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C O N C I L I U M Revista internacional de Teología 37 HISTORIA DE LA IGLESIA EL PROFETISMO EDICIONES CRISTIANDAD MADRID 1968

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C O N C I L I U M Revista internacional de Teología

37

HISTORIA DE LA IGLESIA

EL PROFETISMO

EDICIONES CRISTIANDAD MADRID

1968

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CONCILIUM Revista internacional de Teología

Diez números al año, dedicados cada uno de ellos i una disciplina teológica: Dogma, Liturgia, Pastoral, ícumenismo, Moral, Cuestiones Fronterizas, Histo-ia de la Iglesia, Derecho Canónico, Espiritualidad ' Sagrada Escritura.

CONTENIDO DE ESTE NUMERO

J . Basetti-Sani: Francisco de Asís

W. Peters: San Ignacio de Loyola, profeta ...

J . Rupp: John Wesley, profeta cristiano

i. Behr-Sigel: Los «startsy» rusos

]h. Dessain: El cardenal Newman como pro­feta

D. Rousseau: Profetismo y ecumenismo

V. Sohier: Profetismo y misión: La figura del padre Lebbe

IOCUMENTACION CONCILIUM

il Secretariado General: Profetas en la ciudad secular 131

Traductores de este número:

Un grupo de profesores del Estudio Teológico de Madrid

Director de la edición española:

P. JOSÉ MUÑOZ SENDINO

Editor en lengua española:

EDICIONES CRISTIANDAD Aptdo. 14.898. - MADRID

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No podrá reproducirse ningún artículo de

esta revista, o extracto del mismo, en nin­

gún procedimiento de impresión (fotocopia,

microfilm, etc.), sin previa autorización de

la Fundación Concilium, Nimega, Holanda.

CON CENSURA ECLESIÁSTICA

Depósito legal: M. 1.399.—1965

COMITÉ DE DIRECCIÓN

Directores de sección: Prof. Dr. E. Schillebeeckx OP Mons. Dr. J. Wagner Prof. Dr. K. Rahner sj Prof. Dr. H. Küng Prof. Dr. F. Bbckle Prof. Dr. J.-B. Mete

Prof. Dr. R. Aubert

Mons. Dr. N. Edelby

Prof. Dr. T. I. Jiménez Urresti

Prof. Dr. Chr. Duquoc OP Prof. Dr. P. Benoít OP

Prof. Dr. R. Murphy o. CARM.

Consejeros:

Dr. L. Alting von Geusau Ludolf Baas Dr. M. Cardoso Peres OP Marie-Dominique Chenu OP Mons. Dr. C. Colombo Prof. Dr. Y. Congar OP Prof. Dr. G. Diekmann OSB Prof. Dr. J. Mcjía Roberto Tucci S.T

Secretario general:

Dr. M. C. Vanhengel OP

Secretariado adjunto:

Jan Peters OCD

Secretariado General:

Arksteestraat 3-5, Nimega, Holanda

(Dogma) (Liturgia) (Pastoral) (Ecumenismo) (Moral) (Cuestiones

fronterizas) (Historia de la

Iglesia) (Derecho

Canónico) (Derecho

Canónico) (Espiritualidad) (Sagrada

Escritura) (Sagrada

Escritura)

Nimega Tréveris Münster Tubinga Bonn Münster

Lovaina

Damasco

Bilbao

Lyon Jerusalén

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Roma Amersfoort Fátima París Várese Estrasburgo Collegeville Buenos Aires Roma

Nimega

Smakt-Venray

Holanda Alemania Alemania Alemania Alemania Alemania

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U. S. A.

Italia Holanda Portugal Francia Italia Francia U. S. A. Argentina Italia

Holanda

Holanda

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COMITÉ DE REDACCIÓN DE ESTE NUMERO

Director:

Prof. Dr. R. Aubert Lovaina Bélgica

Director adjunto:

Prof. Dr. A. Weiler Nimega Holanda

Miembros:

Prof. Dr. G. Alberigo

Prof. Dr. Q. Aldea sj

Prof. Dr. G. d'Ercole

Dr. J. Fernández-Alonso

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Prof. Dr. E. Iserloh

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Alemania Occidental

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Francia

Francia

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PRESENTACIÓN

Para el común de los mortales, un projeta es un hombre que predice el porvenir. Pero este término va siendo empleado cada vez con más frecuencia en un sentido mucho más amplio para designar también a aquellos que no dudan en someter a juicio determinados elementos del «sistema» en que ellos mis­mos crecieron, y a veces, incluso, el sistema en todo su conjun­to, sugiriendo nuevas fórmulas o nuevas ideas más adaptadas a los tiempos nuevos que se anuncian. En este sentido se habla del «projeta Peguy» o de la misión projética de Karl Marx.

Esta última acepción es tan tradicional como la primera. Ejectivamente, según el Antiguo Testamento, el projeta de Dios no se limita únicamente a anunciar los acontecimientos futuros, sino que, además, e incluso antes que nada, habla en nombre de Dios para proclamar el juicio divino sobre las co­sas de acá abajo, declarando el valor que tienen en función del plan de Dios sobre el mundo. En esta perspectiva, el profeta es, para expresarlo con palabras del padre Congar', «el hom­bre que se opone a que los medios se conviertan en fines, a que se busque y se esté al servicio de la forma exterior por sí misma; es aquel que, incesantemente, recuerda que la verdad de esta forma está más allá y por encima de ella misma; es aquel que, más allá de todas las letras, atiende a liberar apa­sionadamente el espíritu». Los profetas se muestran particu­larmente sensibles a los cambios históricos; han recibido el don de descifrar, antes que nadie y en beneficio de todos, los «signos de los tiempos», y, al percibir agudamente las nuevas

1 Y. Congar, Vraie et fausse reforme dans l'Eglise (Unam Sanc-tam, 20), París, 1950, 196-226.

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6 Presentación

exigencias y las nuevas oportunidades, se oponen, muchas ve­ces con violencia, a que se considere como definitiva una etapa o una fórmula determinadas a las que se haya podido llegar en un momento cualquiera de la historia. Arremeten contra el falso orden actual a fin de que pueda ser conquistado el orden verdadero.

La historia profana ha conocido numerosos «profetas» de esta clase. También los ha conocido la historia religiosa, aun en las Iglesias más institucionalizadas. La fenomenología reli­giosa contemporánea se complace en oponer, a veces con exce­sivo esquematismo, los «tipos» del sacerdote y del profeta. El «sacerdote» representa a aquellos miembros de la Iglesia que se sienten responsables del mantenimiento de la doctrina, la estructura eclesial y las formas de culto tradicionales; el «profeta» simboliza, por el contrario, a quienes se sienten en­cargados directamente por Dios de la misión de proclamar el juicio divino sobre los fallos de la Iglesia, o de promover una reforma más o menos radical, a fin de que aquélla se adapte mejor a una nueva situación histórica.

Ciertamente, interesa evitar una oposición demasiado ab­soluta entre sacerdocio y profetismo, entre Ministerio y Caris-ma, en la línea de una cierta historiografía protestante de fi­nales del siglo XIX: ya en el Antiguo T estamento nos es dado comprobar que había profetas, como jeremías o Ezequiel, que eran, al mismo tiempo, sacerdotes. En tiempos más recientes, no se ha dudado en calificar de «profetas», en el sentido que antes hemos definido, a hombres como Juan XXIII, el carde­nal Suhard o Máximos TV. No menos inexacto sería afirmar que los profetas han de entrar en conflicto, casi inevitable­mente, con los sacerdotes: San Francisco de Asís y Santo Do­mingo fueron apoyados en su audaz tarea de aggiornamento por el papa Inocencio III y por numerosos cardenales, como después lo sería el padre Lebbe por el papa Tío XI y por algu­nos dirigentes de la Congregación de Propaganda Fide en su llamada a una reelaboración radical de los métodos de aposto­lado misionero. No menos cierto es que la historia de la Iglesia está marcada por la tensión permanente entre las aspiraciones renovadoras del profetismo y la tentación del formalismo y del

Presentación 7

ritualismo que normalmente acecha al sacerdocio. No es extra­ño que semejante tensión sea más frecuente y aguda en la Igle­sia católica romana, dado su carácter especialmente estructu­rado y la insistencia con que a lo largo de siglos ha cargado el acento sobre el principio de autoridad y las ventajas prácticas de la centralización. Tero la presencia de estas tensiones en modo alguno es mala. Tor el contrario, se trata de un signo de vitalidad, de dinamismo, de resistencia a la esclerosis que amenaza a toda institución.

Tor otra parte, es perfectamente justificable, desde el pun­to de vista teológico, el lugar que se debe otorgar al profetismo dentro de la Iglesia, en una perspectiva auténticamente católi­ca. Se trata, efectivamente, de uno de los temas mayores de la eclesiología contemporánea cuando se afirma que Cristo ha querido asociar activamente a toda la Iglesia, a todo el pueblo de Dios en conjunto, y no sólo a la jerarquía, a la realización del designio divino acerca de la humanidad, y la Constitución sobre la Iglesia, del Vaticano II, fue concebida según esta pers­pectiva. En el § 12, después de recordar que «el pueblo santo de Dios participa también en las funciones pro]'éticas de Cristo difundiendo su testimonio vivo ante todo por medio de una vida de fe y caridad», añade: «El Espíritu Santo no se limita a santificar al pueblo de Dios a través de los sacramentos y los ministerios, a guiarlo y concederle el ornamento de las virtu­des. También distribuye entre los fieles de todos los órdenes, 'repartiendo sus dones a cada cual, según su querer (1 Cor 12,11), las gracias especiales que lo capacitan y hacen dispo­nible para asumir los distintos cargos y oficios útiles para la renovación y el desarrollo de la Iglesia.» Aun cuando se esté a favor de afirmar enérgicamente el carácter institucional de la Iglesia, que ha recibido sus estructuras de una ordenación positiva de Cristo, no deja de ser cierto que es el Espíritu de Cristo quien la constituye de manera permanente, y que la ac­ción de este Espíritu es soberana y libre, actuando cuando y donde quiere, fuera incluso de las fronteras visibles de la Iglesia.

Este impulso creador, fruto a la vez de la espontaneidad de la naturaleza y de la gracia, que, de siglo en siglo, incita a

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8 Presentación

los profetas para que liberen el evangelio puro de la ganga de unas formas institucionalizadas que amenazan siempre con la esclerosis, sin por ello sacrificar nada que tenga valor definiti­vo por haber sido instituido por Dios mismo, puede manifes­tarse de muchas maneras: por la fundación de nuevas órdenes religiosas o por la creación de obras apostólicas que respondan a las necesidades nuevas; también por la «invención» de unas modalidades inéditas de espiritualidad que, manteniéndose «en la línea» de la tradición, se adapten al mismo tiempo a los cambios operados en la sociedad y en las mentalidades; también en el orden intelectual, por nuevos ensayos de inter­pretación del mensaje eterno de Cristo, que respondan mejor a las estructuras mentales de una época o de un ambiente de­terminados. El profeta, en el sentido en que aquí lo conside­ramos, se presenta, pues, vuelto hacia el porvenir, no para predecir uno u otro acontecimiento concreto, sino con vistas a orientar el avance del pueblo de Dios hacia el cumplimiento de los designios divinos que sobre él pesan, causando un im­pacto más claro al expresar las aspiraciones a la renovación, que ya estaban maduras en el seno de la comunidad creyente. El profeta, testigo de la verdadera Iglesia frente a su tiempo y frente a determinados aspectos deformados de la faz de la Iglesia en su tiempo, apoyado en su vida y en su actuación por el reducido grupo de quienes le han comprendido y se comprometieron a asegurar la pervivencia de su mensaje, ocu­pa dentro de la Iglesia, a lo largo de toda su historia, un puesto en el que es insustituible, tan importante y permanente como el de la jerarquía consagrada. La invitación que lanza a fin de realizar un continuo reajuste que sea, al mismo tiempo, una superación, es, al igual que la «llamada del héroe» bergsoniana la condición sine qua non para una religión «abierta».

Indudablemente, el profeta viene a subvertir la seguridad establecida y con ello provocará frecuentemente reacciones hos­tiles en el seno de aquella institución en que se manifiesta y sin perjuicio de que más tarde, o después de muerto, sea «con-•xifijrddo oficialmente», al principio se verá expuesto a perse-. liciones larvadas o incluso manifiestas. Pero es ley de vida y •m hoy más remedio que hacerle frente con valor. Importa,

Presentación 9

sobre todo, que este profetismo sea auténtico, pues a lo largo de toda la historia de la Iglesia se pueden contar muchos visio­narios que se inventaron una misión y que fueron causantes de más de una catástrofe. El criterio de autenticidad será, por una parte, la conformidad con el Evangelio, y por otra, la de­cisión de no entrar en conflicto abierto con esta misma Iglesia a la que se pretende reformar en nombre de Cristo. Incluso en una concepción eminentemente carismática de la Iglesia no se puede consentir que la última palabra quede a cargo de los entusiasmos personales incontrolados. Entre el doble peligro del legalismo y el juridicismo, por una parte, y el que repre­sentaría una Iglesia de fanáticos, por otra, es preciso esfor­zarse por permanecer en el difícil camino del «orden en la ca­ridad». El drama de ciertos profetas, cuyo primer impulso era sano y hasta santo, se originó en el hecho de no haber sabido tener la paciencia necesaria para plegarse a esta ley. Es fácil añadir también que les faltó la humildad precisa, pero en mu­chos casos habrá que preguntarse si aquella indispensable pa­ciencia no les faltaría simplemente porque se cegaron por la conciencia que tenían de la urgencia de aquella misión a la que se sentían llamados y porque se vieron empujados, hasta no poder más, por la resistencia, también muchas veces más ciega que culpable, de los responsables de la institución que, con razón, intentaban sacar de su torpor.

Muchas páginas de la historia de la Iglesia podrían servir de ilustración concreta a estas consideraciones. Nos permiti­rían, además, captar mucho mejor los distintos aspectos que envuelve el profetismo cristiano, sus peligros y sus fracasos, lo mismo que sus logros positivos y su papel irreemplazable. Es evidente que no podíamos hacernos a la idea de evocarlos todos en este número, ni aun siquiera los más sobresalientes. Aun dejando aparte los numerosos casos de «reformas» a los que ni siquiera vamos a aludir —pues muchas veces ocurre que la reforma se presenta como un retorno (pensemos en la re­forma gregoriana, por ejemplo) a un ideal que se sitúa en el pasado, mientras que el profeta hunde su mirada en el porve­nir intentando descubrir en él los rasgos inéditos que permi­tirán a la Iglesia cumplir su misión en unas condiciones nue-

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10 Presentación

vas—, hay muchas iniciativas que, por un motivo u otro, merecerían el calificativo de proféticas y que han tenido que ser dejadas de lado por falta de espacio. Así, por ejemplo, de­terminadas realizaciones del monaquismo antiguo en reacción contra el establishment, cuyas ventajas servían para velar a los ojos de muchos los reales peligros que encerraba, o también la tentativa, confusa pero inspirada en una visión realmente positiva, de un Joaquín de Fiore, con vistas a recuperar el sentido auténtico del monaquismo. Tampoco ha parecido opor­tuno volver una vez más sobre los casos trágicos, pero bien conocidos, de un Lutero o un Calvino, frente a la crisis religio­sa del siglo XVI en sus comienzos. O sobre el de Lamennais, que ya antes de 1830 había previsto la mayoría de los proble­mas con los que se enfrentan los cristianos del siglo XX. Los pocos casos que se han tenido en cuenta —pertenecientes a distintas épocas de la historia, no todos ellos tomados de la Iglesia católica— servirán, al menos, para nutrir la reflexión a base no de ideas abstractas, sino partiendo de ejemplos con­cretos. Ejemplos que hubieran podido ser mucho más sugeren-tes si el espacio disponible nos hubiera permitido situar mejor cada uno de los casos evocados sobre el panorama de fondo de un ambiente, en el mundo y en la Iglesia de aquel tiempo, pues no se trata de figuras desencarnadas y solitarias, tal como las suele presentar la literatura hagiográfica tradicional con demasiada frecuencia, sino de hombres que se formaron en un ambiente cultural y religioso muy concreto y que, bajo el agui­jón del Espíritu, reaccionaron en un momento determinado contra aquel mismo ambiente intentando transformarlo. Un número de CONCIUVU nunca podrá sustituir a un grueso volu­men de historia de la Iglesia. Si al menos pudiera contribuir a que los teólogos, que hasta ahora han sentido la tentación de olvidarlo, percibiesen con más claridad que la historia de la Iglesia es uno de los lugares teológicos a partir de los cuales deben elaborar su teología, entonces se podría decir que había logrado su objetivo.

R. AUBERT

FRANCISCO DE ASÍS

LA IGLESIA EN CRISIS ENTRE LOS SIGLOS XII Y XIII

La tradición cristiana reconoce a San Francisco de Asís como el hombre enviado por Dios a la Iglesia para la renovación del espíri­tu evangélico. Esta misión profética debía ayudar a la cristiandad a superar las dos graves crisis de fines del siglo xn y comienzos del xiu: las relaciones entre la Iglesia y el Imperio y la presencia del Islam. Las soluciones adoptadas entonces para resolver estos dos problemas tenían su justificación desde el punto de vista de la sabiduría humana, pero no procedían de los principios sobrenatu­rales del Evangelio. La «voz de Dios» intervino mediante el ejem­plo y la palabra de un simple diácono: Francisco de Asís. Pocos de sus contemporáneos comprendieron todo el significado profético de su mensaje. Hoy, a la distancia de más de siete siglos, estamos en condiciones de apreciarlo mejor. De hecho, las soluciones de la Iglesia del Concilio Vaticano II con respecto a los dos problemas que crearon aquella crisis en la conciencia medieval cristiana vienen a coincidir con las que proféticamente sugirió San Francisco \

A fines del siglo xn y comienzos del XIII, la vida de la cristian­dad occidental se inserta en el desarrollo social y cultural de Euro-

1 Cf. Y. Congar, Situación de la pobreza en la vida cristiana dentro de una civilización de bienestar: «Concilium», 15 (1966), 54-79; R. Caspar, La reli­gión musulmane, en Les relations de l'Eglise avec les religions non-chrétien-nes (Unam Sanctam, 61), París, 1966, 201-236; G. Basetti-Sani, Ver un dialogo tra cnstiani e musulmani. II Concilio Vaticano II e la religione dell'Islam: «La Scuola Cattolica» (1966), 267-289; ídem, The New Spirit toward Islam; «Worldmission», 17 (1966), 27-52. Por lo que se refiere a los biógrafos de San Francisco (Tomás de Celano, Juliano de Spira, San Buenaventura), remito al texto original latino publicado en Analecta Franciscana, vol. X, Quaracchi, 1940.

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12 G. Basetti-Sani

pa. «La Iglesia necesita siempre ser corregida y enmendada»2, y el fruto del Concilio III de Letrán fue el despertar evangélico en las nuevas clases populares: una aspiración a vivir de nuevo y to­talmente el Evangelio. Las respuestas aparecieron en distintos mo­vimientos: los valdenses, los Pobres de Lyon y otras nuevas sectas. Pero en el seno de la Iglesia la auténtica respuesta a tales ansias de renovación consistió en los dos nuevos movimientos franciscano y dominicano.

EL SACRO IMPERIO ROMANO Y LA IGLESIA

Gregorio VII creyó haber realizado la armonía y la plena cola­boración entre el Papado y el Imperio. Pero, por desgracia, los acontecimientos demostraron que, a fines del siglo xn, se habían difundido concepciones opuestas sobre las relaciones entre la Igle­sia y el Imperio. La Iglesia veía la idea de la unidad de la cristian­dad de Occidente centrada en la Sede Apostólica de Roma: el papa era la cúspide y la fuente de todo poder humano, y todos los reinos cristianos reunificados en el Sacro Imperio Romano debían mante­ner unos vínculos de dependencia con respecto al Sumo Pontífice no sólo en el orden estrictamente espiritual, sino también en el temporal. Por el contrario, la idea del Imperio Germánico como centro y guía de la cristiandad consideraba la Iglesia y el Papado como fuerzas subordinadas a la suprema autoridad imperial. Estas

2 Alejandro III, en Mansi, Collect. concil, XXII, 212. Cf. P. Zerbi, Va-pato, Impero e «Respublica Christiana», Milán, 1955; A. Fliche, La chrétien-té Romaine, en Fliche-Martin, Histoire de l'Eglise, París, 1955ss; M. Macca-rone, Chiesa e Stato nella dottrina di Papa Innocenzo III, Roma, 1960. Mac-carone considera a Inocencio III como la cumbre de la supremacía papal. Otros historiadores, como Dietrich Kemp y Héléne Tillmann, admiten que la supremacía papal alcanzó su punto culminante con Inocencio IV. Personal­mente, encuentro más convincente la postura de Maccarone. Nadie, en efecto, durante el pontificado de Inocencio III se atrevió a desafiar la autoridad del Papado, ni siquiera el emperador Federico, el cual sí intentó desafiar a Ino­cencio IV. Este, no sintiéndose ya seguro en Roma, su propia ciudad, hubo de partir para Genova y luego para Lyon. Y todas las luchas que siguieron a la muerte del emperador muestran que la autoridad pontificia en materia tempo­ral no era ya aceptada sin discusión como en tiempos de Inocencio III.

Francisco de Asís 13

dos concepciones opuestas eran con frecuencia causa de conflictos, los cuales tenían luego graves consecuencias pastorales.

Por otra parte, la realidad política de fines del siglo xn ya no era la de tiempos de Gregorio VIL La Iglesia, no desconociendo esta transformación, había desarrollado un amplio marco de rela­ciones con los distintos reinos, los cuales manifestaban su autono­mía frente al Imperio. En aquellas relaciones el Papado no se limi­taba a los aspectos estrictamente espirituales, sino que intervenía a menudo en la esfera temporal. Conscientes de la unidad de los pueblos bautizados frente a la impotencia del poder civil, los papas tomaron a veces iniciativas para defender a la cristiandad como su­premos soberanos feudales, acarreando inconvenientes a la misión espiritual y apostólica de la Iglesia. Ella —como Jesús mismo— se ve continuamente tentada por las insidias de Satanás: «Te daré todo este poder y la magnificencia de estos reinos...» (Le 4,6), hasta el punto de llegar a olvidarse del reino de Dios. El Conci­lio III de Letrán había recomendado al clero que evitara toda ac­ción —como diríamos hoy— política. Pero la verdad es que no siempre venía de arriba el buen ejemplo: ambición, sed de domi­nio y, sobre todo, sed de riquezas.

Los historiadores suelen considerar el pontificado de Inocen­cio III como el apogeo del Papado. La Iglesia aparece en la cumbre de su poder y autoridad: dominio sobre el Imperio, sobre los reyes cristianos y el emperador, riqueza y boato. Pero todo eso, que hoy se denomina «triunfalismo de la Iglesia», no prueba la vitalidad evangélica de la Esposa de Cristo. La tensión existente entre el poder temporal del Imperio y de los monarcas y la actividad de la Iglesia, que no siempre se limitaba a lo espiritual, constituía un grave peligro para la Iglesia. Precisamente para resolver esa ten­sión enviaba Dios a San Francisco, quien, con su invitación a la más absoluta pobreza evangélica, iba a ofrecer una liberación frente a la tentación de dominio temporal.

LA INVITACIÓN A LA POBREZA EVANGÉLICA

San Buenaventura escribe: «Francisco es una nueva manifes­tación de la gracia salvífica de Cristo mediante una invitación a la

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total imitación de Cristo y un profundo deseo y sed de lo divino»3. Cuando Jesús le ordena: «Ve, Francisco; repara mi Casa, que está a punto de hundirse», Dios le confiere la misión profética de «res­taurador del Evangelio». Era la Iglesia fundada por Cristo la que debía ser reparada; e Inocencio III reconocía en Francisco al po­bre fraile que él había visto en sueños sosteniendo la Basílica Late-rana 4. A la grave y continua tentación de grandeza y dominio tem­poral, el mensaje del Poverello opone la absoluta pobreza evan­gélica. El Santo no recorrió las plazas denunciando la avaricia y el orgullo de los eclesiásticos, la riqueza y el espíritu mundano de al­gunos hombres de Iglesia, como solían hacer en nombre del Evan­gelio ciertos pretendidos reformadores. Con el ejemplo y la exhor­tación caritativa invita a toda la Iglesia, desde la cabeza al último de los miembros, a la más pura y elevada espiritualidad evangélica: la Iglesia únicamente Iglesia, preocupada sólo de las cosas de Dios. Este mensaje, vivido y predicado por Francisco, lo puso por escrito uno de sus primeros discípulos: era el solemne testamento que el Poverello dejaba a toda la Iglesia, y no sólo a sus frailes. El famoso opúsculo Sacrum Commercium Beati Francisci cum Domina Pau-pertate contiene ese mensaje, fielmente transmitido por fray Juan Parenti, general de la Orden.

Se ha querido ver en él una alegoría poética destinada a estimu­lar a los frailes a una vida de pobreza, una voz del partido de los intransigentes, un programa imposible de vida ciudadana, un ex­traño idilio, un sueño de fraile «espiritual, un ingenuo epitalamio para hacer que los frailes amen la pobreza». Quizá fue Paul Sabatier quien, mejor que otros, supo reconocer en él su profundo valor de documento destinado no a los frailes, sino a toda la Iglesia. Es posible, efectivamente, descubrir en el mensaje los mismos temas de San Bernardo contra las riquezas de la Iglesia y la sed de dine­ro: el poder apostólico del papa y los obispos no les fue dado para

3 San Buenaventura, Legenda Major, Prol. n. 1, 557. A pesar de todo, siempre había grupos de clérigos y laicos que albergaban un auténtico deseo de vida apostólica.

4 ídem, c. 2, n. 1, 563; Celano, Vita secunda, n. 17, 141.

Francisco de Asís 1J

dominar a los demás, sino para santificar5. La Dama Pobreza del Sacrum Commercium no es, como habitualmente se piensa, una alegoría de la virtud de la pobreza, sino la Iglesia misma, Sponsa Christi. San Francisco había contado en presencia de Inocencio III la parábola del rey rico que se casa con una mujer hermosa, pero pobre; esta mujer es la Iglesia, que da a luz a sus hijos y herederos de Cristo6. Los dos «ancianos» son los apóstoles Pedro y Pablo, los cuales responden a Francisco con textos tomados de sus cartas. La ciudad edificada sobre el monte es Jerusalén, donde habita la Iglesia. Así interpretado, el mensaje aparece como el testamento de San Francisco destinado a toda la Iglesia. El remedio a la crisis en las relaciones entre la Iglesia y el Imperio era el retorno a la perfecta pobreza del Evangelio para hacer que la Iglesia fuera una Iglesia pura, libre de cualquier implicación de dominio terreno.

El mensaje no fue entonces plenamente comprendido7. De Ino­cencio III a Pablo VI hubieron de pasar más de siete siglos para que se comprendiera que el ejercicio de la autoridad evangélica del vicario de Cristo y de los sucesores de los apóstoles, los obispos, no comportaba derecho o pretensión de dominio temporal. Si lo hubieran comprendido bien los contemporáneos del Santo, la histo­ria de la Iglesia habría podido tomar un sesgo distinto, superando más espiritualmente las graves luchas entre la Iglesia y los poderes-temporales desde el siglo x m hasta hoy.

LA CRISTIANDAD MEDIEVAL ANTE EL ISLAM

La expansión musulmana fue el gran desquite del Oriente se­mita contra la conquista grecorromana, iniciada por Alejandro Magno. La cristiandad medieval se sentía cercada por el mundo musulmán y consideraba al Islam como la fuerza diabólica, política y militar, que amenazaba la fe. Frente a ella, sólo la fuerza militar podría garantizar la paz y restituir la tierra de Cristo a los cristia-

5 Sacrum Commercium Sancti Francisci cum Domina Paupertale, Qua-racchi, 1929; S. Bernardo, De consideratione ad Eugenium, Apología ad Guillelmum: PL CLXXXII, 757ss, 915ss.

6 Celano, Vita prima, n. 36, 22; Vita secunda, n. 16, 212. ' Cf. Pablo VI, Discurso ante la ONU (4 octubre 1965).

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16 G. Basetti-Sani

nos. San Bernardo exaltaba esta guerra santa contra los enemigos de la cruz de Cristo, afirmando explícitamente que los «soldados de Cristo», los cruzados, al dar muerte a los musulmanes, no eran «homicidas» y, por tanto, no cometían delito alguno; eran, por el contrario, ejecutores de malvados («malicidas») y libertadores de este mundo frente a los perversos, dando así gran gloria a Dios. Si un soldado moría combatiendo por Cristo, tenía asegurada la gloria del cielo 8.

El carácter religioso de las Cruzadas no era evidente, ni mucho menos, a los musulmanes. Estos, en efecto, las consideraban como una agresión de cristianos extranjeros, los francos, contra las tierras del Islam, deseosos de destruir la religión del Profeta. Contraria­mente a las previsiones de los cristianos, las Cruzadas no debilitaron el poderío del Islam, sino que lo reforzaron, facilitando la aproxi­mación de los elementos musulmanes divididos. El resultado fue una mayor unificación política, el triunfo de la ortodoxia sunnita sobre el cisma fatimita, una renovación de la cultura árabe en Siria y Egipto: Damasco y El Cairo volvieron a ser los centros más vivos del mundo musulmán. La reconquista de Jerusalén por Saladino en 1187 despertó más profundamente en el alma musulmana la devoción y el apego a la Ciudad Santa, que es también lugar sagra­do para el Islam. Allá volvieron para orar donde antaño estuvo el Templo de Salomón. Saladino había restablecido así el dominio de los «verdaderos creyentes» sobre la Tierra Santa. Tan pronto como entró en Jerusalén, el 2 de octubre de 1187, día en el que los mu­sulmanes celebran litúrgicamente el milagro de la Ascensión Noc­turna de Mahoma, Saladino daba orden de restaurar la Mezquita de la Roca y la de al-Aqsa, anunciando al mundo musulmán que ál-Quds, la Santa (ciudad), había sido purificada de la presencia de los infieles.

En la cristiandad occidental, la noticia del desastre de la Cru­zada en Tiberíades y la toma de Jerusalén por Saladino fue presen­tada por el papa Gregorio VII como un castigo de Dios, airado contra su pueblo pecador. Sólo la renovación de la vida moral y una

8 Cf. S. Bernardo, Tractatus de Nova Militia: PL CLXXXII, 921-931. Según J. Leclerc, Histoire de la tolérance au siecle de la Reforme, I, París, 1954, 104, las Cruzadas fueron, en el plano de la psicología religiosa y de la sociología, la exacta correspondencia de la «guerra santa» (yihdd) musulmana.

Francisco de Asís 17

extraordinaria penitencia podrían lograr la misericordia de Dios y el triunfo de los cristianos contra los enemigos de la cruz de Cris­to 9. El llamamiento a la Cruzada, repetido por los sucesores de Gregorio, Clemente III y Celestino III , no halló una respuesta suficiente. El nuevo y joven papa Inocencio III anunció inmedia­tamente su programa de reforma de la Iglesia para la liberación de la Tierra Santa. Para él, ambos objetivos eran inseparables. Su actitud en relación con el mundo musulmán mantiene la distinción entre actividad política y religiosa. Por eso trata diplomáticamente con los príncipes y soberanos musulmanes, reconociéndolos como responsables del gobierno de sus países. En cambio, cuando consi­dera el Islam como religión, no descubre en él más que el elemento diabólico y lo considera únicamente como el gran enemigo de la fe cristiana. Así, el papa encargaba al florentino Aimaro de' Corbizzi, patriarca latino de Jerusalén, que llevara a El Cairo, al sultán de Egipto Al-'Adil Saíf el-Dín, una carta en la que se afirmaba la obli­gación moral del papa en orden a rescatar la Tierra Santa: en nom­bre de la justicia, el sultán debía restituir lo que no le pertenecía y se había apropiado; y en caso de que el sultán se negara a ello, la cristiandad estaría obligada a rescatar con las armas la Tierra Santa. Inocencio repitió esta amenaza en otra carta dirigida al sul­tán de Egipto en 1213 10.

También el papa estaba convencido de que era preciso derrocar primero con las armas el poder político y militar del Islam; al igual que otros contemporáneos, creía que las Cruzadas destruirían al Islam y realizarían la profecía del Apocalipsis. El número 666 era interpretado como la duración de la religión musulmana. El desas­tre de la IV Cruzada (1204) no modificó la persuasión de que sólo la fuerza militar era capaz de vencer al Islam. Para el papa, la obra de reforma de la Iglesia iba estrechamente unida a la del rescate del sepulcro de Cristo, de modo que no consiguió distinguir entre la acción militar y poco evangélica de la Cruzada y la restauración moral y espiritual de la Iglesia; en su llamamiento a la nueva Cru­zada (abril de 1213) decía: «El día de la liberación parece ya cer-

' Epíst. Audite tremendi, en Mansi, loe. cit., 527-531. 10 Acta Innocentii PP. III, a. 204, Ciudad del Vaticano, 1944, 44.

2

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cano. El poder del Islam, cuya duración se índica en el Apocalipsis con el número de la bestia 666 (Ap 13,18), ha llegado a su fin» n .

También Inocencio III conserva el tradicional lenguaje ofen­sivo: los musulmanes son inimici Crucis Christi, perfidi, pessi-mi, etc.; también él sigue siendo víctima de una ambigüedad que duraba ya dos siglos: la de creer que la presencia del Islam en Je-rusalén constituía la mayor afrenta a Jesucristo, «expulsado del reino que se había comprado con su propia sangre». Si los cristia­nos no reivindican los derechos de Cristo reconquistando su patria de manos de los enemigos, ¿cómo podrán llamarse cristianos? La liberación del Santo Sepulcro es considerada como el premio que Dios reservará a una cristiandad renovada espiritualmente. Siguien­do la visión de San Bernardo sobre el «soldado de Cristo» (miles Christi), el papa exalta la Cruzada como obra salvífica asociada a la Pasión y Muerte de Cristo u.

Pero las esperanzas del papa y de la cristiandad sobre la ruina del Islam no se cumplieron. Las profecías se mostraron falsas, y la religión musulmana no fue destruida por la espada cristiana, ni tampoco las Cruzadas lograron que los musulmanes se acercaran al Evangelio. El haber asociado durante siglos la violencia de los cristianos cruzados al miles Christi de San Pablo y a la Pasión y Muerte de Cristo constituía una desviación del auténtico espíritu del Evangelio. Precisamente con su Pasión y Muerte había querido Jesús renunciar a toda resistencia violenta para dejar a la Iglesia un ejemplo y una enseñanza. No permitió a Pedro el uso de la es­pada, cuando habría podido contar con legiones de ángeles para su legítima defensa. San Francisco, con su palabra y su ejemplo, debía recordar todo esto a la conciencia cristiana medieval.

EL MENSAJE DE AMOR CONTRA LA VIOLENCIA

DE LAS CRUZADAS

La especial misión profética encomendada por Dios a San Fran­cisco con respecto al Islam aparece ya en el empleo que Tomás de

" Innocentii, De negotio Terrae Sanctae, Epíst. 28: PL CCXVI, 818. 12 Quia major nunc, en Mansi, loe cit., 956-960.

Francisco de Asís r>

Celano y San Buenaventura hacen de la expresión paulina miles Christi San Pablo escribía a Timoteo: «Asume tu parte de sufri­mientos como buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim 2,3). Es se­guro que San Pablo no imaginaba al «soldado de Cristo» con espa­da, dispuesto a dar muerte a los enemigos en el nombre de Cristo. A diferencia del soldado romano o de otro ejército, el «soldado de Cristo» no puede procurar con armas materiales sufrimientos a los demás, sino que debe sufrir él uniéndose a la Pasión y Muerte de Cristo. Aplicar la expresión paulina a los cruzados, como se hacía a partir de San Bernardo incluso en los documentos pontificios, en un contexto de sentimientos belicosos y ofensivos, era traicionar al espíritu del Apóstol. En cambio, adquiere todo su significado tal como se la aplicaron a San Francisco sus primeros biógrafos. Todo profeta se presenta con un mensaje que, empleando el voca­bulario de su tiempo, debe trastornar los valores expresados en él. Así, San Francisco, auténtico miles Christi, debe hacer que la Igle­sia recobre el auténtico sentido paulino; su vocación profética se opone al ideal de la cruzada, en la que el soldado llevaba armas mortíferas marcadas con la cruz. La visión del palacio y las armas «marcadas con la cruz» era la primera llamada a esta misión de paz contra todo género de violencia, sobre todo la violencia perpetrada en nombre de Cristo 13.

San Francisco ayuda a la cristiandad a disociar la reforma reli­giosa de la cruzada agresiva, la cual pretendía vencer al Islam con la violencia. El Santo anuncia, por el contrario, la paz del Evange­lio, que es un don del cielo, y la victoria conseguida por Cristo mediante su Pasión y Muerte. Su tarea es mostrar que el Evange­lio no necesita nunca la espada para defender los derechos de Dios. El Islam había fomentado en la conciencia del Medievo cristiano la convicción de que sólo oponiendo la violencia a la violencia, res­pondiendo al mal de la guerra con el mismo mal de la guerra, se salvaría la fe y el honor de la cruz de Cristo; en nombre del Evan­gelio se intentaba justificar todo un cúmulo de injusticias, de males físicos y morales producidos por la guerra. La autoridad de los papas llevaba muchos años presentando la cruzada belicosa como

13 Cf. Celano, Vita prima, n. 5-7, 9-10; S. Buenaventura, Legenda Major, c. 1, n. 3-4, 619; c. 13, n. 9-10, 620.

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el remedio para defenderse de los enemigos de la cruz de Cristo. En cambio, el profeta Francisco recuerda las palabras de Jesús: «... en mí tengáis paz. En el mundo tendréis tribulación, pero ¡ánimo! Yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). A los cristianos que, atemorizados por la presencia de los musulmanes, pensaban en vencer al Islam con la violencia, San Francisco les repite las palabras de Jesús y condena en nombre del Evangelio el vtm vi repeliere licet, superado por la desconcertante sabiduría divina: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a quienes os odian» (Le 6,27). San Francisco no admite que estas palabras sean mal­entendidas: si los musulmanes resultan ser nuestros enemigos, nos­otros estamos obligados por el Evangelio a amarlos; él conoce la fuerza de esa sabiduría divina, de la misión salvífica que tienen el dolor y la muerte. Francisco ha de anunciar a todos los hombres la paz y predicar el perdón y el amor hacia los musulmanes. Es el polo opuesto de la solución corrientemente adoptada hasta enton­ces por la Iglesia en su «defensa» frente a la amenaza del poderío musulmán. Consciente del valor de las palabras de Jesús, Francisco no puede considerar a los musulmanes como «enemigos de Cristo»; para él son «hermanos» que es preciso llevar al pleno conocimiento del misterio de Cristo mediante una predicación del Evangelio con el ejemplo y con la palabra, y sobre todo mediante una caridad he­roica, capaz de llegar a la entrega suprema del martirio. Este es el aspecto esencial del mensaje profético que dirige San Francisco a la cristiandad.

En su continua meditación de la Pasión y Muerte de Cristo, él había comprendido que la salvación del hombre había sido fruto de la humillación y del sufrimiento. Es preciso desmentir el gran equívoco de aquellos biógrafos del Santo que presentan su viaje a Egipto como una participación en la Cruzada para «espiritualizarla». ¿Espiritualizar la violencia, que es por esencia la negación del espí­ritu del Evangelio? ¡No! Dios le había enviado precisamente para lograr que se pusiera fin a las Cruzadas. El mundo, incluido el Is­lam, será conquistado únicamente por el Evangelio mediante la caridad, el sufrimiento y la humildad. Esto lo repite hoy San Fran­cisco a la cristiandad del siglo xx.

LA VISITA DE SAN FRANCISCO A EGIPTO

Desde 1211, el Santo tenía el propósito de ir a Siria, tierra mu­sulmana, para dar testimonio de Cristo. Pero Dios dispuso provi­dencialmente los acontecimientos, y Francisco no pudo llegar a Siria, como más tarde no pudo ir a Marruecos. Antes de ir a predi­car a los musulmanes debía invitar a los cristianos a cambiar sus sentimientos. El Concilio IV de Letrán dirigía todavía a la cris­tiandad una invitación a la Cruzada; el propio Inocencio III toma-lía el mando de la misma y marcharía a Oriente. Pero la muerte lo sorprendió en Perusa el 16 de julio de 1216. Dios no permitió el espectáculo de un papa a la cabeza de un ejército armado. San Francisco se hallaba en Perusa para los funerales del pontífice. Con gran probabilidad, había intentado disuadirle, en nombre de Dios, de la Cruzada. A su sucesor Honorio III , en presencia de los car­denales, el Santo —que había sido introducido por el cardenal Ugolino— le habló de un tema referente a la Iglesia 14. Se trataba de exponerle el aviso profético de suspender la Cruzada y de tras­ladar la indulgencia de la «Cruzada para la liberación de Jerusalén» a Asís, «nuevo Oriente», en la indulgencia de la Porciúncula.

Ya estaba todo dispuesto para la funesta empresa. Pero más tarde el Santo pidió al papa autorización para ir al campo cruzado, en Egipto, a fin de convencer a los jefes (el cardenal Alvaro Pelagio, legado pontificio, y el rey Juan de Brienne) de que debían aceptar las proposiciones de paz formuladas por el sultán Mélek el-Kamel, dispuesto a devolver Jerusalén a condición de que el ejército cris­tiano se retirase de Egipto. Sin embargo, en la intención de los jefes, la finalidad de la Cruzada no era ya la liberación de la Ciudad Santa y de Palestina, sino más bien la destrucción del poderío mu­sulmán. La presencia de Francisco en el campo cruzado fue una condena viviente del espíritu belicoso y violento: pidió a los cris­tianos que sustituyeran la violencia por la mansedumbre; el odio y el deprecio a los musulmanes, considerados como inferiores, por la caridad y el respeto. En nombre de Jesús había que reconocer

14 Cf. Celano, ibíd., n. 73, 54-55; S. Buenaventura, Legenda minor, c. 12, JI. 7, 613.

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a los musulmanes como hermanos y amigos; más aún, todo cristiano debía estar dispuesto —como lo estaba Francisco— a sufrir el mar­tirio por el amor y la salvación de los hermanos musulmanes, cuyas almas, redimidas por la Sangre de Cristo, eran más preciosas a los ojos de Dios que las piedras del Santo Sepulcro.

