleva a compartir lo que se posee, en una repartición de los recursos fundada en la fraternidad y la justicia. Gracias.

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(7) Misericordia y poder. Miércoles 24 de febrero de 2016 Proseguimos las catequesis sobre la misericordia en la Sagrada Escritura. En varios pasajes se habla de los poderosos, de los reyes, de los hombres que están “arriba”, y también de su arrogancia y de sus abusos. La riqueza y el poder son realidades que pueden ser buenas y útiles al bien común, si se ponen al servicio de los pobres y de todos, con justicia y caridad. Pero cuando, como sucede tantas veces, se viven como privilegio, con egoísmo y prepotencia, se transforman en instrumentos de corrupción y muerte. Es lo que pasa en el episodio de la viña de Nabot, descrito en el Primer Libro de los Reyes, en el capítulo 21, en el que hoy nos detenemos. En ese texto se cuenta que el rey de Israel, Acab, quiere comprar la viña de un hombre de nombre Nabot, porque esa viña limita con el palacio real. La propuesta parece legítima, incluso generosa, pero en Israel las propiedades de la tierra se consideraban casi inalienables. De hecho, el libro del Levítico prescribe: «La tierra no se venderá a perpetuidad, porque la tierra es mía y vosotros sois para mí como forasteros y extranjeros» (Lv 25,23). La tierra es sagrada, porque es un don del Señor, que como tal ha de protegerse y conservarse, en cuanto signo de la bendición divina que pasa de generación en generación y garantía de dignidad para todos. Se comprende entonces la respuesta negativa de Nabot al rey: «Guárdeme Dios de que yo te dé a ti la heredad de mis padres» (1Re 21,3). El rey Acab reacciona a ese rechazo con amargura e indignación. Se siente ofendido −él es el rey, el poderoso−, disminuido en su autoridad de soberano, y frustrado en la posibilidad de satisfacer su deseo de posesión. Viéndolo así abatido, su mujer Jezabel, una reina pagana que había incrementado los cultos idólatras y hacía matar a los profetas del Señor (cfr. 1Re 18,4) −¡no era mala, era malvada!−, decide intervenir. Las palabras con las que se dirige al rey son muy significativas. Escuchad la maldad que hay detrás de esta mujer: «¿Así reinas ahora sobre Israel? Levántate, come y alégrate; yo te daré la viña de Nabot de Jezreel» (v. 7). Ella pone el acento en el prestigio y el poder del rey que, según su modo de ver, se pone en duda por el rechazo de Nabot. Un poder que ella, en cambio, considera absoluto, y por el cual todo deseo del rey poderoso es una orden. El gran San Ambrosio escribió un pequeño libro sobre este episodio. Se llama “Nabot”. Nos hará bien leerlo en este tiempo de Cuaresma. Es muy bonito, es muy concreto. Jesús, recordando estas cosas, nos dice: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo» (Mt 20,25-27). Si se pierde la dimensión del servicio, el poder se transforma en arrogancia y se vuelve dominio y opresión. Eso es precisamente lo que sucede en el episodio de la viña de Nabot. Jezabel, la reina, de forma intencional, decide eliminar a Nabot y lleva a cabo su plan. Se sirve de las apariencias engañosas de una legalidad perversa: escribe, en nombre del rey, cartas a los ancianos y a los notables de la ciudad ordenando que falsos testigos acusen públicamente a Nabot de haber maldecido a Dios y al rey, un crimen que se castigaba con la muerte. Así, muerto Nabot, el rey pudo adueñarse de su viña. Y esta no es una historia de otros tiempos, es también la historia de hoy, de los poderosos que,

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para tener más dinero, abusan de los pobres, explotan a la gente. Es la historia de la trata de personas, del trabajo esclavo, de la pobre gente que trabaja en negro y con el salario mínimo para enriquecer a los poderosos. ¡Es la historia de políticos corruptos que quieren más y más y más! Por eso decía que nos vendrá bien leer ese libro de San Ambrosio sobre Nabot, porque es un libro de actualidad. A eso lleva el ejercicio de una autoridad sin respeto por la vida, sin justicia, sin misericordia. Y a eso lleva la sed de poder: se vuelve avaricia que quiere poseerlo todo. Un texto del profeta Isaías es particularmente luminoso al respecto. En él, el Señor pone en guardia contra la codicia de los ricos latifundistas que quieren poseer cada vez más casas y tierras. Y dice el profeta Isaías: «¡Ay de los que juntan casa a casa, y añaden campo a campo, hasta ocuparlo todo! Así os quedaréis solos en medio de la tierra» (Is 5,8). ¡Y el profeta Isaías no era comunista! Pero Dios es más grande que la maldad y los juegos sucios de los seres humanos. En su misericordia envía al profeta Elías para ayudar a Acab a convertirse. Ahora pasemos página y, ¿cómo sigue la historia? Dios ve ese crimen y llama al corazón de Acab, y el rey, puesto ante su pecado, comprende, se humilla y pide perdón. ¡Qué bonito sería si los poderosos abusadores de hoy hiciesen lo mismo! El Señor acepta su arrepentimiento; sin embargo, un inocente ha muerto, y la culpa cometida tendrá inevitables consecuencias. El mal realizado deja sus huellas dolorosas, y la historia de hombres lleva esas heridas. La misericordia muestra también en este caso el camino maestro que debe seguirse. La misericordia puede curar las heridas y puede cambiar la historia. ¡Abre tu corazón a la misericordia! La misericordia divina es más fuerte que el pecado de los hombres. Es más fuerte; ¡ese es el ejemplo de Acab! Nosotros conocemos el poder, cuando recordamos la venida del Inocente Hijo de Dios que se hizo hombre para destruir el mal con su perdón. Jesucristo es el verdadero rey, pero su poder es completamente distinto. Su trono es la cruz. No es un rey que mata, sino al contrario da la vida. Su ir hacia todos, sobre todo a los más débiles, derrota la soledad y el destino de muerte al que conduce el pecado. Jesucristo con su cercanía y ternura lleva a los pecadores al lugar de la gracia y del perdón. Y esa es la misericordia deDios.

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(8) Dios no repudia a sus hijos, los salva. Miércoles 2 de marzo de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hablando de la misericordia divina, hemos evocado muchas veces la figura del padre de familia, que ama a sus hijos, los ayuda, cuida de ellos, los perdona. Y como padre, los educa y los corrige cuando se equivocan, favoreciendo su crecimiento en el bien. Es así que es presentado Dios en el primer capítulo del profeta Isaías, en el cual el Señor, como padre afectuoso pero también atento y severo, se dirige a Israel acusándolo de infidelidad y corrupción, para hacerle regresar al camino de la justicia. Así inicia nuestro texto: «¡Escuchen, cielos! ¡Presta oído, tierra! porque habla el Señor: Yo crié hijos y los hice crecer, pero ellos se rebelaron contra mí. El buey conoce a su amo y el asno, el pesebre de su dueño; ¡pero Israel no conoce, mi pueblo no tiene entendimiento!» (1,2-3). Dios, por medio del profeta, habla al pueblo con la amargura de un padre desilusionado: ha hecho crecer a sus hijos, y ahora ellos se rebelan contra Él. Incluso los animales son fieles a sus patrones y reconocen la mano que los nutre; el pueblo en cambio no reconoce más a Dios, se niega entender. Incluso herido, Dios deja hablar al amor, e invoca a la conciencia de estos hijos degenerados para que se arrepientan y se dejen de nuevo amar. Esto es lo que hace Dios, ¡eh! Viene a nuestro encuentro para que nosotros nos dejemos amar por Él en el corazón de nuestro Dios. La relación padre-hijo, al cual muchas veces los profetas hacen referencia para hablar de la relación de alianza entre Dios y su pueblo, se ha desnaturalizado. La misión educativa de los padres mira a hacerlos crecer en la libertad, a hacerlos responsables, capaces de realizar obras de bien para sí mismos y para los demás. En cambio, a causa del pecado, la libertad se convierte en presunción de autonomía, presunción de orgullo, y el orgullo lleva a la contra posición y a la ilusión de autosuficiencia. Entonces, es ahí que Dios dice a su pueblo: “Se han equivocado de camino” … invita. Afectuosamente y amargamente dice “mi” pueblo. Dios jamás nos niega; nosotros somos su pueblo, el más malvado de los hombres, la más malvada de las mujeres, los más malvados del pueblo son sus hijos. Y este es Dios: ¡jamás, jamás nos repudia! Dice siempre: “Hijo, ven”. Y este es el amor de nuestro Padre; esta es la misericordia de Dios. Tener un padre así nos da esperanza, nos da confianza. Esta pertenencia debería ser vivida en la confianza y en la obediencia, con la conciencia que todo es un don que viene del amor del Padre. En cambio, está ahí la vanidad, la necedad y la idolatría. Por eso, ahora el profeta se dirige directamente a este pueblo con palabras severas para ayudarlo a entender la gravedad de su culpa: «¡Ay, nación pecadora, […] hijos pervertidos! ¡Han abandonado al Señor, han despreciado al Santo de Israel, se han vuelto atrás!» (v. 4). La consecuencia del pecado es un estado de sufrimiento, del cual sufre las consecuencias también el país, devastado y convertido en un desierto, al punto que Sión – es decir, Jerusalén – se hace inhabitable. Donde existe el rechazo a Dios, a su paternidad, no hay más vida posible, la existencia pierde sus raíces, todo aparece pervertido y destruido. Todavía, incluso este momento doloroso está en virtud de la

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salvación. La es dada para que el pueblo pueda experimentar la amargura de quien abandona a Dios, e luego confrontarse con el vacío desolador de una opción de muerte. El sufrimiento, consecuencia inevitable de una decisión autodestructiva, debe hacer reflexionar al pecador para abrirse a la conversión y al perdón. Y este es el camino de la misericordia divina: Dios no nos trata según nuestras culpas (Cfr. Sal 103,10). El castigo se convierte en un instrumento para inducir a la reflexión. Se comprende así que Dios perdona a su pueblo, le da la gracia y no destruye todo, pero deja abierta siempre la puerta a la esperanza. La salvación implica la decisión de escuchar y dejarse convertir, pero permanece siempre como un don gratuito. El Señor, pues, en su misericordia, indica un camino que no es aquel de los sacrificios rituales, sino más bien el de la justicia. El culto es criticado no porque sea inútil en sí mismo, sino porque, en vez de expresar la conversión, pretende sustituirla; y se convierte así en búsqueda de la propia justicia, creando falsas convicciones que sean los sacrificios a salvar, no la misericordia divina que perdona el pecado. Para entenderla bien: cuando alguien está enfermo va al médico; cuando uno se siente pecador va al Señor. Pero en vez de ir al médico, va al curandero no sana. Muchas veces preferimos ir por caminos equivocados, buscando una justificación, una justicia, una paz que nos es donada como don del propio Señor si no vamos y lo buscamos a Él. Dios, dice el profeta Isaías, no le agrada la sangre de toros y de corderos (v. 11), sobre todo si la ofrenda es hecha con las manos manchadas por la sangre de los hermanos (v. 15). Pero yo pienso en algunos benefactores de la Iglesia que vienen con sus ofrendas – “Tome para la Iglesia esta ofrenda” – es fruto de la sangre de tanta gente explotada, maltratada, esclavizada con el trabajo mal pagado! Yo diré a esta gente: “Por favor, llévate tu dinero, quémalo”. El pueblo de Dios, es decir la Iglesia, no necesita dinero sucio, necesita de corazones abiertos a la misericordia de Dios. Es necesario acercarse a Dios con manos purificadas, evitando el mal y practicando el bien y la justicia. Que bello como termina el profeta: «¡Cesen de hacer el mal – exhorta el profeta – aprendan a hacer el bien! ¡Busquen el derecho, socorran al oprimido, hagan justicia al huérfano, defiendan a la viuda!» (vv. 16-17). Piensen en tantos prófugos que desembarcan en Europa y no saben a dónde ir. Entonces, dice el Señor, los pecados, incluso si fueran como la escarlata, se harán blancos como la nieve, y cándidos como la lana, y el pueblo podrá nutrirse de los bienes de la tierra y vivir en la paz (v. 19). Es este el milagro del perdón que Dios; el perdón que Dios como Padre, quiere donar a su pueblo. La misericordia de Dios es ofrecida a todos, y estas palabras del profeta valen también hoy para todos nosotros, llamados a vivir como hijos de Dios. Gracias.

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(9) Pascua, experiencia llena y definitiva del amor misericordioso. Miércoles 16 de marzo de 2016En el Libro del profeta Jeremías, los capítulos 30 y 31 son llamados “libro de la consolación”, porque en ellos la misericordia de Dios se presenta con toda su capacidad de confrontar y abrir el corazón de los afligidos a la esperanza. Hoy queremos también nosotros escuchar este mensaje de consolación. Jeremías se dirige a los israelitas que han sido deportados a tierras extranjeras y pre-anuncia el regreso a la patria. Este regreso es signo del amor infinito de Dios Padre que no abandona a sus hijos, sino que los cuida y los salva. El exilio había sido una experiencia catastrófica para Israel. La fe había vacilado porque en tierra extranjera, sin el templo, sin el culto, después de haber visto el país destruido, era difícil continuar creyendo en la bondad del Señor. Me viene a la mente la cercana Albania y como después de tantas persecuciones y destrucciones ha logrado levantarse en su dignidad y en la fe. Así había sufrido los israelitas en el exilio. También nosotros podemos vivir a veces una especie de exilio, cuando la soledad, el sufrimiento, la muerte nos hacen pensar de haber sido abandonados por Dios. Cuántas veces hemos escuchado esta palabra: “Dios se ha olvidado de mi”. Muchas veces personas que sufren y se sienten abandonadas. Y cuántos de nuestros hermanos en cambio están viviendo en este tiempo una real y dramática situación de exilio, lejos de su patria, en sus ojos todavía las ruinas de sus casas, en el corazón el miedo y muchas veces, lamentablemente, ¡el dolor por la pérdida de personas queridas! En estos casos uno puede preguntarse: ¿Dónde está Dios? ¿Cómo es posible que tanto sufrimiento pueda golpear a hombres, mujeres y niños inocentes? Y cuando tratan de entrar en otra parte les cierran la puerta. Y están ahí, al límite porque tantas puertas y tantos corazones están cerrados. Los migrantes de hoy que sufren el aire, sin alimentos y no pueden entrar, no reciben la acogida. ¡A mí me gusta mucho escuchar, cuando veo a las naciones, los gobernantes que abren el corazón y abren las puertas! El profeta Jeremías nos da una primera respuesta. El pueblo exiliado podrá regresar a ver su tierra y a experimentar la misericordia del Señor. Es el gran anuncio de consolación: Dios no está ausente, ni siquiera hoy en estas dramáticas situaciones, Dios está cerca, y hace obras grandes de salvación para quien confía en Él. No se debe ceder a la desesperación, sino continuar a estar seguros que el bien vence al mal y que el Señor secará toda lágrima y nos liberará de todo temor. Por eso Jeremías da su voz a las palabras del amor de Dios por su pueblo: «Yo te amé con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad. De nuevo te edificaré y serás reedificada, virgen de Israel; de nuevo te adornarás con tus tamboriles y saldrás danzando alegremente» (31,3-4). El Señor es fiel, no abandona en la desolación. Dios ama con un amor sin fin, que ni siquiera el pecado puede frenar, y gracias a Él el corazón del hombre se llena de alegría y de consolación. El sueño consolador del regreso a la patria continua en las palabras del profeta, que dirigiéndose a cuantos regresaran a Jerusalén dice: «Llegarán gritando de alegría a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor, hacia el trigo, el vino nuevo y el aceite, hacia las crías de ovejas y de vacas. Sus almas serán como un jardín bien regado y no volverán a desfallecer» (31,12).

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En la alegría y en la gratitud, los exiliados retornaran a Sión, subiendo al monte santo hacia la casa de Dios, y así podrán de nuevo elevar himnos y oraciones al Señor que los ha liberado. Este regreso a Jerusalén y a sus bienes es descrito con un verbo que literalmente quiere decir “afluir, correr”. El pueblo es considerado, en un movimiento paradójico, como un río caudaloso que corre hacia la altura de Sión, subiendo hacia la cima del monte. ¡Una imagen audaz para decir cuánto es grande la misericordia del Señor! La tierra, que el pueblo había debido abandonar, se había convertido en presa de los enemigos y desolada. Ahora, en cambio, retoma vida y florece. Y los exiliados mismos serán como un jardín irrigado, como una tierra fértil. Israel, llevado a su patria por su Señor, asiste a la victoria de la vida sobre la muerte y de la bendición sobre la maldición. Y así el pueblo es fortificado y – esta palabra es importante: ¡consolado! – es consolado por Dios. Los repatriados reciben vida de una fuente que gratuitamente los irriga. A este punto, el profeta anuncia la plenitud de la alegría, y siempre en nombre de Dios proclama: «Yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su aflicción» (31,13). El salmo nos dice que cuando regresaron a su patria la boca se les llenó de sonrisa; ¡es una alegría tan grande! Es el don que el Señor quiere hacer también a cada uno de nosotros, con su perdón que convierte y reconcilia. El profeta Jeremías nos ha dado el anuncio, presentando el regreso de los exiliados como un gran símbolo de la consolación dado al corazón que se convierte. El Señor Jesús, por su parte, ha llevado a cumplimiento este mensaje del profeta. El verdadero y radical regreso del exilio y la confortante luz después de la oscuridad de la crisis de fe, se realiza en la Pascua, en la experiencia llena y definitiva del amor de Dios, amor misericordioso que dona alegría, paz y vida eterna.

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(10) El Salmo “Miserere”. Miércoles 30 de marzo de 2016Terminamos hoy las catequesis sobre la misericordia en el Antiguo Testamento, y lo hacemos meditando el Salmo 51, llamado Miserere. Se trata de una oración penitencial donde la petición de perdón va precedida por la confesión de la culpa y el orante, dejándose purificar por el amor del Señor, se convierte en una nueva criatura, capaz de obediencia, de firmeza de espíritu y de alabanza sincera. El “título” que la antigua tradición hebrea puso a esto Salmo hace referencia al rey David y a su pecado con Betsabé, la mujer de Urías el hitita. Conocemos bien el caso. El rey David, llamado por Dios a apacentar el pueblo y guiarlo por los caminos de la obediencia a la Ley divina, traiciona su propia misión y, tras haber cometido adulterio con Betsabé, hace matar a su marido. ¡Feo pecado! El profeta Natán le desvela su culpa y le ayuda a reconocerla. Es el momento de la reconciliación con Dios, en la confesión de su pecado. ¡Y aquí David fue humilde, fue grande! Quien reza con este Salmo está invitado a tener los mismos sentimientos de arrepentimiento y de confianza en Dios que tuvo David cuando se dio cuenta y, a pesar de ser rey, se humilló sin tener miedo de confesar la culpa y mostrar su miseria al Señor, convencido de la certeza de su misericordia. Y no era un pecado de poca monta, una mentirijilla, lo que había hecho: ¡había cometido un adulterio y un asesinato! El Salmo comienza con estas palabras de súplica: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado» (vv. 3-4). La invocación se dirige al Dios de misericordia para que, movido por un amor grande como el de un padre o una madre, tenga piedad, es decir, conceda la gracia, muestre su favor con benevolencia y comprensión. Es una llamada apremiante a Dios, el único que puede liberar del pecado. Se emplean imágenes muy plásticas: borra, lava, limpia. Se manifiesta, en esta oración, la verdadera necesidad del hombre: la única cosa de la que tenemos auténtica necesidad en nuestra vida es la de ser perdonados, liberados del mal y de sus consecuencias de muerte. Desgraciadamente, la vida nos hace experimentar muchas veces estas situaciones; y lo importante es que debemos confiar en la misericordia. Dios es más grande que nuestro pecado. No olvidemos esto: ¡Dios es más grande que nuestro pecado! “¡Padre, yo no lo sé decir, he cometido tantos y gordos!” Dios es más grande que todos los pecados que podamos hacer. Dios es más grande que nuestro pecado. ¿Lo decimos juntos? Todos juntos: “¡Dios es más grande que nuestro pecado!” Otra vez: “¡Dios es más grande que nuestro pecado!” Otra vez: “¡Dios es más grande que nuestro pecado!” Y su amor es un océano en el que se puede bucear sin miedo a ser agobiados: perdonar para Dios significa darnos la certeza de que Él nunca nos abandona. Cualquier cosa que podamos reprocharnos, Él siempre es más grande que todo (cfr. 1Jn 3,20), porque Dios es más grande que nuestro pecado.

