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1. El hospital Pablo por fin decidió entrar en el hospital. No le gustaba la idea, sentía verdadero pavor por esos edificios plagados de camas, doctores y enfermos a todas horas, pero debía hacer un esfuerzo si quería ver a su madre. Hacía bastante tiempo que no acudía a uno, y además en aquella ocasión lo había hecho por un motivo muy distinto, el nacimiento de su sobrino, el primer niño que tenía su hermana mayor. Tampoco estuvo mucho tiempo en el hospital, ni siquiera la sección dedicada a maternidad, la más agradable de ver, llena de vida en cada rincón, con un colorido festivo, despertaba en él una mínima sensación de comodidad y alegría. Así pues respiró hondo y atravesó la entrada dispuesto a soportar el olor tan intrincado, potente y característico, que desprendía los hospitales. Durante su camino no quiso mirar a nadie ni a nada, fue con paso firme y completamente enfilado a la habitación 212, en la segunda planta. A su alrededor, a derecha e izquierda, varios enfermos y familiares paseaban por los pasillos que aún le parecían más tétricos y deprimentes que en algunas películas. Su intención era llegar lo más rápidamente posible a la habitación de su madre, así que apenas levantó la vista un par de veces para ver los carteles de información. Sin mirar un solo rostro, llegó a la puerta. La habitación era más espaciosa de lo que esperaba: dos camas grandes, otro par de sillones amplios, varias sillas, un enorme ventanal, algún que otro cuadro pequeño, además de los aparatos médicos que estaban colocados de forma estratégica, todo en conjunto daban la impresión de que cada centímetro estaba aprovechado al detalle. Pablo encontró a su madre con buena cara, su esbozo de sonrisa nada más abrir la puerta indicaba con claridad que seguía mejorando.

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1. El hospital

Pablo por fin decidió entrar en el hospital. No le gustaba la idea, sentía verdadero

pavor por esos edificios plagados de camas, doctores y enfermos a todas horas, pero

debía hacer un esfuerzo si quería ver a su madre. Hacía bastante tiempo que no acudía a

uno, y además en aquella ocasión lo había hecho por un motivo muy distinto, el

nacimiento de su sobrino, el primer niño que tenía su hermana mayor. Tampoco estuvo

mucho tiempo en el hospital, ni siquiera la sección dedicada a maternidad, la más

agradable de ver, llena de vida en cada rincón, con un colorido festivo, despertaba en él

una mínima sensación de comodidad y alegría.

Así pues respiró hondo y atravesó la entrada dispuesto a soportar el olor tan

intrincado, potente y característico, que desprendía los hospitales. Durante su camino no

quiso mirar a nadie ni a nada, fue con paso firme y completamente enfilado a la

habitación 212, en la segunda planta. A su alrededor, a derecha e izquierda, varios

enfermos y familiares paseaban por los pasillos que aún le parecían más tétricos y

deprimentes que en algunas películas. Su intención era llegar lo más rápidamente

posible a la habitación de su madre, así que apenas levantó la vista un par de veces para

ver los carteles de información. Sin mirar un solo rostro, llegó a la puerta.

La habitación era más espaciosa de lo que esperaba: dos camas grandes, otro par de

sillones amplios, varias sillas, un enorme ventanal, algún que otro cuadro pequeño,

además de los aparatos médicos que estaban colocados de forma estratégica, todo en

conjunto daban la impresión de que cada centímetro estaba aprovechado al detalle.

Pablo encontró a su madre con buena cara, su esbozo de sonrisa nada más abrir la puerta

indicaba con claridad que seguía mejorando.

La besó en la mejilla y notó que aún podría tener unas décimas de fiebre. Tenía

tantas ganas de verla, de comprobar que ese virus tan extraño había desaparecido

completamente de su organismo, que no advirtió la presencia de otra persona en la cama

de al lado. Era una chica de unos 28 años, quizás algunos más, que no apartaba su

mirada de Pablo por el simple hecho de ser el elemento nuevo en ese lugar. Era de tez

blanca aterciopelada, cabello rubio y despeinado que la tapaba algunos rasgos de su

cara, tenía los ojos grandes, muy azules y una miraba interrogativa que demandaba

información. Se parecía a su madre en la blancura y palidez, quizás porque en ese lugar

los enfermos cogían el mismo color. Pablo se imaginó que el primer pensamiento de

aquella chica al verle sería que llegaba el hijo de su compañera, sobre todo por la edad,

lo cual era cierto, y especialmente, que aparecía otra persona más para distraer la paz de

dos personas convalecientes. Si cada enfermo ya tenía que soportar con paciencia el

problema que le había llevado hasta el hospital, también tenían que aguantar las

inoportunas y tradicionales visitas, las propias y las ajenas.

La situación le parecía incómoda, sentía que su presencia suponía una molestia más

para aquella chica y que él tampoco podría hablar con su madre con plena libertad; sin

embargo su lugar estaba allí, junto a ella, en un momento difícil en soledad. Llevaba

más de diez años divorciada y la relación con su ex marido no era muy buena, casi no

hablaban, y ni siquiera sabía que ella se encontraba en el hospital. Padre e hijo se veían

algo más, aunque casi por una obligación histórica que el parentesco entre ambos

indicaba, no por entusiasmo sincero por alguna de las partes. Pablo no buscaba

culpables, tenía la teoría de que un matrimonio y una relación se crea y se rompe por

culpa de dos personas, si bien alguno de los implicados podía mostrar un

comportamiento más proclive a la ruptura, y ese papel lo había representado su padre,

que, aunque nunca fue infiel a su esposa, rápidamente se había ido con otra mujer. Por

su parte, la hermana de Pablo, María, estudiaba en Ohio desde hacía un año y medio y

tampoco sabía nada del ingreso de su madre, en este caso porque decidieron no

decírselo. Siempre iba por libre, tanto es así que una vez acabados los estudios

obligatorios decidió ponerse a trabajar en un puesto muy bien remunerado de una

empresa de suministro eléctrico y cuando ahorró el dinero suficiente se marchó a

Estados Unidos. Precisamente, desde su partida, Pablo y ella empezaron a desarrollar

una relación fraternal mucho más estrecha que cuando vivían en la misma casa, pared

con pared. Casi hablaban a diario de sus problemas, de sus inquietudes, incluso de los

asuntos de los demás. Como decía María, debía aprovechar que tenía un hermano

filósofo para tratar cualquier tema en profundidad, desde sus teorías hasta sus

reflexiones más extravagantes. Pablo era licenciado en Filosofía, aunque de momento

ese título no le había servido para nada, todos sus trabajos hasta ahora no podían estar

más alejados de esa actividad. Cuando comenzó la carrera tenía precisamente ese

miedo, que no encontrara un puesto que le gustara, o si lo encontraba que no le

llamaran. Ahora con 30 años no tenía más remedio que resignarse y seguir luchando por

algo que ya se iba mereciendo y que dudaba seriamente que algún día consiguiera.

Justo cuando iba a sentarse en el sillón más cercano a la cama de su madre, entró

una enfermera de extrema delgadez, muy pintada y con las energías intactas de quien

acaba de entrar a trabajar en un lugar que le entusiasma. Mientras ella cambiaba el suero

de las pacientes y alguna otra cosa más, Pablo se quedó observando a la chica de los 28

años o más. No tenía mal aspecto general, igual que su madre, su cara mantenía aún

buen color dentro de la palidez habitual que se adquiere en esos hospitales y desprendía

una tranquilidad y seguridad que le recordaban a su hermana mayor, la del hijo. No

aparentaba estar muy preocupada o al menos no desprendía ningún gesto inequívoco de

angustia que quisiera ocultar. Es más, podía asegurar que se encontraba relajada en

aquella cama, rodeada de un par de libros y un paquete de folios escritos que tenía

colocados en la mesilla.

Pablo no solía pensar mucho en su hermana mayor, Estefanía. Cuando se casó y

después tuvo a su hijo decidió alejarse paulatinamente de su familia, rompiendo su

pasado y cimentando una nueva vida que tuviera como eje principal sólo a su marido y a

la nueva persona que había traído al mundo. Había decidido no mantener un contacto

permanente, casi diario, con su casa materna y centrar sus esfuerzos en su hijo las 24

horas del día mientras el padre de la criatura trabajaba lo suficiente para poder

sobrevivir los tres. Así que Pablo y su madre veían a Estefanía cuando a ella le venía

bien.

Después de hablar con su madre diez minutos con las reservas que provocan la

presencia de una persona desconocida a escasos metros, Pablo salió al pasillo a respirar

otro ambiente, aunque no puede decirse que fuera más agradable: ese olor a hospital

seguía en su sentido olfativo y ya no desaparecería hasta que volviese a casa. ¡Cuántas

ganas tenía de que su madre saliera de ese lugar! Se quedó un rato mirando por la

ventana pensando en la chica de la habitación. Sin saber muy bien el motivo, desde que

había entrado en esa habituación su foco de atención se fijaba con insistencia en los ojos

de la joven, había despertado su curiosidad sin saber absolutamente nada de ella, sin

haber intercambiado media palabra. Le parecía guapa, y no tenía ninguna duda de que lo

sería mucho más en otro lugar y en otras circunstancias, aunque no tenía una belleza que

despertara exclamaciones nada más verla. Cuando entrase de nuevo procuraría dirigirse

a ella con naturalidad. Al fin y al cabo era la compañera de habitación de su madre,

compartían las veinticuatro horas del día, y además se encontraba sola, motivos más que

suficientes para entablar una conversación amena sin dar la impresión de buscar

segundas intenciones.

Sus reflexiones se vieron interrumpidas por una ambulancia que se acercaba al

hospital a gran velocidad, y que Pablo ya veía venir desde la ventana cuando todavía se

encontraba a mucha distancia, con sus alarmantes luces anaranjadas entre el cielo

oscuro de ese día del mes de julio. En fin, otro enfermo más a la lista, pensó. Era

descorazonador. Decidió dar un corto paseo por la planta y cuando se deprimió lo

suficiente pensando en que algún día sería él mismo el enfermo y que no podría hacer

nada por evitarlo regresó a la habitación. Las dos pacientes seguían solas, tumbadas en

la cama y sin hablar. De nuevo se sentó al lado de su madre sin decir nada. Se produjo

un momento de silencio donde cada uno de los allí presentes fijaba su mirada en un

punto concreto, como si nadie quisiera ser el primero en romper ese momento de paz

que se veía truncado en parte por el barullo que se oía al otro lado de la puerta. La

situación se prolongó unos minutos más hasta que Asunción, la madre de Pablo, se

levantó al cuarto de baño. En ese instante se quedaban solos por primera vez y fue ella

la que intentó romper la situación esbozando una sonrisa de complicidad, o al menos

con la intención de restar incomodidad. Sin embargo fue él quien empezó a hablar.

- ¿Qué te ha pasado?

- Nada grave. Un pequeño accidente, me di un golpe en la cabeza y quieren que

esté aquí unos días.

- Me alegro de que no sea nada importante –contestó Pablo.

- Gracias. Sí, estoy bastante bien ya, el problema es que falto al trabajo y... esas

historias.

- Ya, pero por causa justificada.

- Sí, es verdad, pero no me gusta.

Le contó a Pablo que era profesora, daba clases de inglés en un pequeño colegio

privado a niños de ocho y diez años. No llevaba mucho tiempo trabajando allí y le

angustiaba pensar en que podía perder el puesto si se ausentaba varios días. Así que esa

tranquilidad y serenidad que había captado Pablo en la primera impresión, no se

correspondía con la realidad.

- Tus alumnos te estarán echando de menos –dijo él.

- Seguro que no, estarán tan contentos sin mí, pero se les va a acabar pronto la

diversión –dijo contestó ella riendo.

Parecía simpática y habladora, desprendía una carácter alegre, bastante fácil de

tratar. Asunción salió del cuarto de baño mirando a los dos chicos, que se quedaron

callados. La mujer se tumbó de nuevo en la cama y cogió un libro. Los tres comenzaron

una breve conversación acerca de las atenciones que recibían en ese hospital. Pablo se

enteró por fin de que el nombre de la chica era Isabel.

- Voy a salir al pasillo un rato, ¿me acompañáis? –dijo ella.

- Ve tú –contestó Asunción dirigiéndose a Pablo que se quedó un momento

paralizado sin saber qué decir.

Mientras paseaban al ritmo que ella podía, un poco doblada como una pobre

ancianita que ya no puede ponerse en pie por el peso de los años, Pablo se sentía

incómodo a su lado. Su intención era estar un rato con su madre y posteriormente

marcharse a casa, y de repente estaba hablando con una persona a la que acababa de

conocer y a la que quizás no volvería a ver. Sin embargo Isabel necesitaba un poco más

de compañía porque sus familiares estaban más lejos.

- Mi madre vino ayer y mi hermano todavía no ha podido. Tienen mucho trabajo y

yo también les he dicho que no hace falta que vinieran urgentemente, que estaba

bien.

- Si necesitas alguna cosa, puedes contar con nosotros –se ofreció Pablo.

- Ya lo sé, tu madre me lo ha dicho también, muchas gracias –dijo ella sonriendo-

Sois muy amables.

- Cualquiera haría lo mismo.

Hubo un momento de silencio.

- Cuando te he visto tumbada allí –comenzó Pablo de nuevo-, estaba pensando

que éste no era un buen sitio para una persona de tu edad.

- Este no es un buen sitio para nadie –interrumpió ella.

- Y al mismo tiempo para todos. Por aquí pasamos en algún momento, cuando

venimos al mundo y en muchas ocasiones cuando estamos a punto de dejarlo.

Isabel se quedó pensando en aquellas palabras y miró con cierta curiosidad a Pablo.

- Lo que quería decir es que hay edades habituales para estar en un sitio como

éste, y la tuya, es decir, la mía también, no lo son. De hecho suponen las más

antinaturales para estar aquí. Lamentablemente otras sí lo son, la de mi madre se

va acercando así que no es tan rara verla en una cama de éstas ya.

- En cualquier momento te puede tocar, hay que disfrutar el tiempo presente,

porque en cualquier instante puedes aparecer aquí y ya no sabes lo que puede

pasar –contestó Isabel sin demasiada seguridad.

- Y cuando me toque a mi –dijo Pablo acariciándose la barbilla en un gesto de

reflexión-, no creo que lo lleve muy bien. Sólo de pensarlo me da un escalofrío.

Casi no he sido capaz de venir a ver a mi madre.

Isabel sacó a relucir su mejor sonrisa.

- Es probable que cuando estés enfermo veas este lugar de otra forma, aunque te

siga sin gustar, probablemente lo consideres una oportunidad para curarte de

alguna enfermedad. Yo después de tener el accidente estaba deseando llegar

aquí.

Pablo no se quedó muy convencido. Hablar de aquello le ponía nervioso, no lo

podía evitar y curiosamente había sido él quien había comenzado esa conversación.

- Supongo que este sitio tendrá un lado positivo –dijo Pablo casi con resignación e

intentando zanjar el tema.

- Lo tiene cuando consigues salir por la puerta mejor de lo que has entrado.

- Y los problemas empiezan cuando no sales, ¿verdad?

- Bueno –dijo casi riendo Isabel- si no sales... los problemas ya habrán acabado.

- Yo preferiría acabar en otro sitio, no aquí. Y antes de que me preguntes no he

pensado dónde.

- No pensaba preguntártelo –contestó Isabel riendo de nuevo, cada vez con mejor

humor a medida que la conversación se hacía más macabra.

No era su intención mantener ese tipo de conversación con una paciente de un

hospital, además no le gustaba hablar de la muerte, le incomodaba.

- Perdona, deberíamos estar hablando de otros temas más agradables –se disculpó.

- No te preocupes, este es el mejor rato que he pasado desde que estoy aquí.

- Lo cual no es decir mucho, ¿no? –interrumpió.

- Pues no, pero ahora mismo ostentas ese honor.

Pablo asintió agradecido; al menos el mal trago de ir al hospital había servido para

que alguien se sintiera mejor. Pensar en ello era reconfortante. Curiosamente mientras

hablaban notaba una cercanía en sus palabras y en su pausado y envolvente tono de voz

como si la conociera de toda la vida y aquellas conversaciones fueran una costumbre

habitual, enriquecedora, adquirida a lo largo de los años. Se trataba de una sensación

nueva, agradable, que consideraba difícil repetir entre la gente de su entorno. Obviando

la localización del encuentro, también había pasado un buen rato.

Su nueva amiga empezaba a tener un poco del frío así que quiso volver a su

habitación. Pablo entró con ella y se sentó al lado de su madre sin dejar de controlarla

con la mirada. Cuando vio que Isabel empezaba a quedarse un poco dormida decidió

que lo mejor era irse de allí.

Se despidió de las dos mujeres y salió del hospital. En esta ocasión también hizo el

trayecto hasta la calle sin mirar a su alrededor pero con la mente todavía en la

habitación de su madre y en la chica que la acompañaba. Empezaba a cambiar su idea

acerca de ese lugar, si antes de entrar en él tenía bastante claro que no se quedaría la

noche en vela en uno de esos incómodos sofás al lado de su madre ahora sentía la

responsabilidad de cuidar a dos personas a la vez.

Cuando llegó a casa se dio una larga ducha fría para paliar el calor sofocante que

hacía, se puso ropa limpia y se tumbó en la cama. Intentó evitar cualquier tipo de

pensamiento relacionado con aquella tarde, sin por supuesto conseguirlo, así que

decidió incorporarse y poner un cd en la cadena musical. La música no es un buen

antídoto para no pensar, todo lo contrario, induce más a ello, por lo que tomó la decisión

de poner la televisión y concentrarse en las conversaciones de las personas que salían en

pantalla. No encontró un solo programa que lograra entretenerle, apagó el televisor y

cogió un libro. Estaba leyendo algunas historias extraordinarias de Roald Dahl, que al

menos, sí lograba trasladarle a otra realidad mucho más original.

2. El domingo

Marcos llevaba bastante mal madrugar los domingos. Como cualquier ciudadano

trabajador al menos exigía que ese día festivo fuera de absoluto relax, de levantarse

tarde, de comprar uno de los últimos periódicos que quedaban en el quiosco y leerlo

mientras desayunaba, de comer a las cuatro de la tarde con total relajación y de no tener

que hacer absolutamente nada hasta la hora de cenar. Pero una vez cada dos semanas

tenía por costumbre comer en casa de sus padres, y no quería faltar a la cita, a ellos le

hacía verdadera ilusión ver a su hijo con cierta regularidad. Para tapar el fin de semana

que quedaba libre en algunas ocasiones le devolvían la visita, aunque con menos

frecuencia, lo que también agradecía en silencio.

Marcos procuraba no cambiar sus hábitos dominicales, únicamente adelantarlos

cuando realizaba la visita a sus padres. Desayunaba un café con leche con pocas

galletas, las suficientes para que durasen la primera lectura del periódico, y si tenía más

hambre elegía un bollo de chocolate. Solía hojear los titulares de cada sección para

luego quedarse mentalmente con las noticias o artículos que más le interesaban y que

leería después con más tranquilidad, un momento que rara vez llegaba por falta de

tiempo o por simple olvido. Entre lo más destacado que encontró ese 14 de julio de

1996 fue unas palabras que decía el presidente del Gobierno de España, “Los

presupuestos serán duros para todos, salvo para los pensionistas”, después que “el

Departamento de Estado norteamericano anunció su intención de sancionar a otras tres

empresas, una de ellas española por sus inversiones en Cuba en supuestas antiguas

propiedades de ciudadanos de EE UU confiscadas por el régimen de Fidel Castro”, y

finalmente, “la semana de extrema violencia que ha vivido Irlanda del Norte se ha

cobrado ya su primera víctima, un hombre de 35 años, que murió la noche del viernes

en Londonderry atropellado por un land-rover policial”.

Ninguna noticia despertó su interés, así que decidió encender un cigarrillo mientras

apuraba su taza de café. No tenía por costumbre fumar demasiado, sólo realmente

cuando sentía deseos de hacerlo o lo necesitaba para tranquilizarse, es decir, en muy

pocas ocasiones. Con frecuencia solía fumar por las mañanas con el desayuno y después

de cenar para relajarse antes de ir a la cama. Otras veces hasta se le olvidaba. En otras

incluso abusaba un poco más del tabaco cuando salía por la noche al mismo tiempo que

bebía alguna copa y disfrutaba de buena compañía. En definitiva, en su caso no se había

convertido en un vicio, sólo en un placer que compaginaba con distintas actividades.

Consideraba absurdo encender un cigarrillo tras otro como hacía mucha gente, ya no

sólo por las consecuencias negativas para la salud y para el bolsillo, sino porque se

perdía la esencia y el encanto de un momento único. No le gustaba como acción

rutinaria o insustancial, parecida a juguetear con un bolígrafo o a despegar la pegatina

de un tercio de cerveza mientas se charla con los amigos. Para él el secreto consistía en

ser consciente de que se está fumando en un momento y en un lugar concreto.

Por otro lado, los días que visitaba a sus padres servían como excusa para no limpiar

la casa, para dejarlo todo como estaba durante la semana, engañándose a sí mismo con

la disculpa de que no tenía tiempo. Sólo era un aplazamiento absurdo que no le eximía

de su obligación más tarde o más temprano, nadie iba a venir a su casa para hacerlo. O

sí, en los últimos días había pensado en contratar a una persona para que le arreglara la

casa al menos una vez por semana, no era un lujo demasiado ostentoso y se lo podía

permitir con creces gracias a su generoso sueldo de médico en una clínica privada.

Al poco tiempo de comprarse su nueva casa acumuló una gran cantidad de gastos

que casi no podía pagar. Unos meses después, el agobio inicial fue disminuyendo hasta

llegar a una situación más o menos cómoda, igual que la actual, que le permitía algún

que otro capricho prescindible. Su nuevo coche tampoco había ayudado a relajar su

cuenta corriente, ni su sofá nuevo, ni la televisión de plasma, ni el aire acondicionado

que ya rugía con toda su intensidad devorando el sopor del tórrido verano. De hecho

cada día encontraba en su buzón alguna factura que le producía un pequeño pinchazo en

el estómago en un primer momento, luego dejaba el sobre tirado en cualquier lado y se

le olvidaba hasta la siguiente ocasión. Era una preocupación fugaz, que ni siquiera

llegaba a coger forma porque salían las cuentas a final de mes, cuando eso cambiara ya

habría tiempo de tomar alguna decisión.

Nunca le había pasado por problemas serios, estaba acostumbrado a vivir con

mucho dinero alrededor, primero por la generosidad de sus padres mientras estudiaba en

la universidad la carrera de medicina, y después, una vez que se podía valer por sí

mismo, había encontrado con facilidad una buena fuente de ingresos. La vida le sonreía,

le guiñaba el ojo en algunas ocasiones, le había acostumbrado a ver el mundo desde una

perspectiva placentera, cómoda, a la distancia que él prefería. Las desgracias de

momento las sufrían los demás, y hasta que eso no cambiara y las viviera in situ, le

resultaba muy difícil sentirlas de verdad. Elogiaba a la gente adinerada que decidía

ayudar a los más desfavorecidos, sin embargo Marcos no se veía haciéndolo, ya

intentaba colaborar con la humanidad desde su trabajo, y no buscaba ningún tipo de

recompensa ni siquiera satisfacción personal con ello. Tampoco sufría demasiado con la

pérdida de un paciente, lo consideraba una circunstancia más de su día a día que debía

llevar con absoluta profesionalidad.

Sabía que la suerte podía cambiar de sentido, que los malos momentos llegarían sin

avisar. Sus padres se encontraban bastante bien de salud aunque ya afrontaban una edad

avanzada y los problemas empezaban a aparecer con mayor frecuencia. Marcos era el

pequeño de cuatro hijos, y su padre ya tenía unos cuarenta años cuando nació. Ahora les

veía envejecer muy rápidamente cuando él todavía se consideraba muy joven, apenas

había cumplido los treinta. Sin embrago hasta que no llegara el momento de

preocuparse no lo haría, y seguiría viendo de cerca la parte positiva de la vida, la actitud

contraria no evitaría lo que tuviese que llegar.

Su padre había acumulado una gran riqueza, lideraba varios negocios relacionados

con la venta de material escolar que fructificaron muy pronto, hasta tal punto que

decidió dejar la responsabilidad a una persona de confianza y vigilar los movimientos

desde arriba. Su función no podía ser más placentera y sosegada, pero nunca se había

conformado con esa apriorística tranquilidad, su inquietud no le permitía quedarse en

casa relajado disfrutando de una vida saludable, sin preocupaciones, por lo que siempre

estaba en medio de todas las operaciones, dando el visto bueno a cualquier movimiento

y sufriendo el stress de manejar una gran cantidad de dinero a través de un teléfono.

Mientras, su madre representaba el caso contrario, cuando era joven había trabajado

en el departamento de contabilidad de una pequeña empresa, y tras el embarazo de

Marcos y una extraña enfermedad que le dejó muy debilitada, decidió dejar de trabajar

de forma regular. Su vida cambió, en un principio le costó mucho acostumbrarse a una

nueva situación, a no tener que poner el despertador cada mañana, a no tener que

escoger su tiempo libre en función del horario laboral, a quedarse en casa durante horas.

Se dedicaba de vez en cuando a dar clases de idiomas y otras materias a chicos jóvenes,

enriquecía aún más su cultura leyendo un buen número de libros al mes, y se dejaba

seducir por el cine de cualquier época. No se cansaba nunca de releer “Madame

Bovary” y de visualizar la película “My Fair Lady”, ambos clásicos ocupaban la parte

presidencial de su estantería junto a otras obras de obligada lectura o visionado. Además

se ocupaba de la casa al cien por cien, y no lo consideraba una carga desagradable en su

vida, es más, intentaba organizarse haciendo un poco cada día, y a la larga esas labores

la relajaban y la mantenían activa. Ella prefería compartir las tareas de la casa con su

marido, no por ahorrarse trabajo, sino porque eso significaba una reducción

considerable de implicación en sus negocios y una muy buena noticia para su salud.

Marcos había discutido con su padre en muchas ocasiones por culpa del trabajo de

ambos. Tenían formas muy distintas de enfocar la vida, el primero era mucho más

práctico en todo; aunque responsable en su tarea, rara vez se preocupaba por lo que

hacía y por sus posibles consecuencias. Solía ser muy impulsivo y en ocasiones actuaba

sin pensar, lo que provocaba episodios bastante desafortunados. Su padre era mucho

más constante, metódico, reflexivo en cada paso que decidía dar; nunca se precipitaba y

cada decisión venía precedida de muchas meditaciones previas. Esas diferencias

chocaban a menudo, en cualquier circunstancia, porque esas personalidades distintas en

el trabajo también se trasladaban a otros ámbitos más cotidianos. A su padre le

molestaba su poca implicación en la vida, su pasividad ante circunstancias que no

pasarían por alto a otra persona, la falta de compromiso ante los problemas de los

demás. Y Marcos no soportaba el agobio y stress que su padre siempre desprendía,

parecía que cada minuto podía ser fundamental y no existían pausas para la relajación.

Se trataba de un caso de incompatibilidad completa sin posibilidad de acuerdo o término

medio, solamente quedaba respetar a la persona y el estrecho vínculo familiar que los

unía. Y salvo en contadas situaciones lo habían logrado, mantenían una relación

bastante cordial después de importantes momentos de tensión. De alguna manera ambos

habían aceptado estas diferencias irreconciliables y el hecho de que ninguno de los dos

iba a cambiar, sobre todo en el caso del padre de Marcos. Siempre era preferible esta

situación a soluciones más drásticas y sencillas, un padre sólo hay uno, y un hijo, en

este caso, también.

Por su parte Marcos sentía una predilección especial por su madre. Admiraba de ella

su calma, su buen hacer, su seguridad en todo lo que hacía, la manera de relacionarse

con la gente. Se ayudaba de su propia tranquilidad para ver la vida en su justa medida,

sin dramatismos ni apatías. No necesitaba métodos muy ortodoxos para relajarse, sólo

mantener la mente ocupada con actividades que la satisfacían con plenitud y le

aportaban sensaciones positivas. Era muy sorprendente que su madre y su padre

siguieran todavía juntos ya que con los años sus formas de pensar divergían cada vez

más. Quizás habían encontrado un punto de respeto mutuo, aceptando sus diferencias,

que ya nada se convertía en un obstáculo insalvable. Le parecía muy saludable que dos

personas tan distintas pudieran convivir, muchas veces las parejas no se esforzaban lo

suficiente por mantener su unión, cualquier falta de entendimiento servía como excusa

para romper ese vínculo, sin darse cuenta de que la armonía absoluta no existe y de que

cada cual ve la vida desde un prisma único e irrepetible, con ojos diferentes. Sin

embargo, si lo tenía tan claro, si la diversidad podía significar una riqueza para dos

personas, si aceptarlo era un signo inequívoco de una personalidad flexible y madura,

no entendía que nunca le hubiera funcionado a él. Tenía bien aprendida la teoría, sabía

cómo debía comportarse, pero en la práctica olvidaba esos valores cuando salía por la

puerta de su casa; no tenía en cuenta el éxito de sus padres, no era capaz de pensar una

misma cosa dos veces y se dejaba llevar por impulsos contradictorios. El estado ideal

significaba una mezcla del carácter de sus padres, adoptar lo mejor de cada uno, sobre

todo, en el caso de su madre.

Cuando llegaba a esas conclusiones ilusorias terminaba bastante decepcionado

consigo mismo, así que solía entretenerse con cualquier otro pensamiento o pasatiempo

sencillo para no perder su autoestima, en una forma de reforzar sus mecanismos de

defensa. Uno de ellos era volver al periódico y continuar leyendo noticias que

normalmente le traían sin cuidado, eso sí, cumplían el papel perfecto de

entretenimiento.

Unos minutos después Marcos dejó el periódico doblado una sola vez en la mesita

de cristal y decidió que ya era hora de ponerse en camino. La historia de casi todos los

domingos empezaba de nuevo, la misma conversación que mantendría con sus padres,

la misma comida, la misma posición en la mesa, las mismas impertinencias de su

hermana que ahora sólo tenía que aguantar una vez a la semana o incluso menos. La

vida de siempre durante unas horas, después todo volvería a la normalidad, a su nueva

normalidad, aquella que había adquirido poco a poco a base de lo que él consideraba

sacrificio.

3. El encuentro

Marcos se levantó el lunes todavía pensando en la conversación con sus padres

del día anterior. Hacía tiempo que no se marchaba tan enfadado después de una

discusión con ellos, especialmente con su padre. Llegó a su casa con la sensación de que

nunca recibiría un gesto de aprobación, una palabra de apoyo en sus decisiones o un

reconocimiento por alguna de sus actuaciones. El último motivo de crispación volvía a

ser Inés, su novia durante un par de años, que Marcos dejó unos meses atrás porque en

su opinión no llevaban una convivencia pacífica y tampoco existía una afectividad

verdadera que pudiera perdurar. Sus padres, en cambio, pensaban todo lo contrario, que

aquella chica era sincera, atenta, comprometida, buena persona, y que difícilmente

podía encontrar a alguien igual en otro momento de su vida. Además lo más curioso del

asunto y lo que más molestaba a Marcos era que en un principio ellos pensaban de Inés

justo lo contrario y él se tuvo que pasar casi toda la relación defendiendo exactamente

las mismas palabras que ahora ellos empleaban en su contra. No podía entender que

cambiaran de opinión con tanta facilidad, consideraba que cada cual podía tener una

forma de pensar y debía defenderla hasta el final, sin ningún tipo de excepción. Los que

lo hacían demostraban muy poca personalidad y ser ventajistas. Marcos a veces pensaba

que esas opiniones tan variables, en el caso de sus padres podían ser falsas, como si se

metieran en uno u otro papel con la única intención de llevarles la contraria. Suponía un

ejercicio muy sencillo para ellos utilizar cualquier excusa para cargar las tintas contra su

apatía general, su despreocupación y su estilo de vida. En ocasiones se preguntaba si

aceptaban algún rasgo de su personalidad o también fingían para molestarle aún más.

Esas circunstancias provocaban un sentimiento de resentimiento hacia los demás,

incluida su familia, que acentuaban sus deseos de soledad e independencia plena en la

mayoría de las horas del día. Ya lo había logrado, disfrutaba de su casa, sus cosas y su

propia compañía hasta que le apetecía relacionarse de nuevo con la gente, y después

otra vez solo y vuelta a empezar.

Pese a que se sentía furioso ahora los disgustos y las broncas con sus padres no

tenían las mismas consecuencias en su estado de ánimo; desaparecían con mayor

rapidez y además servían como refuerzo a sus ideas cuestionadas. Ese mismo día iría a

trabajar y olvidaría la conversación tomando el primer café del día, sólo volvería a

pensar en ello cuando tuviera que ir de nuevo a casa de sus padres.

Se dio una ducha templada, ya empezaba a hacer calor a primera hora de la mañana,

y se preparó un desayuno muy completo, casi con los mismos lujos que un domingo sin

nada que hacer. Se cuidaba bien, no tenía problema para prepararse sus comidas en casa

y tampoco despreciaba salir a un buen restaurante de vez en cuando. Lo único que

llevaba peor era comer solo, quizás suponía el momento más aburrido del día. Se

acostumbraría poco a poco, no tenía dudas al respecto, porque consideraba aún más

deprimente comer en esos pestilentes bares cercanos al hospital, plagado de compañeros

que no tienen otro tema de conversación que su trabajo y que llenaban todas las mesas

de quejas, impertinencias, y chistes malos sobre el vecino.

Una vez en la calle, con la resaca de la comida del día anterior y el fantasma de Inés

otra vez vagando con libertad por su cabeza, Marcos empezó a conducir su nuevo

deportivo a una velocidad que consideraba inapropiada para un vehículo como aquél.

No estaba diseñado para una gran ciudad como Barcelona, y eso debía sentir el propio

coche, como un caballo que quisiera correr más de la cuenta y su amo tirara de las

riendas para impedirlo. No solía pisar demasiado el acelerador, nunca lo había hecho,

pero le desesperaba armarse todos los días de la misma paciencia para aguantar el atasco

diario que le llevaba a su trabajo. Se repetían cada mañana los mismos claxon, podía

notar casi las mismas caras a su alrededor, parecía que incluso por la radio se contaban

las mismas cosas a la misma hora, desde luego las voces no cambiaban y las risas

tampoco. Algunas personas se levantaban con un buen humor que no entendía, en

verano al menos la luz y el calor servían como excusa para saltar de la cama y encarar el

día con una sonrisa, ahora bien, en invierno el panorama cambiaba bastante… Esos

locutores tenían la gran suerte de que a la hora que iban a la radio no encontraban ni por

casualidad algún coche por la carretera, aunque ya parecía bastante castigo levantarse a

las cuatro o cinco de la mañana cada día. Comparar su situación personal y profesional

con la de los demás, como hacía con frecuencia, solía depararle casi siempre una

satisfacción transitoria que al final se desvanecía cuando pensaba en los episodios que

vivía con sus padres. Su interés por mejorar chocaba muchas veces con su apatía, su

conformismo por no perder lo que ya tenía conseguido. En realidad su ambición se

limitaba al dinero, no existía otra razón menos materialista y vulgar, y como lo sabía, no

tenía ningún problema en admitirlo y sentirse bien orgulloso de ello. Sabía que otra

mucha gente pensaba igual que él, que tenían como única meta infinita el dinero puro y

duro y no se atrevían a reconocerlo, se engañaban a sí mismos con idealismos caducos,

que no llegaban a ninguna parte y que, por supuesto, no pensaban en realidad.

Con todas estas reflexionas impropias de un lunes por la mañana, Marcos llegó al

hospital antes de lo habitual, el habitual atasco había desaparecido de forma

sorprendente en pocos minutos. Una vez que llegaba a su lugar de trabajo se olvidaba

completamente de las reflexiones anteriores. Le sobraban veinte minutos antes de

empezar, así que decidió tomar el segundo café del día en el bar del hospital, aunque la

idea no le sedujera especialmente, por allí estaría alguno de sus plastas compañeros. Sin

embargo una segunda dosis de cafeína serviría para despertarse un poco más, lo que

agradecería a lo largo del día.

Como era habitual el bar estaba lleno y por supuesto no faltaba el sonido tan

peculiar de las cucharillas golpeando las tazas que tanto gustaba a Marcos, “ojalá nunca

falte, es lo más entretenido de este lugar”, solía pensar. En muchas ocasiones se

quedaba medio atontado con la mirada completamente perdida mientras hacía ese

movimiento ya inconsciente y siempre al mismo ritmo. Al final el café terminaba frío o

se le echaba el tiempo encima, o las dos cosas a la vez. Aquel día iba por el mismo

camino, hasta que la presencia de un hombre a su lado le sacó de su ensimismamiento

habitual. Se trataba de un tipo alto, no muy fuerte, que no tenía buen aspecto, con ojos

bastante hinchados de no dormir, cara pequeña y pálida, pelo bastante revuelto y lacio y

una cicatriz de varios centímetros en su ceja izquierda que le daba un aspecto de pirata

bastante maltratado por la suerte. Éste último detalle fue decisivo para fijarse mucho

más en él y darse cuenta de que ese rostro, un poco más mejorado, con menos años, y

con algo más de felicidad, le resultaba bastante familiar. Se sentó en una mesa que había

a su lado y Marcos le siguió con la mirada. El hombre no se percató de nada hasta que

se sintió observado de forma insistente. Allí sentados ambos parecieron recordarlo todo

y esbozaron una sonrisa de oreja a oreja.

- Tú eres... Marcos –dijo el otro incorporándose de su asiento y señalándole con

su dedo índice.

- Claro... y tú Pablo –contestó Marcos con la mano extendida para estrechársela.

Ambos se abrazaron sin demasiada intensidad.

- ¡Cuánto tiempo!

- Pues sí, pero cuéntame, ¿qué es de tu vida? –comenzó a preguntar Pablo.

- Trabajo aquí... bueno no en la cafetería, en el hospital, soy médico...

- Así que médico....

- ¿Y tú que haces aquí? –le interrumpió Marcos.

- Tengo a mi madre aquí ingresada.

- Vaya, ¿es grave?

- No, que va, quizás salga dentro de unas horas.

- Bien. Oye te tengo que dejar, entro a trabajar ahora, dame tu teléfono y

charlamos –dijo sacando un bolígrafo y un papel de la chaqueta-... te llamo un

día y ya hablamos más tranquilamente, ¿de acuerdo? –le estrechó la mano y

empezó a hacerse sitio entre la multitud

- Sí, estamos en contacto, de todas formas estaré por aquí...

- De acuerdo, a ver si nos vemos con más calma.

Marcos se fue medio aturdido al ascensor que le llevaba a la segunda planta cada

día. Había sido una sorpresa encontrarse con Pablo después de tanto tiempo, una

agradable sorpresa por otro lado. Pablo había sido uno de sus mejores amigos. Desde

pequeños fueron juntos al mismo colegio y a la misma clase y junto a él pasó una

importante etapa de su vida. Los dos eran inseparables, junto a otro amigo llamado

Ricardo. Cuando comenzó el instituto cada uno entró en un centro diferente y poco a

poco fueron perdiendo el contacto hasta que sus caminos no se encontraron más, al

menos Marcos no tuvo la suerte de coincidir con ellos. Incluso aceptaba sin ningún

problema que el destino de esas amistades había concluido con el comienzo de otras

nuevas. Sin embargo, pensar en Pablo suponía tantos recuerdos que no podía pararse en

aquel momento ni siquiera a revivirlos por encima. Ya tendría tiempo de recuperar

aquellos años tan lejanos que aún se mantenían presentes en su selectiva memoria,

aunque cada vez con una neblina de olvido más espesa. Pese a que no tenía por

costumbre analizar el pasado y detenerse en aquellos años –un olvido voluntario-,

encuentros de ese tipo le trasportaban irremediablemente a otra etapa, donde él mismo

no se reconocía, donde daba sus primeros pasos en el mundo un chiquillo que sólo

pensaba en ir a jugar mientras aprendía en la escuela. Además vivía tan concentrado en

su trabajo, en su día a día, en sus pacientes, en su nueva realidad que ya no tenía tiempo

de pararse un momento a recordar, suponía un esfuerzo extra al que ya había renunciado

sin arrepentirse.

Pese a que intentaba evitarlo, durante toda la mañana estuvo dando vueltas a ese

encuentro con su viejo amigo, a esos pensamientos que tenía escondidos desde hacía

tanto tiempo y que de pronto empezaban a tomar forma sin quererlo. No podía creer que

su trabajo le envolviera de tal manera que no fuera capaz de pensar con claridad en

aquellos tiempos. Sin querer, Pablo, aquel amigo que casi tenía borrado de su mente, le

hizo recapacitar durante unas horas de su situación actual, de su estilo de vida tan bien

diseñado y encauzado, de su seguridad en sí mismo. No tenía por costumbre hacerlo, así

que cuando llegó la hora de comer decidió irse a unos de esos detestables bares con los

compañeros para que sus estúpidas conversaciones le envolvieran y olvidara cuanto

antes aquella extraña mañana de lunes llena de pensamientos inhabituales. Los mismos

comentarios, las mismas caras, la misma comida llena de humo de cigarrillos, la misma

tensión y los mismos chistes por una vez le satisfacían.

4. El aeropuerto.

Ricardo llegó a Madrid poco antes de las nueve de la noche procedente de

Barcelona. Aunque su avión había salido con media hora de retraso, algo bastante

habitual, no le importó demasiado porque el vuelo había sido perfecto, de esos trayectos

impecables que van como la seda, sin ningún vaivén inoportuno o desagradable. En

realidad rara vez se preocupaba por ese tipo de variables, no tenía miedo a volar e

incluso en ocasiones, si no se dormía antes, disfrutaba de los bellísimos paisajes que se

pueden contemplar a miles de metros de altura. Se sentía afortunado, muchas personas

pasaban todo un viaje sufriendo por el miedo a volar y apenas podían detenerse a

contemplar con verdadera relajación las maravillosas vistas que ofrece la naturaleza y el

hombre. De hecho consideraba que no ir sentado en los asientos de ventana significaba

algo parecido a viajar castigado o en una categoría muy inferior, por lo que lo justo sería

que las agencias cobraran un porcentaje menor del precio a los sufridores del pasillo.

Cuando ya había cogido su bolsa de viaje del maletero estuvieron varios minutos

esperando para salir del avión, y en ese momento vio a una chica que tenía sus ojos

azules fijos en él. La circunstancia no ofrecía mayor trascendencia teniendo en cuenta

que todo el mundo se miraba entre sí preguntándose lo que ocurría, sin embargo aquel

hecho le llamó mucho la atención por la novedad que suponía. Ricardo no se

consideraba un hombre atractivo, más bien todo lo contrario, y sabía que rara vez había

despertado un verdadero interés en alguna mujer. Ocurrió una vez, cuando todavía iba al

colegio, y estaba casado con ella desde hacía cinco años. No lo dudó ni un solo instante

y no desaprovechó la oportunidad. Después, entre su inexistente autoestima sobre su

encanto personal y la seguridad que provoca tener al lado a una mujer, comenzó a

asumir la realidad desde el principio, sin ninguna preocupación. Estaba tan

acostumbrado a Laura que nunca se había planteado la vida sin ella, era una parte más

de sí mismo, como pudiera ser un brazo o una pierna. Eso no significaba que no mirase

al resto de las mujeres, de hecho le gustaba hacerlo, pero siempre desde una perspectiva

muy distinta, a través de un cristal, de un escaparate que no quería ni podía atravesar,

como estar viendo la televisión desde el sofá de su casa.

Cuando la chica del avión notó que Ricardo también le miraba fijó su atención en

otra parte. Eso ya era más normal, lo habitual. En ese momento recordó que ya la había

visto antes de sentarse, se hallaba justo en la fila de atrás, al otro lado del pasillo, y tenía

su cabeza apoyada en la ventanilla con los ojos cerrados incluso antes del despegue del

avión. Después se había olvidado de ella.

Una vez que pudieron salir del aparato quince minutos después de aterrizar, Ricardo

se dirigió al control policial. Le había tocado en suerte unos de esos vuelos

internacionales, transatlánticos, que primero hacen el trayecto de Barcelona a Madrid y

luego van a Sudamérica. Una vez presentada la documentación correspondiente fue

directamente a las cintas de recogida de equipajes, lo que significaba más minutos de

espera y otra ocasión para mirar al resto de compañeros, entre ellos a la chica, que se

acababa de poner un gorro naranja. Había llegado de las últimas porque se había

desviado a coger un carro de los grandes, de esos donde caben varias maletas y todo lo

que a uno se le ocurra colocar. En ese espacio de tiempo pudo verla mejor, de pie, y sin

los asientos del avión tapando la mitad de su cuerpo. Era alta, más de lo que había

imaginado, tenía el pelo muy largo y liso, y unos pequeños pendientes que se reflejaban

en todas las direcciones e iluminaban su cara perfectamente redonda. Sus ojos se

movían muy rápidamente en todas las direcciones y no se fiaban demasiado de lo que

tenían a su alrededor, y su boca trazaba unos labios pequeños pintados de un rojo muy

suave que hacían juego con sus rosadas mejillas. Se fijó que vestía muy bien, llevaba

puesto un jersey verde, un pañuelo alrededor del cuello y unos pantalones vaqueros

claros que cubrían sus larguísimas piernas. Tenía aires de modelo, tanto por su físico

como por su elegancia en el simple hecho de apoyarse en el carro que acababa de coger.

No quería mirarla más con tanto descaro. A buen seguro estaría muy acostumbrada a ser

el objetivo de muchas miradas cada día, especialmente por parte de algunos hombres.

Su belleza no era arrebatadora, ni mucho menos, Ricardo había visto a chicas más

guapas en toda su vida, pero ésta tenía un encanto especial, una silueta perfecta y una

mirada tan misteriosa que daban ganas de hablar con ella de cualquier tema para

comprobar también su tono de voz.

Ricardo se sentía extraño, no solía desmenuzar con tanto detalle a las mujeres que se

cruzaban en su camino, significaba algo nuevo para él, como si hubiera entrado en la

tienda a comprobar lo que se escondía en realidad detrás de ese escaparate que nunca

había llegado a atravesar. Ahora que se había estabilizado con un trabajo fijo e incluso

con un hijo, probablemente estaba viviendo una nueva etapa que ignoraba cómo sería y

hasta dónde podía llegar. Quizás el interés que estaba mostrando por aquella chica había

sido el arranque de una forma distinta de ver la vida y también al sexo opuesto.

Por fin llegó su maleta de ruedas negra con ribetes negros y pudo emprender el

camino a casa, no sin antes mirar de reojo lo que hacía la chica del gorro naranja. Por

casualidades del destino, o no tantas, coincidió el momento en que ambos tenían ya sus

equipajes, tres enormes bolsas en el caso de ella colocados en su enorme carro, así que

de nuevo comenzaron a andar uno muy cerca del otro. Salieron de la zona de las maletas

y se toparon con la multitud que siempre espera a los viajeros en “Llegadas”. Allí se

producían, una detrás de otra, escenas de alegría por el reencuentro entre familiares y

amigos; abrazos, besos de toda índole, risas, etc. De hecho ese pequeño espacio tiene el

privilegio de ser uno de los más “agradables” que existen, resulta difícil encontrar otro

lugar que albergue tantas explosiones de alegría durante tantas horas, con la

peculiaridad de que unos metros más lejos se desarrolla la acción opuesta, la despedida.