«Conocida con certeza —escribe Tomás de Celano— la deter­minación de los cruzados a dar batalla, San Francisco sintió un pro­fundísimo dolor. Y dijo a su compañero (fray Iluminado de Rieti): 'Si realmente se presenta batalla, Dios me ha hecho saber que todo se resolverá con una derrota de los cristianos. Pero, si digo esto, me considerarán loco. Por otra parte, si callo, no podré eludir la condena de mi conciencia. ¿Qué crees tú que debo hacer?' El compañero le respondió: 'Padre, no te importe ser juzgado por los hombres; sabes que no es la primera vez ni mucho menos que te consideran loco. Libera tu conciencia y teme a Dios más que a los hombres.' Salió entonces el Santo y, con graves exhortaciones, ad­virtió a los cristianos, prohibiéndoles en nombre de Dios, que pre­sentaran batalla; de lo contrario, les predijo la derrota. Las certeras palabras de Francisco fueron tenidas por estupidez; los hombres endurecieron sus corazones y no quisieron aceptar el ser advertidos por la palabra de Dios» ".

A las puertas de Damieta, Francisco lloró la inútil matanza buscada por el belicoso delegado pontificio, el cual no reconoció en las palabras del Santo la manifestación de la voluntad de Dios. Incapaz de comprender su espíritu, le había impedido llegar hasta el sultán para ofrecerle la paz. Sólo tras la derrota del 31 de agosto de 1219 pudo el Santo ir al campo musulmán. Francisco ardía en deseos de ofrecer su vida, mártir de Cristo, a fin de conseguir para sus hermanos musulmanes iluminaciones y gracias, a fin de obtener la pacificación del mundo cristiano y del mundo islámico. Pero, como indican Tomás de Celano y San Buenaventura, Dios le reser­vaba el martirio ansiado en Egipto para unos años más tarde en el monte Alvernia, de una forma nunca hasta entonces imaginada: la estigmatización.

15 Celano, Vita secunda, n. 30, 149; G. Basetti-Sani, Mohammed et Saint Frangois, Ottawa, 1959,157-165.

EL DIALOGO DE SAN FRANCISCO CON EL ISLAM

Llegado ante el sultán, San Francisco pide diálogo e invita al Islam, en la persona de sus doctores, a aceptar la prueba del fuego pira probar la verdad de la fe cristiana. La sinceridad y la dulzura con que el Santo y fray Iluminado de Rieti se presentaron anun­ciando su misión de enviados de Dios produjo impacto y les ganó inmediatamente veneración y estima. Aquella actitud de humildad y bondad verdaderamente cristiana no tenía nada en común con el espíritu altanero y violento de los cruzados. La conciencia reli­giosa de Mélek el-Kamel, hombre piadoso y justo, estaba dispuesta a aceptar el testimonio de un «portador de la palabra de Dios».

Tomás de Celano y San Buenaventura refieren que el sultán advirtió inmediatamente el fervor de espíritu y la santidad del fraile, el cual no tuvo palabra alguna de desprecio para la persona de Mahoma ni para el Corán. Realmente no era fácil imaginar a un cristiano medieval latino hablando a los musulmanes sin mos­trarles desprecio por su religión ni insultar a su profeta. San Fran­cisco tuvo respeto a las personas con pleno espíritu evangélico, re­conociendo en todas partes la acción de Dios, incluso entre los musulmanes. Se declaró dispuesto a aceptar la invitación del sul­tán a quedarse por amor de Cristo, pero deseaba también dar testi­monio de su fe mediante la prueba del fuego.

LAS ORDALÍAS DE MEDINA Y DE DAMIETA

El gesto de invitar a los doctores musulmanes a pasar con él sobre el fuego adquiere todo su significado de auténtico testimonio cristiano si lo relacionamos —según la concepción histórica de L. Massignon— con otro hecho análogo: la escena del encuentro de Mahoma con una delegación de cristianos de Nadjrán, en Me­dina. Llegaron, guiados por su obispo, para rendir homenaje y so­meterse a la autoridad civil de Mahoma. Tras una discusión sobre la Pasión de Cristo, fueron invitados a probar la verdad de la En­carnación y la divinidad de Cristo mediante la ordalía del fuego: mubáhala. Mahoma les pidió que solicitaran el retorno de Cristo

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como juez y reconociesen su propia misión profética. Pero los cris­tianos rehusaron el desafío, aunque declarándose dispuestos a ne­gociar con él. ¿Fue quizá aquella negativa lo que cerró a Mahoma el camino al pleno conocimiento del misterio de Cristo?

La misma prueba que pidió Mahoma a los cristianos en Medina la pedía ahora Francisco a los musulmanes en Damieta como repa­ración por aquella negativa y pusilanimidad. Puesto así en relación con el episodio de Medina, el gesto del Santo anuncia profética-mente la nueva actitud que Dios exige a los cristianos frente al Islam: la reparación mediante el dolor, dando testimonio de la fe con la vida y la muerte; la manifestación de la caridad cristiana, que no juzga a nadie, sino que reconoce en todo hombre los dones de Dios, ama como hermanos a los musulmanes hasta la inmolación del martirio, descubriendo también en ellos la imagen de Dios y la huella de Cristo, poniéndose en lugar de ellos ante Dios por su salvación.

La propuesta de San Francisco en Damieta no fue aceptada. Pero la conducta del sultán y de los doctores musulmanes, que se alejaron declinando la invitación, ha de ser juzgada en el contexto psicológico religioso del Islam. Fundándose en la escena de la mubahála en Medina, y en la revelación del texto coránico (Co­rán, 3,42-45), el musulmán no quiere prevenir el juicio de Dios, el cual manifestará el último día la verdadera naturaleza de Jesús. Por tanto, la negativa del sultán a aceptar la ordalía de Francisco no significaba desprecio del Santo ni de la religión cristiana. Por el contrario, de acuerdo con la doctrina musulmana, él reconocía el origen divino del cristianismo: «Creo que vuestra fe es buena y verdadera» 16.

LAS NORMAS PARA EL DIALOGO

Podría parecer que en Damieta los musulmanes rechazaron el don de amor que San Francisco les ofrecía exponiendo su vida con

16 S. Buenaventura, De S. Francisco Sermo II, en Opera Omnia, 9, 579; L. Massignon, La Mubahála de Médine. Elude sur la proposition d'ordalie faite par le prophéte Muhammad aux Chrétiens Balhárith de Najrán, en Opera Minora, I, Beirut, 1963, 550-572; G. Basetti-Sani, op. cit., 129-154, 163-183.

Francisco de Asís 25

Ja esperanza del martirio. En este hecho el Santo nos descubre las disposiciones interiores para el diálogo y sus exigencias: amor lublime hacia los hermanos musulmanes, preparación de la hora le Dios con el dolor y la oración. San Francisco regresó a Italia no porque estuviera decepcionado de los musulmanes, como quieren íacer creer San Buenaventura y Dante. Precisamente porque está convencido de que es preciso hacer algo establece en la Regla de sus frailes un programa apostólico en dos tiempos: «Para los frailes c(ue quieran ir a país de sarracenos» 17.

Primer período: de testimonio. Presentación del Evangelio a los musulmanes mediante la práctica de las virtudes cristianas: «No tengan litigios ni altercados, antes muéstrense sujetos a toda humana criatura por amor de Dios.» Una vez revelado el Evangelio con una vida humilde, pobre, llena de dulzura y mansedumbre, el terreno estará más dispuesto para reconocer las humillaciones y el sacrificio del Hijo de Dios.

Segundo período: de anuncio. Predicación explícita de la verdad cristiana: «Cuando llegue el tiempo, predicarán al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y serán bautizados.»

LA APARICIÓN DE CRISTO-SERAFÍN Y EL MARTIRIO

EN EL MONTE ALVERNIA

Dios había aceptado el ofrecimiento que de sí hizo San Fran­cisco y su deseo de martirio por la salvación de los musulmanes. En el Alvernia le concedía una nueva e inimaginada forma de mar­tirio que haría de él, durante dos años, un crucificado viviente, in­corporado profundamente al misterio de la Pasión y Muerte de Cristo.

Tomás de Celano, San Buenaventura y los primeros biógrafos describieron la grandiosa aparición de Jesús en figura de Serafín alado, verificada en el monte Alvernia, en septiembre de 1224. No se ha puesto suficientemente de relieve la relación entre la cristofanía del Alvernia y el diálogo de Francisco en Damieta. La tradición franciscana, durante más de siete siglos, ha meditado el

17 S. Francisco, Opuscula, Regula I, c. 16, Quaracchi, 1949, 43-46.

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misterio de los estigmas atendiendo únicamente a lo que éstos significan para la persona del Santo: su suprema identificación con Cristo crucificado. Pero ha pasado por alto el valor de la misteriosa aparición, de la cual el mismo San Francisco quedó maravillado. Por primera vez en la historia, Cristo se aparecía en la tierra en figura de ángel crucificado: la única «aparición de Cristo glorifi­cado y crucificado». ¿Por qué esto tuvo lugar no en la celda priva­da, sino en la majestad de una montaña, en una escena que recor­daba el Sinaí y el Tabor? ¿Por qué Cristo, Serafín crucificado, transformó a Francisco en «otro crucificado», concediéndole así el martirio tan deseado para la salvación de los musulmanes? Por­que se trataba de hacer visible la realidad de la crucifixión de Cristo en los miembros mismos de Francisco, como reconocimiento de su misión profética en la Iglesia en relación con el Islam y como tes­timonio de la realidad de la crucifixión del Calvario para los mu­sulmanes, los cuales, basándose en una falsa interpretación de un texto coránico, ordinariamente la niegan.

También aquí las intuiciones del profesor L. Massignon son realmente csclarecedoras. El gran amor que mostró San Francisco hacia sus hermanos los musulmanes al ofrecer y aceptar el sufri­miento, al invitar a la cristiandad a cambiar de conducta con res­pecto al Islam, obtuvo de parte de Dios la respuesta más inima­ginable a los deseos y a la oración de Mahoma en el éxtasis de su ascensión nocturna. Ignorando el verdadero significado y la función real de la Encarnación, el profeta había pedido que Dios se le revelara en figura de ángel. Pero sólo Jesús nos manifiesta plena­mente al Padre (cf. Jn 3,31-36). La cristofanía del Alvernia, en la que Jesús se apareció a Francisco en figura de Serafín crucificado para convertirle en signo vivo y visible de la realidad de la cruci­fixión del Calvario, fue la respuesta al deseo de Mahoma. A través de las heridas de los estigmas de San Francisco podrá el Islam ser introducido en el misterio de la realidad de la crucifixión de Cris­to 18. El acontecimiento del Alvernia puso así el diálogo —un diá-

18 L. Massignon dice: «Dans le miracle séraphique de l'AIverne, associant la nature angélique a la crucifixión, la stigmatization de saint Francois aparait précisement comme une surnaturelle et exquise compensation de cet échec humaín de Mohammad.» «L'intercision, en Islam, correspond á la stigmatiza­tion en Chrétienté, Hallaj (922) á l'AIverne (1224). Ce n'est pas Israel (oü

Francisco de Asís 27

logo entre la cristiandad y el Islam que se había iniciado en el en­cuentro de Damieta— en el centro del misterio de la cruz, del su­frimiento. Aquel acontecimiento convirtió a San Francisco en el gran intercesor junto a Dios en favor de las almas musulmanas.

Si los contemporáneos del Santo no lograron comprender todo el valor de su misión profética, hoy —en el clima renovador inau­gurado por el Concilio Vaticano I I— estamos nosotros más prepa­rados para aceptar plenamente el mensaje profético de San Fran­cisco en su invitación a la pobreza evangélica y a una comprensión más fraternal del mundo musulmán.

G. BASETTI-SANI

Jésus fut crucifié), mais l'Islam qui pouvait provoquer l'apparition de la stig­matization dans l'Eglise», Les trois priéres d'Abraham, Tours, 1935,17-18, 64.

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SAN IGNACIO DE LOYOLA, PROFETA

Para ser sincero, parece demasiado artificioso el asociar a San Ignacio de Loyola con el don de profecía. Hay motivos para temer­se que el título de este artículo no va a ser tomado en serio. En la vida y en la obra de San Ignacio no hay nada que podamos calificar como un rasgo claro de protesta. Difícilmente podemos encontrar en él nada parecido a la oposición audaz del profeta contra las si­tuaciones intolerables y las prácticas reprobables que se dan en la Iglesia. No es ni un rebelde ni un iconoclasta. En nada se parece a los profetas antiguos, que se sentaban en las puertas del templo o de la ciudad lamentándose de que las cosas han llegado a un calle­jón sin salida y clamando sordamente que si las cosas no cambian, y de prisa, no habrá manera de contener la cólera divina. Si 'pro­fecía' significa ruptura de formalidades anticuadas, devociones gas­tadas y modelos fijos de comportamiento religioso, todo ello infi­cionado a veces por doctrinas falsas, idolatría y magia, difícilmente le caerá bien a San Ignacio el papel de 'profeta'.

De hecho, no faltarían motivos para acusarle de haber puesto peor las cosas. No solamente no condenó todo aquello que hoy entendemos por religio; por el contrario, él mismo aportó, de su propia cosecha, un buen puñado de normas, regulaciones y restric­ciones. Nadie sería capaz de poner en relación las diez partes de las Constituciones, que él mismo redactó para la orden que fundara, con el espíritu profético. El libro de los Ejercicios Espirituales, con sus métodos detallados de cómo hacer oración, sus normas para hacer penitencia o sobre el comportamiento en la mesa, sus exá­menes de conciencia dos veces al día, etc., no servirá, ciertamente, para evocar la imagen del profeta'. Y si la profecía lleva consigo

1 La edición crítica de las Constituciones ha sido publicada en Monumenta Histórica Societatis Jesu (MHSJ): Monumenta Ignatiana, Series lertia, to-

San Ignacio de Loyola, projeta 29

una ráfaga del Espíritu, que sopla donde quiere (Jn 3,8), la aparen­temente implacable insistencia de Ignacio dirigida a una conquista de sí mismo, sin otra alternativa (Ej. Esp., 21), y & la mortificación del hombre viejo expresada en el conocido agere contra (actuar en contra, ibíi., 97), son datos suficientes para dejar de lado cualquier espíritu. En la vida de la Iglesia, Ignacio no está en la línea de la voz profética; más bien se caracteriza por la obediencia y la doci­lidad, tal como queda bien recalcado en sus reglas para sentir con la Iglesia, que son las palabras finales del Libro de los Ejercicios (352-370).

Se mire como se mire, en la vida de Ignacio difícilmente se encontrarán los rasgos distintivos del verdadero profeta. Si se le considera como un gran soldado que cambió su lealtad de un rey terreno a Cristo Rey, y como un formidable estratega que envió a sus bien entrenados hombres a luchar a diestro y siniestro por conquistar el mundo para Cristo, aumentando así el poder y la influencia de la Iglesia, no hay en absoluto por qué hablar de pro­fecía. Y aun en el caso de que dejásemos de lado esta visión, insos­tenible a nuestro modo de ver, y siguiendo a los modernos inves­tigadores 2 nos inclinásemos a ver en él un auténtico místico y un organizador de primer orden —una mezcla hasta cierto punto sor­prendente—, seguiríamos encontrando dificultades para descubrir el profeta. Con seguridad que nadie considerará la conversión de Ignacio como algo que tenga nada que ver con la vocación de Moi­sés, Isaías o Amos, ni tratará de establecer paralelos entre el pe-mus I-III, Roma, 1934-1938. En las citas y referencias, el número romano, la c seguida de un número arábigo y la » seguida también de un número arábigo, más una letra mayúscula, indican, respectivamente, la parte, el capítulo, el párrafo y la declaración. El texto del Libro de los Ejercicios Espirituales (Ej. Esp.) se encuentra en MHSJ: Monumenta Ignatiana, Series secunda: Exercitia Spiritualia Sancti Ignatii de Loyola et eorum Directoría, Madrid, 1919; nova editio, tomus II: Directoría (1540-1594), Roma, 1955. Para referirnos al tex­to utilizaremos la numeración que se halla en la edición de Marietti de 1928, que ha sido aceptada por las modernas versiones, tales como las de Puhl, Corbishley, Courel, Haas, Tesser, etc.

2 Los nombres de Codina, Tacchi, Venturi, Astráin, Leturia, Hugo Rahner e Iparraguirre sugieren, por sí solos, al menos una cosa: todos los investiga­dores reconocen la gran deuda que tienen contraída con los editores, vivos o ya difuntos, de los MHSJ, una serie de la que ya van aparecidos noventa y tres volúmenes.

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30 W. Peters

queño grupo de estudiantes parisienses y una naciente escuela de profetas. Exceptuando a Pedro Fabro, todos ellos eran laicos cuan­do emitieron sus votos en 1534, aceptando una cierta jefatura por parte de Ignacio, que era más de diez años mayor que ellos, y en­frentándose con un futuro más que incierto fundado en un hipoté­tico compromiso de ir a Tierra Santa, si es que encontraban un barco que los llevase allá partiendo de Venecia, y ello en los doce meses de 1537; en caso de que este plan fallase, se ofrecerían al papa3. Sí que resulta un extraño tipo de profeta este hombre que, una vez fundada la Compañía de Jesús, gasta la mayor parte de su vida detrás de una mesa de despacho escribiendo un libro de reglas y numerosas cartas para mantener a flote una empresa que empieza a desarrollarse. El éxito de esta nueva fundación y la profunda in­fluencia que ha venido ejerciendo durante los siglos siguientes en la piedad y en la espiritualidad de la Iglesia delatan más al místico que la organizó que al profeta que presentó el mensaje de Dios al Pueblo de Dios.

Es cierto que Ignacio tuvo que sufrir persecución; durante los años que siguieron a su conversión fue considerado sospechoso. La cosa comenzó con un primer choque con la Inquisición, en Alcalá, un año después de su regreso de Tierra Santa, y hasta 1555, un año antes de su muerte, la Sorbona siguió causándole preocupa­ciones 4. Sus enemigos, sin embargo, nunca le atacaron porque fue­se hombre perturbador, que lanzara sus advertencias contra los jefes de una Iglesia corrompida, hiriéndolos en este proceso. Lo que les preocupaba era la ortodoxia, y en consecuencia sometieron el Libro de los Ejercicios a un minucioso examen, sospechando que detrás

3 Autobiografía, 85-86. Ignacio fue instado durante mucho tiempo por sus compañeros para que les diera el relato de su pasado; lo hizo muy a disgusto e incluso las cosas que juzgó conveniente comunicar son breves e incompletas. Sólo abarcan su vida hasta los comienzos de la fundación de la Compañía. Esta breve obra, tal como fue dictada a González de Cámara, está publicada en Fontes Narralivi de S. Ignatio de Loyola et de Societatis Initiis, vol. I, Roma, 1943, 323-507. Al referirnos a esta obra utilizaremos la numeración de los párrafos tal como viene en esta edición.

* En su autobiografía Ignacio habla de sus tribulaciones en Alcalá (58-63), en Salamanca (64-70), en París (81, 86), en Venecia (93) y en Roma (97). Cf. su carta al rey Juan de Portugal, fechada en Roma el 15 de marzo de 1545 (Fontes Narrativi, I, 51-54).

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de las frases más simples y las sentencias más ingenuas había here­jías ocultas. Lo cierto es que la sospecha y la persecución pueden señalar al profeta, pero no crearlo.

Hasta ahora hemos guardado silencio acerca de este hombre que, en opinión de muchos, tanto amigos como enemigos, fue lla­mado por Dios para dar la batalla a aquel peligroso enemigo, la Reforma, poniendo fin a su marcha triunfante a través de toda Europa. Este sí que era un reto digno de un profeta, un reto a cuyo servicio supo ponerse Ignacio. Al denunciar a los protestantes de cualquier matiz, nos recuerda a los profetas del pasado revolvién­dose contra los enemigos de Dios: Egipto, Asur, Edom, Moab y todos los demás. A esto respondemos que se trata, una vez más, de mala historia y de distorsión de los hechos reales. Aparte de que no es lo mismo un luchador que un profeta; lo que ahora importa es que la Reforma en cualquiera de sus formas, luteranismo, calvi­nismo, anglicanismo, etc., sólo afectó ligeramente a Ignacio. Cuan­do él estudiaba en París (1528-1535) corrieron rumores acerca de la Reforma (Calvino llegó a París en 1528 y volvió allá de nuevo en 1531), y hay pruebas de que Ignacio estuvo muy preocupado por uno de sus compañeros de estudio llamado Francisco Javier5. Es indudable que estuvo informado acerca de las disensiones con los protestantes cuando sus compañeros viajaron a Venecia pasando por Basilea y Constanza6. Apenas llegado a Roma cae en la cuenta de que la ciudad santa no es precisamente una ciudad llena de santidad y verdad7. Según van avanzando los años, Ignacio se en-

5 G. Schurhammer, S. J., Franz Xavier, Sein Leben und seine Zeit, vol. I, Friburgo, 1955, 158-162.

6 MHSJ, Epistolae PP. Paschasii Broetii, Claudii Jaji, Joannis Coduri et Simonis Rodericii, Madrid, 1903, 470-474; y la obra de Polanco, Vita lgnatii Loiolae et Rerum Societatis Jesu Historia, Madrid, 1894, 55.

7 En una carta a Diego de Gouvea, fechada el 23 de noviembre de 1538, Ignacio observa que son muchos los que piden ser enviados a la India, aña­diendo, sin embargo, que hay mucho trabajo que hacer en Roma, donde «hay muchos que aman muy poco la luz de la verdad y viven dentro de la Iglesia». En su opinión, los errores doctrinales son consecuencia de la vida que llevan (Ep., I, 133). Los doce volúmenes de las cartas de Ignacio han sido publica­dos en MHSJ, Monumenta Ignatiana, Series prima, Madrid, 1903-1911. Cita­remos las cartas por la sigla Ep., seguida del número romano, que indica el volumen.

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cuentra cada vez más enfrentado a la Reforma. Basta tomar en consideración la fundación del Colegio Germánico en 1552, las cartas que escribió en ese mismo año y en 1555 pidiendo a los jesuitas de Italia que oren por Alemania, Inglaterra y «los países del Norte», la gran atención que prestó a la fundación de cole­gios en Alemania, especialmente en Colonia8, al tiempo que los nombres de Fabro y Canisio hablan claro de su preocupación por Alemania.

Pero aun teniendo a la vista estos hechos y otros semejantes, hemos de reconocer que la Reforma apenas llegó a rozarle la sota­na. Leyendo las instrucciones a Laínez, Le Jay y Salmerón, que se disponían a marchar al Concilio de Trento, se llega a dudar si se tratará de unas advertencias pensadas para grandes teólogos que se preparan para tomar parte en un concilio decisivo o para unos celosos cristianos que van a actuar como delegados en una reunión para impulsar el aggiornamento de la Iglesia (Ep., I, 386-389). En las Constituciones, que en su mayor parte fueron escritas durante la segunda mitad de la quinta década, al mismo tiempo que tenían lugar las primeras sesiones del Concilio, la Reforma es raramente mencionada, y mucho menos se puede decir que el combate contra la herejía sea su fuente de inspiración. Tampoco aparece la Refor­ma por ningún sitio cuando Ignacio se ocupa de las distintas obras de su joven Compañía, cuando explica cómo se han de formar los escolásticos, cuando determina la clase de sujetos que han de ser admitidos en los colegios o universidades o los libros que deberán guardarse en las bibliotecas9. Si leemos la Formula Instituti, redac­tada por Ignacio y después incluida en las Bulas de aprobación de la Compañía de Jesús, o si estudiamos cuidadosamente las mismas Bulas, nos encontraremos con que todo discurre como si no exis­tiese en absoluto la Reforma 10. En la llamada Deliberado Primo-

8 Ep., V, 221, y VIII, 266; en Ep., VIII, 583-585, se halla una carta al monje cartujo Kalckbrenner en que se aborda la cuestión referente a un cole­gio en Colonia. La carta lleva fecha 22 de marzo de 1555; ese mismo día se escribió una carta al Senado de Nimega, ciudad natal de Canisio, y su tema es la fundación de un colegio allí (ibíd., 585).

5 Cf. resp. IV prooemium y A; VII, c. 1, n. 1 y B; VII, c. 4, n. 3; IX, c. 3, n. 9, F; IV, c. 5, n. 1; IV, c. 12, n. 2, 3; IV, c. 7, n. 1; IV, c. 14, n. 1, A.

10 En la Formula Instituti se menciona a los luteranos, pero éstos desapa­recen en la bula Regimini Militantis (MHSJ, Const., I, 17, 27). En la misma

San Ignacio de hoyóla, profeta n rum Fatrum, que contiene las conversaciones de Ignacio y sus primeros compañeros acerca de sus futuros planes, lo mismo que en los restantes documentos que precedieron a la redacción de las Constituciones, resulta que la Reforma no desempeña papel algu­no n . Nos encontraremos muchas veces con los fieles e infieles, junto con las gentes que viven en Turquía y en la India n, pero ello no basta para justificar el que se considere a Ignacio como un pro­feta que supo captar el reto de la Reforma y lo aceptó. Incluso la historia de los colegios y universidades levantados como barricadas para salvar a Europa de la avalancha protestante es puro mito. El primer colegio en la lejana Goa, el segundo en Alcalá, el tercero en Mesina son, por su mismo emplazamiento, todo menos forta­lezas contra la ola invasora de falsas doctrinas. Cierto que en las reglas para sentir con la Iglesia que se dan en el Libro de los Ejer­cicios hay algunos principios que están directamente relacionados con la Reforma, pero se enuncian en forma indirecta y positiva. Se trata de recomendaciones en pro de la obediencia a la Iglesia, la recepción de los sacramentos de confesión y comunión, el oficio divino, la vida religiosa, la veneración de los santos y las reli­quias, etc. Cuando se alude a la doctrina, Ignacio sólo se preocupa de ser cuidadoso en el empleo de términos tales como «predesti­nación» o en expresiones del orden de «fe informada por la cari­dad», «gracia y naturaleza». Lo más notable es que Ignacio se

bula, y en la Exposcit Debitum, se nombra a los cismáticos y herejes, pero en los mismos pasajes van también los turcos y los indios, junto con t/uosvis ¡Heles, todos los creyentes (ibíd., 28, 378). En la segunda huía de Pablo 111, Sacrosanctae Romanae Ecclesiae (1541), y en la tercera, Iniunclum Nobis (1543), desaparecen los cismáticos y herejes, pero Jos pobres luiros siguen allí (ibíd., 70-77, 81-86).

11 Cuando Ignacio y sus primeros compañeros andaban discutiendo adon­de podría mandarlos el papa, hablaban de indi, sive bcrvtiri swc alii quicum-que fideles vel infideles (MHSJ, Const., I, 3). En las primeras redacciones de las Constituciones solamente aparece la expresión «eniic líeles o entre infie­les» (ibíd., 159-160).

12 Cf., por ejemplo, en los documentos preparatorios de las Constituciones (MHSJ, Const., I, 10, 11), en la Formula Insliluli (ibíd., 15, 17), en la Iniunc-tum Nobis (ibíd., 83), e incluso en una carta a Carlos V (ibíd., 241). «Fieles e infieles» se encuentra también en el párrafo introductorio de la parte sépti­ma de las Constituciones (cf. nota anterior, y también VII, c. 2, n. 1, F; VII, c. 4, n. 3, y IX, c. 3, n. 9, F).

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muestra muy suave y correcto en estas reglas, aunque habla in temporibus nostris tam periculosis (369). Pero, aun siendo peli­grosos los tiempos, predominan la mansedumbre y la humildad, no las amenazas, y esto vale también de las Constituciones y de las cartas. Es evidente que Ignacio supo comunicar esta moderación a sus primeros compañeros13.

Para que destaque más cuanto llevamos dicho, queremos sub­rayar que, según las Constituciones, el mayor interés de Ignacio era iuvare animas, ayudar a las almas, estrictamente u. Entre las personas a las que pretendía ayudar ocupaban un puesto muy im­portante los niños y rudes. Un rector recién nombrado (IV, c. 10, n. 10), los escolásticos al principio y al final de su etapa de forma­ción (V, c. 1, n. 3; Ex. Gen., IV, 14), los padres que enseñan en Ferrara, Florencia, Ñapóles y Módena (Ep., III , 542), son otras tantas personas a las que se manda ir a los niños y a los iletrados para enseñarles el catecismo. Este grupo de personas es el primero que se menciona en las anotaciones introductorias del Libro de los Ejercicios, donde Ignacio habla de «las personas que quieren to­mar ejercicios espirituales» (18)15. Del mismo modo, el enfermo

13 En la bula Licet Debitum, de Pablo III (1549), se otorga permiso para vivir «en el país de aquellos excomulgados, herejes, cismáticos o infieles» y «para conversar con ellos» (nótese bien: conversar —conversan— es el tér­mino empleado, y no disputan; MHSJ, Const., I, 363), y Julio III urge a los padres de la Compañía para que trabajen por la reconciliación de aquellos que son de distinta opinión (dissidentium reconciliatio, ibíd., 376). Cf. la carta de Ignacio a Pedro Canisio fechada en Roma, el 13 de agosto de 1554; sus ins­trucciones a los que se disponen a marchar a Alemania; a los que están traba­jando en Ferrara, Florencia Ñapóles y Módena (Ep., VII, 398-404; Ep., XII, 239-247, y Ep., III, 545-546, 549). Polanco parece muy complacido al recordar sus encuentros con los luteranos, cuando él y sus compañeros viajaron de Pa­rís a Venecia: «Mostraron mucha cortesía», asegura Polanco (op. cit., 55). La excepción que confirma la regla se encuentra en las ásperas palabras que Nadal emplea para defender a Ignacio y sus Ej. Esp., contra las críticas de Tomás Pedroche (Fontes Narrativi, I, 322).

14 Cf. I, c. 2, n. 8; IV prooemium y c. 12, n. 1; X, n. 2. Expresiones tan amplias como «trabajar fielmente en la viña del Señor» y «obras de caridad», que aparecen con frecuencia al hablar de los trabajos que está llevando a cabo la Compañía, subrayan los amplios objetivos de la fundación ignaciana (cf., por ejemplo, MHSJ, Const., I, 6,15,16, 25, 374).

ls En la parte quinta se trata acerca de un voto especial de dedicarse a este trabajo (c. 3, n. 3, B y 6; c. 4, n. 2). Los «niños y rudes» se encuentran

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y el pobre tienen un lugar en todos los escritos de Ignacio. Todos los jesuítas deben enterarse siempre de dónde están los hospitales y las cárceles, para ir allá a compartir el infortunio de su desgra­ciada clientela 16. Tan tajante como la obligación ineludible de ir al pobre, al enfermo, al preso, etc., es la urgente advertencia que Ignacio dirige a los miembros de la Compañía previniéndoles de que su presencia sería perfectamente inútil entre tales gentes a menos que se comporten entre ellas como hombres edificantes. No es la verdadera doctrina lo primero que han de presentar ante hombres, mujeres y niños, sino el buen ejemplo. En las Constitu­ciones y en las cartas, la edificación ocupa un puesto de honor17.

Es aquí donde empezamos a vislumbrar el perfil de un autén­tico profeta. Para entenderlo es necesario deshacerse absolutamente de cualquier idea que presente al profeta como un hombre que predica ruina y condenación, anunciando los desastres que han de venir. El profeta no es un ser fluctuante, como se ha dicho; un dedo acusador que señala al pasado y al presente, al mismo tiempo que avanza proyectándose hacia el futuro. Con mucha mayor frecuencia el profeta es, primero y por encima de todo, un hombre con el co­razón destrozado por la suerte de la Virgen de Israel (Jr 13,17).

en las distintas bulas de aprobación; tampoco se les olvida incluso en la carta de Ignacio a Carlos V (MHSJ, Const., I, 10, 16,18, 25, 26, 71, 241, 374, etc.).

16 Se advierte a los padres enviados a trabajar a distintos lugares de Italia que visiten los hospitales y prisiones (Ep., III, 549). También se pide a los que marcharon a Alemania en 1549 que no se olviden de los enfermos y presos, ni de los «niños y rudes» (Ep., XII, 243). El trabajo con los enfermos se menciona en la Formula Instituti (MHSJ, Const., I, 15, 19) —una de las razones por las que Ignacio no quería ver a los miembros de la Compañía sujetos al oficio divino coral era para que tuviesen las manos libres para aten­der a los enfermos—, en la bula Kegimini Militantis y en la Exposcit Debitum (ibíd., 25 y 376). Según las Constituciones, todos los miembros de la Com­pañía están obligados a dedicarse a los pobres, los enfermos y los presos (VII, c. 4, n. 9). La formación del joven jesuíta incluye un mes de servicio en un hospital atendiendo a los enfermos (Ex. Gen., IV, n. 11, 16). Se advierte a los padres enviados al Concilio de Trento que cuando no tengan nada que hacer o de qué preocuparse, no omitan la visita a los enfermos o el consuelo de los pobres, y esto todos los días (Ep., I, 387-388).

17 Cf., por ejemplo, VI, c. 2, n. 16; VII, c. 4, n. 2, 6; también IV, c. 10, n. 4; IX, c. 6, n. 1; X, n. 2. Véanse las advertencias dadas a los padres envia­dos a Trento, a los que marchan a Alemania y a los que trabajan en Italia (Ep., I, 386-388; XII, 243, y III, 543, 545).

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Reconstruir los muros es tarea más propia del profeta que el ful­minar al enemigo exterior (Jr 31,4). Cuando San Pablo habla de la profecía, usa exactamente el término aedificatio, la construcción de la Iglesia (1 Cor 14,3-5.12.26). Es el amor que siente por el Pueblo de Dios lo que mueve al profeta; es el amor a la Iglesia, sobre todo cuando ella aparece cubierta de llagas, que con frecuen­cia ella misma se ha causado, lo que impulsa al profeta. En el caso de Ignacio resulta casi increíble cómo un hombre que tenía tan a la vista cuanto estaba ocurriendo en la Iglesia, desde la corte papal y la curia hasta la más insignificante parroquia, que tenía ante sus propios ojos aquella corrupción que se iba abriendo camino hasta devorar la vida misma de la Iglesia, pudo, sin embargo, escribir «nuestra sancta madre Iglesia hierárquica» y «la vera sposa de Christo nuestro Señor» (Ej. Esp., 353). Cuando fue elegido papa Marcelo II , poco más de un año antes de la muerte de Ignacio, y algo menos de un mes de su propia muerte, la alegría de Ignacio casi no conoce límites, porque Marcelo es todo un hombre bueno, que ya desde el principio organiza los asuntos dando de lado a todo género de escándalos y abusos; la carta que escribe Ignacio a la Compañía demuestra clarísimamente lo bien que conoce y lo mu­cho que sufre por culpa del decaimiento y las lacras de la Iglesia 18.

La pesadumbre por causa de Israel —el antiguo y el nuevo— es lo que mueve al profeta, pero lo que verdaderamente le consti­tuye en el oficio de tal es su visión y el mensaje pronunciado en el nombre de Yahvé. No son los signos visibles de corrupción los que hacen brotar sus lágrimas; la amargura tiene su origen en aquello

18 El 10 de abril de 1555 escribe Polanco, secretario de Ignacio, al padre Araoz, sobrino del fundador y provincial de España, que el papa recientemen­te elegido es «un hombre de gran integridad y celo ardiente por la reforma de la Iglesia»; ha dado comienzo a su pontificado rehusándose a conceder favor alguno a los que se hallaban presentes en el cónclave, tampoco ha accedido a confirmar las concesiones hechas por sus antecesores a los cardenales hasta tanto no hayan sido examinadas cuidadosamente, aboliendo además los des-pilfarros y excesivos gastos que lleva consigo la elección y la coronación (Ep., VIII, 665-666). Cuatro días después escribe Ignacio una carta a los miembros de la Compañía alabando al nuevo papa por las medidas tomadas y que se encaminan, sobre todo, contra los gastos excesivos, el nepotismo, el relaja­miento en cuanto a los intereses espirituales, etc. (Ep., IX, 13-17). Dos sema­nas después murió Marcelo (30 de abril).

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que es la verdadera causa de tal decadencia: los ídolos que han re­emplazado al Dios vivo y verdadero. El pueblo ha abandonado a aquel que es la fuente de las aguas vivas, olvidándose de él y de su ley (Ji 2,13; 9,12; 18,15; 19,4); ya no le reconocen (Jr 9,2); ya no queda conocimiento sobre la tierra (Os 4,2.6). Es la vieja, viejí­sima historia del buey que conoce a su dueño y del asno que sabe dónde encontrar su pienso, mientras que Israel no conoce a Yahvé (Is 1,3), hasta el punto de que el rasgo distintivo de la Nueva Alianza será el conocimiento de Yahvé difundido por toda la tie­rra, un conocimiento que será enseñado por Yahvé (Jr 31,34). Es Yahvé mismo, al sentirse desechado o relegado a la periferia de su propio pueblo, quien inspira la verdadera profecía; de ahí que, en definitiva, la esencia del mensaje profético no pueda ser otra sino ésta: que «en medio de vosotros está Uno a quien vosotros no conocéis» (Jn 1,26).

Volvamos ahora al Libro de los Ejercicios, que es el fruto de las profundas experiencias espirituales vividas por Ignacio en Man-resa. No discutiremos si el verdadero propósito de los ejercicios es o no la elección de un estado de vida 19. Lo que sí observamos, ya desde el principio, a partir del tercer día y de acuerdo con el texto, es que el conocimiento del Señor es la clave de todo. En la primera contemplación de la segunda semana, el ejercitante se sien­te movido por el deseo de conocer mejor al Señor, para amarle más y servirle con mayor fidelidad (104), y se ha de tener en cuenta que esta contemplación se propone como modelo de todas las de­más contemplaciones de la segunda semana (131). Este deseo de conocer mejor al Señor, y la oración que de él brota, tienen su origen en la convicción de que Dios ha sido desechado por sus criaturas, que se han vuelto ciegas (102, 106, 107). Al recobrar el conocimiento y el amor del Señor se llega a compartir los sufri­mientos y los gozos de Cristo crucificado y resucitado (193, 203, 221); el climax se alcanza en la visión y en la experiencia de Dios en todas las cosas (233-237). Es erróneo suponer que los Ejercicios son una especie de círculo cerrado que se tarda treinta días en re­correr. Se trata, por el contrario, de un tiempo de oración que es,

" Remitimos al lector a W. Peters, The Spiritual Exercises of St. Ignatius Exposilion and Interpretation, Jersey City, 1968.

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además, una escuela de oración, de forma que el deseo de conocer al Señor cada vez mejor debe mantenerse vivo en el ejercitante durante semanas, meses y años (162, 262).

Es Dios quien otorga el conocimiento del Señor; es un don de Dios, no el resultado de los esfuerzos o de los estudios del hombre; mucho menos lo es de los sermones o conferencias del director (2). Es Dios quien ilumina, Dios quien se comunica, conmueve e impul­sa; es Dios quien da la paz, el bienestar, etc. (2, 15, 16, 316, 329, 330, 336). Dios enseña durante todo el tiempo al ejercitante como el maestro al niño. Ignacio lo afirmaba fundándose en su propia experiencia de Manresa (Autobiografía, 27). Subrayamos que es Dios el que actúa, porque lo sorprendente aquí es que tal idea for­ma parte del mensaje profético.

En todo lo que llevamos dicho sobre Ignacio como profeta salta a la vista que hemos avanzado mucho más allá de cuanto pueda tener relación con la Reforma, e incluso con las fuerzas disgrega-doras que puedan darse en la Iglesia. La mirada del profeta se halla fija en Dios, que es desconocido, muy olvidado y poco amado, que, sin embargo, quiere darse a conocer y comunicarse (15). En este punto, seguro que todos, amigos y enemigos, están deseosos de saber qué clase de Dios es el que este profeta pretende presentar al pueblo. Si ha habido tantas polémicas acerca de Ignacio durante los dos siglos pasados, ello se debió en gran medida a una presen­tación, inaceptable para muchos, de quién y qué era Dios.

Se puede afirmar sin ningún género de duda que aquella visión que recibió Ignacio un día durante su estancia en Manresa, cuando se hallaba contemplando la corriente del Cardoner, fue el gran don místico de su vida; él mismo lo da a entender con toda claridad en su autobiografía {J>2). Su significado y su importancia han sido brillantemente analizados en uno de los más agudos ensayos de Hugo Rahner20. Para nuestro propósito bastará hacer notar que la «contemplación para alcanzar amor» (230-237), de la que se en­cuentra un claro eco en el método que Ignacio propone para el

20 H. Rahner, Die Vision des H. Ignatius in der Kapelle von La Storta: «Zeitschr. f. Aszese u. Mystik», 10 (1935), 17-35, 124-139, 202-220 y 265-289. Cf. H. Rahner, Ignatius von hoyóla ais Menscb und Theologe, Friburgo, 1963, 53-108, esp. 80-87.

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examen general (40), así como en varias de sus cartas21, es fruto directo de aquella visión. En esta contemplación, el ejercitante siente, a través de la creación, la presencia de la Santísima Trinidad como un Dios de amor. Se contempla la creación no como el pro­ducto, sino como la obra de un Dios amoroso, siempre activo, siempre generoso, siempre esperando que los dones de su amor muevan al ejercitante a corresponder con una respuesta de amor. Toda la creación se vuelve transparente, hasta el punto de que el hombre puede ver, experimentar y amar a Dios en todas las cosas (233, 235, 236) y todas las cosas en Dios (237, 316).