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En este sentido, quien reza con este Salmo busca el perdón, confiesa su culpa, pero reconociéndola celebra la justicia y la santidad de Dios. Y además pide gracia y misericordia. El salmista se encomienda a la bondad de Dios, sabe que el perdón divino es sumamente eficaz, porque crea lo que dice. No esconde el pecado, sino que lo destruye y lo borra; y lo quita de raíz, no como hacen en la tintorería cuando llevamos un vestido y quitan la mancha. ¡No! Dios borra nuestro pecado de raíz, ¡todo! Por eso, el penitente se vuelve puro, toda mancha es eliminada y ahora está más blanco que la nieve incontaminada. Todos somos pecadores. ¿Verdad? Si alguno no se siente pecador que levante la mano... ¡Ninguno! Todos lo somos. Nosotros pecadores, con el perdón, nos volvemos criaturas nuevas, colmadas de espíritu y llenas de alegría. Ahora una nueva realidad comienza para nosotros: un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros, pecadores perdonados, que hemos recibido la gracia divina, podemos incluso enseñar a los demás a no pecar más. “Pero Padre, yo soy débil, yo caigo y caigo”. “Pues si caes, ¡levántate! ¡Levántate!”. Cuando un niño se cae, ¿qué se hace? Agarra la mano de su madre, o de su padre para que lo levante. ¡Hagamos lo mismo! Si caes por debilidad en el pecado, levanta la mano: el Señor la toma y te ayudará a levantarte. ¡Esa es la dignidad del perdón de Dios! La dignidad que nos da el perdón de Dios y la de levantarnos, ponernos siempre de pie, porque Él creó al hombre y a la mujer para que estén de pie. Dice el Salmista: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; […] enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti» (vv. 12.15). Queridos hermanos y hermanas, el perdón de Dios es de lo que tenemos necesidad, y es la señal más grande de su misericordia. Un don que todo pecador perdonado está llamado a compartir con cada hermano y hermana que encuentre. Todos los que el Señor nos ha puesto al lado, los familiares, los amigos, los colegas, los parroquianos…, todos están, como nosotros, necesitados de la misericordia de Dios. Es bonito ser perdonado, pero tú también, si quieres ser perdonado, perdona a tu vez. ¡Perdona! Que nos conceda el Señor, por intercesión de María, Madre de misericordia, ser testigos de su perdón, que purifica el corazón y trasforma la vida.Gracias.

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(11) El Evangelio de la Misericordia. Miércoles 6 de abril de 2016Tras haber reflexionado sobre la misericordia de Dios en el Antiguo Testamento, hoy comenzamos a meditar sobre cómo Jesús mismo la llevó a su pleno cumplimiento. Una misericordia que Él expresó, realizó y comunicó siempre, en todo momento de su vida terrena. Encontrando a las muchedumbres, anunciando el Evangelio, curando a los enfermos, acercándose a los últimos, perdonando a los pecadores, Jesús hace visible un amor abierto a todos, sin excluir a nadie. Abierto a todos sin límites. Un amor puro, gratuito, absoluto. Un amor que alcanza su culmen en el Sacrificio de la cruz. ¡Sí, el Evangelio es de verdad el “Evangelio de la Misericordia”, porque Jesús es la Misericordia! Los cuatro Evangelios atestiguan que Jesús, antes de emprender su ministerio, quiso recibir el bautismo de Juan Bautista (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22; Jn 1,29-34). Este acontecimiento imprime una orientación decisiva a toda la misión de Cristo. Porque no se presentó al mundo en el esplendor del templo: podía hacerlo. No se hizo anunciar a bombo y platillo: podía hacerlo. Tampoco vino bajo la apariencia de un juez: podía hacerlo. En cambio, después de treinta años de vida escondida en Nazaret, Jesús fue al río Jordán, junto a tanta gente de su pueblo, y se puso en la fila con los pecadores. No le dio vergüenza: estaba allí con todos, con los pecadores, para hacerse bautizar. Así pues, desde el inicio de su ministerio, se manifestó como Mesías que se hace cargo de la condición humana, movido por la solidaridad y la compasión. Como Él mismo afirmó en la sinagoga de Nazaret, identificándose con la profecía de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para llevar la buena nueva a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos y la vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). Todo lo que Jesús hizo tras el bautismo fue la realización del programa inicial: traer a todos el amor de Dios que salva. Jesús no trajo el odio, ni trajo la enemistad: ¡nos trajo el amor! ¡Un amor grande, un corazón abierto a todos, a todos nosotros! ¡Un amor que salva! Se hizo próximo a los últimos, comunicándoles la misericordia de Dios que es perdón, alegría y vida nueva. ¡Jesús, el Hijo enviado por el Padre, es realmente el inicio del tiempo de la misericordia para toda la humanidad! Los que estaban presentes a la orilla del Jordán no entendieron en seguida el alcance del gesto de Jesús. El mismo Juan Bautista se asombró de su decisión (cfr. Mt 3,14). ¡Pero el Padre celestial no! Hizo oír su voz desde lo alto: «Tú eres mi Hijo, el amado, en quien me he complacido» (Mc 1,11). De este modo, el Padre confirma el camino que el Hijo ha emprendido como Mesías, mientras baja sobre Él, como una paloma, el Espíritu Santo. El corazón de Jesús late, por así decir, al unísono con el corazón del Padre y del Espíritu, mostrando a todos los hombres que la salvación es fruto de la misericordia de Dios. Podemos contemplar aún más claramente el gran misterio de este amor dirigiendo la mirada a Jesús crucificado. Cuando está a punto de morir inocente por nosotros pecadores, suplica al Padre: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Es en la cruz donde Jesús presenta a la misericordia del Padre el pecado del mundo: el pecado de todos, mis pecados, tus pecados, vuestros pecados. Y ahí, en la cruz, los presenta al Padre. Y con el pecado del mundo, todos nuestros pecados son borrados.

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Nada ni nadie queda excluido de esa oración sacrificial de Jesús. Eso significa que no debemos temer reconocernos y confesarnos pecadores. Cuántas veces decimos: “Ese es un pecador, ha hecho esto y lo otro...”, y juzgamos a los de-más. ¿Y tú? Cada uno debería preguntarse: “Sí, aquel es un pecador. ¿Y yo?”. Todos somos pecadores, pero todos somos perdonados: todos tenemos la posibilidad de recibir ese perdón que es la misericordia de Dios. No debemos temer, pues, reconocernos pecadores, confesarnos pecadores, porque cada pecado ha sido llevado por el Hijo a la Cruz. Y cuando lo confesamos arrepentidos confiándonos a Él, estamos seguros de ser perdonados. El sacramento de la Reconciliación hace actual para cada uno la fuerza del perdón que mana de la Cruz y renueva en nuestra vida la gracia de la misericordia que Jesús nos ha ganado. No debemos temer nuestras miserias: ¡cada uno tiene las suyas! El poder del amor del Crucificado no conoce obstáculos y nunca se gasta. Y esa misericordia borra nuestras miserias. Queridísimos, en este Año Jubilar pidamos a Dios la gracia de experimentar el poder del Evangelio: Evangelio de la misericordia que transforma, que hace entrar en el corazón de Dios, que nos hace capaces de perdonar y mirar al mundo con más bondad. Si acogemos el Evangelio del Crucificado Resucitado, toda nuestra vida quedará plasmada por la fuerza de su amor que renueva.

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(12) La Iglesia no es una “comunidad de perfectos”. Miércoles13 de abril de 2016Hemos escuchado el evangelio de la vocación de Mateo (cfr. Mt 9,9-13). Mateo era un publicano, es decir un recaudador de impuestos a cuenta del Imperio romano, y por eso era considerado un pecador público. Pero Jesús lo llama a seguirle y ser su discípulo. Mateo acepta, y lo invita a cenar a su casa, con sus discípulos. Entonces surge una discusión entre los fariseos y los discípulos de Jesús porque estos comparten mesa con publicanos y pecadores. ¡Pero tú no puedes ir a casa de esa gente!, les decían. En efecto, Jesús no los aleja, es más, frecuenta sus casas y se sienta a su lado; eso significa que también ellos pueden llegar a ser sus discípulos. Y es igualmente cierto que ser cristianos no nos hace impecables. Como el publicano Mateo, cada uno de nosotros confía en la gracia del Señor, a pesar de sus propios pecados. Todos somos pecadores, todos hemos pecado. Llamando a Mateo, Jesús muestra a los pecadores que no mira su pasado, su condición social, sus convenciones exteriores, sino que más bien les abre un nuevo futuro. Una vez escuché un bonito dicho: No hay santo sin pasado y no hay pecador sin futuro. Es bonito, y es lo que hace Jesús. No hay santo sin pasado ni pecador sin futuro. Basta responder a la invitación con corazón humilde y sincero. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón. Así pues, la vita cristiana es escuela de humildad que nos abre a la gracia. Dicho comportamiento no lo comprende quien tiene la presunción de creerse justo y de creerse mejor que los demás. Soberbia y orgullo no permiten reconocerse necesitados de salvación; es más, impiden ver el rostro misericordioso de Dios y actuar con misericordia. Son un muro: la soberbia, el orgullo… Son un muro que impide el trato con Dios. Sin embargo, la misión de Jesús es precisamente esa: venir en busca de cada uno de nosotros, para sanar nuestras heridas y llamarnos a seguirle con amor. Lo dice claramente: No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos (Mt 9,12). Jesús se presenta como un buen médico. Anuncia el Reino de Dios, y las señales de su venida son evidentes: cura las enfermedades, libera del miedo, de la muerte y del demonio. Ante Jesús ningún pecador queda excluido −¡ningún pecador queda excluido!− porque el poder sanador de Dios no conoce enfermedad que no pueda ser curada; y esto nos debe dar confianza y abrir nuestro corazón al Señor para que venga y nos cure. Llamando a los pecadores a su mesa, les cura devolviéndoles la vocación que creían perdida y que los fariseos han olvidado: la de los invitados al banquete de Dios. Según la profecía de Isaías: Preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un banquete de deliciosas viandas, un banquete de vinos excelentes, de alimentos suculentos, de vinos refinados. Y se dirá en aquel día: He aquí a nuestro Dios; en Él hemos esperado para que nos salvase. Este es el Señor en quien hemos esperado; alegrémonos, exultemos por su salvación (25,6-9), así dice Isaías. Si los fariseos ven en los invitados solo pecadores y rechazan sentarse con ellos, Jesús al contrario les recuerda que también ellos son comensales de Dios. De este modo, sentarse a la mesa con Jesús significa ser transformados y salvados por Él. En la comunidad cristiana, la mesa de Jesús es doble: está la mesa de la Palabra y está la mesa de la Eucaristía (cfr. Dei Verbum, 21). Esos son los fármacos con los que el

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Médico Divino nos cura y nos alimenta. Con el primero −la Palabra− se revela y nos invita a un diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar con los pecadores, los publicanos, las prostitutas… ¡No, no tenía miedo, los amaba a todos! Su Palabra penetra en nosotros y, como un bisturí, opera en profundidad para liberarnos del mal que anida en nuestra vida. A veces, esa Palabra es dolorosa porque incide en las hipocresías, desenmascara las falsas excusas, saca a la luz las verdades escondidas; pero al mismo tempo ilumina y purifica, da fuerza y esperanza, es un precioso reconstituyente en nuestro camino de fe. La Eucaristía, por su parte, nos nutre con la misma vida de Jesús y, como un potentísimo remedio, de modo misterioso renueva continuamente la gracia de nuestro Bautismo. Acercándonos a la Eucaristía nos nutrimos con el Cuerpo y la Sangre de Jesús; a pesar de ello, viniendo a nosotros, es Jesús quien nos une a su Cuerpo. Concluyendo el diálogo con los fariseos, Jesús les recuerda una palabra del profeta Oseas (6,6): Id y aprended qué quiere decir misericordia quiero y no sacrificio (Mt 9,13). Dirigiéndose al pueblo de Israel, el profeta le reprocha que las oraciones que elevaban eran palabras vacías e incoherentes. A pesar de la alianza de Dios y la misericordia, el pueblo vivía frecuentemente con una religiosidad de fachada, sin vivir en profundidad el mandato del Señor. Por eso el profeta insiste: Misericordia quiero, es decir, la lealtad de un corazón que reconoce sus pecados, que se arrepiente y vuelve a ser fiel a la alianza con Dios. Y no sacrificio: ¡sin un corazón arrepentido, cualquier acción religiosa es ineficaz! Jesús aplica esta frase profética también a las relaciones humanas: aquellos fariseos eran muy religiosos en la forma, pero no estaban dispuestos a compartir mesa con publicanos y pecadores; no reconocían la posibilidad de un arrepentimiento y, por tanto, de una curación; non ponían en primer lugar la misericordia: aun siendo fieles custodios de la Ley, demostraban no conocer el corazón de Dios. Es como si te regalasen un paquete con un regalo dentro y tú, en vez de ir a buscar el regalo, miras solo el papel en el que está envuelto: solo las apariencias, las formas, y no el núcleo de la gracia, del don que viene dado. Queridos hermanos y hermanas, todos estamos invitados a la mesa del Señor. Hagamos nuestra la invitación a sentarnos junto a Él con sus discípulos. Aprendamos a mirar con misericordia y a reconocer en cada uno de ellos nuestro comensal. Todos somos discípulos que necesitamos experimentar y vivir la palabra consoladora de Jesús. Todos necesitamos nutrirnos de la misericordia de Dios, porque de esa fuente mana nuestra salvación.Gracias.

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(13) El Papa alerta contra el pecado de la hipocresía. Miércoles 20 de abril de 2016Hoy queremos detenemos en un aspecto de la misericordia bien representado en el evangelio de Lucas (Lc 7,37-38.44.47-48): se trata de un hecho sucedido a Jesús cuando era huésped de un fariseo de nombre Simón. Este quiso invitar a Jesús a su casa porque había oído hablar bien de Él como de un gran profeta. Y mientras se hallaban sentados a la mesa, entra una mujer conocida por todos en la ciudad como pecadora. Y, sin decir palabra, se pone a los pies de Jesús y se echa a llorar; sus lágrimas mojan los pies de Jesús, pero ella los seca con sus cabellos y luego los besa y los unge con un perfume que ha traído consigo. Resalta el contraste entre las dos figuras: la de Simón, el celoso servidor de la ley, y la de aquella anónima mujer pecadora. Mientras el primero juzga a los demás por las apariencias, la segunda con sus gestos expresa con sinceridad su corazón. Simón, a pesar de haber invitado a Jesús, no quiere comprometerse ni implicar su vida con el Maestro; la mujer, al contrario, se fía plenamente de Él con amor y veneración. El fariseo no concibe que Jesús se deje contaminar −entre comillas− por los pecadores. Así pensaban ellos. Él piensa que si fuera realmente un profeta debería reconocerlos y mantenerlos lejos para no ser manchado, como si fuesen leprosos. Esta actitud es típica de un cierto modo de entender la religión, y está motivada porque Dios y el pecado se oponen radicalmente. Pero la Palabra de Dios nos enseña a distinguir entre el pecado y el pecador: con el pecado no se pueden hacer componendas, mientras que los pecadores −¡o sea, todos nosotros!−somos como enfermos que hay que curar, y para curarlos hace falta que el médico se les acerque, los visite, los toque. Y, naturalmente, el enfermo para ser curado debe reconocer que necesita al médico. Entre el fariseo y la mujer pecadora, Jesús se inclina por esta última. Jesús, libre de prejuicios que impiden que la misericordia se exprese, el Maestro la deja hacer. Él, el Santo de Dios, sedeja tocar por ella sin temor a ser contaminado. Jesús es libre, libre porque está cerca de Dios que es Padre misericordioso. Y esa cercanía a Dios, Padre misericordioso, da a Jesús la libertad. Es más, entrando en relación con la pecadora, Jesús pone fin a esa condición de aislamiento a la que el severo juicio del fariseo y de sus paisanos −que abusaban de ella− la condenaba: «Tus pecados te son perdonados» (v. 48). La mujer ahora puede irse “en paz”. El Señor ha visto la sinceridad de su fe y de su conversión; por eso, ante todos proclama: «Tu fe te ha salvado» (v. 50). Por una parte, aquella hipocresía de los doctores de la ley; por otra, la sinceridad, la humildad y la fe de la mujer. Todos somos pecadores, pero tantas veces caemos en la tentación de la hipocresía, de creernos mejores que los demás. Pero mira tu pecado…Todos miramos nuestro pecado, nuestras caídas, nuestros errores y miramos al Señor. Esa es la línea de la salvación: la relación entre “yo” pecador y el Señor. Si me siento justo, esa relación de salvación no se da. En ese momento, un asombro aún más grande llena a todos los comensales: «¿Quién es este que hasta perdona los pecados?» (v. 49). Jesús no da una respuesta explícita, pero la conversión de la pecadora está a los ojos de todos y demuestra que en Él brilla la potencia de la misericordia de Dios, capaz de trasformar los corazones.

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La mujer pecadora nos enseña el vínculo entre fe, amor y reconocimiento. Le han sido perdonados sus «muchos pecados» y por eso ama mucho; «en cambio, al que poco se le perdona, ama poco» (v. 47). Hasta el mismo Simón debe admitir que ama más aquel a quien se le ha perdonado más. Dios ha metido a todos en el mismo misterio de misericordia; y de ese amor, que siempre nos precede, todos aprendemos a amar. Como recuerda san Pablo: «en Cristo tenemos la redención por su sangre, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia, que hizo sobreabundar en nosotros» (Ef 1,7-8). En este texto, el término gracia es prácticamente sinónimo de misericordia, y se da abundante, es decir, más allá de cualquier expectativa nuestra, porque realiza el plan salvador de Dios para cada uno de nosotros. Queridos hermanos, seamos agradecidos por el don de la fe, agradezcamos el Señor su amor tan grande e inmerecido. Dejemos que el amor de Cristo se derrame en nosotros: a ese amor aspira el discípulo y en él se funda; de ese amor cada uno se puede nutrir y alimentar. Así, en el amor agradecido que a nuestra vez derramamos en nuestros hermanos, en nuestras casas, en la familia, en la sociedad, se comunica a todos la misericordia del Señor. Gracias.

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(14) El verdadero amor no hace distinción entre personas. Miércoles 27 de abril de 2016Hoy reflexionamos sobre la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37). Un doctor de la Ley pone a prueba a Jesús con esta pregunta: «Maestro, ¿qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (v. 25). Jesús le pide que responda él mismo, y aquél la da perfectamente: «Amarás el Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (v. 27). Jesús entonces concluye: «Haz eso y vivirás» (v. 28). Pero aquel hombre plantea otra pregunta, que es muy valiosa para nosotros: «¿Quién es mi prójimo?» (v. 29), se sobreentiende: “¿Mis parientes? ¿Mis paisanos? ¿Los de la mi religión?...”. En definitiva, quiere una regla clara que le permita clasificar a los demás en “prójimo” y “no-prójimo”, en los que pueden ser prójimos y en los que no pueden ser prójimos. Y Jesús responde con una parábola, que pone en escena a un sacerdote, un levita y un samaritano. Los primeros dos son figuras ligadas al culto del templo; el tercero es un hebreo cismático, considerado como un extranjero, pagano e impuro, o sea, el samaritano. En el camino de Jerusalén a Jericó el sacerdote y el levita se encuentran a un hombre moribundo, al que los bandidos han asaltado, robado y abandonado. La Ley del Señor en situaciones similares preveía la obligación de socorrerlo, pero ambos pasan de largo sin pararse. Tenían prisa… El sacerdote, quizá, miró el reloj y dijo: “Es que llego tarde a Misa… Tengo que decir Misa”. Y el otro dijo: “Pues no sé si la Ley me lo permite, porque hay sangre, y quedaré impuro…”. Van por otro camino y no se acercan. Y aquí la parábola nos ofrece una primera enseñanza: no es automático que quien frecuenta la casa de Dios y conoce su misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es automático! Tú puede saber toda la Biblia, puedes conocer todas las rúbricas litúrgicas, puedes saber toda la teología, pero del conocer no es automático el amar: amar tiene otra camino, hace falta la inteligencia, pero también algo más… El sacerdote y el levita ven, pero ignoran; miran, pero no hacen nada. Sin embargo, no existe verdadero culto si no se traduce en servicio al prójimo. No lo olvidemos nunca: ante el sufrimiento de tanta gente agotada por el hambre, la violencia y las injusticias, no podemos permanecer espectadores. Ignorar el sufrimiento del hombre, ¿qué significa? ¡Significa ignorar a Dios! Si yo no me acerco a aquel hombre, a aquella mujer, a aquel niño, a aquel anciano o anciana que sufre, no me acerco a Dios. Pero vayamos al centro de la parábola: el samaritano, o sea, precisamente el despreciado, sobre el que nadie apostaría nada, y que también tenía sus compromisos y sus cosas que hacer, cuando ve al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que estaban ligados al Templo, sino «que tuvo compasión» (v. 33). Así dice el Evangelio: “Tuvo compasión”, es decir, el corazón, ¡las entrañas se le conmovieron! Esa es la diferencia. Los otros dos “vieron”, pero sus corazones permanecieron cerrados, fríos. En cambio el corazón del samaritano estaba sintonizado con el corazón mismo de Dios. Porque la “compasión” es una característica esencial de la misericordia de Dios. Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué quiere decir? Padece con nosotros, nuestros sufrimientos Él los siente. Compasión significa “padecer con”. El verbo indica que las entrañas se remueven a la vista del mal del hombre.