Alguna vez Ricardo se había parado unos minutos a analizar las diferentes reacciones de

las personas en esas circunstancias, y siempre le llamaba la atención la cantidad de

pistas que desprendía cada individuo sólo por una bienvenida fría o llena de emoción

desbordada. Aquel día no quería detenerse en ese juego, ya que de lo contrario se

despistaría del otro juego más interesante que estaba desarrollando.

Ricardo iba delante arrastrando su maleta de ruedas a paso ligero pero sin

demasiada prisa, calculando perfectamente la distancia que sacaba a la chica y a su

carro, que casi abultaba más que ella. Atravesó un largo pasillo y muchos de los

compañeros de viaje, que ya tenía perfectamente fotografiados en su memoria,

empezaron a esparcirse por los diferentes caminos que ofrecía el aeropuerto. Llegó a

una gran rampa mecánica que hacía difícil arrastrar su maleta así que se imaginó que

para la chica del gorro naranja aquello sería un suplicio. Se giró para comprobarlo y vio

que se estaba quedando muy atrás, que empujaba el carro con muchas dificultades y que

nadie la ayudaba. Pensó en desandar lo caminado pero no se atrevía a hacerlo. Cuando

alcanzó el final de la rampa la chica del gorro naranja aún seguía en el principio,

ganando metros muy despacio. Ricardo se frenó, casi se paró por completo para que ella

recuperara el camino perdido, y lo lograba sacando toda la fuerza que llevaba dentro.

Unos minutos más tarde se encontraban de nuevo a la misma distancia que al

principio, y así siguieron un rato hasta que ella empezó a acelerar de forma

considerable. De repente empezó a ganar terreno a pasos agigantados, parecía como si

se hubiese acordado de algo y tuviera mucha prisa. Ricardo se quedó sorprendido de

esta reacción, no le quedaba más remedio que incrementar el ritmo si no quería

quedarse atrás. Lo hizo y se puso otra vez por delante. Aquello se había convertido en

una carrera de persecución, no en un velódromo con una pista lisa y despajada, sino en

un aeropuerto lleno de gente a izquierda y derecha que se convertían en obstáculos de

difícil superación. Pasaron por un pasillo bastante solitario, ya no quedaba nadie del

mismo avión alrededor por lo que la situación se hizo cada vez más personal. Ricardo se

giraba de vez en cuando para mirarla, comprobaba que estaba cerca y seguía su camino.

En algunas ocasiones podía verla en el reflejo de algunos cristales e incluso oía el ruido

de sus ruidosos zapatos chocar contra el suelo según a la distancia que se encontrara.

Llevaba un modelo moderno, de color marrón, con un tacón no muy pronunciado y

acabado en punta, lo cual consideraba Ricardo un poco incómodo.

Antes de llegar a una recta nueva para él, que le indicaba que no iba por el camino

correcto, la chica del gorro naranja logró alcanzarlo, lo superó y se cruzó de forma que

Ricardo tuvo que frenar para que no chocasen. En realidad tenía que ocurrir porque su

ritmo ya era muy fuerte y no le apetecía correr, había renunciado al juego. Ahora habían

intercambiado los papeles, ella iba delante y él detrás. Unos segundos después, la chica

giró a la derecha y se metió en la consigna. Fue un movimiento que pilló a Ricardo por

sorpresa, se quedó dudando unos instantes y no se paró, si se quedaba allí esperando se

hubiera notado mucho. Aunque le pesase, ese parecía el momento del final de una

historia que desde el principio no había tenido ningún sentido. Lo sabía y tampoco le

importaba demasiado. Hace un tiempo le hubiese agobiado mucho no saber nunca nada

más de esa persona: lo que sería de su vida, lo que le ocurriría, y lo más importante, si él

podía tener un hueco en ella y lo estuviera desaprovechando. Sin embargo esa pregunta

se la podía hacer con cualquier persona que se cruzase por la calle, y había llegado un

momento en que ya le daba igual, esperaría el futuro sentado en una silla, él no se

levantaría para ir a buscarlo.

Los años le habían acomodado, y todo ese tiempo de casado con Laura todavía más.

Siempre pensaba lo que hubiera ocurrido si hubiese tomado una u otra decisión en

determinado momento, pero ya no le agobiaba como antes; había aprendido que en la

vida hay más preguntas sin respuesta que con ella, así que se contentaba con éstas

últimas. No le quedaba más remedio.

Así que, con un regusto amargo, siguió su camino hacia un taxi, echando una última

vista atrás a la consigna del aeropuerto. La chica del gorro naranja tardaría en salir unos

minutos, los suficientes para que Ricardo despareciera entre la multitud y se introdujera

en uno de esos vehículos que esperaban a los viajeros uno detrás del otro esperando su

turno.

Madrid estaba ya lleno de luces a las diez de noche, uno de los aspectos que más

adoraba de la ciudad. Desprendía vida en cada rincón, ya fuera un calurosísimo verano,

como de hecho sucedía, o un crudo invierno que no invitara a salir. Siempre había gente

abrigada de los pies a la cabeza paseando por las calles, bares abiertos esperando la

compañía de algún solitario o parejas que se escapaban a cenar fuera, coches con prisas

que desafiaban las heladas de la madrugada o de la mañana. Y en verano el calor

multiplicaba por cien todas las actividades que el frío impedía.

Madrid, la ciudad que nunca duerme y tampoco descansa. Si alguna vez lo hacía,

moriría. Ricardo había nacido en Barcelona, allí había pasado toda su vida hasta que una

buena oportunidad de trabajo de comercial de tarjetas de crédito con un gran sueldo, le

catapultó a Madrid con su mujer Laura y su hijo Alfredo. Además los viajes a su ciudad

por motivos laborales eran continuos, existía una delegación de su empresa también allí,

por lo que suponía un aliciente adicional para continuar en ese trabajo.

Las dos urbes se habían convertido en una parte importante de su vida y tenía dos

opciones, odiarlas por tener que estar en ellas todos los días o quererlas como a dos

hijas adoptadas. Por supuesto eligió lo segundo, disfrutar de ellas a diario, poder

combinar las ventajas que una y otra aportaban a su vida personal. Cuando le dijeron

que estaría de viaje con frecuencia lo consideró una faena importante que

probablemente marcaría el futuro en su empresa. Ahora Madrid y Barcelona ocupaban

todo su tiempo desde que se levantaba hasta que se acostaba, aunque no sabía muchas

veces dónde haría ambas cosas. Ricardo sentía predilección por Barcelona, una ciudad

que había crecido en todos los sentidos al mismo ritmo que él, parecían de una misma

generación y por ese motivo se entendían bastante bien. Después, con el paso del

tiempo, conoció Madrid. Desde el principio notó muchas diferencias, consideraba la

suya mucho más moderna, cosmopolita, con un clima muy suave, menos agobiante. Y

en la capital encontró el encanto de la gente, la sobriedad de una urbe que compagina

como nadie su historia y su presente, y que es capaz de atrapar a cualquier visitante sin

esfuerzo. Ambas también tenían muchos vínculos en común, un puente aéreo continuo,

el más utilizado del mundo, una amalgama de nacionalidades y lenguas que enriquecían

sus calles, la luz natural que iluminaba sus encantos, el milagro de disponer de culturas

distintas durante una historia paralela. Una relación en la que no podía existir el odio ni

el rencor, sino la admiración por madurar de la mano y compartir lo mejor de cada una.

Por fin el taxi se acercaba a su casa, dejaba el Paseo de la Castellana, enfilaba la

calle Raimundo Fernández Villaverde hasta Cuatro Caminos, donde se había comprado

un piso con su esposa un par de años atrás. Le gustaba la zona, muy céntrica, bien

comunicada y cerca de los lugares que solía visitar en el trabajo. No tenía pensado

cambiar de residencia en un futuro cercano ya que cuando acabara su relación con esa

empresa volvería a Barcelona con su familia.

Justo cuando iba a pagar al taxista recordó que aquella noche tenía una cena con

unos amigos de su esposa en un restaurante cercano a Atocha. Ya era bastante tarde así

que esperaba que su mujer se hubiera marchado sin él imaginando que el vuelo había

llegado con retraso. Sin embargo sus planes se fueron al traste cuando vio que Laura

aún continuaba en casa y ni siquiera se había vestido.

- Pensaba que ya te habrías ido –dijo Ricardo nada más entrar mientras le daba un

beso en los labios.

- No, quería que vinieras conmigo, he telefoneado a los Montaner para decirles

que llegaremos más tarde.

- No hacía falta, además yo estoy muy cansado del viaje –contestó intentando ser

convincente.

- ¿No me dirás que ahora no vienes? –preguntó en tono furioso.

- Iré –contestó tirando la chaqueta encima del sofá.

- Cariño, es una oportunidad muy buena para que de una vez por todas me compre

ese cuadro –decía ella-, lo tengo casi hecho, no quiero que cambie de opinión y

se venga todo abajo.

Laura pintaba en sus ratos libres y tenía como meta dedicarse a ello plenamente de

manera profesional. Prefería ir sola a aquella cena antes de perder un posible cliente y

una buena oportunidad de dar a conocer su estilo. Ricardo comprendía su entusiasmo,

también le encantaba el arte, aun más que a ella porque lo disfrutaba como aficionado y

consideraba que ese punto le beneficiaba. Nunca había sentido deseos reales de coger un

lienzo y ponerse a pintar por placer o por interés profesional, pensaba que dejaría de

disfrutarlo tanto. Su predilección era Rembrandt, lo sabía casi todo sobre el maestro

holandés, incluso había viajado en varias ocasiones a su ciudad natal, Leiden.

- Yo no te voy a obligar a ir, si no quieres es cosa tuya, pero me gustaría que

vinieras –se suavizó Laura al final.

Ricardo haría ese esfuerzo y alguno más si hacía falta, se trataba de su mujer y no

podía fallarla. Se sentó en su sillón favorito del salón esperando a que Laura terminara

de arreglarse. Su propio aspecto era bastante lamentable, su pelo crespo despeinado, la

corbata de su traje descolocada ligeramente hacia la izquierda, su chaqueta tirada en el

sofá de al lado, sus gafas encima de la mesa de cristal donde también colocaba su pie

derecho; no pensaba moverse ni cambiarse de ropa por mucho que insistiera su mujer.

Se sentía tan cansado y aburrido que sólo quería ir a esa cena cuanto antes, que acabase

lo más pronto posible para volver a casa y dormir todo lo pudiera.

Cuando empezaba a quedarse adormilado en ese sillón apareció su esposa por la

puerta del comedor. Casi se asustó porque no esperaba su presencia tan rápido. Llevaba

puesto un vestido rojo bastante provocativo para la ocasión, que dibujaba un escote

pronunciado en forma de “v” y unos zapatos con mucho tacón, que le hacían parecer

más alta. Iba muy pintada, sus enormes ojos negros estaban rodeados por tonalidades de

morado y azul; sus labios, especialmente carnosos, destacaban por un intenso rojo que

hacía juego con el vestido, y los pendientes en forma de aro, le daban un aire mucho

más juvenil a su presencia.

- Vaya, estás guapísima –se le ocurrió comentar a Ricardo.

- Gracias. ¿Ya estás preparado? Llegaremos tarde si no nos damos prisa.

5. El sueño

Marcos salió de su coche y cogió de su maletero una caja de madera cuadrada de

grandes dimensiones, la dejó en el suelo y sacó de ella una pala y un pico. Comenzó a

caminar con pasos decididos, cada vez más rápidos, con la impresión de que alguien le

seguía a pocos metros, pero no distinguía quién podía ser. Le daba igual, tenía un

objetivo claro, directo, y nadie podía detenerle. El trayecto se le hacía más largo de lo

que pensaba, además en cuesta, por lo que comenzaba a sentir un cansancio que a la

hora de cavar podía ser un grave inconveniente. Tenía la sensación de que los árboles de

alrededor eran demasiado pequeños y no colaboraban en mitigar el calor, además las

hojas caídas en el suelo dificultaban aún más su marcha y le hacían resbalar. Algunas

piedras enormes en medio del terreno impedían coger un ritmo y mantenerlo. No veía el

final. Se paró un momento para cambiarse los utensilios de mano y reanudó su camino.

Vio un cartel a su derecha donde estaba escrito algo en letras muy pequeñas. No sabía

dónde estaba, ni siquiera le sonaba ese lugar, sin embargo tenía muy claro su misión.

Justo cuando llegó a una distancia muy cercana del cartel, Marcos oyó un estruendo

que le devolvió a la realidad. Su despertador sonó con la misma energía de cada día, con

esa melodía que tanto odiaba y le arrancaba del descanso merecido y de los sueños que

no sabía muy bien si en realidad tenía; nunca lograba recordarlos, siempre le había

pasado así. Por razones que desconocía, en esta ocasión se acordaba perfectamente de lo

soñado, el ascenso a algún lugar, la intención de cavar, el calor sofocante, de hecho se

despertó sudando debido al contenido de su sueño o a las altas temperaturas de la

realidad. Se quedó tan perplejo que no se dio cuenta de que su despertador continuaba

sonando. Lo apagó con tanta violencia que casi lo derribó de su mesita de noche. Si ya

cada mañana suponía una tortura escuchar esos finos timbrazos que se incrustaban en su

cabeza como pequeños alfileres lanzados todos a la vez, ahora además había

interrumpido el único sueño que recordaba en años. Deseaba hacer pedazos ese

indeseable aparato, triturarlo hasta que no quedase una pieza en su estado original y

fundir los restos en una ceremonia del odio. Sin embargo la idea no era demasiado

práctica, ya nada le iba a devolver el final de aquella historia y además estaría obligado

a comprarse un nuevo despertador. Así que lo pensó mejor y sus intenciones sólo se

quedaron en una mirada asesina a su pesadilla matutina.

Mientras se bebía su café se quedó mirando unos minutos por la ventana con la

mente todavía en su sueño. Algo de todo aquello le resultaba familiar, como si ya lo

hubiera visto antes, aunque no conociera su significado y no supiera situarlo en el

tiempo. Ahora sentía la necesidad de acabarlo como fuera, aquel camino tenía que

llevarle a algún lugar que seguramente conocía, pero ¿dónde? En muchas ocasiones le

habían contado que muchos sueños eran así, un camino sin final, sin una meta, sin

recompensa. Pero para Marcos suponía una experiencia nueva, sus horas de sueño

suponían morir un rato cada día y después despertarse sin recordar nada, así que esa

novedad debía tener algún significado. En una etapa de su vida se preocupó de estos

asuntos desde un punto de vista de aficionado, no como médico, y recordaba que una de

las causas de no recordar los sueños estaba relacionada con la falta de memoria, y para

solucionarlo recomendaban las pasas de uva, las almendras, algo de miel etc. Una gran

tontería, pensó. También había oído que levantarse demasiado rápido de la cama para ir

al trabajo, sin reposar unos segundos después de despertarse, provocaba que esos

recuerdos escondidos de los sueños se desvanecieran más fácilmente, al igual que

acostarse nervioso, con stress, tensión. Nunca probaría otros consejos como

concentrarse antes de dormir y decir en voz alta “quiero recordar mis sueños” o alguna

estupidez parecida y tampoco escribir lo poco que recordara al despertarse, era

demasiado perezoso para hacer eso.

Antes de ir a trabajar, entró en el proyecto de biblioteca de su casa, una sala

espaciosa pensada para albergar libros de todo tipo al estilo de la película preferida de

su madre, My Fair Lady. Serían libros que nunca leería, una actividad poco habitual en

él, pero que darían a su hogar el toque cultural y de elegancia que siempre deseaba.

Entre los muchos ejemplares que ya tenía, creía recordar que había uno dedicado a la

interpretación de los sueños. Mientras encendía un cigarrillo, empezó a revolver entre

sus libros, encontró varias películas de vídeo que también ocupaban una parte de la sala

y que tampoco había visto, óperas de Puccini, y algunos periódicos atrasados. Por fin

encontró un volumen de Stephorn Kaplan Williams que hablaba de los sueños y se

quedó unos minutos hojeando algunas de las teorías, eligió la siguiente: “Un sueño es

una manifestación de imágenes -y a veces sonidos- que muestran interrelaciones

comunes y no comunes. Es un espejo que refleja algún aspecto de la vida o el

inconsciente, un escenario para ensayar posibilidades de expresión externas, una

ventana de oportunidad para el auto conocimiento”. Le convencía esa teoría, sobre todo

la parte que comentaba que los sueños reflejan algún aspecto de la vida. Tenía que ser

así, las vivencias oníricas procedían de algún pensamiento del individuo, no podían

aparecer sin más, por lo que los hechos de la vida diaria suponían la clave de ese mundo

misterioso. Tendría que investigar un lugar que se pareciera a su sueño, y después

buscar una explicación a esa caja de herramientas, al pico y a la pala, y a lo que

pretendía encontrar con ellas. Se le antojaba una tarea difícil, ni tan siquiera tenía una

caja de ese tipo en su casa, o al menos eso pensaba. Se dijo que debería buscar en ese

libro u otro si existía la posibilidad de crear un sueño completamente nuevo, sin que la

persona implicada hubiera tenido algún contacto con él. Mientras lo pensaba no se lo

creía, le resultaba imposible aquella teoría, en el mundo del sueño influían muchas

circunstancias que se le escapaban en ese momento y que no llegaría a comprender

hasta realizar un estudio concienzudo del tema e incluso haciéndolo dudaba de que

llegara a una conclusión evidente. El problema era que podía ser muy cabezón en

determinados asuntos y cuando algún misterio que llamaba su atención se metía en su

retorcida cabeza no paraba hasta el final. Y ese sueño ya ocupaba una parte presidencial

en sus pensamientos, como si fuera la primera inquietud que tuviera que resolver antes

de concentrarse en cualquier otra actividad del día. Tampoco estaba acostumbrado a

pensar ecuaciones tan complicadas, su vida y su trabajo giraban en torno a realidades

muy palpables que llevaban consigo una respuesta lógica y demostrable con hechos. Y

ahora, de la noche a la mañana, tenía entre manos una problemática que no lograba

controlar.

No quería ir a trabajar, suponía tiempo perdido que además podía provocar que

olvidara ciertos detalles del sueño, claves para su interpretación posterior. Además ya

llegaba tarde. Como no tenía más remedio que ir al hospital escribió todo lo que

recordaba, lo hizo muy rápidamente, lo tenía tan fresco que podía repetir paso a paso la

duración de aquella aventura sin final. Así que se anudó la corbata, se puso la chaqueta

y salió de su casa con gesto de fastidio, como si su madre le hubiera dicho años atrás

que dejara de jugar porque tenía que ir al colegio. Fue al garaje a sacar el coche y

comenzó con su ruta diaria sin poder olvidar sus pensamientos anteriores. De nuevo en

sus oídos sonaban las mismas voces de la radio, las mismas risas y casi los mismos

titulares. La única novedad a esa hora tan tardía versaba en la información

meteorológica y del tráfico, que dicho sea de paso, le parecían más útiles para él,

aunque tenía muy calor que seguiría saliendo a la misma hora e iría por la misma

carretera dijeran lo que dijeran por la radio, esas recomendaciones le importaban

bastante poco.

Afortunadamente no encontró mucho tráfico por las calles de Barcelona y pudo

acelerar más de lo habitual para recuperar el tiempo perdido, tanto fue así que apenas

llegó quince minutos tarde al hospital. Se puso la chaqueta de nuevo, anduvo con paso

rápido y cuando giró la cabeza hacia el enorme reloj que había en la cafetería donde el

día anterior se tomó un café y se encontró a Pablo, en ese instante, comprendió su

sueño, o eso creía. Una imagen aclaró sus dudas, nada parecido a esa luz en forma de

bombillita que por azares del destino iluminaban las ideas más ocultas, simplemente el

recuerdo del día anterior y algunas vivencias muy lejanas de su pasado le hicieron

comprender lo que llevaba toda la mañana investigando.

6. La visita

Pablo se sentía radiante de felicidad esa mañana, por fin su madre estaba de nuevo

en casa. Iría a verla probablemente al mediodía y ya se quedaría a comer con ella.

Mientras tanto pasaría la mañana dando un paseo disfrutando de sus últimos días de

vacaciones. Había cambiado tantas veces de trabajo que ya casi tenía olvidado lo que

significaba estar libre sin ninguna preocupación. Estaba cansado de esperar y esperar

una oportunidad. Y las que llegaban no le convencían. Ahora había decidido trabajar en

un video club, rodeado de películas de todo tipo, mientras continuaba leyendo libros de

filosofía, su gran pasión, para no olvidar lo ya aprendido durante la carrera y continuar

enriqueciendo sus conocimientos. Su futuro próximo seguía siendo bastante incierto,

pero ¿quién tenía ese futuro asegurado? Absolutamente nadie, así que no merecía la

pena agobiarse con una actitud pusilánime y negativa.

Mientras tomaba un café se quedó observando a Ringokid, su san Bernardo de más

diez años que observaba la calle por la ventana de la cocina con su tranquilidad habitual.

Sin lugar a dudas era el dueño de la casa e incluso solía hacer una vida independiente,

sólo le faltaba bajar las escaleras del piso para hacer sus necesidades sin ayuda. Pablo le

dejaba comida para todo el día, que él administraba con paciente inteligencia, y además

el propio Ringokid sabía que solamente podía hacer esas necesidades en la terraza de la

cocina. El resto del día vagaba a sus anchas por la casa disfrutando de la soledad, una

costumbre seguramente adquirida de su amo, sin echar en falta las caricias de un

humano, ya casi ni las notaba cuando alguien se acordaba de mimarle. En opinión de

Pablo siempre había sido un perro atípico, anárquico, despreocupado por su alrededor,

que no tendría problemas para subsistir solo si se lo proponía. Apenas ladraba, no se

alteraba, y además siempre obedecía a la primera. Un lujo para los vecinos histéricos

que no soportan el ruido de los demás.

Después de prepararse salió a la calle y compró el periódico, una costumbre que

había adquirido en los últimos días sin saber muy bien la razón, antes ni siquiera

disponía del dinero necesario para ese lujo diario. Entró en una tienda de ropa y se

quedó un rato mirando algunas cazadoras de cuero, corbatas y algún polo de verano, y

cuando comprobó que no había nada que le interesara se marchó aburrido. Cuando

pensó de nuevo en la alegría que suponía que su madre volviera a casa, sintió un regusto

amargo al darse cuenta de que la chica del hospital se había quedado sin compañía, con

la falta que le hacía. La felicidad nunca es completa, no cabía duda. Se sentía culpable

de estar allí, en la calle, sin hacer nada, disfrutando de la absoluta libertad, mientras ella

se encontraba postrada en una cama. No tardó ni dos minutos en decidir que iría a verla

en ese preciso instante. Y no quería pensarlo mucho más por si se arrepentía por el

camino.

Volvió a casa, cogió las llaves del coche y el permiso de conducir, bajó al garaje a

por su recién estrenado coche y salió disparado rumbo al hospital. Cuando llegó al

aparcamiento del hospital no encontró ninguna plaza libre. Desde luego no era una muy

buena señal para la humanidad que un sitio como aquél estuviera plagado de coches a

todas las horas del día. Como el otro día, prefería no pensar demasiado en esos temas,

hacerlo no le llevaría a conclusiones convincentes.

Encontró a Isabel leyendo un libro, El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio, buena

elección según Pablo, aunque demasiadas ganas de aventura juvenil escondían las

páginas de aquella novela para una persona hospitalizada.

- Pero si tu madre ya se ha ido –fue su saludo sonriendo.

- Ya, ya lo sé, me lo han contado –contestó Pablo tímidamente y agachando la

cabeza.

- ¿Entonces?

- He venido a verte a ti.

- Vaya, muchas gracias –dijo ella dejando el libro sobre su mesilla.

- ¿Estás mejor hoy?

- Sí, mucho mejor, seguramente mañana me den ya el alta. Por fin, soy incapaz de

aguantar mucho más tiempo aquí.

- Yo no podría estar ni un solo día.

- Hasta que te toque pasar por aquí –dijo mientras se incorporaba de la cama.

- Pues yo espero no pasar nunca, prefiero acabar hecho un fiambre en otro sitio,

en un lugar con más vida –contestó Pablo pensando en la primera conversación

de ambos y temiendo que se volviera a repetir.

El nuevo acompañante de Isabel, un hombre de unos sesenta años, calvo, con

bastante mal aspecto, de mirada ruda, primitiva, con señales profundas en la cara de una

vida muy poco acomodada, escuchaba con atención las palabras de los dos jóvenes.

Pablo empezó a sentirse incómodo y la invitó a salir al pasillo.

Isabel caminaba más enhiesta que el día anterior, se notaba su mejoría en todos sus

movimientos, desprendía un entusiasmo que Pablo no conocía hasta ese instante y

además el color corporal rezumaba una vida recuperada a pesar de ese lugar.

- Muchas gracias por venir a verme, no tenías que haberte molestado.

- Ya lo sé, pero quería saber cómo estabas. Además te tienes que sentir muy sola

aquí –contestó Pablo todavía un poco avergonzado de la situación.

- Es un poco aburrido, pasan las horas muy despacio. En fin, sólo hay que tener

un poco de paciencia.

- ¿Qué tal te llevas con tu nuevo acompañante? –preguntó con curiosidad.

- Es un tipo un poco raro, no habla nada y tampoco sé lo que le pasa. La verdad es

que prefería a tu madre.

- Me alegro de que os llevarais tan bien.

- Sí, nos hemos cuidado mutuamente –dijo casi riendo.

Hubo unos segundos de pausa.

- ¿Qué te pasó realmente en ese accidente? –preguntó Pablo por fin.

- Me caí de una moto y me hice daño en el cuello y la cabeza –contestó con gesto

despreocupado, como si no tuviera importancia.

- ¿No llevabas casco?

- No

- ¿Por qué? –preguntó con intención de regañarla.

- No me dio tiempo.

Pablo no podía comprender la situación: o se lleva casco o no se lleva. Estaba claro

que Isabel no quería hablar del tema, sus contestaciones eran breves, para salir del paso,

y eso le irritaba.

- ¿Cómo no te va a dar tiempo a ponerte el casco? –insistió.

- Así fue. Pero, mira, es igual, ya pasó.

Pablo de nuevo se quedó unos instantes callado, sabía que si continuaba con su

interrogatorio ella se enfadaría de verdad. No era de su incumbencia lo que sucedió en

realidad.

- No lo entiendo –dijo mirando a otro lado.

- Da igual, prefiero olvidarlo.

- ¿Qué ocurrió para que no te diera tiempo a ponerte el casco? –preguntó por fin

sin miedo a la respuesta, sorprendiéndose a sí mismo.

- Pablo, déjalo por favor

- ¿Un trayecto corto?

Isabel suspiró, empezaba a perder la paciencia. De repente pareció rendirse.

- El trayecto ni siquiera duró dos metros, cuando iba a ponerme el casco antes de

arrancar me caí al suelo.

- ¿Así que ni siquiera arrancaste la moto? –preguntó Pablo cada vez más perdido.

- Yo no.

- ¿Había alguien más entonces?

- Sí –sentenció como si fuera una confesión.

Isabel continuaba dando muestras de no querer continuar con el tema mientras Pablo

ya se había metido de lleno en el papel de un detective privado de las novelas de

Raymond Chandler o Edgar Wallace.

- Así que alguien arrancó la moto... –continuó aún más intrigado.

- Sí.

- ¿Y tú te caíste en ese momento?

De nuevo asintió la chica casi avergonzada.

- ¿Y quién arrancó la moto? –dijo ya cansado de hacer tantas preguntas, pero al

mismo tiempo cada vez más intrigado.

- Fue mi pareja, bueno mi ex novio.

- ¿Sin darse cuenta?

- Yo creo que sí se dio cuenta –contestó con cierto odio en su rostro.

- ¿Me estas diciendo que lo hizo a propósito para que tú te cayeras? –interrogó de

nuevo a la chica con los ojos como platos.

- ¿Sabes? Haces demasiadas preguntas, no te tenía que estar contando nada de

esto. Lo pasado, pasado está. Y además lo último que me apetece es hablar de

ese individuo en este momento.

Ahora sí que parecía enfadada. Incluso Pablo se daba perfecta cuenta de que se

había pasado en su manera de actuar, pero ya le daba igual, no pensaba ceder, la historia

lo exigía. Debía medir muy bien sus críticos comentarios si no quería tragarse sus

propias palabras.

- Pero si lo hizo a propósito es algo muy grave, no se puede dejar pasar –insistió.

- Lo sé –se limitó a contestar.

- ¿Pero por qué iba a hacer una cosa así?

Isabel estaba perdiendo la paciencia.

- No se ha portado bien conmigo, yo lo dejé y parece que no se lo ha tomado

demasiado bien.

- O sea que quiso hacerte daño a propósito –dijo Pablo mientras se cruzaba de

brazos con gesto de superioridad como si hubiera encontrado por fin la clave.

- No lo puedo asegurar, aunque yo creo que está bastante claro –se resignó.

- ¿Me estás diciendo que intentó matarte?

- Por el amor de Dios, Pablo, no sé lo que se proponía, y tampoco lo quiero

pensar. Estoy aquí, quiero recuperarme y olvidarme de todo para siempre.

- Me parece que tienes claro que quiso hacerte daño y no te atreves a denunciarle

porque puede volver a hacerlo, ¿me equivoco?

- Pues a mi me parece que sabes demasiadas cosas sobre mi –dijo ella furiosa.

- No sé mucho sobre ti –ahora era Pablo el que se enfadaba-, pero me puedo hacer

una idea de lo que pasó aquel día, simplemente por las cosas que me has

contado. Nadie arranca una moto sin asegurarse de que la persona de atrás está

preparada, y eso que nunca he montado en una.

- Bueno pues ya lo sabes todo –contestó ella intentando zanjar el tema.

- Sé lo único que me has contado, y no sé si eso es todo.

- Voy a volver a la habitación, no me encuentro muy bien.

Se fue con el rostro contrariado, dejando atrás a Pablo.

- Siento haber sido tan directo –dijo él cuando consiguió llegar a su altura-. No

debería haberte interrogado de esa manera, no tenía derecho.

- No te preocupes.

- Bueno será mejor que me vaya –se le ocurrió decir con un tono muy triste.

- Vale, gracias por venir.

Isabel entró en la habitación y cerró la puerta. Pablo se sentía fatal, no pretendía que

se enfadara y al final lo había conseguido. Se arrepentía de estar ahí, podía haberse

quedado en casa y evitar aquel mal rato. Apoyó la cabeza en la pared maldiciendo su

mala suerte, pero no tuvo mucho tiempo de arrepentirse de sus actos porque en ese

momento venía hacia él la inconfundible figura de Marcos, allí estaba de nuevo

luciendo una bata blanca en un cuerpo muy cuidado, posiblemente machacado por el

gimnasio, sosteniendo un informe en sus enormes manos y dejando entrever una media

sonrisa, a veces forzada, a medida que se acercaba a la posición de Pablo; a corta

distancia destacaban además sus pronunciados pómulos, su pelo liso engominado al

milímetro y cejas generosas que mostraban incredulidad. Aunque se notaban muchos

cambios con respecto a la niñez, aún mantenía esos elementos personales invariables

que delatan a un individuo incluso quince años después.

- Hola de nuevo –dijo el médico dando una palmada a pablo en el hombro.

- Hola, ¡qué sorpresa!

- ¿Cómo está tu madre?

- Muy bien, ya está en casa.

- ¿Y entonces...? –preguntó Marcos un tanto perplejo.

- Verás –empezó a explicar Pablo-, bueno, es una larga historia.

- Pues menos mal que te he encontrado. Quería proponerte una cosa.

7. La llamada

Ricardo estaba todavía medio adormilado en la cama cuando le sobresaltó el sonido

del teléfono.

- ¿Ricardo, por favor? –dijo una voz estentórea.

- Sí.

- Soy Marcos, tu antiguo compañero del colegio, no sé si me recuerdas.

Ricardo se incorporó un poco de la cama con los ojos todavía medio cerrados. No

sabía quién demonios estaba al otro lado del aparato.

- ¿No me recuerdas? –insistió- Soy Marcos Fernández.

Se sentó en la cama, se puso la mano encima de la frente y comenzó a recordar.

Marcos, sí, por supuesto que se acordaba de él, uno de sus mejores amigos de la

infancia. Un compañero de travesuras del que no sabía nada desde hacía muchos años.

Maldijo que llamara en ese momento, cuando todavía le costaba abrir los ojos, aunque

miró de reojo el reloj y vio que eran más de las dos de la tarde.

- Claro que te recuerdo, pero por un momento me he quedado totalmente

desconcertado. Ha sido toda una sorpresa, ¿cómo te va?

Estuvieron hablando unos instantes hasta que Marcos cortó la conversación.

- No tengo mucho tiempo Ricardo, estoy trabajando, sólo quería decirte que por

casualidad me he encontrado a Pablo, y bueno, a través de él me he puesto en

contacto contigo. Se me ha ocurrido que el jueves podríamos cenar los tres

juntos para rememorar viejos tiempos, si te parece bien, claro.

- Me parece muy buena idea. Hace ilusión estos reencuentros de vez en cuando –

contestó Ricardo al instante –precisamente tengo que ir a Barcelona el jueves.

- Estupendo. ¿Hasta qué día te quedarás?

- Creo que hasta el domingo –dijo dudando.

Marcos le dio la dirección de su casa, el lugar donde se iba a producir la cena, y

ambos se despidieron.

Ricardo, que todavía se encontraba sentado en la cama, se levantó de un brinco y

comenzó a vestirse. Aquella llamada tan inesperada le dejó fuera de lugar. Solía

acordarse de vez en cuando del pasado con Marcos y Pablo, sobre todo porque en esa

época comenzó su historia con Laura, un recuerdo imposible de olvidar, sin embargo no

esperaba que se volvieran a ver, y mucho menos que se reunieran una noche para cenar.

Se quedó pensando en lo extraño que sería volver a ver a sus viejos amigos, sentía

curiosidad por comprobar sus nuevas vidas en la madurez, en otras circunstancias, con

nuevas obligaciones.

Cuando empezó a desayunar notó por primera vez algunos síntomas de resaca de la

noche anterior que, por su propia experiencia, iría desapareciendo a lo largo de la tarde.

En cualquier caso se encontraba de buen humor, no tenía que ir a trabajar y prefería no

pensar en que al día siguiente se tendría que dar un gran madrugón para coger un avión

de nuevo y negociar con un cliente de Palma de Mallorca.

Sólo tenía que preparar la cena antes de que viniera Laura, como solía hacer siempre

que le tocaba librar y ella llegaba a casa cansada de trabajar. Además Alfredo se había

ido con su madre por primera vez, así que estaba completamente liberado todo el día.

Sin embargo lo echaba de menos cuando pasaba un buen rato sin estar con él, suponía la

alegría de la casa. Solía pensar con frecuencia en lo afortunado que era por tener un

hijo, una razón suficiente para ser feliz observando embobado como crecía cada día,

cada hora, cada minuto. Además quería disfrutar de su compañía al máximo antes de

que se hiciera mayor y ya fuera imposible controlar su vida. En aquel momento sólo

quería pasarlo bien con él mientras lo educaba, olvidarse de que en un futuro

empezarían los problemas, como si la vida le ofreciese unos cuantos años de diversión

en una burbuja perfecta hasta que ésta explotara y su pequeño se introdujera en el

mundo exterior. No podía cambiar el inexorable cauce vital, tampoco pretendía hacerlo,

así que se lo tomaba con una resignación relativa, natural. En cualquier caso, cuando

miraba algunas fotos de Alfredo que presidían el comedor no podía creer que esa

criatura pudiera tener un día barba, voz de hombre o novia.

Comió escuchando las noticias del día en la televisión, una costumbre muy

extendida en la mayoría de las familias que, en su opinión, además de fomentar la

incomunicación entre sus miembros amargaba la ingestión de alimentos con una

sucesión de tragedias sin límite. Escuchó un estudio que decía que en quince años la

vida había empeorado para la cuarta parte de la humanidad, según denunciaba las

Naciones Unidas, lo que se traducía en que crecía la distancia entre los ricos y los

pobres. Señalaba además que en ese período de tiempo quince países habían mejorado

notablemente y 89 estaban en peor situación, “la disparidad económica entre países

industrializados y en desarrollo pasará de lo injusto a lo inhumano”, comentaban.

Informaciones de ese calibre hacían florecer en Ricardo su vena más pesimista, una

misantropía absoluta que no podía evitar mientras asistía a un mundo cada vez más

plagado de incomprensión y egoísmo. La Historia se había encargado de demostrar con

creces el fracaso del Hombre en su intención de vivir en paz, armonía y solidaridad.

Una realidad muy difícil de cambiar a pesar de que una minoría trabajara por extender

esos valores como necesarios y todavía posibles. Ricardo había llegado a la conclusión

de que vivía en un planeta detestable donde se producen pequeños milagros

maravillosos de vez en cuando, que en su caso tenía un nombre propio, Alfredo. Y ese

milagro incólume ocupaba toda su atención, con el deseo cada vez más endeble de que

cuando creciera el mundo fuera un poco más justo y recuperara su rumbo perdido. El

mundo ya estaba lo suficientemente lacerado para levantarse de nuevo.

Aquella tarde tenía pensado pasar toda la tarde de aquí para allá, disfrutando del

tiempo libre, del aburrimiento voluntario, de encender y apagar la televisión cada diez

minutos, de dar un paseo sin rumbo fijo, de regar las plantas hasta casi inundarlas, de no

hacer nada productivo ni para él ni para la humanidad, pero al final se decantó por

realizar una excursión individual muy habitual en él en su intención de recorrerse los

rincones más atractivos de su nueva ciudad. Eligió Alcalá de Henares, una ciudad donde

la figura histórica de El Quijote planea por todos los rincones al compás del vuelo de las

cigüeñas que campean a sus anchas por el cielo limpio de edificios altos, donde los

universitarios ofrecen una vitalidad renovada, que nunca envejece y mantiene intacto el

nivel cultural de sus gentes. Estuvo poco tiempo por la ciudad complutense, sólo lo

necesario para despejarse y disfrutar de unos minutos en soledad.

Su mujer Laura llegó bastante más tarde de lo previsto a casa. Trabajaba en una

tienda de moda desde hacía unos meses hasta que tuviera más suerte con la pintura, y

últimamente cada día estaba más descontenta en ese nuevo empleo. Traía a Alfredo de

la mano.

- No entiendo por qué todo el mundo viene a la hora de cerrar –comentaba

malhumorada-. Cuando queremos no leemos el cartelito que hay en la puerta que

dice “horario”, es tan sencillo como hacerle caso.

- Tienes razón, pero ya sabes, la gente va cuando termina de trabajar.

- Ya, pero casualmente yo también acabo de trabajar a esa hora, y sin embargo me

tengo que quedar más tiempo. Por lo menos sería más razonable que yo

empezara cuando ellos terminaran, y no como ahora, que estoy en la tienda

cuando los demás trabajan y cuando no lo hacen.

Cada día dejaba su abrigo tirado en cualquier silla y se sentaba en el sofá para

quejarse de su mala suerte mientras se quitaba los zapatos y encendía un cigarrillo, un

ritual demasiado repetido que ya hacía de forma instantánea. Pese a todo, aguantaba

bastante bien todo un día de duro trabajo y por la noche podía quedarse hasta bastante

tarde viendo la televisión sin dormirse en el sofá. Ricardo no sabía de dónde sacaba

tanta energía. Para Ricardo no había cambiado absolutamente nada con respecto al

colegio, seguía siendo delgada, de aspecto juvenil, tan inocente como entonces, aunque

con un carácter mucho más fuerte que iba desarrollando con los años y que todavía no

tenía límite. Cada vez que la tenía enfrente pensaba que no conocía a una persona como

ella y tenía serias dudas de que hubiese alguien parecida en cualquier otro sitio. Estaba

seguro de que pasarían juntos el final de sus días, lo supo desde el primer día que habló

con ella cuando sólo contaban con diez años y en la actualidad seguía pensando lo

mismo, como sentimientos que se incrustan en una persona de tal forma que resulta

imposible que cambien algún día.

Ricardo se ocupó de Alfredo mientras Laura descansaba en el sofá. Le encantaba

cogerlo en brazos y jugar con él, incluso hacerle travesuras sin que él se enfadara. Le

hacía cosquillas en la barriga, le cogía los mofletes y le acariciaba el pelo. Siempre

había sido un niño ejemplar, demasiado bueno para lo que suele ser habitual, no lloraba

por las noches, comía todo lo que sus padres le daban sin rechistar, se comportaba de

manera muy valiente cada vez que iba al médico. Un lujo.

Cuando cenaron acostaron al niño y se sentaron en el sofá. Ricardo se quedó muy

pronto adormilado hasta que sonó el teléfono. Igual que por la mañana, esos timbrazos

tan desagradables le sobresaltaban de nuevo. En esta ocasión era para Laura, así que

cerró los ojos de nuevo. Cuando volvió al salón Ricardo recordó que no le había

comentado nada acerca de la llamada de Marcos, también había sido amigo suyo.

- Hoy me ha llamado Marcos –dijo con entusiasmo.

- ¿Marcos? ¿Qué Marcos?

- Nuestro compañero del colegio, ¿no te acuerdas de él?

Laura se quedó unos momentos pensativa, con la mirada perdida, y luego miró a su

marido.

- ¿Y qué quiere de ti ahora? –preguntó con un tono muy serio.

- ¿Y esa reacción? –se le ocurrió decir a Ricardo muy sorprendido.

- ¿Qué reacción? –murmuró Laura en voz muy baja.

- Parece que no te haya sentado muy bien. No lo entiendo.

- ¿A mí? Me da exactamente igual –dijo de forma despectiva.

- ¿No te caía bien?

- No mucho, la verdad, pero me da lo mismo.

- ¡Ah! No tenía ni idea, no recordaba que te llevaras mal con él –comentó bastante

perplejo.

- Pues mira ya sabes una cosa más.

Laura cogió el mando a distancia de la televisión y comenzó a cambiar canales sin

parar. Ricardo se quedó muy sorprendido por su reacción, no esperaba una respuesta así

sobre todo porque recordaba bastante bien que cuando iban todos juntos a la escuela se

formaban una gran piña. No entendía esa actitud, muy probablemente venía cansada de

trabajar y no le apetecía hablar del tema. En cualquier caso no había terminado la

conversación.

- Hemos estado hablando un rato, y hemos decidido vernos Pablo, Marcos y yo

esta semana, el jueves, aprovechando que tengo que ir a Barcelona. Ya era hora

después de tanto tiempo.

- ¿Y eso? No sabía que mantuvieras el contacto con ellos todavía.

- Pues no demasiado, precisamente fue Marcos el que tuvo la iniciativa.

- Por algo será –concluyó Laura.

Ricardo se quedó pensando en la aquella última frase. No podía ser, Marcos y Pablo

se encontraron de forma fortuita y ambos decidieron organizar una cena como homenaje

a un pasado en común, eso era todo.

- ¿Te molesta tanto que quede con ellos?

- Puedes hacer lo que quieras –contestó de nuevo con tono despectivo.

- No te entiendo –dijo enfadándose Ricardo.

- No pasa nada, simplemente esperaba que hiciéramos algo tú y yo el jueves o el

viernes.

- ¡Pero si yo estaré en Barcelona hasta el domingo!

- Esa era mi sorpresa.

8. El recuerdo

Marcos se pasó todo el miércoles y casi el jueves con la mente en otra parte, no

lograba concentrarse en el trabajo, se sentía torpe, a un treinta por ciento de sus

facultades, intentando centrar su atención en sus obligaciones cuando sabía que no lo

lograría. De nuevo algo le inquietaba, por segunda vez consecutiva se sentía

preocupado, una circunstancia muy poco habitual en él. Solía ser un tipo sereno, incluso

en ocasiones le decían que corría sangre de horchata por sus venas. Desconocía en

concreto la razón de tanto nerviosismo, pero sabía muy bien el origen del mismo: la

cena del día siguiente con sus amigos de la infancia. El acontecimiento en sí no tenía

nada de extraordinario, de hecho se repetía con tanta frecuencia en la vida de cada

individuo como una tradición más que celebrar, igual que la Navidad o la Semana

Santa. La variante consistía en que Marcos tenía un plan para esa noche, un plan

complejo que requería una perfección absoluta en todas las piezas para que se llevara a

cabo con éxito. Propondría a sus amigos regresar a un lugar bastante apartado de la

ciudad al que iban de excursión cuando estaban en el colegio. Allí dejaron un libro

escrito por ellos, relatando algunas de las vivencias de aquellos años, con la intención de

volver un día para rememorar esa etapa de sus vidas. Para Marcos ese día ya había

pasado hacía tiempo, y aprovechando su encuentro casual con Pablo se le ocurrió

intentarlo, aunque ya fuera tarde y contara con el riesgo de que ellos se opusieran. De

hecho el sueño de la noche anterior representaba casi con exactitud aquel sitio, y esa era

la razón de su idea.

Sin embargo en las últimas horas vivía obsesionado con la posibilidad de que algún

detalle olvidado llevara al traste todo el plan, y casi tenía la seguridad de que lo había,

de que lo estropearía sin remisión. Se martirizaba pensando que llegaría el momento de

la cena y aún no hubiera dado con esa duda. Repasaba cada paso que tendrían que dar él

y sus amigos hasta llegar al lugar exacto, y le parecía sencillísimo, tan sencillo que no

podía ser real. Fumó mucho más de lo habitual, se trataba de una situación excepcional,

muy infrecuente, que de verdad estaba alterando sus nervios y provocando que su casa,

perfectamente perfumada, empezara a oler a tabaco.

Para olvidar esa preocupación, el mismo miércoles comenzó a preparar la cena.

Quería dejar una impresión inmejorable, como un perfecto anfitrión que sabe cuidar con

dedicación exquisita a sus invitados. Escribió en un papel la compra que tenía que

realizar al día siguiente, con varias opciones posibles por si a alguno de ellos no le

gustaba alguna cosa. Arreglaría la casa de arriba abajo, además necesitaba una buena

limpieza, tirar algunos trastos que no utilizaba y quitar una manta de polvo que ya

cubría a sus anchas el mueble del salón. Esa noche previa a la cena Marcos durmió fatal,

seguía dando vueltas a ese detalle que se le olvidaba, y que cada hora que pasaba se

hacía más grande y angustioso. Abría los ojos, miraba al techo en medio de la

oscuridad, giraba su cuerpo a un lado, luego al otro, sin conseguir relajarse ni un

segundo.

El jueves tenía la tarde libre para recrearse en la preparación de la cena y para seguir

pensando en lo que olvidaba, sin embargo alrededor de las cinco recibió una llamada

que no esperaba.

- Hola, soy Laura.

- ¿Laura? –preguntó completamente descolocado.

- Sí, quería hablar contigo un momento –dijo ella con un tono mucho más firme.

- Claro…bueno, ¿cómo estas?

- Bien, sólo quería decirte una cosa. Ya sé que has quedado con Ricardo esta

noche para cenar… En fin, me gustaría que no comentaras nada sobre lo que

pasó aquella noche. Él no sabe nada y quiero que sea así para siempre, fue un

error en un mal momento.

- No pensaba decirle nada –dijo Marcos alucinado.

- Gracias, me ha entrado miedo.