Nótese que «Dios nuestro Señor» equivale a la Santísima Tri­nidad. No es solamente el Creador, Redentor y Aquel que nos ama 22, sino que dado que esta contemplación sigue a las de la se­gunda, tercera y cuarta semana, la Santísima Trinidad nos recuerda, forzosa y claramente, al Padre que envió a su Hijo a este mundo (102, 108, 109). Esto implica que el ejercitante se siente colocado frente a frente con el Padre, que envía a su Hijo al mundo para recuperar el amor de la humanidad que, en su ceguera, no le deja ya ningún lugar (102, 107), el Padre que dejó desamparado a su Hijo sobre la cruz, haciéndole pecado (2 Cor 5,21), pero que tam­bién le dio un nombre que está sobre todo nombre (Flp 2,9). También se supone que el ejercitante se encuentra frente a frente con Cristo, que se hizo obediente hasta la muerte, muerte que es la verdadera fuente de la vida, para él primeramente y después para todos los que se le asemejen en su muerte (Rom 6,4; 8,11; Flp 3,10). Para Ignacio, el Cristo resucitado es siempre el Cristo crucificado. En los Ejercicios Espirituales no hay ruptura entre la tercera y la cuarta semana, entre el Viernes Santo y el Sábado de

21 Nos contentaremos con tres referencias esenciales: la carta de Ignacio a su hermana Magdalena, fechada en Roma el 24 de mayo de 1541; otra a Fran­cisco de Borja hacia finales de 1545, y otra al padre Brandano el 1 de junio de 1551 (Ep., I, 170-171; ibíd., 339-342, y Ep., III, 506-513).

22 En el primer punto de la contemplación, Ignacio escribe acerca de los dones de haber sido creado y redimido, mientras que «darse» es la prueba y la expresión del amor (233, 231). Cf. las cuatro notas de la cuarta semana, en las que «Creador y Redentor» no está referido a Cristo, sino a la Santísima Trinidad (229); véase W. Peters, op. cit., 149-151.

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Gloria23. Ahí están todavía las llagas para que únicamente el Amor, que es el Espíritu Santo, pueda dar razón de lo que significa exac­tamente esta realidad.

Puesto que la visión de este profeta es el contenido de su men­saje, Ignacio grita desde las azoteas de la casa que este Dios al que nosotros ignoramos es el Padre que se ha dado a conocer en su Hijo, que fue crucificado, pero vive y cumple ahora su «oficio de consolar» (224) dentro de la creación, en este mundo, en medio de la familia humana. Dios no es un ser soberano que se mantiene al margen del mundo, obra de sus manos; es el Emmanuel, el Amor que verdaderamente está entre nosotros, y es ahí donde el hombre habrá de buscarlo, sentirlo y amarlo.

La verdadera profecía va de la mano con un recto conocimiento de los signos de los tiempos. Como profeta, Ignacio se sitúa con su mensaje en los mismos comienzos de nuestra era moderna, que ha ido empujando a Dios cada vez más hacia la periferia del uni­verso y de la existencia humana, con lo que el hombre ha sufrido, y sigue sufriendo, el peor de los engaños.

Ignacio no se detiene aquí. El visionario, el místico y el profe­ta no tiene escapatoria. Tendrá que proclamar audazmente que Dios está presente, que actúa en y a través de sus criaturas, no de forma vaga y general; es en el hombre mismo, más que en ningún otro sitio, donde este misterio tiene cumplimiento. Puesto que es el Señor, Dios ordenará la vida del hombre, la dispondrá y dispon­drá de ella y la empleará como quiera (Ej. Esp., 5, 15, 234). El hombre está destinado a ser instrumento de Dios, pero como el hombre está dotado de una voluntad libre, ello significará siempre que el hombre habrá de cooperar libremente (15). Es tarea del hombre el comprender que está íntimamente unido a aquel que le maneja como un instrumento. Esta convicción aparece claramente expresada en las Constituciones y en muchas cartas 24.

23 Remitimos una vez más a nuestro estudio, ya mencionado antes, espe­cialmente al cap. 13.

24 El locus classicus se halla en las Constituciones (X, n. 2, 3). Por lo que hace a esta convicción expresada por Ignacio en sus cartas, por mencionar algunas pocas, véase una escrita a los padres de Lovaina y Colonia (Ep., II , 285), a Francisco Javier (Ep., IV, 123), a Francisco de Borja (Ep., VII, 111, y VIII, 198), a Nadal (Ep., VII, 139), a Mirón (Ep., IV, 561-562) y a Gaspar Berze (Ep., VI, 87).

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Es posible que no nos haga muy felices esta idea de la instru-mentalidad. Sugiere un contacto con Dios más bien mecánico e impersonal. En la décima parte de las Constituciones, sin embargo, donde encontramos la más clara exposición de la visión de Ignacio, éste subraya que tal empleo instrumental del hombre se funda primariamente en la más estrecha unión personal con Dios; habla, en relación con ella, de familiaridad íntima con Dios en los ejerci­cios espirituales. Esta frase nos hace recordar lo que Ignacio exigía, por encima de cualquier otra cosa, en el general de su Compañía: que fuese un hombre cum Deo ac Domino nostro quam máxime conjunctus et familiaris (IX, c. 2, n. 1). Tampoco hay que olvidar que en la visión de Ignacio el hombre mismo es imagen y templo de Dios (Ej. Esp., 235), en el que Dios vive y trabaja (235, 236) y al que Dios quiere darse todo cuanto sea posible (234), tanto que Dios no se ha contentado con rodear al hombre de toda suerte de cosas creadas (enumeradas en el segundo ejercicio, 60), sino que hace que el hombre llegue a compartir su propia justicia, bondad, misericordia, etc. Al igual que las aguas de la fuente son las mismas que discurren por el río, también hemos de buscar las aguas de las infinitas perfecciones de Dios en las perfecciones del hombre. Ignacio no emplea el término «encarnación» referido a esta idea, pero no cabe duda que, según su visión, la sabiduría, la paciencia, la bondad de Dios vienen a albergarse en el hombre. No es de maravillar que, aun siendo el hombre instrumento de Dios, sea al mismo tiempo de tal condición que verdaderamente pueda consi­derarse señor de la creación, a cuyo servicio están sometidas todas las restantes criaturas {23, 60).

Una vez más hemos de recordar cómo este profeta supo leer los signos de su tiempo y los del tiempo por venir. El Renacimiento proclamó y puso en práctica el principio de que el hombre empe­zaba a ser dueño de sí mismo. Del hombre hizo el centro y el dueño de cuanto iba descubriendo, de forma que a partir de entonces el hombre comenzó a considerarse adulto, y que, por tanto, era él quien debía decidir lo que debía hacer, cómo pensar y actuar. Con ciertas reservas, todo ello es aceptable. El riesgo, sin embargo, y la tentación están en que el hombre puede olvidarse de que Dios sigue estando en medio de nosotros como el Señor, el Dominus,

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Esta es la clave de los Ejercicios, de las Constituciones y de las car­tas de Ignacio25.

La visión de Ignacio, en la que universo, hombre y Dios están indisolublemente unidos, y su convicción de que Dios, siempre presente y activo en todas las cosas, no puede actuar sin la coope­ración del hombre, explican lo mucho que importaba para él la obsesión de buscar siempre la voluntad de Dios (Ej. Esp., 1, 5, 15, 91 , 180, 234). En una de las primeras cartas que se conservan nos encontramos ya con una frase que será luego la fórmula normal de conclusión en la mayor parte de sus cartas: concretamente, una petición de que se hagan oraciones para que Dios conceda bonda­dosamente el conocimiento de su santísima voluntad, y la gracia para cumplirla (Ep., I, 82). Esta petición, que se repite con tanta frecuencia, nos hace pensar que no debe ser asunto fácil el descu­brir cuál sea la voluntad de Dios. Es algo que no solamente presu­pone una fuerte devolio, que Ignacio describe como prontitud para descubrir a Dios en todas las cosas (Autobiografía, 98), sino ade­más una gran sensibilidad que capacita al hombre para discernir qué clase de espíritu, consciente o subconsciente, natural o sobre­natural, bueno o malo —teniendo en cuenta que este último puede disfrazarse de ángel de luz (2 Cor 11,14; Ej. Esp., 332)—, le está impulsando. Constituye una de esas incomprensibles distorsiones de la historia el que al examinar la vida de Ignacio se haya hecho de este nombre casi un símbolo de estructura rígida, encuadramien-to, normas, sumisión ciega y una especie de obediencia inhumana, cuando la verdad es que se trataba de un hombre mortalmente desazonado en su búsqueda de la voluntad de Dios, algo que supera con mucho a toda estructura y a toda norma y que no puede ser encajado en ninguna de estas cosas. También resulta verdadera­mente extraño que se haya relacionado el nombre de Ignacio con un método razonado, perfectamente argumentado, para descubrir la voluntad de Dios sopesando los pros y los contras, el llamado tercer tiempo (Ej. Esp., 178-188), cuando la realidad es que Ignacio

25 Fuera del ejercicio sobre el reino, la palabra rey no aparece; en la me­ditación de dos banderas, Cristo es llamado «Capitán» únicamente en los preludios y en la introducción a la segunda parte del ejercicio (136, 138, 139 y 143). Para Ignacio, Cristo es «el Señor».

San Ignacio de hoyóla, profeta 43

ponía tan poca confianza en este método, que se olvida de aplicarlo cuando se trata de hacer una elección irrevocable (178). Tampoco resulta fácil comprender cómo puede sugerir ninguna rigidez el nombre de Ignacio, cuando la verdad es que su rasgo más caracte­rístico es el estar abierto, disponible ante Dios, lo que supone una íntima movilidad y una gran flexibilidad. La paradoja está en que Ignacio es a un mismo tiempo —y ello es lo que ha podido des­orientar a algunos— un hombre de gran estabilidad emocional y psicológica. Lo cual no excluye la flexibilidad; por el contrario, es su mejor fundamento. La verdadera dificultad consiste en que ese mismo Dios que mueve e impulsa, ilumina, comunica y con­forta no es fácil de discernir. Los impulsos de Dios inciden nor­malmente más allá de lo emocional, más allá incluso de lo que nosotros experimentamos conscientemente. Los impulsos de Dios hacen pensar a Ignacio en la gota de agua que cae sobre una es­ponja sin producir ninguna salpicadura (Ej. Esp., 335); para el hombre, que tiende a admitir como real solamente aquello que ob­serva a través de los sentidos o experimenta conscientemente, es muy fuerte la tentación de concluir que nada está ocurriendo en verdad, tentación que muchas veces es tan fuerte que no siempre se acierta a oponerle resistencia.

Descubrir en Ignacio un verdadero profeta es una tan sólo de las muchas paradojas que nos ofrece su persona. Ignacio nos sale al encuentro, desde los ambientes confusos del Renacimiento y la Re­forma, o emergiendo de la confusión de nuestros propios tiempos, como alguien cuya misión profética no se ha ejercido a través de su predicación, sus escritos o su estilo de vida, sino como un hombre enviado por Dios en calidad de profeta a través de su visión de la realidad y la forma en que ha sabido captar y comprenderla en su totalidad. Es una cuestión de «lo uno y lo otro», no de «o esto o aquello». Fue un jefe y un organizador, y al mismo tiempo era un hombre casi desordenadamente dado a las lágrimas, hasta el punto de enfermar de la vista26. Un hombre que amaba apasionadamente

26 Se encuentran numerosas pruebas en el comúnmente llamado diario de Ignacio. Sin embargo, éste no contiene más que dos series de notas, con fre­cuencia muy breves, referentes todas ellas a sus experiencias espirituales du­rante el período que va del 2 de febrero al 12 de marzo (Ignacio se halla

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las cosas creadas, pero que se situaba al mismo tiempo a la sufi- i ^ cíente distancia como para evitar ser dominado por ellas, en vez de i tenerlas a su servicio (23). Para él no existía nada profano; sólo j; había cosas sagradas, porque Dios manifiesta su presencia y su I actividad a través de todas ellas. Supo ver que el hombre es un j instrumento, pero también comprendió que el siervo fiel es señor de la creación. Un ser necesitado de redención, pero capaz también de aportar su colaboración a la obra redentora de Dios para toda <| la humanidad. Lloraba por el Viernes Santo, pero se alegraba por el j Sábado de Gloria; en su experiencia mística, ambos días estaban ' siempre presentes, como cosa actual y no como acontecimientos del pasado. Vivía en un mundo que se había vuelto realmente transparente, lo que le permitía mezclar lo serio con un amable sentido del humor (Ep., VI, 357-359), una penetrante mirada en los misterios de Dios y un profundo sentido común, junto con una sabiduría llena de ternura (Ep., I, 495-510; XII, 151-152). Para él no existía ruptura entre fe y razón, entre naturaleza y gracia (Ep., II , 474-484; IX, 626-627). Un hombre capaz de orar al compás de la respiración (Ej. Esp., 258-260).

Ignacio es un hombre compuesto; es el resultado de una com­posición: un término que se usa con mucha frecuencia en los Ej. Esp.; cada ejercicio comienza con la acción de «componerse». Su resultado es el recogimiento, la armonía y el orden. La compo­sición está en la esencia del mensaje de Ignacio y es el núcleo de su visión del Creador y de la creación. Haremos bien en escuchar a este profeta en un tiempo en que este mundo que habitamos es todo menos un mundo compuesto y ordenado, un mundo que más parece astillado, en el que el mismo hombre está siendo despiezado por el antropólogo, el sociólogo, el psicólogo, por no hablar del político, el hombre de negocios y el burócrata, expuesto a quedar reducido a un ser con cinco sentidos, tres facultades y una serie de tendencias, unas conocidas y otras desconocidas, unas cons- ¡¡ cientes y otras subconscientes, y así por el estilo. A todo lo cual L tenemos que añadir una Iglesia que también parece astillada, en la |l que el dogma, la liturgia, la piedad, la ascética, el derecho canónico, |

durante este tiempo luchando con el problema de la pobreza en su Compañía) j y del 13 de marzo de 1544 al 27 de febrero de 1545 (MHSJ, Const., I, 86-158).

San Ignacio de hoyóla, projeta 4?

la exégesis llevan cada cual, en gran medida, una existencia propia e independiente. Ignacio, el profeta, no sólo afirma su posición frtnte a tanto desorden, sino que además señala de dónde procede el desorden y nos indica el camino a seguir para superarlo. Su mensaje nos habla del Dios que está en medio de nosotros, aunque nosotros no lo sabemos. Hay una punzante necesidad de que el hombre moderno vuelva hoy a oír este mensaje.

W. PETERS

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JOHN WESLEY, PROFETA CRISTIANO

John Wesley nació el 17 de junio de 1703 en Epworth y falle­ció el 2 de marzo de 1791 en Londres. Su vida y la aparición de los metodistas —nombre que se dio a sus seguidores— plantean ciertas cuestiones importantes para el actual movimiento ecuménico, para las misiones e igualmente con relación a la soberana libertad del Espíritu, que actúa ubi et quando quiere, muchas veces a través de unos ministerios y movimientos extraordinarios, de los que John Wesley y el Evangelical Revival constituyen ejemplos fuera de lo corriente.

John Wesley, el pequeño párroco, pulcro y aseado, capaz de in­terrumpir un servicio al aire libre mientras iban a buscar su sotana, acérrimo de Ja puntualidad, para quien el desorden, físico o mental, equivalía a un insulto, que se imponía a sí mismo una disciplina de una austeridad mucho mayor que todo cuanto pudiera exigir de sus seguidores, seguro que no encaja en la estampa comúnmente admitida del profeta, de la antigua o de la nueva dispensación. Comparado con el otro Juan, el Bautista, ambos tienen muy poco en común, salvo quizá que también se puede decir de Wesley que fue «un hombre enviado por Dios para dar testimonio de la luz».

Ciertamente, no fue un vidente a la manera de un Joaquín da Fiore; tampoco abundan sus escritos en premoniciones, como ocu­rre con los de Newman. «¿Unilateral? ¿Qué profeta no ha sido uni­lateral?», preguntaba Hans Lietzmann al final de un famoso ensayo sobre Marción, en el que muchos creyeron ver una descripción encubierta del joven Karl Barth. John Wesley carecía de esa faci­lidad característica del genio teológico —por ejemplo, de un Ter­tuliano, un Abelardo, un Kierkegaard— capaz de penetrar bajo la superficie de una época. Y aunque compense con creces el leer hoy según el estilo de su mentalidad (que se define en el mismo título

John Wesley, profeta cristiano 47

de su «llamada a los hombres de razón y religión»), es un antídoto contra nuestra fuga de la razón; y aunque el protestantismo con­temporáneo, cansado y calenturiento, está más que necesitado de renovarse en aquello que Wesley llamaba «religión interior», lo cierto es que un «Wesley dice» no tiene probabilidades de revestir el aura de talismán que se concede a los obiter dicta de Lutero o a los pronunciamientos de Juan Calvino.

LA HERENCIA ESPIRITUAL

Dios prepara los caminos de sus siervos los profetas. Es impor­tante echar una mirada a las bases y a la enseñanza que recibió John Wesley. Lo mismo que hicieron falta varias generaciones de músicos para producir un Juan Sebastián en la familia de los Bach, también fueron precisas cuatro generaciones de clérigos para que al final apareciera John Wesley. En su hogar se dio una mezcla de dos grandes ramas de la espiritualidad inglesa, que durante el si­glo xvn habían entrado en conflicto, el puritanismo y la piedad arminiana, de la Iglesia alta anglicana. El abuelo Bartholomew y el bisabuelo John Westley estaban entre los clérigos puritanos ex­pulsados en 1662, y John Wesley debió oír muchas cosas acerca de su franqueza y valor, las persecuciones que debieron soportar y su firme convicción de que allá donde esté el Espíritu debe haber libertad. Cuando, tiempo después, consiguió entregar a sus discí­pulos aquella sorprendente lectio divina, su Cbristian Library en cincuenta y dos volúmenes, recogida de todos los niveles de la lite­ratura religiosa, espiritual y práctica, resultó que los escritos puri­tanos eran su fuente principal.

Por otra parte, sus padres eran ambos conversos de la disiden­cia. Su madre, la incomparable Susanna, era Non-Juror, y su padre, el temible Samuel, un Convocation Man de la Iglesia alta. A pesar de los trabajos que le impuso la crianza de un buen número de hijos, muchos de los cuales murieron en la infancia, la madre hubo de preocuparse, además, de su educación religiosa, hasta el punto de sentirse capaz de discutir doctamente y con agudeza los escritos de B. Pascal con su hijo estudiante. Samuel era un formidable ejemplo de fidelidad obstinada, aunque carente de tacto. Su Leffer

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to a Cúrate incluye un amplio programa de estudios patrísticos en que se refleja la mejor tradición de la Iglesia alta en su generación. Con su ayuda aprendió John Wesley a leer los Padres, y cuando al fin consiguió redactar su Christian Library, las obras de Macario hubieran debido figurar en primera línea, pues les tenía gran esti­ma, lo mismo que a las de Efrén Sirio. No es, pues, de extrañar que sus íntimos de Oxford, no menos que en el rigurosamente dis­ciplinado «Holy Club», fuesen miembros de la Iglesia alta y Non-Jurors.

«HACIA LA RELIGIÓN», EN EL SIGLO XVIII

A través de estas amistades tomó contacto con aquel notable movimiento, recientemente descrito por el profesor Orcibal', al que casi podríamos considerar como un movimiento ecuménico abortado, que realizó un trasiego internacional de teología espiri­tual, en cuyo centro actuaban los Non-Jurors con su interés por la Iglesia primitiva y los estudios litúrgicos, que hicieron posible el conocimiento, en inglés, de los clásicos menores del misticismo español, italiano y francés, así como de algunos tratados de los jansenistas. Así fue como John Wesley llegó a conocer bastante literatura católica. Cierto que en ello hubo algo de unilateral. Sus preferencias estaban por Fénelon, madame Guyon, Antoinette Bou-rignon más que por Teresa y Juan de la Cruz. Los católicos a los que John Wesley valoraba muy poco por debajo de los ángeles eran el mejicano Hermit, Gregorio López y el noble francés M. de Ren-ty. Profundo e inmediato impacto le produjeron, en sus tiempos de Oxford, Holy Living and Holy Dying, del teólogo anglicano y obispo Jeremy Taylor; Serious cali to a devout and holy lije, de su mentor Non-Juror William Law; pero, sobre todo, el clásico de la devoción moderna, La imitación de Cristo, que más tarde abreviaría para los metodistas, publicándolo varias veces bajo el título de The Christian Pattern. En esta obra encontró una llamada a buscar la perfección evangélica, por la oración y la disciplina, y tal fue el programa que él mismo, junto con sus demás compañeros

1 J. Orcibal, The Spirituality of John Wesley, en A History of the Meth-odist Church in Great Britain, ed. Rupp and Davies, 1965.

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del Holy Club, pusieron en práctica para recuperar el espíritu y la piedad del primitivo cristianismo.

JOHN WESLEY COMO MISIONERO

Siguió después la fracasada misión de John Wesley y su her­mano menor Charles entre los indios rojos, en el puesto avanzado del Imperio británico, la colonia de Georgia. Esta misión terminó en una amarga decepción para John Wesley y casi en una desgracia para Charles. Sus ingenuas expresiones de sinceridad fueron tergi­versadas en una maraña de interpretaciones torcidas (cosa para la que ellos no estaban preparados por su educación demasiado res­guardada), chismorreos y suposiciones malintencionadas, todo lo cual terminó por romper desastrosamente las relaciones personales que mantenían con el gobernador, general Oglethorpe. Las rela­ciones amorosas, apasionadas pero totalmente limpias, que John Wesley entabló con la joven Sophy Hopkey le llevaron a indispo­nerse con el tío de ésta, magistrado local de Savannah. Pero mucho más importante fue su fracaso en el intento de reclutar adeptos en aquella comunidad tan mezclada de la colonia, compuesta de deu­dores deportados, presbiterianos exiliados y emigrantes luteranos. Intentó imponerles las estrictas normas de la Iglesia alta, del First Prayer Book de Eduardo VI, junto con la disciplina de un Holy Club. Cuando aquella gente empezó a refunfuñar contra esta forma inaudita de religión, que no era ni pescado católico, ni pollo pro­testante, ni buen arenque ahumado anglicano, ni él mismo se hu­biera atrevido a decir que allí, en Georgia, estaba ya el metodis-mo en embrión. «El itinerario, la asociación, el ministerio ambu­lante, la reunión de clase, la reunión de grupo, el ágape; la asisten­cia de laicos y líderes; la predicación y la oración improvisadas..., todo esto..., propio del primitivo metodismo, se le ocurrió a John Wesley ya en Georgia»2.

2 The Journal of John Wesley, ed. N. Curnock, vol. 1,1938, 426.

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A LA JUSTIFICACIÓN POR LA HUMILLACIÓN

A todo esto podemos añadir que esta experiencia de humilla­ción personal y de fracaso constituye un ingrediente importante en la formación del carácter y del ministerio de John Wesley; estaba más cerca de la salvación de lo que él mismo suponía cuando ex­clamaba, durante el viaje de regreso: «Fui a América a convertir a los indios; pero, ¡ay!, ¿quién me convertirá a mí?» Un nuevo elemento estaba causando una fuerte influencia en sus ideas. Su origen estaba no tanto en los libros cuanto en el trato personal con los moravos, y a través de éstos, con el poderoso movimiento del pietismo de la Alemania luterana. De ellos aprendió que la verdadera fe salvadora llega cuando dejamos de confiar en nues­tras propias virtudes y nos arrojamos en brazos de la misericordia que se ofrece a los hombres en Cristo. No es esto algo que carezca de importancia, cuando en el Prefacio a Romanos, de Lutero, se lee que la palabra de Dios hizo brotar en su corazón este fuego: la misma metáfora que sirvió para expresar la gran experiencia de Pascal. Ya no se contentó simplemente con admirar a los moravos, escucharles y traducir sus himnos alemanes. En 1738 hizo un im­portante viaje a Alemania «para ver el lugar en que viven los cristianos», como declaró él mismo a un asombrado oficial de aduanas sajón. Allí pudo ver las grandes instituciones filantrópicas creadas por el movimiento de renovación alemán, las escuelas de Jena, el orfanato de Halle. Pero sobre todo, en la comunidad mo-rava de Herrenhuth, pudo ver un maravilloso y complejo sistema de corporación dedicada al culto y a la fe que, como círculos dentro de otros círculos, unos más grandes y otros más pequeños, se es­tructuraba en compañías de cristianos bien disciplinados. Jamás olvidaría cuanto pudo contemplar en aquella memorable visita, y muchas de aquellas instituciones fueron copiadas luego en el me-todismo.

Fue entonces, cuando se estaba al borde mismo de la más im­portante acción de apostolado misionero de toda la historia inglesa, cuando surge, en el último momento, el obstáculo más fuerte. Wes­ley y sus amigos estaban trabajando ya en pequeñas agrupaciones, predicando y enseñando en Londres y en otros lugares. Pero en

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aquel otoño de 1738 todas las puertas de las iglesias de mayor prestigio se les fueron cerrando una tras otra. Wesley va anotando en su diario que, en adelante, ya no podrá predicar más en esta o en aquella iglesia.

LOS COMIENZOS DE LA «RESTAURACIÓN EVANGÉLICA»

Los modernos historiadores suelen situar la obra de los herma­nos Wesley en unas perspectivas mucho más amplias. El movi­miento de restauración evangélica se presenta como uno más entre otros: en América y en Gales se habían producido algunos movi­mientos de renovación ya antes de la «conversión evangélica» de John y Charles Wesley. En las últimas décadas, una serie de bio­grafías ha venido a precisar la figura de los evangélicos anglicanos: un buen número de clérigos incluidos en la disciplina de la Iglesia de Inglaterra, hombres de celo evangélico y con preocupaciones pastorales que lograron una buena cosecha de conversos, hombres como Walter en Cornwall y Grimshaw en Yorkshire.

A propósito de esto hemos de hacer dos comentarios. El pri­mero, que la mayor parte de estos hombres, teológicamente, eran calvinistas. John y Charles Wesley eran arminianos por herencia de la Iglesia alta, no con el arminianismo abstracto de la teología holandesa, o el semipelagianismo del alto clero anglicano, sino con el arminianismo que los mismos metodistas llamaban evangélico, que incluía la convicción de que Dios ofreció la salvación para todos los hombres. «Por todos, por todos murió mi Salvador.» Un optimismo de la gracia que confía en que los más luertes bastiones del mal pueden ser vencidos, cuya divisa podría ser la exclamación de Wesley (agosto de 1777): «Dadme un centenar de predicadores que a nada teman, sino al pecado; que nada quieran, sino a Dios; me importa un comino que sean clérigos o laicos. Ellos solos harán temblar las puertas del infierno e implantarán el reino de los cie­los sobre la tierra.» La segunda diferencia está en los mismos hom­bres, en John y Charles Wesley. Se puede afirmar que sin John Wesley, la historia de la restauración evangélica en Inglaterra hu­biera sido algo así como Hamlet sin el Príncipe de Dinamarca.

Porque no hemos de exagerar la diferencia efectiva entre la

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predicación calvinista y la evangélica arminiana. De todos aquellos predicadores, el más grande era su camarada calvinista George Whitefield. Fue él quien llamó a John Wesley a predicar al aire libre, a pasar por la puerta grande y eficaz que ahora se les abría, conforme se les iban cerrando de golpe, en su rostro, las puertas de las iglesias

PREDICACIÓN AL AIRE LIBRE

Comenzó entonces aquella aventura cuyo recuerdo queda plas­mado en dos notas del diario de Wesley en 1739 (31 de marzo y 1 de abril).

«Por la tarde llegué a Bristol y me reuní allí con Mr. White­field. Al principio apenas podía hacerme a la idea de este extraño modo de predicar en los campos, del que me mostró un ejemplo el domingo. Habiendo sido durante toda mi vida (durante muchí­simo tiempo) tan exigente en todo lo relativo a decoro y orden, me hubiera sentido inclinado a pensar que la tarea de salvar almas era casi un pecado si no se realizaba en una iglesia.»

«A las cuatro de la tarde me decidí a rebajarme más y estuve proclamando por los caminos las buenas nuevas de la salvación, hablando desde una pequeña eminencia en un campo vecino a la ciudad, a cerca de tres mil personas. La Escritura de que hablé fue ésta (¿es posible que aún haya gente que ignore que tiene cumpli­miento en todo verdadero ministro de Cristo?): "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para predicar el evange­lio a los pobres; me ha enviado para sanar a los corazones que­brantados, para predicar la liberación a los cautivos y la recupera­ción de la vista a los ciegos, para poner en libertad a los que están oprimidos, para proclamar el año aceptable"»3.

Así comenzó una serie de reuniones interminables, ásperas y tumultuosas, que tenían a Bristol, Newcastle y Londres como focos principales, entre las alborotadas comunidades de Gales y Cornwall, las multitudes apiñadas en las aldeas de las nuevas áreas industria­les y el corazón escuálido y prolífico del mismo Londres. En aquella época, la población había emigrado desbordando los antiguos lí-

3 Ib'td, vol. 2,167ss.

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mites, y la Iglesia establecida, que debía conseguir un acta del Par­lamento cada vez que quisiera fundar una nueva parroquia, había dejado sin atención a muchos millares de almas, carentes de pala­bra y sacramentos. Wesley encontró ayuda en un pequeño grupo de clérigos ordenados en la Iglesia de Inglaterra y en una asocia­ción, que fue creciendo cada vez más, de predicadores laicos, hom­bres de tosco bagaje espiritual, pero fuertes, entregados e intré­pidos. El mismo dio el ejemplo en sus viajes sin reposo, recorriendo 250.000 millas arriba y abajo por todo el país. Al igual que su gran pariente lejano, el duque de Wcllington, también él tenía la faci­lidad de presentarse justamente donde se le necesitaba, en el mo­mento crítico, dando la impresión de que estaba en todas partes al mismo tiempo.

Predicar hasta conseguir la conversión, establecer contacto con el corazón de las multitudes abandonadas de la Iglesia, era sola­mente el comienzo. Ya otros habían hecho lo mismo, pero las con­versiones conseguidas terminaron por malograrse. «Una cuerda de arena», se lamentaba Wesley a propósito de los seguidores de Whitefield. Wesley supo adaptar el sistema pastoral de los mo-ravos, haciendo de él un elemento misionero y dinámico; no hubo un Herrenhuth metodista, pero sí hubo, en cambio, muchas escue­las y orfanatos metodistas. Wesley sustituyó el monaquisino mo-ravo por algo más móvil, algo que no se había vuelto a ver desde la marcha de los frailes. Más que un talento para la organización, era un genio para la improvisación y la adaptación, y casi todas las instituciones metodistas responden a este tipo característico. En los primeros años se produjeron escenas emocionales que han sido descritas, aunque no explicadas, como «fenómenos psico-emocio-nales». Lo cierto es que el metodismo, a pesar de lo que diga mon­señor Knox, no encaja bien en una historia compendiada del «en­tusiasmo», del montañismo al pentecostalismo. También se dio una fiera y cruel persecución por parte de las muchedumbres y los magistrados, y a veces también por parte del clero.

Los historiadores de la economía han reconocido la influencia que tuvo la restauración sobre las costumbres y la moral, en comu­nidades enteras de las que desapareció la embriaguez, así como el libertinaje, al tiempo que comenzó a aparecer, en unos sectores

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increíblemente embrutecidos del pueblo, un nuevo tipo de ciuda­danos sobrios, formales, frugales y trabajadores, temerosos de Dios.

EL VINO NUEVO Y LOS ODRES VIEJOS

¿Cómo guardar este vino nuevo en los viejos odres? No resulta difícil señalar los puntos de tensión, cada vez más numerosos, en­tre los metodistas y la Iglesia establecida, dentro de la cual Wesley intentaba seriamente introducir a su gente. Para muchos, los me­todistas representaban un tipo de religión no conformista, en una época en que se estaba mortalmente cansado de aquel estilo de «entusiasmo» que había llenado el siglo xvn con su torvo celo, sus griteríos y sus clamores. El vehemente supernaturalismo de la etapa anterior había sido sustituido por la predicación de un mo-ralismo complaciente y mundano. Estaban, además, las historias, no siempre exageradas, de quietismo y antinomianismo que se daban al amparo, aunque no en el corazón, del nuevo movimiento. Pero, sobre todo, estaba la cuestión de los mismos predicadores meto­distas y la poca consideración que el mismo John Wesley mostraba hacia los límites parroquiales. Esto ocurría a pesar de que Wesley bahía expuesto su pensamiento y se había manifestado claramente en una famosa carta, anterior incluso a la época en que dieron co­mienzo las predicaciones en el campo. Su carta a James Harvey, el 20 de marzo de 1739, constituye casi un manifiesto:

«Me preguntas... cómo es que reúno a unos cristianos, que no están a mi cargo, para cantar salmos, orar y escuchar la explicación de las Escrituras. Y piensas que es difícil justificar esta práctica, en parroquias que están a cargo de otros, según los principios ca­tólicos.

Permíteme que me explique abiertamente. Si por principios católicos entiendes algo distinto de los que están contenidos en la Escritura, no tengo nada que ver con ellos... Dios me manda en las Escrituras que, con arreglo a mis fuerzas, instruya a los igno­rantes, reforme a los impíos, confirme a los virtuosos. El hombre me prohibe hacer todo esto en una parroquia ajena, lo que equivale a prohibirme que lo haga absolutamente... ¿A quién, pues, habré de oír? ¿A Dios o al hombre? Juzga tú mismo si es justo obedecer

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al hombre antes que a Dios. Se me ha encomendado la dispensa­ción del Evangelio, y ¡ay de mí! si no predico el Evangelio.

Ten paciencia conmigo y permíteme que te explique mis prin­cipios en esta materia. Yo considero que todo el mundo es mi pa­rroquia. Por eso entiendo que en cualquier parte de él en que yo pueda hallarme estoy en mi derecho y es mi deber forzoso el ex­plicar, a quien quiera escucharlo, el gozoso mensaje de la salvación. Yo sé que ésta es la tarea a la que Dios me ha llamado, y estoy seguro de que su bendición no me ha de faltar» 4.

Igualmente por lo que respecta a los predicadores metodistas. La definición clásica del objetivo que se habían propuesto con su trabajo está en una de las primeras cuestiones que se les plantearon en su conferencia.

«P.—¿Cómo hemos de considerar a los predicadores meto­distas?

R.—Como mensajeros suscitados por el Señor, al margen del sistema establecido, para provocar los celos del clero regular, su­pliendo el descuido de éste en el servicio de aquellos que perecen por falta de conocimiento; pero, sobre todo, para reformar la na­ción, esparciendo la santidad según las Escrituras a través de todo el país.»

¿UN MINISTERIO EXTRAORDINARIO?

Según esto, se da aquí la pretensión de haber sido llamado por Dios para un ministerio extraordinario de evangelización y edifica­ción de hombres y mujeres para la salvación (pues John Wesley pretendía que la doctrina del amor perfecto era el gran depósito del metodismo, y ello constituía el motivo principal por el que Dios lo había suscitado).

Pero los metodistas tenían un doble tipo de espiritualidad. Es­taban las ordenanzas de la Iglesia de Inglaterra en cuanto a la pala­bra y los sacramentos. Estaba también el montaje espiritual propio de los metodistas, los grupos íntimos formados en su mayoría por miembros laicos de la confesión, las reuniones de clase, que eran la célula fundamental, o koinonía, el ágape y las espléndidas solem-

4 The Letters of John Wesley, ed. Telford, vol. 1,1931, 285.

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nidades eucarísticas ocasionales con cuyo motivo se reunían alre­dedor de la mesa del Señor millares de personas, mientras Wesley y sus amigos ordenados anglicanos ejercían su ministerio. En cuanto fue posible, la restauración fue un movimiento sacramental, y po­demos afirmar que con John Wesley los sacramentos volvieron a recuperar su carácter evangélico y, por ello mismo, profetice Como él mismo señaló, se convirtieron en «ordenanzas de conversión», gracias a las cuales podían los hombres tener confianza en el perdón de sus pecados y sentir confirmada su fe. El gran santo de la res­tauración fue Fletcher de Madeley. Un día recibió la visita de dos predicadores. Ellos le esperaban fuera, calzados con sus botas y con las espuelas puestas, cuando él se les presentó trayendo una bandeja en la que había pan y vino. Lo que hubiera podido ser una demostración normal de cortesía, el ofrecer un refrigerio, tomó un giro distinto al pronunciar Fletcher la plegaria de la consagración. Se hallaron los tres compartiendo solemnemente la Carne y la San­gre. ¿Podría imaginarse un símbolo más adecuado del carácter es-catológico de la eucaristía y de la misión apostólica que estos tres hombres con la urgencia del Evangelio inscrita en sus mismas ropas de cabalgar?

El mismo Wesley distinguía claramente entre la misión de predicar y la autoridad para administrar los sacramentos; la prime­ra era considerada como un oficio profético, al paso que la segunda dependía de la autoridad eclesiástica. El mismo desarrolló esta idea en su sermón sobre The Ministerial Office5. Afirmó que en los tiempos antiguos el sacerdocio y la predicación eran oficios dis­tintos. «Desde Noé a Moisés, el de más edad en cada familia era el sacerdote, pero profeta podía serlo cualquier otro.» «Lo mismo en el nuevo Israel, en la Iglesia primitiva, no hallo que el oficio de evangelista haya coincidido siempre con el de pastor, llamado fre­cuentemente obispo. Este presidía sobre el rebaño y administraba los sacramentos.» En esta línea, prosigue Wesley, es como se ha de considerar a los predicadores metodistas. «Según esto, nosotros hemos recibido toda y sola la misión de predicar, no la de admi­nistrar los sacramentos.» «En 1744 todos los predicadores meto-

5 The Works of the Rev. John Wesley M. A, ed. Jackson, vol. VII, 1829, 273ss.

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distas tuvieron su primera conferencia. Pero ninguno de ellos se atrevió a soñar que el haber sido llamados a predicar les diese derecho alguno a administrar los sacramentos.»

Sea lo que fuere lo que hayamos de pensar acerca de la extraña forma en que Wesley consideraba la historia sagrada en cuanto a las relaciones entre sacerdotes y profetas, así como su, a veces, ex­céntrica exégesis, su distinción es importante y merece una seria consideración. Puede tener importantes consecuencias prácticas. Mientras él vivió, los metodistas que reconocían su autoridad no permitieron que los laicos administrasen los sacramentos. La dis­tinción se sigue manteniendo en la Iglesia metodista hasta nuestros días. Los laicos pueden predicar el Evangelio, pero no pueden ad­ministrar los sacramentos. Sólo alguna que otra vez, en virtud de una autorización específica de la conferencia, pueden hacerlo, cuan­do se prueba que de otra forma los fieles quedarían privados del acceso regular a los sacramentos. Este era el principio supremo: que el pueblo cristiano debe tener asegurado el acceso a la palabra y a los sacramentos. Fue por culpa del obispo de Londres, que a pesar de las repetidas peticiones, no envió suficientes clérigos a Norteamérica, y por el caos eclesiástico resultante de la guerra de la Independencia, por lo que Wesley se sintió obligado a ordenar, en 1784, cuatro clérigos para América y, años después, algunos más para Escocia e Inglaterra.

Al final de su vida, Wesley ponderaba la rápida y profunda expansión del movimiento de restauración hasta los límites del país. Aunque él no vivió para verlo, la gran tarea volvería a repetirse, en la siguiente generación, en Norteamérica, las Indias Occidenta­les, África, Australia y las islas del Pacífico. Ante todo esto, su único comentario era: «¡Cuánto ha trabajado Dios!» Lo mismo si lo tomamos en sentido afirmativo que si hacemos de ello una pregunta, ahí está la cuestión eme John Wesley y su obra plantean a la actual teología ecuménica.

G. RUPP

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LOS «STARTSY» RUSOS

En el horizonte espiritual de Occidente, y a través de las no­velas de Dostoievski, surge la figura del starets ruso, bajo los ras­gos del Zósima de Los hermanos Karamazov, o del Tikhon de Los posesos, como representante, no sin razón, de una espiritualidad específicamente eslava. Dejaremos a un lado la cuestión, aún en litigio, acerca del modelo histórico que el escritor pudo tener a la vista y de la fidelidad con que la imagen poética responde al ori­ginal. También se nos presentó ya la oportunidad de intentar pre­cisar esta figura tal como se nos revela en los documentos hagio-gráficos, descubriendo así una auténtica creación del genio religioso de la Rusia cristiana, expresión típica de su «idea» del «santo monje» ].

Una originalidad que no es bastante para hacernos olvidar que el cristianismo ruso hunde sus raíces en la parcela espiritual de la ortodoxia. Los startsy rusos del siglo xix se nos presentan como herederos de una tradición monástica ininterrumpida, a pesar de algunos eclipses pasajeros, que se transmitió a Rusia desde Bizan-cio, periódicamente restaurada y renovada, y que se remonta a los padres del desierto de los primeros siglos cristianos y puede que, más allá todavía, a los hassidim2 de los tiempos bíblicos.

Por lo demás, según la teología ortodoxa, esta continuidad-diversidad de los carismáticos es la expresión histórica de un prin­cipio esencial, fundamental, de la economía de la salvación: la ac­ción del Espíritu, distinta y a la vez indisolublemente unida a la acción del Hijo, en la vida de la Iglesia3.

1 E. Behr-Sigel, Friere et Sainteté dans l'Eglise Russe, París, 1950,129-140. 2 L. Gillet, nota sobre el término Saint en «Contacts», 37 (1962), 20. 3 V. Lossky, Essai sur la théologie mystique de l'Eglise d'Orient, París,

1944, 171.

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Sobre esta perspectiva más amplia, la típica imagen del starets ruso se nos presenta como la variante local, en una determinada época de la historia de la Iglesia, de un arquetipo verdaderamente católico (en el sentido no sólo espacial, sino también cualitativo, del término), de una idea que está presente en la conciencia cris­tiana desde sus mismos orígenes, y que recibiendo de la revelación trinitaria su auténtica luz, es testimonio, en sus múltiples formas siempre renovadas por el Espíritu, de la eterna lozanía del mensaje evangélico.

¿QUE ES UN «STARETS»?