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Y en los gestos y en acciones del buen samaritano reconocemos el obrar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma compasión con la que el Señor sale al encuentro de cada uno de nosotros: Él no nos ignora, conoce nuestros dolores, sabe cuánta necesidad tenemos de ayuda y consuelo. Se nos acerca y nunca nos abandona. Que cada uno se haga la pregunta y responda en su corazón: “¿Yo me lo creo? ¿Creo que el Señor tiene compasión de mí, tal y como soy, pecador, con tantos problemas y tantas cosas?” Pensad en eso, y la respuesta es: “¡Sí!”. Pero cada uno debe mirar en el corazón si tiene fe en esa compasión de Dios, de Dios bueno que se acerca, nos cura, nos acaricia. Y si lo rechazamos, Él espera: es paciente y está siempre junto a nosotros. El samaritano se comporta con verdadera misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo transporta a un albergue, cuida de él personalmente y paga su asistencia. Toso esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino que significa cuidar del otro hasta pagar en persona. Significa comprometerse dando todos los pasos necesarios para “acercarse” al otro hasta hacerse uno con él: «amarás al prójimo como a ti mismo». Ese es el Mandamiento del Señor. Concluida la parábola, Jesús devuelve la pregunta al doctor de la Ley y le pide: «¿Quién de estos tres te parece que haya sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?» (v. 36). La respuesta es finalmente inequívoca: «El que tuvo compasión de él» (v. 27). Al comienzo de la parábola, para el sacerdote y el levita el prójimo era el moribundo; al final, el prójimo es el samaritano que se acercó. Jesús da la vuelta a la perspectiva: no clasificar a los demás para ver quien es prójimo y quién no. Tú puedes ser prójimo de cualquiera que encuentres en necesidad, y lo serás si en tu corazón tienes compasión, es decir, si tienes esa capacidad de padecer con el otro. Esta parábola es uno estupendo regalo para todos nosotros, ¡y también un compromiso! A cada uno de nosotros Jesús repite lo que dijo al doctor de la Ley: «Ve, y haz tú lo mismo» (v. 37). Estamos todos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano, que es figura de Cristo: Jesús se inclinó hacia nosotros, se hizo nuestro siervo, y así nos salvó, para que también nosotros podamos amarnos como él nos amó, del mismomodo.

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(15) Dios no considera a nadie definitivamente perdido. Miércoles 04 de Mayo de 2016 Conocemos todos la imagen del Buen Pastor que carga sobre sus hombros la oveja perdida. Desde siempre esta imagen representa la solicitud de Jesús con los pecadores y la misericordia deDios que no se resigna a perder ninguno. La parábola la cuenta Jesús para dar a entender que su cercanía a los pecadores no debe escandalizar, sino al contrario provocar en todos una seria reflexión sobre cómo vivimos nuestra fe. En el relato están, por una parte, los pecadores que se acercan a Jesús para escucharle y, por otra parte,los doctores de la ley, los escribas sospechosos que se alejan de él por ese comportamiento suyo. Se alejanporque Jesús se acerca a los pecadores. Estos eran orgullosos, eran soberbios, se creían justos. Nuestra parábola se desarrolla en torno a tres personajes: el pastor, la oveja perdida y el resto del rebaño. Pero el que actúa es solo el pastor, no las ovejas.Así pues, el pastor es el único protagonista y todo depende de él. Una pregunta introduce la parábola: ¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja a las noventa y nueve en el desierto y sale en busca de la perdida hasta encontrarla (v. 4). Se trata de una paradoja que hace dudar del obrar del pastor: ¿Es prudente abandonar a las noventa y nueve por una sola oveja? ¿Y, además, no en la seguridad de un redil sino en el desierto? Según la tradición bíblica,el desierto es lugar de muerte, donde es difícil encontrar comida y agua, sin resguardo y a merced de las fieras y ladrones.¿Qué pueden hacer noventa y nueve ovejas indefensas? La paradoja continúa diciendo que el pastor, encontrada la oveja, la carga sobre sus hombros, va a casa, llama a los amigos y vecinos y les dice: Alegraos conmigo(v. 6). ¡Parece que el pastor no vuelva al desierto a recuperar todo el rebaño! Preocupado por aquella única oveja, parece olvidar a las otras noventa y nueve. Pero en realidad no es así. La enseñanza que Jesús quiere darnos es más bien que ninguna oveja puede perderse. El Señor no puede resignarse a que una sola persona pueda perderse. El obrar de Dios es el que va en busca de los hijos perdidos para luego celebrarlo y alegrarse con todos por su hallazgo. Se trata de un deseo irrefrenable: ni siquiera noventa y nueve ovejas pueden retener al pastor y tenerlo encerrado en el redil.Podría razonar:Bueno, si hacemos balance, tengo noventa y nueve, y he perdido una; no es una gran pérdida. Pero no, va a buscar aquella, porque cada una de ellas es muy importante para él, y aquella es la más necesitada, la más abandonada, la más descartada; y va allí a buscarla. Todos estamos avisados: la misericordia con los pecadores es el estilo con el que actúa Dios y Él es absolutamente fiel a esa misericordia: nada ni nadie podrá distraerlo de su voluntad de salvación. Dios no conoce nuestra actual cultura del descarte; para Dios eso no cuenta. Dios no descarta a ningunapersona; Dios ama a todos, busca a todos... ¡A todos! Uno a uno. Él no conoceesa palabra: descartar a la gente, porque es todo amor y todo misericordia. El rebaño del Señor está siempre en camino: no posee al Señor, ni puede engañarse con encerrarlo en nuestros esquemas y en nuestras estrategias. Encontraremos al pastor donde esté la oveja perdida. Así pues, al Señor hay que buscarlo donde él nos quiere

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encontrar, no donde nosotros pretendemos encontrarlo. De ningún otro modo se podrá recomponer el rebaño si no siguiendo el camino trazado por la misericordia del pastor. Mientras busca la oveja perdida, provoca a las noventa y nueve a que participen en la reunificación del rebaño. Así que no solo la oveja cargada a los hombros sino que todo el rebaño seguirá al pastor a su casa para celebrarlo con amigos y vecinos. Debemos reflexionar más a menudo sobre esta parábola porque en la comunidad cristiana siempre hay alguno que falta y se ha ido dejando el sitio vacío. A veces es desalentadory nos lleva a creer que es una pérdida inevitable, una enfermedadsin remedio. Es entonces cuando corremos el peligro de encerrarnos dentro del redil, donde no habrá olor a oveja, sino ¡peste a cerrado! Y los cristianos no debemos estar encerrados porque apestaríamos a cosas cerradas. ¡Nunca! Tenemos que salir y ese encerrarse en sí mismo, en las pequeñas comunidades, en la parroquia, allá... −pues nosotros, los justos... Esto sucede cuando falta el celo misionero que nos lleva a encontrar a los demás. En la visión de Jesús no hay ovejas definitivamente perdidas, esto tenemos que entenderlo bien: para Dios ninguno está definitivamente perdido. ¡Jamás! Hasta el último momento, Dios nos busca. Pensad en el buen ladrón; solo en la visión de Jesús nadie está definitivamente perdido sino solo ovejas que hay que encontrar. La perspectiva por tanto es toda dinámica, abierta, estimulante y creativa. Nos lleva a salir a buscar, para emprender un camino de fraternidad. Ninguna distancia puede tener alejado al pastor; y ningún rebaño puede renunciar a un hermano. Encontrar a quien se ha perdido es la alegría del pastor y de Dios, ¡pero es también la alegría de todo el rebaño! Todos somos ovejas encontradas y reunidas por la misericordia del Señor, llamados a reunirnos con él y con todo el rebaño. Gracias.

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(16) El Papa explica la parábola del padre misericordioso. Miércoles 11 de Mayo de 2016 Esta audiencia de hoy se tiene en dos sitios: como había riesgo de lluvia, losenfermos están en el Aula Pablo VI conectados con nosotros con la pantallagigante;dossitiosperounasolaaudiencia.Saludamosalosenfermosqueestánenel Aula Pablo VI. Hoy queremos reflexionar sobre la parábola del Padremisericordioso.Nos habla de un padre y de sus dos hijos, y nos da a conocer lamisericordiainfinitadeDios.Partamos del final, es decir, de la alegría del corazón del Padre, que dice:«Celebremos, porque esto hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estabaperdidoyhasidoencontrado»(vv.23-24).Conestaspalabraselpadreinterrumpealhijomenorenelmomentoenqueestabaconfesandosuculpa:«Yanosoydignode ser llamado hijo tuyo…» (v. 19). Pero esta expresión es insoportable para elcorazóndelpadreque,porelcontrario,seapresuraarestituiralhijolossignosdelsudignidad:elvestidobueno,elanillo,lassandalias.Jesúsnodescribeaunpadreofendidoniresentido,unpadreque,porejemplo,dicealhijo: “¡Melaspagarás!”:no,elpadreloabraza,loesperaconamor.Alcontrario,loúnicoquelepreocupaalpadreesqueestehijoestéanteélsanoysalvo,yesolohacefelizyhaceunafiesta.La acogida del hijo que vuelve se describe de modo conmovedor: «Cuando aúnestaba lejos,supadre lovio, tuvocompasión,corrióasuencuentro,se leechóalcuelloylobesó»(v.20).Cuantaternura;loviodelejos:¿quésignificaesto?Queelpadresubíaalaterrazacontinuamenteparavigilarelcaminoyversielhijovolvía;aquelhijoquehabíahechodetodo,peroelpadreloesperaba.¡Quéhermosuralaternuradelpadre!Lamisericordiadelpadreesdesbordante,incondicionada,ysemanifiestamuchoantesdequeelhijohable.Ciertamente, el hijo sabe que se equivocó y lo reconoce: «He pecado… trátamecomo a uno de tus empleados» (v. 19). Pero estas palabras se disuelven ante elperdóndelpadre.Elabrazoyelbesodesupapálehacencomprenderquesiemprefue considerado hijo, a pesar de todo. Es importante esta enseñanza de Jesús:nuestra condición de hijos de Dios es fruto del amor del corazón del Padre; nodepende de nuestrosméritos o de nuestras acciones, y, por tanto, nadie puedequitárnosla,¡nisiquieraeldiablo!Nadiepuedequitarnosestadignidad.EstaspalabrasdeJesúsnosanimananodesesperarnunca.Piensoenlasmadresypadrespreocupadoscuandovenaloshijosalejarseporcaminospeligrosos.Piensoen los párrocos y catequistas que a veces se preguntan si su trabajo ha sido envano.Ypiensotambiénenquienseencuentraenlacárcelyleparecequesuvidaestéacabada;enquieneshantomadodecisionesequivocadasynoconsiguenmiraralfuturo;entodoslosquetienenhambredemisericordiaydeperdónycreennomerecerlo…Encualquiersituacióndelavida,nodeboolvidarquenuncadejarédeserhijodeDios,serhijodeunPadrequemeamayesperamivuelta.Inclusoenlasituación más fea de la vida, Dios me espera, Dios quiere abrazarme, Dios meespera.En la parábola hay otro hijo, el mayor; también él necesita descubrir la

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misericordiadelpadre.Siempresehaquedadoencasa,¡peroestandistintodesupadre! Sus palabras carecen de ternura: «Yo te siervo desde hace tantos años ynunca he desobedecido a unmandato tuyo…pero ahora que ha vuelto este hijotuyo…»(vv.29-30).Vemoseldesprecio:nuncadice“padre”,nuncadice“hermano”,piensa solo en símismo, se gloría de haber estado siempre junto al padre y dehaberle servido; sin embargo, jamás ha vivido con alegría esa cercanía. Y ahoraacusaalpadredenohaberledadonuncauncabritoparahacerunafiesta.¡Pobrepadre!Unhijosehabíaido,yelotronuncaestuvocercadeverdad!Elsufrimientodel padre es como el sufrimiento de Dios, el sufrimiento de Jesús cuando nosalejamosoporquenosvamoslejosoporqueestamoscercaperosinsercercanos.Elhijomayor,tambiénélnecesitamisericordia.Losjustos,losquesecreenjustos,tambiénellosnecesitanmisericordia.Estehijonosrepresentaanosotroscuandonos preguntamos si vale la pena trabajar tanto si luego no recibimos nada acambio. Jesús nos recuerda que en la casa del Padre no se está para tener unacompensación, sino porque se tiene la dignidad de hijos corresponsables. No setratade“regatear”conDios,sinodeseguiraJesúsquesedioasímismoenlacruzsinmedida.«Hijo,túestássiempreconmigoytodolomíoestuyo,perohabíaquecelebrarloyalegrarse» (v. 31). Así dice el Padre al hijo mayor. ¡Su lógica es la de lamisericordia! El hijo menor pensaba que merecía un castigo a causa de suspecados, el hijo mayor se esperaba una recompensa por sus servicios. Los doshermanosnohablanentresí,vivenhistoriasdiferentes,peroambosrazonansegúnuna lógica extraña a Jesús: si haces bien recibes un premio, si haces mal erescastigado;yesanoeslalógicadeJesús,¡noloes!Esalógicaestrasformadaporlaspalabrasdelpadre:«Habíaquecelebrarloyalegrarseporqueestehermanostuyoestabamuertoyhavueltoa lavida,estabaperdidoyhasidohallado»(v.31).Elpadre ha recuperado al hijo perdido, ¡y ahora puede también devolverlo a suhermano!Sinelmenor,tambiénelhijomayordejadeserun“hermano”.Laalegríamásgrandeparaelpadreesverquesushijossereconozcanhermanos.Los hijos pueden decidir si unirse a la alegría del padre o rechazarlo. Debeninterrogarsesobresusdeseosysobrelavisiónquetienendelavida.Laparábolaterminadejandoelfinalensuspenso:nosabemosquédecidióhacerelhijomayor.Y eso es un estímulo para nosotros. Este Evangelio nos enseña que todosnecesitamosentrarenlacasadelPadreyparticiparensualegría,ensufiestadelamisericordiaydelafraternidad.¡Hermanosyhermanas,abramosnuestrocorazón,paraser“misericordiososcomoelPadre”!

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(17) El rico Epulon y el pobre Lazaro. Miércoles 18 de Mayo de 2016 Deseo detenerme con vosotros hoy en la parábola del hombre rico y del pobreLázaro.Lavidadeestasdospersonasparecetranscurrirporraílesparalelos:suscondicionesdevidasonopuestasyabsolutamentenadacomunicantes.Elportóndelacasadelricoestásiemprecerradoparaelpobre,queyacefuera,intentandocomeralgunassobrasdelamesadelrico.Estevisteconlujo,mientrasqueLázaroestácubiertodellagas;elricocadadíacelebragrandesbanquetes,mientrasLázaromueredehambre.Sololosperrossepreocupandeél,yvienenalamerlelasllagas.EstaescenarecuerdaelduroreprochedelHijodelhombreeneljuiciofinal:Tuvehambreynomedisteisde comer, tuve sedynomedisteisdebeber, estaba […]denudoynomevestisteis(Mt25,42-43).Lázarorepresentabienelgritosilenciosode los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo dondeinmensasriquezasyrecursosestánenmanosdeunospocos.Jesús dice que un día aquel hombre rico murió: los pobres y los ricos mueren,tienen el mismo destino, como todos nosotros, no hay excepciones a esto. Yentonces aquel hombre se dirige a Abraham suplicándole con el apelativo de“padre”(vv.24.27).Reivindicasersuhijo,pertenecientealpueblodeDios.PeroenvidanodemostróconsideraciónalgunaaDios,esmás,hizodesímismoelcentrodetodo,encerradoensumundodelujoyderroche.ExcluyendoaLázaro,notuvoen cuenta ni al Señor, ni a su ley. ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Estodebemos aprenderlo bien: ignorar al pobre es despreciar aDios.Hay un detalleconcretoenlaparábolaquehayqueseñalar:elriconotienenombre,sinosoloeladjetivo: “el rico”; mientras que el del pobre se repite cinco veces, y “Lázaro”significa“Diosayuda”.Lázaro,queyaceantelapuerta,esunavivallamadaalricoparaacordarsedeDios,peroelriconoacogedicha llamada.Serácondenadoportanto no por sus riquezas, sino por haber sido incapaz de sentir compasión porLázaroydesocorrerlo.Enlasegundapartedelaparábola,encontramosaLázaroyalricodespuésdesumuerte (vv. 22-31). En elmás allá la situación ha cambiado: el pobre Lázaro esllevadopor losángelesal cielo, juntoaAbraham;el rico, en cambio,seprecipitaentre tormentos. Entonces el rico levantó los ojos y vio de lejos a Abraham y aLázarojuntoaél.ParececomosivieraaLázaroporprimeravez,perosuspalabraslotraicionan:PadreAbraham−dice−,tenmisericordiademí,yenvíaaLázaroparaque moje la punta de su dedo en agua, y refresque mi lengua; porque estoyatormentado en estas llamas. Ahora el rico reconoce a Lázaro y le pide ayuda,mientrasqueenvidadisimulabanoverlo−¡cuántasvecestantagentedisimulanover a los pobres! Para ellos los pobres no existen−. Primero le negaba hasta lassobrasdesumesa, ¡yahoraquiereque le llevedebeber!Todavíacreequetienederechos por su anterior condición social. Declarando imposible cumplir supetición, Abraham en persona ofrece la clave de todo el relato: explica que losbienesylosmaleshansidodistribuidosparacompensarlainjusticiaterrena,ylapuerta que separaba en vida al rico del pobre, se ha transformada en «un granabismo».MientrasLázaroestuvoantesucasa,paraelricoexistíalaposibilidaddesalvación,abrir lapuerta,ayudaraLázaro,peroahoraqueamboshanmuerto,lasituación se ha vuelto irreparable. Dios nunca aparece directamente, pero laparábola pone claramente en guardia: lamisericordia deDios con nosotros está

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vinculada a nuestra misericordia con el prójimo; cuando falta ésta, tampocoaquellaencuentrasitioennuestrocorazóncerrado,nopuedeentrar.Siyonoabrola puerta demi corazón al pobre, esa puerta permanece cerrada. También paraDios.Yestoesterrible.Enesemomento,elricopiensaensushermanos,quecorrenelriesgodetenerelmismo fin, y pide que Lázaro pueda volver al mundo para advertirles. PeroAbraham replica: Tienen a Moisés y a los profetas, que los oigan a ellos. Paraconvertirnos,nodebemosesperarsucesosprodigiosos,sinoabrirelcorazóna laPalabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Diospuedereviviruncorazónsecoycurarlodesuceguera.ElricoconocíalaPalabradeDios,peronoladejóentrarensucorazón,nolaescuchó,poreso fue incapazdeabrir losojosy tenercompasióndelpobre.Ningúnmensajeroniningúnmensajepodránsustituiralospobresqueencontramosenelcamino,porqueenellosvienea nuestro encuentro Jesúsmismo: Todo lo que hicisteis a uno solo de estosmishermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis (Mt 25,40), dice Jesús. Así, en elcambio de suerte que la parábola describe se esconde el misterio de nuestrasalvación, donde Cristo une la pobreza a la misericordia. Queridos hermanos yhermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de latierra,podemoscantarconMaría:Derribódelostronosalospoderosos,yexaltóalos humildes. A los hambrientos los colmó de bienes, y a los ricos los despidióvacíos(Lc1,52-53).