- ¿Por quién me tomas? –preguntó enfurecido.

- No sé, lo siento, sólo quería asegurarme.

- ¿Y me llamas para eso después de tanto tiempo?

- Sí, ya sé que suena un poco raro, perdona. Gracias por no decirle nada, cuídate,

adiós.

Y colgó. Marcos se quedó unos instantes con el auricular en la mano, como si

estuviera dentro de una película y alguien hubiera pulsado el botón de pausa. No podía

creer esa llamada, esa conversación, ni una sola de las palabras. La mujer de Ricardo

pidiéndole que no hablara, que no la delatara. Se sentó en el sofá para pensar unos

segundos en la trascendencia de aquel gesto de Laura, si es que tenía alguna. Y se quedó

aún más bloqueado, el episodio con ella formaba parte del pasado, y como tal se

mantenía en el olvido. Lo único que había logrado con su llamada era recuperarlo.

Recuperar cada minuto de aquella noche, desde que la vio y no supo reconocerla, una

circunstancia muy parecida a ese detalle de la cena que no lograba recordar, hasta su

último adiós.

De nuevo en su cabeza… Todo comenzó en una muy fría noche de diciembre.

Marcos estaba tomando unas cervezas con un par de compañeros de trabajo, Miguel y

Expósito, en un local muy céntrico de la ciudad, de esos que atraen a todo tipo de gente,

siempre lleno, con un aire de tertulia continuada en cada una de sus mesas y en donde se

comparten secretos a veces inconfesables. Su aspecto general por fuera no despertaba

demasiado interés, una fachada bastante simple, poco iluminada, con cristales oscuros

con el nombre del bar que impedían en parte ver el interior. Por dentro era mucho más

acogedor, la tenue intensidad de las luces, la comodidad de unas sillas situadas para

conversar a la distancia adecuada, la amabilidad de unos camareros y camareras que

tenían como labor especial esbozar una sonrisa a cada cliente, un conjunto difícil de

encontrar en otro lugar. La conversación, la de siempre, el cansancio que llevaban

acumulado, el mal ambiente que existía en general, quejas y más quejas.

En realidad esos mismos problemas no variaban mucho de los suyos, pero no por

repetirlos cada día se iban a solucionar antes. Así que a la media hora de estar en aquel

local Marcos empezó a agobiarse, a sentirse incómodo, a comprender que su sitio, al

menos ese día, no estaba con sus compañeros de trabajo. Y justo cuando empezaba a

considerar muy firmemente la posibilidad de levantarse y despedirse, se fijó en la

entrada del bar, donde un grupo de cinco o seis chicas, más o menos de su edad, oteaban

el horizonte en busca de una mesa libre. La cuestión no tenía nada de particular sino

fuera porque la primera de ellas le resultaba familiar. En un primer momento no supo

situarla en el tiempo ni en un lugar concreto, la imagen en su mente se presentaba

bastante difusa, lejana, con una neblina demasiado espesa para dar con su nombre y su

entorno, pero sabía que no se estaba equivocando. Conocía a esa chica perfectamente, y

casi podía asegurar que había pasado muchos años sin verla. Ahora sólo le quedaba

estrujarse el cerebro hasta que pudiese descubrir de quién se trataba y así descansar de

esa sensación tan angustiosa que produce no dar con el nombre de la persona que uno

intenta averiguar. Desde que entró aquella chica en el bar ya no pudo prestar atención a

la monótona conversación que desde hacía un rato compartían Miguel y Expósito sin

ninguna intervención de Marcos. Su curiosidad no le dejaba concentrarse en otra cosa,

aunque fuera una falta de respeto hacia sus compañeros. Mientras, el grupo de chicas se

acercaba a la mesa que le asignaron y pudo observar con más claridad los movimientos

de ella. Tenía una forma de andar firme, decidida, con grandes zancadas aprovechando

su gran altura y sus esbeltas piernas cubiertas por un pantalón negro, que a su vez hacía

juego con su chaqueta del mismo color. Las grandes dimensiones del local y las

situaciones de ambos, impidieron que sus miradas se encontraran, lo que daba mayor

comodidad a Marcos, que podía observarla con bastante nitidez sin ser visto. Pensó en

todas las opciones posibles, en cada una de las mujeres que habían estado con él, hasta

que llegó a la conclusión de que con ella no había tenido un romance en el pasado,

estaba seguro.

Aunque fuera un pensamiento arrogante, lo tuvo en cuenta, porque en realidad en

un periodo de su vida perdió el rumbo de lo que hacía y fue de acá para allá sin

controlar la situación. Se metía en lugares poco recomendables con gente aún menos

recomendable hasta que en un momento dado tuvo que acabar de raíz con ese

desenfreno, en caso contrario se hubiera autodestruido en muy poco tiempo. No

obstante durante esos meses estuvo con muchas mujeres que ahora sería incapaz de

reconocer, así que ella, por lo pronto, debía tener en su vida un papel más importante

que las demás. Sin embargo sus progresos acababan ahí, no lograba identificarla, y su

rabia iba en aumento. Por su propia experiencia le quedaba la esperanza de que

apareciera ese chispazo de luz que, como caído del cielo, le resolviera su duda cuando

menos lo esperara. A veces le ocurría: tras volverse loco por no lograr acordarse de lo

que quería, dejaba de pensar en ello, y en un momento dado, cuando su mente estaba

ocupada en otro asunto, conseguía descifrar lo que antes le inquietaba. Situaciones de

ese calibre suponían de las pocas ocasiones que podía perder los papeles y desesperarse

buscando una respuesta que no llegaba. Raras circunstancias le inquietaban tanto,

lograba mantener muy bien el autocontrol.

Intentó introducirse de nuevo en la conversación que mantenían sus dos amigos,

cada vez más aburrida; intervino con un par de comentarios que a él mismo le

parecieron absurdos, y de nuevo se concentró en la búsqueda de la identidad de la chica

que estaba a unos pocos metros de él; Miguel y Expósito parecían tan absortos en sus

palabras que les daba igual si Marcos estaba mentalmente con ellos o un poco más lejos.

Por lo que podía observar, la chica tenía madera de líder, era el foco de atención de

su mesa, hablaba más que ninguna otra de sus amigas, y éstas lo aceptaban bastante bien

porque la miraban con una media sonrisa de sincera veneración y respeto. Marcos

empezó a sentirse fascinado. Veía en ella todas las cualidades que le parecían

interesantes en una mujer, y eso que todavía no había oído su voz, así que se dijo

decididamente que tenía que hacer algo con brevedad, no podía pasarse toda la noche

esperando a que le viniese el dichoso chispazo. No existían muchas posibilidades: o

acercarse a su mesa antes de que decidieran irse u olvidarse del tema de una vez. Y

antes de que pudiera arrepentirse decidió que se levantaría de su mesa, iría a la de

aquellas chicas y sin ningún miedo hablaría con ella. Nunca había sentido vergüenza en

esas situaciones embarazosas, así que sabía que no tenía nada que perder, si salía mal al

día siguiente ya lo tendría olvidado, su orgullo se mantendría intacto.

No dejó ni que pasaran cinco minutos más, les comentó a sus amigos que acababa

de ver a una amiga en otra de las mesas, y se levantó tan decidido como el que va a los

aseos después de tres jarras de cerveza. Sólo tenía que bordear la mitad de la barra del

bar y sortear a las tres personas que se encontraba en su camino, una tarea bastante

sencilla. Cuando lo hizo, pudo ver a la chica con mucha más claridad, a una distancia

más corta, y justo en el momento en que ella advirtió su figura y se cruzaron las

miradas, Marcos la reconoció al instante. El chispazo en esta ocasión habían sido sus

inconfundibles ojos posados en los suyos. Se trataba de aquella compañera de colegio,

llamada Laura, novia de uno de sus mejores amigos, que pese al paso de los años

mantenía su mirada infantil, llena de gracia y con la amabilidad dibujada en su sonrisa

de chica astuta. Antes de que Marcos llegase a su destino, ella ya lo había reconocido, lo

que indicaba que no había tenido problemas en recordar en sólo un vistazo a un viejo

amigo de la infancia. Serían las mujeres más intuitivas, pensó en su propia defensa. Las

amigas se quedaron en silencio contemplando la situación, los primeros saludos entre

ambos, los dos besos, los primeros “¿qué tal”? o “¿qué es de tu vida?”.

- Te he visto desde el otro extremo y no me podía creer que fueras tú... –mintió

Marcos de forma elegante como él sólo sabía hacer.

- Me alegro de verte, ha pasado mucho tiempo –dijo ella con mucha más

sinceridad.

- Sí, supongo que sigues con Ricardo, ¿no? –preguntó con miedo a equivocarse.

- Sí, de hecho nos casamos dentro de dos semanas. Es una casualidad que te

encuentre precisamente en este momento –contestó con entusiasmo.

- Vaya, es una sorpresa....en realidad no lo es tanto, era evidente...más tarde o más

temprano –contestó Marcos con aire de indiferencia-. Enhorabuena.

- Gracias, me gustaría que vinieras a la boda.

Aquello le sorprendió. Salió del paso diciendo que llamaría a Ricardo días antes de

la boda para felicitarle y comentarle si al final podía asistir a la ceremonia. Una vez que

supo todo, inició la retirada, como si esperara mucho más de aquel encuentro y se

hubiera estropeado de forma inesperada. Emitió la palabras típicas, “me alegro mucho

de verte, ya nos veremos, hasta otra” y se fue a su mesa con un sabor agridulce, igual

que un pájaro al que le hubiesen cortado las alas, con una sensación de derrota sin haber

entrado en el terreno de juego.

Sus dos amigos seguían enfrascados en la conversación y no advirtieron la llegada

de Marcos, que una vez en su sitio se levantó de nuevo a pedir otra cerveza. En la barra

podía ver a Laura y, mientras esperaba que el camarero le diera su bebida, sus miradas

se encontraron por un momento, incluso fue él quien desvió sus ojos tras unos segundos

de duelo intenso, de curiosidad inminente, de nostalgia repentina por un encuentro que

se estaba desvaneciendo. Con su cerveza en la mano ocupó de nuevo su asiento

pensando en que deseaba prolongar unos cuantos minutos más su conversación con

Laura, aunque no él mismo supiera su intención verdadera. Había desaparecido aquella

niña de catorce años tan repelente, perfecta en sus estudios y en su comportamiento,

educada más que ninguna y futura estrella de lo que se propusiese. Contemplaba a una

mujer muy atractiva, no sólo físicamente, que tenía el mismo carisma de aquella lejana

época, desprendía al exterior todas las cualidades que prometía, sólo con escucharla

hablar ya era suficiente, y que se iba a casar de manera inminente con un gran amigo

suyo de la infancia. Ese último detalle significada un problema demasiado importante

como para pensar en nuevas intentonas; suponía una razón de peso para dejar de jugar y

olvidarse cuanto antes del asunto y para que cada uno se fuera por donde había venido,

sin dar mayor importancia a una anécdota muy frecuente.

Cuando tenía decidido integrarse en la conversación de Miguel y Expósito vio que

el grupo de Laura se estaba preparando para irse. Alguien se tenía que ir primero, pensó

Marcos. Pagaron la cuenta, se pusieron las chaquetas, y tomaron rumbo a la puerta a una

velocidad considerable. En esta ocasión Laura no salió la primera, sino que esperó a que

todas las demás lo hicieran con la única intención de ir a la mesa de Marcos.

- Hola otra vez –dijo por primera vez con algo de timidez en su tono de voz-. Sólo

quería decirte que nos vamos al “Chaplin”, ¿sabes dónde está? por si os queréis

venir dentro de un rato, así podemos seguir hablando un rato más.

- Sí, queda aquí mismo, a la vuelta, ¿no? –contestó Marcos con aún más torpeza-.

Igual nos pasamos.

Laura le dio un beso en la mejilla y se marchó. De nuevo le pilló por sorpresa aquel

comportamiento, precisamente cuando ya se estaba haciendo a la idea de que no le

interesaba más el asunto. Sus amigos se negaron en rotundo a continuar la noche en otro

sitio, querían marcharse ya a casa, así que sin pensárselo dos veces, y tras despedirse de

ellos, Marcos se fue al bar “Chaplin”. La distancia era muy corta, sólo tenía que doblar

dos calles, y a pocos pasos se encontraba un local íntimo, que rezumaba aroma de cine

por cada rincón y que invitaba a un momento de reflexión y no tanto de diversión

desenfrenada en una pista de baile. No tardó mucho tiempo en encontrar a Laura y a sus

amigas. El número de componentes del grupo se había reducido a la mitad, en realidad

sólo quedaban dos chicas, además de Laura.

Marcos y ella estuvieron charlando alrededor de un hora, y aún siguieron un rato

después de que las otras dos amigas decidieron marcharse cuando ya no tenían nada más

que contarse. El pasado daba para mucho, así que se sentaron en uno de los cómodos

sofás que ofrecía el establecimiento, pidieron unas cuantas copas más, y, entre canción y

canción, rememoraron el tiempo transcurrido; la añoranza y la pérdida de la infancia se

entrelazaban en sus oídos con la voz rota y desgarrada de Tina Turner en The Simply the

best, el estilo inconfundible de Madonna en Like a prayer, la nostalgia de Marvin Gaye,

la dureza de Guns N´ Roses o Steeler, la cercanía todavía intacta de temas de Mecano,

la Unión o Los Secretos.... una mezcla grandiosa, signo inequívoco de que aquella

noche seguía siendo especial. Frente a frente, se sentían atrapados por una conversación

que sólo dos adultos pueden tener si han compartido muchos años de inconsciente

niñez. Parecía que otra vez se habían reunido aquel crío y aquella cría de catorce años

después de las vacaciones de verano para contarse con entusiasmo todas las vivencias

de los últimos meses, con la única y fundamental peculiaridad de que habían

transcurrido muchos años y los cuerpos, las voces y los pensamientos habían cambiado.

Marcos no se podía acostumbrar tan pronto a esa nueva Laura, porque para él, en su

mente, ella seguía siendo una niña, y verla como adulta significaba el final de una

imagen pasada y el principio de una mujer diferente que estaba empezando a conocer.

Comprobó con entusiasmo que su apreciación inicial en el otro bar había sido la

correcta: seguía siendo una chica especial, muy segura de sí misma, con unos valores

sólidos en su vida, pero que curiosamente se mostraba temerosa, asustadiza cuando

hablaba de su próxima boda con Ricardo; no eran dudas según ella, sino un miedo a una

equivocación que significaría un desastre en su intachable éxito en cada uno de los

proyectos que iniciaba, la confirmación de un error que podría marcar su vida y que

luego lo cometería mucho antes de ese enlace.

Mientras sonaba la voz de Sabina, Marcos sintió por primera vez el peligro serio de

un acercamiento entre ambos, ya no sólo físico, motivado en buen parte por el volumen

altísimo de la música que casi obligaba a tocar con la boca la oreja del otro, sino

también afectivo, provocado por esa conexión que se puede dar o no entre dos personas

que se acaban de conocer y que además cuentan con la confianza extra de una infancia

en común.

Eran las cuatro de la mañana cuando los responsables del local decidieron acabar

con la fiesta hasta el día siguiente. Marcos y Laura no se habían dado cuenta de que

cada vez quedaba menos gente alrededor, estaban tan enfrascados en la conversación

que el resto de los presentes no tenían ninguna importancia, se manifestaban como

figuras decorativas que poco o nada iban a influir en ellos, incluso tuvo que venir un

camarero a avisarles.

- ¿No ven que estamos cerrando desde hace más de media hora? –dijo en un tono

muy brusco, deseoso de marcharse a su casa.

- No hace falta que nos hable en ese tono –contestó Laura irritada, aunque

bastante perjudicada por los efectos del alcohol.

Antes de que se pusiera el asunto más incómodo, Marcos se levantó, cogió de la

mano a Laura y se la llevó fuera del local a gran velocidad. En ese momento ella miró

su mano en la de él y no pareció encontrar ninguna razón para quitarla, aún andaba

distraída maldiciendo el estúpido comportamiento del hombre del bar. Una vez en la

calle Marcos no supo lo que hacer, estaba bastante borracho para pensar, aunque muy

consciente de que aquel momento podía significar la despedida.

- ¿Qué quieres hacer? –preguntó Marcos con la intención de que ella decidiera.

- No lo sé –dudó unos momentos mientras miraba a cada lado en busca de

referencias que orientaran su mareo y desequilibrio, y sujetaba muy fuerte su

mano contra la de él.- No quiero irme todavía a casa. Me lo estoy pasando muy

bien.

- ¿Te apetece tomar una copa en mi casa? –se le ocurrió de repente, sin pensar

siquiera en lo que decía.

- ¡Estupendo! –exclamó Laura cada vez más víctima del alcohol.

Sin dudarlo Marcos tomó el camino de su casa, sólo estaba a unos diez minutos

andando, todavía de la mano de Laura. En ese rato no intercambiaron ni media palabra,

parecía que la calle no fuera buen lugar para contar historias del pasado, del presente, de

dos jóvenes en la flor de la vida, por miedo a que las confidencias volaran a los oídos de

alguien que pasara por allí o a los balcones de otras viviendas. Tampoco estaban en muy

buenas condiciones para hablar y andar al mismo tiempo, dos acciones sencillas que en

ese estado se convertían en obstáculos difíciles de superar.

Marcos soltó la mano de Laura sólo para buscar las llaves y abrir la puerta de su

casa. Vivía en ese momento en un modesto apartamento bastante céntrico de Barcelona,

que tenía alquilado desde hacía un par de años y que pensaba dejar en un futuro muy

cercano por una enorme casa que ocuparía en breve. Tenía el piso bastante desordenado,

la taza del café del desayuno y restos de la cena de la noche anterior acumulados en el

fregadero, ropa sucia acumulada en la lavadora, olor ha cerrado; aunque no solía ser así

siempre, habitualmente corría el riesgo de que el día que tuviera un visita inesperada la

casa dejara mucho que desear.

- Siento este desorden, esta mañana he salido muy temprano de casa y no me ha

dado tiempo a recoger nada –se disculpó sabiendo que esa excusa no valía con

una mujer como Laura.

Mientras tanto la invitada tenía sus ojos clavados en una colección de libros de

medicina que ocupaban toda una estantería, encima de la televisión, preguntándose en

voz alta si alguien sería capaz de leerse alguna vez todos aquellos tomos desde el

principio hasta el final. Se quitó la chaqueta sin dejar de observar cada cosa que tenía a

su alrededor, como si entre esos libros de estudio, sillas de madera, películas de todas

las épocas, cuadros impresionistas o ceniceros llenos de colillas, pudiera conocer mucho

mejor al individuo que habitaba en esa casa en la tranquilidad y desamparo de la

soledad, con la única compañía de un pez naranja, diminuto, y la cadena de música, que

dejaba paso a las voces que sólo Marcos permitía. Se sentó en el sofá y apoyó su cabeza

en el respaldo con mucha fuerza, en un intento de recuperar la sobriedad lo antes

posible. Al mismo tiempo Marcos procuraba disimular el desastre de cocina que había

dejado por la mañana mientras preparaba otra copa para ambos. Se sentía avergonzado

de tener la casa en ese estado, no valía la excusa de que se levantaba muy pronto y por

la noche lo ordenaría todo, y después cuando llegaba el momento dejarlo para el día

siguiente porque venía muy cansado de trabajar. Si seguía jugando a esa ruleta corría el

riesgo de que se presentara una visita agradable y estropeara la velada ofreciendo una

imagen pésima, como acababa de ocurrir.

Fue al salón con una copa en la mano, y se sintió mucho más reconfortado cuando

se dibujó una enorme sonrisa en la cara de Laura. Allí estaba, esperando, sin hacer nada,

una simple imagen que le llenó de satisfacción e hizo desaparecer en parte su disgusto.

Una mujer tan perfecta, ordenada y meticulosa en todos sus actos parecía cómoda

rodeada de tanto desorden. Marcos se sentó a su lado sin decir nada, solamente

fijándose en sus ojos que ahora estaban más luminosos y desorientados, y a la vez más

inocentes y acuosos por el efecto del alcohol. Le parecía una magnífica idea quedarse

toda la noche mirando su rostro, sin la necesidad de hablar, ya lo habían hecho bastante

en el bar.

- ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí? –preguntó ella rompiendo sus

pensamientos, mientras bebía de su copa a pequeños sorbos.

- Un par de años- contestó todavía despistado y mirando al suelo-. Aunque no

tengo pensado quedarme mucho tiempo más, he ido ahorrando un dinero y me

trasladaré a otro sitio más grande.

- Yo estoy de mudanza ahora –su tono sonó extraño, como ahogado en un halo de

angustia que no lograba reprimir. De nuevo se echó en el respaldo del sofá,

suspirando.

Marcos, sentado en el borde del sofá, casi a punto de caerse, se acercó un poco más

a ella y le cogió su brazo para incorporarla. De nuevo le agradaba el tacto de su piel, y

casi sin querer empezó a acariciar la parte superior de su mano con su dedo pulgar,

palpando sin ningún motivo los huesos y las venas que sobresalían.

- Espero que seas muy feliz –dijo, casi sin pensar en sus propias palabras. Desde

que había llegado a su piso se sentía menos borracho, recuperado en su propio

territorio, más seguro de sí mismo aunque no dejase de beber.

- Yo también lo espero –comentó sin ningún entusiasmo.

- ¿Eres feliz Laura? –preguntó cada vez más sobrio.

No contestó, se quedó paralizada mirándole y mientras intentaba entonar algo

parecido a un “sí”, lo abrazó con fuerza. Marcos se quedó tan sorprendido que no supo

dónde colocar sus manos, había olvidado por un momento cómo se trataba a una mujer

en esos casos, con lo seguro que se sentía siempre en esas circunstancias de máxima

emotividad. Oyó lo más parecido a un gemido, Laura quería llorar, pero algo se lo

impedía, contraía su cuerpo y poco a poco lo relajaba de nuevo, igual que los latidos de

su corazón. Estuvieron abrazados casi un minuto, igual que dos amigos de toda la vida

que tuvieran una confianza mutua forjada por los años y por los malos momentos que

habían soportado. Marcos no entendía lo que ocurría, pero sabía que su papel aquella

noche era el de estar junto a ella el tiempo que necesitara, y lo pensaba cumplir a

rajatabla. Se fue separando de los brazos de él muy despacio, con un poco de vergüenza

por lo que acababa de suceder, cogió la copa y bebió un gran trago de whisky, dejó el

vaso casi a la mitad y se levantó del sofá ante la atenta mirada de Marcos.

- No entiendo lo que me está pasando –dijo con la mano en la frente y cara de

espanto, paseando por el salón, muy perjudicada por los efectos del alcohol.

- Puedes contarme lo que quieras Laura.

- Lo sé, y te lo agradezco. Pero no sé qué decirte –contestó extendiendo los

brazos, buscando una respuesta que quizás tuviera él.

- ¿Qué te preocupa? –preguntó torpemente.

- Soy una cobarde, Marcos.

- ¿Por qué? –insistió mientras se levantaba del sofá.

Laura no supo o no quiso contestar, apartó la cortina de la terraza y vio a través del

cristal la soledad de la calle, la ausencia de coches, la paralización relativa de una

ciudad en las horas de madrugada, sin saber que en el interior de cada casa la vida

continuaba existiendo, y muchas personas sufrían atrapadas en la negrura de la noche

las consecuencias de lo que sucedía cuando esa ciudad se despertaba con los primeros

rayos de sol. Marcos no quiso interrumpir su momento de reflexión, y se quedó a cierta

distancia de ella, esperando su reacción, su próximo movimiento, la verdadera magnitud

de su crisis, y aunque sintió deseos de abrazarla no lo hizo, por una especie de miedo y

de respeto que casi estaba obligado a comprender. Por fin se dio la vuelta, tenía todavía

los ojos llorosos, más rojos de lo habitual, casi a punto de estallar en lagrimones de

desesperación.

- ¿Estás bien? –volvió a preguntar Marcos acercándose a ella.

- Sí, no te preocupes –contestó con un imperceptible hilo de voz, dejando claro

que mentía.

- No te creo.

A Laura no le salían las palabras y tampoco hacía muchos esfuerzos por emitirlas.

No sabía lo que hacer, estaba desesperada enfrente de un tipo que de alguna manera

acababa de conocer, por mucho que hubiese un pasado lejano en común. Después de

unos instantes de silencio miró fijamente a Marcos, quizás buscando en sus ojos alguna

respuesta a su estado de ánimo. No pareció encontrarla, no pudo más y le abrazó de

nuevo, en esta ocasión fue un encuentro mucho más largo porque él la atrajo hacia sí

con más fuerza y decisión que la vez anterior, ahora estaba esperando ese momento.

Marcos rodeó con fuerza su cintura con una mano, y la otra la puso a la altura de sus

hombros, tocando levemente su pelo rizado, ondulado, algo mojado por la exagerada

humedad que existía en la ciudad. Como era un poco más alto que ella tenía su barbilla

a la altura de su cabeza, y ante la enorme duración de ese abrazo no pudo resistir besarla

en la frente, en otra circunstancias le habría parecido ridículo hacerlo, pero en aquel

momento le pareció lo más indicado para intentar arropar a una persona que estaba

llorando por razones que aún desconocía. Laura no quería soltarse, y cuando él empezó

a echarse para atrás, le sujetó con más fuerza, alzando su cara, casi de puntillas, hasta

que rozó su mejilla derecha con sus labios; Marcos se puso tenso, muy rígido,

esperando a que ella hiciera todo, ya no había solución, se estaba metiendo en un lío del

que ya no existía escapatoria. Entonces Laura fue deslizando sus labios hasta los de

Marcos, con mucha suavidad, sin despegarlos de su cara. Lo besó casi con

desesperación, sujetando su cara con sus manos, cerrando los ojos con fuerza,

intentando desahogar su tensión en una persona que estaba a su lado en el peor

momento de la crisis, cuando la angustia se apoderaba de ella con tanta fuerza que no la

dejaba ni respirar. Marcos superó pronto los primeros instantes de incredulidad, y se

relajó hasta disfrutar de ese momento que cada vez era más especial para él. No duró

mucho porque Laura se echó para atrás de nuevo y se sentó en el sofá.

- Cuéntame lo que te pasa –dijo Marcos cuando ella se alejó.

- No me preguntes, por favor –suplicó con los brazos apoyados en las rodillas y

las manos en la cara.- Déjalo como está.

- De acuerdo.

- Siéntate a mi lado, por favor.

Marcos empezaba a sentirse lo más parecido a una marioneta, que además andaba

despistada por el escenario, sin saber la mitad de su guión. Se sentó a su lado, aceptando

que sólo haría lo que ella le pediese, por mucho que sonara decepcionante o humillante.

Ella se quedó callada unos instantes creando un ambiente aún más tenso e irrespirable.

- No quiero irme a casa Marcos –dijo mientras cogía su mano.

Ahora fue él quien la besó, parecía que esa frase le diera permiso para volver a

tomar algunas de las decisiones. Ella no opuso resistencia y de nuevo se abrazó a él,

ahora existía más interés que antes, habían desaparecido todos los temores anteriores, y

hasta Laura transmitía más relajación y entrega en sus actos. Fue ella también la que

empezó a quitarle la camisa y a besarle desenfrenadamente. Se había desatado toda la

pasión que llevaba dentro oculta detrás de la congoja. Marcos por primera vez en mucho

tiempo se sentía nervioso en la intimidad de ese momento, se encontraba con una mujer

muy especial que además vivía envuelta en problemas personales a pocos días de su

boda, y que además engañaba a su novio. Marcos no se sentía culpable de nada, era

Laura la que debería pensárselo dos veces, sólo sabía que cada segundo se acercaba más

ella, y eso le gustaba.

Le desabrochó la blusa blanca, la típica de oficina que tanto le excitaba en las

mujeres cuando salía de trabajar, y todo lo demás llegó solo, se desnudaron en el sofá,

se revolcaron lo que permitía sus dimensiones, hasta que Marcos decidió llevarla a su

cama mientras la continuaba besando. Pasaban diez minutos de las cinco de la

madrugada, apenas se oían las voces de algunos jóvenes dando sus últimos coletazos a

su juerga nocturna del viernes y los coches que a gran velocidad hacían el último viaje

antes de acabar en el parking o en el aparcamiento libre más cercano. En aquella

habitación entraba una luz muy tenue a través de la finísima cortina entreabierta, lo que

rompía algo la intensa oscuridad del interior. Se durmieron abrazados, como si alguna

fuerza superior de la noche les pudiera separar cuando no fueran conscientes de ello.

Otro runrún de voces, probablemente de unos jóvenes que habían optado por

madrugar más, despertó a Marcos. Era la una y media de la tarde cuando pudo distinguir

las manecillas de su reloj de pulsera. La tenue luz anterior se había convertido en una

claridad solar radiante que hacía inútil la presencia de aquella cortina tapando las

pequeñas dimensiones de la ventana, justo en la cabecera de la cama. Laura continuaba

durmiendo, o al menos no había abierto los ojos mientras él se quedó mirando su

precioso rostro. Durante la noche se separaron sin querer, y ahora Laura le daba la

espalda. Marcos se incorporó lentamente para observar su hermosa silueta y sus

hombros desnudos cubiertos en parte por su cabello crespo y revuelto, como si de una

estrella de cine se tratara, con la sábana tapándole solo la mitad de su cuerpo. La quietud

de la escena se vio interrumpida por la melodía lejana de un teléfono móvil, que

sobresaltó a Laura y la hizo incorporarse de un salto, cuando todavía tenía los ojos casi

cerrados; echó una mirada rápida a su alrededor, Marcos incluido, y se dirigió al salón

corriendo. No llegó a tiempo de contestar.

- Era Ricardo –dijo mientras entraba de nuevo en la habitación, respondiendo a

una pregunta que nadie había realizado-. Tengo que irme.

- No te vayas Laura, quédate un rato más.

Su tono casi parecía de súplica a la vez que cogía su mano.

- Es tardísimo, tenía que estar en casa hace horas.

Se vistió rápidamente, con precipitación, ante la atenta mirada de Marcos, que no se

había movido de la cama todavía. No se daba cuenta de que a la vez que la luz de esos

rayos del sol iluminaba un nuevo día, también anunciaba el final de una aventura

nocturna de difícil repetición. En cuanto acabara de vestirse y de arreglarse en el cuarto

de baño se iría de la misma forma en que había entrado, y él no podría hacer nada por

evitarlo. Sería inútil pedirle miles de veces que se quedara, porque no lo iba a hacer, y

algo de dignidad todavía le quedaba. Se vistió con lo primero que encontró en la

habitación y se fue al salón a esperarla. Ni siquiera se maquilló, se arregló un poco el

pelo, alisó su blusa blanca arrugada de la noche anterior, y cuando ya estaba igual que

había venido dio un beso a Marcos en su mejilla.

- Ya te llamaré –fue lo último que dijo mientras cerraba la puerta con rostro serio.

9. El reencuentro

Ricardo pasó la tarde del jueves dando una vuelta por Barcelona antes de que llegara

la hora de ir a buscar a Pablo y después, los dos juntos, ir a casa de Marcos. Otra vez se

encontraba en su ciudad natal, tras un día en Palma de Mallorca, varios en Madrid… en

ocasiones, sobre todo cuando se levantaba, necesitaba unos segundos para poder

ubicarse, no existían muchas diferencias entre los hoteles.

El buen tiempo del mes de julio echó a la gente a la calle igual que los días previos

de navidad, con la única diferencia de 35 grados más y mucha menos ropa encima. El

calor aumentaba la alegría, las caras sonrientes, y la belleza de las cosas con su luz

abrasadora. Sentía deseos de vagar por la ciudad a sus anchas, sin hacer absolutamente

nada, observando las caras de los transeúntes y los escaparates de las tiendas del Paseo

de Gracia. Tenía toda la tarde libre, había conseguido cerrar una buena venta esa misma

mañana a un tipo difícil, exigente y muy poco receptivo, y esperaba cerrar otra al día

siguiente. La cena prevista para el sábado con otro cliente se había suspendido así que

estaba libre para volver a Madrid antes del domingo, incluso el viernes por la tarde

podía hacerlo, aunque tendría difícil adelantar el vuelo. En ese caso se quedaría en

Barcelona disfrutando de un hotel gratis, comidas también gratis y traslados por la

ciudad a cuenta de la empresa. Echaría de menos a su mujer y a su hijo porque la

cancelación del sábado por la noche suponía que probablemente estaría 48 horas en

Barcelona sin nada que hacer, si bien podía disfrutar de la compañía de viejos amigos,

no sólo Marcos y Pablo.

La intención repentina de Laura de estar con él durante ese horario tan extraño de

trabajo no tenía sentido en un primer momento, además nunca antes lo había hecho,

pero ahora los planes habían cambiado y parecía que ella lo hubiera intuido desde que

planteó la cuestión. Tampoco su enfado tenía justificación, él no podía adivinar sus

pensamientos, especialmente los inhabituales en ella, y además debía respetar que

quisiera pasar un rato con viejos amigos que no veía desde la niñez, en la vida hay

tiempo para relacionarse con mucha gente.

En cualquier caso, entre el gentío de su alrededor, buscó un teléfono público para

llamarla, a veces necesitaba escuchar su voz como un borracho busca su botella para

saciar sus ansias.

- Hola –contestó bastante seria.

- ¿Cómo estás? ¿Y el niño?

- Bien, como siempre.

- He tenido suerte está mañana, he conseguido una buena venta.

- Me alegro –dijo ella sin ningún entusiasmo.

- Oye, ¿seguro que estás bien?

- Perfectamente.

- Laura, lamento de veras que no salieran los planes como tenías pensado, pero

aquí tengo mucho trabajo y apenas podría verte –mintió Ricardo.

- Sabes que eso no es cierto.

- ¿Te parece tan mal que quede con unos amigos una noche? No lo entiendo –dijo

enfadado

- Puedes hacer lo que quieras.

- ¿Querías venir con nosotros a la cena? ¿Es eso? –preguntó a la desesperada.

- ¿Yo? En absoluto, nada más lejos de la realidad.

- Bueno, te echaré de menos estos días.

- No lo creo.

- ¿No lo crees? Eres mi mujer, ¿qué demonios te pasa?

- No me pasa nada. En fin, tengo muchas cosas que hacer, ya hablaremos.

Y colgó sin despedirse. Ricardo golpeó el auricular con violencia mientras

blasfemaba en voz alta. No podía comprender una actitud tan infantil, impropia de una

mujer que consideraba inteligente y, hasta la fecha, muy comprensiva en todas sus

decisiones y opiniones. No la reconocía, escuchaba una voz que no se correspondía con

la persona que las emitía, como si otro cuerpo hubiese ocupado su lugar. Ese tipo de

reacciones irritaban a Ricardo porque consideraba que no existía discusión posible en

hechos tan evidentes, cualquier opinión contraria se acercaba al egoísmo más absoluto.

De la noche a la mañana, después de tanto tiempo, no conocía a su esposa, un

entendimiento fraguado en la infancia se descomponía como el hielo en un vaso de

agua, suponía que muchas circunstancias banales ya estaban superadas.

No quiso pensar más en su mujer, mantendría su mente ocupada en el encuentro con

sus amigos, una excusa convincente para sonreír y dejar atrás su malhumor. Estuvo

caminando mucho tiempo, y casi sin darse cuenta llegó a la dirección que Pablo le había

dicho por teléfono esa misma mañana. Se trataba de un edificio antiguo de la calle

Augusta, de pocos pisos, cuyas terrazas tenían balaustradas serpenteantes y un color

grisáceo general que pedía a gritos una mano de pintura. La puerta exterior estaba

abierta y Ricardo llegó al segundo piso invadido por una emoción intensa, no todos los

días se reencontraba con un amigo que no veía en más de quince años.

Pablo le recibió con una gran sonrisa. Mantenía el mismo rictus, una altura

considerable, y una buena capa de pelo tostado todavía intacta, una circunstancia que

Ricardo llevaba cada vez peor a medida que sus entradas se hacían un camino más

ancho en su cabeza.

- ¿Quieres tomar una cerveza?

Ricardo asintió mientras contemplaba asombrado las pequeñas dimensiones del

salón de esa casa, y a la vez la maravillosa disposición del mobiliario para que el

espacio fuera aprovechado al máximo. La televisión encima de una pequeña repisa, el

sofá de cuero, a poca distancia, pegado a una mesita de cristal con algunos periódicos y

revistas encima y un par de plantas en buen estado, formaban un conjunto diseñado al

milímetro donde no tenía cabida un nuevo componente. Además Pablo se las ingenió

para colocar dos curiosos cuadros que le daban un toque personal al habitáculo. Uno de

ellos le recordó al cuadro de Rembrandt “Sansón cegado por los filisteos”, que destaca

por su dramatismo y el escorzo de los personajes que maltratan al protagonista de la

historia, sin embargo en éste un solo tipo apunta con una especie de venablo a su

víctima suplicante que se arrastra por el suelo entre la oscuridad. El otro representaba la

alegría de dos enamorados en primer término con sus manos entrelazadas ante la atenta

mirada de un viejo bardo que parece jactarse de la escena y de los cantantes que

aparecen al fondo. Uno con mucho colorido y esperanza, y el otro lleno de angustia y

negrura. No sabía si estos dos detalles representaban algo de la personalidad de Pablo o

simplemente suponían dos adornos más. No quiso comentarlo.

- Cuánto tiempo... –dijo Pablo con dos cervezas en la mano.

- Mucho, la última vez que te vi llevabas dos coca-colas –contestó sonriendo.

De una de las habitaciones apareció un enorme perro que en un primer momento

puso en alerta a Ricardo.

- No te asustes, no hace nada –dijo Pablo notando su inquietud.

- Ya supongo, no me lo esperaba –contestó Ricardo avergonzado por asustarse.

- Se llama Ringokid.

Sin embargo el animal comenzó a husmear los pantalones del recién llegado con

esmero y curiosidad como si no se fiara de sus buenas intenciones. Cuando acabó su

examen se quedó mirando fijamente los ojos de Ricardo a corta distancia y comenzó a

ladrar con sonora decisión, molesto por la presencia de un extraño en su territorio. Pablo

le recriminó su actitud sacándole del salón con dificultad.

- No lo entiendo, es el perro más tranquilo que conozco –dijo a modo de disculpa.

- No pasa nada, no le habré caído simpático. No es la primera vez que me pasa –

dijo casi riendo y restando importancia al asunto.

- Hacía mucho tiempo que no se ponía así, ya casi se me había olvidado que

ladraba. Lo siento de verdad

- No te preocupes, no tiene importancia.

- Tendrá un mal día –concluyó Pablo.

Una vez que terminaron las cervezas y se disponían a salir a la calle Ringokid volvió

con gesto de enfado a increpar a Ricardo con aún más virulencia. De nuevo tuvo que

intervenir Pablo, ya bastante enfadado, para callar a su perro.

- Cuando vuelva se va a enterar, se está comportando como un perro estúpido.

- Igual otro día nos llevamos mejor –comentó Ricardo.

Salieron a la calle. Durante el trayecto en el coche de Pablo, Ricardo olvidó de

inmediato el episodio con el perro y se entretuvo observando con cierta curiosidad a su

amigo. Mantenía los mismos gestos, su inquietante mirada, sus ojos inexpresivos y

tristones aunque en un cuerpo adulto que se había encargado de borrar todo rastro de

inocencia infantil. El tiempo cambiaba cualquier elemento viviente que encontrara en su

camino, y esa realidad era invariable, sin marcha atrás, igual que la caída de su pelo. Su

carácter también parecía el mismo, una persona sencilla, no demasiado extravagante,

aparentemente amable y educada. Nunca tuvo la fama de ser un chaval demasiado

impertinente o travieso. Allí sentado se preguntó si había sido un gran error perder el

contacto definitivo con sus dos amigos. Aunque era pronto para asegurarlo Pablo

desprendía el aroma de la gente buena, interesante y fiable, que conviene mantener

cerca para los buenos y malos momentos y te arropa con su humanidad para el resto de

la vida; mientras que de Marcos aún disponía de menos referencias, sólo la de un chico

de catorce años un poco arrogante, mandón, que siempre lograba lo que se proponía.

Sentía cierta curiosidad por comprobar su evolución, el resultado de ese proyecto de

persona que todavía no está bien definido a los catorce años.

- ¿Has visto alguna vez a Marcos? –preguntó como si Pablo tuviera la respuesta.

- No. Vivimos en la misma ciudad y nunca hemos coincidido, tampoco hemos

hecho nada por hacerlo, es realmente curioso –contestó mientras conducía.

- También yo he vivido aquí mucho tiempo y ha ocurrido lo mismo. Supongo que

es culpa de los tres.

Pablo no dijo nada más, seguía concentrado al volante, más pendiente del tráfico

que de su compañero de viaje.

- Tengo entendido que Marcos se ha comprado una casa bastante cara –comentó

Ricardo.

- Sí, se lo puede permitir, no como otros – dijo guiñando un ojo.

- Tu casa es muy acogedora, me ha gustado.

- Gracias. Pero es muy pequeña, espero ahorrar el dinero necesario para

cambiarme pronto.

Siguieron hablando del trabajo de Ricardo, de Madrid y de su hijo Alfredo hasta que

llegaron a un grupo de chalet alejados del centro de la ciudad. Ricardo no había visto

aquella zona de Barcelona nunca. Allí estaría Marcos esperando a sus invitados, aunque

no sabía si con el mismo entusiasmo que él.

10. La cena

Marcos estaba colocando los últimos cubiertos en la mesa cuando sonó el timbre de

la puerta. En ese instante comenzaba el principio de su plan. Sólo faltaba que Pablo y

Ricardo aceptaran su propuesta mientras se deleitaban con una cena de primera calidad

que estaba ya en su punto. Primero tenía pensado una degustación tranquila y sosegada

de un variedad de platos que había preparado con esmero: unas bandejas llenas de

calamares, mejillones al vapor, langostinos al ajillo y pulpo gallego, para después

continuar con lubina al horno, y concluir con una tarta de queso que enlazara con una

sobremesa fluida que diera pie a la idea que venía desarrollando en las últimas horas.

Cada cosa a su tiempo, tendría que ir allanando el terreno para que luego no se

opusieran.

Pablo y Ricardo estaban en el rellano de la puerta con caras de sorpresa al examinar

la casa de Marcos. Parecían fascinados observando lo bien cuidado que tenía su jardín,

el imponente deportivo que tenía aparcado en el garaje y la enormidad del chalet con

chimenea y dos pisos. Los tres se saludaron y entraron en un salón de dimensiones

colosales; los invitados se quedaron observando la televisión de más de treinta pulgadas

y los altavoces de alrededor, un auténtico antojo que había tenido que saciar para ver las

películas de acción con el mejor sonido, al igual los cómodos sofás que también

aportaban su parte para que las veladas cinematográficas fueran estelares.

- Bonita casa –se le ocurrió decir a Ricardo.

- Gracias, vine aquí hace sólo un año, es todo muy nuevo, al principio me parecía

una casa demasiado grande para mi, de hecho lo es, se me caía el techo encima,

pero ahora ya me he acostumbrado y estoy fenomenal. No me importa estar solo.

- Casi tienes el cine en casa –comentó Pablo.

- Bueno no es para tanto –dijo riendo-, ¿queréis tomar algo?

- Una cerveza.

- Otra.

Marcos fue a la cocina a por tres cervezas, comprobó que toda la comida estaba ya

preparada y comenzó a enseñar toda la casa a sus invitados. Había hasta cuatro

habitaciones, tres de ellas en el piso superior y una especialmente grande, con baño

propio. Subieron a un pequeño desván donde, como ocurre siempre, estaba todo

abandonado, amontonado y muy sucio.

- Algún día organizaré todo este lío y lo convertiré en un refugio para apartarme

del mundo.

Diez minutos después estaban sentados en la mesa dispuestos a degustar un

auténtico ágape.

- Debo confesar que hace unos años no podía imaginarme que acabarías con una

bata blanca –dijo Ricardo enfocando el tema laboral al principio.

- Eso es que tenías muy mala imagen de mí –contestó Marcos sonriendo.

- No, pero digamos que la última vez que te vi todavía cortabas el pescuezo a

ciertos animalitos.

- Eso es cierto, no lo puedo negar.

- Bueno ahora los arregla –concluyó Pablo.

Los tres se rieron.

- Siempre me ha gustado la medicina y como nunca se me ha dado mal estudiar

pues tuve suerte de acabar la carrera y ponerme a trabajar en el hospital.

- Tiene su mérito –dijo Ricardo más serio.

- Acabar los estudios siempre es de valorar, sea lo que sea.

- Yo no podría ser médico –dijo Pablo-. Me veo incapaz de asumir esa

responsabilidad cada día. No podría con la presión.

- Cada uno en su trabajo tiene una responsabilidad y una tarea que hacer. No es

más meritorio uno que otro, simplemente son distintos –contestó Marcos

restándose importancia.

- Ya pero tu tienes la responsabilidad de salvar vidas.

- Sí, otros tienen la función de enseñar a los demás, todas son importantes. Cada

una en su parcela.

- Has cambiado Marcos... –comentó Ricardo con gesto pensativo.

- ¿De veras? Desde luego que sí. Llevamos mucho tiempo sin vernos y hemos

pasado varias etapas de la vida que son muy importantes y que cambian la forma

de pensar. En mi caso la soledad me ha cambiado, ha permitido encontrarme a

mí mismo, valorar otras cosas y afrontar la vida como viene... También el

trabajo me ha hecho cambiar mi forma de pensar. Tampoco me arrepiento de mi

pasado, hay situaciones que vistas desde ahora no las hubiera hecho nunca...pero

ahora es inútil volver atrás. Además cuando éramos pequeños pasamos muy

buenos ratos juntos, ¿verdad?

- Tienes mucha razón –dijo Ricardo asombrado por su discurso sin poder probar

bocado-. Supongo que todos hemos cambiado mucho; más que nosotros

mismos, el propio mundo, las nuevas responsabilidades, los nuevos problemas...

nos han hecho diferentes a la fuerza.

- Sí, pero a cada uno nos afecta de manera distinta –apuntó Pablo-. Ricardo, tú por

ejemplo tienes lo que querías hace unos años, sería impensable verte sin Laura, y

eso te ha llevado por un camino fijo que siempre controlabas. Yo sin embargo

no he dejado de dar tumbos por la vida, en todos los sentidos, y aún los sigo

dando; y quizás esté así siempre, no veo el momento de estabilizarme.

- Eso nunca se sabe Pablo, todavía somos jóvenes y en cualquier momento te

estabilizarás, si eso es lo que quieres. No te creas que lo mejor en la vida es

estabilizarse, eso lleva a la monotonía...y entonces te gustaría volver a la

situación anterior –decía mientras hacía girar su mano.- Y a mi nadie me asegura

que tenga garantizada la felicidad para el resto de mi vida, ahora mismo no me

puedo quejar... pero nunca se sabe, siempre se aspira a más y no siempre se

cumplen todas las expectativas. Creo que no merece la pena agobiarse

demasiado, es mejor ir tirando e ir buscando la felicidad de la forma que sea.

- Puede que tengas razón.

Marcos miraba a uno y otro sin entender demasiado el significado de aquellas

reflexiones.

- ¿Podéis ser algo más concretos? Sé muy poco de vuestra vida.

Pablo y Ricardo comenzaron a hablar.