ORIGEN Y GÉNESIS DE LA PATERNIDAD ESPIRITUAL MONÁSTICA

En sentido etimológico, el término eslavo starets quiere decir anciano, viejo, con un matiz de respeto y deferencia. En el uso monástico, este término se sobrecarga y se precisa más con una nueva significación. El starets no es necesariamente un hombre de edad. Es, más bien, un cristiano adulto, que ha alcanzado la madu­rez interior gracias al don del Espíritu. Al hacerse «espiritual» es capaz de engendrar a otros en la vida espiritual, guiándolos por el camino de la ascética y de la plegaria monástica.

Según esta acepción, el starets de los eslavos equivale al pater pneumatikós de los griegos, cuya idea se nos presenta realizada en el monaquismo primitivo de los padres del desierto. La paternidad espiritual, tal como fue practicada en aquel ambiente, y luego en el monaquismo bizantino y en el ruso, no tiene en cuenta ni la edad ni la función sacerdotal, sino el carisma personal. Los Apophteg-mata Patrum cuentan: «Abba Moisés dijo un día al hermano Za­carías: 'Dime lo que debo hacer.' Al oírlo, éste se echó a los pies del anciano, diciéndole: '¿Y me lo preguntas a mí, padre?' El an­ciano le respondió: 'Créeme, Zacarías, yo lie visto al Espíritu Santo descendiendo sobre ti, y desde ese momento me veo obligado a pre­guntarte'» 4.

Igualmente, San Simeón el Nuevo Teólogo afirma: «El que aún no ha sido engendrado, tampoco es capaz de engendrar hijos espirituales... Para dar el Espíritu es preciso tenerlo» (ibtd.).

4 P. Evdokimov, La Vaternité spirituelle: «Contacts», 58 (1967), 102.

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Según esta tradición del «desierto», a la que el monaquisino ortodoxo no ha cesado de referirse, el padre espiritual puede ser laico, como fue Antonio, el fundador del monaquisino. El pater pneumatikós, simple monje, está capacitado para oír las confesio­nes, hecho que todavía admitían el patriarca Nicéforo y Simeón el Nuevo Teólogo5. Fue solamente más tarde cuando la Iglesia reservó al sacerdote el derecho de absolver. A esto hay que añadir que desde el monaquismo del «desierto» la paternidad espiritual se ha extendido muchas veces a cristianos que vivían en el mundo. Esta particularidad se manifestará, sobre todo, en el ministerio de los startsy rusos.

De esta forma se va precisando, a partir de los primeros siglos cristianos, una distinción entre la paternidad espiritual de los «teó-foros» por una parte y la que tienen los obispos y sacerdotes por otra. Carismáticas una y otra, la primera se presenta como un don personal, independiente de toda función jerárquica; la segunda, por el contrario, va ligada no a la persona, sino a la función pastoral y sacerdotal que se ejerce en la Iglesia. Lejos de oponerse, ambas formas de «paternidad» son complementarias. Tienen una misma finalidad y operan muí misma filiación según dos modos diferentes, sacramenta] o personal, hit-luso puede ocurrir que se hallen feliz­mente unidas en la misma persona. Pero la dualidad que presentan da pruebas de una fecunda tensión entre los dos polos de la vida eclesial: la economía del Hijo y la del Espíritu, distintas y conjuntas a la vez. El aspecto sacramental e institucional de la Iglesia mani­fiesta la objetividad de la gracia ofrecida en Cristo; su dimensión pneumatológica revela el misterio del Espíritu —su obra subjetiva, en cierto sentido— a través de aquellas personas con las que él se identifica. La imagen del Cuerpo de Cristo expresa más adecuada­mente el primer aspecto. Por el contrario, la perspectiva pneuma­tológica responde mejor a aquella construcción que San Pablo veía en la Iglesia, que «se ajusta y crece» por la integración en ella de una multitud de personas, cada una de las cuales está llamada a convertirse en «mansión de Dios, en el Espíritu» 6.

5 San Simeón el Nuevo Teólogo, Tratado sobre la confesión, en K. Holl, Enthusiasmus und Büssgewalt im griech. Monchtum, Leipzig, 1898.

6 Efestos, 2,21-22. Cf. V. Lossky, op. cit., 171.

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Tal es el subsuelo, a la vez doctrinal e histórico, y la tierra en que hunde sus raíces el monaquismo ortodoxo, lo mismo en su versión siro-palestinense, egipcia, griega o rusa. De la tradición de los grandes carismáticos ha tomado la savia de un profetismo vivo, a pesar del arcaísmo y aun la esclerosis de ciertas formas externas. No es posible comprender la lozanía evangélica de los startsy rusos de los tiempos modernos si se ignora la fuente en que, con plena conciencia, han ido a sacar el agua viva que, sin separarse de la ins­titución, les ha servido para renovarla y purificarla.

LA IMAGEN DEL «STARETS» EN LA HAGIOGRAFÍA

DE LA RUSIA ANTIGUA

En la antigua Rusia, las «vidas de santos» (gitié) constituye­ron un género literario muy apreciado, que obedecía, al igual que la iconografía, a unas leyes propias. Estas «vidas», expresivas de una determinada visión espiritual, son muy pobres desde el punto de vista estrictamente biográfico. No obstante, una mirada atenta acertará a descubrir en ellas, a través de una bruma de leyenda dorada, los rasgos personales y proféticos que caracterizaban a cada santo. Pero estas vidas son, ante todo, reveladoras de una visión de la perfección cristiana que caracterizó a la santa Rusia. Es en ellas donde encontramos esbozada por vez primera la figura del «santo monje ruso», del starets.

Sólo nos es posible resumir brevemente los resultados de una investigación, que hemos intentado en otro lugar desde un punto de vista más fenomenología! que histórico7.

Las vidas de santos más populares, aquellas en que generacio­nes enteras han contemplado la imagen ideal del santo monje, fue­ron, sin duda alguna, la de San Teodosio de Petchersk, en la Rusia variega, premongólica, de Kiev, y la de San Sergio de Radonega, para la Rusia moscovita. Estas vidas, influidas por modelos bizan­tinos y, sin duda, también palestinianos, incorporan, sin embargo,

7 E. Behr-Sigel, op. cit,; en cuanto al aspecto histórico del problema, véa­se, esencialmente, G. Fedotov, Sviatye drevnei Roussi (Los santos de la anti­gua Rusia), París, 1931.

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ciertos rasgos originales, característicos del antiguo monaquismo ruso.

Fundador, junto con San Antonio de Petchersk, de la célebre Laura de las Cavernas de Kiev, Teodosio (muerto en 1074) fue el verdadero organizador de un monaquismo autóctono cuya irradia­ción evangélica se extendió por toda la Rusia variega. «Padre Teo­dosio» hizo salir a los monjes de las cavernas «lúgubres y sombrías» en que se habían enterrado los primeros compañeros de Antonio y les dio una «regla» de corte basiliano, cenobítica, inspirada en la de Studion. Exigía la obediencia y la pobreza y organizaba, no sin cierta holgura, la vida espiritual personal de los «hermanos» en el marco de la plegaria litúrgica, comunitaria.

Pero fue más que nada la personalidad misma de Teodosio el elemento que imprimió a la joven comunidad la marca del Espíritu que le inspiraba. La dulzura del starets, su ternura casi maternal, su aspiración al seguimiento del Hijo del hombre humillado, y ello de una forma muy concreta, realizando los trabajos más humildes, expoim ndose a las burlas a causa de sus «malos hábitos», son los rasgo* de este primer monaquismo ruso en que brilla la luz de las bienaventuranzas.

Estos «pobres», estos «mansos» desempeñaron, con todo, un papel importante no sólo en la vida religiosa, sino también en la vida social y política de su pueblo. Gracias a su labor espiritual llegó a enraizarse verdaderamente en los corazones un cristianismo que era, en principio, una importación extranjera más o menos im­puesta por las clases dirigentes. De toda la Rusia variega acudían las gentes al monasterio de las Cavernas para pedir consejo, soli­citar una bendición o sellar una reconciliación besando la cruz del venerable starets. Teodosio, vistiendo siempre aquellos sus «malos hábitos», aceptaba compartir la mesa de los príncipes. Pero al mis­mo tiempo tenía la osadía de reprenderlos por sus luchas fratrici­das, o apelaba a su sentido de la justicia para defender los derechos de los débiles. Teodosio ha quedado en la memoria de la Iglesia como alguien que, en virtud de la sola fuerza del Espíritu, del amor humilde, hizo nacer a la vida cristiana no sólo una comunidad, sino todo un pueblo.

Esta misma preocupación de armonizar la finalidad contempla­tiva del monaquismo con la solidaridad humana la volvemos a ha-

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llar, tres siglos más tarde, en la figura más robusta, y a la vez más misteriosa, de Sergio de Radonega (1314-1392)8. Iniciador del mo­vimiento de los poustynniki (monjes ermitaños), que revivieron la experiencia de los anacoretas egipcios en las duras condiciones del clima nórdico y en las selvas vírgenes de la Rusia central, Sergio se entrega durante muchos años a la plegaria solitaria, en una er­mita salvaje. Leñador y carpintero a la vez, rotura el bosque y construye con sus propias manos la cabana que le sirve de abrigo y oratorio. Las bestias salvajes, a las que él mismo alimenta en invierno, son sus amigos; su vida de solitario, como ha dicho uno de sus modernos biógrafos, exhala «un perfume como las virutas del abeto fresco». Sin embargo, Sergio no rechaza a los compañeros que pretenden unírsele. Termina por hallarse a la cabeza de una comunidad cuya vida, muy a su pesar, habrá de intentar poner en orden. Se edifica un verdadero monasterio. Con el tiempo se con­vertirá en la célebre Laura de la Trinidad San Sergio (hoy en Zagorsk), centro espiritual de la Rusia moscovita.

Preocupado por mantener la pobreza de los monjes, garantía de su libertad cristiana, Sergio rechaza las donaciones. También rehusa enérgicamente suceder en la carga episcopal, como se le había ofrecido, al metropolita Sergio de Moscú. Pero este hombre espiritual sabe, sin embargo, embarcarse en una acción temporal cuando la salvación del «pueblo» parece exigirlo. Contemporáneo de los príncipes moscovitas, «reunidores de la tierra rusa», apoya su política centralizadora, y ello a pesar de que su propia ciudad natal, Rostov, y su propia familia tengan que sufrir las consecuen­cias, pues juzga que aquella política es beneficiosa para la paz y la unión. Ajeno, como toda la Iglesia ortodoxa en general, a cualquier espíritu de cruzada, anima, sin embargo, al príncipe de Moscú, Dimitri, para que haga frente con su pequeña tropa a los ejércitos, infinitamente más numerosos, del invasor mongol. «Tu deber exi­ge —le dice— que defiendas a tu pueblo. Disponte a ofrecer tu alma y a verter tu sangre» 9.

Este equilibrio entre contemplación y acción, retiro del siglo y presencia en el mundo, hacia el que tienden los caminos espiri-

" P. Kovalevsky, Saint Serge de Radonége, París, 1958. 9 Ibíd., HOss.

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tuales de la Rusia antigua, queda roto desgraciadamente a partir del siglo siguiente. En los albores del xvi, el conflicto que a pro­pósito de los latifundios monásticos opone a dos santos monjes, Nil de la Sora y José de Volokh, parece venir a consumar la rup­tura entre dos corrientes espirituales cuya síntesis habían sabido operar Teodosio y Sergio. Por una parte, va un movimiento esen­cialmente contemplativo y místico, un tanto anarquizante, repre­sentado por los startsy del Ultra-Volga, cuyo portavoz es Nil. Por otra, un monaquismo cenobítico, consciente de sus deberes sociales, pero que dará ocasión a que triunfe el legalismo ritualista de José. Defensor de la propiedad monástica, conseguirá conservarla a pesar de la hostilidad del príncipe. Al privar a la Iglesia rusa del libre profetismo de los startsy, perseguidos por la jerarquía y rechaza­dos hacia sus lejanos eremitorios del Norte, la victoria de los jose-finos preparó el Cisma de los Viejos Creyentes 10.

Interiormente dividido, a pesar de una aparente prosperidad, privado de una parte de su sustancia espiritual, el monaquismo ruso se vio obligado a afrontar, a comienzos del siglo x v m , la ola de secularización que, con Pedro el Grande, se desató sobre Rusia.

El «siglo de las luces» se presenta como uno de los más som­bríos períodos que ha debido atravesar la Iglesia rusa, a la que la abolición del patriarcado y el «reglamento eclesiástico» de 1721 tienden a convertir en un simple mecanismo del Estado. Conti­nuando la política de Pedro, Catalina II confisca las tierras de la Iglesia y tiende a impedir en todo lo posible el reclutamiento de monjes. Los monasterios, por su parte, se convierten a menudo en refugio de los nobles que huyen del servicio militar, cuando no en bastiones secretos de la Vieja Creencia. Un nuevo episcopado, for­mado en las escuelas eclesiásticas «reformadas», sumiso a la buro­cracia del Estado, parece dispuesto a romper los lazos que todavía le unen al monaquismo tradicional. Y es justamente en medio de este invierno espiritual cuando aparecen los primeros signos de una renovación, uno de cuyos síntomas más importantes, cuando no el único, es el movimiento de los startsy.

10 E. Behr-Sigel, op. cit., 76-91; J. Meyendorff, Une controverse sur le role social de l'Egüse, Chevetogne, 1956.

EL MOVIMIENTO DE LOS «STARTSY»

En el origen de la renovación monástica rusa del siglo xrx nos encontramos con un joven rebelde, Pedro Velitchkovski (1722-1794), el futuro starets Paissios ". Becario de la Academia ecle­siástica de Kiev, cuyos métodos están calcados sobre los que se siguen en los colegios jesuítas de la cercana Polonia, el joven semi­narista rechaza la enseñanza latinizante, humanista —a la que él mismo calificará de «pagana»—, que allí se ofrece. Lo que le re­pugna no es tanto la actividad intelectual —es un alumno brillan­te— cuanto la cultura al modo humanista, occidental, que separa la inteligencia del corazón, un corazón impregnado aún oscuramente de toda la experiencia mística de los Padres. Pedro engloba en esta misma reprobación el monaquismo académico, mundano según él, inflado de vanidad, peligroso para la salvación del alma.

El joven seminarista entra abiertamente en conflicto con sus superiores y tiene que abandonar los estudios. Durante muchos años, mitad peregrino, mitad vagabundo, va errante de monasterio en monasterio a lo largo de las fronteras imprecisas de Ucrania, Moldavia y Polonia. Termina por establecerse en un pequeño con­vento moldavo, donde a la edad de diecinueve años emite los pri­meros votos monásticos. Pero siempre a la búsqueda de un «starets según su corazón», temeroso también de que se le obligue a recibir la ordenación sacerdotal, huye de nuevo y termina por refugiarse, en el verano de 1746, en el monte Athos. También allí será grande su decepción: el monasterio de la Santa Montaña se encuentra en plena decadencia. Nadie parece interesarse por él, y Paissios pasara allí los más desolados años de su vida, en una extrema pobreza y en una soledad casi total. Y, sin embargo, es en el monte Athos donde hará el descubrimiento que cambiará su vida por completo. Siempre a la búsqueda de la enseñanza de los Padres, a fuerza de revolver las bibliotecas de los monasterios servios y búlgaros veci­nos, termina por descubrir un tesoro: unos manuscritos de Nil de la Sora y algunas otras traducciones eslavas de obras de inspiración

" S. Tchetverikof, Moldavski starets Paissii Velitchkovskii, Petseri, 1938.

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hesijasta. El secreto que descubre no es otra cosa que la «Plegaria de Jesús» o «Plegaria espiritual», de la que Paissios se hará apóstol por todo el resto de su vida. Analizar la naturaleza y la significación de esta oración mística que define toda la espiritualidad hesijasta, pero que tiene numerosas variantes, desbordaría los límites de este estudio a. Recordemos, únicamente, que la forma externa de la «Plegaria espiritual» consiste en la invocación repetida e ininte­rrumpida del nombre de Jesús, unida frecuentemente a un ritmo respiratorio. Su finalidad, según la terminología hesijasta, es «el descenso de la inteligencia» a los abismos interiores del «corazón»; dicho de otro modo: la unión con Cristo por la toma de conciencia de la inhabitación del Espíritu en las profundidades de la persona a la que el mismo Espíritu ha restaurado en toda su integridad.

Entusiasmado por su descubrimiento, Paissios siente inmedia­tamente el deseo de compartirlo con otros. Acepta primero uno y luego varios compañeros más. Habiendo recibido finalmente —no sin vacilaciones— la ordenación sacerdotal, se encuentra conver­tido en bigottmeno de una comunidad que no tarda en abandonar Athos para establecerse en Rumania, país más favorable, en aquella época, al monaquisino contemplativo que Rusia. Allí morirá Pais­sios, en 1794, en el monasterio de Niamets.

La influencia de Paissios fue considerable. Formó a numerosos monjes que luego crearían otros grupos en Rumania y en Rusia, principalmente. Su obra literaria y su abundante correspondencia contribuyeron también a la difusión de su mensaje.

En Rumania, Paissios organizó numerosas comunidades. Supo dar, instintivamente, con aquel equilibrio espiritual propio del monaquismo ruso de los comienzos. Se esforzó por aunar el retiro necesario para la contemplación mística con las exigencias de una vida cenobítica centrada sobre la liturgia, sin olvidar el servicio del prójimo. De esta forma, sin dejar de atender a la finalidad mís­tica de la vida del monje, Paissios admite la utilidad, la necesidad incluso, del trabajo lo mismo manual que intelectual. Sus comuni­dades incluían numerosos equipos de «obreros». Unos se dedican a los trabajos del campo, mientras otros se consagran a tareas más

12 Cf. Un Moine de l'Eglise d'Orient, La priére de Jésus, Chevetogne, 41963; E. Behr-Sigel, La priére de Jésus ou le mystére de la spiritualité mo-nastique orthodoxe: «Dieu Vivant», 8 (1947), 69ss.

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intelectuales, tales como la traducción y la impresión de obras patrísticas. El invierno reúne a toda la comunidad para un período de retiro nutrido por la plegaria y también por los coloquios y conversaciones de tipo espiritual.

Habiendo sufrido, cuando era aún un joven monje, las conse­cuencias del abandono espiritual, Paissios se esfuerza por organizar la «paternidad espiritual», sin por ello despojar a esta actividad de su espontaneidad carismática. Siguiendo en esto a sus mentores hesijastas, Paissios considera la obediencia a la «regla» o al «padre espiritual» como un simple aprendizaje, una propedéutica que, ha­ciendo que el espíritu se torne disponible a la gracia, lo conduzca a la unión con Dios y a la gloriosa libertad de los hijos de Dios.

El mismo Paissios dio el ejemplo de una existencia laboriosa y de una caridad desbordante. Es autor de unos «capítulos» sobre la plegaria espiritual13, así como de numerosas traducciones al es­lavo eclesiástico de obras espirituales griegas. Entre éstas merece especial mención la traducción de la famosa Filocalia. Difundida en Rusia con el título de Dobrotoliubvié (Amor del Bien), llegó incluso a los ambientes populares, como lo prueban los célebres Relatos de un peregrino ruso 14.

Estando ya enfermo, Paissios seguía trabajando sentado, encor­vado en su lecho, en el que se amontonaban libros y manuscritos. Sin embargo, este intelectual, lejos de encerrarse en su torre de marfil, abría ampliamente las puertas de su monasterio a todos los miserables, ancianos, enfermos, refugiados de la guerra ruso-turca de 1768, que llegaban a invadir hasta las celdas de los monjes.

Las enseñanzas de Paissios se extendieron, por obra de sus discípulos, por todos los países ortodoxos. Concretamente en el origen de la renovación monástica en Rusia durante el siglo xix se encuentran monjes formados, directa o indirectamente, por el starets moldavo. Su influencia se ejerció también a través de una abundante correspondencia que él mantenía no sólo con sus hijos espirituales, sino con miembros influyentes de la jerarquía, tal como el célebre metropolita de San Petersburgo, Gabriel Petrov.

13 Véase Besedi o Molitve Iissousovoi (Conversaciones sobre la Plegaria de Jesús), Valaam-Serdobol, 1938, 270ss.

14 Récits d'un Pélerin Russe, Neuchátel, 1943.

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Este prelado de la corte, apreciado por Catalina II (que le dedicó su traducción del Belisario, de Marmontel), pero que mantenía también relaciones con San Tikhon de Zadonsk, seguía siendo, en el fondo de su corazón, un verdadero monje. Supo utilizar su in­fluencia para restaurar, en aquella Rusia en trance de secularización, la tradición mística de los Padres redescubierta por Paissios.

De esta forma, penetrando a través de distintos caminos, se fueron depositando en la tierra rusa las semillas de una primavera espiritual que rompería a florecer en el siglo siguiente.

LOS «STARTSY» DE OPTINO 1D

Hada finales del siglo xvm, el monasterio de Optino (en el gobierno de Kaluga), al igual que otros muchos conventos rusos, había caído en pleno estado de decrepitud. La comunidad sólo contaba con unos pocos monjes ancianos y estaba amenazada de extinción a la vez física y espiritual. Encantado por la belleza del paraje, el metropolita Platón, organizador de la enseñanza religiosa en Rusia, intentó atraer a Optino a algunos discípulos de Paissios para restaurar allí la vida monástica. Su esfuerzo fue luego conti­nuado por el obispo de Kaluga, futuro metropolita de Kiev, Fila-retas Amfiteatrov. Este hizo levantar, no lejos del monasterio principal, un skite para los monjes que quisieran practicar la plega­ria contemplativa. Este es el «eremitorio» descrito por Dostoievski en Los hermanos Karamazov.

En 1829, a requerimientos de Filaretas, se había instalado en Optino un antiguo compañero de Paissios, el padre Leónidas (1768-1841). Quedó así inaugurada la estirpe de los grandes startsy, in­interrumpida hasta las mismas vísperas de la Revolución de 1917.

Antes de su llegada a Optino, Leónidas estaba ya en relaciones espirituales con el que luego sería su más íntimo colaborador y sucesor, el starets Macario (1788-1860).

Nacido en una familia de la nobleza cultivada, Macario había

15 Cf. I. Smolitsch, Leben und Lehre der Starzen, Viena, 1936; S. Tchet-verikof, Optino Poustyn, París, 1926; I. Kologrivof, Essai sur la Sainteté en Russie, Brajas, 1952, 398ss.

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recibido una esmerada educación. Si bien su instrucción era supe­rior a la de Leónidas, consideraba a éste como su «padre espiritual» y no se atrevía a emprender nada sin su parecer, siendo ya incluso rector del skite de Optino. Durante muchos años, Leónidas y Ma­cario dirigieron conjuntamente la vida de sus monjes, sin dejar de atender a las necesidades espirituales de millares de peregrinos que, en número siempre creciente, venían al monasterio para consultar a los startsy, exponerles sus dificultades, solicitar de ellos un con­sejo, un consuelo, una bendición.

En 1839, un novicio, Alejandro Grencov, futuro starets Am­brosio (1812-1891), ingresó en el monasterio. «Hijo espiritual» del starets Leónidas, fue entregado por éste, «de mano a mano», al starets Macario, del que a su vez llegaría a ser colaborador y más tarde sucesor. Bajo su startchestvo alcanzaría Optino el apo­geo de su irradiación.

Ligados espiritualmente por una verdadera transmisión del ca-risma, los tres monjes fueron, sin embargo, tres fuertes personali­dades de muy distinto carácter. El ministerio de cada uno de ellos se distinguió por un estilo propio.

Leónidas era un hombre del pueblo, sin demasiada instrucción escolar, de lenguaje franco, rudo, pero jovial, dotado de una pre­sencia física imponente, que atraía sobre todo a los sencillos, mon­jes o laicos. Tenía el don de descifrar los secretos del alma; com­prendía perfectamente su lenguaje oculto y el ir y venir de sus pensamientos secretos. Siempre al lado de los humildes, sabía dar con el gesto capaz de reconfortarlos, la palabra consoladora. Cerca de su celda había siempre gente y el starets iba de uno a otro, bendecía a los peregrinos, recitaba las plegarias sobre los enfermos y los ungía con el aceite de la pequeña lámpara que ardía ante el icono de la Madre de Dios. Tal actividad no dejaba de suscitar al­gunas críticas. Una parte del clero instruido se escandalizaba de las prácticas «supersticiosas» de aquel mujik con sotana. Los mis­mos obispos, a excepción de los más clarividentes, como los dos Fi­laretas, de Moscú y de Kiev, veían con desconfianza cómo se des­arrollaba esta corriente de piedad popular que malamente podían controlar. La hostilidad que sentían hacia la libertad interior de los startsy se manifestaba en toda suerte de restricciones y prohibicio­nes impuestas a la actividad de éstos. Generalmente, los startsy

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se sometían; a veces con un punto de humor espiritual, sin per­juicio de su gravedad monástica. Pero un día en que Leónidas fue amenazado por haber recibido y ungido a los enfermos, a pesar de la prohibición del obispo, aquél exclamó: «¡Que hagan de mí lo que quieran! Pueden enviarme a Siberia, pero no tengo más reme­dio que seguir siendo el que soy. Mirad estos enfermos. ¿Podría yo negarles la plegaria que me piden? En ella han puesto toda su esperanza, pues en virtud de la fe que tienen, la oración les procura la curación deseada.»

Los consejos de Leónidas se distinguían por su sabiduría prác­tica, intuitiva. Con el starets Macario, hombre más instruido, más * letrado, el startchestvo de Optino entró en una nueva fase. Abierto | a los problemas del pensamiento, de la cultura, de la vida social y i política de Rusia, su irradiación alcanzó a la élite cultivada. Amigo 1 de la familia de los Kiréievski, cuyo dominio se encontraba en las I cercanías de Optino, el starets Macario entró en relaciones, gracias | a ellos, con el círculo de los eslavófilos. La amistad de los startsy 1 orientó el pensamiento de Iván Kiréievski hacia la teología patrís- | tica, de la que sacó la idea del «conocimiento integral», como fun- J damento de una filosofía cristiana16. Estas relaciones favorecieron 1 también la obra de traducir y editar los Padres de la Iglesia em- | prendida en Optino, en la que participaron activamente los Ki­réievski, logrando incluso interesar al metropolita Filaretas de i Moscú. Así fue posible publicar la «Regla» de Nil de la Sora, al- 1 gunas obras de Isaac el Sirio, de Simeón el Nuevo Teólogo, de ' Máximo el Confesor y de otros.

Numerosos representantes de la intelligentsia y de la nobleza ilustrada venían en esta época a Optino. Luchando solo, enfermo, incomprendido, incomprendido incluso de sus amigos, Gogol diri­ge, en 1850, una carta a los startsy de Optino en que les conjura para que recen por él y por su obra. En muchas ocasiones se recoge en la paz monástica de aquel cenobio, cuyos moradores le parecen, y en particular el starets Macario, «alegres, indulgentes, sencillos, afables, hombres que han sobrepasado la etapa de la severidad». Si bien Macario nunca consiguió calmar definitivamente al atormenta-

" A. Gratieux, A.-S. Khomiakov et le mouvement slavophile, I, París, 1939, 72ss.

Los «startsy» rusos 71

do genio creador de Las almas muertas, consiguió, en cambio, ayu­dar a otros, como I. Kiréievski (que se convirtió en «hijo espiritual» suyo), a encontrar más allá de la religiosidad confusa del romanti­cismo alemán una salida hacia la fe, hacia la Iglesia. «Bajo la direc­ción de Macario —escribe V. Lossky17—, [Kiréievski] acertó a conjugar en su obra filosófica la obediencia exterior junto con una gran libertad interior que caracteriza al pensamiento ortodoxo.» Muerto en 1856, Iván Kiréievski fue enterrado en la iglesia del monasterio, cerca de las tumbas de los startsy.

De salud muy débil, el starets Macario llevaba una vida labo­riosa y austera, pero sin grandes excesos ascéticos. Comía de todo, en pequeña cantidad, oraba durante bastantes horas cada día, es­cribía, recibía a sus visitantes hasta horas muy tardías. Pero nor­malmente se reservaba una hora libre, durante la cual, paseando a solas por el jardín del monasterio, se detenía muchas veces para admirar sosegadamente cada flor.

Con este espíritu meditativo de Macario, que se ceñía instin­tivamente a los problemas de la vida interior, contrastaba el tempe­ramento fogoso, activo y la curiosidad universal del starets Ambro­sio. De una vitalidad desbordante (a pesar de una enfermedad precoz) y de una excepcional apertura de espíritu, Ambrosio sabía encontrarse a gusto lo mismo en sus trabajos intelectuales que en la pastoral. Más que por cualquier otra cosa se interesaba por los hombres, por sus ocupaciones externas igual que por la vida secreta de sus almas. Sabía leer en éstas con una rara perspicacia que mu­chas veces parecía verdadera adivinación. Pero también acertaba a aplicar toda su inteligencia lúcida a la solución de un problema práctico, técnico incluso, como podía serlo la irrigación de una tierra árida. Toda preocupación humana, aunque fuese la más hu­milde, le parecía digna de respeto y simpatía. De esta forma, abor­daba con la misma atención, con el mismo deseo de aclarar una situación dolorosa o simplemente confusa, los problemas más di­versos, lo mismo si se trataba de la cría de aves que preocupaba a una vieja campesina, de una vocación religiosa o de una madre soltera que había sido echada de casa por sus padres. Celador de la ley en su juventud, dejó luego que su corazón fuera inundado

17 V. Lossky, Le starets Macaire: «Contacts», 37 (1962), 17ss.

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por una ola inmensa de compasión divina. Hacia el final de su vida se le oía decir muchas veces, mientras inclinaba la cabeza: «Yo era muy severo al comienzo de mi startchestvo, pero ahora me he vuelto débil. ¡Las gentes tienen tanto dolor, tanto dolor...!»18.

También se le atribuyen estas palabras: «Deseo llevar a cada hombre la bendita alegría de Dios, ayudar a cada uno de ellos, sean las que fueren las condiciones de su vida.»

Aniquilando su propia subjetividad —en un acto de total dis­ponibilidad—, Ambrosio se identificaba interiormente con cada uno de los que a él se confiaban. «Durante toda mi vida —decía— no he hecho otra cosa que arreglar los techos ajenos, mientras mi propio techo seguía con goteras.»

Fue inmensa la correspondencia del starets Ambrosio. Cada día le llegaban decenas de cartas. Se las ponían delante, extendidas por tierra, y él iba señalando con su bastón las que exigían una rá­pida contestación.

Ambrosio tuvo buen cuidado de evitar toda reputación de tau­maturgo, pero se extendió el rumor de ciertos acontecimientos milagrosos y aquello contribuyó a atraer mayores multitudes a Optino y a Chamordino, convento cuyas monjas eran hijas espiri­tuales suyas, donde le gustaba además permanecer algún tiempo. A las gentes sencillas ansiosas de signos y milagros se unían también hombres cultivados y de espíritu crítico, incrédulos, «buscadores de Dios», que tanto abundaban entonces en la intelligentsia rusa de finales del pasado siglo.

El escritor Leontiev, hombre fantástico y apasionado, fue a buscar la paz en Optino, y allí se quedó durante muchos años antes de hacerse monje, por consejo de Ambrosio, en el monasterio de la Trinidad San Sergio, en 1890. V. Rozanov y Vladimir Soloviev también fueron allá en peregrinación. Soloviev acompañó a Dos-toievski, que hacía pocos meses había perdido a su hijo menor, el pequeño Aliocha. «F. M. vio tres veces —escribía su mujer— al célebre padre Ambrosio: una vez en medio de la turba y dos veces en particular.» Ignoramos el secreto de estas conversaciones. Pero Anna Grigorievna piensa que el starets dijo a su marido aquellas mismas palabras de consuelo que el escritor pondría después en

18 ídem, Le starets Ambroise: «Contacts», 40 (1962), 224.

Los «startsy» rusos

labios del starets Zósima: «No te consueles, porque no hace falla consolarte... No te consueles y llora. Todavía por mucho tiempo tendrás estas grandes lágrimas maternales, pero se transformarán finalmente en dulce alegría y tus amargas lágrimas no serán otra cosa que lágrimas de dulce ternura y de purificación interior que salvan del pecado. En cuanto a tu hijito, yo lo tendré en cuenta en mis plegarias. ¿Cómo se llamaba? —Alexis, Padre mío» 19.

Dostoievski regresó del cenobio de Optino más tranquilo y se puso entonces a componer su gran novela Los hermanos Karamazov.

También León Tolstoi conocía al padre Ambrosio y vino un día a conversar con él. Cuando al final de su existencia el profeta ex­comulgado huyó de la casa familiar para intentar la última recon­ciliación de su vida y de su ideal, anduvo rodando durante muchos días en torno a Optino y a Charmodino, adonde se había retirado una de sus hermanas, antes de marchar a Astapovo, donde moriría.

Así, tal como escribió V. Lossky, «todos los caminos espiritua­les de Rusia en el declinar del siglo xix pasan por Optino» 20.

Llegados ya al final de nuestro estudio, podemos preguntarnos: ¿En qué consiste la novedad de los startsy rusos del siglo Xix? ¿En qué medida podemos hablar, a propósito de ellos, de «profe-tismo»?

Cierto que ellos mismos no se consideraron como innovadores. Por el contrario, en el origen de este movimiento encontramos una voluntad de empalmar con la tradición espiritual auténtica de la Iglesia, la tradición de «los Padres llenos de Dios, cuya divina ac­ción ha resplandecido como un sol... en todo el Oriente, y más tar­de en Constantinopla, sobre la santa montaña de Athos, en nume­rosas islas y, en estos últimos tiempos, por la gracia de Cristo, tam­bién en la gran Rusia» 21. Pero este retorno a las fuentes fue, ade­más, un retorno a la Fuente esencial, al Padre de las Luces, cuya amorosa paternidad no ha cesado de inspirar el ministerio caris-mático de los startsy. Para éstos, la lectura de las obras espirituales de los «Padres» fue no una manera de alambicar las fórmulas del

" C. Motchoulsky, Dostoievski, l'Homme et l'Oeuvre, París, 1963, 482. * V. Lossky, ibíd., 230. 21 Carta de Paissios a los enemigos y calumniadores de la Plegaria de Jesús,

en Un Moine de FEglise d'Orient, op. cit., 63ss.

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pasado, sino la iniciación en un camino espiritual en que se puso de manifiesto su fidelidad creadora.

Los slartsy —y en ello consistió uno de sus rasgos característi­cos— siempre se mostraron extremadamente discretos en cuanto a su vida espiritual íntima. Sabemos, sin embargo, que la fuente secreta de donde procedía su fuerza y su luz no era otra que la plegaria, y en particular aquel tipo de oración que se llamó «Ple­garia de Jesús». El redescubrimiento por Paissios del espíritu y de los métodos hesijastas fue un acontecimiento espiritual de impor­tancia considerable para la ortodoxia rusa, después que se hubieron perdido las corrientes vivas de este gran río místico, durante los siglos xvn y xvín, en las arenas de una piedad formal y ritualista. Pero he aquí que, gracias a los startsy, la «Plegaria de Jesús» vol­vía a prestar su ritmo al latir de los corazones, y ello no sólo en los monasterios silenciosos y en los cenobios, sino también en medio del ruido de las aldeas y las ciudades. Característica propia del mo­vimiento hesijasta ruso, tal como irradiaba particularmente en Optino, fue un gran calor espiritual, en un clima de sobriedad y de sencillez evangélica.

El movimiento hesijasta, aliviado del aparato conceptual de un palamismo 2 , que, en principio, estaba destinado a proteger la ora­ción mística de los solitarios, pero que había terminado por apri­sionarla, encuentra así su primitivo fervor y su intención original. Como llamada al encuentro real, por la plegaria en el nombre de Jesús, con el Dios vivo, afirma que este encuentro no es tinieblas, sino Luz, que, al iluminar el corazón, se derrama también sobre el mundo. «La Luz del Nombre de Jesús ilumina —a través del cora­zón— todo el universo» 2 \ Así entendida, con la ayuda de una «téc­nica» respiratoria que no es esencial, pero que ayuda a la concen­tración del espíritu, la «Plegaria de Jesús» puede acompañar todas las ocupaciones. Pueden practicarla todos, lo mismo los simples que los instruidos. Expresión del sacerdocio real de todos los cre­yentes, santifica cualquier acto humano y se convierte en «un ins-

22 Doctrina de Gregorio Palamas, que formuló, en el siglo xiv, la distin­ción entre la esencia y las energías divinas, para fundamentar teológicamente la experiencia mística de los hesijastas; cf. J. Meyendorff, Introduction a l'étude de Grégoire Palamas, París, 1959.

53 S. Boulgakoff, L'Orthodoxie, París, 1932, 207.

Los «startsy» rusos 75

trumento de ofrenda secreta de cada cosa y de cada persona, una marca del sello divino sobre todo el mundo»24.

Los startsy, indudablemente, no llegaron a expresar textual­mente todas estas ideas. Pero las hicieron germinar en los corazones de quienes, religiosos o laicos, fueron por ellos iniciados en la ple­garia, o simplemente recibieron sus consejos llenos de bondad para mejor seguir los respectivos caminos en el mundo.

El hecho nuevo y profético, si no en sus principios, sí al menos en cuanto a su extensión y profundidad, consistió en el ministerio universal de los startsy.

No cabe duda que también en este punto empalmaban con la más antigua tradición del monaquismo ruso, el de Teodosio de Petchersk y Sergio de Radonega. Pero actuaban en unas circuns­tancias históricas totalmente distintas y también era nuevo el estilo que imprimieron a su propio ministerio. En la aurora del cristianis­mo ruso, los «santos monjes» fueron educadores del pueblo y de los príncipes, llamados a guiar, a juzgar muchas veces y a informar directamente la acción de todos ellos. En la Rusia del siglo xix, profundamente secularizada, la obra de los startsy es esencialmente interior. No intenta influir directamente sobre el curso de los acon­tecimientos ni transformar las estructuras sociales. Llega a los co­razones para iluminarlos; va al fondo de la persona humana, en su misteriosa libertad. No quiere esto decir que los startsy se desin­teresen del mundo, que se queden en la orilla contemplando tran­quilamente las olas desencadenadas contra un navio cuya pérdida presienten proféticamente. El starets Macario siguió con angustia los acontecimientos de la guerra de Crimea, y San Serafín de Sa-rov25 anunció «con lágrimas» las calamidades y los sufrimientos que estaban a punto de derramarse sobre el pueblo ruso.

Quizá sea de lamentar que los startsy no levantasen su voz, como tuvo la osadía de hacerlo Tikhon de Zadonsk en el siglo xvín, contra las injusticias del orden social y contra los abusos eclesiás­ticos. Sin embargo, abriendo ampliamente las puertas de la clausura a la muchedumbre, a sus necesidades y a sus exigencias, con gran escándalo por parte de algunas autoridades eclesiásticas, ¿acaso no estaban protestando así, implícitamente, contra la indiferencia y

24 N. Gorodetzky, The Prayer of Jesús: «Blackfriars» (1942), 74-78.

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E. Behr-Sigel

de fIglesÍ?a t e n d Ó 1 1 a k S r e a H d a d e S t e m P ° r ^ s de muchos hombres

hombreA,n=bl°SÍkí C ° n SU VÍVa S Í m P a t í a h a c i a t o d o l o q™ afecta al TtilnJlí emaS y-SUS a c t i v i ^des , ¿acaso no estaba afirman-a la ¡ a l d r ^ m T n a P a r c d a d e l a v i d a * ~ a « «í«» la grata d e Crxsto, qu e debe salvarlo e iluminarlo todo?

c o n t e m t , L ü 0 \ q U 1 2 a ' T d g e n i a l * o s c u r o Boukharev*, su d o c S m T > *4 T t a d ° a f ° r m u l a r e n t é r m i n o s ^ ó ^ ó s la de éstos Z t í ' 7 ^ ' P e r o l o m á s i m P ° « de la obra e s p i r t n a l t f / d e s c u b i e " ° ™a ^ m a de presencia de lo mode no !? ° ' q U e r e s p o n d e a l a s e x i8 e n c i a« del hombre Sedad : } T O T C O m P a t ° q U £ a y u d a a U e v a r e l P e s o d e I» Pwpi» íuTde c L r t P r ° P 1 l CulPabilidad; simpatía inteligente que, a la Problemas" d80Z° S ° b r e n a t e a l > t r a t a d * romper el nudo de sus SerafVde S t "" ^ ^ C ° n A m b r o s i o d e °P t i n°> ™n San saludo D a ^ T ^ q U e lC° 8 Í a a C a d a u n o d e s u s v i s i t a » * s con el

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Z v Z j T ' t " f bffPaSar l a «Pa*midad espiritual, monás-«Tú d S f S ^ m a S t r a d i c i o n a ^ del monaquismo-habrás d̂ f?TS " " " T Y ° * b e n d i g o ? a r a u n a ^ ¿ « a * « sZtsZóZ lv\el™undo-» Seguro que estas palabras del

San Serafín de Sarov M75QIRÍÍ> T V • . Permiten hablar del eme inH,íiw '" , S h l m t e s d e e s t e e s t u d l 0 n o n o s

siglo xix, pero * no ^ S - T ^ ' f u e eI m á s § r a n d e m í s t í c° r u s° d e l

Cf. V. Ilj\ne PrZjolJl T dlrectame»te a «la escuela» de los startsy. * A M Rn í t ^ A ? / w •Sa«»**aí París, 1930.

^ £ £ ¿ á S Z £ £ £ ^ Teod™> 1824-1871). Teólogo ruso, laical, sin por So abandonad 1T T' qW Se ^ r e d u c i r d e sPu é s al e s t a d° doxie et leMonlcZtZl^ ^ t o d o x a - S u o b r a PrinciPal: L ' °« ¿ ° -^f^Sís^^sag^a1^ c f- B- ze"-

^ Evdobmov, op. cit., 104.

LOÍ «startsy» rusos 77

de amor hacia él y hacia el prójimo. Ese es el trono sobre el que gusta asentarse, en el que se muestra en la plenitud de su gloria celeste. Pues el reino de Dios se halla en el corazón del hombre... El Señor escucha lo mismo la plegaria del monje que la del simple laico, pues aunque su fe no fuese mayor que 'un grano de mostaza', ambos serían capaces de trasladar montañas»28.