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(18) La oración, transforma el deseo y lo modela según la voluntad de Dios. Miércoles 25 de Mayo de 2016 Queridoshermanosyhermanas,¡buenosdías!Laparábolaevangélicaqueapenashemosescuchado(Cfr.Lc18,1-8)contieneunaenseñanzaimportante:«queesnecesarioorarsiempresindesanimarse»(v.1).Porlotanto,nosetratadeoraralgunasveces,cuandotengoganas.No,Jesúsdicequesenecesita«orarsiempresindesanimarse».Yponeelejemplodelaviudayeljuez.Eljuezesunpersonajepoderoso,llamadoaemitirsentenciasbasándoseenlaLeyde Moisés. Por esto la tradición bíblica exhortaba que los jueces sean personastimoratasdeDios,dignasde fe, imparcialese incorruptibles (Cfr.Ex18,21).Nosharábienescucharestotambiénhoy,¡eh!Alcontrario,estejuez«notemíaaDiosnileimportabanloshombres»(V.2).Eraunjuezperverso,sinescrúpulos,quenoteníaencuentaalaLeyperohacialoquequería,segúnsusintereses.Aélsedirigeuna viuda para obtener justicia. Las viudas, junto a los huérfanos y a losextranjeros,eranlascategoríasmásdébilesdelasociedad.Susderechostuteladospor la Ley podían ser pisoteados con facilidad porque, siendo personas solas eindefensas,difícilmentepodíanhacersevaler:unapobreviuda,ahí,sola,nadie ladefiende,podíanignorarla,inclusonohacerlejusticia;asítambiénelhuérfano,asíelextranjero,elmigrante.¡Lomismo!Enaqueltiempoeramuyfuerteesto.Antelaindiferenciadeljuez,laviudarecurreasuúnicaarma:continuarinsistentementeen fastidiarlo presentándole su pedido de justicia. Y justamente con estaperseverancia alcanza su objetivo. El juez, de hecho, en cierto momento lacompensa,noporqueesmovidoporlamisericordia,niporquelaconcienciaseloimpone;simplementeadmite:«Perocomoestaviudamemolesta, leharé justiciaparaquenovengacontinuamenteafastidiarme»(v.5).DeestaparábolaJesússacaunadobleconclusión:silaviudahalogradoconvenceral juez deshonesto con sus pedidos insistentes, cuanto más Dios, que es Padrebuenoyjusto,«harájusticiaasuselegidos,queclamanaÉldíaynoche»;yademásno«lesharáesperarpormuchotiempo»,sinoactuará«rápidamente»(vv.7-8).Por esto, Jesús exhorta a orar “sin desfallecer”. Todos sentimos momentos decansancioydedesánimo,sobretodocuandonuestraoraciónpareceineficaz.PeroJesús nos asegura: adiferencia del juez injusto, queDios escucha rápidamente asushijos,aunquesiestonosignificaquelohagaenlostiemposyenlosmodosquenosotros quisiéramos. ¡La oración no es una varita mágica! ¡No es una varitamágica!ÉstanosayudaaconservarlafeenDiosyaconfiarenÉlinclusocuandonocomprendemossuvoluntad.Enesto,Jesúsmismo–¡queorabatanto!–nosdaelejemplo.LaCartaalosHebreosrecuerdaque–asídice–«Éldirigiódurantesuvidaterrenasúplicasyplegarias,con fuertesgritosy lágrimas,aaquelquepodíasalvarlodelamuerte,yfueescuchadoporsuhumildesumisión»(5,7).Aprimeravista esta afirmación parece inverosímil, porque Jesús hamuerto en la cruz. NoobstantelaCartaalosHebreosnoseequivoca:DiosdeverdadhasalvadoaJesúsde la muerte dándole sobre ella la completa victoria, pero ¡el camino recorridoparaobtenerlahapasadoa travésde lamismamuerte!Lareferenciaa lasúplicaqueDioshaescuchadoserefierea laoraciónde JesúsenelGetsemaní. Invadido

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porlaangustiaoprimente,JesúspidealPadrequeloliberedelcálizamargodelapasión,perosuoraciónestaempapadadelaconfianzaenelPadreyseencomiendasin reservas a su voluntad: «Pero – dice Jesús – no se hagami voluntad, sino latuya»(Mt26,39).Elobjetodelaoraciónpasaaunsegundoplano;loqueimportaantesdenadaeslarelaciónconelPadre.Esestoloquehacelaoración:transformael deseo y lomodela según la voluntad de Dios, cualquiera que esa sea, porquequienoraaspiraantetodoalauniónconDios,queesAmormisericordioso.La parábola termina con una pregunta: «Pero cuando venga elHijo del hombre,¿encontrará fe sobre la tierra?» (v. 8). Y con esta pregunta estamos todosadvertidos:nodebemosdesistirenlaoraciónaunquenoseacorrespondida.¡Eslaoraciónqueconservalafe,sinellalafevacila!PidamosalSeñorunafequesehagaoración incesante, perseverante, como aquella de la viuda de la parábola, una fequesenutredeldeseodesullegada.Yenlaoraciónexperimentamoslacompasiónde Dios, que como un Padre va al encuentro de sus hijos lleno de amormisericordioso.¡Gracias!

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(19) La humildad es la condición necesaria para ser escuchados por Dios. Miércoles 01 de junio de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y la viuda, sobre la necesidad de orar con perseverancia. Hoy, con otra parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud justa para orar e invocar la misericordia del Padre: cómo se debe orar. Una actitud justa para orar. Es la parábola del fariseo y del publicano (Cfr. Lc 19,9-14). Ambos protagonistas suben al templo a orar, pero actúan de modos muy diferentes, obteniendo resultados opuestos. El fariseo ora «de pie» (v. 11), y usa muchas palabras. La suya, si, es una oración de agradecimiento dirigida a Dios, pero en realidad es un alarde de sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los «demás hombres», calificándolos como «ladrones, injustos y adúlteros», como, por ejemplo – y señala a aquel otro que estaba ahí - «como ese publicano» (v. 11). Pero precisamente aquí está el problema: aquel fariseo ora a Dios, pero en verdad mira a sí mismo. ¡Ora a si mismo! En vez de tener delante a sus ojos al Señor, tiene un espejo. A pesar de encontrarse en el templo, no siente la necesidad de postrarse delante de la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, ¡casi fuera él, el dueño del templo! Él enumera las buenas obras cumplidas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga la “décima” parte de todo aquello que posee. En conclusión, más que orar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Y además, su actitud y sus palabras están lejos del modo de actuar y de hablar de Dios, quien ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Éste desprecia a los pecadores, también cuando señala al otro que está ahí. Aquel fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo. No basta pues preguntarnos cuánto oramos, debemos también examinarnos cómo oramos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar la arrogancia y la hipocresía. Pero, yo pregunto: ¿se puede orar con arrogancia? No. ¿Se puede orar con hipocresía? No. Solamente, debemos orar ante Dios como nosotros somos. Pero éste oraba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos metidos en la agitación del ritmo cotidiano, muchas veces a merced de sensaciones, desorientadas, confusas. Es necesario aprender a encontrar el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es ahí que Dios nos encuentra y nos habla. Solamente a partir de ahí podemos nosotros encontrar a los demás y hablar con ellos. El fariseo se ha encaminado hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber perdido el camino de su corazón. El publicano en cambio se presenta en el templo con ánimo humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» (v. 13). Su oración es breve, no es tan larga como aquella del fariseo: «Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador». Nada más. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. Bella oración, ¿eh? Podemos decirla tres veces, todos juntos. Digámosla: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. De hecho, los cobradores de impuestos – llamados justamente, publicanos – eran considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y generalmente asociados a los

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“pecadores”. La parábola enseña que se es justo o pecador no por la propia pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y simples palabras del publicano testimonian su conciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial. Actúa como un humilde, seguro solo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque tenía ya todo, el publicano puede solo mendigar la misericordia de Dios. Y esto es bello, ¿eh? Mendigar la misericordia de Dios. Presentándose “con las manos vacías”, con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final justamente él, despreciado así, se convierte en icono del verdadero creyente. Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Les aseguro que este último – es decir, el publicano - volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (v. 14). De estos dos, ¿Quién es el corrupto? El fariseo. El fariseo es justamente el icono del corrupto que finge orar, pero solamente logra vanagloriarse de sí mismo delante de un espejo. Es un corrupto pero finge orar. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja a Dios y a los demás. Si Dios prefiere la humildad no es para desanimarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser ensalzados por Él, así poder experimentar la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no alcanza el corazón de Dios, la humildad del miserable lo abre. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los hombres. Delante a un corazón humilde, Dios abre su corazón totalmente. Es esta humildad que la Virgen María expresa en el cantico del Magníficat: «Ha mirado la humillación de su esclava. […] Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen» (Lc 1,48.50). Que Ella nos ayude, nuestra Madre, a orar con un corazón humilde. Y nosotros, repitamos tres veces más, aquella bella oración: “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. “Oh Dios, ten piedad de mí pecador”. Gracias.

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(20) Las bodas de Caná, una Alianza nueva y definitiva. Miércoles 08 de junio de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Antes de comenzar la catequesis, quisiera saludar a un grupo de parejas – ahí al final – que celebran cincuenta años de matrimonio. ¡Aquello sí que es el vino bueno de la familia! La suya es un testimonio que los nuevos esposos – que saludare después – y los jóvenes deben aprender. Es un bello testimonio. Gracias por su testimonio. Después de haber comentado algunas parábolas de la misericordia, hoy nos detenemos en uno de los primeros milagros de Jesús, que el evangelista Juan llama “signos”, porque Jesús no los hizo para suscitar maravilla, sino para revelar el amor del Padre. El primero de estos signos prodigiosos es narrado justamente por Juan (2,1-11) y se cumplió en Caná de Galilea. Se trata de una especie de “puerta de ingreso”, en el cual se han esculpido palabras y expresiones que iluminan el entero misterio de Cristo y abren el corazón de los discípulos a la fe. Veamos algunos. En la introducción encontramos la expresión «Jesús también fue invitado con sus discípulos» (v. 2). A aquellos que Jesús ha llamado a seguirlo, los ha ligado a sí en una comunidad y ahora, como una única familia, son invitados todos a la boda. Dando inicio a su ministerio público en las bodas de Caná, Jesús se manifiesta como el esposo del pueblo de Dios, anunciado por los profetas, y nos revela la profundidad de la relación que nos une a Él: es una nueva Alianza de amor. ¿Qué cosa hay en el fundamento de nuestra fe? Un acto de misericordia con el cual Jesús nos ha ligado a sí. Y la vida cristiana es la respuesta a este amor, es como la historia de dos enamorados. Dios y el hombre se encuentran, se buscan, se hallan, se celebran y se aman: exactamente como el amado y la amada del Cantar de los Cantares. Todo lo demás viene como consecuencia de esta relación. La Iglesia es la familia de Jesús en el cual se vierte su amor; es este amor que la Iglesia cuida y quiere donar a todos. En el contexto de la Alianza se comprende también la observación de la Virgen: «No tienen vino» (v. 3). ¿Cómo es posible celebrar las bodas y hacer fiesta si falta aquello que los profetas indicaban como un elemento típico del banquete mesiánico (Cfr. Am 9,13-14; Jo 2,24; Is 25,6)? El agua es necesaria para vivir, pero el vino expresa la abundancia del banquete y la alegría de la fiesta. Es una fiesta de bodas en la cual falta el vino; los nuevos esposos pasan vergüenza, sienten vergüenza y se avergüenzan de esto. Pero imaginen terminar una fiesta de bodas bebiendo te; sería una vergüenza. El vino es necesario para la fiesta. Transformando en vino el agua de las tinajas destinadas «a los ritos de purificación de los Judíos» (v. 6), Jesús realiza un signo elocuente: transforma la Ley de Moisés en Evangelio, portador de alegría. Como dice en otro pasaje el mismo Juan: «La Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (1,17). Las palabras que María dirige a los sirvientes coronan el cuadro nupcial de Caná: «Hagan todo lo que él les diga» (v. 5). Es curioso: son sus últimas palabras reportadas en los Evangelio: son la herencia que nos entrega a todos nosotros. También hoy la Virgen nos dice a todos nosotros: «Hagan todo lo que él les diga». Es la herencia que nos ha dejado: ¡es bello! Se trata de una expresión que evoca la fórmula de fe utilizada por el pueblo de Israel en el Sinaí como respuesta a las promesas de la alianza: «Estamos decididos a poner en práctica todo lo que ha dicho el Señor» (Ex 19,8). Y en

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efecto en Caná los sirvientes obedecen. «Jesús dijo a los sirvientes: Llenen de agua estas tinajas. Y las llenaron hasta el borde. Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete. Así lo hicieron» (vv. 7-8). En estas bodas, de verdad viene estipulada una Nueva Alianza y a los servidores del Señor, es decir a toda la Iglesia, le es confiada la nueva misión: «Hagan todo lo que él les diga». Servir al Señor significa escuchar y poner en práctica su Palabra. Es la recomendación simple pero esencial de la Madre de Jesús y es el programa de vida del cristiano. Para cada uno de nosotros, sacar de las tinajas equivale a confiar en la Palabra de Dios para experimentar su eficacia en la vida. Entonces, junto al encargado del banquete que ha probado el agua convertida en vino, también nosotros podemos exclamar: «Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento» (v. 10). Si, el Señor continúa reservando aquel vino bueno para nuestra salvación, así como continua brotando del costado atravesado del Señor. La conclusión de la narración suena como una sentencia: «Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él» (v. 11). Las bodas de Caná son mucho más que una simple narración del primer milagro de Jesús. Como en un cofre, Él cuida el secreto de su persona y el fin de su venida: el esperado Esposo da inicio a las bodas que se cumplen en el Misterio pascual. En estas bodas Jesús liga a sí a sus discípulos con una alianza nueva y definitiva. En Caná los discípulos de Jesús se convierten en su familia y en Caná nace la fe de la Iglesia. ¡A estas bodas todos nosotros estamos invitados, porque el vino nuevo no faltará más! Gracias.

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(21) El camino de la fe es pasar de mendigos a discípulos. Miércoles 15 de junio de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Un día Jesús, acercándose a la ciudad de Jericó, realizó el milagro de restituir la vista a un ciego que mendigaba a lo largo del camino (Cfr. Lc 18,35-43). Hoy queremos aferrar el significado de este signo porque también nos toca directamente. El evangelista Lucas dice que aquel ciego estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna (Cfr. v. 35). Un ciego en aquellos tiempos – incluso hasta hace poco tiempo atrás – podía vivir sólo de la limosna. La figura de este ciego representa a tantas personas que, también hoy, se encuentran marginadas a causa de una discapacidad física o de otro tipo. Está separado de la gente, está ahí sentado mientras la gente pasa ocupada, en sus pensamientos y tantas cosas… Y el camino, que puede ser un lugar de encuentro, para él en cambio es el lugar de la soledad. Tanta gente que pasa. Y él está solo. Es triste la imagen de un marginado, sobre todo en el escenario de la ciudad de Jericó, la espléndida y prospera oasis en el desierto. Sabemos que justamente a Jericó llegó el pueblo de Israel al final del largo éxodo de Egipto: aquella ciudad representa la puerta de ingreso a la tierra prometida. Recordemos las palabras que Moisés pronunció en aquella circunstancia; decía así: «Si hay algún pobre entre tus hermanos, en alguna de las ciudades del país que el Señor, tu Dios, te da, no endurezcas tu corazón ni le cierres tu mano. Es verdad que nunca faltarán pobres en tu país. Por eso yo te ordeno: abre generosamente tu mano al pobre, al hermano indigente que vive en tu tierra» (Deut. 15,7.11). Es agudo el contraste entre esta recomendación de la Ley de Dios y la situación descrita en el Evangelio: mientras el ciego grita – tenia buena voz, ¿eh? – mientras el ciego grita invocando a Jesús, la gente le reprocha para hacerlo callar, como si no tuviese derecho a hablar. No tienen compasión de él, es más, sienten fastidio por sus gritos. Eh… Cuantas veces nosotros, cuando vemos tanta gente en la calle – gente necesitada, enferma, que no tiene que comer – sentimos fastidio. Cuantas veces nosotros, cuando nos encontramos ante tantos prófugos y refugiados, sentimos fastidio. Es una tentación: todos nosotros tenemos esto, ¿eh? Todos, también yo, todos. Es por esto que la Palabra de Dios nos enseña. La indiferencia y la hostilidad los hacen ciegos y sordos, impiden ver a los hermanos y no permiten reconocer en ellos al Señor. Indiferencia y hostilidad. Y cuando esta indiferencia y hostilidad se hacen agresión y también insulto – “pero échenlos fuera a todos estos”, “llévenlos a otra parte” – esta agresión; es aquello que hacia la gente cuando el ciego gritaba: “pero tú vete, no hables, no grites”. Notamos una característica interesante. El Evangelista dice que alguien de la multitud explicó al ciego el motivo de toda aquella gente diciendo: «Que pasaba Jesús de Nazaret» (v. 37). El paso de Jesús es indicado con el mismo verbo con el cual en el libro del Éxodo se habla del paso del ángel exterminador que salva a los Israelitas en las tierras de Egipto (Cfr. Ex 12,23). Es el “paso” de la pascua, el inicio de la liberación: cuando pasa Jesús, siempre hay liberación, siempre hay salvación. Al ciego, pues, es como si fuera anunciada su pascua. Sin dejarse atemorizar, el ciego grita varias veces dirigiéndose a Jesús reconociéndolo como Hijo de David, el Mesías esperado que, según el profeta Isaías, habría abierto los ojos a los ciegos (Cfr. Is 35,5). A diferencia de la multitud, este ciego ve con los ojos de la fe. Gracias a ella su suplica tiene una potente eficacia. De hecho, al oírlo, «Jesús se detuvo y mandó que se lo trajeran» (v.

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40). Haciendo así Jesús quita al ciego del margen del camino y lo pone al centro de la atención de sus discípulos y de la gente. Pensemos también nosotros, cuando hemos estado en situaciones difíciles, también en situaciones de pecado, como ha estado ahí Jesús a tomarnos de la mano y a sacarnos del margen del camino a la salvación. Se realiza así un doble pasaje. Primero: la gente había anunciado la buena noticia al ciego, pero no quería tener nada que ver con él; ahora Jesús obliga a todos a tomar conciencia que el buen anuncio implica poner al centro del propio camino a aquel que estaba excluido. Segundo: a su vez, el ciego no veía, pero su fe le abre el camino a la salvación, y él se encuentra en medio de cuantos habían bajado al camino para ver a Jesús. Hermanos y hermanas, el paso del Señor es un encuentro de misericordia que une a todos alrededor de Él para permitir reconocer quien tiene necesidad de ayuda y de consolación. También en nuestra vida Jesús pasa; y cuando pasa Jesús, y yo me doy cuenta, es una invitación a acercarme a Él, a ser más bueno, a ser mejor cristiano, a seguir a Jesús. Jesús se dirige al ciego y le pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» (v. 41). Estas palabras de Jesús son impresionantes: el Hijo de Dios ahora está frente al ciego como un humilde siervo. Él, Jesús, Dios dice: “Pero, ¿Qué cosa quieres que haga por ti? ¿Cómo quieres que yo te sirva?” Dios se hace siervo del hombre pecador. Y el ciego responde a Jesús no más llamándolo “Hijo de David”, sino “Señor”, el título que la Iglesia desde los inicios aplica a Jesús Resucitado. El ciego pide poder ver de nuevo y su deseo es escuchado: «¡Señor, que yo vea otra vez! Y Jesús le dijo: Recupera la vista, tu fe te ha salvado» (v. 42). Él ha mostrado su fe invocando a Jesús y queriendo absolutamente encontrarlo, y esto le ha traído el don de la salvación. Gracias a la fe ahora puede ver y, sobre todo, se siente amado por Jesús. Por esto la narración termina refiriendo que el ciego «recuperó la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios» (v. 43): se hace discípulo. De mendigo a discípulo, también este es nuestro camino: todos nosotros somos mendigos, todos. Tenemos necesidad siempre de salvación. Y todos nosotros, todos los días, debemos hacer este paso: de mendigos a discípulos. Y así, el ciego se encamina detrás del Señor y entrando a formar parte de su comunidad. Aquel que querían hacer callar, ahora testimonia a alta voz su encuentro con Jesús de Nazaret, y «todo el pueblo alababa a Dios» (v. 43). Sucede un segundo milagro: lo que había sucedido al ciego hace que también la gente finalmente vea. La misma luz ilumina a todos uniéndolos en la oración de alabanza. Así Jesús infunde su misericordia sobre todos aquellos que encuentra: los llama, los hace venir a Él, los reúne, los sana y los ilumina, creando un nuevo pueblo que celebra las maravillas de su amor misericordioso. Pero dejémonos también nosotros llamar por Jesús, y dejémonos curar por Jesús, perdonar por Jesús, y vayamos detrás de Jesús alabando a Dios. ¡Así sea!