- Venga empiezo yo –dijo Ricardo como si fuera su turno en un debate-. Trabajo

desde hace unos años en una empresa que se dedica a extender tarjetas de crédito

un tanto especiales. Me casé con Laura, claro. Tengo un hijo que tiene casi dos

años. Y... creo que nada más.

- Eso sí que es un resumen –comenzó a hablar Pablo-. Mi historia no es tan

aburrida –guiñó un ojo a Ricardo como si el rato que antes habían pasado juntos

les hubiera unido mucho más-. Ahora también tengo trabajo, en un video club,

pero he cambiado más de diez veces en mi vida. En cuanto a las mujeres...es

capítulo especial. Tengo ciertas dificultades con el sexo opuesto y creo que las

tendré siempre, es un caso clínico ya. Una vez estuve a punto de casarme, pero

casi en el altar la cosa se estropeó. Un desastre.

- El tema de las mujeres es muy complicado –contestó Marcos siempre

diplomático mientras se comía un mejillón-, supongo que ellas comentarían lo

mismo. En fin, mira, yo estoy aquí en esta casa muy bien solo, no necesito a

nadie, al menos de momento.

- Bueno no me alivia mucho...

Marcos extendió sus manos a los lados con las palmas hacia arriba. Ricardo se

quedó un poco pensativo y dirigió su mirada al anfitrión de la mesa. Hubo unos

instantes de silencio.

- Tengo un amigo asiduo a mi video club que opina como tú, Marcos, vive solo

muy a gusto, sin nadie que le moleste, y únicamente le acompañan las películas

de terror.

- Bueno yo no soy siempre así, también suelo salir a relacionarme –contestó

Marcos sonriendo-, y desde luego no me paso el día viendo películas de terror.

- ¿No te gustan? –intervino Ricardo-. Son estupendas.

- No, no me gustan. Prefiero un cine más real.

- Muchas películas de miedo son reales, a veces ocurren hechos extraños que no

son ficción –dijo Ricardo sin saber acabar la frase de otra forma.

- Yo no me los creo, todo fenómeno tiene una explicación, no puede venir de la

nada –sentenció como si ya hubiera discutido la cuestión en más de una ocasión.

- No todo se puede demostrar –dijo Pablo-, la historia está llena de ejemplos de

hechos inexplicables…

- Ahora me diréis que una casa puede estar encantada y que fantasmas o muertos

conviven a nuestro alrededor –comentó con gesto de fastidio aunque con mucho

cinismo.

- Yo no soy experto en la materia –siguió Pablo-, pero estoy seguro de que de vez

en cuando ocurren sucesos que no se pueden explicar. La vida no puede ser una

sucesión de causa-efecto o de realidades concretas que siempre tienen una razón

lógica.

- Es absurdo. Me parece muy bien que el cine se invente historias fantásticas,

igual que películas de ciencia ficción, pero lo que no admito es que pretendan

decirnos que eso es verdad o que puede serlo. En esa parte tienes razón, en el

cine no hace falta que haya una causa para todo.

- ¿Crees que esas personas que aseguran que han visto cosas extrañas en lugares

concretos se lo han inventado todo? –preguntó Ricardo metiendo el dedo en la

llaga.

- Estoy seguro, o también puede ser que sufran alucinaciones que pueden tener un

tratamiento médico.

Pablo y Ricardo se miraron con curiosidad, como si no esperaran las palabras de

Marcos.

- Después todo se demuestra que es falso –siguió el anfitrión-, como ese caso del

avión que tuvo que hacer un aterrizaje forzoso en Manises ya que supuestamente

el piloto observó la posibilidad de una colisión con unas luces extrañas en el

cielo. Posteriormente se comprobó que esas luces eran reflejos de las llamaradas

de una refinería. Y así pasa con el resto de fenómenos, amigos. El que quiera

creer en las invenciones de los demás es asunto suyo.

- Creo que el caso de los ovnis no tiene que ver con las casas encantadas,

desapariciones o fantasmas –comentó Ricardo sin querer entrar en más

polémica.

- No dejan de ser invenciones. Cuando alguien me demuestre que en una casa hay

fantasmas entonces tendré que reconocerlo.

- Pero si se demuestra ya no será un hecho extraordinario –aseguró Pablo.

- Pues entonces es imposible que pueda creer en ello.

- Siempre habrá hechos fantásticos –continuó Pablo-, cuando unos dejen de serlo

aparecerán otros. Es imposible que todos se vengan abajo.

- Yo personalmente no me preocupo demasiado por estos temas –dijo Ricardo

apaciguando el ambiente de discusión-, sé que hay circunstancias extrañas que

se escapan de lo racional, pero no son importantes en mi vida.

- ¿Tampoco crees en los milagros? –preguntó de nuevo Pablo a Marcos-. Me

refiero a lo largo de la historia…

- Por supuesto que no.

- No pareces muy religioso –aseguró Ricardo.

- Bastante poco –contestó tajante-. Bueno dejemos el tema, que parezco el extraño

del grupo. Hemos venido a recordar viejos tiempos, no a interrogarnos los unos

a los otros.

Marcos no se había enfadado con sus amigos pero le cansaba el tema de la

conversación. Prefería hablar de banalidades que le permitieran seguir pensando en ese

detalle que continuaba inquietándole.

- De aquellos tiempos me acuerdo mucho de las excursiones que hacíamos –dijo

Marcos mintiendo y pensando en la estúpida frase que acababa de decir.

- Sobre todo en aquella que casi te ahogas –dijo Ricardo sonriendo.

- No fue para tanto –protestó el anfitrión.

- Claro que sí, estuvo toda la clase pendiente de ti –apuntó Pablo.

- Tonterías.

- Lo que sí recuerdo bien es nuestro viaje de fin de curso a Madrid. Fue

memorable –dijo Marcos.

- Y que lo digas, hay ciertos sitios en los que todavía no me dejan pasar –contestó

Ricardo riendo con el pescado en la boca.

- Es increíble que Madrid aún se mantenga en pie –comentó Pablo.

- Fueron pocos días pero intensos: el Palacio Real, la Plaza Mayor, y sobre todo el

Museo de El Prado, creo que allí nos portamos bastante mal, casi nos tienen que

sacar los de seguridad a patadas –dijo Marcos con la satisfacción de una fechoría

bien hecha en esa época.

- El problema es que a esa edad no sabemos apreciar el arte –contestó Ricardo-, y

todo aquello nos parecía aburrido.

- ¿Y ahora sí sabríamos? –preguntó Marcos irónico.

- Algunos sí y otros no, igual que tú sabrás mucho de medicina y yo no, es

evidente –contestó Ricardo una cuestión obvia.

- Muchas veces cuando somos pequeños estudiamos materias que no entendemos,

pero quizás son necesarias aunque no nos demos cuenta, nunca se sabe –

simplificó Pablo sin demasiada convicción.

Cuando acabaron de cenar se sentaron en los sofás. Marcos sirvió unas copas, un

martini para Pablo y whisky solo para Ricardo y él. Los tres parecían cómodos, sin

prisas por querer acabar aquella reunión. Hasta ahora, Marcos consideraba que la

conversación iba bastante bien, correcta, aunque en ocasiones endilgaba a temas más

complejos que procuraría evitar en el futuro.

- Es raro que estemos aquí de nuevo los tres juntos después de tanto tiempo –

empezó Marcos de nuevo mientras encendía un cigarrillo.

- Casualidades. Si no me hubiera encontrado contigo en el hospital no estaríamos

aquí –contestó Pablo.

- Ha sido buena idea, no se deberían perder las amistades que se hacen en el

pasado –dijo Ricardo a modo de reproche para los tres-. No tiene sentido pasar

media vida juntos cuando éramos niños y después no vernos en muchos años.

- Supongo que cada uno sigue su camino... –dijo pensativo Marcos-. Quién te iba

a decir, ahora en Madrid...

- Ya se sabe, el trabajo –empezó Ricardo bastante resignado-, Aunque me paso

gran parte del tiempo viajando, así que no sé muy bien dónde vivo. En Madrid

surgió esta oportunidad poco después de casarme... y a Laura le pareció bien.

- Has tenido suerte –comentó Pablo.

- Ella pasó una mala temporada poco después de la boda y quería cambiar de

aires, así que casi ni lo pensamos.

- Me alegro de que os vaya tan bien –dijo Marcos con media sonrisa.

- No todo es perfecto, pero supongo que hay que vivir con las imperfecciones –

sentenció Ricardo.

Marcos se quedó unos instantes pensando en la última frase. Sabía que en sus

palabras existía algo oculto que de momento él no iba a comentar. Ya lo averiguaría,

jugaba con ventaja. Pablo propuso un brindis con cava.

- Por este reencuentro –dijo animado.

Chocaron las copas con entusiasmo

- ¿Y te has adaptado bien a Madrid? –siguió el anfitrión en su intención de

interrogar Ricardo en una estrategia de defenderse a sí mismo.

- Sí, me encanta esa ciudad. Supongo que después de vivir en Barcelona no he

encontrado muchas diferencias. Se la recomendaría a cualquiera. Además no me

da tiempo a agobiarme como se suele comentar cuando vives en una gran

ciudad, me paso el día viajando.

- ¿Y el negocio va bien? –preguntó curioso intentando averiguar su sueldo

aproximado.

- No me puedo quejar, merece la pena.

- ¿Pero no te cansas de ir de un lado a otro?

- Por ahora no, pero llegará un momento en que tenga que estabilizarme –hizo una

pausa mirando a Pablo-. Bueno, ya vale de hablar de mi, seguro que también

tenéis muchas cosas que contar.

- Yo prefiero acordarme de lo positivo –dijo Pablo como si olvidara de vez en

cuando que también debía participar en la conversación-. He vivido muchos

desengaños y he estado en muchos trabajos, a cual más decepcionante, así que

he llegado a la conclusión de quedarme con lo mejor de cada caso. Por ejemplo,

he conocido a mucha gente maravillosa.

- ¿Y sigues sin encontrar nada interesante? –continuó Marcos con su dinámica de

preguntas.

- Pues no –contestó con algo de resignación-. Pero ahora ya ni me preocupa, me

he llevado tantas desilusiones que he llegado a la conclusión de que si hasta

ahora he podido sobrevivir, tengo la seguridad de que lo podré hacer siempre,

aunque sea de la manera más inestable o miserable. Además me he propuesto

cambiar, incluso ya hago las entrevistas de trabajo interpretando a personajes, a

ver si alguno da con la clave.

- ¿De veras? –interrumpió Ricardo bebiendo un trago.

- Sí, con mi personalidad real no he tenido mucho éxito, así que como he hecho

tantas entrevistas en mi vida voy probando la forma de actuar que más triunfa en

un proceso de selección. Unas veces más hablador, otras más reservado, muy

simpático, más serio...

- ¿Y cuál da mejor resultado? –preguntó con verdadera curiosidad.

- Todavía no lo sé, tendré que hacer más entrevistas. Quizás pruebe con un

personaje que sea aún más reservado. Aunque ya lo soy, a veces doy rienda

suelta a la lengua, como ahora, y me meto donde no me llaman. Me ocurre con

frecuencia.

- A mi también me gusta hablar más de la cuenta –reconoció Marcos.

- Y preguntar –apuntó Ricardo riendo.

Aquel comentario no gustó a Marcos. Los tres empezaban a estar más entonados y

sinceros en sus comentarios debido a la bebida, a punto de decir algunas cosas

inapropiadas o por lo menos fuera de la dinámica de educación absoluta que desprenden

semejantes encuentros. Sobre la marcha decidió que sería buena idea salir un rato a

tomar unas copas, por si la charla giraba hacia temas que no le interesaban, hasta que

encontrara el momento oportuno para soltar su plan.

Los dos aceptaron de bueno grado y salieron a la calle. Las manecillas del reloj

marcaban la una de la mañana cuando llegaron con el coche de Marcos a una calle

cercana a las Ramblas. La noche era calurosa y despejada, había bastante gente

disfrutando de un paseo o una cerveza con los amigos, como cualquier noche de verano

en Barcelona. Entraron en un bar bastante lleno y pidieron unas copas. Marcos se dijo

que sería la última que bebía, era la segunda en poco tiempo y luego tenía que conducir

y llevar a Ricardo y Pablo de nuevo a su casa, donde éste último había dejado también

su coche. Mientras tanto se dejó envolver por las risas, el humo de los cigarrillos y el

calor humano que se palpaba en cada rincón de ese local, eso sí, muy distinto al que

disfrutó aquella noche con Laura y que despertaba tantos recuerdos en su mente.

Llevaba bastantes semanas sin salir a divertirse un rato y le apetecía hacerlo,

además la compañía de sus nuevos acompañantes suponía una experiencia diferente que

todavía tendría que evaluar. Ricardo no le caía simpático, y eso ya sabía que pasaría

antes de la cena. Entraba dentro del guión. Y Pablo, no le entusiasmaba aunque parecía

más manejable.

Pablo y Ricardo tomaron unas cuantas copas más y a las tres de la mañana ya

estaban lo suficientemente borrachos como para llamar la atención con sus gestos y

chistes malos. Salieron del bar entrelazados y diciendo cosas ininteligibles, mientras que

Marcos iba detrás controlando la situación. Para no ser menos y no quedar como la

figura paternal, se sumó a esa celebración y los tres al unísono empezaron a cantar a voz

en grito canciones que acababan de escuchar en el bar. Lo estaban pasando en grande,

llegando a ese estado de embriaguez donde nada importa, la vergüenza no existe y

aparece una capacidad natural y sorprendente de hacer amigos en cualquier rincón. De

hecho se llevaron del brazo unos cuantos metros a dos chicas que pasaban por allí y que

además iban en dirección contraria. En ese instante Marcos no sabía si lamentaba más

estar menos bebido que sus amigos y no vivir la fiesta con tanta intensidad o el

espectáculo que estaban montando. Cuando dejaron de berrear unos instantes, encontró

el momento preciso de decir lo que llevaba esperando toda la noche y que por las

impertinencias de Ricardo no había planteado antes.

- ¿Os acordáis del diario que escribimos cuando éramos pequeños?

Ambos se quedaron mirándole con asombro, con esa cara de desconcierto tan

habitual cuando no se piensa con claridad. Por fin asintieron sin saber muy bien a qué, y

sin decir una palabra.

- Había pensado que podíamos ir de nuevo hasta allí y ver si sigue en el mismo

sitio.

- Me parece muy bien –dijo Pablo recalcando cada sílaba.

- Cuando estéis en mejores condiciones lo hablamos.

- Estamos en las mejores condiciones –dijo Ricardo con una sonrisa y

tambaleándose.

La noche seguía siendo muy agradable, la temperatura apenas había bajado, aunque

si se notaba un ligero descenso a las afueras de la ciudad, donde no existían edificios

que interfiriera la velocidad del viento. Mientras conducía hacia allí, Marcos pensó en

cómo distribuir a sus dos amigos por las habitaciones ya que en esas condiciones no

podían coger el coche ni regresar a casa solos. Suerte que tenía espacio suficiente en la

nueva casa. Y lo más divertido de todo sería ir a trabajar al día siguiente. No sabía a qué

hora se tenían que levantar, ni siquiera podía preguntárselo a dos borrachos, ni tampoco

si había alguien que podría estar preocupado esperando a que volvieran. Al menos la

mujer de Ricardo estaba en Madrid, afortunadamente, por ese lado no había problema.

Cuando llegaron a casa apenas dijeron una palabra. Marcos les dijo dónde tenían

que dormir y ahí acabó la primera parte de ese encuentro un tanto accidentado, con un

final inesperado que aún podía terminar con éxito si lograba comportarse de forma más

inteligente a la mañana siguiente.

11. La resaca.

Pablo se despertó con un espantoso dolor de cabeza. Una alarma que no recordaba

haber puesto sonó a las ocho en punto igual que un violín mal afinado o en manos de un

inexperto. Cuando pudo abrir los ojos en su totalidad comprobó que se encontraba en

una sencilla habitación, con dos mesillas a los lados de la enorme cama donde había

pasado la noche, o al menos unas horas, unas cortinas granates muy opacas, que apenas

dejaban escapar algún rayo de luz, y un armario empotrado de madera que casi podía

tocar con sus pies.

Se levantó con una dificultad que no recordaba desde hacía mucho tiempo. Le

desagradaba su boca, su pesadez, el escozor de ojos, y como siempre hacía, se dijo que

sería la última vez que bebía. Luego no lo cumplía, tampoco se empeñaba mucho en

conseguirlo, la idea siempre surgía cuando estaba en ese estado tan horrible tras beber

más de la cuenta y después desaparecía casi al mismo tiempo que se recuperaba.

Consideraba que soportaba bastante bien el alcohol y rara vez llegaba tan mal a casa

como aquella noche. Incluso recordaba otras ocasiones en las que había tomado todavía

más copas y había llegado relativamente bien a la cama, al menos mucho mejor.

Además del malestar físico siempre se apoderaba de él un sentimiento de

culpabilidad, de vergüenza consigo mismo que tardaba más tiempo en desaparecer.

Pablo tenía bien clavado en la memoria una cena de despedida, un jueves, de uno de los

numerosos trabajos que había dejado. Aquel empleo era un horror, un calvario, una

calamidad tras otra de organización, imagen e ingresos, sorprendentes en una agencia de

publicidad que se suponía seria y comprada por un jefazo draconiano; sin embargo

todos los compañeros eran una delicia, del primero al último, y cada uno que se iba

incorporando mejoraba aún más ese fenomenal ambiente laboral tan difícil de encontrar

hoy día. Aquella noche Pablo y sus amigos bebieron tanto que por mucha cantidad que

comieron para mitigar los efectos del vino, las cervezas y las copas, a eso de las tres de

la mañana iban completamente ciegos, incapaces de mantenerse en pie apoyados los

unos a los otros. Lo pasó fenomenal, como en pocas ocasiones, sobre todo por la

infinidad de risas, abrazos y buen humor que encontró durante toda la noche, pero al día

siguiente se avergonzaba por dejar a sus amigos una última imagen de él tan negativa,

superado por la bebida, arrastrándose por las calles, cuando especialmente ese momento

no lo requería y la despedida hubiera sido todavía más maravillosa sin tanto alcohol por

medio.

Al menos aquellas noches ebrio suponían una excepción, por ello recordaba tan bien

cada una de ellas y no se le mezclaban en la cabeza. No suponía un privilegio muy

conveniente vivir con una gran lista de noches bañadas en ginebra o whisky.

Pablo consiguió incorporarse de la cama, echó una ojeada a través de la ventana

para comprobar el día que hacía, de nuevo mucho sol y calor, y bajó al salón de la casa.

Allí se encontró a Marcos y a Ricardo, que llevaba una cara espantosa y daba vueltas

con lentitud a una taza de café.

- Buenos días –dijo Marcos, sin duda el más animado.

- Buenas –contestó Pablo por decir algo.

- ¿A qué hora tienes que ir a trabajar?

- Uff, esta tarde, por suerte –dijo cayendo en la cuenta de que todavía era viernes.

- Yo me voy dentro de un rato y Ricardo dice que irá a visitar a un cliente esta

mañana, aunque sin prisa, aquí en Barcelona no le controlan –explicó Marcos

como si el propio Ricardo fuera incapaz de hablar.

- Vaya juerga la de anoche... –comentó Pablo en tono de reproche así mismo tras

unos instantes de silencio.

- Sí, no estuvo mal –habló por primera vez Ricardo.

- Pablo, aquí tienes café, galletas, tostadas, lo que quieras, invita la casa –dijo

Marcos dándole una palmada en la espalda.

No sabía ni lo que le apetecía en ese momento. Siempre le ocurría después de una

noche así. La leche le sentaría mucho peor, aunque el café le despertara un poco; no

tenía ganas de comer, y quizás sólo algo frío podría soportarlo bien. Lo que necesitaba

era una cama, dormir hasta recuperarse de ese dolor de cabeza y ese malestar general

que no soportaba ni un minuto más. Un amigo suyo siempre decía que para esas

ocasiones lo mejor era una cerveza. Al final bebió un poco de zumo de piña.

- Antes de que os vayáis quería comentaros una cosa –dijo Marcos bastante serio.

Los otros dos se quedaron mirándole sin hablar, esperando a que dijera algo.

- Anoche os comenté que me parecía buena idea volver al sitio donde dejamos

escondido aquel diario que escribimos cuando éramos pequeños. Prometimos

regresar allí en su día, ¿recordáis?

- Que escribimos ese diario sí, que nos lo dijeras anoche no –dijo Pablo sonriendo.

- Yo ya me había olvidado completamente de eso –comentó Ricardo como si

fuera un esfuerzo descomunal decir cada una de las palabras, y mucho más

recordar algo que hicieron hace años.

- ¿Y qué os parece la idea? Puede ser divertido.

- Ahora mismo la palabra diversión no es bien recibida en mi organismo –dijo de

forma extraña Ricardo.

- Ahora no, otro día más tranquilamente.

- El problema es que yo me voy el domingo a Madrid, y no sé cuándo volveré.

- Podemos aprovechar el sábado –dijo muy seguro Marcos.

- ¿Mañana? –preguntó Pablo sorprendido.

- ¿Y por qué no?

Los tres se miraron entre sí, esperando a que alguien dijera un sí rotundo o un no

rotundo.

- Puede ser buena idea –comentó finalmente Ricardo.

- Trato hecho.

Pablo y Ricardo no mostraron mucho entusiasmo, ni el plan más excitante que

pudieran imaginar sería capaz de variar esos rostros pusilánimes.

- Por cierto, ¿no había que abrir la caja con tres llaves? –dijo Pablo sin saber muy

bien cómo era posible que recordara ese detalle.

- ¡Es verdad! –exclamó Marcos muy emocionado-. Ya sabía yo que se me

olvidaba algo. Decidme que tenéis aquí las llaves... –continuó casi suplicando.

- Seguro que la tengo en mi casa –contestó Pablo.

- La mía debe estar entre estas llaves –dijo Ricardo sacando un llavero de su

bolsillo.

Empezó a separar las que no podían ser hasta que, por eliminación, dio con ella.

- Hemos tenido suerte.

- Una de las pocas cosas que recuerdo de aquella época es que dijimos que nunca

nos deshiciéramos de ellas –comentó Pablo como si la resaca tuviera la facultad

de iluminar sus recuerdos.

- ¿La banda del pino viejo? –dijo Ricardo como si nombrara un grupo de música.

- Así nos llamábamos –confirmó Marcos.

Pablo se quedó unos instantes embobado mirando el vaso de zumo. Se acordaba, sí,

no podía olvidar el día que decidieron enterrar aquel diario después de tantas vivencias

escritas durante años, sólo que se encontraban tan olvidadas en su mente que parecía

necesario abrirlas con llave para que florecieran de nuevo, igual que a la propia caja.

Quedaron en la casa de Marcos el sábado por la mañana a primera hora, para

después trasladarse al lugar donde tenían guardado aquellos secretos de la infancia. A

Pablo le sorprendió el interés de Marcos por repetir un encuentro con dos personas que

casi no conocía. Cuando se encontró con Marcos en el hospital daba por sentado que

aquella conversación significaba una escena más de su vida que no tendría

continuación, como muchas otras, a pesar de que ambos insistieran en verse de nuevo.

Desde luego no entraba en sus planes una cena de reencuentro, con juerga incluida, y

mucho menos repetir el experimento en un lugar que no pisaban desde que jugaban al

fútbol sin saber todavía lo que significaba el agotamiento físico.

Podía decir sin dudarlo que le apetecía hacer aquella excursión, ya no sólo por

descubrir unos escritos muy olvidados en su memoria, sino por el hecho de recuperar

viejas costumbres que ya estaban aparcadas de su vida habitual y que significaban una

novedad en su quehacer diario. Sin embargo no podía ocultar cierta incertidumbre,

incomodidad y extrañeza en cómo se desarrollarían los acontecimientos.

Necesitaba pensar, mantener la mente ocupada aunque fuera en paranoias

mayúsculas para no dormirse encima del volante de su coche y evitar que las voces de la

radio, imposibles de seguir, aumentaran la cantidad de somnolencia que llevaba encima.

Siguió haciendo un resumen de lo ocurrido en las últimas horas, desde el principio hasta

el final, y vuelta a empezar, como una cinta de video descontrolada.

Por fortuna no tardó ni veinte minutos en llegar a casa, y una vez allí se entretuvo en

ir a la cama el escaso tiempo que se puede emplear en quitarse la ropa que llevaba

puesta y ponerse un pijama. Después no pudo conciliar el sueño. Le pasaba con

frecuencia, una vez que se levantaba y se despejaba un poco, le resultaba muy difícil

dormirse de nuevo, por muy cansado que estuviera, y lo estaba. Ahora ya no tenía que

pensar en algo concreto, podía dar rienda suelta a su imaginación hasta conseguir

relajarse del todo. Al final cayó dormido.

Cuando se despertó ya era la hora de comer. Se sentía igual de mal que antes,

incluso más cansado todavía y con el mismo persistente dolor de cabeza. Preparó unos

macarrones con tomate lo más rápidamente que pudo, se tomó una aspirina y se marchó

a trabajar. Como cada viernes el video club se llenó más de lo habitual, lo cual añadía

un inconveniente más en su intención de recuperarse a medida que pasaba la tarde. Y de

nuevo pudo comprobar el mal gusto de la gente a la hora de elegir las películas, siempre

las mismas, las típicas de palomitas, diálogos estúpidos y que requerían muy poquito

cerebro para contemplarlas. Entendía que en determinados momentos, después de toda

una semana de trabajo, lo clientes buscaran algo entretenido, no demasiado exigente en

la atención y fácil de digerir, pero Pablo tenía la impresión de que se había convertido

en una costumbre que no variaba durante toda la semana, y además se gastaban un

dinero considerable en ello. A veces le daban ganas de decirle a alguno, “no se lleve

esa, es una estafa”, aunque luego lo pensaba mejor y optaba por conservar el trabajo.

Muchos otros clientes consultaban su opinión, quizás porque su fidelidad habitual al

video club les otorgaba el derecho de pedir consejo a una persona que no tenía porqué

darlo. Pablo, que se movía bien en la materia y además disfrutaba criticando películas,

se permitía la licencia de dar su opinión a unos cuantos elegidos con la seguridad de que

el comentario no saldría de allí y de que además la persona en cuestión se terminaría

llevando alguna cinta. Uno de ellos, un señor mayor de más de setenta años, repudiaba

las obras actuales así que sólo centraba su atención en la estantería del cine clásico. El

número de películas en ese apartado no era muy numeroso por lo que varias veces se

había llevado la misma sin darse cuenta. En alguna ocasión Pablo había intentado

persuadir a su viejo amigo, sin éxito, de que en la actualidad también se hacían unas

pocas excelentes películas, que rara vez anunciaban en la televisión y se encontraban en

una zona menos visible del video club con un solo ejemplar para cada una. Desistía. A

su edad ya no iba a cambiar de opinión, y lo lamentaba porque se estaba perdiendo

varias maravillas del séptimo arte. Cada vez que Pablo veía desde su posición la trilogía

de El Padrino se decía que ese hombre no podía morirse sin disfrutarla, por lo que se

había propuesto como una afrenta personal convencerle de su error, aun sabiendo sus

escasas opciones de éxito.

Cuando volvió a casa por la noche decidió que necesitaba una de esas películas-

estafa o aún algo peor. Su estado mental y físico no se encontraba en condiciones para

pensar en una sola secuencia o analizar una determinada conversación, así que la otra

solución consistía en revisar una que ya hubiera visto, que conociera bien hasta los

diálogos y solamente tuviera que disfrutar de imágenes en movimiento con un

argumento que ya se sabía. Eligió la última opción, le parecía menos pérdida de tiempo,

sobre todo si pasaban un elenco de buenos actores por delante de sus ojos adormilados.

Cogió de su estantería El hombre que mató a Liberty Balance, en la que precisamente

aparecían dos buenos actores.

Antes llamó a su madre por teléfono mientras acariciaba a Ringokid. Se encontraba

muy bien, mucho mejor de lo que esperaba, sólo necesitaba unos días de descanso y

estaría como nueva. Pensó en ir a verla el sábado por la noche, después de realizar esa

excursión con Marcos y Ricardo. En ocasiones echaba de menos la casa de sus padres,

sólo hacía un par de años que se había ido a vivir solo, y siempre que podía se pasaba

por allí, incluso varias veces a la semana. No quería alejarse de ellos, aunque tenía la

sensación de que cada minuto lo hacía un poco más, de hecho ya lo notaba cuando

todavía no se había ido. Se trataba de un momento de la vida inevitable donde se

producía una marcha más mental que física y que se producía en cada ser humano sin

posibilidad de retorno. Aquella independencia tenía muchas ventajas, una de ellas la

estaba viviendo ahora: ver una película buena o mala según su estado de ánimo sin tener

que pedir permiso o explicaciones. Y así con todo, una nueva vida llena de ventajas e

inconvenientes a la que costaba adaptarse, especialmente al principio, como cualquier

otro cambio en el trabajo, de pareja, de ciudad. Él sabía mucho de eso. Un año antes

aproximadamente estuvo a punto de casarse y embarcarse en una vida en común, en una

nueva casa y con otras obligaciones. Salió mal antes de llevar a cabo esos planes, por lo

que no tuvo que destruirlos paso a paso unos meses después. Visto así suponía un alivio.

Un alivio ahora, en su momento fue una tragedia que no sabía si podría superar.

Siempre tuvo la idea de que la ruptura fue por su culpa y nunca había cambiado esta

opinión, lo único que deseaba era olvidar aquella etapa de su vida y aprender de los

errores. Ella acabó con la relación porque ya no aguantaba más sus quejas, su mal

humor y sus ideas pesimistas. Pablo no se daba cuenta de que cada día crecía más su

egoísmo, se metía en su propio mundo, encerrado en sí mismo como un fantasma que

sólo de vez en cuando y por motivos concretos aterrizaba de nuevo entre los vivos.

Mónica, que así se llamaba la chica, también tenía sus problemas y apenas contaban,

siempre estaban en un segundo lugar, en una fila más atrás que los de Pablo. Esa

situación la pudo aguantar una temporada, hasta que la paciencia de las personas llega a

su fin y cualquier decisión, por dolorosa que sea, tiene cabida.

Él no se dio cuenta de que estaba perdiendo lo que más quería, hasta que ya fue

demasiado tarde y Mónica se sintió tan poco valorada que sólo tuvo que desaparecer del

mapa para siempre y no volver jamás. Pablo sólo veía problemas a su alrededor y no

valoraba lo más maravilloso que había en su vida, el mayor motivo de felicidad que un

hombre podía encontrar, la mejor razón para considerarse afortunado. La había dejado

escapar por esos problemas que, por casualidades, ya no existían. Y desde luego tenía

bien aprendida la moraleja: hay ciertas cosas o personas que nunca se pueden descuidar,

pase lo que pase alrededor, porque son lo más importante, y conviene tenerlo bien claro

a la hora de actuar. Ya no le volvería a pasar, estaba seguro, pero ella desapareció, había

rehecho su vida y no tenía más remedio que aceptarlo. Sabía que nunca olvidaría a esa

chica y prefería no pensar en cómo sería su vida actual si nada de aquello hubiera

sucedido, si se hubiera comportado como una persona justa e inteligente. A veces no

existen las segundas oportunidades y no queda más remedio que seguir adelante con esa

losa.

Pese a que en su día se propuso no pensar en Mónica como un recuerdo tan

doloroso, de vez en cuando no lo podía evitar, recaía igual que un fumador que no

quiere ni ver un solo cigarrillo. Se repetían en su cerebro momentos de desesperación,

de lágrimas, de no encontrar la respuesta a las mismas preguntas que le atormentaban

cuando se acabó la relación. Recordaba las frases que ya no surgían efecto en ella:

“cambiaré, a partir de ahora todo será diferente, voy a tomarme la vida de otra forma,

eres lo más importante para mi, perdóname”. Las decía sinceramente, con la absoluta

certeza de que sería así. Sonaban patéticas de nuevo y ya no le parecían tan creíbles. Las

personas no cambian de forma brusca, lo pueden hacer poco a poco, paulatinamente, y

una decepción tan grande como la de Mónica podía ayudar a conseguirlo aunque ya

fuera demasiado tarde. De momento no podía decir que lo había superado, de hecho

cualquier historia de amor que veía en las películas le recordaba a ella, así que tendría

que pasar todavía más tiempo para olvidar y desprenderse de la losa que le machacaba.

Aquellas reflexiones aparecían casi siempre después de una noche como la anterior.

El alcohol ablandaba sus mecanismos de defensa ante Mónica, bajaban la guardia como

un equipo que se siente ganador en el partido y se ve sorprendido en un contraataque

por el rival casi derrotado. Se trataba de estados de ánimo pasajeros que incomodaban

unas horas y después desaparecían hasta que se reforzaban y reaparecían de nuevo.

Los tipos de la película, que se las tenían tiesas con el llamado Liberty Valance, no

lograban ganar su atención, cosa muy rara, y además sólo atendía cuando hacía su

aparición Vera Miles. Mónica ahora era Vera Miles, pero ya había sido casi todas las

actrices de Hollywood. Daba igual que fueran guapas o muy guapas, él entendía que no

existían otras categorías posibles en el mundo del cine, porque siempre iba a encontrar

una cara para Mónica que representara la melancolía de la ausencia definitiva.

Poco después de su ruptura, su situación era dramática, enfermiza y desmedrada,

casi no podía ver una película donde hubiera una pareja feliz, lo que reducía de forma

importante el abanico de posibilidades a la hora de sentarse delante de la pantalla. Lo

fue superando con mucho esfuerzo, distrayéndose todo lo posible para no caer en la

desmoralización absoluta.

En los períodos de máxima desesperación se apoyó en Ringokid todo lo que pudo,

aun sabiendo que su apatía habitual no iba a animarle demasiado. Sin embargo se

equivocaba, el animal se dio cuenta por su sexto sentido de la situación excepcional que

estaba sufriendo Pablo y durante varias semanas se comportó como un perro atento,

pendiente de su dueño, y dejando de lado su actitud aislacionista de cada día, se sentaba

a su lado en el sofá y dormía en su misma habitación aunque él no quisiera. Al menos

llamaba su atención en algunos momentos críticos cuando la única obsesión de Pablo

era Mónica y nada ni nadie podía hacer cambiar ese pensamiento. Cada vez que su

mirada se perdía en el limbo acudía a su encuentro para devolverle a la realidad, incluso

a lengüetazo limpio.

Decidió irse a dormir para olvidar el pasado y descansar varias horas del tirón.

Necesitaba salir de la dinámica de recuerdos de las últimas horas, debía hacerlo porque

además suponía un paso más para el olvido definitivo. Con todo, vivir solo no suponía

una ventaja en esta lucha personal, no existía casi nunca la posibilidad de que alguien

interrumpiera sus pensamientos, sólo el teléfono o alguna visita inesperada, porque la

radio y televisión habían perdido su capacidad envolvente y reparadora y Ringokid ya

no ladraba y su actividad general era nula.

Una vez en la cama quiso centrar su atención en Isabel, la chica del hospital, en otra

estrategia para hacer desaparecer a Mónica de su mente. Tampoco sabía qué pensar

sobre ella, la última conversación le había dejado un mal sabor de boca y por una vez no

se sentía culpable por algo que había dicho o hecho. Consideraba su comportamiento

muy extraño, fuera de lugar, casi antipático con una persona que solo pretendía ayudar.

La primera impresión, tan positiva y maravillosa, se había desvanecido por completo y

lo mejor que podía hacer era olvidarse de ella, no iría más a ese hospital y asunto

concluido. Una noche para olvidar a dos personas...

Se decía a sí mismo que debía despertar de sus ensoñaciones y afrontar la realidad

sin prejuicios dejando a un lado ideas como que en el pasado su carácter no era bien

recibido por la gente de su alrededor o que en el presente nunca le salían bien sus

proyectos. Llegó a tener un complejo de persona rara, que no caía simpático a los

demás, especialmente tras la ruptura con Mónica, y que derivó en una autoestima muy

baja, casi inexistente. La soledad se convirtió en su mejor aliada, apareció de improviso,

sin que él la esperara y no tuvo más remedio que acogerla, como no tuvo más remedio

que aceptarla Jack Lemmon en El apartamento de Billy Wilder. Empezó a sentirse a

gusto en esa nueva situación porque esa “amiga” ni rechistaba ni le acusaba de sus

actuaciones, es más, su silencio le indicaba su aprobación imaginaria. Así de

confundido anduvo una temporada hasta que la soledad se reveló; ese silencio inerte,

socio de sus propias desdichas, cambió de estrategia y le indicó de forma palpable que

su postura ya no se podía sostener más, que fuera de sus cuatro paredes existía una vida

que ya sólo podía jugar a su favor -ya había perdido demasiadas veces-. Y de esta forma

encontró un trabajo que al menos no le desagradaba, comenzó a sentirse mejor consigo

mismo, no se martirizaba tanto, lo que se tradujo en una relación mucho más abierta y

cordial con el resto de la gente que antes, según él, le daba la espalda. Nunca sería un

optimista, una persona satisfecha con todas sus actuaciones, despreocupado por lo que

dirían los demás sobre él, siempre con la conciencia tan tranquila como si fuera un

embajador de buenas acciones allí donde fuera. No, y tampoco quería ser así.

Consideraba la vida tan complicada que casi en ninguna ocasión el hombre podría estar

completamente feliz consigo mismo y con su entorno, en una especie de mundo ideal.

Pensarlo significaba engañarse, y desde luego Pablo no se engañaba.

Sin embargo veía que Marcos tenía una personalidad completamente opuesta a la

suya, casi cumplía con todos los requisitos anteriores que él consideraba muy lejanos, y

por casualidad o no, siempre había vivido bien, sin dificultades, en ese mundo casi ideal

y con una pizca necesaria de suerte a su alrededor. ¿Su bienestar toda su vida le había

provocado ese optimismo y lo fue gestando a medida que casi todo le salía bien o

simplemente lo tenía desde que nació, y después su éxito, como él decía, suponía sólo

una casualidad? A veces Pablo se atormentaba con cuestiones existenciales de mucha

enjundia que no lograba superar ni comprender, como si sus razonamientos sufrieran

oquedades que dejaran escapar la clave del asunto. Suponía que no sería la única

persona en el mundo que se hiciera tantas preguntas, incluso Marcos se pararía a pensar

de vez en cuando.

Quizás en toda su vida no había encontrado a personas parecidas a él en quienes

pudiera reflejarse. Ni siquiera Mónica se parecía a Pablo, lo que quizás fuera otro factor

importante del fracaso posterior con ella. No, se engañaba. Las parejas conviven con sus

diferencias, de hecho lo estaban haciendo así hasta que él se convirtió en un ser egoísta

y caprichoso, y cavó su propia tumba amorosa. Además ella siempre se comportó de

una manera admirable, generosa, incluso demasiado paciente cuando cualquier otro

hubiera cogido la puerta mucho antes y la hubiera cerrado sin decir una palabra. No iba

con su carácter dócil, calmado y especialmente educado.

Cuando pensaba en ella de esta forma le entraba un escalofrío por todo el cuerpo

que no podía soportar, significaba el síntoma habitual de que todavía le quedaba mucho

camino para superarlo. Y el primer paso aún no lo había dado: reconocer que ya no

había marcha atrás y que ese capítulo de su vida estaba cerrado con un candado

imposible de volver a abrir. En un principio confiaba en que pudieran arreglarlo después

de un tiempo separados para poder reflexionar y poner todas las ideas en orden, pero ya

no creía en esa posibilidad, la relación estaba demasiado emponzoñada.

12. El hotel

Ricardo se despertó a las 9 de la mañana del sábado en plena forma. Se hospedó de

nuevo en el mismo hotel que las dos últimas noches, un lugar bastante cómodo, de un

nivel medio-alto, con todas las necesidades bien cubiertas, en definitiva, de esos que son

recordados más por lo bueno que por lo malo. El suelo era de parquet oscuro y hacía

juego con una mesa escritorio y con los marcos de los armarios, que además disponían

de puertas correderas y luz en el interior. Diseño último modelo que tenía en la

lamparita de noche de art nouveau su exponente más llamativo y en dos sillas futuristas,

semejantes a las aparecidas en La Naranja Mecánica de Stanley Kubrick, su lado más

extravagante. Baño impecable, varias almohadas, colchón látex… Y por si fuera poco,

por la ventana entraba un sol espléndido, radiante, que presagiaba un día muy caluroso

que daba aún más vida al parque que había a escasos metros de su habitáculo.

Se duchó, se afeitó y preparó la escasa maleta que llevaba encima. Durante ese rato

se sentía bien, le gustaba estar en hoteles de una calidad apreciable, donde pudiera

disfrutar de unas cuantas horas de soledad y de un servicio que pagaba por completo su

empresa. Para algunos podía suponer un engorro viajar tanto, hacer una maleta y

volverla a deshacer, dormir un día en una ciudad y al día siguiente en otra, pero Ricardo

ya se había acostumbrado por completo y prefería ver las cosas positivas de su trabajo.

La monotonía le agobiaba por ejemplo en una oficina durante ocho horas, así que había

encontrado la ocupación perfecta para estar lo suficientemente entretenido trabajando.

Clientes en otras ciudades, sobre todo Madrid y Barcelona, alguna que otra comida de

negocios, estancia en buenos hoteles, dietas por doquier... no encontraba motivo para

quejarse. No satisfacía completamente sus objetivos de unos años atrás, pero le colocaba

en una situación muy cómoda, con una gratificación económica amplia y estable y un

ritmo de trabajo asequible. Y además tenía una libertad de movimientos envidiable,

había aprovechado la visita a Barcelona para ver a unos viejos amigos y además

encontrarse con un cliente que ya había visto la semana anterior. No importaba hacer

dos viajes casi seguidos si luego se conseguía firmar un buen contrato, suponía más

dinero y él no gastaba un solo duro en viajes, hoteles y comidas. Consideraba un chollo

su empleo, los desplazamientos no podían ser excusa suficiente para ganar tanta pasta

en tan poco tiempo, fallaba algo o varias cosas a la vez, aunque eso estaba más que

demostrado si miraba a su alrededor, sin ir más lejos a Pablo, que no conseguía poner en

práctica lo que había estudiado durante años. Tampoco estaba dispuesto a menospreciar

su fortuna, otros individuos igual que él, o que lo merecían menos, como por ejemplo

Marcos, lo conseguían con el mínimo esfuerzo, lo habían tenido demasiado fácil en la

vida antes de acabar la carrera de medicina. Así que no se sentía culpable por ganar una

buena suma de dinero a final de mes, se lo merecía por su esfuerzo y dedicación.

Una vez más le daba penar dejar el hotel. Se preguntaba si volvería a ese lugar

aunque normalmente siempre lo hacía, en su empresa tenían la costumbre de mandarle a

los mismos hoteles por una especie de convenio o trapicheo entre los jefazos. Si

ofrecían buen servicio, no le importaba repetir, así se sentía más en casa. Solía fijarse

siempre en el suelo, éste estaba tapizado con un marrón intenso, y cómo no, en los

cuadros de las habitaciones, en este caso sólo había dos lienzos muy extraños plagados

de pinceladas negras de algún pintor que no llegaba a descifrar y que le recordaba a la

etapa oscura de Goya. En una ocasión, en un hotel de Valencia se quedó impresionado

por los cuadros que vio; en cada pared había lienzos de diferentes movimientos, una

parte para los románticos, otra para los neoclásicos y otra para los vanguardistas.

Resultaba curioso dormir con una espada dirigida hacia la cabeza de la almohada desde

El Juramento de los Horacios de Louis David dedicadas a la revolución francesa o tener

enfrente un paisaje de Turner, que permitía dar rienda suelta a emanaciones de la

imaginación. En otros hoteles había encontrado una decoración muy sosa, con mucho

espacio en las paredes y poco interés por el arte. En una de ellas, de enormes

dimensiones para ser individual, el aspecto de las paredes era tan desangelado que sólo

un cuadro de pequeñísimas dimensiones que representaba a dos campesinos en el

campo, probablemente de Millet, en medio de una luz tenue, adormecida por el

ambiente de sencillez y calma, daba un toque diferente a una blancura total.

Otras de las tonterías que solía hacer era leer el cartelito de la puerta que explicaba

las instrucciones de actuación en caso de incendio. En todos los hoteles que había

estado, incluidos los de fuera de España, le encantaba analizar el dramatismo que cada

cual daba a esa circunstancia, la brevedad o insoportable extensión de un hecho que no

daba para tanta palabrería en un momento de emergencia, y la variedad de dibujos

explicativos con figurillas más o menos humanas. Además siempre le ocurría que

empezaba a leer por el idioma que no sabía, igual que cuando uno se dispone a leer las

instrucciones de cualquier aparato y le aparece primero el chino, el árabe o el polaco,

siempre ocurre así.

Antes de marcharse echó un vistazo a las noticias. El mundo continuaba un tanto

perplejo por el accidente de un avión de la compañía norteamericana TWA dos días

antes en el que murieron 228 personas cerca de Nueva York. El aparato explotó en el

aire, por lo que se especulaba con un atentado terrorista, aunque las cajas negras

cayeron al mar. El presidente Clinton decía que todavía era prematuro adelantar

cualquier hipótesis. Además esa tragedia coincidía con el comienzo de los Juegos

Olímpicos de Atlanta, un hecho que podía ser casualidad o no. Ricardo estaba muy

habituado a viajar en avión, normalmente consistía en su medio de transporte más

habitual y se sentía bastante cómodo en él, no lo cambiaba por otro, sin embargo le

inquietaban ese tipo de accidentes que escuchaba por televisión. Suponían un toque de

atención a su habitual despreocupación por esos temas, un aviso de que nadie está

exento de sufrir un susto semejante. Sabía que no dependía de él y que viajaba en manos

de un tipo del que ni siquiera conocía su cara.

Pidió un taxi en el hotel y a los pocos minutos ya emprendía el camino a casa de

Marcos, la segunda vez en apenas unas horas. Se encontró un tráfico fluido, ideal para

dar una vuelta en coche sin el agobio constante de tener otro vehículo pegado al cogote.

El taxista no parecía muy dispuesto a entablar una conversación ya que puso la radio a

un volumen alto, imposible para comunicarse estando uno delante del otro, así que

Ricardo aprovechó el camino para no pensar en nada en concreto, mientras contemplaba

la vida a medio gas de una gran ciudad un sábado por la mañana. Un día, como el

domingo, para comprar el periódico y el pan, hablar con los vecinos de fútbol y política

y disfrutar de un sol espléndido. Le encantaba ese plan, aunque también respetaba a los

que se dedicaban a jugar un partido con los amigos, iban a la iglesia o se quedaban

durmiendo reposando la juerga de la noche anterior. Al menos eran dos días que daban

para mucho, incluso la gente ponía en funcionamiento sus neuronas para decidir lo que

hacer después de cinco jornadas anteriores en las que cada individuo, incluido él, iba a

trabajar mecánicamente y luego realizaba sus tareas de la misma forma. De lunes a

viernes la gran mayoría ocupaba todas sus horas en un fin, que en muchos casos no era

de su incumbencia, y en descansar de ese esfuerzo. Visto así sonaba horrible. Y Ricardo

también lo vivía, consideraba absurdo, de una inanidad mayúscula a su enriquecimiento

personal dar el mismo discurso una y otra vez sobre las grandes ventajas de su producto.