Tal es, quizá, el último mensaje de los startsy rusos. Al apare­cer en medio de su Iglesia, nutridos por la savia sacramental y es­piritual, acertaron a liberar de escorias, acumuladas por los pecados históricos de los cristianos, la fuente siempre fecunda de la vida inmortal, para bien de los hombres, sus hermanos.

E. BEHR-SIGEL

a San Serafín de Sarov, Entretien avec Motovilov: «Le Semeur» (marao-abril 1927).

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EL CARDENAL NEWMAN COMO PROFETA

INTRODUCCIÓN

Ya en Oxford se tenía a Newman por profeta. Alguien, que no ocupaba un alto cargo en la Iglesia y que había experimentado su influencia, testificaba más tarde: «A su alrededor fue creciendo una misteriosa veneración, hasta el punto de que se le miraba como si un Ambrosio o un Agustín hubiera regresado desde las edades antiguas.» Su poder quedó demostrado cuando hablaba de Palabras irreales, o de La individualidad del Espíritu, o del Mundo invi­sible, o de una Especial Providencia, o también de Los riesgos de la fe; La guerra, condición de la victoria; La cruz de Cristo, medi­da del mundo. Los mismos títulos de estos sermones están sugi­riendo ya el mensaje de un profeta. Después de la primera guerra mundial, el newmanista alemán Eric Przywara llamó a Newman «el verdadero y único Augustinus redivivus de los tiempos moder­nos, y ello porque su mirada está serenamente fija en el Dios del fin». Actualmente, se ha convertido ya en un lugar común el hablar de Newman como profeta en relación con el Concilio Vaticano I I ' .

Si es cierto que podemos hablar de Newman como de un profe­ta, hay que tener en cuenta que era también todo un hombre, y no sólo esto, sino además un humanista. Experimentó vivamente el mundo invisible, pero también se interesó intensamente por las personas y por el mundo que le rodeaba y por cuanto con él tuviera

1 J. C. Shairp, Studies in Poetry and Philosophy, 1886, 244 y 248; Eric Przywara, St. Augustine and the Modern World, en A Monument to Saint Augustine, Londres, 1930; B. C. Butler, Newman and the Second Vatican Council, en The Rediscovery o} Newman: An Oxford Symposium, ed. por John Coulson y A. M. Allchin, Londres, 1967, 235. Véase también G. Ve-locci, Newman al Concilio, Roma, 1966.

El cardenal Newman como profeta 79

relación Desde su época escolar hasta una edad muy avanzada des­plegó una intensa actividad y siempre estuvo rodeado de amigos. Su primer sermón en la Universidad de Oxford llevaba por título El temperamento filosófico impuesto en primer lugar por el Evan­gelio, y describía el propósito de la Universidad Católica por él fundada como «una dilatación de la mente» de cuantos asistiesen a ella. Al hacerse católico, adoptó el Instituto de San Felipe, el humanista, en el que no se emitían votos. Sus amigos le imitaron uniéndose a él. Dejó bien claro que prefería infinitamente un hu­manista suave, como San Felipe, a uno del corte de Savonarola. Lo que más impresionaba a cuantos conocieron a Newman era su total carencia de maneras pomposas, aquella naturalidad suya que es siempre consecuencia de la sinceridad para consigo mismo. Se transparentaba él cuando hacía observar a su heroína pagana Callis­ta «que hay una más alta belleza que aquella que nos revelan el orden y la armonía del mundo natural, y una paz y una serenidad más profundas que aquellas que nos son proporcionadas por el ejercicio de la inteligencia o del más puro afecto humano». Llegó a comprender que los cristianos «estaban separados del mundo no porque éste no les perteneciera, o porque carecieran del natural afecto hacia sus dones, sino porque poseían ya una más alta bendi­ción que ellos preferían a cualquier otra cosa» 2.

Hay otra característica de la labor de Newman como jefe reli­gioso o profeta que nos interesa destacar antes que entremos a estudiarla con más detalle, y es su unidad. Ya desde su primera conversión a los dieciséis años, cuando prestó un asentimiento efec­tivo, con mente y corazón, a la fe cristiana, o precisando más, a partir de su ordenación anglicana en 1824, sólo tuvo un propósito: la promoción y la defensa del cristianismo como religión revelada. Este propósito data de mucho antes del Movimiento de Oxford, y prosiguió sin cambio alguno después de su conversión al catoli­cismo. Nunca fue uno de esos profetas que descuidan la solicitud pastoral para atender a su misión. Todas las actividades de New­man, literarias, educativas, igual que las estrictamente religiosas, tenían una finalidad pastoral. Siempre escribía situándose dentro de la comunidad cristiana, y sus obras, opúsculos, sermones y otros

2 John Henry Newman, Callista, uniform edition, 327.

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80 Ch. Dessain

trabajos tenían siempre una inmediata finalidad apostólica. Abarcó muchos campos, no compuso tratados científicos, pero no fue un dilettante. Su entrega apasionada a la causa de la religión revelada fue el secreto de su estilo. Escribió y predicó para un público bien definido y fue un verdadero teólogo, aunque no en el sentido téc­nico del término. Mejor diríamos que toda su personalidad estaba comprometida y cuanto proclamó y defendió fue una teología per­sonal y vivida. De hecho, este propósito mantenido a lo largo de toda su obra es lo que confiere a ésta su unidad. Aunque no com­pusiera ningún tratado científico, hay un sistema coherente que subyace a todo su pensamiento. Rechazó todo lo abstracto, cual­quier tipo de filosofía racionalista, insistiendo en que la verdad es captada por el razonamiento personal de cada cual. Dio primacía a lo concreto. La certeza es algo que reside en la mente y no en unas cuantas proposiciones exteriores a la misma. Su filosofía estaba basada en la psicología del individuo, en los asentimientos perso­nales que hacía, no en un pensamiento conceptual, o en razona­mientos y silogismos. Tenía en cuenta la mente humana tal como ésta trabaja en la realidad, pero esta actitud psicológica, fenómeno-lógica, era también metafísica mediante la fe en una Providencia divina que ha dispuesto así las cosas. Para él, la filosofía es el tes­timonio personal de unas personas que viven, no un razonamiento impersonal. En metafísica y en ética, lo mismo que en la búsqueda religiosa, «el egotismo es una auténtica modestia», y cada cual de nosotros habla por sí mismo; no podemos establecer la ley; única­mente se puede aportar la propia experiencia al común acervo de los hechos psicológicos». De ahí que la verdadera modestia no pueda consistir en exigir una aprobación científica para las conclu­siones, sino en sentar lo que ha de constituir el fundamento propio y personal para sustentarlas. Finalmente, sorprende lo poco que cambiaron los puntos de vista de Newman. Los principios funda­mentales que subyacen a la obra de su madurez se encontraban ya como en embrión en sus primeros escritos 3.

3 An Essay in Aid of a Grarrimar of Assent, uniform edition, 384-386; A. J. Boekraad, The Personal Conquest of Truth, according to John Henry Newman, Lovaina, 1955; M. Nedoncelle, La Philosophie religieuse de John Henry Newman, Estrasburgo, 1946; The Philosophical Notebook of John

LA RELIGIÓN Y LAS PERSONAS

Habida cuenta de todo lo que llevamos dicho, no es de admirar que la verdad religiosa primaria asimilada por Newman, y que él trató de comunicar a los demás, fuese, simplemente, que para un cristiano la religión consiste en una relación personal con su Crea­dor. Antes de su primera conversión, cuando andaba debatiéndose con el racionalismo del siglo xvm, Newman quería ser virtuoso, no religioso, ni tampoco llegó a comprender lo que significa un Dios que nos ama. Después llegó a alcanzar un vivo sentido de la presencia de Dios, del especial cuidado providencial que el Salva­dor tiene de cada uno de nosotros, y del don personal del Espíritu Santo. En su primer libro describió como el gran beneficio de la revelación el «que ésta resuelve cualquier duda que podamos tener acerca de la existencia de Dios como un ser separado e indepen­diente de la naturaleza, y demuestra que el mundo no depende simplemente de un sistema, sino de un ser real, vivo y personal». El mismo libro trata acerca de la Santísima Trinidad y explica cómo hasta un hombre rudo tiene una devoción práctica al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, que no es menos aceptable «porque no haya sido formulada en enunciados precisos que presuponen la actividad de la mente sobre los propios sentimientos e ideas». Al correr del tiempo, esta visión íntima será analizada, y «de esta forma, la doc­trina sistemática acerca de la Trinidad puede ser considerada como la sombra, proyectada para la contemplación del intelecto, del ob­jeto de la piedad informada por la Escritura»4. En esto, como ve­remos después, está contenido ya el desarrollo de la doctrina, pero por el momento sólo queremos hacer ver hasta qué punto Newman hace de la vida cristiana un asunto absolutamente personal. En la revelación, Dios nos ofrece su amistad, diciéndonos con obras y con palabras que él nos ama. Una y otra vez insiste Newman, con motivo de su predicación y su enseñanza, en el privilegio cristiano de la inhabitación del Espíritu Santo en el alma, y por éste, del

Henry Newman, editado por E. Sillem, I, General Introduction to the Study of Newman's Philosophy, Lovaina, 1968; J. H. Walgrave, O. P., Newman the Theologian, Londres, 1960.

4 The Arians of the Fourth Century, uniform edition, 184 y 143-145.

6

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82 Ch. Dessain

Padre y del Hijo. Rechaza las ideas inexactas de la justificación que en su tiempo mantenían los protestantes o los católicos. Los primeros daban más importancia al creyente que al objeto de la fe; los segundos pensaban que la gracia era una cualidad del espíritu. Ambos tendían a fijar la atención en sí mismo, en vez de en un Dios que vive en nosotros, tal como lo exige el Evangelio, pues en él «vivimos, nos movemos y existimos». Para Newman, por el contrario, «en esto consiste la justificación, en recibir en nosotros la divina presencia, y ser hechos templo del Espíritu Santo». La gracia no queda reducida a una mera cualidad inherente al alma, sino que es un favor personal, una presencia amorosa. Newman se negaba a admitir una separación entre la presencia de Dios como amigo de la conversión en creatura suya, que es la consecuencia de aquella presencias.

El personalismo de Newman, que se manifestaba ya en sus numerosas relaciones de amistad, aparecía más claro aún en su forma de hablar acerca de nuestro Señor. Quienes no han aceptado la religión revelada se ven tentados con mucha frecuencia por la duda de si, al seguir sus más nobles instintos, no estarán siguiendo en realidad una sombra vacía. La revelación, sin embargo, nos sitúa frente a Jesús, el Cristo resucitado. «La vida de Cristo nos ofrece a un mismo tiempo las verdades que sintetiza acerca del bien supre­mo y las normas de nuestra existencia que vaga ociosa y perdida sobre la superficie del mundo moral... El filósofo aspira a alcanzar un principio divino; el cristiano busca un agente divino» 6.

Consagrarse al servicio de esta Persona brinda la ocasión para poner en práctica las más altas virtudes, y es el pensamiento de Cristo, no una corporación o un sistema, lo que inspira el celo de sus seguidores. Los sermones de Newman hacen cobrar vida ante

5 Lectures on the Doctrine of Justification, uniform edition, 144. También C. S. Dessain, Cardinal Newman and the Doctrine of Uncreated Grace: «Cler-gy Review» (abril 1962), 207-225; ib'td. (mayo 1962), 269-288. También C. S. Dessain, The biblical basis of Newman's ecumenical theology, en The Rediscovery of Newman: An Oxford Symposium, 100-122. Newman se ade­lantó en más de un siglo a dar cumplimiento a las exigencias planteadas por Gerard Philips en De ratione instituendi tractatum de Gratia nostrae sanc-tificationis: «Eph. Theol. Lov.» (abril-septiembre 1953), 357.

6 Fifteen Sermons Preached before the University of Oxford, uniform edition, 27-28.

El cardenal Newman como profeta 83

nuestros ojos a aquello que no acertábamos a ver. Cristo es el pa­norama de fondo en todos sus escritos, incluso, por ejemplo, en sus chispeantes cartas al The Times de 1841: «Las personas in­fluyen en nosotros, las voces nos enternecen, las miradas nos sub­yugan, las acciones nos inflaman. El cristianismo es una historia sobrenatural y casi dramática: nos habla de forma que es su Autor quien nos va explicando todo lo que él mismo ha hecho por nos­otros»7. A diferencia de muchos otros pensadores cristianos de aquella época, y también posteriores, Newman no olvidó que Cris­to, ahora, está resucitado y glorioso. Proclamó la importancia de la resurrección para nuestra salvación un siglo antes de que exe-getas y teólogos devolvieran al misterio pascual toda su importan­cia. Hay muchos pasajes elocuentes en este sentido en los Sermons y en las Lectures on Justification, que muestran la conexión exis­tente entre la partida de Cristo de esta tierra y su retorno en y a través de la Persona de su Espíritu. «El prosigue la realización de su obra, pues resucitó para hacer efectiva su aplicación.» «Redime en su propia persona; justifica a través de su Espíritu»8.

Aunque se dedicara a presentar los supremos privilegios del cristiano, Newman hubiera sido la última persona en hacerlo sin antes haber sentado unos sólidos fundamentos. Sentía horror por la falta de realismo y por las «palabras irreales»; por otra parte, sentía vivamente la santidad de Dios y tenía muy en cuenta el jui­cio que está reservado a cada hombre. La fe cristiana debía ser vivida y no convertirse en un simple tema de conversación. Sus sermones, lo mismo si eran predicados o escritos, despertaban a los hombres de su torpor y reavivaban la vida espiritual en Inglaterra. El primer sermón de los publicados en el primer volumen de los Parochial Sermons llevaba por título La santidad, necesaria para la futura bienaventuranza. A éste seguían inmediatamente otros so­bre la Inmortalidad del alma; La negación de sí mismo, prueba de la sinceridad religiosa. Si queremos vivir una vida de resucitados

7 John Henry Newman, The Tamworth Reading Room, en Discussions and Arguments on Various Subjects, uniform edition, 293 y 296. Véase, ade­más, C. S. Dessain, John Henry Newman, Londres, 1966, 22-24.

* Lectures on the Doctrine of Justification, Lecture IX, Righteousness the Fruit of our Lord's Resurrection. Cf. Constitución del Concilio Vatica­no II sobre la Sagrada Liturgia.

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S4 Ch. Dessain

con Cristo, es preciso que antes muramos con él. Predicaba para laicos, cuya tarea consistía en ocupar el puesto que les correspondía en este mundo, para los que no constituía un peligro la alienación de este mundo. Insistía en el desprendimiento oculto, y su predi­cación era tan eficaz, que más de una vez se vio obligado a prevenir a quienes querían dedicarse a tareas humildes o pensaban hacer votos privados de continencia sin haber medido antes los riesgos de esta decisión. Pero trabajó por hacer revivir en la Iglesia de In­glaterra esta parte del Evangelio. Newman aprendió de Hurrel Froude la doctrina católica de la excelencia intrínseca de la virgi­nidad, y en un sermón sobre El judaismo de nuestros días llamó la atención sobre el poco aprecio que de ella se hacía por entonces: «Si hay una gracia en la que el cristianismo presenta un especial •contraste con respecto a la antigua religión, es la pureza. Cristo nació de una Virgen; permaneció virgen; su discípulo amado era virgen; abolió la poligamia y el divorcio; dijo que debería haber quienes, por amor del reino de los cielos, permanecerían igual que él... Pero ahora, hermanos míos, ¿quién pondrá en duda que la marcha del mundo, en la actualidad, tiende a negar que se trate realmente de un don?... ¿No significará esto que estamos volvien­do a caer en el judaismo?» Newman luchó para introducir entre los anglicanos este ideal evangélico. Dijo, escribiendo de San Gre­gorio y de San Basilio, que «una vez decididos a consagrarse al servicio de la religión, surgió la cuestión de cómo podrían emplear mejor los talentos que les habían sido confiados. Por alguna razón no se les planteó la idea de casarse y recibir las órdenes, o recibir las órdenes y casarse después. Pensaron que debían renunciar a la -esposa, los hijos, la propiedad, si es que pretendían ser perfectos»'.

HISTORIA Y REVELACIÓN

Al tiempo de su primera conversión, Newman aprendió a per­manecer en la meditación de sí mismo y de su Creador, y en su

9 Parocbial and Plain Sermons, uniform edition, "VI, 187; Histórica, Sketches, II, 55-56; cf. Essays Critícal and Historical, II, 293-294. También M. Trevor, Newman the Pillar of the Cloud, Londres, 1962, 88-96.

El cardenal Newman como projeta 85

Apología se congratula porque la Iglesia católica acertó a reforzar aquella actitud no permitiendo que «entre el alma y su creador se interpusiese imagen alguna, ni sacramento, ni siquiera la misma Virgen bienaventurada... El solo nos ha redimido; ante sus ojos, que nos inspiran temor, morimos; en verle a él consiste nuestra eterna bienaventuranza» 10. La primera visión de Newman era in­completa, pero no suponía repulsa alguna del aspecto social del cristianismo. Esto aparece claro desde el momento mismo en que recibió las órdenes anglicanas y empezó a predicar la doctrina de la Iglesia, que había aceptado con toda facilidad. Su convicción fue creciendo conforme iba llevando adelante la tarea del resourcement, sumergiéndose cada vez más en la enseñanza de la Sagrada Escri­tura y de los Padres, en un intento por alcanzar la verdad cristiana en toda su lozanía. Aquí tenemos un ejemplo más de actitud pro-fética. Sin embargo, surgió en seguida el temor de que todo ello no fuera otra cosa que puro arqueologismo, puesto que es algo esencial en una religión revelada el conformarse a un sistema vivo y posi­tivo. Era necesario explicitar el sentido de la fe en «la santa Iglesia católica». Newman escribió sus Lectures on the Prophetical Office para demostrar que la Iglesia de Inglaterra era «lo más aproximado a aquella verdad primitiva a la que se adhirieron Ignacio y Poli-carpo, la misma que ha perdido el siglo xix». En su día, como es bien sabido, proclamó que la historia le había llevado a rechazar este paralelismo y a reconocer en la Iglesia de Roma la comunión de San Ambrosio y San Atanasio. Pues la Iglesia, sin dejar de ser una misteriosa realización de la gracia, es también visible. Es la manifestación histórica del plan divino de la salvación, y por ello es también una especie de sacramento; de ahí que la Iglesia actual­mente existente no puede ser independiente de la historia. La revelación se ha conservado en ella, y s¡ bien sus miembros se adhieren a ella guiados por una especie de instinto, con 3a ayuda del Espíritu Santo, hay en ella también una enseñanza objetiva. Es algo que quedó demostrado por la veneración tributada a las Sagradas Escrituras y por la pretcnsión que siempre ha mantenido la Iglesia en el sentido de que sus enseñanzas en cada época son un eco de la época precedente, y así hasta los tiempos apostólicos. De

Apología pro Vita Sua, uniform edition, 195.

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ahí que el punto de vista desde el que se ha de abordar la teología deba ser histórico, y las doctrinas del cristianismo deben ser co­incidentes con las de la antigüedad.

Como ya hemos dicho, en su primer libro, The Arians of the Fourth Century, Newman se enfrentó con el fenómeno histórico consistente en que la revelación ha pasado por un cierto desarrollo, incluso durante los tres primeros siglos del cristianismo. Pocos años después, una controversia mantenida con el liberal doctor Hampden le llevó a profundizar más aún en la relación existente entre la revelación y su formulación en credos y dogmas. En 1843, en el último de sus sermones en la Universidad, se ocupó exprofeso de este problema. Comenzó insistiendo en que el conocimiento que un cristiano adquiere a través de su fe es algo real, permanente y distinto de su formulación explícita. «La falta, total o parcial, o lo incompleto de las formulaciones dogmáticas no prueba que no haya impresiones o juicios implícitos en la mente de la Iglesia. Pueden pasar incluso siglos sin que se dé una expresión formal de una determinada verdad, que, sin embargo, ha podido estar pre­sente todo a lo largo de la vida secreta de millones de almas cre­yentes.» Las propias palabras de Newman resultarán mucho más convincentes que cualquier paráfrasis: «Los hombres religiosos, de acuerdo con sus capacidades, tienen una idea o visión de la Santí­sima Trinidad en la unidad, del Hijo encarnado, y de su presencia, pero no como si se tratase de un cierto número de cualidades, atributos y acciones, no como si se tratase del sujeto de un cierto número de proposiciones, sino como de algo que es uno e indivi­dual, independiente al mismo tiempo de las palabras, como una impresión comunicada a través de los sentidos.» Y de nuevo, «igual que Dios es uno, también la impresión que él da de sí mismo es una; no es algo dividido en partes; no es un sistema..., es la visión de un objeto. Cuando oramos, no oramos a un conjunto de nocio­nes, o a un credo, sino a un ser individual; cuando hablamos de él, estamos hablando de una persona, no de una ley o de una ma­nifestación. Siendo ello así, todos nuestros intentos de precisar nuestras impresiones acerca de él dan por resultado una idea, no dos, o tres, o cuatro; no una filosofía, sino una idea individual con diferentes aspectos». Después, los cristianos que forman la Iglesia se ven precisados a hacer unas formulaciones acerca del objeto de

El cardenal Newman como profeta 87

su adoración, y lo que esencialmente es una impresión mental e imaginativa se convierte en un sistema y en un credo. «Los des­arrollos de las doctrinas acerca de la Santísima Trinidad y la encar­nación son meramente porciones de la impresión original y formas de representarla.» Es necesario verter esta revelación personal en unas fórmulas de lenguaje, a fin de enseñarla y transmitirla. La mente cristiana razona no como si partiese de una serie de propo­siciones lógicas, sino porque está divinamente iluminada y como poseída por una impresión sagrada. «Credos y dogmas viven gra­cias a la única idea que tienen la misión de expresar, y que es la única sustantiva; son necesarios únicamente porque la mente hu­mana es incapaz de reflejar esta idea como no sea fragmentaria­mente; es incapaz de usarla en su unidad y en su integridad.» Este sermón resultó doblemente profetice Newman se adelantó ciento veinte años a describir una de las ideas maestras del Concilio Va­ticano II : «que la verdad de la revelación no es meramente un con­junto de proposiciones, sino que resplandece ante nosotros en Cristo, que es, a la vez, el mediador y la plenitud de la revelación». También demuestra este sermón la personal adhesión profética de Newman a la verdad cristiana, «la visión de un objeto», la auto-apertura de Dios, que, lejos de quedar encerrado en unas propo­siciones necesarias para expresarla, tampoco podría ser dicha ex­haustivamente acumulando muchas más. De ahí que Newman, aún anglicano, señalase que la preocupación por confirmar cada doctri­na católica con tantas palabras de la Escritura equivale a ser escla­vos de la letra, y añade: «Por consiguiente, plantear objeciones a propósito del gran número de proposiciones sobre las que se ha hecho recaer un anatema, significa, igualmente, desconocer la in­tención con que esto se hace; esa multiplicidad no tiene por objeto poner en vigor muchas cosas, sino expresar una sola» ".

Años después, en A Grammar of Assent, Newman tendría que vérselas aún con la objeción de aquellos que argüían que la salva­ción ha de consistir no en la afirmación de unas proposiciones de fe acerca de la existencia de Dios, de un salvador, de la Trinidad,

11 Fifteen Sermons preached before the University of Oxford, 328-336; cf. Constitución dogmática del Concilio Vaticano II sobre la divina revela­ción, n. 2.

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proposiciones que ellos consideraban como algo meramente formal y humano, sino en creer en Dios, en un Salvador, en un Santifi­cados «Tienen razón —admite Newman—, pero sólo en el sen­tido de que los hombres pueden, y a veces así lo hacen, quedarse en las proposiciones mismas», de cuyo uso no es posible prescindir, «pero se equivocan al suponer que necesariamente o siempre ocu­rre así... Necesitamos saber acerca de Dios, antes de encontrarnos en condiciones de sentir amor, temor, esperanza o confianza en él... La fórmula, que incorpora en sí un dogma, según el teólogo, lo que realmente sugiere al hombre que rinde culto es un objeto» n.

Newman supo sacar partido prácticamente, en el libro que dedicó a este tema, de la doctrina sobre el desarrollo que propusie­ra en su último sermón universitario. Le sirvió para remover el último obstáculo que encontró para identificar a la moderna Igle­sia católica con la de los Padres. Las más recientes doctrinas y prácticas católicas no eran otra cosa que el resultado de «una viva realización del depósito original». Newman se sirvió de diversos paralelos para demostrar que tal desarrollo era algo de esperar antecedentemente. Afirmó, sin embargo, con toda claridad que después del acontecimiento de la encarnación, ya no podría darse un aumento de la revelación pública depositada en la Iglesia. La impresión inicial sólo podrá desarrollarse a base de proposiciones que, sin embargo, nunca llegarán a agotarla. El Maestro no volverá de nuevo. Estamos en la última etapa y todos los desarrollos posi­bles están ya, de algún modo, en la Escritura. La consistencia de los mismos desarrollos constituye un nuevo argumento. El creci­miento ordenado de aquéllos sugiere una orientación divina en la Iglesia romana 13.

CONCIENCIA Y FE

La misión profética de Newman puede ser precisada tanto en su etapa anglicana como en la católica; no se puede dividir en com-

12 An Essay in Aid of a Grammar of Assent, 120-121. Cf. Constitución dogmática del Concilio Vaticano II sobre la divina revelación, nn. 2-8.

13 Véase también el artículo de H. F. Davis, Doctrine, Development of, en A Catholic Dictionary of Theology, publicado por Nelson, Londres, 1967, 182-187, y J. Stern, Bíble et Tradition chez Newman, aux origines de la tbéo-rie du développement, París, 1967.

El cardenal Newman como profeta 89

partimientos claramente definidos. La suya siempre fue una reli­gión de personas; su cristianismo estaba fundado en un auténtico retorno a las fuentes. La revelación en toda su plenitud era Cristo mismo. Estos puntos pueden ser demostrados fácilmente a base de datos tomados de su etapa anglicana. Los demás temas importan­tes: la conciencia como voz de Dios; la obediencia a ella como ca­mino hacia la fe; la Iglesia como comunión, no como mera orga­nización; el puesto del laicado; las limitaciones de la infalibilidad; el ecumenismo, fueron más plenamente desarrollados después que se hubo hecho católico.

Newman insistió muchas veces en que la conciencia era «la voz de Dios». Sabía muy bien cómo en los tiempos modernos, mucho antes del psicoanálisis, se venían haciendo grandes esfuerzos para disminuir su importancia y dejarla reducida a un asunto meramente humano. Fundaba su doctrina en los hechos, tal como éstos se ofrecían a su consideración. «El niño comprende claramente que hay una diferencia entre lo bueno y lo malo... Su mente avanza con fuerza guiada por el presentimiento de que existe un gober­nador moral, soberano, sabio y justo. Hay como un impulso de la naturaleza que lleva a entablar relaciones con él.» Hizo notar que dentro de cada hombre hay un imperativo moral. «Una voz auto-ritativa que manda hacer determinadas cosas y prohibe que se hagan otras.» Sus mandatos no resultan totalmente claros en determina­dos casos, ni son siempre consistentes, pero lo cierto es que alaba, reprocha y dicta normas. De hecho, y aun siendo algo indivisible, su acción es doble; es un mandato o un sentido del deber. Es tam­bién un juicio que da las razones por las que unos actos son buenos y otros, en cambio, son malos, que persiste incluso cuando se ha rechazado la obligación, el deber. El hombre no tiene poder alguno sobre su conciencia, o sólo llega a ejercer alguno con gran dificul­tad, pero nunca puede destruirla por completo H.

De ahí que la conciencia, partiendo de la naturaleza de este conflicto, arrastra nuestra mente hacia un ser que está fuera de nosotros, que nos es muy superior y que exige perentoriamente nuestra obediencia. La conciencia no sólo nos enseña en un campo determinado, sino que nos lleva a la idea de un Maestro invisible.

M An Essay in Aid of a Grammar of Assent, 112 y 104.

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90 Ch. Dessain I

No es una facultad meramente subjetiva o exclusivamente moral, sino que es, además, trascendente. Cuanto más la escuchan y obe­decen los hombres, más clara se va haciendo, y, al mismo tiempo, produce una íntima percepción y un claro sentido del único Dios. A Dios se llega no a través de unas pruebas exteriores abstractas, sino con toda la personalidad del hombre. Conforme ésta se va purificando y fortaleciendo a través de la fidelidad a su propia identidad, el hombre se va encontrando más capaz, mejor dispues­to para aceptar y creer en el Dios verdadero. Newman hizo ver lo mucho que el conocimiento, con relación a asuntos corrientes, de­pende del tipo de personalidad. El hombre de mundo, gracias a su gran experiencia, puede apreciar a las personas que va conociendo casi con una sola mirada, y esta valoración es para él absolutamente exacta. Pero no podría expresar en palabras qué es lo que le mueve a confiar en una persona y no en otra. Su mente, agudizada por la experiencia, trabaja en la forma concreta que se le ha hecho con­natural. Del mismo modo, en la esfera de lo religioso, es su dis­posición moral, su mente agudizada por el hábito de obedecer a la conciencia, lo que capacita a un hombre para aceptar al Invisible y tener fe. No son los argumentos los que le convencen, aunque éstos tienen su razón de ser y pueden brindarle los medios de jus­tificar su posición ante los demás. Las disposiciones morales son el verdadero camino hacia la verdad.

El obedecer a su propia conciencia lleva más lejos aún al hom­bre. Ocurre con frecuencia que no puede decidir «hasta qué punto puede guiarle la verdad hacia su Orientador íntimo, o en qué me­dida, por el contrario, su impulso procede de una fuente terrena. De ahí que, con mucha frecuencia, el don de la conciencia hace surgir un deseo de aquello que ella misma no puede ofrecer en toda su plenitud... Termina por crear una sed, una impaciencia por conocer a aquel Señor invisible, aquel Gobernador y Juez que ya ha hecho oír su voz secretamente». De ahí que el hombre de con­ciencia se siente llevado a buscar una revelación. Esta es la defi­nición del hombre religioso que aún no es cristiano, que está a la expectativa. Por este motivo, explica Newman, la fe recibe tantas alabanzas en el Evangelio, y la incredulidad, en cambio, tantos reproches. Las disposiciones morales llevan a la fe, es decir, a una total sumisión a Dios, y de ahí resulta que nuestro mejor maestro

El cardenal Newman como profeta 91

interior en materia de religión es nuestra conciencia. Un guía per­sonal, aun cuando, puesto que los hombres no viven solos, sea necesaria una ayuda externa que les empuje a la acción15.

El último libro que Newman escribió contiene un breve tratado acerca de esta materia, en el que demuestra hasta qué punto la con­ciencia es la fuente del derecho natural. «Digo, pues, que el Ser supremo tiene un carácter determinado que, expresado en lenguaje humano, nosotros calificamos de ético. Tiene los atributos de jus­ticia, verdad, sabiduría, santidad, benevolencia, misericordia, como características de su naturaleza eterna, como norma precisa de su ser, idéntica consigo mismo; luego, al pasar a ser Creador, ha im­plantado esta ley, que es él mismo, en la inteligencia de todas sus criaturas racionales... Esta ley, al ser captada por las mentes indi­viduales de los hombres, se llama «conciencia»; aunque pueda su­frir alguna refracción al atravesar el medio intelectual de cada cual, no es, sin embargo, tan afectada por este hecho como para perder su carácter de ley divina, sino que sigue conservando, como tal, la prerrogativa de exigir una obediencia» 16. De ahí que la ley natural no sea algo externo o abstracto, sino que deriva de la conciencia, voz de Dios, y le es superior. Todo hombre tiene obligación de obedecerle y, en consecuencia, tiene también el derecho a que se le permita hacerlo así. Newman demuestra que esto no quiere decir que nosotros podamos pensar, hablar o actuar según nos parezca, sin pensar en Dios en absoluto. La conciencia es un «severo mo­nitor», no «el derecho de la propia voluntad». La ley natural se deriva de la conciencia solamente cuando nosotros somos fieles a ella. Si queremos descubrir cuál es la ley natural, tendríamos que consultar las conciencias de los buenos. En el caso de quien se ha

15 Sermons Preached on Various Occasions, Dispositions for Faith, 64-67. También J. H. Crehan, Conscience, en A Catholic Dictionary of Theology. No podemos hacer otra cosa que señalar lo mucho que concuerda la enseñanza de Newman con las del Concilio Vaticano II en la Declaración sobre la liber­tad religiosa y en la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, n. 16. En cuanto a los puntos de vista de Newman acerca de las religiones no cris­tianas, véase An Essay on the Development of Christian Doctrine, uniform edition, 380-382.

16 A Letter to the Duke of Norfolk, en Difficulties of Anglicans, II , 246. Véase, además, D. C. Duivestein, Reflexions on Natural Law: «Clergy Re-view» (abril 1967), 283-294.

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sometido a la revelación, ha de sentarse como primer principio que es preciso obedecer no sólo a ley natural, sino también a la revelada.

LA IGLESIA COMO COMUNIÓN

Si sus conciencias capacitan a los individuos para descubrir la ley natural, con mucha más razón las mentes de los fieles cristianos, en una Iglesia que está iluminada por el Espíritu Santo, capaci­tarán a éstos para entender la enseñanza de la revelación. Esta enseñanza está proclamada en los credos, pero se hace posesión personal de las mentes cristianas, y así ha ido pasando de genera­ción en generación. El personalismo de Newman y su sentido de la Iglesia como cuerpo que existe en la historia le llevaron a con­siderarla, ante todo, como una comunión. Son Iglesia todos los miembros que la integran. Estos se hallan divididos en comunida­des, bajo los obispos, que «tienen sus tronos en la Iglesia por de­recho divino», y son sucesores de los apóstoles. Mantuvo ya la doctrina que hoy conocemos por colegialidad de los obispos. No manifestó tendencia alguna a identificar la Iglesia con la jerarquía. Para él, la Iglesia abarcaba a todo el pueblo de Dios. Insistió en que «la Iglesia cristiana es una reunión o sociedad instituida por Cristo, simple y literalmente. El nos ha reunido a todos por igual». De ahí que la hermandad y la mutua simpatía sean un deber ". En Oxford predicó una espiritualidad para laicos; como católico, todas sus empresas, lo mismo las que tuvieron éxito que las que se frus­traron, fueron acometidas en servicio y beneficio de los laicos. Puesto que la verdad revelada se ha depositado en las mentes vivas de los millones de creyentes que la han acogido, todos los bautiza­dos, incluyendo al laicado, deben ser oídos en materias de doctrina, que a veces ellos han conservado más fielmente que los mismos obispos. Para descubrir cuál sea la mente de la Iglesia es necesario saber lo que todos creen. Este tema ha sido tan intensamente es­tudiado en estos últimos años, que no es preciso que lo desarrolle-

17 Sermons Preached on Various Occasions, Order the Wilness and In-strument of Unity, 191-197; Essays Critical and Historical, II, 44; Parochial and Plain Sermons, VII, 241-242.

El cardenal Newman como profeta 93

mos aquí. Pero ofrece un rasgo muy significativo del carácter pro-fético que tuvo el pensamiento de Newman18. Por otra parte, no le pasaron inadvertidos los riesgos que corre la fe de los laicos. La devoción de éstos puede degenerar fácilmente en superstición y es ante estos peligros donde mejor puede desempeñar su papel propio la teología, para restablecer el equilibrio. El ideal de New­man era un laicado bien instruido que entendiese la fe que pro­fesaba.

De todas estas consideraciones se desprende que es muy nece­saria en la Iglesia la libertad de discusión. La Iglesia es una comu­nión; la verdad es alcanzada por muchas personas que se unen en la tarea y, en materias de fe, es preciso conceder libertad suficiente para que cada cual dé a conocer su pensamiento. Esta cuestión fue estudiada en el famoso capítulo V de la Apología, «Mi posición mental a partir de 1845», pero ya en distintas lecciones, en Dublín, Newman expresó su convicción de que la verdad nunca podría entrar en conflicto con la verdad, confiando en que la libertad de discusión era necesaria no sólo en materias científicas e históricas, sino también en teología. Protestó que el mayor de los escándalos era el intentar ocultar los escándalos que se han dado en la historia de la Iglesia. Como ya hemos visto, se comportó siempre como un pastor y opuso una enérgica protesta a la manía de decir cosas «terroríficas» sin necesidad, de hablar con exageración o paradó­jicamente, turbando así al pueblo, en vez de «hacer la verdad en la caridad». Con esto no se pretendía impedir las discusiones entre los más expertos. Aunque Newman prefería una sociedad plura­lista a otra del estilo de la Edad Media, propuso el ejemplo de las universidades medievales como modelo de libertad intelectual.

" El insistía en que el laicado participa de la infalibilidad de la Iglesia, y demostró que durante la controversia arriana del siglo iv, «la divina tradi­ción encomendada a la Iglesia fue proclamada y mantenida mucho más por los fieles que por el episcopado». On Consulting the Faithful in Matters of Doctrine, ed. con una introducción por J. Coulson, Londres, 1961, 75. Véase también C. S. Dessain, John Henry Newman, 111-118. Como le ocurre a todo verdadero profeta, Newman era muy impopular entre las autoridades domi­nantes, en este caso por insistir tanto sobre la importancia del laicado. Esta doctrina, sin embargo, ha sido proclamada por el Concilio Vaticano II, que ha hecho de ella uno de sus puntos más importantes. Véase Constitución dog­mática sobre la Iglesia, nn. 12 y 30-31.

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Una tras otra, todas las universidades discutían libremente las dis­tintas teorías, hasta que se sacaba en limpio un resultado. De cuan­do en cuando intervenía un obispo, y entonces la controversia que­daba en suspenso y habían de pasar generaciones antes de que se llegase a una decisión final en Roma. Muy distinta era la situación en 1864, cuando todos los asuntos eran remitidos a una potestad papal centralizada y era ésta la que había de dar signos de aproba­ción o desaprobación. El miedo y la sospecha venían a reforzar el daño causado por esta excesiva centralización. Reflexionando, algún tiempo después, sobre las dificultades que debió experimentar en Dublín, Newman señalaba en 1872: «No fue Irlanda quien se portó mal conmigo. Lo mismo me hubiera podido ocurrir en Ingla­terra o en Francia. Fue el clero, movido como estaba a la manera de un autómata por la camarilla de Roma» 19.

El principio de que la Iglesia es una comunidad tenía aplica­ción también en la cuestión de la infalibilidad del papa. Poco antes de la definición de 1870, Newman escribía: «La Iglesia avanza como un todo; no es una filosofía, sino una comunión; no sólo investiga, sino que enseña; ha de preocuparse de la caridad igual que de la fe.» Es la misma doctrina que aceptó sobre la autoridad de la Iglesia al hacerse católico. Únicamente añadió una precisión acerca de la sede de una infalibilidad en la que también participan los obispos y los fieles. Siendo todavía anglicano, ya sostuvo que la Iglesia, columna y fundamento de la verdad, era indefectible, y antes incluso de su conversión estaba convencido de que el cris­tianismo es una religión a la vez social y dogmática, y que, habien­do sido prevista para durar por siempre, ha de poseer una garantía que le impida enseñar nunca nada erróneo, y esto es todo el alcance que tiene la infalibilidad de la Iglesia.

Después del Concilio Vaticano I, Newman tuvo que dedicarse a tranquilizar a muchas personas que estaban alarmadas por la ac­titud de los extremistas. Escribía a un amigo en estos términos: «Ciertamente, el papa no es infalible más allá del depósito de la fe recibida; aunque hay un grupo de católicos —y me imagino que ello va a ahuyentar a los posibles conversos— que quisieran con-

" The Letters and Diaríes of John Henry Newman, ed. por C. S. Dessain, Londres, 1967, 415; C. S. Dessain, John Henry Newman, 123-127.

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vertir al papa en alguien que pronuncia declaraciones dogmáticas todos los días»20. No ocultó su opinión de que la forma en que se forzó la definición era escandalosa, manifestando su confianza en que fuera modificada en el futuro. Escribió al anglicano Alfred Plummer: «Observando la historia antigua, se puede pensar que la Iglesia ha ido avanzando hacia la verdad perfecta a través de varias declaraciones sucesivas, que iban alternativamente en direcciones contrarias, de forma que unas a otras se perfeccionaban, comple­taban y suplían. Tengamos aunque sólo sea un poco de fe en esta proposición a que me refiero. Pío no será el último de los papas. El cuarto Concilio aportó ciertas modificaciones al tercero; el quinto, al cuarto... Esta última definición no necesita tanto ser suprimida como ser completada. Son necesarias salvaguardias con respecto a las posibles actuaciones del papa; me refiero a unas puntualizaciones acerca de la materia y el alcance de esta potestad. Sé muy bien que si en esta ocasión un grupo temerario y violento hubiera conseguido lo que se proponía hubiera quedado definido, ya que la potestad del papa no necesita salvaguardias ni explica­ciones; pero hay un límite para el triunfo de la tiranía. Seamos pacientes, tengamos fe, y un nuevo papa, un nuevo concilio, resta­blecerán el equilibrio»21.

Newman juzgó que la definición era peligrosa, además de in­necesaria. De acuerdo con sus principios, que hoy son generalmente admitidos, el papa sólo puede definir lo que ya cree la Iglesia. De hecho, sólo consta con absoluta certeza que haya ejercido esta po­testad una sola vez después de 1870. La definición ha servido para turbar no sólo a los católicos, sino también a otros, y entre ellos a los anglicanos. Por entonces escribía Newman en una carta: «Había un gran anhelo de unidad. Ahora, al parecer, ha cesado por completo. Hay muchos para quienes esto se ha convertido en lo del niño que pedía la Luna: algo que no es posible.»

Su preocupación por la unidad venía de lejos. Desde los tiem-

20 W. Ward, The Life of John Henry Cardinal Newman, Londres, 1912, II, 296 y 378. La doctrina de Newman coincide con la del Concilio Vatica­no II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, n. 25; Constitución dogmá­tica sobre la revelación, n. 10.

a F. L. Cross, John Henry Newman, Londres, 1933, 173-174. Véase tam­bién Constitución dogmática sobre la Iglesia, n. 22.