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(22) La misericordia de Dios nos purifica de la hipocresía. Miércoles 22 de junio de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! «Señor, si quieres, puedes purificarme» (Lc 5,12): es el pedido que hemos escuchado dirigido a Jesús por parte de un leproso. Este hombre no pide solamente ser curado, sino ser “purificado”, es decir sanado integralmente, en el cuerpo y en el corazón. De hecho, la lepra era considerada una forma de maldición de Dios, de impureza profunda. El leproso debía estar lejos de todos; no podía acceder al templo y a ningún servicio divino. Lejos de Dios y lejos de los hombres. Esta gente llevaba una vida triste. No obstante esto, aquel leproso no se resignaba ni a la enfermedad, ni a las disposiciones que hacen de él un excluido. Para alcanzar a Jesús, no temía infringir la ley y entra en la ciudad – cosa que no debía hacer, le estaba prohibido –, y cuando lo encontró «se postró ante él y le rogó: Señor, si quieres, puedes purificarme» (v. 12). ¡Todo lo que este hombre considerado impuro hace y dice es expresión de su fe! Reconoce la potencia de Jesús: está seguro que tenga el poder de sanarlo y que todo dependa de su voluntad. Esta fe es la fuerza que le ha permitido romper toda convención y buscar el encuentro con Jesús y, arrodillándose delante de Él, lo llama “Señor”. La súplica del leproso muestra que cuando nos presentamos a Jesús no es necesario hacer largos discursos. Bastan pocas palabras, con tal que sean acompañadas de la plena confianza en su omnipotencia y en su bondad. Encomendarnos a la voluntad de Dios significa de hecho abandonarnos en su infinita misericordia. También yo les hare una confesión personal. En la noche, antes de ir a la cama, yo rezo esta breve oración: “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Y rezo cinco “Padre Nuestros”, uno por cada llaga de Jesús, porque Jesús nos ha purificado con sus llagas. Pero si esto lo hago yo, pueden hacerlo también ustedes, en su casa, y decir: “Señor, si quieres, puedes purificarme” y pensar en las llagas de Jesús y decir un “Padre Nuestro” por cada una. Y Jesús nos escucha siempre. Jesús es profundamente impresionado por este hombre. El Evangelio de Marco subraya que «conmovido, extendió la mano y lo tocó, diciendo: Lo quiero, queda purificado» (1,41). El gesto de Jesús acompaña sus palabras y hace más explícita la enseñanza. Contra las disposiciones de la Ley de Moisés, que prohibía acercarse a un leproso (Cfr. Lev 13,45-46), Jesús, contra la prescripción, Jesús extiende la mano e incluso lo toca. ¡Cuántas veces nosotros encontramos un pobre que viene a nuestro encuentro! Podemos ser incluso generosos, podemos tener compasión, pero generalmente no lo tocamos. Le ofrecemos la moneda, pero evitamos tocar la mano y la tiramos ahí. ¡Y olvidamos que esto es el cuerpo de Cristo! Jesús nos enseña a no tener temor de tocar al pobre y al excluido, porque Él está en ellos. Tocar al pobre puede purificarnos de la hipocresía y hacer que nos preocupemos por su condición. Tocar a los excluidos. Hoy me acompañan aquí estos jóvenes. Muchos piensan de ellos que era mejor que se quedaran en sus tierras, pero ahí sufrían mucho. Son nuestros refugiados, pero muchos los consideran excluidos. ¡Por favor, son nuestros hermanos! El cristiano no excluye a nadie, da lugar a todos, deja venir a todos. Después de haber curado al leproso, Jesús le ordena de no hablar con nadie, pero le dice: «Ve a presentarte al sacerdote y entrega por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés, para que les sirva de testimonio» (v. 14). Esta disposición de Jesús muestra al

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menos tres cosas. La primera: la gracia que actúa en nosotros no busca el sensacionalismo. Generalmente esa se mueve con discreción y sin clamor. Para curar nuestras heridas y guiarnos en el camino de la santidad ella trabaja modelando pacientemente nuestro corazón según el Corazón del Señor, para así asumir siempre los pensamientos y los sentimientos. La segunda: haciendo verificar oficialmente la sanación a los sacerdotes y celebrando un sacrificio expiatorio, el leproso es admitido en la comunidad de los creyentes y en la vida social. Su reintegración completa la curación. ¡Como había él mismo suplicado, ahora está completamente purificado! Finalmente, presentándose a los sacerdotes el leproso da a ellos testimonio acerca de Jesús y de su autoridad mesiánica. La fuerza de la compasión con la cual Jesús ha curado al leproso ha llevado la fe de este hombre a abrirse a la misión. Era un excluido, ahora es uno de nosotros. Pensemos en nosotros, en nuestras miserias… Cada uno tiene la propia. Pensemos con sinceridad. Cuantas veces las cubrimos con la hipocresía de las “buenas maneras”. Y justamente entonces es necesario estar solos, ponerse de rodillas delante de Dios y orar: «Señor, si quieres, puedes purificarme». Y háganlo, háganlo antes de ir a la cama, todas las noches. Y ahora digamos esta bella oración: “Señor, si quieres, puedes purificarme”, todos juntos, tres veces. ¡Todos! “Señor, si quieres, puedes purificarme”, “Señor, si quieres, puedes purificarme”, “Señor, si quieres, puedes purificarme”. Gracias.

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(23) Jubileo – Inagotable tesoro de la Misericordia de Dios. Miércoles 10 de agosto de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado (7,11-17) nos presenta un milagro de Jesús verdaderamente grandioso: la resurrección de un joven. Sin embargo, el corazón de esta narración no es el milagro, no: sino la ternura de Jesús hacia la madre de este joven. La misericordia toma aquí el nombre de una gran compasión hacia una mujer que había perdido al marido y que ahora acompaña al cementerio a su único hijo. Es este gran dolor de una madre que conmueve a Jesús y lo induce al milagro de la resurrección. Al presentar este episodio, el evangelista se entretiene en muchos particulares. En la puerta de la ciudad de Naím – un pueblo – se encuentran dos grupos numerosos que provienen de direcciones opuestas y que no tienen nada en común. Jesús, seguido por sus discípulos y por una gran multitud está por entrar en la zona habitada, mientras de ella está saliendo la procesión fúnebre que acompaña a un difunto, con la madre viuda y mucha gente. Ante la puerta los dos grupos se acercan solamente recorriendo cada uno por su propio camino, pero es ahí que san Lucas precisa el sentimiento de Jesús: «Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: ¡No llores! Después se acercó y tocó el féretro. Los que los llevaban se detuvieron» (vv. 13-14). Una gran compasión guía las acciones de Jesús: es Él quien detiene la procesión tocando el féretro y, conmovido por una profunda misericordia por esta madre, decide afrontar la muerte, por así decir, de tú a tú. Y la afrontará definitivamente, de tú a tú, en la Cruz. Durante este Jubileo, sería una buena cosa que, al pasar por la Puerta Santa, la Puerta de la Misericordia, los peregrinos recordaran este episodio del Evangelio, sucedido en la puerta de Naím. Cuando Jesús vio a esta madre en lágrimas, ¡ella entró en su corazón! A la Puerta Santa cada uno llega llevando la propia vida, con sus alegrías y sus sufrimientos, los proyectos y los fracasos, las dudas y los temores, para presentarlas a la misericordia del Señor. Estemos seguros que, ante la Puerta Santa, el Señor se acerca para encontrar a cada uno de nosotros, para llevar y ofrecer su poderosa palabra consoladora: “¡No llores!” (v. 13). Ésta es la Puerta del encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Y pensemos en esto: un encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Cruzando el umbral nosotros realizamos nuestra peregrinación hacia la misericordia de Dios que, como al joven muerto, repite a todos: «Yo te lo ordeno, levántate» (v.14). A cada uno de nosotros: “levántate”. Dios nos quiere de pie. Nos ha creado para estar de pie: por esto, la compasión de Jesús lleva a aquel gesto de la curación, a curarnos… Y la palabra clave es: “Levántate”. Ponte de pie, como te ha creado Dios”. De pie… “Pero padre, nosotros caemos muchas veces”. “Adelante, levántate”. Esta es la palabra de Jesús, siempre. Al cruzar la Puerta Santa, tratemos de sentir en nuestro corazón esta palabra: “Levántate”. La palabra poderosa de Jesús puede levantarnos y obrar también en nosotros el paso de la muerte a la vida. Su Palabra nos hace revivir, dona esperanza, consuela los corazones cansados, abre a una visión del mundo y de la vida que va más allá del sufrimiento y de la muerte. ¡En la Puerta Santa esta esculpido para cada uno el inagotable tesoro de la misericordia de Dios! Alcanzado por la Palabra de Jesús, «el muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús

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se lo entregó a su madre» (v. 15). Esta frase es tan bella, indica la ternura de Jesús: “Lo restituyó a su madre”. La madre encuentra al hijo. Recibiéndolo de las manos de Jesús ella se hace madre por segunda vez, pero el hijo que ahora le es restituido no es de ella de quien ha recibido la vida. Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la palabra poderosa de Jesús y a su gesto amoroso. Así, especialmente en el Jubileo, la madre Iglesia recibe a sus hijos reconociendo en ellos la vida donada por la gracia de Dios. Es en virtud de tal gracia, la gracia del Bautismo, que la Iglesia se hace madre y que cada uno de nosotros se hace su hijo. Ante el joven resucitado a la vida y restituido a la madre, «todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: ¡Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo!». Cuanto Jesús ha hecho no es por lo tanto solo una acción de salvación destinada a la viuda y a su hijo, o un gesto de bondad limitada a aquella ciudad. En la ayuda misericordiosa de Jesús, Dios va al encuentro de su pueblo, en Él surge y continuará a surgir para la humanidad toda la gracia de Dios. Celebrando este Jubileo, que he querido que fuera vivido en todas las Iglesias particulares, es decir, en todas las iglesias del mundo, y no solo en Roma, es como si toda la Iglesia extendida por el mundo se uniera en un único canto de alabanza al Señor. También hoy la Iglesia reconoce ser visitada por Dios. Por esto, acercándonos a la Puerta Santa de la Misericordia, cada uno sabe de acercarse a la puerta del corazón misericordioso de Jesús: es Él de hecho la verdadera Puerta que conduce a la salvación y nos restituye a una vida nueva. La misericordia, sea en Jesús sea en nosotros, es un camino que parte del corazón para llegar a las manos… ¿Qué cosa significa esto? Jesús te mira, te cura con su misericordia, te dice: “Levántate”, y ti corazón es renovado. Pero esto del camino del corazón a las manos… “Eh, si, ¿Y ahora qué hago yo? Con el corazón nuevo, con el corazón sanado por Jesús realizo las obras de misericordia con las manos, y trato de ayudar, de sanar a muchos que tienen necesidad”. La misericordia es un camino que parte del corazón y llega a las manos, es decir, a las obras de misericordia. Gracias.

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(24) La Misericordia – Instrumento de comunión. Miércoles 17 de agosto de 2016 “Queridos hermanos y hermanas, ‘buon giorno‘. Hoy queremos reflexionar sobre el milagro de la multiplicación de los panes. Al inicio de la narración que hace Mateo (cfr 14,13-21), Jesús ha apenas recibido la noticia de la muerte de Juan el Bautista, y en una barca atraviesa el lago buscando ‘un lugar desierto apartado’. La gente entretanto entiende y se anticipa yendo a pie, así que ‘al bajar de la barca, Él ve a una gran multitud, siente compasión por ellos y cura a sus enfermos’. Así era Jesús, siempre con compasión, siempre pensando en los demás. Impresiona la determinación de la gente que teme quedarse sola, como abandonada. Muerto Juan el Bautista, profeta carismático, se ponen bajo la protección de Jesús, de quien el mismo Juan había dicho: ‘Quien viene después de mi es más fuerte que yo”. Así la multitud lo sigue por todas partes, para escucharlo y para llevarle a los enfermos. Y viendo esto, Jesús se conmueve. Jesús no es frío, no tiene un corazón frío, es capaz de conmoverse. De un lado Él se siente atado a esta muchedumbre y no quiere que se vaya, de otra parte tiene necesidad de momentos de soledad y de oración con el Padre. Muchas veces pasa la noche rezando con su Padre. También ese día, por lo tanto, el Maestro se dedicó a la gente. Su compasión no es un sentimiento vago; demuestra en cambio toda la fuerza de su voluntad para estar cerca de nosotros y salvarnos. Nos ama mucho y quiere estar cerca de nosotros. Al atardecer, Jesús se preocupa de dar de comer a todas aquellas personas, cansadas y hambrientas y se preocupa de quienes lo siguen. Quiere involucrar en esto a sus discípulos. De hecho les dice: ‘denles de comer ustedes mismos’. Asi les demostró que los pocos panes y peces que tenían, con la fuerza de la fe y de la oración podían ser compartidos con toda la gente. Un milagro de la fe, de la oración, suscitado por la compasión y el amor. Así Jesús ‘partió los panes y los dio a sus discípulos y a la multitud’. El Señor va al encuentro de las necesidades de los hombres, pero quiere volvernos a cada uno de nosotros participantes concretos de su compasión. Ahora detengámonos sobre el gesto de la bendición de Jesús: Él ‘tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, recitó la bendición, partió el pan y se los dio’. Como podemos ver, son las mismas acciones que Jesús hizo en la Última Cena, siendo las mismas que cada sacerdote cumple cuando celebra la santa Eucaristía. La comunidad cristiana nace y renace continuamente de esta comunión eucarística. Vivir la comunión con Cristo es por lo tanto muy diverso que estar pasivos y ser extraños a la vida cotidiana. Por el contrario siempre nos inserta más en la relación con los hombres y mujeres de nuestro tiempo, para ofrecerles a ellos un gesto concreto de la misericordia y de la cercanía de Cristo.

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Mientras nos nutre de Cristo, la eucaristía que celebramos nos transforma poco a poco también a nosotros en el cuerpo de Cristo y alimento espiritual para los hermanos. Jesús quiere llegar a todos, para llevarles el amor de Dios. Por esto transforma a cada creyente en un servidor de la misericordia. Jesús ha visto a la multitud, ha sentido compasión por ella y ha multiplicado los panes. Así hace también con la eucaristía. Y nosotros los creyentes que recibimos este pan eucarístico somos empujados por Jesús para llevar este servicio a los demás, con su misma compasión. Este es el recorrido. La narración de la multiplicación de los panes y de los peces se concluye con la constatación de que todos han sido saciados y con la recolección de los trozos que han sobrado. Cuando Jesús con su compasión y su amor nos da una gracia, nos perdona los pecados, nos abraza, nos ama, no hace las cosas a medias, sino completamente. Como sucedió aquí, todos se han saciado. Jesús llena nuestro corazón y nuestra vida con su amor, con su perdón y compasión. Jesús por lo tanto ha permitido a sus discípulos obedecer sus ordenes. De esta manera ellos conocen el camino que es necesario recorrer: dar de come al pueblo y tenerlo unido; estar por lo tanto al servicio de la vida y de la comunión. Invoquemos por lo tanto al Señor, para que vuelva su Iglesia cada vez más capaz de realizar este santo servicio y para que cada uno de nosotros pueda ser instrumento de comunión en la propia familia, en el trabajo, en la parroquia y en los grupos a los que pertenece; vale a decir, un signo visible de la misericordia de Dios que no quiere dejar a nadie en la soledad y en la necesidad, para que se difunda la comunión y la paz entre los hombres y la comunión entre los hombres y Dios, porque esta comunión es la vida para todos”.

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(25) La Misericordia ofrece dignidad. Miércoles 31 de agosto de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El Evangelio que hemos escuchado nos presenta una figura que sobresale por su fe y su coraje. Se trata de la mujer a la que Jesús curó de sus pérdidas de sangre (Cfr. Mt 9,20-22). Pasando en medio de la muchedumbre, se acerca por detrás de Jesús para tocar el borde de su manto. Pensaba: “Con sólo tocar su manto, quedaré curada” (v. 21). ¡Cuánta fe, eh! ¡Cuánta fe tenía esta mujer! Razonaba así porque estaba animada por tanta fe, tanta esperanza y, con un toque de astucia, realiza cuanto lleva en su corazón. El deseo de ser salvada por Jesús es tan grande que la hace ir más allá de las prescripciones establecidas por la ley de Moisés. En efecto, esta pobre mujer desde hacía tantos años no sólo estaba sencillamente enferma, sino que era considerada impura porque padecía de hemorragias (Cfr. Lv 15, 19-30). Por esta razón estaba excluida de las liturgias, de la vida conyugal, de las relaciones normales con el prójimo. El evangelista Marcos añade que había consultado a muchos médicos, agotando sus medios para pagarlos y soportando tratamientos dolorosos, pero sólo había empeorado. Era una mujer descartada por la sociedad. Es importante considerar esta condición – de descartada – para entender su estado de ánimo: ella siente que Jesús puede liberarla de la enfermedad y del estado de marginación y de indignidad en el que se encuentra desde hace años. En una palabra: sabe, siente que Jesús puede salvarla. Este caso nos hace reflexionar acerca de cómo la mujer muchas veces es percibida y representada. A todos se nos pone en guardia, también a las comunidades cristianas, contra consideraciones de la feminidad aminoradas por prejuicios y recelos ultrajantes de su intangible dignidad. En este sentido son precisamente los Evangelios los que restablecen la verdad y reconducen a un punto de vista liberatorio. Jesús ha admirado la fe de esta mujer a la que todos evitaban y ha transformado su esperanza en salvación. No conocemos su nombre, pero las pocas líneas con las que los Evangelios describen su encuentro con Jesús trazan un itinerario de fe capaz de restablecer la verdad y la grandeza de la dignidad de toda persona. En el encuentro con Cristo se abre para todos, hombres y mujeres de todo lugar y de todo tiempo, el camino de la liberación y de la salvación. El Evangelio de Mateo dice que cuando la mujer tocó el manto de Jesús, Él “se dio vuelta”, la vio (v. 22), y le dirigió la palabra. Como decíamos, a causa de su estado de exclusión, la mujer ha actuado a escondidas, detrás de Jesús – tenía un poco de temor – para no ser vista, porque era una descartada. En cambio, Jesús la ve y su mirada no es de reproche, no dice: “¡Vete de aquí, tú eres una descartada!”, como si dijera: “¡Tú eres una leprosa, vete!”, ¿no? No reprocha. Sino que la mirada de Jesús es de misericordia y ternura. Él sabe lo que ha sucedido y busca el encuentro personal con ella, lo que, en el fondo, ella misma anhelaba. Esto significa que Jesús no sólo la acoge, sino que la considera digna de ese encuentro hasta el punto que le dona su palabra y su atención. En la parte central del relato el término salvación se repite tres veces. “Con sólo tocar su manto, quedaré curada. Jesús se dio vuelta, y al verla, le dijo: ‘Ten confianza, hija, tu fe te ha salvado’” (vv. 21-22). Este “ten confianza, hija” – “confianza hija”, dice Jesús – expresa toda la misericordia de Dios por aquella persona, y por toda persona descartada. Pero cuántas veces nos sentimos interiormente descartados por nuestros pecados, hemos hecho tantas, hemos hecho tantas… Y el Señor nos dice: “¡Confianza! ¡Ven! Para mí tú no eres un descartado, una descartada. Confianza, hija. Tú eres un hijo, una hija”. Y éste es el momento de la gracia, es el momento del perdón, es el momento de la inclusión en la vida de Jesús, en la vida de la Iglesia. Es el momento de la misericordia. Hoy, a todos nosotros, pecadores, que somos grandes pecadores o pocos [pequeños] pecadores, pero todos lo somos, ¡eh!, a todos [nosotros] el Señor nos dice: “¡Confianza, ven! Ya no eres descartado, no eres descartada: yo te perdono, yo de abrazo”. Así es la misericordia de Dios. Debemos tener coraje e ir hacia Él; pedir perdón por nuestros pecados e ir adelante. Con coraje, como hizo esta mujer. Después, la “salvación” adquiere múltiples rasgos: ante todo devuelve la salud a la mujer; después la libera de las discriminaciones sociales y religiosas; además, realiza la esperanza que ella llevaba en su corazón anulando sus temores y su desaliento; y, en fin, la devuelve a la comunidad liberándola de la necesidad de actuar a escondidas. Y esto último es importante: un descartado siempre hace algo a escondidas [alguna vez] o toda la vida: pensemos en los leprosos de aquellos tiempos, en los sin techo de hoy… pensemos en los pecadores, ¡eh!, en nosotros pecadores: siempre hacemos algo a escondidas, como … tenemos necesidad de hacer algo a escondidas y nos

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avergonzamos por lo que somos. Y Él nos libera de esto, Jesús nos libera y hace que nos pongamos de pie: “Levántate, ven. De pie”. Como Dios nos ha creado: Dios nos ha creado de pie, no humillados. De pie. La salvación que Jesús da es total, reintegra a la vida de la mujer en la esfera del amor de Dios y, al mismo tiempo, la restablece en su plena dignidad. En suma, no es el manto que la mujer ha tocado el que le da la salvación, sino la palabra de Jesús, acogida en la fe, capaz de consolarla, curarla y restablecerla en la relación con Dios y con su pueblo. Jesús es la única fuente de bendición de la que brota la salvación para todos los hombres, y la fe es la disposición fundamental para acogerla. Jesús, una vez más, con su comportamiento lleno de misericordia, indica a la Iglesia el itinerario que debe realizar para salir al encuentro de cada persona, para que cada uno pueda ser curado en el cuerpo y en el espíritu, y recuperar la dignidad de hijos de Dios. Gracias.