Cualquiera le diría que en eso consistía su trabajo, pero su trabajo estúpido que le hacía

ganar un gran fortuna cada mes. Admiraba a aquellos individuos que disfrutaban con su

trabajo, que se levantaban cada mañana pensando en que ese día sería diferente al

anterior y al siguiente. Sobre todo envidiaba a los que se pasaban el día creando cosas,

ideas o proyectos, dilucidando durante horas su trabajo sin regirse por un horario que

encorsetara su talento. El único momento que él requería de su imaginación tenía lugar

cuando el cliente se mostraba reacio a picar en el anzuelo y necesitaba poner en marcha

su maquinaria de persuasión, a veces contando medias verdades, para lograr engatusarle

de otra manera. Algún día, cuando consiguiera una posición económica cómoda se

dedicaría a las artes, a una actividad más honesta, aunque no recibiera ningún

reconocimiento por ello.

Soplaba un viento lo suficientemente agradable para refrescar la mañana. En la

entrada se encontró a Marcos sonriendo.

- ¿Recuperado? –preguntó.

- Sí, en plena forma –dijo Ricardo con una sonrisa.

- Todavía no ha llegado Pablo.

- Se le habrán pegado las sábanas.

Entraron en el salón y Ricardo pudo contemplar de nuevo, sin esa neblina que

envolvía sus ojos y la pesadez corporal tan desagradable de la mañana anterior, el

esplendor, elegancia y grandiosidad del lugar donde vivía Marcos a plena luz del día. El

sol entraba por cualquier recoveco con tal intensidad que parecía que sus rayos sólo se

dirigiesen a ese lugar. Tomaron un café mientras esperaban a Pablo y veían algunos

videos musicales en la televisión. Cuando a las 11.30 todavía no había llegado Pablo

empezaron a impacientarse.

Llamaron por teléfono a su casa y no hubo respuesta por lo que la impaciencia se

convirtió en inquietud. Insistieron varias veces más sin éxito. Hasta que a las 12.30 por

fin contestó.

- Pablo, ¿qué te ha pasado? –oyó preguntar a Marcos- No te preocupes aquí te

esperamos.

- Se ha dormido –dijo Marcos a Ricardo.

Marcos colgó el teléfono bastante enfadado y diciendo algo ininteligible en voz

baja, a buen seguro nada positivo sobre Pablo, lo que confirmaba el carácter tan

imprevisible que observó el día de la cena. No le había sorprendido su manera de ser,

quizás más arrogante y altanero de lo que pensaba en un escenario que le favorecía y

ensalzaba su poder económico por cada rincón. No representaba el ideal de amigo que

le gustaba tener, ni siquiera se acercaba, pero tenían en común una infancia que siempre

uniría sus vidas. De cualquier manera, necesitaba más tiempo para realizar un dictamen

más concreto.

Según él tendrían que comer antes de hacer esa excursión y una vez allí aprovechar

el tiempo al máximo antes de que anocheciera. Bien era cierto que un aplazamiento

significaba que el próximo encuentro dependía de la disponibilidad de Ricardo, con el

riesgo de que se pospusiera demasiado tiempo y desapareciera ese interés repentino por

hacer aquella excursión.

- Deberíamos comer algo antes de irnos –dijo Marcos todavía disgustado-.

Sobraron bastantes cosas del otro día, así que podemos aprovecharlo.

- De acuerdo.

Marcos entró en la cocina y comenzó a preparar la comida. Se defendía con

movimientos ágiles, abriendo y cerrando cajones con total naturalidad, sin dudar dónde

se encontraba cada cosa. Parecía que estaba muy acostumbrado a hacerlo, como una

actividad mecánica bien aprendida a lo largo de muchos años. Ricardo tenía la opinión

de que la vida en soledad provocaba que cualquier individuo fuera capaz de realizar

aquellas tareas imprescindibles para poder sobrevivir. Él no estaba preparado para

cubrir esas necesidades porque siempre había vivido acompañado, o bien con sus padres

o bien con su mujer, que dicho sea de paso, solía ocuparse de la mayoría de esas

actividades de la casa. Quería variar en breve esa dinámica tan poco solidaria ya que su

trabajo tampoco requería un esfuerzo físico demasiado grande como para tirarse en el

sofá el resto del día y no colaborar en absoluto. Se ofreció a ayudar a Marcos con el

convencimiento de que aportaría muy poco, sólo poner la mesa y servir la comida en los

platos.

Justo cuando Marcos se disponía a encender el fuego de la cocina sonó el timbre.

Pablo entró en el salón disculpándose de nuevo con mejor cara que el día anterior,

aunque disgustado por llegar tan tarde.

- Lo siento, hacía años que no me quedaba dormido –dijo.

- No pasa nada. Hemos pensado comer rápido antes de irnos y aprovechar toda la

tarde de excursión.

- Me parece bien, pero ya que he llegado tarde me gustaría invitaros a comer.

- ¿Dónde? –dijo Marcos sorprendido.

- Donde queráis, de camino por ejemplo.

Los dos aceptaron el ofrecimiento de buen grado, así que Marcos dejó las cerillas en

su sitio y la comida de nuevo en el frigorífico.

- ¿Ya estás mejor? –preguntó Pablo a Ricardo cambiando de tema.

- Sí, muy bien. Esas borracheras se me pasan en poco tiempo –contestó sonriendo.

Hubo unos instantes de silencio que rompió Pablo de nuevo.

- ¿Sabremos ir a ese lugar? –preguntó a los dos con curiosidad.

- Ese camino no tiene pérdida, lo hemos hecho muchas veces –contestó Marcos

molesto por la pregunta.

Mientras tanto Ricardo inclinó su cuerpo hacia la izquierda y sacó de su bolsillo

derecho una llave.

- La mía –dijo dejándola sobre la mesa.

Pablo hizo el mismo movimiento que su amigo y también colocó la llave encima de

la mesa.

- Ahora viene cuando dices que has perdido la tuya –dijo Ricardo sonriendo al

anfitrión.

Marcos guiñó un ojo a su amigo y se dirigió a una de las estanterías del comedor,

concretamente a una hilera de libros dedicados a la historia de Grecia. Metió la mano en

la parte superior, palpando sin llegar a ver lo que allí había, y por fin sacó otra llave. La

levantó para que se viera bien y la dejó junto a las otras dos.

- Ya sólo nos queda irnos –dijo Pablo.

- ¿Necesitaremos varias cosas para desenterrar la caja no? –preguntó Ricardo

- Tranquilo, ya lo tengo todo preparado, en el coche tenemos lo necesario; palas,

picos, linternas etc. No os preocupéis por eso, está todo planeado desde hace

unos cuantos días, no tenía ninguna duda de que iríamos allí –dijo con verdadero

entusiasmo-. Señores, este es un día importante. Nos reunimos de nuevo después

de mucho tiempo y nos disponemos a desenterrar nuestro tesoro mejor guardado

de la infancia...

- Desde luego es emocionante –comentó Ricardo todavía sorprendido por el

discurso.

Los tres se levantaron de la mesa dispuestos a emprender una aventura que les

llevaría a revivir un pasado que tenían ya demasiado lejano en el tiempo. Estarían juntos

toda la tarde para recuperar esa infancia perdida por el paso de los años.

13. La excursión

Pablo tenía claro que una sola tarde no podía resurgir el ocaso de los años, pero sí

renacer el niño que cualquier adulto lleva dentro por mucho que lo quiera esconder a los

ojos de los demás. Visto desde esa perspectiva y sin pretender nada más, podían ser

unas horas interesantes y al menos diferentes de lo habitual, como viajar a un cuento

que los tres hubiesen empezado hace mucho tiempo y que todavía no habían terminado.

Pablo recordaba con nostalgia aquellos momentos del pasado, no ya porque se

hubiesen ido para siempre, sino porque en su vida actual no guardaba ningún vínculo

con su infancia, o al menos él no quería encontrar demasiados parecidos. Sentía que

ahora era la misma persona sólo en el nombre y los apellidos ya que su forma de pensar,

su entorno, sus amistades, sus miedos, sus objetivos habían cambiado. Aunque

comprendiese que a lo largo de la vida se superan etapas distintas más o menos

influyentes en cada persona, no podía aceptar que en este instante no se pareciese en

nada a ese muchacho de doce o trece años que no paraba nunca quieto y estaba lleno de

ingenuidad en todos sus actos. Muy probablemente conservaría algunas de las

características que ya tenía de niño, aquellas innatas que no se dejan en el camino, pero

él no disponía de los recursos necesarios para distinguirlas, y eso le molestaba, le dolía.

Parecía que en su pasado veía a otro Pablo, un chico irreconocible, fruto de la lejanía y

del olvido.

Cogieron sus llaves y se montaron en el coche. El día era soleado, no había ni una

sola nube en el horizonte y los pájaros todavía cantaban con una alegría especial, como

si en esas ramas también su hubiera producido un encuentro entre viejos amigos y

tuvieran muchas cosas que contarse.

El deportivo de Marcos descansaba en el garaje preparado para la excursión. Pablo y

Ricardo de nuevo se quedaron unos minutos embobados disfrutando de esa carrocería

azul intenso y de la elegancia de su tapicería, casi estaban deseando acomodarse en sus

amplios asientos. Marcos y Ricardo se colocaron en la parte delantera y Pablo detrás, el

más ancho de los tres.

El conductor pisó con insistencia el acelerador gran parte del viaje hacia el norte de

la provincia. Parecía muy seguro de sus actos, curtido en muchos viajes de ese tipo

donde la carretera no ofrece las facilidades deseadas. Pablo y Ricardo permanecían muy

atentos a su conducción, manteniendo una actitud expectante hasta que confiaran en la

persona que por primera vez les llevaba en su coche. No era desconfianza, sino una

natural incertidumbre que desaparecería en cuestión de escasos minutos.

- Podíais cantar un rato, como en los viejos tiempos –dijo Marcos a mitad de

camino.

- Me he dejado el ukelele en casa –contestó Ricardo riendo.

- Se me han olvidado todas aquellas canciones, es increíble –comentó Pablo más

melancólico que el resto.

- Esto no es lo mismo que hace quince años... –soltó Marcos.

- Pues no.

- Lo que sí es igual es el mal estado de la carretera –dijo Marcos en un cambio de

humor repentino.

Pasaron por carreteras estrechas, mal asfaltadas y con muchas curvas, tal y como

recordaban de la primera vez. La dificultad que entrañaba ese terreno ya casi era célebre

para ellos. El deterioro de la zona indicaba que seguía siendo tan poco transitada como

antes y que mantenía la añoranza de otra época y el punto de aventura salvaje y emoción

misteriosa deseables en algún momento de la vida. En realidad había muy poco que

hacer allí, los responsables ni se preocupaban en acondicionar un lugar siempre solitario

y de difícil acceso, ya existían demasiados agujeros abiertos en la gran ciudad que

levantaban más quejas.

Pararon casi a mitad de camino en un restaurante de carretera situado en un pequeño

cerro que en un principio desprendía un aspecto un tanto astroso desde la distancia pero

que mejoraba a medida que se acercaban con el coche. De hecho el interior era todo lo

contrario, estaba diseñado con un dispendio de lujo difícilmente redituable, impropio de

un lugar semejante que ni siquiera requiere una reserva previa para poder comer. Las

paredes recién pintadas, una decoración rica y diseñada a conciencia, farolas

londinenses del siglo XIX, y mesas y sillas de madera de roble de primera calidad

formaban una combinación opulenta que a buen seguro dañarían severamente el bolsillo

de Pablo. Se sentaron en una mesa del rincón rodeados de bufandas del Madrid, el

Barcelona, el Espanyol y el Atlético de Madrid. Mientras las contemplaban se acercó un

camarero muy bien vestido, entrado en carnes, pingüe, bastante joven aunque no diese

muestras de ser demasiado bisoño en su entorno por sus movimientos seguros y por su

forma de hablar.

- Bonito día, ¿verdad? –dijo a modo de saludo.

- Perfecto para salir de excursión –comentó Ricardo sonriendo.

- Pues sí. Y han decidido hacer una paradita aquí, ¿no? –dijo el camarero con muy

buen humor.

- Sí, aún nos quedan unos cuantos kilómetros.

- ¿Adónde van? Si no es indiscreción –preguntó como si no tuviera prisa en anotar

lo que querían para comer.

- A la colina de las Sombras –contestó Ricardo con naturalidad.

- ¿De veras? No suele ir mucha gente por allí –dijo bastante más serio.

- No saben lo que se pierden –aseguró Marcos como si conociera ese lugar

perfectamente.

- No he estado nunca por allí. No es un lugar que me atraiga –dijo el joven ahora

dubitativo.

- ¿Lo dice en serio? –preguntó Pablo con verdadero interés.

- Tampoco voy preguntando a la gente que pasa por aquí adonde van, sin

embargo, he oído que no es un lugar muy visitado.

- ¿Por qué? –continuó preguntando Pablo.

- No lo sé, quizás la gente lo haya cogido manía.

- ¿Manía? ¿Por qué?

- Por decir algo.

Se atisbaban ciertas reservas en sus últimas palabras, como si no quisiera dar

demasiada información a unos desconocidos aventureros. Pablo no le dio importancia y

se centró en la carta que tenía entre sus manos y en calcular, por encima, lo que le

costaría la broma de invitar a comer a sus amigos. Se iba a tener que rascar el bolsillo

más de lo que pensaba, lo cual no era muy buena noticia para su permanente dañada

economía de subsistencia. Quiso pedir lo más barato que encontrara pero al final se dijo

que se trataba de una ocasión especial y tiraría toda la casa por la ventana, ya habría

tiempo de reconstruirla.

- Oiga, buena forma de tener contentos a todos los clientes –dijo Marcos mirando

las bufandas de la pared.

- Tiene razón. A mi jefe le gusta mucho discutir de fútbol con los clientes y eso no

siempre le salió rentable con alguno de ellos, así que un día decidió tomar la

determinación de colgar esas cuatro bufandas y ser un poco más salomónico en

sus opiniones.

- Pero de esta forma se pierde personalidad, es mejor no esconder unos colores –

dijo Marcos probablemente metiéndose donde no le llamaban.

- Es otra forma de verlo –dijo el camarero-. Bueno, ¿qué os pongo?

Comieron casi a toda prisa, deseosos de acabar con una actividad diaria repetida que

no era momento de disfrutar, para llegar cuanto antes a la colina de las sombras.

- ¿Y suelen ir mucho por ese lugar? –preguntó de nuevo el camarero cuando trajo

la cuenta, continuando la conversación anterior.

- Hace mucho que no venimos –dijo Ricardo.

- ¿Y piensan volver?

- Supongo que depende de cómo lo pasemos hoy –contestó ahora Marcos, que

parecía ya un poco cansado de tantas preguntas.

- Entonces espero verles pronto por aquí.

Pablo seguía contando billetes, por suerte había sacado dinero por la mañana y de

esa forma evitaba pagar con tarjeta de crédito. Siempre había sido de la opinión de que

utilizando ese método de pago se arruinaría a los pocos meses, se sentía incapaz de

llevar un control de los gastos y sabía que si llevaba el dinero encima al menos

controlaba mejor la situación. Mientras contaba las monedas que le había devuelto el

camarero preguntón casi se golpeó con un árbol que se hallaba a la izquierda de la

entrada al restaurante, que simplemente hacía las funciones de adorno porque estaba

seco, sin hojas ni ramas de pequeñas dimensiones que le dieran naturalidad, parecía más

bien una escultura de madera en forma de árbol de arte contemporáneo. Una vez

sorteado el obstáculo y sin más incidentes se metieron de nuevo en el coche.

A medida que se acercaban a su destino el terreno se hacía más y más difícil, en

especial para el coche y para Marcos, que sudaba a borbotones intentando controlar la

situación mientras el sol seguía quemando con toda su intensidad. Sin embargo los tres

dibujaron una sonrisa inmediata cuando vieron el cartel tan esperado, seguía siendo el

mismo trozo de madera sucio y muy deteriorado, de pequeñísimas dimensiones, con

letras casi ininteligibles, que indicaba el comienzo de la subida a la colina de las

Sombras.

A partir de ese instante tuvieron que hacer el camino de pie, y pocos metros después

tuvieron la oportunidad de contemplar la vista más maravillosa que la naturaleza ha

creado a los ojos del hombre, la inmensidad del mar apareciendo en el horizonte por

sorpresa. Azul intenso y brillante hasta la ceguera, sin ninguna ola que ondulase el

absoluto reposo, parecía que el mundo se acababa al otro lado de ese confín en forma

línea imaginaria que no permitía ver más allá. Pablo recordaba perfectamente aquella

vista como el primer día que subieron a la colina, el espectáculo no había cambiado

nada, ni un solo detalle, incluso los árboles de alrededor mantenían exactamente la

misma altura al milímetro. Por supuesto sus ojos seguían siendo los mismos, lo que

había cambiado era su mirada, no tan inocente como antes, y su forma de ver la vida.

Al mismo tiempo Marcos se echó al hombro un juego de pico y pala y Pablo cogió

otro. Anduvieron varios metros en silencio, se sabían el camino a la perfección, todavía

disfrutando de un paisaje que difícilmente desaparecía de la retina. Sólo había que

seguir una estrecha línea de piedras. Pasados unos diez minutos andando, cuando las

fuerzas empezaban a flaquear, símbolo inequívoco de que los años habían destruido las

energías inacabables de la infancia, comenzó a verse delante de ellos, como una sombra

imponente que aparece sin avisar, el tronco y los brazos de un grandioso pino. No era de

unas proporciones enormes, pero en la posición que se encontraba, elevado varios

metros del suelo, separado del resto y bien a la vista de cualquier visitante, mostraba un

aspecto imperial, de pantocrator, como el rascacielos más alto de una gran ciudad. Muy

cerca de este vigilante del bosque existían diversas rocas dispuestas de forma

desordenada en la elevación del terreno.

Pablo, Ricardo y Marcos se dirigieron a una pequeña explanada que sobresalía por

detrás del enorme pino y de las rocas, todavía a una considerable altura.

- Esto es muy emocionante amigos –comentó Marcos todavía recuperándose del

esfuerzo de la subida.

- No me puedo creer que estemos aquí de nuevo –contestó Pablo con algo más de

oxígeno.

- La caja estaba enterrada justo al lado de una gran piedra –dijo de nuevo Marcos

cuando pararon un instante-. El problema es que ahora hay varias.

- La enterramos muy cerca del pino, así que tiene que estar por aquella zona –

habló Ricardo señalando varios pedruscos de enormes dimensiones.

- Cavemos –concluyó Marcos.

Empezaron a cavar a las cinco de la tarde, describiendo un ángulo muy amplio

alrededor del árbol con la intención de no dañar sus raíces. Decidieron realizar agujeros

pequeños de poca profundidad para no gastar demasiadas energías en una zona, con el

riesgo de que no llegaran a tocar la caja, aun cavando en el lugar adecuado. Pablo

suponía que, siendo tan niños cuando enterraron aquel diario, no podían disponer de

fuerza suficiente para realizar una excavación muy profunda.

El tesoro estaba allí mismo, lo estaban pisando, sólo quedaba tener un poco de

paciencia para dar con él. Así que se pusieron a trabajar en serio, no habían ido hasta la

colina de las Sombras para contemplar el pino. Los picos y palas golpeaban la tierra con

violencia realizando importantes simas, parecían los tres en muy buen forma, con la

suficiente energía para encontrar aquella caja mucho antes del anochecer. En cambio,

pasó media hora y ningún de ellos logró encontrarlo. Marcos cavaba con mayor

velocidad y fue también el que antes sintió los primeros síntomas serios de cansancio.

- No pensaba que nos fuera a resultar tan difícil –dijo con voz entrecortada y

pasando la manga corta de su camisa por su frente sudorosa.

- Lo conseguiremos –comentó Ricardo sin levantar la vista del suelo.

Pero los minutos empezaron a volar de manera preocupante, igual que cuando un

equipo va perdiendo y no ve la forma de empatar mientras se le acaba el tiempo sin

remisión. Fruto del cansancio y de la desesperación perdieron el orden a la hora de

cavar, por lo que probaban en algunas zonas que ya habían sido inspeccionadas antes.

Continuaron un poco más, aprovechando que a medida que caía la tarde el calor remitía.

Con el viento racheado que soplaba cada vez con más fuerza podían aguantar una hora

más sin demasiados esfuerzos, ya que después quedaría muy poca luz para seguir.

Sin embargo cualquier cálculo posible empezó a tambalearse con la llegada

amenazadora de nubarrones muy oscuros a gran velocidad que procedían de la zona más

alta de las montañas.

- Va a llover –presagió Pablo.

- Pues entonces deberíamos volver otro día –dijo Ricardo como si de pronto le

hubiera entrado el pánico.

- Ni hablar. No podemos abandonar ahora –comentó Marcos de manera tajante-.

Hemos venido aquí a encontrar esa caja, si no ya no volveremos más.

- No podemos quedarnos aquí –contestó Pablo muy seguro de lo que decía.

- Lástima que no me haya traído la tienda de campaña –dijo Marcos de nuevo.

- Tampoco hubiera servido de nada.

- ¡Qué torpes hemos sido! Con la cantidad de veces que estuvimos aquí y ahora

somos incapaces de encontrar la caja –se reprochó Marcos.

- Deberíamos irnos –insistió ahora Ricardo

- No, nos quedamos aunque sea contemplando la lluvia en el coche –sentenció

Marcos ante la extraña mirada de los otros dos.

No se ponían de acuerdo, así que Ricardo y Marcos continuaron cavando un poco

más, mientras Pablo buscaba algún lugar donde pudieran resguardarse provisionalmente

si empezaba a descargar la lluvia.

Decidió dar una vuelta, siempre le gustaba vagar por el campo observando los

milagros de la naturaleza. Lograba una satisfacción plena investigando lo que no

conocía, lo imprevisible, lo sorprendente. Y realmente no buscaba un fin en concreto,

sólo disfrutaba del placer de la libertad, de la soledad que siempre reinaba en esos

parajes ubérrimos plagados de vida por cualquier rincón. Sabía que estaba precipitando

con su paseo, la tormenta se acercaba con rayos cada vez más luminosos y desafiantes,

pero no le importaba, aquel espectáculo merecía la pena, podía aprovechar las bondades

visuales de un paisaje espléndido e indiviso, que en ningún otro lugar podía ser

superado en belleza natural. Y además con el acicate de que ya había estado presente en

ese mismo lugar cuando sólo era un chiquillo. Cuánto hubiera deseado quedarse para

siempre en esa edad. Tan joven, tan inocente, tan puro por dentro aunque existiera en

ocasiones algo de maldad a su alrededor. Ahora la vida le había dado tantas patadas que

ya su infancia sonaba a otra vida, a otra existencia que había desparecido para siempre y

sólo se mantenía vagamente en su memoria, en un hueco cada vez más pequeño. Pese a

todo, quería mantener la ilusión en muchas cosas, la vida le había golpeado varias veces

muy duramente, pero no las suficientes para noquearle, y dudaba de que pudiera hacerlo

en alguna ocasión. Si se lo proponía podía ser bastante tozudo.

Empezaron a caer las primeras gotas, muy débiles, antes de lo previsto. Pensó de

nuevo en que suponía una locura quedarse allí, y más aún pasear por aquel lugar como

si nada ocurriera. Era una irresponsabilidad propia de la infancia, de los días que ya le

costaba tanto recordar, de los días que escribía ese diario. Entonces tampoco se hubiera

ido a casa por mucho que se acercara la gran tormenta del siglo.

Comenzó a analizar de nuevo aquel lugar a medida que dejaba de llover. El disfrute

de la belleza inerte y viva de la naturaleza, siempre en continuo movimiento, pero

idéntica en la mirada de ese niño de catorce años que sí había crecido, no dejaba de

enaltecer su entusiasmo por esa colina. La hierba seguía tan salvaje y luminosa como

aquella primera vez, la humedad del lugar la mantenía invariable, fuerte, tan confortable

que daban ganas de pasar allí tumbado las horas muertas del día sin el agobio habitual

de la gran ciudad. La innumerable variedad de insectos, todos disfrutando de una

libertad plena, sin que ninguno de ellos molestara a los demás, despertaban en Pablo

una envidia incomprensible que chocaba con “La metamorfosis” de Kafka, en ese

agobio de ser un enorme bichito incomprendido.

Además ese punto estratégico de la geografía permitía contemplar vistas

envidiables, desconocidas para la mayoría de la gente; por un lado la ciudad, la

inmensidad de una urbe en continuo crecimiento, llena de vida, y gente haciendo todo

tipo de actividades a cualquier hora, y por el otro, con la única necesidad de girar el

cuello, la inmensidad aún mayor del mar, donde la vista no consigue atisbar el final del

agua, el confín de unos ojos. Sin mover un solo pie podía disfrutar de la belleza y

practicidad del hombre en su afán de construcción, de superación en forma de

innovadoras obras arquitectónicas y tecnológicas, y al mismo tiempo de otra belleza

inmutable, imperecedera, que ninguna máquina artificial podía retar, sólo navegar

cuando su fuerza innata estuviera en reposo.

Se quedó unos minutos contemplando uno y otro espectáculo, y se dio cuenta con

verdadera preocupación de que el cielo de la ciudad aparecía mucho más plomizo,

negro, infectado por la vida, a veces equivocada de los que allí habitaban, y el cielo del

mar estaba más despejado, puro y natural, cuando apenas existían escasos metros de

distancia. En ocasiones llegaba a sentir desprecio por el ser humano, por mucho que

fuera fascinante disfrutar de las construcciones maravillosas que tenía enfrente o por

algunos inventos revolucionarios, no podía dejar de lado el egoísmo y la avaricia que se

extendían con tanta rapidez. Quizás en otro momento y en otras circunstancias su

opinión cambiara, o al menos no sería tan contundente, pero hasta entonces, prefería

girar su cabeza hacia el mar, a la naturaleza, a la inocencia natural de lo no manipulado,

al único lugar que se puede contemplar tantas veces haga falta sin aburrirse nunca,

como si fuera la primera vez que se descubre.

Después de unos minutos sin pensar en nada, con la cabeza despejada y bien

reciclada por los remedios terapéuticos del mar, decidió seguir con su paseo sin saber

muy bien el camino que estaba tomando. Siguió andando despacio, analizando el

terreno como cualquier arquitecto, sin importarle la monotonía de los árboles, la hierba

alta y la peligrosidad de las piedras colocadas en cualquier hueco inesperado.

Aproximadamente a unos quinientos metros de donde supuestamente seguirían

Ricardo y Marcos, Pablo se encontró con una casa, o lo que aún quedaba de ella. Era de

pequeñas dimensiones, de madera, de la misma corteza dura de los árboles de alrededor,

y sólo se mantenía en pie la parte que miraba al mar, el resto estaba destruido como si le

hubiese caído un rayo que quemara todo lo que pudo antes de una probable lluvia. Se

quedó un momento parado, contemplándola, intentando recordar si ya formaba parte del

paisaje cuando iban allí las primeras veces o la habían construido después. Pablo estaba

casi seguro de que nunca había llegado hasta ese lugar, se hallaba demasiado alejado del

gran pino.

Se acercó a ella un poco más y pudo comprobar su mal estado general, algunos

cristales se sostenían en los huecos de las ventanas como carámbanos en punta, no

existía puerta principal y una vieja escoba muy deteriorada se encontraba en el suelo;

sólo una especie de porche que mantenía en buen estado sus columnas y barandillas

indicaba que por esa zona algún día se entró en el interior de la casa. Con mucha cautela

se introdujo en el salón, la parte más conservada, donde había un par de sillas tiradas en

el suelo, una mesa que casi se encontraba intacta con tazas y cubiertos, una lámpara de

gas, y unos libros forrados en muy mal estado, con algunas hojas arrancadas a punto de

caerse. Le llamó la atención un enorme baúl situado muy próximo a lo que algún día

fueron unas habitaciones, que casi estaban destruidas y no invitaban a inspeccionar

demasiado aquella parte de la casa. El armatoste parecía bien cerrado y bastante

inamovible por su situación y sus dimensiones así que continuó observando el resto. Le

gustó la presencia de una elegante chimenea ya muy deteriorada que en algún momento

sería la única forma para resguardar del frío en invierno a sus ocupantes. Pablo tenía una

especial predilección por las chimeneas, siempre había deseado tener una en su casa, y

tenía claro que si algún día lograba reunir el dinero necesario, se permitiría ese lujo, sea

en la ciudad que sea. Su fuego creado de la nada y convertido en un pequeño incendio

controlado tenía un altísimo componente romántico cuando dos enamorados se juntan

para contemplarlo, con la mirada perdida del amor, una circunstancia que en ese

instante le parecía detestable.

El habitáculo pese a su pésimo aspecto desprendía la añoranza de un lugar que

pertenecía a otra época y se mantenía en pie con la heroicidad de esos templos griegos

que conservan su figura aunque muy deteriorados por los fenómenos de la naturaleza o

la acción de los bárbaros. Y su lado estético y mítico podría ser aún más interesante,

pensó Pablo, si fuera usado también con pragmatismo en el caso de que lloviera y no

encontraran otra opción mejor donde cobijarse. En eso consistía su paseo por el bosque.

La casa tenía todos los indicios de estar abandonada desde hacía muchos años, y

además nadie parecía haberse percatado de su presencia últimamente, las telarañas

mantenían una masa uniforme y el polvo cubría como una manta las zonas más

cerradas, escondidas de la lluvia y el viento. Además, ¿qué hacían unos cubiertos allí

encima? En el exterior había unos pedruscos de grotescas dimensiones que en la

mayoría de las perspectivas tapaban la visión general de la casa, lo que explicaba que

pasara desapercibida para la mayoría de los visitantes que hubiesen llegado a ese

recóndito lugar. Tenía claro proponer a sus dos amigos pasar allí el tiempo de espera, no

era precisamente el ideal de la comodidad, pero en caso de lluvia persistente evitaría

buena parte del agua en sus cabezas hasta que decidieran volver a casa.

Llevaba un buen rato distraído observando la casa y no se dio cuenta de que fuera se

estaba organizando una tormenta de proporciones colosales, de la forma más

sorprendente y virulenta que se puede imaginar. El cielo se ennegreció de repente, se

hizo tan de noche que no se veía nada, y el agua inicial se convirtió en un granizo duro y

compacto, capaz de destruir cualquier cosa sensible. Pablo se quedó paralizado, no sabía

qué hacer, estaba bastante lejos de sus dos amigos y aquella casa era la única opción

para no empaparse de agua, al menos hasta que la tormenta remitiera y pudiera volver.

Aunque llevaba consigo una linterna, no se veía capaz de poder regresar en esas

circunstancias, la lluvia persistía, y lo peor de todo: tenía muchas dudas de que supiera

el camino de vuelta.

14. La radio.

Marcos y Ricardo cavaron unos minutos más mientras Pablo inspeccionaba el lugar.

Las energías escaseaban y sobre todo reinaba el pesimismo lógico de no ver la forma de

encontrar lo que buscaban. El entusiasmo por hacer cualquier actividad marca en buena

medida el éxito de conseguirla o no, y ellos ya habían entrado en la fase de decaimiento

absoluto, sin fe en lo que hacían, con la marca del fracaso escrito en sus frentes. Marcos

decidió ir un momento al coche a coger otra linterna –Pablo se había llevado una y la

suya empezaba a fallar- para seguir cavando o para lo que fuera necesario. Pero hay

ciertos momentos, minutos especiales en la vida en que, sin saber la razón, es mejor

quedarse quieto, no hacer ningún movimiento porque cualquier decisión será

equivocada. Y eso fue lo que le pasó a Marcos, llegó hasta el coche, lo abrió, buscó en

el maletero las linternas y en ese instante comenzó la gran tormenta. Sólo tuvo tiempo

de meterse en el coche antes de que fuera seriamente golpeado por esas enormes piedras

que caían del cielo. El sonido dentro del coche era insoportable, sobre todo empezó a

preocuparle que los cristales no aguantasen esos impactos tan violentos en tan corto

espacio de tiempo. La violencia inicial de los primeros minutos cesó en una posterior

lluvia continua bastante fuerte que no recomendaba salir de allí, así que se hizo a la idea

de tendría que pasar un buen rato encerrado en su propio coche. No resultaba un plan

muy atractivo para una noche de verano del mes de julio cuando pensaba divertirse con

sus nuevos amigos...

Al menos confiaba en que la tormenta acabara pronto, especialmente por el bien de

Ricardo y Pablo, que no sabía si se habrían resguardado de la lluvia en algún sitio o

serían capaces de llegar hasta el coche. Comenzó a preocuparse de verdad por sus dos

amigos, allí afuera no había nada que sirviera para evitar aquellos pedruscos, y los

árboles no servían de mucha ayuda en una tormenta.

Miró por las ventanas del coche, pero no logró ver nada, los cristales se habían

empañado totalmente y además el agua chorreaba de arriba abajo como una cortina tan

opaca como la de su propio salón. La radio tampoco funcionaba, y ya no entraba

claridad por ningún sitio. En ocasiones el coche daba bandazos a un lado y a otro, igual

que si alguien lo estuviera zarandeando. Eso le preocupó, aunque sabía que estaba

aparcado en una zona llana, sin el riesgo de moverse solo.

Se sentía inútil allí sentado sin poder ayudar a Pablo y Marcos. Además cada uno

estaría en un sitio, porque a Pablo no le habría dado tiempo a volver. Y la lluvia no

paraba ni un solo segundo, había cogido un ritmo continuado, insistente, que presagiaba

una noche pasada por agua sin respiro. Al menos, el ruido en el coche de Marcos iba

remitiendo, una circunstancia lógica teniendo en cuenta la magnitud que estaba tomando

la tormenta en los momentos iniciales. Encendió de nuevo la radio y en esta ocasión ya

se oía alguna emisora, no todas. Música en la mayoría de ellas, algún que otro aburrido

programa veraniego, donde no hay nada que contar, sólo esperar a que llegue el

invierno, e interferencias en el resto. Dejó puesta la que mejor se oía: música actual de

un grupo que no logró reconocer, ni falta que le hacía. Estaba demasiado ocupado

pendiente de la lluvia.

Unos minutos después le entró hambre. Las manecillas de su lujoso reloj marcaban

más allá de las ocho, y llevaba sin probar bocado desde las dos de la tarde, demasiado

tiempo para él. Tenía por costumbre comer varias veces al día y su organismo ya se

había adaptado a ese funcionamiento, por lo que cualquier cambio se hacía notar. Ni

siquiera una situación excepcional como aquélla había menguado su apetito. En el

coche tenían suficiente comida, habían traído de más por si surgía algún imprevisto,

como de hecho estaba ocurriendo, así que decidió comer algo, no mucho, porque

podrían necesitarla en otras ocasiones. Encontró un bocadillo de queso, y lo devoró

rápidamente, con muchas prisas, como si después tuviera que levantarse de ese asiento

para hacer algo urgente. Y la realidad indicaba que tendría que seguir allí hasta que la

lluvia se dignara a parar. Más tarde o más temprano lo tendría que hacer. Menos mal

que tenía un paquete de cigarrillos en la guantera para poder saciar la angustia

tranquilizarse un poco.

Sólo cuando oyó un tema en la radio de Bruce Springsteen, Marcos se dio cuenta de

que aún continuaba encendida. Pero lo que nunca imaginó es lo que oiría después de la

canción. Una voz comenzó a hablar, en un principio de forma entrecortada, hasta que

sus palabras fueron más claras, de las consecuencias de una gran tormenta que estaba

atravesando toda la ciudad. Había zonas sin luz, y algunas inundaciones sin importancia

en aparcamientos subterráneos y en terrazas. Después se centró en dos zonas donde la

tormenta había descargado con más intensidad, al sur de Girona y al norte de Barcelona,

concretamente en lugares montañosos como La colina del Pescador y La colina de las

Sombras. Explicó la situación geográfica de esos dos paraísos de la naturaleza, y a

continuación se centró en una historia, que según él, pocos conocían y que pertenecía a

aquellos secretos ocultos que esconden algunos rincones: “La colina de las Sombras

tiene una leyenda siniestra. Según algunas fuentes existe una maldición que procede de

un pasado muy incierto, del que apenas tenemos documentación fiable, mientras que

otras personas cuentan que por allí habita un personaje jamás visto, vagando por esos

paisajes, desde hace muchas décadas, lo que hace pensar que puedan ser varios, cuya

misión es controlar a la gente que entra en la colina. Este guardián, o guardianes, tenían

o siguen teniendo la labor de evitar que nadie invadiera su territorio de alguna forma, ya

que, de hacerlo, pagaría las consecuencias. Quizás por este motivo la colina en cuestión

es tan poco conocida y transitada… su orografía tampoco invitaba a ello. Otras leyendas

indicaban que cualquiera que pasaba por allí acababa muriendo”.

En ese momento el locutor hizo una pausa con la intención de acentuar aún más la

importancia de sus últimas palabras. Si pretendía asustar al personal, lo estaba

consiguiendo. Su tono era de misterio, leía despacio para que quedasen claros todos los

detalles, gustándose en cada uno de sus comentarios macabros. Cretino, pensó Marcos.

Siguió hablando: “Desde hace bastantes años no se habla de este lugar en estos

términos, no se tiene constancia de ninguna otra desgracia, por lo que puede ser que en

la actualidad no haya sucedido nada raro. La última tragedia que se conoce fue hace

varias décadas, cuando una familia que supuestamente vivía por la zona desapareció en

extrañas circunstancias. No se descubrió ninguna prueba que explicara lo sucedido, pero

la realidad es que no se supo más de ellos. La colina de las Sombras es uno de esos

rincones que esconden un encanto especial. No ha sido explotado en ningún sentido

porque tampoco desprende una belleza que invite a visitarlo con frecuencia. Es lo

suficientemente pequeño para que no salga en los mapas y para que casi nadie tenga

constancia de su existencia. Y ese anonimato, por otra parte, le da un toque de misterio,

junto a esas leyendas que lo rodean... Hoy ha sido noticia por una tormenta que se ha

cebado con esa zona, y lo sigue haciendo, quién sabe si cualquier día lo será por otro

misterio...”

Marcos se quedó helado escuchando la historia, con los ojos como platos, inmóvil.

No podía creerlo. Y no podía creer que después de tantas veces como fueron allí nunca

se hubieran enterado de eso. Más que asustarse por su contenido disparatado, le molestó

desconocerlo, y por supuesto en esas circunstancias, no le hizo ninguna gracia. Quizás

unas horas antes, comiendo con sus amigos, hubiera sido motivo de risas, pero en ese

instante no estaba para bromas. Porque lo consideraba una broma... Según Marcos la

realidad se escribía así: un locutor en pleno verano no sabía qué decir en su programa y

aprovechó la tormenta para contar esa historia y rellenar así unos cuantos minutos.

Además no aportaba ningún dato concreto, sólo que una familia había desaparecido

décadas atrás, sin fecha exacta, y después hablaba de leyendas y más leyendas. No veía

motivo para la preocupación, ya que cualquier lugar, si tiramos de archivo, puede haber

albergado alguna tragedia en su historia, aunque reconocía que metido en ese coche, con

una tormenta feroz a su alrededor y sin saber el estado de sus dos amigos, lo que menos

necesitaba era fantasías de semejante calibre. Se sintió incómodo en aquel asiento por

primera vez desde que lo había comprado. Estaba atrapado, enjaulado y molesto con la

situación.

Mientras tanto, la lluvia no cesaba, caía con menos intensidad que al principio, y,

desde luego, no invitaba a salir del vehículo. Comenzó a considerar que podía estar toda

la noche lloviendo, pasaban pocos minutos de las nueve y la tormenta ya se oía bastante

lejos, con lo que existía el riesgo de que se mantuviera permanente.

15. La chica

Ricardo miró al cielo y de allí recibió lo que se temía, la lluvia. Echó a correr hacia

el coche de Marcos con tanta rapidez que tropezó y estuvo a punto de caer de bruces. En

unos segundos el aguacero tomó unas proporciones colosales que creó una espesa

cortina ante sus ojos difícil de superar. Siguió su camino casi a ciegas y muy pronto se

dio cuenta de que no conseguía situarse. Con lo caminado, ya debería haber llegado al

lugar donde estaba aparcado el coche. Continuó corriendo a gran velocidad, incapaz de

quedarse quieto debajo de la lluvia y cada vez se tropezaba con más piedras, raíces u

otro elemento que hubiera; tenía la clara certeza de que se había perdido. Si seguía

corriendo a ese ritmo y no encontraba el coche significaba que se alejaba

irremediablemente de su ansiado destino. Ya no podía parar, notaba cómo los pedruscos

golpeaban su cabeza, al principio de forma débil y después con más insistencia hasta

que se hicieron insoportables. Lo poco que lograba ver le parecía idéntico, no podía

distinguir por dónde iba. Se golpeó con un árbol con tanta fuerza que cayó de espaldas

al instante. El suelo estaba ya encharcado y eso le incomodó más. Y allí mismo, tirado

en el suelo como un saco de patatas, se sintió incapaz de levantarse. Al menos debajo de

ese árbol la lluvia no caía con tanta crueldad, aunque quedarse allí no fuera una buena

idea. Sabía que debía ponerse en pie y buscar el coche, o en el peor de los casos, un

buen lugar para cobijarse por un rato. Cuando consiguió levantarse sentía que una

pulmonía o cualquier otra variedad penetraba en su cuerpo con total facilidad.

Comenzó a correr de nuevo sin rumbo fijo, no podía creer lo que le estaba

sucediendo. En sólo unos segundos habían dejado de cavar, se habían separado unos

instantes y la lluvia se había sumado a complicar un problema que no existía. Se

equivocaron, tenían que haber vuelto al coche y a casa después cuando se acercaban las

primeras nubes. Esa hubiese sido la decisión correcta. Ahora él se encontraba perdido

en un bosque que le parecía gigantesco.

Volvió a pararse debajo de un árbol, ya no le importaba si le caía un rayo encima, lo

único que quería era librarse de la lluvia de cualquier manera. Empezó a sentir un frío

atroz, no había una parte de su cuerpo o de su ropa que no estuviera chorreando de agua,

ya sólo le faltaba encoger. Sumido en la desesperación, exhausto y vencido por las

adversidades decidió apoyar su espalda en uno de los árboles y quedarse allí de pie.

Había oscurecido tan rápidamente como la lluvia había hecho aparición, aunque

todavía quedaba un rato para que anocheciera. Quieto, paralizado por el frío y el miedo,

miró a su alrededor. A su izquierda tuvo la sensación de que el paisaje, aquel mar

infinito de árboles, se convertía en otra cosa, en una pequeña explanada. Sin dudarlo fue

hacia allí y se encontró con un espacio vacío, llano, y después mucha piedra

amontonada y grandes rocas superpuestas de gran altura. Dio una vuelta a esa novedad

entre tanto árbol y justamente en el extremo posterior, contempló un agujero que tenía

la misma forma que una cueva. Su salvación.

Precisamente en la oscuridad que salía de aquel lugar Ricardo vio por fin un poco de

luz a su desastrosa situación. Un golpe de buena suerte le había sonreído entre tanta

calamidad, y no podía desaprovecharlo. En definitiva, ¿qué era un bosque de ese tipo

sin pequeñas cuevas para emergencias similares? Entró sin pensarlo y antes de que

pudiera relajarse de la intensa lluvia se sobresaltó aún más cuando notó que allí no

estaba solo, alguien estaba dentro. Se estremeció de nuevo, lo último que imaginaba era

encontrarse con una persona. Entre tanta oscuridad sólo distinguía una silueta a escasos

metros. No se movía ni hacía gestos. Ricardo pudo comprobar que se trataba una mujer

con el pelo largo y de gran altura. Su quietud le tranquilizó, podía sentirse tan

sorprendida como él de encontrarse compañía.

- Hola –dijo Ricardo todavía víctima de su cuerpo trémulo.

- Hola –contestó la chica en un tono casi inaudible.

En ese instante pudo ver parte de su cara gracias a la linterna que ella sujetaba. Era

pequeña, de piel fina y blanca. Su pelo largo y ondulado no dejaba ver bien sus ojos

alerta, de sorpresa mayúscula, a la defensiva de un peligro inesperado. Se mantenía

erguida pese a la humedad de la lluvia. Ninguno esperaba la presencia del otro, y esa

sensación de inseguridad presidió los primeros minutos del encuentro. Cuando ambos se

dieron cuenta de que no había motivo para preocuparse, lograron relajarse, sobre todo

Ricardo, que observaba con curiosidad los temblores de la chica, quién sabe si producto

del frío o del miedo, o de las dos cosas a la vez.

La joven dirigió el foco de la linterna para iluminar a su acompañante. Después lo

dirigió al suelo.

- ¿También te ha sorprendido la tormenta? –preguntó Ricardo intentando romper

esa situación, mientras se quitaba agua de encima como podía de su camisa y

pantalones.

- Sí, ha llegado de repente –su voz era fina, muy baja y entrecortada, parecía que

hacía un esfuerzo en cada palabra que lograba pronunciar.

- Menos mal que hemos encontrado este lugar.

Hubo un momento de silencio. Ricardo intentaba entablar una conversación fluida

mientras seguía cayendo la lluvia con parecida intensidad, pero ella no tenía ganas de

hablar o no se atrevía. En cualquier caso seguiría intentándolo, parecía inofensiva y más

asustada que él, bien pensado podía ser de gran ayuda.

- Espero que acabe pronto la tormenta –dijo de nuevo.

- Yo también, no quiero pasar la noche aquí –contestó ella. Justo en ese instante,

como si de una señal de tratara, su linterna se apagó.- ¡Dios mío, nos hemos

quedado sin luz!

Aquello significaba la oscuridad absoluta, sólo interrumpida por una luna llena

rodeada de veloces nubes que la tapaban continuamente esperando que el hombre lobo

saliera de entre los árboles.

- ¿Crees que podremos salir de aquí sin la linterna? –preguntó Ricardo con el ceño

fruncido.

- Yo conozco bastante bien este lugar, pero es muy arriesgado andar sin luz.

Ricardo ya lo había comprobado. La gran cantidad de árboles y la irregularidad del

terreno hacían imposible repetir el mismo camino de antes, además no sabía qué

dirección coger para regresar. Por las palabras de esa chica, tendría que hacerse a la idea

de pasar allí la noche, lo cual no entraba en sus planes. Por si fuera poco le angustiaba

no saber de Marcos y Pablo, desconocía dónde podían estar. Suponía que Marcos había

conseguido resguardarse en el coche, disponía de tiempo suficiente para llegar antes de

que la tormenta descargara y también contaba con el factor suerte que solía sonreírle;

mientras que el destino de Pablo era mucho más incierto, de hecho tenía la esperanza de

que hubiese encontrado una cueva parecida a la suya en su largo paseo, porque en caso

contrario su situación sería bastante desesperante. Al menos él estaba acompañado,

aunque fuera con una desconocida. Su presencia significaba un gran punto de apoyo, y

desde que la había encontrado se sentía mucho más tranquilo, aunque fuera una falsa

tranquilidad.

Se sentó en el suelo y ella hizo lo mismo a su lado. Por primera vez la chica dejó de

temblar, como si ya se hubiera convencido de que no tenía motivos para desconfiar de

su acompañante de cueva. Ricardo se quitó la camisa empapada de agua sin mirarla, le

daba igual lo que ella pensara, sólo intentaba evitar una pulmonía que probablemente

cogería igual.