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% Ch. Dessain

pos de su primera conversión fue materia de sus constantes ora­ciones, intensificadas conforme iba avanzando el Movimiento de Oxford. No tenemos aquí espacio para exponer lo mucho que tra­bajó en pro de la unidad a través de muchos de sus escritos, en Lectures on Justification, o en Tract 90, por ejemplo, obras ambas en que se esforzó por reconciliar los puntos de vista católico y protestante; lo mismo se diga de su Letter to Pusey y de su Letter to the Duke of Norfolk, en las que se ocupó, respectivamente, de los excesos de los católicos con relación a nuestra Señora (hacia la que, por otra parte, sentía una tierna devoción) y de la infalibili­dad del papa. Estas cuatro obras revisten una especial importancia para el actual diálogo ecuménico. También reconoció Newman que «la Iglesia debe prepararse para servir a los conversos, lo mismo que éstos tienen que estarlo con respecto a la Iglesia», y conside­raba que era esta preparación, más que las mismas conversiones, la tarea que incumbe a la Iglesia. Ello constituía una operación a largo plazo, que exigía la reorientación de varias tendencias: el supercentralismo, las exageraciones marianas, el ultramontanismo. Antes de llegar a la conversión, sería preciso alcanzar una perspec­tiva común. Newman comprobó que le correspondía desempeñar un papel importante en este proceso, en vista de su pasado angli-cano, que tanto había contribuido a reanimar a la Iglesia de Ingla­terra. Una influencia que también podría ser significativa para los católicos. Dispuso la publicación de un amplio volumen de trozos selectos tomados de sus sermones anglicanos, y con este motivo escribió a su editor: «Pienso que hemos de reconocer abiertamente que el objeto de la selección es el de cultivar una unidad de ethos entre quienes, por otros motivos, disienten» 22.

22 Sobre el ecumenismo de Newman, véase C. S. Dessain, Cardinal 'New­man and Ecumenism: «Clergy Review» (febrero 1965), 119-137; ibíd. (marzo 1965), 189-206; Johannes Artz, Newman ais Brucke Zwischen Canterbury und Rom (Una Sancta), 1967, III, 173-185. El arzobispo de Canterbury decía en 1966: «No me sorprende cuando oigo decir que la renovación espiritual de la Iglesia católica romana significará la recuperación de algunos elementos del espíritu de John Henry Newman. Creo que también la renovación de la Iglesia anglicana significará la recuperación de algo del espíritu de John Henry Newman, y por ello entiendo... la recuperación de aquel espíritu de santidad según la Escritura que se encuentra a lo largo de todos sus escritos, desde

El cardenal Newman como profeta 97

No es posible ni tan siquiera mencionar todas las actividades proféticas de Newman. Apenas se ha rozado su trabajo ecuménico. Habría que describir su insistencia en la libertad y la responsabili­dad en el terreno de la educación, y también en cuanto a la vida religiosa, como se puso de manifiesto en su oratorio; también sus puntos de vista acerca de la inspiración de la Escritura y el lugar del cristiano en el mundo: «El cristiano debe comprender que, para él, la auténtica contemplación de su Salvador se apoya en sus negocios mundanos» n. En lo mucho bueno que hubiera podido hacer y en las urgentes necesidades a que hubiera podido hacer frente, se encontró impedido para actuar, y ello produjo angustia en su espíritu pastoral. Sin embargo, practicó lo que predicaba. «Hay un tiempo para cada cosa, y hay muchos hombres que desean la corrección de los abusos, o el pleno desarrollo de una doctrina, o que se adopten determinadas medidas, pero se olvidan de pre­guntarse a sí mismos si habrá llegado ya el momento oportuno para ello; y, reconociendo que ninguno de sus contemporáneos está dispuesto a hacer algo en ese sentido, a menos que lo haga él mis­mo, quizá desoiga la voz de la autoridad, echando así a perder un buen trabajo en su propio siglo, con lo cual sólo conseguirá impe­dir que otro hombre, quizá aún no nacido, tenga oportunidad de llevarlo a cabo felizmente en el siguiente»24. Newman supo evitar este daño. Le tocó sufrir durante su vida, pero sus puntos de vista han salido triunfantes.

Supo resistir a la incredulidad no mediante una oposición di­recta la mayoría de las veces, sino en forma positiva, intentando rellenar lagunas y reparar defectos en la ortodoxia. Al igual que el papa Juan XXIII, deseaba que la Iglesia se presentase ante el mundo rodeada de todo su primitivo atractivo. Tanto en Oxford como después que hubo pasado al catolicismo, predijo la expan­el comienzo hasta el final» (The Rediscovery of Newman: An Oxford Sym-

posium, 8). 23 Parocbial and Plain Sermons, VIII, 165. Los escritos de Newman so­

bre la vida religiosa, editados por Dom Placid Murray, Newman the Oratorian, van a ser publicados por M. H. Gilí and Son, Dublín. Sobre la inspiración, véase John Henry Newman, On the Inspiration of Scripture, ed. por J. Derek Holmes y Robert Murray, S. J., Londres, 1967.

2* Apología pro Vita Sua, uniform edition, 259.

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sión de la incredulidad. Su dogma fundamental podría ser que no es posible saber nada con absoluta certeza acerca del mundo invi­sible, y que por ello resultaba absurdo «enseñar cualquier cosa, en forma positiva, acerca del mundo futuro; si hay cielo o infierno, o un juicio, o que el alma es inmortal, o que hay un Dios». En un sermón de 1873 decía Newman: «Creo que los juicios que nos aguardan son tales como para espantar y dar vértigo a unos cora­zones tan animosos como lo eran San Atanasio, San Gregorio I o San Gregorio VIL Ellos hubieran reconocido que, por muy oscura que se presentase la perspectiva de ese día para cada uno de ellos, la negrura de los nuestros se presenta tal que nunca hubo antes nada semejante.» Seguirá habiendo fe en Dios, «en un Dios per­sonal, en una Providencia, en un Preceptor moral». A la objeción de que estas ideas no significaban nada nuevo, él replicaba: «No, ha habido siempre individuos que las han profesado. Pero nunca han sido ideas populares y corrientes. El cristianismo aún no tuvo jamás la experiencia de un mundo sencillamente irreligioso» 25.

¿Habrá alguien capaz de negar que estas profecías ya han te­nido, en gran parte, su cumplimiento? Newman comprobó viva­mente la fuerza del ateísmo. «El mundo parece simplemente que está dando un mentís a esta gran verdad, la existencia de Dios, de que todo mi ser está lleno.» «¿Dónde hay algo real y representa­tivo de las cosas invisibles, dotado de la fuerza y la energía necesa­rias para oponer un dique al diluvio?» Solamente en una Iglesia «investida con la prerrogativa de la infalibilidad en materias reli­giosas». «No son suficientes la conciencia, la razón, los buenos sentimientos, los instintos de nuestra naturaleza moral, las tradi­ciones de la fe, las conclusiones y las deducciones de la religión filosófica.» «Así, pues, esta gran institución, la Iglesia católica, ha sido establecida por la divina misericordia como una real y visible antagonista, la única que podemos ver y sentir»26.

CH. DESSAIN

25 A Form of Infidelity of the Day, en The Idea of a University, uniform edition, 388 y 393; Catholic Sermons of Cardinal Newman, ed. por el Birming-ham Oratory, Londres, 1957,121-123.

26 Apología pro Vita Sua, 241 y 244-245; The Idea of a University, 515.

PROFETISMO Y ECUMENISMO

Los orígenes del movimiento ecuménico se remontan, en el pro­testantismo, a una serie de grandes vocaciones de carácter carismá-tico, en las que el siglo xix fue pródigo, en diferentes países. Suzan-ne de Diétrich ha relatado, en un vibrante librito dedicado a la «Federación universal de las asociaciones cristianas de estudian­tes» ', el nacimiento de muchas de estas vocaciones que un historia­dor anterior había presentado como relacionadas con aquel primer grupo reunido en torno a Ignacio de Loyola en París, el año 15282. Se trata, en primer lugar, de Georges Williams y de la fundación en Inglaterra, a mediados de siglo, de la primera unión cristiana de jóvenes y de «la evangelización de los laicos por los laicos y de los jóvenes por los jóvenes», y un poco más tarde, de la Intercollege Young Men's Christian Missions. Luego vendrían la Young Men's Christian Association (YMCA) y el movimiento americano de los «Voluntarios para las misiones» en torno a John R. Mott, cuya figura capital esbozada en este libro prepararía el desarrollo extra­ordinario de esta Federación universal de estudiantes cristianos, de la que luego saldrían, como es bien sabido, los principales líderes del movimiento ecuménico. En un principio, las misiones en terri­torio pagano deberían ser el impulso más beneficioso que pusiera en marcha estos movimiento, pero hay que ver en todo ello, igual­mente, la explosión de un haz de energías positivas y desinteresadas al servicio de Cristo, que habría de ir de irradiación en irradiación.

Una serie de monografías referentes al mismo tema y publica­das hacia 1950 y en los años siguientes por el alemán Günther

1 Cinquante ans d'histoire, París, s. f., 11; R. Rouse, The World's Student Christian Federation, Londres, 1948.

2 Tassington Tatlow, The Story of the Student Movement of Great Britatn and Ireland, Londres, 1933,1.

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Gloege fueron recopiladas en seguida por él mismo en dos volú­menes: cerca de setenta bosquejos de diferentes autores sobre las principales figuras o «perfiles ecuménicos» de nuestro tiempo —los «constructores de puentes» (Brückenbauer), como él los llama— y a los que consideraba situados en la línea de los primeros pensadores de la Reforma3.

Presentadas sobre todo en función de su actualidad, y no siem­pre de manera exhaustiva, estas figuras permiten entrever la obra del Espíritu que va preparando los caminos de la unidad, y revelan al mismo tiempo la asombrosa convergencia de las corrientes unio­nistas en todo el mundo. Se incluyen, además, algunas personali­dades ortodoxas, tales como el metropolita Germanos de Tiatira y P. Bulgakov, así como el padre Paul Couturier, apóstol lionés de la plegaria por la unidad de los cristianos, el cardenal Bea y otro célebre sacerdote católico, muerto en los campos de concentración alemanes, F. J. Metzger, fundador de la «Una Sancta», al que se puede tener por mártir.

Durante la preparación del Concilio, el gran misionólogo y ecumenista Bishop St. Neill hizo aparecer igualmente una obra, Men of Unity4, cuya cubierta ilustrada reunía las fotografías de J. R. Mott, N. Soederblom, D. T. Niles, del papa Juan XXIII, de William Temple y de W. A. Visser't Hooft. Este libro, que apareció en el momento justo, mostraba como al trasluz una nueva esperanza y una nueva alegría. Aquella misma que el papa Juan XXIII no dudó en designar como «un nuevo Pentecostés».

La lista de estas publicaciones, junto con la preciosa Historia

3 Oekumenische Profile, Stuttgart, 1961 y 1963. He aquí una lista, de por sí evocadora, de estos perfiles: I) J. R. Mott, W. Patón, C. H. Brent, R. H. Gardiner, R. Davidson, J. H. Oldham, G. K. A. Bell, N. Soederblom, E. Berggraf, F. Sigmund Schultze, V. Ammundsen, A. Keller, A. Deissmann, O. Dibelius, Germanos de Tiatira, H. S. Alivisatos, S. Zankow, S. Bulgakov, los patriarcas Tykhon, Sergio, Alexis de Moscú, P. Couturier, M. J. Metger; II) S. Chakko, D. T. Niles, H. Kraemer, S. Neil, A. Schweitzer, A. Nygren, K. Barth, E. Brunner, R. Niebuhr, E. Schlink, el cardenal Bea, D. Bonhoeffer, M. Niemoller, H. Gruber, W. Menn, R. von Thadden, K. Scharf, H. Lilje, S. C. Michelfelder, B. Forell, F. Sigg, M. Boegner, P. Maury, R. Schutz, J. L. Hromadka, W. Temple, W. A. Visser't Hooft, L. Newbigin, S. McCrea Caver, F. C. Fry, H. Schbnfeld, S. de Diétrich, M. Barot.

4 Londres, 1960.

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del movimiento ecuménico, de R. R. Rouse y St. Neill5, aparecida en 1954, podría alargarse mucho más. No tendremos más remedio que contentarnos con rozar apenas en estas páginas, excesivamente cortas, las principales figuras que han venido a encadenarse tan estupendamente unas con otras. Efectivamente, es raro que en la historia de la Iglesia se pueda encontrar una semejante fecundación de virtualidades nuevas y puras, orientadas sin solución de conti­nuidad hacia un mismo objetivo, como hacia una nueva efusión del Espíritu Santo, y que tendría como su máxima aspiración el de­volver a la Iglesia, a las Iglesias, su perdida unidad. Tal como quedará dicho en el decreto conciliar De Oecumenismo, «el Señor de los siglos, que sabia y pacientemente continúa el propósito de su gracia para nosotros pecadores, ha empezado recientemente a infundir a los cristianos desunidos entre sí el arrepentimiento y un deseo más intenso de unión. Muchos hombres en todas partes han sido movidos por esta gracia, y también entre nuestros hermanos separados ha surgido un movimiento cada día más amplio, por la gracia del Espíritu Santo, para restablecer la unión de todos los cristianos»6. Este «también» es un eufemismo, pues lo cierto es que el movimiento ecuménico comenzó entre los «separados» de nosotros, cuando nosotros nos hallábamos todavía en la noche del aislamiento.

Los términos «profecía» y «carismas» salen a relucir con mu­cha frecuencia en las obras citadas. «La Iglesia —escribió en otro tiempo Berdjaev— no puede existir sin obispos y sin sacerdotes, sean las que fueren sus cualidades humanas, pero interiormente vive y respira por los santos y los profetas, por los apóstoles y los genios religiosos, por los mártires y los ascetas»7. A estas catego­rías pertenecen los que hemos nombrado, y otros que lo serán a lo largo de estas páginas. El mismo Berdjaev, que fue en los tiempos modernos como el «profeta de la profecía», tuvo ocasión de po­nerse en contacto con algunos líderes del movimiento ecuménico en formación, de la YMCA concretamente, y tuvo el presentimiento de «que la época de la escisión del mundo cristiano tocaba a su fin». «No son las Iglesias, sino los cristianos, a los que es preciso ir re-

5 A History of the Ecumenical Movement 1517-1948, Londres, 1954. 6 Proemium, n. 1. 1 Be la Destination de l'Homme, París, 1935,110-111.

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uniendo ante todo... Los cristianos creen que es la verdad divina lo que los separa, cuando en realidad es lo humano, la estructura física, las diferencias de experiencia, de sentimiento y las de tipo intelectual lo que los divide... Pero cuando nos acercamos a las realidades religiosas originales, cuando en nosotros se revela la experiencia espiritual auténtica, entonces es cuando nos acercamos más unos a otros y nos unimos con Cristo»8. Una noche, Berdjaev se veía a sí mismo, en sueños, en una gran reunión a la que asistían representantes de todas las Iglesias; de la suya también. Era un concilio9. Extraña visión de una realidad que ya estaba cercana, pero que entonces era aún inconcebible.

Es preciso recordar que en 1925, bajo la presidencia de J. R. Mott, que se había venido ocupando con especial atención de los rusos y de los demás ortodoxos en las asociaciones que de él dependían, se tuvo una reunión de intelectuales rusos en Savoya, durante la cual se decidió fundar una revista, Putj (el Camino), que habría de ser, como recordaría el mismo Berdjaev, «la única revista que se ocupa exclusivamente de la espiritualidad ortodoxa» y de su mensaje10. Esta revista, que duró hasta la segunda guerra mun­dial, uno de cuyos principales animadores fue el mismo Berdjaev (muerto en 1948), si bien estaba escrita en ruso, tuvo, sin embargo, una gran influencia en el mundo occidental por su carácter de tras­cendencia religiosa. El Instituto San Sergio, de París, colaboraría mucho en ella, y muchos de sus profesores, hasta el último falle­cido, el padre Nicolás Afanassieff, habrían de dejar en ella las huellas de sus propios carismas u .

Pero volvamos al metodista John Mott (1865-1955), pues a él le corresponde el primer puesto. Su entrega a Cristo y a su obra había sido completa ya desde su juventud. Fue un gran misionero,

8 E. Porret, Berdiaeff, prophéte des temps noveaux, Neuchátel, 1931, 131. 9 Wtd., 138. 10 Ibíd., 130. 11 El mayor teólogo de esta escuela, hombre de gran penetración espiritual,

fue Sergio Bulgakov (t 1944). En unión de otros profesores de San Sergio, Kartasev y Zenkovskij, y en colaboración con otros teólogos ortodoxos, pu­blicó en París, en 1930, una obra rica en perspectivas unionistas (en ruso): La reunión cristiana. El problema ecuménico en la conciencia ortodoxa, en que se invitaba a las Iglesias ortodoxas a que hicieran oír su voz en el con­cierto ecuménico y evitasen el quedarse rezagadas.

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y su biógrafo no tiene inconveniente en insertar en las guardas de su vida dos grandes mapas del mundo con el trazado de sus peri-plos, que hacen pensar en lo que hubieran sido hoy los viajes de San Pablo, si a éste le hubiera tocado vivir en el siglo xx n. Si bien John Mott no ejerció un influjo directo sobre el pensamiento de su época, sin embargo, fue, como lo hizo notar uno de sus princi­pales colaboradores, J. H. Oldham, en el momento de morir aquél: «El jefe indiscutible de un movimiento en el que se integraban muchos eclesiásticos distinguidos y eminentes profesores... En toda situación concreta, él sabía percibir con gran claridad lo que verdaderamente era importante. Dotado de una sorprendente per­cepción para las experiencias comunitarias», su gran sencillez y su gran rectitud hacían que «cuando él daba una orientación, casi todo el mundo estaba dispuesto a secundarla... Rara vez se ha visto un hombre que haya ejercido un tan grande impulso y que al mismo tiempo haya despertado tan poca oposición» 13.

Fue con motivo de la Conferencia de Misiones celebrada en Edimburgo, en 1910, cuando comenzó a pesar sobre las Iglesias el influjo de John Mott. Había sido nombrado presidente y todavía se conserva el recuerdo de una intervención suya que se hizo fa­mosa. Habiendo sido propuesto un plan de convergencia para la unificación de las distintas misiones protestantes, Mott juzgó ne­cesario crear un comité de trabajo. Se requería la aprobación por la asamblea. Mott acertó a presentar la cuestión de tal manera que la respuesta fue un sí repetido por mil que resonó en toda la sala. Añadió él entonces: «Si alguien está en contra, que diga no», a lo que siguió un gran silencio, y después la risa general14. Se había ganado la partida, gracias al carisma contagioso del presidente, que en aquel día consiguió que se diese un paso importante, quizá sin saberlo, hacia lo que después sería el movimiento ecuménico.

La misma Conferencia de Edimburgo resultó sorprendentemen­te carismática. Todavía se recuerda la famosa declaración, tantas veces citada, del doctor Chang, de la Iglesia de China, sobre los «ismos» con que los misioneros occidentales disfrazan el cristia-

12 B. Mathews, John Mott World Citizen, Londres, 1934. 13 J. H. Oldham, John R. Mott: «Ecumenical Review» (abril 1955), 259. " S. Raeder, John R. Mott, Weltstratege für planvolle christliche Zusam-

menarbeit; G. Gloege, Oekumenische Profile, II, 166.

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nismo de importación. Pidió que acabasen con ello para «dejar a Jesucristo que él mismo suscite en el seno de los pueblos asiáticos la Iglesia conforme a las exigencias del genio de cada raza» 15. Sa­bido es lo mucho que habría de influir esta frase sobre otro profe­ta del ecumenismo, Bishop Charles Brent (1852-1929), quien, a su vuelta a Norteamérica, decidió en la Conferencia de Cincinnati, con la ayuda de su amigo R. H. Gardiner, la fundación de un mo­vimiento que pusiera fin a las funestas divisiones entre cristianos. Segunda llamada del Espíritu, sin duda alguna, de la que luego habría de surgir el movimiento «Fe y Constitución». Los dos pio­neros crearon una delegación que se pondría en marcha después de la guerra de 1914-1918 y que establecería contacto, durante sus viajes, con todos los jefes de Iglesias protestantes, ortodoxas y ca­tólicas. Estas visitas tuvieron lugar, concretamente, en Atenas, Constantinopla, Sofía, Bucarest, Belgrado, Roma, Alejandría, Jeru-salén, Damasco, París, Londres, Noruega y Suecia. En Fanar (1919), donde los metropolitas griegos, estando vacante la sede patriarcal a causa de la guerra greco-turca, no tardarían en redactar una encíclica en pro de la unidad entre los cristianos (1920)16. Todavía recordaba el doctor Visser't Hooft su carácter profético ante el patriarca Atenágoras, en Ginebra, el pasado octubre17. Este, por lo demás, siendo todavía diácono y secretario del arzobis­po de Atenas, había asistido en 1919 a la llegada de los delegados americanos a aquella ciudad. Se sintió profundamente conmovido durante aquel encuentro que marcaría una orientación ecuménica a su vida y de donde arrancan las consecuencias que hemos visto producirse tan inesperadamente durante estos últimos años. Tam­bién se dio a conocer como profeta del ecumenismo el mismo Atenágoras cuando dijo del recién elegido Juan XXIII: «Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan.»

Los fundadores de «Fe y Constitución» tomarían pronto con­tacto, en Suecia y después en Ginebra, a partir de 1919, con el arzobispo Soederblom de Upsala (1866-1931), creador del movi-

" M. Boegner, loe. cit., 40; cf. M. Villain, Introduction h l'Oecuménisme, París, 1964, 19.

14 O. Rousseau, L'Orthodoxie et le mouvement oecuménique: «Ephem. Theol. Lov.» (1967), 172; «Istina» (1955), 93.

17 «Irénikon» (1967), 537.

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miento «Vida y Acción». En sus tiempos se había juzgado utópica y simplista su idea de reunir en 1917 a todos los jefes de Iglesias, incluso de los países en guerra. Sin embargo, el doctor Visser't Hooft no temió proclamar recientemente: «Con la distancia que ahora nos separa, podemos afirmar que es preciso que nos sintamos profundamente agradecidos porque hubo un hombre, un gran cris­tiano dispuesto a salvar el honor de la Iglesia con motivo de aque­lla primera guerra mundial durante la cual tantos preachers present-ed arms» (título de un libro publicado en América después de la guerra)18.

En Wassenaar, Holanda, 1919, Soederblom sacó de su agenda esta frase: «Propongo la creación de un consejo ecuménico, que será una representación espiritual de toda la cristiandad y que marcará a ésta un camino común.» Su proposición fue juzgada pre­matura, ante lo cual añadió él: «Incluso si no puedo conseguir aún la creación de un consejo ecuménico, lo que puedo hacer es orga­nizar una gran conferencia» ". Efectivamente, todavía era dema­siado pronto para unir «Fe y Constitución» con «Vida y Acción». Los partidarios del primer movimiento deseaban permanecer inde­pendientes, pero la idea de Soederblom terminaría por abrirse ca­mino. No se oponía, como se ha dicho, a un entendimiento doctrinal entre los cristianos. «Tengo una tarea tan difícil ya en el plano de las cuestiones prácticas... —decía él— que si cargo mi conferencia con cuestiones teológicas y doctrinales, además de las prácticas, no tendré entonces oportunidad alguna de conseguir algo» 20.

La conferencia de «Vida y Acción» tuvo lugar en Estocolmo, en 1925. Se celebró la conmemoración del Concilio de Nicea de 325, mil seiscientos años después. Los ortodoxos estuvieron pre­sentes, concretamente el patriarca Focio de Alejandría, que recitó en griego el credo de los primeros concilios. En 1929, después de la conferencia de «Fe y Constitución» (Lausana, 1927), apareció la famosa encíclica de Pío XI Mortahum ánimos —preparada desde hacía dos años— y que iba dirigida en gran parte contra Soeder­blom. Este tuvo que sufrir mucho por tal motivo. El doctor Visser't

18 "W. A. Visser't Hooft, Nathan Soederblom, figure de prophéte du Mouvement Oecuménique, en Oecumentca, Estrasburgo, 1967, II, 139.

19 Ibid., 140. 20 Ibid., 145.

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Hooft ha relatado cómo Soederblom, en 1929, a renglón seguido de una discusión a propósito de esta encíclica, se había quejado: «La historia de la Iglesia dice que cuando Roma ha hablado, se ha terminado la cuestión, causa finita est. En realidad, cuando Roma ha hablado, no se ha terminado la cuestión»21. Es decir, que no ha hecho sino empezar. Palabras sorprendentemente proféticas si las referimos a los acontecimientos actuales.

El sueño de Soederblom debía irse realizando poco a poco, hasta que, en 1948, en Amsterdam, hiciera oír su voz K. Barth, y los movimientos «Fe y Constitución» y «Vida y Acción» quedaran fundidos en un solo «Consejo ecuménico» que recogería en se­guida más de 200 adhesiones. También quedó unida la Conferencia de las Misiones, en Nueva Dehli, 1961. La fórmula dogmática, que hasta entonces había sido cristológica, pasó a ser trinitaria; los ortodoxos entraron masivamente en el Consejo y, por primera vez, también fueron invitados oficialmente observadores católicos.

Indudablemente, la inmersión en el institucionalismo podría suponer, a la larga, un peligro para el Consejo, cuyos antecedentes fueron, sobre todo, carismáticos. Pero siempre será verdad que el soplo del Espíritu puede mantenerse por encima de la institución sin dejarse atrapar por ella. Si ante el número creciente de Iglesias miembros y de las cuestiones que se plantean es posible pensar en un empobrecimiento espiritual del COE, la convergencia hacia la unidad que en torno a él se acentúa y se acelera parece ser también fruto del Espíritu, que mantiene vivos sus carismas, aun en el caso de que los hombres sean menos capaces de percibirlos.

Es cierto que el COE se encuentra hoy en una coyuntura que inspira serias preocupaciones a causa, principalmente, de las inquie­tudes doctrinales actualmente tan difundidas y de la sobrecarga que suponen los problemas mundiales. Pero es de desear que con ocasión de la próxima conferencia de Upsala, en julio de 1968, el recuerdo de Soederblom, de su impulso profético y de las etapas que ha debido superar su movimiento en estos últimos cuarenta años, impida que se extinga la llama. Porque en fin de cuentas, es Dios quien se halla a la obra detrás de todo esto.

En la Iglesia católica, al tiempo que se iban desarrollando las

Ibid, 145.

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primeras fases del movimiento ecuménico, no hubo sino unas cuan­tas individualidades aisladas que, en medio de la desconfianza y el escepticismo, tuvieron que actuar como pioneros solitarios, corrien­do los riesgos consabidos. Nos pesa no poder citar aquí más que a los ya difuntos; la lista de los vivos sería demasiado larga. El primer nombre que debemos destacar es el del cardenal Mercier (1851-1926), quien, juntamente con lord Halifax (1839-1934) y el padre Portal (f 1926), organizó las célebres «Conversaciones de Malinas». Estas no gustaron a los católicos ingleses, pero abrieron el camino y sirvieron para que la cuestión quedara planteada. La audacia, decía un día Mercier, consiste en saber hasta dónde se puede llegar, puestos a ir demasiado lejos. El supo poner en práctica muchas veces esta original definición. Las excepcionales cualidades del gran cardenal, que le daban una extraordinaria clarividencia para las co­sas de la Iglesia, han sido puestas de relieve muy recientemente con estos términos: «La verdadera estatura de un hombre no puede medirse por las generaciones que le siguen, cuando ya todo el mun­do piensa como él, sino según el tiempo en que él vivió, cuando él no pensaba como todo el mundo»22. Mercier, ciertamente, no «pen­saba como todo el mundo». Sabía mirar lejos y engrandecía todo lo que tocaba. En sus contactos con la primera emigración rusa, igual que con los anglicanos venidos a Malinas, se desembarazó de cualquier formalismo. «Por nada del mundo —había escrito en una carta pastoral— quisiera yo dar motivos para que uno cual­quiera de nuestros hermanos separados pudiera decir que ha llama­do con confianza a la puerta de un obispo católico romano y que este obispo católico romano rehusó abrirle... Me juzgaría culpable a mí mismo si fuese capaz de cometer semejante villanía» a . No era solamente la puerta lo que él abría, sino su alma grande y su genio pastoral. Se ha dicho muchas veces que las conversaciones Mercier-Halifax no produjeron nada en concreto. Pero lo cierto es que, como decía el padre Portal, «la atmósfera religiosa de Inglaterra cambió a partir de entonces». Las comisiones mixtas «Secretariado para la Unidad-Iglesia anglicana», cuya última reunión tuvo lugar

22 E. Beaudouin, Le Cardinal Mercier, Tournai, 1966,109. 23 Lettre pastorale a son clergé du 18 janvier 1924 sur les Conversations

de Matines: «Irénikon-Collection», II, 76.

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en Malta en enero de 1968, son, en cierto sentido, una reanudación de aquéllas, pero en un clima más favorable.

Al nombre del cardenal Mercier viene a unirse el de dom Lam-bert Beaudouin (1873-1960), fundador de los Monjes de la Unión (en Amay y después en Chevetogne). La célebre «Memoria» de dom Beaudouin presentada en las Conversaciones de Malinas, con su título profético: L'Eglise anglicane unie, non absorbée, que en­tonces armó alboroto y sirvió de escándalo, hoy encajaría, al menos en sus líneas generales, en la visión pluralista del Vaticano II. La gran intuición de dom Beaudouin fue doble: 1.°, considerar como contraindicada la táctica de las conversaciones individuales para quien quisiera trabajar en pro de la unidad cristiana, y esencial, en cambio, el acercamiento psicológico, llamado hoy «método del diálogo»; 2.°, entrar en relaciones con todas las iglesias separadas, sin olvidar a ninguna de ellas. De esta forma se anticipaba al decre­to conciliar De Oecumenismo y al trabajo del Secretariado para la Unidad, haciendo además que entrase en sus perspectivas, aparte del Oriente, hacia el que había dirigido principalmente la atención en los comienzos, el gran movimiento ecuménico que se puso en marcha en 1925, fecha fundacional de su monasterio. Los orienta­les ortodoxos, por su parte, no se habían quedado al margen del movimiento ecuménico, en una época en que las ideas en la Iglesia católica, y sobre todo en Roma, iban en sentido contrario. Dom Beaudouin tuvo que sufrir a causa de esta doble intención inscrita en su programa. De 1929 a 1951 hubo de vivir exiliado de su monasterio, dejando en manos de una joven comunidad apenas formada el cuidado de continuar su obra sin perder el rumbo. Esta tarea se realizó, en gran parte, a través de la revista «Irénikon».

Amigo personal de Juan XXIII, con el que se había entrevis­tado repetidas veces y en cuya casa se había hospedado durante sus frecuentes viajes por Oriente, dom Beaudouin pudo escuchar de labios del futuro pontífice, a la sazón patriarca de Venecia, un in­esperado homenaje durante un Congreso celebrado en Palermo, en 1957: «La principal deficiencia del trabajo unionista reside en el hecho de que aún está muy poco difundido entre las masas, que, sin embargo, serían muy capaces de apreciarlo. Mi viejo amigo belga, dom Lambert Beaudouin, ya desde 1926, cuando yo me encontraba en los comienzos de mi trabajo práctico de cooperación

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en el Próximo Oriente, decía: Es preciso crear en Occidente un movimiento en favor de la reunión de las Iglesias separadas parale­lo al de la propagación de la fe.» En pocos años, a partir del Con­cilio, este movimiento se ha desarrollado en un grado sorprendente en toda la Iglesia católica, especialmente a continuación de los en­cuentros de Pablo VI y Atenágoras, igualando en celo e intensidad al de misiones.

Cuando murió Pío XII, dom Beaudouin, con una luminosa vi­sión de las cosas, había predicho que la elección papal recaería so­bre el cardenal Roncalli, y añadía: «Le conozco bien; lo primero que hará será reunir un concilio para la unidad cristiana.» Si estas importantísimas palabras no hubiesen sido pronunciadas repetidas veces y atestiguadas por numerosos testigos, apenas podrían ser creídas. Al día siguiente del anuncio del Concilio, el 26 de enero de 1959, dom Beaudouin decía a uno de sus íntimos: «Lo vais a ver: es algo que se logrará: la unidad.» Murió demasiado pronto (enero de 1960) para ver las primeras realizaciones de su gran profecía. Pero a juzgar por todo lo que ha venido ocurriendo desde entonces, aunque solamente hubieran de tenerse en cuenta los acon­tecimientos de 1967, lo cierto es que sus palabras no han sido des­mentidas hasta el presente. Pionero del movimiento litúrgico y del trabajo en pro de la unidad cristiana en la Iglesia católica, dom Beaudouin contribuyó igualmente por medio de sus estudios a la evolución de la teología del episcopado, que ha encontrado una nueva expresión en el Concilio24.

Otro apóstol de la unidad, y no el menor, el padre Couturier (1881-1953), llegó un día al monasterio de Amay con el fin de pasar allí un mes y hacer suyo lo que él llamaba el «testamento espiritual del cardenal Mercier», que se ha resumido así: «Para unirse es preciso amarse; para amarse es preciso conocerse; para conocerse es preciso ir uno al encuentro del otro.» El supo apli­carlo al pie de la letra. Mientras vivió, ejerció una irradiación dis­creta, pero profunda. Humilde como un santo, preocupado de la oración y de sus relaciones con los no católicos, su muerte lo dio a conocer un día, y hoy es sabido de todos el papel de apóstol de

2* O. Rousseau, Pioneri dell'apostolato unionistico: Dom Lambert Beau­douin: «Oriente Cristiano», Palermo (abril 1965), 77.

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la unidad que supo desempeñar, gracias a las obras del padre M. Villain25 y, para los anglicanos, del pastor G. Curtís26. Su nombre se ha convertido en sinónimo de la nueva fórmula de ple­garia por la unidad que ha sido aceptada en todas las Iglesias, y que ha resultado respetuosa para con todas las eclesiologías. Orar por la unidad visible de todos los cristianos, «tal como Cristo la ha querido y por los medios que él quiera». Esta fórmula, que en principio fue muy criticada, ha sido actualmente adoptada como tema oficial para la semana de enero por todas las confesiones y ha sido aceptada por el COE. Paul Couturier fue el gran pionero de la semana de oraciones «nuevo estilo». A través de ella ha lle­gado al corazón de muchos cristianos, en una irradiación que supera/

las causas humanas, pues estaba visiblemente asistido por Dios.

A esta lista excesivamente corta, pues aún no disponemos en el campo católico —sería demasiado pronto— de una obra similar a la de Gloege, podríamos añadir muchos otros nombres: en cuanto a la generación precedente, el del metropolita Szepticky CT ( t 1944), amigo de Vladimir Soloviev, cuyas intuiciones puede que hayan perdido actualidad, pero fueron un anuncio de tiempos mejores; en nuestra generación, el patriarca melquita Máximos IV ( t 1967), una de las mayores figuras del Concilio. Gustosamente añadiríamos la de dom Lialine, director durante mucho tiempo de la revista «Irénikon», muerto a la edad de cincuenta y seis años, en 195828. Su pasión por la unidad y su penetrante inteligencia sirvieron para aclarar mucho la ruta de la unidad. Entre los vivos, el único nom­bre que nos atrevemos a citar, por ir abreviando, es el del padre Congar, cuya carrera ecuménica y ardor infatigable en el trabajo por la Iglesia tienen mucho de carismáticos. Sus amigos nos per­donarán que no alarguemos la lista.

Se recordará que a comienzos del Concilio, el 20 de octubre de 1962, los padres enviaron un mensaje al mundo, cuyo conte­nido recordaba en más de un punto el programa trazado por Soe-

25 L'Abbé Paul Couturier, apotre de l'Unité chrétienne, Tournai, 1959. 26 Paul Couturier and TJnity, Londres, 1964. 27 Arzobispo de Leopol, en Galitzia, amigo del cardenal Mercier y una de

las más grandes figuras de la unidad entre las dos guerras: «Irénikon» (1946), 49.

28 «Irénikon» (1958), 165.

Profetismo y ecumenismo 111

derblom y su movimiento «Vida y Acción». Este mensaje, se llegó a decir, no estaba en consonancia, entonces, con las miras doctri­nales que se habían fijado durante la preparación del Vaticano II . Si bien su proclamación tuvo lugar en congregación general y fue hecho público, el mensaje no fue incluido en las actas del Concilio, pues se dijo que únicamente reflejaba el sentir de un grupo de padres y no había obtenido más que una aprobación tácita del papa. Sin embargo, Pablo VI, al comienzo de la segunda sesión, lo confirmó comparándolo con el testimonio de San Pedro y de los otros apóstoles, el día de Pentecostés. Quedaba así esbozado el Esquema XIII sobre la Iglesia en el mundo, esquema que causó entonces, y sigue causando todavía, un gran revuelo y hasta ha llegado a influir sobre la marcha del COE. El Espíritu Santo puede provocar también tormentas y nadie nos puede asegurar que no nos hallemos actualmente ante una de sus nuevas creaciones. Todo cuanto nos ha sido dado repasar rápidamente en estas líneas nos indica que este soplo que viene agitando a las Iglesias desde hace sesenta años es, a pesar de todas las diferencias confesionales, de una homogeneidad que supera la capacidad humana. La obra de Juan XXIII, los encuentros conciliares entre obispos católicos y observadores no católicos, las mutuas visitas entre jefes de Igle­sias, los contactos en «grupos mixtos» fueron, y siguen siendo, una singular ilustración de cuanto llevamos dicho.

En las circunstancias presentes, y ante las perspectivas de la Conferencia de Upsala, bueno será recordar que el aggiornamento querido por Juan XXIII se refería indudablemente a la Iglesia considerada ad intra, pero mucho más aún a la Iglesia considerada ad extra. Todo cuanto ahora está ocurriendo en los diferentes am­bientes, que parece sonar como una serie de crujidos, puede que no sea otra cosa sino el reverso necesario del ecumenismo. El ag­giornamento posconciliar, dijo el cardenal Bea en su alocución de bienvenida al patriarca Atenágoras durante la visita de éste al Va­ticano, es «condición fundamental para el progreso en la marcha hacia la unidad». Si en estos momentos ha de producirse una cierta desintegración en muchos niveles dentro de las Iglesias, y si a veces los fieles se sienten un poco asustados por ello, recordemos que las primeras palabras del esquema conciliar sobre ecumenismo son Unitatis redintegrafio. Reintegración y desintegración son co-

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sas que van a la par y están en relación causal recíproca. Los datos de la fe y la constitución de la Iglesia deben buscar la forma de establecer una nueva armonía mutua, y ello no será posible sino laboriosamente, en una obra que habrá de contar con las imper­fecciones humanas junto con la actuación de Dios.

Hay un último hecho, que señalamos para concluir estas líneas, y que parece tener también un cierto alcance profético. El gran apóstol de la unidad de los años 1910-1924, R. Gardiner, al que hemos citado varias veces en estas páginas, escribía, en noviembre de 1914, al cardenal Gasparri, entonces secretario de Estado bajo Benedicto XV, una carta sobre la unidad cristiana. Escrita en un latín muy puro, esta carta fue reproducida en 1919 por el padre M. Pribilla, S. J., en su obra Um Kirchliche Einheit29. En ella se incluía esta frase sorprendente, inspirada quizá en algún escrito de León XIII, y que es preciso citar en el texto original, al menos en parte: «Deseamos vivamente que la Iglesia romana, que REDIN-TEGRANDAE UNITATIS vindicem semper se se praebuit (que siempre se mostró defensora de la unidad cristiana a reconstruir), ayude nuestros esfuerzos», es decir, los de la Conferencia «Fe y Constitu­ción» que se hallaba entonces en la etapa inicial de sus esfuerzos. Pero estas mismas palabras —redintegrandae unitatis— han sido, literalmente, las elegidas de intento, exactamente cincuenta años más tarde, en noviembre de 1964, para figurar al principio, según frase de Pablo VI, del decreto conciliar promulgado en el Vaticano sobre el ecumenismo, Unitatis redintegratio, y que por ellas será conocido para siempre.

O. ROUSSEAU

s Munich, 1929, 314. Hemos publicado una nota más amplia sobre los curiosos antecedentes de esta carta, «Irénikon», 1 (1967).

PROFETISMO Y MISIÓN: LA FIGURA DEL PADRE LEBBE

Si el profeta es, antes que nada, un portador de la palabra de Dios, la acción misionera, ¿no será acaso eminentemente profética? En nuestro siglo, un hombre que quiso ser exclusivamente misio­nero —el padre Vincent Lebbe (Gante, 1877-Chungking, 1940)— ilustra este hecho de manera singular.

Hacer que la palabra de vida llegue hasta las almas, tal fue siempre la inspiración de su multiforme actividad. De cierto que pocos hombres han hablado tanto como él, si tenemos en cuenta sus cartas. Era un hombre que se sabía captar las simpatías. P. van der Meer de Walcheren lo describió así: «Su rostro se iluminaba y se tornaba verdaderamente hermoso cuando hablaba de los chi­nos, 'la crema de las almas', como él los llamaba... Para él, el único tema de conversación era el de las almas y los milagros de la gra­cia. Su manera de hablar, de una sencillez absolutamente evangélica, revelaba una ardiente ternura y un amor radiante y claro...»