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(26) Pidamos el don de la fe para ser instrumentos de misericordia. Miércoles 7 de septiembre de 2016 Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días! Hemos escuchado un pasaje del Evangelio de Mateo (11,2-6). El intento del evangelista es aquel de hacernos entrar más profundamente en el misterio de Jesús, para recibir su bondad y su misericordia. El episodio es el siguiente: Juan Bautista envía a sus discípulos a Jesús –Juan estaba en la cárcel- para hacerles una pregunta muy clara: «¿Eres tú quien debe venir o debemos esperar a otro?» (v. 3). Era justo en el tiempo de la obscuridad… El Bautista esperaba con ansias el Mesías y en su predicación lo había descrito con colores fuertes como un juez que finalmente habría instaurado el reino de Dios y purificado a su pueblo, premiando a los buenos y castigando a los malos. Él predicaba así: «El hacha ya está puesta a la raíz de los árboles: por eso el árbol que no produce buen fruto será cortado y arrojado al fuego» (Mt 3,10). Ahora Jesús ha iniciado su misión pública con un estilo distinto; Juan sufre y en la doble obscuridad –en la obscuridad de la cárcel, en la obscuridad de la celda, y en la obscuridad del corazón no comprende este estilo y quiere saber si es Él el Mesías, o si más bien debe esperar a otro. Y la respuesta de Jesús parece a primera impresión que no corresponde a la solicitud del Bautista. Jesús, de hecho, dice: «Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son purificados y los sordos oyen, los muertos resucitan, la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!». (Lc 7, 22-23). Esta es la respuesta de Jesús. Aquí queda claro el intento del Señor Jesús: Él responde que es el instrumento concreto de la misericordia del Padre, que va al encuentro de todos llevando la consolación y la salvación, y de este modo manifiesta el juicio de Dios. Los ciegos, los paralíticos, los leprosos, los sordos recuperan su dignidad y no son más excluidos por su enfermedad, los muertos vuelven a vivir, mientras que a los pobres le es anunciada la Buena Noticia. Y esta se convierte en la síntesis del actuar de Jesús, que en este modo hace visible y tangible el actuar mismo de Dios. El mensaje que la Iglesia recibe de esta narración de la vida de Cristo es muy claro. Dios no ha mandado a su Hijo en el mundo para castigar a los pecadores ni para aniquilar a los malvados. A ellos, en cambio, se les dirige la invitación a la conversión de modo que, viendo los signos de la bondad divina, puedan reencontrar el camino de regreso. Como dice el Salmo: «Si tienes en cuenta las culpas, Señor, Señor, ¿quién podrá resistir? Pero en ti se encuentra el perdón, para que seas temido» (Salmo 130,3-4). La justicia que el Bautista colocaba al centro de su predicación, en Jesús se manifiesta en primer lugar como misericordia. Y las dudas del Precursor no hacen más que anticipar el desconcierto que Jesús suscitará a continuación con sus obras y sus palabras. Se comprende, entonces, la conclusión de la respuesta de Jesús. Dice: «Feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!». Escándalo significa “obstáculo”. Por eso Jesús advierte sobre un particular peligro: si el obstáculo a creer es sobre todo sus acciones de misericordia, eso significa que si tiene una falsa imagen del Mesías.

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Bienaventurados en cambio aquellos que, de frente a los gestos y a las palabras de Jesús, dan gloria al Padre que está en los cielos. La amonestación de Jesús es siempre actual: también hoy el hombre construye imágenes de Dios que le impiden disfrutar su presencia real. Algunos se recortan una fe que “cada uno hace a su medida” y que reduce a Dios en el espacio limitado de los propios deseos y de las propias convicciones. Pero esta fe no es conversión al Señor que se revela, más bien, impide el provocar nuestra vida y nuestra conciencia. Otros reducen a Dios a un falso ídolo; usan su santo nombre para justificar los propios intereses o incluso el odio y la violencia. Para otros todavía Dios es solamente un refugio psicológico para ser tranquilizados en los momentos difíciles: se trata de una fe plegada en sí misma, impermeable a la fuerza del amor misericordioso de Jesús que empuja hacia los hermanos. Otros todavía consideran a Cristo solo un buen maestro de enseñanzas éticas, uno entre tantos de la historia. Finalmente, hay quien sofoca la fe en una relación puramente intimista con Jesús, anulando su impulso misionero capaz de transformar al mundo y la historia. Nosotros cristianos creemos en el Dios de Jesucristo, y su deseo es aquel de crecer en la experiencia viva de su misterio de amor. Por lo tanto, comprometámonos a no interponer algún obstáculo al actuar misericordioso del Padre, pero pidamos el don de una fe grande para ser también nosotros signos e instrumentos de misericordia. Gracias.

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(27) «venid a mí»,. Miércoles 14 de septiembre de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Durante este Jubileo hemos reflexionado varias veces sobre el hecho de que Jesús se expresa con una ternura única, símbolo de la presencia y de la bondad de Dios. Hoy nos detenemos en un paso conmovedor del Evangelio (cf. Mt 11, 28-30), en el cual Jesús dice: «Venid a mí, vosotros todos los que estáis cansados y oprimidos, y yo os daré descanso. […] Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (vv. 28-29). La invitación del Señor es sorprendente: llama para que le sigan a personas sencillas y sobrecargadas por una vida difícil, llama para que le sigan a personas que tienen tantas necesidades y les prometen que en Él encontrarán descanso y alivio. La invitación está dirigida de manera imperativa: «venid a mí», «tomad mi yugo», «aprended de mí». ¡Ojalá todos los líderes del mundo pudieran decir esto! Intentemos entender el significado de estas expresiones. El primer imperativo es «Venid a mí». Dirigiéndose a los que están cansados y oprimidos, Jesús se presenta como el Siervo del Señor descrito en el libro del profeta Isaías. Así dice el pasaje de Isaías: «El Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que haga saber al cansado una palabra alentadora» (50, 4). Al lado de estos cansados de la vida, el Evangelio pone a menudo también a los pobres (cf. Mt 11, 5) y a los pequeños (cf. Mt 18, 6). Se trata de aquellos que no pueden contar con medios propios, ni con amistades importantes. Sólo pueden confiar en Dios. Conscientes de su propia humilde y miserable condición, saben depender de la miseria del Señor, esperando de Él la única ayuda posible. En la invitación de Jesús encuentran finalmente la respuesta a su espera: al convertirse en sus discípulos reciben la promesa de encontrar descanso durante el resto de su vida. Una promesa que al finalizar el Evangelio es extendida a todas las gentes: «Id, pues, —dice Jesús a los Apóstoles— y haced discípulos a todas las gentes» (Mt 28, 19). Al acoger la invitación a celebrar este año de gracia del Jubileo, en todo el mundo los peregrinos cruzan el umbral de la Puerta de la Misericordia abierta en las catedrales, en los santuarios, en tantas iglesias del mundo, en los hospitales, en las cárceles. ¿Por qué cruzan esta Puerta de la Misericordia? Para encontrar a Jesús, para encontrar la amistad de Jesús, para encontrar el descanso que sólo Jesús da. Este camino expresa la conversión de todo discípulo que sigue la llamada de Jesús. Y la conversión consiste siempre en descubrir la misericordia del Señor. Que es infinita e inagotable: ¡es grande la misericordia del Señor! A través de la Puerta Santa, por lo tanto, profesamos «que el amor está presente en el mundo y que este amor es más potente que toda clase de mal, en el cual el hombre, la humanidad, el mundo están incluidos» (Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 7). El segundo imperativo dice: «tomad mi yugo». En el contexto de la Alianza, la tradición bíblica utiliza la imagen del yugo para indicar el estrecho vínculo que une al pueblo con Dios y, en consecuencia, la sumisión a su voluntad expresada en la Ley. En polémica con los escribas y los doctores de la ley, Jesús pone sobre sus discípulos su yugo, en el cual la Ley encuentra su cumplimiento. Desea enseñarles que descubrirán la voluntad de Dios mediante su persona: mediante Jesús, no mediante leyes y prescripciones frías que el mismo Jesús condena. ¡Basta con leer el capítulo 23 de Mateo! Él está en el centro de su relación con Dios, está en el corazón de las relaciones entre los discípulos y se sitúa como fulcro de la vida de cada uno. Recibiendo el «yugo de Jesús» cada discípulo entra así en comunión con Él y es hecho partícipe del misterio de su cruz y de su destino de

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salvación. Su consecuencia es el tercer imperativo: «aprended de mí». A sus discípulos Jesús planea un camino de conocimiento y de imitación. Jesús no es un maestro que con severidad impone a los demás pesos que el no lleva: esta era la acusación que hacían los doctores de la ley. Él se dirige a los humildes, a los pequeños, a los pobres, a los necesitados porque Él mismo se hizo pequeño y humilde. Comprende a los pobres y los que sufren porque Él mismo es pobre y conoce el dolor. Para salvar a la humanidad Jesús no ha recorrido un camino fácil; el contrario, su camino hs sido doloroso y difícil. Como recuerda la carta a los Filipenses: «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (2, 8). El yugo que los oprimidos soportan es el mismo yugo que Él llevó antes que ellos: por eso es un yugo ligero. Él ha cargado sobre sus hombros los dolores y pecados de la humanidad. Para el discípulo, entonces, recibir el yugo de Jesús significa recibir su revelación y acogerla: en Él la misericordia de Dios se hizo cargo de las pobrezas de los hombres, donando así a todos la posibilidad de la salvación. Pero ¿por qué Jesús es capaz de decir estas cosas? ¡Porque Él se ha hecho todo a todos, cerca de todos, de los más pobres! Era un pastor entre la gente, entre los pobres: trabajaba todo el día con ellos. Jesús no era un príncipe. Es malo para la Iglesia cuando los pastores se convierten en príncipes, lejanos de la gente, lejanos de los más pobres: ese no es el espíritu de Jesús. A estos pastores Jesús los regañaba, y de ellos Jesús decía a la gente: «haced lo que ellos dicen pero no lo que hacen». Queridos hermanos y hermanas, también para nosotros hay momentos de cansancio y desilusión. Recordemos entonces estas palabras del Señor, que nos dan tanto consuelo y nos ayudan a entender si estamos poniendo nuestras fuerzas al servicio del bien. Efectivamente, a veces nuestro cansancio está causado por haber depositado nuestra confianza en cosas que no son lo esencial, porque nos hemos alejado de lo que vale realmente en la vida. Que el Señor nos enseñe a no tener miedo de seguirle, para que la esperanza que ponemos en Él no sea defraudada. Estamos llamados a aprender de Él qué significa vivir de misericordia para ser instrumentos de misericordia. Vivir de misericordia para ser instrumentos de misericordia: vivir de misericordia es sentirse necesitado de la misericordia de Jesús, y cuando nosotros nos sentimos necesitados de perdón, de consolación, aprendemos a ser misericordiosos con los demás. Tener la mirada fija en el Hijo de Dios nos hace entender cuánto camino debemos recorrer aún; pero al mismo tiempo nos infunde la alegría de saber que estamos caminando con Él y que no estamos nunca solos. Ánimo, entonces, ¡ánimo! No nos dejemos quitar la alegría de ser discípulos del Señor. «Pero, padre, yo soy pecador, ¿qué puedo hacer?» - «déjate mirar por el Señor, abre tu corazón, siente en ti su mirada, su misericordia, y tu corazón será colmado de alegría, de la alegría del perdón, si tú te acercas a pedir el perdón». No nos dejemos robar la esperanza de vivir esta vida junto a Él y con la fuerza de su consuelo. Gracias.

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(28) Ser perfectos significa ser misericordiosos. Miércoles 21 de septiembre de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hemos escuchado el pasaje del Evangelio de Lucas (6, 36-38) en el cual se basa el lema de este Año Santo extraordinario: Misericordiosos como el Padre. La expresión completa es: «sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo» (v. 36) No se trata de un lema de impacto, sino de un compromiso de vida. Para comprender bien esta expresión, podemos compararla con la paralela del Evangelio de Mateo, en la cual Jesús dice: «vosotros pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (5, 48). En el llamado discurso de la montaña, que inicia con las Bienaventuranzas, el Señor enseña que la perfección consiste en el amor, cumplimiento de todos los preceptos de la Ley. Desde esta misma perspectiva, san Lucas especifica que la perfección es el amor misericordioso: ser perfectos significa ser misericordiosos. ¿Una persona que no es misericordiosa es perfecta? ¡No! ¿Una persona que no es misericordiosa es buena? ¡No! La bondad y la perfección radican en la misericordia. Cierto, Dios es perfecto. Sin embargo, si lo consideramos así, se hace imposible para los hombres aspirar a esa absoluta perfección. En cambio, tenerlo ante los ojos como misericordioso, nos permite comprender mejor en qué consiste su perfección y nos anima a ser como Él, llenos de amor, de compasión, de misericordia. Pero me pregunto: ¿Las palabras de Jesús son realistas? ¿Es verdaderamente posible amar como ama Dios y ser misericordiosos como Él? Si observamos la historia de la salvación, vemos que toda la revelación de Dios es un incesante e incansable amor por los hombres: Dios es como un padre o como una madre que ama con amor infinito y lo derrama con generosidad sobre cada criatura. La muerte de Jesús en la cruz es la culminación de la historia de amor de Dios con el hombre. Un amor tan grande que sólo Dios puede realizarlo. Es evidente que, comparado con este amor que no tiene medidas, nuestro amor siempre será insuficiente. Pero, cuando Jesús nos pide que seamos misericordiosos como el Padre, ¡no piensa en la cantidad! Él pide a sus discípulos convertirse en signo, canales, testigos de su misericordia. Y la Iglesia no puede ser si no sacramento de la misericordia de Dios en el mundo, en todos los tiempos y para toda la humanidad. Cada cristiano, por lo tanto, es llamado a ser testigo de la misericordia, y esto sucede en el camino hacia la santidad. Pensemos en cuántos santos se han vuelto misericordiosos porque se han dejado llenar el corazón por la divina misericordia. Han dado forma al amor del Señor derramando sobre las múltiples necesidades de la humanidad sufriente. En este florecer de tantas formas de caridad es posible distinguir los reflejos del rostro misericordioso de Cristo. Nos preguntamos: ¿Qué significa para los discípulos ser misericordiosos? Esto es explicado por Jesús con dos verbos: «perdonar» (v. 37) y «donar» (v. 38). La misericordia se expresa, sobre todo, con el perdón: no juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados» (v. 37). Jesús no pretende alterar el curso de la justicia humana, no obstante, recuerda a los discípulos que para tener relaciones fraternales es necesario suspender los juicios y las condenas. Precisamente el perdón es el pilar que sujeta la vida de la comunidad cristiana, porque en él se muestra la gratuidad del amor con el cual Dios nos ha amado en primer lugar.

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¡El cristiano debe perdonar! pero ¿Por qué? Porque ha sido perdonado. Todos nosotros que estamos aquí, hoy, en la plaza, hemos sido perdonados. Ninguno de nosotros, en su propia vida, no ha tenido necesidad del perdón de Dios. Y para que nosotros seamos perdonados, debemos perdonar. Lo recitamos todos los días en el Padre Nuestro: «Perdona nuestros pecados; perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Es decir, perdonar las ofensas, perdonar tantas cosas, porque nosotros hemos sido perdonados por muchas, muchas ofensas, por muchos pecados. Y así es fácil perdonar: si Dios me ha perdonado ¿Por qué no debo perdonar a los demás? ¿Soy más grande que Dios? Este pilar del perdón nos muestra la gratuidad del amor de Dios, que nos ha amado en primer lugar. Juzgar y condenar al hermano que peca es equivocado. No porque no se quiera reconocer el pecado, sino porque condenar al pecador rompe el lazo de fraternidad con él y desprecia la misericordia de Dios, que por el contrario no quiere renunciar a ninguno de sus hijos. No tenemos el poder de condenar a nuestro hermano que se equivoca, no estamos por encima de él: tenemos más bien el deber de devolverlo a la dignidad de hijo del Padre y de acompañarlo en su camino de conversión. A su Iglesia, a nosotros, Jesús indica un segundo pilar: «donar». Perdonar es el primer pilar; donar es el segundo pilar. «Dad y se os dará: [...] Porque con la medida con que midáis se os medirá» (v. 38). Dios dona mucho más allá de nuestros méritos, pero será todavía más generoso con cuantos en la tierra hayan sido generosos. Jesús no dice qué ocurrirá a quienes no donan, pero la imagen de la «medida» constituye una advertencia: con la medida del amor que damos, somos nosotros mismos los que decidimos cómo seremos juzgados, cómo seremos amados. Si miramos bien, hay una lógica coherente: en la medida en la cual se recibe de Dios, se dona al hermano, y en la medida en la cual se dona al hermano, ¡se recibe de Dios! El amor misericordioso es por eso, el único camino que hay que recorrer. Cuánta necesidad tenemos todos de ser un poco más misericordiosos, de no hablar mal de los demás, de no juzgar, de no «desplumar» a los demás con las críticas, con las envidias, con los celos. Debemos perdonar, ser misericordiosos, vivir nuestra vida en el amor. Este amor permite a los discípulos de Jesús no perder la identidad recibida por Él, y reconocerse como hijos del mismo Padre. En el amor que ellos practican en la vida se refleja así esa Misericordia que nunca tendrá fin (cf. 1 Cor 13,1-12). Pero no os olvidéis de esto: misericordia y don; perdón y don. Así el corazón se ensancha, se ensancha el amor. En cambio el egoísmo, la rabia, empequeñecen el corazón, que se endurece como una piedra. ¿Qué preferís vosotros? ¿Un corazón de piedra o un corazón lleno de amor? Si preferís un corazón lleno de amor, ¡sed misericordiosos!

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(29) El Papa explica el alcance del perdón de Jesús al “buen” ladrón. Miércoles 28 de septiembre de 2016 Las palabras que Jesús pronuncia durante su Pasión encuentran su culmen en el perdón. Jesús perdona: «Padre, perdónalos porque o saben o que hacen» (Lc 23,34). No son solo palabras, porque se convierten en acto concreto en el perdón ofrecido al buen ladrón, que estaba a su lado. San Lucas habla de dos malhechores crucificados con Jesús, que se dirigen a Él si con actitudes opuestas. El primero lo insulta, como lo insultaba toda la gente, allí, como hacen los jefes del pueblo, pero este pobre hombre, movido por la desesperación, le dice: «¡Si eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros!» (Lc 23,39). Ese grito manifiesta la angustia del hombre ante el misterio de la muerte y la trágica conciénciate que solo Dios puede ser la respuesta liberadora: por eso es impensable que el Mesías, el enviado de Dios, pueda estar en la cruz sin hacer nada para salvarse. Y no entendían eso. No comprendían el misterio del sacrificio de Jesús. Y, sin embargo, Jesús nos ha salvado permaneciendo en la cruz. Y todos sabemos que no es fácil permanecer en la cruz, en nuestras pequeñas cruces de cada día: no es fácil. Él, en esa gran cruz, en ese gran sufrimiento, se quedó ahí y ahí nos salvó; ahí nos mostró su omnipotencia y ahí nos perdonó. Ahí se cumple su entrega de amor y mana para siempre nuestra salvación. Muriendo en la cruz, inocente entre dos criminales, manifiesta que la salvación de Dios puede llegar a cualquier hombre de cualquier condición, incluso la más negativa y dolorosa. La salvación de Dios es para todos, ninguno excluido. Se ofrece a todos. Por eso el Jubileo es tiempo de gracia y de misericordia para todos, buenos y malos, los que tienen salud y los que sufren. Acordaos de la parábola que cuenta Jesús sobre la fiesta de bodas del hijo de un poderoso de la tierra: cuando los invitados no quieren ir, dice a sus siervos: «Salid a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis llamadlos a las bodas» (Mt 22,9). Todos estamos llamados: buenos y malos. La Iglesia no es solo para los buenos o para los que parecen buenos o se creen buenos; la Iglesia es para todos, e incluso preferiblemente para los malos, porque la Iglesia es misericordia. Y este tiempo de gracia y de misericordia nos hace recordar que ¡nada nos puede separar del amor de Cristo! (cfr. Rm 8,39). A quien está clavado en una cama de hospital, a quien vive encerrado en una prisión, a los que están atrapados por las guerras, yo les digo: mirad el Crucifijo; Dios está con vosotros, permanece con vosotros en la cruz y a todos se ofrece como Salvador, a todos nosotros. A vosotros que sufría tanto os digo: Jesús está crucificado por vosotros, por nosotros, por todos. Dejad que la fuerza del Evangelio penetre en vuestro corazón y os consuele, os dé esperanza y la íntima certeza de que ninguno está excluido de su perdón. Pero vosotros podéis preguntarme: “Dígame, Padre, el que ha hecho las cosas más feas en la vida, ¿tiene posibilidad de ser perdonado? –¡Sí! Sí: ninguno está excluido del perdón de Dios. Solo debe acercarse arrepentido a Jesús y con las ganas de ser abrazado por Él”. Ese era el primer malhechor. El otro es el llamado buen ladrón. Sus palabras son un maravilloso modelo de arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender a pedir perdón a Jesús. Primero, se dirige a su compañero: «¿Ni siquiera tú temes a Dios, estando en la misma pena que él?» (Lc 23,40). Así pone de relieve el punto de partida del arrepentimiento: el temor de Dios. Pero no el miedo a Dios, no: el temor filial de Dios. No es el miedo, sino ese respeto que se debe a Dios porque es Dios. Es un respeto filial porque es Padre. El buen ladrón reclama la actitud fundamental que abre a la

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confianza en Dios: la conciencia de su omnipotencia y de su infinita bondad. Ese respeto confiado ayuda a hacer sitio a Dios y a fiarse de su misericordia. Luego, el buen ladrón declara la inocencia de Jesús y confiesa abiertamente su propia culpa: «Nosotros lo estamos justamente, porque hemos recibido lo que merecemos por nuestras acciones; pero éste ningún mal ha hecho» (Lc 23,41). Así que Jesús está ahí en la cruz para estar con los culpables: a través de esa cercanía, les ofrece la salvación. Los que es escándalo para los jefes y para el primer ladrón, para los que estaban allí y se mofaban de Jesús, esto es en cambio el fundamento de su fe. Y así el buen ladrón se convierte en testigo de la Gracia; lo impensable ha sucedido: Dios me ha amado hasta tal punto que ha muerto en la cruz por mí. La misma fe de ese hombre es fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el Crucificado el amor de Dios por él, pobre pecador. Es verdad, era ladrón, era un ladrón, había robado toda la vida. Pero al final, arrepentido de lo que había hecho, mirando a Jesús tan bueno y misericordioso logró robarse el cielo: ¡es un buen ladrón, éste! El buen ladrón se dirige por fin directamente a Jesús, invocando su ayuda: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino» (Lc 23,42). Lo llama por su nombre, “Jesús”, con confianza, y así confiesa lo que ese nombre indica: “el Señor salva”: eso significa el nombre “Jesús”. Aquel hombre pide a Jesús que se acuerde de él. ¡Cuánta ternura en esa expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de no ser abandonado, de que Dios le esté siempre cerca. De este modo, un condenado a muerte se convierte en modelo del cristiano que se fía de Jesús. Un condenado a muerte es un modelo para nosotros, un modelo para un hombre, para un cristiano que se fía de Jesús; y también modelo de la Iglesia que en la liturgia tantas veces invoca al Señor diciendo: “Acuérdate... Acuérdate de tu amor…”. Mientras el buen ladrón habla para el futuro: «cuando estés en tu reino», la respuesta de Jesús no se hace esperar; habla al presente: «hoy mismo estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). En la hora de la cruz, la salvación de Cristo alcanza su culmen; y su promesa al buen ladrón revela el cumplimiento de su misión: es decir, salvar a los pecadores. Al comienzo de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había proclamado «la liberación a los cautivos» (Lc 4,18); en Jericó, en la casa del público pecador Zaqueo, había declarado que «el Hijo del hombre −o sea, Él− ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,9). En la cruz, el último acto confirma el realizarse de ese plan de salvación. Desde el comienzo hasta el final, Él se revela Misericordia, se revela encarnación definitiva e irrepetible del amor del Padre. Jesús es de verdad el rostro de la misericordia del Padre. Y el buen ladrón lo llamó por su nombre: “Jesús”. Es una invocación breve, y todos podemos hacerla durante el día muchas veces: “Jesús”. “Jesús”, simplemente. Pues hacedlo así durante toda la jornada.

