1 el monstruo del páramo
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El cielo nublado se extendía hasta donde alcanzaba su vista, con un sol que tras esa
cortina, era apenas una tenue esfera de luz moribunda. El páramo estaba seco y grisáceo
con sus árboles calcificados que se elevaban tristes por doquier, separados entre sí por
varios pies de distancia. Sus raíces, como dedos esqueléticos, se irradiaban hacía arriba
buscando alimento y regalando sombras negras e inmóviles al suelo resquebrajado. En
silencio, el viajero se escondió tras un hosco arbusto, a unos veinte metros del lago fétido
que estaba por delante. Respirando con dificultad el aire viciado, observó la acuosa
superficie. Estaba calma y cubierta por una extraña alga, color sangre, que dominaba ese
ecosistema infecto.
Se odió a sí mismo por fanfarronear con la exploración de la Tierra y más que nada por
asegurar a los suyos que haría contacto directo con su antigua raza dominante. Ahora no
podía regresar a su hogar sin lograrlo. En caso contrario lo humillarían a él, y sobre todo a
su familia.
Otra pestilencia, esta vez ácida y picante, impregnó su nariz, era el bípedo. Caminaba
por la orilla, lento y con pasos cortos. Estaba cubierto por alguna especie de manto gris que
casi llegaba hasta su cintura y que tenía el lúgubre aspecto del lugar. Se mantenía en pie
ayudado de un cayado de madera. Lo vio detenerse, clavando los talones en la arena y
girando en su dirección. El viajero comenzó a sentir que la respiración se le aceleraba y el
estómago se le sacudía, mientras que un sudor frío que desprendía su piel contrastaba con
el asfixiante ambiente. El monstruo se dirigió hacia él. La cara de la bestia era lo más
impresionante, de piel partida y estriada, parecía áspera como una roca. Se dio cuenta de
que el manto era en realidad una cabellera desgreñada, de hebras gruesas y blancuzcas, y
el cayado, un arma. El viajero se replegó hacia atrás, tropezando con raicillas que de forma
conveniente, atraparon sus pies. La criatura abrió la boca y el explorador observó una hilera
de dientes amarillos y retorcidos, que hacían que luciera una sonrisa macabra. Luego oyó
un sonido cruel, era como si esa voz fuera una rama espinosa que azotaba su cerebro, sus
pulmones. El venusino lo miró a sus ojos y comprendió, el reto estaba cumplido. Jamás
otro de su especie había estado, cara a cara, ante un ser tan horrendo, ante un humano, o al
menos, lo que quedaba de ellos. El terrestre quiso tocar al visitante, pero antes de hacerlo
vio que convulsionaba. Tardó pocos segundos en morir. El horror y el pánico habían sido
demasiado para el frágil corazón del viajero.