Es típica su actitud con motivo de la gran crisis de su vida (1916-1919), cuando bajo la presión del «protectorado» francés es alejado de Tientsin y enviado a Chengting. En vez de aquietarse o recogerse para comenzar de nuevo, mucho menos aún de desani­marse, lanza el apostolado entre los paganos de los alrededores y hasta Shunteh, con la anuencia de monseñor De Vienne, su antiguo condiscípulo y vicario entonces de Chengting. Relegado a continua­ción hasta el último confín de su propio vicariato, provoca un Con­greso sobre educación para poner a la Iglesia en contacto con los elementos más prometedores de la región. Pero en el momento decisivo es relegado de nuevo hacia el Sur. ¿Cuál será entonces su sufrimiento continuo? El no conocer el dialecto local, por lo que se ve incapacitado para predicar el mensaje de Cristo... «¡Ay

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de mí si no evangelizo!» El padre Lebbe hará suya, durante toda la vida, esta frase de San Pablo, y ahí será preciso buscar la razón última de toda la acción con que va preparando «proféticamente» el desarrollo de la Iglesia de Jesucristo en China, y más allá de sus fronteras: episcopado asiático y africano, supresión de la «protec­ción» extranjera, emancipación nacional, cuestión social, sentido de la Escritura, reforma litúrgica, promoción del laicado, acción estudiantil y docente, prensa, estima de las religiones no cristianas y ecumenismo. En medio de todo ello, su espíritu, que él mismo califica gustosamente de revolucionario, permanece —¿paradoja?— firmemente adherido a la Iglesia y a una tradición: la de los santos.

En lo más dura de aquellas luchas, escribía al padre Antonio de Cotta, amigo del alma y compañero de combate, que había que­dado cerca de Tientsin: «Si mi conducta o mis ideas fuesen recha­zadas en Roma, a pesar de que ello pudiera parecer resultado de una serie de acciones y reacciones humanas, muy humanas, políti­cas, combinazioni, etc., sin embargo, yo me sometería totalmente, gozosamente, en cuerpo y alma, seguro de que esto sería lo mejor, al menos por el momento, seguro de que mi obediencia sería un bien para mí mismo y para todos. Pues el lado más real de las cosas no es aquel que se muestra en todas ellas, sino Dios y su gracia que actúan... Yo quiero estar del lado de los santos, estrecharme con ellos, y seguir en este sentido el camino trazado por estos verdade­ros sabios...»

«Todo ello bajo la reserva, evidentemente, de seguir intentando (si los términos de la condena me lo permitiesen y en la medida en que lo permitiese su recta interpretación, ni más ni menos) conse­guir de Roma la prosecución de unas realizaciones que creo nece­sarias para la Iglesia de China.» No resultaría difícil seguir aña­diendo una serie de paralelos a este texto.

Esta fidelidad quedó afirmada en él desde que hubo superado una profunda oscuridad de fe, a comienzos de 1908, después de la condenación del «modernismo». El apego a su vocación misionera desembocó, finalmente, en una especie de iluminación definitiva.

EL «SIGNO» DE LA MISIÓN PROFETICA

El padre Lebbe comprendía que su decisión «profética», sin el carisma de la jerarquía, podía verse sometida a la exigencia de un «signo» que le sirviera de respaldo. Pero ¿acaso su fidelidad in­quebrantable no era ya un signo esencial? Se puede añadir también su carta a monseñor Reynaud, vicario apostólico de Nigpo y deán de los obispos de China, fechada el 18 de septiembre de 1917: «No tengo otro signo más que el de haber sufrido, aparte de que, en todo esto, nunca creo haber actuado con miras humanas, sino más bien... con el signo de los testigos que al hablar pueden per­derlo todo y nada tienen que ganar.»

Se diría que más que el signo de Jonás es el signo de Jeremías. Posteriormente hubo, al menos así lo creemos, «signos» de dis­tinta naturaleza. Fue, en julio de 1918, la curación repentina de una religiosa que estaba a punto de morir tuberculosa en Shaohing. El relato aparecía poco después, con aprobación episcopal, en el «Petit Messager de Ningpo». Hubo también otra curación, digamos «inexplicable», de un estudiante chino en Lovaina, en 1925. Uno no puede evitar el señalar toda una serie de «coincidencias» en su vida: consagración de los primeros obispos chinos en el día de su jubileo sacerdotal; su misma muerte en la fiesta de San Juan Bau­tista, patrono de sus Petits Fréres; vísperas de domingos de Pasión (1917, destierro del Vicariato de Tientsin; 1927, llegada a Ankwo después del regreso a China; 1940, captura por los comunistas), etc.

Pero habrá que tener en cuenta sobre todo la llamada de Dios.

LA VOCACIÓN

Freddy (éste era su nombre de bautismo) Lebbe era todavía niño cuando una «vida» del bienaventurado J. G. Perboyre, mar­tirizado en China, le indicó su camino (según sus conferencias auto­biográficas, ello ocurrió a la edad de cinco o seis años; según las memorias de su hermano benedictino, hacia los once años). Muy pronto se dieron cuenta de ello en la familia. Sin embargo, la deci-

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sión final le resultó penosa, como contaría después él mismo: «Mientras me hallaba admirando el hermoso paisaje primaveral, se abrió, por así decir, repentinamente mi pensamiento. Sentía como si pesase sobre mí una misión absoluta que me imponía el marchar a China. ¡Dios mío! ¿Tendría que marchar a China? ¡Cuan penoso me iba a resultar el dejar a mis padres, mi país natal, para ir a la lejana China! ¿Qué se me había perdido a mí en aquel país? Pero tenía ciertamente la impresión de que me había sido impues­ta la orden de ir allá.»

Durante la teología, su estado de salud parece indicar que la Providencia lo destina a otro sitio. Pero entonces, escribe el 8 de julio de 1899 a su hermano, «¿cuál será el objeto de mi vida, Se­ñor? A no ser que deba seguir de lejos la voz que escuché en mi infancia, y a través de las cruces llegue a merecer la Cruz». Seguro de su vocación «para el extranjero», no quiere seguir estudios más profundos en Roma, pues ello le excluiría de las misiones. Sin embargo, se le puede ver por entonces discutiendo con su hermano sobre hebreo (llega incluso a utilizar esta lengua en sus tarjetas postales), griego, siríaco, árabe... Y en el otoño de 1900 le encon­tramos en la Ciudad Eterna. Así es como su amigo y condiscípulo Paul Dehocq escribirá, cuando monseñor Favier, vicario apostólico de Pekín y «héroe» del sitio de Pétang en 1900, lo llama repen­tinamente para su diócesis, contra toda lógica: «Yo he creído en su vocación china en contra de él mismo» (a dom Béda, el 23 de enero de 1901).

Todavía estaba lejos de presentarse claro cuál sería su papel específico en el porvenir. «Cuando salí para China, aún no sabía nada, verdaderamente nada, de lo que me esperaba, a no ser lo esencial, que marchaba ad gentes», escribía precisamente en 1928. En efecto, al partir para China, declaraba: «Yo me hice misionero en una congregación francesa para hacer amar a Francia...» En pleno revuelo del affaire Dreyfus había elogiado una obra anti­semita de Drumond, y había inscrito en una de sus tarjetas pos­tales la frase «¡Viva Francia! ¡Abajo los youpins (judíos)!» Nadie podría predecir que se trataba de un futuro campeón de la igualdad entre todas las razas. Durante el viaje, sus cartas están aún esmal­tadas de frases como «Amo a Francia más que nunca» (18 de fe-

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brero de 1901), «¡Viva Francia!» (20 de febrero de 1901), y en Djibouti: «La amada bandera» (24 de febrero de 1901). Y todo esto a pesar de que era belga.

Y, sin embargo, al llegar a aquel rincón de África siente «el deseo de hacer algún bien a estas pobres gentes que ciertamente podrían ser ganadas a base de dulzura, y que, sin embargo, son alejadas por la dureza y la injusticia. He visto allí cosas que aún me hacen sangrar el corazón, incluso en relación con algunos sacer­dotes. Siento que aún tendré que sufrir mucho...». A partir de entonces, cada escala le hace avanzar en el mismo sentido: Colom-bo, Saigón, Hong-Kong (donde viene a añadirse a los anteriores sentimientos el de la estima hacia la distinción de los chinos). En Shanghai tiene ocasión de conocer la guerra de los boxers. El 99 por 100 de las culpas corresponde a los europeos. La víspera de su ordenación, Vincent Lebbe expone a monseñor Jarlin la nueva línea de conducta que le impone su conciencia: no acomodarse nun­ca a la posición falsa de la Iglesia en China. Finalmente, el 19 de enero de 1902, al comenzar propiamente su trabajo misionero, declara abiertamente: «Ya no soy francés.»

¿Hay alguna raíz psicológica que sirva de explicación a seme­jante cambio? Ciertamente, sí. A partir de 1899 había subrayado sus sentimientos «demócratas» (o sociales), entendidos desde el punto de vista de la justicia. El 13 de julio de 1901 escribía: «Oh cómo sufriría el alma democrática de mi querido Etienne viendo que se aplasta a un pueblo porque su tez es de diferente color que el nuestro y porque su civilización se ha quedado retrasada...» Y, sin embargo, la rapidez, la firmeza y hasta el matiz apostólico-espiritual de la transformación que se va operando en él son indi­cios de una gracia, de una llamada especial... Algo así como un presentimiento de la Populorum progressio.

EPISCOPADO ASIÁTICO Y AFRICANO

No nos es posible, por falta de espacio, indicar, siquiera a gran­des rasgos, la acción esencial que el padre Lebbe desarrolló en esta materia. A propósito de este tema se encontrarán desarrollos más

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amplios en otros lugares 1. Nos limitaremos a hacer solamente algu­nas precisiones.

Si ya a partir de 1908 había preconizado un «sacerdocio indí­gena completo» para China, en sus alegatos de 1917 amplía esta perspectiva y la hace extensiva al Japón, señalando lo anormal que resultaba el no tratar a los japoneses en pie de igualdad precisa­mente en este terreno. Hacia finales de 1918 o principios de 1919 tuvo la satisfacción de leer unos artículos en el «Catholic Herald of India» en que el padre Gille apoyaba la misma demanda con respecto a la India.

Después de muchas dilaciones, excesivamente largas a juicio del padre Lebbe, monseñor Costantini hizo nombrar los dos pri­meros prefectos apostólicos —sin carácter episcopal— a finales de 1923 y comienzos de 1924. El misionero presintió que se había producido una serie de manejos para retrasar la creación de un episcopado autóctono, pues, aparte las desfavorables condiciones del territorio, bien conocía él las insuficiencias de carácter de mon­señor Suan (que, efectivamente, traerían consigo, un día, su dimi­sión forzosa; ello vino, felizmente, demasiado tarde para causar perjuicio desde un punto de vista general, si bien todo ello hizo sufrir mucho al padre Lebbe personalmente desde 1930 a 1936).

En 1925, el padre Lebbe se encuentra con el padre Gille en Bruselas. Este había sido alejado de la India a causa de sus ideas «subversivas». Animado por el cardenal Mercier, el director de la «Revue des Idees et des Faites» publicó entonces dos artículos sobre el episcopado en la India. Vino después la encíclica Rerum Ecclesiae de Pío XI, frente a unas reacciones muy vivas; luego que el laico de Lieja Paul Staes hubiera defendido en Roma la causa del padre Lebbe, el 30 de marzo de 1926, Roma dio órde­nes para crear obispo a Felipe Tchao, el primero de la lista suge­rida por el misionero a finales de 1920.

Después de la consagración de los seis primeros obispos chinos el 28 de octubre de 1926, el padre Lebbe creyó que serían consa­grados otros treinta o cuarenta en los próximos años. Esperanza

1 J. Leclercq, Vie du Veré Lebbe, París-Tournai, 1955; P. Goffert y A. Sohier, Lettres du Veré Lebbe, París-Tournai, 1960 (véase índice siste­mático en «Clergé autochtone»).

La figura del -padre Lebbe 119

vana, pues diez años después de su muerte aún no se habría llegado a tanto. Sin embargo, el movimiento lanzado alcanzó antes de su muerte al Japón, la India, Vietnam, Uganda, Madagascar y des­pués a toda Asia y África, haciendo posible el carácter casi real­mente universal del Concilio Vaticano II .

EMANCIPACIÓN DE LA «PROTECCIÓN» EXTRANJERA

Para que la Iglesia echase verdaderamente raíces en China era igualmente necesario que se suprimiese el «protectorado» francés. También en este terreno trabajó el padre Lebbe con acción «pro-fética».

Ya hemos demostrado2 hasta qué punto aquel protectorado carecía de fundamentos jurídicos y lo ambiguo que era en cuanto a ventajas materiales, con daño cierto de la evangelización. Parece ser que hasta 1918 no tuvo conciencia el padre Lebbe de esta carencia de base (no la excluye en su carta a monseñor Reynaud, en 1917). Pero ya desde el primer año que pasó en China, tal como hemos visto, comprendió lo nocivo de aquel protectorado.

En 1908, apenas instalado en el centro de relaciones interna­cionales de Tientsin, entrevio la conveniencia de que fuese enviado un nuncio a China. En 1916 estalló la crisis, porque los diplomá­ticos franceses cayeron en la cuenta de la desaprobación que el padre Lebbe oponía a su actividad. Este mismo hecho le incitó a trabajar, en unión de su amigo Cotta, para que Roma rechazase la tutela de todo protectorado; por otra parte, se pusieron al habla con Ma Siang-Po (importante hombre político católico, antiguo jesuíta) y con el ministro de Asuntos Extranjeros, Rene Lou Tseng-siang (también católico, más tarde monje benedictino en Saint-André, Brujas). De ahí las efímeras relaciones diplomáticas mante­nidas por Roma y China en 1918 (nuncio, monseñor Petrelli).

Cuando Francia y sus «aliados» consiguieron hacer retroceder a China y ésta abandonó las relaciones con la Santa Sede, el padre Lebbe insistió para que se enviase un «delegado interno para la

2 «Nouvelle Revue de Science Missionaire» (Schoneck/Beckzenried, Sui­za) (1967), 226-283, y (1968), en curso de publicación.

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Iglesia». De regreso a Europa, habló con el cardenal Gasparri, secretario de Estado, el 27 de diciembre de 1920. Un año y medio más tarde, monseñor Costantini, enviado de manera casi clandes­tina, tomó como secretario a Felipe Tschao, amigo del padre Lebbe. A partir de entonces, la influencia del «protectorado» fue dismi­nuyendo, hasta que fueron reanudadas finalmente las relaciones entre China y el Vaticano en 1943.

Repasemos brevemente las tentativas anteriores. De 1881 a 1886, monseñor Raimondi, de Hong-Kong, y monseñor Volonteri, del Honan, con la oposición de monseñor Favier y del gobierno francés, habían emprendido una acción en este sentido, para bien del apostolado y con legítima preocupación por la dignidad de su función. Pero las maniobras simultáneas de los franciscanos italia­nos, de monseñor Anzer y las que posteriormente realizaron las «misiones belgas» pretendían tanto, si no más, el prestar apoyo a las empresas políticas y comerciales de otros gobiernos. El padre Lebbe, por el contrario, se comportaba como «profeta», y además fue también vicario general desde 1914 hasta principios de 1917, aunque no de manera efectiva a partir de junio de 1916, y siempre mantuvo una total pureza de intención. Nunca desmintió sus sim­patías hacia Francia, salvo que ello fuera en perjuicio de China. Tomó partido abiertamente por ella en 1914-1918; esto quedó reflejado en su diario, «Ichepao», y monseñor Henninghaus, vica­rio apostólico SVD de Yenchow, Shantung, le dio a entender que no podría apoyarle abiertamente, pues sus fondos provenían de los católicos alemanes. Sin embargo, nada más firmarse el armisticio, el padre Lebbe puso en juego todas sus influencias, en Roma y en China, para impedir que fuesen expulsados los misioneros alemanes.

ACCIÓN SOCIAL

Al menos en determinadas circunstancias se puede afirmar que las iniciativas de subsidiariedad de los misioneros tienen un indu­dable carácter «profético». Así ocurrió con la actividad social del padre Lebbe.

Dejemos aparte sus actos de caridad, a pesar de que fueron muchos y algunas veces hasta heroicos. Por lo demás, supo hasta

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tal punto perseverar en el entusiasmo «demócrata» de su juventud, que su último mensaje —la regla comentada de sus Petits Fréres— de comienzos de 1940 daba como orientación: «Salvar a los hom­bres, salvar a todo el hombre, cuerpo y alma.»

Después de la revolución de 1911 faltaba un profesor de socio­logía en la nueva escuela de ciencias administrativas de Tientsin. Se recurrió al padre Lebbe, éste aceptó sobre la marcha y el resul­tado fue que se agotaron 20.000 ejemplares de su curso impreso. Este fue su comentario en 1933: «No hay duda de que debemos preparamos con todas nuestras energías; pero es preciso no echarse atrás ante los riesgos; es preciso tener en cuenta que, pues Dios da la ocasión, también da su gracia y hasta una especie de conso­lación.»

En su diario «Ichepao», a partir de octubre de 1915, dio cada semana una crónica social hasta que, menos de un año después, sus superiores le prohibieron cualquier colaboración. Interrumpida así la difusión de una doctrina social de inspiración cristiana, quedó el campo libre para el marxismo, que, si hemos de creer al propio Mao Tse-tung, no comenzó a extenderse de verdad en China y a interesarle a él mismo hasta después de la revolución bolchevique de octubre de 1917.

En el terreno práctico, sin hablar de sus actitudes durante el primer período en el Wu-ts'ing-hsien (1902-1905), en Tientsin creó una «oficina de colocación» para los cristianos que venían del campo. Con un círculo de estudios obrero intentó ir creando un sindicato. Más allá de su vicariato, sugirió la creación de sindi­catos en Tangshan, centro hullero de la «Kailan Mining Administra-tion». Pero el misionero de aquel lugar no supo cómo arreglárselas. En el verano de 1918, el padre Lebbe hizo de mediador entre patronos y obreros en Shaoliing.

Durante su estancia en Europa, de 1920 a 1927, también se interesó por los obreros; se conserva un cuaderno en que iba ano­tando sus observaciones a propósito de este tema. A pesar de sus restantes ocupaciones, que le agobiaban, organizó catequesis en Billancourt; tuvo que hacer muchas gestiones para procurar a éste o a aquél un empleo o una cama en un hospital. En cuanto a los estudiantes —de los que estaba encargado como misión propia—, trataba de que todos tuviesen una formación social. Envió a algu-

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nos de ellos a los círculos de estudio con Marius Gonin, a la «Chro-nique sociale» de Lyon; todos los años enviaba un grupo a la Se­mana Social de Francia.

Cuando regresó a China, animó al que había sido su brazo derecho para que organizase unas cajas de préstamos mutuos agrí­colas: los malos tiempos que corrían impidieron que tuviesen un gran desarrollo.

A partir de 1906, el padre Lebbe propuso que las abadías fun­cionasen, en algún sentido, como granjas modelo y que enseñasen, incluso a los paganos, «los más modernos métodos de cultivo». Más tarde asignaría una tarea semejante, o la más amplia de tra­bajar para elevar la condición de la masa, a sus Petits Fréres. Al mismo tiempo les encargó que se mantuviesen en un nivel de vida semejante ni de los campesinos pobres o los obreros de su lugar de residencia.

LAICOS Y ACCIÓN CATÓLICA

Todo lo que llevamos relatado suponía una actitud particular con relación a los laicos. Desde los comienzos de su actuación, en el campo, gustaba de discutir detenidamente los asuntos con sus «catequistas», responsables laicos de la comunidad cristiana. Más todavía, cuando llegó en calidad de «director» a Tientsin, a finales de 1906, no tardó en hacer que los cristianos se sentasen en su presencia, en invitarlos a compartir su mesa, en oponerse a que hiciesen la postración en presencia de los sacerdotes, todo lo cual le procuró una serie de amonestaciones, incluso por escrito, de su obispo monseñor Jarlin.

Reunió a los cabezas de familia para formar una junta de apoyo para las escuelas parroquiales. Después consiguió que se organizase una asociación de Acción Católica. Gran animador del movimiento, hizo que se reuniesen en Tientsin, en 1912 y 1914, los primeros congresos nacionales de Acción Católica. Desde el lejano Szechwan, monseñor Chouvellon enviaba a sus gentes para que se iniciasen en el «método de Tientsin», y, finalmente, el 20 de diciembre de 1916, escribía al padre Lebbe: «Hace usted demasiado bien; Satán debería intervenir; usted está sufriendo persecución por la

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justicia y por la verdad», y el 21 de febrero de 1917, a Cotta: «Apruebo enteramente al padre Lebbe, a quien sé que se persigue.»

Otros obispos y superiores religiosos apoyaron al principio el movimiento y sus periódicos. Pero luego hubo tenaces oposiciones, que monseñor Costantini señalaba todavía en 1928, no sin des­aprobarlas, y que vinieron a subrayar el carácter «profético» de aquellas obras. De esta forma fue como pasaron las oportunidades favorables...

CENTROS DE ENSEÑANZA. ESTUDIANTES

Siendo director de distrito en Cho-chow, de 1905 a 1906, el padre Lebbe, habiendo comprobado que China aspiraba a una instrucción moderna, decidió abrir una escuela normal (¿o indus­trial?), la primera de su clase en el Norte. Puesto que la necesidad es ley, llegó incluso a hacerse cargo de la clase de matemáticas. Suscitó entre los laicos —incluso los no cristianos— un movimien­to de apoyo. Monseñor Jarlin tomó la cosa muy a mal; a él no le interesaban más que escuelas de catecúmenos; lo demás eran «cas­tillos en el aire». Las peticiones de los fieles, aun las más respetuo­sas, no eran más que protestantismo, reprobado juntamente con las «asociaciones culturales» que en Francia preconizaban los gober­nantes anticlericales.

Una vez consolidadas las escuelas primarias, el padre Lebbe intentó establecer en Tientsin otras escuelas de grado más elevado, también para las muchachas. Este fue uno de los objetivos que perseguía con su viaje a Europa en 1913, aunque los resultados fueron más que insuficientes a causa de la guerra. A pesar de todo, la fundación de la Universidad Fu-jcn en 1925 fue, en el fondo, el resultado final de aquel impulso que diera el padre Lebbe.

Nada más terminar la guerra, y pasadas las famosas demostra­ciones del 4 de mayo de 1919 en Pekín, comprendió que el por­venir de China dependía de la orientación que se diese entonces a los estudiantes. Dentro de los estrechos límites en que le era permitido expresarse, preconizó una doble acción: cerca de los estudiantes chinos en el extranjero y en las universidades no cató­licas en la misma China. Confió estos proyectos a monseñor Gué-briant, vicario apostólico de Cantón y futuro superior general de las

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Misiones Extranjeras de París, que habría de finalizar la visita apos­tólica de que había sido encargado por la Santa Sede para ser luego destinado a Shanghai con este mismo objeto. Se aprovechó la oca­sión para hacerle regresar a Europa.

Por falta de espacio remitimos a otro artículo que hemos es­crito anteriormente, en el que se hallarán datos más completos acer­ca del desarrollo de la obra de estudiantes en el extranjero3. Se comprobará que podemos considerar al padre Lebbe como el ini­ciador de toda la acción de la Iglesia en favor de los estudiantes asiáticos y africanos en Europa e incluso en América. Pero ¡a qué precio! Como sus superiores de París querían utilizarle indepen­dientemente de esta obra que ellos no le habían confiado, no le prestaron apoyo, llegando hasta a imponerle un segundo trabajo. Su celo le llevó a cumplir una tarea que hubiera exigido tres hom­bres por lo menos. Como consecuencia, durante la mayor parte del tiempo en aquellos años el padre Lebbe no pudo dormir acostado (y aun esto sobre el suelo muchas veces) más que unas cuantas horas por semana, aparte de unas cabezadas en el tren, en el rincón de alguna sala de espera o en casa de cualquier amigo. Carisma ex­cepcional, del que por otra parte él tenía conciencia. Una noche, el vicario Boland de Verviers intentó permanecer en vela para ayu­darle en el trabajo de sus numerosos escritos. El padre Lebbe le advirtió con delicadeza: «No, vete a dormir; tú no tienes la gracia que se requiere para esto.» Por la mañana, el vicario lo encontró trabajando igual que antes. Y, sin embargo, esto le resultaba muy penoso. «Si no fuese por ti —exclamó un día mientras miraba al Crucifijo— no lo haría de ninguna manera.»

Notemos también su grandeza de alma apostólica en sus es­fuerzos por poner en movimiento a la Alemania católica. No dudó en dirigirse al doctor Sonnenschein, consiliario de los estudiantes berlineses. El padre Lebbe no podía ignorar que este eclesiástico se había visto obligado a huir de la Renania ocupada por las tropas belgas a causa de sus actividades, con las que había animado y or­ganizado a los traidores —así debía de ver las cosas el padre Leb-

3 «Annuaire missionaire catholique de la Suisse 1959» (Friburgo, SKAMB) (1959), 31-36.

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be— durante la guerra en Bélgica. La familia del padre Lebbe, que tan querida le era, había tenido que sufrir mucho durante la in­vasión.

P R E N S A

Preocupado por la más amplia difusión del mensaje cristiano, el padre Lebbe fijó su atención en la prensa. Sin hablar de algunos intentos anteriores, en 1911 trasladó, amplió y estabilizó en Tien-tsin un pequeño boletín parroquial en cuya fundación ya había ayudado al padre Selinka, para difundirlo en el campo. Se trataba del semanario «Kwang-i-lou», que le valió en seguida el enojo de monseñor Jarlin, asustado por la audacia de esta iniciativa. Feliz­mente, la erección del vicariato de Tientsin puso punto final a las medidas adversas.

En 1915 lanzó el «Ichepao», primer diario católico de Extremo Oriente; el semanario se convirtió en «Ichepao del domingo», y muy pronto vino a sumarse un semanario femenino, primero de su género en China. Andaba proyectando un boletín para el clero cuando estalló su gran crisis.

En Europa fundó dos periódicos para su obra, en chino y en francés. Durante la guerra, a partir de 1937, tuvo dos periódicos, primero en Ankwo y después en las montañas del T'ai-hang-shan.

También decidió el padre Lebbe dedicarse a la edición de li­bros. Todavía está por hacer un estudio sistemático en este terreno. Mostraremos algunos ejemplos. En agosto de 1918 tenía en telares un opúsculo sobre la confesión, unas instrucciones a los catequistas y una vida del Cura de Ars, todo a la vez. Procuró formar entre los estudiantes en Europa un grupo de traductores y de autores católicos, y en 1925 propuso a monseñor Costantini la creación de una editorial católica, que hubiera sido de gran valor en China. Esto era preconizar, con veinte años de adelanto, lo que se crearía en vísperas de la victoria comunista, el Catholic Central Bureau. Demasiado tarde, a pesar del buen trabajo realizado. Después so­ñaría con un gran desarrollo para la imprenta de sus Petits Fréres...

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SAGRADA ESCRITURA

Entre las obras del padre Lebbe está su traducción de San Pa­blo al chino, en la que trabajó durante toda la guerra de 1914 a 1918. Hizo buscar textos antiguos en el British Museum y se sirvió de los trabajos realizados por el pionero protestante Morris-son. No se trataba, pues, de un trabajo de aficionado. De hecho, durante su «tentación» de dedicarse a los estudios, había sido la Biblia, sobre todo San Pablo, lo que más le había atraído; un día llegó incluso a reemplazar al profesor con verdadera competencia. Antes de ordenarse estuvo encargado de un curso de esta materia en Pekín.

En «su época» (la época del padre Lagrange, al que admiraba), el padre Lebbe era un precursor en China. Si su obra, como parece, fue publicada en Chekiang a mediados de 1919, las circunstancias no resultaron favorables para su difusión. Fue preciso esperar to­davía más de veinte años hasta que hubo una edición católica china moderna suficientemente difundida del Nuevo Testamento, así como los primeros trabajos para realizar una traducción científica de toda la Biblia.

Además, el padre Lebbe superaba la medida normal en su tiempo en cuanto a conocimiento de la Biblia. Hasta sus cartas más rápidas, las más personales, ofrecen continuamente citas, mejor aún, reminiscencias escriturarias, como ocurre en un San Bernardo. Más que un erudito, es un hombre que vive de la Escritura.

L I T U R G I A

También en cuanto a liturgia se reveló el padre Lebbe como un hombre «puesto al día». Siendo seminarista, vivió la renovación litúrgica de aquella época y se dedicó a propagar el canto gregoriano de Solesmes.

Pero a partir de su primer viaje por China, en 1901, insinuó las sugerencias que después transmitiría más desarrolladas a dom Lambert Beaudouin en 15 de enero de 1914. Esta carta, que fue publicada, es el primer documento que sostiene en público, más

La figura del padre Lebbe 127

de cuarenta y cinco años antes del Vaticano II , la necesidad de una liturgia en lengua viva.

Después de 1928, adoptó para sus Petits Fréres el oficio en lengua china, con melodías ad hoc. Guiado por este mismo espíritu preconizó unos nombres de bautismo conformes con el genio chino y una terminología verdaderamente significativa para las realidades cristianas..., comenzando por la misma Iglesia católica.

La piedad del padre Lebbe estaba en la línea de una anticipada renovación: «Para explicarle mi gusto personal..., no siento ningún atractivo por las fórmulas de oración extendidas en tan gran nú­mero por todas partes; amo apasionadamente el Evangelio, la Imi­tación y, como oración, el misal y el breviario...» Pero se guarda bien de anatematizar o burlarse de quienes tienen un «gusto» dife­rente, y además se declara adicto al rosario, si se reza conveniente­mente (carta de 1917). Por lo demás, descubriría poco después a Santa Teresa de Lisieux, y cuando fundó sus Petites Soeurs, les inculcó la adhesión a su petite voie.

¿Se mostraba en todo esto el padre Lebbe simplemente como un hombre «de su tiempo», según su carta de 1 de mayo de 1900, a su propio hermano?

A decir verdad, esta expresión se refería, ante todo, a su edad: aún no había cumplido veintitrés años. «Permanecer joven», como efectivamente permaneció él, hubiera podido dar como resultado el quedarse simplemente en un hombre a la moda, un hombre avanzado, quizá, creador de la moda incluso, y por ello mismo, fluctuante y caduco. Pero la acción profética se adelanta a su tiem­po: por ser escatológica, debe también adherirse a las fuentes per­manentes. De esta forma, el padre Lcbbc, un hombre válido para el porvenir, hunde sus raíces en los valores recibidos, en los que intuye una autenticidad para lodos.

ENCUENTRO DE LAS KIU.ICIONKS. ECUMENISMO

Algo que aún no estaba de moda. Desde el principio, el padre Lebbe sintió la mayor estima por la masa china; se asombra de que un pueblo tan bueno aún no sea cristiano. Desde 1906 alaba el ascetismo de los bonzos budistas. Hasta el final de su vida tuvo

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adversarios —y otros que no lo eran— que le reprocharían su par­tidismo favorable a los chinos, aunque no fuesen cristianos. Entre éstos contó con verdaderos amigos.

Muchas veces le preguntaron en Europa: «Pero, en fin, padre, si los chinos son tan civilizados y tan buenos, ¿por qué van ustedes a ellos como misioneros?» A lo que él solía contestar: «No es eso exactamente. No se trata de civilizar, sino de llevarles algo esen­cial que les falta: Cristo.»

Para robustecer la fe de sus conversos, consolarlos por la muer­te de un pariente no bautizado, no dudaba en afirmar la posibilidad de su salvación; así, le vemos ofrecer la misa —en privado— por la madre de uno de sus estudiantes.

En la actitud —de múltiples matices— que el padre Lebbe mantuvo con respecto a los protestantes se dan una serie de gestos precursores del ecumenismo. En 1906, en Cho-chow, invita a su mesa a un ministro protestante. Este gesto de atención le vale una reprimenda de monseñor Jarlin. A finales de julio de 1919, marcha a casa de un cofrade irlandés, en Ninghai, con idea de permanecer allí dos meses, y explica a su cuñado: «Estoy aprendiendo inglés... porque me gustaría entablar relaciones con los pastores americanos de Shaohing, que son gentlemen y good fellows.» Entre junio y diciembre de 1925, conversa en París con la misionera anglicana Priscilla Barclay, que se despide de él en estos términos, el 10 de diciembre de 1925: «Siempre quedará en mí esta alegría inmensa de haberle conocido un poco. Esto servirá para establecer una unión que jamás será rota entre Sheng-kong Kiao y Sheng-kong Huei» (Iglesia anglicana y católica; respetamos el estilo del origi­nal). El relato The Small W ornan4 cuenta —en forma un tanto no­velesca, por lo demás— su encuentro lleno de simpatía con otra misionera protestante inglesa durante la guerra de resistencia con­tra el Japón.

Es un hecho simbólico el que en torno al lecho mortuorio del padre Lebbe se encontrasen, codo con codo, un periodista protes­tante y un general no cristiano. Este último, por orden del jefe supremo del país, se encargó de cumplir el gesto de piedad más

Traducida al francés bajo el título de L'Auberge du sixiéme bonheur.

La figura del padre Lebbe 129

grande que puede haber para un chino: ofrecer el más hermoso ataúd que pudo encontrarse en Chungking.

ALEGRÍA Y SENSIBILIDAD DEL PADRE LEBBE

Hemos tenido que dejar sin tocar más de un aspecto de nues­tro tema. Así, la originalidad de sus dos fundaciones religiosas, el impulso que dio para que los sacerdotes seculares se pusiesen al servicio de las Iglesias de Asia y de África, su participación en «obras» no católicas, el papel esencial que desempeñó en el estable­cimiento de los benedictinos en China, etc.

Pero subrayemos, para terminar, que en él no había nada que lo asemejase a un Savonarola tonante. Las cartas que escribió a su familia muestran una sensibilidad tierna, casi infantil. Exigente muchas veces para con sus Fréres y Soeurs, supo manifestarse tam­bién como un padre muy delicado. Bromista y de palabra alegre aun en los peores momentos de una guerra terrible...

CONSIDERACIÓN FINAL

¿No habrá, acaso, motivos para dar curso libre a la desilusión? La situación de la Iglesia en la China continental dista mucho, actualmente, de aquel hermoso porvenir que el padre Lebbe le había predicho para cuando tuviera obispos autóctonos. ¿No esta­remos ante un falso profeta?

Ciertamente, el padre Lebbe tomó partido por el optimismo. Pero si consideramos su vida atentamente, parece que se trata de un Jeremías al que se dio oído demasiado tarde. La consagración de obispos, insinuada en 1908, pedida en 1914, juzgada urgente so pena de catástrofe en 1917, comienza a realizarse tardíamente en 1926; en 1949 solamente un cuarto del episcopado chino era autóc­tono. En 1920 estimaba indispensable una acción de gran enver­gadura cerca de los estudiantes chinos, lo mismo los que residían en el extranjero que en China. Pero, por una parte, lo que se llegó a realizar fue algo muy limitado, y por otra, sólo se dio una acción reducida (en la que sus superiores le impidieron prácticamente

9

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que tomase parte) y posterior a 1928. Los sindicatos obreros que preconizó a partir de 1912 jamás llegaron a ser organizados. En cuanto al resto... Más de un pasaje de la correspondencia del padre Lebbe entre 1925 y 1927 y algunos detalles al final de su vida revelan que tenía conciencia de la grave situación que se apro­ximaba.

De todas formas, sus puntos de vista y su acción profética apa­recen ampliamente reflejados en las tareas del Vaticano II y en las consecuencias del mismo. He aquí, pues, a modo de conclusión, la del «testimonio de un antiguo compañero de colegio», monseñor Morel, antiguo arzobispo de Suiyuan (autógrafo): «Me complace saludar con veneración el recuerdo de este amigo de la infancia al que Dios predestinó para una misión verdaderamente ingrata, pero que dio honor a su Iglesia.»

A. SOHIER

)

Documentación Concilium *

PROFETAS EN LA CIUDAD SECULAR

En un número anterior de CONCILIUM 1 hemos ofrecido un bo­

letín bibliográfico sobre los profetas. Vawter consideraba allí las nuevas aportaciones a lo que suele entenderse en lenguaje cristiano bajo el nombre de profetas: hombres del Antiguo y del Nuevo Tes­tamento que, por su palabra y su acción, dirigen la atención y las energías de la comunidad creyente hacia el futuro, es decir, profe­tas en la ciudad de Dios. El presente artículo no descuidará ese aspecto, si bien se centrará preferentemente en el profetismo como fenómeno religioso universal2 y en la afirmación de que las Igle­sias necesitan un nuevo profetismo que las ayude a salir de los actuales problemas3. La utilidad pastoral de un artículo documen­tal como éste parece inevitablemente condicionada por algunas cuestiones prácticas: 1) ¿dónde hallar profetas en lo que, a partir de Harvey Cox, se ha dado en llamar la «ciudad secular» en vez de la «ciudad de Dios»?, y 2) ¿qué podemos hacer con semejante pro­fetismo?

* Bajo la responsabilidad del Secretariado General. 1 B. Vawter, Bibliografía reciente sobre los profetas: «Concilium», 10

(1965), 109-120. 2 R. C. Zaehner, Inde, Israel, Islam, religions mastiques et révélations

prophétiques, París-Brujas, 1965; T. Spasky, Le cuite du prophete Elie et sa figure dans la tradition oriéntale, en Elie le prophete, I (Etudes Carmélitaines), París-Brujas, 1956, 219-232; K. Schlosser, Propheten in Afrika (Kulturgesch. Forschungen), Braunschweig, 1949; J. García Trapiello, Profetismo profesio­nal en el antiguo Israel y en los pueblos vecinos: «Cultura Bíblica», 24 (1967), 138-151; G. Fohrer, Prophetie und Geschichte: «Theol. Literaturzeitung», 89 (1964), 481-500.

3 Le réveil du prophétisme: «Inf. cath. intern.», 303 (1 enero 1968), 3-12; cardenal F. Konig, Propheten müssen lastig werden, en Worte zur Zeit, Vie-na, 1968, 249-255.

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1. EL PROFETISMO COMO FENÓMENO RELIGIOSO UNIVERSAL

La historia de las religiones nos ha proporcionado unas nocio­nes más precisas sobre las religiones no cristianas. El profetismo aparece actualmente como un fenómeno religioso universal y no sólo como un privilegio del judaismo y el cristianismo. Una obra clásica sobre la profecía como la de Ñéher4 dedica una primera sección al profetismo extrabíblico. En las antiguas culturas de Egip­to, Mesopotamia, Fenicia, Irán y Grecia, el profetismo reviste tan­ta importancia como en Israel. Se puede decir, sin duda, que sólo en Israel lleva el profetismo a la alianza, pero esto no explica el hecho de que el profetismo actúe también en los pueblos vecinos a Israel. También allí desempeña el profetismo un papel esencial en el conjunto de la sociedad. A veces —tal es el caso de Mesopo­tamia y Fenicia—, el profeta determinaba la orientación política del país: el profetismo estaba al servicio del poder establecido.

No es extraño que el profetismo aparezca de una u otra manera en todas las grandes religiones. El profetismo se encuentra siempre en relación con el elemento dinámico de toda religión. La religión auténtica no se halla nunca al margen de la cultura o de la política de la sociedad, sino que está íntimamente trabada con ella. A veces la sociedad constituye un desafío para la religión, pero se confía en que la religión contribuya a solucionar los problemas que afectan a la sociedad: su función, su poder, su sentido, su futuro. En la medida en que la religión se atreve a arrostrar tales desafíos da pruebas de su vitalidad y cuenta con un futuro. Si consigue superar tales problemas sin verse envuelta en ellos, la religión habrá sobre­vivido a sí misma. La pregunta formulada por la sociedad a la reli­gión con respecto al futuro es una especie de prueba: ¿ofrece la religión una visión para el futuro o es simplemente un sostén del status quo?

En líneas generales, la historia de las religiones, incluida la del cristianismo, muestra que la religión intenta responder de tres ma­neras a esa pregunta:

1) La religión pretende ser capaz de preanunciar el futuro. El profeta, por tanto, es el hombre que puede ver el futuro e in-

4 A. Néher, L'essence du prophétisme, París, 1955, 17-81; M. Buber, Der Glaube der Propheten, en Werke, II, Munich, 1964, 431 y 459; P. Auvray, Le prophéte comme guetteur. «Rev. Biblique», 61 (1964), 191-205; L. Rost, Das Vroblem der Weltmacht in der Prophette: «Theol. Literaturzeitung», 90 (1965), 241-250. *

Profetas en la ciudad secular 133

tenta predecirlo. Esta es probablemente la forma más primitiva de profetismo. Claro que semejante noción de profetismo tiene el in­conveniente de quitar al futuro su carácter de reto, que consiste precisamente en el desconocimiento del mismo. Cuando se da este tipo de profetismo, encontramos fenómenos secundarios que im­piden a la religión hacer una aportación positiva al futuro: encan­tamientos y adivinación. Tales profecías actúan más como medios de consuelo y seguridad que como estimulantes para el futuro5.

2) Debido a su carácter dinámico, la religión puede tender la mano hacia el futuro. Entonces el profeta es el hombre que se nie­ga a confundir el medio con el fin. No contento con lo que ya se ha realizado, ve cómo el material del pasado puede servir para cons­truir el futuro. Este es el profetismo que Moisés simboliza en Is­rael: la religión conduce al hombre al desierto y le saca de la apa­rente tranquilidad y solidez de la esclavitud. De ahí que este tipo de profeta no sea nunca honrado en su patria. El anima incansa­blemente al pueblo exhortándole a salir en busca de lo desconocido, porque en ello reside el futuro. Este futuro puede ser indetermina­do, pero el profeta puede infundir un poder evocativo en el sím­bolo de la «tierra prometida» sin que ésta ocupe hasta tal punto su mente que le haga olvidar el camino que conduce a ella. Este nú­mero de CONCILIUM presenta a Lebbe y a Newman como figuras proféticas en ese sentido. En ese sentido, también se dice que Marx es un profeta social.

3) Una tercera forma en que la religión afronta el reto del futuro parece, a primera vista, desplazar la responsabilidad ante ese futuro hacia otra persona; por ejemplo, hacia Dios, quien co­noce ya todo el futuro y lo predispone para quienes le sirven. En nuestros días, esta función de Dios parece haber sido asumida por la ciencia. De ahí que los creyentes secularizados valoren exagera­damente la ciencia y la ensalcen como auténtica poseedora del fu­turo, de suerte que estos nuevos creyentes esperan de ella el futuro tan pasivamente como los anteriores lo esperaban de Dios. En este contexto, el profeta debe ser el heraldo que habla en nombre de Dios y aparta al hombre de toda forma de idolatría apelando a su propia responsabilidad. Tiene conciencia de que está hablando en nombre de Dios, pero su primera preocupación es purificar la ima­gen que el hombre tiene de Dios, de suerte que resulte imposible identificarle con un «sabelotodo», que eliminaría la responsabilidad

5 G. Fohrer, Prophetie und Magie: «Zeit. f. alttest. Wiss.», 78 (1966), 25-47.

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del hombre. El profeta no es tanto un hombre que intenta penetrar en el misterio, también oculto para él, cuanto un hombre que es­pera en las promesas nunca revocadas de la alianza. En este senti­do, algunos llaman a Barth y Bonhoeffer profetas más que teólogos.