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(30) Las obras de misericordia, antídoto contra la indiferencia. Miércoles 12 de octubre de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! En las catequesis anteriores nos hemos ido metiendo un poco a la vez en el gran misterio de la misericordia de Dios. Hemos meditado sobre el actuar del Padre en el Antiguo Testamento y luego, a través de las narraciones evangélicas, hemos visto como Jesús, en sus palabras y en sus gestos, sea la encarnación de la Misericordia. Él, a su vez, ha enseñado a los discípulos: «Sean misericordiosos como el Padre» (Lc 6,36). Es un empeño que interpela la conciencia y la acción de todo cristiano. De hecho, no basta tener la experiencia de la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que quien la reciba también se convierta en signo e instrumento para los demás. La misericordia, además, no está reservada solo para los momentos particulares, sino abraza toda nuestra experiencia cotidiana. Por lo tanto, ¿Cómo podemos ser testigos de misericordia? No pensemos que se trate de realizar grandes esfuerzos o gestos sobre humanos. No, no es así. El Señor nos indica un camino mucho más simple, hecho de pequeños gestos pero que ante sus ojos tienen un gran valor, a tal punto que nos ha dicho que sobre esto seremos juzgados. De hecho, una página entre las más bellas del Evangelio de Mateo nos presenta la enseñanza que podríamos considerar de alguna manera como el “testamento de Jesús” por parte del evangelista, que experimentó directamente en sí la acción de la Misericordia. Jesús dice que cada vez que damos de comer a quien tiene hambre y de beber a quien tiene sed, que vestimos a una persona desnuda y acogemos a un forastero, que visitamos a un enfermo o a un encarcelado, lo hacemos a Él (Cfr. Mt 25,31-46). La Iglesia ha llamado a estos gestos “obras de misericordia corporales”, porque ayudan a las personas en sus necesidades materiales. Existen también otras siete obras de misericordia llamadas “espirituales”, que se refieren a otras exigencias también importantes, sobre todo hoy, porque tocan el interior de las personas y muchas veces hacen sufrir más. Todos ciertamente recordamos uno que ciertamente ha entrado en el lenguaje común: “Soportar pacientemente a las personas molestas”. ¡Y existen eh! ¡Existen personas molestas! Podría parecer una cosa poco importante, que nos hace sonreír, en cambio contiene un sentimiento de profunda caridad; y así es también para las otras seis, que es bueno recordar: aconsejar a los inciertos, enseñar a los ignorantes, corregir al que se equivoca, consolar a los afligidos, perdonar las ofensas, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos. ¡Son cosas de todos los días! “Pero yo estoy afligido…” “Dios te ayudará, no tengo tiempo”. ¡No! ¡Me detengo, lo escucho, pierdo el tiempo y lo consuelo, este es un gesto de misericordia y esto nos es hecho sólo a él, sino es hecho a Jesús! En las próximas Catequesis nos detendremos sobre estas obras, que la Iglesia nos presenta como el modo concreto de vivir la misericordia. A lo largo de los siglos, muchas personas sencillas las ha puesto en práctica, dando así un genuino testimonio de fe. La Iglesia por otra parte, fiel a su Señor, nutre un amor preferencial por los más débiles. Muchas veces son las personas más cercanas a nosotros las que tienen necesidad de nuestra ayuda. No debemos ir en búsqueda de quien sabe qué acciones por realizar. Es mejor iniciar por aquellas más sencillas, que el Señor nos indica como las más urgentes. En un mundo lamentablemente herido por el virus de la indiferencia, las

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obras de misericordia son el mejor antídoto. Nos educan, de hecho, a la atención hacia las exigencias más elementales de nuestros «hermanos más pequeños» (Mt 25,40), en los cuales está presente Jesús. Siempre Jesús está presente allí donde hay necesidad, una persona que tiene necesidad, sea material que espiritual, pero Jesús está ahí. Reconocer su rostro en aquel que está en necesidad es un verdadero desafío contra la indiferencia. Nos permite estar siempre vigilantes, evitando que Cristo pase a nuestro lado sin que lo reconozcamos. Me viene a la mente la frase de San Agustín: «Timeo Iesum transeuntem» (Serm., 88, 14, 13), “Tengo miedo que el Señor pase” y no lo reconozca, que el Señor pase delante a mí en una de estas personas pequeñas, necesitadas y yo no me dé cuenta que es Jesús. Tengo miedo que el Señor pase y no lo reconozca. Me he preguntado porque San Agustín ha dicho temer el paso de Jesús. La respuesta, lamentablemente, está en nuestro comportamiento: porque muchas veces estamos distraídos, indiferentes, y cuando el Señor pasa a nuestro lado perdemos la ocasión del encuentro, de encuentro con Él. Las obras de misericordia despiertan en nosotros la exigencia y la capacidad de hacer viva y operante la fe con la caridad. Estoy convencido que a través de estos simples gestos cotidianos podemos cumplir una verdadera revolución cultural, como lo ha sido en el pasado. Si cada uno de nosotros, cada día, hace una de estas, esta será una revolución en el mundo. ¡Pero todos eh! Cada uno de nosotros. ¡Cuántos santos hoy son todavía recordados no por las grandes obras que han realizado, sino por la caridad que han sabido transmitir! Pensemos en Madre Teresa, canonizada hace poco: no la recordamos por las casas que ha abierto en el mundo, sino porque se inclinaba en cada persona que encontraba en medio de la calle para restituirle la dignidad. ¡Cuántos niños abandonados ha abrazado entre sus brazos; cuantos moribundos ha acompañado al umbral de la eternidad sujetándolos por la mano! Estas obras de misericordia son los rasgos del Rostro de Jesucristo que cuida de sus hermanos más pequeños para llevar a cada uno la ternura y la cercanía de Dios. Que el Espíritu Santo nos ayude, que el Espíritu Santo encienda en nosotros el deseo de vivir con este estilo de vida: al menos hacer una cada día. Aprendamos de nuevo de memoria las obras de misericordia corporales y espirituales y pidamos al Señor nos ayude a ponerlos en práctica cada día y en el momento en el cual veamos a Jesús en una persona que está necesitada.

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(31) Las obras de misericordia. Dar de comer al necesitado. Miércoles 19 de octubre de 2016 Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Una de las consecuencias del llamado bienestar es llevar a las personas a encerrarse en sí mismas, volviéndolas insensibles a las exigencias de los demás. Se hace de todo para engañarlas, presentando modelos de vida efímeros, que desaparecen a los pocos años, como si nuestra vida fuese una moda a seguir y cambiar en cada estación. No es así. La realidad hay que acogerla y afrontarla como es, y a menudo nos hace encontrar situaciones de necesidad urgente. Por eso, entre las obras de misericordia, se encuentra la referida al hambre y la sed: dar de comer a los hambrientos −¡hay tantos hoy!− y de beber a los sedientos. Cuántas veces los medios nos informan de poblaciones que sufren la falta de alimento y de agua, con graves consecuencias especialmente para los niños. Ante ciertas noticias, y especialmente ciertas imágenes, la opinión pública se siente removida y organizan de vez en cuando campañas de ayuda para estimular la solidaridad. Se hacen generosas donaciones y se puede contribuir a aliviar el sufrimiento de muchos. Esta forma de caridad es importante, pero tal vez no nos implica directamente. En cambio, si yendo por la calle nos cruzamos con una persona en necesidad, o un pobre viene a llamar a la puerta de nuestra casa, es muy distinto, porque ya no estoy delante de una imagen, sino que nos vemos implicados en primera persona. Ya no hay distancia alguna entre él o ella y yo, y me siento interpelado. La pobreza en abstracto no nos interpela; nos hace pensar, nos hace lamentarnos; pero cuando ves la pobreza en la carne de un hombre, de una mujer, de un niño, ¡eso sí que nos interpela! De ahí la costumbre que tenemos de huir de los menesterosos, de no acercarnos o maquillar un poco la realidad de los necesitados con las costumbres de moda. Así nos alejamos de esa realidad. Sin embargo, no hay ninguna distancia entre el pobre y yo cuando me lo cruzo. En esos casos, ¿cuál es mi reacción? ¿Miro para otro lado y paso de largo? ¿O me paro a hablar y me intereso por su estado? Si haces eso, no faltará alguno que diga: ¡Ese está loco hablando con un pobre! ¿Veo si puedo acoger de algún modo aquella persona o procuro librarme de ella cuanto antes? Tal vez solo pide lo necesario: algo de comer y beber. Pensemos un momento: cuántas veces rezamos el Padrenuestro, pero no prestamos verdadera atención a las palabras: «Danos hoy nuestro pan de cada día». En la Biblia, un Salmo dice que Dios es «el que da el alimento a todo ser viviente» (136,25). La experiencia del hambre es dura. Algo sabe el que haya vivido periodos de guerra o de carestía. Sin embargo, esa experiencia se repite cada día y convive junto a la abundancia y el derroche. Siempre son actuales las palabras del apóstol Santiago: «Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle? Y si un hermano o una hermana están desnudos, y tienen necesidad del alimento de cada día, y alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma» (2,14-17): porque es incapaz de hacer obras, de hacer caridad, de amar. Siempre hay alguien que tiene hambre y sed y me necesita. No puedo delegar en ningún otro. Ese pobre me necesita, necesita mi ayuda, mi palabra, mi compromiso. Todos estamos involucrados en esto.

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Es también la enseñanza de aquella página del Evangelio donde Jesús, viendo a tanta gente que desde hacía horas le seguía, pide a sus discípulos: «¿Dónde podemos comprar pan para que estos puedan comer?» (Jn 6,5). Y los discípulos responden: «Es imposible, es mejor que los despidas». En cambio, Jesús les dice: «No. Dadles vosotros de comer» (cfr. Mc 6,37). Hace que le lleven los pocos panes y peces de que disponían, los bendice, los parte y los manda distribuir a todos. Es una lección muy importante para nosotros. Nos dice que lo poco que tenemos, si lo confiamos en manos de Jesús y lo compartimos con fe, se convierte en una riqueza sobreabundante. El Papa Benedicto XVI, en la Encíclica Caritas in veritate, afirma: «Dar de comer a los hambrientos es un imperativo ético para la Iglesia universal. […] El derecho a la alimentación, así como el del agua, revisten un papel importante para la consecución de otros derechos. […] Es necesario por tanto que madure una conciencia solidaria que conserve la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones» (n. 27). No olvidemos las palabras de Jesús: «Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35) y «si alguno tiene sed, venga a mí y beba» (Jn 7,37). Estas palabras son una provocación para todos los creyentes, una provocación a reconocer que, dando de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos, es por donde pasa nuestro trato con Dios, un Dios que reveló en Jesús su rostro de misericordia.

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(32) Las obras de misericordia. «Era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis» . Miércoles 26 de octubre de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días! Proseguimos con la reflexión sobre las obras de misericordia corporales, que el Señor Jesús nos ha transmitido para mantener siempre viva y dinámica nuestra fe. Estas obras, de hecho, muestran que los cristianos no están cansados ni perezosos en la espera del encuentro final con el Señor, sino que cada día salen a su encuentro, reconociendo su rostro en el de tantas personas que piden ayuda. Hoy nos detenemos en estas palabras de Jesús: «Era forastero y me acogisteis; estaba desnudo y me vestisteis» (Mt 25, 35-36). En estos tiempos es más actual que nunca la obra que concierne a los forasteros. La crisis económica, los conflictos armados y los cambios climáticos empujan a muchas personas a emigrar. Sin embargo, las migraciones no son un fenómeno nuevo, sino que pertenecen a la historia de la humanidad. Es una falta de memoria histórica pensar que sean algo típico sólo de estos años. La Biblia nos ofrece muchos ejemplos concretos de migración. Es suficiente pensar en Abraham. La llamada de Dios le empuja a dejar su país para ir a otro: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré (Gen 12, 1)». Y así fue también para el pueblo de Israel , que desde Egipto, donde era esclavo, estuvo en caminando durante cuarenta años en el desierto hasta que llegó a la tierra prometida por Dios. La misma Santa Familia - María, José y el pequeño Jesús- se vio obligada a emigrar para huir ante la amenaza de Herodes: «Él se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto; y estuvo allí hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,14-15). La historia de la humanidad es historia de migraciones: en cada latitud no hay pueblo que no haya conocido el fenómeno migratorio. A lo largo de los siglos hemos sido testigos al respecto de grandes manifestaciones de solidaridad, aunque no han faltado tensiones sociales. Hoy, el contexto de la crisis económica favorece desgraciadamente la aparición de actitudes de cerrazón y de no acogida. En algunas partes del mundo surgen muros y barreras. A veces parece que la obra silenciosa de muchos hombres y mujeres que, de distintas maneras, se prodigan para ayudar y atender a los refugiados y a los migrantes sea eclipsada por el ruido de otros que dan voz a un egoísmo instintivo. Pero la cerrazón no es una solución, es más, termina por favorecer los tráficos criminales. La única vía de solución es la de la solidaridad. Solidaridad con los migrantes, solidaridad con el migrante, solidaridad con el forastero... El compromiso de los cristianos en este campo es tan urgente hoy como en el pasado. Mirando sólo al siglo pasado, recordamos la estupenda figura de santa Francisca Cabrini, que dedicó su vida junto a sus compañeras a los emigrantes dirigidos a los Estados Unidos de América. También hoy necesitamos estos testimonios para que la misericordia pueda llegar a muchos que están necesitados. Es un esfuerzo que concierne a todos, sin exclusiones. Las diócesis, las parroquias, los institutos de vida consagrada, las asociaciones y movimientos, así como cada cristiano, todos estamos llamados a acoger a los hermanos y a las hermanas que huyen de la guerra, del hambre, de la violencia y de condiciones de vida inhumanas. Todos juntos somos una gran fuerza de apoyo para todos los que han perdido la patria, la familia, el trabajo y la dignidad. Hace algunos días, sucedió una pequeña historia, de ciudad. Había un refugiado que buscaba

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una calle y una señora se le acercó y le dijo: «¿Usted busca algo?». Estaba sin zapatos, ese refugiado. Y él dijo: «Yo querría ir a San Pedro para pasar por la Puerta Santa». Y la señora pensó: «Pero, si no tiene zapatos, ¿cómo va a caminar?». Y llamó a un taxi. Pero ese migrante, ese refugiado olía mal y el conductor del taxi casi no quería que subiera, pero al final le dejó subir al taxi. Y la señora, junto a él, le preguntó un poco sobre su historia de refugiado y de migrante, durante el trayecto del viaje: diez minutos para llegar hasta aquí. Este hombre narró su historia de dolor, de guerra, de hambre y por qué había huido de su patria para migrar aquí. Cuando llegaron, la señora abrió el bolso para pagar al taxista y el taxista, que al principio no quería que este migrante subiese porque olía mal, le dijo a la señora: «No, señora, soy yo que debo pagarle a usted porque me ha hecho escuchar una historia que me ha cambiado el corazón». Esta señora sabía qué era el dolor de un migrante, porque tenía sangre armenia y conocía el sufrimiento de su pueblo. Cuando nosotros hacemos algo parecido, al principio nos negamos porque nos produce algo de incomodidad, «pero si...huele mal...». Pero al final, la historia nos perfuma el alma y nos hace cambiar. Pensad en esta historia y pensemos qué podemos hacer por los refugiados. Y la otra cosa es vestir a quien está desnudo: ¿qué quiere decir si no devolver la dignidad a quien la ha perdido? Ciertamente dando vestidos a quien no tiene; pero pensemos también en las mujeres víctimas de la trata, tiradas por las calles, y demás, demasiadas maneras de usar el cuerpo humano como mercancía, incluso de los menores. Así como también no tener un trabajo, una casa, un salario justo es una forma de desnudez, o ser discriminados por la raza, por la fe; son todas formas de «desnudez», ante las cuales como cristianos estamos llamados a estar atentos, vigilantes y preparados para actuar. Queridos hermanos y hermanas, no caigamos en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos, indiferentes a las necesidades de los hermanos y preocupados sólo de nuestros intereses. Es precisamente en la medida en la cual nos abrimos a los demás que la vida se vuelve fecunda, la sociedad vuelve a adquirir la paz y las personas recuperan su plena dignidad. Y no os olvidéis de esa señora, no os olvidéis de ese emigrante que olía mal y no os olvidéis del conductor al cual el migrante había cambiado el alma.