- ¿Cómo te llamas? –se atrevió a preguntar ella todavía con la voz entrecortada y

sin mostrar reacción alguna al ver el torso de Ricardo.

- Ricardo, ¿y tú?

- Sara.

Ninguno de los dos se movió, tenían la cabeza apoyada en la dura pared de esa

especie de cueva de pequeñas dimensiones. No hicieron el mínimo gesto cuando se

presentaron. Pasaron unos minutos hasta que se decidieron a hablar.

- ¿Qué hacías por aquí? –preguntó Ricardo.

- Dar un paseo, te parecerá absurdo, ¿no?

- Absurdo no, digamos que no elegiste el mejor día.

- ¿Y tú qué hacías?

- Pues vine aquí con unos amigos, y antes de que se pusiera a llover nos

separamos un momento y ahora estamos cada uno en un sitio –dijo sin la

seguridad de que eso fuera cierto.

Sara lo miró extrañada, no parecía muy conforme con la respuesta, aunque la suya

tampoco sonaba convincente.

- Pues tampoco habéis elegido buen día –dijo con una sonrisa algo forzada,

demasiado condicionada por el miedo.

- No, y no creo que vuelva más. Si no llego a encontrar esta cueva no sé lo que

sería de mí ahora mismo –apuntó todavía asustado cada vez que lo recordaba.

- Sí, yo no recuerdo una tormenta igual a ésta. Ha sido increíble. Pero no te lleves

una idea equivocada, esta colina es maravillosa, tiene unos paisajes

incomparables –comentó con la seguridad de quien conoce muy bien un sitio.

- No lo dudo. Vine aquí hace mucho tiempo y no me acordaba de casi nada. ¿Tú

vienes a menudo por aquí? –preguntó Ricardo con una curiosidad no muy propia

en él.

- Sí, bastante. Este sitio tiene un significado muy importante para mí. –Se quedó

un momento pensando, dudando si quería seguir hablando u optaba por la

discreción.

- Si quieres me lo puedes contar –contestó Ricardo intuyendo esa duda. –Otra

cosa no será, pero tiempo creo que nos sobra aquí metidos.

- Venía muchas veces con mi abuelo cuando era pequeña –comenzó a contar con

tono bastante melancólico.- Me traía aquí a jugar y pasé momentos muy felices.

Mientras mis padres estaban trabajando era él quien me cuidaba y me enseñaba

todas las cosas que merecían la pena en la vida. De alguna manera me educó los

ratos que mis padres no podían.

- Tuviste suerte de tener un abuelo así –interrumpió Ricardo.

- Sí, muchísima. Guardo una cantidad de recuerdos de él muy bonitos, no se

borrarán nunca de mi memoria

Ricardo sonrió, era sorprendente cómo en la más profunda oscuridad los ojos de

aquella chica se iluminaban con más intensidad a medida que hablaba de su abuelo.

- Sin embargo, él fue muy desgraciado en la vida. Perdió a su familia, a sus padres

y a su hermano con apenas 25 años.

- ¿A todos?

- Desaparecieron. Fue justo antes de la Guerra Civil o los primeros días, no sé.

Iban los tres en el coche y nunca más se supo de ellos, aún nadie los ha

encontrado, ni sus cuerpos ni el coche…nada. Es una historia muy triste a la vez

que difícil de creer. Mi abuelo casi nunca quería hablar del tema, pero un día,

cuando yo podía entenderlo me lo contó todo, porque mis padres tampoco saben

mucho del asunto y nunca mostraron demasiado interés. El caso es que la

familia de mi abuelo tenía una casa muy cerca de aquí, en esta misma colina, y

él sospechaba que antes de desaparecer estaban aquí, refugiados de la situación

política tan complicada que existía en ese momento. A partir de entonces mi

abuelo vino mucho por esta zona buscando alguna pista que aclarase algo lo que

sucedió aquel día. Pero no encontró nada, ninguna pista ni siquiera en esa casa.

Cuando estalló la guerra y desaparecieron mi abuelo estaba en Valencia y

después se pasó mucho tiempo buscando.

- Y tú continúas esa búsqueda.... –dijo Ricardo fascinado por la historia, fuera

cierta o no.

- Sí, pero ya sé que no voy a encontrar nada. Simplemente vengo para recordar

esos tiempos sin ningún motivo más. En definitiva, siempre que puedo me gusta

pasar el tiempo aquí, este lugar es parte de mi historia.

- Quizás huyeron a otro país –sugirió Ricardo retomando la historia.

- Lo dudo. Pudieron hacerlo, pero en algún momento tendrían que ponerse en

contacto con mi abuelo, y no lo hicieron.

- ¿Y quién vive en esa casa ahora? –preguntó Ricardo como un periodista que

quiere completar su reportaje.

- Nadie. Quedó prácticamente destruida después de la guerra, sólo quedan algunas

partes intactas que nadie ha querido tocar. Está bastante escondida. Ya he

registrado esa casa de arriba abajo sin ningún resultado, sólo me queda tirarla a

base de golpes, pero prefiero que se mantenga en pie lo poco que queda, es el

último resquicio visible de aquella historia. Está muy cerca de aquí, si

tuviéramos más luz podríamos llegar hasta ella en poco minutos –su tono seguía

siendo triste, a la vez que resignado.

- ¿No te da miedo venir sola aquí? –continuó interrogando.

- No, este lugar incluso me transmite más seguridad. Casi estoy como en casa, es

una extraña sensación de comodidad.

- A mí me transmite inseguridad –dijo Ricardo riendo.

- Te ha tocado soportar la peor tormenta que se recuerda por aquí. Pero te animo a

venir otro día, ya verás como cambias de opinión.

- Seguro que sí –contestó sin creérselo-. Cuando era pequeño vine varias veces, y

me gustaba, aunque ahora casi no recordaba cómo era.

- Aún sigue siendo un lugar poco conocido, aunque me temo que eso cambiará

pronto.

- Esperemos que no –dijo apoyando la reivindicación de Sara.

- Para mí es un lugar muy importante. El hecho de que se mantenga muy poco

visitado hace que la historia de mi familia perdure con más fuerza, que se quede

instalada aquí sin que nadie pueda borrarla. Pretendo de alguna forma defender

la virginidad de esta zona y la memoria de mi familia, supongo que es difícil de

entender.

- Suena muy bonito, de verdad. ¿Entonces no suele venir mucha gente por aquí? –

preguntó sin saber qué contestar.

- De vez en cuando, pero no suelen repetir, parece que no encuentran nada de

interés en esta zona.

- Yo vine en alguna ocasión cuando era niño con mis compañeros, en esas

excursiones organizadas por el colegio. Después dejamos de venir.

- Sí, debe ser que aquí hay poco que ver para una excursión educativa.

- Desde aquí se valora la belleza de la naturaleza, por ejemplo.

- Sí, aunque hay muchos más lugares para eso.

- No sé si prefieres que venga la gente o que no –dijo Ricardo bastante despistado.

- Este lugar se creó para que no hubiese nadie, al menos de forma permanente, y

así debe ser.

Enfrascados en la conversación se olvidaron casi de la lluvia exterior, aunque una

desagradable humedad y la bajada de temperatura fruto de la tormenta ya se encargaban

de calarse en los huesos. Ricardo quiso comentar el motivo de su visita a la colina de las

Sombras pero no se atrevía a hacerlo, como si estuviera desvelando un secreto que sólo

correspondía a ellos tres.

- ¿Y dónde están tus amigos? –preguntó ella por casualidad, como si empezara a

preocuparse.

- No lo sé, uno de ellos supongo que se habrá resguardado de la lluvia en el coche

en el que vinimos, el otro no tengo ni idea. Y yo aquí, un desastre.

- Se os va a quitar las ganas de volver.

- Desde luego, aunque Marcos, uno de ellos, seguro que quiere volver, no se

arruga ante nada.

- Pues nos veremos, yo también seguiré viniendo como hasta ahora, por muchas

tormentas que caigan.

Aquella chica despertaba la curiosidad de Ricardo, nunca hubiera imaginado que

algunas personas necesitaran trasladarse a un lugar concreto para sentirse bien y

pudieran recordar su pasado en primera persona. Su historia le sonaba tan rara como

emotiva, cargada de un romanticismo dramático fuera de lo habitual. Él no guardaba

recuerdos de ese tipo, sus abuelos habían muerto pronto o habían acomodado su vida en

otro lugar, así que no podía compartir las mismas sensaciones que Sara. Desde luego

había tenido suerte, no mucha gente podía contar una historia semejante, ella tuvo a una

persona que se dedicó a cuidarla desde pequeña, a enseñarle los secretos de la vida, y

que prefería sacrificar su tiempo libre sin esperar compensación alguna. Y lo más bonito

aún consistía en que Sara lo comprendió en plena juventud con absoluta claridad y lo

seguía valorando en la actualidad como un tesoro inmutable y muy íntimo. Eso se

llamaba ser agradecido y no olvidar.

Ricardo sintió algo de envidia por no contar en su pasado con historias de ese

calibre, con episodios que pudiera recordar con ternura a lo largo de los años, y a su vez

tuviera la oportunidad de trasmitirlos de generación en generación. Sara desprendía una

sensibilidad especial que se había forjado a base de reminiscencias intensas,

experiencias imborrables que continuaban muy presentes en su vida actual. Él tenía la

costumbre de mirar siempre hacia adelante, sin volver la mirada al pasado, prefería la

inmediatez, el hoy y el ahora, que le eximían de la oportunidad de reflexionar aunque en

alguna ocasión lo echara de menos. En ese instante, por ejemplo, sólo pensaba en la

forma de salir del desafortunado episodio de la tormenta, la razón que le había llevado

allí ya no importaba, no formaba parte de la futura solución, y así había transcurrido su

vida hasta entonces.

Ricardo comprobó que su camisa seguía mojada, cuando se dio cuenta de que Sara

se estaba quedando dormida con la cabeza apoyada en una piedra que sobresalía de la

pared de esa cueva. La lluvia continuaba cayendo con mucha menos intensidad, pero

con una insistencia firme, semejante a las fuentes que dejan caer el agua siempre con la

misma cantidad y ritmo. Aunque dejara de llover no consideraba muy oportuno salir de

allí y decidir en medio de la oscuridad el camino a seguir. La chica, que parecía dominar

bastante bien el terreno, no se atrevía a hacer ese camino sin linterna, así que no sería él

quien le llevase la contraria.

16. La espera

Marcos empezaba a asustarse. Aunque nunca lo reconocería ante los demás,

aquellas historias que había escuchado por la radio le inquietaron. Encerrado en ese

coche, rodeado de una lluvia inacabable y de una oscuridad envolvente, sin saber lo que

sucedía con sus compañeros en el exterior, cualquier persona podía sentirse igual de

desamparada, o al menos inquieta. Una joven paciente andaluza, por cierto, muy guapa

y muy inteligente en cada una de sus opiniones, siempre se asustaba al encontrarse con

una bata blanca delante y una vez le dijo que “las personas cuando se asustan se

vuelven el doble de inteligentes”, sobre todo a la hora de encontrar una salida o solución

a algo que les aterra. Marcos esperaba que la teoría de aquella chica se cumpliera y

pudiera pensar con el doble de efectividad para poder acabar con esa pesadilla.

Cada vez se sentía más incómodo y agobiado en su propio coche. Notaba el mismo

malestar que se vive en un avión sin poder moverse durante horas en un viaje

trasatlántico además plagado de turbulencias. Ya no quería escuchar la radio, no estaba

dispuesto a enterarse de nuevas leyendas siniestras del terreno que pisaba y tampoco

quería pensar en nuevas soluciones.

En un arrebato de inconsciencia salió del coche con su linterna y corrió unos metros.

Se paró, gritó los nombres de sus amigos mientras la lluvia le empapaba de arriba a

abajo en sólo unos segundos. Cuando se dio cuenta de que no recibiría respuesta no

pudo soportar más la situación y volvió al coche de nuevo. No podía creer que pudiera

llover con tanta violencia, parecía que los dioses estuvieran enfadados a la vez y

hubiesen escogido un lugar en concreto para descargar su ira. Empezaba a dudar de si

pararía alguna vez, de si por circunstancias que se le escapaban, existiera la posibilidad

de que lloviera con esa intensidad el tiempo suficiente para destrozarlo todo sin que se

pudiera evitar por medios humanos. A partir de esa noche tendría un nuevo respeto a

todos los fenómenos naturales. Hasta ese instante no había caído en la cuenta de las

desastrosas consecuencias que ese tipo de variaciones podían provocar en la vida diaria

de las personas en pocos segundos. Había escuchado la multitud de catástrofes, desde

terremotos, volcanes, huracanes y aguaceros hasta el peligro que siempre infundía el

mar, sin embargo nunca lo había experimentado en primera persona.

Miraba su reloj, las once de la noche. Llevaba varias horas en ese estado y temía que

se prolongara durante un tiempo indefinido. Sospechaba que algo fallaba, que existía

una fórmula mucho más fácil para acabar con esa gran pesadilla, y sin embargo no daba

con ella.

Pensó en un instante en marcharse a casa con el coche, lo que suponía una locura

por el mal estado de la carretera, y sobre todo, abandonar a sus amigos de una forma

imperdonable. Esa posibilidad quedaba descartada porque en cualquier momento

podrían volver. A buen seguro se encontraban muy cerca, a escasos metros de su

posición, incluso a la vista a plena luz del día, pero la tormenta y la noche suponían dos

inconvenientes lo suficientemente poderosos para que se encontraran por casualidad. La

situación también podía ser peor, intentó ser positivo, era verano, no hacía frío y podía

pasar la noche, si las circunstancias lo requerían, sin mayores dificultades, salvando la

incomodidad del lugar y el repiqueteo continuo de los goterones de agua en el coche. La

peor de las circunstancias aún puede complicarse más con un poco de mala fortuna.

Sobre las dos de la mañana dejó de llover. Marcos seguía bien despierto, intentando

mantener la calma y siempre muy atento a lo que ocurría a su alrededor, que

afortunadamente para él, era nada. Fue observando cómo la hierba alta de aquel lugar se

empapaba a gran velocidad, sin posibilidad de que pudiera drenar lo suficiente en un

primer momento. Después, cuando la lluvia se hizo más continua y con una menor

intensidad, la capacidad de absorción se recuperó de forma milagrosa, como si la lluvia

y la hierba estuvieran conectados para drenar una lo que arrojaba la otra.

Salió del coche y pudo comprobar que apenas existían charcos. Anduvo en medio de

la oscuridad con la linterna encendida en su mano tanteando el terreno. Se veía muy

poco, casi dependía del azar pisar en una zona llana o no, lo que ponía en riesgo peligro

la buena salud de sus tobillos. Quiso acercarse lentamente al lugar donde se hallaba el

gran pino, al menos escogió la dirección que creía que habían tomado unas horas antes.

Cabía la posibilidad de que alguno de sus amigos se encontrara allí. Pero muy pronto se

dio cuenta de que estaba desorientado, de que por su bien no debía alejarse del coche ni

perderlo de vista, suponía su mejor aliado en esa aventura sin fin y no podía permitirse

el lujo de abandonarse a sí mismo en medio de la oscuridad. Por el camino se encontró

un conejo silvestre que iba dejando huella a su paso y de vez en cuando excavaba hoyos

con las patas anteriores, se movía con un vibrante zigzagueo con su cola blanca hacia

arriba y desafiante al mal tiempo.

Marcos volvió a su coche cuando comprobó que empezaba a llover de nuevo. Las

nubes continuaban su paseo veloz tapando la luna y la poca luminosidad que podía

aportar. Maldecía en voz alta su mala suerte, la imposibilidad de poner en práctica

cualquier plan que tuviera en mente, el infortunio que se había propuesto perseguirlo

hasta límites que no conocía. Centró el blanco de sus iras en Pablo, por su culpa habían

llegado tarde y no habían tenido el tiempo suficiente para buscar la caja con

tranquilidad, por mucho que luego apareciera la tormenta... ¿por qué la gente no era

rigurosa como él en ciertos temas? Si se hubieran respetado todos los planes y los

horarios que había diseñado con esmero ahora no estarían perdidos en medio de una

colina misteriosa, separados, y con una tormenta que había descargado toda su

ferocidad.

Marcos se aburría allí encerrado, incluso consideraba inútil enfadarse con personas

tan superficiales e inferiores a él. Ricardo y Pablo le parecían irrelevantes, uno quería

aparentar mucho más de lo que era, cuando en realidad su vida se limitaba a un fraude

insulso, atado a una mujer que había dado muy pocas muestras de quererle; y el otro,

mientras tanto, vivía en el más absoluto de los fracasos laborales y sentimentales por su

poca ambición, inteligencia y picardía. Y allí sentado, con una cara como si hubiera

perdido una suma importante de dinero en el póker, llegó a la conclusión de que ese

plan detallista, estudiado al milímetro, insoslayable, había sido una equivocación por

culpa del fantasma y del veleidoso, dos jugadores que no merecían su prestigiosa

partida y le producían una irremediable displicencia.

Marcos por lo general no se arrepentía de lo que hacía. Si después de reconsiderarlo

llegaba a la conclusión de que se había equivocado le servía para no hacerlo de nuevo,

así que de algún modo no le preocupaban los errores, siempre que no fueran muy

graves. Éste había sido un error de impaciencia por querer completar un sueño de

manera tan prematura y no contar con la posible torpeza del resto de protagonistas. Y,

sin embargo, la equivocación que cometió con Laura le pareció menor, fruto de una

atracción natural irrefrenable que quiso repetir con cierta obsesión en su día, y que en la

actualidad tampoco le importaría rememorar. Aunque no fuera la primera vez que tenía

una aventura de una noche, por primera vez sentía verdaderos deseos de volver a

hacerlo. Se trataba de un caso especial, o lo era ella en sí, o lo que significaba la figura

de Laura, o ambas cosas a la vez. En aquella noche ya se dio cuenta de que Laura poseía

la cualidad de fascinar con su sola presencia, como ya apuntaba con catorce años, y la

capacidad de poder hechizar a cualquiera con sólo la utilización precisa de la palabra.

Marcos pasó unos cuantos días obsesionado con ella, y no consideraba que fuera

algo horrible pensar una cosa así. La llamó por teléfono varias veces, la mayoría de ellas

nadie contestó, en otras descolgó el auricular Ricardo, por lo que Marcos no habló, y

una sola de las veces escuchó la voz de Laura. Ella quiso cortar la conversación de

inmediato alegando que su marido se encontraba en casa y que no era buena idea que

volviesen a hablar. Sin embargo Marcos insistió en un primer momento. En esa

conversación le pidió varias veces que no colgara el teléfono, angustiado por la

posibilidad de perderla para siempre, y ella no lo hizo, también algo interesada por lo

que él pudiera decir. Hablaron de que fue bonito, de que incluso en otras circunstancias

podía ocurrir algo más serio, pero sobre todo ella dejó claro que no pasaría más, que

había sido un error, un grave error que nunca tuvo que producirse. Acordaron no verse

ni hablarse y Marcos lo fue aceptando con el tiempo hasta que consiguió olvidarlo. A

veces una persona entra en la vida de otra en un momento inadecuado, cuando ya no es

posible volver atrás y empezar de nuevo, cuando ya no es tiempo de segundas

oportunidades y ya no hay energías para lanzarse al vacío en busca de nuevas aventuras.

En definitiva, Marcos se había cruzado en la vida de Laura cuando ésta estaba a

punto de casarse, cuando no iba a poner en riesgo lo que tenía, cuando los años con una

persona pesaban más que los deseos de experiencias emocionantes. Y aunque sus

pensamientos pudieran parecer crueles tenía pocas dudas de que si ella lo había hecho

una vez, lo volvería a repetir, siempre sucedía así, porque desde luego estaba seguro de

que él no era un caso excepcional o especial que hubiera pasado por su vida. Tenía una

gran autoestima, se consideraba una persona útil, privilegiado en algunos aspectos, muy

bueno en casi todo lo que hacía, un gran triunfador con las mujeres, pero no se

consideraba el mejor en este campo. Lo pasó mal durante una temporada, hasta que una

nueva mujer se cruzó en su camino y centró su atención. Después volvió a terminarse

este nuevo capítulo para comenzar otro pronto, una dinámica que sólo servía para alejar

a Laura de su mente.

17. La carta

Pablo se sentía muy afortunado por haber encontrado aquella casa, al menos no le

había caído una sola gota, y además casi tenía la seguridad de que sus compañeros se

habrían resguardado en el coche. La idea de que se hubieran ido sin él recorrió su mente

con la misma rapidez que una estrella fugaz que apenas deja rastro en su veloz camino.

Y no se repitió.

Pasaron los minutos y la lluvia continuaba cayendo con la misma intensidad.

Empezaba a impacientarse de verdad. No recordaba un aguacero parecido desde hacía

mucho tiempo. Ni siquiera se atrevía a asomar la cabeza, sabía que no podía moverse de

allí. Miró a su alrededor para inspeccionar de nuevo el lugar donde pasaría unas cuantas

horas. Entre las sillas en mal estado que encontró se sentó en la que parecía más fiable

para aguantar su peso, menos mal que no estaba precisamente gordo. Inspeccionó el

baúl y se le ocurrió abrirlo para pasar el rato, tampoco tenía demasiado interés en saber

lo que allí se escondía. No pudo, pesaba demasiado, además no tenía muchas fuerzas

después de estar cavando la tierra y le dolían las manos del esfuerzo anterior. Justo

cuando se daba por vencido sonó un “clic”, y se abrió. En el aire se levantó una enorme

polvareda que le dejó ciego por un instante, tanto que tuvo que salir de la casa antes de

que se asfixiara a pesar de que la lluvia seguía cayendo. Cuando pudo volver a la casa

inspeccionó el interior del baúl con cierta curiosidad. Se encontraba muy desordenado, y

como daba la impresión exterior, tenía una profundidad considerable, aproximadamente

un metro. Lo primero que asomaba era un pequeño libro forrado con papel de periódico

amarillento, que había conseguido sobrevivir en un decente estado en comparación con

el resto del conjunto. Pablo abrió las delicadas primeras hojas de “Tres sombreros de

copa” de Miguel Mihura, y decidió dejarlo encima de la mesa antes de que se le cayera

a trozos de las manos. También encontró el retrato de una mujer en blanco y negro.

Aunque se encontraba en muy malas condiciones pudo comprobar que era

aproximadamente de su misma edad, de ojos tristes, peinado antiguo y frente ancha y

con una mirada de inocencia y conformidad. Por un momento sentía que estaba

removiendo un pasado que se mantenía aún vivo en el presente en forma de objetos

deteriorados por un tiempo indeterminado, como si recibiera una herencia que alguien

había dejado para el que tuviera la curiosidad de abrir el baúl.

Pasaron un par de horas y la situación no cambió hasta que en un golpe fuerte de

viento y lluvia Pablo vio que el techo comenzaba a ceder sin que él pudiera evitarlo. El

ruido ensordecedor hizo que un intenso escalofrío recorriera su cuerpo señalando el

peligro inminente. Pensó que su momento había llegado, que había pasado sus últimas

horas en un lugar peculiar, refugio de otra gente en un período que desconocía y

rodeado de aquellos instrumentos de sus vidas. En cambio, milagrosamente, el

desprendimiento tuvo lugar de forma escalonada, casi a cámara lenta, lo que le permitió

salir corriendo de la casa con el tiempo suficiente para no quedarse atrapado.

Una vez que la situación se estabilizó, cesó el ruido de los cascotes y se recuperó del

susto, se atrevió a entrar de nuevo. La zona más dañada era la más alejada a su posición,

donde un día estaban las habitaciones de aquella casa y que ahora se había convertido

en un montón de desperdicios y polvo. El salón, donde estaba la entrada principal y el

baúl, había quedado intacto. Entró con cautela, tenía miedo de que los desprendimientos

se repitieran una vez dentro y no tuviera tiempo de escapar. Se asomó a la parte dañada

y comprobó que el estropicio había sido grande. Ya no existía la posibilidad de

distinguir lo que allí había hace unos años, la tormenta se había encargado de dejarlo en

ruinas. En medio de tanto destrozo, Pablo advirtió una pequeña caja abierta con algunas

hojas escritas que al llegar a la casa no había visto, se habrían caído de alguna zona alta

o de algún armario de las habitaciones. Por un momento su corazón volvió a dar un

vuelco pensando que allí podrían estar los papeles que andaban buscando durante horas.

Se agachó para echarlas un vistazo. Eran muchas, numeradas, con letra bastante ilegible

por su mal estado de conservación. Las reunió todas en un montón y, como no tenía otra

cosa mejor que hacer con aquélla lluvia, se puso a leer con gran dificultad. No, no se

trataba de aquellos papeles.

Sábado 18 de julio de 1936

Por las noticias que nos llegan estamos rodeados. Navarra, todo Aragón y Castilla

están atrapadas. Se están desplazando con una rapidez asombrosa, aquí las noticias no

llegan con demasiada claridad, y además lo hacen de forma contradictoria. Todos

estamos muy nerviosos y tremendamente asustados. Nadie se puede creer lo que está

pasando, pero ya es una realidad que no se puede esconder. La sensación es de que se

está tramando algo muy gordo que puede tener unas consecuencias muy graves para

nuestro país, y que desde luego, nuestro pueblo no merece. No puedo entender el odio y

el poco respeto que algunos tienen por una situación que se eligió de forma pacífica....

Se encargan de dinamitar un país que sólo quiere la paz, y están consiguiendo su

objetivo. Nunca había visto mi ciudad como está ahora, quizás porque también soy muy

joven. Desde que llegó la República ha habido gente que no la aceptó y la llevan

boicoteando mucho tiempo, pero nunca tanto como ahora. Las noticias que llegan de

Madrid cada vez son más preocupantes pero por aquí el caos no es menor. Los

anarquistas han asaltado barcos y se han hecho con armas, van por la calle con la

posibilidad de disparar a cualquiera. Es una reacción lógica, no podemos permitir que

los sublevados tomen la ciudad, sería el final de la República. La CNT reclama armas y

también la FAI. Esto tiene muy mala solución. Y lo peor de todo es que yo no veo el

motivo de este descalabro, después de una dictadura, siempre negativa se mire por

donde se mire, parecía que habíamos encontrado un halo de tranquilidad, de libertad, o

por lo menos mucho más que antes.

La República fue muy aclamada en su día e incluso han gobernado el país las alas

más opuestas de la política, de forma democrática y tras unas elecciones. Pero parece

que un sector de la población quiere romper con este sistema justo. Ahora estos

individuos están poniendo el país al borde del abismo sin contar con nadie, sólo con el

apoyo de unos pocos. Y los demás no sabemos lo que pensar porque nadie sabe lo que

va a ocurrir, todos nos tememos lo peor. Está empezando a calar un sentimiento de

derrota, de decepción que sólo se aparcó aquel 14 de abril de 1931 y los días

posteriores. Y en muy poco tiempo todo empieza a precipitarse hasta un final que

todavía no podemos imaginar. No voy a hablar de mala suerte, porque seguramente en

otros lugares estén peor que aquí, pero puedo asegurar desde esta casa, escondidos en

un bosque, en una colina, que la situación no es nada agradable. Y aquí me siento

seguro, hemos estado mi familia y yo en más de una ocasión en circunstancias

parecidas, pero no es muy normal que nos tengamos que esconder a estas alturas de la

vida. Este país está gafado, no levanta cabeza porque existe tanta envidia y odio que ni

siquiera se paran a pensar en lo que está pasando. Me dan ganas de salir al centro de

Barcelona a decir lo que pienso, quizás todos lo deberíamos hacer, quizás sea una

locura similar a la que están organizando los sublevados. Merecemos un poco de paz,

vivir sin sobresaltos, un poco de tranquilidad...

La postura que hemos tomado es de esperar, esperar a que unos desquiciados

tomen un país entero, hagan lo que se les antoje con sus vidas y con las nuestras, o

esperar a que la cordura triunfe y nos quedemos como estamos, que no es poco. Es una

actitud contemplativa, muy cómoda, a la vez que inevitable, ya me gustaría poder hacer

más. Otros no se conformar y se tiran a las calles sin nada que perder, desde luego es

una postura valiente a la vez que alocada...

Hace mucho calor en Barcelona, hay humedad, y el ambiente está muy cargado.

Hay una sensación de agobio y angustia que apenas deja respirar, quizás también sea

la ansiedad por lo que pueda ocurrir. Los nervios están a flor de piel y no hay tiempo

para pensar, sino sólo para ver pasar los acontecimientos sin poder reaccionar. La

cruda realidad está escrita así.

No se me ha ocurrido otra cosa que escribir lo que está pasando, ahora que los

acontecimientos son cada vez más críticos. Aunque nunca en mi vida lo he hecho, ni

pensaba hacerlo, de hecho escribo muy mal, creo que la situación lo requiere así, algún

día alguien leerá esto y sabrá de primera mano lo que pasó en nuestro país y también

en esta pequeña casa desde donde estoy escribiendo. Si al menos pudiera servir para

algo en un futuro... Creo que varias generaciones de españoles van a quedar marcadas

por estos hechos, y pase lo que pase, esto no va a cambiar, sólo espero que las

siguientes puedan vivir en paz, con sus historias, pero no con el miedo de morir en

cualquier acera. Esta noche mi estado de ánimo es paupérrimo, si se piensa de verdad

es difícil superar y digerir unos problemas que no han surgido por tu culpa. Si te

introduces en asuntos laborales, amorosos, sociales etc., puedes correr el riesgo de que

salgan mal, a veces sin quererlo uno mismo, pero realmente nadie te dijo que te

metieras en ellos. Aquí sucede todo lo contrario, vivimos pendientes de una situación

alarmante de la que no formamos parte de manera directa, y menos mal que en

ocasiones podemos votar en unas elecciones, algo por lo que hemos luchado con todas

nuestras fuerzas. Ahora unos pocos están dirigiendo nuestro futuro más inmediato.

Pablo hizo una parada en su lectura. Se quedó mirando un instante los papeles

todavía atónito por el significado de aquellas palabras. El desorden en la narración no

restaba un ápice de dramatismo y de desgarro emocional en un autor primerizo asustado

por su propio alrededor. Las clases de Pablo en el instituto quedaban bastante lejos, pero

cualquiera persona un poco interesada por la historia sabía que aquellas frases se

escribieron en un período muy concreto que presagiaba el comienzo de la Guerra Civil.

Apagó un momento la linterna para que las pilas no se agotaran y pudiera seguir

leyendo. Desconocía el tiempo que podría alumbrar.

Pablo se emocionó como si hubiera descubierto un tesoro oculto, mucho más

valioso que el escondido por ellos, curiosamente en un lugar muy cercano aunque en

unas circunstancias muy diferentes y con un valor histórico también bastante superior al

suyo. Un golpe de viento había dejado caer esos papeles y allí se encontraba él,

sosteniendo entre sus manos un escrito que quizás nadie había leído desde hacía muchas

décadas... La idea le parecía fascinante, sentía verdadera curiosidad por profundizar en

aquella carta procedente de una época que sólo conocía por los libros de historia o por

películas relacionadas con el tema. Y también quería conocer más del destino de esa

persona de la que no sabía ni su edad, ni su nombre, ni otro dato más, sin embargo se

sentía cerca de su sufrimiento, o por lo menos se apiadaba de él. Pablo continuó leyendo

a pesar de que el vocabulario no era el más correcto y le costaba entender algunas

palabras que él mismo inventaba sobre la marcha. Ya no podía apartar de sí aquella

prístina historia.

La situación de nuestra familia es aterradora, algunos de los nuestros están

repartidos por toda España y no sabemos si están bien, y los que estamos aquí nos

hemos encerrado por puro miedo. Mis padres no consiguen dormir, yo tampoco y como

no soporto estar sin hacer nada, lo único que podemos hacer es mirarnos a la cara o,

como he elegido yo, ponerme a escribir porque no puedo aguantar la mirada de pánico

de mis seres queridos. A lo mejor estamos exagerando y sólo se trata de una crisis

pasajera como ya sucede bastante a menudo en este país. Con tanta polémica es muy

fácil perder la noción de lo que es importante y de lo que no lo es. En cualquier caso es

una suerte tener esta casa. Casi no la conoce nadie, llegar a ella es una auténtica

aventura y, en fin, se respira un ambiente de tranquilidad envidiable que en las últimas

horas se ha visto empañado por el ruido lejano, claro y amenazador de disparos. En

este lugar estamos seguros, nadie va a subir hasta aquí para disparar cuatro tiros. El

problema es que no podemos estar escondidos toda la vida, si la República cae y hay un

cambio de régimen tendremos que aceptarlo o bien matarnos los unos a los otros,

ninguna solución va a ser buena, y tendremos que salir a la calle pase lo que pase. Así

que no nos queda más remedio que ser valientes y mirar hacia adelante, siempre lo

hemos hecho. Me he propuesto contar lo que ocurra a modo de reportero ya que la

ocasión es especial y por primera vez me siento con la responsabilidad de hacerlo,

aunque otros muchos lo hagan, y mucho mejor además. Cuando todo esto acabe o

decida que ya no tiene razón de ser, lo dejaré, y si acaba de manera repentina, será que

algo grave me ha sucedido.

Pablo dejó de leer. Todavía le quedaban muchas hojas en sus manos y no sabía si su

linterna aguantaría mucho más tiempo, muy probablemente no lo hiciera y tuviera que

pasar a las hojas finales para enterarse de lo que verdaderamente sucedió.

Seguía lloviendo sin parar, ahora con una intensidad algo menor. Ya tenía claro que

no se iba a mover de aquel lugar, sólo le preocupaba que el techo se desmoronase de

nuevo, aunque ya se había situado de forma que pudiera salir corriendo para evitarlo. El

agua, por mucho que cayese, no entraba en el habitáculo por el porche al estilo oeste

que cubría la entrada. Casi estaba a gusto en aquella situación, nunca había sido

miedoso y su única preocupación en ese momento consistía en conocer el desenlace de

aquella historia.

Volvió a sus papeles. Se sentía un privilegiado por estar allí con toda la tranquilidad

del mundo enfrascado en una lectura real, o por lo menos eso parecía. Además acababa

de descubrir los secretos de una persona escritos en un papel con la clara intención de

darlos a conocer a las siguientes generaciones, no existía, por lo tanto, ninguna

violación de la intimidad que nunca debiera salir a la luz. A alguien le tocaba leer esas

confidencias, y por gajes del azar, Pablo había sido el elegido.

18. El error.

Ricardo no podía dormir a las 2 de la mañana. Soplaba un viento fuerte, racheado

que se introducía con total claridad en esa cueva, como si alguien hubiera colocado

ventiladores gigantes en esa dirección. Echó mano de su camisa, que se había secado

pronto precisamente por ese viento, y sólo se la puso por encima ya que Sara dormía

profundamente y se había relajado con la cabeza apoyada en el brazo de Ricardo, a

pesar de las incomodidades de esa situación.

Se puso a pensar en su historia, no terminaba de creerse todo lo que había

escuchado, le resultaba demasiado extraño. Aunque existía un dato evidente, ella se

encontraba allí, completamente sola, y alguna razón habría, no parecía el entorno más

recomendable para dar un paseo sin más motivo. Algo oculto escondía, su

argumentación sonaba demasiado bonita para ser cierta al cien por cien. Últimamente

cuestionaba todo lo que escuchaba, todo lo que se movía a su alrededor, todo lo que le

parecía sospechoso, y a veces sin justificación alguna. En muchas ocasiones se decía así

mismo que debía cambiar esa costumbre tan negativa, no dejaba de ser injusta y

peligrosa en determinadas circunstancias. Su carácter iba cambiando con los años, y se

hacía más y más agrio e intolerante con la gente que él mismo decidía, aparte de que

confiaba cada vez menos en la sinceridad de las personas. No le gustaría comprobar que

también tenía razón en esta ocasión ya que aquella chica parecía especial, demasiado

sensible como para mentir con tanto descaro.

Intentó relajarse, dormir unos minutos con la tranquilidad de que allí no había nada

que pudiera significar un peligro para ambos, sólo existía la remota posibilidad de que

algún animal se despistara y acabara en la entrada de la cueva, lo que significaría ya

demasiada mala suerte para un solo día. Cuando consiguió dormirse empezó a soñar con

cosas muy extrañas, en una de las historias estaba con Sara en un sitio que no lograba

situar y que tampoco le resultaba familiar. También había otra persona desconocida que

hablaba con ellos y les aconsejaba que no hicieran lo que tenían pensado. Finalmente

ambos se iban sin escuchar sus consejos y cogían un coche.

A las 5 de la mañana Ricardo se volvió a despertar y se dio cuenta de que había

dejado de llover. No podía creerlo, llevaba lloviendo horas y horas, casi se había

acostumbrado a vivir con ese elemento natural de manera permanente. Quiso levantarse,

tenía el cuerpo entumecido por la humedad y por mantener demasiado tiempo la misma

postura, pero Sara todavía seguía con su cabeza apoyada en él y no quería despertarla.

Llevaba tantas horas allí metido que quería salir corriendo de inmediato. Sin querer, por

el impulso de la emoción, despertó a su acompañante, que se incorporó completamente

desorientada.

- ¿Qué hora es? –preguntó.

- Alrededor de las cinco –contestó Ricardo sin mirar el reloj.

Sara se estiró y se puso en pie de su salto.

- Tengo frío –dijo encogiéndose de pronto.

- Pues no hace mucho, tenemos suerte, podíamos haber cogido una pulmonía cada

uno.

- Todavía estamos a tiempo de cogerla –contestó ella.

- ¿Has conseguido dormir algo?

- Sí, apoyada en tu hombro. Perdona, te habré molestado –contestó casi

avergonzada.

- No te preocupes, éste no es un buen sitio para dormir, ni siquiera un rato -

contestó sonriendo mientras notaba por primera vez que tenía mucho sueño.

Ambos salieron de la cueva y pudieron comprobar que el suelo no estaba tan

mojado como suponían y que seguía tan oscuro como antes. La tranquilidad absoluta

presidía aquel lugar, incluso los primeros cánticos de los pájaros daban a la escena un

aire de normalidad y pureza, como si la vida de aquella colina volviera a la normalidad

quebrantada después de la gran tempestad, el fenómeno que tanto gustaba al pintor

Vermeer.

Sara parecía decidida a introducirse en medio de la noche sin ningún temor, con

toda naturalidad.

- Será mejor que esperemos aquí hasta que amanezca –dijo Ricardo viendo las

intenciones de la chica.

- De acuerdo –contestó echando un vistazo a su alrededor-. Ni siquiera te has

enterado de que me he ido a dar una vuelta hace un rato.

- ¿Que te has ido? ¿En medio de la oscuridad? –preguntó Ricardo que no salía de

su asombro.

- Sólo a estirar las piernas, muy cerca de aquí para no perderme.

- Debía estar bien dormido, no me he enterado.

Ricardo se quedó unos instantes observando los movimientos de la joven. Se movía

con la elegancia de Rita Hayworth en Gilda, incluso se parecía a ella físicamente a

medida que se alejaba. Después volvió a la entrada de la cueva.

- Cuando le cuentes esto a tu mujer no se lo va a creer –dijo ella de repente

sonriendo.

- ¿Cómo sabes que estoy casado?

- Bastante fácil –contestó mirando y señalando el anillo de Ricardo.

- Es cierto que es una historia casi increíble, pero estas cosas pasan a veces.

- Sí, y cosas aún más extrañas.

- De todas formas, ¿nunca has soñado de pequeño quedarte aislado en un lugar

como éste? –dijo dejando que su mente volara a épocas pasadas.

- Sinceramente creo que no. Seguro que tú muchas veces –se le escapó a Ricardo

- Siempre me ha encantado la aventura y el riesgo, no lo puedo evitar.

- ¿Has vivido muchos episodios semejantes?

- Bastantes. Y más dramáticos todavía. Una vez me quedé toda una noche tirada

por las calles de París. Llegué allí de improviso, por razones que no vienen al

caso, y me encontré con que no había plazas de hotel o de hostal en todo el

centro de la ciudad por no sé qué acontecimiento importante al día siguiente. Me

pasé la noche entera de un lado para otro sin saber qué hacer, por suerte era

verano y sobreviví –dijo con una sonrisa.

- Vamos que ya tienes bastante experiencia en estas aventuras.

- Supongo que va con mi carácter, me veo en situaciones comprometidas porque

siempre estoy de un lado para otro. Eso también me lo inculcó mi abuelo,

después de lo que sufrió se ve la vida de otra forma.

- Quizá yo me la tomo con más calma, en familia.

- Hay tiempo para todo, pero a lo mejor mis periodos de calma son más breves

que los tuyos.

Ricardo pensó que su situación familiar influía en la manera de actuar, no se podía

permitir ciertas alegrías con una mujer y un hijo en casa.

- De todas formas, en general, ¿no te parece muy emocionante pasar una noche

como ésta en medio de la nada y encima acompañado de una mujer? –preguntó

ella de nuevo soñando en voz alta.

Aquella pregunta pilló desprevenido a Ricardo. De nuevo su respuesta era negativa,

aunque no podía creer que tuviera una forma de pensar tan distinta a la de una chica de

parecida edad.

- En otros tiempos hubiera sido diferente –dijo sin entusiasmo.

Ricardo se sentía superado por Sara. Su personalidad arrolladora pasaba por encima

de él como un tren de mercancías que nunca para y siempre se mantiene a buen ritmo.

- ¿Tienes hijos? –preguntó ella de improviso.

- Sí, uno, se llama Alfredo, es un encanto. Por cierto, me has contado mucho de tu

pasado y de tu familia pero casi nada de la actualidad…

- No hay mucho que contar, no me he casado, si eso es lo que quieres saber.

Quizás algún día lo haga, nunca se sabe.

- Yo he tenido mucha suerte en ese sentido, no me puedo quejar.

- Me alegro, pero no bajes la guardia, siempre hay que luchar por mantener lo que

uno tiene.

Hubo un momento de silencio. Ricardo notaba que cada frase de Sara llevaba un

doble sentido que aún era incapaz de descifrar en tan poco tiempo. Emanaba un misterio

en su comportamiento que deseaba descubrir más profundamente para poder

comprenderlo mejor y actuar en consecuencia. No se sentía cómodo cuando una persona

le controlaba con cada una de sus palabras. A veces su propia mujer lo lograba, pero al

menos ya conocía el doble sentido de algunas de sus intenciones.

Ricardo se preguntaba si a partir de aquella mañana perdería el contacto con Sara y

ese encuentro se convertiría en una anécdota fugaz en su vida. Dejando aparte su

misterio, en muy pocas horas había empezado a sentir cariño por ella, por un lado le

daba pena que acabase aquella rocambolesca historia y por otra deseaba regresar a casa,

olvidar esa noche y en todo caso ver a Sara en otras circunstancias más favorables,

donde pudiera reírse de lo ocurrido sentado en una cómoda cafetería.

- ¿Te irás a casa cuando amanezca?

- Supongo que sí, ya he estado aquí muchas horas, necesito descansar. Aunque

antes me daré una vuelta para despejarme, tengo que bajar en coche y quiero

estar bien despierta. ¿Tú te irás con tus amigos?

- Sí, si los encuentro.

- Claro que sí –dijo ella sonriendo- Habrán pasado la noche de cualquier manera,

pero sobrevivirán. ¿Dónde tenéis el coche?

- Al lado del enorme pino que hay cerca de aquí.

- Sí, es precioso –dijo Sara como si estuviera soñando.

Hubo otros segundos de silencio.

- Espero verte algún otro día, en un lugar más acogedor –dijo Ricardo.

- Claro, cuando quieras, ahora que el destino nos ha reunido no vamos a darle la

espalda.

A medida que Sara hablaba, ahora ya sin el miedo que agarrotaba su tono de voz,

Ricardo se daba cuenta de que sus palabras desprendían una musicalidad pausada,

tranquila y llena de una paz interior que pocas veces dejaría que se alterara. Daba la

impresión de que no había perdido la jovialidad y la docilidad que un día tomó como

propias y que no pensaba variar ni siquiera con el paso de los años o la llegada de la

madurez. Mostraba una seguridad en sus respuestas que la hacían mucho mayor y

convincente todavía cuando la situación lo requería. No sabía exactamente su edad,

calculaba que unos 25 ó 26, y tampoco tenía intención de preguntárselo. Notaba con

claridad como, poco a poco, aquella chica reclamaba su atención con mayor intensidad,

una circunstancia que al inicio de la noche no existía o por lo menos se mantenía oculta.

Y esa sensación ratificaba más a su favor su frecuente predisposición a fijarse en otras

mujeres que se cruzaban en su camino y despertaban su interés. Pensó en dejarlo correr,

al menos por el momento, no valía la pena agobiarse por ello, sobre todo cuando apenas

quedaban escasos minutos para que amaneciese y pudieran salir de aquella cueva para

siempre.

Sabía que nunca olvidaría esa noche, casi estaba seguro de que sería imborrable en

su memoria, y en consecuencia, Sara también. No encontraba un tema de conversación

fluido con ella, y, sin motivo alguno, lo prefería así.

- Este lugar es maravilloso –dijo ella mientras se bebía con los ojos la libertad de

la naturaleza.

- Anoche yo no decía lo mismo.

- ¿Te das cuenta? Hace unas horas ha caído una tormenta espectacular, y ahora

mismo amanece como si nada hubiera ocurrido antes, los pájaros vuelven a

cantar, los árboles volverán a dar sombra, e incluso apenas se notan charcos en

la tierra, ¿no es maravilloso?

Con cada uno de sus gestos y opiniones, Ricardo se daba cuenta del carácter tan

peculiar de Sara, parecía un personaje sacado de un cuento infantil que siempre hubiera

vivido rodeado de animalitos y plantas y que no hubiera pisado jamás la gran ciudad

con sus ruidos, humos, prisas y atascos. No encontraba otra explicación a algunos de sus

comentarios, que, sin saberlo, provocaban una mayor atracción por ella. Quizás su

personalidad tan irreal, su honestidad, su alegría sincera por la vida, en combinación con

su astucia e inteligencia permanentes, le atraían por la dificultad que requería encontrar

a alguien parecido; hacía tiempo que tenía aparcada cualquier idea tan maravillosa de

su, casi siempre, mente retorcida. A veces pensaba que la vida, en primera persona, no

le había tratado tan mal como para llegar a conclusiones tan fatalistas, tenía una mujer

encantadora, con sus problemas, pero la tenía, un hijo, lo mejor que le había pasado con

diferencia, un trabajo, dinero; no podía quejarse. En cambio lo que observaba a su

alrededor no le gustaba tanto, y probablemente su desánimo procedía de que el ser

humano no había cumplido con unos valores mínimos establecidos por él mismo de

manera inconsciente. En ese sentido Sara se convertía en una bocanada de aire fresco

por la que merecía la pena luchar. No parecía muy fácil encontrar a una persona de

semejante personalidad a su alrededor.

Sara entró de nuevo en la cueva y se sentó en el mismo sitio que había ocupado toda

la noche.

- Estoy cansada –dijo suspirando.