Aunque hemos señalado algunos nombres como representantes de estas tres formas de profetismo, reconocemos que tales formas raramente se dan en su estricta pureza. Sin embargo, cuando se habla hoy de profetismo en la Iglesia6 o de la forma profética como único medio para que la Iglesia sobreviva7, el acento no recae en una de esas tres formas separadas, sino en el carácter evo­cador del término profetismo.

No obstante, estas tres formas de profetismo siguen operando hoy en la Iglesia, como lo prueba el contenido de este número de la revista. Ahora ofreceremos algunos hechos concretos que ilus­tran la presencia de las mismas en nuestro tiempo.

Por lo que se refiere a la primera forma, podemos señalar las apariciones de Lourdes, Fátima, Banneux, etc.8. Sin entrar en la credibilidad psicológica y la exactitud histórica de los hechos adu­cidos 9, nuestro interés se limita a la estructura profética de tales apariciones. En las apariciones de Fátima, por ejemplo, aparece con toda claridad la siguiente estructura: se experimenta la amenaza del futuro; el comunismo o el mundo son considerados como un

6 Y. Congar, Vraie et fausse reforme dans l'Eglise (Unam Sanctam, 20), París, 1950, 196-226; E. C. Bianchi, Bonhoeffer and the Church's prophetic Mission: «Theological Studies», 28 (1967), 801-811: «El sentía que a la Igle­sia le faltaba mucho para convertirse al profetismo de la Escritura... La esci­sión entre una Iglesia no profética y un mundo llegado a su mayoría de edad se veía intensificada, según Bonhoeffer, por el aislamiento del cristianismo en la religiosidad»; A. de Bovis, Le peuple de Dieu et sa mission prophétique: «La Vie Spirituelle», 542 (1967), 275-288. P. Ricoeur hace una importante distinción entre profecía y escatología bajo el título de Approche philosophi-que du concept de liberté religieuse, en L'herméneutique de la liberté religieu-se, París, 1968, 217, n. 1. En este contexto debemos mencionar también el precioso volumen de T. L. Westow Introducing Contemporary Catholicism, Londres, 1967, 104s.

7 J. M. González Ruiz, Sécularisation et communauté ecclésiale: «Ido-c paper», 68-13,7: «En el mundo secularizado en que vivimos, la única posibi­lidad de sobrevivir que tiene la Iglesia es la forma profética.»

8 K. Rahner, Visionen und Prophezeiungen (completado con la colabora­ción de P. Th. Baumann) (Quaestiones disputatae, 4), Friburgo de Brisgovia, 31960; Fr. Bruno, Puissance de l'archétype, en Elie le prophéte, II (Etudes Carmélitaines), París-Brujas, 1956, 11-31.

9 R. Laurentin, Bernadette raconte les apparitions (Lourdes Documents authentiques), 6 vols., París, 1957-1966; id., Lburdes. Histoire authentique des apparitions, 6 vols., París, 1961-1964.

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peligro, así como la constante amenaza de guerra y la decadencia de la práctica religiosa; pero la amenaza es mitigada por la visión; la solución viene de otra parte: apoyándose en lo que uno de los pequeños videntes parece haber oído o visto, se acepta que Rusia se convertirá. Es cierto que no se prescinde por completo del es­fuerzo moral, pues se da una invitación a la oración, la penitencia y la conversión. Sin embargo, un examen más riguroso muestra que las promesas correspondientes a ese esfuerzo moral no son más que amplificaciones populares de una esperanza indeterminada. La pres­ciencia y la predicción desempeñan un papel importante, pero se trata de un retorno a cosas ya conocidas de antes; la garantía de la veracidad de las predicciones se busca en lo milagroso; la verifica­ción de los acontecimientos preanunciados resulta difícil, porque prácticamente no se ha efectuado una comprobación profesional sobre la credibilidad histórica del relato de cuanto ha sido predicho, y todo queda en la esfera de la devoción y la fe popular. Sin em­bargo, esos acontecimientos poseen un significado profético 10, y de este modo, primitivamente y quizá no reflejamente, el reto que el futuro lanza a la Iglesia es comprendido por los fieles ordinarios, cuya esperanza es alimentada por cosas concretas. Por tanto, es comprensible que tales acontecimientos no estimulen precisamente el interés de los teólogos. Una de las tareas de la teología consiste en servir de nexo entre el hombre del pasado, de la tradición, y el hombre del futuro, el profeta. Pero lo que este tipo de profetismo ofrece al teólogo no es tanto una visión del futuro cuanto una vi­sión nostálgica del pasado en tono de profecía. Aquí se espera el futuro como una repetición de un pasado idealizado.

En la Iglesia, tal como ella se entiende en la actualidad, la ne­cesidad mayor parece referirse a la segunda forma de profetismo. Pío XII habló de la Iglesia cansada. Este cansancio obedece a un sentimiento de impotencia y superfluidad en los creyentes. Estos tienen la impresión de que el mundo nuevo es construido sin con­tar con ellos. Y ellos necesitan ser liberados de semejante situación. En esta forma de profetismo encajan las figuras de Juan XXIII, Soderblom, Máximos IV, Hélder Cámara y otros, los cuales no se limitan a predicar a los fieles la salvación o la posibilidad de perdi-

10 R. Laurentin, Sens de Lourdes, París, 1954, y Les trois derniéres ap­paritions. Sens de l'événement, París, 1964 = sexta parte de la Histoire authentique, antes citada; R. Guaríglia, Prophetismus und Heilserwartungs-bewegungen ais vólkerkundliches und religionsgeschichtliches Problem, Horn-Viena, 1959.

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ción, sino que dejan bien claro al mismo tiempo que ellos deben prestar su aportación a esa Iglesia del mañana. Y no están tan pre­ocupados por la futura Iglesia del año 2000 que dejen de tomar las oportunas decisiones y emprender un nuevo curso desde ahora. Sin embargo, indican que esa aportación no podrá ser nunca descrita en detalle (cf. el esquema XIII). No podemos identificar el futuro con el presente cuando elaboramos de hecho los planes que nos ofrece hoy el estudio del futuro. Los planes son ciertamente indispensa­bles para un futuro que no nos es lícito esperar en actitud de mera pasividad. Pero el misterio del futuro es algo más que la realiza­ción de unos planes hechos en el presente. No nos es posible domi­nar por completo el futuro, el cual se nos acerca también por su parte ". El profeta, sin embargo, puede tener una visión que supe­re el marco de lo que es científicamente previsible. La paz, el des­arrollo, la macroética, una Iglesia en diáspora son realidades que no pueden ser previstas por la polemología, la sociología, la eco­nomía y la manipulación humana. El futuro tiene un margen de vaguedad que no puede ser esclarecido simplemente a base de pla­nes, pero las personalidades proféticas sí pueden aportarle la luz de la esperanza. Por tanto, lo más importante no es lo que esas personalidades piensan o escriben (esto está claro en los escritos de Juan XXIII), sino lo que hacen. Aquí la función del teólogo como nexo entre tradición y profetismo resulta más obvia y es acogida con mayor avidez u . Es curioso que los estudios exegéticos más recientes sobre los libros proféticos concedan mayor relieve a la persona del profeta que al texto mismo13. Procuran llegar a la persona a través de los textos. Así también el teólogo no sólo des­taca el mensaje científico para el futuro {si bien, como es lógico, procura no descuidarlo en manera alguna), sino que quiere llegar al cristiano a través del mensaje, para impedir —como indica

11 K. Rahner, Fragment aus einer theologiscben Besinnung auf den Begriff der Zukunft, en Schriften zur Theologie, VIII, Einsiedeln, 1967, 555; J. Pie-per, Hoffnung und Geschichte, Munich, 1967; P. Schütz, Parusia-Hoffnung un Prophetie, Heidelberg, 1960.

12 E. Schillebeeckx, El Magisterio y el mundo político: «Concilium», 36 (1968), 404-427.

13 H. Renckens, De profeet van de nabijheid Gods, Tielt, 1966; L. Stachel, Interpretation prophetischer Sprachgestalt auf dem zeitgeschichtlichen Hinter-grund: «Katech. Blátter», 92 (1967), 608-615; S. H. Stenson, Prophecy, Theo-logy and Philosophy: «Journ. Reí.» USA 44 (1964), 17-28; C. Tresmontant, La doctrina moral de los profetas de Israel, Madrid, 1962; R. Kilian, Die prophetischen Berufungsberichte, en Theologie im Wandel, Munich-Fribur-go, 356.

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Schillebeeckx— que la esperanza del futuro se convierta en una evasión al futuro 14.

Como representante de la tercera forma de profetismo en nues­tro tiempo podríamos citar a Teilhard de Chardin. Al igual que todo ser humano, el profeta ha de luchar con los problemas de su tiempo. Pero ¿está el hombre hasta tal punto condicionado por el tiempo que se halle esencialmente ligado a él? ¿Es el fenómeno humano esencialmente un fenómeno temporal? ¿Acaso la excesiva seriedad con que es tratado el tiempo en una cristiandad existencial e historicista no será uno de los factores que puedan llevar al «ol­vido del ser» (Seinsvergessenheit) ? La imagen popular del profeta parece implicar que él puede prescindir del tiempo, ver más allá del tiempo. Se podría decir tal vez que el profeta hace que el hom­bre tome conciencia de que no está totalmente encarcelado en el tiempo, que le domina por completo. El hombre no se halla plena­mente determinado por el presente ni por el pasado. Son puntos en los que insisten constantemente los profetas del Antiguo Testa­mento. Pero el hombre tampoco está plenamente determinado por el futuro. Los profetas de hoy, lo mismo que los profetas de la antigüedad 15, tanto los de la ciudad de Dios como los de la ciudad secular, ven en esto la entraña de su mensaje. Es sorprendente que los profetas de la revolución científica pongan en guardia frente a una visión demasiado optimista del futuro incluso con más insis­tencia que los teólogos. Muchos estiman que la conquista del tiem­po, tal como aparece en las obras de Teilhard 16, implica un opti­mismo excesivamente ingenuo, si bien no es ése el caso de la visión teilhardiana. Y así los exegetas, cuando hablan de los profetas, aluden a una perspectiva profética que va más allá del tiempo en cuanto mensurable; los teólogos —recordemos a Cullmann 17— llaman la atención sobre el hecho de que en la Biblia judía el ele­mento «tiempo» es tratado de manera distinta a como se trata en nuestra civilización, más influida por el helenismo; los filósofos —por ejemplo, Bergson— distinguen cuidadosamente entre el tiem­po mensurable (temps) y la duración ligada a la experiencia vital

" E. Schillebeeckx, Het nieuwe Godsbeeld, secularisatie en politiek: «Tijdschrift voor Theologie», 8 (1968), 49 (sumario en francés, pág. 65).

15 Ñ. Lohfink, Profeti ieri e oggi: «Giornale di Teología», 16 (Brescia, 1967), 134.

16 B. Charbonneau, Teilhard de Chardin, prophéte d'un age totalitaire, Denoel, 1963.

17 O. Cullmann, Cristo y el tiempo, Barcelona, 1966; id., La historia de la salvación, Barcelona, 1967.

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humana (durée) 1S. Como creyentes, no les satisface una respuesta que juega con una noción de eternidad como si ésta fuera un tiempo sin fin. Ahí reside probablemente una de las razones por las que a muchos les resulta difícil aceptar el mensaje de una resu­rrección, un cielo..., en una palabra: el mensaje de una «duración» bienaventurada para el hombre. ¿No aparece aquí algo de ese «ol­vido del ser» 19 que impide al creyente de hoy estar convencido de la durabilidad de lo que es el hombre y le hace pretender limitar la salvación a las salvaciones o felicidades que pueden conseguirse en «1 tiempo?

Estas tres formas de profetismo demuestran con creciente cla­ridad que el verdadero profeta nunca priva al hombre de su res­ponsabilidad. Buber20 ha señalado que entre profecía y apocalipsis en el Antiguo Testamento hay la misma diferencia que entre in­determinismo y determinismo, o entre esperanza y desesperación. El profeta se sobrecoge ante el mensaje que Dios le ha confiado, pero se somete a la urgencia de ese mensaje; lo toma firmemente en sus manos, y en este comprometerse a sí mismo encuentra la fuerza persuasiva de su certeza. El vidente apocalíptico (Buber se refiere al vidente del cuarto libro de Esdras y al autor del Apoca­lipsis) se sitúa ante una catástrofe de la que no ve escapatoria. Ve desde fuera cómo desciende de los cielos lo «nuevo». Para él, lo nuevo está ya ahí, si bien no ha hallado todavía su lugar; es algo que desciende ya listo de los cielos. Para el profeta, el futuro no está fijado, pero cree en él y le consagra sus energías. El profeta está constantemente en actitud de diálogo, y ésta desemboca en una alianza; el vidente apocalíptico está comprometido en un continuo monólogo, aun cuando lo presente como la palabra de Dios: no reporta provecho a la vitalidad de la religión. Buber subraya que ambas formas no aparecen nunca en su esencial pureza y que inclu­so el más auténtico profeta de Israel, Jeremías, presenta rasgos apocalípticos, mientras que existen elementos proféticos en los apocalipsis. El profeta cree en el constante rejuvenecimiento de la

18 H. Bergson, Les deux sources de la morale et de la religión, París, 1932; en esta obra se subraya la necesidad del profetismo para la vitalidad de toda moral y religión.

" «En la física como ciencia exacta, la "comprensión del ser" (Seins-verstdndnis) del ente existente es reducida a un concepto que, en virtud de la estructura y del alcance de la ciencia, es incapaz de considerar la esencia del lugar, el tiempo, el movimiento, la fuerza, la masa, como verdadero pro­blema» (M. Heidegger, Das Wesen des Grundes, Pfullingen, '1949, pág. 13).

20 M. Buber, Prophetie und Apokalyptik, en Werke, II, Munich, 1964, 930-936.

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religión y del futuro; en cambio, el vidente apocalíptico no posee un futuro propiamente tal: para él, cada situación se desvanece, vieja y consumida, de suerte que la nueva situación viene simple­mente a ocupar su lugar21.

Se podrían descubrir los mismos rasgos en los profetas estu­diados en este número. Sería también interesante examinar hasta dónde llega el elemento apocalíptico en sectas tales como la de los mormones22, que surgieron por obra de J. Smith como un movi­miento profético. Querían restaurar la Iglesia de Cristo, pero que­daron aislados del cristianismo y terminaron siendo una realización estrictamente organizada de una imagen idealizada del pueblo de Dios y de la primitiva Iglesia. La historia de la Iglesia está llena de estos movimientos disidentes cuyo fanatismo extingue la fuerza profética y cuya idealización del pasado impide el camino hacia el futuro. No son realmente creadores, aunque su actividad suscita la admiración de todos. Baste pensar en las realizaciones de los cuáqueros, los testigos de Jehová, los hermanos moravos, los ad­ventistas y otros a . Todos ellos viven al margen de la sociedad, y su estructura les impide ser levadura. Se aferran a la tradición y sólo pueden ver el futuro como amenaza. Y no vale alegar aquí la frase de Jean Guitton: la tradición es el futuro de ayer, el futuro es la tradición de mañana24. En este sentido, el profeta elabora la tradición de mañana.

Así, pues, el profetismo no es un mero fenómeno del pasado, un asunto propio de historiadores, sino que es también actualmente presente en el cristianismo. Es significativo que los israelitas co­menzaran a poner en duda la historia de la salvación cuando dejó de haber profetas: porque entonces ya no había futuro25. La sal-

21 M. Buber, Das Problem des Menschen, en Werke, I, 329, donde Karl Marx es calificado de apocalíptico.

22 N. R. Burr, A critical Bibliography of Religión in America, I, Princeton, N. J., 1961, 324-334; H. Nibley, The World and the Propbets, Utah, 1965; C. H. Lalive d'Epinay, The Pentecostal «Conquista» in Chile: «The Ecum. Rev.», 1 (1968), 16-32; W. J. Hollemveger, Evangelism and Brazilian Pente-costals: «The Ecum. Rev.», 2 (1968), 163-170.

23 R. A. Knox, Enthusiasm, Oxford, 1950; E. W. Bentz, Der Prophet Jakob Boehme, Marburgo, 1959.

24 Citado en H. Fesquet, Le catholicisme religión de demain?, París, 1962, 214; cf. el agudo artículo de G. Casalis, Réflexions sur le ministere prophéti-que de l'Eglise: «Etudes Théol. et Reí.», 41 (1966), 227-240; M. de la Croix, Un prophétisme dans l'Eglise, en Elie le prophete, II (Etudes Carmélitaines), París-Brujas, 1956, 151-189.

25 S. Hermann, Die prophetischen Heilserwartungen im Alten Testament. Ursprung und Gestaltwandlung, Stuttgart, 1965; A. González Núñez, Profetas,

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140 El Secretariado General

vación verdadera deja de estar presente cuando se siente la amena­za de aniquilamiento. La deserción de la Iglesia que actualmente experimentamos, y en especial el abandono del ministerio eclesiás­tico, puede obedecer en gran parte a la escasez de profetas26. El objetivo de este artículo es precisamente mostrar que existe un auténtico profetismo en la Iglesia: profetas que son molestos y dificultan la vida de los demás, pero que, a causa de su esperanza en el futuro, permanecen dentro de la Iglesia. Este carácter mo­lesto de los profetas hace que sea a veces un problema el modo de utilizarlos, un problema que vamos a examinar más de cerca.

2 . LOS PROFETAS EN LA CIUDAD SECULAR

Hemos aludido a la presencia de profetas en la Iglesia, pero no para incitar al lector a que se entregue a una confortante aliena­ción: todo marcha bien en la Iglesia. A veces no es escuchada la palabra de los profetas. Un caso expresivo es la obra de Rosmini sobre las cinco llagas de la Iglesia27. Su voz no fue escuchada hasta más de un siglo después y, por desgracia, resulta hoy tan actual como entonces. Pero hay ciertas formas de profetismo que ya no pueden despertar la conciencia del quehacer cristiano para el futuro. Siguiendo a Néher2S, vamos a formular algunas distinciones sobre el profetismo.

En primer lugar, existe un profetismo mágico, que intenta pa­liar la amenaza del futuro simplemente con palabras. Usualmente

sacerdotes y reyes en el antiguo Israel, Madrid, 1963; R. Lazzaríni, Ermeneu-tica profetica della tradizione: «Arch. Filos. Ital.», 1-2 (1963), 323-342; J. Lindblom, Prophecy in Ancient Israel, Oxford, 1962.

26 J. Grandmaison, Crise de prophétisme (= Spiritualité du laical, Mont-real, 1965); T. Michels, Propheten und prophetische Bekenntnis in der Kirche, en Wahrheit und Verkündigung, Munich, 1967; L. Festinger (en colaboración con H. W. Riecken y S. Schlachter), When Prophecy fails, Min-neapolis, 1956; J. W. Schulte Noordhold, De ¡eider: «Wending», 22 (1967), 604-605 (número especial dedicado al tema de la «manipulación»).

27 A. Rosmini, Delle cinque piaghe della Santa Chiesa, Lugano, 1848; C. Leetham, Die fünf Wunden der Kirche: «Orientierung», 32 (1968), 72-75. Las «cinco llagas» son: la distancia entre pueblo y clero en el lenguaje y la liturgia; la inadecuada formación teológica de los sacerdotes; la falta de cole-gialidad entre los obispos; la trabazón entre Estado e Iglesia, política y tarea pastoral; el aferramiento de la Iglesia a la propiedad. La condenación ecle­siástica de este libro fue anulada el año pasado. Apareció una segunda edición, que se agotó en dos meses.

a Cf. nota 4.

Profetas en la ciudad secular 141

está al servicio de la clase dominante o de una determinada dinas­tía29. La profecía de la indestructibilidad de la Iglesia ha sido a menudo tratada de esta manera para detrimento de la misma Igle­sia. El movimiento religioso que actúa tras el poder negro es tam­bién una profecía claramente al servicio de un determinado poder, y esto lo distingue desfavorablemente de otro movimiento profético en el mismo terreno: el de Martin Luther King30.

En segundo lugar, Néher pone el profetismo social, actúa ge­neralmente en función de un ideal ético o político. Altizer31 ha señalado que el concepto de God's own country para designar los Estados Unidos de América ha ejercido gran influencia (buena y mala) en la formación de la conciencia social americana. Del mismo modo, la profecía veterotestamentaria de la Tierra Prometida ha sido empleada en nuestros días políticamente con respecto al origen del estado de Israel32. El profetismo social juega siempre con un ideal o unas necesidades idealizadas y se halla siempre en función de otra cosa. Tales profecías tienen algo de quiliasmo: la vaga sos­pecha de un reino milenario. Quizá el número mágico del año 2000 tiene hoy una función parecida.

La reflexión crítica sobre el profetismo lleva a preguntar de dónde saca el profeta su visión, su palabra, su esperanza del futuro. La respuesta suele aludir a un conocimiento intuitivo, a un estar en sintonía con el plan de Dios, a una «simpatía». Y en este sentido se habla de un profetismo místico33. En el cristianismo hay siem­pre un momento de experiencia. Actualmente puede hallarse en

29 H. J. Kraus, Prophetie und Politik (Theologische Existenz heute, 36), Munich, 1952; G. Zizola, Politique et prophétisme: «Inf. cath. íntern.», 305 (1968), 8-10; C. Loubet, Savonarole, prophéte assassiné, París, 1967; W. von Soden, V'erkündigung des Gotteswillens durch prophetisches Wort in den alt-babylonischen Briefen aus Mari: «Die Welt des Orients», 1 (1950), 397-403.

30 Martin Luther King, Chaos or Community?, Nueva York, 1967; cf. el capítulo segundo: Black Power.

31 Th. J. J. Altizer, Amerikas Schicksal und der Tod Gottes: «Antaios», 9 (1968), 483-499.

32 G. Fohrer, Israels Haltung gegenüber den Kanaanáern: «Journal of Semitic Studies», 13 (1968), 70-71.

33 H. Knight, The Hebrew Prophetie Consciousness, Londres, 1957; J. Lindblom, op. cit., investiga en la línea de la experiencia religiosa y supera la distinción entre profetas ligados al culto y profetas libres; H. H. Rowley, The Nature of O. T. Prophecy in the Light of Recent Study, en The Servant of the Lord, 1952, 91; H. Widengrin, Ltterary and Psychological Aspects of the Hebrew Prophets, Upsala-Leipzig, 1948; W. M. W. Roth, The Anonimity of the Suffering Servant: «Journ. of Bibl. Lit.», 83 (1964), 171-179: establece una relación directa entre Dios y el profeta.

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descrédito, pero la historia de la Iglesia muestra constantemente figuras como Ruysbroek, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, Ber-diaef, Charles de Foucauld, Máximos IV M, los cuales han extraído de su propia experiencia un mensaje para la Iglesia, un mensaje que abre un nuevo futuro. Sin embargo, no es un peligro imaginario el hecho de que ciertas experiencias religiosas menos auténticas que las de los verdaderos místicos —pensemos en los videntes, etc.— sean explotadas, consciente o inconscientemente, por las autorida­des eclesiásticas o seculares.

David Flusser35 sostiene que el cristianismo ha debilitado la profecía mesiánica por su creencia dogmatizada de que las espe­ranzas mesiánicas se han realizado en Jesús. Esto contiene su parte de verdad en la medida en que los cristianos tienden a leer el Nue­vo Testamento separado del Antiguo y, en consecuencia, no con­templan a Cristo suficientemente en la perspectiva de los profetas del Antiguo Testamento. Nunca se apreciará bastante lo que Barth escribe en su Dogmática (IV, 3, 1): «Antigua y modernamente se ha sugerido e intentado debilitar el llamado Antiguo Testamento en su conjunto o, al menos, reducirlo al nivel de una buena y útil introducción deuterocanónica a la Biblia real, es decir, al Nuevo Testamento. Pero, muy al contrario, nunca se subrayará suficiente­mente que para la Iglesia primitiva, tanto para los cristianos proce­dentes del paganismo como para los procedentes del judaismo, lo "añadido" no era el Antiguo Testamento, sino el Nuevo; el Nuevo Testamento era el complemento y la prolongación del canon, el canon de la sinagoga: Moisés, los Profetas y los Salmos (Le 24, 44), el núcleo indudable de la Sagrada Escritura»36. Si bien la Iglesia actual está profundamente convencida de que en Jesús ha sido dirigida al hombre la palabra definitiva de Dios; sin embargo, estima que esa palabra necesita constantemente nuevos hombres que proporcionen una comprensión más profunda y nuevos pro­fetas que nos impulsen por su inspiración a seguir adelante: aún hemos de esperar el «pleroma» de Cristo. Prescindiendo de su exac-

34 M. Villain, Un prophéte: Máximos IV: «Nouv. Rev. Théol.», 90 (1968), 50-66.

35 D. Flusser, De joodse oorsprong van het christendom, Amsterdam, 1964, 15; H. J. Schoeps, Israel und die Christenheit, Francfort, 21961; K. H. Rengst-dorf y S. von Korzfleisch, Kirche und Synagoge. Handbuch zur Geschichte von Christen und ]uden, I, Stuttgart, 1968, 30-34 y 307-358 (E. I. J. Rosenthal, Jüdische Antwort).

36 J. Coppens, Le messianisme royal, III. Dans la littérature prophétique: «Nouv. Rev. Théol.», 190 (1968), 479-512: ofrece una abundante bibliografía sobre el profetismo mesiánico.

Profetas en la ciudad secular 143

titud teológica (sobre este particular sería mejor preguntar a los entendidos en cristología moderna), la visión teilhardiana de Cristo como el punto omega ha sido un estimulante profético que ha lle­vado a muchos cristianos a contemplar, por encima del muro de la fe, lo que está acaeciendo en el campo científico e incluso a demoler aquí y allá muros de separación que se habían levantado a lo largo de los siglos.

A este respecto, uno de los resultados menos apreciados es la voz profética que, procedente de las ciencias, comienza a dirigirse a las Iglesias y los teólogos. C. J. Dippel37, entre otros, tiene el mérito de haber llamado la atención sobre este punto. Numerosos científicos ven cada vez con mayor claridad que el slogan de una ciencia «neutral», «liberada de los valores», ha venido a ser un mito pasado de moda. Los científicos tienen ante sí una responsabilidad que no pueden asumir con la ayuda exclusiva de la ciencia. Los profanos pueden todavía considerar la ciencia como el nuevo dios, la nueva omnipotencia. Pero la ciencia misma ha ido tomando con­ciencia de que está al servicio de la política y la economía. Las ciencias físicas y la razón técnica se hallan en peligro de ser emplea­das por unas estructuras que aumentan la oposición entre pobres y ricos, desarrollados y subdesarrollados, y ofrecen constantemente al egoísmo colectivo de los Estados nuevas oportunidades para la agresión y la guerra. El desarrollo técnico y la dirección de la in­vestigación científica se hallan en manos de instancias ajenas a las ciencias. La dirección del desarrollo científico no es fruto de una opción hecha por científicos, sino que es dictada con torpe disimu­lo por la política y la economía. Para algunos de estos científicos, el ideal de una ciencia pura es mera ilusión, y están convencidos de que se les manipula por unos poderes ajenos al campo científico, de suerte que la ciencia es privada de responsabilidad. Por otra parte, ninguna de esas instancias es capaz de ajustar el desarrollo científico a una perspectiva universalista. Y tal hecho hace pre­guntarse a algunos de estos científicos si esa perspectiva no se ha­llará en el mensaje de la salvación. Así, Dippel señala que, mientras en la Iglesia apenas si existe noción de estos problemas, los cientí­ficos se encuentran a diario ante multitud de decisiones evangélicas concretas, cuyo significado han de esclarecer en términos realmente seculares, y no religiosos, estableciendo opciones a fin de que la

37 C. J. Dippel, Wijsgerige en ethische aspecten der natuurwetenschap (= vol. II de Geloof en Natuurwetenschap, publicado por la comisión de estudio de la Iglesia Reformada Holandesa), La Haya, 1968.

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vida siga siendo humana y no la destruya el mundo secularizados Desde el final de la segunda guerra mundial, dice Saris38, varios científicos eminentes han dirigido su voz a la humanidad: «Con­vertios, porque el fin del mundo está cerca» 39. La mayoría de ellos no son cristianos. En su conducta y en la reacción ante ella se ob­servan todas las formas del profetismo veterotestamentario. No son escuchados por la mayoría de los hombres ni por los represen­tantes de la autoridad, sean creyentes o no. Son ridiculizados y escarnecidos como personas que alborotan sin necesidad. No se sabe de qué hablan. Y se opta por la indiferencia, la irresponsa­bilidad, por seguir tras los afanes y placeres de cada día.

Cuando la Iglesia, en la Lumen gentium, se ve a sí misma como un pueblo profético que participa de la función profética de Cris­to 40, sólo cabe proclamar esta nota profética, por tímidamente que suene. En ese contexto podemos preguntar si no es tarea de la teo­logía difundir entre los científicos esas cuestiones sobre su respon­sabilidad y no permitir que permanezcan cubiertas con un mítico velo de supervaloración que dista mucho de satisfacer a los propios hombres de ciencia. Tales cuestiones comenzarán a actuar también en las Iglesias como una necesidad profética. Esto no significa que las Iglesias pretendan poseer las oportunas respuestas a esas cues­tiones o vendan su propio sistema doctrinal como un hogar con­fortable a los científicos; sin embargo, el mensaje del Evangelio puede aportar alguna claridad sobre la responsabilidad humana en la nueva situación. Algunos 41 ven a esta luz el acercamiento de la teología —especialmente la teología americana— a la filosofía ana­lítica. El existencialismo no ha logrado inspirar a los cultivadores de las ciencias exactas, los cuales piden un trasfondo filosófico para el ejercicio de sus funciones científicas. El resultado ha sido que, a partir de las ciencias exactas, la matemática y las ciencias físicas, ha nacido una filosofía basada en el lenguaje y la lógica. Esta filo­sofía analítica entra ahora en unos campos donde el neopositivismo, con su limitado principio de verificación, no podía llevar a afirma-

38 B. F. Saris, Modern profetisme: «De Bazuin», 51, 24 (1968), 6-7. Agra­decemos a A. Weiler, B. F. Saris y C. J. Dippel su participación en el diálogo sobre la nueva profecía organizado por el Secretariado General.

35 A este respecto podemos citar las publicaciones del Movimiento de Pug-wash, en el que participan científicos de todo el mundo. Sus actividades co­menzaron en 1955, con la declaración de Russell y Einstein sobre la explosión de la bomba H. El número 2 de estos boletines fue publicado en Holanda bajo el título Wetenschap en samenleving (junio de 1962).

40 M.-D. Chenu, Un peuple prophétique: «Esprit», 35 (1967), 602-611. 41 M. Jeuken, Een manco van onze theologie: «Streven», 8 (1968), 780-783.

Profetas en la ciudad secular 14?

clones significativas, como la ética, la metafísica y también la teo­logía. Esto podrá hacer que el pensamiento teológico se torne más progresivo y moderno, y fomentará una mejor comprensión mutua entre las ciencias del espíritu y las ciencias exactas.

En todo caso, las ciencias exactas están atravesando una crisis para cuya solución no bastan los elementos contenidos en estas mismas ciencias. Picht42, quien —al igual que C. F. von Weiz-sácker— ha expuesto estos nuevos problemas en el mundo de len­gua alemana, ha hecho un llamamiento explícito a las Iglesias como exponentes del Evangelio. Este autor muestra cómo las ciencias se han zafado —con razón— de la tutela teológica y, en consecuencia, de todo el ámbito de la filosofía, logrando así su autonomía. Pero pregunta si esto no ha llevado a un tipo de hombre que, gracias a los resultados de la instrucción y de las ciencias, ha alcanzado un notable conocimiento y poder, pero que no posee ya la libertad de emplear ese poder y ese conocimiento para un objetivo universal. Picht no oculta el hecho de que, mientras los resultados de la cien­cia hacen posible crear estructuras en política y en economía, éstas no pueden determinar si todo eso desembocará en la salvación o en el desastre. Este y otros autores no encuentran ningún prin­cipio que les permita entender el mundo como conjunto desde el punto de vista de su futuro43. Por ello apelan al universalismo del Evangelio.

Esto no significa, evidentemente, que los científicos vayan en peregrinación a Canossa: que busquen ponerse de nuevo bajo la tutela de la teología. Hombres como Dippel y Picht están conven­cidos de que la conciencia teológica se ha quedado corta con respec­to a la universalidad del Evangelio. Los datos que ofrecen las cien­cias pueden ayudar a la teología a ceñirse a la universalidad del Evangelio 44. Estos autores creen que tal situación ofrece una doble posibilidad: la opción de un nihilismo total y la mencionada posi­bilidad de futuro. Sólo un reducido grupo de cristianos ha com­prendido esto. Sin embargo, parece una expresión profética que no es lícito ignorar. En los días en que escaseaban los profetas en Israel se decía que Samuel no dejaba caer al suelo ninguna migaja de la palabra de Dios. Esto vale también hoy. Tanto dentro como fuera de la Iglesia no faltan profetas de calamidades que predican

42 G. Picht, Der Gott der Pbilosophen und die Wissenschaft der Neuzeit (Versuche, 6), Stuttgart, 1966 ( = Struktur und Verantwartung der Wissen­schaft im 20. Jahrhundert, págs. 68-106).

43 G. Picht, Die Verantwortung des Geistes, Olten-Friburgo, 1965. 44 G. Howe, Technik und Strategie im Atomzeitalter, Witten-Berlín, 1965.

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la rápida desintegración de la Iglesia. Y señalan como causas la desmitización, la desacralización, la pérdida de autoridad, la falta de disciplina en el clero, la influencia de teologías extrañas y de ciencias racionalistas, el fin del impulso misional, el diálogo sin sentido con personas que tienen otra filosofía de la vida, la dege­neración del núcleo de la fe en un humanismo, la despreocupada repulsa de la protección y la ayuda política. Estos profetas de cala­midades hablan de una crisis mortal y la provocan sin darse cuenta: estimulan y fomentan el mal. En cambio, la voz de las ciencias produce un eco positivo: el sentido de la fe sugiere al hombre moderno que ahí hay un camino para salir de la dificultad.

En este artículo hemos hablado de la presencia de profetas en nuestro tiempo, dentro y fuera de la Iglesia, y de su utilidad y ne­cesidad en la crisis de las Iglesias. No podríamos encontrar otro final mejor que las palabras con que caracteriza, sin pretenderlo, al profeta uno de los raros profetas de hoy, Martin Luther King, el cual hubo de pagar el precio pagado por otros muchos profetas: «Prefiero ser un hombre de convicción que un hombre que sigue a la mayoría. En nuestra vida se va desarrollando una convicción tan valiosa y llena de sentido que nos aferramos a ella al final. Si todos los negros de los Estados Unidos se convirtieran a la violen­cia, yo preferiría ser la voz única y solitaria que predicara que ése es un camino equivocado.» Palabras y gestos como ésos pueden ser aceptados sin sospecha por la Iglesia oficial. La sospecha contra el profetismo ha llevado a la formación de las llamadas sectas, especialmente fuera de la Iglesia oficial. Lo que no puede desarro­llarse y manifestarse sin gran dificultad en la Iglesia termina por desarrollarse en la periferia de la cristiandad y se manifiesta fuera de las fronteras de la Iglesia oficial. Esta es una de las razones por las que las sectas son llamadas cuentas pendientes e hijastras del cristianismo. En todo caso, es un signo de esperanza el hecho de que, en los últimos años, varias de sus figuras más señeras hayan tomado parte en el movimiento ecuménico45.

EL SECRETARIADO GENERAL

45 G. Barauna y otros, La Iglesia del Vaticano II, Barcelona, 1966 (cf. el artículo de P. A. van Leeuwen sobre la participación general en el ministerio profetico de Cristo).

COLABORADORES DE ESTE NUMERO

ROGER AUBERT

Nació el 16 de enero de 1914 en Ixelles-Bruselas (Bélgica) y fue ordenado en 1938. Estudió en la Universidad de Lovaina, donde obtuvo los títulos de doctor en teología e historia (1933), doctor en teología (1942) y maestro en teología (1945). Es asimismo doc­tor honoris causa por la Universidad de Nimega y por la Univer­sidad del Sacro Cuore de Milán. Desde 1952 explica historia de la Iglesia en la Universidad de Lovaina y es director de la «Revue d'Histoire Ecclésiastique» y del Dictionnaire d'Histoire et de Géo-graphie Ecclésiastiques. Entre sus importantes publicaciones desta­can Le Pontificat d.e Pie IX (nueva edición aumentada, tomo XXI de la Histoire de l'Eglise des origines jusqu'a nos jours), París, 1964, y Vatican II (vol. XII de la Histoire des Concites Oecumé-niques), París, 1964.

GIULIO BASETTI-SANI

Franciscano. Nació el 6 de enero de 1912 en Florencia (Italia) y fue ordenado en 1935. Estudió en el Instituto Católico de París, en el Instituto de Estudios Orientales (Roma), en las Facultades Católicas de Lyon, en el Instituto de Estudios Islámicos de la Uni­versidad McGill (Canadá) y en el Dropsie College (Filadelfia, Esta­dos Unidos). Posee la licenciatura en estudios eclesiásticos orienta­les, la licencia en teología y filosofía y un diploma en copto y árabe. Es profesor invitado en la Universidad San Buenaventura (Nueva York) y en la Universidad de Nuestra Señora (Indiana, Estados Unidos). Entre sus publicaciones podemos citar Mohammed et

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148 Colaboradores de este número

St. Francois (Ottawa, 1959) e Introduzione alio studio del Corano (Brescia, 1967). Colabora en «Revue d'Histoire Ecclésiastique» (Lovaina) y en «Studi Francescani» (Florencia).

WILLIAM PETERS

Jesuíta. Nació el 16 de abril de 1911 en Nimega y fue ordena­do en 1942. Estudió en el Heythrop College (Oxon, Inglaterra), en Mastricht y en la Universidad de Amsterdam. Posee el doctora­do en lengua y literatura inglesas y es profesor de inglés. También explica teología ascética y mística. Figura entre los conocedores más eminentes de los Ejercicios de San Ignacio. Ha publicado The Spiritual Exercises of St. Ignatius: Exposition and Interpretation, Jersey City, 1968. Es autor de numerosos artículos sobre la vida religiosa y espiritual en Inglaterra.

GORDON RUPP

Nació el 4 de enero de 1910 en Londres. Es ministro de la Iglesia metodista. Estudió en las Universidades de Londres, Cam­bridge, Estrasburgo y Basilea. Es licenciado en filosofía y doctor en teología, así como doctor honoris causa en teología por la Uni­versidad de Aberdeen y la Facultad de teología protestante de Pa­rís. De 1956 a 1967 fue profesor de historia eclesiástica en la Uni­versidad de Manchester. Actualmente es «principal» de Wesley House en Cambridge. Colabora en la edición de History of the Methodist Church in Great Britain, 1965.

ELISABETH BEHR-SIGEL

Nació en Schiltigheim (Francia) el 21 de julio de 1907 y es miembro de la Iglesia ortodoxa. La profesora Behr-Sigel estudió en la Universidad de Estrasburgo y en la Facultad Libre de teolo­gía de París, obteniendo las licenciaturas en filosofía y teología y el certificado de aptitud pedagógica para la enseñanza de la filosofía.

Colaboradores de este número 149

Actualmente enseña filosofía y psicopedagogía en la Escuela Normal de Nancy Maxéville (Francia). Es autora de Friere et sainteté dans l'Egüse Russe, París, 1950. Ha publicado numerosos artículos so­bre teología ortodoxa. Colabora especialmente en las revistas «Con-tacts» y «Messager Orthodoxe».

STEPHEN DESSAIN

Oratoriano. Nació el 2 de septiembre de 1907 en Inglaterra y fue ordenado en 1933. Estudió en el Balliol College de Oxford y obtuvo la licenciatura en historia. Figura entre los más destacados especialistas en Newman. Es editor de The Letters and Diaries of John Henry Newman, colección de la que ya han aparecido los vo­lúmenes XI a XVII (Londres, 1961-1967). Ha publicado John Henry Newman, Londres, 1967.

OLIVIER ROUSSEAU

Benedictino. Nació el 11 de febrero de 1898 en Mons (Bélgi­ca) y fue ordenado sacerdote en 1922. Estudió en el Colegio San Anselmo de Roma. Trabaja en el monasterio de Chevetogne (Bél­gica), fundación destinada a promover el ecumenismo con la Iglesia ortodoxa. Es director de la revista «Irénikon». Entre sus publica­ciones citaremos Monachisme et vie religieuse, 1957, y L'Ortho-doxie et le mouvement oecuménique de 1920 a 1940: «Ephem. Theol. Lovan.», 4 (1966).

ALBERT SOHIER

Nació el 19 de julio de 1915 en Lubumbashi (Congo-Kinshasa) y fue ordenado sacerdote en 1938. Estudió en el Instituto Superior de Filosofía de la Universidad de Lovaina, en el Theologicum je­suíta de Lovaina y en la Universidad Gregoriana (Roma). Es bachi­ller en filosofía y doctor en teología (1944). Ha desempeñado di-

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150 Colaboradores de este número

versas funciones de dirección y enseñanza en China y en Ruanda. Actualmente es profesor de religión en dos institutos secundarios de Bruselas. En colaboración con P. Goffart ha publicado Lettres du Pére Lebbe, Tournai-París, 1960. Es autor de varios artículos y noticias en Bilan du Monde, Tournai-París, 21964.