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(33) Las obras de misericordia. «Visitar a enfermos y encarcelados». Miércoles 09 de noviembre de 2016 Queridos hermanos y hermanas, buenos días. La vida de Jesús, sobre todo en los tres años de su ministerio público, fue un incesante encuentro con las personas. Entre estas, un puesto especial tuvieron los enfermos. ¡Cuántas páginas de los Evangelios narran esos encuentros! El paralítico, el ciego, el leproso, el endemoniado, el epiléptico, e innumerables enfermos de todo tipo… Jesús se hizo cercano a cada uno de ellos y les curó con su presencia y el poder de su fuerza sanadora. Por tanto, no puede faltar, entre las obras de misericordia, la de visitar y asistir a los enfermos. Junto a esta podemos incluir también la de estar cerca de las personas que se encuentran en prisión. De hecho, tanto los enfermos como los encarcelados viven una condición que limita su libertad. ¡Y precisamente cuando nos falta, nos damos cuenta de lo valiosa que es! Jesús nos ha dado la posibilidad de ser libres a pesar de los límites de la enfermedad y de las restricciones. Nos ofrece la libertad que proviene del encuentro con Él y del nuevo sentido que ese encuentro da a nuestra condición personal. Con estas obras de misericordia el Señor nos invita a un gesto de gran humanidad: compartir. Recordemos esta palabra: compartir. Quien está enfermo, a menudo se siente solo. No podemos esconder que, sobre todo en nuestros días, precisamente en la enfermedad se experimenta más profundamente la soledad que atraviesa gran parte de la vida. ¡Una visita puede hacer que la persona enferma se sienta menos sola y un poco de compañía es una óptima medicina! Una sonrisa, una caricia, un estrechón de manos son gestos sencillos, pero muy importantes para quien se siente abandonado. ¡Cuántas personas se dedican a visitar enfermos en hospitales o en sus casas! Es una obra de voluntariado impagable. Cuando se hace en el nombre del Señor, entonces es también expresión elocuente y eficaz de misericordia. ¡No dejemos solas a las personas enfermas! No les impidamos sentir alivio, y a nosotros ser enriquecidos por la cercanía de quien sufre. Los hospitales son verdaderas “catedrales del dolor”, donde se hace evidente también la fuerza de la caridad que sostiene y siente compasión. Igualmente, pienso en los que están recluidos en la cárcel. Jesús no se olvida tampoco de ellos. Poniendo la visita a los encarcelados entre las obras de misericordia, ha querido invitarnos, ante todo, a no ser jueces de nadie. Ciertamente, si uno está en la cárcel es porque se ha equivocado, no ha respetado la ley y la convivencia civil. Por eso en prisión, descontando su pena. Pero a pesar de lo que un preso haya podido hacer, sigue siendo amado siempre por Dios. ¿Quién puede entrar en lo íntimo de su conciencia para saber lo que siente? ¿Quién puede comprender su dolor y remordimiento? Es demasiado fácil lavarse las manos afirmando que se ha equivocado. Un cristiano está llamado a hacerse cargo, para que quien ha errado comprenda el mal realizado y recapacite. La falta de libertad es sin duda una de las privaciones más grandes para el ser humano. Si a esta se añade la degradación por las frecuentes condiciones privadas de humanidad en las que esas personas viven, entonces es el momento para que un cristiano se sienta provocado a hacer de todo para devolverles la dignidad. Visitar a las personas en la cárcel es una obra de misericordia que sobre todo hoy asume

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un valor particular por las diversas formas de justicialismo a las que estamos sometidos. Que nadie señale a nadie. En cambio, que todos nos convirtamos en instrumentes de misericordia, con actitud de compartir y de respeto. Pienso a menudo en los presos… pienso mucho, los llevo en el corazón. Me pregunto qué les ha llevado a delinquir y cómo han podido ceder a las diversas formas de mal. Sin embargo, junto a esos pensamientos siento que todos necesitan cercanía y ternura, porque la misericordia de Dios hace prodigios. Cuántas lágrimas he visto caer por las mejillas de presos que tal vez nunca habían llorado en su vida; y eso solo porque se han sentido acogidos y amados. Y no olvidemos que también Jesús y los apóstoles experimentaron la prisión. En los relatos de la Pasión conocemos los sufrimientos a los que el Señor fue sometido: capturado, arrastrado come un malhechor, burlado, flagelado, coronado de espinas… ¡Él, el único Inocente! Y también san Pedro y san Pablo estuvieron en la cárcel (cfr. Hech 12,5; Fil 1,12-17). El domingo pasado −que fue el domingo del Jubileo de los encarcelados− por la tarde vino a verme un grupo de presos de Padua. Les pregunté qué harían al día siguiente, antes de volver a Padua. Me dijeron: “Iremos a la cárcel Mamertina para compartir la experiencia de san Pablo”. Es bonito, oír eso me hizo bien. Esos presos querían encontrar a Pablo prisionero. Es una cosa bonita, a mí me hizo bien. Y también allí, en la prisión, rezaron y evangelizaron. Es emocionante la página de los Hechos de los Apóstoles donde se cuenta la prisión de Pablo: se sentía solo y deseaba que alguno de los amigos le visitase (cfr. 2Tm 4,9-15). Se sentía solo porque la mayoría lo habían dejado solo… al gran Pablo. Estas obras de misericordia, como se ve, son antiguas, pero siempre actuales. Jesús dejó lo que estaba haciendo para visitar a la suegra de Pedro; una obra antigua de caridad. Jesús lo hizo. No caigamos en la indiferencia; convirtámonos en instrumentos de la misericordia de Dios. Todos podemos ser instrumentos de la misericordia de Dios y eso nos hará más bien a nosotros que a los demás porque la misericordia pasa a través de un gesto, una palabra, una visita, y esa misericordia es un acto para devolver alegría y dignidad a quien la ha perdido.

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(34) Las obras de misericordia. sufrir con paciencia los defectos del prójimo. Miércoles 16 de noviembre de 2016 Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Dedicamos la catequesis de hoy a una obra de misericordia que todos conocemos muy bien, pero que tal vez no la ponemos en práctica como deberíamos: sufrir con paciencia los defectos del prójimo. Todos somos muy buenos para identificar la presencia de alguno que puede incomodar: sucede cuando encontramos a alguien por la calle, o cuando recibimos una llamada telefónica… Enseguida pensamos: “¿Por cuánto tiempo tendré que escuchar las quejas, los comentarios, los pedidos o las vanaglorias de esta persona?”. A veces, sucede también, que las personas fastidiosas son aquellas que están más cercana de nosotros: entre los familiares hay siempre alguien; en el centro de trabajo no faltan; y ni siquiera en el tiempo libre no estamos eximidos. ¿Qué cosa debemos hacer con las personas fastidiosas? También nosotros muchas veces somos incomodos a los demás. ¿Por qué entre las obras de misericordia ha sido incluida también ésta? ¿Sufrir con paciencia los defectos del prójimo?. En la Biblia vemos que Dios mismo debe usar misericordia para soportar las quejas de su pueblo. Por ejemplo, en el libro del Éxodo el pueblo resulta ser verdaderamente insoportable: primero llora porque es esclavizado en Egipto, y Dios lo libera; luego, en el desierto, se queja porque no tiene que comer (Cfr. 16,3), y Dios envía las codornices y el mana (Cfr. 16,13-16), pero no obstante esto las quejas no cesan. Moisés hacía de mediador entre Dios y el pueblo, y también él algunas vez habría sido incómodo para el Señor. Pero Dios ha tenido paciencia y así ha enseñado a Moisés y al pueblo también esta dimensión esencial de la fe. Entonces, surge espontáneamente una pregunta: ¿hacemos siempre el examen de conciencia para ver si también nosotros, a veces, podemos resultar incomodos para los demás? Es fácil apuntar el dedo contra los defectos y las faltas de los demás, pero debemos aprender a ponernos en el lugar de los otros. Miremos sobre todo a Jesús: ¡cuánta paciencia ha debido tener en los tres años de su vida pública! Una vez, mientras estaba de camino con sus discípulos, lo detuvo la madre de Santiago y Juan, y ella le dijo: «Manda que mis dos hijos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda» (Mt 20,21). La madre creaba las elites para sus hijos, pero era la mamá… También de aquella situación Jesús aprovecha la ocasión para dar una enseñanza fundamental: su reino, no es un reino de poder, no es un reino de gloria como aquellos terrenos, sino de servicio y donación a los demás. Jesús enseña a ir siempre a lo esencial y a mirar más lejos para asumir con responsabilidad la propia misión. Podríamos ver aquí la evocación a otras dos obras de misericordia espiritual: aquella de corregir al que se equivoca y enseñar al que no sabe. Pensemos en el gran empeño que se puede poner cuando ayudamos a las personas a crecer en la fe y en la vida. Pienso, por ejemplo, en los catequistas – entre los cuales hay muchas mamás y tantas religiosas – que dedican tiempo para enseñar a los jóvenes los elementos básicos de la fe. ¡Cuánto trabajo, sobre todo cuando los jóvenes preferirían jugar en vez de escuchar el catecismo! Acompañar en la búsqueda de lo esencial es bello e importante, porque nos hace compartir la alegría de probar el sentido de la vida. Muchas veces nos sucede que

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encontramos a personas que se detienen en cosas superficiales, efímeras y banales; a veces porque no han encontrado a nadie que los estimulara a buscar algo más, a apreciar los verdaderos tesoros. Enseñar a mirar lo esencial es una ayuda determinante, especialmente en un tiempo como el nuestro que parece haber perdido la orientación y busca satisfacciones inmediatas. Enseñar a descubrir que cosa el Señor quiere de nosotros y cómo podemos corresponderle significa ponerse en su camino para crecer en la propia vocación, el camino de la verdadera alegría. Así las palabras de Jesús a la madre de Santiago y de Juan, y luego a todo el grupo de los discípulos, indican la vía para evitar caer en la envidia, en la ambición, en la adulación, tentaciones que están siempre presentes también entre nosotros cristianos. La exigencia de aconsejar, amonestar y enseñar no nos debe hacer sentir superiores a los demás, sino nos obliga sobre todo a entrar en nosotros mismos para verificar si somos coherentes con lo que pedimos a los demás. No olvidemos las palabras de Jesús: «¿Por qué miras la paja que hay en el ojo de tu hermano y no ves la viga que está en el tuyo?» (Lc 6,41). El Espíritu Santo nos ayude a ser pacientes para soportar y humildes y sencillos para aconsejar.

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(35) Dar buen consejo al que lo necesita y enseñar al que no sabe. Miércoles 23 de noviembre de 2016 Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Terminado el Jubileo, hoy volvemos a la normalidad, pero aún quedan algunas reflexiones sobre las obras de misericordia, de modo que seguiremos con ellas. La reflexión de hoy sobre las obras de misericordia espirituales se refiere a dos acciones fuertemente vinculadas entre sí: aconsejar a los que tienen dudas y enseñar a los ignorantes, es decir, a los que no saben. La palabra ignorante es demasiado fuerte, pero quiere decir los que no saben algo y a los que hay que enseñar. Son obras que se pueden vivir tanto a nivel sencillo, familiar, al alcance de todos, como −especialmente la segunda, la de enseñar− en un plano más institucional, organizado. Pensemos por ejemplo en cuántos niños sufren aún de analfabetismo: ¡no se puede entender, que en un mundo donde el progreso técnico, científico, ha llegado tan alto, haya niños analfabetos! Eso no se puede entender; es una injusticia. ¡Cuántos niños sufren de falta de instrucción! Es una condición de gran injusticia que afecta a la dignidad misma de la persona. Además, sin educación se convierten en presa fácil de la explotación y de varias formas de malestar social. La Iglesia, en el curso de los siglos, ha sentido la exigencia de implicarse en el ámbito de la educación porque su misión de evangelización comporta el compromiso de devolver la dignidad a los pobres. Desde el primer ejemplo de una “escuela” fundada justo aquí en Roma por san Justino, en el siglo segundo, para que los cristianos conocieran mejor la Sagrada Escritura, hasta San José de Calasanz, que abrió las primeras escuelas populares gratuitas de Europa, tenemos un amplio elenco de santos y santas que en varias épocas han llevado la educación a los más desaventajados, sabiendo que, a través de ese camino, podrían superar la miseria y las discriminaciones. Cuántos cristianos, laicos, hermanos y hermanas consagrados, sacerdotes han dado su vida por la instrucción, por la educación de niños y jóvenes. ¡Y eso es grande! ¡Pues yo os invito a darles un homenaje con un buen aplauso! [aplauso de los fieles]. Esos pioneros de la educación comprendieron a fondo la obra de misericordia y llevaron un estilo de vida tal como para transformar la sociedad misma. A través de un trabajo sencillo y pocas estructuras supieron restituir la dignidad a tantas personas. Y la instrucción que daban solía estar orientada también al trabajo. Pensemos en Don Bosco, San Juan Bosco [aplauso de los fieles]. Hay salesianos aquí, ¿eh? Pues pensemos en Don Bosco que con aquellos niños de la calle, con el oratorio y luego con las escuelas y los talleres, los preparaba para el trabajo. Así surgieron muchas y variadas escuelas profesionales que habilitaban para el trabajo mientras educaban en los valores humanos y cristianos. La educación, por tanto, es ciertamente una peculiar forma de evangelización. Cuanto más crece la educación las personas adquieren más conciencia y certezas, que todos necesitamos en la vida. Una buena instrucción nos enseña el método crítico, que incluye también un cierto tipo de duda, útil para hacer preguntas y comprobar los resultados alcanzados, en vista de un conocimiento mayor. Pero la obra de misericordia de aconsejar a los que dudan no se refiere a ese tipo de duda. Expresar la misericordia con los que dudan equivale, en cambio, a calmar el dolor y el sufrimiento que provienen

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del miedo y de la angustia, que son consecuencias de la duda. Por tanto, es un acto de verdadero amor con el que se pretende sostener a una persona en la debilidad provocada por la incertidumbre. Pienso que alguno podría preguntarme: “Padre, pero yo que tengo tantas dudas de fe, ¿qué debo hacer? ¿Usted nunca tiene dudas?”. Sí, tengo tantas; tengo tantas… Es verdad que en algunos momentos a todos nos vienen dudas. Las dudas que tocan la fe, en sentido positivo, son una señal de que queremos conocer mejor y más a fondo a Dios, a Jesús, y el misterio de su amor por nosotros. “Pero es que yo tengo esta duda. Busco, estudio, veo o pido consejo sobre qué hacer”. Esas dudas hacen crecer. Es bueno, pues, que nos planteemos preguntas sobre nuestra fe, porque de ese modo nos lanzamos a profundizarla. Las dudas, en todo caso, hay que superarlas. Es necesario para eso escuchar la Palabra de Dios, y comprender lo que nos enseña. Un camino importante que ayuda en esto es la catequesis, con la que el anuncio de la fe viene a encontrarnos en lo concreto de la vida personal y comunitaria. Y hay, al mismo tiempo, otro camino igualmente importante, el de vivir lo más posible la fe. No hagamos de la fe una teoría abstracta donde las dudas se multiplican. Más bien, hagamos de la fe nuestra vida. Procuremos practicarla en el servicio a los hermanos, especialmente a los más necesitados. Y entonces muchas dudas desaparecen, porque sentimos la presencia de Dios y la verdad del Evangelio en el amor que, sin mérito nuestro, habita en nosotros y compartimos con los demás. Como se puede ver, queridos hermanos y hermanas, estas dos obras de misericordia tampoco están lejos de nuestra vida. Cada uno puede comprometerse a vivirlas para poner en práctica la palabra del Señor cuando dice que el misterio del amor de Dios no se ha revelado a los sabios e inteligentes, sino a los pequeños (cfr. Lc 10,21; Mt 11,25-26). Por tanto, la enseñanza más profunda que estamos llamados a trasmitir y la certeza más segura para salir de la duda, es el amor de Dios con el que hemos sido amados (cfr. 1Jn 4,10). Un amor grande, gratuito y dado para siempre. ¡Y Dios nunca da marcha atrás con su amor, jamás! Va siempre adelante, ahí está..., es dado para siempre ese amor del que debemos sentir fuerte la responsabilidad de ser testigos, ofreciendo misericordia a nuestros hermanos. Gracias. * * * El domingo pasado terminamos el Jubileo Extraordinario. Pero no se ha cerrado el corazón misericordioso de Dios para nosotros pecadores, que no dejará de inundarnos con su gracia. Del mismo modo, que no se cierren nunca nuestros corazones y no dejemos de hacer siempre obras de misericordia corporales y espirituales. Que la experiencia del amor y del perdón de Dios que hemos vivido en este Año Santo permanezca en nosotros como permanente inspiración para la caridad con los hermanos.

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(36) Rezar a Dios por vivos y difuntos. Miércoles 30 de noviembre de 2016 Queridos hermanos y hermanas, buenos días. Con la catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado a la misericordia. ¡Pero, aunque las catequesis acaben, la misericordia debe continuar! Demos gracias el Señor por todo esto y conservémoslo en el corazón como consuelo y alivio. La última obra de misericordia espiritual pide rezar por los vivos y difuntos. A ella podemos unir también la última obra de misericordia corporal que invita a enterrar a los muertos. Puede parecer una petición rara esta última; en cambio, en algunas zonas del mundo que viven bajo el flagelo de la guerra, con bombardeos que día y noche siembran miedo y víctimas inocentes, esta obra es tristemente actual. La Biblia contiene un buen ejemplo a este propósito: el del viejo Tobías, quien, a riesgo de la propia vida, sepultaba a los muertos a pesar de la prohibición del rey (cfr. Tb 1,17-19; 2,2-4). También hoy hay quien arriesga la vida para dar sepultura a las pobres víctimas de las guerras. Así pues, esta obra de misericordia corporal no es tan lejana a nuestra existencia ordinaria. Y nos hace pensar en lo que pasó el Viernes Santo, cuando la Virgen María, con Juan y algunas mujeres estaban junto a la cruz de Jesús. Después de su muerte, vino José de Arimatea, un hombre rico, miembro del Sanedrín, que se había hecho discípulo de Jesús, y ofreció para él su sepulcro nuevo, excavado en la roca. Fue personalmente a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús: una verdadera obra de misericordia hecha con gran valentía (cfr. Mt 27,57-60). Para los cristianos, la sepultura es un acto de piedad, y también un acto de gran fe. Depositamos en la tumba el cuerpo de nuestros seres queridos, con la esperanza de su resurrección (cfr. 1Cor 15, 1-34). Es un rito muy fuerte y sentido en nuestro pueblo, y que tiene resonancias especiales en este mes de noviembre dedicado en particular al recuerdo y a la oración por los difuntos. Rezar por los difuntos es, ante todo, un signo de reconocimiento por el testimonio que nos han dejado y el bien que han hecho. Es un agradecimiento al Señor por habérnoslos dado y por su amor y amistad. La Iglesia reza por los difuntos de modo particular durante la Santa Misa. Dice el sacerdote: «Acuérdate, Señor, de tus hijos, que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Un recuerdo sencillo, eficaz, cargado de significado, porque encomienda a nuestros seres queridos a la misericordia de Dios. Rezamos con esperanza cristiana que estén con Él en el paraíso, a la espera de volver a encontrarnos juntos en aquel misterio de amor que no comprendemos, pero que sabemos que es verdadero porque es una promesa que Jesús hizo. Todos resucitaremos y todos estaremos para siempre con Jesús, con Él. El recuerdo de los fieles difuntos no debe hacernos olvidar rezar también por los vivos, que junto a nosotros cada día afrontan las pruebas de la vida. La necesidad de esa oración es aún más evidente si la ponemos a la luz de la profesión de fe que dice: «Creo en la comunión de los santos». Es el misterio que expresa la belleza de la misericordia que Jesús nos reveló. La comunión de los santos indica que todos estamos inmersos en la vida de Dios y vivimos en su amor. Todos, vivos y difuntos, estamos en la comunión, es decir, como una unión; unidos en la comunidad de cuantos han recibido el Bautismo, y de los que se han alimentado con el Cuerpo de Cristo y forman parte de la gran familia de Dios. Todos somos la misma familia, unidos. Y por eso, rezamos los unos

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por los otros. ¡Cuántos modos diversos hay para rezar por nuestro prójimo! Son todos válidos y agradables a Dios si se hacen con el corazón. Pienso de modo particular en las madres y padres que bendicen a sus hijos por la mañana y por la noche. Todavía existe esa costumbre en algunas familias: bendecir al hijo es una oración; pienso en la oración por las personas enfermas, cuando vamos a verlas y rezamos por ellas; en la intercesión silenciosa, a veces con lágrimas, en tantas situaciones difíciles por las que rezar. Ayer vino a misa en Santa Marta un buen hombre, un empresario. Ese hombre joven tiene que cerrar su fábrica porque no puede más y lloraba diciendo: “No soy capaz de dejar sin trabajo a más de 50 familias. Podría declarar la quiebra de la empresa e irme a casa con mi dinero, pero mi corazón llorará toda la vida por esas 50 familias”. Este es un buen cristiano que reza con las obras: vino a misa a rezar para que el Señor le dé una vía de salida, no solo para él, sino para las 50 familias. Este es un hombre que sabe rezar, con el corazón y con los hechos, sabe rezar por el prójimo. Está en una situación difícil. Y no busca la escapatoria más fácil: “Que se apañen ellos”. Eso es un cristiano. ¡Me hizo mucho bien escucharle! Y quizá hay tantos así, hoy, en este momento en que tanta gente sufre por la falta de trabajo; pienso también en el agradecimiento por una bonita noticia que se refiere a un amigo, un pariente, un colega…: “¡Gracias, Señor, por eso tan bonito!”, ¡eso también es regar por los demás! Agradecer al Señor cuando las cosas van bien. A veces, como dice San Pablo, «no sabemos cómo pedir de modo conveniente, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inenarrables» (Rm 8,26). Es el Espíritu el que reza dentro de nosotros. Abramos, pues, nuestro corazón, de modo que el Espíritu Santo, escrutando los deseos que están en lo más hondo, los pueda purificar y llevar a cumplimiento. En todo caso, para nosotros y para los demás, pidamos siempre que se haga la voluntad de Dios, como en el Padrenuestro, porque su voluntad es con toda seguridad el bien más grande, el bien de un Padre que nunca nos abandona: rezar y dejar que el Espíritu Santo rece en nosotros. Y eso es bonito en la vida: reza agradeciendo, alabando a Dios, pidiendo algo, llorando cuando hay alguna dificultad, como aquel hombre. Pero que el corazón esté siempre abierto al Espíritu para que rece en nosotros, con nosotros y por nosotros. Concluyendo estas catequesis sobre la misericordia, comprometámonos a rezar los unos por los otros para que las obras de misericordia corporales y espirituales sean cada vez más el estilo de nuestra vida. Las catequesis, como he dicho al principio, acaban aquí. Hemos hecho el recorrido de las 14 obras de misericordia, pero la misericordia continua y debemos ejercerla de esos 14 modos. Gracias.