Ricardo se colocó a su lado igual que antes y cogió su mano, le miró a los ojos y

sonrió. Tenía ganas de ofrecerle un gesto cariñoso desde hacía un buen rato,

simplemente por pasar a su lado la noche y hacerle compañía. Ella puso un gesto de

sorpresa, pero no hizo ni dijo nada. Y entonces Ricardo en ese momento perdió la

cabeza, la atrajo hacia sí, la abrazó y se dispuso a besarla. Tocó sus labios levemente ya

que la chica esquivó su movimiento, y en ese instante se dio cuenta de su enorme error

y de que estaba siendo rechazado. Quiso que el tiempo volviera atrás para impedir

aquella estúpida acción, aquel desacierto sin sentido, aquel impulso del que desconocía

la procedencia aunque sí el resultado final.

- No es buena idea, lo siento –dijo ella sin perder la sonrisa, aunque con la

sorpresa todavía en el rostro.

- Perdona, ha sido un error por mi parte, no debía hacerlo.

- No pasa nada, llevamos mucho tiempo en este lugar y sin dormir en condiciones.

Ni siquiera se había enfadado por aquel desliz de Ricardo. Sabía encajar los errores

de los demás mucho mejor que cualquier otra persona, aunque fuera ella la víctima. Sara

se estaba convirtiendo en un caso fuera de lo normal, fuera de las costumbres habituales

de los mortales, incluso llegaba a dar miedo su continua e imborrable sonrisa y simpatía

sellada en su rostro.

- Pensarás que soy una persona horrible –dijo Ricardo todavía avergonzado.

- Yo no puedo juzgarte, no soy quién. Sólo tendría palabras de agradecimiento

hacia ti, me has ayudado mucho toda la noche. Y he dormido encima de tu

hombro.

- Gracias –dijo Ricardo tocándole su brazo pero de una forma muy distinta a la

ocasión anterior.

19. La historia

Pablo encendió la linterna y comenzó a leer de nuevo alrededor de las 3 de la

mañana.

Domingo 19 de julio de 1936

El 19 de julio han pasado tantas cosas que es imposible saber por dónde empezar.

En primer lugar tengo más o menos las mismas sensaciones que ayer, estamos viviendo

una auténtica locura que nos tiene a todos al borde del abismo. Nos llegan tantas

noticias a la vez, y tan contradictorias que quizás dentro de muchos años, esa persona

que pueda leer estas palabras con mayor tranquilidad, pueda hacer un balance más

sosegado de todos estos acontecimientos. Todo es confusión. Debo decir que estoy tan

impresionado, tengo en la retina una cantidad de escenas desagradables y el sistema

nervioso tan alterado que no sé si seré capaz de poder explicar lo que he vivido, si lo

sabré hacer o simplemente romperé a llorar y nadie sabrá lo que un simple chico de 20

años ha sentido en el día de hoy. Como dice mi padre formamos parte de varias

generaciones marcadas por el odio, el horror y las desgracias. Las guerras y los

conflictos han sido habituales en nuestra historia y continuamos en el presente

soportando un clima de violencia sin final. Nuestros ojos se están acostumbrando a

contemplar escenas horribles, que ninguna persona debería ver nunca, y esas escenas

nos acompañarán toda la vida y marcarán nuestra forma de enfrentarnos al mundo.

Espero que algún día esto termine y mis hijos y nietos, si los tengo, puedan rodearse de

otro tipo de vida, donde esas imágenes trágicas formen parte del olvido, y al mismo

tiempo puedan cultivar unos ideales más positivos y prósperos para la humanidad. Que

estos pensamientos se extiendan a todos los dirigentes y sólo busquen la paz. Nosotros

ya no podemos, estamos contaminados por dentro. Cualquier sociedad que asiste a una

gran desgracia o a varias ya no es la misma que antes, y nunca lo será.

Nos hemos despertado esta mañana, para el que haya dormido algo, con el sonido

de las sirenas. Yo no he aguantado más y me he ido a la ciudad a vivir de primera

mano lo que estaba pasando. He visto cómo las tropas salían a la calle de los cuarteles,

mientras los obreros y los militantes de la izquierda patrullaban por las calles

armados. El silencio se rompía con disparos repentinos que te encogían el corazón, por

lo menos a mí, que no estoy familiarizado con estas costumbres. No estoy capacitado

para expresar con palabras todo lo que he visto, el caos más absoluto. No tengo ni idea

de lo que es una guerra, supongo que mucho más sangriento que esto, pero jamás he

visto un descontrol tal y unas escenas tan dramáticas una detrás de otra. Y lo peor de

todo eran las caras de la gente, los rostros de horror de las pocas personas que salían

de sus casas y se encontraban en medio del fuego y con cadáveres tirados en el suelo.

Cualquiera podía disparar a cualquiera, era muy fácil llevar un arma. Se oían vivas a

la República, a la FAI y a Cataluña, gritos desgarradores que ponían los pelos de

punta por la emoción y por la fidelidad plena de una parte importante de la población

al Gobierno. El general Goded, uno de los cabecillas de los rebeldes, ha llegado a

Barcelona pero aquí no ha encontrado lo que se esperaba o lo que le habían contado,

afortunadamente.

En la plaza de Cataluña el día ha sido más caótico, el hotel Colón fue sitiado, los

obreros anarquistas penetraron en tromba en el edificio, lo que, por lo que me contaron

después, costó muchas vidas. Después de mucha confusión, y después de reconquistar

la plaza de Cataluña, llevaron los cañones frente al cuartel general de Goded. Sobre

las cinco de la tarde, la lucha había terminado, al menos se había calmado. Según

hemos oído, a petición de Companys, Goded dijo en la radio que el destino había sido

adverso con él, ¡menos mal! Más tarde, volví a la plaza de Cataluña y me encontré una

imagen desoladora, completamente desierta, con coches averiados, cadáveres de

soldados y paisanos, también caballos. Me dí cuenta de que incluso algunos bares

abrieron a última hora de la tarde como una señal de normalidad falsa, ya que es

terrible lo que se veía y olía alrededor.

Azaña estaba enterado al minuto de lo que pasaba, aunque con la satisfacción de

que al menos Barcelona resistía. En Madrid la situación era similar, por su

importancia estamos también muy atentos a lo que ocurre. Allí propagaban por

altavoces la victoria de Barcelona, lo que significaba una inyección de moral muy alta.

Allí también todos querían fusiles, y a pesar de que hubo un derramamiento de sangre

muy importante, la ciudad se salvó. Quizás ni Azaña ni Casares Quiroga podían

esperar algo semejante a lo que ha ocurrido, creían que la revuelta sólo sería en

Marruecos, pero las advertencias eran muy evidentes en estos últimos días (...)

En Madrid y en Barcelona el pueblo en armas ha derrotado a los rebeldes, en

Bilbao no hubo levantamiento y en Valencia todavía hay mucha confusión, de hecho no

sabemos nada de mi hermano, que debe de estar por allí. Por lo que hemos oído

Cataluña, Castilla la Nueva y toda la costa mediterránea, siguen en poder de los

republicanos. Las ciudades más poderosas del país han aguantado la envestida,

esperemos que este detalle sea suficiente para recuperar lo perdido. Todo esto desde un

punto de vista político, frío y práctico, porque desde el corazón, desde la razón y el

alma, nos sentimos más derrotados que nunca. La espiral de violencia y de locura ha

traspasado los límites y ya no hay posibilidad de vuelta atrás. Contemplamos, como

llevamos oyendo todo el día, que el país está dividido en dos partes y que ya la unión no

es posible. Y el destino, siempre caprichoso, ha deparado que las dos ciudades que más

rivalidades podrían levantar se encuentran unidas por la misma causa, y que además

han sabido sofocar el ataque rebelde con la misma valentía. Ya sé que mis palabras no

son objetivas, tampoco pretendo que lo sean, sin embargo emociona que los dos colosos

de la república hayan soportado la desfachatez de unos pocos, con el entusiasmo de un

pueblo que no podía permitir la entrada de unos intrusos. El problema es que éstos han

conseguido penetrar en otras zonas y ahora la lucha continuará, o tendrán que hacer

un pacto, o lo que crean conveniente.

Bajo mi punto de vista, y también el de mi padre que entiende más que yo, el daño a

la república ya está hecho desde que se implantó. Un sector de los españoles ha

querido siempre acabar con ella, lo han intentado por todos los medios hasta que han

terminado usando la violencia más cruel, sin consultar a nadie, creyendo que tienen

todo el derecho a hacerlo.

(...) Es muy tarde y sigo despierto, no puedo dormir. Tengo las imágenes que he

visto hoy tan recientes que me resulta imposible olvidarlas ni un solo segundo, y quizás

nunca las olvide ya que para eso tengo que ver otras aún peores. Siempre he tenido la

teoría de que somos animales, más o menos civilizados, que cuando perdemos la razón

nos convertimos en fieras salvajes capaces de destruir nuestro entorno como ninguna

otra especie. Ya hemos llegado a este punto y hemos traspasado el límite, se ha perdido

la inteligencia humana para justificar lo que está sucediendo. Alguien me debería

explicar por qué está sucediendo esto, cuál es el motivo para esta barbarie, qué nos

diferencia tanto para que nos estemos matando de esta forma. Creo que no hay nadie

que me pueda contestar. Es triste e incomprensible. Llevo escuchando noticias todo el

día, “la guardia Civil al principio tuvo un comportamiento pasivo y luego a favor del

Gobierno, lo que ha sido clave en el resultado de esta lucha”. La lucha, esta palabra ya

se ha convertido en habitual en nuestras vidas. Llega el periódico El Socialista de

Madrid “parte del ejército, faltando a su juramento, se ha levantado en armas contra el

Estado (…) pero el pueblo colabora en defensa de la República”, “El capitán Mola se

suicida (…) Goded quiere evitar un derramamiento de sangre y Companys grita

eufórico visca Catalunya, visca la República”. Por otro lado hay quemas de iglesias.

La locura...

(...) Ya se ha hecho de día y aquí sigo escribiendo, estoy muy cansado, pero no

consigo relajarme y poder dormir. Amanece en Barcelona y la vista desde aquí, que

siempre es maravillosa, hoy es diferente, el cielo está azul, pero no es un azul puro, está

ennegrecido por los disparos, los incendios, la barbarie sin límites… Parece que hasta

el mar está triste, ni siquiera ofrece su imagen maravillosa de tranquilidad, quizás

porque nuestra mente no esté capacitada ahora mismo para distinguir lo que pueda

haber de maravilloso entre tanto desastre.

Supongo que esta misma mañana bajaremos a la ciudad, aquí por lo menos la

situación se ha estabilizado e intentaremos continuar con nuestra vida normal mientras

nos dejen. No sé si seguiré escribiendo como he hecho estos días, supongo que

dependerá de mi estado de ánimo y de los acontecimientos que se vayan sucediendo.

Me da la sensación de que todavía quedan por escribir muchas líneas de esta historia, y

la mayoría de ellas muy poco agradables.

Pablo, completamente aturdido por lo que acababa de leer, apagó la linterna de

nuevo. Había llegado al final de aquel diario, al preludio de una guerra. Aunque

aquellas palabras ya eran sobradamente conocidas para los españoles, tenían un

dramatismo mucho mayor si alguien lo contaba en primera persona, en medio de la

angustia del momento. Y para más angustia, se quedaría sin saber lo que ocurrió con

aquel muchacho y su familia. Ya no había nada más escrito, miró de nuevo todos los

papeles y sólo encontró los que ya había leído antes. Ni rastro de una señal nueva.

Empezó a pensar otra vez en que había sido testigo de una historia real de hace varias

décadas que había caído en sus manos por casualidad y que, por esas mismas

circunstancias del destino, nunca lograría saber el final. Supuso que toda la familia

volvería a la ciudad, haría en la medida de lo posible una vida normal dentro de un

contexto bélico muy concreto y el chico del diario no encontraría los ánimos suficientes

para relatar la realidad que tenía a su alrededor, o si lo había hecho, los papeles estarían

en otro lugar, quizás en la casa que tendrían en Barcelona. Ésta última opción le parecía

la más razonable. Incluso existía la posibilidad de que aquel chico todavía viviera ya

anciano rodeado de nietos ansiosos por conocer las batallas, nunca mejor dicho, que

había soportado su abuelo, una idea que a Pablo le emocionaba y que estaba dispuesto a

investigar.

Pablo, después de darse una última vuelta por la casa y dejar aquel escrito en un

lugar más o menos resguardado, se sentó en una silla, y sin darse cuenta comenzó a

soñar con los ojos cerrados en la aventura de ese muchacho de veinte años y se durmió

pensando en que vivía en 1936.

20. La casualidad

Ricardo y Sara salieron de la cueva cuando ya había suficiente luz para caminar por

el bosque sin peligro. Ella se movía con seguridad, se notaba que conocía la zona

bastante bien y no tendría problemas para encontrar su coche; por su parte Ricardo

seguía tan perdido como la noche anterior, y además no sabía qué hacer. Sara se había

ofrecido a llevarlo a la ciudad tan amable como siempre pero consideraba que debía

quedarse, sus amigos podrían buscarlo y él debería buscarles a ellos. Decidió emprender

el camino hacia el pino y desde allí ir hasta el coche de Marcos, y si no estaba, se

marcharía con ella.

Tenía suerte de estar acompañado por una persona que se sabía tan bien el camino,

él sólo no sabría ni la dirección aproximada que debía tomar para llegar al famoso pino,

un árbol que según la propia Sara, contaba con el privilegio de haber soportado el paso

de los años, y las severas tormentas, con muy buen aspecto.

Durante el corto trayecto ninguno dijo una palabra, Ricardo se sentía avergonzado y

prefería despedirse de Sara cuanto antes, y, simplemente recordar de aquella experiencia

la parte positiva, el hecho de haber conocido a una mujer fascinante, procedente de otro

mundo, sacada de un sueño real.. Tardaron muy poco tiempo en llegar al pino, que

parecía más verde e imperial que nunca después de haber soportado el tremendo

vendaval con absoluta entereza. Sus enormes dimensiones, a buen seguro, habían

mitigado en parte la fuerza de la lluvia, lo que significaba que la zona donde debía estar

la caja no se encontraría tan mojada.

- ¿Aquí has quedado con tus amigos? –preguntó Sara sin conocer la historia.

- Sí, aquí estábamos cuando nos separó la lluvia, supongo que será el lugar más

normal para encontrarnos.

En ese instante, desde la posición privilegiada que ofrecía los alrededores del pino,

pudo ver el coche de Marcos. Se hallaba muy cerca, apenas a 500 metros, como

recordaba del día anterior. Imaginó ese mismo camino en la más absoluta oscuridad y

comprendió que casi suponía una misión imposible llegar hasta allí con éxito.

- Allí está el coche de mi amigo –dijo Ricardo señalando con el dedo.- Espero que

esté dentro y se encuentre bien, si quieres puedes acompañarme.

- No, prefiero irme a casa ya. Ha sido un placer conocerte, Ricardo, nunca te

olvidaré, de verdad –dijo mientras besaba su mejilla.

- Igualmente –se le ocurrió contestar sorprendido por su repentina prisa. Quiso

decirle muchas más cosas, pero no pudo, se quedó parado, todavía avergonzado

por el incidente de la cueva.

Así que Sara siguió su camino y Ricardo sólo pudo contemplar cómo se marchaba

para siempre, esfumándose de su vida a medida que daba cada paso. Se quedó unos

instantes contemplándola hasta que se perdió de su vista entre la densidad de los

árboles. Debía pasar página y centrarse en la suerte que habían corrido Marcos y Pablo,

la prioridad única prioridad en ese instante. Fue hacia el coche de Marcos con paso

firme, casi corriendo, y allí lo encontró con los ojos cerrados, sentado en el asiento del

conductor. En un principio se asustó mucho, pero en cuanto dio unos golpes en la

ventanilla se incorporó de un salto.

- Hola –dijo despertándose rápidamente y abriendo la puerta.

- Hola, ¿estabas dormido? –preguntó Ricardo.

- Sí, bueno, he pasado la noche aquí metido. ¿Dónde has estado tú? –contestó un

poco aturdido todavía.

Ricardo contó en resumen la historia que había vivido con Sara en aquella cueva.

- Me alegro de verte –dijo Marcos saliendo del coche.

- Y yo también, ¿no sabes dónde está Pablo? –preguntó alarmado.

- No, pensé que estaría contigo. No sé nada de él.

Se miraron unos instantes como si la confirmación de que ninguno de los dos

supiera dónde se encontraba fuera una muy mala señal, el presagio de una noticia

nefasta.

- Supongo que se habrá refugiado en algún lugar como yo, la tormenta ha sido

espectacular –dijo Ricardo intentando ser optimista.

- Yo nunca he visto algo igual, no me lo podía creer –comentó Marcos-.

Deberíamos ir hasta el pino y esperarlo, supongo que se imaginará que estamos

allí.

Caminaron despacio, como si sus cuerpos fueran una pesada losa difícil de mover y

la angustia vivida durante la noche se ocupara de paralizarles aún más.

- Volveremos a casa cuando encontremos a Pablo, ¿no? –preguntó Ricardo por

decir algo.

- Ya lo decidiremos entre los tres. Ahora mismo tengo mucho sueño, necesito

despejarme un rato antes de conducir.

- De acuerdo. Vaya un día que hemos elegido para venir...

- Pues sí, hasta han nombrado este lugar en la radio –dijo Marcos casi con un

escalofrío de sólo pensarlo.

- ¿De veras?

Se sentaron, medio tumbados, al pie del árbol a esperar a Pablo, víctimas de un

cansancio evidente que se reflejaba en sus caras. Era un lugar ideal para dormir a pesar

de la humedad y la lluvia que había caído durante las últimas horas, así que decidieron

no moverse de allí, ya que si buscaban a su amigo corrían el riesgo de perderse de nuevo

y además él podía aparecer en cualquier momento. Se mantuvieron inmóviles durante la

siguiente hora disfrutando del sol matutino, del ascenso de la temperatura después de

sufrir tantas inclemencias del tiempo.

A las nueve de la mañana ambos se despertaron de su aletargamiento por el sonido

de unos pasos muy claros que se acercaban a la posición que ocupaban. Se incorporaron

casi al unísono y vieron a Pablo que casi corría a encontrarse con ellos. Llevaba mucha

prisa y también su rostro mostraba síntomas de cansancio y de no haber pasado una

noche demasiado tranquila.

- Menos mal que estáis los dos aquí –dijo nada más llegar con alivio.

- ¿Dónde has pasado la noche? –preguntó Marcos levantándose completamente.

- Pues en una casa abandonada, medio derruida, muy cerca de aquí. En la

oscuridad y con tanta lluvia era incapaz de volver hasta aquí. He tenido suerte de

encontrarla. ¿Y vosotros?

- Yo en el coche, escuchando la radio hasta que me he dormido. Ha sido

espantoso.

- A mi me cayó parte de la tormenta encima, encontré una cueva y allí pasé toda

la noche –dijo Ricardo acabando la ronda de intervenciones.

- Parece que yo he tenido más suerte que vosotros –dijo Pablo casi sorprendido

por esa circunstancia.

- Yo no he estado muy mal –comentó Marcos como si siempre tuviera que ganar a

los demás-, me he entretenido escuchando por la radio los extraños sucesos que

han ocurrido en los últimos años en este lugar.

- ¿Qué extraños sucesos? –preguntó Pablo intrigado.

- Comentaban maldiciones, gente que no se acerca por aquí, desapariciones –

contestó sin darle importancia.

- ¿Podías ser un poco más concreto? –insistió Pablo con verdadera ansiedad.

- Creo que hablaban de una familia que despareció sin dejar rastro hace mucho

tiempo, pero que luego no había pasado nada más.

- ¿Cómo? –saltó Ricardo de pronto que ya sospechaba algo raro cuando Pablo

mencionó aquella casa-. Una chica que me encontré anoche aquí me contó algo

parecido.

- ¿Te encontraste a una chica? ¿aquí? –preguntó Marcos alucinado.

- Sí, cuando nos separamos me la encontré dentro de una cueva, también le

sorprendió la tormenta. Pasé allí parte de la noche. Me contó que la familia de su

abuelo desapareció en extrañas circunstancias en la época de la guerra civil.

- ¿Qué? ¿Dónde vivía esa familia, Ricardo? –dijo Pablo preso de la emoción.

- Pues en una casa, aquí cerca… supongo que en la casa donde has estado tú –

contestó dudando.

- Es increíble. Yo he encontrado allí el diario de un joven que cuenta sus

vivencias los días antes del inicio de la guerra, justo cuando la ciudad de

Barcelona y la de Madrid derrotan a los sublevados. En ese momento deja de

escribir y precisamente me preguntaba qué habría sido de esa familia…

- Pues si hablamos de las mismas personas –comenzó a decir Ricardo-

...desaparecieron no se sabe cómo. Lo cual confirma la teoría que decía la radio.

- Eso es –confirmó Marcos-. ¿Pero cómo puede ser posible?

- Es muy extraño –dijo Pablo-, son demasiadas casualidades a la vez. Además yo

he encontrado esos papeles cuando se derrumbó una parte de la casa. Estarían

escondidos por alguna razón y la fuerza de la tormenta provocó que esa parte se

viniera abajo y aparecieran...

- Sin la tormenta todo esto no hubiera sucedido –confirmó Marcos-. Desde luego

yo no hubiera escuchado la radio.

- Y nos hubiéramos ido mucho antes a casa –concluyó Ricardo.

Los tres se quedaron pensando unos instantes sin decir una palabra asustados de lo

que acababan de averiguar. Una misma historia desglosada en tres partes y descubierta

por cada uno de ellos por separado. Si alguien no creía en brujas no había mejor

momento para empezar a planteárselo. Tres casualidades en una, una chica que aparece

y cuenta una historia, un locutor que se entretiene en contar la misma y una casa que

esconde idéntico secreto entre sus ruinas. Y la causante de lo anterior una tormenta

cuando menos se esperaba.

- ¿Qué más cosas te contó esa mujer? –preguntó Pablo a Ricardo con curiosidad.

- Pues verás, el abuelo de esa chica perdió a su familia en los días previos a la

guerra civil, o justo cuando empezó, no recuerdo. Como podéis suponer fue un

palo muy fuerte para él, y desde entonces solía visitar esta zona en una forma de

recordarlos, y esto mismo se lo inculcó a su nieta, que es esta chica que me he

encontrado.

- Entonces el chico que escribió el diario tiene que ser el hermano del abuelo de la

chica –concluyó Pablo.

- ¿Estáis seguro de lo que decís? –dijo Marcos que no salía de su asombro.

- Sara, la chica, me dijo que su abuelo estaba en Valencia cuando empezó la

guerra...

- Justo, el diario dice que su hermano está en Valencia cuando se produce la

sublevación.

- ¡Vaya, vaya! –exclamó Marcos de forma socarrona y aplaudiendo-. Estamos

resolviendo un misterio de hace más de 50 años. Esto es apasionante.

- Más que resolver un misterio, estamos averiguando algunos datos sobre esa

familia. El verdadero misterio es qué les pasó para desaparecer del mapa –dijo

Pablo.

- Eso será imposible de saber –contestó Ricardo-, la chica no lo sabía, el diario no

dice nada y en la radio tampoco dieron más datos, ¿verdad?

- No, no lo aclararon, se dedicaron a asustarme con leyendas extrañas de este

lugar.

- Así que te asustaron ¿eh? A tus años… –dijo riendo Ricardo.

- Sí, no es muy agradable que en plena noche, solo, metido en un coche te

empiecen a contar historias terribles precisamente del lugar donde estás. Hasta la

persona menos miedosa sentiría cierta inquietud… Seguro que tú habrías estado

aterrado.

- ¿Informaron de alguna cosa más que ocurriera aquí? –dijo Pablo más serio.

- ¿Te parece poco con esto? No, no dijeron nada más. Sólo que la tormenta cayó

con más fuerza aquí que en ningún otro sitio, lo cual también es casualidad. Y

todavía más que nos enteremos del pasado de una familia que parecía oculto –

dijo imitando una voz tétrica.

- Ésta será una de esas historias sin final conocido…

- Porque ya ha pasado demasiado tiempo como para poder averiguar algo nuevo.

- Quizás en alguna emisora de radio tengan más datos que nos quisieran decir –

sugirió Pablo.

- Eso tampoco lo sabremos, pero por lo que yo oí no parece que sepan mucho

más.

Marcos parecía un poco harto de jugar a los detectives, quería mantenerse alejado de

esos misterios que a Pablo le encantaban.

- Estoy seguro de que esa familia llegó a Barcelona, al centro de la ciudad, y algo

les sucedería allí. La única opción que se me ocurre es averiguar dónde vivían y

que los vecinos nos pudieran aportar alguna información.

- Hace muchos años de eso Pablo, es difícil que hoy día alguien sepa algo de esa

historia.

- Se puede intentar en cualquier caso –contestó tozudo.

- Si lo hubiera sabido habría preguntado más cosas a Sara –intervino Ricardo-,

pero tengo que reconocer que no presté mucha atención a lo que me decía,

incluso llegué a pensar que se lo estaba inventado todo.

- ¿Hablarás de nuevo con ella alguna vez? –insistió Pablo.

- Pues me temo que no –dijo Ricardo pensando en la estupidez que había

cometido con ella-, no quedamos en vernos de nuevo, aunque siempre podemos

volver a verla por aquí, viene muy a menudo.

- Sí, tengo interés en saber más de esta historia, es un caso impactante, tendríais

que leer la angustia de ese muchacho.

- ¿Sabes su nombre, Pablo? –preguntó Ricardo.

- No, en su diario no lo ponía. Cuando amaneció y entraba algo de luz en la casa

me puse a registrar todo lo que pude pero no encontré nada más. En todo caso

habría que seguir buscando, puede haber algo entre los escombros, date cuenta

de que se vino abajo el techo de las habitaciones.

- Se puede intentar.

Ricardo al menos confirmó que Sara había dicho la verdad, lo que aumentaba aún

más su fascinante forma de comportarse y su propia desconfianza por las personas.

Hasta que Pablo y Marcos no contaron sus experiencias nocturnas continuaba creyendo

que la historia de la chica que pasaba el tiempo en una colina tenía todos los tintes de

ser falsa. A veces no se daba cuenta de que muchas personas de su alrededor, y por

supuesto los que se encontraban más lejos, opinaban de forma muy distinta a él, y sin

embargo caía en la tentación de llamarles “raros” por no defender sus mismas ideas.

Además ya debía añadir una cualidad más de Sara a la lista: la sinceridad. Y por si fuera

poco, ella había desvelado algunos de sus secretos a un desconocido a cambio de nada,

porque Ricardo ni siquiera había contado el motivo de la visita a la colina de las

Sombras.

Empezaba a apretar el calor, sería un día caluroso como los anteriores, el aguacero

ya formaba parte de la historia de ese lugar y no quedaba ni rastro de su paso o de otro

que pudiera venir.

- ¿Y ahora nos vamos a casa? –dijo Ricardo de improviso.

Los dos amigos se quedaron mirándole con cara de despiste, Pablo parecía con la

cabeza en otra parte, dándole vueltas al tema de la familia desaparecida y buscando la

siguiente pista que le llevara a nuevos descubrimientos; mientras que Marcos miraba al

suelo antes de fijar su atención en Ricardo, como si buscara algo que hubiera perdido

sin mostrar el mínimo interés por los otros dos.

- Ya que estamos aquí deberíamos seguir buscando nuestro tesoro –dijo Marcos

en voz baja.

Hubo un momento de silencio, la atención se centró en Pablo, que debía

desequilibrar la balanza con su voto.

- Con todo este asunto ya se me había olvidado…Yo también estoy cansado, pero

podemos intentarlo un rato y si vemos que no lo encontramos nos vamos –

contestó lleno de dudas y con titubeos.

Ricardo y Marcos se miraron al unísono y ambos parecieron aceptar de buen grado

la propuesta de Pablo, se trataba de una postura intermedia muy recomendable cuando

no existe acuerdo.

- Pero esta vez no nos separaremos, ¿vale? –dijo Ricardo esbozando una sonrisa.

Así que los tres juntos cogieron de nuevo las palas y los picos que seguían en el

mismo lugar que la noche anterior. Ninguno de ellos había reparado en que con tanta

huida en busca de un refugio se habían dejado todos los utensilios para cavar al lado del

pino.

21. El descubrimiento

Marcos y Pablo empezaron a picar con bastante energía y entusiasmo. Parecía que

hubiesen recuperado fuerzas con el simple motivo de intentar encontrar de nuevo lo que

llevaban buscando desde el día anterior. Primero utilizaron los picos para tantear la

dureza de la tierra, que no era demasiada gracias a la lluvia, y luego cogieron las palas

para continuar sacando tierra de forma descontrolada, ya no existía ningún orden. Para

Marcos se había convertido en una cuestión personal encontrar aquella caja y saciar sus

ansias de éxito en aquello que se proponía. No podía irse de allí con el único recuerdo

de toda una noche metido en su coche con la sensación de fracaso absoluto.

Sin embargo la suerte que el día anterior les había dado la espalda, apareció ahora de

improviso, y Marcos, no podía ser otro, tocó algo metálico que sonó a hueco y dejó a

Ricardo y Pablo inmovilizados por un instante. Allí mismo tenía que estar la caja que

buscaban, menos profunda de lo que esperaban, tan sencilla de encontrar que parecía

increíble que no hubieran dado con ella mucho antes. Otro caso extraño que apuntar a la

lista. El mismo Marcos, preso de la emoción, tiró la pala y comenzó a retirar la tierra

que quedaba con sus propias manos. Unos segundos más tarde se incorporó del suelo

con el tesoro que andaban buscando; tenía el tamaño de una caja de zapatos, un color

marrón oscuro y era de metal.

Los tres amigos se quedaron embobados, paralizados, observando aquel objeto. Casi

se había convertido en una obsesión en los últimos minutos. Tardaron unos instantes en

reaccionar, como si hubieran violado la intimidad de una persona que escondiera sus

memorias en aquel artilugio y no se atrevieran a dar el paso definitivo.

- No me puedo creer que lo hayamos conseguido –dijo Marcos sin soltar la caja.

- Vamos a abrirla ya –empezó a impacientarse Ricardo.

La caja tenía tres cerraduras distintas, y cada una de ellas se abría con una llave

diferente que guardaban los tres amigos por separado. Sin las tres no se podía abrir y

además las cerraduras tenían escrito en la parte superior las iniciales M, R, y P, para que

no hubiese equivocaciones.

- Las letras se mantienen igual, –dijo Pablo con asombro- no puedo creerlo.

- Sí, menos mal, si no tendríamos problemas para abrirla –apuntó Marcos.

- Sólo es una cuestión de probabilidades, además esta caja parece muy fácil de

abrir a la fuerza –concluyó Ricardo mientras los otros dos se le quedaban

mirando con extrañeza.

Marcos, que no había soltado la caja en todo ese rato, cogió su llave y probó a girar

la cerradura que llevaba su inicial. No entraba demasiado bien así que tuvo que hacer un

esfuerzo para que la cerradura cediera. Lo consiguió mientras los otros dos hacían

fuerza con la mirada. Ricardo y Pablo lo hicieron a continuación y aquel cofre se abrió

suavemente.

Marcos sacó un libro con pastas verdes y bastante grueso. Allí estaba escrita la

infancia de tres jóvenes que ahora se habían hecho adultos.

- Está en perfecto estado –dijo Pablo-. No me lo puedo creer, no ha cambiado

nada enterrado en este lugar, sigue igual que hace quince años.

Pablo parecía entusiasmado, primero con la historia de la familia desaparecida y

después con el descubrimiento de la caja, lo que confirmaba, en opinión de Marcos, su

carácter infantil preocupado en cuestiones poco prácticas. Sin embargo, él consideraba

que su plan, su reto, llegaba a su fin con éxito. Su sueño inacabado por fin tenía

prolongación, había encontrado lo que él mismo andaba buscando antes de que sonara el

despertador. “No sabía la gente la gran satisfacción que produce completar un objetivo

aunque el único premio fuera una maravillosa satisfacción personal”, pensó. Ahora sólo

restaba leer lo que escribieron, rememorar acontecimientos ya olvidados y, en todo

caso, añadir alguna cosa más a lo ya escrito. Y por supuesto, volverlo a enterrar, el

diario en el mismo lugar.

Se sentaron en las rocas de alrededor del pino con caras de expectación. Marcos

seguía sin soltar la caja enterrada y el libro. Comenzó a leer:

“3 de febrero de 1977. Somos Marcos, Ricardo y Pablo. Tenemos once años y hoy

es un día importante porque hemos formado nuestra banda. Somos la banda del pino

viejo. Cuando venimos de excursión siempre jugamos al lado del pino. A partir de

ahora entre los tres escribiremos en este libro nuestras aventuras diarias. Hoy han

venido con nosotros Pedro la patata y Juan el orejudo para fastidiarnos. Marcos le ha

tirado una piña a Pedro la patata y le ha hecho sangre. Lo tenía merecido, ya no nos

molestará más.”

Marcos paró un momento de leer, miró a Pablo y Ricardo que estaban sonriendo.

- ¡Qué piezas!

“ 7 de abril de 1977. Hoy le hemos visto las braguitas a la Raquel. Estaba en el

patio y Marcos ha pasado corriendo y le ha levantado la falda. Toda la clase lo ha visto

y la Raquel se ha puesto a llorar, ¡qué tonta! Seguro que le ha gustado. A Marcos le

han castigado otra vez, este año va a hacer el récord. Se tiene que quedar toda la

semana una hora más haciendo deberes y escribiendo quinientas veces NO

MOLESTARÉ A MIS COMPAÑEROS EN EL RECREO. Ha sido un día muy divertido.”

Pasó de página.

“ 11 de abril de 1977. Hemos ido a tirar piedras a los del colegio de al lado. Todos

los días vienen a nuestro comedor y se portan muy mal con nosotros. Nos tiran la

comida a las jarras de agua. Así que nuestra venganza es romper los cristales de su

colegio. Ellos tienen la culpa y nosotros nos tenemos que defender. ¿Por qué tienen que

venir a nuestro colegio a fastidiarnos?”

- ¿Cómo podíamos ser tan malos? –preguntó Pablo alucinado.

- Sí, pero en este caso teníamos razón –comentó Ricardo-. Los de ese colegio eran

unos pijos y tenían más privilegios que nosotros. Ellos tenían hasta una piscina

climatizada y nosotros el único agua que veíamos estaba en los charcos que se

formaban en la arena cuando llovía.

- Eso si llovía –puntualizó Pablo.

- Veo que ahora seguimos pensando igual que antes.

Los tres se rieron a la vez. Marcos pasó unas cuantas hojas del diario y siguió

leyendo.

“ 25 de junio de 1977. Hoy nos han dado las notas. Marcos tiene muy malas notas

en actitud. Normal, este año ha levantado la falda de la Raquel cuatro veces. La

profesora ha hablado con sus padres varias veces pero a Marcos le da todo igual. La

semana pasada su madre le castigó sin salir a jugar durante un mes, así que hoy no

está con nosotros escribiendo.”

“ 17 de julio de 1977. Las clases han acabado y lo estamos pasando en grande.

Éste es el último día que nos reunimos porque nos vamos de vacaciones a la playa con

nuestros padres. Marcos se va a Benidorm, Ricardo a Girona y Pablo a Santander. Nos

volveremos a ver cuando empiece el nuevo curso en septiembre.

“ 3 de octubre de 1977. Ya estamos de vuelta otra vez, el verano ha pasado volando

y otra vez nos toca aguantar a los mismos profesores. Por lo menos volvemos a ver a

los compañeros, y siempre hay tiempo para la diversión. Esperamos que este año

Marcos se porte mejor que el anterior...”

“ 4 de noviembre de 1977.Los profesores nos han prometido que casi una vez al

mes nos llevarían a un centro cultural a ver la proyección de una película. A nosotros

nos ha parecido muy bien la idea, cosa rara, ya no por la película, sino porque entre

que vamos y volvemos del centro cultural se nos ha pasado toda la mañana. Pablo es el

que está más entusiasmado de todos, dice que le gusta mucho el cine, pero habrá que

comprobar si se entera de la mitad de las películas que ve (esto obviamente no lo está

escribiendo Pablo). Siempre vamos a estos sitios andando así que la que montaremos

por la calle puede ser pequeña... Nuestro profesor de Sociales insiste, en broma, que

deberíamos ir cogidos de la mano, como los más pequeños, pero a veces creemos que

no le falta razón.”

“ 10 de noviembre de 1977. Hoy hemos ido a ver la primera película, se llama Con

faldas y a lo loco. Es muy divertida y todos lo hemos pasado fenomenal, lo extraño es

que nos hayan llevado a ver esta película. Esperábamos una educativa bastante rollo,

de esas que te quedas dormido a los cinco minutos. Seguramente la próxima no sea tan

divertida, sería muy extraño. Lo han hecho para que nos emocionemos con el tema y las

próxima vez vayamos con las mismas ganas. Al principio de la película nos han dado

unos papelitos con el argumento, los actores y el director que casi nadie ha leído y

muchos han aprovechado para hacer avioncitos durante la película. Todo los chicos

hemos salido hablando de la actriz que aparece en la película, aunque los profesores

nos han dicho que debemos valorar el mérito que tiene escribir una historia que sea

capaz de hacer reír a la gente, y también que valoremos el buen trabajo de unos actores

que también hagan reír. Y han comentado más cosas que se nos han olvidado. A Pablo

dice que le ha encantado el final, la verdad es que está muy bien.”

“ 6 de marzo 1978. Hoy nos han castigado a toda la clase sin recreo porque alguien

ha tirado una tiza a la profesora de Matemáticas mientras explicaba la lección. No le

ha dado en la cabeza como hubiera querido alguno, pero ha caído encima de su mesa,

con lo cual el susto ha sido similar. El problema es que hasta que no aparezca el

culpable el castigo va a continuar así que entre todos estamos buscándole. Eso está

creando un mal rollo importante en la clase porque todo el mundo acusa al vecino.

Teniendo en cuenta de dónde venía la tiza más o menos se pueden descartar a unos

cuantos compañeros. Los sospechosos más claros son los que están cerca de la

ventana, entre ellos Ricardo, pero la banda del pino viejo no cree que sea él. Otra cosa

hubiera sido si Marcos estuviera por medio, sin embargo en este caso no es sospechoso

porque se sienta en la otra punta de la clase. Entonces tenemos como posibles

culpables a Diego, aunque es muy probable que no lo sea, Marta, que aún menos haría

una cosa así, Santi, del cual se puede esperar uno cualquier cosa, y Enrique, el más

probable de todos para nosotros tres. Es un tipo que habla poco, apenas se relaciona

con la gente, pero que siempre está al tanto de todo y cuando menos te lo esperas ahí

aparece. Siempre dice que no le gusta estudiar y esta profesora se mete mucho con él,

le ha dicho muchas veces en mitad de la clase que es muy vago y que no sabe sumar dos

y dos. Así que nosotros creemos que ha sido él, solamente por una cuestión de

eliminación, lamentablemente no tenemos pruebas en su contra. De todas formas

nosotros vamos a acusarle a él, porque hay muchas posibilidades de que haya sido y

además nos conviene que este asunto se acabe cuanto antes.

“8 de marzo de 1978. La historia de la tiza ha terminado. Al final por falta de

pruebas a ninguno de nosotros le ha tocado la china. Parece que los profesores no se

han atrevido a castigar a nadie y sólo nos han dejado un día más sin recreo. Está claro

que alguien se ha salvado de un castigo ejemplar, pero por el bien de todos es mejor

que la cosa haya acabado así. Nosotros de todas formas vigilaremos de cerca a

Enrique, si lo vuelve a hacer ya nos encargaremos de que él cargue con las culpas, y no

toda la clase. Estos días seguro que todos estaremos más tranquilos hasta que pase un

poco el tiempo y vuelva a ocurrir algo parecido.

“20 de abril de 1978. De nuevo hay movida estos días entre Marcos y Raquel.

Contaremos los hechos teniendo en cuenta que Marcos es de nuestra banda y siempre

le defenderemos. Esta vez ha sido en clase de Sociales cuando el profesor ha

preguntado la capital de Suecia y los dos han levantado la mano a la vez y han

contestado a la vez. También los dos han acertado. Raquel dice que ella dijo Estocolmo

primero y que siempre Marcos se dedica a fastidiarla. A partir de ese día los dos están

picados y cuando uno levanta la mano también lo hace el otro aunque no sepa la

respuesta. Casi toda la clase se ríe y eso le molesta mucho al profesor. Algunos dicen

que lo que pasa es que están enamorados y por eso se llevan tan mal. En esto la banda

del pino viejo no tiene nada que decir, ni confirma ni desmiente como dicen por ahí en

las películas (esto obviamente lo ha escrito Pablo). Raquel se cree la mejor en todo, la

más inteligente y guapa, y por supuesto, eso no es cierto. En nuestra opinión, sobre

todo en la de Ricardo, Laura tiene sus mismas cualidades y sin embargo es más

discreta y amable.

“28 de abril de 1978. Toda la clase está estos días ensayando un baile para un

festival que se va a realizar en mayo. El profesor nos pone varias canciones y tenemos

que bailar, siempre chico con chica. Todo el mundo quiere bailar con Laura, es la

mejor, aunque ninguno lo quiere reconocer abiertamente, sobre todo Marcos. Parece

que el que mejor baila de los tres es Ricardo, aunque eso tampoco es decir mucho, el

nivel está muy bajo, más bien es lamentable, pero lo pasamos fenomenal. Las horas

pasan volando, no damos clase y hasta nos disfrazamos. También hay que reconocer

que Raquel baila bastante bien, seguro que ensaya mucho en su casa y por eso luego en

clase es de las mejores. Afortunadamente algunas canciones no son lentas y nos

podemos mover a nuestro aire sin una pareja al lado. Algunas veces preferimos una

clase de matemáticas que una canción donde tengamos que bailar pegados.

“26 de junio de 1978. Ayer Argentina ganó el Mundial de fútbol a la selección de

Holanda. Tenemos que reconocer que ninguno de nosotros vio la final así que no

podemos opinar, pero la verdad es que desde que eliminaron a España estamos un poco

ya despistados. El caso es que los argentinos ganaron en la prórroga 3-1 y además lo

han hecho en su propio país, se lo tienen que estar pasando en grande. Por lo que

hemos visto en la tele la gente tiró al principio papelillos y serpentinas al césped, y allí

se quedaron todo el partido. Marcos y Pablo querían que ganara Argentina y Ricardo

iba con Holanda, sobre todo porque le gusta la camiseta naranja.

“10 de noviembre de 1979. Hoy estamos muy contentos porque nuestra compañera

Marta ha ganado un concurso de relatos entre varios colegios de la ciudad, la verdad

es que es un notición, aunque ya sabíamos que Marta era muy buena escribiendo, sin

duda la mejor de la clase. Ella no se lo cree, está muy contenta y espera dedicarse a

escribir cuando sea mayor. Seguro que la banda del pino viejo organizará una fiesta en

su honor. Marcos dice que Raquel está celosa de ese premio porque también lo quería

ganar y ella ya está enfadada otra vez con él. Siempre pasa lo mismo, según Marcos, no

soporta que otra persona triunfe.

(…)

“20 de junio de 1980. Nuestra clase (7ºA) ha ganado la liga de fútbol sala del

colegio. Lo estamos celebrando por todo lo alto porque el equipo de chicas también ha

ganado. En el partido casi nos pegamos contra los de 7ºB, tienen muy mal perder y no

saben todavía que somos los mejores. El partido empezó muy mal porque a los dos

minutos nos metieron un gol, parece increíble pero a Pablo se le ha escapado el balón

por debajo de las piernas. Nos han dado ganas de decirle de todo, pero también es

verdad que el resto del tiempo ha parado muy bien. ¡Bravo Pablo! La primera parte ha

acabado con 1-0 en contra, aunque hemos jugado mucho mejor que ellos. En la

segunda, Marcos empató de penalti (muy claro por mucho que digan los de 7ºB). El

balón entró con suspense, porque dio primero en el larguero y después botó dentro de

la portería ¡qué alivio! Y cuando se estaba acabando el partido llegó el milagro, Diego

(nuestro mejor jugador, así se lo tiene de creído...) le robó el balón a un defensa,

regateó al portero arriesgando muchísimo y metió el gol de la victoria. Nos abrazamos

todo el equipo, nos tiramos al suelo y casi asfixiamos al pobre Diego. Los de la otra

clase protestaron al árbitro al final del partido que el penalti no había sido y que

nuestra estrella había hecho falta a un rival antes de meter el gol. Marcos se encaró

con uno de ellos pero Ricardo y unos cuantos más apaciguaron los ánimos. El trofeo ya

es nuestro ¡campeones, campeones, oé, oé, oé!”

- Fue un partido memorable –dijo Ricardo interrumpiendo la lectura y pensando

en voz alta-. Me acuerdo que eran mejores que nosotros, incluso otros equipos

también, pero luchábamos y corríamos todo el partido sin parar. En esos tiempos

teníamos mucha gasolina.

- Jugamos muchos partidos seguidos y nunca estábamos cansados, incluso

después de comer, una locura –comentó Marcos un poco más entusiasmado que

al principio.

- Aún no entiendo cómo se me escapó ese balón de las manos –dijo Pablo sumido

en sus pensamientos y ajeno a lo que los otros decían.

- Esas cosas pasan –le contestó Marcos-. Luego hiciste un partido impecable.

- Me salvaron los dos goles que metimos luego, si llega a acabar el partido 1-0 por

culpa de mi fallo no me dejáis vivo después del partido.

- Alguno se hubiera encargado de eso –dijo Marcos tras una sonora carcajada.

“22 de junio de 1980. Para variar Raquel y Marcos han vuelto a tener una fuerte

discusión por culpa de la fiesta que toda la clase va a organizar por ser campeones de

liga. Cada uno lo quería hacer a su manera porque se creen los más mandones así que

ha pasado lo que tenía que pasar. Esta vez, Ricardo ha salido en defensa de Marcos en

público, y algunas de las mejores amigas de Raquel también han saltado. Se ha creado

una situación un poco desagradable que al final no ha llegado a más, hemos hecho las

paces. El problema es que ahora Raquel no soporta a los componentes de la banda del

pino viejo. Casi nadie sabía de la existencia de nuestra banda, más que nada porque no

queríamos que se apuntara nadie más, y ahora se ha enterado todo el mundo. Raquel

ahora habla mal de nosotros a nuestras espaldas.”

“3 de octubre de 1980. Hemos ido al hospital a visitar a nuestro profesor de

Educación Física que se ha roto la pierna jugando al fútbol sala con su equipo. Qué

paradoja que le pase eso precisamente a él. Por una vez nos hemos portado muy bien

todo el rato y todos juntos. Sólo faltaría que nos peleáramos delante de él y encima en

un sitio como ese. Además Manolo es buen tío, no se merece estar allí encerrado,

¡ánimo profe!

“12 de febrero de 1981. Se ha montado de nuevo un gran jaleo en clase. Resulta

que hace unos días nos fuimos de excursión a Montserrat a pasar el día y allí alguien

de la clase robó algo en la tienda de recuerdos que hay para los turistas. La banda del

pino viejo no sabe nada de este asunto, no está implicada y desconoce si eso es verdad

o quién ha podido hacer algo semejante. El caso es que el tema se ha enredado más de

la cuenta y se dice que los posibles culpables se encuentran en el grupo de Raquel y sus

amigas. Y por si fuera poco ella dice que hemos sido nosotros, y en particular Marcos

el que ha propagado ese rumor, así que las discusiones son continuas. Ahora los que

estamos enfadados somos nosotros porque nos acusan de algo bastante grave sin

motivo. De hecho estuvimos toda la excursión a nuestro aire, los tres juntos,

disfrutando de paisajes fenomenales y buscando pinos como el nuestro. No nos

enteramos de toda esta historia del robo hasta que no llegamos al colegio. Por lo tanto

la clase se ha convertido en un cruce de acusaciones, aunque lo más curioso es que

ellas, en especial Raquel, están muy dolidas con nosotros y dicen que nunca lo

olvidarán. En fin, es inaudito, lástima que no se pueda demostrar la verdad.

“25 de febrero de 1981. Tenemos una sensación extraña. La banda del pino viejo

no quiere entrar en temas políticos pero estamos viviendo unos días muy raros. El día

23 hubo un golpe de estado que, según dicen por aquí, hizo tambalear nuestro actual

sistema. No vamos a profundizar más en el tema, sólo en el nerviosismo de la gente, de

nuestros padres atónitos escuchando la radio y de la sensación de alivio una vez que se

solucionó el problema. Esperemos que no se repita una situación similar

próximamente.

“21 de junio de 1981. Ya sabemos nuestras notas y podemos decir que los tres

componentes de la banda del pino viejo han aprobado todo y pueden ir al instituto a

partir de septiembre. De nuevo un motivo de enhorabuena para nuestra banda. El que

mejores notas ha sacado de nosotros ha sido Marcos, algo que nos parece increíble.

Raquel dice que ha sido la mejor de la clase, aunque eso habría que comprobarlo...

Realmente a nosotros nos da igual, no pretendemos ser los mejores.

22. La mentira.

Ricardo cogió el libro para seguir leyendo. Una hora después de que encontraron el

diario continuaban disfrutando de aquellos recuerdos de la infancia:

“2 de julio de 1981. Llegamos al final. En septiembre comenzamos el instituto.

Hemos decidido enterrar hoy el diario en el mismo lugar que lo empezamos, al lado del

pino viejo. Nos ha parecido el mejor sitio para acabar nuestras aventuras. Prometemos

volver dentro de diez años para buscarlo. Ponemos el diario en una caja de hierro con

tres cerraduras diferentes y con nuestras iniciales. Cada uno de nosotros se queda con

una llave que sólo abre su propia cerradura y que siempre deberá llevar encima para

que no se pierda. Prometemos también guardar cada uno la suya y volver los tres

juntos para abrir nuestro tesoro otra vez.

La banda del pino viejo, Marcos, Ricardo y Pablo

- ¿Diez años? Pues hemos tardado un poco más –dijo Ricardo.

- Suele ocurrir, pero lo importante es que estamos aquí después de tanto tiempo -

opinó Marcos.

- ¿Os dais cuenta de que Marcos y Raquel monopolizan casi todo el diario? –dijo

Pablo mientras lo cogía para hojearlo.

- Raquel era la estrella del colegio. Siempre hay una chica que destaca entre las

demás y ella no tenía rival en eso, tanto para lo bueno como para lo malo.

- Era la más guapa y la más popular –concluyó Marcos.

- Y ninguno de nosotros se atrevió a acercarse a ella. Por lo que yo sé –dijo Pablo

con reservas mientras cogía por primera vez aquel diario.

- Ni se me ocurrió.

- Ni a mí.

- ¿Alguien sabe algo de ella? –preguntó Marcos

- No –contestó Ricardo.

- Yo lo único que sé es que estaba estudiando enfermería.

- Será por lo de la falda –dijo riéndose Marcos de forma cruel.

- Le pega, no podía ser de otra forma –comentó Ricardo con una amplia sonrisa-.

Aunque no me parecía tan guapa.

- Ya, tú sólo mirabas a otra –comentó Marcos de pasada-. Lo que no recordaba es

que acabáramos tan mal con Raquel, en especial yo. Cuando me acordaba de ella

no lo hacía con rencor, en general los pocos recuerdos que tengo de esos años

son bastante agradables.

- Vuestras peleas eran célebres –aseguró Ricardo riendo.

- Cualquiera que lea esto pensará que nunca hicimos exámenes –dijo Marcos

cambiando de tema, pasados unos segundos.

- Eso también es verdad –confirmó Ricardo-. Fuera de clase no nos acordábamos

mucho de los exámenes.

- Aunque vistos ahora eran muy fáciles.

En ese instante Ricardo notó que Pablo estaba enfrascado en el libro, fuera de la

conversación y con el rostro serio, extrañado.

- ¿Qué pasa?

- “2 de octubre de 1985 –comenzó a leer Pablo.- “Pablo está en el hospital con un

esguince cervical y dos costillas rotas. Ayer tuvo un espectacular accidente.

Llovía mucho y justo en la entrada de la N-II el coche patinó, se salió de la

carretera y chocó con un árbol de frente. El coche ha quedado siniestro total,

dentro de lo que cabe ha tenido mucha suerte. Casi no lo cuenta.”

- ¿Qué dices? –preguntó Ricardo sin entender nada.

- Pues lo que te acabo de leer. Que el libro continúa.

- ¿Cómo? Pablo, eso es imposible, ya no escribimos nada más –le corrigió

Marcos.

- Ten.

Marcos comenzó a leer en alto las mismas frases que Pablo. Y continúo unos

párrafos más.

- “27 de octubre de 1985. Primer día de universidad. Pablo empieza filosofía

pero todavía se lo está pensando, no lo tiene nada claro. Marcos, aunque

parezca mentira, ha conseguido la nota que necesitaba y comienza medicina.

Ricardo empieza derecho, veremos hasta dónde llega”. Pero ¿qué significa todo

esto? –dijo Marcos fuera de sí.

- Alguien ha seguido escribiendo nuestro diario –comentó Pablo.

- Eso es imposible –volvió a decir Marcos.

Él mismo continuó leyendo un poco más deprisa, preso de los nervios.

- “ 4 de marzo de 1987. Ricardo deja la carrera de derecho...”, “19 de mayo de

1987. Pablo ya tiene un coche nuevo. “9 de julio de 1987 Marcos ha aprobado

todas las asignaturas...”

- No lo entiendo, ¿todo esto es verdad? –dijo Ricardo a medias entre una pregunta

y una afirmación sabiendo que en su caso acertaba de pleno.

Los otros dos asintieron con la cabeza sin poder articular una sola palabra y sin

mover un músculo. Ricardo miraba a uno y otro como si alguno de los dos tuviera la

obligación de aclarar lo que sucedía. Alguien se había dedicado a escribir la historia de

sus vidas justo después de donde lo habían dejado. Preso de los nervios cogió de nuevo

el libro de manos de Marcos y pudo comprobar que el tipo de letra utilizado para

escribir la parte nueva no se correspondía con el resto, así que ni Marcos, ni Pablo ni

por supuesto él mismo lo habían hecho. Cuando comentó este aspecto con sus amigos

reinició la lectura.

- “ 10 de septiembre de 1987. Ricardo y Laura se van cuatro día a Mallorca. Es

el primer viaje que hacen solos desde que están juntos..”. Es increíble, ¿quién

ha escrito esto? ¿Cómo puede saberlo todo?

- Es lo más extraño que me ha pasado en mi vida -contestó Pablo.

Ricardo continuó leyendo el voz alta.

- “3 de diciembre de 1993. Hay cosas que no se pueden evitar.”

En ese instante Marcos giró la cabeza violentamente y en su cara empezó a dibujarse

la estirada representación del pánico.

- Dame el libro Ricardo –dijo incorporándose muy nervioso.

- ¿Por qué?

Marcos se abalanzó como un tigre a su presa. Sin entender nada, Ricardo no quiso

dárselo, no podía entender una reacción tan desproporcionada y quería comprobar lo

que pasaba.

- No leas eso por favor –dijo fuera de sí.

- ¿Por qué no? –Ricardo le apartó con el brazo hasta que Marcos se dio por

vencido -. “Hay cosas que no se pueden evitar. Eso fue lo que pensó Marcos

después de pasar la noche con Laura en su piso. Se encontraron por casualidad

en un bar de copas de Barcelona y después de despedirse de sus respectivos

amigos continuaron bebiendo un poco más ya los dos solos. Por los efectos del

alcohol, o no, comenzaron a intimar todavía más hasta que Marcos le propuso

ir a tomar la penúltima a su casa. Laura protestó en un primer momento, no

podía hacerlo porque se iba a casar con Ricardo sólo quince días después, pero

cuando se quiso dar cuenta ya estaba en la cama de Marcos...”

- Maldito hijo de... –ni siquiera Ricardo acabó la frase porque ya estaba

abalanzado sobre Marcos con el puño en alto.

- ¡Tranquilo Ricardo! –gritó Pablo para impedirlo.

Con su acción casi se lleva el puñetazo de lleno, pero al menos evitó un pelea

evidente. Logró separarles con mucho esfuerzo. Marcos en el último momento dio unos

cuantos pasos para atrás y ya Ricardo no insistió en su intento de golpearlo, sólo le

insultó una docenas de veces más hasta que se agotó.

- Ricardo, no te pongas así, pasó hace mucho tiempo –intentó justificarse.

- ¿Que hace mucho tiempo? Estás hablando de mi mujer, de mi novia en aquel

momento, ¿cómo te atreves?

- Cálmate, no es el momento de hablar de esto –contestó Marcos estropeándolo

aún más.

- ¿No es el momento? ¿Acaso no pensabas decírmelo nunca? –preguntó con la

cara roja, como si fuera a explotar en cualquier momento de la ira acumulada.

- ¿Yo? Olvidas que no estaba solo, creo que lo lógico sería que te lo explicara otra

persona.

- Eres un cabrón.

Cuando de nuevo fue a golpear a Marcos, Pablo se puso por medio como una furia,

en una respuesta muy poco habitual en él.

- Sólo ocurrió una vez, fue un error por parte de ambos –dijo a modo de disculpa.

- ¡Ah! ¿Te hubiera gustado repetir?

- ¿Queréis dejarlo ya? ¿No os parece más importante saber quién demonios ha

escrito esto y por qué? –explotó Pablo harto de sujetar las intenciones violentas

de sus dos amigos.

Ricardo, empapado en sudor por el calentón, dio media vuelta y comenzó a andar en

dirección contraria soportando toda la rabia y la humillación que llevaba dentro. No se

lo podía creer. Sólo deseaba dar una tremenda paliza a Marcos y descargar en él toda la

rabia que había aparecido a la vez, en un segundo, a borbotones. Se merecía que alguien

le enseñara lo que era sufrir una vez en la vida sin la protección de su dinero y de sus

padres. Para cualquier persona un amigo significaba mucho más que una palabra de

cinco letras, una elección importante, siempre presente, de por vida, y un viejo amigo

además añadía un componente más poderoso y emotivo.

- “20 de julio de 1996” –empezó a leer Pablo de nuevo.

- Eso era ayer –dijo Marcos todavía muy nervioso y pendiente de los movimientos

de Ricardo.

- “20 de julio de 1996, Ricardo, Pablo y Marcos se reúnen de nuevo después de

muchos años. Tras comer los tres juntos en casa de Marcos, se van al pino

viejo, lugar donde tienen enterrado un diario desde que eran pequeños. Todo va

bien hasta que empiezan a leerlo y comienzan a florecer secretos que tenían

olvidados o muy escondidos. En un momento las risas, el buen humor, la

añoranza de un pasado que no volverá se convierten en gritos, reproches e

insultos que empañan la maravillosa excursión que estaban viviendo. Enfadados

y decepcionados por lo ocurrido, deciden marcharse por donde han venido. Una

vez en el coche y tras otra absurda discusión Marcos pierde el control de su

vehículo y caen por uno de los precipicios más pronunciados de la colina de las

Sombras. Los tres mueren en el acto.”

La cara de Pablo empezó a palidecer a medida que terminaba la frase, y sus

músculos se tensaron tanto que no pudo evitar que el diario se le cayese de las manos.

Los otros dos se quedaron mirando unos segundos a Pablo, como si de nuevo él tuviera

que explicar lo que acababa de decir. Ninguno se atrevió a hablar, parecían congelados

por una ola de frío polar inesperada y repentina. Ricardo fue el primero que reaccionó, y

lo hizo de manera airada, en un exabrupto fuera de lo común.

- Ya está bien, Marcos, ¿a qué viene esta broma?

- ¿Cómo? –contestó incrédulo el acusado.

- No dirás ahora que no tienes nada que ver en esto –comentó muy seguro de sí

mismo.

- Evidentemente no –dijo intentando mantener la calma.

- Ya.

- Te recuerdo que son necesarias la tres llaves para abrir la caja, y yo sólo tenía

una –dijo Marcos defendiéndose.

- Eso es verdad, Ricardo –apuntó Pablo.

- Habrá encontrado la manera de abrirla –contestó Ricardo mirando muy

fijamente a Marcos, con la misma desconfianza que minutos antes-. Que ya no

tenemos catorce años, esta caja es sencillísima de abrir.

- Esto es algo personal ya, ¿y también me he dedicado estos años a espiaros? –dijo

Marcos irónico.

- Esperad un momento, estáis perdiendo la cabeza y no os dais cuenta de nada –

comenzó a hablar Pablo con voz augusta-. La última fecha que pone el diario es

el 20 de julio. Hoy ya es 21, se supone que el accidente tenía que haber sido

ayer.

Ricardo y Marcos se quedaron pensando y se miraron de nuevo desafiantes. Ambos

parecían ajenos a lo que decía el diario enfrascados en sus conflictos personales y no

miraban más allá, como si algún mecanismo imaginario evitara cualquier pensamiento

ajeno a la aventura de Marcos y Laura.

- Así que, según tú, nos hemos salvado –dijo Marcos a Pablo en tono de burla

intentando concentrarse en lo que quería Pablo.

- Eso parece.

- Esto es una bobada, no me creo nada.

- ¿Sí? Te recuerdo que hasta este momento el diario no se equivoca en nada. ¿No

te parece un dato a tener en cuenta que justo se equivoque en el último

momento? –dijo Pablo ya un poco enfadado.

- No, me sigue pareciendo una estupidez.

- Marcos, quien haya escrito esto lo sabe todo, y no sólo de uno de nosotros, sino

de los tres –siguió Pablo.

- Nadie nos ha podido vigilar por separado, esto no tiene sentido –dijo Marcos.

- ¿Y qué explicación encuentras?

- Si la supiera no estaríamos discutiendo. Y, por favor, no me vengas con posibles

hechos sobrenaturales que han estado controlando nuestras vidas durante quince

años y que ahora incluso saben la hora de nuestra muerte –dijo acabando su

discurso en tono burlesco.

- Ya sé que no crees en estas cosas, tampoco creo yo que haya sido así, pero

después de todo lo que nos está pasando en las últimas horas ya no sabe uno qué

pensar.

- ¡Cómo os gusta dramatizar! –exclamó Marcos-. Simplemente nos ha caído una

tormenta y de rebote nos hemos enterado de una historia que ni nos va ni nos

viene. Después está el asunto del diario, está claro que alguien nos está tomando

el pelo, se ha informado de nuestras vida por encima, porque tampoco

profundiza en demasiados temas, y para terminar ha inventado nuestra muerte.

No es para tanto.

- Pues a mí me parece algo inaudito, no entiendo tu tranquilidad. Aquí hay algo

muy raro y no me gusta nada.

- Tonterías –acabó Marcos zanjando el tema.

Ricardo estaba fuera de sí sin ni siquiera participar en la conversación, no podía

soportar por más tiempo las impertinencias de ese tipo que se había acostado con su

mujer, porque además tenía la absoluta certeza de que Marcos estaba detrás de todo el

asunto. Sólo cabía esperar, insistirle poco a poco para que lo reconociese, los

mentirosos siempre terminan cediendo, y él sólo era un mentiroso sin clase, un

fracasado incluso a la hora de hacer el mal. Una mayor incógnita suponía el propósito

de toda la rocambolesca historia sin gracia. Podía comprenderse como un juego para

pasar el rato cuando todavía no les crecía la barba, pero tantos años después una broma

pesada de ese calibre sobrepasaba con mucho el límite del sentido común.

En ese instante pensó en el error mayúsculo que había sido hacer esa excursión, todo

había salido mal, la tormenta que casi le deja tirado como un perro abandonado y

empapándolo hasta los huesos, su desliz con Sara, y, para terminar el festival del

despropósito, descubre que su mujer se acostó con su mejor amigo de la infancia, una

tradición tan cinematográfica que a él le había tocado vivir en la realidad. Ya no existía

ni rastro de aquel Marcos revoltoso y un poco cruel de catorce años, ahora se había

convertido en una víbora mucho peor. No podría quitarse de la cabeza su aventura con

su propia mujer en toda la vida. No sabía si sentía más odio hacia su mujer o hacia

Marcos. Uno le había traicionado como amigo, lo cual era muy importante en su escala

de valores, pero su esposa convivía con él cada día, llevaban casi toda la vida juntos y

pensaban pasar igual el tiempo que les quedase.

- La tormenta nos ha salvado la vida –insistió Pablo de forma lacónica viendo que

los otros dos no se tomaban el tema demasiado en serio.

- Eso son tonterías, simplemente alguien nos han gastado una broma –repitió

Marcos-. No me seas tan peliculero.

- ¿Una broma? Si no hubiese caído esa tormenta probablemente hubiéramos

encontrado la caja mucho antes y nos habría dado tiempo a regresar a casa como

teníamos previsto y como dice en el libro.

- Se nos iba a hacer de noche de todos modos –dijo Marcos sin pensar mucho en

sus palabras.

- No, recuerda que llegamos aquí tarde por mi culpa, pero la idea era regresar

ayer, ¿sí o no?

- Puede que sí. Pero recuerda tú también que de tener un accidente la culpa

hubiera sido mía, yo conduzco, y sinceramente, no creo que hubiera ocurrido.

Ricardo sintió deseos de golpearle de nuevo, lo que suponía la tercera o cuarta vez

en sólo unos minutos, y seguramente que no la última, tenía la sensación de que le

volvería a pasar todo el tiempo que estuvieran juntos. Le molestaba su chulería, su

prepotencia infinita, su arrogancia insultante, cuando lo mínimo que debía hacer era

callarse, sentirse avergonzado por acostarse con la mujer de un amigo. Siempre había

sido así, con aires de superioridad en cada comentario, con una soberbia impropia de su

edad y que a lo largo de los años había desarrollado mejorándola. “Menudo médico

sería”, pensó con crueldad. Su comportamiento tan egoísta, pensando siempre en su

provecho personal por encima de los demás era muy peligroso en la vida y en especial

en la medicina. No lo podía evitar, cualquier pensamiento hacia Marcos se teñía de un

odio irrefrenable que muy probablemente volvería a sentir, con incluso más intensidad,

cuando mirase la cara de Laura. Había sido engañado durante mucho tiempo por una

subrepción despreciable y no podría olvidarlo nunca. Sabía que en muchos casos las

infidelidades se perdonaban, él mismo conocía algunos ejemplos, pero en ese momento

no podía ni considerar esa opción, tendrían que pasar muchas semanas, meses, años o

incluso toda la vida para plantearse la palabra “perdón”.

Esa mañana su vida había cambiado para siempre y ya le daba igual la decisión que

tomaran para salir airosos del extraño caso del diario, no le preocupaba su futuro, no le

importaba morir como indicaban aquellas líneas aplastado por un coche. Casi lo

prefería. Y lo más triste de todo era que de repente se había dado cuenta de que no

conocía en absoluto a su mujer, mientras leía aquellas frases se había convertido en otra

persona muy alejada a él. Una revelación casual, que bien podía continuar oculta si

Marcos no hubiera planteado realizar esa excursión, y que, en ese caso, jamás hubiera

salido a la luz. La realidad le había golpeado con tal violencia que había volteado todas

sus opiniones firmes que, hasta ahora, no suponían dudas en su vida matrimonial.

Nunca hubiera imaginado algo así e incluso le aterraba considerar la opción de que esas

infidelidades se hubieran repetido con Marcos o con otro individuo; no entraba dentro

de su estilo, pero ya no sabía ni cuál era. También quería pensar, con inocencia o no,

que se habría tratado de un funesto desliz aislado fruto de un mal día o de los efectos del

alcohol y que después se habría arrepentido tanto de su acción hasta no poder contárselo

a su marido por miedo a lo que pudiera ocurrir. Varias opciones, pero ninguna le hacía

sentirse mejor.

Laura calculaba todos sus actos hasta la exageración, sabía siempre lo que tenía que

hacer, sabía siempre lo que debía decir en cada conversación y sabía siempre

comportarse en cada situación, por embarazosa o incómoda que fuese. Confiaba tanto

en ella que jamás hubiera pensado que un buen día se levantaría en la cama de otro

como si el pasado con Ricardo ya no fuera importante, y además, sin comentarle antes

lo que fallaba en esa relación, en un intento desesperado de salvar lo inevitable. Ni

mucho menos se consideraba el hombre ideal para ella, atractivo entre pocos, especial,

perfecto, sin embargo confiaba en su palabra, en su compromiso firme ratificado en un

altar, al que Ricardo nunca hubiera llegado si ella no se lo hubiese pedido una y otra

vez. Lo hizo porque estaba completamente seguro de que nunca se arrepentiría.

Temía más que él mismo pudiera estropearlo todo por su falta de personalidad en

algunos casos, por su incapacidad de decir que no cuando la situación lo requería y por

los peligrosos instintos que estaba desarrollando últimamente, refrendados con aquella

extraña historia de la chica del gorro naranja y más aún con Sara, un error del que se

arrepentía, pero que ni siquiera se acercaba a la gran aventura de Laura, a una mentira

que convertían en absurdo cualquier pensamiento suyo con otras mujeres o cualquier

pequeño acto equivocado como el de esa misma mañana. Una cosa suponía equivocarse

al besar a una chica y otra muy distinta acostarse con otra persona, por lo menos eso

pensaba Ricardo. Ni siquiera tenía pensado contarle el episodio con Sara, no porque

quisiera ocultar su mal hacer, sino por lo absurdo de su significación, sólo un momento

concreto, un desliz que había durado sólo unos segundos y que a veces incluso viene

bien para poner el claro qué persona es la prioridad y para comprobar la cantidad de

obstáculos salvables que giran en torno a una relación duradera.

Hace mucho tiempo, cuando todavía era muy joven, pensó que quizás había

conocido a Laura muy pronto. Estar juntos desde esa edad tan prematura significaba

toda una vida con la misma persona, sin haber tenido desengaños y sufrimientos

amorosos previamente, y con el peligro de que una vez adultos cambiaran las

personalidades de ambos, o la de alguno de ellos, y se alejaran demasiado como para

seguir unidos. Cuando se acercaban a la treintena, Ricardo empezó a convencerse de

que ese peligro había desaparecido casi por completo, que la estabilidad de un hogar en

común, un hijo recién llegado al mundo, un par de empleos fijos y un amor intacto entre

ambos, suponían suficiente peso para no temer un cambio brusco en sus vidas. Ahora se

daba cuenta con infinita amargura de que se equivocaba; la vida no es tan simétrica

como tenía entendido, no sigue un guión medido, estudiado, fluido, como en una obra

de teatro, y por ello, hay que estar preparado para cualquier descarrilamiento. El de su

mujer había llegado en un momento sorprendente, justo antes de la boda, cuando

solamente existe una fecha en mente y las únicas discusiones tienen que ver con detalles

muy concretos y sin trascendencia de los preparativos previos al gran día. Ahora no

cabía duda de que ese enlace la había inestabilizado en algo.

Solamente él se notaba en ocasiones un poco vacío, inseguro, inmerso en una

comodidad que siempre había deseado, pero que una vez conseguida, le privaba de

ilusiones nuevas y renovadas, aventuras que quizás se estaba perdiendo y nunca podría

realizar. Con todo, si tuviera que elegir entre la vida que llevaba hasta ese momento -

tranquila, calculada, sin grandes sobresaltos-, o la que algunos de su conocidos tenían -

aventurera, inconformista, insegura y a la vez emocionante-, se quedaba con la primera,

le aportaba más satisfacciones.

El episodio de Laura con Marcos había sido un hecho aislado, un error no

precisamente inocuo que no se volvió a repetir en el tiempo, según había gritado su

indeseable amigo, sin embargo eso no lo hacía menos doloroso para Ricardo. Quizás

tenía tan mitificada a su mujer, la consideraba tan perfecta que su acción llevaba

consigo unas dimensiones aún más grandes de lo habitual. Se acordaba de una

compañera de trabajo, Irene, que en una de las cenas típicas de empresa en los días

previos a Navidad, le había comentado que no se fiaba de su marido, no soportaba su

comportamiento calamitoso e insalubre; entre otras muchas cosas le encantaba salir por

ahí con sus amigos hasta altas horas de la madrugada, beber hasta que su hígado dijera

basta y coquetear con las mujeres. Decía con frecuencia que no le sorprendería el día

que llegara a casa casi al alba, con aliento a tabaco y alcohol, con la noticia de que había

estado con otra mujer y que se iría con ella para siempre. Con todo lo doloroso que

conllevaba, esta mujer lo tenía asumido o, por lo menos, consumado el hecho, no le

hubiera sorprendido; casi más extraño resultaba que pasaran los años y no sucediera.

Ricardo se encontraba en el otro lado del río, no existían sospechas ni indicios de que su

mujer tuviera una aventura, y sin embargo lo había hecho sin que nadie se enterara.

Desde que la conocía sabía que existía un riesgo constante a perderla porque el

mundo se componía de todo tipo de especies humanas en una enorme selva donde no

caben las distracciones y siempre hay que estar al acecho. Consideraba que la cantidad

de buitres humanos iba en aumento, se reproducían como las hormigas, y una chica tan

simpática, tan abierta a todos, tan segura y tan popular allá donde iba, aunque no tuviera

una belleza sobresaliente, se convertía en una presa muy apetitosa. Temía especialmente

a esos buitres profesionales curtidos en mil batallas, a cual más difícil, que no se

conformaban con una respuesta negativa y que rara vez se quedaban sin su objetivo por

muchas trabas que encontraran. Laura, en cambio, sabía muy bien zafarse de ellos, tenía

una capacidad tan innata de convencer a la gente que además de rechazarlos, los trataba

con una paciente educación que conseguía apaciguarles e incluso sacarles una sonrisa de

aspirante derrotado. Ahora lo que tendría que averiguar Ricardo era por qué motivo

había sucumbido a las intenciones de Marcos, ¿o igual había sido iniciativa de Laura?

La idea le repugnaba casi tanto como imaginarlos en una misma cama. Esa ignominia

presente y futura dejaba una oquedad tan grande en su interior que no sabía cómo

reaccionaría. Tenía claro que el hecho de que ambos ya se conocieran había tenido

mucho que ver en lo ocurrido, y que vivieran en Barcelona en ese momento ayudaba

todavía más. Cuando lograra serenarse preguntaría todas esas dudas a su mujer.

Quería marcharse de una vez de aquella colina, no ver a Marcos nunca más y

olvidarse de la maldita excursión, aunque tampoco deseaba regresar a casa y encontrase

con la realidad, jamás hubiera pensado que el hecho de ver la cara de su mujer pudiera

producirle una sensación tan desagradable e infausta. En realidad deseaba desaparecer,

que le tragase la tierra con un embudo o marcharse muy lejos, al otro extremo del

planeta donde nadie le conociera, pudiera ser otra persona distinta y tuviera la

oportunidad de empezar una nueva vida. Sin embargo Alfredo, su hijo, no tenía ninguna

culpa de lo ocurrido y necesitaba la figura de un padre al cien por cien,

independientemente de que su mujer le hubiera arrancado las entrañas de cuajo y fuera

la última persona que querría ver cuidando de su pequeño. Semejante ambivalencia

inesperada suponía una tarea complicada que tendría que poner en práctica en breve,

cuando volviera a casa y siguiera afrontando el momento más doloroso de su existencia.

Ahora entendía por qué ella no quería hablar de Marcos y por qué se oponía a que

fuera a la cena, todo iba encajando. Ni siquiera existía ya un mísero uno por ciento de

posibilidades de que la aventura entre ambos fuera una farsa o invención.

Por lo demás, parecía que los tres amigos o ex amigos tenían en común querer

separarse de los demás, como si el hecho de estar juntos pudiera significar el principio

de nuevos problemas a los ya existentes. Pablo estaba harto de las peleas, Marcos de las

contestaciones de Ricardo, y éste de las verdades ocultas de aquél. En un pasado fueron

inseparables, todo el día juntos, jugando, estudiando, divirtiéndose y creciendo, y una

vez adultos no podían estar ni medio minuto sin discutir.

23. El desenlace

Pablo estaba muy decepcionado con sus dos amigos, no quería saber más de aquella

historia, así que cogió la caja y la enterró de nuevo con sus propias manos. La escena le

resultaba patética, Ricardo se había alejado unos metros porque no lograba controlar su

rabia y sus únicos deseos giraban en torno a pegar una paliza a Marcos, mientras que

éste daba paseos por la zona, fumando un cigarrillo, demostrando sus aires de

superioridad por un hecho reprobable. No podía creer que dos personas adultas pudieran

comportarse de una forma tan infantil en un momento tan desconcertante como aquél.

De acuerdo que uno de ellos se acababa de enterar de que su mujer le había sido infiel y

el otro había sido objeto de varias acusaciones por parte del anterior e incluso de

agresiones serias, pero ambos estaban siendo testigos de un asunto fuera de lo común,

inexplicable, que les afectaba en primera persona y que de alguna forma ponía en el aire

sus propias vidas. Ya tendrían tiempo de aclarar esas rencillas. Parecía que ninguno era

consciente de lo que decía ese diario. No lo entendía, así que no quería formar parte por

más tiempo de ese lamentable espectáculo cercano al boxeo, Pablo no estaba dispuesto a

ser el árbitro de una pelea continua entre sus dos amigos.

No había sido buena idea destapar el pasado, en ocasiones es preferible no

revolverlo si no queremos que se nos revele en el presente. Otras veces es motivo de

alegría, de buenos recuerdos que florecen entre la realidad del día a día, y esa era la idea

de aquella reunión. Ninguno, él mismo se incluía, había sido capaz de interpretar eso, y

especialmente Marcos se había equivocado gravemente organizando esta excursión

sabiendo que se había acostado con la mujer de Ricardo y que éste lo desconocía.

Ignoraba sus intenciones con la organización de ese encuentro, o quizás sí, desde luego

si pretendía que su hazaña saliera a la luz lo había conseguido sin esfuerzo. El fabuloso

misterio de la familia de la guerra civil y el inquietante asunto del diario habían pasado

a un segundo plano por culpa de dos personas a las que ya apenas conocía. Tres días

antes mantenía el recuerdo borroso de dos chicos que crecieron con él, ahora no sólo no

había conocido a dos nuevos amigos adultos sino que ellos mismos se habían encargado

de dilapidar los recuerdos de aquellos dos niños.

- Marcos, ¿nos vamos? –le preguntó Pablo cuando comprobó que había terminado

su cigarrillo.

- ¿Ya quieres irte?

- Pues sí, creo que aquí ya no hacemos nada.

- Díselo a Ricardo, a ver qué opina –dijo con desprecio.

- Tiene más ganas de irse que tú y yo, así que si te sientes bien despierto para

conducir nos vamos ya.

- Sí, estoy bien –contestó sorprendido por la decisión de Pablo.

Pablo se dirigió a la posición de Ricardo. Temía que no quisiera montar en el coche

de Marcos hasta que no se le pasara un rato el disgusto pero eso podía durar mucho

tiempo y ya estaba demasiado cansado de aguantar las impertinencias de los demás, así

que decidió mirar por sí mismo por primera vez, aunque eso fuera egoísta y contrario a

su estilo habitual. Deseaba con todas sus fuerzas salir de allí y olvidar el asunto cuanto

antes, ya tenía suficientes problemas él mismo en su vida cotidiana como para

permitirse el lujo de añadir más a la lista gratuitamente, no iba a consentirlo. Le llenaba

de verdadera inquietud, por no decir miedo, que en ese diario estuvieran escritos

acontecimientos importantes de su vida y su propio destino por alguien o algo

desconocido. Sonaba tan pavoroso como imposible, “nadie nos ha podido vigilar por

separado”, pensaba una y otra vez en aquellas palabras de Marcos. Sin embargo no

podía borrar de su mente el significado de una amenaza tan concreta que hacía

referencia a un posible accidente que acababa con sus vidas, como si el personaje de una

película leyese en el guión el momento de su muerte y se quedara un momento

pensativo con la duda de si aquello se podría convertir en realidad. Ricardo y Marcos no

mostraban ningún signo de preocupación al respecto, así que él fingiría lo mismo.

Ricardo no opuso resistencia, también deseaba irse de inmediato, por lo que se

dirigieron al coche de regreso a casa. Si las circunstancias hubieran sido otras Pablo se

hubiera quedado más tiempo a intentar averiguar algo de los dos misterios, no lograba

apartar de su mente la agonía desgarrada de aquel chico de la casa y tampoco la frialdad

de un diario que anunciaba su propia muerte. Motivos más que suficientes para quedarse

un rato más buscando respuestas a tantos interrogantes mientras, por una vez, el sol y el

calor matutino de un domingo de julio acompañaban a la tarea. En cuanto al asunto de

la casa poco más se podía hacer en ese lugar, únicamente buscar de nuevo más papeles

escondidos en cualquier otro rincón de entre las ruinas y sobre todo hablar con la chica

que se encontró Ricardo para contrastar la información de la que pudieran disponer,

lástima que se hubiera marchado tan pronto, sólo le quedaba volver otro día y

encontrársela por casualidad. Estaba seguro de que con los nombres y apellidos

completos de aquellas personas se podía realizar un trabajo de investigación exhaustivo

que pudiera esclarecer lo ocurrido, hablando con gente mayor que vivió durante la

república e incluso buscando en cualquier tipo de archivo de la época. Una labor que

requería bastante tiempo y tenacidad. Por su parte, el asunto del diario le preocupaba

más pero al mismo tiempo lo consideraba más complicado de solucionar, no contaba

con pistas iniciales para empezar a pensar en algún culpable. Eso sí, tenía una cosa

clara, dejando a un lado las posibilidades remotas de un hecho del más allá, imposible

de comprender de manera demostrable, que incluso él, un tanto soñador y abierto a ese

tipo de fenómenos fuera de la realidad, descartaba con rotundidad, no quedaba más

remedio que sopesar la idea de que la persona que escribió la parte nueva del diario se

encontraba o siempre se había encontrado muy cercano a ellos hasta conocerles

perfectamente. Solo pensar en ello ya producía un escalofrío poderoso, difícil de digerir

y de superar. Ricardo no había tardado mucho tiempo en acusar a Marcos en una

reacción demasiado condicionada por su ira incontrolable que cegaba cualquier tipo de

requerimiento real. Pablo tampoco sospechaba de Marcos, se notaba en la su

comportamiento de las últimas horas, y además no iba con su estilo tan arrogante e

insultante más cercano a emprender una aventura sacada de las espontaneidad y no

demasiado compleja en su ejecución, que un plan estudiado al detalle y elaborado

durante meses o años, por mucho que fuera él quien planteó la subida a la colina de las

Sombras. Ricardo, mientras tanto, no merecía ni análisis posible entre los sospechosos

ya que con la revelación que había descubierto ya tenía bastante, como para planear

juegos macabros... Con lo cual el abanico de posibilidades se abría tanto que resultaba

imposible saber por dónde empezar. Por ejemplo podía hacerlo por las personas que

conocían la amistad entre los componentes de la banda del pino viejo, es decir, los

compañeros de colegio; y a partir de esa primera selección iniciar la búsqueda sin saber

en absoluto si seguían la pista correcta. Y además parecía que no podría contar con la

ayuda de Marcos y Ricardo, enfrascados en sus propios asuntos, lo que acotaban las

pocas opciones que existían. Así que poco a poco se fueron desvaneciendo el inicial

entusiasmo de Pablo, entre todos se habían encargado de dilapidarlo.

En el trayecto hacia el vehículo no hablaron, parecían una pareja, en este caso un

trío, que después de una discusión se mantienen varios minutos sin decir una palabra.

Una vez dentro del coche cada uno de ellos miraba por la ventanilla de al lado. Pablo

ocupaba el asiento delantero y Ricardo se encontraba en la parte de atrás.

Pablo lamentaba mucho que la excursión acabara así, un final muy triste para una

relación de amigos que había nacido en la época escolar y que ahora había saltado por

los aires sin posibilidad de reconciliación. Él ya no trataría de acercar las posiciones, ya

lo había intentado sin éxito. Cada uno seguiría su camino como si nada hubiera pasado,

aunque Ricardo tendría que solucionar los problemas con su mujer, y quizás fuera el

peor parado de ese aciago encuentro.

Se puso a pensar en aquella aventura entre Marcos y la esposa de Ricardo. No se lo

esperaba de ninguno de los dos, especialmente de Laura, una mujer que, según su

marido, siempre había tenido las cosas muy claras y rara vez cometía un desliz.

- ¿Piensas llegar hoy a casa? –preguntó Ricardo a Marcos en tono de burla.

- ¿Cómo dices?

- Que podías ir un poco más deprisa...

- ¿Quieres conducir tú? –gritó Marcos fuera de sí.

- No, que tú lo haces muy bien, muy prudente –contestó con ironía.

En ese instante Marcos aceleró el coche en un gesto estúpido que alertó a Pablo,

cada vez más harto de las insinuaciones infantiles de los otros dos. Marcos estaba lleno

de ira, parecía que no soportaba que se metieran con su forma de conducir, como si

fuera un arte que llevaba cultivando toda su vida y no pudiera ponerse en duda, y menos

por una persona como Ricardo. En cualquier caso Marcos parecía incómodo desde que

arrancó el coche, quizás debido a que había pasado muchas horas allí encerrado.

Colocaba el asiento varias veces, miraba a los pedales con frecuencia, sujetaba el

volante con extrañeza, como si fuera otro distinto y casi cambiaba de marcha con

inseguridad, temeroso de quedarse con la palanca en la mano.

Pablo lo vio venir muy pronto, Marcos se puso nervioso y parecía no darse cuenta

de las curvas tan peligrosas que había a cada lado. Estaba más pendiente de las palabras

de Ricardo que de concentrarse, con lo que perdió capacidad de atención y la

posibilidad de adelantarse a un peligro real. En una de las curvas más pronunciadas, el

coche patinó con un charco que todavía quedaba retenido en el asfalto de la lluvia y el

conductor no pudo hacer nada por evitarlo. Las vidas de los tres amigos se precipitaron

por la ladera de la colina de las sombras de forma violenta.

Las averiguaciones posteriores reflejaron sin lugar a dudas que Ricardo, Marcos y

Pablo murieron en un accidente de tráfico debido al mal estado de la calzada y a una

distracción del conductor. El coche quedó completamente en ruinas y no se pudo

investigar más...

FINAL. El Futuro

Miguel, Paco y Diego se desviaron de la posición del resto de sus compañeros en busca

de nuevas aventuras. Eran los tres alumnos más traviesos de la clase y siempre lograban

apartarse de las aburridas actividades de cada excursión. Esta vez se habían propuesto

llegar hasta un pino que sobresalía del resto de los árboles y se hallaba lo

suficientemente alejado como para llamar la atención. Unas días antes en el parque

Güell, habían tenido la idea de mezclarse entre un grupo de alumnos de otro colegio,

que también rondaban los 13 años, y nadie se dio cuenta de las desapariciones hasta que

pasaron varias horas. Cuando sus compañeros estaban viendo las vistas de la ciudad

desde la parte más alta del parque, ellos contemplaban el dragón de Gaudí, justo al lado

de la entrada, después ocurrió a la inversa. De hecho se quedaron disfrutando un buen

rato de la maravillosa vista de Barcelona en un día soleado, limpio, bañado por el fuerte

viento, mientras planeaban las próximas tácticas de actuación sin nadie que estorbara su

creatividad.

Tras esas fechorías estaban más vigilados que nunca, todos los ojos se fijaban en

ellos, aunque en pocas ocasiones se quedaban con las ganas de escabullirse de los

demás a realizar alguna fechoría, a pesar de que después debían afrontar el castigo

ejemplar de la mejor manera posible. Un precio no demasiado caro que debían pagar, ya

que al final los profesores comprendían que eran jóvenes y rebajaban en buena medida

el castigo. Si no hacían travesuras en esa edad, ¿cuándo lo iban a hacer? Mejor que las

hicieran de niños y no de mayores cuando los objetivos son más amplios y peligrosos,

mucho más cercanos a la vida real y con consecuencias más problemáticas.

En el camino hacia el pino se dieron un susto importante al encontrar a una mujer

que paseaba con una niña pequeña de la mano. Casi se pararon en seco, no esperaban

toparse con nadie en aquella zona tan apartada

- Hola –dijo Miguel por decir algo tímidamente.

- Hola chicos, ¿adónde vais? –preguntó ella con gesto curioso y maternal.

- Pues a ningún sitio en concreto –respondió Diego como si se dirigiera a su

profesora.

- Queríamos ver ese pino –dijo Miguel de nuevo, más decidido que los otros dos,

indicando con el dedo en dirección al árbol.

- Está bien, tened cuidado, pero no os entretengáis mucho por aquí –concluyó la

mujer.

- ¿Por qué? ¿Ocurre algo? –preguntó Diego.

- No, nada. Pero este sitio no es demasiado seguro si no lo conocéis.

- ¿Y usted qué hace aquí entonces? –preguntó Miguel con descaro.

- Yo conozco muy bien este lugar.

Los chicos se miraron entre sí, no esperaban una respuesta tan contundente. Como si

fuera una reprimenda de alguna de las profesoras después de una travesura, se quedaron

callados observando a aquella mujer con curiosidad, intrigados por su comportamiento

tan peculiar. La niña de unos tres años, mientras tanto, también mantenía su atención en

los tres chicos, igual que si apoyara a su madre en cada una de sus palabras y muy alerta

a las voces que escuchaba.

- ¿Cómo te llamas? –preguntó Miguel a la niña.

La joven seguía con la mirada clavada en los chicos sin contestar, ahora más

pendiente de Miguel, al que analizaba con seriedad.

- Contesta, hija –dijo la madre.

Pero ella seguía callada, como si todavía le fuera muy difícil hablar.

- No seas maleducada –comentó de nuevo

- No pasa nada –dijo Miguel restando importancia al asunto.

- Se llama Raquel.

- Bonito nombre –aseguró Diego.

- Gracias. Se lo puse en honor de una muy buena amiga mía. Cuando no conoce a

alguien se pone muy seria, pero es siempre muy simpática.

- Como su madre entonces –dijo Diego.

- Gracias.

No le dieron mayor importancia a la situación y siguieron su camino no sin antes

comprobar lo que hacía la mujer, que también se alejaba en sentido contrario.

- Como su madre, dice... –comentó Miguel en tono de burla.

- Era guapa, ¿verdad? –dijo Diego.

- Sí, lo era, pero un poco extraña.... –comentó Paco un poco dubitativo.

- Me pregunto qué haría por aquí sola con esa niña.

- ¿Qué os importa a vosotros? Sigamos andando –dijo Miguel zanjando la

conversación.

Continuaron caminando hasta el pino y una vez allí se tumbaron y revolcaron por el

césped disfrutando de la libertad del momento, sin la ataduras de los profesores y el

resto de compañeros. Sacaron de las mochilas unos bocadillos que se comieron en un

santiamén y se dispusieron a pasar el rato sin hacer absolutamente nada, sólo dejar pasar

el tiempo sin ningún tipo de preocupación. Cuando se cansaron de estar tumbados,

Diego sacó un balón de fútbol de la mochila y se dedicaron a tirar unos penaltis

utilizando las mochilas de postes. En uno de los lanzamientos el esférico se alejó unos

cuantos metros y Miguel fue a recogerlo. Allí se dio cuenta de que había varios papeles

entre la hierba y un hoyo de pequeñas dimensiones bastante mal tapado. Ante ese

descubrimiento llamó a sus dos amigos.

- Aquí hay bastantes cosas escritas –comentó Miguel.

- Y aquí hay algo enterrado –dijo Diego.

Miguel comenzó a leer mientras su amigo desenterraba algo.

- “8 de marzo de 1978. La historia de la tiza ha terminado. Al final por falta de

pruebas a ninguno de nosotros le ha tocado la china. Parece que los profesores

no se han atrevido a castigar a nadie y sólo nos han dejado un día más sin

recreo. Está claro que alguien se ha salvado de un castigo ejemplar, pero por el

bien de todos es mejor que la cosa haya acabado así. Nosotros de todas formas

vigilaremos de cerca a Enrique, si lo vuelve a hacer ya nos encargaremos de

que él cargue con las culpas, y no toda la clase. Estos días seguro que todos

estaremos más tranquilos hasta que pase un poco el tiempo y vuelva a ocurrir

algo parecido.”

- ¿De qué va todo eso? –preguntó Diego sin entender nada.

- Espera que aquí hay otro. “20 de julio de 1996, Ricardo, Pablo y Marcos se

reúnen de nuevo después de muchos años. Tras comer los tres juntos en casa de

Marcos, se van al pino viejo, lugar donde tienen enterrado un diario desde que

eran pequeños. Todo va bien hasta que empiezan a leerlo y comienzan a

florecer secretos que tenían olvidados o muy escondidos. En un momento las

risas, el buen humor, la añoranza de un pasado que no volverá se convierten en

gritos, reproches e insultos que empañan la maravillosa excursión que estaban

viviendo. Enfadados y decepcionados por lo ocurrido, deciden marcharse por

donde han venido. Una vez en el coche y tras otra absurda discusión Marcos

pierde el control de su vehículo y caen por uno de los precipicios más

pronunciados de la colina de las Sombras. Los tres mueren en el acto.”

- Espero que esto no sea verdad –comentó Paco.

- Aquí continúa –siguió Miguel sacando otro papel suelto-. “Lo que no saben

Ricardo, Pablo y Marcos es que ese desenlace se retrasa unas horas por una

inoportuna tormenta que ellos creen que les ha salvado la vida”.

- Yo no entiendo nada –dijo Paco.

- Me da la sensación de que esto es un diario o alguien se dedicó a escribir

historias que le pasaban –dijo Diego con el librito en la mano-. Estaba metido en

esta caja abierta, no sé cuánto tiempo podría llevar aquí. El caso es que muy bien

enterrada no estaba.

Se pasaron mucho tiempo leyendo el diario y colocando las hojas que estaban

sueltas. Muy pronto comprendieron que tres amigos de la misma edad que ellos,

comenzaron a escribir un diario y al final, ya mayores, quisieron continuar esa

costumbre e incluso bromeaban con sus propias muertes en ese lugar. No encontraron

otra explicación.

- ¿Qué os parece si hacemos lo mismo que ellos y dentro de diez años venimos

por aquí? –preguntó Miguel a sus amigos.

- “Somos Miguel, Diego y Paco, somos la segunda banda del pino viejo...” –

comenzó a escribir Paco.

- ¿Podríamos inventarnos otro nombre, no? –dijo Miguel.

Los tres se quedaron pensando unos instantes en esa posibilidad.

- Bueno ya se nos ocurrirá algo –decidió Diego.

- “Estamos aquí... –siguió escribiendo Paco- para continuar con la leyenda del

pino viejo....”